Queridos hermanos
y hermanas:
En las anteriores catequesis nos detuvimos en algunas figuras del
Antiguo Testamento, particularmente significativas, en nuestra reflexión
sobre la oración. Hablé sobre Abraham que intercede por las ciudades
extranjeras, sobre Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición,
sobre Moisés que invoca el perdón sobre su pueblo y sobre Elías que reza
por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy, quisiera iniciar
una nueva etapa del camino: en vez de comentar particulares episodios de
personajes en oración, entraremos en el “libro de oración” por
excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos
y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más apreciados por la
tradición orante de la Iglesia. Hoy quisiera introducir esta etapa
hablando del libro de los Salmos en su conjunto.
El Salterio se presenta como un “formulario” de oraciones, una selección
de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los
creyentes para que se convierta en su (nuestra) oración, nuestro modo de
dirigirnos a Dios y de relacionarnos con Él. En este libro, encuentra
expresión toda la experiencia humana con sus múltiples caras, y toda la
gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los
Salmos, se entrelazan y se expresan la alegría y el sufrimiento, el
deseo de Dios y la percepción de la propia indignidad, felicidad y
sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de
vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas
oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después
asumieron como meditación privilegiada de la relación con el único Dios
y como respuesta adecuada en su revelación en la historia. En cuanto
oración, los Salmos son la manifestación del espíritu y de la fe, en los
que uno puede reconocerse y en los que se comunica esta experiencia de
particular cercanía a Dios a la que todos los hombres están llamados.
Toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la
complejidad de las distintas formas literarias de los distintos Salmos:
himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de
agradecimiento, salmos penitenciales, y otros géneros que se pueden
encontrar en estas composiciones poéticas.
No obstante esta multiplicidad expresiva, pueden identificarse dos
grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica,
ligada al lamento, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi
inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios
responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la
alabanza y el agradecimiento surgen de la experiencia de una salvación
recibida, que supone una necesidad de ayuda que la súplica expresa.
En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de
angustia, de peligro, de desolación, o bien, como en los Salmos
penitenciales, confiesa la culpa, el pecado, pidiendo ser perdonado.
Le expone al Señor su necesidad con la confianza de ser escuchado, y
esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y
“amante de la vida” (cfr Sabiduría 11, 26), preparado para ayudar,
salvar, perdonar. Así, por ejemplo, reza el Salmista en el Salmo 31: “Yo
me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! […] Sácame de la
red que me han tendido, porque tú eres mi refugio” (vv. 2.5). Ya en el
lamento, por tanto, puede surgir algo de la alabanza, que se preanuncia
en la esperanza de la intervención divina y se hace después explícita
cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en
los Salmos de agradecimiento y de alabanza, haciendo memoria del don
recibido o contemplando la grandeza de la misericordia
de Dios, se
reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que
es la base de la súplica. Se confiesa así a Dios, la propia condición de
criatura inevitablemente marcada por la muerte, si bien portadora de un
deseo radical de vida, Por esto el Salmista exclama, en el Salmo 86: “Te
daré gracias, Dios mío, de todo corazón, y glorificaré tu Nombre
eternamente; porque es grande el amor que me tienes, y tú me libraste
del fondo del abismo” (versículos 12-13). De este modo, en la oración de
los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un
único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia
nuestra fragilidad.
Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes que se unan en
este canto, se entregó el libro del Salterio a Israel y a la Iglesia.
Los Salmos, de hecho, enseñan a rezar. En ellos, la Palabra de Dios se
convierte en palabra de oración -y son las palabras del Salmista
inspirado- y al mismo tiempo se convierte también en la palabra del
orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de
este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de
otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan
en una trama narrativa que especifica su sentido y la función. Los
Salmos se ofrecen al creyente como texto de oración, que tiene como
único fin convertirse en la oración de quien lo asume y con ellos se
dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos le
habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a
Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, rezando los Salmos se
aprende a rezar. Son una escuela de oración.
Algo análogo sucede cuando el niño comienza a hablar, aprende a expresar
sus propias sensaciones, emociones, necesidades con palabras que no le
pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que
viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero
el medio expresivo es de otros; y él, poco a poco se apropia de este
medio, las palabras recibidas de sus propios padres se convierten en sus
palabras y a través de las palabras aprende también un modo de pensar y
de sentir, accede a un mundo de conceptos, y crece en ellos, se
relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus
padres finalmente se convierte en su lengua, habla con palabras
recibidas de otros que en este momento se han convertido en sus
palabras. Esto mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos
presentan para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a
comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a
encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de estas
palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su
actuación, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cfr Isaías 55,8-9),
y así crecer cada vez más en la fe y en el amor. Al igual que nuestras
palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y
conceptual, del mismo modo estas oraciones nos enseñan el corazón de
Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que podemos
aprender quién es Dios y, al aprender cómo hablar con Él, aprendemos lo
que significa ser hombre, ser nosotros mismos.
Para este propósito, parece significativo el título que la tradición
judía ha dado al Salterio. Este es tehillîm, un término judío que quiere
decir “alabanza”, de esta raíz verbal viene la expresión “Halleluyah”,
es decir, literalmente “alabad al Señor”. Este libro de oraciones, por
tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diferentes géneros
literarios y con sus articulaciones entre alabanza y súplica, es un
libro de alabanza, que nos enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza
del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su
Nombre Santo. Es esta la respuesta más adecuada ante la manifestación
del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los
Salmos nos enseñan que incluso en la desolación, en el dolor, permanece
la presencia de Dios, es fuente de maravilla y de consuelo, se puede
llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que
estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva.
Como nos enseña el Salmo 36: “ En ti está la fuente de la vida, y por tu
luz vemos la luz” (Sal 36,10).
Pero además de este título general del libro, la tradición hebrea ha
puesto en muchos Salmos, títulos específicos, atribuyéndolos, en su
mayoría, al rey David. Figura de notable profundidad humana y teológica,
David es un personaje complejo, que ha atravesado las más distintas
experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno,
pasando por alternantes y a veces, dramáticas experiencias, se convierte
en rey de Israel, pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió
muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó el amor,
y esto es característico: siempre fue un buscador de Dios, aunque pecó
gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino,
incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor.
David fue un rey con todas sus debilidades, “según el corazón de Dios” (cfr 1Samuel 13,14),
es decir un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir
suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de
Israel es, por tanto, importante, porque es una figura mesiánica, Ungido
por el Señor, en el que se preanuncia en cierto sentido el misterio de
Cristo.
Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con
la que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento,
asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del
Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su
vida terrena rezó con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento
y revelan su sentido más profundo y pleno. Las oraciones del Salterio,
con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo,
imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15), que nos revela
completamente el Rostro del Padre. El cristiano, por tanto, rezando los
Salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en
una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave
interpretativa. El horizonte del orante se abre así a realidades
inesperadas, todo Salmo tiene una luz nueva en Cristo y el Salterio
puede brillar en toda su infinita riqueza.
Hermanos y hermanos queridísimos, tomemos, por tanto, con la mano este
libro santo, dejémonos enseñar por Dios para dirigirnos a Él, hagamos
del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe cotidianamente en el
camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como discípulos de
Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11,1), abriendo el corazón y
acogiendo la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a
su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios,
llamándolo “Padre Nuestro”. Gracias.
Dios está siempre cerca
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 7 de septiembre de 2011
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
Retomamos
hoy las Audiencias en la Plaza de San Pedro y la “escuela de oración”
que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles;
quisiera comenzar meditando sobre algunos Salmos que, como decía el
pasado junio, forman el “libro de oración” por excelencia. El primer
Salmo sobre el que me detengo, es un Salmo de lamento y de súplica
imbuido de una profunda confianza, en el que la certeza de la presencia
de Dios es el fundamento de la oración que se produce en una condición
de extrema dificultad del orante. Se trata del Salmo 3, que la tradición
judía atribuye a David en el momento en que este huye de Absalón (cfr.
v.1). Es uno de los episodios más dramáticos y sufrientes de la vida del
rey, cuando su propio hijo usurpa el trono real y lo obliga a abandonar
Jerusalén para salvar la vida (cfr. 2ª Sam, 15 ss). La situación de
angustia y de peligro experimentada por David es el telón de fondo de
esta oración y ayuda a su comprensión, presentándose como la situación
típica en el que un Salmo se recita. En el grito del Salmista todo
hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de amargura, a la
vez que de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañó a
David en su huida de la ciudad.
El Salmo inicia con una invocación al Señor:
“ Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan
contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: 'Dios ya no quiere
salvarlo'!(v. 2-3).
La descripción que hace el salmista de su situación está marcada, por
tanto, de tonos fuertemente dramáticos. Tres veces afirma la idea de la
multitud -“numerosos”, “cuántos”, “cuántos”- que en el texto original se
realiza con la misma raíz hebrea, para destacar más aún la enormidad del
peligro, de modo repetitivo, casi machaconamente. Esta insistencia en el
número y grandeza de los enemigos sirve para expresar la percepción, por
parte del Salmista, de la desproporción total existente entre él y sus
perseguidores, una desproporción que justifica y razona la urgencia de
su petición de ayuda: los opresores son muchos, tienen el control de la
situación, mientras que el orante está solo e indefenso, a merced de sus
agresores. Y la primera palabra que el Salmista pronuncia es “Señor”; su
grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud surge y se levanta
contra él, provocándole un miedo que aumenta la amenaza haciéndola
parecer todavía más grande y terrible; pero el Salmista no se deja
vencer por esta visión de muerte, sino que mantiene firme su relación
con el Dios de la vida y es a Él a quien se dirige, en primer lugar,
buscando ayuda. Sin embargo, los enemigos intentan también destruir este
vínculo con Dios y socavar la fe de su víctima. Estos insinúan que el
Señor no puede intervenir, afirman que ni Dios puede salvarlo. La
agresión, por tanto, no es sólo física, sino que afecta además a la
dimensión espiritual: “Dios ya no quiere salvarlo” -dicen-, agrediendo
el núcleo central del alma del Salmista. Es la última tentación que
sufre el creyente, la tentación de perder la fe, la confianza en la
cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en
la fe, en la certeza de la verdad y en la confianza plena en Dios. Así
encuentra la vida y la verdad.
Me parece que el Salmo nos afecta personalmente: son muchos los
problemas en los que sentimos la tentación de que Dios no me salva, no
me conoce, quizás no tiene la posibilidad; la tentación contra la fe es
la última agresión del enemigo, y debemos resistirla porque así nos
encontramos con Dios y encontramos la vida.
El Salmista de nuestro Salmo está llamado, por tanto, a responder con la
fe a los ataques de los impíos: los enemigos -como he dicho- niegan que
Dios pueda ayudarlo, él, sin embargo, Le invoca, Le llama por su nombre,
“Señor”, y después se dirige a ÉL con un “tú” enfático, que expresa una
relación firme, sólida y recoge en sí la certeza de la respuesta divina:
“Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria, tú
mantienes erguida mi cabeza. Invoco al Señor en alta voz, y él me
responde desde su santa Montaña” (v. 4-5).
La visión de los enemigos desaparece
ahora, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro que Dios es
su amigo: queda sólo el “Tú” de Dios; a los “muchos” se contrapone uno
sólo, pero que es mucho más grande y potente que muchos adversarios. El
Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía
en Él, haciéndole levantar la cabeza con gesto de triunfo y de victoria.
El hombre ya no está solo, lo enemigos ya no son tan imbatibles como
parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde
el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la
angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios
responde. Este entrelazarse el grito humano y la respuesta divina es la
dialéctica de la oración y la clave de la lectura de toda la historia de
salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda e interpela a la
fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe a la
cercanía y disponibilidad del Dios que escucha. La oración expresa la
certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se
manifiesta plenamente en la respuesta salvífica de Dios. Esto es
importante: que en nuestra oración esté presente la certeza de la
presencia de Dios. Así el Salmista, que se siente asediado por la
muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo rodea
de una protección invulnerable; quien pensaba estar perdido puede
levantar la cabeza porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y
humillado, está en la gloria porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la oración da al Salmista una seguridad
total; termina también el miedo y el grito se aquieta en la paz, en una
profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y
me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo
a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes”
(v. 6-7).
El orante, incluso en medio del peligro y de la batalla, puede dormir
tranquilo en una actitud inequívoca de abandono confiado. A su alrededor
los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se yerguen contra él,
se burlan y tratan de derribarlo, pero él, sin embargo, se acuesta y
duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al
despertar, encuentra a Dios a su lado, que como guardián no duerme (cfr
Sal 121,3-4), que lo sostiene, le sujeta la mano, no lo abandona nunca.
El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere.
Es justo la noche, poblada de miedos ancestrales, la noche dolorosa de
la soledad y de la espera angustiosa, que se transforma: Lo que evoca a
la muerte se convierte en presencia del Eterno.
A la visión del asalto enemigo, enorme, imponente se contrapone la
invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él
al que, de nuevo, el Salmista, después de sus frases de confianza,
dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame,
Dios mío!”(v. 8a). Los agresores “se levantaban” contra su
víctima, pero el que, sin embargo, “se levantará” es el Señor y lo hará
para destruirlos. Dios lo salvará respondiendo a su grito. Por esto el
Salmo se cierra con la visión de la liberación del peligro que mata y de
la tentación que puede hacernos perecer. Después de la petición dirigida
al Señor para que se levante y nos salve, el orante describe la victoria
divina: los enemigos, que con su injusta y cruel opresión, son símbolo
de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados.
Golpeados en la boca, no podrán agredir más con su violencia destructiva
y no podrán insinuar el mal de la duda sobre la presencia y acción de
Dios: su hablar insensato y blasfemo es desmentido finalmente y reducido
al silencio por la intervención salvífica de Dios (cfr v. 8bc). Así el
Salmista puede concluir su oración con una frase con las connotaciones
litúrgicas que celebra, en la gratitud y alabanza, al Dios de la vida: “¡En
ti, Señor, está la salvación, y tu bendición sobre tu pueblo!”
(v.9).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos presenta una súplica llena
de confianza y consuelo. Rezando este Salmo podemos hacer nuestros los
sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que en Jesús
encuentra su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura de
la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro
corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca
-también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la
vida- escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber
reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David huyendo
humillado de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la
Sabiduría, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de
los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, entonces es
cuando se manifiesta a todos los creyentes la verdadera gloria y el
cumplimiento definitivo de la salvación. Que el Señor no dé fe, nos
ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar en
toda angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días
de dolor, abandonándonos con confianza a Él, que es nuestro “escudo” y
nuestra “gloria”. Gracias.
La
maternidad divina de María
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 2 de enero de 2008
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas:
Una
fórmula de bendición muy antigua, recogida en el libro de los Números,
reza así: "El Señor te bendiga y te guarde. El Señor ilumine su rostro
sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda
la paz" (Nm 6, 24-26). Con estas palabras que la liturgia nos
hizo volver a escuchar ayer, primer día del año, os expreso mis mejores
deseos a vosotros, aquí presentes, y a
todos
los que en estas fiestas navideñas me han enviado testimonios de
afectuosa cercanía espiritual.
Ayer
celebramos la solemne fiesta de María , Madre de Dios. "Madre de Dios",
Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el
concilio de Efeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la
devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las
fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.
Con ese
título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre
de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero
hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se
refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la
plena humanidad de Jesús , sugerían un término más atenuado: en vez de
Theotokos, proponian Christotokos, Madre de Cristo. Pero
precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena
unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de
una larga discusión, en el concilio de Efeso, del año 431, como he
dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos
naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf.
DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen
del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).
Después
de ese concilio se produjo una autentica explosión de devoción Mariana,
y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre
ellas sobresale la basílica de Santa
María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre
de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451),
en el que Cristo fue declarado "verdadero Dios y verdadero hombre (...),
nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de
Dios, en su humanidad" (DS 301). Como es sabido, el concilio
Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática
Lumen gentium sobre la Iglesia,
el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad
divina. El capítulo se titula: "La bienaventurada Virgen María, Madre de
Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia".
El título de
Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas,
es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de
los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen
santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la
salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan
en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios
para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de
la encarnación del Verbo divino.
En estos
días de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la
representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a
la Virgen Madre que ofrece al Nino Jesús a la contemplación de quienes
acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los
Magos llegados de Oriente. Mas tarde, en la fiesta de la "Presentación
del Señor", que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y
la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño
Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha
considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como
dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por
eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado.
Somos
"contemporáneos" de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y
mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha
querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.
Del
título de "Madre de Dios" derivan luego todos los demás títulos con los
que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos
en el privilegio de la "Inmaculada Concepción", es decir, en el hecho de
haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada
de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo
mismo vale con respecto a la "Asunción": no podía estar sujeta a la
corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado
al Salvador. Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos
a María
para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más
cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra
muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el
puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los
creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del
Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del
Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente,
durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI
atribuyó solemnemente a María
el título de "Madre de la Iglesia".
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de
cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo.
Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y,
al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su
Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con
las palabras: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn
19, 27). Así es la traducción española del texto griego: εiςtάiδια;
la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su
vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (εiςtάiδια)
es el testamento del Señor.
Por tanto,
en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús
deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma
Madre, la Virgen María.
Queridos
hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a
considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la
vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a
ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que
el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su
Hijo, y asi también valientes artífices de su reino en el mundo, reino
de luz y de verdad.
!Feliz año a
todos! Este es el deseo que os expreso a vosotros, aquí presentes, y a
vuestros seres queridos durante esta primera audiencia general del año
2008. Que el nuevo año, iniciado bajo el signo de la Virgen María, nos
haga sentir más vivamente su presencia materna, de forma que, sostenidos
y confortados por la protección de la Virgen, podamos contemplar con
ojos renovados el rostro de su Hijo Jesús y caminar mas ágilmente por la
senda del bien.
Una vez mas:
!Feliz año a todos!
La Semana de oración por la unidad de los cristianos
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de enero de 2008
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas:
Estamos
celebrando la Semana de oración por la
unidad de los cristianos, que se concluirá el viernes próximo, 25
de enero, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo. Los cristianos
de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales se unen en estos
días en una invocación común para
pedir
al Señor Jesús el restablecimiento de la unidad plena entre todos sus
discípulos.
Es una
suplica concorde, hecha con una sola alma y un solo corazón,
respondiendo al anhelo mismo del Redentor, que en la última Cena se
dirigió al Padre con estas palabras: "No ruego solo por estos, sino
también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para
que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en tí, que ellos también
sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn
17, 20-21). Al pedir la gracia de la unidad, los cristianos se unen
a la oración misma de Cristo y se comprometen a obrar activamente para
que toda la humanidad lo acoja y lo reconozca como al único Pastor y
Señor, y de este modo pueda experimentar la alegría de su amor.
Este
año, la Semana de oración por la unidad de los cristianos asume un valor
y un significado particulares, porque celebra su primer centenario.
Desde sus inicios se reveló una intuición verdaderamente fecunda. Fue en
el año
1908: un anglicano estadounidense, que después entró en la comunión de
la Iglesia católica, fundador de la Society of the Atonement
(Comunidad de hermanos y hermanas del Atonement), el padre Paul
Wattson, juntamente con otro episcopaliano, el padre Spencer Jones,
lanzó la idea profética de un octavario de oraciones por la unidad de
los cristianos. La idea fue acogida favorablemente por el arzobispo de
Nueva York y por el nuncio apostólico.
Después,
en 1916, el llamamiento a rezar por la unidad se extendió a toda la
Iglesia católica gracias
a la
intervención
de mi venerado predecesor el Papa Benedicto XV, con el breve Ad
perpetuam rei memoriam. La iniciativa, que mientras tanto
había suscitado gran interés, progresivamente se fue consolidando por
doquier y, con el tiempo, fue precisando su estructura, desarrollándose
gracias a la
aportación
del abad Couturier (1936).
Mas
tarde, cuando soplo el viento profético del concilio Vaticano II, se
sintió aun más la urgencia de la unidad. Después de la asamblea
conciliar continuó el camino paciente de la búsqueda de la
comunión plena entre todos los cristianos, camino ecuménico que año tras
año ha encontrado
precisamente
en la Semana de oración por la unidad de los cristianos uno de los
momentos más
relevantes y
fecundos.
Cien
años después del primer llamamiento a rezar juntos por la unidad, esta
Semana de oración se
ha
convertido ya en una tradición consolidada, conservando el espíritu y
las fechas escogidas al inicio por el padre Wattson. Las escogió por su
carácter simbólico. En el calendario de ese tiempo,
el 18
de enero era la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que es fundamento
firme y garantía segura
de
unidad de todo el pueblo de Dios, mientras que el 25 de enero, tanto
entonces como hoy, la liturgia celebra la fiesta de la Conversión de San
Pablo.
A la vez
que damos gracias al Señor por estos cien años de oración y de
compromiso común entre tantos discípulos de Cristo, recordamos con
gratitud al que puso en marcha esta providencial
iniciativa espiritual, el padre Wattson, y también a todos los que,
juntamente con él, la han
promovido y enriquecido con sus aportaciones, convirtiéndola en
patrimonio común de todos los
cristianos.
Acabo de
recordar que el concilio Vaticano II prestó gran atención al tema de la
unidad de los
cristianos,
especialmente con el decreto sobre el ecumenismo (Unitatis
redintegratio), en el que, entre otras cosas, se subrayan con
fuerza el papel y la importancia de la oración por la unidad. La
oración —afirma el Concilio— está en el corazón mismo de todo el camino
ecuménico. "Esta
conversión
del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones publicas y
privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el
alma de todo el movimiento ecuménico" (Unitatis
redintegratio, 8).
Precisamente gracias a este ecumenismo espiritual —santidad de vida,
conversión del corazón, oraciones privadas y publicas—, la búsqueda
común de la unidad ha experimentado en estas
décadas un gran desarrollo, que se ha diversificado en múltiples
iniciativas: conocimiento recíproco, contacto fraterno entre miembros de
diversas Iglesias y comunidades eclesiales, conversaciones cada vez mas
amistosas, colaboraciones en diferentes campos, diálogo teológico,
búsqueda de formas concretas de comunión y de colaboración. Lo que ha
vivificado y sigue vivificando este
camino hacia la comunión plena entre todos los cristianos es ante todo
la oración: "Orad sin cesar"
(1
Ts 5, 17) es el tema de la Semana de este año; al mismo tiempo, es
la invitación que no deja de
resonar nunca en nuestras comunidades para que la oración
sea la luz, la fuerza, la orientación de nuestros pasos, con una actitud
de humilde y dócil escucha de nuestro Señor
común.
