Dedícate a la Vida Contemplativa.....y que sea lo que Dios Quiera


 

Vida

Vida Contemplativa

Vocación

 

CATEQUESIS QUE EL PAPA BENEDICTO XVI OFRECE CADA MIÉRCOLES A LOS PEREGRINOS EN ROMA SOBRE

LA ORACIÓN

(CATEQUESIS SOBRE LA FE)

(CATEQUESIS SOBRE LOS SACRAMENTOS)

Oraciones

Biblioteca

La Imagen del día

 

Es necesario aprender a rezar Oración y sentido religioso
La oración según el Patriarca Abraham La Noche del Yaboq
El perdón es renovación y transformación La oración de Elías y el fuego de Dios
Rezando los Salmos se aprende a rezar Dios está siempre cerca
Dios, tesoro precioso que hay que custodiar en la oración La Oración Sacerdotal de Jesús

la Oración de Jesús en la Última Cena

la Oración de Jesús en el Huerto
Jesús en la cruz triunfa sobre nuestro sufrimiento Jesús en la cruz nos da la certeza de no caer nunca fuera de las manos de Dios
Ante el peligro, la primera comunidad cristiana empieza a rezar Emergencia pastoral de la Caridad
El martirio de san Esteban, fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración La oración es una valiosa herramienta para superar las pruebas
El Espíritu Santo, fuente de Oración

El cristianismo no es la religión del miedo sino del amor al Padre

El amén de nuestra oración transformará nuestra vida

La unión con Dios no aleja del mundo

En la oración aprendemos a ver los signos del plan misericordioso de Dios

La oración en la primera parte del Apocalipsis (Ap. 1,4-3.22)

Ninguna oración se pierde, siempre encuentra respuesta aunque sea misteriosa

La liturgia, lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios

 

La maternidad divina de María

La Semana de oración por la unidad de los cristianos

El Triduo pascual

La resurrección de Cristo clave de bóveda del cristianismo

 

 

 

Es necesario aprender a rezar

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 4 de mayo de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

        Hoy quisiera iniciar una nueva serie de catequesis. Tras las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, sobre las grandes mujeres, quisiera elegir ahora un tema muy importante para todos nosotros: es el tema de la oración, de manera específica la cristiana, es decir, la oración que nos enseñó Jesús y que sigue enseñándonos la Iglesia. Es en Jesús, de hecho, donde el hombre se capacita para acercarse a Dios, con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Junto a los primeros discípulos, con humilde confianza nos dirigimos ahora al Maestro y Le pedimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).

        En las próximas catequesis, acercándonos a la Sagrada Escritura, a la gran tradición de los Padres de la Iglesia, a los Maestros de espiritualidad, a la Liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una “Escuela de Oración”. Sabemos bien que, de hecho, la oración no se da por descontado: es necesario aprender a rezar, casi adquiriendo de nuevo este arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad. Recibimos la primera lección del Señor a través de Su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que ha venido al mundo, no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo ha enviado para la salvación del hombre.

        En esta primera catequesis, como introducción, querría proponer algunos ejemplos de oración presentes en las culturas antiguas, para revelar como, prácticamente siempre y en todas partes se han dirigido a Dios.

        En el antiguo Egipto, por ejemplo, un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que se le restituyese la vista, demuestra algo universalmente humano, como la pura y simple oración de petición de quien se encuentra en el sufrimiento. Este hombre reza: “Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. ¡Que yo te vea! Inclina hacia mí tu rostro amado” (…) (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, Paris 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30).

        En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, no falto de la esperanza de la redención y liberación por parte de Dios. Podemos apreciar así, esta súplica de parte de un creyente de aquellos antiguos cultos: “Oh Dios que eres indulgente incluso con las culpas más graves, absuelve mi pecado... Mira Señor a tu siervo agotado, y sopla tu brisa sobre él: sin demora perdónale. Levanta tu severo castigo. Disueltos estos lazos, permite que yo vuelva a respirar; rompe mis cadenas, libérame de mis ataduras” (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, Paris 1976, trad. it. in Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Son expresiones que demuestran como el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque confusamente, su culpa por una parte y también aspectos de misericordia y de bondad divinas. Dentro de la religión pagana de la Antigua Grecia, se asiste a una evolución muy significativa: las oraciones, aunque continúan invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida cotidiana y para conseguir beneficios materiales, se dirigen progresivamente a peticiones más desinteresadas, que consienten al hombre creyente, profundizar en su relación con Dios y mejorar. Por ejemplo, el gran filósofo Platón relata una oración de su maestro Sócrates, considerado justamente uno de los fundadores del pensamiento occidental. Oraba así Sócrates: “Haced que yo sea hermoso por dentro. Que yo considere rico a quien es sabio, y que posea de dinero sólo cuanto pueda tomar y llevar el sabio. No pido más” (Obras I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Querría ser sobre todo hermoso por dentro y sabio, no rico en dinero.

        En aquellas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, contiene oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de estas recita así: “Sostén de la tierra, que sobre la tierra tienes tu sede, seas quien seas, es difícil saberlo, Zeus, sea tu ley por naturaleza o por pensamiento de los mortales, a ti me dirijo: ya que tu, procediendo por caminos silenciosos, guías las vicisitudes humanas según justicia" (Eurípides, Troiane, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. Cit., p. 54). Dios siguen siendo un poco nebuloso y sin embargo el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

        También los romanos, que constituyeron aquel gran imperio en el que nació y se difundió, en gran parte, el Cristianismo de los orígenes, la oración, aunque se asociaba a una concepción utilitaria y fundamentalmente ligada a la petición de la protección divina sobre la comunidad civil se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y agradecimiento. De esto es testigo un autor de la África romana del siglo II después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de sus contemporáneos hacia la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: "Tu sí que eres santa, tu eres en todo tiempo salvadora de la especie humana, tu, en tu generosidad, ofrecer siempre auxilio a los mortales, tu ofreces a los miserables en aprietos el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni momento alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios" (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

        En el mismo periodo, el emperador Marco Aurelio -que también era un filósofo que pensaba en la condición humana- afirma la necesidad de rezar para establecer una cooperación fructífera entre acción divina y acción humana. Escribe en sus Recuerdos: “¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayuden también en lo que depende de nosotros? Comienza a rezarles y verás” (Dictionnaire de Spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue, efectivamente, puesto en práctica por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, se queda sin sentido y privada de referencias. En toda oración, de hecho, se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que experimenta por una parte debilidad e indigencia, y por esto, pide ayuda al Cielo, y por la otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque se prepara a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

        Queridos amigos, en estos ejemplos de oración de las distintas épocas y civilizaciones, surge la conciencia del ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro, que es superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede hacer otra cosa que preguntarse cual es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y descorazonador, si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su diseño sobre el mundo. La vida humana es una mezcla del bien y del mal, de sufrimiento inmerecido y de la alegría y belleza, que espontánea e irresistiblemente nos empuja a pedir a Dios la luz y la fuerza interior que nos socorra en la tierra y se abra a una esperanza que va más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas siguen siendo una invocación que desde la tierra espera una palabra del Cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Costantinopla, da voz a esta espera, diciendo: “Incognoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. Son tuyos nuestros males y nuestros bienes, de ti cada hálito nuestro depende, oh Inefable, que nuestras almas sienten presente, elevándote un himno de silencio" (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

        En los ejemplos de oración de las distintas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que se realiza completamente y llega a su plena expresión en el Antiguo y Nuevo Testamento. La Revelación, de hecho, purifica y lleva a su plenitud el original anhelo del hombre de Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celeste.

        En el inicio de nuestro camino en la Escuela de Oración, queremos ahora pedir al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón, para que la relación con Él en la oración sea siempre más intensa, con un afecto constante. Y de nuevo Le decimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). ¡Gracias!

 

Oración y sentido religioso

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 11 de mayo de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

        Hoy quisiera continuar reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

        Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto “el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

        El Catecismo de la Iglesia Católica  afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia ... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). Podríamos decir – como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.

        El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su ser y siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Para este fin, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, en el tentativo de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para segurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

        El hombre lleva dentro de si una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

        De hecho, queridos hermanos y hermanas, como vimos el pasado miércoles, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, del homo orans, es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

        En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento de la propia existencia y de la propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que “rezar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta relación con quien da el sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración, la criatura humana expresa toda su conciencia de sí misma, todo lo que consigue captar de su existencia y, a la vez, se dirige, toda ella, al Ser frente al cual está, orienta su alma a aquel Misterio del que espera el cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

        Sin embargo, sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación” (nº2567).

        Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor. ¡Gracias!

 

La oración según el Patriarca Abraham

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 18 de mayo de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

        En las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que -incluso de distintas formas- está presente en las culturas de todas las épocas. Hoy, sin embargo, querría comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos conducirá a profundizar en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre, que anima la historia de salvación, hasta su culmen, la palabra definitiva que es Jesucristo. Este camino nos hará detenernos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran Patriarca, padre de todos los creyentes (cfr Rm 4,11-12.16-17), el que nos ofrece el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra. Y quisiera invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia, que espero que tengáis en vuestras casas, y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre el Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que reza.

        El primer texto sobre el que vamos a reflexionar, se encuentra en el capítulo 18 del Libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a su cima, tanto que era necesaria una intervención de Dios para realizar un gran acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que le va a suceder y le hace conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, elegido para construir un gran pueblo y hacer que todo el mundo alcance la bendición divina. La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él, el Señor quiere llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y entonces, este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.

        Abraham afronta enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: “Entonces Abraham se le acercó y le dijo: «¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?” (vv. 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham plantea a Dios la necesidad de evitar la justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar el crimen e infligir la pena, pero -afirma el gran Patriarca- sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, justamente, a Dios.

        Si leemos, más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es todavía más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho, al Señor: “Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él?” (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera de la culpa también a los impíos, perdonándoles. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se pueden tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario, sin embargo, tratar a los culpables como a los inocentes, realizando un acto de justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, por que si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, se convertirán estos, también, en justos, sin necesitar nunca más ser castigados.

        Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, llama a la puerta del corazón de Dios conociendo su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón ¿no son quizás la manifestación de la fuerza del bien, aunque si parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia  divina. Abraham -como recordamos- hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían ser cuarenta y cinco, y así hacia abajo, hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en las insistencia: “Quizá no sean más de cuarenta..treinta... veinte... diez” (cfr vv. 29, 30, 31, 32), y según es más pequeño el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: “perdonaré... no la destruiré... no lo haré” (cfr vv. 26.28.29.30.31.32).

        Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la potencia de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios tiene siempre hacia el hombre pecador. El mal, de hecho, no puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía esta intención. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cfr Ez 18,23; 33,11); su deseo es perdonar siempre, salvar, dar la vida, transformar el mal en bien. Si bien, precisamente es este deseo divino el que, en la oración se convierte en el deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su súplica, Abraham está prestando su propia voz, pero también su propio corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto en en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino el de salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.

        Y esto es lo que el Señor quiere, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez más, en menos exigente y al final sólo bastan diez para salvar a la totalidad de la población. Por qué motivo Abraham se detuvo en diez, no lo dice el texto. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas, constituyen el quorum necesario para la oración pública hebrea). De todas maneras, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela del bien para salvar a un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradójicamente necesaria por la oración de intercesión de Abraham. Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin tener unos pocos inocentes desde donde comenzar a transformar el mal en bien.

        Porque es este el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazo a Dios y del amor que lleva en sí el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: “¡Que tu propia maldad te corrija y tus apostasías te sirvan de escarmiento! Reconoce, entonces, y mira qué cosa tan mala y amarga es abandonar al Señor, tu Dios” (Jer 2,19). Es de esta tristeza y amargura de donde el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Pero es necesaria una transformación desde el interior, una pizca de bien, un comienzo desde donde partir para cambiar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: “Quizás allí se encuentren...” “allí”: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede resanar y devolver la vida. Y una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien, que hagamos lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente, hacer vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarlas de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no estaba.

        Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía más tarde. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta sólo un justo para salvar Jerusalén: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad e informaos bien; buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre, si hay alguien que practique el derecho, que busque la verdad y yo perdonaré a la ciudad” (Jer 5,1). El número ha bajado aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. -y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta del bien que busca, y Jerusalén cae bajo asedio de los enemigos. Será necesario que Dios se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, Él mismo se hace hombre. El justo estará siempre porque es Él: es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será manifestado en su plenitud cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes “no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta , entonces todas nuestras intercesiones serán plenamente escuchadas.

        Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más, el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias.

 

La Noche del Yaboq

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de mayo de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

        Hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.

        Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios.

        La noche es el momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre” de manera genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese “alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.

        El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: “No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.

        El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro.

        Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término “talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.

        Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puedo atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.

        Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica , “la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia” (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón.

        La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable.

        Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.

        Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!

 

El perdón es renovación y transformación

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 1 de junio de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

        Leyendo el Antiguo Testamento, una figura destaca entre otras: la de Moisés, como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y guía en el tiempo del Éxodo, ejerció su función de mediador entre Dios e Israel, haciéndose portador, hacia el pueblo, de las palabras y mandatos divinos, conduciéndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios, durante la larga estancia en el desierto, pero también, sobre todo, rezando. Reza por el Faraón cuando Dios, con las plagas, intentaba convertir el corazón de los egipcios (cfr Ex 8–10); pide al Señor la curación de la hermana María, enferma de lepra (cfr Nm 12,9-13), intercede por el pueblo que se había rebelado, aterrorizado por el informe de los exploradores (cfr Nm 14,1-19), reza cuando el fuego estaba devorando el campamento (cfr Nm 11,1-2) y cuando serpientes venenosas estaban haciendo una masacre (cfr Nm 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando el peso de su misión se hizo demasiado pesado (cfr Nm 11,10-15); ve a Dios y habla con Él “cara a cara, como uno habla con su amigo” (cfr Ex 24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35).

        También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón hacer un novillo de oro, Moisés reza, explicando de modo emblemático su propia función de intercesor. El episodio está narrado en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el Deuteronomio en el capítulo 9. Es en este episodio donde quisiera detenerme en la catequesis de hoy, en particular en la oración de Moisés que encontramos en la narración del Éxodo. El pueblo se encontraba a los pies del Monte Sinaí, mientras Moisés, en la cima del monte, esperaba el don de las Tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cfr Ex 24,18; Dt 9,9). El número cuarenta tiene un valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, es Él el que la sostiene. El hecho de comer, de hecho, implica la asunción del alimento que nos sostiene; por esto ayunar, renunciando a la comida, adquiere, en este caso, un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cfr Dt 8,3). Ayunando, Moisés, indica que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esta desvela la voluntad de Dios y nutre el corazón del hombre, haciéndole entrar en una Alianza con el Altísimo, que es fuente de vida, es la vida misma.

        Pero, mientras el Señor, sobre el monte, da a Moisés, la Ley, a los pies del mismo el pueblo la desobedece. Incapaces de resistir en la espera y la ausencia del mediador, los israelitas piden a Aarón: "Fabrícanos un Dios que vaya al frente de nosotros, porque no sabemos qué le ha pasado a Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto”(Ex 32,1).        Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, manipulable, a la mano del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos. Todo lo que sucede en el Sinaí muestra toda la necedad y vanidad ilusoria de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, “así cambiaron su Gloria por la imagen de un toro que come pasto” (Sal 106,20).

        Por esto el Señor reacciona y ordena a Moisés que descienda del monte, revelándole lo que el pueblo está haciendo y terminando con estas palabras: “Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación” (Ex 32,10). Como con Abraham con respecto a Sodoma y Gomorra, también ahora Dios desvela a Moisés lo que pretende hacer, como si no quisiese actuar sin su consentimiento (cfr Am 3,7). Dice: “mi ira arderá contra ellos”. En realidad, este “mi ira arderá contra ellos” lo dice para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios es siempre de salvación. Como para las dos ciudades en tiempos de Abraham, el castigo y la destrucción, con los que se expresa la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición del intercesor pretende manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero que siempre denuncia la verdad del pecado, del mal que existe, así el pecador, reconociendo y rechazando el propio mal, pueda dejarse perdonar y transformar por Dios. La oración de intercesión hace operativa de esta manera, dentro de la realidad corrupta del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra su voz en la súplica del que reza y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

        La súplica de Moisés se centra en la fidelidad y la gracia del Señor. Este se refiere primero a la historia de redención que Dios ha comenzado con la salida de Israel, para después recordar la antigua promesa hecha a los Padres.   El Señor ha logrado la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia; ¿por qué entonces -pregunta Moisés-“tendrán que decir los Egipcios: 'El los sacó con la perversa intención de hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra?'” (Ex 32,12). La obra de salvación que se ha comenzado debe ser completada; si Dios hiciese perecer a su pueblo, esto podría ser interpretado como el signo de una incapacidad divina de llevar a cumplimiento el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: Él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida, es el Dios de misericordia y de perdón, de liberación del pecado que mata. Y así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Pero entonces, argumenta Moisés con el Señor, si sus elegidos perecen, aunque si son culpables. Él podría parecer como incapaz de vencer al pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés ha tenido una experiencia concreta del Dios de salvación, y ha sido enviado como mediador de la liberación divina y reza con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por la suerte de su pueblo, pero además está también preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor quiere, de hecho, que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que se le ha confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor por los hermanos pero también por Dios que se complementan en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre dividido entre dos amores, que en la oración se unen en un único deseo de bien.

        Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, haciéndole recordar sus promesas: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: 'Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia'” (Ex 32,13).         Moisés hace memoria de la historia fundadora de los orígenes, de los Padres del pueblo y de su elección, totalmente gratuita, en la que sólo Dios había tenido la iniciativa. No por sus méritos, ellos recibieron la promesa, pero por la libre elección de Dios y de su amor” (cfr Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide que el Señor continúe fiel a su historia de elección y de salvación perdonando a su pueblo. La intercesión no excusa el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, pero si apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar al que se aleja, que permanece siempre fiel a sí mismo y que ofrece al pecador la posibilidad de volver a Él y convertirse, con el perdón, en justo y capaz de ser fiel. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte que el pecado y que la muerte, y con su oración provoca esta revelación divina. Mediador de vida, el intercesor se solidariza con el pueblo; deseoso sólo de la salvación que Dios mismo desea, él renuncia a la perspectiva de convertirse en un nuevo pueblo agradecido al Señor. La frase que Dios le había dirigido, “de ti, en cambio, suscitaré una gran nación”, no es, ni siquiera, tomada en consideración por el “amigo” de Dios, que sin embargo está preparado para asumir, no sólo, la culpa de su gente, también todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, vuelve al monte de nuevo, a pedirle la salvación de Israel, dirá al Señor: “¡Si tú quisieras perdonarlo, a pesar de esto...! Y si no, bórrame por favor del Libro que tú has escrito” (v.32). Con la oración, deseando el deseo de Dios, el intercesor entra siempre más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se hace capaz de un amor que llega hasta el don total de sí mismo. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y que se hace intercesor por su pueblo, se ofrece a sí mismo - “bórrame”-, los Padres de la Iglesia han visto una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente esta delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece - “bórrame”-, sino que con su corazón traspasado se hace “borrar”, se convierte, como dice el mismo san Pablo, en pecado, lleva consigo nuestros pecados para salvarnos a nosotros: su intercesión no es sólo solidaridad, sino que se identifica con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda la existencia de hombre y de Hijo es el grito al corazón de Dios, es perdón, pero un perdón que transforma y renueva.

        Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y reza por mí. Su oración en la Cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a mí: Él reza por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con Él, porque desde la alta cima de la Cruz, Él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos a Él, un cuerpo con Él, identificado con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él. Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación y transformación.

        Querría terminar esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: “¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica.¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? [...]ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados [...] ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,33-35.38.39)

 

 

La oración de Elías y el fuego de Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 15 de junio de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

         En la historia religiosa del antiguo Israel, tuvieron gran relevancia los profetas con sus enseñanzas y su predicación. Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa “el Señor es mi Dios” y de acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida, consagrada totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Eclesiástico dice ”Después surgió como un fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha” (Eclo 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio, Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que le había hospedado (cfr 1Re 17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cfr 1Re 19,1-4), pero es sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra todo su poder de intercesor, cuando ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detendremos.

         Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en el que Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y a las bestias. Aún pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, figurándose poder “servir a dos señores” (cfr Mt 6,24; Lc 16,13), y de facilitar los caminos inescrutables de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por hombres.

         Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace reunir al pueblo de Israel en el monte Carmelo y le pone ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios, seguidle; si es Baal, seguidle a él”(1Re 18, 21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cfr Jr 10,5). Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de rezar.

         Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan, saltan, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, “con espadas y lanzas, hasta estar cubiertos de sangre” (1Re 18,28). Hacen recurso a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: éste está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y el engaño es tal que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan hasta hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

         Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del desafío dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como recita el texto, “doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob, a quien el Señor había dirigido su palabra, diciéndole: Te llamarás Israel” (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene una repercusión decisiva; el altar es el lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en "altar", lugar de ofrenda y de sacrificio.

         Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: “¡Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy se sepa que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya hice todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (vv. 36-37; cfr Gen 32, 36-37). Elías se dirige al Señor llamándole Dios de los Padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor y a su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal, que su Nombre está ya inseparablemente unido al de los Patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías parece de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual, “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un apelativo menos común: “Dios de Abraham, de Isaac y de Israel”. La sustitución del nombre “Jacob” con “Israel” evoca la lucha de Jacob en el vado del Yaboq, con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cfr Gen 32,31) y del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta sustitución adquiere un significado más dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, se siente llamar por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: “Señor, Dios […] de Israel, que se sepa hoy que tu eres Dios en Israel”.

         El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que Él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quien es verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirle sólo a Él, el verdadero Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerle junto a otros dioses, que Le negarían como absoluto, relativizándole. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el bien conocido texto del Shema‘ Israel: “ Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt6,4-5). Al absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y es precisamente para el corazón de su pueblo que el profeta con su oración está implorando conversión: “que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que les ha cambiado el corazón” (1Re 18,37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.

         Y esto es lo que sucede: “cayó el fuego del Señor: Abrasó el holocausto, la leña, las piedras y la tierra, y secó el agua de la zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó con el rostro en tierra y dijo: '¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!'” (vv. 38-39). El fuego este elemento a la vez necesario y terrible, ligado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma irrevocable, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha encontrado el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

         Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento; adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; le esclavizan. Segundo, el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios, y así, de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si – dicen – es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.

