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  ARTÍCULOS DE LA FE Y SACRAMENTOS DE LA IGLESIA    

SANTO TOMÁS DE AQUINO

 

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Proemio

Primera parte :  Artículos de la fe

Artículos de Fe en la Divinidad
El primer artículo establece la fe en la unidad de la esencia divina
El segundo artículo profesa que hay tres Personas divinas en una sola esencia
El artículo tercero considera la creación de las cosas en su ser natural
El artículo cuarto mira al mundo de la gracia por medio de la cual Dios da vida a la Iglesia
El artículo quinto trata de la resurrección de los muertos
El artículo sexto mira a la postrera actuación de la Divinidad, que consiste en premiar a los buenos y a castigar a los malos
Artículos de Fe en la humanidad de Cristo
El primer artículo trata de la concepción y nacimiento de Cristo
El artículo segundo trata de la Pasión y Muerte de Cristo
El artículo tercero trata de la Resurrección de Cristo
El artículo cuarto se refiere a la bajada a los infiernos
El artículo quinto es sobre la Ascensión de Cristo al cielo
El artículo sexto considera la venida de Cristo a juzgar
Segunda Parte : Sacramentos de la Iglesia
El primer sacramento es el bautismo
El segundo sacramento es la confirmación
El tercer sacramento es la Eucaristía
El cuarto sacramento es la penitencia
El quinto sacramento es la extremaunción
El sexto sacramento es el orden
El séptimo sacramento es el matrimonio
Notas

 

 

Al Arzobispo de Palermo

 §1  Me pide Vuestra Caridad que le redacte un memorándum breve sobre los artículos de la fe y los sacramentos de la Iglesia, juntamente con las dudas que pueden surgir acerca de ellos. La realidad es que todo el trabajo de los teólogos gira en torno a las dificultades referentes a esos dos temas. Por lo que, si intentara dar plena satisfacción a vuestro ruego, sería preciso resumir en compendio los problemas de toda la Teología. Vuestra Prudencia comprende las proporciones de semejante intento. Básteos al presente, pues, una breve relación de los artículos de la fe y de los sacramentos de la Iglesia, y de los errores que en ambas materias hay que evitar.

 

§2 Primera parte :  Artículos de la fe *

 En primer lugar habéis de saber que toda la fe cristiana gira en torno a la Divinidad y a la humanidad de Cristo. Cristo, según la expresión de Juan, dijo: "Creéis en Dios, creed también en mí: (Jn 14,1). Sobre cada uno de estos temas, unos distinguen seis artículos, y otros prefieren señalar siete. Por lo cual, los artículos de la fe son doce en total, en opinión de unos autores, y catorce según otros.

 Vamos a tratar primero de la fe en la Divinidad, siguiendo la división en seis artículos.

 Sobre la Divinidad hay que considerar tres puntos: la unidad de la esencia divina, la Trinidad de Personas, los efectos del poder de Dios.

 El primer artículo establece la fe en la unidad de la esencia divina, conforme a las palabras del Deuteronomio: "Escucha Israel: el Señor tu Dios es un solo Dios" (Dt 6,4). Contra este artículo salen al paso muchos errores que hay que evitar.

 El primer error es el de algunos gentiles o paganos que admiten muchos dioses. Contra ellos se dice: "No tendrás dioses extraños frente a mí" (Ex 20,3).

 El segundo error es el de los maniqueos, según los cuales existen dos principios: del uno procede todo lo bueno, el otro origina todo lo malo. Contra ellos se dice: "Yo soy el Señor, y no hay otro que origine la luz y cree la tinieblas, que haga la paz y cree el mal" (Is 45,6), porque El, de conformidad con su justicia, impone el mal del castigo cuando advierte en su criatura el mal del pecado.

 El tercer error es el de los antropomorfistas, que creen en un solo Dios pero dicen que tiene aspecto corporal, que está configurado a la manera del cuerpo humano. Contra ellos se dice: "Dios es espíritu" (Jn 4,24); "¿Con quién habéis comparado a Dios?, ¿qué aspecto le atribuiréis?" (Is 40,18).

 El cuarto error es el de los epicúreos <1>, que aseguraban que Dios no tiene providencia y conocimiento de los asuntos de los hombres. Contra ellos se dice: "Abandonad en El todas vuestras preocupaciones, que El cuida de vosotros" (1 Pet 5,7).

El quinto error es el de algunos filósofos paganos que afirman que Dios no es omnipotente, que no puede hacer más que lo que naturalmente ocurre. Contra ellos se dice: "El Señor hizo todo cuanto quiso" (Ps 113,3).

 Todos ellos desconocen la unidad o las perfecciones de la esencia divina, y contra todos se establece en el Símbolo: "Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso". 

 

El segundo artículo profesa que hay tres Personas divinas en una sola esencia, conforme a aquello de: "Tres son los que dan testimonio en el cielo, el Padre, la Palabra y el Espíritu Santo, y los tres son una sola cosa" (1 Jn 5,7). También contra este artículo se constatan abundantes errores. 

El primero fue el de Sabelio <2>, que admitía la unidad de esencia pero negó la Trinidad de Personas. Afirmaba que la misma persona es llamada a veces Padre, a veces Hijo, a veces Espíritu Santo. 

El segundo error es el de Arrio, que admitía las tres Personas pero negó la unidad de la esencia. Decía Arrio que el Hijo es de distinta sustancia que el Padre, que es criatura, que es menor que el Padre, que ni es igual que el Padre ni eterno como El, que comenzó a existir en un momento determinado. 

Contra estos dos errores dice el Señor: "El Padre y yo somos una misma cosa" (Jn 10,30). Comenta Agustín (In Ioannis Evang., tract. XXVI, PL 35, 1668): "Al decir `Una misma cosa', te salva de Arrio; al decir `Somos' te libra de Sabelio". 

El tercer error es el de Eunomio <3>, que afirmó que el Hijo no es semejante al Padre. Contra el cual se dice: "El es imagen de Dios invisible" (Col 1,15). 

El cuarto error es el de Macedonio <4>, que aseguró que el Espíritu Santo es una criatura. Contra él se dice: "Este Señor es el Espíritu" (2 Cor 3,17). 

El quinto error es el de los griegos <5>, que sostienen que el Espíritu Santo procede del Padre, pero no del Hijo. Contra ellos se dice; "El Paráclito, el Espíritu Santo, a Quien enviará el Padre en mi nombre" (Jn 14,26), pues el Padre lo envía como Espíritu del Hijo, procedente del Hijo; y más adelante se especifica: "El me glorificará, porque recibirá de lo mío" (Jn 16,14). 

Contra todos estos errores se establece en el Símbolo: "Creo en Dios Padre... y en su único Hijo, no creado, de la misma naturaleza que el Padre... y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo". 

Los cuatro artículos que faltan sobre la Divinidad, tienen por objeto las obras que lleva a cabo el poder de Dios.

 

El artículo tercero considera la creación de las cosas en su ser natural, según aquello de: "Dijo una palabra, y quedaron hechas" (Ps 148,5). Enumeramos a continuación los errores contra este artículo. 

El primer error es el de Demócrito <6> y Epicuro <7>. Pensaban que ni la materia del mundo ni la organización de éste procedían de Dios, sino que el mundo se había originado por combinación casual de los átomos, a los cuales esos filósofos consideraban principios de las cosas. Contra ellos se dice: "Por la palabra de Dios se consolidaron los cielos" (Ps 32,6), esto es, conforme a un diseño eterno, no por azar. 

El segundo error es el de Platón <8> y Anaxágoras <9>. Admitían que el mundo había sido hecho por Dios, pero que hubo de valerse de una materia preexistente. Contra ellos se dice: "Lo mandó, y quedaron creadas" (Ps 148,5), esto es, hechas de la nada.

 El tercer error es el de Aristóteles, que afirmó que el mundo no había sido hecho por Dios, sino que existió siempre. Contra él se dice: "Al principio creó Dios el cielo y la tierra" (Gen 1,1). 

El cuarto error es el de los maniqueos, que hacían a Dios creador de las cosas invisibles, pero sostenían que las visibles habían sido creadas por el diablo. Contra ellos se dice: "Por la fe sabemos que la palabra de Dios ha configurado el universo, de suerte que de lo invisible se ha originado lo visible" (Heb 11,3). 

El quinto error es el de Simón Mago <10> y Menandro <11>, su discípulo, y de muchos otros herejes que los siguieron. Atribuyen la creación del mundo no a Dios sino a los ángeles. Contra ellos están las palabras de Pablo: "Dios, que hizo el mundo y todo lo que hay en él" (Act 17,24). 

