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HOMILÍAS PAPALES EN LAS JORNADAS DE LA VIDA CONSAGRADA

 

 

2 DE FEBRERO: PRESENTACIÓN DEL NIÑO JESÚS EN EL TEMPLO

 

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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA PRIMERA JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA
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HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XVIII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2014

La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta del encuentro: en la liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuentro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.

Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuentro entre los jóvenes y los ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos personajes que frecuentaban siempre el Templo.

Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José repite cuatro veces que querían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor (cf. Lc 2, 22.23.24.27). Se entiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de observar los preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no es un hecho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos... Tu ley será mi delicia (119, 14.77).

¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que eran conducidos por el Espíritu Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y que «el Espíritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había revelado» que antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva, estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones...

He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios. En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.

Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía, donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si reflexionamos bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mismo, y la profecía se mueve por la senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil que ella a su acción?

A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él, conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo, a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.

Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fundacional de un Instituto: ¡es hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a dar gracias.

Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre observancia y profecía. No lo veamos como dos realidades contrarias. Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime a ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.

Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino para llevarlo adelante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.

Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro, nos ilumine y nos consuele en nuestro camino. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XVII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2013

 

Queridos hermanos y hermanas:

En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf.Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).

Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).

Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.

Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).

«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.

Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).

Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).

En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.

Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).

Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XVII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2012

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2, 22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.

El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).

El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.

Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.

Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia consagración. En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.

La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro apostolado. Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata, 112). Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XVI Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2011

 

Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb10, 5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación.

Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el Esperado.

La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo II eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada. En este contexto, dirijo un saludo cordial y agradecido a monseñor João Braz de Aviz, que hace poco nombré prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, así como al secretario y a sus colaboradores. Saludo con afecto a los superiores generales presentes y a todas las personas consagradas.

Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.

El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).

En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.

En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8… La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).

Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en "exégesis" viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica» (Verbum Domini, 83).

Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del Evangelio».

En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María:

Oh María, Madre de la Iglesia,
te encomiendo 
toda la vida consagrada,
a fin de que tú le alcances 
la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha
de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento
de Jesús, tu hijo y nuestro Señor, 
en la acogida
de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magníficat,
para que la Iglesia sea edificada
por la santidad de vida
de estos hijos e hijas tuyos,
en el mandamiento del amor. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XIV Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2010

 

Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo, vinculado al precepto de la ley de Moisés que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, que subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12, 1-8). También María y José cumplen este rito, ofreciendo —según la ley— dos tórtolas o dos pichones. Leyendo las cosas con más profundidad, comprendemos que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. En efecto, Simeón proclama que Jesús es la "salvación" de la humanidad, la "luz" de todas las naciones y "signo de contradicción", porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc 2, 29-35). En Oriente esta fiesta se denominaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término "Candelaria". Con este signo visible se quiere manifestar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es "la luz de los hombres" y lo acoge con todo el impulso de su fe para llevar esa "luz" al mundo.

En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que en toda la Iglesia se celebrara una Jornada especial de la vida consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Esta Jornada tiene tres objetivos: ante todo, alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima de parte de todo el pueblo de Dios; y, por último, invitar a cuantos han dedicado plenamente su vida a la causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en ellos. Os agradezco que hayáis venido, tan numerosos, en esta Jornada dedicada especialmente a vosotros, y deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cercanía cordial y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del pueblo de Dios.

La breve lectura tomada de la carta a los Hebreos, que se acaba de proclamar, une bien los motivos que dieron origen a esta significativa y hermosa celebración, y nos brinda algunas pautas de reflexión. Este texto —se trata de dos versículos, pero muy densos— abre la segunda parte de lacarta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. En realidad, sería necesario considerar también el versículo inmediatamente precedente, que dice: "Teniendo, pues, tal sumo sacerdote que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios— mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hb 4, 14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. A Cristo se le presenta como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y al humano.

En realidad, una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo, en la Iglesia sólo tiene sentido precisamente a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo. Sólo tiene sentido si él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros; de lo contrario, se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, la vida cristiana en cuanto tal no tendría fundamento, y de forma muy especial no lo tendría cualquier consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa "con fuerza" precisamente que Dios y el hombre se buscan mutuamente, que el amor los atrae; la persona consagrada, por el mero hecho de existir, representa como un "puente" hacia Dios para todos aquellos que se encuentran con ella, les recuerda y les remite a Dios. Y todo esto en virtud de la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. Él es el fundamento. Él, que ha compartido nuestra flaqueza, para que pudiésemos participar de su naturaleza divina.

Nuestro texto insiste, más que en la fe, en la "confianza" con la que podemos acercarnos al "trono de la gracia", puesto que nuestro sumo sacerdote ha sido él mismo "probado en todo igual que nosotros". Podemos acercarnos para "alcanzar misericordia", "hallar gracia", y "para una ayuda en el momento oportuno". Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y a la vez un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una consagración especial en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanos y hermanas. Vosotros os habéis acercado con plena confianza al "trono de la gracia" que es Cristo, a su cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que lo merece todo, incluso más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a él, también para encontrar ayuda en el momento oportuno y en la hora de la prueba.

Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada es una escuela privilegiada de "compunción del corazón", de reconocimiento humilde de su miseria, y también es una escuela de confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más cerca estamos de él, tanto más útiles somos a los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, al estar llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, especialmente de aquellos que están alejados de Dios. En particular, las comunidades que viven en clausura, con su compromiso específico de fidelidad a "estar con el Señor", a "estar al pie de la cruz", a menudo desempeñan ese papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, cargando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo todo con alegría para la salvación del mundo.

Por último, queridos amigos, elevemos al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza por la vida consagrada. Si no existiera, el mundo sería mucho más pobre. Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil (cf. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a "perder" la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que "perdió" su vida por nosotros primero. En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso de la fatiga diaria, con escasas gratificaciones humanas; pienso en los religiosos y las religiosas de edad avanzada, en los enfermos, en quienes pasan por un momento difícil en su apostolado... Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al "trono de la gracia". Al contrario, son un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.

Por lo tanto, llenos de confianza y de gratitud, renovemos también nosotros el gesto de la ofrenda total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que para los religiosos presbíteros el Año sacerdotal sea una ocasión ulterior para intensificar el camino de santificación y, para todos los consagrados y consagradas, un estímulo a acompañar y sostener su ministerio con fervorosa oración. Este año de gracia culminará en Roma, el próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito a quienes ejercen el ministerio sagrado. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al reino de Dios. Realicemos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovemos nuestro "heme aquí" y nuestro "fiat". Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XIII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2009

 

Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros al final del santo sacrificio de la misa, en esta fiesta litúrgica que, ya desde hace trece años, reúne a religiosos y religiosas para la Jornada de la vida consagrada. Saludo cordialmente al cardenal Franc Rodé, expresando de modo especial mi agradecimiento a él y a sus colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica por el servicio que prestan a la Santa Sede y a lo que llamaría el "cosmos" de la vida consagrada.

Saludo con afecto a los superiores y las superioras generales aquí presentes y a todos vosotros, hermanos y hermanas, que, siguiendo el modelo de la Virgen María, lleváis en la Iglesia y en el mundo la luz de Cristo con vuestro testimonio de personas consagradas. En este Año paulino hago mías las palabras del Apóstol: "Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy" (Flp 1, 3-5). Con este saludo, dirigido a la comunidad cristiana de Filipos, san Pablo expresa el recuerdo afectuoso que conserva de quienes viven personalmente el Evangelio y se comprometen a transmitirlo, uniendo el cuidado de la vida interior con el empeño de la misión apostólica.

En la tradición de la Iglesia, san Pablo siempre ha sido reconocido como padre y maestro de quienes, llamados por el Señor, han hecho la opción de una entrega incondicional a él y a su Evangelio. Diversos institutos religiosos toman de san Pablo el nombre y también una inspiración carismática específica. Se puede decir que a todos los consagrados y las consagradas él repite una invitación clara y afectuosa: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Co 11, 1). En efecto, ¿qué es la vida consagrada sino una imitación radical de Jesús, un "seguimiento" total de él? (cf. Mt 19, 27-28). Pues bien, en todo ello san Pablo representa una mediación pedagógica segura: imitarlo siguiendo a Jesús, amadísimos hermanos, es el camino privilegiado para corresponder a fondo a vuestra vocación de especial consagración en la Iglesia.

Más aún, de su misma voz podemos conocer un estilo de vida que expresa lo esencial de la vida consagrada inspirada en los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. En la vida de pobreza él ve la garantía de un anuncio del Evangelio realizado con total gratuidad (cf. 1 Co 9, 1-23), mientras expresa, al mismo tiempo, la solidaridad concreta con los hermanos necesitados.

Al respecto, todos conocemos la decisión de san Pablo de mantenerse con el trabajo de sus manos y su compromiso por la colecta en favor de los pobres de Jerusalén (cf. 1 Ts 2, 9; 2 Co 8-9). San Pablo es también un apóstol que, acogiendo la llamada de Dios a la castidad, entregó su corazón al Señor de manera indivisa, para poder servir con una libertad y una dedicación aún mayores a sus hermanos (cf. 1 Co 7, 7; 2 Co 11, 1-2). Además, en un mundo en el que se apreciaban poco los valores de la castidad cristiana (cf. 1 Co 6, 12-20), ofrece una referencia de conducta segura.

Y, por lo que se refiere a la obediencia, baste notar que el cumplimiento de la voluntad de Dios y la "responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28) animaron, plasmaron y consumaron su existencia, convertida en sacrificio agradable a Dios. Todo esto lo lleva a proclamar, como escribe a los Filipenses: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21).

Otro aspecto fundamental de la vida consagrada de san Pablo es la misión. Él es todo de Jesús a fin de ser, como Jesús, de todos; más aún, a fin de ser Jesús para todos: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 22). A él, tan estrechamente unido a la persona de Cristo, le reconocemos una profunda capacidad de conjugar vida espiritual y actividad misionera; en él esas dos dimensiones van juntas. Así, podemos decir que pertenece a la legión de "místicos constructores", cuya existencia es a la vez contemplativa y activa, abierta a Dios y a los hermanos, para prestar un servicio eficaz al Evangelio.

En esta tensión místico-apostólica me complace destacarla valentía del Apóstol ante el sacrificio al afrontar pruebas terribles, hasta el martirio (cf. 2 Co 11, 16-33), la confianza inquebrantable basada en las palabras de su Señor: "Te basta mi gracia, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2 Co 12, 9). Así, su experiencia espiritual se nos muestra como una traducción viva del misterio pascual, que investigó intensamente y anunció como forma de vida del cristiano. San Pablo vive para, con y en Cristo. "Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20); y también: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21).