 

Rezando los Salmos se aprende a rezar (1)

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 22 de junio de 2011

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Queridos hermanos y hermanas:

        En las anteriores catequesis nos detuvimos en algunas figuras del Antiguo Testamento, particularmente significativas, en nuestra reflexión sobre la oración. Hablé sobre Abraham que intercede por las ciudades extranjeras, sobre Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición, sobre Moisés que invoca el perdón sobre su pueblo y sobre Elías que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy, quisiera iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar particulares episodios de personajes en oración, entraremos en el “libro de oración” por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más apreciados por la tradición orante de la Iglesia. Hoy quisiera introducir esta etapa hablando del libro de los Salmos en su conjunto.

        El Salterio se presenta como un “formulario” de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su (nuestra) oración, nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con Él. En este libro, encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples caras, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos, se entrelazan y se expresan la alegría y el sufrimiento, el deseo de Dios y la percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como meditación privilegiada de la relación con el único Dios y como respuesta adecuada en su revelación en la historia. En cuanto oración, los Salmos son la manifestación del espíritu y de la fe, en los que uno puede reconocerse y en los que se comunica esta experiencia de particular cercanía a Dios a la que todos los hombres están llamados. Toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los distintos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de agradecimiento, salmos penitenciales, y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.

        No obstante esta multiplicidad expresiva, pueden identificarse dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, ligada al lamento, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y el agradecimiento surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda que la súplica expresa.

        En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación, o bien, como en los Salmos penitenciales, confiesa la culpa, el pecado, pidiendo ser perdonado.

        Le expone al Señor su necesidad con la confianza de ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y “amante de la vida” (cfr Sabiduría 11, 26), preparado para ayudar, salvar, perdonar. Así, por ejemplo, reza el Salmista en el Salmo 31: “Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! […] Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio” (vv. 2.5). Ya en el lamento, por tanto, puede surgir algo de la alabanza, que se preanuncia en la esperanza de la intervención divina y se hace después explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en los Salmos de agradecimiento y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que es la base de la súplica. Se confiesa así a Dios, la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, si bien portadora de un deseo radical de vida, Por esto el Salmista exclama, en el Salmo 86: “Te daré gracias, Dios mío, de todo corazón, y glorificaré tu Nombre eternamente; porque es grande el amor que me tienes, y tú me libraste del fondo del abismo” (versículos 12-13). De este modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.

        Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes que se unan en este canto, se entregó el libro del Salterio a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, enseñan a rezar. En ellos, la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración -y son las palabras del Salmista inspirado- y al mismo tiempo se convierte también en la palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica su sentido y la función. Los Salmos se ofrecen al creyente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la oración de quien lo asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos le habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, rezando los Salmos se aprende a rezar. Son una escuela de oración.

        Algo análogo sucede cuando el niño comienza a hablar, aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones, necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él, poco a poco se apropia de este medio, las palabras recibidas de sus propios padres se convierten en sus palabras y a través de las palabras aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a un mundo de conceptos, y crece en ellos, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres finalmente se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que en este momento se han convertido en sus palabras. Esto mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos presentan para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de estas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuación, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cfr Isaías 55,8-9), y así crecer cada vez más en la fe y en el amor. Al igual que nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, del mismo modo estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que podemos aprender quién es Dios y, al aprender cómo hablar con Él, aprendemos lo que significa ser hombre, ser nosotros mismos.

        Para este propósito, parece significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Este es tehillîm, un término judío que quiere decir “alabanza”, de esta raíz verbal viene la expresión “Halleluyah”, es decir, literalmente “alabad al Señor”. Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diferentes géneros literarios y con sus articulaciones entre alabanza y súplica, es un libro de alabanza, que nos enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su Nombre Santo. Es esta la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que incluso en la desolación, en el dolor, permanece la presencia de Dios, es fuente de maravilla y de consuelo, se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: “ En ti está la fuente de la vida, y por tu luz vemos la luz” (Sal 36,10).

        Pero además de este título general del libro, la tradición hebrea ha puesto en muchos Salmos, títulos específicos, atribuyéndolos, en su mayoría, al rey David. Figura de notable profundidad humana y teológica, David es un personaje complejo, que ha atravesado las más distintas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternantes y a veces, dramáticas experiencias, se convierte en rey de Israel, pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó el amor, y esto es característico: siempre fue un buscador de Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey con todas sus debilidades, “según el corazón de Dios” (cfr 1Samuel 13,14), es decir un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque es una figura mesiánica, Ungido por el Señor, en el que se preanuncia en cierto sentido el misterio de Cristo.

        Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con la que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena rezó con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más profundo y pleno. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15), que nos revela completamente el Rostro del Padre. El cristiano, por tanto, rezando los Salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte del orante se abre así a realidades inesperadas, todo Salmo tiene una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.

        Hermanos y hermanos queridísimos, tomemos, por tanto, con la mano este libro santo, dejémonos enseñar por Dios para dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como discípulos de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11,1), abriendo el corazón y acogiendo la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo “Padre Nuestro”. Gracias.

 

 

Dios está siempre cerca

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 7 de septiembre de 2011

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Queridos hermanos y hermanas,

        Retomamos hoy las Audiencias en la Plaza de San Pedro y la “escuela de oración” que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles; quisiera comenzar meditando sobre algunos Salmos que, como decía el pasado junio, forman el “libro de oración” por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detengo, es un Salmo de lamento y de súplica imbuido de una profunda confianza, en el que la certeza de la presencia de Dios es el fundamento de la oración que se produce en una condición de extrema dificultad del orante. Se trata del Salmo 3, que la tradición judía atribuye a David en el momento en que este huye de Absalón (cfr. v.1). Es uno de los episodios más dramáticos y sufrientes de la vida del rey, cuando su propio hijo usurpa el trono real y lo obliga a abandonar Jerusalén para salvar la vida (cfr. 2ª Sam, 15 ss). La situación de angustia y de peligro experimentada por David es el telón de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión, presentándose como la situación típica en el que un Salmo se recita. En el grito del Salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad.
        El Salmo inicia con una invocación al Señor:
“ Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: 'Dios ya no quiere salvarlo'!(v. 2-3).

        La descripción que hace el salmista de su situación está marcada, por tanto, de tonos fuertemente dramáticos. Tres veces afirma la idea de la multitud -“numerosos”, “cuántos”, “cuántos”- que en el texto original se realiza con la misma raíz hebrea, para destacar más aún la enormidad del peligro, de modo repetitivo, casi machaconamente. Esta insistencia en el número y grandeza de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del Salmista, de la desproporción total existente entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y razona la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, tienen el control de la situación, mientras que el orante está solo e indefenso, a merced de sus agresores. Y la primera palabra que el Salmista pronuncia es “Señor”; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud surge y se levanta contra él, provocándole un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y terrible; pero el Salmista no se deja vencer por esta visión de muerte, sino que mantiene firme su relación con el Dios de la vida y es a Él a quien se dirige, en primer lugar, buscando ayuda. Sin embargo, los enemigos intentan también destruir este vínculo con Dios y socavar la fe de su víctima. Estos insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni Dios puede salvarlo. La agresión, por tanto, no es sólo física, sino que afecta además a la dimensión espiritual: “Dios ya no quiere salvarlo” -dicen-, agrediendo el núcleo central del alma del Salmista. Es la última tentación que sufre el creyente, la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe, en la certeza de la verdad y en la confianza plena en Dios. Así encuentra la vida y la verdad.

        Me parece que el Salmo nos afecta personalmente: son muchos los problemas en los que sentimos la tentación de que Dios no me salva, no me conoce, quizás no tiene la posibilidad; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y debemos resistirla porque así nos encontramos con Dios y encontramos la vida.

        El Salmista de nuestro Salmo está llamado, por tanto, a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos -como he dicho- niegan que Dios pueda ayudarlo, él, sin embargo, Le invoca, Le llama por su nombre, “Señor”, y después se dirige a ÉL con un “tú” enfático, que expresa una relación firme, sólida y recoge en sí la certeza de la respuesta divina: “Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria, tú mantienes erguida mi cabeza. Invoco al Señor en alta voz, y él me responde desde su santa Montaña” (v. 4-5).
        La visión de los enemigos desaparece ahora, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro que Dios es su amigo: queda sólo el “Tú” de Dios; a los “muchos” se contrapone uno sólo, pero que es mucho más grande y potente que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en Él, haciéndole levantar la cabeza con gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, lo enemigos ya no son tan imbatibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse el grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de la lectura de toda la historia de salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda e interpela a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe a la cercanía y disponibilidad del Dios que escucha. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta plenamente en la respuesta salvífica de Dios. Esto es importante: que en nuestra oración esté presente la certeza de la presencia de Dios. Así el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo rodea de una protección invulnerable; quien pensaba estar perdido puede levantar la cabeza porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria porque Dios es su gloria.

        La respuesta divina que acoge la oración da al Salmista una seguridad total; termina también el miedo y el grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v. 6-7).

        El orante, incluso en medio del peligro y de la batalla, puede dormir tranquilo en una actitud inequívoca de abandono confiado. A su alrededor los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se yerguen contra él, se burlan y tratan de derribarlo, pero él, sin embargo, se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios a su lado, que como guardián no duerme (cfr Sal 121,3-4), que lo sostiene, le sujeta la mano, no lo abandona nunca. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere. Es justo la noche, poblada de miedos ancestrales, la noche dolorosa de la soledad y de la espera angustiosa, que se transforma: Lo que evoca a la muerte se convierte en presencia del Eterno.

        A la visión del asalto enemigo, enorme, imponente se contrapone la invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él al que, de nuevo, el Salmista, después de sus frases de confianza, dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!”(v. 8a). Los agresores “se levantaban” contra su víctima, pero el que, sin embargo, “se levantará” es el Señor y lo hará para destruirlos. Dios lo salvará respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacernos perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante y nos salve, el orante describe la victoria divina: los enemigos, que con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, no podrán agredir más con su violencia destructiva y no podrán insinuar el mal de la duda sobre la presencia y acción de Dios: su hablar insensato y blasfemo es desmentido finalmente y reducido al silencio por la intervención salvífica de Dios (cfr v. 8bc). Así el Salmista puede concluir su oración con una frase con las connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y alabanza, al Dios de la vida: “¡En ti, Señor, está la salvación, y tu bendición sobre tu pueblo!” (v.9).

        Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos presenta una súplica llena de confianza y consuelo. Rezando este Salmo podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que en Jesús encuentra su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca -también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la vida- escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David huyendo humillado de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, entonces es cuando se manifiesta a todos los creyentes la verdadera gloria y el cumplimiento definitivo de la salvación. Que el Señor no dé fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar en toda angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días de dolor, abandonándonos con confianza a Él, que es nuestro “escudo” y nuestra “gloria”. Gracias.

 

 

La maternidad divina de María

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 2 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

    Una fórmula de bendición muy antigua, recogida en el libro de los Números, reza así: "El Señor  te bendiga y te guarde. El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor  te muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26). Con estas palabras que la liturgia nos hizo volver a escuchar ayer, primer día del año, os expreso mis mejores deseos a vosotros, aquí presentes, y a todos los que en estas fiestas navideñas me han enviado testimonios de afectuosa cercanía espiritual.

    Ayer celebramos la solemne fiesta de María , Madre de Dios. "Madre de Dios", Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María  en el siglo V, exactamente en el concilio de Efeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.

    Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús , sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponian Christotokos, Madre de Cristo. Pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de una larga discusión, en el concilio de Efeso, del año 431, como he dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).

    Después de ese concilio se produjo una autentica explosión de devoción Mariana, y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre ellas sobresale la basílica de Santa María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado "verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad" (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: "La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia".

        El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.

    En estos días de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Nino Jesús a la contemplación de quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Mas tarde, en la fiesta de la "Presentación del Señor", que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado.

    Somos "contemporáneos" de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.

    Del título de "Madre de Dios" derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la "Inmaculada Concepción", es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María  fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la "Asunción": no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador. Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María
para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María
el título de "Madre de la Iglesia".

    Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: εiςtάiδια; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (εiςtάiδια) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.

    Queridos hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y asi también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de luz y de verdad.

!Feliz año a todos! Este es el deseo que os expreso a vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos durante esta primera audiencia general del año 2008. Que el nuevo año, iniciado bajo el signo de la Virgen María, nos haga sentir más vivamente su presencia materna, de forma que, sostenidos y confortados por la protección de la Virgen, podamos contemplar con ojos renovados el rostro de su Hijo Jesús y caminar mas ágilmente por la senda del bien.

Una vez mas: !Feliz año a todos!

 

 

La Semana de oración por la unidad de los cristianos

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

    Estamos celebrando la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que se concluirá el viernes próximo, 25 de enero, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo. Los cristianos de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales se unen en estos días en una invocación común para pedir al Señor Jesús el restablecimiento de la unidad plena entre todos sus discípulos.

    Es una suplica concorde, hecha con una sola alma y un solo corazón, respondiendo al anhelo mismo del Redentor, que en la última Cena se dirigió al Padre con estas palabras: "No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en tí, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 20-21). Al pedir la gracia de la unidad, los cristianos se unen a la oración misma de Cristo y se comprometen a obrar activamente para que toda la humanidad lo acoja y lo reconozca como al único Pastor y Señor, y de este modo pueda experimentar la alegría de su amor.

    Este año, la Semana de oración por la unidad de los cristianos asume un valor y un significado particulares, porque celebra su primer centenario. Desde sus inicios se reveló una intuición verdaderamente fecunda. Fue en el año 1908: un anglicano estadounidense, que después entró en la comunión de la Iglesia católica, fundador de la Society of the Atonement (Comunidad de hermanos y hermanas del Atonement), el padre Paul Wattson, juntamente con otro episcopaliano, el padre Spencer Jones, lanzó la idea profética de un octavario de oraciones por la unidad de los cristianos. La idea fue acogida favorablemente por el arzobispo de Nueva York y por el nuncio apostólico.

    Después, en 1916, el llamamiento a rezar por la unidad se extendió a toda la Iglesia católica gracias a la intervención
de mi venerado predecesor el Papa Benedicto XV, con el breve Ad perpetuam rei memoriam. La iniciativa, que mientras tanto había suscitado gran interés, progresivamente se fue consolidando por doquier y, con el tiempo, fue precisando su estructura, desarrollándose gracias a la
aportación del abad Couturier (1936).

    Mas tarde, cuando soplo el viento profético del concilio Vaticano II, se sintió aun más la urgencia de la unidad. Después de la asamblea conciliar continuó el camino paciente de la búsqueda de la comunión plena entre todos los cristianos, camino ecuménico que año tras año ha encontrado precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos uno de los momentos más relevantes y fecundos.

    Cien años después del primer llamamiento a rezar juntos por la unidad, esta Semana de oración se ha convertido ya en una tradición consolidada, conservando el espíritu y las fechas escogidas al inicio por el padre Wattson. Las escogió por su carácter simbólico. En el calendario de ese tiempo, el 18 de enero era la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que es fundamento firme y garantía segura de unidad de todo el pueblo de Dios, mientras que el 25 de enero, tanto entonces como hoy, la liturgia celebra la fiesta de la Conversión de San Pablo.

    A la vez que damos gracias al Señor por estos cien años de oración y de compromiso común entre tantos discípulos de Cristo, recordamos con gratitud al que puso en marcha esta providencial iniciativa espiritual, el padre Wattson, y también a todos los que, juntamente con él, la han promovido y enriquecido con sus aportaciones, convirtiéndola en patrimonio común de todos los cristianos.

    Acabo de recordar que el concilio Vaticano II prestó gran atención al tema de la unidad de los cristianos, especialmente con el decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio), en el que, entre otras cosas, se subrayan con fuerza el papel y la importancia de la oración por la unidad. La oración —afirma el Concilio— está en el corazón mismo de todo el camino ecuménico. "Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones publicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico" (Unitatis redintegratio, 8).

    Precisamente gracias a este ecumenismo espiritual —santidad de vida, conversión del corazón, oraciones privadas y publicas—, la búsqueda común de la unidad ha experimentado en estas décadas un gran desarrollo, que se ha diversificado en múltiples iniciativas: conocimiento recíproco, contacto fraterno entre miembros de diversas Iglesias y comunidades eclesiales, conversaciones cada vez mas amistosas, colaboraciones en diferentes campos, diálogo teológico, búsqueda de formas concretas de comunión y de colaboración. Lo que ha vivificado y sigue vivificando este camino hacia la comunión plena entre todos los cristianos es ante todo la oración: "Orad sin cesar" (1 Ts 5, 17) es el tema de la Semana de este año; al mismo tiempo, es la invitación que no deja de resonar nunca en nuestras comunidades para que la oración  sea la luz, la fuerza, la orientación de nuestros pasos, con una actitud de humilde y dócil escucha de nuestro Señor común.

    En segundo lugar, el Concilio pone de relieve la oración común, la que elevan conjuntamente católicos y otros cristianos al único Padre celestial. El decreto sobre el ecumenismo afirma al respecto: "Estas oraciones en común son un medio sumamente eficaz para alcanzar la gracia de la unidad" (Unitatis redintegratio, 8), porque en la oración común las comunidades cristianas se ponen en presencia del Señor y, tomando conciencia de las contradicciones engendradas por la división, manifiestan la voluntad de obedecer a su voluntad, recurriendo con confianza a su auxilio omnipotente.

    El decreto añade, también, que estas oraciones son "la expresión auténtica de los vínculos con que están unidos los católicos con los hermanos separados (seiuncti)" (ib.). La oración común no es, por tanto, un acto voluntarista o meramente sociológico, sino que es expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo. En el transcurso de los años se ha instaurado una fecunda colaboración en este campo y desde 1968 el entonces Secretariado para la unidad de los cristianos, convertido después en Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y el Consejo mundial de Iglesias, preparan juntos los subsidios de la Semana de oración por la unidad, que después se divulgan conjuntamente en el mundo, cubriendo zonas que no se hubieran podido alcanzar si se actuara separadamente.

    El decreto conciliar sobre el ecumenismo se refiere a la oración por la unidad cuando, precisamente al final, afirma que el Concilio es consciente de que "este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humanas. Por eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia" (Unitatis redintegratio, 24).

    La conciencia de nuestros límites humanos nos lleva a abandonarnos confiadamente en las manos del Señor.

    Si se analiza detenidamente, esta Semana de oración tiene como finalidad profunda apoyarse firmemente en la oración de Cristo, que en su Iglesia sigue rezando para que "todos sean uno... para que el mundo crea..." (Jn 17, 21). Hoy percibimos claramente el realismo de estas palabras. El mundo sufre por la ausencia de Dios, por la inaccesibilidad de Dios; desea conocer el rostro de Dios. Pero, ¿cómo podrían y pueden los hombres de hoy reconocer este rostro de Dios en el rostro de Jesucristo si los cristianos estamos divididos, si uno enseña contra el otro, si uno está contra el otro? Solo en la unidad podemos mostrar realmente a este mundo, que lo necesita, el rostro de Dios, el rostro de Cristo. Tambien es evidente que esta unidad no la podemos alcanzar únicamente con nuestras estrategias, con el diálogo y con todo lo que hacemos, aunque sea muy necesario. Lo que podemos hacer es ofrecer nuestra disponibilidad y nuestro deseo de acoger esta unidad cuando el Señor nos la conceda. Este es el sentido de la oración: abrir nuestro corazón, crear en nosotros esta disponibilidad que abre el camino a Cristo. En la liturgia de la Iglesia antigua, después de la homilía del obispo o del que presidía la celebración, el celebrante principal decía: "Conversi ad Dominum". A continuación, él mismo y todos se levantaban y se volvían hacia Oriente. Todos querían mirar hacia Cristo. Sólo convertidos, sólo con esta conversión a Cristo, con esta mirada común dirigida a Cristo, podemos encontrar el don de la unidad.

    Podemos decir que la oración por la unidad ha impulsado y acompañado las diferentes etapas del movimiento ecuménico, especialmente a partir del concilio Vaticano II. En este período la Iglesia católica ha entrado en contacto con las diversas Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y de Occidente con diferentes formas de diálogo, afrontando con cada una los problemas teológicos e históricos surgidos en el transcurso de los siglos y que se han convertido en elementos de división.

    El Señor ha hecho que estas relaciones amistosas hayan mejorado el conocimiento recíproco, que hayan intensificado la comunión, haciendo al mismo tiempo mas clara la percepción de los problemas que quedan por resolver y que fomentan la división. Hoy, en esta Semana, damos gracias a Dios que ha sostenido e iluminado el camino recorrido hasta ahora, un camino fecundo que el decreto conciliar sobre el ecumenismo describía como "surgido por el impulso del Espíritu Santo" y "cada día mas amplio" (Unitatis redintegratio, 1).

    Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación a "orar sin cesar" que el apóstol san Pablo dirigió a los primeros cristianos de Tesalónica, comunidad que el mismo había fundado. Y precisamente porque sabía que habían surgido discordias quiso recomendar que fueran pacientes con todos, que no devolvieran mal por mal, que buscaran siempre el bien entre ellos y con todos, permaneciendo alegres en toda circunstancia, felices porque el Señor está cerca.

    Los consejos que san Pablo dio a los tesalonicenses pueden inspirar también hoy el comportamiento de los cristianos en el ámbito de las relaciones ecuménicas. Sobre todo, dice: "Vivid en paz unos con otros" y añade: "Orad sin cesar. En todo dad gracias" (cf. 1 Ts 5, 13.18). Acojamos también nosotros esta apremiante exhortación del Apóstol tanto para dar gracias al Señor por los progresos realizados en el movimiento ecuménico, como para pedir la unidad plena.

    Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, alcance para todos los discípulos de su divino Hijo la gracia de vivir cuanto antes en paz y en caridad recíproca, para dar un testimonio convincente de reconciliación ante el mundo entero, a fin de hacer accesible el rostro de Dios en el rostro de Cristo, que es el Dios-con-nosotros, el Dios de la paz y de la unidad.