En
segundo lugar, el Concilio pone de relieve la oración común, la que
elevan conjuntamente católicos y otros cristianos al único Padre
celestial. El decreto sobre el ecumenismo afirma al respecto:
"Estas
oraciones en común son un medio sumamente eficaz para alcanzar la gracia
de la
unidad" (Unitatis
redintegratio, 8), porque en la oración común las comunidades
cristianas se ponen
en
presencia del Señor y, tomando conciencia de las contradicciones
engendradas por la división, manifiestan la voluntad de obedecer a su
voluntad, recurriendo con confianza a su auxilio omnipotente.
El
decreto añade, también, que estas oraciones son "la expresión auténtica
de los vínculos con que están unidos los católicos con los hermanos
separados (seiuncti)" (ib.). La oración común no es, por
tanto, un acto voluntarista o meramente sociológico, sino que es
expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo. En el
transcurso de los años se ha instaurado una fecunda colaboración en este
campo y desde 1968 el entonces Secretariado para la unidad de los
cristianos, convertido después en Consejo pontificio para la promoción
de la unidad de los cristianos, y el Consejo
mundial de Iglesias, preparan juntos los subsidios de la Semana de
oración por la unidad, que después se divulgan conjuntamente en el
mundo, cubriendo zonas que no se hubieran podido
alcanzar si se actuara separadamente.
El
decreto conciliar sobre el ecumenismo se refiere a la oración por la
unidad cuando, precisamente
al
final, afirma que el Concilio es consciente de que "este santo propósito
de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia
de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humanas.
Por
eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia" (Unitatis
redintegratio, 24).
La
conciencia de nuestros límites humanos nos lleva a abandonarnos
confiadamente en las manos
del
Señor.
Si se
analiza detenidamente, esta Semana de oración tiene como finalidad
profunda apoyarse
firmemente
en la oración de Cristo, que en su Iglesia sigue rezando para que
"todos
sean uno... para
que el mundo
crea..." (Jn 17, 21). Hoy percibimos claramente el realismo de
estas palabras. El mundo sufre por la ausencia de Dios, por la
inaccesibilidad de Dios; desea conocer el rostro de Dios. Pero, ¿cómo
podrían y pueden los hombres de hoy reconocer este rostro de Dios en el
rostro
de
Jesucristo si los cristianos estamos divididos, si uno enseña contra el
otro, si uno está contra el
otro?
Solo en la unidad podemos mostrar realmente a este mundo, que lo
necesita, el rostro de Dios, el rostro de Cristo. Tambien es evidente
que esta unidad no la podemos alcanzar únicamente con nuestras
estrategias,
con el
diálogo y con todo lo que hacemos, aunque sea muy necesario. Lo que
podemos hacer es
ofrecer
nuestra disponibilidad y nuestro deseo de acoger esta unidad cuando el
Señor nos la conceda. Este es el sentido de la oración: abrir nuestro
corazón, crear en nosotros esta
disponibilidad que abre el camino a Cristo. En la liturgia de la Iglesia
antigua, después de la homilía
del
obispo o del que presidía la celebración, el celebrante principal decía:
"Conversi ad Dominum". A continuación, él mismo y todos se
levantaban y se volvían hacia Oriente. Todos querían mirar
hacia
Cristo. Sólo convertidos, sólo con esta conversión a Cristo, con esta
mirada común dirigida a
Cristo, podemos encontrar el don de la unidad.
Podemos
decir que la oración por la unidad ha impulsado y acompañado las
diferentes etapas del movimiento ecuménico, especialmente a partir del
concilio Vaticano II. En este período la Iglesia
católica ha entrado en contacto con las diversas Iglesias y comunidades
eclesiales de Oriente y de Occidente con diferentes formas de diálogo,
afrontando con cada una los problemas teológicos e
históricos surgidos en el transcurso de los siglos y que se han
convertido en elementos de división.
El
Señor ha hecho que estas relaciones amistosas hayan mejorado el
conocimiento recíproco, que hayan intensificado la comunión, haciendo al
mismo tiempo mas clara la percepción de los problemas que quedan por
resolver y que fomentan la división. Hoy, en esta Semana, damos gracias
a Dios que ha sostenido e iluminado el camino recorrido hasta ahora, un
camino fecundo que el decreto conciliar sobre el ecumenismo describía
como "surgido por el impulso del Espíritu Santo" y
"cada
día mas amplio" (Unitatis
redintegratio,
1).
Queridos
hermanos y hermanas, acojamos la invitación a "orar sin cesar" que el
apóstol san Pablo dirigió a los primeros cristianos de Tesalónica,
comunidad que el mismo había fundado. Y precisamente porque sabía que
habían surgido discordias quiso recomendar que fueran pacientes con
todos, que no devolvieran mal por mal, que buscaran siempre el bien
entre ellos y con todos, permaneciendo alegres en toda circunstancia,
felices porque el Señor está cerca.
Los
consejos que san Pablo dio a los tesalonicenses pueden inspirar también
hoy el comportamiento
de
los cristianos en el ámbito de las relaciones ecuménicas. Sobre todo,
dice: "Vivid en paz unos
con
otros" y añade: "Orad sin cesar. En todo dad gracias" (cf. 1 Ts
5, 13.18). Acojamos también
nosotros esta apremiante exhortación del Apóstol tanto para dar gracias
al Señor por los progresos realizados en el movimiento ecuménico, como
para pedir la unidad plena.
Que la
Virgen María, Madre de la Iglesia, alcance para todos los discípulos de
su divino Hijo la gracia de vivir cuanto antes en paz y en caridad
recíproca, para dar un testimonio convincente de reconciliación ante el
mundo entero, a fin de hacer accesible el rostro de Dios en el rostro de
Cristo, que es el Dios-con-nosotros, el Dios de la paz y de la unidad.
El
Triduo pascual
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 19 de marzo de 2008
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos llegado a la vigilia del Triduo pascual. Los próximos tres días se
suelen llamar "santos" porque nos hacen revivir el acontecimiento
central de nuestra Redención; nos remiten de nuevo al núcleo esencial de
la fe cristiana: la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
Son días que podríamos considerar como un único día: constituyen el
corazón y el punto de apoyo de todo el año litúrgico, así como de la
vida de la Iglesia. Al final del itinerario cuaresmal, también nosotros
nos disponemos a entrar en el mismo clima que Jesús vivió entonces en
Jerusalén. Queremos volver a despertar en nosotros la memoria viva de
los sufrimientos que el Señor padeció por nosotros y prepararnos para
celebrar con alegría, el próximo domingo, "la
verdadera Pascua, que la sangre de Cristo ha cubierto de gloria, la
Pascua en la que la Iglesia celebra la fiesta que constituye el origen
de todas las fiestas",
como dice el Prefacio para el día de Pascua en el rito ambrosiano.
Mañana, Jueves santo, la Iglesia hace memoria de la última Cena,
durante la cual el Señor , en la víspera de su pasión y muerte,
instituyó el sacramento de la Eucaristía, y el del sacerdocio
ministerial. En esa misma noche, Jesús nos dejó el mandamiento nuevo,
mandatum novum, el mandamiento del amor fraterno. Antes de entrar en
el Triduo santo, aunque ya en íntima relación con él, mañana por la
mañana tendrá lugar en cada comunidad diocesana la misa Crismal,
durante la cual el obispo y los sacerdotes del presbiterio diocesano
renuevan las promesas de su ordenación.
También se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos: el
óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el santo crisma. Es
un momento muy importante para la vida de cada comunidad diocesana que,
reunida en torno a su pastor, reafirma su unidad y su fidelidad a
Cristo, único sumo y eterno Sacerdote. Por la tarde, en la misa in
Cena Domini se hace memoria de la ultima Cena, cuando Cristo se nos
entrego a todos como alimento de salvación, como medicina de
inmortalidad: es el misterio de la Eucaristía, fuente y cumbre de la
vida cristiana. En este sacramento de salvación, el Señor ha ofrecido y
realizado para todos aquellos que creen en él la unión mas íntima
posible entre nuestra vida y su vida. Con el gesto humilde pero
sumamente expresivo del lavatorio de los pies, se nos invita a recordar
lo que el Señor hizo a sus Apóstoles: al lavarles los pies proclamó de
manera concreta el primado del amor, un amor que se hace servicio hasta
la entrega de sí mismos, anticipando también así el sacrificio supremo
de su vida que se consumará al día siguiente, en el Calvario. Según una
hermosa tradición, los fieles concluyen el Jueves santo con una vigilia
de oración y adoración eucarística para revivir mas íntimamente la
agonía de Jesús en Getsemani.
El Viernes santo es el día en que se conmemora la pasión,
crucifixión y muerte de Jesús. En este día, la liturgia de la Iglesia no
prevé la celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se
reúne para meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen
a la humanidad, para recordar, a la luz de la palabra de Dios y con la
ayuda de conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que
expían este mal. Después de escuchar el relato de la pasión de Cristo,
la comunidad ora por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo,
adora la cruz y recibe la Eucaristía, consumiendo las especies
eucarísticas conservadas desde la misa in Cena Domini del día
anterior. Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del
Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los
sufrimientos de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes
manifestaciones de piedad popular, procesiones y representaciones
sagradas, orientadas a imprimir cada vez más profundamente en el corazón
de los fieles sentimientos de auténtica participación en el sacrificio
redentor de Cristo. Entre esas manifestaciones destaca el vía crucis,
práctica de piedad que a lo largo de los años se ha ido
enriqueciendo con múltiples expresiones espirituales y artísticas
vinculadas a la sensibilidad de las diferentes culturas. Así, han
surgido en muchos países santuarios con el nombre de "Calvario" hasta
los que se llega a través de una cuesta empinada, que recuerda el camino
doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles participar en la subida
del Señor al monte de la Cruz, al monte del Amor llevado hasta el
extremo.
El Sábado santo se caracteriza por un profundo silencio. Las
iglesias están desnudas y no se celebra ninguna liturgia. Los creyentes,
mientras aguardan el gran acontecimiento de la Resurrección, perseveran
con María en la espera, rezando y meditando. En efecto, hace falta un
día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las
fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que brota de la pasión y de
la resurrección del Señor. En este día se da gran importancia a la
participación en el sacramento de la Reconciliación, camino
indispensable para purificar el corazón y prepararse para celebrar la
Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año necesitamos esta
purificación interior, esta renovación de nosotros mismos. Este Sábado de
silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación, desemboca en la
Vigilia
pascual,
que introduce el domingo mas importante de la historia, el domingo de la
Pascua de Cristo.
La Iglesia
vela junto al fuego nuevo bendecido y medita en la gran promesa,
contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, de la liberación
definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la
oscuridad de la noche, con el fuego nuevo se enciende el cirio pascual,
símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad,
disipa las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a todo hombre
que viene al mundo. Junto al cirio pascual resuena en la Iglesia el gran
anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no
tiene poder sobre el. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y
ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios. Según una antigua
tradición, durante la Vigilia pascual, los catecúmenos reciben el
bautismo para poner de relieve la participación de los cristianos en el
misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Desde la
esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se
difunden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a
todos los puntos del espacio y del tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días singulares, orientemos
decididamente la vida hacia una adhesión generosa y convencida a los
designios del Padre celestial; renovemos nuestro "si" a la voluntad
divina, como hizo Jesús con el sacrificio de la cruz. Los sugestivos
ritos del Jueves santo, del Viernes santo, el silencio impregnado de
oración del Sábado santo y la solemne Vigilia pascual nos brindan la
oportunidad de profundizar en el sentido y en el valor de nuestra
vocación cristiana, que brota del Misterio pascual, y de concretizarla
en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo el,
hasta la entrega generosa de nuestra existencia.
Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en
adhesión profunda y solidaria al hoy de la historia, convencidos de que
lo que celebramos es realidad viva y actual. Por tanto, llevemos en
nuestra oración el dramatismo de hechos y situaciones que en estos días
afligen a muchos hermanos nuestros en todas las partes del mundo.
Sabemos que el odio, las divisiones y la violencia no tienen nunca la
última palabra en los acontecimientos de la historia. Estos días vuelven
a suscitar en nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha
resucitado y ha vencido al mundo. El amor es mas fuerte que el odio, ha
vencido y debemos asociarnos a esta victoria del amor.
Por tanto, debemos recomenzar desde Cristo y trabajar en comunión con él
por un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este
compromiso, en el que todos estamos implicados, dejémonos guiar por
María , que acompañó a su Hijo divino por el camino de la pasión y de la
cruz, y participó, con la fuerza de la fé, en el cumplimiento de su
designio salvífico. Con estos sentimientos, os expreso ya desde ahora
mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua a todos vosotros, a
vuestros seres queridos y a vuestras comunidades.
La
resurrección de Cristo clave de bóveda del cristianismo
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 26 de marzo de 2008
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas:
"Et
resurrexit tertia die secundum Scripturas”,
“Resucitó
al tercer día según las Escrituras”.
Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la
resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la
clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a
partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y
se hace actual en cada celebración eucarística.
Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central
de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo mas intenso en su
riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada
vez mas y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual.
Cada año, en el
“santísimo
Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado”,
como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y
penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús : su
condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio
por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al
“tercer
día”,
la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la
muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas
profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la
alegría de la resurrección de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente nuestra
adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es también
nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de
nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos
no envejece y Jesús esta siempre vivo; y también sigue vivo su
Evangelio.
“La
fe de los cristianos —afirma san Agustín — es la resurrección de Cristo”.
Los
Hechos de los Apóstoles
lo explican claramente:
“Dios
dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de
entre los muertos”
(Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para
demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías
esperado. !Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida
a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La muerte
del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta
sacrificarse por nosotros; pero solo su resurrección es
“prueba
segura”,
es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para
nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorifico.
San Pablo escribe en la
carta a los Romanos:
“Si
confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios
lo resucito de entre los muertos, seras salvo”
(Rm 10, 9).
Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya
verdad histórica esta ampliamente documentada, aunque hoy, como en el
pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso
la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de
Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En
efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se
paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y
de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la
existencia de las personas y de los pueblos.
¿No es la
certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia
profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? .No es el
encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos
hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen
dejándolo todo para seguirlo y poniendo su vida al servicio del
Evangelio?“Si
Cristo no resucito, —decía el apóstol san Pablo—
es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe”
(1Co 15,14). Pero !resucito!
El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es
precisamente este: !Jesús ha resucitado! Es
“el
que vive”
(Ap 1, 18), y nosotros podemos encontrarnos con el, como se
encontraron con el las mujeres que, al alba del tercer día, el día
siguiente al sábado, se habían dirigido al sepulcro; como se encontraron
con el los discípulos, sorprendidos y desconcertados por lo que les
habían referido las mujeres; y como se encontraron con el muchos otros
testigos en los días que siguieron a su resurrección.
Incluso
después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente entre sus amigos,
como por lo demás había prometido:
“He
aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”
(Mt
28, 20). El Señor está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de
los tiempos. Los miembros de la Iglesia primitiva, iluminados por el
Espíritu Santo, comenzaron a proclamar el anuncio pascual abiertamente y
sin miedo. Y este anuncio, transmitiéndose de generación en generación,
ha llegado hasta nosotros y resuena cada año en Pascua con una fuerza
siempre nueva.
De modo especial en esta octava de Pascua, la liturgia nos invita a
encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción
vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida
diaria. Por ejemplo, hoy, miércoles, nos propone el episodio conmovedor
de los dos discípulos de Emaus (cf. Lc 24, 13-35). Después de la
crucifixión de Jesús, invadidos por la tristeza y la decepción, volvían
a casa desconsolados. Durante el camino conversaban entre si sobre todo
lo que había pasado en aquellos días en Jerusalén; entonces se les
acercó Jesús, se puso a conversar con ellos y a enseñarles:
“!Oh
insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los
profetas!. No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en
su gloria?”
(Lc 24, 25-26). Luego, empezando por Moisés y continuando por
todos los profetas, les explico lo que se refería a el en todas las
Escrituras.
La enseñanza de Jesús —la explicación de las profecías— fue para los
discípulos de Emaus como una revelación inesperada, luminosa y
consoladora. Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora
todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento.
Conquistados por las palabras del caminante desconocido, le pidieron que
se quedara a cenar con ellos. Y el acepto y se sentó a la mesa con
ellos. El evangelista san Lucas refiere:
“Sucedió
que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronuncio la
bendición, lo partió y se lo iba dando”
(Lc 24, 30). Fue precisamente en ese momento cuando se abrieron
los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron,“pero
el desapareció de su lado”
(Lc 24, 31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: “.No
estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en
el camino y nos explicaba las Escrituras?”
(Lc 24, 32). En todo el año litúrgico, y de modo especial en la
Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor está en camino con
nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este
misterio: todo habla de el. Esto también debería hacer arder nuestro
corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El Señor esta
con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos
discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el
pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaus
lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había
partido el pan. Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la
primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la ultima Cena, donde
Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose
a si mismo a los discípulos.
Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace
presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a si mismo y
abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su
Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa
de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo
la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su
testamento de amor y de servicio fraterno.
Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance aun
mas nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre todo,
dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que
María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua
para muchos hermanos nuestros.
De nuevo os
deseo a todos una feliz Pascua.
Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles
14 de
diciembre de 2011
Queridos hermanos
y hermanas, hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre la oración de
Jesús vinculada a su prodigiosa acción curativa. En los Evangelios se
presentan distintas situaciones en las que Jesús reza frente a la obra
benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de Él. Se trata de
una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de
conocimiento y de comunión con el Padre, mientras que Jesús se deja
implicar con gran participación humana en el sufrimiento de sus amigos,
por ejemplo Lázaro y su familia, o de los muchos pobres y enfermos que
Él quiso ayudar concretamente.
Un caso
significativo fue la curación del sordomudo (cfr Mc 7,32-37). El relato
del evangelista Marco que apenas hemos escuchado, muestra que la acción
sanadora de Jesús está conectada con su intensa relación con el prójimo,
el enfermo, y con el Padre. La escena del milagro está descrita con
atención, de esta manera: “Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo
aparte, le puso los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la
lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y dijo: Efatá,
que significa: 'Ábrete'(7,33-34). Jesús quiere que la curación suceda
“aparte, lejos de la multitud”. Esto parece ser no solo para que el
milagro se realice sin que la gente se dé cuenta, para evitar que se
hagan interpretaciones limitadas o distorsionadas de la persona de
Jesús. La elección de llevar al enfermo aparte, hace que, en el momento
de la curación, Jesús y el sordomudo se encuentren solos, cercanos, en
una relación particular. Con un gesto, el Señor toca los oídos y la
lengua del enfermo, o sea los centros específicos de su enfermedad. La
intensidad de la atención de Jesús se manifiesta también en los rasgos
insólitos de la curación: Emplea sus propios dedos y su propia saliva.
También el hecho de que el evangelista nos traslade la palabra original
pronunciada por el Señor: Effatà que quiere decir “¡Ábrete!”,
evidencia el carácter singular de la escena.
Pero el punto
central de este episodio es el hecho de que Jesús en el momento de
realizar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El
relato dice, de hecho, que Él “mirando hacia el cielo, suspiró” (v.34).
La atención al enfermo, la atención de Jesús hacia él, están vinculados
a una actitud profunda de oración dirigida a Dios. Y el suspiro se
describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a
algo bueno que todavía falta (cfr Rm 8,23). El conjunto del relato
muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la
oración. Una vez más surge su relación única con el Padre, su identidad
de Hijo Unigénito. En Él, a través de su persona, se hace presente la
actuación benéfica y sanadora de Dios. No es un caso en el que el
comentario conclusivo de la gente, después del milagro, recuerde la
valoración de la creación en el inicio del Génesis: “Ha hecho bien todas
las cosas” (Mc 7, 37). En la acción sanadora de Jesús, entra de un modo
claro la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que ha sanado
al sordomudo está ciertamente provocada por la compasión hacia él, pero
proviene del recurso hacia el Padre. Se encuentran estas dos relaciones:
la relación humana de compasión con el hombre, que entra en la relación
con Dios, y se convierte así, en curación.
En el relato
joánico sobre la resurrección de Lázaro, se testifica esta misma
dinámica, con una evidencia todavía mayor (cfr. Jn 11, 1-44). También
aquí se entrelazan, por una parte, el vínculo de Jesús con un amigo y
con su sufrimiento y, por la otra, la relación filial que Él tiene con
el Padre. La participación humana de Jesús en el asunto de Lázaro tiene
detalles particulares. Durante todo el relato se recuerda varias veces
la amistad con él, así como también con las hermanas Marta y María.
Jesús mismo afirma: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a
despertarlo” (Jn 11,11). El afecto sincero por el amigo está evidenciado
también por las hermanas de Lázaro, así como de los judíos (cfr Jn 11,3;
11,36), se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús con la vista del
dolor de Marta y de María y de todos los amigos de Lázaro y desemboca en
el llanto --tan profundamente humano- al acercarse a la tumba:
“Jesús,
al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban,
conmovido y turbado, preguntó: '¿Dónde lo pusieron?'. Le respondieron:
'Ven, Señor, y lo verás'. Y Jesús lloró” (Jn 11, 33-35).
Este vínculo de
amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los
parientes y conocidos de Lázaro, se vincula, en todo el relato, con una
continua e intensa relación con el Padre. Desde el principio, el suceso
es interpretado por Jesús en relación con su propia identidad y misión y
con la glorificación que lo espera. Al recibir la noticia de la
enfermedad de Lázaro, de hecho, comenta: “Esta enfermedad no es mortal;
es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por
ella” (Jn 11,4). También el anuncio de la muerte del amigo es acogido
por Jesús con profundo dolor humano, pero siempre con una clara
referencia a la relación con Dios y con la misión que Él le ha confiado.
Dice: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado
allí, para que creáis. Vayamos a verlo” (Jn 11, 14-15). El momento de la
oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es la conclusión
natural de toda la historia, dado el doble registro de la amistad con
Lázaro y la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones
van unidas. “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11 41),
es una eucaristía. La frase revela que Jesús no ha dejado ni siquiera un
instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Esta oración
continua ha reforzado, incluso, el vínculo con el amigo, y ha
confirmado, al mismo tiempo, la decisión de Jesús de permanecer en
comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la
enfermedad y la muerte de Lázaro son consideradas como momentos en los
que se manifiesta la gloria de Dios.