Esto explica por qué no se cansa de exhortar a hacer que la palabra de Cristo habite en nosotros con toda su riqueza (cf. Col 3, 16). Esto hace pensar en la invitación que os dirigió recientemente la instrucción sobre "El servicio de la autoridad y la obediencia" a buscar "cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se proclama ese día, meditándola y guardándola en el corazón como un tesoro, convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus elecciones" (n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de junio de 2008, p. 10).

Por tanto, espero que el Año paulino alimente aún más en vosotros el propósito de acoger el testimonio de san Pablo, meditando cada día la Palabra de Dios con la práctica fiel de la lectio divina, orando "con salmos, himnos y cánticos inspirados, con gratitud" (Col 3, 16). Que él os ayude, además, a realizar vuestro servicio apostólico en la Iglesia y con la Iglesia con un espíritu de comunión sin reservas, comunicando a los demás vuestros carismas (cf. 1 Co 14, 12) y testimoniando en primer lugar el carisma mayor, que es la caridad (cf. 1 Co 13).

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos exhorta a mirar a la Virgen María, la "consagrada" por excelencia. San Pablo habla de ella con una fórmula concisa pero eficaz, que pondera su grandeza y su misión: es la "mujer", de la que, en la plenitud de los tiempos, nació el Hijo de Dios (cf. Ga 4, 4). María es la madre que hoy en el templo presenta el Hijo al Padre, dando continuación, también con este acto, al "sí" pronunciado en el momento de la Anunciación. Que ella sea también la madre que nos acompañe y sostenga a nosotros, hijos de Dios e hijos suyos, en el cumplimiento de un servicio generoso a Dios y a los hermanos. Con este fin, invoco su celestial intercesión, mientras de corazón os imparto la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho encontrarme con vosotros con ocasión de la Jornada de la vida consagrada, cita tradicional que se hace aún más significativa por el contexto litúrgico de la fiesta de la Presentación del Señor. Expreso mi agradecimiento al señor cardenal Franc Rodé, que ha celebrado la eucaristía para vosotros, así como al secretario y a los demás colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica. Con gran afecto saludo a los superiores generales presentes y a todos vosotros, que formáis esta singular asamblea, expresión de la multiforme riqueza de la vida consagrada en la Iglesia.

Al narrar la presentación de Jesús en el templo, el evangelista san Lucas subraya tres veces que María y José actuaron según «la ley del Señor» (cf. Lc 2, 22-23. 39) y, por lo demás, siempre estaban atentos para escuchar la palabra de Dios. Esta actitud constituye un ejemplo elocuente para vosotros, religiosos y religiosas; y para vosotros, miembros de los institutos seculares y de las otras formas de vida consagrada.

A la palabra de Dios en la vida de la Iglesia se dedicará la próxima sesión ordinaria del Sínodo de los obispos. Os pido, queridos hermanos y hermanas, que deis vuestra contribución a este compromiso eclesial, testimoniando cuán importante es poner en el centro de todo la palabra de Dios, de modo especial para quienes, como vosotros, el Señor llama a seguirlo más de cerca. En efecto, la vida consagrada hunde sus raíces en el Evangelio; en él, como en su regla suprema, se ha inspirado a lo largo de los siglos; y a él está llamada a volver constantemente para mantenerse viva y fecunda, dando fruto para la salvación de las almas.

En los inicios de las diversas expresiones de vida consagrada siempre se encuentra una fuerte inspiración evangélica. Pienso en san Antonio abad, impulsado por la escucha de las palabras de Cristo:  «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21) (cf. Vita Antonii, 2, 4). San Antonio las escuchó como palabras que el Señor le dirigía personalmente a él.

A su vez, san Francisco de Asís afirma que fue Dios quien le reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio (cf. Testamento, 17:  FF 116). «Francisco —escribe Tomás de Celano— al oír  que los discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni dinero, ni llevar alforja, ni pan, ni bastón para el  camino,  ni  tener sandalias, ni dos túnicas..., inmediatamente,  lleno  del gozo del Espíritu Santo, exclamó:  Esto quiero,  esto pido, esto anhelo hacer con  todo  mi corazón» (1 Celano, 83:  FF 670. 672).

«El Espíritu Santo —recuerda la instrucción Caminar desde Cristo— ha iluminado con luz nueva la palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado todo carisma y de ella quiere ser expresión toda Regla» (n. 24). En efecto, el Espíritu Santo atrae a algunas personas a vivir el Evangelio de modo radical y a traducirlo en un estilo de seguimiento más generoso. Así nace una  obra,  una familia religiosa que, con su misma presencia, se convierte a su vez en «exégesis» viva de la palabra de Dios.

Así pues, como dice el concilio Vaticano II, el sucederse de los carismas de la vida consagrada puede leerse como un desplegarse de Cristo a lo largo de los siglos, como un Evangelio vivo que se actualiza continuamente con formas nuevas (cf. Lumen gentium, 46). En las obras de las fundadoras y los fundadores se refleja un misterio de Cristo, una palabra suya; se refracta un rayo de la luz que emana de su rostro, esplendor del Padre (cf. Vita consecrata, 16).

Por tanto, en el decurso de los siglos, seguir a Cristo sin componendas tal como se propone en el Evangelio ha constituido la norma última y suprema de la vida religiosa (cf. Perfectae caritatis, 2). San Benito, en su Regla, remite a la Escritura como «norma rectísima para la vida del hombre» (n. 73, 2-5). Santo Domingo «por doquier se manifestaba como un hombre evangélico, en sus palabras y en sus obras» (Libellus, 104:  en P. Lippini, San Domenico visto dai suoi contemporanei, ed. Studio Dom., Bolonia 1982, p. 110) y así quería que fueran también sus frailes predicadores, «hombres evangélicos» (Primeras Constituciones o Consuetudines, 31). Santa Clara de Asís pone fuertemente de relieve la experiencia de san Francisco:  «La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres —escribe— es esta:  observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (Regla I, 1-2:  FF 2750). San Vicente Pallotti afirma:  «La regla fundamental de nuestra mínima Congregación es la vida de nuestro Señor Jesucristo para imitarla con toda la perfección posible» (cf. Obras completas II, 541-546; VIII, 63, 67, 253, 254, 466). Y san Luis Orione escribe:  «Nuestra primera Regla y vida ha de consistir en observar, con gran humildad y con amor dulcísimo y ardiente a Dios, el santo Evangelio» (Lettere  di  don Orione, Roma 1969, vol. II, p. 278).

Esta riquísima tradición atestigua que la vida consagrada está «profundamente enraizada en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor» (Vita consecrata, 1) y se presenta «como un árbol lleno de ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia» (ib., 5). Tiene la misión de recordar que todos los cristianos han sido convocados por la Palabra para vivir de la Palabra y permanecer bajo su señorío.

Por tanto, corresponde en particular a los religiosos y a las religiosas «mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio» (ib., 33). Al hacerlo, su testimonio da a la Iglesia «un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica» (ib., 3); más aún, podríamos decir que es una «elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio» (ib., 25). Por eso, en mis dos encíclicas, al igual que en otras ocasiones, no he dejado de señalar el ejemplo de santos y beatos pertenecientes a institutos de vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, alimentad vuestra jornada con la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios. Vosotros, que tenéis familiaridad con la antigua práctica de la lectio divina, ayudad también a los fieles a valorarla en su vida diaria. Y traducid en testimonio lo que la Palabra indica, dejándoos plasmar por ella que, como semilla caída en terreno bueno, da frutos abundantes.

Así seréis siempre dóciles al Espíritu y creceréis en la unión con Dios, cultivaréis la comunión fraterna entre vosotros y estaréis dispuestos a servir generosamente a los hermanos, sobre todo a los necesitados. Que los hombres vean vuestras buenas obras, fruto de la palabra de Dios que vive en vosotros, y den gloria a vuestro Padre celestial (cf. Mt 5, 16).

Al encomendaros estas reflexiones, os agradezco el valioso servicio que prestáis a la Iglesia y, a la vez que invoco la protección de María y de los santos y beatos fundadores de vuestros institutos, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas, y de modo especial a los jóvenes y a las jóvenes que están en período de formación, y a vuestros hermanos y hermanas enfermos, ancianos o en dificultad. A todos aseguro un recuerdo en mi oración.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

XI Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas: 

De buen grado me encuentro con vosotros al final de la celebración eucarística, que os ha reunido en esta basílica también este año, en una ocasión tan significativa para vosotros que, perteneciendo a congregaciones, institutos, sociedades de vida apostólica y nuevas formas de vida consagrada, constituís un componente particularmente importante del Cuerpo místico de Cristo. La liturgia de hoy recuerda la Presentación del Señor en el templo, fiesta elegida por mi venerado predecesor Juan Pablo II como "Jornada de la vida consagrada".

Con gran placer saludo cordialmente a cada uno de los presentes, comenzando por el señor cardenal Franc Rodé, prefecto de vuestro dicasterio, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo, asimismo, al secretario y a todos los miembros de la Congregación, que dedica su atención a un sector vital de la Iglesia. Esta fiesta es muy oportuna para pedir juntos al Señor el don de una presencia cada vez más consistente e incisiva de los religiosos, de las religiosas y de las personas consagradas, en la Iglesia que peregrina por los caminos del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, la fiesta que celebramos hoy nos recuerda que vuestro testimonio evangélico, para que sea verdaderamente eficaz, debe brotar de una respuesta sin reservas a la iniciativa  de Dios, que os ha consagrado para sí con un acto especial de amor. Del mismo modo que los ancianos Simeón y Ana deseaban ardientemente ver al Mesías antes de morir y hablaban de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (cf. Lc 2, 26. 38), así también en nuestro tiempo, sobre todo entre los jóvenes, hay una necesidad generalizada de encontrar a Dios.

Los que son elegidos por Dios para la vida consagrada hacen suyo de modo definitivo este anhelo espiritual. En efecto, lo único que anhelan es el reino de Dios:  que Dios reine en nuestras voluntades, en nuestros corazones, en el mundo. Tienen una sed ardiente de amor, que sólo el Eterno puede saciar. Con su ejemplo proclaman a un mundo a menudo desorientado, pero que en realidad busca cada vez más un sentido, que Dios es el Señor de la existencia, que su "gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). Al elegir la obediencia, la pobreza y la castidad por el reino de los cielos, muestran que todo apego y amor a las cosas y a las personas es incapaz de saciar definitivamente el corazón; que la existencia terrena es una espera más o menos larga del encuentro "cara a cara" con el Esposo divino, una espera que se ha de vivir con corazón siempre vigilante a fin de estar preparados para reconocerlo y acogerlo cuando venga.