El sexto error es el de los que afirmaron que Dios no gobierna el mundo por Sí mismo sino por medio de ciertas potestades sometidas a El. Contra los cuales se dice: "¿A qué otro estableció sobre la tierra? ¿A quién puso al frente del orbe que había construido?" (Iob 34,13).

 

§3 Contra todos estos errores se profesa en el Símbolo: "Hacedor o creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible".

 

 El artículo cuarto mira al mundo de la gracia por medio de la cual Dios da vida a la Iglesia, según aquello de: "Justificados gratuitamente por su gracia" (Rom 3,24), es decir, la de Dios. En este artículo quedan incluidos todos los sacramentos de la Iglesia, todo lo pertinente a la unidad de ella, los dones del Espíritu Santo y la justificación del hombre. Pero como de los sacramentos trataremos expresamente en la segunda parte, dejamos este tema por ahora, y pasamos a relatar los errores contra los otros puntos del artículo.

El primer error es el de Cerinto <12>, Ebión y los nazarenos <13>. Decían que la gracia de Cristo no tiene eficacia suficiente con vistas a la salvación si no se observa la circuncisión y las demás prescripciones de la ley. Contra ellos se dice: "Sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley" (Rom 3,28). 

El segundo error es el de los donatistas. Defendían que únicamente en Africa se había conservado la gracia de Cristo, porque el resto del mundo estaba en comunión con Ceciliano <14>, obispo de Cartago, al que ellos habían condenado. Con lo cual negaban la unidad de la Iglesia. Contra éstos se dice: En Cristo Jesús "no hay gentil ni judío, circuncisión e incircuncisión, bárbaro y escita, esclavo y libre, sino que Cristo es todo en todos" (Col 3,11). 

El tercer error es el de los pelagianos <15>. En primer lugar, negaban que en los niños se diera pecado original, contra lo que dice el Apóstol: "Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres porque todos pecaron" (Rom 5,12); y el Salmo: "En iniquidad fui concebido" (Ps 50,7). 

En segundo lugar, afirmaban que la iniciativa de las buenas obras la tiene el hombre en sí mismo, aunque su consumación procede de Dios; contra lo que dice el Apóstol: "Dios es quien obra en vosotros el querer y el llevar a cabo, como bien le parece" (Philp 2,13). 

En tercer lugar, sostenían que la gracia se da al hombre por sus méritos propios, contra lo que dice el Apóstol: "Y si es por gracia, ya no es por las obras; de otro modo la gracia ya no sería gracia"(Rom 11,6). 

El cuarto error es el de Orígenes (Perí Archón, libro I, cap. 6, PG 11, 166). Pensó que todas las almas habían sido creadas al mismo tiempo que los ángeles, y que, según su comportamiento en aquel estado, unos hombres eran llamados por Dios, a través de la gracia, y otros abandonados en la infidelidad. Contra lo que dice el Apóstol: "Cuando aún no habían nacido, ni hecho cosa alguna buena o mala (para que se mantuvieran el designio de Dios de conformidad con su elección), no por las obras sino por quien llama, le fue dicho a ella que el mayor serviría al menor" (Rom 9,11). 

El quinto error es el de los catafrigios, a saber, Montano, Prisca y Maximila. Pretendían que los profetas habían sido posesos, que no era el Espíritu Santo quien los impulsaba a profetizar. Contra ellos se dice: "Nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que los hombres santos de Dios hablaron inspirados por el Espíritu Santo" (2 Pet 1,21). 

El sexto error es el de Cerdón <16>, que fue el primero en asegurar que el Dios de la ley y de los profetas no es el Padre de Cristo, que Aquél no es un Dios bueno sino injusto, en tanto que el Padre de Cristo es bueno. Le siguieron los maniqueos, que también rechazan la ley. Contra ellos se dice: "La ley es santa, y santo el precepto y justo y bueno" (Rom 7,12; y en los comienzos de la carta, 1,2‑3): "Que anteriormente habían prometido por medio de sus profetas en las Santas Escrituras acerca de su Hijo". 

El séptimo error es el de los que consideran necesarias para salvarse ciertas prácticas que en realidad se orientan a la perfección de vida. Así, unos <17>, que con extraordinaria arrogancia se llamaban a sí mismos "apóstoles", negaban toda esperanza de salvación a los que se unen en matrimonio y a los que conservan sus posesiones. Otros, los secuaces de Taciano <18>, no comen carne, antes bien la reprueban por completo, según aquello del Apóstol: "En los últimos tiempos apostatarán algunos de la fe, dando oídos a espíritus engañadores y doctrinas del demonio, por la hipocresía de embaucadores que tienen marcada a fuego su propia conciencia, que prohíben casarse, abstenerse de alimentos que Dios creó para que sean comidos con acción de gracias por los fieles, por los que han conocido la verdad" (1 Tim 4,1‑3). Y es que aseguran que la promesa sobre la venida del Espíritu Santo no se cumplió en los Apóstoles, sino en ellos, contra lo que dice en Act 2. Los eutiquianos <19>, por su parte, sostienen que el hombre no puede salvarse si no ora de forma ininterrumpida, por aquello que dijo el Señor: "Es preciso orar siempre sin desfallecer" (Lc 18,1); lo cual, según Agustín (Epist CXXX Ad Probam, cap. 9, PL33, 501), debe interpretarse en el sentido de que ningún día hemos de dejar pasar sin ejercitarnos en la oración. Otros, llamados pasalorinquitas <20>, tanto exageran en el silencio que se ponen un dedo sobre os labios y la nariz; en griego pássalos significa estaca, y ranchos nariz. Algunos también afirman que los hombres no pueden salvarse si no caminan descalzos continuamente. 

 Contra todos ellos dice el Apóstol: "Todo me es lícito, si bien no todo es ventajoso" (1 Cor 10,22); con lo que da a entender que, aunque los santos varones practiquen ciertas normas por ser ventajosas, no por ello se torna ilícita la práctica contraria. 

El octavo error, de sentido opuesto al precedente, es el de los que niegan que las prácticas de perfección hayan de preferirse a la vida ordinaria de los fieles. Así, Joviniano <21> sostuvo que la virginidad no es preferible al matrimonio, contra lo que se dice en la Escritura: "Quien casa a su doncella, obra bien; y quien no la casa, obra mejor" (1 Cor 7,38). Y Vigilancio <22> equiparó el estado de los que retienen sus propiedades al estado de pobreza abrazada por Cristo; contra esto dice el Señor: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme" (Mt 19,21). 

El noveno error es el de los que no admiten la libertad en el hombre <23>; como aquel que decía que quien es de mala ralea, no puede evitar el pecado. Contra ellos se dice: "Os escribo esto para que no pequéis" (1 Jn 2,1). 

El décimo error es el de los priscilianistas <24> y matemáticos. Aseguran que los hombres están vinculados al astro de su destino, de modo que su conducta obedece al rumbo de las estrellas. Contra éstos se dice: "No tengáis miedo a los signos del cielo, como les temen los gentiles" (Ier 10,2).

 El undécimo error <25> es el de los que afirman que quien se encuentra en gracia y caridad, ya no puede pecar; que, por tanto, quien comete un pecado, es que nunca alcanzó la caridad. Contra ellos se dice: "Has perdido tu amor de antes; date cuenta, pues, de dónde has caído" (Apc 2,4‑5).

 El duodécimo error es el de los que defienden que no hay que cumplir las prescripciones generales de la Iglesia de Dios <26>. Por ejemplo, los arrianos dicen que no se deben guardar los ayunos solemnes establecidos, sino que cada uno ayune cuando quiera, para que no parezca que sigue bajo la ley. Los teseradecatitas o cuartodecimanos <27> sostienen que la Pascua ha de celebrarse en la luna decimocuarta, cualquiera que sea del día de la semana en que caiga. Y algo semejante ocurre con los demás mandamientos de la Iglesia. 

§4 Contra todos estos errores se dice en el Símbolo de los Apóstoles: "La santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados"; y en el Símbolo de los Padres se detalla: "Que habló por los profetas. Y en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Reconozco un solo bautismo para el perdón de los pecados". 

 

El artículo quinto trata de la resurrección de los muertos: "Todos hemos de resucitar" (1 Cor 15,51). También contra él se dan varios errores. 

El primer error es el de Valentín, que negó la resurrección de la carne. Le siguieron otros muchos herejes. Contra él se dice: "Si de Cristo se predica que resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dicen algunos entre vosotros que los muertos no resucitan?" (1 Cor 15,12). 