Queridos hermanos
y hermanas, leyendo esta narración, cada uno de nosotros está llamado a
comprender que, en la oración de petición al Señor, no debemos esperar
un cumplimiento inmediato de lo que pedimos, de nuestra voluntad, sino
confiarnos sobre todo a la voluntad del Padre, leyendo cada suceso en la
perspectiva de su gloria, de su diseño de amor, a menudo misterioso para
nuestros ojos. Por esto, en nuestra oración, la petición, la alabanza y
la acción de gracias deberían darse unidas, incluso cuando parece que
Dios no responda a nuestras esperanzas concretas. El abandonarse en el
amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las
actitudes fundamentales en nuestro diálogo con Dios. El
Catecismo de la Iglesia Católica
comenta de esta manera la oración de Jesús en el relato
de la resurrección de Lázaro: “Así, apoyada en la acción de gracias, la
oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido
sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones.
El Dador es más precioso que el don otorgado, es el 'tesoro', y en Él
está el corazón de su Hijo; el don se otorga como 'por añadidura' (cf
Mt 6, 21. 33)” (2604). También para nosotros, más allá de lo
que Dios nos da cuando le invocamos, el don más grande que nos puede dar
es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que hay
que pedir y custodiar siempre.
La oración que
Jesús pronuncia mientras se retira la piedra que tapa la entrada de la
tumba de Lázaro, tiene un resultado singular e inesperado. Él, de hecho,
después de haber dado gracias a Dios Padre, añade: “Yo sé que siempre me
escuchas, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean
que tú me has enviado” (Jn 11,42). Con su oración, Jesús quiere
llevarnos a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y
quiere mostrar que este Dios que tanto ha amado al hombre y al mundo,
hasta el punto de mandar a su Hijo Unigénito (cfr Jn 3,16), es el Dios
de la Vida, el Dios que lleva esperanza y es capaz de darle la vuelta a
situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente,
por tanto, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo,
de su interés en el hombre, de su acción para llevar a cabo su plan de
salvación.
Las dos oraciones
de Jesús meditadas ahora y que acompañan la curación del sordomudo y la
resurrección de Lázaro, revelan que el profundo vínculo entre el amor a
Dios y el amor al prójimo debe entrar también en nuestra oración. En
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro,
especialmente si está necesitado o sufre, el conmoverse ante el dolor de
una familia amiga, lo llevan a dirigirse al Padre, en esa relación que
dirige toda su vida. Pero también al revés: la comunión con el Padre, el
diálogo constante con Él, empuja a Jesús a estar atento de un modo único
a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo y el
amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con
Dios, y la relación con Dios nos guía de nuevo hacia el prójimo.
Queridos hermanos
y hermanas, nuestra oración abre la puerta a Dios, que nos enseña a
salir constantemente a de nosotros mismos para ser capaces de acercarnos
a los demás, especialmente en los momentos de la prueba, para llevarles
consuelo, esperanza y luz. Que el Señor nos conceda ser capaces de una
oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal
con Dios, agrandar nuestro corazón a la necesidad del que está a nuestro
lado y sentir la belleza de ser “hijos en el Hijo”, junto a muchos
hermanos. ¡Gracias!
Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles
11 de
enero de 2012
Queridos hermanos
y hermanas,
En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, presentada en
los Evangelios, me gustaría meditar hoy sobre el momento, muy solemne,
de su oración en la Última Cena.
El fondo temporal y emocional de la cena en el que Cristo se despide de
sus amigos, es la inminencia de su muerte, que Él siente ya cerca.
Durante mucho tiempo, Jesús había empezado a hablar de su pasión,
tratando también de implicar cada vez más a sus discípulos en esta
perspectiva. El Evangelio de Marcos nos dice que desde el inicio de su
viaje a Jerusalén, en los pueblos de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús
había comenzado "a enseñarles que el Hijo del
hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días"
(Marcos 8:31).
Además, justo en los días en que se estaba preparando para despedirse de
los discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la proximidad de
la Pascua, es decir, del recuerdo de la liberación de Israel de Egipto.
Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el
presente y en el futuro, tomaba vida en las celebraciones familiares de
la Pascua. La Última Cena se enmarca en este contexto, pero con una
novedad de fondo. Jesús mira su Pasión, Muerte y Resurrección, siendo
plenamente consciente. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos, con
un carácter totalmente especial y diferente de los otros convites; es su
Cena, en la cual ofrece Algo totalmente nuevo: a Él mismo. De este modo,
Jesús celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección.
Esta novedad se refleja en la historia de la Última Cena del Evangelio
de Juan, el cual no la describe como la Pascua, justamente porque Jesús
quiere inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, relacionada sí, con los
acontecimientos del Éxodo. Y para Juan, Jesús murió en la cruz en el
momento mismo en que, en el templo de Jerusalén, los corderos de la
Pascua estaban siendo inmolados.
Entonces, ¿cuál es el meollo de esta cena? Lo son aquellos gestos de la
fracción del pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz
del vino con las palabras que los acompañan, y en el contexto de la
oración en la que se insertan: es la institución de la Eucaristía, es la
gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero veamos más de cerca este
momento.
En primer lugar, las tradiciones neotestamentarias de la institución de
la Eucaristía (cf. 1 Co. 11:23-25, Lc. 22, 14-20, Mc.14:22-25, Mt.
26:26-29), indicando la oración que introduce los gestos y las palabras
de Jesús sobre el pan y el vino, usan dos verbos paralelos y
complementarios. Pablo y Lucas hablan de eucaristía/acción de gracias:
"tomó pan, dio gracias, lo partió y lo dio" (Lucas
22:19). Marcos y Mateo, en vez, subrayan el aspecto de
elogio/bendición: "tomó pan, lo bendijo, lo partió
y se lo dio" (Mc 14:22). En ambos, los términos griegos
eucaristeìn y eulogeìn se refieren a la berakha
hebrea, que es la gran oración de acción de gracias y bendición de la
tradición de Israel, que marcaba el inicio de las grandes fiestas. Las
dos diversas palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y
complementarias de esta oración. La berakha, de hecho, es ante
todo acción de gracias y alabanza que se eleva a Dios por el don
recibido: la Última Cena de Jesús, este es el pan --elaborado a partir
del trigo que Dios hace germinar y crecer de la tierra--, y del vino
producido a partir del fruto madurado sobre la vid. Esta oración de
alabanza y acción de gracias que se eleva a Dios, vuelve como una
bendición, que viene de Dios sobre el don y lo enriquece. Dar gracias,
alabar a Dios se vuelve así una bendición y la ofrenda dada a Dios
retorna al hombre bendecida por el Todopoderoso. Las palabras de la
institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de oración: en
ellas, la alabanza y la bendición de la berakhase vuelven
bendición y transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre
de Jesús.
Antes de las palabras de la institución vienen los gestos: aquello de la
fracción del pan y del ofertorio del vino. Quien parte el pan y pasa la
copa es sobre todo el cabeza de familia, que acoge en su mesa a los
familiares, pero estos gestos son también los de la hospitalidad, de la
acogida a la comunión cordial con los extranjeros, que no forman parte
de la casa. Estos mismos gestos, en la cena con la que Jesús se
despidió, adquieren una profundidad del todo nueva: Él da una señal
visible de acogida a la mesa en la cual Dios se da. Jesús en el pan y en
el vino se ofrece y se transmite a Sí mismo.
Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en aquel
momento, a Sí mismo? Jesús sabe que la vida está por serle quitada a
través del tormento de la cruz --la pena de muerte de los hombres que no
son libres--, aquella que Cicerón definió la mors turpissima crucis.
Con el don del pan y del vino que ofrece en la Última Cena, Jesús
anticipa su muerte y resurrección realizando aquello que había dicho en
el discurso del Buen Pastor: "Yo doy mi vida para
recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy. Tengo poder para
darla y poder para recobrarla de nuevo. Este es el mandato que he
recibido de mi Padre" (Jn 10:17-18). Por lo tanto Él ofrece de
antemano la vida que le será quitada y de este modo transforma su muerte
violenta en un acto libre de donación de sí para los demás y a los
demás. La violencia se convierte en un sacrificio activo, libre y
redentor.
Una vez más en la oración, iniciada según las formas rituales de la
tradición bíblica, Jesús revela su identidad y su voluntad de cumplir
totalmente su misión de amor total, de ofrenda en obediencia a la
voluntad del Padre. La profunda originalidad del don de sí a los suyos,
a través del memorial eucarístico, es la culminación de la oración que
marca la cena de despedida con ellos. Al contemplar los gestos y las
palabras de Jesús esa noche, vemos claramente que la relación íntima y
constante con el Padre es el lugar donde Él realiza el gesto de dejar a
los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el "Sacramentum
Caritatis". Dos veces en la Última Cena resuenan las palabras:
"Haced esto en memoria mía" (1 Cor. 11, 24.25). Con el don de Sí mismo,
Él celebra su Pascua, convirtiéndose en el verdadero Cordero que lleva a
cumplimiento todo el antiguo culto. Esta es la razón por la que San
Pablo, hablando a los cristianos de Corinto afirma:
"Cristo, nuestra Pascua, [nuestro Cordero
pascual!], ha sido inmolado. Así que, celebramos la fiesta... con panes
ázimos de sinceridad y verdad" (1 Cor 5,7-8).
El evangelista Lucas ha conservado un valioso elemento adicional de los
acontecimientos de la Última Cena, que nos permite ver la profundidad
conmovedora de la oración de Jesús por los suyos aquella noche, la
atención por cada uno. Iniciando con la oración de acción de gracias y
de bendición, Jesús añade al don de la Eucaristía, el don de Sí mismo,
y, al mismo tiempo que da esta realidad sacramental decisiva, se dirige
a Pedro. Al final de la cena, le dijo: "Simón,
Simón, mira que Satanás ha pedido el poder cribaros como trigo, pero yo
he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas
vuelto, confirma a tus hermanos" (Lucas 22:31-32). La oración de
Jesús cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, los
sostiene en su debilidad, en sus esfuerzos por comprender que el camino
de Dios pasa a través del Misterio pascual de la muerte y resurrección,
anticipado en la ofrenda del pan y del vino. La Eucaristía es el
alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza también para el
que está cansado, agotado y desorientado. Y la oración es sobre todo
para Pedro, para que una vez convertido, confirme a sus hermanos en la
fe. El evangelista Lucas recuerda que fue justo la mirada de Jesús la
que buscó el rostro de Pedro en el momento en que este acababa de
realizar su triple negación, para darle la fuerza de continuar su camino
detrás de Él: "En aquel mismo momento, mientras
que aún estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a
Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor"(Lc
22,60-61).
Queridos hermanos y hermanas, participando de la Eucaristía, vivimos de
una manera extraordinaria la oración que Jesús ha hecho y hace
continuamente por cada uno, a fin de que el mal, que todos enfrentamos
en la vida, no logre vencer, y actúe así en nosotros el poder
transformador de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía,
la Iglesia responde a la indicación de Jesús:
"Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; cf 1 Co 11, 24-26.);
repite la oración de acción de gracias y de bendición, y con ella, las
palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Nuestras Eucaristías se realizan en ese momento de
oración, en un unirnos siempre y de nuevo a la oración de Jesús. Desde
el principio, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración
como parte de la oración realizada junto a Jesús; como una
parte central de la alabanza llena de gratitud, a través de la cual el
fruto de la tierra y del trabajo del hombre, nos viene nuevamente
donados como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios mismo
en el amor acogedor del Hijo (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 146.).
Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la Carne y la Sangre del
Hijo de Dios, unimos nuestras oraciones a la del Cordero Pascual en la
noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra
debilidad y de nuestras infidelidades, sino que sea transformada.
Queridos amigos, pidamos al Señor que, después de habernos preparado
debidamente, también con el Sacramento de la Penitencia, nuestra
participación en su Eucaristía, que es esencial para la vida cristiana,
sea siempre el punto más alto de todas nuestras oraciones. Pidamos que,
unidos profundamente en su propia ofrenda al Padre, también nosotros
podemos transformar nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable,
del amor a Dios y a los hermanos. Gracias.
La Oración Sacerdotal de Jesús
Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles
25 de
enero de 2012
Queridos
hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que
Jesús
dirige al Padre en la «hora» de su elevación y glorificación (cf.
Jn 17,1-26). Como enseña el
Catecismo de la Iglesia Católica:
"La tradición cristiana acertadamente la denomina
la oración 'sacerdotal' de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo
Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su 'paso' [pascua] hacia el
Padre donde es “consagrado” enteramente al Padre" (n. 2747).
Esta oración de Jesús es entendida en su extrema riqueza, sobre todo si
colocamos como fondo la fiesta judía de la expiación, el Yom Kippur. Ese
día, el sumo sacerdote hace primero la expiación por sí mismo, luego por
la clase sacerdotal, y finalmente por todo el pueblo. El objetivo es
devolverle al pueblo de Israel, después de los pecados de un año, la
conciencia de la reconciliación con Dios, la conciencia de ser el pueblo
elegido, "pueblo santo" en medio de otros pueblos. La oración de Jesús
en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan, está basada en la
estructura de esta fiesta. Aquella noche, Jesús se dirige al Padre en el
momento en que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima,
ora por él mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en
Él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).
La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia
glorificación, de la propia "elevación" en su "hora". En realidad, es
más una declaración de plena disposición a entrar, libre y
generosamente, en el diseño de Dios Padre que se cumple al ser
entregado, y en la muerte y resurrección. La "hora" se inició con la
traición de Judas (cf. Jn 13,31) y culminará con la subida de Jesús
resucitado al Padre (Jn 20,17). La salida de Judas del cenáculo es
comentada por Jesús con estas palabras:“Ahora ha
sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”(Jn
13,31). No es casual que comience la oración sacerdotal diciendo:
"Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo
para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La glorificación
que Jesús pide para sí mismo como Sumo Sacerdote, es la entrada en la
plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena
condición filial: "Y ahora, Padre, glorifícame tú,
junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo
fuese"(Juan 17,5). Es esta disponibilidad y esta petición es el
primer acto del nuevo sacerdocio de Jesús, que es un donarse por
completo en la cruz, y justamente sobre la cruz --el supremo acto de
amor--, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la
gloria divina.
El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por
los discípulos que estaban con Él. Son aquellos de los que Jesús puede
decir al Padre: "He manifestado tu Nombre a los
hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los
has dado; y han guardado tu palabra" (Jn 17,6). "Manifestar el
nombre de Dios a los hombres" es el resultado de una nueva presencia del
Padre en medio de la gente, de la humanidad. Este "manifestar" no es
sólo una palabra, sino que es realidad en Jesús; Dios está con nosotros,
y así el nombre --su presencia entre nosotros, el ser uno de nosotros--,
se "ha realizado". Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la
encarnación del Verbo. En Jesús, Dios entra en la carne humana, se hace
cercano en modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el
sacrificio que Jesús hace en su Pascua de muerte y resurrección.
En el centro de esta oración de intercesión y de expiación a favor de
los discípulos está la petición de consagración; Jesús dice al Padre:
"Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo.
Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado
al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a
mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn
17,16-19). Me pregunto: ¿Qué significa "consagrar" en este caso?
Sobre todo debemos decir que "Consagrado" o "Santo", en propiedad sólo
es Dios. Entonces consagrar quiere decir transferir una realidad --una
persona o cosa--, a la propiedad de Dios. Y en esto están presentes dos
aspectos complementarios: por una parte quitar las cosas corrientes,
segregar, "apartar" la vida personal del hombre para ser donados
totalmente a Dios; y por otra, esta segregación, esta transferencia a la
esfera de Dios, tiene el significado propio de “envío”, de misión:
precisamente porque entregada a Dios, la realidad, la persona consagrada
existe "para" los otros, es donada a los otros. Darse a Dios significa
no vivir más para sí, sino para todos. Y es consagrado quien, como
Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios en vista de una tarea
y, como tal, está a disposición de todos. Para los discípulos, será
continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en
misión para todos. En la tarde de la Pascua, el Resucitado,
apareciéndose a sus discípulos, les dice: "¡La paz
con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).
El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada al final de
los tiempos. En ella, Jesús se dirige al Padre para interceder a favor
de todos aquellos que serán llevados a la fe mediante la misión
inaugurada por los apóstoles, y continuada en la historia:
"No ruego solo por éstos, sino también por
aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí". Jesús ora
por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros
(Jn 17,20). El
Catecismo de la Iglesia Católica
dice:“Jesús ha cumplido toda la obra del
Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la
consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los
últimos tiempos y los lleva hacia su consumación”(No. 2749).
La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus
discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos
los que creerán en Él. Tal unidad no es un producto mundano. Proviene
exclusivamente de la unidad divina y viene a nosotros del Padre mediante
el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que viene del cielo, y
que tiene su efecto --real y perceptible-- en la tierra. Ora
“para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y
yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea
que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos,
por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que
creen. Pero al mismo tiempo, esta debe aparecer claramente en la
historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy
práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno.
La unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús --que el
Padre ha enviado al mundo--, es también la fuente originaria de la
eficacia de la misión cristiana en el mundo.
"Podemos decir que en la oración sacerdotal de
Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la
última cena, Jesús crea la Iglesia. Por qué, ¿qué otra cosa es la
Iglesia, si no la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en
Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la
misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de
Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.
La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de
palabra: es la acción por la que Él se "consagra" a sí mismo, es decir,
se "sacrifica" para la vida del mundo (cfr. Gesù di Nazaret, II, 117s).
Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad,
recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar “en
el mundo” sin ser "del mundo" (cf. Jn
17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea
en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces,
en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al "mundo"
fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del
pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, hemos tomado algunos elementos de la gran
riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que les invito a leer y
meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor y nos enseñe a
orar. También nosotros, por ello, en nuestra oración, pidamos a Dios que
nos ayude a entrar, más de lleno, en el proyecto que tiene para cada uno
de nosotros; pidámosle ser "consagrados" a Él, pertenecerle cada vez
más, para poder amar cada vez más a los otros, cercanos y lejanos;
pidámosle ser siempre capaces de abrir nuestra oración a la amplitud del
mundo, no cerrándola en la petición de ayuda para nuestros problemas,
sino recordando delante del Señor a nuestro prójimo, aprendiendo la
belleza de interceder por los demás; le pedimos el don de la unidad
visible entre todos los creyentes en Cristo --la hemos invocado con
fuerza en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos--,
recemos para estar siempre dispuestos a responder a cualquiera que nos
pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). Gracias.
la oración de Jesús en el
Huerto
Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles
1 de
febrero de 2012
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy me gustaría hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto
de los Olivos. El escenario de la narración evangélica de esta oración
es particularmente significativo. Jesús se fue al monte de los Olivos
después de la Última Cena, y ora junto con sus discípulos. El
evangelista Marcos relata: "Después de haber
cantado el himno, salieron hacia el Monte de los Olivos" (14,26).
Es probable que aluda al canto de algunos salmos del Hallèl, con los que
se agradece a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud, y se
pide su ayuda en las dificultades y amenazas siempre nuevas del
presente. El camino a Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que
hacen sentir próximo su destino de muerte y anuncian la inminente
dispersión de los discípulos.
Una vez en el Monte de los Olivos, también esa noche Jesús se preparó
para la oración personal. Pero esta vez sucede algo nuevo: parece que no
quiere estar solo. Muchas veces Jesús se retiraba aparte de la
muchedumbre y de los propios discípulos, deteniéndose
"en lugares desérticos" (cf. Mc 1,35) o
subiendo "a la montaña", dice San Marcos
(cf. Mc 6,46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, a
Santiago y a Juan a estar más cerca de él. Son los discípulos que fueron
llamados a estar con Él en el monte de la Transfiguración (cf. Mc
9,2-13). Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es
significativa. Incluso aquella noche, Jesús orará al Padre
"a solas", porque su relación con él es
única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Parece, en efecto,
que sobre todo aquella noche nadie puede acercarse verdaderamente al
Hijo, que se presenta ante el Padre en su identidad absolutamente única,
exclusiva. Jesús, sin embargo, a pesar de venir
"solo" al punto donde se detendrá a rezar, quiere por lo menos
que tres de sus discípulos permanezcan no muy lejos, en una relación más
estrecha con Él. Se trata de un acercamiento especial, una petición de
solidaridad en el momento en que siente aproximarse la muerte, pero es
sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, de alguna manera,
la sintonía con Él, en el momento en que está a punto de cumplirse
totalmente la voluntad del Padre, y es una invitación a cada discípulo a
seguirlo en el camino de la cruz. El evangelista Marcos narra:
"Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y empezó a
sentir miedo y ansiedad. Les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte.
Quedaos aquí y velad"(14,33-34).
En las palabras dirigidas a los tres, Jesús, una vez más, se expresa en
el lenguaje de los Salmos: "Mi alma está triste",
una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43,5).
La dura determinación "hasta la muerte",
lleva a una situación vivida por muchos de los mensajeros de Dios en el
Antiguo Testamento y que se expresa en sus oraciones. No es raro, de
hecho, que llevar a cabo la misión confiada signifique encontrar
hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente en modo dramático la
prueba que experimenta cuando guía al pueblo en el desierto, y le dice a
Dios: "No puedo yo solo soportar la carga de todo
este pueblo; es demasiado pesado para mí. Si me tratas así, déjame morir
más bien, si he hallado gracia a tus ojos." (Num. 11,14-15).
Incluso para el profeta Elías no es fácil llevar a cabo el servicio a
Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se dice:
"Se adentró en el desierto una jornada de camino y
se sentó debajo de una retama. Deseoso de morir, dijo: "¡Basta, Señor!
Toma mi vida, porque yo no soy mejor que mis padres" (19,4).
Las palabras de Jesús a los tres discípulos que quiere cerca durante la
oración en Getsemaní, revela cómo siente miedo y angustia en aquella
“Hora", experimenta la última profunda soledad mientras el plan de Dios
se está llevando a cabo. Y en este miedo y angustia de Jesús se resume
todo el horror del hombre ante su propia muerte, la certeza de su
inexorabilidad y la percepción del peso del mal que roza nuestras vidas.
Después de la invitación dirigida a los tres, a quedarse y velar en
oración, Jesús "solo" se dirige al Padre.
El evangelista Marcos relata que Él "fue más
adelante, cayó al suelo y rezó para que, si fuese posible, pasara de él
esa hora" (14,35). Jesús cae cara a tierra: es una posición de
oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, la entrega a
Dios con plena confianza. Es un gesto que se repite al inicio de la
celebración de la Pasión del Viernes Santo, como también en la profesión
monástica y en las ordenaciones diaconales, presbiterales y episcopales,
para expresar, en la oración, y también corporalmente, el completo
abandonarse a Dios, confiar en Él. Entonces Jesús le pide al Padre que,
si fuera posible, pasara de él esa hora. No es sólo el miedo y la
angustia del hombre ante la muerte, sino la perturbación del Hijo de
Dios que ve el terrible fardo del mal que deberá tomar sobre sí para
superarlo, para privarlo de poder.