Así pues, por su naturaleza, la vida consagrada constituye una respuesta a Dios total y definitiva, incondicional y apasionada (cf. Vita consecrata, 17). Y cuando se renuncia a todo por seguir a Cristo, cuando se le entrega lo más querido que se tiene, afrontando todo sacrificio, entonces, como aconteció con el divino Maestro, también la persona consagrada que sigue sus huellas se convierte necesariamente en "signo de contradicción", porque su modo de pensar y de vivir con frecuencia está en contraste con la lógica del mundo, como se presenta casi siempre en los medios de comunicación social.

Elegimos a Cristo, más aún, nos dejamos "conquistar" por él sin reservas. Ante esta valentía, cuánta gente sedienta de verdad queda impresionada y se siente atraída por quien no duda en dar la vida, su propia vida, por lo que cree. ¿No es esta la fidelidad evangélica radical a la que está llamada, también en nuestro tiempo, toda persona consagrada? Demos gracias al Señor porque tantos religiosos y religiosas, tantas personas consagradas, en todos los rincones de la tierra, siguen dando un testimonio supremo y fiel de amor a Dios y a los hermanos, testimonio que con frecuencia se tiñe con la sangre del martirio. Demos gracias a Dios también porque estos ejemplos continúan suscitando en el corazón de numerosos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, de modo íntimo y total.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidéis nunca que la vida consagrada es don divino y que es en primer lugar el Señor quien la lleva a buen fin según sus proyectos. Esta certeza de que el Señor nos lleva a buen fin, a pesar de nuestras debilidades, debe servirnos de consuelo, preservándonos de la tentación del desaliento frente a las inevitables dificultades de la vida y a los múltiples desafíos de la época moderna.

En efecto, en los tiempos difíciles que estamos viviendo no pocos institutos pueden sentir una sensación de desconcierto por las debilidades que perciben en su interior y por los muchos obstáculos que encuentran para llevar a cabo su misión. El Niño Jesús, que hoy es presentado en el templo, está vivo entre nosotros y de modo invisible nos sostiene, para que cooperemos fielmente con él en la obra de la salvación, y no nos abandona.

La liturgia de hoy es particularmente sugestiva, porque se caracteriza por el símbolo de la luz. La solemne procesión de los cirios, que habéis realizado al inicio de la celebración, indica a Cristo, verdadera luz del mundo, que resplandece en la noche de la historia e ilumina a toda persona que busca la verdad.

Queridos consagrados y consagradas, haced que esta llama arda en vosotros, que resplandezca en vuestra vida, para que por doquier brille un rayo del fulgor irradiado por Jesús, esplendor de verdad. Dedicándoos exclusivamente a él (cf. Vita consecrata, 15), testimoniáis la fascinación de la verdad de Cristo y la alegría que brota del amor a él. En la contemplación y en la actividad, en la soledad y en la fraternidad, en el servicio a los pobres y a los últimos, en el acompañamiento personal y en los areópagos modernos, estad dispuestos a proclamar y testimoniar que Dios es Amor, que es dulce amarlo.

¡Que María, la Tota pulchra, os enseñe a transmitir a los hombres y a las mujeres de hoy esta fascinación divina, que debe traslucirse en vuestras palabras y en vuestras acciones. A la vez que os manifiesto mi aprecio y mi gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia, os aseguro mi constante recuerdo en la oración, y de corazón os bendigo a todos.

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

X Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas:  

La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia:  según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a  la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad. 

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "el rey de la gloria", "el Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley:  la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías:  "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "el mensajero de la alianza" y se somete a la Ley:  va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios. 

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice:  "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5, 7-9). 

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo:  una ofrenda incondicional que la implica personalmente:  María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor. 

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia. 

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón:  por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de  Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su  fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús. 

Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias  por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios. 

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del "Dios con nosotros", también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.
Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia. 

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Dirijo un saludo especial a monseñor Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores, que concelebran conmigo en esta santa misa. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel. 

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

IX Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2005

 

Durante la concelebración eucarística, antes de leer el mensaje del Papa, mons. Franc Rodé transmitió a los presentes el saludo y la bendición de Su Santidad, que estaba unido espiritualmente a los consagrados congregados en la basílica. He aquí sus palabras: 

En la fiesta de la Presentación del Señor en el templo, día en que el Hijo de Dios engendrado en la eternidad es proclamado por el Espíritu Santo "gloria de Israel" y "luz de las naciones", nos encontramos reunidos para renovar nuestra consagración al Señor. A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os transmito el saludo personal del Santo Padre, que os agradece el afecto mostrado y la fervorosa oración. En este momento el Papa está presente entre nosotros con su oración y nos envía su bendición. Escuchemos con corazón agradecido su Mensaje a los consagrados y consagradas de todo el mundo.
 

Amadísimos hermanos y hermanas:  

1. Hoy se celebra la Jornada de la vida consagrada, ocasión propicia para dar gracias al Señor juntamente con aquellos que, llamados por él a la práctica de los consejos evangélicos, "los profesan fielmente, se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo, que, virgen y pobre (cf. Mt 8, 20; Lc 9, 58), por su obediencia hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 8), redimió y santificó a los hombres" (Perfectae caritatis, 1). Este año la celebración asume un significado especial, porque se cumple el 40° aniversario de la promulgación del decreto Perfectae caritatis, con el que el concilio ecuménico Vaticano II trazó las líneas fundamentales de la renovación de la vida consagrada. 

Durante estos cuarenta años, siguiendo las directrices del magisterio de la Iglesia, los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica han recorrido un camino fecundo de renovación, marcado, por una parte, por el deseo de fidelidad al don recibido del Espíritu mediante los fundadores y las fundadoras, y, por otra, por el anhelo de adaptar el modo de vivir, de orar y de actuar a "las condiciones actuales, físicas y psíquicas, de los miembros y, en la medida en que lo exija el carácter de cada instituto, a las necesidades del apostolado, a las exigencias de la cultura y a las circunstancias sociales y económicas" (Perfectae caritatis, 3). 

¿Cómo no dar gracias al Señor por esta oportuna "actualización" de la vida consagrada? Estoy seguro de que, también gracias a ella, se multiplicarán los frutos de santidad y actividad misionera, a condición de que las personas consagradas conserven siempre un fervor ascético y lo manifiesten en las obras apostólicas. 

2. El secreto de este fervor espiritual es la Eucaristía. Durante este año, dedicado de modo especial a ella, quisiera exhortar a todos los religiosos y religiosas a instaurar con Cristo una comunión cada vez más íntima mediante la participación diaria en el sacramento que lo hace presente, en el sacrificio que actualiza su entrega de amor en el Gólgota, en el banquete que alimenta y sostiene al pueblo de Dios peregrino. Como afirmé en la exhortación apostólica 
Vita consecrata, "por su naturaleza, la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria" (n. 95). 
Jesús se entrega como Pan "partido" y Sangre "derramada" para que todos "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Se entrega a sí mismo por la salvación de toda la humanidad. Tomar parte en su banquete sacrificial no sólo implica repetir el gesto realizado por él, sino también beber su mismo cáliz y participar en su misma inmolación. Del mismo modo que Cristo se hace "pan partido" y "sangre derramada", todos los cristianos, y más aún todos los consagrados y las consagradas, están llamados a dar la vida por los hermanos, en unión con la del Redentor. 

3. La Eucaristía es el manantial inagotable de la fidelidad al Evangelio, porque en este sacramento, corazón de la vida eclesial, se realizan plenamente la íntima identificación y la total configuración con Cristo, a la que los consagrados y las consagradas están llamados. "Aquí se concentran todas las formas de oración, se proclama y acoge la palabra de Dios, se nos interpela sobre la relación con Dios, con los hermanos y con todos los hombres:  es el sacramento de la filiación, de la fraternidad y de la misión. La Eucaristía, sacramento de unidad con Cristo, es a la vez sacramento de la unidad eclesial y de la unidad de la comunidad de los consagrados. En definitiva, es fuente de la espiritualidad de cada uno y del instituto" (Caminar desde Cristo, 26). En la Eucaristía las personas consagradas adquieren "una mayor libertad en el ejercicio del apostolado, una irradiación más consciente, una solidaridad que se expresa con el saber estar de parte de la gente, asumiendo sus problemas para responder con una fuerte atención a los signos de los tiempos y a sus exigencias" (ib., 36). 

Amadísimos hermanos y hermanas, entremos en el misterio de la Eucaristía guiados por la santísima Virgen y siguiendo su ejemplo. Que María, Mujer eucarística, ayude a cuantos están llamados a una intimidad especial con Cristo a participar asiduamente en la santa misa y les obtenga el don de una obediencia pronta, de una pobreza fiel y de una virginidad fecunda; que los convierta en discípulos santos de Cristo eucarístico. 
Con estos sentimientos, a la vez que les aseguro un recuerdo en la oración, de buen grado bendigo a todas las personas consagradas y a las comunidades cristianas en las cuales están llamadas a cumplir su misión. 

Vaticano, 2 de febrero de 2005

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

VIII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2004

 

1. "Tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel"(Hb 2, 17). 

Estas palabras, tomadas de la carta a los Hebreos, expresan bien el mensaje de esta fiesta de la Presentación del Señor en el templo. Por decirlo así, dan su clave de lectura, poniéndola en la perspectiva del misterio pascual. 

El acontecimiento que hoy celebramos nos remite a lo que hicieron María y José cuando, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, lo ofrecieron a Dios como su hijo primogénito, cumpliendo las prescripciones de la ley mosaica. 

Esta ofrenda se realizaría después de modo pleno y perfecto en el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Entonces Cristo cumpliría su misión de "sumo sacerdote compasivo y fiel", compartiendo hasta las últimas consecuencias nuestra condición humana. 

Tanto en la presentación en el templo como en el Calvario está a su lado María, la Virgen fiel, participando en el plan eterno de la salvación. 

2. La liturgia de hoy comienza con la bendición de las candelas y la procesión hasta el altar, para encontrar a Cristo y reconocerlo "al partir el pan", esperando su vuelta gloriosa. 

En este marco de luz, de fe y de esperanza, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Quienes han entregado para siempre su existencia a Cristo por la venida del reino de Dios son invitados a renovar su "sí" a la especial vocación recibida. Pero también toda la comunidad eclesial redescubre la riqueza del testimonio profético de la vida consagrada, en la variedad de sus carismas y compromisos apostólicos. 

3. Con sentimientos de alabanza y acción de gracias al Señor por este gran don, deseo saludar ante todo al cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración. Dirijo, además, mi cordial saludo a todos los que participan en esta sugestiva asamblea litúrgica. 

