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santa Clara de Asís, esposa de Cristo

(Catequesis que el Papa Benedicto XVI dirigió el miércoles 15 de septiembre de 2010 a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Una de las santas más amadas es sin duda santa Clara de Asís, vivida en el siglo XIII, contemporánea de san Francisco. Su testimonio nos muestra cómo toda la Iglesia es deudora a mujeres valientes y ricas de fe como ella, capaces de dar un decisivo impulso para la renovación de la Iglesia.

    ¿Quién era por tanto Clara de Asís? Para responder a esta pregunta poseemos fuentes seguras: no sólo las antiguas biografías, como la de Tomás de Celano, sino también las Actas del proceso de canonización promovido por el Papa sólo pocos meses después de la muerte de Clara, y que contiene los testimonios de aquellos que vivieron junto a ella durante mucho tiempo.

    Nacida en 1193, Clara pertenecía a una familia aristocrática y rica. Renunció a la nobleza y a la riqueza para vivir pobre y humilde, adoptando la forma de vida que Francisco de Asís proponía. Aunque sus parientes, como sucedía entonces, estaban proyectando un matrimonio con algún personaje de importancia, Clara, a los 18 años, con un gesto audaz inspirado por el profundo deseo de seguir a Cristo y por la admiración por Francisco, dejó la casa paterna y, en compañía de una amiga suya, Bona di Guelfuccio, alcanzó secretamente a los frailes menores en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Era la tarde del Domingo de Ramos de 1211. Ante la conmoción general, se realizó un gesto altamente simbólico: mientras sus compañeros tenían en la mano antorchas encendidas, Francisco le cortó el cabello y Clara vistió un basto hábito penitencial. Desde aquel momento se había convertido en la virgen esposa de Cristo, humilde y pobre, y se consagraba a Él totalmente. Como Clara y sus compañeras, innumerables mujeres en el transcurso de la historia han sido fascinadas por el amor por Cristo que, en la belleza de su Divina Persona, llena sus corazones. Y la Iglesia entera, por medio de la vocación nupcial mística de las vírgenes consagradas, muestra lo que será para siempre: la Esposa bella y pura de Cristo.

    En una de las cuatro cartas que Clara envió a santa Inés de Praga, la hija del rey de Bohemia, que quiso seguir sus huellas, habla de Cristo, su amado Esposo, con expresiones nupciales, que pueden sorprender, pero que conmueven: “ Amándolo, sois casta, tocándolo, seréis más pura, dejándoos poseer por él sois virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más elevada, su aspecto más bello, el amor más suave y toda gracia más fina. Ahora estáis estrechada entre sus brazos por él, que ha adornado vuestro pecho de piedras preciosas... y os ha coronado con una corona de oro marcada con el signo de la santidad ” (Carta primera: FF, 2862).

    Sobre todo al principio de su experiencia religiosa, Clara tuvo en Francisco de Asís no sólo un maestro cuyas enseñanzas seguir, sino también un amigo fraterno. La amistad entre estos dos santos constituye un aspecto muy bello e importante. De hecho, cuando dos almas puras e inflamadas por el mismo amor por Dios se encuentran, sacan de su amistad recíproca un estímulo fortísimo para recorrer la vía de la perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos nobles y elevados que la Gracia divina purifica y transfigura. Como san Francisco y santa Clara, también otros santos vivieron una profunda amistad en el camino hacia la perfección cristiana, como san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal. Y es precisamente san Francisco de Sales quien escribe: “Es hermoso poder amar en la tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse en este mundo como haremos eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de caridad, porque éste debemos tenerlo por todos los hombres; hablo de la amistad espiritual, en el ámbito de la cual, dos, tres o más personas se intercambian la devoción, los afectos espirituales, y llegan a ser realmente un solo espíritu” (Introducción a la vida devota III, 19).

    Tras haber transcurrido un periodo de algunos meses en otras comunidades monásticas, resistiendo a las presiones de sus familiares que al principio no aprobaban su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras en la iglesia de san Damián, donde los frailes menores habían preparado un pequeño convento para ellas. En ese monasterio vivió durante más de cuarenta años hasta su muerte, que tuvo lugar en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano de cómo vivían estas mujeres en aquellos años, en los inicios del movimiento franciscano. Se trata del informe lleno de admiración de un obispo flamenco de visita en Italia, Santiago de Vitry, el cual afirma haber encontrado un gran número de hombres y mujeres, de toda clase social, que “dejando todo por Cristo, huían del mundo. Se llamaban frailes menores y hermanas menores y son tenidos en gran consideración por el señor Papa y por los cardenales… Las mujeres... moran juntas en diversos hospicios no lejanos de las ciudades. No reciben nada, sino que viven del trabajo de sus propias manos. Y les duele y les turba profundamente porque son honradas más de lo que quisieran, por clérigos y laicos” (Carta de octubre de 1216: FF, 2205.2207).

    Santiago de Vitry había captado con perspicacia un rasgo característico de la espiritualidad franciscana a la que Clara fue muy sensible: la radicalidad de la pobreza asociada a la confianza total en la Providencia divina. Por este motivo, ella actuó con gran determinación, obteniendo del papa Gregorio IX o, probablemente, ya del papa Inocencio III, el llamado Privilegium Paupertatis (cfr FF, 3279). En base a éste, Clara y sus compañeras de san Damián no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria respecto al derecho canónico vigente y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en la forma de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra también que en los siglos medievales, el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. A propósito de esto, es oportuno recordar que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades femeninas que se iban estableciendo en gran número ya en sus tiempos, y que deseaban inspirarse en el ejemplo de Francisco y de Clara.

    En el convento de san Damián Clara practicó de modo heroico las virtudes que deberían distinguir a cada cristiano: la humildad, el espíritu de piedad y de penitencia, la caridad. Aún siendo la superiora, ella quería servir en primera persona a las hermanas enfermas, sometiéndose también a tareas humildísimas: la caridad, de hecho, supera toda resistencia y el que ama realiza todo sacrificio con alegría. Su fe en la presencia real de la Eucaristía era tan grande que en dos ocasiones se comprobó un hecho prodigioso. Solo con la ostensión del Santísimo Sacramento, alejó a los soldados mercenarios sarracenos, que estaban a punto de agredir el convento de san Damián y de devastar la ciudad de Asís.

    También estos episodios, como otros milagros, de los que se conservaba memorial, empujaron al papa Alejandro IV a canonizarla sólo dos años después de su muerte, en 1255, trazando un elogio de ella en la Bula de canonización en la que leemos: “Cuán vívida es la fuerza de esta luz y cuán fuerte es la claridad de esta fuente luminosa. En verdad, esta luz estaba encerrada en el escondite de la vida claustral, y fuera irradiaba resplandores luminosos; se recogía en un pequeño monasterio, y fuera se expandía por todo el vasto mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara de hecho se escondía; pero su vida se revelaba a todos. Clara callaba, pero su fama gritaba” (FF, 3284). Y es precisamente así, queridos amigos: son los santos los que cambian el mundo a mejor, lo transforman de forma duradera, inyectándole las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. ¡Los santos son los grandes benefactores de la humanidad!

    La espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su propuesta de santidad está recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga. Santa Clara utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias patrísticas, el espejo. E invita a su amiga de Praga a mirarse en ese espejo de perfección de toda virtud que es el mismo Señor. Escribe: “Feliz ciertamente aquella a la que se le concede gozar de esta sagrada unión, para adherirse con lo profundo del corazón [a Cristo], a aquel cuya belleza admiran incesantemente todas las beatas multitudes de los cielos, cuyo afecto apasiona, cuya contemplación restaura, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, a cuyo perfume los muertos volverán a la vida y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celeste. Y dado que él es esplendor de la gloria, candor de la luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y escruta en él continuamente tu rostro, para que puedas adornarte así toda por dentro y por fuera... en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad” (Carta cuarta: FF,2901,2903).

    Agradecidos a Dios que nos da a los santos que hablan a nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quisiera concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus hermanas y que aún hoy las Clarisas, que llevan a cabo un precioso papel en la Iglesia con su oración y con su obra, custodian con gran devoción. Son expresiones de las que surge toda la ternura de su maternidad espiritual: “Os bendigo en mi vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo, con todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y bendecirá en el cielo y en la tierra a sus hijos e hijas, y con las cuales un padre y una espiritual bendice y bendecirá a sus hijos y a sus hijas espirituales. Amen” (FF, 2856).

 

 

 

Duns Scoto y la Inmaculada Concepción

(catequesis del Papa Benedicto XVI, pronunciada el miércoles 7 de julio de 2010 a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Esta mañana – después de algunas catequesis sobre diversos grandes teólogos – quiero presentaros otra figura importante en la historia de la teología: se trata del beato Juan Duns Scoto, que vivió a finales del siglo XIII. Una antigua inscripción sobre su tumba resume las coordinadas geográficas de su biografía: “Inglaterra lo acogió; Francia lo instruyó; Colonia, en Alemania, conserva los restos; en Escocia nació". No podemos descuidar estas informaciones, también porque tenemos bien pocas noticias sobre la vida de Duns Scoto. Nació probablemente en 1266 en un pueblo, que se llamaba precisamente Duns, en las cercanías de Edimburgo. Atraído por el carisma de san Francisco de Asís, entró en la Familia de los Frailes menores y, en 1291, fue ordenado sacerdote. Dotado de una inteligencia brillante y llevada a la especulación – esa inteligencia por la que mereció de la tradición el título de Doctor subtilis, "Doctor sutil" – Duns Scoto fue dirigido a los estudios de filosofía y de teología en las célebres Universidades de Oxford y de París. Concluida con éxito su formación, emprendió la enseñanza de la teología en las Universidades de Oxford y de Cambridge, y después de París, empezando a comentar, como todos los Maestros de su tiempo, las Sentencias de Pedro Lombardo. Las obras principales de Duns Scoto representan precisamente el fruto maduro de estas lecciones, y toman su título de los lugares en los que enseñó: Opus Oxoniense (Oxford), Reportatio Cambrigensis (Cambridge), Reportata Parisiensia (París). De París se alejó cuando, tras estallar un grave conflicto entre el rey Felipe IV el Hermoso y el Papa Bonifacio VIII, Duns Scoto prefirió el exilio voluntario, más que firmar un documento hostil al Sumo Pontífice, como el rey había impuesto a todos los religiosos. Así – por amor a la Sede de Pedro –, junto a los Frailes franciscanos, abandonó el País.

    Queridos hermanos y hermanas, este hecho nos invita a recordar cuantas veces, en la historia de la Iglesia, los creyentes encontraron hostilidad y sufrido incluso persecuciones a causa de su fidelidad y de su devoción a Cristo, a la Iglesia y al Papa. Nosotros todos miramos con admiración a estos cristianos, que nos enseñan a custodiar como un bien precioso la fe en Cristo y la comunión con el Sucesor de Pedro y, así, con la Iglesia universal.

    Sin embargo, las relaciones entre el rey de Francia y el sucesor de Bonifacio VIII volvieron a ser bien pronto amistosas, y en 1305 Duns Scoto pudo volver a París para enseñar teología con el título de Magister regens, hoy se diría profesor ordinario. Sucesivamente, los Superiores le enviaron a Colonia como profesor del Studium teológico franciscano, pero él murió el 8 de noviembre de 1308, a tan solo 43 años de edad, dejando, con todo, un número relevante de obras.

    Con motivo de la fama de santidad de que gozaba, su culto se difundió bien pronto en la Orden franciscana y el Venerable papa Juan Pablo II quiso confirmarlo solemnemente beato el 20 de marzo de 1993, definiéndolo "cantor del Verbo encarnado y defensor de la Inmaculada Concepción”. En esta expresión está sintetizada la gran contribución que Duns Scoto ofreció a la historia de la teología.

    Ante todo, meditó sobre el Misterio de la Encarnación y, a diferencia de muchos pensadores cristianos del tiempo, sostuvo que el Hijo de Dios se habría hecho hombre aunque la humanidad no hubiese pecado. Él afirma en la "Reportata Parisiensa": "¡Pensar que Dios habría renunciado a esta obra si Adán no hubiese pecado sería del todo irracional! Digo por tanto que la caída no fue la causa de la predestinación de Cristo, y que – aunque nadie hubiese caído, ni el ángel ni el hombre – en esta hipótesis Cristo habría estado aún predestinado de la misma forma" (in III Sent., d. 7, 4). Este pensamiento, quizás un poco sorprendente, nace porque para Duns Scoto la Encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la eternidad por parte de Dios Padre en su plan de amor, es cumplimiento de la creación, y hace posible a toda criatura, en Cristo y por medio de Él, de ser colmada de gracia, y dar alabanza y gloria a Dios en la eternidad. Duns Scoto, aun consciente de que, en realidad, a causa del pecado original, Cristo nos redimió con su Pasión, Muerte y Resurrección, reafirma que la Encarnación es la obra más grande y más bella de toda la historia de la salvación, y que esta no está condicionada por ningún hecho contingente, pero es la idea original de Dios de unir finalmente todo lo creado consigo mismo en la persona y en la carne del Hijo.

    Fiel discípulo de san Francisco, Duns Scoto amaba contemplar y predicar el Misterio de la Pasión salvífica de Cristo, expresión del amor inmenso de Dios, el Cual comunica con grandísima generosidad fuera de sí los rayos de Su bondad y de Su amor (cfr Tractatus de primo principio, c. 4). Y este amor no se revela sólo en el Calvario, sino también en la Santísima Eucaristía, de la cual Duns Scoto era devotísimo y que veía como el Sacramento de la presencia real de Jesús y como el Sacramento de la unidad y de la comunión que nos induce a amarnos unos a otros y a amar a Dios como el Sumo Bien común (cfr Reportata Parisiensia, in IV Sent., d. 8, q. 1, n. 3).

    Queridos hermanos y hermanas, esta visión teológica, fuertemente "cristocéntrica", nos abre a la contemplación, al estupor y a la gratitud: Cristo es el centro de la historia y del cosmos, es Aquel que da sentido, dignidad y valor a nuestra vida. Como en Manila el papa Pablo VI, también yo hoy quiero gritar al mundo: "[Cristo] es el revelador del Dios invisible, es el primogénito de toda criatura, es el fundamento de todo; es el Maestro de la humanidad, es el Redentor; nació, murió y resucitó por nosotros; Él es el centro de historia y del mundo; es Aquel que nos conoce y que nos ama; es el compañero y el amigo de nuestra vida... Yo nunca acabaría de hablar de Él" (Homilía, 29 de noviembre de 1970).

    No sólo el papel de Cristo en la historia de la salvación, sino también el de María es objeto de la reflexión del Doctor subtilis. En los tiempos de Duns Scoto la mayor parte de los teólogos oponía una objeción, que parecía insuperable, a la doctrina según la cual María Santísima estuvo exenta del pecado original desde el primer instante de su concepción: de hecho, la universalidad de la Redención llevada a cabo por Cristo, a primera vista, podría parecer comprometida por una afirmación semejante, como si María no hubiese tenido necesidad de Cristo y de su redención. Por ello los teólogos se oponían a esta tesis. Duns Scoto, entonces, para hacer comprender esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento que fue después adoptado también por el papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y este argumento es el de la “Redención preventiva”, según la cual la Inmaculada Concepción representa la obra de arte de la Redención realizada en Cristo, porque precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuese preservada del pecado original. Por tanto María está totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de su concepción. Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y difundieron con entusiasmo esta doctrina, y los demás teólogos – a menudo con solemne juramento – se comprometieron en defenderla y en perfeccionarla.

    A este respecto, quisiera poner de evidencia un dato, que me parece importante. Teólogos de valor, como Duns Scoto sobre la doctrina de la Inmaculada Concepción, enriquecieron con su contribución específica de pensamiento lo que el Pueblo de Dios ya creía espontáneamente sobre la Beata Virgen, y manifestaba en los actos de piedad, en las expresiones del arte y, en general, en la vida cristiana. Así la fe tanto en la Inmaculada Concepción, como en la Asunción corporal de la Virgen estaba ya presente en el Pueblo de Dios, mientras que la teología no había encontrado aún la clave para interpretarla en la totalidad de la doctrina de la fe. Por tanto el Pueblo de Dios precede a los teólogos y todo esto gracias a ese sensus fidei sobrenatural, es decir, esa capacidad infundida por el Espíritu Santo, que capacita para abrazar la realidad de la fe, con la humildad del corazón y de la mente. En este sentido, el Pueblo de Dios es "magisterio que precede", y que debe ser después profundizado y acogido intelectualmente por la teología. ¡Que los teólogos puedan siempre ponerse a la escucha de esta fuente de la fe y conservar la humildad y la sencillez de los pequeños! Lo recordé hace unos meses diciendo: “Hay grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos, maestros de fe, que nos han enseñado muchas cosas. Están versados en los detalles de la Sagrada Escritura... pero no han podido ver el propio misterio, el verdadero núcleo... ¡Lo esencial permanece escondido! En cambio, hay también en nuestro tiempo pequeños que han conocido este misterio. Pensemos en santa Bernardette Soubirous; en santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura 'no científica' de la Biblia, pero que entra en el corazón de la Sagrada Escritura" (Homilía. Misa con los Miembros de la Comisión Teológica Internacional, 1 de diciembre de 2009).

    Finalmente, Duns Scoto desarrolló un punto en el que la modernidad es muy sensible. Se trata del tema de la libertad y de su relación con la voluntad y con el intelecto. Nuestro autor subraya la libertad como cualidad fundamental de la voluntad, iniciando una postura de tendencia voluntarista, que se desarrolló en contraposición con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista. Para santo Tomás de Aquino, que sigue a san Agustín, la libertad no puede considerarse una cualidad innata de la voluntad, sino el fruto de la colaboración de la voluntad con el intelecto. Una idea de la libertad innata y absoluta colocada en la voluntad que precede al intelecto, tanto en Dios como en el hombre, corre el riesgo, de hecho, de llevar a la idea de un Dios que no estaría ligado tampoco a la verdad ni al bien. El deseo de salvar la absoluta trascendencia y diversidad de Dios con una afirmación tan radical e impenetrable de su voluntad no tiene en cuenta que el Dios que se ha revelado en Cristo es el Dios "logos", que actuó y actúa lleno de amor hacia nosotros. Ciertamente, como afirma Duns Scoto en la línea de la teología franciscana, el amor supera el conocimiento y es capaz de percibir cada vez más del pensamiento, pero es siempre el amor del Dios "logos" (cfr Benedicto XVI, Discurso en Regensburg, Enseñanzas de Benedicto XVI, II [2006], p. 261). También en el hombre la idea de libertad absoluta, colocada en la voluntad, olvidando el nexo con la verdad, ignora que la misma libertad debe ser liberada de los límites que le vienen del pecado.

    Hablando a los seminaristas de Roma – el año pasado – recordaba que “la libertad en todos los tiempos ha sido el gran sueño de la humanidad, desde el inicio, pero particularmente en la época moderna" (Discurso al Pontificio Seminario Mayor Romano, 20 de febrero de 2009). Pero precisamente la historia moderna, además de nuestra experiencia cotidiana, nos enseña que la libertad es auténtica, y ayuda a la construcción de una civilización verdaderamente humana, sólo cuando está reconciliada con la verdad. Si se separa de la verdad, la libertad se convierte trágicamente en principio de destrucción de la armonía interior de la persona humana, fuente de prevaricación de los más fuertes y de los más violentos, y causa de sufrimientos y de lutos. La libertad, como todas las facultades de las que el hombre está dotado, crece y se perfecciona, afirma Duns Scoto, cuando el hombre se abre a Dios, valorando esa disposición a la escucha de su voz, que él llama potentia oboedientialis: cuando nos ponemos a la escucha de la Revelación divina, de la Palabra de Dios, para acogerla, entonces somos alcanzados por un mensaje que llena de luz y de esperanza nuestra vida y somos verdaderamente libres.

    Queridos hermanos y hermanas, el beato Duns Scoto nos enseña que en nuestra vida lo esencial es creer que Dios está cercano a nosotros y nos ama en Jesucristo, y cultivar, por tanto, un profundo amor a Él y a su Iglesia. De este amor nosotros somos los testigos en esta tierra. Que María Santísima nos ayude a recibir este infinito amor de Dios del que gozaremos plenamente por la eternidad en el Cielo, cuando finalmente nuestra alma estará unida por siempre a Dios, en la comunión de los santos.

 

 

 

San Antonio de Padua, el gran predicador

(catequesis del Papa Benedicto XVI pronunciada el miércoles 10 de febrero de 2010 a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Tras haber presentado, hace dos semanas, la figura de Francisco de Asís, esta mañana quisiera hablar de otro santo perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores: Antonio de Padua o, como también se le llama, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos más populares en toda la Iglesia católica, venerado no solo en Padua, donde se erigió una espléndida Basílica que recoge sus despojos mortales, sino en todo el mundo. Son queridas a los fieles las imágenes y las estatuas que le representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús entre los brazos, en recuerdo de una aparición milagrosa mencionada por algunas fuentes literarias.

    Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus marcadas dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico.

    Nació en Lisboa de una familia noble, en torno al 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró entre los canónigos que seguían la regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente en Lisboa, y sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, renombrado centro cultural de Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo aquella ciencia teológica que puso a fructificar en las actividades de la enseñanza y la predicación. En Coimbra tuvo lugar el episodio que marcó un cambio decisivo en su vida: aquí, en 1220 fueron expuestas las reliquias de los primeros cinco misioneros franciscanos que se habían dirigido a Marruecos, donde encontraron el martirio. Su caso hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarles y de avanzar en el camino de la perfección cristiana: pidió entonces dejar los canónigos agustinos y convertirse en Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso de otra manera. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a volver a Italia y, en 1221, participó en el famoso "Capítulo de las esteras" en Asís, donde encontró también a san Francisco. Sucesivamente, vivió por algún tiempo escondido totalmente en un convento cerca de Forlí, en el norte de Italia, donde el Señor le llamó a otra misión. Invitado, por circunstancias totalmente casuales, a predicar con ocasión de una ordenación sacerdotal, mostró estar dotado de tal ciencia y elocuencia, que los Superiores lo destinaron a la predicación. Comenzó así en Italia y en Francia una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a no pocas personas que se habían separado de la Iglesia a volver sobre sus propios pasos. Estuvo también entre los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en Bolonia, con la bendición de Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta con estas palabras: “Me gustaría que enseñases teología a los frailes”. Antonio puso las bases de la teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, habría conocido su cenit con san Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Scoto.

    Convertido en superior provincial de los Frailes Menores de Italia septentrional, continuó con el ministerio de la predicación, alternándolo con las tareas de gobierno. Concluido el mandato de Provincial, se retiró cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Tras apenas un año, murió en las puertas de la Ciudad, el 13 de junio de 1231. Padua, que lo había acogido con afecto y veneración en vida, le tributó por siempre honor y devoción. El mismo Papa Gregorio IX, que tras haberle escuchado predicar le había definido "Arca del Testamento", lo canonizó en 1232, también a raíz de los milagros sucedidos por su intercesión.

    En el último periodo de su vida, Antonio puso por escrito dos ciclos de “Sermones”, titulados respectivamente "Sermones dominicales" y "Sermones sobre los Santos", destinados a los predicadores y a los profesores de estudios teológicos de la Ordena franciscana. En ellos comenta los textos de la Sagrada Escritura presentados por la Liturgia, utilizando la interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos, el literal o histórico, el alegórico o cristológico, el tropológico o moral, y el anagógico, que orienta hacia la vida eterna. Se trata de textos teológico-homiléticos, que recogen la predicación viva, en la que ¡Antonio propone un verdadero y propio itinerario de vida cristiana. Es tanta la riqueza de enseñanzas espirituales contenida en los “Sermones”, que el Venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a Antonio Doctor de la Iglesia, atribuyéndole el título de “Doctor evangélico", porque de estos escritos surge la frescura y la belleza del Evangelio; aún hoy los podemos leer con gran provecho espiritual.

    En ellos, él habla de la oración como de una relación de amor, que empuja al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve el alma en oración. Antonio nos recuerda que la oración necesita una atmósfera de silencio, que no coincide con el alejamiento del ruido externo, sino que es experiencia interior, que mira a quitar las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma. Según la enseñanza de este insigne Doctor franciscano, la oración se compone de cuatro actitudes indispensables, que, en el latín de Antonio, se definen: obsecratio, oratio, postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios, conversar afectuosamente con Él, presentarle las propias necesidades, alabarlo y darle gracias.

    En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración advertimos uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, del que él fue el iniciador, es decir, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que es también la fuente de donde brota un conocimiento espiritual, que sobrepasa todo conocimiento.

    Escribe Antonio: "La caridad es el alma de la fe, la hace viva; sin el amor, la fe muere” (Sermones Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padova 1979, p. 37).

    Sólo un alma que reza puede realizar progresos en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de san Antonio. Él conoce bien los defectos de la naturaleza humana, la tendencia a caer en el pecado, por eso exhorta continuamente a combatir la inclinación a la codicia, al orgullo, a la impureza, y a practicar las virtudes de la pobreza y de la generosidad, de la humildad y de la obediencia, de la castidad y de la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por este motivo, Antonio invita muchas veces a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndoles buenos y misericordiosos, les hace acumular tesoros para el Cielo. " Oh ricos – les exhorta – haceos amigos ...de los pobres, acogedles en vuestras casas: serán después ellos quienes os acojan en los eternos tabernáculos, donde está la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta quietud de la saciedad eterna" (Ibid., p. 29).

    ¿No es quizás esta, queridos amigos, una enseñanza muy importante también hoy, cuando la crisis financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas y crean condiciones de miseria? En mi Encíclica Caritas in veritate recuerdo: "La economía necesita de la ética para su correcto funcionamiento, no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona" (n. 45).

    Antonio, en la escuela de Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo. De buen grado esta contempla, e invita a contemplar, los misterios del humanidad del Señor, de modo particular, el de la Navidad, que le suscitan sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.

    También la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana, de forma que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar un significado que enriquece la vida. Escribe Antonio: "Cristo, que es tu vida, está colgado ante ti, porque tú miras a la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido curar, si no la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede darse cuenta mejor de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).

    Queridos amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles, interceda por la Iglesia entera, y sobre todo por aquellos que se dedican a la predicación. Que estos, tomando inspiración de su ejemplo, procuren unir la doctrina sana y sólida, la piedad sincera y fervorosa, la incisividad de la comunicación. En este año sacerdotal, oremos para que los sacerdotes y los diáconos lleven a cabo con solicitud este ministerio de anuncio y actualización de la Palabra de Dios a los fieles, sobre todo a través de las homilías litúrgicas. Que éstas sean una presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente como recomendaba san Antonio: “Si predicas a Jesús, él ablanda los corazones duros; si le invocas, endulza las amargas tentaciones: si piensas en él, te ilumina el corazón; si le lees, te sacia la mente” (Sermones Dominicales et Festivi III, p. 59).

 

 

San Francisco, el “icono vivo” de Jesús

(catequesis pronunciada el miércoles 27 de enero de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    En una reciente catequesis ilustré ya el papel providencial que la Orden de los Frailes Menores y la Orden de los Frailes Predicadores, fundados respectivamente por san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, tuvieron en la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quisiera presentaros la figura de Francisco, un auténtico “gigante” de la santidad, que sigue fascinando a muchísimas personas de toda edad y toda religión.

    "Nació al mundo un sol". Con estas palabras, en la Divina Commedia (Paraíso, Canto XI), el máximo poeta italiano Dante Alighieri alude al nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís. Perteneciente a una rica familia – el padre era comerciante de telas –, Francisco transcurrió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de la época. A los veinte años tomó parte en una campaña militar, y fue hecho prisionero. Se puso enfermo y fue liberado. Tras su vuelta a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión espiritual, que le llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había llevado hasta entonces. A este periodo corresponden los célebres episodios del encuentro con el leproso, al que Francisco, bajando del caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucificado en la pequeña iglesia de San Damián. En tres ocasiones el Cristo en la cruz cobró vida, y le dijo “Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas”. Este sencillo acontecimiento de la palabra del Señor oída en la iglesia de San Damián esconde un simbolismo profundo. Inmediatamente san Francisco es llamado a reparar esta pequeña iglesia, pero el estado ruinoso de este edificio es el símbolo de la situación dramática e inquietante de la misma Iglesia en esa época, con una fe superficial que no forma y no transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia que comporta también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos herejes. Con todo, en esta Iglesia en ruinas está en el centro el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la pequeña iglesia de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar a la misma Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor por Cristo. Este acontecimiento, sucedido probablemente en 1205, hace pensar en otro acontecimiento similar, sucedido en 1207: el sueño del papa Inocencio III. Éste vio en sueños que la Basílica de San Juan de Letrán, la iglesia madre de todas las iglesias, está derrumbándose y que un religioso pequeño e insignificante apuntala con sus hombros a la iglesia para que no caiga. Es interesante notar, por una parte, que no es el Papa el que ayuda para que la Iglesia no caiga, sino un religioso pequeño e insignificante, que el Papa reconoce en Francisco cuando éste le visita. Inocencio III era un papa poderoso, de gran cultura teológica, como también de gran poder político, y sin embargo no es él el que renueva a la Iglesia, sino un pequeño e insignificante religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Por otra parte, sin embargo, es importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin o contra el Papa, sino en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el Sucesor de Pedro, los Obispos, la Iglesia fundada sobre la sucesión de los Apóstoles, y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en este momento para renovar la Iglesia. Juntos crece la verdadera renovación.

    Volvamos a la vida de san Francisco. Dado que su padre Bernardone le reprochaba su demasiada generosidad hacia los pobres, Francisco, ante el obispo de Asís, con un gesto simbólico se despojó de todas sus ropas, pretendiendo así renunciar a la herencia paterna: como en el momento de la creación, Francisco no tiene nada, sino sólo la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos se entrega. Después vivió como un eremita, hasta cuando, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un pasaje del Evangelio de Mateo – el discurso de Jesús a los apóstoles enviados a la misión – Francisco se sintió llamado a vivir en la pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros compañeros se unieron a él, y en 1209 se dirigió a Roma, para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de vida cristiana. Recibió una acogida paternal por parte de aquel gran Pontífice que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del movimiento suscitado por Francisco. El Pobrecillo de Asís había comprendido que todo carisma dado por el Espíritu Santo debe ser puesto al servicio del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; por tanto actuó siempre en comunión plena con la autoridad eclesiástica. En la vida de los santos no hay contraposición entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna tensión, éstos saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo.

    En realidad, algunos historiadores del siglo XIX y también del siglo pasado han intentado crear detrás del Francisco de la tradición, un 'Francisco histórico', así como se trata de crear tras el Jesús de los Evangelios un 'Jesús histórico'.   Este Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un hombre unido inmediatamente solo a Cristo, un hombre que quería crear una renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas y sin jerarquía. La verdad es que san Francisco tuvo realmente una relación inmediatísima con Jesús y con la Palabra de Dios, a la cual quería seguir "sine glossa", tal como es, en toda su radicalidad y verdad. Es también verdad que inicialmente no tenía intención de crear una Orden con las formas canónicas necesarias, sino que simplemente, con la palabra de Dios y la presencia del Señor, el quería renovar al pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a la escucha de la palabra y a la obediencia verbal con Cristo. Además, sabía que Cristo no es nunca “mío”, sino siempre “nuestro”, que a Cristo no puedo tenerlo “yo” y reconstruir “yo” contra la Iglesia, su voluntad y su enseñanza, sino sólo en la comunión de la Iglesia construida sobre la sucesión de los Apóstoles se renueva también la obediencia a la palabra de Dios.

    Es también verdad que no tenía intención de crear una nueva orden, sino solamente renovar al pueblo de Dios para el Señor que viene. Pero comprendió con sufrimiento y con dolor que todo debe tener su orden, que también el derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y así realmente se insertó de modo total, con el corazón, en la comunión de la Iglesia, con el Papa y con los Obispos. Sabía siempre que el centro de la Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y su Sangre se hacen presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde el Sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van unidos, sólo aquí habita también la palabra de Dios. El verdadero Francisco histórico es el Francisco de la Iglesia y precisamente de esta forma nos habla también a nosotros los creyentes, a los creyentes de otras confesiones y religiones.

    Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en la Porciúncula, o iglesia de Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por excelencia de la espiritualidad franciscana. También Clara, una joven mujer de Asís, de familia noble, se puso a la escuela de Francisco. Tuvo así origen la Segunda Orden franciscana, la de las Clarisas, otra experiencia destinada a producir frutos insignes de santidad en la Iglesia.

    También el sucesor de Inocencio III, el papa Honorio III, con su bula Cum dilecti de 1218 apoyó el singular desarrollo de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones en diversos países de Europa, e incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo el permiso de dirigirse a hablar, en Egipto, al sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la que estaba en curso un enfrentamiento entre el Cristianismo y el Islam, Francisco, armado voluntariamente solo con su fe y su mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del diálogo. Las crónicas nos hablan de una acogida benevolente y cordial recibida del sultán. Es un modelo en el cual también hoy deberían inspirarse las relaciones entre cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la mutua comprensión (cfr Nostra Aetate, 3). Parece además que en 1220 Francisco visitó Tierra Santa, echando así una semilla, que traería mucho fruto: sus hijos espirituales, de hecho, hicieron de los Lugares en los que vivió Jesús en un un ámbito privilegiado de su misión. Con gratitud pienso hoy en los grandes méritos de la Custodia Franciscana de Tierra Santa.

    Vuelto a Italia, Francisco entregó el gobierno de la Orden a su vicario, fray Pedro Cattani, mientras que el papa confió a la protección del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice Gregorio IX, a la Orden, que recogía cada vez más adhesiones. Por su parte el Fundador, dedicado completamente a la predicación que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una Regla, después aprobada por el Papa.

    En 1224, en el eremitorio de Verna, Francisco vio el Crucifijo en forma de un serafín, y del encuentro con el serafín crucificado, recibió los estigmas; se convirtió así en uno con Cristo crucificado: un don, por tanto, que expresa su identificación con el Señor.

    La muerte de Francisco – su transitus – sucedió la noche del 3 de octubre de 1226, en la Porciúncula. Tras haber bendecido a sus hijos espirituales, murió, acostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo inscribió en el elenco de los santos. Poco tiempo después se erigía en Asís una gran basílica en su honor, meta aún hoy de muchísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y disfrutar la visión de los frescos de Giotto, pintor que ha ilustrado de modo magnífico la vida de Francisco.

    Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de Cristo. Fue también llamado el “hermano de Jesús”. En efecto, éste era su ideal: ser como Jesús, contemplar al Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera bienaventuranza del Discurso de la Montaña – Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3) – encontró una luminosa realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Verdaderamente, queridos amigos, los santos son los mejores intérpretes de la Biblia; éstos, encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen más atrayente que nunca, de modo que habla realmente con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con dedicación y libertad totales, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en Dios, uniendo también un estilo de vida sobrio y un desapego de los bienes materiales.

    En Francisco el amor por Cristo se expresó de modo especial en la adoración del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se leen expresiones conmovedoras, como esta: “Tema toda la humanidad, tiemble el universo entero y exulte el cielo, cuando sobre el altar, en la mano del sacerdote, está Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¡Oh favor estupendo! Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille tanto para esconderse para nuestra salvación, bajo una modesta forma de pan” (Francisco de Asís, Escritos, Ediciones Franciscanas, Padua 2002, 401).