Queridos amigos, también nosotros, en la oración debemos ser capaces de
llevar ante Dios nuestras fatigas, el sufrimiento de ciertas
situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo,
de ser cristianos, y también el peso del mal que vemos en y alrededor de
nosotros, porque Él nos da esperanza, nos hace sentir su cercanía, nos
da un poco de luz en el camino de la vida.
Jesús continúa su oración: "¡Abbà! ¡Padre! Todo es
posible para ti: aleja de mi este cáliz! Sin embargo, que no sea lo que
yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36a). En esta
invocación, hay tres pasajes reveladores. Al principio tenemos la
repetición de la palabra con la que Jesús se dirige a Dios:
"¡Abbà! ¡Padre!" (Mc. 14,36a). Sabemos bien
que la palabra aramea Abbà es la utilizada por el niño para dirigirse al
papá y expresa por eso la relación de Jesús con Dios Padre, una relación
de ternura, de afecto, de confianza, de abandono. En la parte central de
la invocación está el segundo elemento: la conciencia de la omnipotencia
del Padre --"todo es posible para ti"--,
que introduce una petición en la cual, una vez más, aparece el drama de
la voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal
"¡aleja de mí este cáliz!". Pero es la
tercera expresión de la oración de Jesús la que es decisiva, en la que
la voluntad humana se adhiere completamente a la voluntad divina. De
hecho, Jesús concluye diciendo con firmeza: "Pero
no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36c).
En la unidad de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra
su plena realización en el abandono completo del Yo al Tú del padre,
llamado Abbà. San Máximo confesor dice que desde la creación del hombre
y la mujer, la voluntad humana está orientada a lo divino y que en el
"sí" a Dios la voluntad humana es plenamente libre y encuentra su
realización. Por desgracia, a causa del pecado, este "sí" a Dios se ha
transformado en oposición: Adán y Eva han pensado que el "no" a Dios fue
la cumbre de la libertad, el ser plenamente ellos mismos. Jesús en el
monte de los Olivos, reconduce la voluntad humana a un "sí" pleno a
Dios. En Él, la voluntad natural está plenamente integrada en la
orientación que le da la persona divina. Jesús vive su vida de acuerdo
con el centro de su Persona: el ser el Hijo de Dios. Su voluntad humana
se traza en el Yo del Hijo que se abandona totalmente al Padre. Así,
Jesús nos dice que sólo en el conformar su propia voluntad a la voluntad
divina, el ser humano llega a su verdadera altura, se vuelve "divino";
sólo saliendo de sí, sólo en el "sí" a Dios, se cumple el deseo de Adán,
de todos nosotros, el ser completamente libres. Es lo que hizo Jesús en
Getsemaní: transfiriendo la voluntad humana a la voluntad de Dios nace
el hombre verdadero, y somos redimidos.
El Compendio del
Catecismo de la Iglesia Católica
enseña claramente:
"La oración de Jesús durante su agonía en el
Huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la
profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio
de amor del Padre y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad,
todas las peticiones e intercesiones de la historia de la salvación. Él
las presenta al Padre que las acepta y las concede, más allá de toda
esperanza, resucitándolo de entre los muertos" (Nº.543). En
realidad, "en ninguna otra parte de la Sagrada
Escritura miramos tan profundamente dentro el misterio íntimo de Jesús,
como en la oración en el Monte de los Olivos". (Gesù di Nazaret II,
177).
Queridos hermanos y hermanas, cada día en la oración del Padre Nuestro
le pedimos al Señor: "Hágase tu voluntad en la
tierra como en el cielo" (Mt. 6,10). Reconocemos, por ello, que
hay una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros, una voluntad de
Dios en nuestras vidas, que debe convertirse cada día más en la
referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos entonces que
es en el "cielo" donde se hace la voluntad de Dios y que la "tierra" se
vuelve "cielo", lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la
verdad, de la belleza divina, solo si en ella se hace la voluntad de
Dios.
En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y maravillosa
de Getsemaní, la "tierra" se ha convertido en "cielo"; la "tierra" de su
voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su
voluntad divina, de modo que la voluntad de Dios se cumplió en la
tierra. Y esto también es importante en nuestra oración: debemos
aprender a confiar más en la divina Providencia, pedirle a Dios la
fuerza para salir de nosotros mismos para renovarle nuestro "sí", para
repetirle "Hágase tu voluntad", para
adecuar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que hacemos a diario,
ya que no siempre es fácil confiar en la voluntad de Dios, repetir el
"sí" de Jesús, el "sí" de María. Los relatos del evangelio de Getsemaní
muestran dolorosamente que los tres discípulos elegidos por Jesús para
estar cerca a él, no fueron capaces de velar con Él, de compartir su
oración, su adhesión al Padre, y se sintieron abrumados por el sueño.
Queridos amigos, pidamos al Señor ser capaces de velar con Él en la
oración, de seguir la voluntad de Dios cada día, incluso si habla de
Cruz, de vivir en intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a
esta «tierra», un poco del «cielo» de Dios. Gracias.
Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles
8 de
febrero de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy
me gustaría reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús ante la
inminencia de su muerte, reflexionando sobre lo que nos refieren san
Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas describen la oración de Jesús
agonizante no solo en la lengua griega, en la que está escrita su
historia, sino por la importancia de esas palabras, también en una
mezcla de hebreo y arameo. De esta manera han transmitido no sólo el
contenido sino incluso el sonido que esta oración ha tenido en los
labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús tal como
fueron. Al mismo tiempo, han descrito la actitud de los presentes en la
crucifixión, que no entienden --o no quieren entender-- esta oración.
Escribe san Marcos, como hemos escuchado: "Llegada la hora sexta, hubo
oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó
Jesús con fuerte voz: "Eloí,
Eloí, ¿lemá sabactaní?", que quiere decir:
"¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (15,34). En la
estructura de la historia, la oración, el grito de Jesús se sitúa al
final de tres horas de oscuridad, que desde el mediodía hasta las tres
de la tarde, cayó sobre toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad, a
su vez, son una continuación de un anterior lapso de tiempo, también de
tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san
Marcos nos informa por cierto que: "Eran las nueve de la mañana cuando
le crucificaron" (cf. 15,25). De todas las indicaciones de tiempo de la
historia, las seis horas de Jesús en la cruz se dividen en dos partes
equivalentes cronológicamente.
En
las primeras tres horas, desde las nueve hasta las doce, vienen las
burlas de los diferentes grupos de personas que muestran su
escepticismo, que dicen no creer. San Marcos escribe:
"Los que pasaban
por allí lo insultaban" (15,29), "igualmente los sumos sacerdotes se
burlaban entre ellos junto con los escribas" (15,31), "también le
injuriaban los que con él estaban crucificados" (15,32). En las
siguientes tres horas, desde el mediodía "hasta las tres de la tarde",
el evangelista habla sólo de la oscuridad que descendió sobre toda la
tierra: la oscuridad ocupa sola toda la escena sin ninguna referencia a
movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez
más a la muerte, solo está la oscuridad que cae "sobre toda la tierra".
Incluso el cosmos participa en este evento: la oscuridad envuelve
personas y cosas, pero incluso en esta hora oscura Dios está presente,
no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado
ambivalente: es un signo de la presencia y de la actividad del mal, pero
también de una misteriosa presencia y acción de Dios que es capaz de
vencer toda tiniebla. En el libro del Éxodo, por ejemplo, leemos:
"Yahvé
dijo a Moisés: ‘Yo me acercaré a ti en una densa nube’" (19,9) y otra
vez: "Y la gente se mantuvo a distancia mientras Moisés se acercaba a la
densa nube donde estaba Dios" (20,21). Y en los discursos del
Deuteronomio, Moisés dice: "La montaña ardía en llamas hasta el mismo
cielo, entre tenebrosa nube y nubarrón" (4,11); vosotros
"oísteis la voz
que salía de las tinieblas, mientras la montaña ardía" (5,23). En la
escena de la crucifixión de Jesús las tinieblas envuelven la tierra y
son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para dar
vida, con su acto de amor.
Volviendo a la narración de san Marcos, frente a los insultos de los
diversos tipos de personas, en la oscuridad que se cierne sobre todo, en
el momento en que está frente a la muerte, Jesús con el grito de su
oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte, en
que parece haber abandono, ausencia de Dios, Él tiene la plena certeza
de la cercanía del Padre, que aprueba este acto supremo de amor, de
entrega total de sí mismo, a pesar de que no se escuche, como en otras
ocasiones, la voz que viene de lo alto. Leyendo los evangelios, nos
damos cuenta que en otros momentos importantes de su vida terrena, Jesús
había visto signos asociados con la presencia del Padre y la aprobación
de su camino de amor, incluso la voz clarificadora de Dios. Así, en la
historia que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos,
había escuchado la palabra del Padre: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco" (Mc 1,11). Después en la transfiguración, al signo de la nube
le acompañó la palabra: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (Mc 9,7). En
cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, enmudece, no se oye
ninguna voz, pero la mirada del amor del Padre permanece fija en el don
del amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que lanza
al Padre: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado"?, ¿la duda de
su misión, de la presencia del Padre? ¿En esta oración no es quizás la
propia conciencia de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús
dirige al Padre son el inicio del salmo 22, donde el salmista manifiesta
a Dios la tensión entre sentirse abandonado y la conciencia cierta de la
presencia de Dios entre su pueblo. El salmista reza:
"Clamo de día, Dios
mío, y no respondes, también de noche, sin ahorrar palabras. ¡Pero tú
eres el Santo, entronizado en medio de la alabanza de Israel!" (vv.
3-4). El salmista habla de "grito" para expresar todo el sufrimiento de
su oración ante Dios aparentemente ausente: en el momento de la
angustia, la oración se convierte en un grito.
Y
esto ocurre también en nuestra relación con el Señor: frente a las
situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no
escucha, no temamos en confiarle todo el peso que llevamos en nuestro
corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento, debemos
estar convencidos de que Dios está cerca, aunque aparentemente calla.
Al
repetir desde la cruz las mismas palabras iniciales del Salmo,
"
Elì, Elì, lemà sabactàni?" --"¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?" (Mt. 27,46)--, gritando las palabras del Salmo,
Jesús ora en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento
del abandono; ora, sin embargo, con el Salmo, conciente de la presencia
de Dios Padre aún en esta hora, en la que se siente el drama humano de
la muerte. Sin embargo surge en nosotros una pregunta: ¿cómo es posible
que un Dios tan poderoso no intervenga para evitarle a su Hijo esta
terrible experiencia? Es importante comprender que la oración de Jesús
no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación,
ni es el grito de quien se sabe abandonado. Jesús en aquel momento hace
suyo todo el Salmo 22, el salmo del pueblo de Israel que sufre, y de
este modo toma sobre sí no solo el castigo de su pueblo, sino también el
de todos los hombres que sufren por la opresión del mal; y al mismo
tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo en la certeza de que su
grito será atendido en la resurrección, "el grito en el extremo tormento
es al mismo tiempo la certeza de la respuesta divina --certeza de la
salvación no sólo para Jesús mismo--, sino para «muchos»" (Gesù
di Nazaret II, 239-240). En esta oración de Jesús se
encierra la máxima confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso
cuando parece ausente y cuando parece permanecer en silencio, siguiendo
un designio para nosotros incomprensible. En el
Catecismo de la Iglesia Católica
se lee así: "En el amor redentor que le unía siempre al Padre
(cf. Jn 8,
29), nos asumió en nuestra separación de Dios a causa del pecado hasta
el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: ‘¿Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?’" (n. 603). El suyo es un sufrimiento
en comunión con nosotros y por nosotros, que viene del amor y lleva en
sí la redención, la victoria del amor.
Las
personas presentes bajo la cruz de Jesús no pueden entender y piensan
que su grito es una oración dirigida a Elías. En una escena
conmocionada, tratan de saciarle la sed para prolongarle la vida y ver
si Elías realmente viene en su rescate, pero un fuerte grito pone fin a
su deseo, y a la vida terrena de Jesús. En el momento último, Jesús dejó
que su corazón expresara el dolor, pero deja salir, al mismo tiempo, el
sentido de la presencia del Padre y el consentimiento de su plan de
salvación para la humanidad. También nosotros nos situamos siempre y de
nuevo de frente al "hoy" del sufrimiento, del silencio de Dios --lo
expresamos muchas veces en nuestra oración--, pero también estamos
frente al "hoy" de la resurrección, de la respuesta de Dios que ha
tomado sobre sí nuestros sufrimientos, para llevarlos junto con nosotros
y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Enc.
Spe salvi,
35-40).
Queridos amigos, en la oración traemos a Dios nuestras cruces
diariamente, en la certeza de que Él está presente y nos escucha. El
grito de Jesús nos recuerda que en la oración, debemos superar las
barreras de nuestro "yo" y de nuestros problemas y abrirnos a las
necesidades y sufrimientos de los demás. La oración de Jesús agonizante
en la cruz nos enseña a orar con amor por tantos hermanos y hermanas que
sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que
permanecen en el dolor, sin una palabra de consuelo; traigamos todo esto
al corazón de Dios, para que ellos puedan sentir también el amor de Dios
que nunca nos abandona. Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 15 de febrero de
2012
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado, hablé sobre la
oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22:
“Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Ahora quisiera
seguir meditando sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia
de la muerte y me gustaría centrarme hoy en la narración que encontramos
en el evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres
palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales --la primera y la
tercera--, son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda,
por el contrario, consiste en la promesa hecha al llamado buen ladrón
crucificado con él; respondiendo a la oración del ladrón, Jesús le
asegura: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el
Paraíso.” (Lc. 23, 43). En Lucas están entrelazadas
sugestivamente las dos oraciones que Jesús agonizante dirige al Padre y
la acogida de la súplica que le dirige el pecador arrepentido. Jesús
invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre que
a menudo es llamado
latro poenitens,
"el ladrón arrepentido."
Detengámonos en estas tres oraciones de Jesús. La primera la pronuncia
inmediatamente después de ser clavado en la cruz, mientras los soldados
se están dividiendo sus vestidos como triste recompensa de su servicio.
En cierto modo, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión.
San Lucas escribe: “Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron
allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.”
(23,33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de
intercesión, pide perdón por sus verdugos. Con esto, Jesús cumple en
primera persona lo que había enseñado en el Sermón de la Montaña cuando
dijo: “Pero yo les digo a los que me escuchan:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien.” (Lc.
6,27) y también había prometido a los que supieran perdonar:
“su recompensa será grande, y serán hijos del
Altísimo” (v.35). Ahora, desde la cruz, no solo perdona a sus
verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo en su
favor.
Esta actitud de Jesús encuentra una “imitación” conmovedora en el relato
de la lapidación de san Esteban, el primer mártir. Esteban, llegando a
su fin, “dobló las rodillas y dijo con fuerte voz:
'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y diciendo esto, murió”.
(Hch 7,60): esta fue su última palabra. La comparación de la oración de
perdón de Jesús con la del protomártir es significativa. Esteban se
dirige al Señor resucitado y le pide que su muerte --un gesto claramente
definido por la expresión “este pecado”--, no se la impute a sus
asesinos. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no solo pide perdón por
sus verdugos, sino que también ofrece una lectura de lo que está
sucediendo. En sus palabras, de hecho, los hombres que lo crucifican "no
saben lo que hacen" (Lc. 23,34). Él sitúa la ignorancia, el "no saber",
como la razón para la petición de perdón al Padre, porque esta
ignorancia deja abierto el camino a la conversión, como es el caso de
las palabras que dijo el centurión ante la muerte de Jesús:
“Ciertamente este hombre era justo" (v.
47), era el Hijo de Dios. “Sigue siendo un
consuelo para todos los tiempos y para todos los hombres el hecho de que
el Señor, tanto sobre aquellos que realmente no sabían --los verdugos--,
como los que sabían y lo condenaron, pone la ignorancia como la razón
para pedir perdón, la ve como una puerta que se nos puede abrir hacia la
conversión.” (Gesù
di Nazaret, II, 233).
La segunda palabra de Jesús en la cruz reportada por san Lucas es una
palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos
hombres crucificados con Él. El buen ladrón frente a Jesús volvió en sí
y se arrepiente, se da cuenta que está frente al Hijo de Dios, que
revela el rostro mismo de Dios, y le pide: “Jesús, acuérdate de mí
cuando vengas con tu Reino” (v. 42). La respuesta del Señor a esta
oración va mucho más allá de la petición y le dice:
“Yo te aseguro: hoy
estarás conmigo en el Paraíso” (v. 43). Jesús es consciente de entrar
directamente en la comunión con el Padre y de volver a abrir el camino
al hombre hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da
la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el
último momento de la vida, y que la oración sincera, incluso después de
una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que
espera el regreso del hijo.
Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús agonizante. El
evangelista dice: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse
el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo
del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo:
«Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (vv.
44-46). Algunos aspectos de esta narración son diferentes a la imagen
ofrecida en Marcos y en Mateo. Las tres horas de oscuridad no se
describen, mientras que en Mateo se relacionan con una serie de eventos
apocalípticos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros, los
muertos que resucitan (cf. Mt 27,51-53). En Lucas, las horas de
oscuridad tienen su causa en el eclipsarse del sol, pero en ese momento
se da el desgarramiento del velo del templo. De este modo, el relato de
Lucas presenta dos signos, con cierto paralelismo con el cielo y el
templo. El cielo pierde su luz, se hunde la tierra, mientras que en el
templo, el lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege
el santuario. La muerte de Jesús está explícitamente caracterizada como
un evento cósmico y litúrgico; en particular, marca el inicio de un
nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el mismo
cuerpo de Jesús muerto y resucitado, el que reúne a los pueblos y los
une en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.
La
oración de Jesús, en este momento de sufrimiento, “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu”, es un fuerte grito de extrema y total confianza en
Dios. Esta oración expresa el pleno conocimiento de no ser abandonado.
La invocación inicial “Padre”, recuerda su primera declaración de niño
de doce años. Entonces había permanecido tres días en el templo de
Jerusalén, cuyo velo ahora está rasgado. Y cuando sus padres le habían
expresado su preocupación, él respondió: “Y ¿por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,49). De
principio a fin, lo que determina por completo el sentir de Jesús, su
palabra y su acción, es su relación única con el Padre. En la cruz Él
vive plenamente, en el amor, esta relación filial con Dios, que anima su
oración.
Las
palabras pronunciadas por Jesús, después de la invocación “Padre”,
retoman una expresión del salmo 31: “En tus manos mi espíritu
encomiendo” (Sal. 31,6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple
cita, sino más bien muestran una firme decisión: Jesús se “entrega” al
Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de
“entrega”, llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús
antes de su muerte es trágica, como lo es para cada hombre, pero al
mismo tiempo, está impregnada por aquella profunda calma que viene de la
confianza en el Padre y del deseo de entregarse totalmente a Él. En Getsemaní, cuando entró en la lucha final y en la oración más intensa y
estaba a punto de ser “entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44), su
sudor se hizo “como gotas espesas de sangre que caían en tierra”
(Lc.
22,44). Pero su corazón era totalmente obediente a la voluntad del
Padre, y por eso “un ángel venido del cielo” había venido a confortarlo
(cf. Lc. 22,42-43). Ahora, en sus últimos momentos, Jesús se dirige al
Padre, diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda
su existencia. Antes de partir para el viaje a Jerusalén, Jesús había
insistido a sus discípulos: “Escuchad estas palabras: el Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44). Ahora, que la
vida está por dejarlo, sella en la oración su decisión final: Jesús
permitió ser entregado “en manos de los hombres”, pero es en las manos
del Padre donde pone su espíritu; así, --como dice el evangelista
Juan--, todo se ha cumplido, el supremo acto de amor ha llegado a su
fin, al límite que va más allá del límite.
Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los
últimos momentos de su vida terrena ofrecen indicaciones exigentes a
nuestra oración, pero abren también a una confianza serena y a una
esperanza firme. Jesús que pide al Padre que perdone a aquellos que lo
están crucificando, nos invita al difícil gesto de orar también por
aquellos que nos hacen mal, que nos han dañado, sabiendo perdonar
siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine sus corazones; y nos invita
a tener, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor
que Dios tiene hacia nosotros: “perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, decimos todos los días en el
Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Jesús, en el momento extremo de la
muerte se entrega totalmente en las manos de Dios Padre, nos da la
certeza de que, mientras más duras sean las pruebas, difíciles los
problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de las manos
de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan en el
camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y fiel.
Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 18 de abril de
2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
Después de las grandes fiestas,
reanudamos las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de
Semana Santa, nos centramos en la figura de la Beata Virgen María,
presente entre los Apóstoles en oración, cuando esperaban la venida del
Espíritu Santo. Una atmósfera de oración acompaña los primeros pasos de
la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, ya que la presencia y
la acción del Espíritu Santo guían y animan de manera constante el
camino de la comunidad cristiana. En los Hechos de los Apóstoles, de
hecho, san Lucas, además de contar la gran efusión que tuvo lugar en el
Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), informa
de otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que vuelven en
la historia de la Iglesia. Hoy quiero centrarme en lo que se ha llamado
el "pequeño Pentecostés", que tuvo lugar en la culminación de una etapa
difícil en la vida de la Iglesia naciente.
Los Hechos de los Apóstoles nos
dicen que, después de la curación de un paralítico a la entrada del
Templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados
(Hechos 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el
pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un juicio sumario, fueron puestos en
libertad. Regresaron con sus hermanos y les contaron cuanto habían
sufrido debido al testimonio de Jesús resucitado. En ese pasaje dice san
Lucas que "todos unánimemente elevaron su voz a
Dios" (Hechos 4, 24). Aquí San Lucas registra la mayor oración de
la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual
como hemos escuchado " tembló el lugar donde
estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban
decididamente la Palabra de Dios " (Hch 4, 31).
Antes de considerar esta hermosa
oración, se observa una actitud subyacente importante: ante el peligro,
la dificultad, la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de
hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias de cómo
defenderse a sí mismos, o qué medidas tomar, sino que ante la prueba
empiezan a rezar, se ponen en contacto con Dios.