Mi afectuoso saludo va, de modo particular, a vosotros, queridos religiosos, religiosas y miembros de los institutos seculares, así como a todos los que testimonian de modo fiel los valores de la vida consagrada en las diversas regiones del mundo. 

Cristo os llama a configuraros cada vez más a él, que por amor se hizo obediente, pobre y casto. Seguid dedicándoos con celo al anuncio y a la promoción de su reino. Esta es vuestra misión, tan necesaria hoy como en el pasado. 

4. Amadísimos religiosos y religiosas, ¡qué ocasión tan propicia os brinda esta jornada, dedicada a vosotros, para reafirmar vuestra fidelidad a Dios con el mismo entusiasmo y la misma generosidad de cuando pronunciasteis por primera vez vuestros votos. Repetid cada día con alegría y convicción vuestro "sí" al Dios del amor. 

En la intimidad del monasterio de clausura o al lado de los pobres y marginados, entre los jóvenes o dentro de las estructuras eclesiales, en las diversas actividades apostólicas o en tierra de misión, Dios quiere que seáis fieles a su amor y que todos os dediquéis al bien de los hermanos. 

Esta es la valiosa contribución que podéis dar a la Iglesia, para que el Evangelio de la esperanza llegue a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. 

5. Contemplemos a la Virgen mientras presenta a su Hijo en el templo de Jerusalén. María, que había aceptado incondicionalmente la voluntad de Dios en el momento de la Anunciación, repite hoy, en cierto modo, su "¡He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra!" (Lc 1, 38). Esta actitud de dócil adhesión a los designios divinos caracterizará toda su existencia. 

Por tanto, la Virgen es el primer y elevado modelo de toda persona consagrada. Dejaos guiar por ella, queridos hermanos y hermanas. Recurrid a su ayuda con humilde confianza, especialmente en los momentos de prueba. 

Y tú, María, vela sobre estos hijos tuyos y llévalos a Cristo, "gloria de Israel, luz de los pueblos".
Virgo Virginum, Mater Salvatoris, ora pro nobis.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

VII Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2003

 

1. "Cuando llegó el tiempo de la purificación (...), llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor" (Lc 2, 22). El Niño Jesús entra en el templo de Jerusalén en los brazos de la Virgen Madre.

"Nacido de mujer, nacido bajo la ley" (Ga 4, 4), sigue el destino de todo primogénito varón de su pueblo:  según la ley del Señor, debe ser "rescatado" con un sacrificio, cuarenta días después del nacimiento (cf. Ex 13, 2. 12; Lv 12, 1-8).

Aquel recién nacido, externamente en todo semejante a los demás, no pasa inadvertido:  el Espíritu Santo abre los ojos de la fe al anciano Simeón, que se acerca y, tomando al Niño en sus brazos, reconoce en él al Mesías y bendice a Dios (cf. Lc 2, 25-32). Este Niño -profetiza- será luz de las naciones y gloria de Israel (cf. v. 32), pero también "signo de contradicción" (v. 34) porque, según las Escrituras, realizará el juicio de Dios. Y a la Madre, asombrada, el piadoso anciano le predice que eso sucederá a través del sufrimiento, en el que participará también ella (cf. v. 35).

2. Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia celebra este sugestivo misterio gozoso, que de algún modo anticipa el dolor del Viernes santo y la alegría de la Pascua. La tradición oriental llama a esta fiesta la "fiesta del encuentro", porque, en el espacio sagrado del templo de Jerusalén, tiene lugar el abrazo entre la condescendencia de Dios y la espera del pueblo elegido.
Todo ello cobra significado y valor escatológico en Cristo:  él es el Esposo que viene a realizar la alianza nupcial con Israel. Muchos son los llamados, pero ¿cuántos están efectivamente dispuestos a acogerlo, con la mente y el corazón vigilantes? (cf. Mt 22, 14). En la liturgia de hoy contemplamos a María, modelo de los que esperan y abren, dóciles, el corazón al encuentro con el Señor.

3. Desde esta perspectiva, la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo resulta particularmente adecuada para que las personas consagradas eleven a Dios su acción de gracias, y con mucha razón, desde hace algunos años, se celebra precisamente en esta fecha la Jornada de la vida consagrada. El icono de María, que en el templo ofrece a Dios a su Hijo, habla con elocuencia al corazón de los hombres y mujeres que se han ofrecido totalmente al Señor mediante los votos de pobreza, castidad y obediencia por el reino de los cielos.

El tema de la ofrenda espiritual se funde con el de la luz, introducido por las palabras de Simeón. Así, la Virgen se presenta como candelabro que lleva a Cristo, luz del mundo. Juntamente con María, miles de religiosos, religiosas y laicos consagrados, se reúnen hoy en todo el mundo y renuevan su consagración, teniendo en las manos los cirios encendidos, expresión de su existencia ardiente de fe y amor.

4. También aquí, en la basílica de San Pedro, se eleva esta tarde una solemne acción de gracias a Dios por el don de la vida consagrada en la diócesis de Roma y en la Iglesia universal. Saludo muy cordialmente al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores. Con afecto os saludo también a vosotros, hermanos y hermanas, religiosos, religiosas y laicos consagrados. Con vuestra presencia numerosa, devota y alegre, imprimís a esta asamblea litúrgica el rostro de la Iglesia-esposa, completamente dispuesta, como María, a cumplir sin reservas la palabra divina.

Desde lo alto de sus hornacinas, a lo largo de las paredes de esta basílica, los fundadores y fundadoras de muchos de vuestros institutos velan sobre vosotros. Recuerdan el misterio de la comunión de los santos, en virtud del cual, en la Iglesia peregrinante se renueva de generación en generación la opción de seguir a Cristo con una especial consagración, según los múltiples carismas suscitados por el Espíritu. Al mismo tiempo, esas veneradas figuras invitan a dirigir la mirada a la patria celestial, donde, en la asamblea de los santos, muchas almas consagradas alaban en plena bienaventuranza al Dios uno y trino, al que en la tierra amaron y sirvieron con corazón libre e indiviso.

5. Pobreza, castidad y obediencia son caracteres distintivos del hombre redimido, liberado en su interior de la esclavitud del egoísmo. Libres para amar, libres para servir:  así son los hombres y las mujeres que renuncian a sí mismos por el reino de los cielos. Siguiendo las huellas de Cristo, crucificado y resucitado, viven esta libertad como solidaridad, llevando sobre sus hombros las cargas espirituales y materiales de sus hermanos.

Es el multiforme "servitium caritatis", que se realiza en la clausura y en los hospitales, en las parroquias y en las escuelas, entre los pobres y los emigrantes, y en los nuevos areópagos de la misión. De mil maneras la vida consagrada es epifanía del amor de Dios en el mundo (cf. Vita consecrata, cap. III).

Con el alma llena de gratitud, bendigamos hoy a Dios por cada uno de ellos. Que el Señor, por intercesión de la Virgen María, enriquezca cada vez más a su Iglesia con este gran don. Para alabanza y gloria de su nombre, y para la difusión de su reino. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

VI Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2002

 

1. "Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor" (Lc 2, 22).

Cuarenta días después de la Navidad, la Iglesia revive hoy el misterio de la presentación de Jesús en el templo. Lo revive con el estupor de la Sagrada Familia de Nazaret, iluminada  por la revelación plena de aquel "niño" que, como nos acaban de recordar la primera y la segunda lectura, es el juez escatológico prometido por los profetas (cf. Ml 3, 1-3), el "sumo sacerdote compasivo y fiel" que vino para "expiar los pecados del pueblo" (Hb 2, 17).

El niño, que María y José llevaron con emoción al templo, es el Verbo encarnado, el Redentor del hombre y de la historia.

Hoy, conmemorando lo que sucedió aquel día en Jerusalén, somos invitados también nosotros a entrar en el templo para meditar en el misterio de Cristo, unigénito del Padre que, con su Encarnación y su Pascua, se ha convertido en el primogénito de la humanidad redimida.
Así, en esta fiesta se prolonga el tema de Cristo luz, que caracteriza las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía.

2. "Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 32). Estas palabras proféticas las pronuncia el anciano Simeón, inspirado por Dios, cuando toma en brazos al niño Jesús. Al mismo tiempo, anuncia que el "Mesías del Señor" cumplirá su misión como "signo de contradicción" (Lc 2, 34). En cuanto a María, la Madre, también ella participará personalmente en la pasión de su Hijo divino (cf. Lc 2, 35).

Por tanto, en esta fiesta celebramos el misterio de la consagración:  consagración de Cristo, consagración de María, y consagración de todos lo que siguen a Jesús por amor al Reino.

3. A la vez que saludo con fraterna cordialidad al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo, que preside esta celebración, me alegra poder encontrarme con vosotros, amadísimos hermanos y hermanas que un día, cercano o lejano, os habéis entregado totalmente al Señor en la opción de la vida consagrada. Al dirigiros a cada uno mi afectuoso saludo, pienso en las maravillas que Dios ha realizado y realiza en vosotros, "atrayendo a sí" toda vuestra existencia. Alabo con vosotros al Señor, porque es Amor tan grande y hermoso, que merece la entrega inestimable de toda la persona en la insondable profundidad del corazón y en el desarrollo de la vida diaria a lo largo de las diversas edades.

Vuestro "Heme aquí", según el modelo de Cristo y de la Virgen María, está simbolizado por los cirios que han iluminado esta tarde la basílica vaticana. La fiesta de hoy está dedicada de modo especial a vosotros, que en el pueblo de Dios representáis con singular elocuencia la novedad escatológica de la vida cristiana. Vosotros estáis llamados a ser luz de verdad y de justicia; testigos de solidaridad y de paz.

4. Sigue vivo el recuerdo de la Jornada de oración por la paz, que vivimos hace diez días en Asís. Sabía y sé que para esa extraordinaria movilización en favor de la paz en el mundo puedo contar de modo particular con vosotros, amadísimas personas consagradas. A vosotros, también en esta ocasión, os expreso mi profunda gratitud.

Gracias, ante todo, por la oración. ¡Cuántas comunidades contemplativas, dedicadas totalmente a la oración, llaman noche y día al corazón del Dios de la paz, contribuyendo a la victoria de Cristo sobre el odio, sobre la venganza y sobre las estructuras de pecado!

Además de la oración, muchos de vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, construís la paz con el testimonio de la fraternidad y de la comunión, difundiendo en el mundo, como levadura, el espíritu evangélico, que hace crecer a la humanidad hacia el reino de los cielos. ¡Gracias también por esto!

No faltan tampoco religiosos y religiosas que, en múltiples fronteras, viven su compromiso concreto por la justicia, trabajando entre los marginados, interviniendo en las raíces de los conflictos y contribuyendo así a edificar una paz fundamental y duradera. Dondequiera que la Iglesia está comprometida en la defensa y en la promoción del hombre y del bien común, allí también estáis vosotros, queridos consagrados y consagradas. Vosotros, que, para ser totalmente de Dios, sois también totalmente de los hermanos. Toda persona de buena voluntad os lo agradece mucho.