    En este año sacerdotal, quiero también recordar la recomendación dirigida por Francisco a los sacerdotes: “Cuando quieran celebrar la Misa, puros de forma pura, hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor nuestro Jesucristo” (Francisco de Asís, Escritos, 399). Francisco mostraba siempre una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba respetarlos siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran poco dignos. La motivación de su profundo respeto era el hecho de que éstos han recibido el don de consagrar la Eucaristía. Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos.

    Del amor de Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de fraternidad universal y de amor por la creación, que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate, es sostenible solo un desarrollo que respete a la creación y que no dañe el medio ambiente (cfr nn. 48-52), y en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año he subrayado que también la constitución de una paz sólida está unida al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. La naturaleza es entendida por él precisamente como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la realidad divina se hace transparente y podemos nosotros hablar de Dios y con Dios.

    Queridos amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su sencillez, su humildad, su fe, su amor por Cristo, su bondad hacia cada hombre y cada mujer le hicieron alegre en toda situación. De hecho, entre la santidad y la alegría subsiste una relación íntima e indisoluble. Un escritor francés dijo que en el mundo hay una sola tristeza: la de no ser santos, es decir, la de no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de Francisco, comprendemos que éste es el secreto de la verdadera felicidad: ¡ser santos, cercanos a Dios!

    Que la Virgen, tiernamente amada por Francisco, nos obtenga este don. Nos confiamos a Ella con las palabras mismas del Pobrecillo de Asís: “Santa María Virgen, no hay ninguna como tu nacida en el mundo entre las mujeres, hija y sierva del altísimo Rey y Padre celestial, Madre del santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo, reza por nosotros... ante tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro” (Francisco de Asís, Escritos, 163).

 

 

 

San Buenaventura, el teólogo de Cristo

San Buenaventura y el sentido de la Historia

San Buenaventura y la primacía del amor


 

Benedicto XVI: San Buenaventura, el teólogo de Cristo

(catequesis pronunciada miércoles 3 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        Hoy quisiera hablar de san Buenaventura de Bagnoregio. Os confío que, al proponeros este argumento, advierto una cierta nostalgia, porque recuerdo las investigaciones que, como joven estudioso, realicé precisamente sobre este autor, particularmente querido para mí. Su conocimiento ha incidido no poco en mi formación. Con mucha alegría hace pocos meses me dirigió en peregrinación a su lugar natal, Bagnoregio, una pequeña ciudad italiana, en el Lacio, que custodia con veneración su memoria.

        Nacido probablemente en 1217 y muerto en 1274, vivió en el siglo XIII, una época en la que la fe cristiana, penetrada profundamente en la cultura y en la sociedad de Europa, inspiró obras imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales, de la filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras cristianas que contribuyeron a la composición de esta armonía entre fe y cultura destaca precisamente Buenaventura, hombre de acción y de contemplación, de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.

        Se llamaba Giovanni da Fidanza. Un episodio que sucedió cuando era aún muchacho marcó profundamente su vida, como él mismo relata. Había sido afectado por una grave enfermedad y ni siquiera su padre, que era médico, esperaba ya salvarlo de la muerte. Su madre, entonces, recurrió a la intercesión de san Francisco de Asís, canonizado hacía poco. Y Giovanni se curó. La figura del Pobrecillo de Asís se le hizo aún más familiar algún año después, cuando se encontraba en París, donde se había dirigido para sus estudios. Había obtenido el diploma de Maestro de Artes, que podríamos comparar al de un prestigioso Liceo de nuestra época. En ese punto, como tantos jóvenes del pasado y también de hoy, Giovanni se planteó una pregunta crucial: “¿Qué debo hacer con mi vida?”. Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica de los Frailes Menores, que habían llegado a París en 1219, Giovanni llamó a las puertas del Convento franciscano de esa ciudad, y pidió ser acogido en la gran familia de los discípulos de san Francisco. Muchos años después, explicó las razones de su elección: en san Francisco y en el movimiento iniciado por él reconocía la acción de Cristo. Escribía así en una carta dirigida a otro fraile: “Confieso ante Dios que la razón que me hizo amar más la vida del beato Francisco es que se parece a los inicios y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con simples pescadores, y se enriqueció en seguida con doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo" (Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San Bonaventura. Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).

        Por tanto, en torno al año 1243 Giovanni vistió el sayal franciscano y asumió el nombre de Buenaventura. Fue en seguida dirigido a los estudios y frecuentó la Facultad de Teología de la Universidad de París, siguiendo un conjunto de cursos muy difíciles. Consiguió los diversos títulos requeridos por la carrera académica, los de “bachiller bíblico" y de "bachiller sentenciario". Así Buenaventura estudió a fondo la Sagrada Escritura, las Sentencias de Pietro Lombardo, el manual de teología de aquel tiempo, y a los más importantes autores de teología y, en contacto con los maestros y estudiantes que llegaban a París desde toda Europa, maduró su propia reflexión personal y una sensibilidad espiritual de gran valor que, en el transcurso de los años siguientes, supo traslucir en sus obras y en sus sermones, convirtiéndose así en uno de los teólogos más importantes de la historia de la Iglesia. Es significativo recordar el título de la tesis que defendió para ser habilitado en la enseñanza de la teología, la licentia ubique docendi, como se decía entonces. Su disertación llevaba por título Cuestiones sobre el conocimiento de Cristo. Este argumento muestra el papel central que Cristo tuvo siempre en la vida y en la enseñanza de Buenaventura. Podemos decir sin más que todo su pensamiento fue profundamente cristocéntrico.

        En aquellos años en París, la ciudad de adopción de Buenaventura, estallaba una violenta polémica contra los Frailes Menores de san Francisco de Asís y los Frailes Predicadores de santo Domingo de Guzmán. Se discutía su derecho de enseñar en la Universidad y se ponía en duda incluso la autenticidad de su vida consagrada. Ciertamente, los cambios introducidos por las Órdenes Mendicantes en la manera de entender la vida religiosa, de la que hablé en las catequesis precedentes, eran tan innovadoras que no todos llegaban a comprenderles. Se añadían también, como alguna vez sucede también entre personas sinceramente religiosas, motivos de debilidad humana, como la envidia y los celos. Buenaventura, aunque rodeado de la oposición de los demás maestros universitarios, había ya comenzado a enseñar en la cátedra de teología de los Franciscanos y, para responder a quienes criticaban a las Órdenes Mendicantes, compuso un escrito titulado La perfección evangélica. En este escrito demuestra cómo las Órdenes Mendicantes, especialmente los Frailes Menores, practicando los votos de pobreza, de castidad y de obediencia, seguían los consejos del propio Evangelio. Más allá de estas circunstancias históricas, la enseñanza proporcionada por Buenaventura en esta obra suya y en su vida permanece siempre actual: la Iglesia se hace luminosa y bella por la fidelidad a la vocación de esos hijos suyos y de esas hijas suyas que no sólo ponen en práctica los preceptos evangélicos, sino que, por gracia de Dios, están llamados a observar sus consejos y dan testimonio así, con su estilo de vida pobre, casto y obediente, de que el Evangelio es fuente de gozo y de perfección.

        El conflicto se apaciguó, al menos por un cierto tiempo y, por intervención personal del papa Alejandro IV, en 1257, Buenaventura fue reconocido oficialmente como doctor y maestro de la Universidad parisina. Con todo, tuvo que renunciar a este prestigioso cargo, porque en ese mismo año el Capítulo general de la Orden le eligió Ministro general.

        Desempeñó este cargo durante diecisiete años con sabiduría y dedicación, visitando las provincias, escribiendo a los hermanos, interviniendo a veces con una cierta severidad para eliminar los abusos. Cuando Buenaventura comenzó este servicio, la Orden de los Frailes Menores se había desarrollado de un modo prodigioso: eran más de 30.000 los frailes dispersos en todo Occidente, con presencias misioneras en el norte de África, en Oriente Medio y también en Pekín. Era necesario consolidar esta expansión y sobre todo conferirle, en plena fidelidad al carisma de Francisco, unidad de acción y de espíritu. De hecho, entre los seguidores del santo de Asís se registraban diversas formas de interpretar su mensaje y existía realmente el riesgo de una fractura interna. Para evitar este peligro, el Capítulo general de la Orden en Narbona, en 1260, aceptó y ratificó un texto propuesto por Buenaventura, en el que se unificaban las normas que regulaban la vida cotidiana de los Frailes Menores. Buenaventura intuía, con todo, que las disposiciones legislativas, aun inspiradas en la sabiduría y en la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del espíritu y de los corazones. Era necesario compartir los mismos ideales y las mismas motivaciones. Por este motivo. Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por ello recogió con gran celo documentos relativos al Pobrecillo y escuchó con atención los recuerdos de aquellos que habían conocido directamente a Francisco. De ahí nació una biografía, históricamente bien fundada, del santo de Asís, titulada Legenda Maior, redactada también de forma más sucinta y llamada por ello Legenda minor. La palabra latina, a diferencia de la italiana (y tb. del término español “leyenda”, n.d.t.) no indica un fruto de la fantasía, sino al contrario, Legenda significa un texto autorizado, “que leer” oficialmente. De hecho, el Capítulo general de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa, reconoció en la biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del Fundador y esta se convirtió, así, en la biografía oficial del Santo.

        ¿Cuál es la imagen de san Francisco que surge del corazón y de la pluma de su hijo devoto y sucesor, san Buenaventura? El punto esencial: Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó apasionadamente a Cristo. En el amor que empuja a la imitación, se conformó enteramente a Él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a todos los seguidores de Francisco. Este ideal, válido para todo cristiano, ayer, hoy y siempre, fue indicado como programa también para la Iglesia del Tercer Milenio por mi Predecesor, el Venerable Juan Pablo II. Este programa, escribía en la Carta Tertio Millennio ineunte, se centra “en Cristo mismo, a quien conocer, amar, imitar, para vivir en él la vida trinitaria, y transformar con él la historia hasta su cumplimiento en la Jerusalén celeste" (n. 29).

        En 1273 la vida de san Buenaventura conoció otro cambio. El Papa Gregorio X lo quiso consagrar obispo y nombrar cardenal. Le pidió también que preparara un importantísimo acontecimiento eclesial: el II Concilio Ecuménico de Lyon, que tenía como objetivo el restablecimiento de la comunión entre la Iglesia latina y la griega. Él se dedicó a esta tarea con diligencia, pero no llegó a ver la conclusión de aquella cumbre ecuménica, porque murió durante su celebración. Un anónimo notario pontificio compuso un elogio de Buenaventura, que nos ofrece un retrato conclusivo de este gran santo y excelente teólogo: “Hombre bueno, afable, piadoso y misericordioso, lleno de virtudes, amado por Dios y por los hombres... Dios de hecho le había dado tal gracia, que todos aquellos que lo veían quedaban invadidos por un amor que el corazón no podía ocultar” (cfr J.G. Bougerol, Bonaventura, en A. Vauchez (vv.aa.), Storia dei santi e della santità cristiana. Vol. VI. L’epoca del rinnovamento evangelico, Milán 1991, p. 91).

        Recojamos la herencia de este santo Doctor de la Iglesia, que nos recuerda el sentido de nuestra vida con estas palabras: “En la tierra... podemos contemplar la inmensidad divina mediante el razonamiento y la admiración; en la patria celeste, en cambio, mediante la visión, cuando seremos hechos semejantes a Dios, y mediante el éxtasis... entraremos en el gozo de Dios" (La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).

 


 

San Buenaventura y el sentido de la Historia

(catequesis pronunciada miércoles 10 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        La semana pasada hablé sobre la vida y la personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quisiera proseguir con su presentación, deteniéndome en una parte de su obra literaria y de su doctrina.

        Como ya decía, san Buenaventura, entre sus muchos méritos, tuvo el de interpretar auténtica y fielmente la figura de san Francisco de Asís, venerado y estudiado por él con gran amor. De modo particular, en los tiempos de san Buenaventura, una corriente de Frailes Menores, llamados “espirituales”, sostenía que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, habría aparecido el “Evangelio eterno” del que habla el Apocalipsis, que sustituía al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia había agotado ya su papel histórico, y que su lugar lo ocupaba una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu, es decir, los “Franciscanos espirituales”. En la base de las ideas de este grupo estaban los escritos de un abad cisterciense, Joaquín de Fiore, muerto en 1202. En sus obras, él afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la era del Padre, seguida por el tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Habría que esperar la tercera era, la del Espíritu Santo. Toda la historia era así interpretada como una historia de progreso: de la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los Hijos de Dios, en el periodo del Espíritu Santo, que habría sido también, finalmente, el periodo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Joaquín de Fiore había suscitado la esperanza de que el inicio del nuevo tiempo habría venido de un nuevo monaquismo. Así es comprensible que un grupo de franciscanos creyese reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden la comunidad del periodo nuevo – la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba tras de sí a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, ya no ligada a las viejas estructuras.

        Existía por tanto el riesgo de un gravísimo malentendido del mensaje de san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y este equívoco comportaba una visión errónea del Cristianismo en su conjunto.

        San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en Ministro General de la Orden Franciscana, se encontró frente a una gran tensión dentro de su misma orden a causa precisamente de quienes sostenían la mencionada corriente de los “franciscanos espirituales”, que se remitía a Joaquín de Fiore. Precisamente para responder a este grupo y volver a dar unidad a la Orden, san Buenaventura estudió con cuidado los escritos auténticos de Joaquín de Fiore y los atribuidos a él y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar correctamente la figura y el mensaje de su amado san Francisco, quiso exponer una visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del estudio parisino, que quedó incompleta y que se terminó a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación alegórica de los seis días de la Creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo habríamos entrado en el último, es decir, en el sexto periodo de la historia, al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica de la relación de los días de la creación, pero de una forma muy libre e innovadora. Para él dos fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:

        El primero: la figura de san Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con san Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en ese momento.

        El segundo: la postura de Joaquín de Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo y un periodo totalmente nuevo de la historia, yendo más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.

        Como Ministro General de la Orden de los Franciscanos, san Buenaventura había visto en seguida que con la concepción espiritualista, inspirada por Joaquín de Fiore, la Orden no era gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. Dos eran para él las consecuencias:

        La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, necesitaba un fundamento teológico, también porque los demás, los que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.

        La segunda: aún teniendo en cuenta el realismo necesario, no había que perder la novedad de la figura de san Francisco.

        ¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? De su respuesta puedo dar aquí sólo un resumen muy esquemático e incompleto en algunos puntos:

        1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno para toda la historia y no se divide en tres divinidades. En consecuencia, la historia es una, aunque es un camino y – según san Buenaventura – un camino de progreso.

        2. Jesucristo es la última palabra de Dios – en él Dios lo ha dicho todo, donándose a sí mismo. Más que si mismo, Dios no puede decir, ni dar. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: “...os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26), "tomará de lo mío y os lo comunicará" (Jn 16, 15). Por tanto no hay otro Evangelio más alto, no hay otra Iglesia que esperar. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.

        3. Esto no significa que la Iglesia está inmóvil, fija en el pasado y no pueda haber novedades en ella. Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo no van atrás, no disminuyen, sino que progresan, dice el Santo en la carta De tribus quaestionibus. Así san Buenaventura formula explícitamente la idea del progreso, y esta es una novedad respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para san Buenaventura Cristo ya no es, como lo era para los Padres de la Iglesia, el final, sino el centro de la historia; con Cristo la historia no termina, sino que comienza un nuevo periodo. Otra consecuencia es la siguiente: hasta aquel momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran el culmen absoluto de la teología, todas las generaciones siguientes podían solo ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la palabra de Dios es inagotable y que también en las nuevas generaciones pueden aparecer nuevas luces. La unicidad de Cristo garantiza también novedad y renovación en todos los periodos de la historia.

        Ciertamente, la Orden franciscana – así subraya – pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de esta Orden respecto del monaquismo clásico, y san Buenaventura – como dije en la Catequesis precedente – defendió esta novedad contra los ataques del Clero secular de París: los franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente, la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, a favor de una nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.

        En este punto, quizás sea útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio habría sido un ocaso permanente; algunos ven el ocaso inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo no van hacia atrás, sino que progresan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etc.? También hoy vale esta afirmación: Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, van adelante. San Buenaventura nos enseña el conjunto del necesario discernimiento, también severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas dados por Cristo, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta idea del ocaso, hay también otra idea, este "utopismo espiritualista", que se repite. Sabemos de hecho que tras el Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo fuese nuevo, que hubiese otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar hubiese acabado y que tendríamos otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la barca de Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia.

        4. En este sentido, san Buenaventura, como Ministro General de los franciscanos, tomó una línea de gobierno en la que estaba muy claro que la nueva Orden no podía, como comunidad, vivir a la misma “altura escatológica” de san Francisco, en el que él ve anticipado el mundo futuro, sino que – guiado, al mismo tiempo, por un sano realismo y por el valor espiritual – debía acercarse lo más posible a la realización máxima del Sermón de la Montaña, que para san Francisco fue “la” regla, aun teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.

        Vemos así que para san Buenaventura, gobernar no era sencillamente un hacer, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno encontramos siempre la oración y el pensamiento; todas sus decisiones resultan de la reflexión, del pensamiento iluminado por la oración. Su contacto íntimo con Cristo acompañó siempre su trabajo de Ministro General y por ello compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el ánimo de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente a la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante mandatos y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a Cristo.

        De estos escritos suyos, que son el alma de su gobierno y que muestran el camino a recorrer sea uno solo o como comunidad, quisiera mencionar solo uno, su obra maestra, Itinerarium mentis in Deum, que es un “manual” de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la Verna, donde san Francisco recibió los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito suyo: “Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de ascender a Dios, se me presentó, por otro lado, ese acontecimiento admirable ocurrido en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la visión del Serafín alado en forma de Crucificado. Y meditando sobre esto, en seguida me dí cuenta de que esta visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y al mismo tiempo el camino que conduce a él" (Itinerario della mente in Dio, Prologo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).

        Las seis alas del Serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que conducen progresivamente al hombre al conocimiento de Dios a través de la observación del mundo y de las criaturas y a través de la exploración de la propia alma con sus facultades, hasta la unión gratificante con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de san Francisco de Asís. Las últimas palabras del Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta de cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, se habrían hecho descender a lo profundo del corazón: “Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), interroga a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la niebla, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que lo inflama todo y transporta a Dios con las fuertes unciones y los afectos ardentísimos... Entremos por tanto en la niebla, acallemos a los afanes, a las pasiones y a los fantasmas; pasemos con Cristo Crucificado de este mundo al Padre, para que, tras haberle visto, digamos con Felipe: esto me basta" (ibid., VII, 6).

        Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige san Buenaventura, el Doctor Seráfico, y pongámonos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, para que Él pueda habitar en nosotros y nosotros podamos comprender su Voz divina, que nos atraiga hacia la felicidad verdadera.

 

San Buenaventura y la primacía del amor

(catequesis pronunciada miércoles 17 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        Esta mañana, continuando la reflexión del miércoles pasado, quisiera profundizar con vosotros otros aspectos de la doctrina de san Buenaventura de Bagnoregio. Es un eminente teólogo, que merece ser puesto junto a otro grandísimo pensador, su contemporáneo, santo Tomás de Aquino. Ambos escrutaron los misterios de la Revelación, valorando los recursos de la razón humana, en ese fecundo diálogo entre fe y razón que caracteriza al Medioevo cristiano, convirtiéndola en una época de gran vivacidad intelectual, además que de fe y de renovación eclesial, a menudo no evidenciada lo suficiente. Otras analogías les unen: tanto Buenaventura, franciscano, como Tomás, dominico, pertenecían a las Órdenes Mendicantes que, con su frescura espiritual, como he recordado en las catequesis anteriores, renovaron, en el siglo XIII, a la Iglesia entera y atrajeron a muchos seguidores. Los dos sirvieron a la Iglesia con diligencia, con pasión y con amor, hasta el punto que fueron invitados a participar en el Concilio Ecuménico de Lyon de 1274, el mismo año en que murieron: Tomás mientras se dirigía a Lyon, Buenaventura durante la celebración del mismo Concilio. También en la Plaza de San Pedro, las estatuas de los dos santos están paralelas, colocadas precisamente al principio de la Columnata, partiendo desde la fachada de la Basílica Vaticana: una en el Brazo de la izquierda y la otra en el Brazo de la derecha. A pesar de todos estos aspectos, podemos distinguir en los dos santos dos aproximaciones distintas a la investigación filosófica y teológica, que muestran la originalidad y la profundidad de pensamiento de uno y del otro. Quisiera señalar algunas de estas diferencias.

        Una primera diferencia concierne el concepto de teología. Ambos doctores se preguntan si la teología es una ciencia práctica o una ciencia teórica, especulativa. Santo Tomás reflexiona sobre dos posibles respuestas contrarias. La primera dice: la teología es reflexión sobre la fe y el objetivo de la fe es que el hombre llegue a ser bueno, viva según la voluntad de Dios. Por tanto, el fin de la teología debería ser el de guiar por el camino correcto, bueno; en consecuencia ésta, en el fondo, es una ciencia practica. La otra postura dice: la teología intenta conocer a Dios. Nosotros somos obra de Dios; Dios está por encima de nuestro actuar, Dios opera en nosotros el actuar correcto. Por tanto, se trata sustancialmente no de nuestro hacer, sino de conocer a Dios, no de nuestro obrar. La conclusión de santo Tomás es: la teología implica ambos aspectos: es teórica, intenta conocer a Dios cada vez más, y es práctica: intenta orientar nuestra vida al bien. Pero hay una primacía del conocimiento: debemos sobre todo conocer a Dios, después viene el actuar según Dios (Summa Theologiae Ia, q. 1, art. 4). Esta primacía del conocimiento frente a la praxis es significativa para la orientación fundamental de santo Tomás.

        La respuesta de san Buenaventura es muy parecida, pero los acentos son distintos. San Buenaventura conoce los mismos argumentos en una y en la otra dirección, como santo Tomás, pero para responder a la pregunta de si la teología es una ciencia práctica o teórica, san Buenaventura hace una triple distinción – alarga, por tanto, la alternativa entre teórica (primacía del conocimiento) y práctica (primacía de la praxis), añadiendo una tercera actitud, que llama “sapiencial”, y afirmando que la sabiduría abraza ambos aspectos. Y después prosigue: la sabiduría busca la contemplación (como la más alta forma de conocimiento) y tiene como intención ut boni fiamus – que seamos buenos, sobre todo esto:: que seamos buenos (cfr Breviloquium, Prologus, 5). Después añade: “La fe está en el intelecto, de manera tal que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo murió 'por nosotros' no se queda en conocimiento, sino que se convierte necesariamente en afecto, en amor” (Proemium in I Sent., q. 3).

        En la misma línea se mueve su defensa de la teología, es decir, de la reflexión racional y metódica de la fe. San Buenaventura recoge algunos argumentos contra el hacer teología, quizás difundidos también en una parte de los frailes franciscanos y presentes también en nuestro tiempo: la razón vaciaría la fe, sería una postura violenta hacia la Palabra de Dios, debemos escuchar y no analizar la Palabra de Dios (cfr Carta de san Francisco de Asís a San Antonio de Padua). A estos argumentos contra la teología, que demuestran los peligros existentes en la misma teología, el santo responde: es verdad que hay un modo arrogante de hacer teología, una soberbia de la razón, que se pone por encima de la Palabra de Dios. Pero la verdadera teología, el trabajo racional de la verdadera y de la buena teología tiene otro origen, no la soberbia de la razón. Quien ama quiere conocer cada vez mejor y más a lo amado; la verdadera teología no empeña la razón y su búsqueda motivada por la soberbia, sed propter amorem eius cui assentit – motivada por el amor de Aquel, al que ha dado su consenso" (Proemium in I Sent., q. 2), y quiere conocer mejor al amado: esta es la intención fundamental de la teología. Para san Buenaventura es por tanto determinante al final la primacía del amor.

        En consecuencia, santo Tomás y san Buenaventura definen de modo distinto el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo Tomás el fin supremo, a que se dirige nuestro deseo, es ver a Dios. En este sencillo acto de ver a Dios encuentran solución todos los problemas: somos felices, no necesitamos nada más.

        Para san Buenaventura el destino último del hombre es en cambio: amar a Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro. Ésta es para él la definición más adecuada de nuestra felicidad.

        En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para santo Tomás es lo verdadero, mientras que para san Buenaventura es el bien. Sería erróneo ver en estas dos respuestas una contradicción. Para ambos lo verdadero es también el bien, y el bien es también lo verdadero; ver a Dios es amar y amar es ver. Se trata por tanto de acentos distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos acentos han formado tradiciones diversas y espiritualidades diversas y así han mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus expresiones.

        Volvamos a san Buenaventura. Es evidente que el acento específico de su teología, del que he dado solo un ejemplo, se explica a partir del carisma franciscano: el Pobrecillo de Asís, más allá de los debates intelectuales de su tiempo, había mostrado con toda su vida la primacía del amor: era un icono viviente y enamorado de Cristo y así hizo presente, en su tiempo, la figura del Señor – convenció a sus contemporáneos no con las palabras, sino con su vida. En todas las obras de san Buenaventura, también en sus obras científicas, de escuela, se ve y se encuentra esta inspiración franciscana; es decir, se nota que piensa partiendo del encuentro con el Pobrecillo de Asís. Pero para entender la elaboración concreta del tema "primacía del amor”, debemos tener presente también otra fuente: los escritos del llamado Pseudo-Dionisio, un teólogo sirio del siglo VI, que se escondió bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, señalando, con este nombre, una figura de los Hechos de los Apóstoles (cfr 17,34). Este teólogo había creado una teología litúrgica y una teología mística, y había hablado ampliamente de las diversas órdenes de los ángeles. Sus escritos fueron traducidos al latín en el siglo IX; en la época de san Buenaventura – estamos en el siglo XIII – aparecía una nueva tradición, que provocó el interés del santo y de otros teólogos de su siglo. Dos cosas atraían en particular la atención de san Buenaventura:

        1. El Pseudo-Dionisio habla de nueve órdenes de los ángeles, cuyos nombres había encontrado en la Escritura y luego había ordenado a su manera, desde los simples ángeles hasta los serafines. San Buenaventura interpreta estas órdenes de ángeles como escalones en el acercamiento de la criatura a Dios. Así estos pueden representar el camino humano, la subida hacia la comunión con Dios. Para san Buenaventura no hay ninguna duda: san Francisco de Asís pertenecía al orden seráfico, al orden supremo, al coro de los serafines, es decir: era puro fuego de amor. Y así deberían haber sido los franciscanos. Pero san Buenaventura sabía bien que este último grado de acercamiento a Dios no puede ser insertado en un ordenamiento jurídico, sino que es siempre un don particular de Dios. Por esto la estructura de la Orden franciscana es más modesta, más realista, pero debe ayudar a los miembros a acercarse cada vez más a una existencia seráfica de puro amor. El pasado miércoles hablé sobre esta síntesis entre realismo sobrio y radicalidad evangélica en el pensamiento y en el actuar de san Buenaventura.

        2. San Buenaventura, sin embargo, encontró en los escritos del Pseudo-Dionisio otro elemento, para él aún más importante. Mientras para san Agustín el intellectus, el ver con la razón y el corazón, era la última categoría del conocimiento, el Pseudo-Dionisio da aún otro paso: en la subida hacia Dios se puede llegar a un punto en que la razón ya no ve más. Pero en la noche del intelecto el amor ve aún – ve lo que permanece inaccesible para la razón. El amor se extiende más allá de la razón, ve más, entra más profundamente en el misterio de Dios. San Buenaventura quedó fascinado por esta visión, que se encontraba con su espiritualidad franciscana. Precisamente en la noche oscura de la Cruz aparece toda la grandeza del amor divino; donde la razón ya no ve más, ve el amor. Las palabras conclusivas de su "Itinerario de la mente en Dios", en una lectura superficial, pueden parecer como la expresión exagerada de una devoción sin contenido; leídas, en cambio, a la luz de la teología de la Cruz de san Buenaventura, son una expresión límpida y realista de la espiritualidad franciscana: "Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (es decir, la subida hacia Dios), interroga a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al estudio de la letra;... no a la luz, sino al fuego que inflama y transporta todo en Dios” (VII, 6). Todo esto no es anti intelectual ni tampoco anti racional: supone el camino de la razón, pero lo trasciende en el amor de Cristo crucificado. Con esta transformación de la mística del Pseudo-Dionisio, san Buenaventura se coloca en los inicios de una gran corriente mística, que ha elevado y purificado mucho la mente humana: es un culmen en la historia del espíritu humano.

        Esta teología de la Cruz, nacida del encuentro entre la teología del Pseudo-Dionisio y la espiritualidad franciscana, no debe hacernos olvidar que san Buenaventura comparte con san Francisco de Asís también el amor por la creación, la alegría por la belleza de la creación de Dios. Cito sobre este punto una frase del primer capítulo del "Itinerario": "Aquel… que no ve los esplendores innumerables de las criaturas, está ciego; aquel que no se despierta por sus muchas voces, está sordo; quien no alaba a Dios por todas estas maravillas, está mudo; quien con tantos signos no se eleva al primer principio, es necio” (I, 15). Toda la creación habla en voz alta de Dios, del Dios bueno y bello; de su amor.

        Toda nuestra vida es por tanto para san Buenaventura un "itinerario", una peregrinación – una subida hacia Dios. Pero solo con nuestras fuerzas no podemos subir hacia la altura de Dios. Dios mismo debe ayudarnos, debe “subirnos”. Por eso es necesaria la oración. La oración – así dice el santo – es la madre y el origen de la elevación – sursum actio, acción que nos lleva a lo alto – dice Buenaventura. Concluyo por ello con la oración, con la que comienza su "Itinerario": "Oremos por tanto y digamos al Señor Dios nuestro: 'Condúceme, Señor, en tu camino y yo caminaré en tu verdad. Que mi corazón se alegre al temer tu nombre'” (I, 1).

 

Lorenzo de Brindisi y la Sagrada Escritura

(catequesis pronunciada el miércoles 23 de marzo de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

    Recuerdo aún con alegría la acogida festiva que se me reservó en 2008 en Brindisi, la ciudad que en 1559 vio nacer a un insigne doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindisi, nombre que Giulio Cesare Rossi asumió al entrar en la Orden de los Capuchinos. Desde la infancia fue atraído por la familia de san Francisco de Asís. De hecho, huérfano de padre a los siete años, fue confiado por la madre a los cuidados de los frailes Conventuales de su ciudad. Algunos años después, sin embargo, se trasladó con su madre a Venecia, y precisamente en el Véneto conoció a los Capuchinos, que en aquella época se habían puesto generosamente al servicio de toda la Iglesia, para incrementar la gran reforma espiritual promovida por el Concilio de Trento. En 1575 Lorenzo, con la profesión religiosa, se convirtió en fraile capuchino, y en 1582 fue ordenado sacerdote. Ya durante los estudios eclesiásticos mostró las eminentes cualidades intelectuales de las que había sido dotado. Aprendió fácilmente las lenguas antiguas, entre ellas el griego, el hebreo y el sirio, y las modernas como el francés y el alemán, que se unían al conocimiento de la lengua italiana y al de la latina, que en esa época se hablaba con fluidez entre los eclesiásticos y los hombres de cultura.

    Gracias al dominio de muchos idiomas, Lorenzo pudo llevar a cabo un intenso apostolado hacia diversas categorías de personas. Predicador eficaz, conocía de modo profundo no sólo la Biblia, sino también la literatura rabínica, que los propios Rabinos se quedaban asombrados y admirados, manifestándole estima y respeto. Teólogo versado en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia, era capaz de ilustrar de modo ejemplar la doctrina católica también a los cristianos que, sobre todo en Alemania, se habían adherido a la Reforma. Con su exposición clara y tranquila, mostraba el fundamento bíblico y patrístico de todos los artículos de fe puestos en discusión por Martín Lutero. Entre estos, la primacía de san Pedro y de sus sucesores, el origen divino del Episcopado, la justificación como transformación interior del hombre, la necesidad de las obras buenas para la salvación. El éxito que gozó Lorenzo nos ayuda a comprender que también hoy, llevando hacia adelante el diálogo ecuménico con tanta esperanza y la confrontación con las Sagradas Escrituras, leídas según la Tradición de la Iglesia, constituyen un elemento irrenunciable y de fundamental importancia, como he querido recordar en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (n.46).

    También los fieles más sencillos, no dotados de gran cultura, se beneficiaron de las palabras convincentes de Lorenzo, que se dirigía a la gente humilde para exhortar a todos a la coherencia de la propia vida con la fe profesada. Esto fue un gran mérito de los Capuchinos y de otras órdenes religiosas, que en los siglos XVI y XVII, contribuyeron a la renovación de la vida cristiana penetrando en profundidad en la sociedad con su testimonio de vida y sus enseñanzas. También hoy, la nueva evangelización necesita apóstoles bien preparados, con celo y valientes, para que la luz y la belleza del Evangelio prevalezcan sobre las tendencias culturales del relativismo ético y de la indiferencia religiosa, y transformen los distintos modos de pensar y de actuar en un auténtico humanismo cristiano. Es sorprendente que san Lorenzo de Brindisi pudiera desarrollar ininterrumpidamente esta actividad de apreciado e infatigable predicador en muchas ciudades de Italia y en distintos países, no obstante realizara encargos importantes y de gran responsabilidad. Dentro de la Orden de los Capuchinos, de hecho, fue profesor de teología, maestro de novicios, muchas veces ministro provincial y consejero general y, finalmente ministro general del 1602 al 1605.

    En medio de tantos trabajos, Lorenzo cultivó una vida espiritual de fervor excepcional, dedicando mucho tiempo a la oración y de modo especial a la celebración de la Santa Misa, que a menudo conllevaba horas, entendiendo y conmoviéndose con el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

    En la escuela de los santos, todo presbítero, como ha menudo se ha subrayado durante el reciente Año Sacerdotal, puede evitar el peligro del activismo, de actuar, es decir, olvidando las motivaciones profundas del ministerio, solamente si cuida su propia vida interior. Hablando a los sacerdotes y a los seminaristas en la catedral de Brindisi, ciudad natal de san Lorenzo, he recordado que “el momento de la oración es el más importante en la vida del sacerdote, es en el que actúa con más eficacia la gracia divina, fecundando su ministerio. Rezar es el primer servicio que hay que ofrecer a la comunidad. Y por esto, los momentos de oración deben tener en nuestra vida una verdadera prioridad.. Si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada a los demás. Por esto Dios es la primera prioridad. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor”. Por lo demás, con el ardor inconfundible de su estilo, Lorenzo exhorta a todos, no sólo a los sacerdotes, a cultivar la vida de oración porque por medio de esta nosotros hablamos a Dios y Dios nos habla a nosotros: “¡Oh, si tuviésemos en cuenta esta realidad! -exclama- Es decir que Dios está de verdad presente ante nosotros cuando le hablamos rezando; que escucha verdaderamente nuestra oración, cuando le rezamos con el corazón y con la mente. Y no sólo está presente y nos escucha, sino que puede y desea contestar voluntariamente y con máximo placer nuestras preguntas”.