 

El Triduo pascual

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 19 de marzo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

        Hemos llegado a la vigilia del Triduo pascual. Los próximos tres días se suelen llamar "santos" porque nos hacen revivir el acontecimiento central de nuestra Redención; nos remiten de nuevo al núcleo esencial de la fe cristiana: la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Son días que podríamos considerar como un único día: constituyen el corazón y el punto de apoyo de todo el año litúrgico, así como de la vida de la Iglesia. Al final del itinerario cuaresmal, también nosotros nos disponemos a entrar en el mismo clima que Jesús vivió entonces en Jerusalén. Queremos volver a despertar en nosotros la memoria viva de los sufrimientos que el Señor  padeció por nosotros y prepararnos para celebrar con alegría, el próximo domingo, "la verdadera Pascua, que la sangre de Cristo ha cubierto de gloria, la Pascua en la que la Iglesia celebra la fiesta que constituye el origen de todas las fiestas", como dice el Prefacio para el día de Pascua en el rito ambrosiano.

        Mañana, Jueves santo, la Iglesia hace memoria de la última Cena, durante la cual el Señor , en la víspera de su pasión y muerte, instituyó el sacramento de la Eucaristía, y el del sacerdocio ministerial. En esa misma noche, Jesús nos dejó el mandamiento nuevo, mandatum novum, el mandamiento del amor fraterno. Antes de entrar en el Triduo santo, aunque ya en íntima relación con él, mañana por la mañana tendrá lugar en cada comunidad diocesana la misa Crismal, durante la cual el obispo y los sacerdotes del presbiterio diocesano renuevan las promesas de su ordenación.

        También se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos: el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el santo crisma. Es un momento muy importante para la vida de cada comunidad diocesana que, reunida en torno a su pastor, reafirma su unidad y su fidelidad a Cristo, único sumo y eterno Sacerdote. Por la tarde, en la misa in Cena Domini se hace memoria de la ultima Cena, cuando Cristo se nos entrego a todos como alimento de salvación, como medicina de inmortalidad: es el misterio de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana. En este sacramento de salvación, el Señor ha ofrecido y realizado para todos aquellos que creen en él la unión mas íntima posible entre nuestra vida y su vida. Con el gesto humilde pero sumamente expresivo del lavatorio de los pies, se nos invita a recordar lo que el Señor hizo a sus Apóstoles: al lavarles los pies proclamó de manera concreta el primado del amor, un amor que se hace servicio hasta la entrega de sí mismos, anticipando también así el sacrificio supremo de su vida que se consumará al día siguiente, en el Calvario. Según una hermosa tradición, los fieles concluyen el Jueves santo con una vigilia de oración  y adoración eucarística para revivir mas íntimamente la agonía de Jesús en Getsemani.

        El Viernes santo es el día en que se conmemora la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. En este día, la liturgia de la Iglesia no prevé la celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recordar, a la luz de la palabra de Dios y con la ayuda de conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían este mal. Después de escuchar el relato de la pasión de Cristo, la comunidad ora por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, adora la cruz y recibe la Eucaristía, consumiendo las especies eucarísticas conservadas desde la misa in Cena Domini del día anterior. Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad popular, procesiones y representaciones sagradas, orientadas a imprimir cada vez más profundamente en el corazón de los fieles sentimientos de auténtica participación en el sacrificio redentor de Cristo. Entre esas manifestaciones destaca el vía crucis, práctica de piedad que a lo largo de los años se ha ido enriqueciendo con múltiples expresiones espirituales y artísticas vinculadas a la sensibilidad de las diferentes culturas. Así, han surgido en muchos países santuarios con el nombre de "Calvario" hasta los que se llega a través de una cuesta empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles participar en la subida del Señor al monte de la Cruz, al monte del Amor llevado hasta el extremo.

        El Sábado santo se caracteriza por un profundo silencio. Las iglesias están desnudas y no se celebra ninguna liturgia. Los creyentes, mientras aguardan el gran acontecimiento de la Resurrección, perseveran con María en la espera, rezando y meditando. En efecto, hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que brota de la pasión y de la resurrección del Señor. En este día se da gran importancia a la participación en el sacramento de la Reconciliación, camino indispensable para purificar el corazón y prepararse para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año necesitamos esta purificación interior, esta renovación de nosotros mismos. Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación, desemboca en la Vigilia pascual, que introduce el domingo mas importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo.

        La Iglesia vela junto al fuego nuevo bendecido y medita en la gran promesa, contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, de la liberación definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad de la noche, con el fuego nuevo se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad, disipa las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a todo hombre que viene al mundo. Junto al cirio pascual resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre el. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios. Según una antigua tradición, durante la Vigilia pascual, los catecúmenos reciben el bautismo para poner de relieve la participación de los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Desde la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se difunden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.

        Queridos hermanos y hermanas, en estos días singulares, orientemos decididamente la vida hacia una adhesión generosa y convencida a los designios del Padre celestial; renovemos nuestro "si" a la voluntad divina, como hizo Jesús con el sacrificio de la cruz. Los sugestivos ritos del Jueves santo, del Viernes santo, el silencio impregnado de oración del Sábado santo y la solemne Vigilia pascual nos brindan la oportunidad de profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación cristiana, que brota del Misterio pascual, y de concretizarla en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo el, hasta la entrega generosa de nuestra existencia.

        Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en adhesión profunda y solidaria al hoy de la historia, convencidos de que lo que celebramos es realidad viva y actual. Por tanto, llevemos en nuestra oración el dramatismo de hechos y situaciones que en estos días afligen a muchos hermanos nuestros en todas las partes del mundo. Sabemos que el odio, las divisiones y la violencia no tienen nunca la última palabra en los acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a suscitar en nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y ha vencido al mundo. El amor es mas fuerte que el odio, ha vencido y debemos asociarnos a esta victoria del amor.

        Por tanto, debemos recomenzar desde Cristo y trabajar en comunión con él por un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este compromiso, en el que todos estamos implicados, dejémonos guiar por María , que acompañó a su Hijo divino por el camino de la pasión y de la cruz, y participó, con la fuerza de la fé, en el cumplimiento de su designio salvífico. Con estos sentimientos, os expreso ya desde ahora mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua a todos vosotros, a vuestros seres queridos y a vuestras comunidades.

 

La resurrección de Cristo clave de bóveda del cristianismo

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 26 de marzo de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

    "Et resurrexit tertia die secundum Scripturas, Resucitó al tercer día según las Escrituras. Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración eucarística.

        Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo mas intenso en su riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez mas y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado, como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús : su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al tercer día, la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.

        Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús esta siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio. La fe de los cristianos —afirma san Agustín — es la resurrección de Cristo. Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús  es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. !Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.

        La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero solo su resurrección es prueba segura, es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorifico. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: Si confiesas con tu boca que Jesús  es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucito de entre los muertos, seras salvo (Rm 10, 9).

        Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica esta ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.

¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? .No es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo para seguirlo y poniendo su vida al servicio del Evangelio?Si Cristo no resucito, —decía el apóstol san Pablo— es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe (1Co 15,14). Pero !resucito!

        El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es precisamente este: !Jesús ha resucitado! Es el que vive (Ap 1, 18), y nosotros podemos encontrarnos con el, como se encontraron con el las mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían dirigido al sepulcro; como se encontraron con el los discípulos, sorprendidos y desconcertados por lo que les habían referido las mujeres; y como se encontraron con el muchos otros testigos en los días que siguieron a su resurrección.

Incluso después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente entre sus amigos, como por lo demás había prometido: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo(Mt 28, 20). El Señor está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Los miembros de la Iglesia primitiva, iluminados por el Espíritu Santo, comenzaron a proclamar el anuncio pascual abiertamente y sin miedo. Y este anuncio, transmitiéndose de generación en generación, ha llegado hasta nosotros y resuena cada año en Pascua con una fuerza siempre nueva.

        De modo especial en esta octava de Pascua, la liturgia nos invita a encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida diaria. Por ejemplo, hoy, miércoles, nos propone el episodio conmovedor de los dos discípulos de Emaus (cf. Lc 24, 13-35). Después de la crucifixión de Jesús, invadidos por la tristeza y la decepción, volvían a casa desconsolados. Durante el camino conversaban entre si sobre todo lo que había  pasado en aquellos días en Jerusalén; entonces se les acercó Jesús, se puso a conversar con ellos y a enseñarles: !Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!. No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria? (Lc 24, 25-26). Luego, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explico lo que se refería a el en todas las Escrituras.

        La enseñanza de Jesús —la explicación de las profecías— fue para los discípulos de Emaus como una revelación inesperada, luminosa y consoladora. Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento. Conquistados por las palabras del caminante desconocido, le pidieron que se quedara a cenar con ellos. Y el acepto y se sentó a la mesa con ellos. El evangelista san Lucas refiere: Sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronuncio la bendición, lo partió y se lo iba dando (Lc 24, 30). Fue precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron,pero el desapareció de su lado (Lc 24, 31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: “.No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32). En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor está en camino con nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de el. Esto también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El Señor esta con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaus lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la ultima Cena, donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a si mismo a los discípulos.

        Jesús  parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a si mismo y abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno.

        Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance aun mas nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre todo, dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua para muchos hermanos nuestros.

        De nuevo os deseo a todos una feliz Pascua.

 

Dios, tesoro precioso que hay que custodiar en la oración

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 14 de diciembre de 2011

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        Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús vinculada a su prodigiosa acción curativa. En los Evangelios se presentan distintas situaciones en las que Jesús reza frente a la obra benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de Él. Se trata de una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre, mientras que Jesús se deja implicar con gran participación humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo Lázaro y su familia, o de los muchos pobres y enfermos que Él quiso ayudar concretamente.

        Un caso significativo fue la curación del sordomudo (cfr Mc 7,32-37). El relato del evangelista Marco que apenas hemos escuchado, muestra que la acción sanadora de Jesús está conectada con su intensa relación con el prójimo, el enfermo, y con el Padre. La escena del milagro está descrita con atención, de esta manera: “Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y dijo: Efatá, que significa: 'Ábrete'(7,33-34). Jesús quiere que la curación suceda “aparte, lejos de la multitud”. Esto parece ser no solo para que el milagro se realice sin que la gente se dé cuenta, para evitar que se hagan interpretaciones limitadas o distorsionadas de la persona de Jesús. La elección de llevar al enfermo aparte, hace que, en el momento de la curación, Jesús y el sordomudo se encuentren solos, cercanos, en una relación particular. Con un gesto, el Señor toca los oídos y la lengua del enfermo, o sea los centros específicos de su enfermedad. La intensidad de la atención de Jesús se manifiesta también en los rasgos insólitos de la curación: Emplea sus propios dedos y su propia saliva. También el hecho de que el evangelista nos traslade la palabra original pronunciada por el Señor: Effatà que quiere decir “¡Ábrete!”, evidencia el carácter singular de la escena.

        Pero el punto central de este episodio es el hecho de que Jesús en el momento de realizar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El relato dice, de hecho, que Él “mirando hacia el cielo, suspiró” (v.34). La atención al enfermo, la atención de Jesús hacia él, están vinculados a una actitud profunda de oración dirigida a Dios. Y el suspiro se describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a algo bueno que todavía falta (cfr Rm 8,23). El conjunto del relato muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración. Una vez más surge su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En Él, a través de su persona, se hace presente la actuación benéfica y sanadora de Dios. No es un caso en el que el comentario conclusivo de la gente, después del milagro, recuerde la valoración de la creación en el inicio del Génesis: “Ha hecho bien todas las cosas” (Mc 7, 37). En la acción sanadora de Jesús, entra de un modo claro la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que ha sanado al sordomudo está ciertamente provocada por la compasión hacia él, pero proviene del recurso hacia el Padre. Se encuentran estas dos relaciones: la relación humana de compasión con el hombre, que entra en la relación con Dios, y se convierte así, en curación.

        En el relato joánico sobre la resurrección de Lázaro, se testifica esta misma dinámica, con una evidencia todavía mayor (cfr. Jn 11, 1-44). También aquí se entrelazan, por una parte, el vínculo de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por la otra, la relación filial que Él tiene con el Padre. La participación humana de Jesús en el asunto de Lázaro tiene detalles particulares. Durante todo el relato se recuerda varias veces la amistad con él, así como también con las hermanas Marta y María. Jesús mismo afirma: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo” (Jn 11,11). El afecto sincero por el amigo está evidenciado también por las hermanas de Lázaro, así como de los judíos (cfr Jn 11,3; 11,36), se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús con la vista del dolor de Marta y de María y de todos los amigos de Lázaro y desemboca en el llanto --tan profundamente humano- al acercarse a la tumba: “Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: '¿Dónde lo pusieron?'. Le respondieron: 'Ven, Señor, y lo verás'. Y Jesús lloró” (Jn 11, 33-35).

        Este vínculo de amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y conocidos de Lázaro, se vincula, en todo el relato, con una continua e intensa relación con el Padre. Desde el principio, el suceso es interpretado por Jesús en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que lo espera. Al recibir la noticia de la enfermedad de Lázaro, de hecho, comenta: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4). También el anuncio de la muerte del amigo es acogido por Jesús con profundo dolor humano, pero siempre con una clara referencia a la relación con Dios y con la misión que Él le ha confiado. Dice: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Vayamos a verlo” (Jn 11, 14-15). El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es la conclusión natural de toda la historia, dado el doble registro de la amistad con Lázaro y la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van unidas. “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11 41), es una eucaristía. La frase revela que Jesús no ha dejado ni siquiera un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Esta oración continua ha reforzado, incluso, el vínculo con el amigo, y ha confirmado, al mismo tiempo, la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y la muerte de Lázaro son consideradas como momentos en los que se manifiesta la gloria de Dios.

        Queridos hermanos y hermanas, leyendo esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que, en la oración de petición al Señor, no debemos esperar un cumplimiento inmediato de lo que pedimos, de nuestra voluntad, sino confiarnos sobre todo a la voluntad del Padre, leyendo cada suceso en la perspectiva de su gloria, de su diseño de amor, a menudo misterioso para nuestros ojos. Por esto, en nuestra oración, la petición, la alabanza y la acción de gracias deberían darse unidas, incluso cuando parece que Dios no responda a nuestras esperanzas concretas. El abandonarse en el amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes fundamentales en nuestro diálogo con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica comenta de esta manera la oración de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro: “Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el 'tesoro', y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como 'por añadidura' (cf Mt 6, 21. 33)” (2604). También para nosotros, más allá de lo que Dios nos da cuando le invocamos, el don más grande que nos puede dar es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que hay que pedir y custodiar siempre.

        La oración que Jesús pronuncia mientras se retira la piedra que tapa la entrada de la tumba de Lázaro, tiene un resultado singular e inesperado. Él, de hecho, después de haber dado gracias a Dios Padre, añade: “Yo sé que siempre me escuchas, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). Con su oración, Jesús quiere llevarnos a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que tanto ha amado al hombre y al mundo, hasta el punto de mandar a su Hijo Unigénito (cfr Jn 3,16), es el Dios de la Vida, el Dios que lleva esperanza y es capaz de darle la vuelta a situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente, por tanto, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés en el hombre, de su acción para llevar a cabo su plan de salvación.

        Las dos oraciones de Jesús meditadas ahora y que acompañan la curación del sordomudo y la resurrección de Lázaro, revelan que el profundo vínculo entre el amor a Dios y el amor al prójimo debe entrar también en nuestra oración. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro, especialmente si está necesitado o sufre, el conmoverse ante el dolor de una familia amiga, lo llevan a dirigirse al Padre, en esa relación que dirige toda su vida. Pero también al revés: la comunión con el Padre, el diálogo constante con Él, empuja a Jesús a estar atento de un modo único a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo y el amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con Dios, y la relación con Dios nos guía de nuevo hacia el prójimo.

        Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración abre la puerta a Dios, que nos enseña a salir constantemente a de nosotros mismos para ser capaces de acercarnos a los demás, especialmente en los momentos de la prueba, para llevarles consuelo, esperanza y luz. Que el Señor nos conceda ser capaces de una oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal con Dios, agrandar nuestro corazón a la necesidad del que está a nuestro lado y sentir la belleza de ser “hijos en el Hijo”, junto a muchos hermanos. ¡Gracias!

 

 

 

la Oración de Jesús en la Última Cena

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 11 de enero de 2012

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Queridos hermanos y hermanas,

        En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, presentada en los Evangelios, me gustaría meditar hoy sobre el momento, muy solemne, de su oración en la Última Cena.

        El fondo temporal y emocional de la cena en el que Cristo se despide de sus amigos, es la inminencia de su muerte, que Él siente ya cerca. Durante mucho tiempo, Jesús había empezado a hablar de su pasión, tratando también de implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio de Marcos nos dice que desde el inicio de su viaje a Jerusalén, en los pueblos de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado "a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días" (Marcos 8:31).

        Además, justo en los días en que se estaba preparando para despedirse de los discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la proximidad de la Pascua, es decir, del recuerdo de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y en el futuro, tomaba vida en las celebraciones familiares de la Pascua. La Última Cena se enmarca en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira su Pasión, Muerte y Resurrección, siendo plenamente consciente. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos, con un carácter totalmente especial y diferente de los otros convites; es su Cena, en la cual ofrece Algo totalmente nuevo: a Él mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección.

        Esta novedad se refleja en la historia de la Última Cena del Evangelio de Juan, el cual no la describe como la Pascua, justamente porque Jesús quiere inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, relacionada sí, con los acontecimientos del Éxodo. Y para Juan, Jesús murió en la cruz en el momento mismo en que, en el templo de Jerusalén, los corderos de la Pascua estaban siendo inmolados.

        Entonces, ¿cuál es el meollo de esta cena? Lo son aquellos gestos de la fracción del pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz del vino con las palabras que los acompañan, y en el contexto de la oración en la que se insertan: es la institución de la Eucaristía, es la gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero veamos más de cerca este momento.

        En primer lugar, las tradiciones neotestamentarias de la institución de la Eucaristía (cf. 1 Co. 11:23-25, Lc. 22, 14-20, Mc.14:22-25, Mt. 26:26-29), indicando la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. Pablo y Lucas hablan de eucaristía/acción de gracias: "tomó pan, dio gracias, lo partió y lo dio" (Lucas 22:19). Marcos y Mateo, en vez, subrayan el aspecto de elogio/bendición: "tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio" (Mc 14:22). En ambos, los términos griegos eucaristeìn y eulogeìn se refieren a la berakha hebrea, que es la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición de Israel, que marcaba el inicio de las grandes fiestas. Las dos diversas palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y complementarias de esta oración. La berakha, de hecho, es ante todo acción de gracias y alabanza que se eleva a Dios por el don recibido: la Última Cena de Jesús, este es el pan --elaborado a partir del trigo que Dios hace germinar y crecer de la tierra--, y del vino producido a partir del fruto madurado sobre la vid. Esta oración de alabanza y acción de gracias que se eleva a Dios, vuelve como una bendición, que viene de Dios sobre el don y lo enriquece. Dar gracias, alabar a Dios se vuelve así una bendición y la ofrenda dada a Dios retorna al hombre bendecida por el Todopoderoso. Las palabras de la institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de oración: en ellas, la alabanza y la bendición de la berakhase vuelven bendición y transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.

        Antes de las palabras de la institución vienen los gestos: aquello de la fracción del pan y del ofertorio del vino. Quien parte el pan y pasa la copa es sobre todo el cabeza de familia, que acoge en su mesa a los familiares, pero estos gestos son también los de la hospitalidad, de la acogida a la comunión cordial con los extranjeros, que no forman parte de la casa. Estos mismos gestos, en la cena con la que Jesús se despidió, adquieren una profundidad del todo nueva: Él da una señal visible de acogida a la mesa en la cual Dios se da. Jesús en el pan y en el vino se ofrece y se transmite a Sí mismo.

        Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en aquel momento, a Sí mismo? Jesús sabe que la vida está por serle quitada a través del tormento de la cruz --la pena de muerte de los hombres que no son libres--, aquella que Cicerón definió la mors turpissima crucis. Con el don del pan y del vino que ofrece en la Última Cena, Jesús anticipa su muerte y resurrección realizando aquello que había dicho en el discurso del Buen Pastor: "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo. Este es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10:17-18). Por lo tanto Él ofrece de antemano la vida que le será quitada y de este modo transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí para los demás y a los demás. La violencia se convierte en un sacrificio activo, libre y redentor.

        Una vez más en la oración, iniciada según las formas rituales de la tradición bíblica, Jesús revela su identidad y su voluntad de cumplir totalmente su misión de amor total, de ofrenda en obediencia a la voluntad del Padre. La profunda originalidad del don de sí a los suyos, a través del memorial eucarístico, es la culminación de la oración que marca la cena de despedida con ellos. Al contemplar los gestos y las palabras de Jesús esa noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el lugar donde Él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el "Sacramentum Caritatis". Dos veces en la Última Cena resuenan las palabras: "Haced esto en memoria mía" (1 Cor. 11, 24.25). Con el don de Sí mismo, Él celebra su Pascua, convirtiéndose en el verdadero Cordero que lleva a cumplimiento todo el antiguo culto. Esta es la razón por la que San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto afirma: "Cristo, nuestra Pascua, [nuestro Cordero pascual!], ha sido inmolado. Así que, celebramos la fiesta... con panes ázimos de sinceridad y verdad" (1 Cor 5,7-8).

        El evangelista Lucas ha conservado un valioso elemento adicional de los acontecimientos de la Última Cena, que nos permite ver la profundidad conmovedora de la oración de Jesús por los suyos aquella noche, la atención por cada uno. Iniciando con la oración de acción de gracias y de bendición, Jesús añade al don de la Eucaristía, el don de Sí mismo, y, al mismo tiempo que da esta realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Al final de la cena, le dijo: "Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido el poder cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lucas 22:31-32). La oración de Jesús cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, los sostiene en su debilidad, en sus esfuerzos por comprender que el camino de Dios pasa a través del Misterio pascual de la muerte y resurrección, anticipado en la ofrenda del pan y del vino. La Eucaristía es el alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza también para el que está cansado, agotado y desorientado. Y la oración es sobre todo para Pedro, para que una vez convertido, confirme a sus hermanos en la fe. El evangelista Lucas recuerda que fue justo la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en el momento en que este acababa de realizar su triple negación, para darle la fuerza de continuar su camino detrás de Él: "En aquel mismo momento, mientras que aún estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor"(Lc 22,60-61).

        Queridos hermanos y hermanas, participando de la Eucaristía, vivimos de una manera extraordinaria la oración que Jesús ha hecho y hace continuamente por cada uno, a fin de que el mal, que todos enfrentamos en la vida, no logre vencer, y actúe así en nosotros el poder transformador de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía, la Iglesia responde a la indicación de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; cf 1 Co 11, 24-26.); repite la oración de acción de gracias y de bendición, y con ella, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nuestras Eucaristías se realizan en ese momento de oración, en un unirnos siempre y de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración como parte de la oración realizada junto a Jesús; como una parte central de la alabanza llena de gratitud, a través de la cual el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, nos viene nuevamente donados como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios mismo en el amor acogedor del Hijo (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 146.). Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la Carne y la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestras oraciones a la del Cordero Pascual en la noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra debilidad y de nuestras infidelidades, sino que sea transformada.