5. El icono de María, que contemplamos mientras ofrece a Jesús en el templo, prefigura el de la crucifixión, anticipando también su clave de lectura:  Jesús, Hijo de Dios, signo de contradicción. En efecto, en el Calvario se realiza la oblación del Hijo y, junto con ella, la de la Madre. Una misma espada traspasa a ambos, a la Madre y al Hijo (cf. Lc 2, 35). El mismo dolor. El mismo amor.

A lo largo de este camino, la Mater Jesu se ha convertido en Mater Ecclesiae. Su peregrinación de fe y de consagración constituye el arquetipo de la de todo bautizado. Lo es, de modo singular, para cuantos abrazan la vida consagrada.

¡Cuán consolador es saber que María está a nuestro lado, como Madre y Maestra, en nuestro itinerario de consagración! No sólo nos acompaña en el plano simplemente afectivo, sino también, más profundamente, en el de la eficacia sobrenatural, confirmada por las Escrituras, la Tradición y el testimonio de los santos, muchos de los cuales siguieron a Cristo por la senda exigente de los consejos evangélicos.

Oh María, Madre de Cristo y Madre nuestra, te damos gracias por la solicitud con que nos acompañas a lo largo del camino de la vida, y te pedimos:  preséntanos hoy nuevamente a Dios, nuestro único bien, para que nuestra vida, consumada por el Amor, sea sacrificio vivo, santo y agradable a él. Así sea.

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

V Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2001

 

1. "Ven, Señor, a tu templo santo" (Estribillo del Salmo responsorial).

Con esta invocación, que hemos cantado en el Salmo responsorial, la Iglesia, el día en que hace memoria de la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, expresa el deseo de poder acogerlo también en el presente de su historia. La Presentación es una fiesta litúrgica sugestiva, fijada desde la antigüedad cuarenta días después de la Navidad, según la prescripción de la Ley judía acerca del nacimiento de todo primogénito (cf. Ex 13, 2). María y José, como muestra la narración evangélica, la cumplieron fielmente.

Las tradiciones cristianas de Oriente y Occidente se han entrelazado, enriqueciendo la liturgia de esta fiesta con una procesión especial, en la que la luz de los cirios y de las candelas es símbolo de Cristo, Luz verdadera que vino para iluminar a su pueblo y a todas las gentes. De este modo, la fiesta de hoy se relaciona con la Navidad y con la Epifanía del Señor. Pero, al mismo tiempo, se sitúa como un puente hacia la Pascua, evocando la profecía del anciano Simeón, que, en aquella circunstancia, anunció el dramático destino del Mesías y de su Madre.

El evangelista ha recordado el hecho con detalles:  dos personas ancianas, llenas de fe y de Espíritu Santo, Simeón y Ana, acogen a Jesús en el santuario de Jerusalén. Personifican al "resto de Israel", vigilante en la espera y dispuesto a ir al encuentro del Señor, como ya habían hecho los pastores en la noche de su nacimiento en Belén.

2. En la oración colecta de esta liturgia hemos pedido la gracia de presentarnos también nosotros al Señor "plenamente renovados en el espíritu", conforme al modelo de Jesús, primogénito entre muchos hermanos. De modo particular vosotros, religiosos, religiosas y laicos consagrados, estáis llamados a participar en este misterio del Salvador. Es misterio de oblación, en el que se funden indisolublemente la gloria y la cruz, según el carácter pascual propio de la existencia cristiana. Es misterio de luz y de sufrimiento; misterio mariano, en el que a la Madre, bendecida juntamente con su Hijo, se le anuncia el martirio del alma.

Podríamos decir que hoy se celebra en toda la Iglesia un singular "ofertorio", en el que los hombres y las mujeres consagrados renuevan espiritualmente su entrega. Al hacerlo, ayudan a las comunidades eclesiales a crecer en la dimensión oblativa que íntimamente las constituye, las edifica y las impulsa por los caminos del mundo.

Os saludo con gran afecto, amadísimos hermanos y hermanas pertenecientes a numerosas familias de vida consagrada, que alegráis con vuestra presencia la basílica de San Pedro. Saludo, en particular, al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística.

3. Celebramos esta fiesta con el corazón aún rebosante de las emociones vividas en el tiempo jubilar recién terminado. Hemos reanudado el camino dejándonos guiar por las palabras de Cristo a Simón:  "Duc in altum, Rema mar adentro" (Lc 5, 4). Amadísimos hermanos y hermanas consagrados, la Iglesia espera también vuestra contribución para recorrer este nuevo trecho de camino según las orientaciones que tracé en la carta apostólica Novo millennio ineuntecontemplar el rostro de Cristo, recomenzar desde él y testimoniar su amor. Estáis llamados a dar diariamente esta aportación ante todo con la fidelidad a vuestra vocación de personas consagradas totalmente a Cristo.

Por tanto, vuestro primer compromiso debe estar en la línea de la contemplación. Toda realidad de vida consagrada nace y se regenera a diario en la contemplación incesante del rostro de Cristo. La Iglesia misma tiene como fuente de su actividad la confrontación diaria con la inagotable belleza del rostro de Cristo, su Esposo.

Si todo cristiano es un creyente que contempla el rostro de Dios en Jesucristo, vosotros lo sois de modo especial. Por eso es necesario que no os canséis de meditar en la sagrada Escritura y, sobre todo, en los santos Evangelios, para que se impriman en vosotros los rasgos del Verbo encarnado.

4. Recomenzar desde Cristo, centro de todo proyecto personal y comunitario:  he aquí vuestro compromiso. Queridos hermanos, encontradlo y contempladlo de modo muy especial en la Eucaristía, celebrada y adorada a diario, como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica.

Y caminad con Cristo:  esta es la senda de la perfección evangélica, la santidad a la que está llamado todo bautizado. Precisamente la santidad es uno de los puntos esenciales, más aún, el primero, del programa que delineé para el comienzo del nuevo milenio (cf. Novo millennio ineunte, 30-31).

Acabamos de escuchar las palabras del anciano Simeón:  Cristo "está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será signo de contradicción:  así quedará clara la actitud de muchos corazones" (Lc 2, 34). Como él, y en la medida de su conformación a él, también la persona consagrada se convierte en signo de contradicción; es decir, llega a ser para los demás un estímulo benéfico para tomar posición con respecto a Jesús, quien, gracias a la mediación comprometedora del "testigo", no es un simple personaje histórico o un ideal abstracto, sino una persona viva a la que hay que adherirse sin reservas.

¿No os parece un servicio indispensable que la Iglesia espera de vosotros en esta época marcada por profundos cambios sociales y culturales? Sólo si perseveráis en el seguimiento fiel de Cristo, seréis testigos creíbles de su amor.

5. "Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel" (Lc 2, 32). La vida consagrada está llamada a reflejar de modo singular la luz de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, al contemplaros pienso en la multitud de hombres y mujeres de todas las naciones, lenguas y culturas, consagrados a Cristo con los votos de pobreza, virginidad y obediencia. Este pensamiento me llena de consuelo, porque sois como una "levadura" de esperanza para la humanidad. Sois "sal" y "luz" para los hombres y las mujeres de hoy, que en vuestro testimonio pueden vislumbrar el reino de Dios y el estilo de las "bienaventuranzas" evangélicas.

Como Simeón y Ana, tomad a Jesús de los brazos de su santísima Madre y, llenos de alegría por el don de vuestra vocación, llevadlo a todos. Cristo es salvación y esperanza para todo hombre. Anunciadlo con vuestra existencia entregada totalmente al reino de Dios y a la salvación del mundo. Proclamadlo con la fidelidad incondicional que, también recientemente, ha llevado al martirio a algunos de vuestros hermanos y hermanas en diferentes partes del mundo.

Sed luz y consuelo para toda persona que encontréis. Como velas encendidas, arded de amor de Cristo. Consumíos por él, difundiendo por doquier el Evangelio de su amor. Gracias a vuestro testimonio también los ojos de numerosos hombres y mujeres de nuestro tiempo podrán ver la salvación presentada por Dios "ante todos los pueblos:  luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Amén

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA 

IV Jornada de la vida consagrada

Miércoles 2 de febrero de 2000

 

Amadísimos hermanos y hermanas: 

1. "Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba en él. (...) Había también una profetisa, Ana" (Lc2, 25. 36).

Estas dos personas, Simeón y Ana, acompañan la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén. El evangelista subraya que cada uno de ellos, a su modo, se anticipa al acontecimiento. En ambos se manifiesta la espera de la venida del Mesías. Ambos expresan de algún modo el misterio del templo de Jerusalén. Por eso, ambos se hallan presentes en el templo, de una forma que se podría definir providencial, cuando María y José llevan a Jesús, cuarenta días después de su nacimiento, para presentarlo al Señor.

Simeón y Ana representan la espera de todo Israel. Se les concede la gracia de encontrarse con Aquel a quien los profetas habían anunciado desde hacía siglos. Los dos ancianos, iluminados por el Espíritu Santo, reconocen al Mesías esperado en el niño que María y José, para cumplir lo que prescribía la ley del Señor, llevaron al templo.

Las palabras de Simeón tienen un acento profético:  el anciano mira al pasado y anuncia el futuro. Dice:  "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel" (Lc 2, 29-32). Simeón expresa el cumplimiento de la espera, que constituía la razón de su vida. Lo mismo sucede con la profetisa Ana, que se llena de gozo a la vista del Niño y habla de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2, 38).

2. Cada año con ocasión de esta fiesta litúrgica se reúnen junto a la tumba de san Pedro numerosas personas consagradas. Hoy constituyen una multitud, porque se hallan congregadas personas consagradas procedentes de todo el mundo. Amadísimos hermanos y hermanas, celebráis hoy vuestro jubileo, el jubileo de la vida consagrada. Os acojo con el abrazo evangélico de la paz.
Saludo a los superiores y superioras de las diversas congregaciones e institutos, y os saludo a todos vosotros, amados hermanos y hermanas, que habéis querido vivir la experiencia jubilar cruzando el umbral de la Puerta santa de la patriarcal basílica vaticana. En vosotros mi pensamiento se dirige a todos vuestros hermanos y hermanas esparcidos por el mundo:  también a ellos los saludo con afecto.