    Otro detalle que caracteriza la obra de este hijo de san Francisco es su actuación por la paz. Sea los Sumos Pontífices que los príncipes católicos le confiaron repetidamente importantes misiones diplomáticas para dirimir controversias y favorecer la concordia entre los Estados Europeos, amenazados en aquel tiempo por el Imperio otomano. La autoridad moral que tenía lo hacía ser considerado consejero solicitado y escuchado. Hoy, como en los tiempos de San Lorenzo, el mundo tiene necesidad de hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. Todos los que creen en Dios deben ser siempre fuentes y constructores de paz. Fue en ocasión de una de estas misiones diplomáticas cuando Lorenzo terminó su vida terrena, en 1619 en Lisboa, donde había ido a encontrarse con el rey de España, Felipe III, para defender la causa de sus súbditos napolitanos acosados por las autoridades locales.

    Fue canonizado en 1881 y, con motivo de su vigorosa e intensa actividad, de su amplia y armoniosa ciencia, mereció el título de Doctor apostolicus, “Doctor apostólico”, de parte del Beato Papa Juan XXIII en 1959, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento. Tal reconocimiento fue concedido a Lorenzo de Brindisi, también, porque fue autor de numerosas obras de exégesis bíblica, de teología y de escritos destinados a la predicación. En estos ofrece una exposición sistemática de la historia de la salvación, centrada en el misterio de la Encarnación, la más grande manifestación del amor divino por los hombres. Además, siendo un mariólogo de gran valor, autor de un compendio de sermones sobre Nuestra Señora llamado “Mariale”, pone en evidencia el papel único de la Virgen María, de la que afirma con claridad la Inmaculada Concepción y la cooperación en la obra de redención cumplida en Cristo.

    Con fina sensibilidad teológica, Lorenzo de Brindisi también puso de relieve la acción del Espíritu Santo en la existencia del creyente, Nos recuerda que con sus dones, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ilumina y ayuda en nuestro compromiso de vivir con alegría el mensaje del Evangelio. “El Espíritu Santo -escribe San Lorenzo- vuelve dulce el yugo de la ley divina y ligero su peso, de manera que sigamos los mandamientos de Dios con gran facilidad, incluso con complacencia”.

    Quisiera completar esta breve presentación de la vida y de la doctrina de San Lorenzo de Brindisi, destacando que toda su actividad fue inspirada por un gran amor a las Sagradas Escrituras, que sabía ampliamente de memoria, y por la convicción de que la escucha y la acogida de la Palabra de Dios produce una transformación interior que nos conduce a la santidad. “La Palabra del Señor -afirmó- es luz del intelecto y fuego para la voluntad, para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Para el hombre interior, que por medio de la gracia vive del Espíritu Santo, es pan y agua, pero pan dulce como la miel y agua mejor que el vino y la leche... Es un martillo contra un corazón duramente obstinado en los vicios. Es una espada contra la carne, el mundo y el demonio, para destruir todo pecado”. San Lorenzo de Brindisi nos enseña a amar las Sagradas Escrituras, a crecer en la familiaridad con ella, a cultivar cotidianamente la relación de amistad con el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, toda nuestra actividad tenga en Él su comienzo y su cumplimento. Esta es la fuente a la que acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y sea capaz de conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios.

 

 

 

san Francisco de Sales, modelo de humanismo cristiano

Anticipó la visión conciliar sobre la santificación de los laicos en la vida cotidiana

(catequesis pronunciada el miércoles 2 de marzo de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

    "Dieu est le Dieu du coeur humain" [Dios es el Dios del corazón humano] (Tratado del Amor de Dios, I, XV): con estas palabras aparentemente sencillas cogemos la esencia de la espiritualidad de un gran maestro, del que quisiera hablaros hoy, san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia.

    Nacido en 1567 en una región francesa fronteriza, era hijo del Señor de Boisy, de una antigua y noble familia de Saboya. Vivió a caballo entre dos siglos, el s. XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia el absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación fue muy completa; en París hizo los estudios superiores, dedicándose también a la teología, y en la universidad de Padua, los estudios de jurisprudencia, como deseaba su padre, concluyó de forma brillante, con un doctorado en utroque iure, derecho canónico y derecho civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento de san Agustín y santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo indujo a interrogarse sobre su propia salvación eterna y sobre la predestinación de Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como drama espiritual verdadero las principales cuestiones teológicas de su tiempo.

    Oraba intensamente, pero la duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas casi ni comió ni bebió. Al final de la prueba, fue a la iglesia de los Dominicanos en París, y abriendo su corazón rezó de esta manera: “Cualquier cosa que suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor […] te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu alabanza... Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos” (I Proc. Canon., vol I, art 4).

    El veinteañero Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de cuanto me da o no me da. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación -sobre la que se discutía hacia tiempo- se resolvió, porque él no buscaba más lo que podía obtener de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a Su bondad. Este fue el secreto de su vida, que aparecerá en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.

    Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió en el obispo de Ginebra, en un periodo en el que la ciudad era el bastión del Calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba “en exilio” en Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en una enclave de montaña del que conocía bien tanto la dureza como la belleza, escribió: "Me encontré con Él [Dios] lleno de dulzura y ternura entre nuestras altas y ásperas montañas, donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda verdad y sinceridad; el corzo y el rebeco corrían de aquí a allá entre los hielos espantoso para anunciar su alabanza”, (Carta a la madre de Chantal, octubre de 1606, en Oeuvres, éd. Mackey, t. XIII, p. 223). Y sin embargo, la influencia de su vida y de su enseñanza en la Europa de la época fue inmensa. Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido a cumplir los ideales del Concilio de Trento, implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más, más allá del necesario enfrentamiento teológico, la eficacia de la relación personal y de la caridad; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de deberes sociales de mediación y reconciliación. Pero sobre todo, san Francisco de Sales es un pastor de almas: del encuentro con una mujer joven, la señora de Charmoisy, se inspirará para escribir uno de los libros más leídos de la edad moderna, la Introducción a la vida devota; de su profunda comunión espiritual con una personalidad de excepción, santa Juana Francisca de Chantal, nacerá una nueva familia religiosa, la orden de la Visitación, caracterizada -como quiso el santo- por una consagración total a Dios vivida en la sencillez y la humildad, en el hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias: “...quiero que mis Hijas -escribió- no tengan otro ideal que el de glorificar [Nuestro Señor] con su humildad” (Carta a mons. De Marquemond, junio de 1615). Murió en 1622, a los cincuenta y cinco años, tras una existencia marcada por la dureza de los tiempos y por el cansancio apostólico.

    La de san Francisco de Sales fue una vida relativamente breve, pero vivida con gran intensidad. De la figura de este santo emana una impresión de extraña plenitud, demostrada con la serenidad de su búsqueda intelectual, también en la riqueza de sus afectos, en la “dulzura” de sus enseñanzas que han tenido gran influencia en la conciencia cristiana. De la palabra “humanidad”, él ha encarnado distintas acepciones que, hoy como ayer, este término puede asumir cultura, cortesía, libertad y ternura, nobleza y solidaridad. En su aspecto tenía algo de la majestad del paisaje en el que vivió, conservando también la sencillez y la naturaleza. Las antiguas palabras y las imágenes con la que se expresaba se oyen inesperadamente, también el el oído del hombre actual como una lengua nativa y familiar.

    A Filotea, destinataria ideal de su   (1607), Francisco de Sales dirige una invitación que podía parecer, en la época, revolucionario. Es la invitación a ser completamente de Dios, viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado “Mi intención es la de instruir a aquellos que viven en la ciudad, en estado civil, en el tribunal […] ”. (Prefacio a la Introducción de la vida devota”). El Documento con el que el Papa León XIII, más de dos siglos después, lo proclamó Doctor de la Iglesia insistirá en esta ampliación de la llamada a la perfección, a la santidad. En él escribió: [la verdadera piedad] penetra hasta el trono de los reyes, en la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores […]” (Breve Dives in misericordia, 16 noviembre de1877). Nacía así la llamada a los laicos, ese cuidado por la consagración de las cosas temporales y por la santificación de lo cotidiano sobre la que insistirán el Concilio Vaticano II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y oración, entre condición secular y búsqueda de la perfección, con la ayuda de la Gracia de Dios que empapa lo humano y, sin destruirlo, lo purifica, alzándolo a las alturas divinas. A Teorimo, el cristiano adulto, espiritualmente maduro, al que dirigirá algunos años más tarde su Tratado del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección más compleja. Esta supone, el inicio, una precisa visión del ser humano, una antropología: la “razón” del hombre, incluso el “alma razonable”, es vista allí como una arquitectura armónica, un templo articulado en más espacios, alrededor de un centro, que él llama, junto con los grandes místicos, “cima”, “punta” del espíritu, o “fondo” del alma. Es el punto en el que la razón, recorridas todas las fases, “cierra los ojos” y el conocimiento se hace uno con el amor (cfr libro I, cap. XII). Que el amor, en su dimensión teologal, divina, sea la razón de ser de todas las cosas, en una escala ascendente que no parece conocer roturas o abismos, san Francisco de Sales lo ha resumido con una famosa frase: “El hombre es la perfección del universo, el espíritu es la perfección del hombre, el amor es la del espíritu, y la caridad es la del amor” (ibid., libro X, cap. I).

    En un tiempo de florecimiento místico intenso, el Tratado del amor de Dios es una verdadera y propia  summa, y a la vez una fascinante obra literaria. Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la “inclinación natural” (ibid., libro I, cap. XVI), inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador, de amar a Dios sobre todas las cosas. Según el modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales habla de la unión entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de relaciones interpersonales. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene características maternas y de nodriza, es el sol del que la noche es misteriosa revelación. Un tipo de Dios que atrae hacia sí al hombre con vínculos de amor, es decir de verdadera libertad: “ya que el amor no fuerza ni tiene esclavos, sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia con una fuerza así deliciosa que, si nada es fuerte como el amor, nada es amable como su fuerza” (ibid., libro I, cap. VI). Encontramos en el Tratado de nuestro Santo, una meditación profunda sobre la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir, para vivir (cfr ibid., libro IX, cap. XIII) en el completo abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino que también a lo que Él le gusta, a su "bon plaisir", a su beneplácito (cfr ibid., libro IX, cap. I).En la cumbre de la unión con Dios, además de los secuestros del éxtasis contemplativo, se coloca ese rebrotar de la caridad concreta, que está atenta a todas las necesidades de los demás y que el llama “éxtasis de la vida y de las obras” (ibid., libro VII, cap. VI).

    Se advierte bien, leyendo el libro sobre el amor de Dios y aún más en las cartas de dirección y amistad espirituales, que gran conocedor del corazón humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana de Chantal, a la que escribe: “[...] Esta es la regla de nuestra obediencia que os escribo con letras grandes: HACER TODO POR AMOR, NADA POR LA FUERZA -AMAR MÁS LA OBEDIENCIA QUE TEMER LA DESOBEDIENCIA. Os dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, que esta es la libertad del mundo, sino la que excluye la violencia, el ansia y el escrúpulo” (Carta del 14 de octubre de 1604). No por nada, en el origen de muchas vías de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos las huellas de este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni la heroica “pequeña vía” de santa Teresa de Lisieux.

    Queridos hermanos y hermanas, en un tiempo como el nuestro que busca la libertad, también con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad de este gran maestro de espiritualidad y de paz, que consigna a sus discípulos el “espíritu de libertad”, la verdadera, como culmen de una enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del amor. San Francisco de Sales es un testimonio ejemplar del humanismo cristiano, con su estilo familiar, con parábolas que tienen a menudo batir de alas de la poesía, recuerda que el hombre lleva inscrito en lo más profundo de su ser la nostalgia de Dios y que sólo en Él se encuentra la verdadera alegría y su realización más plena.

 

san Roberto Bellarmino y la conversión

(catequesis pronunciada el miércoles 23 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    San Roberto Belarmino, del cual deseo hablaros hoy, nos lleva con la memoria al tiempo de la dolorosa escisión de la cristiandad occidental, cuando un grave crisis política y religiosa provocó el distanciamiento de naciones enteras de la Sede Apostólica

    Nació el 4 de octubre de 1542, en Montepulciano, cerca de Siena, era sobrino, por parte de madre, del papa Marcelo II. Tuvo una excelente formación humanística antes de entrar en la Compañía de Jesús el 20 de septiembre de 1560. Los estudios de filosofía y teología, que realizó entre el Colegio Romano, Padua y Lovaina, centrados en santo Tomás y en los Padres de la Iglesia, fueron decisivos para su orientación teológica. Ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1570, fue, durante algunos años, profesor de teología en Lovaina.

    Sucesivamente, llamado a Roma como profesor en el Colegio Romano, le fue confiada la cátedra de “Apologética”; en la década en la que desempeñó tal encargo (1576-1586), elaboró un curso de lecciones recogidas después en el Controversia, obra súbito célebre por la claridad y la riqueza de contenidos y por el corte prevalentemente histórico. Había terminado hacía poco tiempo el Concilio de Trento y para la Iglesia Católica era necesario reforzar y confirmar su propia identidad también respecto a la Reforma protestantes. La acción de Belarmino se insertó en este contexto. Desde el 1588 al 1594 fue, primero, padre espiritual de los estudiantes jesuitas del Colegio Romano, entre los cuales conoció y dirigió a san Luis Gonzaga, después superior religioso. El Papa Clemente VII lo nombró teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio y rector del Colegio de Confesores de la Basílica de San Pedro. Del 1597 al 1598 escribe su catecismo, Dottrina cristiana breve, que fue su trabajo más famoso.

    El 3 de marzo de 1599 fue nombrado cardenal por el Papa Clemente VIII y, el 18 de marzo de 1602, fue nombrado arzobispo de Capua. Recibió la ordenación episcopal el 21 de abril del mismo año. En los tres años en los que fue obispo diocesano, se distinguió por el celo con que predicaba en la catedral, por la visita que realizaba semanalmente en las parroquias, por los tres Sínodos diocesanos y un Concilio provincial al que dio vida. Después de haber participado en los cónclaves que eligieron a los Papas León XI y Pablo V, fue llamado a Roma, donde formó parte de las Congregaciones del Santo Oficio, del Índice, de los Ritos, de los Obispos y de la Propagación de la Fe. Tuvo también encargos diplomáticos, en la República de Venecia e Inglaterra, defendiendo los derechos de la Sede Apostólica. En sus últimos años compuso varios libros de espiritualidad, en los cuales condensó el fruto de sus ejercicios espirituales anuales. De la lectura de los mismos el pueblo cristiano obtiene, todavía hoy, gran edificación. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923, lo canonizó en 1930 y lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1931.

    San Roberto Belarmino tuvo un papel importante en la Iglesia en las últimas décadas del siglo XVI y de los primeros años del siglo sucesivo. Sus Controversiae constituyeron un punto de referencia, todavía válido, para la eclesiología católica sobre las cuestiones acerca de la Revelación, la naturaleza de la Iglesia, los Sacramentos y la antropología teológica. En estos se acentúa el aspecto institucional de la Iglesia, con motivo de los errores que circulaban sobre tales cuestiones. Incluso Belarmino aclaró los aspectos invisibles de la Iglesia como el Cuerpo Místico y lo ilustró con la analogía del cuerpo y del alma, con el fin de describir la relación entre las riquezas internas de la Iglesia y los aspectos exteriores que la vuelven perceptible. En esta obra monumental, que intenta sistematizar las varias controversias teológicas de la época, él evita todo corte polémico y agresivo respecto a las ideas de la Reforma, y usa los argumentos de la razón y de la Tradición de la Iglesia e ilustra de un modo claro y eficaz la doctrina católica

    Sin embargo, su legado se encuentra en la forma en la que concibió su trabajo. Los tediosos oficios de gobierno no le impidieron, de hecho, caminar hacia la santidad con la fidelidad a las exigencias de su propio estado de religioso, sacerdote y obispo. De esta fidelidad surge su compromiso con la predicación. Siendo, como sacerdote y obispo, antes que nada un pastor de almas, sintió el deber de predicar asiduamente. Hay centenares de sermones -las homilías- realizadas en Flandes, en Roma, en Nápoles y en Capua con ocasión de las celebraciones litúrgicas. No menos abundantes son sus expositiones y las explanationes a los párrocos, a las religiosas, a los estudiantes del Colegio Romano, que a menudo hablan de la Sagrada Escritura especialmente de las Epístolas de san Pablo. Su predicación y sus catequesis tienen este mismo carácter de sencillez que obtuvo de la educación jesuita, toda dirigida concentrar las fuerzas del alma en Jesús, profundamente conocido, amado e imitado.

    En los escritos de este hombre de gobierno se advierte de modo claro, incluso en la reserva en la que esconde sus sentimientos, la primacía que asigna a las enseñanzas de Cristo. San Belarmino ofrece de esta manera un modelo de oración, alma de toda actividad: una oración que escucha la Palabra del Señor, que se colma con la contemplación de la grandeza, que no se encierra en sí misma, que se alegra de abandonarse a Dios. Un signo distintivo de la espiritualidad del Belarmino y la percepción viva y personal de la inmensa bondad de Dios, por el que nuestro Santo se sentía verdaderamente hijo amado por Dios y era fuente de gran alegría el recogerse, con serenidad y sencillez, en la oración, en la contemplación de Dios. En su libro De ascensione mentis in Deum -Elevación de la mente a Dios- compuesto sobre la estructura del Itinerarium de san Buenaventura, exclama: “Oh alma, tu ejemplo es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, esplendor que supera el de la luna y del sol. Alza los ojos a Dios en el que se encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del cual, como desde una fuente de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las cosas. Por tanto debes concluir: quien encuentra a Dios encuentra todas las cosas, quien pierde a Dios pierde todo”.

    En este texto se oye el eco de la célebre contemplatio ad amorem obtineundum- contemplación para obtener el amor- de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. El Belarmino, que vivió en la fastuosa y a menudo malsana sociedad de los últimos años del siglo XVI y la primera del siglo XVII, de esta contemplación recoge aplicaciones prácticas y proyecta la situación de la Iglesia de su tiempo con animosa inspiración pastoral. En el libro De arte bene moriendi -el arte de morir bien- por ejemplo, indica como norma segura del buen vivir y también del buen morir, el meditar a menudo y seriamente que se deberá rendir cuentas a Dios de las propias acciones y del propio modo de vivir, y evitar la acumulación de riquezas en esta tierra, sino de vivir sencillamente y con caridad para acumular bienes en el cielo. En el libro De gemitu columbae -El gemido de la paloma, donde la paloma representa a la Iglesia- exhorta con fuerza al clero y a todos los fieles a una reforma personal y concreta de la propia vida siguiendo lo que enseñan las Escrituras y los Santos, entre los cuales cita en particular a san Gregorio Nacianceno, san Juan Crisóstomo, san Jerónimo y san Agustín, además de los grandes fundadores de órdenes religiosas como san Benito, santo Domingo y san Francisco. Belarmino enseña con gran claridad y con el ejemplo de su propia vida que no puede haber una verdadera reforma de la Iglesia si primero no se da nuestra reforma personal y la conversión de nuestro corazón.

        En los Ejercicios espirituales de san Ignacio, Belarmino daba consejos para comunicar de un modo profunda, también a los más sencillos, la belleza de los misterios de la fe. Escribió “Si tienes sabiduría, comprendes que has sido creado para la gloria de Dios y para tu salvación eterna. Esta es tu finalidad, este es el centro de tu alma, este es el tesoro de tu corazón. Por esto, considera bueno para ti, lo que te conduce a esta finalidad, verdadero mal lo que no lo hace. Sucesos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad, honores y ultrajes, vida y muerte, el sabio no debe ni buscarlos ni evitarlos por sí mismo. Son buenos y deseables solo si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son malos y evitables si la obstaculizan” (De ascensione mentis in Deum, grad. 1).

        Estas, obviamente no son palabras pasadas de moda, sino palabras para meditar largamente hoy por nosotros para orientar nuestro camino sobre esta tierra. Nos recuerdan que el fin de nuestra vida es el Señor, el Dios que se ha revelado en Jesucristo, en el cual Él continua llamándonos y prometiéndonos la comunión con Él. Nos recuerdan la importancia de confiar en el Señor, de vivir una vida fiel al Evangelio, de aceptar e iluminar con la fe y con la oración toda circunstancia y toda acción de nuestra vida, siempre deseosos de la unión con Él. Gracias.

 

 

san Juan de la Cruz, el “Doctor místico”

(catequesis pronunciada el miércoles 16 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hace dos semanas presenté la figura de la gran mística española Teresa de Jesús. Hoy quisiera hablar de otro importante santo de esas tierras, amigo espiritual de santa Teresa, reformador, junto a ella, de la familia religiosa carmelita: san Juan de la Cruz, proclamado Doctor de la Iglesia por el papa Pío XI, en 1926, y al que la tradición puso el sobrenombre de Doctor mysticus, “Doctor místico”.

    Juan de la Cruz nació en 1542 en la pequeña villa de Fontiveros, cerca de Ávila, en Castilla la Vieja, hijo de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez. La familia era paupérrima, porque el padre, de noble origen toledano, había sido expulsado de casa y desheredado por haberse casado con Catalina, una humilde tejedora de seda. Huérfano de padre a tierna edad, Juan, a los nueve años, se trasladó, con la madre y el hermano Francisco, a Medina del Campo, cerca de Valladolid, centro comercial y cultural. Aquí asistió al Colegio de los Doctrinos, llevando a cabo también trabajos humildes para las monjas de la iglesia-convento de la Magdalena. Posteriormente, dadas sus cualidades humanas y sus resultados en los estudios. Fue admitido primero como enfermero en el Hospital de la Concepción, y después en el Colegio de los Jesuitas, apenas fundado en Medina del Campo: en él entró Juan a los dieciocho años y estudió durante tres años ciencias humanas, retórica y lenguas clásicas. Al final de su formación, tenía muy clara su propia vocación: la vida religiosa y, entre las muchas órdenes presentes en Medina, se sintió llamado al Carmelo.

    En el verano de 1563 inició el noviciado entre los Carmelitas de la ciudad, asumiendo el nombre religioso de Matías. Al año siguiente fue destinado a la prestigiosa Universidad de Salamanca, donde estudió por un trienio filosofía y artes. En 1567 fue ordenado sacerdote y volvió a Medina del Campo para celebrar su Primera Misa rodeado del afecto de sus familiares. Precisamente aquí tuvo lugar el primer encuentro entre Juan y Teresa de Jesús. El encuentro fue decisivo para ambos: Teresa le expuso su plan de reforma del Carmelo también en la rama masculina, y propuso a Juan que se adhiriera a él “para mayor gloria de Dios”; el joven sacerdote quedó fascinado por las ideas de Teresa, hasta el punto de convertirse en un gran apoyo del proyecto. Los dos trabajaron juntos algunos meses, compartiendo ideales y propuestas para inaugurar lo antes posible la primera casa de Carmelitas descalzos: la apertura tuvo lugar el 28 de diciembre de 1568 en Duruelo, lugar solitario de la provincia de Ávila. Con Juan, formaban esta primera comunidad masculina otros tres compañeros. Al renovar su profesión religiosa según la Regla primitiva. Los cuatro adoptaron un nuevo nombre: Juan se llamó entonces “de la Cruz”, nombre con el que será después universalmente conocido. A finales de 1572, a petición de santa Teresa, se convirtió en confesor y vicario del monasterio de la Encarnación de Ávila, donde la Santa era priora. Fueron años de estrecha colaboración y amistad espiritual, que enriqueció a ambos. A aquel periodo se remontan también las más importantes obras teresianas y los primeros escritos de Juan.

    La adhesión a la reforma carmelita no fue fácil y le costó a Juan incluso graves sufrimientos. El episodio más dramático fue, en 1577, su apresamiento y su encarcelamiento en el convento de los Carmelitas de la Antigua Observancia de Toledo, a raíz de una acusación injusta. El santo permaneció en prisión durante seis meses, sometido a privaciones y constricciones físicas y morales. Aquí compuso, junto con otras poesías, el célebre "Cántico espiritual". Finalmente, en la noche entre el 16 y el 17 de agosto de 1578, consiguió huir de forma aventurada, refugiándose en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de la ciudad. Santa Teresa y sus compañeros reformados celebraron con inmensa alegría su liberación y, tras un breve tiempo para recuperar las fuerzas, Juan fue destinado a Andalucía, donde transcurrió diez años en varios conventos, especialmente en Granada. Asumió cargos cada vez más importantes en la Orden, hasta llegar a ser Vicario Provincial, y completó la redacción de sus tratados espirituales. Después volvió a su tierra natal, como miembro del gobierno general de la familia religiosa teresiana, que gozaba ya de plena autonomía jurídica. Vivió en el Carmelo de Segovia, desempeñando el cargo de superior de esa comunidad. En 1591 fue quitado de toda responsabilidad y destinado a la nueva Provincia religiosa de México. Mientras se preparaba para el largo viaje con otros diez compañeros, se retiró a un convento solitario cerca de Jaén, donde enfermó gravemente. Juan afrontó con ejemplar serenidad y paciencia enormes sufrimientos. Murió en la noche entre el 13 y el 14 de diciembre de 1591, mientras sus hermanos recitaban el Oficio matutino. Se despidió de ellos diciendo: “Hoy voy a cantar el Oficio en el cielo”. Sus restos mortales fueron trasladados a Segovia. Fue beatificado por Clemente X en 1675 y canonizado por Benedicto XIII en 1726.

    Juan es considerado uno de los más importantes poetas líricos de la literatura española. Sus obras mayores son cuatro: Subida al Monte Carmelo, Noche oscura, Cántico espiritual y Llama de amor viva.

    En el Cántico espiritual, san Juan presenta el camino de purificación del alma, es decir, la progresiva posesión gozosa de Dios, hasta que el alma llega a sentir que ama a Dios con el mismo amor con que es amada por Él. La Llama de amor viva prosigue en esta perspectiva, describiendo más en detalle el estado de unión transformadora con Dios. El ejemplo utilizado por Juan es siempre el del fuego: como el fuego cuanto más arde y consume el leño, tanto más se hace incandescente hasta convertirse en llama, así el Espíritu Santo, que durante la noche oscura purifica y "limpia" el alma, con el tiempo la ilumina y la calienta como si fuese una llama. La vida del alma es una continua fiesta del Espíritu Santo, que deja entrever la gloria de la unión con Dios en la eternidad.

    La Subida al Monte Carmelo presenta el itinerario espiritual desde el punto de vista de la purificación progresiva del alma, necesaria para escalar la cumbre de la perfección cristiana, simbolizada por la cima del Monte Carmelo. Esta purificación es propuesta como un camino que el hombre emprende, colaborando con la acción divina, para liberar el alma de todo apego o afecto contrario a la voluntad de Dios. La purificación, que para llegar a la unión de amor con Dios debe ser total, comienza desde la de la vía de los sentidos y prosigue con la que se obtiene por medio de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que purifican la intención, la memoria y la voluntad. La “Noche oscura" describe el aspecto “pasivo”, es decir, la intervención de Dios en el proceso de “purificación” del alma. El esfuerzo humano, de hecho, es incapaz por sí solo de llegar hasta las raíces profundas de las inclinaciones y de las malas costumbres de la persona: las puede frenar, pero no desarraigarlas totalmente. Para hacerlo, es necesaria la acción especial de Dios que purifica radicalmente el espíritu y lo dispone a la unión de amor con Él. San Juan define "pasiva" esta purificación, precisamente porque, aun aceptada por el alma, es realizada por la acción misteriosa del Espíritu Santo que, como llama de fuego, consume toda impureza. En este estado, el alma es sometida a todo tipo de pruebas, como si se encontrase en una noche oscura.

    Estas indicaciones sobre las obras principales del Santo nos ayudan a acercarnos a los puntos sobresalientes de su vasta y profunda doctrina mística, cuyo objetivo es describir un camino seguro para llegar a la santidad, el estado de perfección al que Dios nos llama a todos nosotros. Según Juan de la Cruz, todo lo que existe, creado por Dios, es bueno. A través de las criaturas, podemos llegar al descubrimiento de Aquel que nos ha dejado en ellas su huella. La fe, con todo, es la única fuente dada al hombre para conocer a Dios tal como es Él en sí mismo, como Dios Uno y Trino. Todo lo que Dios quería comunicar al hombre, lo dijo en Jesucristo, su Palabra hecha carne. Él, Jesucristo, es el único y definitivo camino al Padre (cfr Jn 14,6). Cualquier cosa creada no es nada comparada con Dios y nada vale fuera de Él: en consecuencia, para llegar al amor perfecto de Dios, cualquier otro amor debe conformarse en Cristo al amor divino. De aquí deriva la insistencia de san Juan de la Cruz en la necesidad de la purificación y del vaciamiento interior para transformarse en Dios, que es la única meta de la perfección. Esta “purificación” no consiste en la simple falta física de las cosas o de su uso; lo que hace al alma pura y libre, en cambio, es eliminar toda dependencia desordenada de las cosas. Todo debe colocarse en Dios como centro y fin de la vida. El largo y fatigoso proceso de purificación exige el esfuerzo personal, pero el verdadero protagonista es Dios: todo lo que el hombre puede hacer es “disponerse”, estar abierto a la acción divina y no ponerle obstáculos. Viviendo las virtudes teologales, el hombre se eleva y da valor a su propio empeño. El ritmo de crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad va al mismo paso que la obra de purificación y con la progresiva unión con Dios hasta transformarse en Él. Cuando se llega a esta meta, el alma se sumerge en la misma vida trinitaria, de forma que san Juan afirma que ésta llega a amar a Dios con el mismo amor con que Él la ama, porque la ama en el Espíritu Santo. De ahí que el Doctor Místico sostenga que no existe verdadera unión de amor con Dios si no culmina en la unión trinitaria. En este estado supremo el alma santa lo conoce todo en Dios y ya no debe pasar a través de las criaturas para llegar a Él. El alma se siente ya inundada por el amor divino y se alegra completamente en él.

    Queridos hermanos y hermanas, al final queda la cuestión: este santo con su alta mística, con este arduo camino hacia la cima de la perfección, ¿tiene algo que decirnos a nosotros, al cristiano normal que vive en las circunstancias de esta vida de hoy, o es un ejemplo, un modelo solo para pocas almas elegidas que pueden realmente emprender este camino de la purificación, de la ascensión mística? Para encontrar la respuesta debemos ante todo tener presente que la vida de san Juan de la Cruz no fue un “vuelo por las nubes místicas”, sino que fue una vida muy dura, muy práctica y concreta, tanto como reformador de la orden, donde encontró muchas oposiciones, como de superior provincial, como en la cárcel de sus hermanos de religión, donde estuvo expuesto a insultos increíbles y malos tratos físicos. Fue una vida dura, pero precisamente en los meses pasados en la cárcel escribió una de sus obras más bellas. Y así podemos comprender que el camino con Cristo, el ir con Cristo, "el Camino", no es un peso añadido a la ya suficientemente dura carga de nuestra vida, no es algo que haría aún más pesada esta carga, sino algo completamente distinto, es una luz, una fuerza que nos ayuda a llevar esta carga. Si un hombre tiene en sí un gran amor, este amor casi le da alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida, porque lleva en sí esta gran luz; esta es la fe: ser amado por Dios y dejarse amar por Dios en Cristo Jesús. Este dejarse amar es la luz que nos ayuda a llevar la carga de cada día. Y la santidad no es obra nuestra, muy difícil, sino que es precisamente esta “apertura”: abrir las ventanas de nuestra alma para que la luz de Dios pueda entrar, no olvidar a Dios porque precisamente en la apertura a su luz se encuentra fuerza, se encuentra la alegría de los redimidos. Oremos al Señor para que nos ayude a encontrar esta santidad, a dejarnos amar por Dios, que es la vocación de todos nosotros y la verdadera redención. Gracias.

 

la docta mansedumbre de san Pedro Canisio

(catequesis pronunciada el miércoles 9 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

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    Hoy querría hablaros de san Pedro Kanis, Canisio en la forma latina de su apellido, una figura muy importante en el s.XVI católico. Nació el 8 de mayo de 1521 en Nimega Holanda. Su padre era el alcalde de la ciudad. Mientras estudiaba en la Universidad de Colonia, frecuentó a los monjes cartujos de santa Bárbara, un centro propulsor de la vida católica, y a otros hombres píos que cultivaban la espiritualidad llamada devotio moderna. Entró en la Compañía de Jesús el 8 de mayo de 1543 en Maguncia (Renania-Palatinado), después de haber seguido un curso de ejercicios espirituales bajo la supervisión del beato Pierre Favre, Petrus Faber, uno de los primeros compañeros de san Ignacio de Loyola. Se ordenó sacerdote en junio de 1546 en Colonia, y al año siguiente, estuvo presente en el Concilio de Trento como teólogo del obispo de Austria, cardenal Otto Truchsess von Waldburg, donde colaboró con dos hermanos, Diego Laínez e Alfonso Salmerón.

    En 1548, san Ignacio le hizo completar su formación espiritual en Roma y lo envió después al Colegio de Messina a ejercitarse en humildes servicios domésticos. Consiguió en Bolonia el doctorado en teología el 4 de octubre de 1549, y después fue enviado al apostolado a Alemania por san Ignacio. El 2 de septiembre de ese año, el 1549, visitó al Papa Pablo III en Castelgandolfo y después de esto fue a la Basílica de San Pedro a orar. Allí imploró la ayuda de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, para que diesen una eficacia permanente a la Bendición Apostólica, con miras a su gran destino, la nueva misión. En su diario, escribió algunas palabras de la oración que realizó: “Allí he sentido que un gran consuelo y la presencia de la gracia me eran concedidas por medio de estos intercesores (Pedro y Pablo). Ellos confirmaban mi misión en Alemania y parecían transmitirme, como apóstol de Alemania, el apoyo de su benevolencia. Tú conoces Señor, de que manera y cuantas veces en ese mismo día me has confiado Alemania, a la que luego cuidaré y por la cual deseo vivir y morir”.

    Debemos tener presente que nos encontramos en el tiempo de la Reforma luterana, en el momento en que la fe católica en los países de lengua germánica, ante la fascinación de la Reforma, parecía que se apagaba. Era un deber casi imposible el de Canisio, encargado de revitalizar, de renovar la fe católica en los países germanos. Sólo era posible con la fuerza de la oración. Era posible solo desde la base, es decir desde una amistad profunda con Jesucristo; amistad con Cristo en su Cuerpo, la Iglesia, que se alimenta en la Eucaristía, Su presencia real.

    Siguiendo la misión recibida de Ignacio y del Papa Pablo III, Canisio partió hacia Alemania y partió antes que nada hacia el Ducado de Baviera, que durante muchos años fue sede de su ministerio. Como decano, rector y vicecanciller de la Universidad de Ingolstadt, cuidó la vida académica del Instituto y de la reforma religiosa y moral del pueblo. En Viena, donde por un breve tiempo fue administrador de la Diócesis, desarrolló el ministerio pastoral en los hospitales y las cárceles, sea en la ciudad como en el campo, y preparó la publicación de su Catecismo. En 1556 fundó el Colegio de Praga y hasta el 1569, fue el primer superior de la provincia jesuita de la Alemania Superior.