¿Qué característica tiene esta
oración? Se trata de una oración unánime y que coincide con toda la
comunidad, que se enfrenta a una situación de persecución por causa de
Jesús. En el original griego, san Lucas utiliza el vocablo
homothumadon "todos juntos" “de acuerdo ", un término que aparece
en otras partes de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar esta
oración perseverante y unida (cf. Hch 1, 14, 2, 46). Esta concordia es
el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre
fundamental para la Iglesia. No sólo es la oración de Pedro y Juan, que
se encontraban en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que
viven los dos apóstoles, no se refiere y afecta solo a ellos, sino a
toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas por causa de Jesús,
la comunidad no sólo no tiene miedo y no se divide, sino que está
profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar
al Señor. Esto, creo, es el primer prodigio que se produce cuando los
creyentes son desafiados a causa de su fe: la unidad se refuerza, en
lugar de verse comprometida, ya que está sostenida por una oración
inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su
historia se ve obligada a soportar, sino que debe confiar siempre, como
Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y el poder de Dios,
invocado en la oración.
Demos un paso más: ¿Qué es lo que
pide la comunidad cristiana a Dios en este momento de prueba? No pide la
seguridad por vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a
los que han encarcelado a Pedro y a Juan; piden solamente que se les
conceda "proclamar con toda libertad" la Palabra de Dios (cf. Hch 4:29).
Pide no perder la valentía de la fe, el coraje de anunciar la fe. Pero
antes trata de comprender en profundidad lo que ha sucedido, trata de
leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a
través de la Palabra de Dios, que nos permite descifrar la realidad del
mundo.
En la oración que se eleva al Señor,
la comunidad, ante todo, recuerda e invoca la grandeza y la inmensidad
de Dios: "Señor, tú que creaste el cielo y la
tierra, el mar y todo lo que hay en ellos" (Hechos 4, 24). En la
Invocación al Creador, sabemos que todo viene de Él, que todo está en
sus manos, este es el conocimiento que nos da confianza y el coraje de
que todo viene de Él, de que todo está en sus manos. A continuación,
pasa a reconocer cómo Dios ha actuado en la historia. Comienza con la
creación y continúa en la historia. Cómo ha estado cerca de su pueblo,
mostrándose un Dios interesado en el hombre, que no se retira, que no
abandona al hombre, y aquí se menciona explícitamente el Salmo 2, a la
luz del cual viene leída la situación de dificultad que está viviendo en
aquel momento la Iglesia.
El Salmo 2 celebra la entronización
del rey de Judea, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías,
contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, ni las
injusticias de los hombres: «¿Por qué se amotinan
las naciones y los pueblos hacen vanos proyectos? Los reyes de la tierra
se rebelaron y los príncipes se aliaron contra el Señor y contra su
Ungido». (Hch 4, 25) Es lo que nos dice proféticamente el Salmo
sobre el Mesías. Y en toda la historia vemos esta característica
rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Justo leyendo la
Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decirle a
Dios en su oración: «realmente se aliaron en esta
ciudad..., contra tu santo servidor Jesús, a quien tú has ungido. Así
ellos cumplieron todo lo que tu poder y tu sabiduría habían determinado
de antemano». (Hch 4, 27).
Lo que ha sucedido se lee a la luz
de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la
cruz que es siempre la clave para la Resurrección. La oposición contra
Jesús, su Pasión y Muerte, se releen a través del Salmo 2, como
actuación del proyecto de Dios Padre por la salvación del mundo. Y aquí
se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución, que la
primera comunidad cristiana está viviendo; primera comunidad que no es
una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo
tanto, lo que le sucede forma parte del diseño de Dios. Como le sucedió
a Jesús, también sus discípulos encuentran oposición, incomprensión,
persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a
la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro
de la historia de salvación que Dios actúa en el mundo, siempre a su
modo.
Precisamente por este motivo, la
solicitud que la primera comunidad cristiana de Jerusalén dirige a Dios
en la oración no es la de ser defendida, ni de que se le ahorre la
prueba, o la de lograr éxito, sino solamente la de poder proclamar con
«parresia» es decir con franqueza, con libertad, con valentía, la
Palabra de Dios (cfr Hch 4,29).
El ruego añade luego el que este
anuncio esté acompañado por la mano de Dios, para que se realicen
curaciones, signos y prodigios (cfr Hch 4,30), para que sea visible la
bondad de Dios, es decir, una fuerza que trasforme la realidad, que
cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y traiga la novedad
radical del Evangelio.
Cuando terminaron de orar --anota
san Lucas- «tembló el lugar donde estaban
reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban
decididamente la Palabra de Dios». (Hch 4, 31). Tembló el lugar,
es decir que la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo.
El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la
Iglesia, irrumpe en la casa e inunda el corazón de todos aquellos que
han invocado al Señor. Éste es el fruto de la oración coral que la
comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del
Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra
de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para
llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.
También nosotros, queridos hermanos
y hermanas, debemos saber presentar los acontecimientos de nuestra vida
cotidiana en nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y así
como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos
iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación sobre la
Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en
nuestra vida, presente aun en los momentos difíciles, y que todo
–también las cosas incomprensibles– forma parte de un diseño de amor
superior, en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y
sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida,
de Dios.
Así como a la primera comunidad
cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva
en la perspectiva más justa y fiel, la de Dios. Y también nosotros
queremos renovar el pedido del don del Espíritu Santo, que caliente el
corazón e ilumine la mente, para reconocer cómo el Señor realiza
nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras
ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir
con serenidad, valentía y alegría en cada situación de la vida y, con
san Pablo gloriarnos «de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la
tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la
virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.
Emergencia pastoral de la
Caridad
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de abril de
2012
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis, mostré que la Iglesia desde el inicio de su
recorrido, ha debido afrontar situaciones imprevistas, cuestiones nuevas
y situaciones de emergencia a las que ha tratado de responder a la luz
de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quisiera detenerme
a reflexionar sobre otra de estas situaciones, un problema serio que la
primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que enfrentar y resolver,
como san Lucas narra en el sexto capítulo de los Hechos de los
Apóstoles, referido al ministerio de la caridad ante las personas solas
y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para
la Iglesia y amenazó en ese momento con crear divisiones dentro de la
misma; el número de discípulos, de hecho, fue en aumento, pero los de
lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea, porque
sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria (cf. Hch. 6,1).
Frente a esta emergencia relacionada con un aspecto esencial en la vida
de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los
indefensos y la justicia, los apóstoles convocaron a todo el grupo de
discípulos. En este tiempo de emergencia pastoral sobresale el
discernimiento hecho por los apóstoles. Ellos se enfrentan a la
exigencia primordial de proclamar la palabra de Dios de acuerdo con el
mandato del Señor, pero aún siendo esta la primera exigencia de la
Iglesia, consideran igualmente en serio el deber de la caridad y la
justicia, es decir, el deber de ayudar a las viudas, a los pobres, de
proveer con amor a las necesidades en que se encuentran los hermanos y
hermanas, para responder al mandato de Jesús:
"amaos unos a otros como yo os los he amado" (cf. Jn. 15,12.17 ).
.
Así, las dos realidades que se deben vivir en la Iglesia: la predicación
de la palabra, la primacía de Dios, y la caridad práctica, la justicia,
están creando dificultades y se debe encontrar una solución, para que
ambas puedan tener su lugar, su relación justa. La reflexión de los
apóstoles es muy clara, dicen, como hemos escuchado:
"No está bien que nosotros abandonemos la palabra
de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad entre
vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber,
y los pondremos al frente de esta tarea; mientras que nosotros nos
dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra" (Hch. 6,
2-4).
.
Hay dos cosas que aparecen: en primer lugar, existe desde aquel momento
en la iglesia, un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe
proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y
verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no solo deben gozar de buena
reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de
sabiduría, es decir, que no pueden ser solo organizadores que saben cómo
"hacer" sino que deben "hacer" según el espíritu de la fe con la la luz
de Dios, en la sabiduría del corazón; y por lo tanto su función --si
bien es sobretodo práctica--, es sin embargo una función espiritual. La
caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones
espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así que podemos
decir que esta situación se enfrenta con una gran responsabilidad por
parte de los apóstoles que toman esta decisión: son elegidos siete
hombres; los apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo; y
luego les imponen las manos para que se dediquen de manera particular a
este servicio de la caridad. Por lo tanto, en la vida de la iglesia, en
los primeros pasos que realiza, se refleja en un cierto modo lo que
sucedió durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María en
Betania. Marta estaba abrumada con el servicio de ofrecer hospitalidad a
Jesús y a sus discípulos; María, sin embargo, se dedica a la escucha de
la palabra del Señor (cf. Lc. 10,38-42). En ambos casos, no se oponen
los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con
el ejercicio de la caridad. El llamado de Jesús:
"Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay
necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor
parte, que no le será quitada" (Lc. 10,41-42), así como la
reflexión de los apóstoles: "Nosotros nos
dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch.
6,4), muestran la prioridad que debemos darle a Dios; yo no entraría
ahora en la interpretación de esta perícopa Marta-María. En cualquier
caso, no se condena la actividad por el prójimo, por el otro, pero se
subraya que debe ser penetrada interiormente también por el espíritu de
la contemplación. Por otro lado, san Agustín dice que esta realidad de
María es una visión de nuestra situación en el cielo, por lo que en la
tierra nunca podremos tenerlo toda, pero un poco de la anticipación sí
debe estar presente en toda nuestra actividad. Debe estar presente
también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo
puro, sino siempre dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz
de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero
servicio a los demás, que no necesita de tantas cosas --necesita sin
duda de las cosas necesarias--, pero sobre todo tiene necesidad del
afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.
.
San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este
modo a sus fieles y también a nosotros: "Buscamos
tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la
palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también
con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo
largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de
saber: este es la más grande, la obra más perfecta" Y añade
también que: "el cuidado por el ministerio no
distraiga la atención de la palabra divina", por la oración (Expositio
Evangelii secundum Lucam, VII, 85: PL 15, 1720). Los santos, por lo
tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y
la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San
Bernardo, que es un modelo de armonía entre la contemplación y la
actividad, en su libro "De consideratione", dirigido al papa Inocencio
II para ofrecerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste
precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración
para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera
que sea la condición en la que se encuentra y la tarea que se esté
llevando a cabo. San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida
frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el
espíritu (cf. II, 3).
.
Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar
todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje
de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo
--sin duda se crea un verdadero ministerio--, del compromiso en la
actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación,
pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que
nos da fortaleza y esperanza. Sin la oración diaria fielmente vivida,
nuestra acción se vacía, pierde su alma profunda, se reduce a un simple
activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos. Hay una
hermosa invocación de la tradición cristiana para ser recitada antes de
una actividad, que dice: «Actiones nostras,
quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta
nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta
finiatur», es decir, "Inspira nuestras
acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro
hablar y actuar, tenga siempre en ti su principio y en ti su
cumplimiento". Cada paso de nuestra vida, cada acción, incluso en
la iglesia, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.
.
En la catequesis del pasado miércoles, había subrayado la oración
unánime de la primera comunidad cristiana frente a la prueba y cómo,
justamente en la oración, en la meditación de la sagrada escritura, ha
podido entender los acontecimientos que estaban ocurriendo. Cuando la
oración se nutre de la palabra de Dios, podemos ver la realidad con
nuevos ojos, con los ojos de la fe y el Señor, que habla a la mente y al
corazón, da una nueva luz al camino en todo momento y en cualquier
situación. Creemos en el poder de la palabra de Dios y en la oración.
Incluso la dificultad que estaba experimentando la Iglesia frente al
problema del servicio a los pobres, a la cuestión de la caridad, viene
superada a través de la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo.
Los apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los
demás hombres. Sino "habiendo hecho oración, les
impusieron las manos" (Hch. 6,6). El evangelista recordará estos
gestos de nuevo en la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos:
"Después de haber ayunado y orado, les impusieron
las manos y los enviaron" (Hch. 13,3). Confirma una vez más que
el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas
realidades deben ir juntas.
.
Con el gesto de la imposición de las manos, los apóstoles confieren un
ministerio particular a siete hombres, para que se les diera la
correspondiente gracia. El énfasis de la oración, "después de haber
rezado", es importante porque pone de relieve la dimensión espiritual
del gesto; no se trata simplemente de asignar un encargo como en una
organización social, sino que es un acontecimiento eclesial en que el
Espíritu Santo toma posesión de siete hombres escogidos por la iglesia,
consagrándolos en la Verdad que es Jesucristo: Él es el protagonista
silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos
sean transformados por su poder y santificados para hacer frente a los
desafíos prácticos, los desafíos pastorales. Y el énfasis en la oración
nos recuerda también que solo por la relación íntima con Dios, cultivada
todos los días, nace la respuesta a la elección del Señor y se le
confían todos los ministerios en la iglesia.
.
Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que llevó a los
apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete varones encargados
del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y a la
proclamación de la Palabra, nos señala también a nosotros, la primacía
de la oración y de la palabra de Dios, que, sin embargo, produce luego
también la acción pastoral. Para los pastores esta es la primera y más
valiosa forma de servicio a la grey a ellos confiada. Si los pulmones de
la oración y la palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra
vida espiritual, corremos el riesgo de asfixiarnos en medio de miles de
cosas todos los días: la oración es la respiración del alma y de la
vida. Y hay otro valioso llamado que me gustaría destacar: en la
relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con Dios,
incluso cuando estamos en el silencio de una Iglesia o en nuestra
habitación, estamos unidos en el Señor con muchos hermanos y hermanas en
la fe, como un conjunto de instrumentos que, a pesar de su
individualidad, elevan una única y gran sinfonía de intercesiones a
Dios, de acción de gracias y de alabanzas.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 2 de mayo de
2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
En la última catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y
comunitaria, la lectura y la meditación de la sagrada escritura nos
abren a la escucha de Dios, que nos habla e infunde luz para entender el
presente. Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del
primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para
el servicio de la caridad hacia los necesitados. En el momento de su
martirio, narrado en los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta,
nuevamente, la fructífera relación entre la palabra de Dios y la
oración.
Esteban es llevado a juicio ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber
declarado que "Jesús... destruiría este Lugar [el
templo], y cambiaría las costumbres que Moisés nos transmitió" (Hch.
6,14). Durante su vida pública, Jesús había predicho efectivamente la
destrucción del Templo de Jerusalén: "Destruíd
este santuario y en tres días lo levantaré" (Jn. 2,19). Sin
embargo, como señala el evangelista Juan, "hablaba
del santuario de su cuerpo. Cuando, fue levantado, pues de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron
en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús" (Jn.
2,21-22).
El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de
los Apóstoles, se desarrolla justamente sobre esta profecía de Jesús, el
cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto, y reemplaza con la
ofrenda de sí mismo en la cruz, los sacrificios antiguos. Esteban quiere
demostrar lo infundado de la acusación de que está subvertiendo la ley
de Moisés y presenta su visión de la historia de la salvación, la
alianza entre Dios y el hombre. Relee así todo el relato bíblico,
itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que aquel
conduce al "lugar" de la presencia definitiva de Dios, que es
Jesucristo, especialmente en su Pasión, Muerte y Resurrección. En esta
perspectiva, Esteban también lee su condición de discípulo de Jesús,
siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura
le permite entender así su misión, su vida, su presente. En esto está
guiado por la luz del Espíritu Santo, por su relación íntima con el
Señor, tanto que los miembros del Sanedrín vieron su rostro "como
el de un ángel" (Hch. 6,15). Este signo de la asistencia divina,
refiere al rostro radiante de Moisés bajado del Monte Sinaí después de
haberse encontrado con Dios (cf. Ex. 34,29-35, 2 Cor. 3,7-8).
En su discurso, Esteban comienza a partir de la llamada de Abraham, un
peregrino en la tierra dada por Dios y que tenía sólo una promesa;
después va a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado
por Dios; para llegar a Moisés, que se convierte en un instrumento de
Dios para liberar a su pueblo, pero que encuentra muchas veces el
rechazo de su propio pueblo. En estos acontecimientos narrados en la
Sagrada Escritura, los que Esteban demuestra estar en escucha religiosa,
surge siempre Dios, que no se cansa de ir al encuentro del hombre, a
pesar de encontrar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el
pasado, en el presente y en el futuro. Por lo tanto, en todo el Antiguo
Testamento él ve una prefiguración del acontecimiento de Jesús mismo, el
Hijo de Dios hecho carne, que como los antiguos padres, encuentra
obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y
a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de
Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66,1-2): "Los
cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa
me van a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano
y todo vino al ser? –oráculo del Señor--?" (Hch. 7,49-50). En su
reflexión sobre la acción de Dios en la historia de la salvación,
poniendo de relieve la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción,
él dice que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en Él, Dios
mismo se ha hecho presente de una manera única y definitiva: Jesús es el
"lugar" del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo,
pero hace hincapié en que "Dios no habita en casas
prefabricadas por manos humanas" (Hch. 7,48). El nuevo templo
verdadero en el cual habita Dios es su Hijo, que tomó forma humana, es
la humanidad de Cristo, el Resucitado, que reúne a los pueblos y los une
en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión acerca del
templo "no prefabricado por manos humanas", se encuentra también en la
teología de san Pablo y en la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús,
que Él ha asumido para ofrecerse a sí mismo como sacrificio para expiar
los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del
Dios vivo; en Él, Dios y hombre, Dios y el mundo están realmente en
contacto: Jesús carga sobre sí todo el pecado de la humanidad para
llevarlo al amor de Dios y "quemarlo" con ese amor. Aproximarse a la
cruz, entrar en comunión con Cristo, es entrar en esta transformación. Y
esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el templo real.
La vida y el discurso de Esteban se interrumpen repentinamente por la
lapidación, pero justamente su martirio es el cumplimiento de su vida y
de su mensaje: se hace uno con Cristo. Así, su reflexión sobre la acción
de Dios en la historia, sobre la palabra de Dios que en Jesús ha
encontrado su realización, se convierte en una participación en la
oración de la Cruz. Antes de morir, dice: "Señor
Jesús, recibe mi espíritu" (Hch. 7,59), apropiándose de las
palabras del Salmo 31, 6, y haciéndose eco de las últimas palabras de
Jesús en el Calvario: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu" (Lc. 23,46); y, por último, al igual que
Jesús, grita a gran voz frente a los que lo apedreaban: "Señor,
no les tengas en cuenta este pecado" (Hch. 7,60). Notamos que,
mientras que la oración de Esteban retoma la de Jesús, el destinatario
es diferente, porque la invocación se dirige al mismo Señor, es decir a
Jesús que contempla glorificado a la derecha del Padre: "Estoy
viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de
Dios" (v. 55).
Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos da
algunas pistas para nuestra oración y nuestra vida. Nos podemos
preguntar: ¿De dónde este primer mártir cristiano sacó la fuerza para
hacer frente a sus perseguidores y llegar hasta la entrega de sí mismo?
La respuesta es simple: de su relación con Dios, de su comunión con
Cristo, por la meditación sobre la historia de la salvación, de ver la
acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra
oración debe ser alimentada por la escucha de la palabra de Dios, en la
comunión con Jesús y con su iglesia.
Un segundo elemento: san Esteban ve prefigurada, en la historia de la
relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús,
Él --el Hijo de Dios--, es el templo "no prefabricado por manos humanas"
en donde la presencia de Dios Padre se hizo así de cercana, como para
entrar en nuestra carne humana y llevarnos a Dios, para abrirnos las
puertas del Cielo. Nuestra oración, entonces, debe ser la contemplación
de Jesús a la diestra de Dios, de Jesús como Señor de la nuestra, de mi
existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, nosotros
también podemos dirigirnos a Dios, entrar en contacto real con Dios con
la confianza y el abandono de los hijos que acuden a un Padre que los
ama infinitamente. Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 9 de mayo de
2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
Hoy quisiera detenerme en el último
episodio en la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles:
su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su puesta en libertad
por la intervención milagrosa del Ángel del Señor, en la víspera de su
juicio en Jerusalén (cf. Hch. 12,1-17).
La historia está una vez más marcada por la oración de la Iglesia. San
Lucas, en efecto, escribe: "Mientras Pedro estaba
bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él"
(Hch. 12,5). Y, después de que salió milagrosamente de la cárcel,
con motivo de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado
Marcos, se dice que "un grupo numeroso se hallaba
reunido en oración" (Hch. 12,12). Entre estas dos notas
importantes de la actitud de la comunidad cristiana de cara al peligro y
a la persecución, viene contada la detención y la liberación de Pedro,
que abarca toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la
Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una impensable e
inesperada liberación, mediante el envío de su ángel.
La historia recuerda los grandes elementos de la liberación de Israel de
la esclavitud en Egipto, la Pascua hebrea. Como sucede en aquel evento
fundamental, también en este caso la acción principal se lleva a cabo
por el Ángel del Señor que libera a Pedro. Y las mismas acciones del
Apóstol --que se le pide que se ponga de pie rápidamente, ponerse el
cinturón y ceñirse las caderas-- reflejan a aquel pueblo elegido en la
noche de la liberación por la intervención de Dios, cuando fue invitado
a comer a toda prisa el cordero, con las caderas ceñidos, las sandalias
en los pies, el bastón en mano, listo para salir del país (cf. Ex.
12,11). Así, Pedro pudo exclamar: "¡Ahora sé que
realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes"
(Hch.12,11). Pero el ángel recuerda no sólo la liberación de Israel de
Egipto, sino también la Resurrección de Cristo. Nos dicen, en efecto,
los Hechos de los Apóstoles: "De pronto apareció
el ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El ángel
sacudió a Pedro y lo hizo levantar" (Hch. 12,7). La luz que llena
la habitación de la cárcel, el acto mismo de despertar al Apóstol, nos
refieren a la luz liberadora de la Pascua del Señor, que vence a las
tinieblas de la noche y del mal. La invitación, por último,
"Pónte el cinturón y sígueme» (Hch. 12,8),
se hace eco en nuestros corazones las palabras de la primera llamada de
Jesús (cf. Mc. 1,17), que se repite después de la resurrección en el
lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro:
"Sígueme" (Jn. 21,19.22). Es una apremiante
invitación a seguirlo: solo saliendo de sí mismo para entrar en el
camino del Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto de la actitud de Pedro en la
cárcel; se observa, en efecto, que mientras la comunidad cristiana ora
fervientemente por él, Pedro, "dormía" (Hch.
12,6). En una situación así crítica y de serio peligro, es una actitud
que puede parecer extraña, pero que denota tranquilidad y confianza; él
se fía en Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de
los suyos y se abandona totalmente en las manos de Señor. Así debe ser
nuestra oración: asidua, en solidaridad con los demás, confiando
plenamente en que Dios nos conoce en el fondo y cuida de nosotros al
punto que --dice Jesús-- "hasta los cabellos de
vuestras cabezas están todos contados. Así que no temáis..." (Mt.