        Queridos amigos, pidamos al Señor que, después de habernos preparado debidamente, también con el Sacramento de la Penitencia, nuestra participación en su Eucaristía, que es esencial para la vida cristiana, sea siempre el punto más alto de todas nuestras oraciones. Pidamos que, unidos profundamente en su propia ofrenda al Padre, también nosotros podemos transformar nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, del amor a Dios y a los hermanos. Gracias.

 

 

La Oración Sacerdotal de Jesús

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de enero de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17,1-26). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración 'sacerdotal' de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su 'paso' [pascua] hacia el Padre donde es “consagrado” enteramente al Padre" (n. 2747).

        Esta oración de Jesús es entendida en su extrema riqueza, sobre todo si colocamos como fondo la fiesta judía de la expiación, el Yom Kippur. Ese día, el sumo sacerdote hace primero la expiación por sí mismo, luego por la clase sacerdotal, y finalmente por todo el pueblo. El objetivo es devolverle al pueblo de Israel, después de los pecados de un año, la conciencia de la reconciliación con Dios, la conciencia de ser el pueblo elegido, "pueblo santo" en medio de otros pueblos. La oración de Jesús en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan, está basada en la estructura de esta fiesta. Aquella noche, Jesús se dirige al Padre en el momento en que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, ora por él mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en Él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).

        La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de la propia "elevación" en su "hora". En realidad, es más una declaración de plena disposición a entrar, libre y generosamente, en el diseño de Dios Padre que se cumple al ser entregado, y en la muerte y resurrección. La "hora" se inició con la traición de Judas (cf. Jn 13,31) y culminará con la subida de Jesús resucitado al Padre (Jn 20,17). La salida de Judas del cenáculo es comentada por Jesús con estas palabras:“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”(Jn 13,31). No es casual que comience la oración sacerdotal diciendo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La glorificación que Jesús pide para sí mismo como Sumo Sacerdote, es la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial: "Y ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese"(Juan 17,5). Es esta disponibilidad y esta petición es el primer acto del nuevo sacerdocio de Jesús, que es un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz --el supremo acto de amor--, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina.

        El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que estaban con Él. Son aquellos de los que Jesús puede decir al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra" (Jn 17,6). "Manifestar el nombre de Dios a los hombres" es el resultado de una nueva presencia del Padre en medio de la gente, de la humanidad. Este "manifestar" no es sólo una palabra, sino que es realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre --su presencia entre nosotros, el ser uno de nosotros--, se "ha realizado". Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús, Dios entra en la carne humana, se hace cercano en modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús hace en su Pascua de muerte y resurrección.

        En el centro de esta oración de intercesión y de expiación a favor de los discípulos está la petición de consagración; Jesús dice al Padre: "Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,16-19). Me pregunto: ¿Qué significa "consagrar" en este caso? Sobre todo debemos decir que "Consagrado" o "Santo", en propiedad sólo es Dios. Entonces consagrar quiere decir transferir una realidad --una persona o cosa--, a la propiedad de Dios. Y en esto están presentes dos aspectos complementarios: por una parte quitar las cosas corrientes, segregar, "apartar" la vida personal del hombre para ser donados totalmente a Dios; y por otra, esta segregación, esta transferencia a la esfera de Dios, tiene el significado propio de “envío”, de misión: precisamente porque entregada a Dios, la realidad, la persona consagrada existe "para" los otros, es donada a los otros. Darse a Dios significa no vivir más para sí, sino para todos. Y es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios en vista de una tarea y, como tal, está a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos. En la tarde de la Pascua, el Resucitado, apareciéndose a sus discípulos, les dice: "¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).

        El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada al final de los tiempos. En ella, Jesús se dirige al Padre para interceder a favor de todos aquellos que serán llevados a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles, y continuada en la historia: "No ruego solo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí". Jesús ora por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros (Jn 17,20). El Catecismo de la Iglesia Católica dice:“Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación”(No. 2749).

        La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él. Tal unidad no es un producto mundano. Proviene exclusivamente de la unidad divina y viene a nosotros del Padre mediante el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que viene del cielo, y que tiene su efecto --real y perceptible-- en la tierra. Ora “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno. La unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús --que el Padre ha enviado al mundo--, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

        "Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia. Por qué, ¿qué otra cosa es la Iglesia, si no la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia. La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se "consagra" a sí mismo, es decir, se "sacrifica" para la vida del mundo (cfr. Gesù di Nazaret, II, 117s).

        Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar “en el mundo” sin ser "del mundo" (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces, en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al "mundo" fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios.

        Queridos hermanos y hermanas, hemos tomado algunos elementos de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que les invito a leer y meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor y nos enseñe a orar. También nosotros, por ello, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, más de lleno, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle ser "consagrados" a Él, pertenecerle cada vez más, para poder amar cada vez más a los otros, cercanos y lejanos; pidámosle ser siempre capaces de abrir nuestra oración a la amplitud del mundo, no cerrándola en la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando delante del Señor a nuestro prójimo, aprendiendo la belleza de interceder por los demás; le pedimos el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo --la hemos invocado con fuerza en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos--, recemos para estar siempre dispuestos a responder a cualquiera que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). Gracias.

 

 

 

la oración de Jesús en el Huerto

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 1 de febrero de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy me gustaría hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos. El escenario de la narración evangélica de esta oración es particularmente significativo. Jesús se fue al monte de los Olivos después de la Última Cena, y ora junto con sus discípulos. El evangelista Marcos relata: "Después de haber cantado el himno, salieron hacia el Monte de los Olivos" (14,26). Es probable que aluda al canto de algunos salmos del Hallèl, con los que se agradece a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud, y se pide su ayuda en las dificultades y amenazas siempre nuevas del presente. El camino a Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que hacen sentir próximo su destino de muerte y anuncian la inminente dispersión de los discípulos.

        Una vez en el Monte de los Olivos, también esa noche Jesús se preparó para la oración personal. Pero esta vez sucede algo nuevo: parece que no quiere estar solo. Muchas veces Jesús se retiraba aparte de la muchedumbre y de los propios discípulos, deteniéndose "en lugares desérticos" (cf. Mc 1,35) o subiendo "a la montaña", dice San Marcos (cf. Mc 6,46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, a Santiago y a Juan a estar más cerca de él. Son los discípulos que fueron llamados a estar con Él en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9,2-13). Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es significativa. Incluso aquella noche, Jesús orará al Padre "a solas", porque su relación con él es única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Parece, en efecto, que sobre todo aquella noche nadie puede acercarse verdaderamente al Hijo, que se presenta ante el Padre en su identidad absolutamente única, exclusiva. Jesús, sin embargo, a pesar de venir "solo" al punto donde se detendrá a rezar, quiere por lo menos que tres de sus discípulos permanezcan no muy lejos, en una relación más estrecha con Él. Se trata de un acercamiento especial, una petición de solidaridad en el momento en que siente aproximarse la muerte, pero es sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, de alguna manera, la sintonía con Él, en el momento en que está a punto de cumplirse totalmente la voluntad del Padre, y es una invitación a cada discípulo a seguirlo en el camino de la cruz. El evangelista Marcos narra: "Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y empezó a sentir miedo y ansiedad. Les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad"(14,33-34).

        En las palabras dirigidas a los tres, Jesús, una vez más, se expresa en el lenguaje de los Salmos: "Mi alma está triste", una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43,5). La dura determinación "hasta la muerte", lleva a una situación vivida por muchos de los mensajeros de Dios en el Antiguo Testamento y que se expresa en sus oraciones. No es raro, de hecho, que llevar a cabo la misión confiada signifique encontrar hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente en modo dramático la prueba que experimenta cuando guía al pueblo en el desierto, y le dice a Dios: "No puedo yo solo soportar la carga de todo este pueblo; es demasiado pesado para mí. Si me tratas así, déjame morir más bien, si he hallado gracia a tus ojos." (Num. 11,14-15). Incluso para el profeta Elías no es fácil llevar a cabo el servicio a Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se dice: "Se adentró en el desierto una jornada de camino y se sentó debajo de una retama. Deseoso de morir, dijo: "¡Basta, Señor! Toma mi vida, porque yo no soy mejor que mis padres" (19,4).

        Las palabras de Jesús a los tres discípulos que quiere cerca durante la oración en Getsemaní, revela cómo siente miedo y angustia en aquella “Hora", experimenta la última profunda soledad mientras el plan de Dios se está llevando a cabo. Y en este miedo y angustia de Jesús se resume todo el horror del hombre ante su propia muerte, la certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que roza nuestras vidas.

        Después de la invitación dirigida a los tres, a quedarse y velar en oración, Jesús "solo" se dirige al Padre. El evangelista Marcos relata que Él "fue más adelante, cayó al suelo y rezó para que, si fuese posible, pasara de él esa hora" (14,35). Jesús cae cara a tierra: es una posición de oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, la entrega a Dios con plena confianza. Es un gesto que se repite al inicio de la celebración de la Pasión del Viernes Santo, como también en la profesión monástica y en las ordenaciones diaconales, presbiterales y episcopales, para expresar, en la oración, y también corporalmente, el completo abandonarse a Dios, confiar en Él. Entonces Jesús le pide al Padre que, si fuera posible, pasara de él esa hora. No es sólo el miedo y la angustia del hombre ante la muerte, sino la perturbación del Hijo de Dios que ve el terrible fardo del mal que deberá tomar sobre sí para superarlo, para privarlo de poder.

        Queridos amigos, también nosotros, en la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestras fatigas, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, y también el peso del mal que vemos en y alrededor de nosotros, porque Él nos da esperanza, nos hace sentir su cercanía, nos da un poco de luz en el camino de la vida.

        Jesús continúa su oración: "¡Abbà! ¡Padre! Todo es posible para ti: aleja de mi este cáliz! Sin embargo, que no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36a). En esta invocación, hay tres pasajes reveladores. Al principio tenemos la repetición de la palabra con la que Jesús se dirige a Dios: "¡Abbà! ¡Padre!" (Mc. 14,36a). Sabemos bien que la palabra aramea Abbà es la utilizada por el niño para dirigirse al papá y expresa por eso la relación de Jesús con Dios Padre, una relación de ternura, de afecto, de confianza, de abandono. En la parte central de la invocación está el segundo elemento: la conciencia de la omnipotencia del Padre --"todo es posible para ti"--, que introduce una petición en la cual, una vez más, aparece el drama de la voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal "¡aleja de mí este cáliz!". Pero es la tercera expresión de la oración de Jesús la que es decisiva, en la que la voluntad humana se adhiere completamente a la voluntad divina. De hecho, Jesús concluye diciendo con firmeza: "Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36c). En la unidad de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra su plena realización en el abandono completo del Yo al Tú del padre, llamado Abbà. San Máximo confesor dice que desde la creación del hombre y la mujer, la voluntad humana está orientada a lo divino y que en el "sí" a Dios la voluntad humana es plenamente libre y encuentra su realización. Por desgracia, a causa del pecado, este "sí" a Dios se ha transformado en oposición: Adán y Eva han pensado que el "no" a Dios fue la cumbre de la libertad, el ser plenamente ellos mismos. Jesús en el monte de los Olivos, reconduce la voluntad humana a un "sí" pleno a Dios. En Él, la voluntad natural está plenamente integrada en la orientación que le da la persona divina. Jesús vive su vida de acuerdo con el centro de su Persona: el ser el Hijo de Dios. Su voluntad humana se traza en el Yo del Hijo que se abandona totalmente al Padre. Así, Jesús nos dice que sólo en el conformar su propia voluntad a la voluntad divina, el ser humano llega a su verdadera altura, se vuelve "divino"; sólo saliendo de sí, sólo en el "sí" a Dios, se cumple el deseo de Adán, de todos nosotros, el ser completamente libres. Es lo que hizo Jesús en Getsemaní: transfiriendo la voluntad humana a la voluntad de Dios nace el hombre verdadero, y somos redimidos.

        El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña claramente: "La oración de Jesús durante su agonía en el Huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio de amor del Padre y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las peticiones e intercesiones de la historia de la salvación. Él las presenta al Padre que las acepta y las concede, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos" (Nº.543). En realidad, "en ninguna otra parte de la Sagrada Escritura miramos tan profundamente dentro el misterio íntimo de Jesús, como en la oración en el Monte de los Olivos". (Gesù di Nazaret II, 177).

        Queridos hermanos y hermanas, cada día en la oración del Padre Nuestro le pedimos al Señor: "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt. 6,10). Reconocemos, por ello, que hay una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios en nuestras vidas, que debe convertirse cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos entonces que es en el "cielo" donde se hace la voluntad de Dios y que la "tierra" se vuelve "cielo", lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, solo si en ella se hace la voluntad de Dios.

        En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y maravillosa de Getsemaní, la "tierra" se ha convertido en "cielo"; la "tierra" de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de modo que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Y esto también es importante en nuestra oración: debemos aprender a confiar más en la divina Providencia, pedirle a Dios la fuerza para salir de nosotros mismos para renovarle nuestro "sí", para repetirle "Hágase tu voluntad", para adecuar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que hacemos a diario, ya que no siempre es fácil confiar en la voluntad de Dios, repetir el "sí" de Jesús, el "sí" de María. Los relatos del evangelio de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres discípulos elegidos por Jesús para estar cerca a él, no fueron capaces de velar con Él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y se sintieron abrumados por el sueño.

        Queridos amigos, pidamos al Señor ser capaces de velar con Él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día, incluso si habla de Cruz, de vivir en intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta «tierra», un poco del «cielo» de Dios. Gracias.

 

 

 

Jesús en la cruz triunfa sobre nuestro sufrimiento

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 8 de febrero de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy me gustaría reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús ante la inminencia de su muerte, reflexionando sobre lo que nos refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas describen la oración de Jesús agonizante no solo en la lengua griega, en la que está escrita su historia, sino por la importancia de esas palabras, también en una mezcla de hebreo y arameo. De esta manera han transmitido no sólo el contenido sino incluso el sonido que esta oración ha tenido en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús tal como fueron. Al mismo tiempo, han descrito la actitud de los presentes en la crucifixión, que no entienden --o no quieren entender-- esta oración.

        Escribe san Marcos, como hemos escuchado: "Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: "Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?", que quiere decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (15,34). En la estructura de la historia, la oración, el grito de Jesús se sitúa al final de tres horas de oscuridad, que desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cayó sobre toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad, a su vez, son una continuación de un anterior lapso de tiempo, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos nos informa por cierto que: "Eran las nueve de la mañana cuando le crucificaron" (cf. 15,25). De todas las indicaciones de tiempo de la historia, las seis horas de Jesús en la cruz se dividen en dos partes equivalentes cronológicamente.

        En las primeras tres horas, desde las nueve hasta las doce, vienen las burlas de los diferentes grupos de personas que muestran su escepticismo, que dicen no creer. San Marcos escribe: "Los que pasaban por allí lo insultaban" (15,29), "igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas" (15,31), "también le injuriaban los que con él estaban crucificados" (15,32). En las siguientes tres horas, desde el mediodía "hasta las tres de la tarde", el evangelista habla sólo de la oscuridad que descendió sobre toda la tierra: la oscuridad ocupa sola toda la escena sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, solo está la oscuridad que cae "sobre toda la tierra". Incluso el cosmos participa en este evento: la oscuridad envuelve personas y cosas, pero incluso en esta hora oscura Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es un signo de la presencia y de la actividad del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios que es capaz de vencer toda tiniebla. En el libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: "Yahvé dijo a Moisés: ‘Yo me acercaré a ti en una densa nube’" (19,9) y otra vez: "Y la gente se mantuvo a distancia mientras Moisés se acercaba a la densa nube donde estaba Dios" (20,21). Y en los discursos del Deuteronomio, Moisés dice: "La montaña ardía en llamas hasta el mismo cielo, entre tenebrosa nube y nubarrón" (4,11); vosotros "oísteis la voz que salía de las tinieblas, mientras la montaña ardía" (5,23). En la escena de la crucifixión de Jesús las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para dar vida, con su acto de amor.

        Volviendo a la narración de san Marcos, frente a los insultos de los diversos tipos de personas, en la oscuridad que se cierne sobre todo, en el momento en que está frente a la muerte, Jesús con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte, en que parece haber abandono, ausencia de Dios, Él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto supremo de amor, de entrega total de sí mismo, a pesar de que no se escuche, como en otras ocasiones, la voz que viene de lo alto. Leyendo los evangelios, nos damos cuenta que en otros momentos importantes de su vida terrena, Jesús había visto signos asociados con la presencia del Padre y la aprobación de su camino de amor, incluso la voz clarificadora de Dios. Así, en la historia que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, había escuchado la palabra del Padre: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1,11). Después en la transfiguración, al signo de la nube le acompañó la palabra: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (Mc 9,7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, enmudece, no se oye ninguna voz, pero la mirada del amor del Padre permanece fija en el don del amor del Hijo.

        Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que lanza al Padre: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado"?, ¿la duda de su misión, de la presencia del Padre? ¿En esta oración no es quizás la propia conciencia de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse abandonado y la conciencia cierta de la presencia de Dios entre su pueblo. El salmista reza: "Clamo de día, Dios mío, y no respondes, también de noche, sin ahorrar palabras. ¡Pero tú eres el Santo, entronizado en medio de la alabanza de Israel!" (vv. 3-4). El salmista habla de "grito" para expresar todo el sufrimiento de su oración ante Dios aparentemente ausente: en el momento de la angustia, la oración se convierte en un grito.

        Y esto ocurre también en nuestra relación con el Señor: frente a las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no temamos en confiarle todo el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento, debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque aparentemente calla.

        Al repetir desde la cruz las mismas palabras iniciales del Salmo, " Elì, Elì, lemà sabactàni?" --"¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt. 27,46)--, gritando las palabras del Salmo, Jesús ora en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; ora, sin embargo, con el Salmo, conciente de la presencia de Dios Padre aún en esta hora, en la que se siente el drama humano de la muerte. Sin embargo surge en nosotros una pregunta: ¿cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitarle a su Hijo esta terrible experiencia? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, ni es el grito de quien se sabe abandonado. Jesús en aquel momento hace suyo todo el Salmo 22, el salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no solo el castigo de su pueblo, sino también el de todos los hombres que sufren por la opresión del mal; y al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo en la certeza de que su grito será atendido en la resurrección, "el grito en el extremo tormento es al mismo tiempo la certeza de la respuesta divina --certeza de la salvación no sólo para Jesús mismo--, sino para «muchos»" (Gesù di Nazaret II, 239-240). En esta oración de Jesús se encierra la máxima confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente y cuando parece permanecer en silencio, siguiendo un designio para nosotros incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee así: "En el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió en nuestra separación de Dios a causa del pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: ‘¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’" (n. 603). El suyo es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que viene del amor y lleva en sí la redención, la victoria del amor.

        Las personas presentes bajo la cruz de Jesús no pueden entender y piensan que su grito es una oración dirigida a Elías. En una escena conmocionada, tratan de saciarle la sed para prolongarle la vida y ver si Elías realmente viene en su rescate, pero un fuerte grito pone fin a su deseo, y a la vida terrena de Jesús. En el momento último, Jesús dejó que su corazón expresara el dolor, pero deja salir, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consentimiento de su plan de salvación para la humanidad. También nosotros nos situamos siempre y de nuevo de frente al "hoy" del sufrimiento, del silencio de Dios --lo expresamos muchas veces en nuestra oración--, pero también estamos frente al "hoy" de la resurrección, de la respuesta de Dios que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos, para llevarlos junto con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Enc. Spe salvi, 35-40).

        Queridos amigos, en la oración traemos a Dios nuestras cruces diariamente, en la certeza de que Él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración, debemos superar las barreras de nuestro "yo" y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y sufrimientos de los demás. La oración de Jesús agonizante en la cruz nos enseña a orar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que permanecen en el dolor, sin una palabra de consuelo; traigamos todo esto al corazón de Dios, para que ellos puedan sentir también el amor de Dios que nunca nos abandona. Gracias.

 

Jesús en la cruz nos da la certeza de no caer nunca fuera de las manos de Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 15 de febrero de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado, hablé sobre la oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: “Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Ahora quisiera seguir meditando sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia de la muerte y me gustaría centrarme hoy en la narración que encontramos en el evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales --la primera y la tercera--, son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, por el contrario, consiste en la promesa hecha al llamado buen ladrón crucificado con él; respondiendo a la oración del ladrón, Jesús le asegura: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc. 23, 43). En Lucas están entrelazadas sugestivamente las dos oraciones que Jesús agonizante dirige al Padre y la acogida de la súplica que le dirige el pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre que a menudo es llamado latro poenitens, "el ladrón arrepentido."

        Detengámonos en estas tres oraciones de Jesús. La primera la pronuncia inmediatamente después de ser clavado en la cruz, mientras los soldados se están dividiendo sus vestidos como triste recompensa de su servicio. En cierto modo, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. San Lucas escribe: “Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.” (23,33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión, pide perdón por sus verdugos. Con esto, Jesús cumple en primera persona lo que había enseñado en el Sermón de la Montaña cuando dijo: “Pero yo les digo a los que me escuchan: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien.” (Lc. 6,27) y también había prometido a los que supieran perdonar: “su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo” (v.35). Ahora, desde la cruz, no solo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo en su favor.

        Esta actitud de Jesús encuentra una “imitación” conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, el primer mártir. Esteban, llegando a su fin, “dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: 'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y diciendo esto, murió”. (Hch 7,60): esta fue su última palabra. La comparación de la oración de perdón de Jesús con la del protomártir es significativa. Esteban se dirige al Señor resucitado y le pide que su muerte --un gesto claramente definido por la expresión “este pecado”--, no se la impute a sus asesinos. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no solo pide perdón por sus verdugos, sino que también ofrece una lectura de lo que está sucediendo. En sus palabras, de hecho, los hombres que lo crucifican "no saben lo que hacen" (Lc. 23,34). Él sitúa la ignorancia, el "no saber", como la razón para la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino a la conversión, como es el caso de las palabras que dijo el centurión ante la muerte de Jesús: “Ciertamente este hombre era justo" (v. 47), era el Hijo de Dios. “Sigue siendo un consuelo para todos los tiempos y para todos los hombres el hecho de que el Señor, tanto sobre aquellos que realmente no sabían --los verdugos--, como los que sabían y lo condenaron, pone la ignorancia como la razón para pedir perdón, la ve como una puerta que se nos puede abrir hacia la conversión.” (Gesù di Nazaret, II, 233).