    Entre estas tareas, estableció en los países germánicos una densa red de comunidades de su Orden, especialmente de Colegios, que fueron puntos de partida para la reforma católica, para la renovación de la fe católica. En este tiempo participó también en el Coloquio de Worms con los dirigentes protestantes, entre los que estaba Felipe Melantchon (1557); ejerció la función de Nuncio Pontificio en Polonia (1558; participó en las dos Dietas de Augusta (1559 y 1565); acompañó al cardenal Estanislao Hozjusz, enviado del Papa al Emperador Fernando (1560); interviene en la Sesión Final del Concilio de Trento, donde habló sobre la cuestión de la Comunión bajo las dos especies y sobre el Índice de Libros Prohibidos (1562).

    En 1580 se retiró a Friburgo en Suiza, dedicado totalmente a la predicación y a la composición de sus obras, allí murió el 21 de diciembre de 1597. Beatificado por el beato Pío IX en 1864, fue proclamado en 1897 segundo Apóstol de Alemania por el Papa León XIII, y canonizado por el Papa Pío XI y también proclamado Doctor de la Iglesia en 1925.

    San Pedro Canisio transcurrió buena parte de su vida en contacto con las personas socialmente más importantes de su tiempo y ejerció una influencia especial con sus escritos. Fue editor de las obras completas de san Cirilo de Alejandría y de san León Magno, de las Cartas de san Jerónimo y de las Oraciones de san Nicolás de Flüe. Publicó libros de devoción en varias lenguas, las biografías de algunos santos suizos y muchos textos de homilética. Pero sus escritos más difundidos fueron los tres Catecismos elaborados entre el 1555 y el 1558. El primero estaba destinado a los estudiantes a un nivel de comprensión de las nociones elementales de teología; el segundo a los niños del pueblo para una primera instrucción religiosa; el tercero a jóvenes con una formación escolástica de escuela media o superior. La doctrina católica estaba expuesta a base de preguntas y respuestas, brevemente, en términos bíblicos, con mucha claridad y sin menciones críticas.

    ¡Sólo en el tiempo de su vida se hicieron 200 ediciones de este Catecismo! Y se sucedieron cientos de ediciones hasta el s.XX. Así en Alemania, todavía en la generación de mi padre, la gente llamaba al Catecismo, simplemente el Canisio: es realmente el catequista de los siglos, ha formado la fe de las personas durante siglos.

    Es, esta, una característica de san Pedro Canisio: saber componer armoniosamnete la fidelidad a los principios dogmáticos con el debido respeto a cada persona. San Canisio ha distinguido la apostasía consciente, culpable, de la fe, de la pérdida de la fe inocente, por las circunstancias. Y ha declarado, frente a Roma, que la mayor parte de los alemanes pasaron al Protestantismo sin culpa. En un momento histórico de fuertes contrastes confesionales, evitaba -esta es una cosa extraordinaria- la aspereza y la retórica de la ira -cosa rara como he comentado, en esos tiempos y en las discusiones entre los cristianos- y se preocupaba sólo de la presentación de las raíces espirituales y de la revitalización de la fe en la Iglesia. Para esto le sirvió mucho el amplio y penetrante conocimiento que tenía de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia: el mismo conocimiento que sobresalía de su personal relación con Dios y la austera espiritualidad que derivaba de la devotio moderna y de la mística renana.

    La característica de la espiritualidad de san Canisio es una profunda amistad con Jesús. Por ejemplo escribió el 4 de septiembre de 1549 en su diario, hablando con el Señor: “Tú, al final, como si me pudieses abrir el corazón del Santísimo Cuerpo, que me parecía ver delante de mí, me has mandado beber en esa fuente, invitándome por decir así a sacar las aguas de mi salvación de tus fuentes , oh mi Salvador”. Se ve que el Salvador le da un vestido con tres partes que se llaman paz, amor y perseverancia. Y con este vestido compuesto de paz, amor y perseverancia, Canisio ha realizado su obra de renovación del catolicismo. Esta amistad con Jesús – que es el centro de su personalidad- nutrida por el amor a la Biblia, por el amor al Sacramento, por el amor de los Padres, esta amistad estaba claramente unida a la consciencia de ser en la Iglesia un continuador de la misión de los Apóstoles. Y esto nos recuerda que todo evangelizadores siempre un instrumento unido, y por eso mismo fecundo, con Jesús y con su Iglesia.

    San Pedro Canisio se había formado en esta amistad con Jesús en el ambiente espiritual de la Cartuja de Colonia, en la que había mantenido estrecho contacto con dos místicos cartujos Johann Lansperger, latinizado como Lanspergius, y Nicolas van Hesche, latinizado como Eschius. Más tarde profundizó la experiencia de esta amistad, familiaritas stupenda nimis, con la contemplación de estos misterios de la vida de Jesús, que ocupan una gran parte en los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Su intensa devoción por el Corazón del Señor, que culminó en la consagración al ministerio apostólico en la Basílica Vaticana, encuentra aquí su fundamento.

    En la espiritualidad cristocéntrica de san Pedro Canisio hay un profundo convencimiento: no hay alma cuidadosa de la propia perfección que no practique cada día la oración mental, medio ordinario que permite al discípulo de Jesús vivir la intimidad con el Maestro divino. Por esto, en los escritos destinados a la educación espiritual del pueblo, nuestro santo insiste en la importancia de la Liturgia con los comentarios a los Evangelios, de las fiestas, del rito de la santa Misa y de los otros Sacramentos, pero, al mismo tiempo, tiene cuidado de mostrar a los fieles la necesidad y la belleza de que la oración personal diaria acompañe y permita la participación en el culto publico de la Iglesia

    Se trata de una exhortación y de un método que conservan intacto su valor, especialmente después de que han sido propuestos nuevamente por el Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium: la vida cristiana no crece sino es alimentada por la participación en la Liturgia, en modo particular en la santa misa dominical, y por la oración personal diaria, por el contacto personal con Dios. En medio de muchas actividades y múltiples estímulos que nos rodean, es necesario encontrar cada día los momentos de recogimiento delante del Señor para escucharlo y hablar con Él.

    Al mismo tiempo, es siempre actual y de valor permanente el ejemplo que san Pedro Canisio nos ha dejado, no sólo en sus obras, sino sobre todo con su vida. Él nos enseña con claridad que el ministerio apostólico es robusto y produce frutos de salvación en el corazón, sólo si el predicador es un testigo personal de Jesús y sabe ser instrumento a su disposición, estrechamente unido a Él por la fe en su Evangelio y en su Iglesia, por una vida moralmente coherente y por una oración incesante como el amor. Y esto vale para cada cristiano que quiera vivir con esfuerzo y fidelidad su adhesión a Cristo. Gracias.

 

 

la perfección cristiana en santa Teresa de Ávila

(catequesis pronunciada el miércoles 2 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    En el curso de las Catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y a grandes figuras de teólogos y de mujeres de la Edad Media, he podido detenerme también en algunos Santos y Santas que han sido proclamados Doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quisiera iniciar una breve serie de encuentros para completar la presentación de los Doctores de la Iglesia. Y comienzo con una Santa que representa una de las cumbres de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Jesús.

    Nace en Ávila, en España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: el nacimiento de “padres virtuosos y temerosos de Dios”, dentro de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Aún niña, con al menos 9 años, pudo leer las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, tanto que improvisa una breve fuga de casa para morir mártir y subir al Cielo (cfr Vida 1, 4); “quiero ver a Dios” dice la pequeña a sus padres. Algunos años después Teresa habló de sus lecturas de la infancia y afirmó haber descubierto la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado “el hecho de que todo lo que pertenece a este mundo, pasa”, por el otro que sólo Dios es para “siempre, siempre, siempre”, tema que recupera en su famosísimo poema “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa,/ Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, /quien a Dios tiene nada le falta, ¡Sólo Dios basta!”. Se quedó huérfana de madre a los 12 años, le pidió a la Virgen Santísima que fuera su madre (cfr. Vida 1,7).

    Si en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de la vida mundana, la experiencia como alumna de las monjas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, siempre en Ávila. Tres años después, enferma gravemente, tanto que permanece durante cuatro días en coma, aparentemente muerta (cfr Vida 5, 9). También en la lucha contra sus propias enfermedades la Santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios. Escribe: “Deseaba vivir porque comprendía bien que no estaba viviendo, sino que estaba luchando con una sombra de muerte, y no tenía a nadie que me diese vida, y ni siquiera yo me la podía tomar, y Aquel que podía dármela tenía razón en no socorrerme, dado que tantas veces me había vuelto hacia Él, y yo le había abandonado” (Vida 8, 2) . En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: el padre muere y todos sus hermanos emigran uno detrás de otro a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa llega a la cumbre de su lucha contra sus propias debilidades. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida (cfr Vida 9). La Santa, que en aquel periodo siente en profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así la Jornada decisiva de su experiencia mística: “Sucedió... que de repente me vino un sentimiento de la presencia de Dios, que de ninguna forma podía dudar que estaba dentro de mí o que yo estaba toda absorbida en Él” (Vida 10, 1).

    Paralelamente a la maduración de su propia interioridad, la Santa comienza a desarrollar de forma concreta el ideal de reforma de la Orden Carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del Obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del Superior General de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En años sucesivos continuó la fundación de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Fue fundamental su encuentro con san Juan de la Cruz, con el que, en 1568, constituyó en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de carmelitas descalzas. En 1580 obtiene de Roma la erección en Provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden Religiosa de los Carmelitas Descalzos. Teresa termina su vida terrena justo cuanto está ocupándose de la fundación.

    En 1582, de hecho, tras haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras está realizando el viaje de vuelta hacia Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: “Al final, muero como hija de la Iglesia” y “Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos”. Una existencia consumada dentro de España, pero empeñada por toda la Iglesia. Beatificada por el papa Pablo V en 1614 y canonizada en 1622 por Gregorio XV, fue proclamada “Doctora de la Iglesia” por el Siervo de Dios Pablo VI en 1970.

    Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre atesoró enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, se atuvo siempre a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cfr Prólogo al Camino de Perfección), es decir, a partir de la experiencia. Teresa consigue entretejer relaciones de amistad espiritual con muchos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín. Entre sus obras mayores debe recordarse ante todo su autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las Misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el recorrido biográfico y espiritual, escrito, como afirma la misma Teresa, para someter su alma al discernimiento del “Maestro de los espirituales”, san Juan de Ávila. El objetivo es el de poner de manifiesto la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra recoge a menudo el diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la Santa no solo narra, sino que muestra revivir la experiencia profunda de su amor con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de Perfección, llamado por ella Admoniciones y consejos que da Teresa de Jesús a sus monjas. Las destinatarias con las doce novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, a cuya base están las virtudes evangélicas y la oración.

    Entre los pasajes más preciosos está el comentario al Padrenuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se remite a la estructura de un castillo con siete estancias, como imágenes de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace en mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La Santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los Cantares, para el símbolo final de los “dos Esposos”, que le permite describir, en la séptima estancia, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de fundadora de los Carmelos reformados, Teresa dedica el Libro de las fundaciones, escrito entre el 1573 y el 1582, en el que habla de la vida del naciente grupo religioso. Como en la autobiografía, el relato se dedica sobre todo a evidenciar la acción de Dios en la fundación de los nuevos monasterios.

    No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y compleja espiritualidad teresiana. Podemos mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica (y esto nos concierne a todos); el amor de unos a otros como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, cortesía, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los Cantares, con el apóstol Pablo, además de con el Cristo de la Pasión y con el Jesús eucarístico.

    La Santa subraya después cuán esencial es la oración: rezar significa “frecuentar con amistad, pues frecuentamos de tú a tú a Aquel que sabemos que nos ama” (Vida 8, 5) . La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como amicitia quaedam hominis ad Deum, un tipo de amistad del hombre con Dios, que ofreció primero su amistad al hombre (Summa Theologiae II-ΙI, 23, 1). La iniciativa viene de Dios. La oración es vida y se desarrolla gradualmente al mismo paso con el crecimiento de la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta llegar a la unión de amor con Cristo y con la Santísima Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el que subir escalones significa dejar el tipo de oración anterior, sino que es una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una pedagogía de la oración , la de Teresa es una verdadera “mistagogia”: enseña al lector de sus obras a rezar, rezando ella misma con él; frecuentemente, de hecho, interrumpe el relato o la exposición para realizar una oración.

    Otro tema querido a la Santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con Él por gracia, por amor y por imitación. De ahí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: ella manifiesta un vivo sensus Ecclesiae frente a episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden Carmelita con la intención de servir y defender mejor a la “Santa Iglesia Católica Romana”, y está dispuesta a dar la vida por ella (cfr Vida 33, 5).

    Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quisiera subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La Santa tiene una idea muy clara de la “plenitud” de Cristo, revivida por el cristiano. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última “estancia”, Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión a Cristo a través del misterio de su humanidad.

    Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todo tiempo. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseñan a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción, nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscarlo, de tener una conversación con Él y de ser sus amigos. Esta es la amistad necesaria para todos y que debemos buscar, día a día, de nuevo.

    Que el ejemplo de esta Santa, profundamente contemplativa y eficazmente laboriosa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura a Dios, a este camino de búsqueda de Dios, para verlo, para encontrar su amistad y por tanto la vida verdadera; porque muchos de nosotros deberíamos decir: “no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida”. Porque este tiempo de oración no es un tiempo perdido, es un tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a Él y a su Iglesia y una caridad concreta hacia nuestros hermanos. Gracias.

 

Juana de Arco y el “dulce nombre” de Jesús

(catequesis pronunciada el miércoles 26 de enero de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas

    Hoy quisiera hablaros de Juan de Arco, una joven santa de finales de la Edad Media, muerta a los 19 años, en 1431. Esta santa francesa, citada muchas veces en el Catecismo de la Iglesia Católica, es particularmente cercana a santa Catalina de Siena, patrona de Italia y de Europa, de la que hablé en una reciente catequesis. Son de hecho dos jóvenes mujeres del pueblo, laicas y consagradas en la virginidad, dos místicas comprometidas, no en el claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo. Son quizás las figuras más características de esas “mujeres fuertes” que, a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio en las complejas vicisitudes de la historia. Podríamos colocarla junto a las santas mujeres que permanecieron en el Calvario, cerca de Jesús crucificado y de María, su Madre, mientras que los Apóstoles habían huído y el propio Pedro había renegado tres veces de él. La Iglesia, en ese periodo, vivía la profunda crisis del gran cisma de Occidente, que duró casi 40 años. Cuando Catalina de Siena murió, en 1380, hay un Papa y un Antipapa; cuando Juana nace, en 1412, hay un Papa y dos Antipapas. Junto a esta laceración dentro de la Iglesia, había continuas guerras fratricidas entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática de las cuales fue la interminable “Guerra de los cien años” entre Francia e Inglaterra.

    Juana de Arco no sabía ni leer ni escribir, pero puede ser conocida en lo más profundo de su alma gracias a dos fuentes de excepcional valor histórico: los dos Procesos que se le hicieron. El primero, el Proceso de Condena (PCon), contiene la transcripción de los largos y numerosos interrogatorios de Juana durante los últimos meses de su vida (febrero-mayo de 1431), y recoge las propias palabras de la Santa. El segundo, el Proceso de Nulidad de la Condena, o de "rehabilitación" (PNul), contiene los testimonios de cerca de 120 testigos oculares de todos los periodos de su vida (cfr Procès de Condamnation de Jeanne d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la Condamnation de Jeanne d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París l960-1989).

    Juana nació en Domremy, un pequeño pueblo situado en la frontera entre Francia y Lorena. Sus padres eran campesinos acomodados, conocidos por todos como muy buenos cristianos. De ellos recibió una buena educación religiosa, con una notable influencia de la espiritualidad del Nombre de Jesús, enseñada por san Bernardino de Siena y difundida en Europa por los franciscanos. Al Nombre de Jesús se une siempre el Nombre de María y así, en el marco de la religiosidad popular, la espiritualidad de Juana es profundamente cristocéntrica y mariana. Desde la infancia, ella demuestra una gran caridad y compasión hacia los más pobres, los enfermos y todos los que sufren, en el contexto dramático de la guerra.

    De sus propias palabras, sabemos que la vida religiosa de Juana madura como experiencia a partir de la edad de 13 años (PCon, I, p. 47-48). A través de la “voz” del arcángel san Miguel, Juana se siente llamada por el Señor a intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en primera persona por la liberación de su pueblo. Su inmediata respuesta, su “sí”, es el voto de virginidad, con un nuevo empeño en la vida sacramental y en la oración: participación diaria en la Misa, Confesión y Comunión frecuentes, largos momentos de oración silenciosa ante el Crucificado o ante la imagen de la Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa ante el sufrimiento de su pueblo se hicieron más intensos por su relación mística con Dios. Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Tras los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión.

    Al inicio del año 1429, Juana comienza su obra de liberación. Los numerosos testimonios nos muestran a esta joven mujer con sólo 17 años como una persona muy fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y desanimados. Superando todos los obstáculos, encuentra al Delfín de Francia, el futuro Rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por parte de algunos teólogos de la Universidad. Su juicio es positivo: no ven en ella nada de malo, sólo una buena cristiana.

    El 22 de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al Rey de Inglaterra y a sus hombres que asedian la ciudad de Orléans (Ibid., p. 221-222). La suya es una propuesta de verdadera paz en la justicia entre los dos pueblos cristianos, a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es rechazada esta propuesta, y Juana debe empeñarse en la lucha por la liberación de la ciudad, que tiene lugar el 8 de mayo. El otro momento culminante de su acción política es la coronación del Rey Carlos VII en Reims, el 17 de julio de 1429. Durante un año entero, Juana vive con los soldados, realizando entre ellos una verdadera misión de evangelización. Son numerosos sus testimonios sobre su bondad, su valor y su extraordinaria pureza. Es llamada por todos y ella misma se define “la doncella”, es decir, la virgen.

    La pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430, cuando cae prisionera en las manos de sus enemigos. El 23 de diciembre es conducida a la ciudad de Ruán. Allí se lleva a cabo el largo y dramático Proceso de Condena, que comienza en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la hoguera. Es un proceso grande y solemne, presidido por dos jueces eclesiásticos, el obispo Pierre Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero en realidad enteramente conducido por un nutrido grupo de teólogos de la célebre Universidad de París, que participan en el proceso como asesores. Son eclesiásticos franceses, que habiendo tomado la decisión política opuesta a la de Juana, tienen a priori un juicio negativo sobre su persona y sobre su misión. Este proceso es una página conmovedora de la historia de la santidad y también una página iluminadora sobre el misterio de la Iglesia, que, según las palabras del Concilio Vaticano II, es “al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación” (LG, 8). Es el encuentro dramático entre esta Santa y sus jueces, que son eclesiásticos. Juana es acusada y juzgada por estos, hasta ser condenada como hereje y mandada a la muerte terrible de la hoguera. A diferencia de los santos teólogos que habían iluminado la Universidad de París, como san Buenaventura, santo Tomás de Aquino y el beato Duns Scoto, de quienes he hablado en algunas catequesis, estos jueces son teólogos a los que faltan la caridad y la humildad de ver en esta joven la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús según las cuales los misterios de Dios se revelan a quien tiene el corazón de los pequeños, mientras que permanecen escondidos a los doctos y sabios que no tienen humildad (cfr Lc 10,21).  Así, los jueces de Juana son radicalmente incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma: no sabían que condenaban a una Santa. 

    La apelación de Juana a la decisión del Papa, el 24 de mayo, fue rechazada por el tribunal. La mañana del 30 de mayo recibe por última vez la santa comunión en la cárcel, y justo después fue llevada al suplicio en la plaza del mercado viejo. Pidió a uno de los sacerdotes que le pusiera delante de la hoguera una cruz de la procesión. Así muere mirando a Jesús Crucificado y pronunciando muchas veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 435). Casi 25 años más tarde, el Processo di Nullità, abierto bajo la autoridad del Papa Calixto III, concluye con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio de 1456; PNul, II, p 604-610). Este largo proceso, que recoge la declaración de testigos y juicios de muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y su perfecta fidelidad a la Iglesia. Juana de Arco fue canonizada en 1920 por Benedicto XV.

    Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, fue como la respiración de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El “Misterio de la caridad de Juana de Arco”, que tanto fascinó al poeta Charles Péguy, es este total amor a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa comprendió que el Amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre estuvo en primer lugar durante toda su vida, según su bella afirmación: “Nuestro Señor es servido el primero”(PCon, I, p. 288; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 223).

    Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirmó con total confianza y abandono: “Me confío a mi Dios Creador, lo amo con todo mi corazón” (ibid., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de forma exclusiva toda su persona al único Amor de Jesús: es “su promesa hecha a nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma” (ibid., p. 149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que ha recibido y custodiado con humildad y confianza. Uno de los textos más conocidos del primer Proceso tiene que ver con esto: “Interrogada sobre si creía estar en la gracia de Dios, responde: Si no lo estoy, quiera Dios ponerme; si estoy, quiera Dios mantenerme en ella” (ibid., p. 62; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2005).

    Nuestra santa vivió la oración como una forma de diálogo continuo con el Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y dándole paz y seguridad. Ella pidió con fe: “Dulcísimo Dios, en honor a vuestra santa Pasión, os pido, si me amáis, de revelarme como debo responder a estos hombres de la Iglesia”(ibid., p. 252). Juana ve a Jesús como el “Rey del Cielo y de la Tierra”. De esta manera, en su estandarte Juana hizo pintar la imagen de “Nuestro Señor que sostiene el mundo” (ibid., p. 172), icono de su misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana cumple en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un bello ejemplo de santidad para los laicos que trabajan en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía ante cada elección, como testificará un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro. En Jesús, Juana contempla también la realidad de la Iglesia, la “Iglesia triunfante” del Cielo, y la “Iglesia militante” de la tierra. Según sus palabras “es un todo Nuestro Señor y la Iglesia” (ibid., p. 166). Esta afirmación citada en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 795), tiene un carácter verdaderamente heroico en el contexto del Proceso de Condena, frente a sus jueces, hombres de la Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En el amor de Jesús, Juana encontró la fuerza para amar a la Iglesia hasta el fin, incluso en el momento de la condena.

    Me complace recordar como santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una vida completamente distinta, transcurrida en la clausura, la carmelitana de Lisieux se sintió muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y participando en los sufrimientos de Jesús para la salvación del mundo. La Iglesia las ha reunido como Patronas de Francia, después de la Virgen María. Santa Teresa expresó su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de Jesús (Manoscritto B, 3r), la animaba el mismo amor hacia Jesús y hacia el prójimo, vivido en la virginidad consagrada.

    Queridos hermanos y hermanas, con su testimonio luminoso, santa Juana de Arco nos invita a un alto nivel de la vida cristiana: hacer de la oración el hilo conductor de nuestros días; tener plena confianza en el cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; vivir en la caridad sin favoritismos, sin límites y teniendo, como ella, en el Amor de Jesús, un profundo amor a la Iglesia. Gracias.

 

 

Santa Catalina de Génova y el purgatorio

(catequesis pronunciada el miércoles 12 de enero de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hoy querría hablar de otra santa que como Catalina de Siena y Catalina de Bolonia, también lleva el nombre de Catalina; hablo de Catalina de Génova, que destaca sobre todo por sus visiones del purgatorio.

    El texto que nos cuenta su vida y su pensamiento, viene publicado en la ciudad ligure en el 1551; está dividido en tres partes: la Vita, propiamente dicha, la Dimostratione et dechiaratione del purgatorio – más conocida como Trattato- y el Dialogo tra l'anima e il corpo . El compilador de la obra de Catalina fue su confesor, el sacerdote Cattaneo Marabotto.

    Catalina nació en Génova, en 1447; última de cinco hijos, perdió a su padre, Giacomo Fieschi, a su más tierna infancia. La madre, Francesca di Negro, les educó cristianamente, tanto es así que la mayor de las dos hijas se hizo religiosa.. a los dieciséis años, Catalina fue casada con Giuliano Adorno, un hombre que, tras varias experiencias en el ramo del comercio y en el mundo militar en Medio Oriente, había vuelto a Génova para casarse. La vida conyugal no fue fácil, sobre todo por el carácter del marido, quien gustaba de los juegos de azar. Catalina misma fue inducida, al principio, a llevar un tipo de vida mundana, en la cual no consiguió encontrar serenidad. Después de diez años, en su corazón había una sensación profunda de vacío y de amargura.

    La conversión se inició el 20 de marzo de 1473, gracias a una insólita experiencia. Catalina fue a la iglesia de San Benito y al monasterio de Nuestra Señora de las Gracias, para confesarse, y arrodillándose ante el sacerdote, “Recibí, como escribe ella misma, una herida en el corazón del inmenso amor de Dios”, y tal clara visión de sus miserias y defectos, y a la vez, de la bondad de Dios, que casi se desmaya. Fue herida en el corazón con el conocimiento de sí misma, de la vida que llevaba y de la bondad de Dios. De esta experiencia nació la decisión que orientó toda su vida, que expresada en palabras fue: “No más mundo, no más pecado” (cfr Vita mirabile, 3rv). Catalina entonces, se fue dejando interrumpida la confesión. Cuando volvió a casa, fue a la habitación más apartada y pensó durante mucho tiempo. En ese momento fue instruida interiormente sobre la oración y tuvo conciencia del amor de Dios hacia ella que era pecadora, una experiencia espiritual que no conseguía expresar en palabras (cfr Vita mirabile, 4r). Es en esta ocasión que se le apareció Jesús sufriente, cargado con la cruz, como a menudo se representa en la iconografía de la Santa. Pocos días después, volvió donde el sacerdote para realizar, finalmente, una buena confesión. Inició aquí la “vida de purificación” que, durante tanto tiempo, le hizo sufrir un dolor constante por los pecados cometidos y la empujó a imponerse penitencias y sacrificios para mostrar su amor a Dios.

    En este camino, Catalina se iba acercando cada vez más al Señor, hasta entrar en la que se conoce como “vida unitiva”, es decir, una relación de unión profunda con Dios. En la  Vita  está escrito que su alma era guiada y amaestrada sólo por el dulce amor de Dios, que le daba todo lo que necesitaba. Catalina se abandonó de tal modo en las manos del Señor que vivió, casi veinticinco años, como ella escribió, “sin necesidad de criatura alguna, sólo instruida y gobernada por Dios”(Vita, 117r-118r), nutrida sobre todo, de la oración constante y de la Santa Comunión recibida todos los días, algo no común en esa época. Sólo años más tarde, el Señor le dio un sacerdote que cuidase su alma.

    Catalina fue siempre reacia a confiar y manifestar su experiencia de comunión mística con Dios, sobre todo por la profunda humildad que sentía frente a las gracias del Señor. Sólo desde la perspectiva de darle gloria y poder ayudar a otros en su camino espiritual, se animó a contar lo que le había sucedido en el momento de su conversión, que es su experiencia original y fundamental.

    El lugar de su ascensión a las cumbres místicas fue el hospital de Pammatone, el complejo hospitalario más grande de Génova, del que fue directora y animadora. Por tanto Catalina vivió una existencia totalmente activa, no obstante la profundidad de su vida interior. En Pammatone se formó en torno a ella un grupo de seguidores, discípulos y colaboradores, fascinados por su vida de fe y su caridad. Consiguió que su mismo marido, Giuliano Adorno, dejara la vida disipada, se hiciera terciario franciscano y se transfiriera al hospital para ayudar a su mujer. La participación de Catalina en el cuidado de los enfermos se prolongó hasta los últimos días de su camino terreno, el 15 de septiembre de 1510. Desde su conversión hasta su muerte, no hubo sucesos extraordinarios, sólo dos elementos caracterizaron su existencia entera: por una parte la experiencia mística, es decir, la profunda unión con Dios, vivida como una unión esponsal, y por la otra las asistencia a los enfermos, la organización del hospital, el servicio al prójimo, especialmente a los más abandonados y necesitados. Estos dos polos- Dios y el prójimo- colmaron toda su vida, transcurrida prácticamente dentro de los muros del hospital.

    Queridos amigos, no debemos olvidar que cuanto más amamos a Dios y somos constantes en la oración, tanto más amaremos verdaderamente a quien está alrededor nuestro, a quien está cerca de nosotros, porque seremos capaces de ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni distinciones. La mística no crea distancias con el otro, no crea una vida abstracta, sino que acerca al otro porque se comienza a ver y a actuar con los ojos, con el corazón de Dios.

     El pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el que es particularmente conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al inicio: el Tratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el cuerpo. Es importante observar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que se están purificando en él. Con todo, en los escritos inspirados por nuestra Santa es un elemento central, y la manera de describirlo tiene características originales respecto a su época. El primer rasgo original se refiere al “lugar” de la purificación de las almas. En su tiempo se representaba principalmente con el recurso a imágenes ligadas al espacio: se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio. En Catalina, en cambio, el purgatorio no está presentado como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: es un fuego no exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La Santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en contraste con el infinito amor de Dios (cfr Vita mirabile, 171v). Hemos escuchado sobre el momento de la conversión, donde Catalina siente de repente la bondad de Dios, la distancia infinita de su propia vida de esta bondad y un fuego abrasador dentro de ella. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de la época. No se parte, de hecho, del más allá para narrar los tormentos del purgatorio – como era habitual en ese tiempo y quizás también hoy – y después indicar el camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra Santa parte de la experiencia propia interior de su vida en camino hacia la eternidad. El alma – dice Catalina – se presenta a Dios aún ligada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le hace imposible gozar de la visión beatífica de Dios. Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cfr Vita mirabile, 177r). Y también nosotros nos damos cuenta de cuán alejados estamos, cómo estamos llenos de tantas cosas, de manera que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, en consecuencia, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y por ello el amor mismo a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.

    En Catalina se percibe la presencia de fuentes teológicas y místicas a las que era normal recurrir en su época. En particular se encuentra una imagen de Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo ata con un hilo finísimo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre se queda como “superado y vencido y todo fuera de sí”. Así el corazón humano es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia (cfr Vita mirabile, 246rv). Esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen del hilo, es utilizada por Catalina para expresar la acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los esplendores de los rayos resplandecientes de Dios (cfr Vita mirabile, 179r).

    Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan un “saber” tan profundo de los misterios divinos, en el que amor y conocimiento se compenetran, que son de ayuda a los mismos teólogos en su tarea de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo de qué es el purgatorio.

    Con su vida, santa Catalina nos enseña que cuanto más amamos a Dios y entramos en intimidad con Él en la oración, tanto más Él se deja conocer y enciende nuestro corazón con su amor. Escribiendo sobre el purgatorio, la Santa nos recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en invitación a rezar por los difuntos para que puedan llegar a la visión bendita de Dios en la comunión de los santos (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1032). El servicio humilde, fiel y generoso, que la Santa prestó durante toda su vida en el hospital de Pammatone, además, es un luminoso ejemplo de caridad para todos y un aliento especial para las mujeres que dan una contribución fundamental a la sociedad y a la Iglesia con su preciosa obra, enriquecida por su sensibilidad y por la atención hacia los más pobres y necesitados. Gracias.

 

Verónica Giuliani, “¡He visto al Amor!”

(catequesis pronunciada el miércoles 15 de diciembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hoy quisiera presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el 27 de diciembre próximo se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, lugar donde vivió durante más tiempo y murió, como también Mercatello – su pueblo natal – y la diócesis de Urbino, viven con gozo este acontecimiento.

    Verónica nació precisamente el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle del Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; era la última de siete hermanas, de las cuales otras tres abrazaron la vida monástica. Recibió el nombre de Orsola. A la edad de siete años, perdió a su madre, y el padre se mudó a Piacenza como superintendente en las aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad, Orsola sintió crecer dentro de si el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hacía cada vez más apremiante, tanto que, a los 17 años, entró en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá durante toda su vida. Allí recibió el nombre de Verónica, que significa “verdadera imagen”, y, en efecto, ella se convertirá en una verdadera imagen de Cristo Crucificado. Un año después emitió la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración a Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas ligadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, el desposorio místico, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convirtió en abadesa del monasterio y fue reconfirmada en este cargo hasta su muerte, sucedida en 1727, tras una dolorosísima agonía de 33 días que culminó en una alegría profunda, tanto que sus últimas palabras fueron: “He encontrado el Amor, ¡el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi padecimiento. ¡Decidlo a todas, decidlo a todas!” (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales transcurridos en el monasterio de Città di Castello. Fue proclamada Santa el 26 de mayo de 1839 por el Papa Gregorio XVI.

    Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, relatos autobiográficos, poesías. La fuente principal para reconstruir su pensamiento es, con todo, su Diario, iniciado en 1693: son veintidós mil páginas manuscritas, que cubren un arco de treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, no hay borraduras o correcciones, ni guiones o distribución de la materia en capítulos o partes según un diseño preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; al contrario, fue obligada a poner por escrito sus experiencias por el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi.

    Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de ser amada por Cristo, Esposo fiel y sincero, y de querer corresponder con un amor cada vez más implicado y apasionado. En ella todo es interpretado en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Todo es vivido en unión con Cristo, por amor a él, y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.

    El Cristo al que Verónica está profundamente unida es el sufriente de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y sufriente por la Iglesia, en la doble forma de la oración y del ofrecimiento. La Santa vive desde esta óptica: reza, sufre, busca la “santa pobreza” , como “expropiación”, pérdida de sí (cfr ibid., III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.

    En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, aumentando el valor de sus oraciones de intercesión con el ofrecimiento de sí misma en cada sufrimiento. Su corazón se abre a todas “las necesidades de la Santa Iglesia”, viviendo con ansia el deseo de la salvación de “todo el universo mundo" (ibid., III-IV, passim). Verónica grita: "¡Oh pecadores, oh pecadoras!… todos y todas venid al corazón de Jesús, venid a lavaros en su preciosísima sangre... Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros” (ibid., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, su obispo, los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa con estas palabras: "No podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas esas almas que están ofendiendo a Dios... particularmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada" (ibid., IV, 877). Nuestra Santa concibe esta misión como un “estar en medio” entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo Crucificado.

    Verónica vive de modo profundo la participación en el amor sufriente de Jesús, segura de que “sufrir con alegría” es la “clave del amor” (cfr ibid., I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Ella muestra que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles habrían tenido que soportar a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: “Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese momento todos los padecimientos que debían padecer sus elegidos, Sus almas más queridas, es decir, las que se habrían aprovechado de Su sangre y de todos Sus padecimientos” (ibid., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol Pablo: “ Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con Él: “En un instante – escribe – vi salir de Sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron a mi alrededor. Y yo veía estos rayos convertirse como en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, toda de fuego: y me traspasó el corazón, de parte a parte... y los clavos traspasaron las manos y los pies. Yo sentí gran dolor; pero en el mismo dolor, me veía, me sentía toda transformada en Dios" (Diario, I, 897).

    La Santa está convencida de que participa ya en el Reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los Santos de la Patria bienaventurada para que vengan en su ayuda en el camino terreno de su donación, en espera de la bienaventuranza eterna; esta es la aspiración constante de su vida (cfr ibid., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, centrada a menudo en “salvar la propia alma” en términos individuales, Verónica muestra un fuerte sentido "solidario", de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el Cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del Creador, resultan siempre relativas, totalmente subordinadas al "gusto" de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En la communio sanctorum, ella aclara su donación eclesial, además de la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celeste. "Todos los santos – escribe – están allí arriba a través de los méritos y la pasión de Jesús; pero a todo lo que hizo Nuestro Señor, ellos han cooperado, de modo que su vida estuvo toda ordenada, regulada por (sus) mismas obras" (ibid., III, 203).