10, 30-31). Pedro vive la noche del cautiverio y de la liberación de la
cárcel como un tiempo de su seguimiento al Señor, que vence las
tinieblas de la noche y libera de la esclavitud de las cadenas y del
peligro de la muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios
momentos descritos cuidadosamente: guiado por el ángel, a pesar de la
vigilancia de los guardias, atraviesa el primero y el segundo puesto de
guardia hasta la puerta de hierro que conduce a la ciudad: y la puerta
se abre sola frente a ellos (cf. Hch. 12,10). Pedro y el ángel del Señor
realizan juntos un largo trecho de camino, hasta que, entrado en sí
mismo, el Apóstol es consciente de que el Señor verdaderamente lo ha
liberado y, tras haberlo pensado, va a la casa de María, la madre de
Marcos, donde muchos de los discípulos están reunidos en oración; una
vez más, la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es
confiar en Dios, fortalecer su relación con Él. Aquí me parece útil
recordar otra situación difícil que ha vivido la comunidad cristiana de
los orígenes. Santiago habla de ello en su Carta.
Es una comunidad en crisis, en dificultad, no a causa de la persecución,
sino porque en su interior hay celos y contiendas (cf. St. 3,14-16). Y
el Apóstol se pregunta la razón de esta situación. Se encuentra con dos
razones principales: la primera es el dejarse dominar por las pasiones,
por la dictadura de sus propios deseos, del egoísmo (cf. St. 4,1-2a); el
segundo es la falta de oración: "no piden" (St. 4, 2b) --o la presencia
de una oración que no se puede definir como tal--
"Pedís y no recibís, porque pedís mal, con el único fin de satisfacer
vuestras pasiones" (St. 4,3). Esta situación cambiaría, según
Santiago, si toda la comunidad hablase con Dios, rezando asiduamente y
unánime de verdad. Incluso el discurso sobre Dios, de hecho, puede
perder su fuerza interior y hasta el testimonio se seca si no están
animadas, apoyadas y acompañadas por la oración, por la continuidad de
un diálogo vivo con el Señor. Un recordatorio importante para nosotros y
nuestras comunidades, tanto las pequeñas como la familia, así como las
más amplias como la parroquia, la diócesis, la Iglesia entera. Me hace
pensar que han orado en esta comunidad de Santiago, pero han orado mal,
sólo para sus propias pasiones. Continuamente debemos aprender a orar
bien, realmente orar, orientarla hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en cambio, que acompaña la prisión de Pedro es realmente
una comunidad que ora toda la noche, unida. Y es una alegría que llena
los corazones de todos, cuando el apóstol llama a la puerta
inesperadamente. Es la alegría y el asombro ante la acción de Dios que
escucha. Así que de la Iglesia sale la oración por Pedro y a la Iglesia
él regresa para contar "cómo el Señor lo había
sacado de la cárcel" (Hch. 12,17). En aquella iglesia, donde él
es colocado como roca (cf. Mt 16:18), Pedro cuenta su "Pascua" de
liberación: él experimenta que en el seguir a Jesús está la verdadera
libertad, está rodeado por la luz radiante de la resurrección, y por
esto puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y
que "realmente envió a su ángel y me libró de las
manos de Herodes" (Hch. 12,11). El martirio que sufrirá después
en Roma, lo unirá definitivamente a Cristo, quien le había dicho: Cuando
seas viejo, otro te llevará donde no quieras, para indicar de con qué
muerte había de glorificar a Dios (cf. Jn. 21,18-19).
Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro
contado por Lucas nos dice que la Iglesia, cualquiera de nosotros,
atraviesa la noche de la prueba, pero es la incesante vigilancia de la
oración la que nos sostiene. Yo también, desde el primer momento de mi
elección como Sucesor de San Pedro, me he sentido siempre sostenido por
las oraciones de vosotros, la oración de la Iglesia, especialmente en
los momentos más difíciles. Gracias. Con la oración constante
y confiada, el Señor nos libera de las cadenas, nos guía para atravesar
cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la
paz del corazón para hacer frente a las dificultades de la vida, incluso
el rechazo, la oposición, la persecución. El episodio de Pedro muestra
el poder de la oración.
Y el Apóstol, aunque en cadenas, se siente confiado, en la certeza de no
estar nunca solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca;
él sabe que "el poder de Cristo triunfa en la
debilidad" (2 Cor. 12,9). La oración unánime y constante es una
valiosa herramienta para superar las pruebas que puedan surgir en el
camino de la vida, porque es el estar profundamente unidos con Dios, lo
que nos permite también estar profundamente unidos a los demás.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 16 de mayo de
2012
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los
Hechos de los Apóstoles, hoy quisiera iniciar a hablar de la oración en
las cartas de san Pablo, el apóstol de las gentes. Antes de todo querría
notar como no es causal que sus cartas sean introducidas y se cierren
con expresiones de oración: al inicio agradecimiento y oración, al final
la esperanza de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a
la cual está dirigida el escrito. Entre la fórmula de apertura:
“agradezco a mi Dios por medio de Jesucristo”
(Rm. 1,8), y del deseo final: la “gracia del Señor
Jesucristo esté con todos vosotros” (1Cor. 16,23), se desarrollan
los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo son una
oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del
agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la
intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que
demuestra como la oración involucra y penetra todas las situaciones de
la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la
que se dirige.
Un primer elemento que el apóstol nos quiere hacer entender es que la
oración no tiene que ser vista como una simple obra buena realizada por
nosotros hacia Dios, una acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de
la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En
la carta a los Romanos escribe: “Del mismo modo
también el Espíritu viene para ayudar a nuestra debilidad: no sabemos de
hecho cómo rezar de manera adecuada, pero el Espíritu mismo intercede
con gemidos inefables” (8,26). Y sabemos cuanto sea verdad lo que
dice el apóstol: “No sabemos cómo rezar de manera
conveniente”. Queremos rezar pero Dios está lejos, no tenemos las
palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento.
Solamente podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios,
esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol
dice: justamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o
este deseo de entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu
Santo no sólo entiende, pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente
esta debilidad nuestra se vuelve –gracias al Espíritu Santo–, en
verdadera oración, verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es
casi el intérprete que nos hace entender a nosotros mismos y a Dios qué
es lo que queremos decirle.
En la oración nosotros experimentamos más que en otras dimensiones de la
existencia, nuestra debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues
somos puestos delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y
cuanto más progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que
la oración se vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto
más percibimos también el sentido de nuestro límite, no solamente
delante a las situaciones concretas de cada día, sino también en la
misma relación con el Señor. Crece entones en nosotros la necesidad de
confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que
“no sabemos … cómo rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es
el Espíritu Santo que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y
calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san
Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra
humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de
hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales.
En la primera carta a los Corintios dice: “Por lo
tanto, nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el
Espíritu de Dios que nos permite conocer lo que Dios nos ha donado. De
estas cosas nosotros hablamos con palabras que no son sugeridas por la
sabiduría humana, en cambio enseñadas por el Espíritu, expresando cosas
espirituales en términos espirituales” (2,12-13). Con su habitar
en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede
por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios. (cfr Rm 8,26).
Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con
Cristo, pues se trata del espíritu del Hijo de Dios, en el cual nos
hemos vuelto hijos. San Pablo habla del espíritu de Cristo (cfr. Rm.
8,9) y no solamente del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo
de Dios, su espíritu es también el Espíritu de Dios, y así si el
Espíritu de Dios se vuelve muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios y
el Hijo del hombre, el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu
humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu.
Es como si se dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la
encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en
la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo que vivió, fue
crucificado, murió y resucitó.
El apóstol recuerda que “nadie puede decir 'Jesús
es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor.
12,3). Por lo tanto el Espíritu orienta nuestro corazón hacia
Jesucristo, de manera que “no vivimos más
nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cfr. Gal. 2,20).
En su catequesis sobre los sacramentos, al reflexionar sobre la
Eucaristía, san Ambrosio afirma: “Quien se inebria
del Espíritu está radicado en Cristo” (5, 3, 17: PL 16, 450). Y
querría ahora evidenciar tres consecuencias en nuestra vida cristiana
cuando permitimos operar en nosotros no al espíritu del mundo, sino al
espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro actuar.
Sobre todo con la oración animada por el Espíritu somos puesto en
condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud,
viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios. Sin la oración que
alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece
progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo
en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más
bien el mal que no queremos (cfr. Rm. 7,19). Y esta es la expresión de
la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad,
debido a las circunstancias de nuestro ser por el pecado original:
queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal.
El apóstol quiere hacernos entender que no es antes de todo nuestra
voluntad la que nos libera de estas condiciones, y ni siquiera la Ley,
sino más bien el Espíritu Santo. Y visto que
“dónde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Cor. 3,17),
con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una
libertad auténtica que liberarnos del mal y del pecado en favor del bien
y la vida, y por Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no
se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de
elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz,
magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de
sí” (Gal. 5,22). Esta es la verdadera libertad: poder realmente seguir
el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar
oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones.
Una segunda consecuencia se verifica en nuestra vida cuando dejamos
operar en nosotros al espíritu de Cristo, de esta manera la relación con
Dios se vuelve tan profunda que no puede ser afectada por ninguna
realidad o situación.
Entendamos entonces que con la oración no nos liberamos de las pruebas o
de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus
sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cfr.
Rm. 8,17). Muchas veces, en nuestra oración, le pedimos a Dios que nos
libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza.
Entretanto muchas veces tenemos la impresión de que no somos escuchados
y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En
realidad no hay grito humano que no sea escuchado por Dios y justamente
en la oración constante y fiel que entendemos con san Pablo que
“los sufrimientos del tiempo presente no son un
obstáculo a la gloria futura que será revelada en nosotros” (Rm.
8,18). La oración no nos exenta de las pruebas o de los sufrimientos,
mas bien –dice san Pablo–, nosotros “gemimos
interiormente esperando ser adoptados como hijos, la redención de
nuestro cuerpo” (Rm. 8,26).
Él nos dice que la oración no nos exenta del sufrimiento si bien la
oración nos permite vivirla y enfrentarla con una fuerza nueva, con la
misma confianza de Jesús, quien --según la Carta a los Hebreos--,
“en los días de su vida terrena ofreció oraciones
y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la
muerte, y que debido a su pleno abandono en Él fue escuchado”
(5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y
lágrimas no fue la liberación de los sufrimientos, pero un exaudir mucho
más grande, una respuesta mucho más profunda: a través de la cruz y de
la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva
vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir
cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena
esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo.
Y en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las
dimensiones de la humanidad y de todo lo creado, haciéndose cargo de la
“ardiente expectativa de la creación, inclinada hacia la revelación de
los hijos de Dios” (Rm 8,19). Esto significa que la oración, sostenida
por el espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos
nunca se queda cerrada en si misma, nunca es una oración solamente por
mi, pero se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de
los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para
mi, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor
de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu
que nos fue dado (cfr. Rm. 5,5). Es justamente esto un signo de una
oración verdadera que no termina en nosotros mismos sino que se abre a
los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra
oración tenemos que abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, quien
reza en nosotros con gemidos inexpresables, para llevarnos a adherir a
Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El espíritu de
Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra
oración 'apagada', el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la
verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir enfrentando las
pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos
a los horizontes de la humanidad y de la creación “que gime y sufre
dolores de parto” (Rm. 8,22). Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de mayo de
2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas,
El miércoles pasado he mostrado cómo san Pablo dice que el Espíritu
Santo es el gran maestro de oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con
términos afectuosos de hijos, llamándolo "Abba", Padre. Así lo hizo
Jesús, incluso en el momento más dramático de su vida terrena, Él nunca
perdió su fe en el Padre y siempre lo ha invocado con la intimidad del
Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su
oración es: "Abba!, ¡Padre! Todo es posible para
ti: ¡aleja de mi este cáliz! Sin embargo, no sea lo que yo quiero, sino
lo que quieras tú" (Mc. 14,36).
Desde las primeras etapas de su camino, la Iglesia ha acogido esta
invocación y la ha hecho propia, sobre todo en la oración del Padre
Nuestro, en la cual decimos todos los días:
"Padre... Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt.
6,9-10). En las cartas de san Pablo lo encontramos dos veces. El
Apóstol, que acabamos de escuchar, se dirigió a los Gálatas con estas
palabras: "Que vosotros sois hijos lo demuestra el
hecho que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que
grita en nosotros: ¡Abba!, ¡Padre! "(Gal 4,6). Y en medio de ese
canto al Espíritu en el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, san
Pablo dice: "No hemos recibido un espíritu de
esclavos para caer en el temor, sino que hemos recibido el Espíritu que
nos hace hijos adoptivos, a través del cual gritamos: "¡Abba! ¡Padre! "
(Rom. 8,15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino
de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos afirmaciones
densas nos hablan del envío y de la recepción del Espíritu Santo, el don
del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos
coloca en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza,
como la de los niños; una relación filial similar a la de Jesús, aunque
diferente en el origen y diferente en el espesor: Jesús es el Hijo
eterno de Dios que se hizo carne, y en él nos convertimos en hijos, con
el tiempo, a través de la fe y los sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación; gracias a estos dos sacramentos somos inmersos en el
misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y
necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza aquella adopción
filial a la que todos los seres humanos están llamados porque, como
indica la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios, en Cristo,
"nos eligió antes de la fundación del mundo para
ser santos e irreprochables ante él por el amor, predestinándonos a ser
sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef. 1,4).
Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el
profundo consuelo contenidos en la palabra "padre" con la que podemos
dirigirnos a Dios en la oración, porque la figura paterna a menudo hoy
no está suficientemente presente, y a menudo no es suficientemente
positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un
padre no presente en la vida del niño es un gran problema de nuestro
tiempo, por lo que se hace difícil entender en profundidad qué significa
que Dios sea Padre para nosotros. De Jesús mismo, por su relación filial
con Dios, podemos aprender lo que significa exactamente "padre", cual es
la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Los críticos
de la religión han dicho que hablar de Dios como "Padre" sería una
proyección de nuestros padres hasta el cielo. Pero la verdad es lo
contrario: en el evangelio, Cristo nos muestra quién es el padre y cómo
es un verdadero padre, por lo que podemos intuir la verdadera
paternidad, aprender también de la verdadera paternidad. Pensemos en la
palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña, donde dice:
“Amad a vuestros enemigos y orad por los que os
persigan, para que sean hijos de vuestro Padre que está en los cielos"
(Mt. 5,44-45). Es justamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito --que
llega al don de sí mismo en la cruz--, el que nos revela la verdadera
naturaleza del Padre: Él es Amor, y también nosotros, en nuestra oración
de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica
nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por el encierro, de la
autosuficiencia, del egoísmo típico del hombre viejo.
Me gustaría detenerme un momento sobre la paternidad de Dios, para que
podamos dejarnos calentar el corazón con esta realidad profunda que
Jesús nos ha hecho conocer plenamente y para que se nutra nuestra
oración. Por tanto, podemos decir que en Dios el ser Padre tiene dos
dimensiones. En primer lugar, Dios es nuestro Padre, porque Él es
nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y mujer es un milagro
de Dios, es querido por Él, y es conocido personalmente por Él. Cuando
en el libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de
Dios (cf. 1,27), se quiere expresar propiamente esta realidad: Dios es
nuestro Padre, por Él no somos seres anónimos, impersonales, sino que
tenemos un nombre. Hay una palabra en los Salmos que siempre me toca
cuando rezo: "Tus manos me han formado",
dice el salmista (Sal. 119,73). Cada uno de nosotros puede expresar, con
esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: "Tus manos me
formaron. Tú me has pensado, me has creado y querido". Pero esto no es
suficiente aún. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión
de la paternidad de Dios, más allá de la creación, porque Jesús es el
"Hijo" en el sentido pleno, "de la misma sustancia del Padre", como
profesamos en el Credo. Convirtiéndose en un ser humano como nosotros,
con la encarnación, muerte y resurrección, Jesús a su vez nos recibe en
su humanidad y en su mismo ser de Hijo, para que así nosotros podamos
entrar en su específica pertenencia a Dios. Es cierto que nuestro ser
hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos serlo cada
vez más, a través de lo largo del camino de toda nuestra vida cristiana,
creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con Él para entrar
siempre más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que
sostiene nuestra vida. Y es esta realidad fundamental la que se nos
revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y Él nos hace dirigirnos a
Dios, diciendo: "¡Abba!" "¡Padre! " Realmente entramos más allá de la
creación en la adopción con Jesús; estamos unidos realmente en Dios e
hijos en un mundo nuevo, en una nueva dimensión.
Pero ahora me gustaría volver a los dos pasajes de san Pablo que estamos
considerando sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración;
también aquí hay dos pasos que se corresponden pero que contienen un
tono diferente. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol dice que
el Espíritu clama en nosotros "¡Abba! ¡Padre!"; en la Carta a los
Romanos nos dice que está en nosotros el gritar "¡Abba! ¡Padre!". Y san
Pablo quiere que entendamos que la oración cristiana nunca es, jamás es
una vía única de nosotros hacia Dios, no es sólo un "actuar nuestro",
sino es una expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa en
primer lugar: es el Espíritu que clama en nosotros, y nosotros podemos
clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podemos
orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el
deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens
siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se
ha inscrito a sí mismo en nuestros corazones. Así que la primera
iniciativa viene de Dios, y con el bautismo, de nuevo Dios obra en
nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el iniciador de la
oración para que podemos hablar después con Dios y decir "Abba!" a Dios.
Entonces su presencia da inicio a nuestra oración y a nuestra vida, abre
los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.
También comprendemos, este es el segundo punto, que la oración del
Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en Él, no es sólo un acto
individual, sino un acto de toda la Iglesia. En el orar se abre nuestro
corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también con todos
los hijos de Dios, porque somos una sola cosa. Cuando nos dirigimos al
Padre en nuestra habitación interior, en el silencio y en el
recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo.
Estamos dentro de la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran
sinfonía que la comunidad cristiana dispersa por toda la tierra y en
cada tiempo eleva a Dios; es cierto que los músicos y los instrumentos
son diferentes --y esto es un elemento de la riqueza--, pero la melodía
de alabanza es única y en armonía. Cada vez, entonces, que exclamamos y
decimos: "¡Abba! ¡Padre! ", es la Iglesia, toda la comunión de los
hombres en oración la que sostiene nuestra oración y nuestra oración es
la oración de la iglesia. Esto también se refleja en la riqueza de los
carismas, de los ministerios, de los trabajos, que realizamos en la
comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto:
"Hay diversidad de carismas, pero uno solo es el
Espíritu; hay diferentes ministerios, pero sólo uno es el Señor; hay
diferentes actividades, pero uno solo es Dios que obra todo en todos"(1
Cor. 12,4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace
decir: "¡Abba! ¡Padre!" con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único
gran mosaico de la familia de Dios, donde cada uno tiene un lugar y un
rol importante, en profunda unidad con el conjunto.
Una nota final: nosotros aprendemos a clamar "¡Abba!,¡Padre!" con María,
la Madre del Hijo de Dios. El cumplimiento de la plenitud del tiempo,
del cual habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4,4), se produce
en el momento del "sí" de María, de su adhesión a la voluntad Dios:
"He aquí la esclava del Señor" (Lc. 1,38).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a disfrutar en nuestra oración
de la belleza de ser amigos, también hijos de Dios, de poderlo invocar
con la confianza que tiene un niño con los padres que lo aman. Abramos
nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que grite en
nosotros a Dios "¡Abba!¡ Padre!", y para que nuestra oración cambie,
convierta constantemente nuestro pensamiento, nuestra acción, para que
se vuelva conforme a la del Hijo Unigénito, Jesucristo. Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 30 de mayo de
2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
En estas catequesis estamos meditando sobre la oración en las cartas de
san Pablo y tratamos de ver la oración cristiana como un verdadero y
encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, por medio del Espíritu
Santo. Hoy en este encuentro entablan un diálogo el «sí» fiel de Dios y
el «amén» confiado de los creyentes. Y quisiera destacar esta dinámica,
deteniéndome en la Segunda Carta a los Corintios. San Pablo envía esta
carta apasionada a una Iglesia que ha cuestionado reiteradamente su
apostolado, y él abre su corazón para que los beneficiarios tengan la
garantía de su lealtad a Cristo y al evangelio. Esta Segunda Carta a los
Corintios comienza con una de las oraciones de bendición más elevadas
del Nuevo Testamento. Dice: «¡Bendito sea el Dios
y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda
consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra, para poder
nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el
consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Co.
1,3-4).
Por lo tanto, Pablo vive en gran tribulación, son muchas las
dificultades y las tribulaciones que tuvo que pasar, pero sin ceder al
desaliento, sostenido por la gracia y por la cercanía del Señor
Jesucristo, por el cual se convirtió en apóstol y testigo entregando en
sus manos toda su existencia. Precisamente por esta razón, Pablo
comienza esta carta con una oración de bendición y acción de gracias a
Dios, porque no hubo momento de su vida como apóstol de Cristo, en el
que no hubiera sentido el apoyo del Padre misericordioso, del Dios de
todo consuelo. Ha sufrido terriblemente, lo dice en esta carta, pero en
todas estas situaciones, en las que parecía no haber una salida, recibió
el consuelo y el consuelo de Dios. Por anunciar a Cristo también sufrió
persecución, hasta ser encerrado en la cárcel, pero siempre se ha
sentido interiormente libre, animado por la presencia de Cristo y
deseoso de proclamar la palabra de esperanza del evangelio. Desde la
cárcel, le escribe así a Timoteo, su fiel colaborador. Encadenado
escribe: «La Palabra de Dios no está encadenada.
Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos
obtengan la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna»
(2 Tm. 2,9b-10). En su sufrimiento por Cristo, experimenta el consuelo
de Dios y escribe: «Pues, así como abundan en
nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por
Cristo nuestra consolación» (2 Co. 1,5).
En la oración de bendición, que introduce la Segunda Carta a los
Corintios domina entonces, junto al tema de la aflicción, el tema del
consuelo, que no debe interpretarse solo como un simple consuelo, sino
sobretodo como un estímulo y exhortación a no dejarse vencer por la
tribulación y las dificultades. La invitación es a vivir cada situación
unida a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado del
mundo para traer luz, esperanza, redención. Y así Jesús nos capacita
para consolar a la vez a quienes están en cualquier tipo de tribulación.
La profunda unión con Cristo en la oración, la confianza en su
presencia, nos llevan a la disponibilidad de compartir los sufrimientos
y las aflicciones de los demás. Pablo escribe:
«¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin
que yo me abrase?» (2 Co. 11,29). Este intercambio no surge a
partir de una simple benevolencia, ni solo por la generosidad humana o
de un espíritu de altruismo, sino que surge del consuelo del Señor, por
el firme apoyo de «una fuerza tan extraordinaria
que es de Dios y no de nosotros» (2 Co. 4,7).
Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro camino a menudo
están caracterizados por dificultades, incomprensiones, por
sufrimientos. Todos lo sabemos. En la relación de fidelidad con el
Señor, en la oración constante, diaria, también nosotros podemos, en
realidad, sentir el consuelo que viene de Dios. Y esto fortalece nuestra
fe, porque nos hace experimentar de forma concreta el «sí» de Dios al
hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su
amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz. San Pablo afirma:
«Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien les predicamos Silvano,
Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que
«sí». Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí
en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de Dios» (2 Co.
1,19-20). El «sí»de Dios no se reduce, no va entre el «sí» y el «no»,
sino que es un simple y seguro «sí». Y a este «sí» respondemos con
nuestro «sí», con nuestro «amén», y así estamos seguros del «sí» de
Dios.
La fe no es principalmente acción humana, sino don gratuito de Dios, que
tiene sus raíces en su lealtad, en su «sí», que nos hace comprender cómo
vivir nuestras vidas amándolo a él y a los hermanos. Toda la historia de
la salvación es una revelación progresiva de esta fidelidad de Dios, a
pesar de nuestras infidelidades y de nuestros rechazos, con la certeza
de que «¡los dones y el llamado de Dios son irrevocables!», como dice el
Apóstol en la Carta a los Romanos (11, 29).
Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios --muy diferente
del nuestro--, nos da consuelo, fortaleza y esperanza, porque Dios no
retira su «sí». De frente a los conflictos en las relaciones humanas, a
menudo familiares, estamos inclinados a no perseverar en el amor
gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. En cambio, Dios no se cansa
con nosotros, nunca se cansa de ser paciente con nosotros y con su
inmensa misericordia nos precede siempre, viene a nuestro encuentro
antes, es absolutamente confiable su «sí».
En el evento de la Cruz nos muestra la medida de su amor, que no calcula
y que no tiene medida. San Pablo escribe en la Carta a Tito:«Mas cuando
se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los
hombres»(Tt. 3,4). Y debido a que este «sí» se renueva cada día con
«el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello
y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones»(2 Co.
1,21b-22).
Y es el Espíritu Santo el que hace constantemente presente y vivo el
«sí» de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de
seguirlo para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos
una morada no hecha con manos humanas en los cielos. No hay ninguna
persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de
esperar incluso por aquellos que siguen respondiendo con el «no» del
rechazo o del endurecimiento del corazón. Dios nos espera, nos busca
siempre, quiere acogernos en la comunión con sí para darnos a cada uno
de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.
En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena
en cada acción de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe que
siempre cierra nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa
nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos como una
costumbre con nuestro «amén» en la oración, sin comprender el
significado profundo. Este término viene de 'aman, que en
hebreo y en arameo significa «estabilizar»,«consolidar» y, por
tanto,«estar seguro»,«decir la verdad». " Si nos fijamos en las
Escrituras, vemos que este «amén» se dice al final de los salmos de
bendición y de alabanza, como, por ejemplo, el salmo 41:«En cuanto a mí,
me mantendrás en mi inocencia, me admitirás por siempre en tu presencia.
¡Bendito sea Yahvé, Dios de Israel, desde siempre y hasta siempre!
¡Amén!¡Amén!» (vv. 13-14). O, expresa lealtad a Dios, cuando el pueblo
de Israel regresa lleno de alegría del exilio de Babilonia y dice su«sí»,
su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se relata que
después de este retorno,«Esdras abrió el libro (de la Ley), a los ojos
de todo el pueblo –pues estaba más alto que todo el pueblo—y al abrirlo,
el pueblo entero se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande; y
todo el pueblo, alzando las manos, respondió:‘¡Amén!¡Amén!’» (Ne.
8,5-6).
Desde el principio entonces, el «amén» de la liturgia judía se ha
convertido en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el
libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de San
Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha
lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un
reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder
por los siglos de los siglos. Amén» (Ap. 1,5b-6). Así es en el primer
capítulo de Apocalipsis. Y el mismo libro termina con la
invocación:«¡Amén!, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20).
Queridos amigos, la oración es el encuentro con una persona viva a quien
escuchar y con quien comunicarse; es el encuentro con Dios que renueva
su lealtad inquebrantable, su «sí» al hombre, a cada uno de nosotros,
para darnos su consuelo en medio de lo tormentoso de la vida y hacernos
vivir, unidos a Él, una vida llena de alegría y de bien, que encontrará
su plenitud en la vida eterna.
En nuestra oración somos llamados a decir «sí» a Dios, a responder a
este «amén» de la adhesión, de la fidelidad a Él a lo largo de nuestras
vidas. Esta fidelidad no la podemos obtener con nuestras fuerzas, no es
sólo un fruto de nuestro compromiso diario; esta viene de Dios y se basa
sobre el «sí» de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad
del Padre (cf. Jn. 4, 34).
Es en este «sí» que debemos entrar, entrar en este «sí» de Cristo, en la
adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que
nos somos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo quien vive en
nosotros. Entonces el «amén» de nuestra oración personal y comunitaria
envolverá y transformará toda nuestra vida, una vida con el consuelo de
Dios, una vida inmersa en el amor eterno e inconmovible. Gracias.
La unión con Dios no
aleja del mundo
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 13 de junio de
2012
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
El encuentro diario con el Señor y la frecuencia a los sacramentos nos
permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus
palabras, a su acción. La oración no es solamente el aliento del alma,
sino, para usar una imagen, es también el oasis de paz en el que podemos
sacar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra
existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir a la montaña de la
santidad, para que estemos siempre más cerca de Él, ofreciéndonos a lo
largo del camino luz y consuelo. Esta es la experiencia personal a la
que san Pablo se refiere en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los
Corintios, en la que quiero detenerme hoy. En contra de quien impugnaba
la legitimidad de su apostolado, él no repasa tanto las comunidades que
ha fundado, los kilómetros que ha recorrido; no se limita a recordar las
dificultades y las oposiciones que ha enfrentado para anunciar el
Evangelio, sino que señala su relación con el Señor, una relación tan
intensa, también caracterizada de momentos de éxtasis, de contemplación
profunda (cfr. 2 Cor. 12,1); por lo que no se jacta de lo que hizo, de
su fuerza, de sus actividades y logros, sino de la acción que ha hecho
Dios en él y a través de él.
Con gran moderación, cuenta el momento en que vive la experiencia
particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que
catorce años antes del envío de la Carta
"fue arrebatado
–así dice--,
hasta el tercer cielo"
(v. 2). Con el lenguaje y los modos con que cuenta lo que no se puede
pronunciar, san Pablo habla del hecho incluso en tercera persona; afirma
de un hombre raptado al "jardín" de Dios, en el paraíso. La
contemplación es tan profunda e intensa, que el Apóstol no recuerda el
contenido de la revelación recibida, pero tiene muy presente la fecha y
las circunstancias en las que el Señor lo tomó totalmente, lo atrajo
hacia sí, como lo había hecho en el camino de Damasco en el momento de
su conversión (cf. Flp. 3,12). San Pablo añade que, justamente, para no
alzarse en soberbia por la grandeza de las revelaciones recibidas, él
lleva sobre sí un
"aguijón"
(2 Cor. 12,7), un sufrimiento, y suplica al Resucitado de ser liberado
del enviado del Diablo, de tal dolorosa espina en la carne. Por tres
veces, dice, oró fervientemente al Señor para que le quite esta prueba.
Y es en esta situación que, en la profunda contemplación de Dios,
durante la cual
"oyó palabras inefables que no es permitido a nadie pronunciar"
(v. 4), recibió respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige una
palabra clara y tranquilizadora:
"Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza"
(v. 9).
El comentario de Pablo a estas palabras nos puede dejar sorprendidos,
pero revela la forma en que él había entendido lo que significa
realmente ser un apóstol del Evangelio. Exclama así:
"Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis
flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me
complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las
persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy
débil, entonces es cuando soy fuerte "(v.
9b-10), es decir, no hace alarde de sus acciones, sino de la actividad
de Cristo que actúa justamente en su debilidad.
Detengámonos ahora un momento en este hecho que se produjo durante los
años en que san Pablo vivió en silencio y en contemplación, antes de
comenzar a viajar al Occidente para anunciar a Cristo, porque esta
actitud de profunda humildad y confianza frente a la manifestación de
Dios, es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida,
para nuestra relación con Dios y en nuestras debilidades. En primer
lugar, de qué debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es este "aguijón" en la
carne? No lo sabemos y no nos lo dice, pero su actitud nos hace
comprender que todas las dificultades en el seguimiento de Cristo y en
el testimonio de su Evangelio, puede ser superado abriéndose con
confianza a la acción del Señor.
San Pablo es muy consciente de ser un
"siervo inútil"
(Lc. 17,10) --no es él quien ha hecho las grandes cosas, es el Señor--,
un
"vaso de barro"
(2 Cor. 4,7), en el cual Dios pone la riqueza y el poder de su gracia.
En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo entiende
claramente la forma de enfrentar y vivir cada hecho, sobretodo el
sufrimiento, la dificultad, la persecución: cuando uno experimenta la
propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no abandona, no te
deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza. Por supuesto, Pablo
hubiera preferido ser liberado de esta "espina", de este sufrimiento;
pero Dios dice: "No, eso es para ti. Tendrás la gracia suficiente para
resistir y hacer lo que debe hacerse". Esto también se aplica a
nosotros. El Señor no nos libera de los males, más bien nos ayuda a
madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones.
La fe, por lo tanto, nos dice que si permanecemos en Dios,
"mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando --son muchas las
dificultades--, el hombre interior se renueva, madura de día en día
justamente en la prueba"
(cfr. V. 16).
El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que
"el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación nos procura, sobre
toda medida, un pesado caudal de gloria eterna"
(v. 17) En realidad, humanamente hablando, no era ligero el peso de las
dificultades, era gravísimo; pero en comparación con el amor de Dios,
con la grandeza del ser amados por Dios, es ligero, a sabiendas de que
la cantidad de la gloria será incalculable. Así, en la medida en que
crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración,
también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder
de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que
realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de
nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a lo encomendado. Debemos,
por tanto, tener la humildad para no confiar simplemente en nosotros
mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la viña del Señor,
confiándonos en Él como frágiles "vasos de barro".
San Pablo se refiere a dos revelaciones particulares que han cambiado
radicalmente su vida. La primera --lo sabemos--, es la pregunta
sobrecogedora en el camino de Damasco:
"Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues? "(Hch.
9,4), una pregunta que le llevó a descubrir y encontrar a Cristo vivo y
presente, y a escuchar su llamado a ser apóstol del Evangelio. La
segunda son las palabras que el Señor le ha dirigido durante la
experiencia de oración contemplativa sobre la que estábamos
reflexionando:
"Mi gracia
te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza".
Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no
nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del
Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo en el enorme esfuerzo
por difundir el Evangelio, y su corazón ha entrado en el corazón de
Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros hacia Aquel que murió y
resucitó por nosotros.
En la oración abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al Señor para que Él
venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el
Evangelio. Y es significativo también la palabra griega con que Pablo
describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; utiliza
episkenoo,
que podemos tomar como "poner su propia tienda". El Señor continúa
poniendo su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de
la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a morar en nuestra
humanidad, quiere vivir en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para
iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.
La intensa contemplación de Dios experimentada por san Pablo recuerda
aquella de los discípulos en el monte Tabor, cuando, viendo a Jesús
transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo:
"Rabí, bueno
es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías"
(Mc. 9,5).
"No sabía
qué decir, porque estaban atemorizados",
añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo,
fascinante y tremendo: fascinante, porque nos atrae hacia él y rapta
nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura donde
experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo porque pone al
descubierto nuestra debilidad humana, nuestra deficiencia, el esfuerzo
para superar al Maligno que amenaza nuestras vidas, esa espina también
clavada en nuestra carne. En la oración, en la contemplación cotidiana
del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son
verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde
está escrito:
"Pues estoy
seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los
principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la
altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del
amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro"(Rm.
8, 38-39).
En un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la eficiencia y
el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a
redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se comunica en la
oración, con la que crecemos cada día en configurar nuestra vida a la de
Cristo, el cual --como él mismo dice--,
"fue
crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de
Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él
por la fuerza de Dios sobre nosotros"
(2 Cor. 13,4).
Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert Schweitzer, teólogo
protestante y premio Nobel de la Paz, afirmaba que "Pablo es un místico
y nada más que un místico", en realidad un hombre verdaderamente
enamorado de Cristo y tan unido a Él, hasta poder decir: Cristo vive en
mí. La mística de san Pablo no se fundamenta solo sobre la base de los
acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino también en la
cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo ha sostenido
con su gracia.
La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio la
fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia hasta
el fin del mundo en ese momento. La unión con Dios no aleja del mundo,
sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se pueda
hacer lo que se debe hacer en el mundo. Incluso en nuestra vida de
oración podemos, por lo tanto, tener momentos de especial intensidad, en
los cuales quizás, sintamos más viva la presencia del Señor, pero es
importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios,
especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de
sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Solo si estamos aferrados al
amor de Cristo, estaremos en grado hacer frente a cualquier adversidad
como Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos
fortalece (cf. Flp. 4,13). Así que, en la medida de que damos espacio a
la oración, más veremos que nuestra vida cambiará y será animada por la
fuerza concreta del amor de Dios.
Es lo que sucedió, por ejemplo, con la beata Madre Teresa de Calcuta,
que en la contemplación de Jesús y, precisamente, también en tiempos de
larga aridez encontraba la razón última y la fuerza increíble para
reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil
figura. La contemplación de Cristo en nuestras vidas nos es ajena --como
lo he dicho--, de la realidad, sino más bien nos vuelve aún más
partícipes de la experiencia humana, porque el Señor, atrayéndonos a sí
en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano
en su amor. Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 20 de junio de
2012
*****
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra oración es muy a menudo, una petición de ayuda en momentos de
necesidad. Y esto es normal para el hombre porque necesitamos ayuda,
necesitamos de los demás, necesitamos de Dios. Así es que para nosotros
es normal pedirle algo a Dios, buscar su ayuda; y debemos tener en
cuenta que la oración que el Señor nos enseñó: el "Padre nuestro" es una
oración de petición, y con esta oración el Señor nos enseña la
importancia de nuestra oración, limpia y purifica nuestros deseos, y de
este modo limpia y purifica nuestro corazón. Así es que, si de por sí es
algo normal que en la oración pidamos alguna cosa, no debería ser
siempre así.
Hay también ocasión para dar gracias, y si estamos atentos, veremos que
recibimos de Dios tantas cosas buenas: es tan bueno con nosotros que
conviene, es necesario darle gracias. Y esta debe ser también una
oración de alabanza: si nuestro corazón está abierto, a pesar de todos
los problemas, apreciamos también la belleza de su creación, la bondad
que nos muestra en su creación. Por lo tanto, no solo debemos pedirle,
sino también alabar y dar gracias: solo así nuestra oración es completa.
En sus cartas, san Pablo no habla solo de la oración, sino que también
presenta oraciones de petición, oraciones de alabanza y de bendición por
lo que Dios ha hecho y sigue realizando en la historia de la humanidad.
Y hoy quisiera detenerme en el primer capítulo de la Carta a los
Efesios, que comienza justamente con una oración, que es un himno de
bendición, una expresión de gratitud, de alegría. San Pablo bendice a
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque en Él nos hizo "conocer
el misterio de su voluntad"
(Ef. 1,9). En realidad hay razón para dar gracias porque Dios nos hace
conocer lo que está oculto: su voluntad con nosotros, para nosotros, "el
misterio de su voluntad." "Mysterion", "Misterio": un término que se
repite con frecuencia en la sagrada escritura y en la liturgia. No
quisiera entrar ahora en la filología, pero en el lenguaje común
significa lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos
abarcar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a
los Efesios nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de
este término y de la realidad que nos muestra. Para los creyentes, el
"misterio" no es tanto lo desconocido, sino sobre todo la voluntad
misericordiosa de Dios, su diseño de amor que en Jesucristo se ha
revelado plenamente y nos da la posibilidad de "comprender
con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y
profundidad, y conocer el amor de Cristo"
(Ef. 3,18-19).
El "misterio desconocido" de Dios se ha revelado, y es que Dios nos ama,
y nos ama desde el principio, desde la eternidad. Detengámonos un poco
sobre esta oración solemne y profunda. "Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo"
(Ef. 1,3). San Pablo utiliza el verbo "euloghein", que normalmente
traduce la palabra hebrea "barak":
que es alabar, glorificar, dar gracias a Dios Padre como el origen de
los bienes de la salvación, como Aquel que "nos
ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos,
en Cristo".
El Apóstol agradece y alaba, pero también reflexiona sobre las razones
que empujan al hombre a esta alabanza, a este agradecimiento presentando
los elementos clave del plan divino y sus etapas. En primer lugar
tenemos que bendecir a Dios Padre porque --como escribe san Pablo--, Él
"nos
escogió antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en
su presencia, en el amor"
(v. 4). Lo que nos hace santos y sin mancha es la caridad.
Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad. Y esta elección
precede incluso a la creación del mundo. Desde siempre hemos estado en
su plan, en su mente. Con el profeta Jeremías, podemos decir también
nosotros que antes de formarnos en el vientre de nuestra madre, Él ya
nos ha conocido (cf. Jr. 1,5); y conociéndonos nos ha amado. La vocación
a la santidad, es decir, a la comunión con Dios, pertenece al plan
eterno de este Dios, un diseño que se extiende en la historia y abarca a
todos los hombres y mujeres del mundo, porque es una llamada universal.
Dios no excluye a nadie, su plan es solo de amor. San Juan Crisóstomo
dice: "Dios
mismo nos ha hecho santos, por lo que estamos llamados a ser santos.
Santo es aquel que vive en la fe"
(Omelie sulla Lettera agli Efesini, 1,1,4). San Pablo continúa: Dios nos
ha predestinado, nos ha elegido para ser "hijos
adoptivos por medio de Jesucristo",
a ser incorporados en su Hijo unigénito.
El Apóstol pone de relieve la generosidad de este maravilloso plan de
Dios para la humanidad. Dios nos escoge no porque seamos buenos, sino
porque Él es bueno. En la antigüedad había una palabra sobre la bondad:
bonum est diffusivum sui; el bien se comunica, es parte de la
esencia del bien que se comunique, que se extienda. Es así porque Dios
es la bondad, es la comunicación de la bondad, Él quiere comunicar; Él
crea porque quiere comunicarnos su bondad y hacernos buenos y santos. En
el centro de la oración de bendición, el Apóstol muestra la forma en que
se lleva a cabo el plan de salvación del Padre en Cristo, en su Hijo
amado. Escribe: "En
él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los
delitos, según la riqueza de su gracia"
(Ef. 1,7).
El sacrificio de la cruz de Cristo es el acontecimiento único e
irrepetible con el que el Padre ha demostrado brillantemente su amor por
nosotros, no solo con palabras, sino en términos concretos. Dios es tan
real y su amor es tan real que entra en la historia, se hace hombre para
sentir qué es, cómo es vivir en este mundo creado, y acepta el camino de
sufrimiento de la pasión, sometido también a la muerte. Así de real es
el amor de Dios, que participa no solo en nuestro ser, sino en nuestro
sufrir y morir. El sacrificio de la cruz significa que llegamos a ser
"propiedad de Dios", porque la sangre de Cristo nos ha rescatado del
pecado, nos limpia de todo mal, nos saca de la esclavitud del pecado y
de la muerte. San Pablo nos invita a considerar qué tan profundo es el
amor de Dios que transforma la historia, que ha transformado su vida de
perseguidor de los cristianos a un apóstol incansable del Evangelio. Se
hacen eco una vez más, las tranquilizadoras palabras de la Carta a los
Romanos: "Si
Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a
su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará con él graciosamente todas las cosas?... Estoy seguro de que ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni
lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra
criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro"
(Rm. 8,31-32.38-39). Esta certeza --Dios está por nosotros, y ninguna
criatura podrá separarnos de Él, porque su amor es más fuerte--, tenemos
que insertarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos. Por
último, la bendición divina se cierra con una referencia al Espíritu
Santo que ha sido derramado en nuestros corazones; el Paráclito que
hemos recibido como un sello prometido: "Él
--dice Pablo--,
es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión,
para alabanza de su gloria"
(Ef. 1,14).
La redención no es todavía completa --lo escuchamos--, pero encontrará
su plena realización cuando aquellos que Dios ha adquirido sean
totalmente salvos. Nosotros todavía estamos en el camino de la
redención, cuya realidad esencial se ha dado con la muerte y
resurrección de Jesús. Estamos en el camino a la redención definitiva,
hacia la plena liberación de los hijos de Dios. Y el Espíritu Santo es
la certeza de que Dios llevará a cumplimiento su plan de salvación,
cuando conduzca "a
Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra"
(Ef. 1,10). San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: "Dios
nos escogió por la fe y ha marcado en nosotros el sello de la herencia
de la gloria futura"
(Omelie sulla Lettera agli Efesini 2,11-14). Tenemos que aceptar que el
camino de nuestra redención es también nuestro camino, porque Dios
quiere criaturas libres, que digan libremente que sí; pero es sobre todo
y primero, Su camino. Estamos en sus manos y ahora es nuestra libertad
el ir en el camino abierto por Él. Vamos por este camino de la
redención, junto con Cristo, y sentimos que la redención se realiza. La
visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición, nos
ha llevado a contemplar la acción de las tres Personas de la Santísima
Trinidad: el Padre que nos ha elegido antes de la fundación del mundo,
ha pensado en nosotros y nos ha creado; el Hijo que nos ha redimido por
su sangre, y la promesa del Espíritu Santo, prenda de nuestra redención
y de la gloria futura.