Reunidos junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles durante este Año jubilar, queréis expresar con particular relieve el vínculo profundo que une la vida consagrada al Sucesor de Pedro. Estáis aquí para depositar sobre el altar del Señor las esperanzas y los problemas de vuestros respectivos institutos. Con el espíritu del jubileo, dais gracias a Dios por el bien realizado y, al mismo tiempo, pedís perdón por las posibles faltas que han marcado la vida de vuestras familias religiosas. Os preguntáis, al inicio de un nuevo milenio, cuáles son las formas más eficaces de contribuir, respetando el carisma originario, a la nueva evangelización, llegando a las numerosas personas que aún desconocen a Cristo. Desde esta perspectiva, se eleva ferviente vuestra invocación al Dueño de la mies, para que suscite en el corazón de muchos jóvenes, chicos y chicas, el deseo de entregarse totalmente a la causa de Cristo y del Evangelio.

Me uno con gusto a vuestra oración. He peregrinado por todo el mundo; por eso, he podido darme cuenta del valor de vuestra presencia profética para todo el pueblo cristiano. Los hombres y las mujeres de esta generación tienen gran necesidad de encontrarse con el Señor y de acoger su liberador mensaje de salvación. Y, de buen grado, quiero rendir homenaje, también en esta circunstancia, al ejemplo de entrega evangélica generosa de innumerables hermanos y hermanas vuestros, que a menudo trabajan en situaciones muy difíciles. Se entregan sin reservas, en nombre de Cristo, al servicio de los pobres, de los marginados y de los últimos.

No pocos de ellos han pagado, incluso en estos últimos años, con el testimonio supremo de la sangre su opción de fidelidad a Cristo y al hombre, sin ceder a componendas. Brindémosles el tributo de nuestra admiración y de nuestra gratitud.

3. La presentación de Jesús en el templo ilumina de forma particular vuestra opción, queridos hermanos y hermanas. ¿No vivís también vosotros el misterio de la espera de la venida de Cristo, manifestada y casi personificada por Simeón y Ana? Vuestros votos, ¿no expresan, con especial intensidad, esa espera del encuentro con el Mesías que los dos ancianos israelitas llevaban en su corazón? Ellos, figuras del Antiguo Testamento situadas en el umbral del Nuevo, manifiestan una actitud interior que no ha prescrito. Vosotros la habéis hecho vuestra, al estar proyectados hacia la espera de la vuelta del Esposo.

El testimonio escatológico pertenece a la esencia de vuestra vocación. Los votos de pobreza, obediencia y castidad por el reino de Dios constituyen un mensaje que comunicáis al mundo sobre el destino definitivo del hombre. Es un mensaje valioso:  "Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro" (Vita consecrata, 27).

4. "El Espíritu Santo estaba en él" (Lc 2, 25). Lo que dice el evangelista de Simeón se puede aplicar perfectamente también a vosotros, a quienes el Espíritu lleva hacia una experiencia especial de Cristo. Con la fuerza renovadora de su amor, quiere transformaros en testigos eficaces de conversión, penitencia y vida nueva.

Tener el corazón, los afectos, los intereses y los sentimientos polarizados en Jesús constituye el aspecto más grande del don que el Espíritu realiza en vosotros. Os conforma a él, casto, pobre y obediente. Y los consejos evangélicos, lejos de ser una renuncia que empobrece, representan una opción que libera a  la persona para que desarrolle con más plenitud todas sus potencialidades.

El evangelista dice de la profetisa Ana que "no se apartaba nunca del templo" (Lc 2, 37). La primera vocación de quien opta por seguir a Jesús con corazón indiviso consiste en "estar con él" (Mc 3, 14), vivir en comunión con él, escuchando su palabra en la alabanza constante de Dios (cf. Lc 2, 38). En este momento, pienso en la oración, especialmente la litúrgica, que se eleva desde tantos monasterios y comunidades de vida consagrada esparcidos por toda la tierra. Queridos hermanos y hermanas, haced que resuene en la Iglesia vuestra alabanza con humildad y constancia; así, el canto de vuestra vida tendrá un eco profundo en el corazón del mundo.

5. La gozosa experiencia del encuentro con Jesús, el júbilo y la alabanza que brotan del corazón no pueden quedar escondidos. El servicio que prestan al Evangelio los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con la variedad de formas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, nace siempre de una experiencia de amor y de un encuentro vivo con Cristo. Nace de compartir su esfuerzo y su incesante ofrenda al Padre.

Vosotros, los consagrados y consagradas, invitados a dejarlo todo por seguir a Cristo, renunciáis a definir vuestra existencia a partir de la familia, la profesión o los intereses terrenos, y elegís al Señor como único criterio de identificación. Así adquirís una nueva identidad familiar. Para vosotros valen de modo particular las palabras del Maestro divino:  "Este es mi hermano, mi hermana y mi madre" (cf. Mc 3, 35). Como sabéis bien, la invitación a la renuncia no es para quedaros "sin familia", sino para convertiros en los primeros y cualificados miembros de la "nueva familia", testimonio y profecía para todos los que Dios quiere llamar e introducir en su casa.

6. Amados hermanos y hermanas, en todo momento de vuestra vida os acompañe, como ejemplo y apoyo, la Virgen María. Simeón le reveló el misterio de su Hijo y de la espada que "traspasaría su alma" (cf. Lc 2, 35). A ella le encomiendo hoy a todos los presentes aquí y a todas las personas de vida consagrada que celebran su jubileo: 

Virgen María, Madre de Cristo
y de la Iglesia,
dirige tu mirada
a los hombres y mujeres
que tu Hijo ha llamado
a seguirlo
en la total consagración
a su amor: 
que se dejen guiar siempre
por el Espíritu;
que sean incansables
en su entrega
y en su servicio al Señor,
para que sean testigos fieles
de la alegría
que brota del Evangelio
y heraldos de la Verdad
que guía al hombre
a los manantiales
de la Vida inmortal.
Amén.

 
 

FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

III Jornada de la vida consagrada
Martes 2 de febrero de 1999

 

1. «Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32).

El pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del relato de san Lucas, nos recuerda el acontecimiento que tuvo lugar en Jerusalén el día cuadragésimo después del nacimiento de Jesús: su presentación en el templo. Se trata de uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el histórico, pues hoy se cumplen cuarenta días desde el 25 de diciembre, solemnidad de la Navidad del Señor.

Este hecho tiene su significado. Indica que la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo constituye una especie de bisagra, que separa y a la vez une la etapa inicial de su vida en la tierra, su nacimiento, de la que será su coronación: su muerte y resurrección. Hoy concluimos definitivamente el tiempo navideño y nos acercamos al tiempo de Cuaresma, que comenzará dentro de quince días con el miércoles de Ceniza.

Las palabras proféticas que pronunció el anciano Simeón ponen de relieve la misión del Niño que los padres llevan al templo: «Éste niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). Simeón dice a María: «A ti una espada te atravesará el alma» (Lc 2, 35). Acaban de apagarse los cantos de Belén y ya se perfila la cruz del Gólgota, y esto acontece en el templo, el lugar donde se ofrecen los sacrificios. El evento que hoy conmemoramos constituye, por consiguiente, casi un puente entre los dos tiempos fuertes del año de la Iglesia.

2 La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, ofrece un comentario interesante a este acontecimiento. El autor hace una observación que nos invita a reflexionar: comentando el sacerdocio de Cristo, destaca que el Hijo de Dios «se ocupa (...) de la descendencia de Abraham» (Hb 2, 16). Abraham es el padre de los creyentes. Por tanto, todos los creyentes, de algún modo, están incluidos en esa «descendencia de Abraham» por la que el Niño, que está en los brazos de María, es presentado en el templo. El acontecimiento que se realiza ante los ojos de esos pocos testigos privilegiados constituye un primer anuncio del sacrificio de la cruz.

El texto bíblico afirma que el Hijo de Dios, solidario con los hombres, comparte su condición de debilidad y fragilidad hasta el extremo, es decir, hasta la muerte, con la finalidad de llevar a cabo una liberación radical de la humanidad, derrotando de una vez para siempre al adversario, al diablo, que precisamente en la muerte tiene su punto de fuerza sobre los seres humanos y sobre toda criatura (cf. Hb 2, 14-15).

Con esta admirable síntesis, el autor inspirado expresa toda la verdad sobre la redención del mundo. Pone de relieve la importancia del sacrificio sacerdotal de Cristo, el cual «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo» (Hb 2, 17).

Precisamente porque pone de manifiesto el vínculo profundo que une el misterio de la Encarnación con el de la Redención, la carta a los Hebreos constituye un comentario adecuado al evento litúrgico que hoy celebramos. Pone de relieve la misión redentora de Cristo, en la que participa todo el pueblo de la nueva alianza.

En esta misión participáis de modo particular vosotros, amadísimas personas consagradas, que llenáis la basílica vaticana y a quienes saludo con gran afecto. Esta fiesta de la Presentación es, de manera especial, vuestra fiesta, pues celebramos la III Jornada de la vida consagrada.

3. Doy las gracias al señor cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta eucaristía. En su persona saludo y expreso mi gratitud a los que, en Roma y en el mundo, trabajan al servicio de la vida consagrada.

En este momento mi pensamiento va, con especial afecto, a todos los consagrados en todas las partes de la tierra: se trata de hombres y mujeres que han elegido seguir de modo radical a Cristo en la pobreza, en la virginidad y en la obediencia. Pienso en los hospitales, en las escuelas, en los oratorios, donde trabajan en actitud de completa entrega al servicio de sus hermanos por el reino de Dios; pienso en los miles de monasterios, donde se vive la comunión con Dios en un intenso ritmo de oración y trabajo; y pienso en los laicos consagrados, testigos discretos en el mundo, y en los muchos que trabajan en la vanguardia con los más pobres y los marginados.

¡Cómo no recordar aquí a los religiosos y religiosas que, también recientemente, han derramado su sangre mientras realizaban un servicio apostólico a menudo difícil y fatigoso! Fieles a su misión espiritual y caritativa, han unido el sacrificio de su vida al de Cristo por la salvación de la humanidad. A toda persona consagrada, pero especialmente a ellos, está dedicada hoy la oración de la Iglesia, que da gracias por el don de esta vocación y ardientemente lo invoca, pues las personas consagradas contribuyen de forma decisiva a la obra de la evangelización, confiriéndole la fuerza profética que procede del radicalismo de su opción evangélica.

4. La Iglesia vive del evento y del misterio. En este día vive del evento de la Presentación del Señor en el templo, tratando de profundizar en el misterio que encierra. En cierto sentido, sin embargo, la Iglesia ahonda en este acontecimiento de la vida de Cristo cada día, meditando en su sentido espiritual. En efecto, cada tarde, en las iglesias y en los monasterios, en las capillas y en las casas, resuenan en todo el mundo las palabras del anciano Simeón que acabamos de proclamar:

«Ahora Señor, según tu promesa
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
 Porque mis ojos han visto
a tu Salvador, 
a quien has presentado
ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel»
(Lc 2, 29-32).