    En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: ella revela familiaridad con el Texto sagrado, del que se nutre su experiencia espiritual. Debe destacarse, además, que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca están separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde tiene un lugar particular la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Por otra parte, sin embargo, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad fuera de lo común, lleva a una lectura más profunda y “espiritual” del propio Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente también vive de estas palabras se convierten vida en ellos.

    Por ejemplo, nuestra Santa cita a menudo la expresión del apóstol Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31; cfr Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella, la asimilación de este texto paulino, esta gran confianza y profunda alegría suyas, se convierten en un hecho realizado en su misma persona. “Mi alma – escribe – ha sido ligada a la voluntad divina y yo me he establecida verdaderamente y permanezco para siempre en la voluntad de Dios. Parecíame que nunca más hubiese de separarme de esta voluntad de Dios y volví en mi con estas mismas palabras: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias, ni penas, ni fatigas, ni desprecios, ni tentaciones, ni criaturas, ni demonios, ni oscuridades, y ni siquiera la misma muerte, porque, en la vida y en la muerte, quiero todo, y en todo, la voluntad de Dios" (Diario, IV, 272). Así estamos también en la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamos fijados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.

    Verónica se revela, en particular una testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, la impregna, la inflama. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, como en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. “Esposa mía – me susurra el Cristo crucificado – me son queridas las penitencias que haces por aquellos que son mi desgracia... Después, separando un brazo de la cruz, me hizo señal de que me acercase a Su costado... Y me encontré entre los brazos del Crucificado. Lo que sentí en ese momento no puedo contarlo: habría podido estar siempre en Su santísimo costado" (ibid., I, 37). Es también una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. También con la Virgen María Verónica vive una relación de profunda intimidad, atestiguada por las palabras que oye decir un día a la Señora y que recoge en su Diario: "Yo te hice reposar en mi seno, te uniste con mi alma y fuiste llevada por ella como en vuelo ante Dios" (IV, 901).

    Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor en el ser para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor sufriente de Jesús Crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a nutrirnos diariamente de la Palabra de Dios para encender nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la Santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: “¡He encontrado al Amor, el Amor se ha dejado ver!". Gracias.

 

Juliana de Norwich y el amor divino

(catequesis pronunciada el miércoles 1 de diciembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.

    Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.

    Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).

    Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.

    Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.

    Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.

    Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas:Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).

    El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.

    Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).

Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.

 

 

Catalina de Siena, copatrona de Europa

(catequesis pronunciada el miércoles 24 de noviembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hoy quisiera hablaros de una mujer que ha tenido un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en que vivió – el decimocuarto – fue una época difícil para la vida de la Iglesia y para todo el tejido social en Italia y en Europa. Con todo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su Pueblo, suscitando Santos y Santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas y aún hoy nos habla y nos empuja a caminar con valor hacia la santidad para ser de forma cada vez más plena discípulos del Señor.

    Nacida en Siena, en 1347, en una familia muy numerosa, murió en su ciudad natal en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Orden Terciaria Dominica, en la rama femenina llamada Mantellate [llamadas así por llevar un manto negro, n.d.t.]. Permaneciendo con la familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho de forma privada cuando era aún adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia, a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.

    Cuando la fama de su santidad se difundió, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual hacia toda categoría de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el papa Gregorio XI, que en aquel periodo residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a volver a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el Venerable Juan Pablo II la quiso declarar Copatrona de Europa: para que el Viejo Continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

    Catalina sufrió mucho, como muchos Santos. Alguno pensó incluso que había que desconfiar de ella hasta el punto de que en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Le pusieron al lado a un fraile docto y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro General de la Orden. Convertido en su confesor y también en su “hijo espiritual”, escribió una primera biografía completa de la Santa. Fue canonizada en 1461.

    La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y a escribir cuando era ya adulta, está contenida en el Diálogo de la Divina Providencia o bien Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el Siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró Doctora de la Iglesia, título que se añadía al de Copatrona de la Ciudad de Roma, por voluntad del Beato Pío IX, y de Patrona de Italia, por decisión del Venerable Pío XII.

    En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús, que le dio un espléndido anillo, diciéndole: "Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta cuando celebres conmigo en el cielo tus bodas eternas” (Raimundo de Capua, S. Catalina de Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo le era visible solo a ella. En este episodio extraordinario advertimos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con el que hay una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad; es el bien amado sobre cualquier otro bien.

    Esta unión profunda con el Señor está ilustrada por otro de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias recibidas de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo resplandeciente en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: “Queridísima hija, como el otro día tomé el corazón tuyo que me ofrecías, he aquí que ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo” (ibid.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, “...no vivo yo, sino que Cristo vive en mi" (Gal 2,20).

    Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de conformarse a los sentimientos del Corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como el mismo Cristo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con Él nutrida por la oración, por la meditación sobre la Palabra de Dios y por los Sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la santa Comunión. También Catalina pertenece a este grupo de santos eucarísticos con la que quise concluir mi Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis (cfr n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para nutrir nuestro camino de fe, revigorizar nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a Él.

    Alrededor de una personalidad tan fuerte y auténtica se fue construyendo una verdadera y auténtica familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven mujer de elevadísimo nivel de vida, y quizás impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser guiados espiritualmente por Catalina. La llamaban “mamá”, pues como hijos espirituales tomaban de ella la nutrición del espíritu.

    También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de tantas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, refuerzan la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cimas cada vez más elevadas. “Hijo os digo y os llamo – escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabatini -, en cuanto que os doy a luz a través de continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, así como una madre da a luz a su hijo" (Epistolario, Carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: "Dilectísimo y queridísimo hermano e hijo en el dulce Jesucristo".

    Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está ligado al don de las lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos tuvieron el don de las lágrimas, renovando la emoción del mismo Jesús, que no reprimió ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y al dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los Santos se mezclan con la Sangre de Cristo, de la que ella habló con tonos vibrantes y con imágenes simbólicas muy eficaces: “Tened memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos por objetivo a Cristo crucificado, escondeos en las llagas de Cristo crucificado, ahogaos en la sangre de Cristo crucificado" (Epistolario, Carta n. 16: A uno cuyo nombre se calla).

    Aquí podemos comprender por qué Catalina, aún consciente de las debilidades humanas de los sacerdotes, hubiese tenido siempre una grandísima reverencia por ellos: ellos dispensan, a través de los Sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la Sangre de Cristo. La Santa de Siena invitó siempre a los sagrados ministros, también al Papa, a quien llamaba “dulce Cristo en la tierra", a ser fieles a sus responsabilidades, movida siempre y solo por su amor profundo y constante por la Iglesia. Antes de morir dijo: “Partiendo del cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia Santa, lo cual me es de singularísima gracia" (Raimundo de Capua, S. Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).

    De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En el Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente lanzado entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa a través de las tres etapas de todo camino de santificación: el desapego del pecado, la práctica de las virtudes y del amor, la unión dulce y afectuosa con Dios.

    Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valor, de forma intensa y sincera, a Cristo y la Iglesia. Hagamos nuestras para ello las palabras de santa Catalina que leemos en el Diálogo de la Divina Providencia, en la conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: "Por misericordia nos has lavado en la Sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh Loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti: a dondequiera que me vuelva a pensar, no encuentro sino misericordia" (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.

 

santa Juliana de Lieja: una mujer, en el origen del "Corpus Christi"

(catequesis pronunciada el miércoles 17 de noviembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    También esta mañana quisiera presentaros a una figura femenina, poco conocida, a la que la Iglesia sin embargo debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, ha contribuido a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Domini. [En español más conocida como “Corpus Christi”, n.d.t.]

    Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja. Poseemos algunos datos sobre su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en el que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la Santa.

    Juliana nació entre 1191 o 1192 en las cercanías de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por así decirlo, un verdadero “cenáculo eucarístico”. Antes de Juliana, insignes teólogos habían ilustrado allí el valor supremo del Sacramento de la Eucaristía y, siempre en Lieja, había grupos femeninos generosamente dedicados al culto eucarístico y a la comunión ferviente. Guiados por sacerdotes ejemplares, estas vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras caritativas.

    Huérfana a los 5 años de edad, Juliana, junto con su hermana Inés, fue confiada al cuidado de las monjas agustinas del convento-leprosería de Mont-Cornillon. Fue educada sobre todo por una monja, de nombre Sabiduría, que siguió su maduración espiritual, hasta cuando la propia Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en lengua latina, en particular a san Agustín y san Bernardo. Además de una vivaz inteligencia, Juliana mostraba, desde el principio, una propensión particular por la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el Sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús:He aquí que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

    A los dieciséis años tuvo una primera visión, que después se repitió muchas veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia en la tierra, la línea opaca representaba en cambio la ausencia de una fiesta litúrgica, para cuya institución se pedía a Juliana que trabajase de modo eficaz: es decir, una fiesta en la que los creyentes habrían podido adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.

    Durante unos veinte años Juliana, que mientras tanto se había convertido en la priora del convento, conservó en secreto esta revelación, que había llenado de alegría su corazón. Después se confió con otras dos fervientes adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que la había seguido al monasterio de Mont-Cornillon. Las tres mujeres establecieron una especie de “alianza espiritual”, con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron implicar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo de la iglesia de San Martín de Lieja, pidiéndole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que ellas llevaban en el corazón. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.

    Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite frecuentemente en la vida de los Santos: para tener la confirmación de que una inspiración viene de Dios, es necesario siempre sumirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y el acercamiento con otras almas buenas, y someter todo al juicio de los Pastores de la Iglesia. Fue precisamente el Obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de las dudas iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Domini en su diócesis. Más tarde, otros obispos le imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios confiados a sus cuidados pastorales.

    A los Santos, con todo, el Señor les pide a menudo superar pruebas, para que su fe se incremente. Sucedió también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero y del mismo superior del que dependía su monasterio. Entonces, por voluntad propia, Juliana dejó el convento de Mont-Cornillon con algunas compañeras, y durante diez año, entre 1248 y 1258, fue huésped de varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, no tenía nunca palabras de crítica o de reproche para sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, en Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras de su biógrafo, Juliana murió contemplando con un último arrebato de amor a Jesús Eucaristía, a quien había siempre amado, honrado y adorado.

    A la buena causa de la fiesta del Corpus Domini fue conquistado también Giacomo Pantaléon de Troyes, que había conocido a la Santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, llegado a ser Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad del Corpus Domini como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la Bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano reevoca con discreción también las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: “Aunque la Eucaristía cada día sea solemnemente celebrada, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga de ella más honrada y solemne memoria. Las demás cosas, de hecho, de las que hacemos memoria, las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por ello su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. Mientras estaba de hecho a punto de ascender al cielo, dijo: 'He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 28,20)”.

    En Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Domini en Orvieto, ciudad en la que entonces vivía. Precisamente por orden suya en la catedral de la ciudad se conservaba – y se conserva aún ahora – el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico sucedido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, había sido preso de fuertes dudas sobre la presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente, algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de esa forma lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los más grandes teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino – que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto –, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Estos, aún hoy en uso en la Iglesia, son obras maestras, en las que se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su Sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.

    Aunque tras la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Domini se limitó a algunas regiones de Francia, de Alemania, de Hungría y de Italia septentrional, fue después un Pontífice, Juan XXII, quien en 1317 la restauró para toda la Iglesia. Desde entonces en adelante, la fiesta conoció un desarrollo maravilloso, y aún es muy sentida por el pueblo cristiano.

    Quisiera afirmar con alegría que hoy en la Iglesia hay una “primavera eucarística”: ¡cuántas personas se detienen silenciosas ante el Tabernáculo, para entretenerse en coloquio de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de rezar en adoración ante la Santísima Eucaristía.
Rezo para que esta “primavera” eucarística se difunda cada vez más en todas las parroquias, en particular en Bélgica, la patria de santa Juliana. El Venerable Juan Pablo II, en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que
“En muchos lugares [...] la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico”, dice el Papa (n. 10).

    Recordando a santa Juliana de Cornillon renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 282).

    Queridísimos amigos, la fidelidad al encuentro con el Cristo Eucarístico en la Santa Misa dominical es esencial para el camino de fe, pero intentemos también ir frecuentemente a visitar al Señor presente en el Tabernáculo! Mirando en adoración la Hostia consagrada, encontramos el don del amor de Dios, encontramos la Pasión y la Cruz de Jesús, como también su Resurrección. Precisamente a través de nuestra mirada en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino (cfr BENEDICTO XVI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, 15 de junio de 2006). Los Santos siempre han encontrado fuerza, consuelo u alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del Himno eucarístico Adoro te devote repitamos ante el Señor, presente en el Santísimo Sacramento: “¡Hazme crecer cada vez más en Ti, que en Ti yo tenga esperanza, que yo Te ame!”. Gracias.

 

 

Una santa actual, Margarita d'Oingt

(catequesis pronunciada el miércoles 3 de noviembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas

    Con Margarita d'Oingt, de la que quisiera hablaros hoy, nos introducimos en la espiritualidad cartujana, que se inspira en la síntesis evangélica vivida y propuesta por san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque alguno la coloca en torno a 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de nobleza antigua del Lyonnais, los Oingt. Sabemos que la madre se llamaba también Margarita, que tenía dos hermanos – Guiscardo y Luis – y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, sucediéndole después como priora.

    No tenemos noticias sobre su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor sin límites de Dios, ella valora mucho imágenes ligadas a la familia, con particular referencia a las figuras del padre y de la madre. En una meditación suya reza así: “Muy dulce Señor, cuando pienso en las especiales gracias que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me custodiaste desde mi infancia y cómo me sustrajiste del peligro y me llamaste a dedicarme a tu santo servicio, y como proveíste en todas las cosas que me eran necesarias para comer, beber, vestir y calzar, (y lo hiciste) de tal forma que no tuve ocasión de pensar en todas estas cosas sino en tu gran misericordia” (Margherita d’Oingt, Scritti spirituali, Meditazione V, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).

    Siempre en sus meditaciones, intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejando todo y aceptando la severa regla cartujana, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con Él. Ella escribe: “Dulce Señor, yo dejé a mi padre y a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, porque las riquezas de este mundo no son sino espinas que pinchan; y cuantas más se poseen más se es infortunado. Y por esto me parece no haber dejado otra cosa que miseria y pobreza; pero tu sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiese disponer de ellos a mi placer, lo abandonaría todo por amor tuyo; e incluso si tu me dieses todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me consideraría saciada hasta que no te tuviese a ti, porque tu eres la vida de mi alma, no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti” (ibid., Meditazione II, 32, p. 59).

    También de su vida en la Cartuja tenemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, que tuvo lugar el 11 de febrero de 1310. De sus escritos, con todo, no se desprenden giros particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la configuración plena a Cristo. Él es el libro que se escribe, que incide diariamente en el propio corazón y en la propia vida, en particular su pasión salvadora. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor “había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Ella había puesto tan bien al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso que éste le estuviese presente y que tuviese un libro cerrado en su mano, para instruirla” (ibid., I, 2-3, p. 81). “En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta su ascensión al cielo” (ibid., I, 12, p. 83).

    Cada día, desde la mañana, Margarita se dedica al estudio de este libro. Y, cuando lo ha mirado bien, comienza a leer el libro en su propia conciencia, que muestra las falsedades y las mentiras de su propia vida (cfr ibid., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su propio corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de la vida de Él. Y esto para que a vida de Cristo sea impresa en su alma de forma estable y profunda, hasta poder ver el Libro en su interior, es decir, hasta contemplar el misterio de Dios Trinidad (cfr ibid., II, 14-22; III, 23-40, p. 84-90).

    A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos resquicios sobre su espiritualidad, permitiéndonos captar algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco-provenzal y también esto es una rareza: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente para aprehenderlo y la inadecuación de la lengua humana para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de descubrir sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, la tensión del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, conjugando su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido, es significativo un pasaje de una carta a su padre. Escribe: “Mi dulce padre, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en buenos pensamientos; de hecho, tengo tanto que hacer que no sé de qué lado volverme. No hemos recogido trigo en el séptimo mes del año y nuestras viñas han sido destruidas por la tempestad. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a reconstruirla en parte” (ibid., Lettere, III, 14, p. 127).

    Una monja cartuja dibuja así la figura de Margarita: “A través de su obra se revela una personalidad fascinante, de inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con un cierto humorismo una afectividad del todo espiritual” (Una Monaca Certosina, Certosine, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valora la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con más prontitud y ardor la acción divina. El motivo reside en el hecho de que la persona humana es creada a imagen de Dios, y por ello es llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose implicar totalmente por su iniciativa.

    El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo le fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo hacia el Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Ella afirma que la cruz de Cristo es parecida a la mesa del parto. El dolor de Jesús es comparado con el de una madre. Escribe: “La madre que me llevó en el seno sufrió fuertemente, al darme a luz, durante un día o una noche, pero tu, dulcísimo Señor, por mi fuiste atormentado no una noche o un día, sino durante más de treinta años […]; ¡cuán amargamente sufriste por causa mía durante toda la vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu trabajo fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió como en gotas de sangre que se derramaban por todo tu cuerpo hasta el suelo” (ibid., Meditazione I, 33, p. 59). Margarita, evocando los relatos de la pasión, contempla estos dolores con profunda compasión. Dice: “Tu fuiste depositado en el duro lecho de la cruz, de forma que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros como suele hacer un hombre que sufre un gran dolor, porque fuiste completamente extendido y te fueron clavados los clavos […] y […] fueron lacerados todos tus músculos y tus venas. […] Pero todos estos dolores […] aún no te bastaban, tanto que quisiste que tu costado fuese abierto por la lanza tan cruelmente que tu dócil cuerpo fuese totalmente arado y desgarrado; y tu sangra brotaba con tanta violencia que formaba un largo camino, casi como si fuese una gran corriente”. Refiriéndose a María afirma: “No era de maravillarse que la espada que te deshizo el cuerpo penetrara también en el corazón de tu gloriosa madre que tanto quería sostenerte […] porque tu amor fue superior a todos los demás amores” (ibid., Meditazione II, 36-39.42, p 60s).

    Queridos amigos, Margarita d’Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestro existir. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y d los demás. Con Margarita decimos también nosotros: “Dulce Señor, todo lo que realizaste, por amor mío y de todo el género humano, me lleva a amarte, pero el recuerdo de tu santísima pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por eso me parece […] haber encontrado lo que tanto he deseado: no amar otra cosa que a ti o en ti o por amor a ti” (ibid., Meditazione II, 46, p. 62).

    A primera vista esta figura de cartuja medieval, como toda su vida, su pensamiento, parecen muy lejanos de nosotros, de nuestra vida, de nuestra forma de pensar y actuar. Pero se miramos a lo esencial de esta vida, vemos que nos afecta también a nosotros y que debería ser esencial también en nuestra propia existencia.

    Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el que aparece también su propia conciencia. Y de este espejo entró luz en su alma: dejó entrar a la palabra, la vida de Cristo en su propio ser y así fue transformada; su conciencia fue iluminada, encontró criterios, luz y fue limpiada. Precisamente de esto necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que sea iluminada, comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; que sea iluminada y limpiada nuestra conciencia. La basura no está sólo en distintas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor es el que nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto sigamos a santa Margarita en esta mirada hacia Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la vida verdadera. Gracias.

 

 

santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa

(catequesis pronunciada el miércoles 27 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    En la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia copatrona de toda Europa. Esta mañana quisiera presentar su figura, su mensaje, y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar – aún hoy – a la Iglesia y al mundo.

    Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en 1373. Brígida había nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en Suecia, una nación del Norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la Santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.

Podemos distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.

    El primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es venerada como santa. Esto es un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus propios hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica era apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin de introducir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.

    Brígida, espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su propia familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera “iglesia doméstica”. Junto con su marido, adoptó la Regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad hacia los indigentes; fundó también un hospital. Junto a su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. A la vuelta de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, efectuado en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de un monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.

    Este primer periodo de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos definir una auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del Sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura consigue hacer recorrer al marido un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a sus propias familias con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor pueda suscitar también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar y educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.

    Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida. Renunció a otro matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta Santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, a la muerte de su marido, tras haber distribuido sus propios bienes a los pobres, aún sin acceder nunca a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título Revelationes extra vagantes (Revelaciones suplementarias).

    Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los que también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata de la narración de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela sobre la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, fue precisado por el Venerable Juan Pablo II en la Carta Spes Aedificandi: “Reconociendo la santidad de Brígida – escribe mi amado Predecesor – la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia interior” (n. 5).

    De hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos temas importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción, con detalles muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios por los hombres. En la boca del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas que, si fuese posible, quisiera morir muchas otras veces, por cada una de ellas, de la misma muerte que sufrí por la redención de todas” (Revelationes, Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la hizo Mediadora y Madre de misericordia, es un argumento que se repite a menudo en las Revelaciones.

    Recibiendo estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección por parte del Señor: “Hija mía – leemos en el primer libro de las Revelaciones – Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu corazón... más que todo lo que existe en el mundo” (c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y estaba firmemente convencida de ello, que todo carisma está destinado a edificar la Iglesia. Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones estaban dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que viviesen coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del Apóstol Pedro.

    En 1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a Roma. No sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador, y compuesta por monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no debe sorprendernos: en la Edad Media existían fundaciones monásticas con una rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma regla monástica, que preveía la dirección de la Abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce una dignidad propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.

    En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se fue en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida sintió siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más grande deseo: el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus hijos espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.

    Durante esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a la sede de Pedro, en la Ciudad Eterna.

    Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente a Roma. Fue sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la volvieron a llevar a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.

    La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y de las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, la hace una figura eminente en la historia de Europa. Procedente de Escandinavia, santa Brígida atestigua cómo el cristianismo había permeado profundamente la vida de todos los pueblos de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II auguró que santa Brígida – vivida en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental aún no había sido herida por la división – pueda interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de la plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse de sus propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, fiel discípula de Dios, copatrona de Europa.

 

 

Isabel de Hungría, la princesa entre los pobres

(catequesis pronunciada el miércoles 20 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas

    Hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

    Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.

    Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

    Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: “¡Mientras que no venda el castillo, estoy contento!”. En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

    El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.

    La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

    Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).

    Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.

    En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

    Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

 

Beata Angela de Foligno, de la penitencia al amor

(catequesis pronunciada el miércoles 13 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hoy quisiera hablaros de la beata Angela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se fascina por los momentos álgidos de experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la condujo desde el punto de partida, el “gran temor del infierno”, hasta su meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Angela no es ciertamente la de una ferviente discípula del Señor. Nacida hacia 1248 en una familia pudiente, quedó huérfana de padre y fue educada por su madre de forma más bien superficial. Fue introducida muy pronto en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con el que se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, hasta el punto de que se permitía burlarse de los llamados “penitentes” – muy difundidos en aquella época – es decir, de aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.

    Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias incidieron en la vida de Angela, la cual progresivamente fue tomando conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de cara a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Angela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el camino de la conversión conoce otro giro: la disolución de los vínculos afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre siguieron la de su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió sus bienes y en 1291 entró en la orden terciaria de san Francisco. Murió en Foligno el 4 de enero de 1309.

    El Libro della beata Angela da Foligno, en el que está recogida la documentación sobre nuestra Beata, narra esta conversión; indica los medios que le fueron necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las experiencias de Angela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras haberlas vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile confesor, el cual las transcribió fielmente, intentando después organizarlas en etapas, que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin conseguir ordenarlas plenamente (cfr Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto debido a que la experiencia de unión para la beata Angela supone una implicación total de los sentidos espirituales y corporales, y de lo que ella “comprende” durante sus éxtasis queda, por así decirlo, solo una “sombra” en su mente. “Escuché verdaderamente estas palabras – confiesa ella después de un rapto místico – pero lo que vi y comprendí, y que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las palabras que oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”. Angela de Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de forma imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le cuesta recoger estos eventos, “también a causa de su gran y admirable reserva respecto a sus dones divinos” (Ibid., p. 194). A la dificultad para expresar su experiencia mística se añade también la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar totalmente posesión de él. Así en Angela, que escribía a un hijo espiritual suyo: "Hijo mío, si vieras mi corazón, estarías absolutamente obligado a hacer todo lo que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío”. Resuenan aquí las palabras de san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo que vive en mi" (Gal 2,20).

    Consideremos entonces sólo algún "paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en realidad, es una premisa: "Fue el conocimiento del pecado, – como ella precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este pasaje lloró amargamente" (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este “temor” del infierno responde al tipo de fe que Angela tenía en el momento de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es decir, del amor de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Angela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz" que, desde el octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía del amor”. Cuenta el fraile confesor: “La fiel entonces me dijo: He tenido esta revelación divina: 'Tras las cosas que habéis escrito, haz escribir que quien quiera conservar la gracia no debe quitar los ojos del alma de la Cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito'" (Ibid., p. 143). Pero en esta fase Angela aún "no siente amor"; ella afirma: "El alma siente vergüenza y amargura y no experimenta aún el amor, sino el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.

    Angela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, al contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su voluntad la que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle su “nada”, el “no amor”. Como ella dirá: solo "el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que ésta reconozca sus propios defectos y la bondad divina […] Este amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no se puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a este amor no se puede mezclar algo de lo del mundo" (Ibid., p. 124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de Dios, que tiene la máxima expresión en Cristo: "Oh Dios mío – reza – hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor realizó, junto al amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor incomprensible! Más allá de este amor, que hizo que mi Dios se hiciese hombre para hacerme Dios, no hay amor más grande" (Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Angela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno, porque cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección cristiana, tanto más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de merecer el infierno.

    Y he aquí que, en su camino místico, Angela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su “indignidad” y de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su poseer la “verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su amor. En el octavo paso, ella dice: "Sin embargo, aún no comprendía si era más grande mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión y la penitencia, o más bien su crucifixión por mí" (Ibid., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, advertido en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente contempla con preferencia a Cristo crucificado, porque en esta visión ve realizado el equilibrio perfecto: en la cruz está el hombre-Dios, en un supremo acto de sufrimiento que es un acto supremo de amor. En la tercera Instrucción, la Beata insiste en esta contemplación y afirma: "Cuanto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. […] Por ello, cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él a través del amor. […] Lo que he dicho del amor […] lo digo también del dolor: el alma cuanto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se duele y es transformada en dolor” (Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con Él. La conversión de Angela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará a la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: "No hay nadie que puede dar excusas – afirma ella – porque cualquiera puede amar a Dios, y el no pide otra cosa al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor" (Ibid., p. 76).

    En el itinerario espiritual de Angela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la pasión", que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza” con Él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. En esta estupenda empresa Angela se implica totalmente, alma y cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones desde el principio al final, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en Él: "Oh hijos de Dios – recomendaba ella –, transformaos totalmente en el Dios-hombre de la pasión, que tanto os amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de un modo penosísimo y amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!" (Ibid., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella afirma – "a través de la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a través de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno" (Ibid., p. 293).

    De la conversión a la unión mística con el Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: "Cuanto más reces – afirma ella – tanto más serás iluminado; cuanto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás al Sumo Bien, al Ser sumamente bueno; cuanto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuanto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuanto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de comprenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque comprenderás que no puedes comprender" (Ibid., p. 184).

    Queridos hermanos y hermanas, la vida de la Beata Angela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Angela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.

 

santa Gertrudis la Grande

(catequesis pronunciada el miércoles 6 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas de las obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo “la Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y disponibilidad para socorrer a los necesitados.

    En Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico, sino también y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.

    Nació el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el Señor habría dicho: “La elegí por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la mueve” (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).

    A la edad de cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la preservó con paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos – escribe: “en una tal ceguera de mente que habría sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu no me hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de edad, habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada entre tus amigos más devotos” (Ibid., II, 23 140s).

    Gertrudis fue una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de toda expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta mucho sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música y el canto, el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente; reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.

    De estudiante pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes sobresale entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en campos diversos. Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y al menos así encontrar el camino para mostrarme tu salvación” (Ibid., II,1, p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano, Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que abrogaron todas las actas de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II,1, p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

    Desde aquel momento, su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía dirigirse al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

    Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular “conversión” suya: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define como negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve a llamar con su gracia “desde las cosas externas a la vida interior, y desde las ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales”. Gertrudis comprende que ha estado lejos de Él, en la región de la disimilitud, como dice san Agustín: de haberse dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión errónea y cerrar la boca a sus oponentes” (Ibid., I,1, p. 25).

    Gertrudis transforma todo esto en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades de la fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil y bienvenida para los teólogos y las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, también a causa de las circunstancias que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino amor” o “Las revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”, una rara joya de la literatura mística espiritual.

    En la observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …], firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su biógrafa (Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la presencia del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama: “¡Ay de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y reverencia de cuanta he tenido por estos dones tuyos!” (Ibid., II,5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a la voluntad de Dios, “porque – afirma – he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas para mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que el celo por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón” (Ibid., II,5, p. 100s).

    En particular, dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como escribe la propia Gertrudis: “Los estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con que lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta alegría que, aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino […]. A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría recomendar a su propia madre su esposa querida” (Ibid., II, 23, p. 145).

    Dirigida hacia la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: “Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido, estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi tránsito sea bendecido por tí, de modo que mi espíritu, libre de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen” (Esercizi, Milán 2006, p. 148).

    Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

 

 

santa Matilde de Hackeborn, “ruiseñor de Dios”

(catequesis pronunciada el miércoles 29 de septiembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hoy quisiera hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su hermana religiosa santa Gertrudis la Grande, en el VI libro de la obra Liber specialis gratiae (El libro de la gracia especial), en el que se narran las gracias especiales que Dios otorgó a santa Matilde, afirma así: “Lo que hemos escrito es bien poco en comparación con lo que hemos omitido. Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas cosas, porque nos parecería injusto mantener el silencio sobre tantas gracias que Matilde recibió de Dios no tanto para ella misma, en nuestro parecer, sino para nosotros y para los que vendrán después de nosotros” (Mechthild von Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).

    Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra hermana de Helfta y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual, unida a sufrimientos físicos. En estas condiciones confió a dos hermanas amigas las gracias singulares con las que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía que éstas lo anotaban todo. Cuando lo supo, se sintió profundamente angustiada y turbada. Pero el Señor la consoló, haciéndole comprender que cuanto se había escrito era para gloria de Dios y para bien del prójimo (cfr ibid., II,25; V,20). Así, esta obra es la fuente principal de la que obtener informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra Santa.

    Con ella nos introducimos en la familia del Barón de Hackeborn, una de las más nobles, ricas y poderosas de Turingia, emparentada con el emperador Federico II, y entramos en el monasterio de Helfta en el periodo más glorioso de su historia. El Barón había ya dado al monasterio una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231/1232 - 1291/1292), dotada de una destacada personalidad. Abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un florecimiento extraordinario como centro de mística y de cultura, escuela de formación científica y teológica. Gertrudis ofreció a las monjas una elevada instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad fundada en la Sagrada Escritura, en la Liturgia, en la tradición Patrística, en la Regla y espiritualidad cisterciense, con particular predilección por san Bernardo de Claraval y Guillermo de St-Thierry. Fue una verdadera maestra, ejemplar en todo, en la radicalidad evangélica y en el celo apostólico. Matilde, desde su juventud, acogió y gustó el clima espiritual y cultural creado por su hermana, ofreciendo después su impronta personal.

    Matilde nació en 1241 o 1242 en el castillo de Helfta; es la tercera hija del Barón. A los siete años con su madre, visitó a su hermana Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Quedó tan fascinada por ese ambiente que deseaba ardientemente formar parte de él. Entró como educanda y en 1258 se convirtió en monja del convento, que entre tanto se había transferido a Helfta, en la propiedad de los Hackeborn. Se distinguió por la humildad, fervor, amabilidad, limpieza e inocencia de vida, familiaridad e intensidad con que vivió su relación con Dios, la Virgen y los Santos. Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como “la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas, la voz de una suavidad maravillosa: todo la hacía adecuada para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos” (Ibid., Proemio). Así, “el ruiseñor de Dios” – como se la llamaba – aún muy joven, se convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro, y maestra de novicias, servicios que llevó a cabo con talento e infatigable celo, no sólo en beneficio de las monjas, sino de todo el que deseara acudir a su sabiduría y bondad.

    Iluminada por el don divino de la contemplación mística, Matilde compuso numerosas oraciones, Es maestra de fiel doctrina y de gran humildad, consejera, consoladora, guía en el discernimiento: “Ella – se lee – distribuía la doctrina con tanta abundancia que nunca se había visto en el monasterio, y tenemos, ¡ay! gran temor de que nunca vuelva a verse algo semejante. Las monjas se reunían a su alrededor para escuchar la palabra de Dios, como a un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y tenía, como don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio, sino también extraños, religiosos y seglares, llegados de lejos, atestiguaban que esta santa virgen les había liberado de sus penas y que nunca habían probado tanto consuelo como a su lado. Compuso además y enseñó tantas oraciones que si se reuniesen, superarían el volumen de un salterio” (Ibid., VI,1).

    En 1261 llegó al convento una niña de cinco años de nombre Gertrudis: fue confiada a los cuidados de Matilde, con apenas veinte años, que la educa y la guía en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo su discípula excelente, sino su confidente. En 1271 o 1272 entra en el monasterio también Matilde de Magdeburgo. El lugar acogió así a cuatro grandes mujeres – dos Gertrudis y dos Matildes –, gloria del monaquismo germánico. En su larga vida transcurrida en el monasterio, Matilde sufrió continuos e intensos sufrimientos, a los que añadió las durísimas penitencias elegidas para la conversión de los pecadores. De este modo participó en la pasión del Señor hasta el final de su vida (cfr ibid., VI, 2). La oración y la contemplación fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su servicio al prójimo, su camino en la fe y en el amor tienen aquí su raíz y su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae, las redactoras recogen las confidencias de Matilde señaladas en las fiestas del Señor, de los santos y, de modo especial, de la Beata Virgen. Es impresionante la capacidad que esta santa tenía de vivir la Liturgia en sus varios componentes, incluso los más sencillos, llevándola a la vida monástica cotidiana. Algunas imágenes, expresiones, aplicaciones quizás están alejadas de nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida monástica y su tarea de maestra y directora de coro, se nota su singular capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas a vivir intensamente, partiendo de la Liturgia, cada momento de la vida monástica.

    En la plegaria litúrgica Matilde dio particularmente relieve a las horas canónicas, a la celebración de la santa Misa, sobre todo a la santa Comunión. En ese momento a menudo se elevaba en éxtasis en una intimidad profunda con el Señor en su Corazón ardentísimo y dulcísimo, en un diálogo estupendo, en el que pedía iluminación interior, mientras intercedía de modo especial por su comunidad y por sus hermanas. En el centro están los misterios de Cristo hacia los cuales la Virgen María remite constantemente para caminar por el camino de la santidad: “Si deseas la verdadera santidad, estate cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que lo santifica todo” (Ibid., I,40). En esta intimidad suya con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los benefactores, los pecadores. Para ella Cielo y tierra se unen.