        La segunda palabra de Jesús en la cruz reportada por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con Él. El buen ladrón frente a Jesús volvió en sí y se arrepiente, se da cuenta que está frente al Hijo de Dios, que revela el rostro mismo de Dios, y le pide: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición y le dice: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v. 43). Jesús es consciente de entrar directamente en la comunión con el Padre y de volver a abrir el camino al hombre hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último momento de la vida, y que la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.

        Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús agonizante. El evangelista dice: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diferentes a la imagen ofrecida en Marcos y en Mateo. Las tres horas de oscuridad no se describen, mientras que en Mateo se relacionan con una serie de eventos apocalípticos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros, los muertos que resucitan (cf. Mt 27,51-53). En Lucas, las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipsarse del sol, pero en ese momento se da el desgarramiento del velo del templo. De este modo, el relato de Lucas presenta dos signos, con cierto paralelismo con el cielo y el templo. El cielo pierde su luz, se hunde la tierra, mientras que en el templo, el lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús está explícitamente caracterizada como un evento cósmico y litúrgico; en particular, marca el inicio de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el mismo cuerpo de Jesús muerto y resucitado, el que reúne a los pueblos y los une en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.

        La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”, es un fuerte grito de extrema y total confianza en Dios. Esta oración expresa el pleno conocimiento de no ser abandonado. La invocación inicial “Padre”, recuerda su primera declaración de niño de doce años. Entonces había permanecido tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora está rasgado. Y cuando sus padres le habían expresado su preocupación, él respondió: “Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,49). De principio a fin, lo que determina por completo el sentir de Jesús, su palabra y su acción, es su relación única con el Padre. En la cruz Él vive plenamente, en el amor, esta relación filial con Dios, que anima su oración.

        Las palabras pronunciadas por Jesús, después de la invocación “Padre”, retoman una expresión del salmo 31: “En tus manos mi espíritu encomiendo” (Sal. 31,6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino más bien muestran una firme decisión: Jesús se “entrega” al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de “entrega”, llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús antes de su muerte es trágica, como lo es para cada hombre, pero al mismo tiempo, está impregnada por aquella profunda calma que viene de la confianza en el Padre y del deseo de entregarse totalmente a Él. En Getsemaní, cuando entró en la lucha final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser “entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44), su sudor se hizo “como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc. 22,44). Pero su corazón era totalmente obediente a la voluntad del Padre, y por eso “un ángel venido del cielo” había venido a confortarlo (cf. Lc. 22,42-43). Ahora, en sus últimos momentos, Jesús se dirige al Padre, diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir para el viaje a Jerusalén, Jesús había insistido a sus discípulos: “Escuchad estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44). Ahora, que la vida está por dejarlo, sella en la oración su decisión final: Jesús permitió ser entregado “en manos de los hombres”, pero es en las manos del Padre donde pone su espíritu; así, --como dice el evangelista Juan--, todo se ha cumplido, el supremo acto de amor ha llegado a su fin, al límite que va más allá del límite.

        Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos momentos de su vida terrena ofrecen indicaciones exigentes a nuestra oración, pero abren también a una confianza serena y a una esperanza firme. Jesús que pide al Padre que perdone a aquellos que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de orar también por aquellos que nos hacen mal, que nos han dañado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine sus corazones; y nos invita a tener, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene hacia nosotros: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, decimos todos los días en el Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Jesús, en el momento extremo de la muerte se entrega totalmente en las manos de Dios Padre, nos da la certeza de que, mientras más duras sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de las manos de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y fiel. Gracias.

 

 

Ante el peligro, la primera comunidad cristiana empieza a rezar

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 18 de abril de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Después de las grandes fiestas, reanudamos las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de Semana Santa, nos centramos en la figura de la Beata Virgen María, presente entre los Apóstoles en oración, cuando esperaban la venida del Espíritu Santo. Una atmósfera de oración acompaña los primeros pasos de la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, ya que la presencia y la acción del Espíritu Santo guían y animan de manera constante el camino de la comunidad cristiana. En los Hechos de los Apóstoles, de hecho, san Lucas, además de contar la gran efusión que tuvo lugar en el Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), informa de otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que vuelven en la historia de la Iglesia. Hoy quiero centrarme en lo que se ha llamado el "pequeño Pentecostés", que tuvo lugar en la culminación de una etapa difícil en la vida de la Iglesia naciente.

        Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que, después de la curación de un paralítico a la entrada del Templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados (Hechos 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un juicio sumario, fueron puestos en libertad. Regresaron con sus hermanos y les contaron cuanto habían sufrido debido al testimonio de Jesús resucitado. En ese pasaje dice san Lucas que "todos unánimemente elevaron su voz a Dios" (Hechos 4, 24). Aquí San Lucas registra la mayor oración de la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual como hemos escuchado " tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios " (Hch 4, 31).

        Antes de considerar esta hermosa oración, se observa una actitud subyacente importante: ante el peligro, la dificultad, la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias de cómo defenderse a sí mismos, o qué medidas tomar, sino que ante la prueba empiezan a rezar, se ponen en contacto con Dios.

        ¿Qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y que coincide con toda la comunidad, que se enfrenta a una situación de persecución por causa de Jesús. En el original griego, san Lucas utiliza el vocablo homothumadon "todos juntos" “de acuerdo ", un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar esta oración perseverante y unida (cf. Hch 1, 14, 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia. No sólo es la oración de Pedro y Juan, que se encontraban en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que viven los dos apóstoles, no se refiere y afecta solo a ellos, sino a toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas por causa de Jesús, la comunidad no sólo no tiene miedo y no se divide, sino que está profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor. Esto, creo, es el primer prodigio que se produce cuando los creyentes son desafiados a causa de su fe: la unidad se refuerza, en lugar de verse comprometida, ya que está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a soportar, sino que debe confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y el poder de Dios, invocado en la oración.

        Demos un paso más: ¿Qué es lo que pide la comunidad cristiana a Dios en este momento de prueba? No pide la seguridad por vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a los que han encarcelado a Pedro y a Juan; piden solamente que se les conceda "proclamar con toda libertad" la Palabra de Dios (cf. Hch 4:29). Pide no perder la valentía de la fe, el coraje de anunciar la fe. Pero antes trata de comprender en profundidad lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos permite descifrar la realidad del mundo.

        En la oración que se eleva al Señor, la comunidad, ante todo, recuerda e invoca la grandeza y la inmensidad de Dios: "Señor, tú que creaste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos" (Hechos 4, 24). En la Invocación al Creador, sabemos que todo viene de Él, que todo está en sus manos, este es el conocimiento que nos da confianza y el coraje de que todo viene de Él, de que todo está en sus manos. A continuación, pasa a reconocer cómo Dios ha actuado en la historia. Comienza con la creación y continúa en la historia. Cómo ha estado cerca de su pueblo, mostrándose un Dios interesado en el hombre, que no se retira, que no abandona al hombre, y aquí se menciona explícitamente el Salmo 2, a la luz del cual viene leída la situación de dificultad que está viviendo en aquel momento la Iglesia.

        El Salmo 2 celebra la entronización del rey de Judea, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías, contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, ni las injusticias de los hombres: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen vanos proyectos? Los reyes de la tierra se rebelaron y los príncipes se aliaron contra el Señor y contra su Ungido». (Hch 4, 25) Es lo que nos dice proféticamente el Salmo sobre el Mesías. Y en toda la historia vemos esta característica rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Justo leyendo la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decirle a Dios en su oración: «realmente se aliaron en esta ciudad..., contra tu santo servidor Jesús, a quien tú has ungido. Así ellos cumplieron todo lo que tu poder y tu sabiduría habían determinado de antemano». (Hch 4, 27). 

        Lo que ha sucedido se lee a la luz de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la cruz que es siempre la clave para la Resurrección. La oposición contra Jesús, su Pasión y Muerte, se releen a través del Salmo 2, como actuación del proyecto de Dios Padre por la salvación del mundo. Y aquí se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución, que la primera comunidad cristiana está viviendo; primera comunidad que no es una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo tanto, lo que le sucede forma parte del diseño de Dios. Como le sucedió a Jesús, también sus discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro de la historia de salvación que Dios actúa en el mundo, siempre a su modo.

        Precisamente por este motivo, la solicitud que la primera comunidad cristiana de Jerusalén dirige a Dios en la oración no es la de ser defendida, ni de que se le ahorre la prueba, o la de lograr éxito, sino solamente la de poder proclamar con «parresia» es decir con franqueza, con libertad, con valentía, la Palabra de Dios (cfr Hch 4,29). 

        El ruego añade luego el que este anuncio esté acompañado por la mano de Dios, para que se realicen curaciones, signos y prodigios (cfr Hch 4,30), para que sea visible la bondad de Dios, es decir, una fuerza que trasforme la realidad, que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y traiga la novedad radical del Evangelio.

        Cuando terminaron de orar --anota san Lucas- «tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios». (Hch 4, 31). Tembló el lugar, es decir que la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo. El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la Iglesia, irrumpe en la casa e inunda el corazón de todos aquellos que han invocado al Señor. Éste es el fruto de la oración coral que la comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.

        También nosotros, queridos hermanos y hermanas, debemos saber presentar los acontecimientos de nuestra vida cotidiana en nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y así como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación sobre la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente aun en los momentos difíciles, y que todo –también las cosas incomprensibles– forma parte de un diseño de amor superior, en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios.

        Así como a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más justa y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar el pedido del don del Espíritu Santo, que caliente el corazón e ilumine la mente, para reconocer cómo el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría en cada situación de la vida y, con san Pablo gloriarnos «de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.

 

 

Emergencia pastoral de la Caridad

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de abril de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

            En la última catequesis, mostré que la Iglesia desde el inicio de su recorrido, ha debido afrontar situaciones imprevistas, cuestiones nuevas y situaciones de emergencia a las que ha tratado de responder a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quisiera detenerme a reflexionar sobre otra de estas situaciones, un problema serio que la primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que enfrentar y resolver, como san Lucas narra en el sexto capítulo de los Hechos de los Apóstoles, referido al ministerio de la caridad ante las personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para la Iglesia y amenazó en ese momento con crear divisiones dentro de la misma; el número de discípulos, de hecho, fue en aumento, pero los de lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria (cf. Hch. 6,1).             Frente a esta emergencia relacionada con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia, los apóstoles convocaron a todo el grupo de discípulos. En este tiempo de emergencia pastoral sobresale el discernimiento hecho por los apóstoles. Ellos se enfrentan a la exigencia primordial de proclamar la palabra de Dios de acuerdo con el mandato del Señor, pero aún siendo esta la primera exigencia de la Iglesia, consideran igualmente en serio el deber de la caridad y la justicia, es decir, el deber de ayudar a las viudas, a los pobres, de proveer con amor a las necesidades en que se encuentran los hermanos y hermanas, para responder al mandato de Jesús: "amaos unos a otros como yo os los he amado" (cf. Jn. 15,12.17 ).

.             Así, las dos realidades que se deben vivir en la Iglesia: la predicación de la palabra, la primacía de Dios, y la caridad práctica, la justicia, están creando dificultades y se debe encontrar una solución, para que ambas puedan tener su lugar, su relación justa. La reflexión de los apóstoles es muy clara, dicen, como hemos escuchado: "No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, y los pondremos al frente de esta tarea; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra" (Hch. 6, 2-4).

.             Hay dos cosas que aparecen: en primer lugar, existe desde aquel momento en la iglesia, un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no solo deben gozar de buena reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, que no pueden ser solo organizadores que saben cómo "hacer" sino que deben "hacer" según el espíritu de la fe con la la luz de Dios, en la sabiduría del corazón; y por lo tanto su función --si bien es sobretodo práctica--, es sin embargo una función espiritual. La caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así que podemos decir que esta situación se enfrenta con una gran responsabilidad por parte de los apóstoles que toman esta decisión: son elegidos siete hombres; los apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo; y luego les imponen las manos para que se dediquen de manera particular a este servicio de la caridad. Por lo tanto, en la vida de la iglesia, en los primeros pasos que realiza, se refleja en un cierto modo lo que sucedió durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María en Betania. Marta estaba abrumada con el servicio de ofrecer hospitalidad a Jesús y a sus discípulos; María, sin embargo, se dedica a la escucha de la palabra del Señor (cf. Lc. 10,38-42). En ambos casos, no se oponen los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad. El llamado de Jesús: "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada" (Lc. 10,41-42), así como la reflexión de los apóstoles: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch. 6,4), muestran la prioridad que debemos darle a Dios; yo no entraría ahora en la interpretación de esta perícopa Marta-María. En cualquier caso, no se condena la actividad por el prójimo, por el otro, pero se subraya que debe ser penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. Por otro lado, san Agustín dice que esta realidad de María es una visión de nuestra situación en el cielo, por lo que en la tierra nunca podremos tenerlo toda, pero un poco de la anticipación sí debe estar presente en toda nuestra actividad. Debe estar presente también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo puro, sino siempre dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás, que no necesita de tantas cosas --necesita sin duda de las cosas necesarias--, pero sobre todo tiene necesidad del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.

.             San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este modo a sus fieles y también a nosotros: "Buscamos tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: este es la más grande, la obra más perfecta" Y añade también que: "el cuidado por el ministerio no distraiga la atención de la palabra divina", por la oración (Expositio Evangelii secundum Lucam, VII, 85: PL 15, 1720). Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San Bernardo, que es un modelo de armonía entre la contemplación y la actividad, en su libro "De consideratione", dirigido al papa Inocencio II para ofrecerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera que sea la condición en la que se encuentra y la tarea que se esté llevando a cabo. San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el espíritu (cf. II, 3).

.             Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo --sin duda se crea un verdadero ministerio--, del compromiso en la actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza. Sin la oración diaria fielmente vivida, nuestra acción se vacía, pierde su alma profunda, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana para ser recitada antes de una actividad, que dice: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», es decir, "Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar, tenga siempre en ti su principio y en ti su cumplimiento". Cada paso de nuestra vida, cada acción, incluso en la iglesia, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.

.             En la catequesis del pasado miércoles, había subrayado la oración unánime de la primera comunidad cristiana frente a la prueba y cómo, justamente en la oración, en la meditación de la sagrada escritura, ha podido entender los acontecimientos que estaban ocurriendo. Cuando la oración se nutre de la palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da una nueva luz al camino en todo momento y en cualquier situación. Creemos en el poder de la palabra de Dios y en la oración. Incluso la dificultad que estaba experimentando la Iglesia frente al problema del servicio a los pobres, a la cuestión de la caridad, viene superada a través de la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Los apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los demás hombres. Sino "habiendo hecho oración, les impusieron las manos" (Hch. 6,6). El evangelista recordará estos gestos de nuevo en la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos: "Después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron" (Hch. 13,3). Confirma una vez más que el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas realidades deben ir juntas.

   .             Con el gesto de la imposición de las manos, los apóstoles confieren un ministerio particular a siete hombres, para que se les diera la correspondiente gracia. El énfasis de la oración, "después de haber rezado", es importante porque pone de relieve la dimensión espiritual del gesto; no se trata simplemente de asignar un encargo como en una organización social, sino que es un acontecimiento eclesial en que el Espíritu Santo toma posesión de siete hombres escogidos por la iglesia, consagrándolos en la Verdad que es Jesucristo: Él es el protagonista silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos sean transformados por su poder y santificados para hacer frente a los desafíos prácticos, los desafíos pastorales. Y el énfasis en la oración nos recuerda también que solo por la relación íntima con Dios, cultivada todos los días, nace la respuesta a la elección del Señor y se le confían todos los ministerios en la iglesia.

.             Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que llevó a los apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete varones encargados ​​del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y a la proclamación de la Palabra, nos señala también a nosotros, la primacía de la oración y de la palabra de Dios, que, sin embargo, produce luego también la acción pastoral. Para los pastores esta es la primera y más valiosa forma de servicio a la grey a ellos confiada. Si los pulmones de la oración y la palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el riesgo de asfixiarnos en medio de miles de cosas todos los días: la oración es la respiración del alma y de la vida. Y hay otro valioso llamado que me gustaría destacar: en la relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con Dios, incluso cuando estamos en el silencio de una Iglesia o en nuestra habitación, estamos unidos en el Señor con muchos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, a pesar de su individualidad, elevan una única y gran sinfonía de intercesiones a Dios, de acción de gracias y de alabanzas.

 

 

El martirio de san Esteban, fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 2 de mayo de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        En la última catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y comunitaria, la lectura y la meditación de la sagrada escritura nos abren a la escucha de Dios, que nos habla e infunde luz para entender el presente. Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la caridad hacia los necesitados. En el momento de su martirio, narrado en los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, nuevamente, la fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración.

        Esteban es llevado a juicio ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber declarado que "Jesús... destruiría este Lugar [el templo], y cambiaría las costumbres que Moisés nos transmitió" (Hch. 6,14). Durante su vida pública, Jesús había predicho efectivamente la destrucción del Templo de Jerusalén: "Destruíd este santuario y en tres días lo levantaré" (Jn. 2,19). Sin embargo, como señala el evangelista Juan, "hablaba del santuario de su cuerpo. Cuando, fue levantado, pues de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús" (Jn. 2,21-22).

        El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los Apóstoles, se desarrolla justamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto, y reemplaza con la ofrenda de sí mismo en la cruz, los sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar lo infundado de la acusación de que está subvertiendo la ley de Moisés y presenta su visión de la historia de la salvación, la alianza entre Dios y el hombre. Relee así todo el relato bíblico, itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que aquel conduce al "lugar" de la presencia definitiva de Dios, que es Jesucristo, especialmente en su Pasión, Muerte y Resurrección. En esta perspectiva, Esteban también lee su condición de discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura le permite entender así su misión, su vida, su presente. En esto está guiado por la luz del Espíritu Santo, por su relación íntima con el Señor, tanto que los miembros del Sanedrín vieron su rostro "como el de un ángel" (Hch. 6,15). Este signo de la asistencia divina, refiere al rostro radiante de Moisés bajado del Monte Sinaí después de haberse encontrado con Dios (cf. Ex. 34,29-35, 2 Cor. 3,7-8).

        En su discurso, Esteban comienza a partir de la llamada de Abraham, un peregrino en la tierra dada por Dios y que tenía sólo una promesa; después va a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios; para llegar a Moisés, que se convierte en un instrumento de Dios para liberar a su pueblo, pero que encuentra muchas veces el rechazo de su propio pueblo. En estos acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura, los que Esteban demuestra estar en escucha religiosa, surge siempre Dios, que no se cansa de ir al encuentro del hombre, a pesar de encontrar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por lo tanto, en todo el Antiguo Testamento él ve una prefiguración del acontecimiento de Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que como los antiguos padres, encuentra obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66,1-2): "Los cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa me van a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano y todo vino al ser? –oráculo del Señor--?" (Hch. 7,49-50). En su reflexión sobre la acción de Dios en la historia de la salvación, poniendo de relieve la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, él dice que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en Él, Dios mismo se ha hecho presente de una manera única y definitiva: Jesús es el "lugar" del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo, pero hace hincapié en que "Dios no habita en casas prefabricadas por manos humanas" (Hch. 7,48). El nuevo templo verdadero en el cual habita Dios es su Hijo, que tomó forma humana, es la humanidad de Cristo, el Resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión acerca del templo "no prefabricado por manos humanas", se encuentra también en la teología de san Pablo y en la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que Él ha asumido para ofrecerse a sí mismo como sacrificio para expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en Él, Dios y hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús carga sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo al amor de Dios y "quemarlo" con ese amor. Aproximarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, es entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el templo real.

        La vida y el discurso de Esteban se interrumpen repentinamente por la lapidación, pero justamente su martirio es el cumplimiento de su vida y de su mensaje: se hace uno con Cristo. Así, su reflexión sobre la acción de Dios en la historia, sobre la palabra de Dios que en Jesús ha encontrado su realización, se convierte en una participación en la oración de la Cruz. Antes de morir, dice: "Señor Jesús, recibe mi espíritu" (Hch. 7,59), apropiándose de las palabras del Salmo 31, 6, y haciéndose eco de las últimas palabras de Jesús en el Calvario: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23,46); y, por último, al igual que Jesús, grita a gran voz frente a los que lo apedreaban: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hch. 7,60). Notamos que, mientras que la oración de Esteban retoma la de Jesús, el destinatario es diferente, porque la invocación se dirige al mismo Señor, es decir a Jesús que contempla glorificado a la derecha del Padre: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios" (v. 55).

        Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos da algunas pistas para nuestra oración y nuestra vida. Nos podemos preguntar: ¿De dónde este primer mártir cristiano sacó la fuerza para hacer frente a sus perseguidores y llegar hasta la entrega de sí mismo? La respuesta es simple: de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, por la meditación sobre la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra oración debe ser alimentada por la escucha de la palabra de Dios, en la comunión con Jesús y con su iglesia.

        Un segundo elemento: san Esteban ve prefigurada, en la historia de la relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús, Él --el Hijo de Dios--, es el templo "no prefabricado por manos humanas" en donde la presencia de Dios Padre se hizo así de cercana, como para entrar en nuestra carne humana y llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del Cielo. Nuestra oración, entonces, debe ser la contemplación de Jesús a la diestra de Dios, de Jesús como Señor de la nuestra, de mi existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, nosotros también podemos dirigirnos a Dios, entrar en contacto real con Dios con la confianza y el abandono de los hijos que acuden a un Padre que los ama infinitamente. Gracias.

 

 

La oración es una valiosa herramienta para superar las pruebas

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 9 de mayo de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:
        Hoy quisiera detenerme en el último episodio en la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su puesta en libertad por la intervención milagrosa del Ángel del Señor, en la víspera de su juicio en Jerusalén (cf. Hch. 12,1-17).