En la oración constante, en la relación diaria con Dios, aprendemos
también nosotros, como san Pablo, a distinguir con más claridad los
signos de este diseño y de esta acción: de la belleza del Creador, en la
belleza que surge de sus criaturas (cf. Ef 3,9 ), como lo canta san
Francisco de Asís: "Alabado
sea mi Señor, con todas tus criaturas"
(FF 263). Es importante estar atento aún ahora, en el periodo de las
vacaciones, a la belleza de la creación y ver revelarse en esta belleza
el rostro de Dios. En sus vidas, los santos indican de modo brillante
qué puede hacer el poder de Dios en la debilidad del hombre. Y puede
hacerlo también con nosotros. En toda la historia de la salvación, en la
que Dios se ha hecho cercano a nosotros y espera pacientemente nuestros
tiempos, incluyendo nuestras infidelidades, alienta nuestros esfuerzos y
nos guía. En la oración aprendemos a ver los signos de este plan
misericordioso en el camino de la Iglesia. Así, crecemos en el amor de
Dios, abriendo la puerta a fin de que la Santísima Trinidad venga a
morar en nosotros, ilumine, caliente, guíe nuestra existencia. "Si
alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a
él, y haremos morada en él"
(Jn. 14,23), dice Jesús, prometiendo a sus discípulos el don del
Espíritu Santo, que enseñará todo. San Ireneo dijo una vez que en la
Encarnación el Espíritu Santo se ha habituado a estar en el hombre. En
la oración, nosotros debemos habituarnos a estar con Dios. Esto es muy
importante, que aprendamos a estar con Dios, y así veremos lo hermoso
que es estar con Él, que es la redención.
Queridos amigos, cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual nos
volvemos capaces de conservar aquello que san Pablo llama "el
misterio de la fe"
en una conciencia pura (cf. 1 Tm. 3,9). La oración como una forma de
"acostumbrarse" a estar junto a Dios, crea hombres y mujeres animados no
por el egoísmo, del deseo de poseer, de la sed de poder, sino de la
gratuidad, del deseo de amar, de la sed por servir, es decir, animados
por Dios; y solo así se puede llevar luz a la oscuridad del mundo.
Quisiera concluir esta catequesis con el epílogo de la Carta a los
Romanos. Con san Pablo, también nosotros damos gloria a Dios porque nos
ha dicho todo acerca de sí en Jesucristo y nos ha dado al Consolador, el
Espíritu de la verdad. San Pablo escribe al final de la Carta a los
Romanos: "A
Aquel que puede consolidarlos conforme al Evangelio mío y la predicación
de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante
siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo
predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los
gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por
Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén"
(16, 25-27). Gracias.
(1) Para acceder
al libro de los Salmos, pulse
SALMOS
La oración en la primera parte del Apocalipsis (Ap. 1,4-3.22)
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 5 de septiembre de
2012
*****
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, después de las vacaciones, retomamos las audiencias en el Vaticano,
continuando en esa "escuela de oración", que estoy viviendo junto a
vosotros en estas Catequesis de los miércoles.
Hoy quisiera hablar de la oración en el libro del Apocalipsis, que, como
vosotros sabéis, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil,
pero que contiene una gran riqueza. Este nos pone en contacto con la
oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida "en
el día del Señor" (Ap. 1,10); es esta, en efecto, la traza de
fondo en el que se mueve el texto.
Un lector presenta a la asamblea un mensaje confiado por el Señor al
evangelista Juan. El lector y la asamblea son, por así decirlo, los dos
protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el principio, se
les dirige un saludo festivo: "Dichoso el que lea
y los que escuchen las palabras de esta profecía" (1,3). Mediante
el diálogo constante entre ellos, surge una sinfonía de oración, que se
desarrolla con una gran variedad de formas hasta la conclusión.
Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a
la asamblea que responde, su oración tiende a ser nuestra.
La primera parte del Apocalipsis (1,4-3,22) tiene, en la actitud de la
asamblea que ora, tres etapas sucesivas. La primera (1,4-8) consiste en
un diálogo --único caso en el Nuevo Testamento--, que se lleva a cabo
entre la asamblea apenas reunida y el lector, el cual le dirige un
saludo de bendición: "Gracia y paz a vosotros" (1,4). El lector subraya
el origen de este saludo: este deriva de la Trinidad, del Padre, del
Espíritu Santo, de Jesucristo, que participan juntos en llevar adelante
el proyecto creativo y de salvación para la humanidad. La asamblea
escucha, y cuando siente nombrar a Jesucristo, es como una explosión de
alegría y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de
alabanza: "Al que nos ama, y nos ha lavado con su
sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de
sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los
siglos de los siglos. Amén" (1,5b-6). La asamblea, rodeada por el
amor de Cristo, se siente liberada de la esclavitud del pecado y se
proclama "reino" de Jesucristo, que le pertenece por completo.
Reconoce la gran misión que por el
bautismo se le ha confiado para llevar al mundo la presencia de Dios.
Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a
Jesús y, con creciente entusiasmo, le reconoce "la gloria y el poder"
para salvar a la humanidad. El "amén" final, concluye el himno de
alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una
gran riqueza de indicios para nosotros; nos dicen que nuestra oración
debe ser, ante todo, escucha de Dios que nos habla. Inundados de tantas
palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo ponernos en la
disposición del silencio interior y exterior para estar atentos a lo que
Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan también que nuestra
oración, a menudo solo de súplica, debe ser ante todo de alabanza a Dios
por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la
esperanza y la salvación.
Una nueva
intervención del lector señala a la asamblea, aferrada al amor de
Cristo, el compromiso de captar su presencia en la propia vida. Dice: "Mirad,
viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le
traspasaron, y por él harán duelo todas las razas" (1,7a).
Después de ascender al cielo en una "nube", símbolo de la trascendencia
(cf. Hch. 1,9), Jesucristo regresará así como subió a los cielos (cf.
Hch. 1,11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta
san Juan en el cuarto evangelio, "Mirarán al que
traspasaron" (19,37). Pensarán en sus pecados, causa de su
crucifixión, y, como aquellos que lo habían visto directamente en el
Calvario, "se golpearán el pecho" (cf. Lc. 23,48) pidiéndole perdón,
para seguir en la vida y así preparar la plena comunión con Él, después
de su regreso definitivo. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y
dice: "Sí. ¡Amén!"(Ap. 1,7 b). Expresa con
su "sí", la acogida plena de lo que se le ha comunicado y pide que esto
pueda convertirse en realidad. Es la oración de la asamblea, que medita
sobre el amor de Dios manifestado de modo supremo en la Cruz, y pide de
vivir con coherencia como discípulos de Cristo.
Y esta es la respuesta de Dios: "Yo soy el Alfa y
la Omega, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso"
(1,8). Dios, que se revela como el principio y el final de la historia,
acepta y toma en serio la petición de la asamblea. Él ha estado, está y
estará presente y activo con su amor en los asuntos humanos, en el
presente, en el futuro, así como en el pasado, hasta llegar a la meta
final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí nos encontramos con otro
elemento importante: la oración constante despierta en nosotros un
sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y la
suya es una presencia que nos sostiene, nos guía y nos da una gran
esperanza, aún en medio de la oscuridad de ciertos acontecimientos
humanos; además, cada oración, incluso aquella en la soledad más
radical, nunca es un aislarse y nunca es estéril, sino que es el
elemento vital para alimentar una vida cristiana cada vez más
comprometida y coherente.
La segunda fase de la oración de la asamblea (1,9-22) profundiza aún más
la relación con Jesucristo: el Señor aparece, habla, actúa, y la
comunidad más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje
presentado por el lector, san Juan relata su experiencia personal de
encuentro con Cristo: se encuentra en la isla de Patmos por causa de la
"palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9), y es el "día del
Señor" (1,10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san
Juan está "tomado por el Espíritu" (1,10a). El Espíritu Santo lo llena y
lo renueva, ampliando su capacidad de aceptar a Jesús, quien lo invita a
escribir. La oración de la asamblea que escucha, poco a poco asume una
actitud contemplativa, marcada por los verbos "ve", "mira": completa, es
decir, lo que el lector le propone, internalizándolo y haciéndolo suyo.
Juan oyó "una gran voz, como de trompeta"
(1,10b), la voz lo obliga a enviar un mensaje "a las siete Iglesias"
(1,11) que se encuentran en Asia Menor y, por su intermedio, a todas las
Iglesias de todos los tiempos, junto con sus Pastores. El término "voz…
de trompeta", tomada del libro del Éxodo (cf. 20,18), recuerda la
manifestación divina a Moisés en el Monte Sinaí e indica la voz de Dios
que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí es atribuida a
Jesucristo Resucitado, que de la gloria del Padre habla, con la voz de
Dios, a la asamblea en oración. Dando la vuelta "para
ver la voz" (1,12), Juan ve "siete
candeleros de oro, y en medio de los candeleros, como a un Hijo de
hombre" (1,12-13), término particularmente familiar para Juan,
que le indica al mismo Jesús. Los candeleros de oro, con sus velas
encendidas, indican la Iglesia de todos los tiempos en actitud de
oración en la Liturgia: Jesús Resucitado, el "Hijo del hombre", está en
medio de ella, y, revestido con las vestiduras del sumo sacerdote del
Antiguo Testamento, desarrolla la función sacerdotal de mediador ante el
Padre. En el mensaje simbólico de Juan, sigue una manifestación luminosa
de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, que se
producen en el Antiguo Testamento. Se habla de "...
cabellos blancos, como la lana blanca, como la nieve" (1,14),
símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn. 7,9) y de la Resurrección. Un
segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento se refiere
a menudo a Dios para indicar dos propiedades: La primera es la
intensidad celosa de su amor, que anima su pacto con el hombre (cf. Dt.
4,24).
Y es esta misma intensidad ardiente del amor, que se lee en los ojos de
Jesús resucitado: "Sus ojos como llama de fuego"
(Ap. 1,14a). El segundo es la capacidad incontenible de vencer el mal
como un "fuego devorador" (Dt. 9,3). Así que incluso "los pies" de
Jesús, en camino para enfrentar y destruir el mal, tienen el brillo del
"metal precioso" (Ap. 1,15). La voz de Jesucristo, entonces, "como voz
de grandes aguas" (1,15c), tiene el rugido impresionante "de la gloria
del Dios de Israel", que se traslada a Jerusalén, mencionado por el
profeta Ezequiel (cf. 43,2).
Siguen todavía otros tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús
Resucitado está haciendo por su Iglesia: la mantiene firmemente en su
mano derecha –una imagen muy importante: Jesús tiene a la Iglesia en la
mano--, le habla con el poder penetrante de una espada afilada, y le
muestra el esplendor de su divinidad: "Su rostro,
como el sol cuando brilla con toda su fuerza" (Ap.1,16). Juan
quedó tan impresionado por esta maravillosa experiencia del Resucitado,
que se siente desfallecido y cae como muerto.
Después de esta experiencia de la revelación, el Apóstol tiene delante
al Señor Jesús hablando con él, lo tranquiliza, le coloca una mano sobre
la cabeza, le revela su identidad como el Crucificado Resucitado, y le
encarga transmitir su mensaje a las Iglesias (Ap. 1,17-18). Una cosa
hermosa de este Dios, ante el cual desfallece y cae como muerto. Es el
amigo de la vida, y le pone su mano sobre la cabeza. Y así será también
con nosotros: somos amigos de Jesús. Por tanto, la revelación del Dios
Resucitado, del Cristo Resucitado, no será terrible, sino será el
encuentro con el amigo. Incluso la asamblea vive con Juan un momento
particular de luz delante del Señor, unido, sin embargo, a la
experiencia del encuentro cotidiano con Jesús, experimentando la riqueza
del contacto con el Señor, que llena cada espacio de la existencia.
En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis
(Ap.2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje séptuplo en el cual
Jesús habla en primera persona. Dirigido a las siete Iglesias en Asia
Menor situadas alrededor de Éfeso, el discurso de Jesús parte de la
situación particular de cada Iglesia, para luego extenderse a las
Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra en el corazón de la situación
de cada iglesia, haciendo énfasis en las luces y sombras, y
dirigiéndoles un llamamiento urgente: "Arrepentíos"
(2,5.16; 3,19c), "Mantén lo que tienes"
(3,11), "vuelve a tu conducta primera"
(2,5)," Sé pues ferviente y arrepiéntete"
(3,19b) ... Esta palabra de Jesús, si es escuchada con fe, de inmediato
comienza a ser efectiva: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del
Señor, se transforma.
Todas las iglesias deben ponerse en una escucha atenta al Señor,
abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta
indicación siete veces: "El que tiene oídos, oiga
lo que el Espíritu le dice a las Iglesias"
(2,7.11.17.29;3,6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un
estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el
crecimiento en el amor, la orientación para el camino.
Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en
oración, porque es justamente en la oración donde experimentamos siempre
en aumento, la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más
y mejor oremos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos
a Él, y Él realmente entra en nuestra vida y la guía, dándole alegría y
paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, más sentimos la
necesidad de permanecer en oración con Él, recibiendo serenidad,
esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por su atención.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 12 de septiembre de
2012
*****
Queridos
hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hablé sobre la plegaria en la primera parte del
Apocalipsis, hoy pasamos a la segunda parte del libro, y mientras en
la primera parte la oración está orientada hacia el interno de la
vida eclesial, la atención en la segunda está dirigida al mundo
entero. La Iglesia de hecho, camina en la historia, es parte del
proyecto de Dios. La asamblea que escuchando el mensaje de Juan
--presentado por el lector- ha descubierto el propio deber de
colaborar con el desarrollo del Reino de Dios como “sacerdotes
de Dios y de Cristo” (Ap 20,6; cfr 1,5; 5,10), y se
abre sobre el mundo de los hombres. Y aquí emergen dos modos de
vivir la relación dialéctica entre ellos: el primero, lo podríamos
definir el “sistema de Cristo”, al cual la asamblea tiene la
felicidad de pertenecer, y el segundo es el “sistema terrestre anti-Reino
y anti-alianza puesto en acto por influjo del maligno”, el cual
engañando a los hombres quiere realizar un mundo opuesto al querido
por Cristo y por Dios (cfr Pontificia Commissione Biblica,
Bibbia e Morale. Radici bibliche dell’agire cristiano, 70).
La asamblea tiene entonces que saber leer en profundidad la historia
que está viviendo, aprendiendo a discernir con su fe los
acontecimientos para colaborar con el Reino de Dios. Y esta obra de
lectura y de discernimiento, como también de acción, está
relacionada con la oración.
Sobre todo después de la llamada insistente de Cristo que, en la
primera parte del Apocalipsis, hasta siete veces dijo: “Quien
tenga oídos, escuche lo que el Espíritu le dice a la Iglesia”
(cfr Ap 2,7.11.17.29; 3,6.13.22), la asamblea es invitada a
subir al Cielo para mirar la realidad con los ojos de Dios. Y aquí
encontramos tres símbolos, puntos de referencia de los que partir
para leer la historia: el trono de Dios, el Cordero de Dios, el
Cordero y el libro (cfr Ap 4,1 – 5,14).
El primer símbolo es el trono, sobre el cual está sentado un
personaje que Juan no describe, porque supera todo tipo de
representación humana. Puede solamente esbozar al sentido de la
belleza y alegría que se prueba encontrándose delante de Él. Este
personaje misterioso es Dios, Dios omnipotente que no se ha quedado
encerrado en su Cielo sino que se acercó al hombre entrando en
alianza con él. Dios que hace sentir en la historia de manera
misteriosa pero real, su voz, simbolizada por relámpagos y truenos.
Son varios los elementos que aparecen en torno a Dios, como los
veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes, que le rinden
incesantemente alabanza al único Señor de la historia.
El primer símbolo por lo tanto es el trono. El segundo es el libro,
que contiene el plan de Dios sobre los acontecimientos y sobre los
hombres. Está cerrado herméticamente por siete sellos y nadie es
capaz de leerlo. Ante esta incapacidad del hombre de percibir el
proyecto de Dios, Juan siente una profunda tristeza que lo lleva a
llorar. Pero hay un remedio a la desorientación del hombre ante del
misterio de la historia: alguien es capaz de abrir el libro y de
iluminarlo.
Y aquí aparece el tercer símbolo: Cristo, el Cordero inmolado en el
sacrificio de la Cruz, que está de pie, significando su
Resurrección. Y es justamente el Cordero, el Cristo muerto y
resucitado que progresivamente abre los sellos y desvela el plan de
Dios, el sentido profundo de la historia.
¿Qué dicen estos símbolos? Estos nos recuerdan cuál es el camino
para saber leer los hechos de la historia y de nuestra misma vida.
Levantando los ojos al Cielo de Dios, en la relación constante con
Cristo, abriéndole a Él nuestro corazón y nuestra mente con la
oración personal y comunitaria, aprendemos a ver las cosas de una
manera nueva y a aferrar el sentido más verdadero. La oración es
como una ventana abierta que nos permite tener la mirada vuelta
hacia Dios, no solamente para recordarnos la meta hacia la cual nos
dirigimos, sino también para dejar que la voluntad de Dios ilumine
nuestro camino terreno y nos ayude a vivirlo con intensidad y
empeño.
¿De qué manera el Señor guía a la comunidad cristiana a una lectura
más profunda de la historia? Antes de todo invitándonos a considerar
con realismo el presente que estamos viviendo. El Cordero abre
entonces los cuatro primeros sellos del libro, y la Iglesia ve el
mundo en el cual está insertada, un mundo en el que existen varios
elementos negativos. Existen los males que realiza el hombre, como
la violencia, que nace del deseo de poseer, de prevalecer unos sobre
los otros, al punto de llegar a asesinarse (segundo sello); o la
injusticia, porque los hombres no respetan las leyes que se han dado
(tercer sello). A estos se agregan los males que el hombre tiene que
sufrir, como la muerte, el hambre, la enfermedad (cuarto sello). A
estas realidades, muchas veces dramáticas, la comunidad eclesial
viene invitada a no perder nunca la esperanza, a creer firmemente
que la aparente omnipotencia del maligno choca con la verdadera
omnipotencia que es la de Dios.
El primer sello que el Cordero abre contiene justamente este
mensaje. Narra Juan: “Y vi: un caballo blanco.
Quien lo montaba tenía un arco, le fue dada una corona y él salió
victorioso para vencer nuevamente” (Ap 6,2). En la
historia del hombre ha entrado la fuerza de Dios, que no solamente
es capaz de equilibrar el mal, sino incluso de vencerlo. El color
blanco hace recordar la Resurrección: Dios se volvió tan cercano
hasta el punto de descender a la oscuridad de la muerte para
iluminarla con el esplendor de su vida divina; ha tomado sobre sí el
mal del mundo para purificarlo con el fuego de su amor.
¿Cómo crecer con esta lectura cristiana la realidad? El Apocalipsis
nos dice que la oración alimenta en cada uno de nosotros y en
nuestras comunidades esta visión de luz y de profunda esperanza: nos
invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el
bien, a mirar a Cristo crucificado y resucitado que nos asocia a su
victoria. La Iglesia vive en la historia, no se cierra en si misma,
sino que afronta con coraje su camino en medio de las dificultades y
sufrimientos, afirmando con fuerza que el mal en definitiva no vence
al bien, la oscuridad no ofusca el esplendor de Dios. Este es un
punto importante para nosotros; como cristianos no podemos nunca ser
pesimistas; sabemos bien que en el camino de nuestra vida
encontramos muchas veces violencia, mentira, odio, persecución, pero
esto no nos desanima. Especialmente la oración nos educa a ver los
signos de Dios, su presencia y acción, más aún, a ser nosotros luz
del bien, que difunde la esperanza e indica que la victoria es de
Dios.
Esta perspectiva lleva a elevar el agradecimiento y la alabanza a
Dios y al Cordero: los veinticuatro ancianos y los cuatro seres
vivientes cantan juntos el “canto nuevo” que celebra la obra de
Cristo Cordero, el cual volverá “nuevas todas las cosas” (Ap
21,5). Si bien esta renovación es sobre todo un don que hay que
pedir.
Y aquí encontramos otro elemento que debe caracterizar la oración:
invocar al Señor con insistencia para que su Reino venga, que el
hombre tenga el corazón dócil al señorío de Dios, que sea su
voluntad la que oriente nuestra vida y la del mundo. En la visión
del Apocalipsis, esta oración de solicitud está representada por un
particular importante: “los veinticuatro ancianos” y “los cuatro
seres vivientes” tienen en su mano, junto a la cítara que acompaña a
su canto “copas de oro llenas de incienso” (5,8a) que como se
explica “son las plegarias de los santos” (5,8b), de los que ya han
alcanzado a Dios, además de todos nosotros quienes estamos en
camino. Y vemos que ante el trono de Dios, un ángel tiene en la mano
un incensario de oro en el que mete continuamente los granos de
incienso, es decir nuestras oraciones, cuyo suave olor es ofrecido
junto a las oraciones que suben a la presencia de Dios (cfr Ap
8,1-4). Es un simbolismo que nos dice que todas nuestras oraciones
--con todos los límites, la fatiga, la pobreza, la aridez, las
imperfecciones que puedan tener- son casi purificadas y llegan al
corazón de Dios. Debemos estar seguros de que no hay oraciones
superfluas, inútiles; ninguna se pierde. Y encuentran respuesta,
aunque a veces sea misteriosa, porque Dios es Amor y Misericordia
infinita. A menudo, frente al mal, se tiene la sensación de no poder
hacer nada, pero es justamente nuestra oración la primera respuesta
y más eficaz que podemos dar y que hace más fuerte nuestro cotidiano
compromiso por defender el bien. La potencia de Dios hace fecunda
nuestra debilidad (cfr Rm 8,26-27).
Querría
concluir con alguna alusión al diálogo final (cfr Ap
22,6-21). Jesús repite varias veces: "He aquí que vuelvo pronto" (Ap
22,7.12). Esta afirmación no indica sólo la perspectiva futura
del fin de los tiempos, sino también la presente: Jesús viene, pone
su morada en quien cree en El y lo acoge. La asamblea, entonces,
guiada por el Espíritu Santo, repite a Jesús la invitación urgente a
hacerse cada vez más cercano: "Ven" (Ap 22,17a). Es como la
"esposa" (22,17) que aspira ardientemente a la plenitud de la
nupcialidad. Por tercera vez hace la invocación: "Amén. Ven, Señor
Jesús" (22,20b); y el lector concluye con una expresión que
manifiesta el sentido de esta presencia: "La gracia del Señor Jesús
esté con todos" (22,21).
El
Apocalipsis, aún en la complejidad de los símbolos, nos implica en
una oración muy rica, por la cual también nosotros escuchamos,
alabamos, damos gracias, contemplamos al Señor, le pedimos perdón.
Su estructura de gran oración litúrgica comunitaria es también una
fuerte llamada a redescubrir la carga extraordinaria y transformante
que tiene la Eucaristía; en especial querría invitar con fuerza a
ser fieles a la Santa Misa dominical en el Día del Señor, el
domingo, ¡verdadero centro de la semana! La riqueza de la oración en
el Apocalipsis nos hace pensar en un diamante, que tiene una serie
fascinante de caras, pero cuyo valor reside en la pureza del único
núcleo central. Las sugestivas formas de oración que encontramos en
el Apocalipsis hacen brillar entonces la riqueza única e indecible
de Jesucristo. Gracias.