    Sus visiones, sus enseñanzas, las circunstancias de su existencia se describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Se capta así su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, su pan cotidiano. Recurre continuamente a ella, sea valorando los textos bíblicos leídos en la liturgia, sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes, personajes. Su predilección era por el Evangelio: “Las palabras del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su corazón sentimientos de tal dulzura que a menudo por el entusiasmo no podía terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente que suscitaba la devoción en todos. Así también, cuando cantaba en el coro, estaba toda absorta en Dios, transportada por tal ardor que a veces manifestaba sus sentimientos con los gestos... Otras veces, elevada en éxtasis, no oía a las que la llamaban o la movían y a duras penas recuperaba el sentido de las cosas exteriores” (Ibid., VI, 1). En una de sus visiones, Jesús mismo le recomienda el Evangelio; abriéndole la herida de su dulcísimo Corazón, le dijo:Considera cuán inmenso es mi amor: si quieres conocerlo bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el Evangelio. Nadie ha sentido nunca expresar sentimientos más fuertes y más tiernos que estos: Como mi Padre me ha amado, así os he amado yo (Jn. 15, 9)” (Ibid., I,22).

    Queridos amigos, la oración personal y litúrgica, especialmente la Liturgia de las Horas y la Santa Misa son la raíz de la experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la Sagrada Escritura y nutrir por el Pan eucarístico, Ella recorrió un camino de íntima unión con el Señor, siempre en la plena fidelidad a la Iglesia. Esto es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración cotidiana y la participación atenta, fiel y activa en la Santa Misa. La Liturgia es una gran escuela de espiritualidad.

    La discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero iluminados por la presencia de la Beatísima Trinidad, del Señor, de la Virgen, de todos los Santos, y también de su hermana de sangre Gertrudis. Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llevarla con Él, ella le pidió poder vivir un poco más en el sufrimiento por la salvación de las almas, y Jesús se complació por este ulterior signo de amor.

    Matilde tenía 58 años. Recorrió el último trecho del camino caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de santidad se difundieron ampliamente. Llegada su hora, “el Dios de Majestad ... única suavidad del alma que le ama ... le cantó: Venite vos, benedicti Patris mei ... Venid, vosotros benditos de mi Padre, venid a recibir el reino ... y la asoció a su gloria” (Ibid., VI,8).

    Santa Matilde de Hackeborn nos confía al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Invita a alabar al Hijo con el Corazón de la Madre y a alabar a María con el Corazón del Hijo: “¡Os saludo, oh Virgen veneradísima, en ese dulcísimo rocío, que del Corazón de la santísima Trinidad se difundió en vos; os saludo en la gloria y en el gozo con que ahora os alegráis eternamente, vos que con preferencia a todas las criaturas de la tierra y del cielo, fuisteis elegida antes aún de la creación del mundo! Amén” (Ibid., I, 45).

 

santa Hildegarda de Bingen, teóloga y artista

(catequesis pronunciada el miércoles 1 de septiembre de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

    Quisiera retomar y continuar la reflexión sobre santa Hildegarda de Bingen, importante figura femenina de la Edad Media, que se caracterizó por su sabiduría espiritual y santidad de vida. Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: al expresarse con las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba a la luz de Dios las Sagradas Escrituras, aplicándolas a las circunstancias de la vida. De este modo, todo los que la escuchaban se sentían invitados a vivir un estilo de existencia cristiana coherente y comprometido. En una carta a san Bernardo, la mística del Palatinado Renano confiesa: "La visión atrae todo mi ser: no sólo veo con los ojos del cuerpo, sino que se me aparece en el espíritu de los misterios... Conozco el significado profundo de lo que se expone en el Salterio, en los Evangelios, en los demás libros, que se me han mostrado en esta visión. Ésta quema como una llama en mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto" (Epistolarium pars prima I-XC: CCCM 91).

    Las visiones de Hildegarda están llenas de contenido teológico. Hacen referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación, y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su obra más famosa, titulada "Scivias", es decir, "Conoce los caminos", resume en treinta y cinco visiones los eventos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo al fin de los tiempos. Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, en la parte central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la Cruz se realizan las bodas del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, llena de gracias y que ha recibido la gracia de ser capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo (Cf.Visio tertiaPL 197, 453c).

    A partir de estas breves referencias vemos ya cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su inteligencia y sensibilidad propias. Aliento por este motivo a todas aquellas que desempeñan este servicio a realizarlo con profundo espíritu eclesial, alimentando la propia reflexión con la oración y teniendo en cuenta la gran riqueza, aún en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.

    La mística renana es autora también de otros escritos, dos de ellos particularmente importantes, porque muestran, como en "Scivias", sus visiones místicas: el "Liber vitae meritorum" (Libro de los méritos de la vida) y el "Liber divinorum operum" (Libro de las obras divinas), también llamado "De operatione Dei". En el primero, se describe una visión única y poderosa de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz. Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios y nos recuerda que toda la creación, de la que el ser humano es la cumbre, recibe la vida de la Trinidad. El texto está centrado en la relación entre virtud y vicios, de manera que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de los vicios, que le alejan en el camino hacia Dios y las virtudes que le favorecen. Es una invitación a alejarse del mal para glorificar a Dios y entrar, después de una existencia virtuosa, en la vida "llena de alegría".

    En el segundo libro, considerado por muchos su obra maestra, describe la creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, expresando un fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta cinco visiones inspiradas en el Prólogo del Evangelio de san Juan, refiere las palabras que el Hijo dirige al Padre: "Toda la obra que has querido y que me has encomendado, la he cumplido, y yo estoy en ti y tú en mi, y que somos una sola cosa" (Pars III, Visio XPL 197, 1025a).

    En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta una variedad de intereses y el dinamismo cultural de los monasterios femeninos de la Edad Media, a diferencia de los prejuicios que todavía hoy siguen extendiéndose sobre esa época. Hildegarda se dedicó a la medicina y a las ciencias naturales, así como a la música, pues tenía talento artístico. Compuso también himnos, antífonas y cantos, recogidos con el título Symphonia Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la Armonía de las Revelaciones Celestes), que eran gozosamente interpretados en los monasterios, difundiendo una atmósfera de serenidad, y que han llegado hasta nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo, que es en sí mismo alegría y júbilo.

    La popularidad que rodeaba a Hildegarda llevaba a muchas personas hacerle consultas. Por este motivo, disponemos de muchas de sus cartas. A ella se dirigían comunidades monásticas de hombres y mujeres, obispos y abades. Muchas de las respuestas siguen siendo válidas para nosotros. Por ejemplo, a una comunidad religiosa femenina Hildegarda le escribía: "La vida espiritual debe ser atendida con mucha dedicación. Al inicio el cansancio es amargo. Dado que exige la renuncia a los caprichos, al placer de la carne y a cosas semejantes. Pero, si se deja fascinar por la santidad, un alma santa experimentará como algo dulce y agradable el mismo desprecio del mundo. Sólo es necesario prestar atención inteligentemente a que el alma no se marchite" (E. Gronau,Hildegard. Vita di una donna profetica alle origini dell'età moderna, Milano 1996, p. 402). Y cuando el emperador Federico Barbarroja provocó un cisma eclesial oponiendo tres antipapas al Papa legítimo, Alejando III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle que también él, el emperador, estaba sometido al juicio de Dios. Con la audacia que caracteriza a todo profeta, escribió al emperador estas palabras de parte de Dios: "¡Atento, atento a esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha, rey, si quieres vivir! ¡De lo contrario mi espada te traspasará!" (Ibídem, p. 412).

    Con la autoridad espiritual de la que estaba dotada, Hildegarda viajó en los últimos años de su vida, a pesar de la edad avanzada y de las penosas condiciones de los desplazamientos. Todos la escuchaban con gusto, incluso cuando utilizaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a vivir en conformidad con su vocación. En particular, Hildegarda se opuso al movimiento de los cátaros alemanes. Los cátaros, literalmente "puros", propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los abusos del clero. Ella les reprendió con fuerza por querer subvertir la naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación de la comunidad eclesial no se consigue tanto con el cambio de las estructuras, como con un sincero espíritu de penitencia y un camino de conversión. Este es un mensaje que nunca debemos olvidar.

    Invoquemos siempre al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia mujeres santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que apreciando los dones recibidos de Dios, aporten su preciosa y peculiar contribución para el crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro tiempo.

 

“Quien reza se salva”, san Alfonso María Ligorio

(catequesis pronunciada el miércoles 30 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas,

    Hoy quisiera presentaros la figura de un santo Doctor de la Iglesia al que debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde. Es el autor de la letra y de la música de uno de los villancicos navideños más famosos de Italia: Tu scendi dalle stelle, además de otras muchas cosas.

    Perteneciente a una familia napolitana noble y rica, Alfonso María de Ligorio nació en 1696. Dotado de grandes cualidades intelectuales, con tan solo 16 años se graduó en derecho civil y canónico. Era el abogado más brillante del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las causas que defendió. Sin embargo, su alma tenía sed de Dios y estaba deseosa de la perfección, así el Señor le hizo comprender que era otra la vocación a la que lo llamaba. De hecho, en 1723, indignado por la corrupción y la injusticia que viciaban el ambiente que lo rodeaba, abandonó su profesión -y con ella la riqueza y el éxito- y decide convertirse en sacerdote, a pesar de la oposición paterna. Tuvo maestros excelentes que lo introdujeron en el estudio de las Sagradas Escrituras, de la Historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia cultura teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después, comienza su labor de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se entregó, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició la evangelización y la catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la que gustaba predicar, y a la que instruía en las verdades fundamentales de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se dirigió, a menudo se dedicaban a los vicios y realizaban acciones criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en el barrio más miserable de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de un catequista formado por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la ciudad, estas tomaron el nombre de “capillas nocturnas”. Esto fue una verdadera y propia fuente de educación moral, de saneamiento social, de ayuda recíproca entre los pobres: esto puso fin a robos, duelos, prostitución hasta casi desaparecer.

    Aunque si el contexto social y religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las “capillas nocturnas” son un modelo de acción misionera en el que nos podemos inspirar también hoy para “una nueva evangelización”, particularmente de los más pobres, y para construir una convivencia humana más justa, fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha confiado un deber de ministerio espiritual, mientras que los laicos bien formados pueden ser eficaces animadores cristianos, auténtica levadura evangélica en el seno de la sociedad.

    Después de haber pensado irse para evangelizar a los pueblos paganos, Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto con los agricultores y pastores de las regiones interiores del Reino de Nápoles, y estupefacto por su ignorancia religiosa y el estado de abandono en el que estaban, decidió dejar la capital y dedicarse a estas personas, que eran pobres espiritual y materialmente. En 1732 fundó la Congregación religiosa del Santísimo Redentor, que puso bajo la tutela del obispo Tommaso Falcoia, y de la que se convirtió en el superior. Estos religiosos, dirigidos por Alfonso, fueron auténticos misioneros itinerantes, que llegaron incluso a los pueblos más remotos, exhortando a la conversión y a la perseverancia en la vida cristiana sobre todo por medio de la oración. Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por tantos países del mundo, con nuevas formas de apostolado, continúan esta misión de evangelización. Pienso en ellos con reconocimiento, exhortándoles a ser siempre fieles al ejemplo de su Santo Fundador.

    Estimado por su bondad y por su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant'Agata dei Goti, ministerio que, dejó en 1775 por causa de las enfermedades que sufría, por concesión del Papa Pío VI. El mismo Pontífice, en 1787, exclamó, al recibir la noticia de su muerte, que se produjo con mucho sufrimiento, exclamó: “¡Era un santo!”. Y no se equivocaba: Alfonso fue canonizado en 1839, y en 1871 es declarado Doctor de la Iglesia. Este título se le concede por muchas razones. Antes que nada, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica hasta el punto de ser proclamado por el Papa Pío XII como “Patrón de todos los confesores y moralistas”. En su época, se difundió una interpretación muy rigurosa de la vida moral, quizás por la mentalidad jansenista, que antes que alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano al revelado por Jesús. San Alfonso, sobre todo en su obra principal titulada Teología Moral, propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo y interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que en la adhesión a la verdad y al bien, permiten la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y a los confesores, Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo, una actitud caritativa, comprensiva, dulce para que los penitentes se sintiesen acompañados, sostenidos, animados en su camino de fe y de vida cristiana. San Alfonso no se cansaba nunca de repetir que los sacerdotes son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral y -es necesario reconocerlo- de una cierta falta de estima hacia el Sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso es todavía de gran actualidad.

    Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. En estilo es simple y agradable. Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras de san Alfonso han contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los últimos dos siglos. Algunas de estas son textos que aportan grandes beneficios todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de María, Práctica de amor a Jesucristo, obra -esta última- que representa la síntesis de su pensamiento y de su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir cotidianamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda nuestra salvación está en el rezar”. De aquí su famoso axioma: “Quien reza se salva” “Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”. Obras Ascéticas II, Roma 1962, p. 171). Me viene a la mente, a este propósito, la exhortación de mi predecesor, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II: “nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas 'escuelas de oración'”... “Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral” (Carta Apostólica Novo Millenio ineunte, 33 y 34).

    Entre las formas de oración aconsejadas fervientemente por san Alfonso, destaca la visita al Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la adoración, breve o prolongada, personal o comunitaria, ante la Eucaristía. “Ciertamente -escribe Alfonso- entre todas las devociones esta de adorar a Jesús sacramentado es justo después de los sacramentos, la más querida por Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué bella delicia estar delante de una altar con fe.. presentando nuestras necesidades, como hace un amigo a otro con el que se tiene total confianza!” (“Visitas al Santísimo Sacramento, a María Santísima y a San José correspondientes a cada día del mes”. Introducción). La espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica, centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su predicación. En estos eventos, la Redención es ofrecida a todos los hombres “copiosamente”. Y justo porque es cristológica, la piedad alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María, Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: socia de la Redención y mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará en el momento de nuestra muerte. Estaba convencido que la meditación sobre nuestro destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la beatitud de Dios, así como la posibilidad trágica de la condenación, contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.

    San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que ha conquistado las almas predicando el Evangelio y administrando los Sacramentos, combinado con un modo de hacer basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión realista y optimista de los recursos del bien que el Señor da a cada hombre y dio importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo.

    En conclusión, quisiera recordar que nuestro santo, análogamente a san Francisco de Sales -del que hablé hace alguna semana- insiste en decir que la santidad es accesible a todos los cristianos: “El religioso por religioso, el seglar por seglar, el sacerdote por sacerdote, el casado por casado, el comerciante por comerciante, el soldado por soldado, y así hablando en todos los estados”(Práctica de amor a Jesucristo. Obras ascéticas I, Roma 1933, p. 79). Agradezcamos al Señor que, con su Providencia, suscita santos y doctores en lugares y tiempos diversos, que hablan el mismo lenguaje para invitarnos a crecer en la fe y a vivir con amor y con alegría nuestro ser cristianos en las sencillas acciones de cada día, para caminar en el camino de la santidad, en el camino hacia Dios y hacia la verdadera alegría. Gracias.

 

 

san Agustín de Hipona ( 9 enero 2008)

Los últimos días de san Agustín de Hipona (16 enero 2008)

Fe y razón en san Agustín de Hipona (30 enero 2008)

San Agustín vive en sus obras (20 febrero 2008)

la conversión de san Agustín (27 febrero 2008)

 

 

san Agustín de Hipona

(catequesis pronunciada el miércoles 9 de enero de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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    Queridos hermanos y hermanas:

    Después de las grandes festividades navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber dejado una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.

    Por su singular relevancia, san Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra, que de esta ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el año 395 hasta 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.

    Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI: «Se puede decir que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa se derivan corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición doctrinal de los siglos sucesivos» (AAS, 62, 1970, p. 426).

    Agustín es, además, el padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se concentrará en su vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en particular con las «Confesiones», su extraordinaria biografía espiritual escrita para alabanza de Dios, su obra más famosa.

    Las «Confesiones» constituyen precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad.

    Esta atención por la vida espiritual, por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una «cumbre» espiritual.

    Pero, volvamos a su vida. Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser catecúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana.

    Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe cristiana. Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes.

    Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.

    El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica, en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, lengua que hablaban sus paisanos.

    En Cartago, Agustín leyó por primera vez el «Hortensius», obra de Cicerón que después se perdería y que se enmarca en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá siendo ya obispo en las «Confesiones»: «Aquel libro cambió mis sentimientos» hasta el punto de que «de repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal» (III, 4, 7).

    Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, nada más leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque el estilo de la traducción al latín de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.

    En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.

    De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. La moral dualista también le atraía a san Agustín, pues comportaba una moral muy elevada para los elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era posible una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente si era joven.

    Se hizo, por tanto, maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y continuar con su carrera.

    De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, sumamente inteligente, que después estaría presente en su preparación al bautismo en el lago de Como, participando en esos «Diálogos» que san Agustín nos ha dejado. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.

    Siendo profesor de gramática en torno a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a Milán, donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.

    En Milán, Agustín se acostumbró a escuchar, en un primer momento con el objetivo de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido representante del emperador para Italia del norte. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su retórica. El contenido fue tocando cada vez más su corazón.

    El gran problema del Antiguo Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.

    Pronto, Agustín se dio cuenta de que la literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.

    Agustín continuó la lectura de los escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas de san Pablo. La conversión al cristianismo, el 15 de agosto de 386, se enmarcó por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que seguiremos hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al norte de Milán, al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los 32 años, Agustín fue bautizado por Ambrosio el 24 de abril de 387, durante la vigilia pascual en la catedral de Milán.

    Tras el bautismo, Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco después murió, destrozando el corazón del hijo.

    Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.

    Quería estar sólo al servicio de la verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.

    Continuando con la profundización en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, Agustín se convirtió en un obispo ejemplar con un incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, atendía a la formación del clero y a la organización de los monasterios femeninos y masculinos.

    En poco tiempo, el antiguo profesor de retórica se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: sumamente activo en el gobierno de su diócesis, con notables implicaciones también civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia.

    Y Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la «Vita Augustini» pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y pidió que colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín, quien falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. Dedicaremos los próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior.

 

 

Los últimos días de san Agustín de Hipona

(catequesis pronunciada el miércoles 16 de enero de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy, al igual que el miércoles pasado, quisiera hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por este motivo, el 26 de septiembre del año 426 reunió al pueblo en la Basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado par esta tarea. Dijo: «En esta vida, todos somos mortales, pero el último día de esta vida es siempre incierto para cada individuo. De todos modos, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia a la juventud; en la juventud a la edad adulta; en la edad adulta a la edad madura; en la edad madura a la vejez. Uno no está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo por voluntad de Dios llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora ha pasado mi juventud y ya soy viejo» (Carta 213, 1).

    En ese momento, Agustín pronunció el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo 23 veces: «¡Gracias sean dadas a Dios!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo Agustín sobre los propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las Sagradas Escrituras (Cf. Carta 213, 6).

    De hecho, siguieron cuatro años de extraordinaria actividad intelectual: concluyó obras importantes, emprendió otras no menos comprometedoras, mantuvo debates públicos con los herejes --siempre buscaba el diálogo-- promovió la paz en las provincias africanas insidiadas por las tribus bárbaras del sur.

    En este sentido, escribió al conde Dario, venido a África para superar las diferencias entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de las que se aprovechaban las tribus de los mauris para sus correrías: «Título de grande de gloria es precisamente el de aplastar la guerra con la palabra, en vez de matar a los hombres con la espada, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que se derrame la sangre» (Carta 229, 2).

    Por desgracia quedó decepcionada la esperanza de una pacificación de los territorios africanos: en mayo del año 429 los vándalos, enviados a África como desquite por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por otras ricas provincias africanas. En mayo y en junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30,1), rodeaban Hipona, asediándola.

    En la ciudad, también se había refugiado Bonifacio, quien, reconciliándose demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de Agustín: «Más que de costumbre, sus lágrimas eran su pan día y noche y, llegado ya al final de su vida, se arrastraba más que los demás en la amargura y en el luto su vejez» (Vida, 28,6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o expulsados; las iglesias sin sacerdotes o ministros, las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido ante las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros eran prisioneros, perdiendo la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, obligados por los enemigos a una esclavitud dolorosa y larga» (ibídem, 28,8).

    Si bien era anciano y estaba cansado, Agustín permaneció en primera línea, consolándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Hablaba de la «vejez del mundo» --y era verdaderamente viejo este mundo romano--, hablaba de esta vejez como ya lo había hecho años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.

    En la vejez, decía, abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Y lanzaba esta invitación: «no hay que negarse a rejuvenecer con Cristo, que te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (Cf. Sermón 81,8). Por eso  el cristiano no debe abatirse en las situaciones difíciles, sino tratar de ayudar al necesitado.

    Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Thiave, Honorato, quien le había pedido si, bajo la presión de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida. «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos tienen necesidad de quedarse, que no sean abandonados por quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salvan juntos o juntos soportan las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Carta 228, 2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ibídem, 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a través de los siglos, han acogido y hecho propio?

    Mientras tanto resistía la ciudad de Hipona. La casa-monasterio de Agustín había abierto sus puertas para acoger en el episcopado a las personas que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que ya era discípulo suyo, quien pudo de este modo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.

    «En el tercer mes de aquel asedio --narra-- se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29,3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pueda parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (Cf. ibídem, 31, 2).

    Cuanto más se agravaba su situación, más necesidad sentía el obispo de soledad y de oración: «Para no ser disturbado por nadie en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos venían a verle o cuando le llevaban la comida. Su voluntad fue cumplida fielmente y durante todo ese tiempo él aguardaba en oración» (ibídem,31, 3). Dejó de vivir el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente descansó en Dios.

    «Con motivo de la inhumación de su cuerpo --informa Posidio-- se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31,5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa hoy. Su primer biógrafo da este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas dedicadas a la continencia y a la obediencia de sus superiores, junto con las bibliotecas que contenían los libros y discursos de él y de otros santos, por los que se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre le encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).

    Es un juicio al que podemos asociarnos: en sus escritos también nosotros le «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual.

    En san Agustín que nos habla --me habla a mí en sus escritos--, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque realmente Cristo es ayer, hoy y para siempre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. De este modo, san Agustín nos anima a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.

 

 

Fe y razón en san Agustín de Hipona

(catequesis pronunciada el miércoles 30 de enero de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos amigos:

    Tras la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos volvemos hoy a retomar la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el décimo sexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem. El mismo Papa quiso definir este texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión». (Augustinum Hipponensem, 1). Quisiera afrontar el tema de la conversión en una próxima audiencia. Es un tema fundamental no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. El Evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: «Convertíos». Siguiendo el camino de san Agustín, podremos meditar sobre qué es esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.

    La catequesis de hoy está dedicada, por el contrario, al tema fe y razón, que es un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su razonabilidad y no quería una religión que no fuera expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y le llevó a alejarse de la fe católica. Pero su radicalidad era tal que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la misma verdad, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis última cosmológica, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.

    Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió Agustín tras su conversión, fe y razón son «las fuerzas que nos llevan a conocer» (Contra Academicos, III, 20, 43). En este sentido, siguen siendo famosas sus dos fórmulas (Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligascree para comprender») --creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad--, pero también y de manera inseparable, intellige ut credascomprende para creer»), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.

    Las dos afirmaciones de Agustín manifiestan con eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en el que la Iglesia católica ve su camino manifestado. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helénico. Sucesivamente en la historia esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón, de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.

    Precisamente esta cercanía de Dios al hombre fue experimentada con extraordinaria intensidad por Agustín. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir afuera --afirma el convertido--, «vuelve sobre ti mismo. La verdad habita en el hombre interior. Y si encuentras que su naturaleza es mutable, trasciéndete a ti mismo. Pero recuerda al hacerlo así que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete allí donde se enciende la luz misma de la razón» (De vera religione, 39, 72). Él mismo subraya en una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (I, 1, 1).

    La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú --reconoce Agustín (Confesiones, III, 6, 11)-- estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío», interior intimo meo et superior summo meo; hasta el punto de que, en otro pasaje, recordando el tiempo precedente a su conversión, añade: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me encontraba» (Confesiones, V, 2, 2). Precisamente porque Agustín vivió en primera persona este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta cercanía, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es «un gran enigma» (magna quaestio) y «un gran abismo» (grande profundum), enigma y abismo que sólo ilumina y colma Cristo. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a su verdadero yo, su verdadera identidad.

    El ser humano, subraya después Agustín en el De civitate Dei (XII, 27), es sociable por naturaleza pero antisociable por vicio, y es salvado por Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y «camino universal de la libertad y de la salvación», como ha repetido mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21): fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano, sigue afirmando Agustín en esa misma obra, «nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado, nadie será liberado» (De civitate Dei, X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella de modo que Agustín afirma: «Nos hemos convertido en Cristo. De hecho, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros, el hombre total es él y nosotros» (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).

    Pueblo de Dios y casa de Dios, la Iglesia, según la visión de Agustín, está por tanto ligada íntimamente al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente integrada en Cristo, quien, según afirma Agustín en una página hermosísima, «reza por nosotros, reza en nosotros, es rezado por nosotros como nuestro Dios: reconocemos por tanto en él nuestra voz y nosotros en él la suya» (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).

    En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem Juan Pablo II quiso preguntar al mismo santo qué podía decir a los hombres de hoy y responde sobre todo con las palabras que Agustín confió en una carta dictada poco después de su conversión: «Me parece que se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la verdad» (Epistulae, 1, 1); esa verdad que es Cristo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».

    De este modo Agustín encontró a Dios y durante toda su vida hizo su experiencia hasta el punto de que esta realidad --que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús--cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en todo tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.

 

San Agustín vive en sus obras

(catequesis pronunciada el miércoles 20 de febrero de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

    Tras la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada, volvemos hoy a presentar la gran figura de san Agustín, sobre quien ya he hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de éstas quiero hablar brevemente. Algunos de los escritos de Agustín son de importancia capital, y no sólo para la historia del cristianismo sino también para la formación de toda la cultura occidental: el ejemplo más claro son las «Confesiones», sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos todavía hoy. Al igual que varios padres de la Iglesia de los primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia, también el obispo de Hipona ejerció una influencia persistente, como se puede ver por la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que son extraordinariamente numerosas.

    Él mismo las revisó años antes de morir en las «Retractaciones» y poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el «Indiculus» (Índice), añadido por el fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín, «Vita Augustini». La lista de las obras de Agustín fue realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria, mientras la invasión de los vándalos se extendía por toda África romana y contabiliza 1.300 escritos numerados por su autor, junto con otros «que no pueden numerarse porque no puso ningún número». Obispo de una ciudad cercana, Posidio dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de Agustín. Hoy han sobrevivido más de 300 cartas del obispo de Hipona, y casi 600 homilías, pero éstas eran originalmente muchas más, quizá incluso entre 3.000 y 4.000, fruto de cuatro décadas de predicación del antiguo orador, que había decidido seguir a Jesús y dejar de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de Hipona.

    En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas homilías han enriquecido el conocimiento de este gran padre de la Iglesia. «Muchos libros --escribe Posidio-- fueron redactados por él y publicados, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, trascritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las Sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras --subraya el obispo amigo-- son tan numerosas que a duras penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas» («Vita Augustini», 18, 9).

    Entre la producción literaria de Agustín, por tanto, más de mil publicaciones divididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, así como las cartas y homilías, destacan algunas obras excepcionales de gran importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las «Confesiones», antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con Dios. Este género literario refleja la vida de san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, despistada en mil cosas, sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.

    Ya de por sí el título, «Confesiones», indica el carácter específico de esta biografía. Esta palabra «confessiones» en el latín cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos tiene dos significados, que se entrecruzan. «Confessiones» indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, «confessiones» significa alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza de Dios y en acción de gracias, pues Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.

    Él mismo escribió sobre estas «Confesiones», que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín: «Han ejercido sobre mí un gran impacto mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes les gustan estas obras» («Retractaciones», II, 6): y tengo que reconocer que yo también soy uno de estos «hermanos». Y gracias a las «Confesiones» podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado de Dios.

    Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son, además, las «Retractationes» [Revisiones], redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san Agustín, ya anciano, hace una «revisión» («retractatio») de toda su obra escrita, dejando así un documento literario singular y sumamente precioso, pero al mismo tiempo una enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.

    «De civitate Dei» [La Ciudad de Dios] obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita entre los años 413 y 426 en 22 libros. La ocasión era el saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos paganos, todavía en vida, así como muchos cristianos habían dicho: Roma ha caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden proteger la ciudad. Durante la presencia de las divinidades paganas, Roma era la «caput mundi», la gran capital, y nadie podía imaginar que cayera en manos de los enemigos. Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto, el Dios de los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra, el «De civitate Dei», aclarando qué es lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no podían esperar de Él, cuál es la relación entre la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia. Todavía hoy este libro es una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la gran esperanza que nos da la fe.

    Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad gobernada por la Providencia divina, pero actualmente dividida en dos amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre dos amores: el amor propio, «hasta llegar a menospreciar a Dios» y el amor a Dios «hasta llegar al desprecio de sí mismo», («De civitate Dei», XIV, 28), a la plena libertad de uno mismo a través de los demás a la luz de Dios. Este es quizá el libro más grande de san Agustín, de una importancia permanente.

    Asimismo es importante el «De Trinitate» [Sobre la Trinidad], obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trinitario, escrita en dos tiempos: entre los años 399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin que Agustín lo supiera, quien los completó hacia el año 420 y revisó la obra completa. En él reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio de Dios que es único, el único creador del mundo, de todos nosotros, y que sin embargo este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata de comprender el misterio insondable: precisamente su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.

    El «De doctrina Christiana» [Sobre la doctrina cristiana] es una auténtica introducción cultural a la interpretación de la Biblia y, en definitiva, al mismo cristianismo, que tuvo una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.

    A pesar de toda su humildad, Agustín fue ciertamente consciente de su propia talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel teológico. Su intención más profunda, que le guió durante toda su vida, se puede ver en una carta escrita al colega Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar de dictar por el momento los libros del «De Trinitate», «pues son demasiado cansados y creo que pueden ser entendidos por unos pocos; hacen más falta textos que esperamos que sean útiles para muchos»Epistulae», 169, 1, 1). Por tanto, para él era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que escribir grandes obras teológicas.

    La responsabilidad agudamente experimentada por la divulgación del mensaje cristiano se encuentra en el origen de escritos como el «De catechizandis rudibus», una teoría y también una aplicación de la catequesis, o el «Psalmus contra partem Donati». Los donatistas eran el gran problema de África y de san Agustín, un cisma que quería ser africano. Decían: la auténtica cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la Iglesia. Contra este cisma, el gran obispo luchó durante toda su vida, tratando de convencer a los donatistas de que sólo en la unidad incluso la africanidad puede ser verdadera. Y para que le entendieran los sencillos, que no podían comprender el gran latín del orador, dijo: tengo que escribir incluso con errores gramaticales, en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre todo en este «Psalmus», una especie de sencilla poesía contra los donatistas para ayudar a toda la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se realiza realmente nuestra relación con Dios y crece la paz en el mundo.

    En esta producción destinada a un gran público tiene una particular importancia el gran número de sus homilías, con frecuencia improvisadas, transcritas por taquígrafos durante la predicación e inmediatamente puestas en circulación. Entre éstas, destacan las bellísimas «Enarrationes in Psalmos», muy leídas en la Edad Media. La publicación de los miles de homilías de Agustín, con frecuencia sin control del autor, explica tanto su amplia difusión como su vitalidad. Inmediatamente las predicaciones del obispo de Hipona se convertían, por la fama del autor, en textos sumamente requeridos y eran utilizados también por los demás obispos y sacerdotes como modelos, adaptados siempre a nuevos contextos.

    En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo IV, representa a san Agustín con un libro en la mano, no sólo para expresar su producción literaria, que tanta influencia tuvo en el pensamiento de los cristianos, sino también para expresa su amor por los libros, por la literatura y el conocimiento de la gran cultura precedente. A su muerte no dejó nada, cuenta Posidio, pero «recomendaba siempre que se conservara para las futuras generaciones la biblioteca de la iglesia con todos sus códices», sobre todo los de sus obras. En éstas, subraya Posidio, Agustín está «siempre vivo» y es de utilidad para quien lee sus escritos, aunque como él dice, «creo que pudieron sacar más provecho de su contacto los que le pudieron ver y escuchar cuando hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de su vida cotidiana entre la gente» («Vita Augustini», 31). Sí, también para nosotros sería hermoso poderle sentir vivo. Pero está realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.

 

 

la conversión de san Agustín

(catequesis pronunciada el miércoles 27 de febrero de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Con el encuentro de hoy quisiera concluir la presentación de la figura de san Agustín. Tras detenernos en su vida, en sus obras, y en algunos aspectos de su pensamiento, hoy quisiera volver a recordar su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que hice a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este padre de la Iglesia. De este modo quise expresar el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo hacer visible mi personal devoción y reconocimiento por una figura a la que me siento sumamente unido por la importancia que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.

        Todavía hoy es posible recorrer las vivencias de san Agustín gracias sobre todo a «Las Confesiones», escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir la expresión personal del conocimiento de sí mismo. Pues bien, quien quiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, todavía hoy sumamente leído, se da cuenta fácilmente de que la conversión de Agustín no fue repentina ni tuvo lugar plenamente desde el inicio, sino que puede ser definida más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros.

        Este itinerario culminó ciertamente con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó con aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el profesor de retórica africano fue bautizado por el obispo Ambrosio. El camino de conversión de Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, hasta el punto de que se puede verdaderamente decir que sus diferentes etapas --se pueden distinguir fácilmente tres-- son una única y gran conversión.

La primera conversión

        San Agustín fue un buscador apasionado de la verdad: lo fue desde el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, él había recibido de la madre Mónica, con la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que había vivido en los años de juventud una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido el amor por el nombre del Señor con la leche materna, como él mismo subraya (Cf. «Las Confesiones», III, 4, 8).

        Pero la filosofía, sobre todo la de orientación platónica, también había contribuido a acercarle a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan alejado. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. Esta experiencia fue sintetizada por Agustín en una de las páginas más famosas de «Las Confesiones»: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, retirado en un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantinela, nunca antes escuchada: «tolle, lege, tolle, lege», «toma, lee, toma, lee» (VIII, 12,29). Entonces se acordó de la conversión de Antonio, padre del monaquismo, y con atención volvió a tomar un códice de san Pablo que poco antes tenía entre manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos en el que el apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (13, 13-14).

        Había comprendido que esa palabra, en aquel momento, se dirigía personalmente a él, procedía de Dios a través del apóstol y le indicaba qué es lo que tenía que hacer en ese momento. De este modo sintió cómo se despejaban las tinieblas de la duda y se era liberado para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta («Las Confesiones», VIII, 12,30). Esta fue la primera y decisiva conversión.

        El profesor de retórica africano llegó a esta etapa fundamental en su largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que le llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que Dios no estaba tan alejado como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era en último término un Dios al que se podía rezar, por el que se podía vivir y con el que se podía vivir.