        La historia está una vez más marcada por la oración de la Iglesia. San Lucas, en efecto, escribe: "Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él" (Hch. 12,5). Y, después de que salió milagrosamente de la cárcel, con motivo de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se dice que "un grupo numeroso se hallaba reunido en oración" (Hch. 12,12). Entre estas dos notas importantes de la actitud de la comunidad cristiana de cara al peligro y a la persecución, viene contada la detención y la liberación de Pedro, que abarca toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una impensable e inesperada liberación, mediante el envío de su ángel.

        La historia recuerda los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, la Pascua hebrea. Como sucede en aquel evento fundamental, también en este caso la acción principal se lleva a cabo por el Ángel del Señor que libera a Pedro. Y las mismas acciones del Apóstol --que se le pide que se ponga de pie rápidamente, ponerse el cinturón y ceñirse las caderas-- reflejan a aquel pueblo elegido en la noche de la liberación por la intervención de Dios, cuando fue invitado a comer a toda prisa el cordero, con las caderas ceñidos, las sandalias en los pies, el bastón en mano, listo para salir del país (cf. Ex. 12,11). Así, Pedro pudo exclamar: "¡Ahora sé que realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch.12,11). Pero el ángel recuerda no sólo la liberación de Israel de Egipto, sino también la Resurrección de Cristo. Nos dicen, en efecto, los Hechos de los Apóstoles: "De pronto apareció el ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar" (Hch. 12,7). La luz que llena la habitación de la cárcel, el acto mismo de despertar al Apóstol, nos refieren a la luz liberadora de la Pascua del Señor, que vence a las tinieblas de la noche y del mal. La invitación, por último, "Pónte el cinturón y sígueme» (Hch. 12,8), se hace eco en nuestros corazones las palabras de la primera llamada de Jesús (cf. Mc. 1,17), que se repite después de la resurrección en el lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: "Sígueme" (Jn. 21,19.22). Es una apremiante invitación a seguirlo: solo saliendo de sí mismo para entrar en el camino del Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.

        Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel; se observa, en efecto, que mientras la comunidad cristiana ora fervientemente por él, Pedro, "dormía" (Hch. 12,6). En una situación así crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que denota tranquilidad y confianza; él se fía en Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos y se abandona totalmente en las manos de Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, en solidaridad con los demás, confiando plenamente en que Dios nos conoce en el fondo y cuida de nosotros al punto que --dice Jesús-- "hasta los cabellos de vuestras cabezas están todos contados. Así que no temáis..." (Mt. 10, 30-31). Pedro vive la noche del cautiverio y de la liberación de la cárcel como un tiempo de su seguimiento al Señor, que vence las tinieblas de la noche y libera de la esclavitud de las cadenas y del peligro de la muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios momentos descritos cuidadosamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa el primero y el segundo puesto de guardia hasta la puerta de hierro que conduce a la ciudad: y la puerta se abre sola frente a ellos (cf. Hch. 12,10). Pedro y el ángel del Señor realizan juntos un largo trecho de camino, hasta que, entrado en sí mismo, el Apóstol es consciente de que el Señor verdaderamente lo ha liberado y, tras haberlo pensado, va a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos están reunidos en oración; una vez más, la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es confiar en Dios, fortalecer su relación con Él. Aquí me parece útil recordar otra situación difícil que ha vivido la comunidad cristiana de los orígenes. Santiago habla de ello en su Carta.

        Es una comunidad en crisis, en dificultad, no a causa de la persecución, sino porque en su interior hay celos y contiendas (cf. St. 3,14-16). Y el Apóstol se pregunta la razón de esta situación. Se encuentra con dos razones principales: la primera es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus propios deseos, del egoísmo (cf. St. 4,1-2a); el segundo es la falta de oración: "no piden" (St. 4, 2b) --o la presencia de una oración que no se puede definir como tal-- "Pedís y no recibís, porque pedís mal, con el único fin de satisfacer vuestras pasiones" (St. 4,3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si toda la comunidad hablase con Dios, rezando asiduamente y unánime de verdad. Incluso el discurso sobre Dios, de hecho, puede perder su fuerza interior y hasta el testimonio se seca si no están animadas, apoyadas y acompañadas por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Un recordatorio importante para nosotros y nuestras comunidades, tanto las pequeñas como la familia, así como las más amplias como la parroquia, la diócesis, la Iglesia entera. Me hace pensar que han orado en esta comunidad de Santiago, pero han orado mal, sólo para sus propias pasiones. Continuamente debemos aprender a orar bien, realmente orar, orientarla hacia Dios y no hacia el propio bien.

        La comunidad, en cambio, que acompaña la prisión de Pedro es realmente una comunidad que ora toda la noche, unida. Y es una alegría que llena los corazones de todos, cuando el apóstol llama a la puerta inesperadamente. Es la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así que de la Iglesia sale la oración por Pedro y a la Iglesia él regresa para contar "cómo el Señor lo había sacado de la cárcel" (Hch. 12,17). En aquella iglesia, donde él es colocado como roca (cf. Mt 16:18), Pedro cuenta su "Pascua" de liberación: él experimenta que en el seguir a Jesús está la verdadera libertad, está rodeado por la luz radiante de la resurrección, y por esto puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y que "realmente envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch. 12,11). El martirio que sufrirá después en Roma, lo unirá definitivamente a Cristo, quien le había dicho: Cuando seas viejo, otro te llevará donde no quieras, para indicar de con qué muerte había de glorificar a Dios (cf. Jn. 21,18-19).

        Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro contado por Lucas nos dice que la Iglesia, cualquiera de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero es la incesante vigilancia de la oración la que nos sostiene. Yo también, desde el primer momento de mi elección como Sucesor de San Pedro, me he sentido siempre sostenido por las oraciones de vosotros, la oración de la Iglesia, especialmente en los momentos más difíciles. Gracias. Con la oración constante y confiada, el Señor nos libera de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la paz del corazón para hacer frente a las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición, la persecución. El episodio de Pedro muestra el poder de la oración.

        Y el Apóstol, aunque en cadenas, se siente confiado, en la certeza de no estar nunca solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca; él sabe que "el poder de Cristo triunfa en la debilidad" (2 Cor. 12,9). La oración unánime y constante es una valiosa herramienta para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque es el estar profundamente unidos con Dios, lo que nos permite también estar profundamente unidos a los demás.

 

El Espíritu Santo, fuente de Oración

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 16 de mayo de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quisiera iniciar a hablar de la oración en las cartas de san Pablo, el apóstol de las gentes. Antes de todo querría notar como no es causal que sus cartas sean introducidas y se cierren con expresiones de oración: al inicio agradecimiento y oración, al final la esperanza de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la cual está dirigida el escrito. Entre la fórmula de apertura: “agradezco a mi Dios por medio de Jesucristo” (Rm. 1,8), y del deseo final: la “gracia del Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (1Cor. 16,23), se desarrollan los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo son una oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra como la oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige.

        Un primer elemento que el apóstol nos quiere hacer entender es que la oración no tiene que ser vista como una simple obra buena realizada por nosotros hacia Dios, una acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la carta a los Romanos escribe: “Del mismo modo también el Espíritu viene para ayudar a nuestra debilidad: no sabemos de hecho cómo rezar de manera adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables” (8,26). Y sabemos cuanto sea verdad lo que dice el apóstol: “No sabemos cómo rezar de manera conveniente”. Queremos rezar pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento.

        Solamente podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol dice: justamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o este deseo de entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu Santo no sólo entiende, pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente esta debilidad nuestra se vuelve –gracias al Espíritu Santo–, en verdadera oración, verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es casi el intérprete que nos hace entender a nosotros mismos y a Dios qué es lo que queremos decirle.

        En la oración nosotros experimentamos más que en otras dimensiones de la existencia, nuestra debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues somos puestos delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que la oración se vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto más percibimos también el sentido de nuestro límite, no solamente delante a las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Crece entones en nosotros la necesidad de confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que “no sabemos … cómo rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es el Espíritu Santo que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales.

        En la primera carta a los Corintios dice: “Por lo tanto, nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios que nos permite conocer lo que Dios nos ha donado. De estas cosas nosotros hablamos con palabras que no son sugeridas por la sabiduría humana, en cambio enseñadas por el Espíritu, expresando cosas espirituales en términos espirituales” (2,12-13). Con su habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios. (cfr Rm 8,26).

        Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del espíritu del Hijo de Dios, en el cual nos hemos vuelto hijos. San Pablo habla del espíritu de Cristo (cfr. Rm. 8,9) y no solamente del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su espíritu es también el Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios se vuelve muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu.

        Es como si se dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo que vivió, fue crucificado, murió y resucitó.

        El apóstol recuerda que “nadie puede decir 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Por lo tanto el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que “no vivimos más nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cfr. Gal. 2,20).

        En su catequesis sobre los sacramentos, al reflexionar sobre la Eucaristía, san Ambrosio afirma: “Quien se inebria del Espíritu está radicado en Cristo” (5, 3, 17: PL 16, 450). Y querría ahora evidenciar tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando permitimos operar en nosotros no al espíritu del mundo, sino al espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro actuar.

        Sobre todo con la oración animada por el Espíritu somos puesto en condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos (cfr. Rm. 7,19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, debido a las circunstancias de nuestro ser por el pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal.

        El apóstol quiere hacernos entender que no es antes de todo nuestra voluntad la que nos libera de estas condiciones, y ni siquiera la Ley, sino más bien el Espíritu Santo. Y visto que “dónde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Cor. 3,17), con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una libertad auténtica que liberarnos del mal y del pecado en favor del bien y la vida, y por Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí” (Gal. 5,22). Esta es la verdadera libertad: poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones.

        Una segunda consecuencia se verifica en nuestra vida cuando dejamos operar en nosotros al espíritu de Cristo, de esta manera la relación con Dios se vuelve tan profunda que no puede ser afectada por ninguna realidad o situación.

        Entendamos entonces que con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cfr. Rm. 8,17). Muchas veces, en nuestra oración, le pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Entretanto muchas veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad no hay grito humano que no sea escuchado por Dios y justamente en la oración constante y fiel que entendemos con san Pablo que “los sufrimientos del tiempo presente no son un obstáculo a la gloria futura que será revelada en nosotros” (Rm. 8,18). La oración no nos exenta de las pruebas o de los sufrimientos, mas bien –dice san Pablo–, nosotros “gemimos interiormente esperando ser adoptados como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Rm. 8,26).

        Él nos dice que la oración no nos exenta del sufrimiento si bien la oración nos permite vivirla y enfrentarla con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, quien --según la Carta a los Hebreos--, “en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y que debido a su pleno abandono en Él fue escuchado” (5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas no fue la liberación de los sufrimientos, pero un exaudir mucho más grande, una respuesta mucho más profunda: a través de la cruz y de la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo.

        Y en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de todo lo creado, haciéndose cargo de la “ardiente expectativa de la creación, inclinada hacia la revelación de los hijos de Dios” (Rm 8,19). Esto significa que la oración, sostenida por el espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos nunca se queda cerrada en si misma, nunca es una oración solamente por mi, pero se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para mi, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue dado (cfr. Rm. 5,5). Es justamente esto un signo de una oración verdadera que no termina en nosotros mismos sino que se abre a los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo.

        Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración tenemos que abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, quien reza en nosotros con gemidos inexpresables, para llevarnos a adherir a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El espíritu de Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra oración 'apagada', el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir enfrentando las pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación “que gime y sufre dolores de parto” (Rm. 8,22). Gracias.

 

El cristianismo no es la religión del miedo sino del amor al Padre

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de mayo de 2012

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Queridos hermanos y hermanas,

        El miércoles pasado he mostrado cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es el gran maestro de oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con términos afectuosos de hijos, llamándolo "Abba", Padre. Así lo hizo Jesús, incluso en el momento más dramático de su vida terrena, Él nunca perdió su fe en el Padre y siempre lo ha invocado con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: "Abba!, ¡Padre! Todo es posible para ti: ¡aleja de mi este cáliz! Sin embargo, no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc. 14,36).

        Desde las primeras etapas de su camino, la Iglesia ha acogido esta invocación y la ha hecho propia, sobre todo en la oración del Padre Nuestro, en la cual decimos todos los días: "Padre... Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt. 6,9-10). En las cartas de san Pablo lo encontramos dos veces. El Apóstol, que acabamos de escuchar, se dirigió a los Gálatas con estas palabras: "Que vosotros sois hijos lo demuestra el hecho que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita en nosotros: ¡Abba!, ¡Padre! "(Gal 4,6). Y en medio de ese canto al Espíritu en el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, san Pablo dice: "No hemos recibido un espíritu de esclavos para caer en el temor, sino que hemos recibido el Espíritu que nos hace hijos adoptivos, a través del cual gritamos: "¡Abba! ¡Padre! " (Rom. 8,15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos afirmaciones densas nos hablan del envío y de la recepción del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos coloca en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial similar a la de Jesús, aunque diferente en el origen y diferente en el espesor: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, y en él nos convertimos en hijos, con el tiempo, a través de la fe y los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación; gracias a estos dos sacramentos somos inmersos en el misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza aquella adopción filial a la que todos los seres humanos están llamados porque, como indica la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios, en Cristo, "nos eligió antes de la fundación del mundo para ser santos e irreprochables ante él por el amor, predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef. 1,4).

        Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el profundo consuelo contenidos en la palabra "padre" con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque la figura paterna a menudo hoy no está suficientemente presente, y a menudo no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre no presente en la vida del niño es un gran problema de nuestro tiempo, por lo que se hace difícil entender en profundidad qué significa que Dios sea Padre para nosotros. De Jesús mismo, por su relación filial con Dios, podemos aprender lo que significa exactamente "padre", cual es la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Los críticos de la religión han dicho que hablar de Dios como "Padre" sería una proyección de nuestros padres hasta el cielo. Pero la verdad es lo contrario: en el evangelio, Cristo nos muestra quién es el padre y cómo es un verdadero padre, por lo que podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también de la verdadera paternidad. Pensemos en la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña, donde dice: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persigan, para que sean hijos de vuestro Padre que está en los cielos" (Mt. 5,44-45). Es justamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito --que llega al don de sí mismo en la cruz--, el que nos revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por el encierro, de la autosuficiencia, del egoísmo típico del hombre viejo.

        Me gustaría detenerme un momento sobre la paternidad de Dios, para que podamos dejarnos calentar el corazón con esta realidad profunda que Jesús nos ha hecho conocer plenamente y para que se nutra nuestra oración. Por tanto, podemos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. En primer lugar, Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y mujer es un milagro de Dios, es querido por Él, y es conocido personalmente por Él. Cuando en el libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1,27), se quiere expresar propiamente esta realidad: Dios es nuestro Padre, por Él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay una palabra en los Salmos que siempre me toca cuando rezo: "Tus manos me han formado", dice el salmista (Sal. 119,73). Cada uno de nosotros puede expresar, con esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: "Tus manos me formaron. Tú me has pensado, me has creado y querido". Pero esto no es suficiente aún. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, porque Jesús es el "Hijo" en el sentido pleno, "de la misma sustancia del Padre", como profesamos en el Credo. Convirtiéndose en un ser humano como nosotros, con la encarnación, muerte y resurrección, Jesús a su vez nos recibe en su humanidad y en su mismo ser de Hijo, para que así nosotros podamos entrar en su específica pertenencia a Dios. Es cierto que nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos serlo cada vez más, a través de lo largo del camino de toda nuestra vida cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con Él para entrar siempre más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene nuestra vida. Y es esta realidad fundamental la que se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y Él nos hace dirigirnos a Dios, diciendo: "¡Abba!" "¡Padre! " Realmente entramos más allá de la creación en la adopción con Jesús; estamos unidos realmente en Dios e hijos en un mundo nuevo, en una nueva dimensión.

        Pero ahora me gustaría volver a los dos pasajes de san Pablo que estamos considerando sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; también aquí hay dos pasos que se corresponden pero que contienen un tono diferente. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol dice que el Espíritu clama en nosotros "¡Abba! ¡Padre!"; en la Carta a los Romanos nos dice que está en nosotros el gritar "¡Abba! ¡Padre!". Y san Pablo quiere que entendamos que la oración cristiana nunca es, jamás es una vía única de nosotros hacia Dios, no es sólo un "actuar nuestro", sino es una expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa en primer lugar: es el Espíritu que clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podemos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestros corazones. Así que la primera iniciativa viene de Dios, y con el bautismo, de nuevo Dios obra en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el iniciador de la oración para que podemos hablar después con Dios y decir "Abba!" a Dios. Entonces su presencia da inicio a nuestra oración y a nuestra vida, abre los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.

        También comprendemos, este es el segundo punto, que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en Él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. En el orar se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también con todos los hijos de Dios, porque somos una sola cosa. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra habitación interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos dentro de la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana dispersa por toda la tierra y en cada tiempo eleva a Dios; es cierto que los músicos y los instrumentos son diferentes --y esto es un elemento de la riqueza--, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Cada vez, entonces, que exclamamos y decimos: "¡Abba! ¡Padre! ", es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración la que sostiene nuestra oración y nuestra oración es la oración de la iglesia. Esto también se refleja en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de los trabajos, que realizamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Hay diversidad de carismas, pero uno solo es el Espíritu; hay diferentes ministerios, pero sólo uno es el Señor; hay diferentes actividades, pero uno solo es Dios que obra todo en todos"(1 Cor. 12,4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir: "¡Abba! ¡Padre!" con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, donde cada uno tiene un lugar y un rol importante, en profunda unidad con el conjunto.

        Una nota final: nosotros aprendemos a clamar "¡Abba!,¡Padre!" con María, la Madre del Hijo de Dios. El cumplimiento de la plenitud del tiempo, del cual habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4,4), se produce en el momento del "sí" de María, de su adhesión a la voluntad Dios: "He aquí la esclava del Señor" (Lc. 1,38).

        Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a disfrutar en nuestra oración de la belleza de ser amigos, también hijos de Dios, de poderlo invocar con la confianza que tiene un niño con los padres que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que grite en nosotros a Dios "¡Abba!¡ Padre!", y para que nuestra oración cambie, convierta constantemente nuestro pensamiento, nuestra acción, para que se vuelva conforme a la del Hijo Unigénito, Jesucristo. Gracias.

 

El amén de nuestra oración transformará nuestra vida

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 30 de mayo de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        En estas catequesis estamos meditando sobre la oración en las cartas de san Pablo y tratamos de ver la oración cristiana como un verdadero y encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, por medio del Espíritu Santo. Hoy en este encuentro entablan un diálogo el «sí» fiel de Dios y el «amén» confiado de los creyentes. Y quisiera destacar esta dinámica, deteniéndome en la Segunda Carta a los Corintios. San Pablo envía esta carta apasionada a una Iglesia que ha cuestionado reiteradamente su apostolado, y él abre su corazón para que los beneficiarios tengan la garantía de su lealtad a Cristo y al evangelio. Esta Segunda Carta a los Corintios comienza con una de las oraciones de bendición más elevadas del Nuevo Testamento. Dice: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Co. 1,3-4).

        Por lo tanto, Pablo vive en gran tribulación, son muchas las dificultades y las tribulaciones que tuvo que pasar, pero sin ceder al desaliento, sostenido por la gracia y por la cercanía del Señor Jesucristo, por el cual se convirtió en apóstol y testigo entregando en sus manos toda su existencia. Precisamente por esta razón, Pablo comienza esta carta con una oración de bendición y acción de gracias a Dios, porque no hubo momento de su vida como apóstol de Cristo, en el que no hubiera sentido el apoyo del Padre misericordioso, del Dios de todo consuelo. Ha sufrido terriblemente, lo dice en esta carta, pero en todas estas situaciones, en las que parecía no haber una salida, recibió el consuelo y el consuelo de Dios. Por anunciar a Cristo también sufrió persecución, hasta ser encerrado en la cárcel, pero siempre se ha sentido interiormente libre, animado por la presencia de Cristo y deseoso de proclamar la palabra de esperanza del evangelio. Desde la cárcel, le escribe así a Timoteo, su fiel colaborador. Encadenado escribe: «La Palabra de Dios no está encadenada. Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos obtengan la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna» (2 Tm. 2,9b-10). En su sufrimiento por Cristo, experimenta el consuelo de Dios y escribe: «Pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación» (2 Co. 1,5).

        En la oración de bendición, que introduce la Segunda Carta a los Corintios domina entonces, junto al tema de la aflicción, el tema del consuelo, que no debe interpretarse solo como un simple consuelo, sino sobretodo como un estímulo y exhortación a no dejarse vencer por la tribulación y las dificultades. La invitación es a vivir cada situación unida a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado del mundo para traer luz, esperanza, redención. Y así Jesús nos capacita para consolar a la vez a quienes están en cualquier tipo de tribulación. La profunda unión con Cristo en la oración, la confianza en su presencia, nos llevan a la disponibilidad de compartir los sufrimientos y las aflicciones de los demás. Pablo escribe: «¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?» (2 Co. 11,29). Este intercambio no surge a partir de una simple benevolencia, ni solo por la generosidad humana o de un espíritu de altruismo, sino que surge del consuelo del Señor, por el firme apoyo de «una fuerza tan extraordinaria que es de Dios y no de nosotros» (2 Co. 4,7).

        Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro camino a menudo están caracterizados por dificultades, incomprensiones, por sufrimientos. Todos lo sabemos. En la relación de fidelidad con el Señor, en la oración constante, diaria, también nosotros podemos, en realidad, sentir el consuelo que viene de Dios. Y esto fortalece nuestra fe, porque nos hace experimentar de forma concreta el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz. San Pablo afirma: «Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien les predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue y no; en él no hubo más que «sí». Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de Dios» (2 Co. 1,19-20). El «sí»de Dios no se reduce, no va entre el «sí» y el «no», sino que es un simple y seguro «sí». Y a este «sí» respondemos con nuestro «sí», con nuestro «amén», y así estamos seguros del «sí» de Dios.

        La fe no es principalmente acción humana, sino don gratuito de Dios, que tiene sus raíces en su lealtad, en su «sí», que nos hace comprender cómo vivir nuestras vidas amándolo a él y a los hermanos. Toda la historia de la salvación es una revelación progresiva de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y de nuestros rechazos, con la certeza de que «¡los dones y el llamado de Dios son irrevocables!», como dice el Apóstol en la Carta a los Romanos (11, 29).

        Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios --muy diferente del nuestro--, nos da consuelo, fortaleza y esperanza, porque Dios no retira su «sí». De frente a los conflictos en las relaciones humanas, a menudo familiares, estamos inclinados a no perseverar en el amor gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. En cambio, Dios no se cansa con nosotros, nunca se cansa de ser paciente con nosotros y con su inmensa misericordia nos precede siempre, viene a nuestro encuentro antes, es absolutamente confiable su «sí».