El segundo error es el de Himeneo y Fileto <28>. De ellos dice el Apóstol (2 Tim 2) que se apartaron de la verdad por asegurar que la resurrección ya se había efectuado; bien porque no admitían más resurrección que la espiritual, bien porque pensaran que no iban a resucitar más que los que lo hicieron cuando Cristo. 

El tercer error es el de algunos herejes modernos <29> que sostienen que habrá resurrección, pero no de los mismos cuerpos, sino que las almas recibirán un cuerpo celestial. Contra ellos dice el Apóstol: "Es preciso que esto corruptible se revista de incorruptibilidad, y que esto mortal se revista de inmortalidad" (1 Cor 15,53). 

El cuarto error es el de Eutiques, Patriarca de Constantinopla. Según narra Gregorio en sus Moralia (XIV, cap. 56, PL 75, 1077), afirmaba que en la resurrección nuestros cuerpos serían semejantes al aire, al viento. Contra lo cual está el hecho de que el señor tras su resurrección dio a palpar su cuerpo a sus discípulos diciendo: "Palpad y ved" (Lc 24,39), juntamente con la doctrina del Apóstol: "El transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso" (Philp 3,21). 

El quinto error es el de los que piensan que, en la resurrección, el cuerpo del hombre se convertirá en espíritu <30>. Contra ellos se dice: "Un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que tengo yo" (Lc 24,39). 

El sexto error es el de Cerinto. Fantaseaba éste que después de la resurrección tendría lugar durante mil años un reino terreno, en el que los hombres gozarían de todos los placeres carnales del estómago y del sexo. Contra él se dice: "En la resurrección ni ellos tomarán mujer ni ellas marido" (Mt 22,30). Otros pretendían que, tras la resurrección de los muertos, el mundo había de permanecer en el mismo estado que actualmente tiene. Contra ellos se dice: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apc 21,1). Y el Apóstol asegura que "la creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom 8,21). 

Contra todos estos errores se establece: "La resurrección de la carne"; y en el otro Símbolo: "Espero la resurrección de los muertos". 

 

El artículo sexto mira a la postrera actuación de la Divinidad, que consiste en premiar a los buenos y a castigar a los malos, conforme a aquello de: "Tú darás a cada uno según sus obras" (Ps 61,12). También contra este artículo se constatan muchos errores. 

El primer error es el de los que creen que el alma muere con el cuerpo, como afirma el Arabe <31>, o que fenece poco después, como sostuvo Zenón <32>, según se refiere en el libro De Ecclesiasticis Dogmatibus (cap. 16, PL 42, 1216). Contra esto dice el Apóstol: "Deseo verme desatado para estar con Cristo" (Philp 1,23); y el Apocalipsis: "Vi bajo el altar de Dios las almas de los asesinados por causa de la palabra de Dios" (6,9). 

El segundo error es el de Orígenes (Perí Archón, libro I, cap. 6 y 8, PG 11, 168 y 178). Defendió que los demonios y los hombres ya condenados pueden llegar a purificarse de nuevo y volver a la gloria, y que los ángeles fieles y los bienaventurados pueden todavía caer en falta. Lo cual es contrario a la enseñanza de Cristo: "Irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna" (Mt 25,46).

 El tercer error es el de los que piensan que todos los castigos de los malos y todos los premios de los justos van a ser iguales <33>. Contra lo uno se dice: "Una estrella difiere de otra en resplandor: lo mismo ocurrirá en la resurrección de los muertos" (1 Cor 15,41); y contra lo otro: "El día del juicio se tratará con menos rigor a Tiro y a Sidón que a vosotros" (Mt 11,22).

 El cuarto error es el de los que opinan que las almas de los malos no descienden al infierno inmediatamente después de la muerte <34>, y que tampoco en el cielo entrará alma alguna antes del día del juicio <35>. Contra ellos se dice: "Murió el rico, y fue sepultado en el infierno" (Lc 16,22); y el Apóstol: "Sabemos que, si se desmorona esta morada terrestre en que ahora habitamos, tenemos de Dios una construcción, una casa no hecha por hombres sino eterna, en el cielo" (2 Cor 5,1).

 El quinto error es el de los que aseguran que no existe después de la muerte un purgatorio para las almas de los que fallecieron en gracia pero con algo que expiar <36>. Contra ellos se dice: "Si uno levanta sobre el cimiento (se entiende, de la fe que actúa por el amor) madera, heno, paja..., sufrirá daño; si bien él mismo se salvará; pero como quien pasa a través del fuego" (1 Cor 3,12‑15).

 

§5 Contra estos errores se dice en el Símbolo: "La vida eterna. Amén". 

Los que hablan de siete artículos de la fe acerca de la Divinidad, distribuyen la materia del modo que sigue: el primer artículo trata de la unidad de esencia; el segundo, de la Persona del Padre; el tercero, de la persona del Hijo; el cuarto, de la Persona del Espíritu Santo; el quinto, de la creación; el sexto, de la justificación; el artículo séptimo trata de la remuneración, y en él se tocan los temas de la resurrección de los muertos y de la vida eterna. Por lo que se ve, esos autores distribuyen en tres artículos el segundo de los seis que hemos expuesto, y agrupan en uno el quinto y el sexto; de lo cual resultan siete en esta otra división. Pero, en lo que importa al contenido de la fe y evitar los errores, lo de menos es la numeración de los artículos. 

 

Pasamos, pues, a considerar los que se refieren a la humanidad de Cristo. Y adoptaremos también la distribución en seis.

 El primer artículo trata de la concepción y nacimiento de Cristo, según las palabras de Isaías (7,14) citadas por Mateo (1,23): "Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, al que se pondrá por nombre Emmanuel". En torno a este artículo se han producido muchos errores <37>

El primer error consiste en afirmar que Cristo fue únicamente hombre, que no existió siempre, sino sólo cuando María lo concibió. En él cayeron Carpócrates <38>, Cerinto, Ebión, Pablo de Samosata <39> y Fotino; contra los cuales se dice: "De quienes nació Cristo según la carne, El que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos" (Rom 9,5). 

El segundo error es el de los maniqueos. Sostenían que Cristo no tuvo un cuerpo real sino sólo aparente. Contra ello está el relato de Lucas (cap. 24) en el que el Señor corrige el error de sus discípulos, que aterrados y despavoridos pensaban estar viendo un espíritu; y en otra ocasión: "Viéndolo andar sobre el agua, se asustaron, y decían: "Es un fantasma; y gritaron de miedo"; el Señor deshizo su engaño advirtiéndoles: "Recobraos, soy yo, no tengáis miedo" (Mt 14,26 y 27). 

El tercer error es el de Valentín. Creyó que Cristo había traído un cuerpo celestial y que de la Virgen no tomó absolutamente nada: pasó por María como por un canal o conducto, sin recibir carne de ella. Contra esto se dice: "Envió Dios a su Hijo, hecho de mujer" (Gal 4,4). 

El cuarto error es el de Apolinar. Defendía que fue algo del  Verbo lo que se cambió o convirtió en carne, que no es que tomara carne de la carne de María. Apolinar apoyaba su doctrina en la expresión "El Verbo se hizo carne" (Jn 1,14), interpretándola en el sentido de convertirse en carne el Verbo, contra lo que allí mismo se agrega a continuación: "Y habitó entre nosotros"; pues realmente no hubiera habitado todo El en nuestra naturaleza, si se hubiera convertido en carne. El verdadero significado de la frase "El Verbo se hizo carne" es: El Verbo se hizo hombre. Tal es el sentido en que la Escritura emplea con frecuencia la palabra carne; por ejemplo: "Toda carne al mismo tiempo verá que la boca del Señor ha hablado" (Is 40,5). 

El quinto error es el de Arrio <40>. Pensó que Cristo no tenía alma humana, sino que el puesto de ésta lo ocupaba en El el mismo Verbo. Contra lo cual se dice: "Yo entrego mi alma, para recobrarla de nuevo. Nadie me la arrebata, la entrego yo por mí mismo" (Jn 10,17). 

El sexto error es el de Apolinar <41>. Obligado por el texto precedente y otros a reconocer que Cristo tuvo alma humana, afirmó que no poseía entendimiento humano, que el Verbo de Dios ocupaba en Cristo el lugar del entendimiento. Contra ello está que el Señor se confiesa hombre: "Tratáis de matarme a mí, un hombre que os he dicho la verdad" (Mn 8,40), y no lo hubiera sido careciendo de alma racional. 