Así oró Simeón, a quien le fue concedido llegar a ver el cumplimiento de las promesas de la antigua alianza. Así ora la Iglesia, que, sin escatimar energías, se prodiga para llevar a todos los pueblos el don de la nueva alianza.

En el misterioso encuentro entre Simeón y María se unen el Antiguo Testamento y el Nuevo. Juntamente el anciano profeta y la joven Madre dan gracias por esta Luz, que ha impedido que las tinieblas prevalecieran. Es la luz que brilla en el corazón de la existencia humana: Cristo, el Salvador y Redentor del mundo, «luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel».

Amén.


 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

II Jornada de la vida consagrada

Lunes 2 de febrero de 1998
 

 

1. Lumen ad revelationem gentium! «Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32).

Estas palabras resuenan en el templo de Jerusalén, mientras María y José, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, se disponen a «presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). El evangelista san Lucas, subrayando el contraste entre la iniciativa modesta y humilde de sus padres y la gloria del acontecimiento percibida por Simeón y Ana, parece sugerir que el templo mismo espera la venida del Niño. En efecto, en la actitud profética de los dos ancianos toda la antigua Alianza expresa la alegría del encuentro con el Redentor.

Simeón y Ana, que esperaban al Mesías, van al templo, impulsados por el Espíritu Santo, mientras María y José, cumpliendo las prescripciones de la Ley, llevan allí a Jesús. Cuando ven al Niño, Simeón y Ana intuyen que él es precisamente el Esperado, y Simeón, casi en éxtasis, exclama:«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).

2. Lumen ad revelationem gentium! Simeón, el hombre de la antigua Alianza, el hombre del templo de Jerusalén, con sus palabras inspiradas expresa la convicción de que esa luz no sólo está destinada a Israel, sino también a los paganos y a todos los pueblos de la tierra. Con él la «vejez» del mundo acoge entre sus brazos el esplendor de la eterna «juventud» de Dios. Pero en el fondo ya se vislumbra la sombra de la cruz, porque las tinieblas rechazarán esa luz. En efecto, Simeón, al dirigirse a María, le profetiza: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35).

3. Lumen ad revelationem gentium! Las palabras del cántico de Simeón resuenan en muchos templos de la nueva Alianza, donde todas las noches los discípulos de Cristo terminan con el rezo de Completas la plegaria litúrgica de las Horas. De este modo, la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza, acoge casi la última palabra de la antigua Alianza y proclama el cumplimiento de la promesa divina, anunciando que la «luz para alumbrar a las naciones» se ha difundido sobre toda la tierra y está presente por doquier en la obra redentora de Cristo.

Junto con el cántico de Simeón, la liturgia de las Horas nos invita a repetir las últimas palabras pronunciadas por Cristo en la cruz: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Y también nos invita a contemplar con admiración y gratitud la acción salvífica de Cristo, «luz para alumbrar a las naciones», en favor de la humanidad: Redemisti nos, Domine, Deus veritatis, «Nos ha redimido, Señor, Dios de verdad».

Así, la Iglesia anuncia que se ha realizado la redención del mundo, que esperaban los profetas y anunció Simeón en el templo de Jerusalén.

4. Lumen ad revelationem gentium! Hoy también nosotros, con las candelas encendidas, vamos al encuentro de Aquel que es «la luz del mundo» y lo acogemos en su Iglesia con todo el fervor de nuestra fe bautismal. A cuantos profesan sinceramente esta fe se les ha prometido el «encuentro» último y definitivo con el Señor en su reino. En la tradición polaca, al igual que en la de otras naciones, las candelas bendecidas tienen un significado especial, porque, llevadas a casa, se encienden en los momentos de peligro, durante los temporales y los cataclismos, como signo de que se encomienda uno mismo, la familia y todo lo que se posee a la protección divina. Por eso, en polaco, estas candelas se llaman «gromnice», es decir, candelas que alejan los rayos y protegen del mal, y esta fiesta toma el nombre de Candelaria (literalmente: Santa María de las Candelas).

Más elocuente aún es la costumbre de poner la candela bendecida en este día entre las manos del cristiano, en su lecho de muerte, para que ilumine los últimos pasos de su camino hacia la eternidad. Con este gesto se quiere afirmar que el moribundo, al seguir la luz de la fe, espera entrar en las moradas eternas, donde ya no «tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará» (Ap 22, 5).

A esta entrada en el reino de la luz alude también el Salmo responsorial de hoy: «¡Portones!, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23, 7).

Estas palabras se refieren directamente a Jesucristo, que entra en el templo de la antigua Alianza, llevado en brazos por sus padres; pero, por analogía, podemos aplicarlas a todo creyente que cruza el umbral de la eternidad, llevado en brazos por la Iglesia. Los creyentes acompañan su paso final rezando: «¡Brille para él la luz perpetua!», a fin de que los ángeles y los santos lo acojan, y Cristo, Redentor del hombre, lo envuelva con su luz eterna.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, celebramos hoy la segunda Jornada de la vida consagrada, que quiere suscitar en la Iglesia una renovada atención al don de la vocación a la vida consagrada. Queridos religiosos y religiosas; queridos miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, el Señor os ha llamado para que lo sigáis de modo más íntimo y singular. En nuestro tiempo, en el que reinan el secularismo y el materialismo, con vuestra entrega total y definitiva a Cristo constituís el signo de una vida alternativa a la lógica del mundo, porque se inspira radicalmente en el Evangelio y se proyecta hacia las realidades futuras, escatológicas. Seguid siempre fieles a vuestra vocación especial.

Quisiera renovaros hoy la expresión de mi afecto y de mi estima. Saludo, ante todo, al cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística. Saludo, asimismo, a los miembros de ese dicasterio y a cuantos trabajan al servicio de la vida consagrada. Pienso especialmente en vosotros, jóvenes aspirantes a la vida consagrada; en vosotros, hombres y mujeres ya profesos en las diversas congregaciones religiosas y en los institutos seculares; en vosotros, que por la edad avanzada o por la enfermedad estáis llamados a prestar la contribución valiosa de vuestro sufrimiento a la causa de la evangelización. Os repito a todos con las palabras de la exhortación apostólica Vita consecrata: «Sabéis en quién habéis confiado (cf. 2 Tm 1, 12): ¡dadle todo! (...). Vivid la fidelidad a vuestro compromiso con Dios edificándoos mutuamente y ayudándoos unos a otros (...). ¡No os olvidéis que vosotros, de manera muy particular, podéis y debéis decir no sólo que sois de Cristo, sino que habéis "llegado a ser Cristo mismo"!» (n. 109).

Los cirios encendidos, que llevaba cada uno en la primera parte de esta liturgia solemne, manifiestan la vigilante espera del Señor que debe caracterizar la vida de todo creyente y, especialmente, de aquellos a quienes el Señor llama a una misión especial en la Iglesia. Son un fuerte llamamiento a testimoniar ante el mundo a Cristo, la luz que no tiene ocaso: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).

Amadísimos hermanos y hermanas, ojalá que vuestra total fidelidad a Cristo pobre, casto y obediente sea fuente de luz y de esperanza para todos aquellos con quienes os encontréis.

6. Lumen ad revelationem gentium! María, que cumplió la voluntad del Padre, dispuesta a la obediencia, intrépida en la pobreza, y acogedora en la virginidad fecunda, obtenga de Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso » (Vita consecrata, 112).

¡Alabado sea Jesucristo!

 

FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

I Jornada de la Vida Consagrada

Domingo 2 de febrero de 1997
 

 

1. Lumen ad revelationem gentium: luz para alumbrar a las naciones (cf. Lc 2, 32).

Cuarenta días después de su nacimiento, Jesús fue llevado por María y José al templo para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), según lo que está escrito en la ley de Moisés: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor» (Lc 2, 23), y para ofrecer en sacrificio «un par de tórtolas o dos pichones, como dice la ley del Señor» (Lc 2, 24).

Al recordar estos eventos, la liturgia sigue intencionalmente y con precisión el ritmo de los acontecimientos evangélicos: el plazo de los cuarenta días del nacimiento de Cristo. Hará lo mismo después con el período que va de la resurrección a la ascensión al cielo.

En el evento evangélico que se celebra hoy destacan tres elementos fundamentales: el misterio de la venida, la realidad del encuentro y la proclamación de la profecía.

2. Ante todo, el misterio de la venida. Las lecturas bíblicas, que hemos escuchado, subrayan el carácter extraordinario de esta venida de Dios: lo anuncia con entusiasmo y alegría el profeta Malaquías, lo canta el Salmo responsorial, lo describe el texto del evangelio según san Lucas. Basta, por ejemplo, escuchar el Salmo responsorial: «¡Portones!, alzad los dinteles (...): va a entrar el rey de la gloria (...). ¿Quién es ese rey de la gloria? (...). El Señor, héroe de la guerra (...). El Señor, Dios de los ejércitos. Él es el rey de la gloria» (Sal 23, 7-8.10).

Entra en el templo de Jerusalén el esperado durante siglos, aquel que es el cumplimiento de las promesas de la antigua alianza: el Mesías anunciado. El salmista lo llama «Rey de la gloria». Sólo más tarde se aclarará que su reino no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), y que cuantos pertenecen a este mundo están preparando para él, no una corona real, sino una corona de espinas.

Sin embargo, la liturgia mira más allá. Ve en ese niño de cuarenta días la «luz» destinada a iluminar a las naciones, y lo presenta como la «gloria» del pueblo de Israel (cf. Lc 2, 32). Él es quien deberá vencer la muerte, como anuncia la carta a los Hebreos, explicando el misterio de la Encarnación y de la Redención: «Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús» (Hb 2, 14), habiendo asumido la naturaleza humana.

Después de haber descrito el misterio de la Encarnación, el autor de la carta a los Hebreos presenta el de la Redención: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (Hb 2, 17-18). Se trata de una profunda y conmovedora presentación del misterio de Cristo. Ese pasaje de la carta a los Hebreos nos ayuda a comprender mejor por qué esta ida a Jerusalén del recién nacido hijo de María es un evento decisivo para la historia de la salvación. El templo, desde su construcción, esperaba de una manera completamente singular a aquel que había sido prometido. Su presentación reviste, por tanto, un significado sacerdotal: «Ecce sacerdos magnus»; el sumo Sacerdote verdadero y eterno entra en el templo.