        En el evento de la Cruz nos muestra la medida de su amor, que no calcula y que no tiene medida. San Pablo escribe en la Carta a Tito:«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres»(Tt. 3,4). Y debido a que este «sí» se renueva cada día con «el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones»(2 Co. 1,21b-22).

        Y es el Espíritu Santo el que hace constantemente presente y vivo el «sí» de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de seguirlo para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos una morada no hecha con manos humanas en los cielos. No hay ninguna persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de esperar incluso por aquellos que siguen respondiendo con el «no» del rechazo o del endurecimiento del corazón. Dios nos espera, nos busca siempre, quiere acogernos en la comunión con sí para darnos a cada uno de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.

        En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en cada acción de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe que siempre cierra nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos como una costumbre con nuestro «amén» en la oración, sin comprender el significado profundo. Este término viene de 'aman, que en hebreo y en arameo significa «estabilizar»,«consolidar» y, por tanto,«estar seguro»,«decir la verdad». " Si nos fijamos en las Escrituras, vemos que este «amén» se dice al final de los salmos de bendición y de alabanza, como, por ejemplo, el salmo 41:«En cuanto a mí, me mantendrás en mi inocencia, me admitirás por siempre en tu presencia. ¡Bendito sea Yahvé, Dios de Israel, desde siempre y hasta siempre! ¡Amén!¡Amén!» (vv. 13-14). O, expresa lealtad a Dios, cuando el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del exilio de Babilonia y dice su«sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se relata que después de este retorno,«Esdras abrió el libro (de la Ley), a los ojos de todo el pueblo –pues estaba más alto que todo el pueblo—y al abrirlo, el pueblo entero se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande; y todo el pueblo, alzando las manos, respondió:‘¡Amén!¡Amén!’» (Ne. 8,5-6).

        Desde el principio entonces, el «amén» de la liturgia judía se ha convertido en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de San Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap. 1,5b-6). Así es en el primer capítulo de Apocalipsis. Y el mismo libro termina con la invocación:«¡Amén!, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20).

        Queridos amigos, la oración es el encuentro con una persona viva a quien escuchar y con quien comunicarse; es el encuentro con Dios que renueva su lealtad inquebrantable, su «sí» al hombre, a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de lo tormentoso de la vida y hacernos vivir, unidos a Él, una vida llena de alegría y de bien, que encontrará su plenitud en la vida eterna.

        En nuestra oración somos llamados a decir «sí» a Dios, a responder a este «amén» de la adhesión, de la fidelidad a Él a lo largo de nuestras vidas. Esta fidelidad no la podemos obtener con nuestras fuerzas, no es sólo un fruto de nuestro compromiso diario; esta viene de Dios y se basa sobre el «sí» de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn. 4, 34).

        Es en este «sí» que debemos entrar, entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que nos somos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Entonces el «amén» de nuestra oración personal y comunitaria envolverá y transformará toda nuestra vida, una vida con el consuelo de Dios, una vida inmersa en el amor eterno e inconmovible. Gracias.

 

 

La unión con Dios no aleja del mundo

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 13 de junio de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro diario con el Señor y la frecuencia a los sacramentos nos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente el aliento del alma, sino, para usar una imagen, es también el oasis de paz en el que podemos sacar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir a la montaña de la santidad, para que estemos siempre más cerca de Él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consuelo. Esta es la experiencia personal a la que san Pablo se refiere en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, en la que quiero detenerme hoy. En contra de quien impugnaba la legitimidad de su apostolado, él no repasa tanto las comunidades que ha fundado, los kilómetros que ha recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que ha enfrentado para anunciar el Evangelio, sino que señala su relación con el Señor, una relación tan intensa, también caracterizada de momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cfr. 2 Cor. 12,1); por lo que no se jacta de lo que hizo, de su fuerza, de sus actividades y logros, sino de la acción que ha hecho Dios en él y a través de él.

Con gran moderación, cuenta el momento en que vive la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la Carta "fue arrebatado –así dice--, hasta el tercer cielo" (v. 2). Con el lenguaje y los modos con que cuenta lo que no se puede pronunciar, san Pablo habla del hecho incluso en tercera persona; afirma de un hombre raptado al "jardín" de Dios, en el paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa, que el Apóstol no recuerda el contenido de la revelación recibida, pero tiene muy presente la fecha y las circunstancias en las que el Señor lo tomó totalmente, lo atrajo hacia sí, como lo había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp. 3,12). San Pablo añade que, justamente, para no alzarse en soberbia por la grandeza de las revelaciones recibidas, él lleva sobre sí un "aguijón" (2 Cor. 12,7), un sufrimiento, y suplica al Resucitado de ser liberado del enviado del Diablo, de tal dolorosa espina en la carne. Por tres veces, dice, oró fervientemente al Señor para que le quite esta prueba. Y es en esta situación que, en la profunda contemplación de Dios, durante la cual "oyó palabras inefables que no es permitido a nadie pronunciar" (v. 4), recibió respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige una palabra clara y tranquilizadora: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza" (v. 9).

El comentario de Pablo a estas palabras nos puede dejar sorprendidos, pero revela la forma en que él había entendido lo que significa realmente ser un apóstol del Evangelio. Exclama así: "Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte "(v. 9b-10), es decir, no hace alarde de sus acciones, sino de la actividad de Cristo que actúa justamente en su debilidad.

Detengámonos ahora un momento en este hecho que se produjo durante los años en que san Pablo vivió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a viajar al Occidente para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza frente a la manifestación de Dios, es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y en nuestras debilidades. En primer lugar, de qué debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es este "aguijón" en la carne? No lo sabemos y no nos lo dice, pero su actitud nos hace comprender que todas las dificultades en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio, puede ser superado abriéndose con confianza a la acción del Señor.

San Pablo es muy consciente de ser un "siervo inútil" (Lc. 17,10) --no es él quien ha hecho las grandes cosas, es el Señor--, un "vaso de barro" (2 Cor. 4,7), en el cual Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo entiende claramente la forma de enfrentar y vivir cada hecho, sobretodo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: cuando uno experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no abandona, no te deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza. Por supuesto, Pablo hubiera preferido ser liberado de esta "espina", de este sufrimiento; pero Dios dice: "No, eso es para ti. Tendrás la gracia suficiente para resistir y hacer lo que debe hacerse". Esto también se aplica a nosotros. El Señor no nos libera de los males, más bien nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. La fe, por lo tanto, nos dice que si permanecemos en Dios, "mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando --son muchas las dificultades--, el hombre interior se renueva, madura de día en día justamente en la prueba" (cfr. V. 16).

El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que "el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna" (v. 17) En realidad, humanamente hablando, no era ligero el peso de las dificultades, era gravísimo; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza del ser amados por Dios, es ligero, a sabiendas de que la cantidad de la gloria será incalculable. Así, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos, por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor, confiándonos en Él como frágiles "vasos de barro".

        San Pablo se refiere a dos revelaciones particulares que han cambiado radicalmente su vida. La primera --lo sabemos--, es la pregunta sobrecogedora en el camino de Damasco: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? "(Hch. 9,4), una pregunta que le llevó a descubrir y encontrar a Cristo vivo y presente, y a escuchar su llamado a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le ha dirigido durante la experiencia de oración contemplativa sobre la que estábamos reflexionando: "Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza".

        Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo en el enorme esfuerzo por difundir el Evangelio, y su corazón ha entrado en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.

        En la oración abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al Señor para que Él venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio. Y es significativo también la palabra griega con que Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; utiliza episkenoo, que podemos tomar como "poner su propia tienda". El Señor continúa poniendo su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a morar en nuestra humanidad, quiere vivir en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.

        La intensa contemplación de Dios experimentada por san Pablo recuerda aquella de los discípulos en el monte Tabor, cuando, viendo a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: "Rabí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mc. 9,5). "No sabía qué decir, porque estaban atemorizados", añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque nos atrae hacia él y rapta nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo porque pone al descubierto nuestra debilidad humana, nuestra deficiencia, el esfuerzo para superar al Maligno que amenaza nuestras vidas, esa espina también clavada en nuestra carne. En la oración, en la contemplación cotidiana del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde está escrito: "Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro"(Rm. 8, 38-39).

        En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la eficiencia y el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar nuestra vida a la de Cristo, el cual --como él mismo dice--, "fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios sobre nosotros" (2 Cor. 13,4).

        Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la Paz, afirmaba que "Pablo es un místico y nada más que un místico", en realidad un hombre verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a Él, hasta poder decir: Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se fundamenta solo sobre la base de los acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino también en la cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo ha sostenido con su gracia.

        La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio la fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia hasta el fin del mundo en ese momento. La unión con Dios no aleja del mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso en nuestra vida de oración podemos, por lo tanto, tener momentos de especial intensidad, en los cuales quizás, sintamos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios, especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Solo si estamos aferrados al amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a cualquier adversidad como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que damos espacio a la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será animada por la fuerza concreta del amor de Dios.

        Es lo que sucedió, por ejemplo, con la beata Madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús y, precisamente, también en tiempos de larga aridez encontraba la razón última y la fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestras vidas nos es ajena --como lo he dicho--, de la realidad, sino más bien nos vuelve aún más partícipes de la experiencia humana, porque el Señor, atrayéndonos a sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano en su amor. Gracias.

 

  

En la oración aprendemos a ver los signos del plan misericordioso de Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 20 de junio de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Nuestra oración es muy a menudo, una petición de ayuda en momentos de necesidad. Y esto es normal para el hombre porque necesitamos ayuda, necesitamos de los demás, necesitamos de Dios. Así es que para nosotros es normal pedirle algo a Dios, buscar su ayuda; y debemos tener en cuenta que la oración que el Señor nos enseñó: el "Padre nuestro" es una oración de petición, y con esta oración el Señor nos enseña la importancia de nuestra oración, limpia y purifica nuestros deseos, y de este modo limpia y purifica nuestro corazón. Así es que, si de por sí es algo normal que en la oración pidamos alguna cosa, no debería ser siempre así.

        Hay también ocasión para dar gracias, y si estamos atentos, veremos que recibimos de Dios tantas cosas buenas: es tan bueno con nosotros que conviene, es necesario darle gracias. Y esta debe ser también una oración de alabanza: si nuestro corazón está abierto, a pesar de todos los problemas, apreciamos también la belleza de su creación, la bondad que nos muestra en su creación. Por lo tanto, no solo debemos pedirle, sino también alabar y dar gracias: solo así nuestra oración es completa. En sus cartas, san Pablo no habla solo de la oración, sino que también presenta oraciones de petición, oraciones de alabanza y de bendición por lo que Dios ha hecho y sigue realizando en la historia de la humanidad.

        Y hoy quisiera detenerme en el primer capítulo de la Carta a los Efesios, que comienza justamente con una oración, que es un himno de bendición, una expresión de gratitud, de alegría. San Pablo bendice a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque en Él nos hizo "conocer el misterio de su voluntad" (Ef. 1,9). En realidad hay razón para dar gracias porque Dios nos hace conocer lo que está oculto: su voluntad con nosotros, para nosotros, "el misterio de su voluntad." "Mysterion", "Misterio": un término que se repite con frecuencia en la sagrada escritura y en la liturgia. No quisiera entrar ahora en la filología, pero en el lenguaje común significa lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos abarcar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a los Efesios nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de este término y de la realidad que nos muestra. Para los creyentes, el "misterio" no es tanto lo desconocido, sino sobre todo la voluntad misericordiosa de Dios, su diseño de amor que en Jesucristo se ha revelado plenamente y nos da la posibilidad de "comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo" (Ef. 3,18-19).

        El "misterio desconocido" de Dios se ha revelado, y es que Dios nos ama, y nos ama desde el principio, desde la eternidad. Detengámonos un poco sobre esta oración solemne y profunda. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef. 1,3). San Pablo utiliza el verbo "euloghein", que normalmente traduce la palabra hebrea "barak": que es alabar, glorificar, dar gracias a Dios Padre como el origen de los bienes de la salvación, como Aquel que "nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo". El Apóstol agradece y alaba, pero también reflexiona sobre las razones que empujan al hombre a esta alabanza, a este agradecimiento presentando los elementos clave del plan divino y sus etapas. En primer lugar tenemos que bendecir a Dios Padre porque --como escribe san Pablo--, Él "nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (v. 4). Lo que nos hace santos y sin mancha es la caridad.

        Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad. Y esta elección precede incluso a la creación del mundo. Desde siempre hemos estado en su plan, en su mente. Con el profeta Jeremías, podemos decir también nosotros que antes de formarnos en el vientre de nuestra madre, Él ya nos ha conocido (cf. Jr. 1,5); y conociéndonos nos ha amado. La vocación a la santidad, es decir, a la comunión con Dios, pertenece al plan eterno de este Dios, un diseño que se extiende en la historia y abarca a todos los hombres y mujeres del mundo, porque es una llamada universal. Dios no excluye a nadie, su plan es solo de amor. San Juan Crisóstomo dice: "Dios mismo nos ha hecho santos, por lo que estamos llamados a ser santos. Santo es aquel que vive en la fe" (Omelie sulla Lettera agli Efesini, 1,1,4). San Pablo continúa: Dios nos ha predestinado, nos ha elegido para ser "hijos adoptivos por medio de Jesucristo", a ser incorporados en su Hijo unigénito.

        El Apóstol pone de relieve la generosidad de este maravilloso plan de Dios para la humanidad. Dios nos escoge no porque seamos buenos, sino porque Él es bueno. En la antigüedad había una palabra sobre la bondad: bonum est diffusivum sui; el bien se comunica, es parte de la esencia del bien que se comunique, que se extienda. Es así porque Dios es la bondad, es la comunicación de la bondad, Él quiere comunicar; Él crea porque quiere comunicarnos su bondad y hacernos buenos y santos. En el centro de la oración de bendición, el Apóstol muestra la forma en que se lleva a cabo el plan de salvación del Padre en Cristo, en su Hijo amado. Escribe: "En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia" (Ef. 1,7).

        El sacrificio de la cruz de Cristo es el acontecimiento único e irrepetible con el que el Padre ha demostrado brillantemente su amor por nosotros, no solo con palabras, sino en términos concretos. Dios es tan real y su amor es tan real que entra en la historia, se hace hombre para sentir qué es, cómo es vivir en este mundo creado, y acepta el camino de sufrimiento de la pasión, sometido también a la muerte. Así de real es el amor de Dios, que participa no solo en nuestro ser, sino en nuestro sufrir y morir. El sacrificio de la cruz significa que llegamos a ser "propiedad de Dios", porque la sangre de Cristo nos ha rescatado del pecado, nos limpia de todo mal, nos saca de la esclavitud del pecado y de la muerte. San Pablo nos invita a considerar qué tan profundo es el amor de Dios que transforma la historia, que ha transformado su vida de perseguidor de los cristianos a un apóstol incansable del Evangelio. Se hacen eco una vez más, las tranquilizadoras palabras de la Carta a los Romanos: "Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm. 8,31-32.38-39). Esta certeza --Dios está por nosotros, y ninguna criatura podrá separarnos de Él, porque su amor es más fuerte--, tenemos que insertarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos. Por último, la bendición divina se cierra con una referencia al Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones; el Paráclito que hemos recibido como un sello prometido: "Él --dice Pablo--, es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Ef. 1,14).

        La redención no es todavía completa --lo escuchamos--, pero encontrará su plena realización cuando aquellos que Dios ha adquirido sean totalmente salvos. Nosotros todavía estamos en el camino de la redención, cuya realidad esencial se ha dado con la muerte y resurrección de Jesús. Estamos en el camino a la redención definitiva, hacia la plena liberación de los hijos de Dios. Y el Espíritu Santo es la certeza de que Dios llevará a cumplimiento su plan de salvación, cuando conduzca "a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef. 1,10). San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: "Dios nos escogió por la fe y ha marcado en nosotros el sello de la herencia de la gloria futura" (Omelie sulla Lettera agli Efesini 2,11-14). Tenemos que aceptar que el camino de nuestra redención es también nuestro camino, porque Dios quiere criaturas libres, que digan libremente que sí; pero es sobre todo y primero, Su camino. Estamos en sus manos y ahora es nuestra libertad el ir en el camino abierto por Él. Vamos por este camino de la redención, junto con Cristo, y sentimos que la redención se realiza. La visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición, nos ha llevado a contemplar la acción de las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Padre que nos ha elegido antes de la fundación del mundo, ha pensado en nosotros y nos ha creado; el Hijo que nos ha redimido por su sangre, y la promesa del Espíritu Santo, prenda de nuestra redención y de la gloria futura.

        En la oración constante, en la relación diaria con Dios, aprendemos también nosotros, como san Pablo, a distinguir con más claridad los signos de este diseño y de esta acción: de la belleza del Creador, en la belleza que surge de sus criaturas (cf. Ef 3,9 ), como lo canta san Francisco de Asís: "Alabado sea mi Señor, con todas tus criaturas" (FF 263). Es importante estar atento aún ahora, en el periodo de las vacaciones, a la belleza de la creación y ver revelarse en esta belleza el rostro de Dios. En sus vidas, los santos indican de modo brillante qué puede hacer el poder de Dios en la debilidad del hombre. Y puede hacerlo también con nosotros. En toda la historia de la salvación, en la que Dios se ha hecho cercano a nosotros y espera pacientemente nuestros tiempos, incluyendo nuestras infidelidades, alienta nuestros esfuerzos y nos guía. En la oración aprendemos a ver los signos de este plan misericordioso en el camino de la Iglesia. Así, crecemos en el amor de Dios, abriendo la puerta a fin de que la Santísima Trinidad venga a morar en nosotros, ilumine, caliente, guíe nuestra existencia. "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn. 14,23), dice Jesús, prometiendo a sus discípulos el don del Espíritu Santo, que enseñará todo. San Ireneo dijo una vez que en la Encarnación el Espíritu Santo se ha habituado a estar en el hombre. En la oración, nosotros debemos habituarnos a estar con Dios. Esto es muy importante, que aprendamos a estar con Dios, y así veremos lo hermoso que es estar con Él, que es la redención.

        Queridos amigos, cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual nos volvemos capaces de conservar aquello que san Pablo llama "el misterio de la fe" en una conciencia pura (cf. 1 Tm. 3,9). La oración como una forma de "acostumbrarse" a estar junto a Dios, crea hombres y mujeres animados no por el egoísmo, del deseo de poseer, de la sed de poder, sino de la gratuidad, del deseo de amar, de la sed por servir, es decir, animados por Dios; y solo así se puede llevar luz a la oscuridad del mundo. Quisiera concluir esta catequesis con el epílogo de la Carta a los Romanos. Con san Pablo, también nosotros damos gloria a Dios porque nos ha dicho todo acerca de sí en Jesucristo y nos ha dado al Consolador, el Espíritu de la verdad. San Pablo escribe al final de la Carta a los Romanos: "A Aquel que puede consolidarlos conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén" (16, 25-27). Gracias.

 

 

 

(1) Para acceder al libro de los Salmos, pulse  SALMOS

 

La oración en la primera parte del Apocalipsis (Ap. 1,4-3.22)

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 5 de septiembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy, después de las vacaciones, retomamos las audiencias en el Vaticano, continuando en esa "escuela de oración", que estoy viviendo junto a vosotros en estas Catequesis de los miércoles.

        Hoy quisiera hablar de la oración en el libro del Apocalipsis, que, como vosotros sabéis, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero que contiene una gran riqueza. Este nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida "en el día del Señor" (Ap. 1,10); es esta, en efecto, la traza de fondo en el que se mueve el texto.

        Un lector presenta a la asamblea un mensaje confiado por el Señor al evangelista Juan. El lector y la asamblea son, por así decirlo, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el principio, se les dirige un saludo festivo: "Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía" (1,3). Mediante el diálogo constante entre ellos, surge una sinfonía de oración, que se desarrolla con una gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que responde, su oración tiende a ser nuestra.

        La primera parte del Apocalipsis (1,4-3,22) tiene, en la actitud de la asamblea que ora, tres etapas sucesivas. La primera (1,4-8) consiste en un diálogo --único caso en el Nuevo Testamento--, que se lleva a cabo entre la asamblea apenas reunida y el lector, el cual le dirige un saludo de bendición: "Gracia y paz a vosotros" (1,4). El lector subraya el origen de este saludo: este deriva de la Trinidad, del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, que participan juntos en llevar adelante el proyecto creativo y de salvación para la humanidad. La asamblea escucha, y cuando siente nombrar a Jesucristo, es como una explosión de alegría y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: "Al que nos ama, y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén" (1,5b-6). La asamblea, rodeada por el amor de Cristo, se siente liberada de la esclavitud del pecado y se proclama "reino" de Jesucristo, que le pertenece por completo.
        Reconoce la gran misión que por el bautismo se le ha confiado para llevar al mundo la presencia de Dios.

        Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con creciente entusiasmo, le reconoce "la gloria y el poder" para salvar a la humanidad. El "amén" final, concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicios para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser, ante todo, escucha de Dios que nos habla. Inundados de tantas palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo ponernos en la disposición del silencio interior y exterior para estar atentos a lo que Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan también que nuestra oración, a menudo solo de súplica, debe ser ante todo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la esperanza y la salvación.

        Una nueva intervención del lector señala a la asamblea, aferrada al amor de Cristo, el compromiso de captar su presencia en la propia vida. Dice: "Mirad, viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas" (1,7a). Después de ascender al cielo en una "nube", símbolo de la trascendencia (cf. Hch. 1,9), Jesucristo regresará así como subió a los cielos (cf. Hch. 1,11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto evangelio, "Mirarán al que traspasaron" (19,37). Pensarán en sus pecados, causa de su crucifixión, y, como aquellos que lo habían visto directamente en el Calvario, "se golpearán el pecho" (cf. Lc. 23,48) pidiéndole perdón, para seguir en la vida y así preparar la plena comunión con Él, después de su regreso definitivo. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: "Sí. ¡Amén!"(Ap. 1,7 b). Expresa con su "sí", la acogida plena de lo que se le ha comunicado y pide que esto pueda convertirse en realidad. Es la oración de la asamblea, que medita sobre el amor de Dios manifestado de modo supremo en la Cruz, y pide de vivir con coherencia como discípulos de Cristo.