La segunda conversión

        Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, algo que cada uno de nosotros siempre necesita. Pero el camino de Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387, como hemos dicho. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró en él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y de estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, a pesar suyo, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto era muy difícil para él, pero comprendió desde el inicio que sólo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación privada, podía realmente vivir con Cristo y por Cristo.

        De este modo, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, Agustín aprendió, a veces con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en la suya, desempeñando sin cansarse una generosa actividad, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es un ingente cargo y un gran peso, un enorme cansancio» («Sermón» 339, 4). Pero él cargó con este peso, comprendiendo que precisamente de este modo podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.

La tercera conversión

        Pero hay una última etapa en el camino de Agustín, una tercera conversión: es la que le llevó cada día de su vida a pedir perdón a Dios. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, llegaría a la vida propuesta por el Sermón de la Montaña: la perfección donada en el bautismo y reconfirmada por la Eucaristía.

        En la última parte de su vida comprendió que lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la Montaña --es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora este ideal permanentemente-- estaba equivocado. Sólo el mismo Cristo realiza verdadera y completamente el Sermón de la Montaña. Nosotros tenemos siempre necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por Él. Tenemos necesidad de conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.

        Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús le introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, quiso en los últimos años de su vida someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las «Retractationes» («revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama simplemente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He comprendido --escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19, 1-3)-- que sólo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la Montaña sólo son realizadas totalmente por uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario, todos nosotros, incluidos los apóstoles, tenemos que rezar cada día: "perdona nuestras ofensas así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"».

        Convertido a Cristo, que es verdad y amor, Agustín le siguió durante toda la vida y se convirtió en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros en la búsqueda de Dios. Por este motivo quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este grande enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est. Ésta, de hecho, tiene una gran deuda, sobre todo en su primera parte, con el pensamiento de san Agustín.

        También hoy, como en su época, la humanidad tiene necesidad de conocer y sobre todo de vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano. Un corazón en el que vive la esperanza --quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos--, para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Romanos, 8, 24). A la esperanza he querido dedicar mi segunda encíclica, Spe salvi, que también ha contraído una gran deuda con Agustín y su encuentro con Dios.

        Un escrito sumamente hermoso de Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por nuestra parte, tenemos que purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (Cf. San Agustín, «In Ioannis», 4, 6). Sólo ésta nos salva, abriéndonos además a los demás. Recemos, por tanto, para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en todo momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, que nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida.

 

santa Teresa del Niño Jesús y la ciencia del amor

(catequesis pronunciada el miércoles 6 de abril de 2011 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        Hoy querría hablaros de santa Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que vivió en este mundo sólo 24 años, a finales del s.XIX, llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se convirtió en una de las santas más conocidas y amadas. La “pequeña Teresa” no ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, los pequeños, los pobres, los que sufren, y que le rezan, pero también ha iluminado toda la Iglesia, con su profunda doctrina espiritual, hasta tal punto que el Venerable Juan Pablo II, en 1997, quiso darle el título de Doctora de la Iglesia, añadiéndolo el título de Patrona de las Misiones, que ya le otorgó Pío XI en 1939. Mi amado Predecesor la definió como “experta de la scientia amoris" (Novo Millennio ineunte, 27). Esta ciencia, que ve resplandecer en el amor toda la verdad de la fe, Teresa la expresa principalmente en el relato de su vida, publicado un año después de su muerte bajo el título de Historia de un alma. Es un libro que tuvo enseguida un enorme éxito, fue traducido a muchas lenguas y difundido en todo el mundo. Quisiera invitaros a redescubrir este pequeño-gran tesoro, ¡este luminoso comentario del Evangelio plenamente vivido! Historia de un alma, de hecho, ¡es una maravillosa historia de Amor, relatada con tal autenticidad, sencillez y frescura ante la que el lector no puede sino quedar fascinado!. Sin embargo, ¿cuál es este Amor que ha colmado toda la vida de Teresa, desde la infancia hasta su muerte? Queridos amigos, este Amor tiene un Rostro, tiene un Nombre, ¡es Jesús!. La santa habla continuamente de Jesús. Recorramos, entonces, las grandes etapas de su vida, para entrar en el corazón de su doctrina.

    Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, un ciudad de Normandía, en Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, beatificados los dos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, de estos cuatro murieron en edad temprana. Quedaron cinco hijas, que se hicieron religiosas todas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre (Ms A, 13r). El padre junto a las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrolló toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, sufriendo una enfermedad nerviosa grave, se curó gracias a una gracia divina, que ella misma definió como “la sonrisa de la Virgen” (ibid., 29v-30v). Recibió la Primera Comunión, vivida intensamente (ibid., 35r), y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.

    La “Gracia de la Navidad” del 1886 marcó el punto de inflexión, lo que ella llamó su “completa conversión” (ibid., 44v-45r). De hecho, se curó totalmente de su hipersensibilidad infantil e inició una “carrera de gigante”. A la edad de 14 años, Teresa se acercó cada vez más, con gran fe, a Jesús Crucificado, y se tomó muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente (ibid., 45v-46v). “Quería a toda costa impedirle que fuese al infierno”, escribió la Santa, con la certeza de que su oración lo habría puesto en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: “Tanta confianza tenía en la Misericordia Infinita de Jesús”, escribió. Con María Santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con “un corazón de madre” (cfr PR 6/10r).

    En noviembre de 1887, Teresa va de peregrinación a Roma junto a su padre y a su hermana Celina (ibid., 55v-67r). Para ella, el momento culminante es la Audiencia del Papa León XIII, al que pide el permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realizó: se hace carmelita, “para salvar las almas y rezar por los sacerdotes” (ibid., 69v). Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del Rostro de Jesús en su Pasión (ibid., 71rv).

    De esta manera, Su nombre de religiosa -sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz- expresa el programa de toda su vida, en la comunión con los Misterios centrales de la Encarnación y de la Redención. Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en la “pequeñez” del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: “¡Qué bella fiesta la Natividad de María para convertirme en la esposa de Jesús!” -escribe-. Era la pequeña Virgen Santa de un día, que presentaba su pequeña flor al pequeño Jesús (ibid., 77r). Para Teresa, ser religiosa significa ser esposa de Jesús y madre de las almas (cfr Ms B, 2v). El mismo día, la santa escribió una oración que indica la orientación de su vida: pide a Jesús el don de su Amor infinito, de ser la más pequeña, y sobre todo pide la salvación de todos los hombres: “Que ningún alma se condene hoy” (Pr 2). De gran importancia es su Oferta al Amor Misericordioso, hecha en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1985 (Ms A, 83v-84r; Pr 6): una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus hermanas siendo ya vicemaestra de novicias.

    Diez años después de la “Gracia de Navidad”, en 1896, llega la “Gracia de Pascua”, que abre el último periodo de la vida de Teresa, con el inicio de su pasión profundamente unida a la Pasión de Jesús; se trata de la Pasión del cuerpo, con la enfermedad que la condujo a la muerte a través de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión del alma, con una muy dolorosa prueba de la fe (Ms C, 4v-7v). Con María al lado de la Cruz de Jesús, Teresa vive ahora la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La Carmelita tiene la conciencia de vivir esta gran prueba para la salvación de todos los ateos del mundo moderno, llamados por ella “hermanos”. Vivió, entonces, más intensamente el amor fraterno (8r-33v): hacia las hermanas de su comunidad , hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los sacerdotes y todos los hombres, especialmente los más alejados. ¡Se convierte en una “hermana universal”!. Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: “Jesús, mi alegría es amarte a Ti” (P 45/7). En este contexto de sufrimiento, viviendo el más grande amor en las más pequeñas cosas de la vida cotidiana, la santa lleva a su total cumplimiento, su vocación de ser el Amor en el Corazón de la Iglesia (cfr Ms B, 3v).

    Teresa murió la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: “¡Dios mío, os amo!”, mirando el crucifijo que apretaba con sus manos. Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la respiración continua de su alma, como los latidos de su corazón. Las sencillas palabras: “Jesús, te amo” son el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la introduce en la Santísima Trinidad. Ella escribió: “Ah, tú lo sabes, Divino Jesús, Te amo,/ El espíritu de Amor me inflama con su fuego, /Y amándote a Ti, me atraigo al Padre” (P 17/2).

    Queridos amigos, también nosotros con santa Teresa del Niño Jesús, debemos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a Él y a los demás, aprender en la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es uno de los “pequeños” del Evangelio que se dejan llevar por Dios en la profundidad de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para los que, en el Pueblo de Dios, desarrollan el ministerio de teólogos. Con la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de las Sagradas Escrituras que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, nutrida por la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica. La ciencia de los santos, de hecho, de la que ella habla en la última página de Historia de un alma, es la ciencia más alta: “Todos los santos la han entendido y en particular, quizás, aquellos que llenaron el universo con la irradiación de la doctrina evangélica. ¿No es quizás, por la oración que los Santos Pablo, Agustín, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros ilustre Amigos de Dios obtuvieron esta ciencia divina que fascina a los genios más grandes?” (Ms C, 36r). Inseparable del Evangelio, la Eucaristía es para Teresa el Sacramento del Amor Divino que desciende hasta el extremo para levantarnos hasta Él. En su última Carta, la Santa escribe estas sencillas palabras sobre la imagen que representa Jesús Niño en la Hostia consagrada: “¡No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño! (…) ¡Yo lo amo! ¡De hecho, Él no es más que Amor y Misericordia!”(LT 266).

    En el Evangelio, Teresa descubre sobre todo la Misericordia de Jesús, hasta el punto de afirmar: “¡Él me ha dado su Misericordia infinita, a través de esta contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! (…) Y entonces todas me parecen radiantes de amor, la Justicia misma (y quizás mucho más que cualquier otra), me parece revestida de amor”(Ms A, 84r). Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de un alma: “Apenas hojeo el Santo Evangelio, enseguida respiro el perfume de la vida de Jesús y sé hacia donde correr... No es al primer lugar, sino al último al que me dirijo... Sí lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuanto ama al hijo pródigo que vuelve a Él” (Ms C, 36v-37r). “Confianza y Amor” son por tanto el punto final del relato de su vida, dos palabras que como faros, han iluminado todo su camino de santidad, para poder guiar a otros sobre su mismo “pequeño camino de confianza y amor”, de la infancia espiritual (cf Ms C, 2v-3r; LT 226). Confianza como la del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable por el compromiso fuerte, radical del verdadero amor, que es el don total de sí mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: “Amar es dar todo, y darse a sí mismo” (Perché ti amo, o Maria, P 54/22). Así teresa nos indica a todos nosotros que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al Amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, Su mismo amor por los demás.

 

San Pío X, modelo de pastor

(catequesis pronunciada el miércoles 18 de agosto de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)


 

¡Queridos hermanos y hermanas!

        Hoy quisiera detenerme en la figura de mi Predecesor san Pío X, cuya memoria litúrgica se celebra el sábado próximo, subrayando algunos de sus rasgos que pueden ser útiles también para los Pastores y los fieles de nuestra época.

        Giuseppe Sarto, así se llamaba, nacido en Riese (Treviso) en 1835 de familia campesina, tras los estudios en el Seminario de Padua fue ordenado sacerdote a los 23 años. Primero fue vicepárroco en Tombolo, luego párroco en Salzano, después canónico de la catedral de Treviso con el cargo de canciller episcopal y director espiritual del Seminario diocesano. En estos años de rica y generosa experiencia pastoral, el futuro Pontífice mostró ese profundo amor a Cristo y a la Iglesia, esa humildad y sencillez y esa gran caridad hacia los más necesitados, que fueron características de toda su vida. En 1884 fue nombrado obispo de Mantua y en 1893 Patriarca de Venecia. El 4 de agosto de 1903, fue elegido Papa, ministerio que aceptó con vacilación, porque no se consideraba a la altura de una tarea tan elevada.

        El Pontificado de san Pío X ha dejado un signo indeleble en la historia de la Iglesia, y se caracterizó por un notable esfuerzo de reforma, sintetizada en el lema Instaurare omnia in Christo, “Renovar todas las cosas en Cristo”. Sus intervenciones, de hecho, abarcaron los diversos ámbitos eclesiales. Desde el principio se dedicó a la reorganización de la Curia Romana; después dio luz verde a los trabajos de la redacción del Código de Derecho Canónico, promulgado por su sucesor Benedicto XV. Promovió, además, la revisión de los estudios y del iter de formación de los futuros sacerdotes, fundando también varios Seminarios regionales, equipados con buenas bibliotecas y profesores preparados. Otro sector importante fue el de la formación doctrinal del Pueblo de Dios. Desde los años en que era párroco había redactado él mismo un catecismo, y durante el episcopado en Mantua había trabajado para que se llegase a un catecismo único, si no universal, al menos italiano. Como auténtico pastor, había comprendido que la situación de la época, también por el fenómeno de la emigración, hacía necesario un catecismo al que todo fiel pudiera referirse independientemente del lugar y de las circunstancias de la vida. Como Pontífice preparó un texto de doctrina cristiana para la diócesis de Roma, que se difundió después en toda Italia y en el mundo. El Catecismo llamado “de Pío X” fue para muchos una guía segura en el aprendizaje de las verdades de la fe por su lenguaje sencillo, claro y preciso y por su eficacia expositiva.

        Notable atención dedicó a la reforma de la Liturgia, en particular de la música sacra, para llevar a los fieles a una vida de oración más profunda y a una participación en los Sacramentos más plena. En el Motu Proprio Tra le sollecitudini (1903), afirma que el verdadero espíritu cristiano tiene su primera e indispensable fuente en la participación activa en los sacrosantos misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia (cfr ASS 36[1903], 531). Por esto recomendó acercarse a menudo a los Sacramentos, favoreciendo la frecuencia cotidiana a la Santa Comunión, bien preparados, y anticipando oportunamente la Primera Comunión de los niños hacia los siete años de edad, “cuando el niño comienza a razonar”: dice así. (cfr S. Congr. de Sacramentis, Decretum Quam singulari : AAS 2[1910], 582).

        Fiel a la tarea de confirmar a los hermanos en la fe, san Pío X, frente a algunas tendencias que se manifestaron en el ámbito teológico a finales del siglo XIX y a principios del XX, intervino con decisión, condenando el Modernismo, para defender a los fieles de las concepciones erróneas y promover una profundización científica de la Revelación en consonancia con la Tradición de la Iglesia. El 7 de mayo de 1909, con la Carta apostólica Vinea electa, fundó el Pontificio Instituto Bíblico. Los últimos meses de su vida fueron amargados por el estallido de la guerra. El llamamiento a los católicos del mundo, lanzado el 2 de agosto de 1914 para expresar “el acerbo dolor” de aquella hora, era el grito sufriente del padre que ve a los hijos enfrentarse uno contra el otro. Murió poco después, el 20 de agosto, y su fama de santidad empezó a difundirse pronto entre en pueblo cristiano.

        Queridos hermanos y hermanas, san Pío X nos enseña a todos que en la base de nuestra acción apostólica, en los diversos campos en que trabajamos, debe haber siempre una íntima unión personal con Cristo, que hay que cultivar y acrecentar día tras día. Éste es el núcleo de toda su enseñanza, de todo su compromiso pastoral. Sólo si estamos enamorados del Señor, seremos capaces de llevar a los hombres a Dios y abrirles a Su amor misericordioso, y abrir así el mundo a la misericordia de Dios.

 

 

Santo Tomás, el “Doctor angélico”

Santo Tomás, defensor de la razón humana

Santo Tomás, maestro de vida también ahora

 

 

Santo Tomás, el “Doctor angélico”


(catequesis pronunciada el miércoles 2 de junio de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        Tras algunas catequesis sobre el sacerdocio y mis últimos viajes, volvemos hoy a nuestro tema principal, es decir, a la meditación sobre algunos grandes pensadores de la Edad Media. Habíamos visto últimamente la gran figura de san Buenaventura, franciscano, y hoy quisiera hablar de aquel que la Iglesia llama el Doctor communis: es decir santo Tomás de Aquino. Mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio recordó que santo Tomás “ha sido siempre propuesto por la Iglesia como maestro de pensamiento y modelo del modo recto de hacer teología” (n. 43). No sorprende que, después de san Agustín, entre los escritores eclesiásticos mencionados en el Catecismo de la Iglesia Católica, santo Tomás sea citado más que ningún otro, ¡hasta sesenta y una veces! Fue llamado también Doctor Angelicus, quizás por sus virtudes, en particular la sublimidad de su pensamiento y la pureza de su vida.

        Tomás nació entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia, noble y rica, poseía en Roccasecca, en las cercanías de Aquino, cerca de la célebre abadía de Montecassino, adonde fue enviado por sus padres para recibir los primeros elementos de su instrucción. Algún año después se trasladó a la capital del Reino de Sicilia, Nápoles, donde Federico II había fundado una prestigiosa Universidad. En ella se enseñaba, sin las limitaciones vigentes en otros lugares, el pensamiento del filósofo griego Aristóteles, al cual el joven Tomás fue introducido, y cuyo gran valor intuyó en seguida. Pero sobre todo, en aquellos años transcurridos en Nápoles, nació su vocación dominica. Tomás fue de hecho atraído por el ideal de la orden fundada no muchos años antes por santo Domingo. Con todo, cuando se revistió el hábito dominico, su familia se opuso a esta elección, y fue obligado a dejar el convento y a transcurrir algún tiempo en familia.

        En 1245, ya mayor de edad, pudo retomar su camino de respuesta a la llamada de Dios. Fue enviado a París para estudiar teología bajo la guía de otro santo, Alberto Magno, sobre el que hablé recientemente. Alberto y Tomás estrecharon una verdadera y profunda amistad y aprendieron a estimarse y a apreciarse, hasta el punto que Alberto quiso que su discípulo le siguiera también a Colonia, donde él había sido enviado por los superiores de la orden a fundar un estudio teológico. Tomás mantuvo entonces contacto con todas las obras de Aristóteles y de sus comentaristas árabes, que Alberto ilustraba y explicaba.

        En aquel periodo, la cultura del mundo latino estaba profundamente estimulada por el encuentro con las obras de Aristóteles, que habían sido ignoradas por mucho tiempo. Se trataba de escritos sobre la naturaleza del conocimiento, sobre ciencias naturales, sobre metafísica, sobre el alma y sobre la ética, ricas de informaciones y de intuiciones que parecían válidas y convincentes. Era toda una visión completa del mundo llevada a cabo sin y antes de Cristo, con la pura razón, y parecía imponerse a la razón como "la" visión misma; era, por tanto, una fascinación increíble para los jóvenes ver y conocer esta filosofía. Muchos acogieron con entusiasmo, incluso con entusiasmo acrítico, este enorme bagaje del saber antiguo, que parecía poder renovar ventajosamente la cultura, abrir totalmente nuevos horizontes. Otros, sin embargo, temían que el pensamiento pagano de Aristóteles estuviese en oposición a la fe cristiana, y rechazaban estudiarlo. Se encontraron dos culturas: la cultura pre-cristiana de Aristóteles, con su racionalidad radical, y la cultura clásica cristiana. Ciertos ambientes eran llevados al rechazo de Aristóteles también por la presentación que de este filósofo hacían los comentaristas árabes Avicena y Averroes. De hecho, fueron éstos los que transmitieron al mundo latino la filosofía aristotélica. Por ejemplo, estos comentaristas habían enseñado que los hombres no disponen de una inteligencia personal, sino que hay un único intelecto universal, una sustancia espiritual común a todos, que opera en todos como "única": por tanto, una despersonalización del hombre. Otro punto discutible transmitido por los comentaristas árabes era aquel según el cual el mundo es eterno como Dios. Se desencadenaron comprensiblemente disputas sin fin en el mundo universitario y en el eclesiástico. La filosofía aristotélica se iba difundiendo incluso entre la gente sencilla.

        Tomás de Aquino, en la escuela de Alberto Magno, llevó a cabo una operación de fundamental importancia para la historia de la filosofía y de la teología, diría que para la historia de la cultura: estudió a fondo a Aristóteles y a sus intérpretes, procurándose nuevas traducciones latinas de los textos originales en griego. Así no se apoyaba ya solo en los comentaristas árabes, sino que podía leer personalmente los textos originales, y comentó gran parte de las obras aristotélicas, distinguiendo en ellas lo que era válido de lo que era dudoso o rechazable del todo, mostrando la concordancia con los datos de la Revelación cristiana y utilizando amplia y agudamente el pensamiento aristotélico en la exposición de los escritos teológicos que compuso. En definitiva, Tomás de Aquino mostró que entre la fe cristiana y la razón subsiste una armonía natural. Y esta es la gran obra de Tomás, que en aquel momento de enfrentamiento entre dos culturas – ese momento en que parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón – mostró que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos.

        Por sus excelentes dotes intelectuales, Tomás fue llamado a París como profesor de teología en la cátedra dominica. Aquí comenzó también su producción literaria, que prosiguió hasta su muerte, y que tiene algo de prodigioso: comentarios a la Sagrada Escritura, porque el profesor de teología era sobre todo intérprete de la Escritura, comentarios a los escritos de Aristóteles, obras sistemáticas poderosas, entre las que sobresale la Summa Theologiae, tratados y discursos sobre diversos argumentos. Para la composición de sus escritos, era ayudado por algunos secretarios, entre ellos su hermano Reginaldo de Piperno, que le siguió fielmente y al que estuvo ligado por una amistad sincera y fraterna, caracterizada por una gran confianza. Esta es una característica de los santos: cultivaban la amistad, porque ésta es una de las manifestaciones más nobles del corazón humano y tiene en sí algo de divino, como Tomás mismo explicó en algunas quaestiones de la Summa Theologiae, en la que escribe: “La caridad es la amistad del hombre con Dios principalmente, y con los seres que le pertenecen" (II, q. 23, a.1).

        No permaneció durante mucho tiempo y de forma estable en París. En 1259 participó en el Capítulo General de los Dominicos a Valenciennes, donde fue miembro de una comisión que estableció el programa de estudios en la orden. De 1261 a 1265, después, Tomás estuvo en Orvieto. El Pontífice Urbano IV, que sentía por él una gran estima, le encargó la composición de los textos litúrgicos para la fiesta del Corpus Domini, que celebramos mañana, instituida después del milagro eucarístico de Bolsena. Tomás tuvo un alma exquisitamente eucarística. Los bellísimos himnos que la liturgia de la Iglesia canta para celebrar el misterio de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la Eucaristía se atribuyen a su fe y a su sabiduría teológica. Entre 1265 y 1268 Tomás residió en Roma, donde, probablemente, dirigía un Studium, es decir, una Casa de Estudios de la Orden, y donde comenzó a escribir su Summa Theologiae (cfr Jean-Pierre Torrell, Tommaso d’Aquino. L’uomo e il teologo, Casale Monf., 1994, pp. 118-184).

        En 1269 fue llamado de nuevo a París para un segundo ciclo de enseñanzas. Los estudiantes – se comprende – estaban entusiasmados con sus lecciones. Un ex-alumno suyo declaró que una grandísima multitud de estudiantes seguía los cursos de Tomás, tanto que las aulas no conseguían contenerles, y añadía, con una anotación personal, que "escucharle era para él una felicidad profunda". La interpretación de Aristóteles dada por Tomás no era aceptada por todos, pero incluso sus adversarios en el campo académico, como Godofredo de Fontaines, por ejemplo, admitían que la doctrina de fray Tomás era superior a otras por su utilidad y valor y servía de corrección a las de todos los demás doctores. Quizás también para sustraerle de las vivaces discusiones en curso, los superiores lo enviaron una vez más a Nápoles, para ponerse a disposición del rey Carlos I, que quería organizar los estudios universitarios.

        Además del estudio y la enseñanza, Tomás se dedicó también a la predicación al pueblo. Y también el pueblo iba de buen grado a escucharle. Diría que es verdaderamente una gracia grande cuando los teólogos saben hablar con sencillez y fervor a los fieles. El ministerio de la predicación, por otra parte, ayuda a los mismos expertos en teología a un sano realismo pastoral, y enriquece de estímulos vivaces su investigación.

        Los últimos meses de la vida terrena de Tomás permanecen rodeados de una atmósfera particular, diría misteriosa. En diciembre de 1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para comunicarle su decisión de interrumpir todo trabajo, porque durante la celebración de la Misa había comprendido, a raíz de una revelación sobrenatural, que cuanto había escrito hasta entonces era solo “un montón de paja". Es un episodio misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo la humildad personal de Tomás, sino también el hecho de que todo aquello que llegamos a pensar y a decir sobre la fe, por elevado y puro que sea, es infinitamente superado por la grandeza y por la belleza de Dios, que nos será revelada en plenitud en el Paraíso. Algún mes después, cada vez más absorto en una meditación pensativa, Tomás murió mientras estaba de viaje hacia Lyon, donde se dirigía para tomar parte en el Concilio Ecuménico proclamado por el Papa Gregorio X. Se apagó en la Abadía cisterciense de Fossanova, tras haber recibido el Viático con sentimientos de gran piedad.

        La vida y la enseñanza de santo Tomás de Aquino se podría resumir en un episodio recogido por los antiguos biógrafos. Mientras el santo, como era su costumbre, estaba en oración ante el crucifijo, por la mañana temprano en la Capilla de san Nicolás en Nápoles, Domingo de Caserta, el sacristán de la iglesia, sintió desarrollarse un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo respondió: “Tu has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?". Y la respuesta que Tomás dio es la que también nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisieramos decir siempre: “¡Nada más que a Ti, Señor!" (Ibid., p. 320).

 

Santo Tomás, defensor de la razón humana


(catequesis pronunciada el miércoles 16 de junio de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        Hoy quisiera continuar la presentación de santo Tomás de Aquino, un teólogo de tal valor que el estudio de su pensamiento fue explícitamente recomendado por el Concilio Vaticano II en dos documentos, el decreto Optatam totius, sobre la formación al sacerdocio, y la declaración Gravissimum educationis, que trata sobre la educación cristiana. Por lo demás, ya en 1880 el Papa León XIII, gran estimador suyo y promotor de estudios tomistas, quiso declarar a santo Tomás Patrón de las escuelas y de las universidades católicas.

        El motivo principal de este aprecio reside no solo en el contenido de su enseñanza, sino también en el método adoptado por él, sobre todo la nueva síntesis y distinción entre filosofía y teología. Los Padres de la Iglesia se encontraban enfrentados con diversas filosofías de tipo platónico, en las que se presentaba una visión completa del mundo y de la vida, incluyendo la cuestión de Dios y de la religión. En la confrontación con estas ideologías, ellos mismos habían elaborado una visión completa de la realidad, partiendo de la fe y usando elementos del platonismo, para responder a las cuestiones esenciales de los hombres. Esta visión, basada en la revelación bíblica y elaborada con un platonismo corregido a la luz de la fe, ellos la llamaban “nuestra filosofía”. La palabra "filosofía" no era por tanto expresión de un sistema puramente racional y, como tal, distinto de la fe, sino que indicaba una visión completa de la realidad, construida a la luz de la fe, pero hecha y pensada por la razón; una visión que, ciertamente, iba más allá de las capacidades propias de la razón, pero que, como tal, era también satisfactoria para ella. Para santo Tomás el encuentro con la filosofía pre-cristiana de Aristóteles (muerto hacia el 322 a.C.) abría una perspectiva nueva. La filosofía aristotélica era, obviamente, una filosofía elaborada sin conocimiento del Antiguo y del Nuevo Testamento, una explicación del mundo sin revelación, por la sola razón. Y esta racionalidad consiguiente era convincente. Así la vieja forma de "nuestra filosofía" de los Padres ya no funcionaba. La relación entre filosofía y teología, entre fe y razón, había que volver a pensarla. Existía una "filosofía" completa y convincente en sí misma, una racionalidad que precedía a la fe, y luego la "teología", un pensar con la fe y en la fe. La cuestión urgente era esta: el mundo de la racionalidad, la filosofía pensada sin Cristo, y el mundo de la fe, ¿son compatibles? ¿O se excluyen? No faltaban elementos que afirmaban la incompatibilidad entre los dos mundos, pero santo Tomás estaba firmemente convencido de su compatibilidad – es más, que la filosofía elaborada sin conocimiento de Cristo casi esperaba la luz de Jesús para ser completa. Esta fue la gran “sorpresa” de santo Tomás, que determinó su camino de pensador. Mostrar esta independencia entre filosofía y teología y, al mismo tiempo, su recíproca racionalidad, fue la misión histórica del gran maestro. Y así se entiende que, en el siglo XIX , cuando se declaraba fuertemente la incompatibilidad entre razón moderna y fe, el papa León XIII indicara a santo Tomás como guía en el diálogo entre una y otra. En su trabajo teológico, santo Tomás supone y concreta esta racionalidad. La fe consolida, integra e ilumina el patrimonio de verdad que la razón humana adquiere. La confianza que santo Tomás otorga a estos dos instrumentos del conocimiento – la fe y la razón – puede ser reconducida a la convicción de que ambas proceden de una única fuente de verdad, el Logos divino, que opera tanto en el ámbito de la creación como en el de la redención.

        Junto con el acuerdo entre razón y fe, se debe reconocer, por otra parte, que éstas se valen de procedimientos cognoscitivos diferentes. La razón acoge una verdad en virtud de su evidencia intrínseca, mediata o inmediata; la fe, en cambio, acepta una verdad en base a la autoridad de la Palabra de Dios que se revela. Escribe santo Tomás al principio de su Summa Theologiae: "El orden de las ciencias es doble: algunas proceden de principios conocidos mediante la luz natural de la razón, como las matemáticas, la geometría y similares; otras proceden de principios conocidos mediante una ciencia superior: como la perspectiva procede de principios conocidos mediante la geometría, y la música desde principios conocidos mediante las matemáticas. Y de esta forma la sagrada doctrina (es decir, la teología) es ciencia que procede de los principios conocidos a través de la lumbre de una ciencia superior, es decir, la ciencia de Dios y de los santos”(I, q. 1, a. 2).

        Esta distinción asegura la autonomía tanto de las ciencias humanas, como de las ciencias teológicas. Ésta sin embargo no equivale a separación, sino que implica más bien una colaboración recíproca y ventajosa. La fe, de hecho, protege a la razón de toda tentación de desconfianza en sus propias capacidades, la estimula a abrirse a horizontes cada vez más amplios, tiene viva en ella la búsqueda de los fundamentos y, cuando la propia razón se aplica a la esfera sobrenatural de la relación entre Dios y el hombre, enriquece su trabajo. Según santo Tomás, por ejemplo, la razón humana puede por supuesto llegar a la afirmación de la existencia de un solo Dios, pero solo la fe, que acoge la Revelación divina, es capaz de llegar al misterio del Amor de Dios Uno y Trino.

        Por otra parte, no es solo la fe la que ayuda a la razón. También la razón, con sus medios, puede hacer algo importante por la fe, haciéndole un triple servicio que santo Tomás resume en el prólogo de su comentario al De Trinitate de Boecio: "Demostrar los fundamentos de la fe: explicar mediante similitudes las verdades de la fe; rechazar las objeciones que se levantan contra la fe” (q. 2, a. 2). Toda la historia de la teología es, en el fondo, el ejercicio de este empeño de la inteligencia, que muestra la inteligibilidad de la fe, su articulación y armonía internas, su racionabilidad y su capacidad de promover el bien del hombre. La corrección de los razonamientos teológicos y su significado cognoscitivo real se basan en el valor del lenguaje teológico, que es, según santo Tomás, principalmente un lenguaje analógico. La distancia entre Dios, el Creador, el ser de sus criaturas es infinita; la disimilitud es siempre más grande que la similitud (cfr DS 806). A pesar de ello, en toda la diferencia entre Creador y criatura, existe una analogía entre el ser de lo creado y el ser del Creador, que nos permite hablar con palabras humanas sobre Dios.

        Santo Tomás fundó la doctrina de la analogía, además de sus argumentaciones exquisitamente filosóficas, también en el hecho de que con la Revelación Dios mismo nos ha hablado y nos ha autorizado, por tanto, a hablar de Él. Considero importante recordar esta doctrina. Esta, de hecho, nos ayuda a superar algunas objeciones del ateísmo contemporáneo, que niega que el lenguaje religioso esté provisto de un significado objetivo, y sostiene en cambio que tenga sólo un valor subjetivo o simplemente emotivo. Esta objeción resulta del hecho de que el pensamiento positivista está convencido de que el hombre no conoce el ser, sino sólo las funciones experimentales de la realidad. Con santo Tomás y con la gran tradición filosófica nosotros estamos convencidos de que, en realidad, el hombre no conoce solo las funciones, objeto de las ciencias naturales, sino que conoce algo del ser mismo – por ejemplo, conoce a la persona, al Tu del otro, y no sólo el aspecto físico y biológico de su ser.

        A la luz de esta enseñanza de santo Tomás, la teología afirma que, aun siendo limitado, el lenguaje religioso está dotado de sentido – porque tocamos el ser –, como una flecha que se dirige hacia la realidad que significa. Este acuerdo fundamental entre razón humana y fe cristiana es visto en otro principio fundamental del pensamiento del Aquinate: la Gracia divina no anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta última, de hecho, incluso después del pecado, no está completamente corrompida, sino herida y debilitada. La Gracia, dada por Dios y comunicada a través del Misterio del Verbo encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la naturaleza es curada, potenciada y ayudada a perseguir el deseo innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas, transformadas y elevadas por la Gracia divina.

        Una importante aplicación de esta relación entre la naturaleza y la Gracia se descubre en la teología moral de santo Tomás de Aquino, que resulta de gran actualidad. En el centro de su enseñanza en este campo, él pone la ley nueva, que es la ley del Espíritu Santo. Con una mirada profundamente evangélica, insiste en el hecho de que esta ley es la Gracia del Espíritu Santo dada a aquellos que creen en Cristo. A esta Gracia se une la enseñanza escrita y oral de las verdades doctrinales y morales, transmitidas por la Iglesia. Santo Tomás, subrayando el papel fundamental, en la vida moral, de la acción del Espíritu Santo, de la Gracia, de la que brotan las virtudes teologales y morales, hace comprender que todo cristiano puede alcanzar las altas perspectivas del “Sermón de la Montaña” si vive una relación auténtica de fe en Cristo, si se abre a la acción de su Santo Espíritu. Pero – añade el Aquinate – "aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, con todo la naturaleza es más esencial para el hombre” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3), por lo que, en la perspectiva moral cristiana, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de discernir la ley moral natural. La razón puede reconocerla considerando lo que es bueno hacer y lo que es bueno evitar para conseguir esa felicidad que está en el corazón de cada uno, y que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en la naturaleza humana. La Gracia divina acompaña, sostiene y empuja el compromiso ético, pero, de por sí, según santo Tomás, todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las leyes positivas, es decir, las que emanan las autoridades civiles y políticas para regular la convivencia humana.

        Cuando la ley natural y la responsabilidad que esta implica se niegan, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político. La defensa de los derechos universales del hombre y la afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona postulan un fundamento. ¿No es precisamente la ley natural este fundamento, con los valores no negociables que ésta indica? El Venerable Juan Pablo II escribía en su Encíclica Evangelium vitae palabras que siguen siendo de gran actualidad: "Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover. " (n. 71).