El séptimo error es el de Autiques. Admitía en Cristo una sola naturaleza, resultante de la Divinidad y la humanidad. Contra esto dice el Apóstol: "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos y actuando como un hombre cualquiera" (Philp 2,6‑7); con lo que evidentemente distingue en Cristo dos naturalezas, la divina y la humana. 

El octavo error es el de los monotelitas <42>. Admitían en Cristo una sola ciencia, una sola operatividad, una sola voluntad. Contra ellos está lo que dice el Señor: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mt 26,39); donde claramente se atribuye a Cristo una voluntad humana, y otra divina que es común al Padre y al Hijo. 

El noveno error es el de Nestorio. Confesaba que Cristo fue perfecto Dios y perfecto hombre, pero distinguía en El dos personas, la de Dios y la humana; afirmaba que no se había producido una unión de Dios y el hombre en una única Persona, la de Cristo, sino que sólo había tenido lugar una "inhabitación", del orden de la que lleva consigo el estado de gracia; hasta el punto de que negaba que la Santísima Virgen fuera Madre de Dios, admitiendo que sí lo era el hombre Cristo. Contra esto se dice: "Lo Santo que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35). 

El décimo error es el de Carpócrates. Según testimonios, creyó que Cristo, meramente hombre, había nacido de unión conyugal, contra lo que se dice: "Antes de vivir juntos, resultó que Ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo" (Mt 1,18). 

El undécimo error es el de Helvidio <43>. Afirmó que la Santísima Virgen, después de dar a luz a su Hijo Cristo, tuvo varios hijos con José. Contra ello se dice: "Esta puerta permanecerá cerrada; no se abrirá, ni pasará por ella varón; porque por ella ha pasado el Señor Dios de Israel, y quedará cerrada para el príncipe" (Ez 44,2). 

§7 Contra todos estos errores se dice en el Símbolo de los Apóstoles: "Fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen"; y en el Símbolo de los Padres: "Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre". 

 

El artículo segundo trata de la Pasión y Muerte de Cristo, conforme el mismo Señor la predijo: "Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte, y lo entregarán a los gentiles para que sea escarnecido, azotado y crucificado" (Mt 20,18‑19). 

El primer error contra este artículo es el de los maniqueos. De la misma manera que asignaban a Cristo un cuerpo sólo aparente, pretendían que su pasión había tenido lugar en apariencia, pero no en realidad. Contra esto se dice: "El soportó realmente nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores" (Is 53,4); y en el versículo 7: "Como una oveja fue llevado al matadero", verso que se cita en Act 8. 

El segundo error es el de Gajano <44>. Admitía en Cristo una sola naturaleza, y ésta incorpórea e inmortal. Contra ello se dice: "Cristo murió una vez por nuestros pecados" (1 Petr 3,18).

 Contra estos errores se profesa en el Símbolo: "Fue crucificado, muerto y sepultado". 

 

El artículo tercero trata de la Resurrección de Cristo, en consonancia con sus mismas palabras: "Al tercer día resucitará" (Mt 20,19).

El primer error en esta materia es el de Cerinto. Afirmó que Cristo no había resucitado, pero que resucitaría. Contra ello se dice: "Al tercer día resucitó según las Escrituras" (1 Cor 15,4). 

El segundo error es el que se atribuye a Orígenes: que habrá de padecer de nuevo por la salvación de los hombres y de los demonios. Contra eso se dice: "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre, y su vivir es vivir para Dios" (Rom 6,9‑10). 

Contra estos errores confiesa el Símbolo: "Al tercer día resucitó de entre los muertos". 

 

El artículo cuarto se refiere a la bajada a los infiernos. Creemos, en efecto, que, mientras su cuerpo yacía en el sepulcro, el alma de Cristo descendió allá: "Antes bajó a las regiones inferiores de la tierra (Eph 4,9). Por eso se dice en el símbolo: "Descendió a los infiernos". Contra algunos que aseguraron que Cristo no bajó a ellos en persona, siendo así que Pedro afirma que no fue dejado en el infierno (Act 2,24). 

 

El artículo quinto es sobre la Ascensión de Cristo al cielo, de la que El mismo dice: "Subo a mi Padre y Padre vuestro, a mi Dios y Dios vuestro" (Jn 20,17). En este punto yerran los seleucianos <45>. Pretenden que el Salvador no está en carne sentado a la derecha de Dios Padre, sino que se despojó de ella y la colocó en el sol. Sobre lo cual se dice: "El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo, y está sentado a la derecha de Dios" (Mc 16,19). Por ello establece el Símbolo: "Subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre". 

 

El artículo sexto considera la venida de Cristo a juzgar, acerca de la cual dice el señor: "Cuando venga en su gloria al Hijo del hombre y todos sus ángeles con El, se sentará en el trono de su gloria" (Mt 25,31); y Pedro; "El es a quien Dios ha puesto por juez de vivos y muertos" (Act 10,42), es decir, tanto de los que ya habrán muerto para entonces, como de los que se encuentren en vida al tiempo de la vuelta de Cristo.También en esta materia yerran algunos: "En los últimos días vendrán con burlas hombres sarcásticos, guiados por sus propias pasiones, que dirán: ¿Dónde queda la promesa de su venida?" (2 Pet 3,3). Contra ellos se dice: "Huid de la vista de la espada, pues existe una espada vengadora de maldades, y sabed que hay un juicio" (Iob 19,29). por esto el Símbolo profesa: "Ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos". 

Los que distinguen siete artículos referentes a la humanidad de Cristo, dividen el primero de nuestra exposición en dos, dedicando uno de ellos a la concepción del Salvador y otro distinto a su nacimiento.

 

§8 Segunda Parte : Sacramentos de la Iglesia **

 

Nos quedan por exponer los sacramentos de la Iglesia. Todos ellos están incluidos de suyo en un único artículo, pues pertenecen al mundo de la gracia. Pero, como vuestro ruego hacía mención especial de este asunto, trataremos de él por separado.

 

Lo primero que debemos saber es que, según dice Agustín de De Civit. Dei (libro X, cap. 5, PL 41, 282), un sacramento es un signo sagrado, o sea, un signo de una cosa sagrada. Ya en la ley antigua existieron algunos sacramentos, es decir, signos de lo sagrado, como el cordero pascual y demás sacramentos rituales. Pero se quedaban en meros signos de la gracia de Cristo, no la producían. Por eso el Apóstol los llama "elementos pobres y débiles" (Gal 4,9): pobres, porque no contenían la gracia; débiles, porque eran incapaces de otorgarla. Los sacramentos de la nueva ley la contienen y la otorgan. En ellos "el poder de Cristo, bajo un manto de cosas visibles, realiza invisiblemente la salvación", como dice Agustín (cfr. Isidoro, Etym., libro VI, cap. 19, PL 82, 255). Así pues, el sacramento de la ley nueva es una representación visible de la gracia invisible, imagen y causa al mismo tiempo de la gracia. Un ejemplo nos ayudará a comprenderlo; el baño exterior con el agua bautismal representa el lavado de los pecados que tiene lugar interiormente en virtud del bautismo.

 

Los sacramentos de la nueva ley son siete <46>. Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio. Los cinco primeros se encaminan a la realización del individuo; los dos restantes, Orden y Matrimonio, a la realización y propagación de toda la Iglesia. 

En efecto, la vida espiritual guarda un paralelismo con la vida del cuerpo. En cuanto a ésta, la realización del hombre comprende los pasos siguientes: primero, su generación, por la que nace en este mundo; segundo, su crecimiento, que le proporciona desarrollo y vigor plenos; tercero, su alimentación, con la que se mantiene su vida y sus fuerzas. Todo lo cual sería bastante si el hombre nunca tuviera enfermedades; pero, como las padece con frecuencia, en cuarto lugar necesita remedios. Lo mismo ocurre en la vida espiritual. 

En primer lugar precisa el hombre de una regeneración, que se le otorga en el bautismo: "Quien no renazca de agua y Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5). 

En segundo lugar es necesario que alcance pleno vigor, una especie de crecimiento espiritual. Se lo proporciona el sacramento de la confirmación, a semejanza de los Apóstoles, a quienes confirmó el Espíritu Santo bajando sobre ellos. Por eso les ordenó el Señor: "Vosotros quedaos en la ciudad (en Jerusalén) hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto" (Lc 24,49). 

En tercer lugar es menester que el hombre se nutra espiritualmente, con el sacramento de la Eucaristía: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,54). 

En cuarto lugar es necesario que el hombre sea curado en lo espiritual, por el sacramento de la penitencia: "Sana, Señor, mi alma, porque he pecado contra ti" (Ps 40,5). 