        Y esta es la respuesta de Dios: "Yo soy el Alfa y la Omega, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso" (1,8). Dios, que se revela como el principio y el final de la historia, acepta y toma en serio la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en los asuntos humanos, en el presente, en el futuro, así como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí nos encontramos con otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros un sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y la suya es una presencia que nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza, aún en medio de la oscuridad de ciertos acontecimientos humanos; además, cada oración, incluso aquella en la soledad más radical, nunca es un aislarse y nunca es estéril, sino que es el elemento vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.

        La segunda fase de la oración de la asamblea (1,9-22) profundiza aún más la relación con Jesucristo: el Señor aparece, habla, actúa, y la comunidad más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan relata su experiencia personal de encuentro con Cristo: se encuentra en la isla de Patmos por causa de la "palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9), y es el "día del Señor" (1,10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan está "tomado por el Espíritu" (1,10a). El Espíritu Santo lo llena y lo renueva, ampliando su capacidad de aceptar a Jesús, quien lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha, poco a poco asume una actitud contemplativa, marcada por los verbos "ve", "mira": completa, es decir, lo que el lector le propone, internalizándolo y haciéndolo suyo.

        Juan oyó "una gran voz, como de trompeta" (1,10b), la voz lo obliga a enviar un mensaje "a las siete Iglesias" (1,11) que se encuentran en Asia Menor y, por su intermedio, a todas las Iglesias de todos los tiempos, junto con sus Pastores. El término "voz… de trompeta", tomada del libro del Éxodo (cf. 20,18), recuerda la manifestación divina a Moisés en el Monte Sinaí e indica la voz de Dios que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí es atribuida a Jesucristo Resucitado, que de la gloria del Padre habla, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Dando la vuelta "para ver la voz" (1,12), Juan ve "siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros, como a un Hijo de hombre" (1,12-13), término particularmente familiar para Juan, que le indica al mismo Jesús. Los candeleros de oro, con sus velas encendidas, indican la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la Liturgia: Jesús Resucitado, el "Hijo del hombre", está en medio de ella, y, revestido con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, desarrolla la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, que se producen en el Antiguo Testamento. Se habla de "... cabellos blancos, como la lana blanca, como la nieve" (1,14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn. 7,9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento se refiere a menudo a Dios para indicar dos propiedades: La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su pacto con el hombre (cf. Dt. 4,24). Y es esta misma intensidad ardiente del amor, que se lee en los ojos de Jesús resucitado: "Sus ojos como llama de fuego" (Ap. 1,14a). El segundo es la capacidad incontenible de vencer el mal como un "fuego devorador" (Dt. 9,3). Así que incluso "los pies" de Jesús, en camino para enfrentar y destruir el mal, tienen el brillo del "metal precioso" (Ap. 1,15). La voz de Jesucristo, entonces, "como voz de grandes aguas" (1,15c), tiene el rugido impresionante "de la gloria del Dios de Israel", que se traslada a Jerusalén, mencionado por el profeta Ezequiel (cf. 43,2).

        Siguen todavía otros tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús Resucitado está haciendo por su Iglesia: la mantiene firmemente en su mano derecha –una imagen muy importante: Jesús tiene a la Iglesia en la mano--, le habla con el poder penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: "Su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza" (Ap.1,16). Juan quedó tan impresionado por esta maravillosa experiencia del Resucitado, que se siente desfallecido y cae como muerto.

        Después de esta experiencia de la revelación, el Apóstol tiene delante al Señor Jesús hablando con él, lo tranquiliza, le coloca una mano sobre la cabeza, le revela su identidad como el Crucificado Resucitado, y le encarga transmitir su mensaje a las Iglesias (Ap. 1,17-18). Una cosa hermosa de este Dios, ante el cual desfallece y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone su mano sobre la cabeza. Y así será también con nosotros: somos amigos de Jesús. Por tanto, la revelación del Dios Resucitado, del Cristo Resucitado, no será terrible, sino será el encuentro con el amigo. Incluso la asamblea vive con Juan un momento particular de luz delante del Señor, unido, sin embargo, a la experiencia del encuentro cotidiano con Jesús, experimentando la riqueza del contacto con el Señor, que llena cada espacio de la existencia.

        En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap.2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje séptuplo en el cual Jesús habla en primera persona. Dirigido a las siete Iglesias en Asia Menor situadas alrededor de Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para luego extenderse a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra en el corazón de la situación de cada iglesia, haciendo énfasis en las luces y sombras, y dirigiéndoles un llamamiento urgente: "Arrepentíos" (2,5.16; 3,19c), "Mantén lo que tienes" (3,11), "vuelve a tu conducta primera" (2,5)," Sé pues ferviente y arrepiéntete" (3,19b) ... Esta palabra de Jesús, si es escuchada con fe, de inmediato comienza a ser efectiva: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, se transforma.

        Todas las iglesias deben ponerse en una escucha atenta al Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta indicación siete veces: "El que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu le dice a las Iglesias" (2,7.11.17.29;3,6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor, la orientación para el camino.

        Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es justamente en la oración donde experimentamos siempre en aumento, la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oremos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a Él, y Él realmente entra en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, más sentimos la necesidad de permanecer en oración con Él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por su atención.

 

 

Ninguna oración se pierde, siempre encuentra respuesta aunque sea misteriosa

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 12 de septiembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        El miércoles pasado hablé sobre la plegaria en la primera parte del Apocalipsis, hoy pasamos a la segunda parte del libro, y mientras en la primera parte la oración está orientada hacia el interno de la vida eclesial, la atención en la segunda está dirigida al mundo entero. La Iglesia de hecho, camina en la historia, es parte del proyecto de Dios. La asamblea que escuchando el mensaje de Juan --presentado por el lector- ha descubierto el propio deber de colaborar con el desarrollo del Reino de Dios como “sacerdotes de Dios y de Cristo” (Ap 20,6; cfr 1,5; 5,10), y se abre sobre el mundo de los hombres. Y aquí emergen dos modos de vivir la relación dialéctica entre ellos: el primero, lo podríamos definir el “sistema de Cristo”, al cual la asamblea tiene la felicidad de pertenecer, y el segundo es el “sistema terrestre anti-Reino y anti-alianza puesto en acto por influjo del maligno”, el cual engañando a los hombres quiere realizar un mundo opuesto al querido por Cristo y por Dios (cfr Pontificia Commissione Biblica, Bibbia e Morale. Radici bibliche dell’agire cristiano, 70).

        La asamblea tiene entonces que saber leer en profundidad la historia que está viviendo, aprendiendo a discernir con su fe los acontecimientos para colaborar con el Reino de Dios. Y esta obra de lectura y de discernimiento, como también de acción, está relacionada con la oración.

        Sobre todo después de la llamada insistente de Cristo que, en la primera parte del Apocalipsis, hasta siete veces dijo: “Quien tenga oídos, escuche lo que el Espíritu le dice a la Iglesia” (cfr Ap 2,7.11.17.29; 3,6.13.22), la asamblea es invitada a subir al Cielo para mirar la realidad con los ojos de Dios. Y aquí encontramos tres símbolos, puntos de referencia de los que partir para leer la historia: el trono de Dios, el Cordero de Dios, el Cordero y el libro (cfr Ap 4,1 – 5,14).

        El primer símbolo es el trono, sobre el cual está sentado un personaje que Juan no describe, porque supera todo tipo de representación humana. Puede solamente esbozar al sentido de la belleza y alegría que se prueba encontrándose delante de Él. Este personaje misterioso es Dios, Dios omnipotente que no se ha quedado encerrado en su Cielo sino que se acercó al hombre entrando en alianza con él. Dios que hace sentir en la historia de manera misteriosa pero real, su voz, simbolizada por relámpagos y truenos. Son varios los elementos que aparecen en torno a Dios, como los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes, que le rinden incesantemente alabanza al único Señor de la historia.

        El primer símbolo por lo tanto es el trono. El segundo es el libro, que contiene el plan de Dios sobre los acontecimientos y sobre los hombres. Está cerrado herméticamente por siete sellos y nadie es capaz de leerlo. Ante esta incapacidad del hombre de percibir el proyecto de Dios, Juan siente una profunda tristeza que lo lleva a llorar. Pero hay un remedio a la desorientación del hombre ante del misterio de la historia: alguien es capaz de abrir el libro y de iluminarlo.

        Y aquí aparece el tercer símbolo: Cristo, el Cordero inmolado en el sacrificio de la Cruz, que está de pie, significando su Resurrección. Y es justamente el Cordero, el Cristo muerto y resucitado que progresivamente abre los sellos y desvela el plan de Dios, el sentido profundo de la historia.

        ¿Qué dicen estos símbolos? Estos nos recuerdan cuál es el camino para saber leer los hechos de la historia y de nuestra misma vida. Levantando los ojos al Cielo de Dios, en la relación constante con Cristo, abriéndole a Él nuestro corazón y nuestra mente con la oración personal y comunitaria, aprendemos a ver las cosas de una manera nueva y a aferrar el sentido más verdadero. La oración es como una ventana abierta que nos permite tener la mirada vuelta hacia Dios, no solamente para recordarnos la meta hacia la cual nos dirigimos, sino también para dejar que la voluntad de Dios ilumine nuestro camino terreno y nos ayude a vivirlo con intensidad y empeño.

        ¿De qué manera el Señor guía a la comunidad cristiana a una lectura más profunda de la historia? Antes de todo invitándonos a considerar con realismo el presente que estamos viviendo. El Cordero abre entonces los cuatro primeros sellos del libro, y la Iglesia ve el mundo en el cual está insertada, un mundo en el que existen varios elementos negativos. Existen los males que realiza el hombre, como la violencia, que nace del deseo de poseer, de prevalecer unos sobre los otros, al punto de llegar a asesinarse (segundo sello); o la injusticia, porque los hombres no respetan las leyes que se han dado (tercer sello). A estos se agregan los males que el hombre tiene que sufrir, como la muerte, el hambre, la enfermedad (cuarto sello). A estas realidades, muchas veces dramáticas, la comunidad eclesial viene invitada a no perder nunca la esperanza, a creer firmemente que la aparente omnipotencia del maligno choca con la verdadera omnipotencia que es la de Dios.

        El primer sello que el Cordero abre contiene justamente este mensaje. Narra Juan: “Y vi: un caballo blanco. Quien lo montaba tenía un arco, le fue dada una corona y él salió victorioso para vencer nuevamente” (Ap 6,2). En la historia del hombre ha entrado la fuerza de Dios, que no solamente es capaz de equilibrar el mal, sino incluso de vencerlo. El color blanco hace recordar la Resurrección: Dios se volvió tan cercano hasta el punto de descender a la oscuridad de la muerte para iluminarla con el esplendor de su vida divina; ha tomado sobre sí el mal del mundo para purificarlo con el fuego de su amor.

        ¿Cómo crecer con esta lectura cristiana la realidad? El Apocalipsis nos dice que la oración alimenta en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades esta visión de luz y de profunda esperanza: nos invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el bien, a mirar a Cristo crucificado y resucitado que nos asocia a su victoria. La Iglesia vive en la historia, no se cierra en si misma, sino que afronta con coraje su camino en medio de las dificultades y sufrimientos, afirmando con fuerza que el mal en definitiva no vence al bien, la oscuridad no ofusca el esplendor de Dios. Este es un punto importante para nosotros; como cristianos no podemos nunca ser pesimistas; sabemos bien que en el camino de nuestra vida encontramos muchas veces violencia, mentira, odio, persecución, pero esto no nos desanima. Especialmente la oración nos educa a ver los signos de Dios, su presencia y acción, más aún, a ser nosotros luz del bien, que difunde la esperanza e indica que la victoria es de Dios.

        Esta perspectiva lleva a elevar el agradecimiento y la alabanza a Dios y al Cordero: los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes cantan juntos el “canto nuevo” que celebra la obra de Cristo Cordero, el cual volverá “nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Si bien esta renovación es sobre todo un don que hay que pedir.

        Y aquí encontramos otro elemento que debe caracterizar la oración: invocar al Señor con insistencia para que su Reino venga, que el hombre tenga el corazón dócil al señorío de Dios, que sea su voluntad la que oriente nuestra vida y la del mundo. En la visión del Apocalipsis, esta oración de solicitud está representada por un particular importante: “los veinticuatro ancianos” y “los cuatro seres vivientes” tienen en su mano, junto a la cítara que acompaña a su canto “copas de oro llenas de incienso” (5,8a) que como se explica “son las plegarias de los santos” (5,8b), de los que ya han alcanzado a Dios, además de todos nosotros quienes estamos en camino. Y vemos que ante el trono de Dios, un ángel tiene en la mano un incensario de oro en el que mete continuamente los granos de incienso, es decir nuestras oraciones, cuyo suave olor es ofrecido junto a las oraciones que suben a la presencia de Dios (cfr Ap 8,1-4). Es un simbolismo que nos dice que todas nuestras oraciones --con todos los límites, la fatiga, la pobreza, la aridez, las imperfecciones que puedan tener- son casi purificadas y llegan al corazón de Dios. Debemos estar seguros de que no hay oraciones superfluas, inútiles; ninguna se pierde. Y encuentran respuesta, aunque a veces sea misteriosa, porque Dios es Amor y Misericordia infinita. A menudo, frente al mal, se tiene la sensación de no poder hacer nada, pero es justamente nuestra oración la primera respuesta y más eficaz que podemos dar y que hace más fuerte nuestro cotidiano compromiso por defender el bien. La potencia de Dios hace fecunda nuestra debilidad (cfr Rm 8,26-27).

        Querría concluir con alguna alusión al diálogo final (cfr Ap 22,6-21). Jesús repite varias veces: "He aquí que vuelvo pronto" (Ap 22,7.12). Esta afirmación no indica sólo la perspectiva futura del fin de los tiempos, sino también la presente: Jesús viene, pone su morada en quien cree en El y lo acoge. La asamblea, entonces, guiada por el Espíritu Santo, repite a Jesús la invitación urgente a hacerse cada vez más cercano: "Ven" (Ap 22,17a). Es como la "esposa" (22,17) que aspira ardientemente a la plenitud de la nupcialidad. Por tercera vez hace la invocación: "Amén. Ven, Señor Jesús" (22,20b); y el lector concluye con una expresión que manifiesta el sentido de esta presencia: "La gracia del Señor Jesús esté con todos" (22,21).

        El Apocalipsis, aún en la complejidad de los símbolos, nos implica en una oración muy rica, por la cual también nosotros escuchamos, alabamos, damos gracias, contemplamos al Señor, le pedimos perdón. Su estructura de gran oración litúrgica comunitaria es también una fuerte llamada a redescubrir la carga extraordinaria y transformante que tiene la Eucaristía; en especial querría invitar con fuerza a ser fieles a la Santa Misa dominical en el Día del Señor, el domingo, ¡verdadero centro de la semana! La riqueza de la oración en el Apocalipsis nos hace pensar en un diamante, que tiene una serie fascinante de caras, pero cuyo valor reside en la pureza del único núcleo central. Las sugestivas formas de oración que encontramos en el Apocalipsis hacen brillar entonces la riqueza única e indecible de Jesucristo. Gracias.

 

 

 

La liturgia, lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 26 de septiembre de 2012

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    Queridos hermanos y hermanas:

        En los últimos meses hemos caminado a la luz de la Palabra de Dios, para aprender a orar de un modo más auténtico, observando algunas grandes figuras del Antiguo Testamento, los Salmos, las epístolas de san Pablo y el Apocalipsis, pero también contemplando la experiencia única y fundamental de Jesús, en su relación con el Padre Celestial. De hecho, solo en Cristo, el hombre está capacitado para unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de un niño ante un padre que lo ama, sólo en Él podemos acudir con toda verdad a Dios llamándolo con afecto "¡Abbá!, ¡Padre!" Al igual que los Apóstoles, también nosotros hemos repetido en estas semanas y le repetimos a Jesús hoy: "Señor, enséñanos a orar" (Lc. 11,1).

        Además, para aprender a vivir con mayor intensidad la relación personal con Dios, hemos aprendido a invocar al Espíritu Santo, primer don del Resucitado a los creyentes, porque es él quien "viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm. 8,26), dice san Pablo, y sabemos que está en lo correcto.

        En este punto, después de una larga serie de catequesis sobre la oración en la Escritura, podemos preguntarnos: ¿cómo puedo dejarme formar por el Espíritu Santo y por lo tanto volverme capaz de entrar en la atmósfera de Dios, de orar con Dios? ¿Cuál es esta escuela en la cual Él me enseña a orar, viene y me ayuda en mi esfuerzo por dirigirme de la manera correcta a Dios? La primera escuela para la oración –lo hemos visto en estas semanas-- , es la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura es un permanente diálogo entre Dios y el hombre, un diálogo progresivo en el que Dios se muestra cada vez más cerca, en el que podemos conocer cada vez mejor su rostro, su voz, su ser: y el hombre aprende a aceptar el poder conocer a Dios, de hablar con Dios. Así es que, en estas semanas, leyendo la Sagrada Escritura, hemos intentado, con la Escritura, a partir de este diálogo permanente, a aprender cómo podemos ponernos en contacto con Dios.

        Hay otro valioso "espacio", otra valiosa "fuente" para crecer en la oración, una fuente de agua viva en estrecha relación con la anterior. Me refiero a la liturgia, que es un lugar privilegiado en el que Dios nos habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta.

        ¿Qué es la liturgia? Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica --subsidio siempre valioso, yo diría fundamental--, se lee que en un principio la palabra "liturgia" significa "servicio de parte de y en favor del pueblo" (n. 1069). Si la teología cristiana tomó esta palabra del mundo griego, lo hace obviamente pensando en el nuevo Pueblo de Dios nacido de Cristo, que abrió sus brazos en la cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. "Servicio a favor del pueblo", un pueblo que no existe por sí mismo, sino que se ha formado a través del Misterio Pascual de Jesucristo. De hecho, el Pueblo de Dios no existe por lazos de sangre, de territorio o nación, sino nace siempre de la obra del Hijo de Dios y de la comunión con el Padre que Él nos obtiene.

        El Catecismo también dice que "en la tradición cristiana quiere significar que el Pueblo de Dios toma parte en 'la obra de Dios'" (n. 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe solo por obra de Dios.

        Esto nos lo ha recordado el propio desarrollo del Concilio Vaticano II, que inició su trabajo hace cincuenta años, con la discusión del proyecto sobre la sagrada liturgia, aprobado solemnemente después el 4 de diciembre de 1963, y que fue el primer texto aprobado por el Concilio. Que el documento sobre la liturgia fuese el primer resultado de la asamblea conciliar, tal vez fue considerado por algunos una casualidad. Entre los muchos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia parecía ser el menos controvertido y, justo por esta razón, pudo ser una especie de ejercicio para aprender la metodología de trabajo conciliar. Pero sin duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, resultó ser la mejor opción, incluso en la jerarquía de los temas y tareas más importantes de la Iglesia. Comenzando así, con el tema de la "liturgia", el Concilio puso de manifiesto muy claramente la primacía de Dios, su principal prioridad. En primer lugar Dios: esto nos explica la elección conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada de Dios no es decisiva, todo lo demás pierde su orientación. El criterio básico para la liturgia es su orientación hacia Dios, para que podamos participar así de su obra.

        Pero podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la que estamos llamados a participar? La respuesta que nos da la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia es aparentemente doble. En el número 5 nos dice, en efecto, que la obra de Dios son sus acciones históricas que nos traen la salvación, que culminan en la muerte y resurrección de Jesucristo; pero en el número 7 de la Constitución se define la celebración de la liturgia como "la obra de Cristo". De hecho, estos dos significados son inseparables.

        Si nos preguntamos qué salva al mundo y al hombre, la única respuesta es Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. ¿Y donde está presente para nosotros, para mí hoy el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, sobre todo en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, quien nos ha redimido; en el Sacramento de la Reconciliación, en el cual se pasa de la muerte del pecado a la nueva vida; y en los otros actos sacramentales que nos santifican (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Por lo tanto, el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.

        Vamos a dar un paso más y preguntarnos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del Misterio Pascual de Cristo? El beato Juan Pablo II, a 25 años de la constitución Sacrosanctum Concilium, escribió: "Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La Liturgia es, por consiguiente, el «lugar» privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien Él envió, Jesucristo" (cf. Jn. 17,3)" (Vicesimus Quintus annus, n. 7). En el mismo sentido, lo leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica  de la siguiente manera: "Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras". (n. 1153). Por lo tanto, el primer requisito para una buena celebración litúrgica es que sea oración, conversación con Dios, sobretodo escucha y por lo tanto respuesta. San Benito, en su "Regla", hablando de la oración de los Salmos, indica a los monjes: mens concordet voci, "que la mente concuerde con la voz". El Santo enseña que en la oración de los Salmos, las palabras deben preceder a nuestra mente. Por lo general esto no sucede, primero debemos pensar y luego, cuando hemos pensado, se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es a la inversa, la palabra precede. Dios nos ha dado la palabra, y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; tenemos que entrar al interior de las palabras, en su significado, acogerla en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; de este modo llegamos a ser hijos de Dios, similares a Dios.

        Como lo señaló la Sacrosanctum Concilium, para garantizar la plena eficacia de la celebración "es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano" (n. 11).

        Un elemento fundamental, principal, del diálogo con Dios en la liturgia, es la correlación entre lo que decimos con nuestros labios y lo que llevamos en nuestros corazones. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración, nosotros mismos estamos conformados al espíritu de estas palabras y son volvemos capaces de hablar con Dios.

        En esta línea, sólo quiero referirme a uno de los momentos que, durante la misma liturgia, nos llama y nos ayuda a encontrar una correlación, este ajustarse a lo que oímos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la Plegaria Eucarística: "Sursum corda ", levantemos nuestros corazones fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Nuestro corazón, lo íntimo de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios, y unirse a la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las mismas palabras que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse al Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.

        Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón está como sustraído a la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, mientras se eleva interiormente hacia arriba, hacia la verdad y hacia el amor, hacia Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: "La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar" (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.

        Queridos amigos, celebramos y vivimos bien la liturgia solo si permanecemos en una actitud de oración --no si queremos "hacer cualquier cosa", hacer que nos vean--, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al Misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a orar, dice san Pablo (cf. Rom. 8,26). Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a Él, palabras que encontramos en los Salmos, en las grandes oraciones de la sagrada liturgia y en la misma celebración eucarística.

        Roguemos al Señor para ser cada vez más conscientes del hecho que la liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que viene del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2564). Gracias.