3. El segundo elemento característico de la celebración de hoy es la realidad del encuentro. Aunque nadie está esperando la llegada de José y María con el niño Jesús, que acuden entre la gente, en el templo de Jerusalén sucede algo muy singular. Allí se encuentran algunas personas guiadas por el Espíritu Santo: el anciano Simeón, de quien san Lucas escribe: «Hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor» (Lc 2, 25-26), y la profetisa Ana, que «de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (Lc 2, 36-37). El evangelista prosigue: «Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2, 38).

Simeón y Ana: un hombre y una mujer, representantes de la antigua alianza que, en cierto sentido, habían vivido toda su vida con vistas al momento en que el Mesías esperado visitaría el templo de Jerusalén. Simeón y Ana comprenden que finalmente ha llegado el momento y, confortados por ese encuentro, pueden afrontar con paz en el corazón la última parte de su vida: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 29-30).

En este encuentro discreto las palabras y los gestos expresan eficazmente la realidad del acontecimiento que se está realizando. La llegada del Mesías no ha pasado desapercibida. Ha sido reconocida por la mirada penetrante de la fe, que el anciano Simeón manifiesta en sus conmovedoras palabras.

4. El tercer elemento que destaca en esta fiesta es la profecía: hoy resuenan palabras verdaderamente proféticas. La liturgia de las Horas concluye cada día la jornada con el cántico inspirado de Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador (...), luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).

El anciano Simeón, dirigiéndose a María, añade: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; signo de contradicción, para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). Así pues, mientras todavía nos encontramos al comienzo de la vida de Jesús, ya estamos orientados hacia el Calvario. En la cruz Jesús se confirmará de modo definitivo como signo de contradicción, y allí el corazón de su Madre será traspasado por la espada del dolor. Se nos dice todo esto ya desde el inicio, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, en la fiesta de la presentación de Jesús en el templo, tan importante en la liturgia de la Iglesia.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, la celebración de hoy se enriquece este año con un significado nuevo. En efecto, por primera vez celebramos la Jornada de la vida consagrada.

A todos vosotros, queridos religiosos y religiosas, y a vosotros, queridos hermanos y hermanas miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, se os ha encomendado la tarea de proclamar con la palabra y el ejemplo el primado de lo absoluto sobre toda realidad humana. Se trata de un compromiso urgente en nuestro tiempo que, con frecuencia, parece haber perdido el sentido auténtico de Dios. Como he recordado en el mensaje que os he dirigido para esta primera Jornada de la vida consagrada, en nuestros días «existe realmente una gran necesidad de que la vida consagrada se muestre cada vez más "llena de alegría y de Espíritu Santo", se lance con brío por los caminos de la misión, se acredite por la fuerza del testimonio vivido, ya que "el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos"» (n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de enero de 1997, p. 7). Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea luz y fuente de esperanza.

Como el anciano Simeón y la profetisa Ana, salgamos al encuentro del Señor en su templo. Acojamos la luz de su revelación, esforzándonos por difundirla entre nuestros hermanos, con vistas al ya próximo gran jubileo del año 2000.

Que nos acompañe la Virgen santísima, Madre de la esperanza y de la alegría, y obtenga a todos los creyentes la gracia de ser testigos de la salvación, que Dios ha preparado para todos los pueblos en su Hijo encarnado, Jesucristo, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. Amén.


 

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA PRIMERA JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

[2 DE FEBRERO DE 1997]

 

 

Estimados hermanos en el episcopado, queridas personas consagradas:

1. La celebración de la Jornada de la vida consagrada, que tendrá lugar por primera vez el próximo 2 de febrero, quiere ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor.

La misión de la vida consagrada en el presente y en el futuro de la Iglesia, en el umbral del tercer milenio, no se refiere sólo a quienes han recibido este especial carisma, sino a toda la comunidad cristiana. En la exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, publicada el pasado año, escribía: "En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana» y la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo" (n. 3). A las personas consagradas, pues, quisiera repetir la invitación a mirar el futuro con esperanza, contando con la fidelidad de Dios y el poder de su gracia, capaz de obrar siempre nuevas maravillas: "¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas" (ib., 110).

Los motivos de la Jornada de la Vida Consagrada

2. La finalidad de dicha jornada es por tanto triple: en primer lugar, responde a la íntima necesidad de alabar más solemnemente al Señor y darle gracias por el gran don de la vida consagrada que enriquece y alegra a la comunidad cristiana con la multiplicidad de sus carismas y con los edificantes frutos de tantas vidas consagradas totalmente a la causa del Reino. Nunca debemos olvidar que la vida consagrada, antes de ser empeño del hombre, es don que viene de lo Alto, iniciativa del Padre, "que atrae a sí una criatura suya con un amor especial para una misión especial" (ib., 17). Esta mirada de predilección llega profundamente al corazón de la persona llamada, que se siente impulsada por el Espíritu Santo a seguir tras las huellas de Cristo, en una forma de particular seguimiento, mediante la asunción de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Estupendo don.

"¿Qué sería del mundo si no existieran los religiosos?", se preguntaba justamente santa Teresa (Libro de la vida, c. 32,11). He aquí una pregunta que nos lleva a dar incesantes gracias al Señor, que con este singular don del Espíritu continúa animando y sosteniendo a la Iglesia en su comprometido camino en el mundo.

3. En segundo lugar, esta Jornada tiene como finalidad promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima de la vida consagrada.

Como ha subrayado el Concilio (cfr. Lumen gentium, 44) y yo mismo he tenido ocasión de repetir en la citada exhortación apostólica, la vida consagrada "imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que le seguían" (n. 22). Esta es, por tanto, especial y viva memoria de su ser de Hijo que hace del Padre su único Amor -he aquí su virginidad-, que encuentra en Él su exclusiva riqueza -he aquí su pobreza- y tiene en la voluntad del Padre el "alimento" del cual se nutre (cfr Jn 4,34) -he aquí su obediencia.

Esta forma de vida abrazada por Cristo y actuada particularmente por las personas consagradas, es de gran importancia para la Iglesia, llamada en cada uno de sus miembros a vivir la misma tensión hacia el Todo de Dios, siguiendo a Cristo con la luz y con la fuerza del Espíritu Santo.

La vida de especial consagración, en sus múltiples expresiones, está así al servicio de la consagración bautismal de todos los fieles. Al contemplar el don de la vida consagrada, la Iglesia contempla su íntima vocación de pertenecer sólo a su Señor, deseosa de ser a sus ojos "sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada" (Ef 5,27).

Se comprende así, pues, la oportunidad de una adecuada Jornada que ayude a que la doctrina sobre la vida consagrada sea más amplia y profundamente meditada y asimilada por todos los miembros del pueblo de Dios.

4. El tercer motivo se refiere directamente a las personas consagradas, invitadas a celebrar juntas y solemnemente las maravillas que el Señor ha realizado en ellas, para descubrir con más límpida mirada de fe los rayos de la divina belleza derramados por el Espíritu en su género de vida y para hacer más viva la conciencia de su insustituible misión en la Iglesia y en el mundo.

En un mundo con frecuencia agitado y distraído, la celebración de esta Jornada anual ayudará también a las personas consagradas, comprometidas a veces en trabajos sofocantes, a volver a las fuentes de su vocación, a hacer un balance de su vida y a renovar el compromiso de su consagración. Podrán así testimoniar con alegría a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, en las diversas situaciones, que el Señor es el Amor capaz de colmar el corazón de la persona humana.

Existe realmente una gran necesidad de que la vida consagrada se muestre cada vez más "llena de alegría y de Espíritu Santo", se lance con brío por los caminos de la misión, se acredite por la fuerza del testimonio vivido, ya que "el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos" (Evangelii nuntiandi, n. 41).

En la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo

5. La Jornada de la Vida consagrada se celebrará en la fiesta en que se hace memoria de la presentación que María y José hicieron de Jesús en el templo "para ofrecerlo al Señor" (Lc 2, 22).

En esta escena evangélica se revela el misterio de Jesús, el consagrado del Padre, que ha venido a este mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf Hb 10, 5-7). Simeón lo indica como "luz para iluminar a las gentes" (Lc 2, 32) y preanuncia con palabra profética la suprema entrega de Jesús al Padre y su victoria final (cf Lc 2, 32-35).

La Presentación de Jesús en el templo constituye así un icono elocuente de la donación total de la propia vida por quienes han sido llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, "los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente" (Vita consecrata n. 1).

A la presentación de Cristo se asocia María.

La Virgen Madre, que lleva al Templo al Hijo para ofrecerlo al Padre, expresa muy bien la figura de la Iglesia que continúa ofreciendo sus hijos e hijas al Padre celeste, asociándolos a la única oblación de Cristo, causa y modelo de toda consagración en la Iglesia.

Desde hace algunos decenios, en la Iglesia de Roma y en otras diócesis, la festividad del 2 de febrero viene congregando espontáneamente en torno al Papa y a los obispos diocesanos a numerosos miembros de Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, para manifestar conjuntamente, en comunión con todo el pueblo de Dios, el don y el compromiso de la propia llamada, la variedad de los carismas de la vida consagrada y su presencia peculiar en la comunidad de los creyentes.

Deseo que esta experiencia se extienda a toda la Iglesia, de modo que la celebración de la Jornada de la vida consagrada reúna a las personas consagradas junto a los otros fieles para cantar con la Virgen María las maravillas que el Señor realiza en tantos hijos e hijas suyos y para manifestar a todos que la condición de cuantos han sido redimidos por Cristo es la de "pueblo a él consagrado" (Dt 28, 9).

Los frutos esperados para la misión de toda la Iglesia

6. Queridos hermanos y hermanas, mientras confío a la protección maternal de María la institución de la presente Jornada, deseo de corazón que produzca frutos abundantes para la santidad y la misión de la Iglesia. En particular, que ayude a la comunidad cristiana a crecer en la estima por las vocaciones de especial consagración, a intensificar la oración para obtenerlas del Señor, haciendo madurar en los jóvenes y en las familias una generosa disponibilidad a recibir el don de la vocación. Se verá beneficiada la vida eclesial en su conjunto y tomará fuerza la nueva evangelización.

Confío que esta "Jornada" de oración y de reflexión ayude a las Iglesias particulares a valorizar cada vez más el don de la vida consagrada y a confrontarse con su mensaje, para encontrar el justo y fecundo equilibrio entre acción y contemplación, entre oración y caridad, entre compromiso en la historia y tensión escatológica.

La Virgen María, que tuvo el gran privilegio de presentar al Padre a Jesucristo, su Hijo Unigénito, como oblación pura y santa, nos alcance estar constantemente abiertos y receptivos a las grandes obras que Él mismo no cesa de realizar para el bien de la Iglesia y de la humanidad entera.

Con estos sentimientos y deseando a las personas consagradas perseverancia y alegría en su vocación, imparto a todos la bendición apostólica.

Vaticano, 6 de enero de 1997