En quinto lugar es curado espiritual y corporalmente a un tiempo por el sacramento de la extremaunción: "¿Alguno de vosotros está enfermo? Mande llamar a los presbíteros de la Iglesia, y oren sobre él, y lo unjan con óleo en el nombre del señor, y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor lo aliviará, y los pecados que hubiera cometido le serán perdonados" (Iac 5,14‑15). 

Los dos sacramentos que se orientan a la utilidad general de la Iglesia son el orden y el matrimonio. En efecto, mediante el orden la Iglesia es gobernada y propagada espiritualmente, y por el matrimonio se propaga corporalmente. 

Estos siete sacramentos tienen determinados elementos comunes, y otros propios. Es común a todos ellos el otorgar la gracia, como hemos dicho un poco más arriba. Es común a todos también el estar constituidos por palabras y elementos materiales, como ocurre en Cristo, autor de los sacramentos, que es la Palabra hecha carne. Del mismo modo que la carne de Cristo fue santificada y tiene eficacia santificante por la Palabra que se le unió, así el elemento material de los sacramentos queda santificado y santifica por las palabras que se pronuncian en ellos; dice Agustín, Super Ioan. (Tract. LXXX, super XV, 3, PL 35, 1840): "Se une la palabra al elemento y resulta el sacramento". Esas palabras que santifican se llaman forma de los sacramentos; el elemento material santificado recibe el nombre de materia de los sacramentos, como el agua en el bautismo o el crisma en la confirmación. En todo sacramento se precisa además la persona del ministro que lo confiere, con intención de conferirlo, de hacer lo que hace la iglesia. Si falta alguno de estos tres requisitos, es decir, si no se emplean las palabras o la materia debidas, o el ministro no tiene intención de conferir el sacramento, no hay sacramento. El efecto de éste puede, por otra parte, quedar impedido por culpa de quien lo recibe, por ejemplo, si se acerca a recibirlo con simulación y sin disposiciones. Ese, aunque reciba el sacramento, no recibe su efecto, esto es, la gracia del Espíritu Santo, porque "el Espíritu Santo, maestro del hombre, huye de la simulación" (Sap 1,5). En cambio, hay personas que no llegan a recibir un sacramento y, sin embargo, obtienen sus efectos por la devoción que abrigan hacia el sacramento, porque lo desean. 

   §9 Otros elementos son exclusivos de sacramentos determinados. Así, el carácter, es decir, una como marca espiritual que distingue a quien ha recibido el sacramento. Imprimen carácter el orden, el bautismo y la confirmación; y estos sacramentos jamás se administran dos veces a la misma persona. Nunca el que ha sido bautizado debe ser bautizado de nuevo, ni el confirmado, confirmado, ni el ordenado, ordenado; porque el carácter, impreso cuando por primera vez se recibió cada uno de estos sacramentos, es indeleble. 

Los demás sacramentos no imprimen carácter en quien los recibe y, por consiguiente, pueden repetirse sobre el mismo sujeto, si bien no sobre la misma materia. Un mismo hombre puede confesarse, tomar la Eucaristía, recibir la extremaunción, contraer matrimonio, todo ello repetidas veces; pero no puede consagrarse dos veces la misma hostia, ni bendecirse dos veces el mismo óleo de enfermos. 

Existe también otra diferencia. Algunos sacramentos son necesarios para salvarse, como el bautismo y la penitencia, sin los cuales no puede salvarse el hombre. Los demás, en cambio, no son imprescindibles para salvarse, pues sin ellos puede haber salvación, a no ser que se dejen por desprecio. 

Hechas ya estas consideraciones generales sobre los sacramentos de la Iglesia, pasamos a tratar en particular de cada uno de ellos.

 

El primer sacramento es el bautismo. La materia del bautismo es agua verdadera y natural; lo mismo da que sea fría o caliente. En cambio, no se puede bautizar con aguas artificiales, como agua de rosas u otras por el estilo. La forma es: "Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". El ministro propio de este sacramento es el sacerdote, a quien compete de oficio el bautizar. Sin embargo, en caso de necesidad puede bautizar no sólo un diácono, sino un laico, una mujer, incluso un pagano o un hereje, con tal que observen la forma de la Iglesia y tengan intención de hacer lo que ella hace. Si, no mediando necesidad, alguien es bautizado por éstos, recibe el sacramento, y no debe ser bautizado de nuevo; pero no obtiene la gracia del sacramento, pues al recibirlo contra las normas de la Iglesia se considera que acude a él con simulación <47>. El efecto del bautismo es el perdón del pecado original y de los personales, de toda culpa y de toda pena, de manera que a los bautizados no se les ha de imponer penitencia alguna por los pecados de su vida anterior y, si murieran inmediatamente después del bautismo, pasarían a gozar de Dios. por eso se dice que el efecto del bautismo es la apertura de la puerta del Paraíso.

 Acerca de este sacramento se han producido algunos errores. El primero fue el de los solencianos <48>, que no admiten bautismo de agua, sino sólo un bautismo espiritual. Contra ellos dice el Señor: "Quien no renazca de agua y Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5). 

El segundo error es el de los donatistas, que volvían a bautizar a los que habían sido bautizados por católicos. Contra ellos se dice: "Una sola fe, un solo bautismo" (Eph 4,5). 

Otro error profesaban éstos mismos. sostenían que un hombre en pecado no puede bautizar. Contra lo cual se dice: "Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre El, ése es el que bautiza" (Jn 1,33), o sea, Cristo. No perjudica el ministro malo ni en éste ni en los demás sacramentos, porque Cristo es bueno, y es El quien por los méritos de su Pasión da a los sacramentos eficacia. 

El cuarto error es el de los pelagianos. Piensan que los niños son bautizados para su admisión en el reino de Dios al adoptarlos Este por la regeneración, es decir, se trataría solamente de un cambio de bien en mejor, no de conseguir por medio de esa regeneración librarse de antiguas vinculaciones pecaminosas. 

 

El segundo sacramento es la confirmación. Su materia es el crisma, que se hace con aceite para simbolizar el fulgor de la conciencia, y con bálsamo en alusión al perfume de la buena fama; lo bendice el obispo. Su forma es: "yo te signo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de la salvación. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén" <49>. Unicamente el obispo es ministro de este sacramento; un sacerdote no puede ungir con crisma la frente para confirmar. El efecto de este sacramento consiste en otorgar el Espíritu Santo, igual que fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés, para que vigorice al cristiano, es decir, para que éste confiese con valentía el nombre de Cristo. Por eso la unción crismal se hace en la frente, donde está la sede de la vergüenza, para que el confirmado no la sienta de confesar el nombre de Cristo y, en particular, su Cruz, que es escándalo para los judíos y locura para los gentiles; por este mismo motivo se le sella con la señal de la cruz. 

Yerran acerca del sacramento presente algunos griegos, al afirmar que un simple sacerdote puede administrarlo. Contra ellos se narra, en Act. 8, que los Apóstoles enviaron a Samaría a Pedro y Juan Apóstoles; éstos, una vez allí, impusieron sus manos sobre los que habían sido bautizados por el diácono Felipe, con lo cual recibían el Espíritu Santo. Pues bien, en la Iglesia el puesto de los Apóstoles lo ocupan los obispos, y en lugar de aquella imposición de manos se administra la confirmación. 

 

El tercer sacramento es la Eucaristía. Su materia es pan de trigo y vino de vid al que se añade una pequeña cantidad de agua; el agua en tal proporción que pase a ser vino, pues simboliza al pueblo que se incorpora a Cristo. No se puede confeccionar este sacramento con otra clase de pan que el de trigo ni con otro tipo de vino. Su forma son las mismas palabras pronunciadas por Cristo: "Esto es mi cuerpo", y "Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna ‑ sacramento de la fe ‑, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados", pues cuando el sacerdote realiza este sacramento, habla en calidad de Cristo. El ministro de la Eucaristía es el sacerdote, y ninguna otra persona puede consagrarla. 

Sus efectos son dos. El primero consiste en la consagración sacramental misma: en virtud de las palabras referidas el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y el vino en su sangre, de modo que Cristo entero está presente bajo las especies del pan, que Cristo entero está presente bajo las especies del vino, permaneciendo dichas especies sin sujeto; y si se divide cualquiera de ellas, bajo cualquier porción de la hostia consagrada o del vino consagrado está Cristo entero. El segundo efecto de este sacramento, producido en el alma de quien lo recibe dignamente, consiste en unir al hombre con Cristo: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él" (Jn 6,57). Y puesto que es por medio de la gracia como el hombre se incorpora a Cristo y se une a sus miembros, os obvio que se acreciente la gracia a quienes reciben dignamente la Eucaristía. 

Así, pues, en este sacramento hay algo que es sacramento sólo: las especies de pan y vino; hay algo que es sacramento y realidad: el cuerpo verdadero de Cristo; y hay algo que es sólo realidad: la unidad del cuerpo místico, de la Iglesia, unidad de la que este sacramento es signo y causa <50>.  

En torno a él se han producido muchos errores. 

El primer error es el de los que afirman que en la Eucaristía no está el verdadero cuerpo de Cristo, sino sólo una figura simbólica de El. Autor de tal doctrina dicen que fue Berengario <51>. Contra ella se dice: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida" (Jn 6,56). 

El segundo error es el de los artotiritas <52>. Ofrecen en este sacramento pan y queso, apoyando su modo de obrar en que desde el principio los hombres celebraron sus sacrificios con productos de la tierra y de las ovejas. Contra ello está que el Señor, que instituyó la Eucaristía, dio a sus discípulos pan y vino. 

El tercer error es el de los catafrigios <53> y pepuzanos <54>. "De ellos se dice que, extrayendo con pequeñas punciones sangre de las diversas partes del cuerpo de un niño, la mezclan con harina, cuecen ese pan, y con él hacen una especie de eucaristía propia" (Agustín, De haeres., $ 26, PL 42, 30). Esto más se parece a los sacrificios de los demonios que al sacrificio de Cristo, conforme a aquello de: "Derramaron sangre inocente... que sacrificaron a los ídolos de Canaán" (Ps 10,38). 

El cuarto error es el de los acuarios <55>. Ofrecen solamente agua en sus sacrificios, siendo así que por boca de la Sabiduría, que es Cristo, se dice: "Bebed el vino que he mezclado para vosotros" (Prv 9,5). 

El quinto error es el de los ofitas <56>. Pensando que Cristo fue una serpiente, tienen una culebra que les lame el pan con la lengua, con lo que creen que les consagra la Eucaristía. 

El sexto error es el de los Pobres de Lyon <57>. Afirman que cualquier hombre justo puede consagrar este sacramento. 

Contra esos errores está que el Señor otorgó el poder de celebrarlos a sus Apóstoles; por consiguiente, sólo pueden consagrarlo los que recibieron de los Apóstoles sucesivamente tal potestad. 

El octavo error es el de los llamados adamianos o adamitas <58>. Imitando la desnudez de Adán, se congregan desnudos hombres y mujeres, desnudos escuchan la lectura, desnudos oran, desnudos celebran los sacramentos. Contra ellos se dice: "Hágase todo entre vosotros con orden y honestidad" (1 Cor 14,40). 

 

El cuarto sacramento es la penitencia. A manera de materia (cuasi materia) forman parte de este sacramento los actos del penitente que se llaman componentes de la penitencia; son tres. El primero es el arrepentimiento, que incluye dolor de haber pecado y propósito de no volverlo a hacer. El segundo es la confesión oral: el pecador ha de confesar íntegramente con un solo sacerdote todos los pecados que recuerde, sin repartirlos entre diversos sacerdotes. El tercer componente es la satisfacción a dar por los pecados cometidos; la determina el sacerdote, y consiste fundamentalmente en ayunos, oraciones y limosnas. 

La forma de este sacramento son las palabras de absolución que pronuncia el sacerdote cuando dice: "Yo te absuelvo..." Su ministro es el sacerdote que tenga jurisdicción para absolver, sea ésta ordinaria o delegada. Su efecto es el perdón de los pecados. 

Contra este sacramento va el error de los novacianos. Consideran que un hombre que peca después de haber sido bautizado, no puede alcanzar el perdón por medio de la penitencia. Contra ellos se dice: "Date cuenta de dónde has caído; haz penitencia, y torna a tus obras del principio" (Apc 2,5). 

 

El quinto sacramento es la extremaunción. Su materia está constituida por aceite de oliva bendecido por el obispo. No debe administrarse más que a los enfermos, cuando existe peligro de muerte. Se les unge en los órganos de los cinco sentidos: en los ojos por la vista, en las orejas por el oído, en la nariz por el olfato, en la boca por el gusto y la palabra, en las manos por el tacto, en los pies por los pasos dados; algunos ungen en los riñones, donde la pasión es fuerte <59>. La forma de este sacramento es como sigue: "Por esta unción y por su bondadosa misericordia te perdone el Señor todos los pecados que has cometido con la vista; y de manera semejante con respecto a los demás sentidos. Su ministro es el sacerdote. Su efecto, la curación del alma y del cuerpo. 

Contra este sacramento está el error de los araconitas <60>. De ellos se dice que tratan de salvar a sus moribundos por un procedimiento original, con aceite, bálsamo, agua y unas preces que recitan en hebreo sobre la cabeza del enfermo. Lo cual va contra las instrucciones de Santiago que hemos citado anteriormente. 

 

El sexto sacramento es el orden. Las órdenes son siete: presbiterado, diaconado, subdiaconado, acolitado, exorcistado, lectorado y ostiariado. La tonsura clerical no es orden, sino una toma de estado por parte de quien se entrega al ministerio divino <61>

A su vez, el episcopado más que orden es una dignidad <62>. La materia de este sacramento la constituyen los objetos con cuya entrega se confiere el orden respectivo; así, el presbiterado se confiere por la entrega del cáliz, y cada una de las otras órdenes al dar al ordenado el objeto característico del ministerio que recibe. La forma es: "Recibe la potestad de ofrecer en la Iglesia el sacrificio por los vivos y los muertos"; y otras equivalentes según las distintas órdenes <63>. El ministro es el obispo que ordena. Efecto de este sacramento es un aumento de gracia para que sea ministro idóneo del Señor aquel a quien se confiere. 

Contra él erró Arrio, diciendo que entre obispo y presbítero no debía hacerse distinción. 

 

El séptimo sacramento es el matrimonio, signo de la unión de Cristo con la Iglesia. La causa eficiente del matrimonio es el consentimiento mutuo, expresado con palabras de presente. 

Los bienes del matrimonio son tres: el primero lo constituyen los hijos, que han de ser aceptados y educados para el servicio de Dios; el segundo es la fe o lealtad que cada uno de los cónyuges debe guardar al otro; el tercer bien es el sacramento, esto es, la indisolubilidad del matrimonio por ser signo de la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia. 

Muchos errores se constatan en esta materia. El primero es el de los secuaces de Taciano, que reprueban el matrimonio; contra ellos se dice: "Si se casa una doncella, no comete pecado" (1 Cor 7,28). El segundo es el de Joviniano, que equiparó el matrimonio a la virgnidad; hemos hecho referencia a él anteriormente. El tercero es el de los nicolaítas <64>, que usaban de sus esposas con promiscuidad. Otros muchos herejes ha habido que defendían y realizaban prácticas indecentes, contra lo que está escrito: "El matrimonio sea tenido por todos en gran estima, y el lecho conyugal sea inmaculado" (Heb 13,4). 

Por la eficacia de estos sacramentos es conducido el hombre a la gloria futura, que consistirá en siete dotes, tres del alma y cuatro del cuerpo. 

La primera dote del alma es la visión de Dios en su esencia: "Lo veremos tal cual es" (1 Jn 3,2). La segunda está constituida por la posesión de Dios como recompensa de los méritos: "Corred de modo que lo consigáis" (1 Cor 9,24). La tercera consiste en disfrutar de Dios con verdadero deleite: "Entonces en el Todopoderoso abundarás de delicias, y levantarás tu rostro hacia Dios" (Iob 22,26). 

La primera dote del cuerpo es la impasibilidad: "Es preciso que esto corruptible se revista de incorruptibilidad" (1 Cor 15,53). La segunda es la claridad: "Como el sol brillarán los justos en el reino de su Padre:: (Mt 13,43). La tercera es la agilidad, por la que podrán presentarse con toda rapidez donde quieran: "Avanzarán como chispa en cañaveral" (Sap 3,7). La cuarta es la sutileza, en virtud de la cual podrán penetrar donde deseen: "Es sembrado un cuerpo animal, resucitará un cuerpo espiritual" (1 Cor 15,44). 

A esa gloria nos lleve el que vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén.

 

 

 

Notas

 * La primera parte de este opúsculo (el número IV según la mayoría de las ediciones), titulada: Los artículos de la fe, coincide en muchos extremos con el Comentario al Símbolo de los Apóstoles, obra de Santo Tomás que también se incluye en la presente edición. Difieren, sin embargo, en que el Angélico es aquí mucho más rico en autoridades, los que nos ha obligado a extendernos más en notas aclaratorias a pie de página. De todas formas, cuando falte la explicación esperada, es señal de que ya se ofreció con ocasión de otro pasaje, que podrá localizarse por medio del índice de autores.

 

<1>. Seguidores de Epicuro, cuya filosofía introduce, en el pensamiento helenístico, el tema de la felicidad humana, al que ‑estimaron ‑ deberían subordinarse todas las demás cuestiones de la vida y de la cultura.

 

<2>. Sabelio, que llegó a Roma en los primeros años del siglo III, será el principal promotor de una herejía, según la cual en Dios no hay más que una sola persona, a la que llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo, según los distintos modos de manifestarse en sus relaciones personales con el mundo y con el hombre.

 

<3>. Eunomio, obispo arriano en 360, nacido en Capadocia. Afirmó que el Hijo y el Espíritu Santo son criaturas.

 

<4>. Macedonio, obispo de Constantinopla del 342 al 359. Da su nombre a una herejía que no parece haber profesado, según la cual el Espíritu Santo no es Dios y ocupa una posición de intermediario entre Dios y la creación.

 

<5>. Aquí Santo Tomás alude a la célebre cuestión del Filioque, voz con la cual la Iglesia Católica significa que el Espíritu Santo tiene su origen conjuntamente del Padre y del Hijo. Este término fue ocasión de largas disputas desde el siglo VIII entre latinos y griegos, pues los orientales preferían decir "ex Patre per Filium procedere Spiritum Sanctum", Porque el Filioque no se leyó en el símbolo Niceno‑Constantinopolitano hasta, probablemente, el III Concilio de Toledo (589). Finalmente se llegó a un acuerdo en el II Concilio de Lyon (1274) y en el Florentino (1439).

 

<6>. Demócrito, filósofo griego (ca. 460‑370 antes de Jesucristo), es el creador del "atomismo".

 

<7>. Epicuro, filósofo nacido en Samos (ca. 341‑270 antes de Jesucristo). Es el iniciador de la filosofía llamada "epicúrea".

 

<8>. Platón (428/427‑347 antes de Jesucristo) nació en Atenas, donde también muere, después de realizar tres viajes políticos a Sicilia. Su filosofía es una de las más influyentes de la historia de la filosofía, y llega a la Alta Edad Media, de la mano de sus comentadores tardíos y discípulos más o menos próximos (Cicerón, Calcidio, Macrobio, Mario Victorino y San Agustín, principalmente); aunque sus obras (Diálogos) estuvieron perdidos en su casi totalidad hasta el Renacimiento.

 

<9>. Anaxágoras, filósofo nacido en Asia Menor, que vivió en Atenas (ca. 499‑428 antes de Jesucristo).

 

<10>. Simón Mago, encantador y astrólogo, citado en Act 8,9‑13; 18,24. Vivía en Samaría y se trasladó ‑ según testimonio de San Justino ‑ a Roma.

 

<11>. Menandro, gnóstico sirio del siglo I, discípulo de Simón Mago.

 

<12>. Cerinto, nacido en Egipto de padres judíos, educado en Alejandría. Se ignoran las fechas de su nacimiento y muerte, aunque debió vivir en la época apostólica.

 

<13>. Los nazarenos son cristianos del siglo I que, procedentes del judaísmo, junto a las prácticas de la religión de Jesús cumplian escrupulosamente la Ley de Moisés.

 

<14>. Ceciliano, obispo de Cartago, desde el 312 ó 313. Estuvo presente en el Concilio de Nicea del 325. Fue muy calumniado por su actitud rígida ante los débiles en la persecución del 306.

 

<15>. Los pelagianos son herejes del siglo V, que deben su nombre a Pelagio, que llegó a Roma hacia el año 400. Su doctrina significaba la destrucción de todo el orden sobrenatural. San Agustín, adivinando el peligro, sostuvo una lucha implacable contra ellos. Fueron condenados en el 416 y 418.

 

<16>. Cerdón, hereje de la primera mitad del siglo II, nacido en Siria y conocedor del sistema de Simón Mago.

 

<17>. Los "apóstoles" son herejes del siglo IV y V, que se llamaron también "apotácticos" (es decir, renunciadores).

 

<18>. Taciano, apologista, nació en Asiria ca. 120. Se convirtió al cristianismo en Roma. Se apartó de la ortodoxia entre 172‑173 y marchó de nuevo a Oriente.

 

<19>. Los eutiquianos (siglo V) fueron secuaces de Eutiques, archimandrita de Constantinopla. Se les llama también "monofisitas".

 

<20>. Los pasalorinquitas fueron ciertos herejes descendientes de los montanistas, que creyeron que para salvarse era necesario guardar perpetuamente silencio.

 

<21>. Joviniano fue un hereje que vivió a finales del siglo IV y principios del V. Después de pasar muchos años en vida austerísima, abandonó las prácticas monásticas para dedicarse a la vida libertina. Su doctrina es una justificación de su nueva conducta.

 

<22>. Vigilancio, hereje del siglo IV, galo de nacimiento. Fue adversario de San Jerónimo.

 

<23>. Este error ha sido constante en la historia de las herejías, y está solemnemente condenado en el Concilio de Trento (1547). Una forma particular sería sostener la pérdida total de la libertad como consecuencia del pecado original.

 

<24>. Los priscilianistas fueron los sectarios de Prisciliano, hereje español de la segunda mitad del siglo IV. Abundaban en los errores de los maniqueos y gnósticos.

 

<25>. Es el antiguo error de Joviniano (s. IV) y de algunos begardos y beguinas (desde el 1215 prohibidos, y sectarios en el siglo XIV). Está implícitamente condenado por el Concilio de Trento (1547).

 

 <26>. El error, como tal, está expresamente condenado por el Tridentino (1547).

 

<27>. Los teseradecatirtas o cuartodecimanos fueron los disidentes de la iglesia romana, desde el siglo II, respecto del modo de celebrar la Pascua. Las disputas duraron hasta el Concilio de Nicea (325). Los armenios, coptos y cristianos orientales siguen todavía las costumbres de los cuatrodecimanos.

 

<28>. Himeneo y Fileto, heresiarcas del siglo I, citados expresamente en 2 Tim 2,17.

 

<29>. Es uno de los errores de los valdenses, condenado por Inocencio III en 1208.

 

<30>. Error condenado en la Profesión de fe del XI Concilio de Toledo, del 675.

 

<31>. Nos parece que al decir el Arabe se refiere a Averroes, filósofo hispanomusulmán (1126‑1198). Es la única vez, que nos conste, en que lo cita así; normalmente da su nombre o llama el Comentador (de Aristóteles). Averroes sostenía, en efecto, que el alma de cada hombre no era inmortal, sino que sólo había fusión de cada entendimiento individual ‑ al sobrevenir la muerte ‑ con el entendimiento activo único. El Concilio Lateranense V (1513) definió la inmortalidad del alma racional, condenando al neoaverroísta Pedro de Pomponazzi.

 

<32>. Es la concepción estoica, según la cual, los hombres al morir son devueltos al lugar de donde proceden, al depósito indiferenciado de la Naturaleza, que es el principio de toda realidad. Por ello suponemos que aquí Santo Tomás alude a Zenón de Citio (ca. 335‑ca. 264 antes de Jesucristo), fundador del estoicismo antiguo.

 

<33>. El Concilio Florentino (1439) definió que tanto los goces del cielo como los tormentos del infierno son desiguales, según los méritos y pecados ‑ respectivamente ‑ de cada uno. Es decir, que en la Gloria, los bienaventurados, disfrutando todos de la visión beatífica, gozan más o menos, según los méritos contraídos mientras estuvieron en carne mortal. Y lo mismo, pero respecto de la privación de Dios, debe afirmarse del infierno, esto es, castigos desiguales.

 

<34>. Está definido en varios documentos del Magisterio: Juan XXII (1321), Clemente VI (1351) y el Concilio Florentino (1439).

 

<35>. La presente doctrina de fe puede encontrarse en numerosos documentos del Magisterio: Juan XXII (1321), Benedicto XII (1334) y Clamente VI (1351).

 

<36>. El Dogma del purgatorio se halla definido en muchos lugares del Magisterio, por ejemplo, por Benedicto XII (1336) y Clemente VI (1351).

 

<37>. Pueden consultarse los grandes Concilios cristológicos: Nicea (325), I Constantinopolitano (381), Efeso (431), Calcedonia (451), II Constantinopolitano (553) y III Constantinopolitano (680‑681), y todos los símbolos, particularmente el Atanasiano o Quicumque.

 

<38>. Carpócrates, filósofo alejandrino, mal convertido, contemporáneo de San Ireneo (siglo II).

 

<39>. Pablo, natural de Samosata (Siria), era obispo de Antioquía por los años 262. Fue depuesto el año 270 por sus errores adopcionistas.

 

<40>. Si nos atenemos al actual estado de la crítica histórica, aquí Santo Tomás se confunde, porque la opinión puesta en boca de Arrio, no es de Arrio sino de Apolinar de Laodicea.

 

<41>. Este error fue sostenido por los discípulos de Apolinar; no por él mismo.

 

<42>. Los monotelitas son herejes del siglo VII, que pueden considerarse como un brote de los eutiquianos, aunque con propia personalidad. Fueron condenados por el III Concilio de Constantinopla, en el 681.

 

<43>. Helvidio, hereje de finales del siglo IV, combatido por San Jerónimo.

 

<44>. Gajano, o Gayano, corifeo de la secta herética de los gayanitas, rama de los eutiquianos.

 

<45>. Los seleucianos, secuaces de Seleuco, filósofo de Galacia, que abrazó los errores de Hermógenes, estoico de fines del siglo II de nuestra era.

 

** Esta segunda parte del opúsculo, titulada De Ecclesiae sacramentis, ha inspirado, según opinan muchos críticos, la redacción de la Bula de unión para los armenios Exsultate Deo, del Concilio Florentino (1439). Basta comparar los dos textos para comprobar que tienen el mismo esquema, igual distribución de los apartados y que coinciden constantemente las palabras y los modos de decir. El Concilio, sin embargo, evitó la referencia a los herejes y a los errores, soslayó las cuestiones discutibles y redujo notablemente el número de citaciones de la Sagrada Escritura. Todo ello confiere a este opúsculo un valor muy particular, y nos excusa de apoyar constantmente las afirmaciones del Angélico en base al Magisterio de la Iglesia.

 

<46>. El Concilio de Trento (1547) precisó, al definir el número septenario, que son siete los sacramentos de la Nueva Ley, ni uno más, ni uno menos.

 

<47>. Santo Tomás se refiere aquí al bautismo de adultos, en el que cabe simulación (ficción) por parte del bautizando. En el presente caso, al acudir sin necesidad al ministro extraordinario, manifiesta falta de devoción al sacramento e inobservancia de lo prescrito por la Iglesia, por lo que recibe infructuosamente el bautismo: es válida la administración y, por consiguiente, se imprime el carácter, pero no obtiene los demás efectos (perdón del pecado original y de los pecados personales, condonación de la pena temporal e infusión de la gracia santificante), hasta que se arrepienta de su actitud. Tal es la doctrina del Aquinatense en su última obra sistemática (Summa Theologica III, q. 69, a. 9), en perfecta sintonía con la tradición católica.

 La doctrina sobre el ministro extraordinario del bautismo, que ha pasado finalmente al Codex Iuris Canonici de 1917, puede leerse ya en los cánones del Concilio de Elvira (ca. 306). Santo Tomás tiene aquí ante sus ojos el Decreto de Graciano (ca. 1140).

 Sobre la validez del bautismo conferido por los herejes, son de capital importancia las cartas de los Papas San Esteban (254‑257), San Liberio (352‑366), San Sirico (384‑398) y San Inocencio (401‑417), y, sobre todo, la definición de Trento (1547).

 

<48>. Los solencianos fueron herejes de los primeros momentos del cristianismo, que, o bien consideraban mala el agua, o rechazaban el bautismo de agua, interpretando literalmente el texto de la Sagrada Escritura (Mt 3,11), que contrapone el bautismo de agua de Juan al de Cristo, que es en el Espíritu.

 

<49>. Esta fórmula se empleaba en la Iglesia latina, por lo menos desde el siglo XII. Pablo VI, en la Constitución Apostólica Divinae consirtium naturae, de 1971, estableció que "el sacramento de la confirmación se confiere mediante la unión del crisma sobre la frente, que se hace con la imposición de las manos y con las siguientes palabras: Recibe la señal del don del Espíritu Santo".

 

<50>. Aquí Santo Tomás emplea ciertos términos técnicos, corrientes en la ciencia teológica desde el siglo XIII, difíciles de traducir: sacramentum tantum, res et sacramentum, res tantum.

 

<51>. Berengario, nacido en Tours a fines del siglo X, estudió en Chartres. Fue condenado por el Sínodo Romano de 1050, congregado por León IX, y se retractó en el Sínodo Romano de 1079, ante Gregorio VII. Murió en 1088.

 

<52>. Los artotiritas constituyeron una de las muchas ramas en que se dividió la secta de los montanistas. De ellos nos hablan San Epifanio y San Agustín.

 

<53>. Los catafrigios fueron antiguos herejes, llamados así, porque eran de origen frigio. Eran sectarios de Montano.

 

<54>. "Pepuzanos" es un nombre que también se aplicó a los catafrigios, porque sostenían que Jesucristo se había aparecido a una de sus profetisas en la ciudad de Pepuza, en Frigia.

 

<55>. Los acuarios, nombre que también se daba a los encratitas, herejes de la segunda mitad del siglo II. Taciano fue su corifeo.

 

<56>. Los ofitas constituyeron una secta de herejes del siglo II, de la rama de los gnósticos.

 

<57>. Los pobres de Lyon, también llamados valdenses por su fundador don Pedro de Valdo. Empezaron en 1160, y tuvieron mucha importancia en los siglos XII y XIII en Francia. Fueron condenados por Lucio III, ca. 1184, en el Concilio Veronense.

 

<58>. Los adamianos o adamitas, secta de herejes de finales del siglo II. Esta secta fue resucitada por Tanchelino en el siglo XII, en Amberes; en el siglo XIV, en Saboya; y en el siglo XV, en Alemania y Bohemia. Cayeron en todo tipo de excesos.

 

<59>. Aunque el Concilio de Florencia (1439) hable de la unción de los riñones y de los pies, en la disciplina actual se han introducido algunas reformas. El Codex Iuris Canonici señalaba en 1917, que la unción de los riñones debe omitirse siempre, y que la de los pies puede omitirse por cualquier causa razonable.

 

<60>. No nos ha sido posible identificar a estos herejes llamados eraconitas. No figuran citados en ninguna de las obras especializadas, ni los nombra tampoco San Epifanio en su Adversus octoginta Haereses (PG 41 y 42), ni San Agustín en De Haeresibus ad Quodvultdeum liber unus (PL 42). La edición parmesiana de las obras de Santo Tomás lee aquí elaeonifarum (XVI, 121b), y la edición Vivès, elaeonitarum o indionitarum o eraclonitarum (XXVII, 181a). Esta última edición añade: "Los heracleonitas sostenían que redimían de un modo nuevo a sus muertos, por el óleo, bálsamo, agua e invocaciones en hebreo sobre sus cabezas". Los heracleonitas fueron discípulos de Heracleón, hereje desde 140 en la Europa latina.

 

<61>. La historia de la Iglesia testimonia la existencia del subdiaconado y las órdenes menores desde hace por lo menos dieciocho siglos ("desde los comienzos", puntualiza el Concilio de Trento). Y aunque no son de derecho divino, sino de institución eclesiástica, la Iglesia las ha mantenido hasta 1972, contra todo tipo de ataques: véase el I Concilio de Lyon (1254), Benedicto XII (1341), Trento (1563), Pío VI (1794) y el Vaticano II. Su reciente supresión no debe ser considerada en ningún caso como una promoción del laicado, porque no se entiende cómo puede ser promoción confiar a los laicos tareas específicamente eclesiásticas, si tenemos en cuenta que es de fe la real y esencial distinción entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial propio de los presbíteros, como enseñó el Vaticano II.

 

<62>. El Concilio Vaticano II ha enseñado recientemente que el episcopado es la plenitud del sacramento del orden. Los presbíteros, en cambio, no tienen la costumbre del pontificado y dependen de los obispos en el ejercicio de su potestad.

 

<63>. Pío XII, en la Constitución Apostólica Sacramentum ordinis, de 1947, enseñó, saliendo al paso de una secular polémica: "que la materia única de las sagradas órdenes del diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos sacramentales ‑ es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu Santo ‑ y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales". Además establece que la entrega de los instrumentos no es necesaria para la validez.

 

<64>. Los nicolaístas, antigua secta herética de la que habla San Juan en Apc 2.