        En conclusión, Tomás nos propone un concepto de la razón humana amplio y confiado: amplio porque no está limitado a los espacios de la llamada razón empírico-científica, sino abierto a todo el ser y por tanto también a las cuestiones fundamentales e irrenunciables del vivir humano; y confiado porque la razón humana, sobre todo si acoge las inspiraciones de la fe cristiana, promueve una civilización que reconoce la dignidad de la persona, la intangibilidad de sus derechos y a fuerza de sus deberes. No sorprende que la doctrina sobre la dignidad de la persona, fundamental para el reconocimiento de la inviolabilidad de los derechos del hombre, haya madurado en ambientes de pensamiento que recogieron la herencia de santo Tomás de Aquino, el cual tenía un concepto altísimo de la criatura humana. La definió, con su lenguaje rigurosamente filosófico, como "lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza racional” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3).

        La profundidad del pensamiento de santo Tomás de Aquino brota – no lo olvidemos nunca – de su fe viva y de su piedad fervorosa, que expresaba en oraciones inspiradas, como esta en la que pide a Dios: “Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte".

 

 

Santo Tomás, maestro de vida también ahora


(catequesis pronunciada el miércoles 23 de junio de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas,

        Quisiera hoy completar, con una tercera parte, mis catequesis sobre santo Tomás de Aquino. Aún a más de setecientos años de distancia de su muerte, podemos aprender mucho de él. Lo recordaba también mi predecesor, el papa Pablo VI, quien, en un discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974, con ocasión del séptimo centenario de la muerte de santo Tomás, se preguntaba: “Maestro Tomás, ¿qué lección nos puedes dar?”. Y respondía así: “la confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, como él lo defendió, expuso, abrió a la capacidad cognoscitiva de la mente humana" (Enseñanzas de Pablo VI, XII[1974], pp. 833-834). Y, en el mismo día, en Aquino, refiriéndose siempre a santo Tomás, afirmaba: “todos, cuantos somos hijos fieles de la Iglesia, podemos y debemos, al menos en alguna medida, ser sus discípulos" (Ibid., p. 836).

        Pongámonos también nosotros en la escuela de santo Tomás y de su obra maestra, la Summa Theologiae. Ésta quedó incompleta, y con todo es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669 artículos. Se trata de un razonamiento compacto, en el que la aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe procede con claridad y profundidad, entretejiendo preguntas y respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza que viene de la Sagrada Escritura y de los Padre de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. En esta reflexión, en el encuentro con verdaderas preguntas de su tiempo, que son a menudo también preguntas nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y el pensamiento de los filósofos antiguos, en particular Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y pertinentes de las verdades de fe, donde la verdad es don de la fe, resplandece y se nos hace accesible a nosotros, a nuestra reflexión. Este esfuerzo, sin embargo, de la mente humana – recuerda el Aquinate con su propia vida – está siempre iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios puede también comprender lo que dicen.

        En la Summa de Teología, santo Tomás parte del hecho de que hay tres formas diversas del ser y de la esencia de Dios: Dios existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas, por lo que todas las criaturas proceden y dependen de Él; después Dios está presente a través de su Gracia en la vida y en la actividad del cristiano, de los santos; finalmente, Dios está presente de modo totalmente especial en la Persona de Cristo, unido aquí realmente con el hombre Jesús, y operante en los sacramentos, que brotan de su obra redentora. Por eso, la estructura de esta monumental obra (cfr. Jean-Pierre Torrell, La «Summa» di San Tommaso, Milano 2003, pp. 29-75), una búsqueda con “mirada teológica” de la plenitud de Dios (cfr. Summa Theologiae, Ia, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, e ilustrada por el mismo Doctor Communis – santo Tomás – con estas palabras: “El fin principal de la sagrada doctrina es el de hacer conocer a Dios, y no sólo en sí mismo, sino también en cuanto que es principio y fin de las cosas, y especialmente de la criatura racional. En el intento de exponer esta doctrina, trataremos en primer lugar de Dios; en segundo lugar, del movimiento de la criatura hacia Dios; y en tercer lugar, de Cristo, el cual, en cuanto hombre, es para nosotros camino para ir a Dios" (Ibid., I, q. 2). Es un círculo: Dios en sí mismo, que sale de sí mismo y nos toma de la mano, de modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y Dios será todo en todos.

        La primera parte de la Summa Theologiae indaga por tanto sobre Dios en sí mismo, sobre el misterio de la Trinidad y sobre la actividad creadora de Dios. En esta parte encontramos también una profunda reflexión sobre la realidad auténtica del ser humano en cuanto que salido de las manos creadoras de Dios, fruto de su amor. Por una parte somos un ser creado, dependiente, no venimos de nosotros mismos; por la otra, tenemos una verdadera autonomía, de modo que somos no solo algo aparente – como dicen algunos filósofos platónicos – sino una realidad querida por Dios como tal, y con valor en sí misma.

        En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, empujado por la Gracia, en su aspiración a conocer y a amar a Dios para ser feliz en el tiempo y en la eternidad. En primer lugar, el Autor presenta los principios teológicos del actuar moral, estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar actos buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones, a las que se añade la fuerza que da la Gracia de Dios a través de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, como también la ayuda que es ofrecida también por la ley moral. Por tanto el ser humano es un ser dinámico que se busca a sí mismo, intenta ser él mismo y busca, en este sentido, realizar actos que le construyen, le hacen verdaderamente hombre; y aquí entra la ley moral, entra la Gracia y la propia razón, la voluntad y las pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás delinea la fisionomía del hombre que vive según el Espíritu y que se convierte, así, en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene a estudiar las tres virtudes teologales – fe, esperanza y caridad – seguidas del agudo examen de más de cincuenta virtudes morales, organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales – la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. Termina después con la reflexión sobre las diversas vocaciones en la Iglesia.

        En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio de Cristo – el camino y la verdad – por medio del cual podemos volver a unirnos a Dios Padre. En esta sección escribe páginas hasta ahora no superadas sobre el Misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús, añadiendo después un amplio tratado sobre los siete Sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado extiende los beneficios de la Encarnación para nuestra salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida eterna, permanece materialmente casi presente con las realidades de la creación, nos toca así en lo más íntimo.

        Hablando de los Sacramentos, santo Tomás se detiene de modo particular en el Misterio de la Eucaristía, por el que tuvo una grandísima devoción, hasta el punto de que, según sus antiguos biógrafos, acostumbraba a acercar su cabeza al Tabernáculo, como para oír palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una obra suya de comentario a la Escritura, santo Tomás nos ayuda a entender la excelencia del Sacramento de la Eucaristía, cuando escribe: "Siendo la Eucaristía el sacramento de la Pasión de nuestro Señor, contiene en sí a Jesucristo que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es efecto de la Pasión de nuestro Señor, es también efecto de este sacramento, no siendo este otra cosa que la aplicación en nosotros de la Pasión del Señor" (In Ioannem, c.6, lect. 6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo Tomás y otros santos celebraban la Santa Misa derramando lágrimas de compasión por el Señor, que se ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de alegría y gratitud.

        Queridos hermanos y hermanas, en la escuela de los santos, ¡enamorémonos de este Sacramento! ¡Participemos en la Santa Misa con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales, alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser incesantemente alimentados por la Gracia divina! ¡Entretengámonos de buen grado y con frecuencia, de tu a tu, en compañía del Santísimo Sacramento!

        Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras teológicas mayores, como en la Summa Theologiae, también la Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación, dirigida a los estudiantes y a los fieles. En 1273, un año antes de su muerte, durante toda la Cuaresma, predicó en la iglesia de Santo Domingo el Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones fue recogido y conservado: son los Opúsculos en los que explica el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre Nuestro, ilustra el Decálogo y comenta el Ave María. El contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde casi del todo a la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica. De hecho, en la catequesis y en la predicación, en un tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la evangelización, no deberían faltar nunca estos argumentos fundamentales: lo que nosotros creemos, y ahí está el Símbolo de la fe; lo que nosotros rezamos, y ahí está el Padre Nuestro y el Ave María; y lo que nosotros vivimos como nos enseña la Revelación bíblica, y ahí está la ley del amor de Dios y del prójimo y los Diez Mandamientos, como explicación de este mandato del amor.

        Quisiera proponer algún ejemplo del contenido, sencillo, esencial y convincente, de la enseñanza de santo Tomás. En su Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de la fe. Por medio de ella, dice, el alma se une a Dios, y se produce como un germen de vida eterna; la vida recibe una orientación segura, y nosotros superamos ágilmente las tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque hace caer en algo que no cae bajo la experiencia de los sentidos, santo Tomás ofrece una respuesta muy articulada, y recuerda que esta es una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y no puede conocer todo. Sólo en el caso en que pudiésemos conocer perfectamente todas las cosas visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar las verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible vivir, observa santo Tomás, sin confiar en la experiencia de los demás, allí donde no llega el conocimiento personal. Es razonable por tanto tener a Dios que se revela y en el testimonio de los Apóstoles: estos eran pocos, sencillos y pobres, afligidos con motivo de la Crucifixión de su Maestro; y sin embargo muchas personas sabias, nobles y ricas se convirtieron a la escucha de su predicación. Se trata, en efecto, de un fenómeno históricamente prodigioso, al que difícilmente se puede dar otra respuesta razonable, si no la del encuentro de los Apóstoles con el Señor Resucitado.

        Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del Verbo divino, santo Tomás hace algunas consideraciones. Afirma que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación, llega a reforzarse; la esperanza se eleva más confiada, al pensamiento de que el Hijo de Dios vino entre nosotros, como uno de nosotros, para comunicar a los hombres su propia divinidad; la caridad se reaviva, porque no hay signo más evidente del amor de Dios por nosotros, como ver al Creador del universo hacerse él mismo criatura, uno de nosotros. Finalmente, considerando el misterio de la Encarnación de Dios, sentimos inflamarse nuestro deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Poniendo un sencillo pero eficaz ejemplo, santo Tomás observa: “Si el hermano de un rey estuviese lejos, ciertamente ansiaría poder vivir cerca de él. Y bien, Cristo es nuestro hermano: debemos por tanto desear su compañía, ser un solo corazón con él" (Opúsculos teológico-espirituales, Roma 1976, p. 64).

        Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra que esta es en sí perfecta, teniendo las cinco características que una oración bien hecha debería tener: abandono confiado y tranquilo; conveniencia de su contenido, porque – observa santo Tomás – “es muy difícil saber exactamente lo que es oportuno pedir o no, desde el momento en que tenemos dificultad frente a la selección de los deseos" (Ibid., p. 120); y después orden apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de la humildad.

        Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la Virgen. La definió con un apelativo estupendo: Triclinium totius Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad encuentra su reposo, porque, con motivo de la Encarnación, en ninguna criatura, como en Ella, las tres divinas Personas inhabitan y encuentran delicia y alegría en vivir en su alma llena de Gracia. Por su intercesión podemos obtener toda ayuda.

        Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás y que, en todo caso, refleja los elementos de su profunda devoción mariana, también nosotros decimos: "Oh beatísima y dulcísima Virgen María, Madre de Dios..., yo confío a tu corazón misericordioso toda mi vida... Obtenme, o Dulcísima Señora mía, caridad verdadera, con la que pueda amar con todo el corazón a tu santísimo Hijo y a tí, después de él, sobre todas las cosas, y al prójimo en Dios y por Dios”.

 

 

Alberto Magno, el científico y el santo

(catequesis pronunciada el miércoles 24 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)


 

Queridos hermanos y hermanas,

        Uno de los más grandes maestros de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de “grande” (magnus), con el que ha pasado a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que él asoció a la santidad de la vida. Pero ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió "asombro y milagro de nuestra época".

        Nació en Alemania a principio del siglo XIII, y aún muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de las más famosas universidades de la Edad Media. Se dedicó al estudio de las llamadas “artes liberales”: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general, manifestando ese típico interés por las ciencias naturales, que se convertiría bien pronto en el campo predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los cuales se unió después con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró gradualmente esta decisión. La relación intensa con Dios, el ejemplo de santidad de los Frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en la guía de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que le ayudaron a superar toda duda, venciendo también resistencias familiares. A menudo, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal nutrida por la Palabra del Señor, la frecuencia de los sacramentos y la guía espiritual de hombres iluminados son los medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso del beato Jordán de Sajonia.

        Tras la ordenación sacerdotal, los Superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros de estudios teológicos anexos a los conventos de los Padres dominicos. Las brillantes cualidades intelectuales le permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió esa extraordinaria actividad de escritor, que habría proseguido durante toda la vida.

        Le fueron asignadas tareas prestigiosas. En 1248 fue encargado de abrir un estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en muchas ocasiones y que se convirtió en su ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para nutrir profunda admiración hacia san Alberto. Entre estos dos teólogos se estableció una relación de estima y amistad recíproca, actitudes humanas que ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido Provincial de la Provincia Teutoniae – teutónica – de los Padres dominicos, que comprendía comunidades difundidas en un vasto territorio del Centro y del Norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció este ministerio, visitando las comunidades y recordando constantemente a los hermanos la fidelidad a las enseñanzas y al ejemplo de santo Domingo.

        Sus dotes no se le escaparon al papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso a Alberto durante un cierto tiempo junto a sí en Anagni – donde los papas residían con frecuencia – en la misma Roma y en Viterbo, para valerse de sus asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una diócesis grande y famosa que se encontraba, sin embargo, en un momento difícil. Entre 1260 y 1262 Alberto llevó a cabo ese ministerio con dedicación incansable, consiguiendo llevar paz y concordia a la ciudad, reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas.

        En los años 1263-1264, Alberto predicaba en Alemania y en Bohemia, encargado por el papa Urbano IV, para volver después a Colonia y retomar su misión de profesor, de investigador y de escritor. Siendo hombre de oración, de ciencia y de caridad, gozaba de gran autoridad en sus intervenciones, en varias circunstancias de la Iglesia y de la sociedad de la época: fue sobre todo hombre de reconciliación y de paz en Colonia, donde el arzobispo había entrado en dura confrontación con las instituciones ciudadanas; se prodigó durante el desarrollo del Concilio de Lyon, en 1274, convocado por el papa Gregorio X para favorecer la unión entre la Iglesia latina y la griega, tras la separación del gran cisma de Oriente de 1054; aclaró el pensamiento de Tomás de Aquino, que había sido objeto de objeciones e incluso de condenas del todo injustificadas.

        Murió en la celda de su convento de la Santa Cruz en Colonia en 1280, y bien pronto fue venerado por sus hermanos. La Iglesia lo propuso al culto de los fieles con la beatificación, en 1622, y con la canonización, en 1931, cuando el papa Pío XI lo proclamó Doctor de la Iglesia. Se trataba de un reconocimiento sin duda apropiado para este gran hombre de Dios e insigne investigador, no sólo de las verdades de la fe, sino de muchísimos otros sectores del saber; de hecho, echando una mirada a los títulos de sus numerosísimas obras, se da uno cuenta de que su cultura tiene algo de prodigioso, y que sus intereses enciclopédicos le llevaron a ocuparse no sólo de filosofía y de teología, como otros contemporáneos, sino también de toda otra disciplina entonces conocida, de la física a la química, de la astronomía a la mineralogía, de la botánica a la zoología. Por este motivo el papa Pío XII lo nombró patrono de quienes cultivan las ciencias naturales, y se le llama también Doctor universalis, precisamente por la vastedad de sus intereses y de su saber.

        Ciertamente, los métodos científicos utilizados por san Alberto Magno no son los que se afirmarían en los siglos sucesivos. Su método consistía simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación de los fenómenos estudiados, pero así abrió la puerta a trabajos futuros.

        Él tiene mucho que enseñarnos aún. Sobre todo, san Alberto muestra que entre fe y ciencia no hay oposición, a pesar de algunos episodios de incomprensión que se han registrado en la historia. Un hombre de fe y de oración, como fue san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de las ciencias naturales y progresar en el conocimiento del micro y del macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia, ya que todo esto concurre a alimentar la sed y el amor de Dios. La Biblia nos habla de la creación como del primer lenguaje a través del cual Dios – que es suma inteligencia, que es Logos – nos revela algo de sí mismo. El libro de la Sabiduría, por ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y de belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos conocer al Autor de la creación (cfr Sb. 13,5). Con una similitud clásica en la Edad Media y en el Renacimiento se puede comparar el mundo natural a un libro escrito por Dios, que nosotros leemos en base a las diversas aproximaciones de las ciencias (cfr Discurso a los participantes en la Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, 31 de octubre de 2008). ¡Cuántos científicos, de hecho, tras las huellas de san Alberto Magno, han llevado adelante sus investigaciones inspirados por el asombro y la gratitud frente al mundo que, a sus ojos de investigadores y de creyentes, aparecía y aparece como obra buena de un Creador sabio y amoroso! El estudio científico se transforma entonces en un himno de alabanza. Lo había comprendido bien un gran astrofísico de nuestros tiempos, del que se ha iniciado la causa de beatificación, Enrico Medi, el cual escribió: “Oh, vosotras, misteriosas galaxias ..., yo os veo, os calculo, os entiendo, os estudio y os descubro, os penetro y os recojo. De vosotras tomo la luz y hago ciencia de ella, tomo el movimiento y lo hago sabiduría, tomo las chispas de colores y las hago poesía; os tomo, estrellas, en mis manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo sobre vosotras mismas, y en oración os pongo ante el Creador, a quien sólo por mi medio vosotras estrellas podéis adorar" (Le opere. Inno alla creazione).

        San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe hay amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, a través de su vocación al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante recorrido de santidad.

        Su extraordinaria apertura de mente se revela también en una operación cultural que él emprendió con éxito, es decir, en la acogida y en la valoración del pensamiento de Aristóteles. En los tiempos de san Alberto, de hecho, se estaba difundiendo el conocimiento de numerosas obras de este gran filósofo griego vivido en el siglo IV antes de Cristo, sobre todo en el ámbito de la ética y de la metafísica. Estas demostraban la fuerza de la razón, explicaban con lucidez y claridad el sentido y la estructura de la realidad, su inteligibilidad, el valor y el fin de las acciones humanas. San Alberto Magno abrió la puerta a la recepción completa de la filosofía de Aristóteles en la filosofía y teología medieval, una recepción elaborada después de modo definitivo por santo Tomás. Esta recepción de una filosofía, digamos, pagana pre-cristiana fue una auténtica revolución cultural para aquel tiempo. Y sin embargo, muchos pensadores cristianos temían a la filosofía de Aristóteles, la filosofía no cristiana, sobre todo porque ésta, presentada por sus comentaristas árabes, había sido interpretada de modo que aparecía, al menos en algunos puntos, como irreconciliable con la fe cristiana. Se planteaba entonces un dilema: fe y razón, ¿se contradicen entre ellas o no?

        Aquí está uno de los grandes méritos de san Alberto: con rigor científico estudió las obras de Aristóteles, convencido de que todo lo que es realmente racional es compatible con la fe revelada en las Sagradas Escrituras. En otras palabras, san Alberto Magno contribuyó así a la formación de una filosofía autónoma, distinta de la teología y unida con ella sólo por la unidad de la verdad. Así nació en el siglo XIII una clara distinción entre estos dos saberes, filosofía y teología, que, dialogando entre sí, cooperan armoniosamente al descubrimiento de la autentica vocación del hombre, sediento de verdad y de felicidad: es sobre todo la teología, definida por san Alberto como “ciencia afectiva”, la que indica al hombre su llamada a la alegría eterna, una alegría que brota de la plena adhesión a la verdad.

        San Alberto Magno fu capaz de comunicar estos conceptos de modo sencillo y comprensible. Auténtico hijo de santo Domingo, predicaba de buen grado al pueblo de Dios, que quedaba prendado de su palabra y del ejemplo de su vida.

        Queridos hermanos y hermanas, oremos al Señor para que no falten nunca en la santa Iglesia teólogos doctos, píos y sabios como san Alberto Magno y que nos ayude a cada uno de nosotros a hacer propia la "fórmula de la santidad" que él siguió en su vida: “Querer todo lo que yo quiero para gloria de Dios, como Dios quiere para su gloria todo lo que él quiere”, es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para querer y hacer sólo y siempre para su gloria.

 

 

Santo Domingo de Guzmán, el gran predicador

(catequesis pronunciada el miércoles 3 de febrero de 2010 por Benedicto XVI a los peregrinos)


 

Queridos hermanos y hermanas,

        La semana pasada presenté la luminosa figura de Francisco de Asís, hoy quisiera hablaros de otro santo que, en la misma época, dio una contribución fundamental a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el fundador de la Orden de los Predicadores, conocidos también como Frailes Dominicos.

        Su sucesor en la guía de la Orden, el beato Jordán de Sajonia, ofrece un retrato completo de santo Domingo en el texto de una famosa oración: “Inflamado del celo de Dios y de ardor sobrenatural, por su caridad sin fin y el fervor del espíritu vehemente te consagraste todo entero, con el voto de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la predicación evangélica". Es precisamente este rasgo fundamental del testimonio de Domingo que hay que subrayar: hablaba siempre con Dios y de Dios. En la vida de los santos, el amor por el Señor y por el prójimo, la búsqueda de la gloria de Dios y de la salvación de las almas caminan siempre juntas.

        Domingo nació en España, en Caleruega, en torno al 1170. Pertenecía a una noble familia de la Vieja Castilla y, apoyado por un tío sacerdote, se formó en una celebre escuela de Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el estudio de la Sagrada Escritura y por el amor hacia los pobres, hasta el punto de vender los libros, que en su tiempo constituían un bien de gran valor, para socorrer, con lo ganado, a las víctimas de una carestía.

        Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del capítulo de la catedral de su diócesis de origen, Osma. Aunque este nombramiento podía representar para él algún motivo de prestigio en la Iglesia y en la sociedad, él no la interpretó como un privilegio personal, ni como el principio de una brillante carrera eclesiástica, sino como un servicio que hacer con dedicación y humildad. ¿No es quizás una tentación la de la carrera, del poder, una tentación de la que ni siquiera están inmunes aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia? Lo recordaba hace algunos meses, durante la consagración de algunos obispos: “No buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no pocas veces en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a los que se les ha conferido una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad" (Homilía. Capilla Papal para la Ordenación episcopal de cinco Ecc Prelados, 12 de septiembre de 2009).

        El obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor celoso y verdadero, notó bien pronto las cualidades espirituales de Domingo, y quiso valerse de su colaboración. Juntos se dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones diplomáticas confiadas por el rey de Castilla. Viajando, Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos para la Iglesia de su tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los confines septentrionales del continente europeo, y la laceración religiosa que debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia, donde la acción de algunos grupos herejes creaba desorden y alejamiento de la verdad de la fe. La acción misionera hacia quien no conoce la luz del Evangelio, y la obra de reevangelización de las comunidades cristianas, se convirtieron así en las metas apostólicas que Domingo se propuso perseguir. Fue el Papa, ante quien el obispo Diego y Domingo se dirigieron para pedir consejo, quien pidió a este último que se dedicara a la predicación a los Albigenses, un grupo hereje que sostenía una concepción dualista de la realidad, es decir, con dos principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal. Este grupo, en consecuencia, despreciaba la materia como procedente del principio del mal, rechazando incluso el matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los sacramentos en los que el Señor nos “toca” a través de la materia, y la resurrección de los cuerpos. Los Albigenses estimaban la vida pobre y austera – en este sentido eran incluso ejemplares – y criticaban la riqueza del clero de aquel tiempo. Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo precisamente con el ejemplo de su existencia pobre y austera, con la predicación del Evangelio y con los debates públicos. A esta misión de predicar la Buena Noticia dedicó el resto de su vida. Sus hijos habrían realizado también los demás sueños de Santo Domingo: la misión ad gentes, es decir, a aquellos que aún no conocían a Jesús, y la misión a aquellos que vivían en las ciudades, sobre todo las universitarias, donde las nuevas tendencias intelectuales eran un desafío para la fe de los cultos.

        Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que empuja incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: ¡es Cristo, de hecho, el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen el derecho de conocer y amar! Y es consolador ver como también en la Iglesia de hoy son tantos – pastores y fieles laicos, miembros de antiguas órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales – que con alegría gastan su vida por este ideal supremo: anunciar y dar testimonio del Evangelio.

        A Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos por la misma aspiración. De esta forma, progresivamente, desde la primera fundación en Tolosa, tuvo su origen la Orden de los Predicadores. Domingo, de hecho, en plena obediencia a las directivas de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la vida apostólica, que le llevaban a él y a sus compañeros a predicar trasladándose de un lugar a otro, pero volviendo después a sus propios conventos, lugares de estudio, oración y vida comunitaria. De modo particular. Domingo quiso dar relevancia a dos valores considerados indispensables para el éxito de la misión evangelizadora: la vida comunitaria en la pobreza y el estudio.

        Ante todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban como mendicantes, es decir, sin vastas propiedades de terrenos que administrar. Este elemento les hacía más disponibles al estudio y a la predicación itinerante y constituía un testimonio concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que elegían a sus propios Superiores, confirmados después por los Superiores mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones personales. La elección de este sistema nacía precisamente del hecho de que los Dominicos, como predicadores de la verdad de Dios, debían ser coherentes con lo que anunciaban. La verdad estudiada y compartida en la caridad con los hermanos es el fundamento más profundo de la alegría. El beato Jordán de Sajonia dice de santo Domingo: “Acogía a cada hombre en el gran seno de la caridad, y, como amaba a todos, todos le amaban. Se había hecho una ley personal de alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos que lloraban" (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum autore IordanoIordano de Saxonia, ed. H.C. Scheeben, [Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici, Romae, 1935]).

        En segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus seguidores adquiriesen una sólida formación teológica, y no dudó en enviarles a las universidades de la época, aunque no pocos eclesiásticos miraban con desconfianza a estas instituciones culturales. Las Constituciones de la Orden de los Predicadores dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado. Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reserva, con diligencia y piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber teológico, es decir, en la Sagrada Escritura, y respetuoso con las preguntas planteadas por la razón. El desarrollo de la cultura impone a aquellos que realizan el ministerio de la Palabra, a los distintos niveles, de estar bien preparados. Exhorto por tanto a todos, pastores y laicos, a cultivar esta "dimensión cultural" de la fe, para que la belleza de la vida cristiana pueda ser mejor comprendida y la fe pueda ser verdaderamente nutrida, reforzada y también defendida. En este Año Sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a estimar el valor espiritual del estudio. La calidad del ministerio sacerdotal depende también de la generosidad con que se aplica al estudio de las verdades reveladas.

        Domingo, que quiso fundar una Orden religiosa de predicadores-teólogos, nos recuerda que la teología tiene una dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y la vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles pueden encontrar una profunda “alegría interior” al contemplar la belleza de la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual y siempre viva. El lema de los Frailes Predicadores – contemplata aliis tradere – nos ayuda a descubrir, además, un anhelo pastoral en el estudio contemplativo de estas verdades, por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia contemplación.

        Cuando Domingo murió en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrón, su obra había tenido ya gran éxito. La Orden de los Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa en beneficio de la Iglesia entera. Domingo fue canonizado en 1234, y es él mismo el que, con su santidad, nos indica dos medios indispensables para que la acción apostólica sea penetrante. Ante todo, la devoción mariana, que él cultivó con ternura y que dejó como herencia preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de la Iglesia tuvieron el gran mérito de difundir la oración del santo Rosario, tan querida al pueblo cristiano y tan rica de valores evangélicos, una verdadera escuela de fe y de piedad. En segundo lugar, Domingo, que se encargó de algunos monasterios femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor de la oración de intercesión por el éxito del trabajo apostólico. ¡Sólo en el Paraíso comprenderemos cuánto la oración de las monjas de clausura ha acompañado eficazmente la acción apostólica! A cada una de ellas dirijo mi pensamiento agradecido y afectuoso.

        Queridos hermanos y hermanas, que la vida de Domingo de Guzmán nos empuje a todos a ser fervientes en la oración, valientes en vivir la fe, profundamente enamorados de Jesucristo. Por su intercesión, pidamos a Dios que enriquezca siempre a la Iglesia con auténticos predicadores del Evangelio.

 


 


 


 

 

 

 

Pedro, el pescador

(catequesis pronunciada el miércoles 17 de mayo de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        En la nueva serie de catequesis hemos tratado de comprender ante todo qué es la Iglesia, cuál es la idea del Señor sobre esta nueva familia. Después, hemos dicho que la Iglesia existe en las personas. Y hemos visto que el Señor ha confiado esta nueva realidad, la Iglesia, a los doce apóstoles. Ahora queremos contemplarles uno a uno para comprender a través de estas personas en qué consiste vivir la Iglesia, qué significa seguir a Jesús. Comencemos con san Pedro.

        Después de Jesús, Pedro es el personaje más conocido y citado en el Nuevo Testamento: es mencionado 154 veces con el sobrenombre de «Pétros», «piedra», «roca», que es la traducción griega del nombre arameo que le dio directamente Jesús, «Kefa», testimoniado en nueve ocasiones, sobre todo en las cartas de Pablo. Hay que añadir, además, el nombre de Simón, usado frecuentemente (75 veces), que es la forma adaptada al griego de su nombre hebreo original, Simeón (dos veces: Hechos 15, 14; 2 Pedro 1, 1).

        Hijo de Juan (Cf. Juan 1, 42) o, en la forma aramea, «bar-Jona», hijo de Jonás (Cf. Mateo 16, 17), Simón era de Betsaida, (Juan 1, 44), localidad que se encontraba a oriente del mar de Galilea, de la que venía también Felipe y, claro está, Andrés, hermano de Simón. Al hablar tenía acento galileo. Como su hermano, era pescador: con la familia de Zebedeo, padre de Santiago y de Juan, dirigía una pequeña empresa de pesca en el lago de Genesaret (Cf. Lucas 5, 10). Por este motivo, debía disfrutar de un cierto desahogo económico y estaba animado por un sincero interés religioso, por un deseo de Dios --deseaba que Dios interviniera en el mundo--, un deseo que le llevó a dirigirse con su hermano hasta Judea para seguir la predicación de Juan el Bautista (Juan 1, 35-42).

        Era un judío creyente y observante, confiado en la presencia activa de Dios en la historia de su pueblo, y a quien le dolía el no ver la acción poderosa en las vicisitudes de las que en ese momento era testigo. Estaba casado y su suegra, curada un día por Jesús, vivía en la ciudad de Cafarnaúm, en la casa en la que también se alojaba Simón, cuando se encontraba en esa ciudad (Cf. Mateo 8, 14s; Marcos 1, 29ss; Lucas 4, 38s). Recientes excavaciones arqueológicas han permitido sacar a la luz, bajo el suelo de mosaico en forma octogonal de una pequeña Iglesia bizantina, los restos de una iglesia más antigua, edificada en esa casa, como testimonian los «grafiti» con invocaciones a Pedro. Los Evangelios nos dicen que Pedro se encuentra entre los primeros cuatro discípulos del Nazareno (Cf. Lucas 5, 1-11), a quienes se les une el quinto, según la costumbre de todo Rabbí de tener cinco discípulos (Cf. Lucas 5, 27: la llamada de Leví). Cuando Jesús pasa de cinco a doce discípulos (Cf. Lucas 9, 1-6), quedará clara la novedad de su misión: no es uno de los muchos rabinos, sino que ha venido para reunir al Israel escatológico, simbolizado por el número doce, el de las tribus de Israel.

        En los Evangelios, Simón presenta un carácter decidido e impulsivo. Está dispuesto a hacer prevalecer sus razones, incluso con la fuerza (usó la espada en el Huerto de los Olivos, Cf. Juan 18, 10s). Al mismo tiempo, a veces es también ingenuo y temeroso, así como honesto, hasta llegar al arrepentimiento más sincero (Cf. Mateo 26, 75). Los Evangelios permiten seguir paso a paso su itinerario espiritual. El punto de inicio es la llamada por parte de Jesús. Tuvo lugar en un día como cualquier otro, mientras Pedro realizaba su trabajo de pescador. Jesús se encuentra en el lago de Genesaret y la muchedumbre le rodea para escucharle. El número de los que le oían creaba ciertas dificultades. El maestro ve dos barcas amarradas a la orilla. Los pescadores han bajado de ellas y están lavando las redes. Les pide poder subir a una barca, la de Simón, y le pide que se aleje un poco de tierra. Sentado en esa cátedra improvisada, enseña desde la barca a la muchedumbre (Cf. Lucas 5, 1-3). De este modo, la barca de Pedro se convierte en la cátedra de Jesús. Cuando terminó de hablar, le dice a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar». Simón responde: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lucas 5, 4-5). Jesús, que era un carpintero, no era un experto de pesca y, sin embargo, Simón el pescador se fía de este Rabbí, que no le da respuestas sino que le invita a fiarse. Su reacción ante la pesca milagrosa es de asombro y estremecimiento: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lucas 5, 8). Jesús responde invitándole a tener confianza y a abrirse a un proyecto que supera toda expectativa: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lucas 5,10). Pedro no se podía imaginar todavía que un día llegaría a Roma y que aquí sería «pescador de hombres» para el Señor. Acepta esta llamada sorprendente a dejarse involucrar en esta gran aventura: es generoso, reconoce sus límites, pero cree en quien le llama y sigue el sueño de su corazón. Dice «sí», un «sí» valiente y generoso, y se convierte en discípulo de Jesús.

        Pedro vivirá otro momento significativo en su camino espiritual en las inmediaciones de Cesarea de Filipo, cuando Jesús plantea a los discípulos una pregunta concreta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Marcos 8,27). A Jesús no le basta una respuesta de oídas. De quien ha aceptado comprometerse personalmente con Él, quiere una toma de posición personal. Por eso, insiste: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Marcos 8, 29). Es Pedro quien responde también por cuenta de los demás: «Tú eres el Cristo» (ibídem), es decir, el Mesías. Esta respuesta, que no ha sido revelada ni por «la carne ni la sangre» de él, sino que ha sido ofrecida por el Padre que está en los cielos (Cf. Mateo 16, 17), contiene como la semilla de la futura confesión de fe de la Iglesia. Sin embargo, Pedro no había comprendido todavía el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra: Mesías. Lo demuestra poco a poco, dando a entender que el Mesías al que está siguiendo en sus sueños es muy diferente al auténtico proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión, se escandaliza y protesta, suscitando la fuerte reacción de Jesús (Cf. Marcos 8, 32-33). Pedro quiere un Mesías «hombre divino», que responda a las expectativas de la gente, imponiendo a todos su potencia: nosotros también deseamos que el Señor imponga su potencia y transforme inmediatamente el mundo; Jesús se presenta como el «Dios humano», el siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la muchedumbre, abrazando un camino de humildad y de sufrimiento. Es la gran alternativa, que también nosotros tenemos que volver a aprender: privilegiar las propias expectativas rechazando a Jesús o acoger a Jesús en la verdad de su misión y arrinconar las expectativas demasiado humanas. Pedro, que es impulsivo, no duda en tomarle aparte y reprenderle. La respuesta de Jesús derrumba todas las falsas expectativas, llamándole a la conversión y a su seguimiento: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Marcos 8,33). No me indiques tú el camino, yo sigo mi camino y tú ponte detrás de mí.

        De este modo, Pedro aprende lo que significa verdaderamente seguir a Jesús. Es la segunda llamada, como la de Abraham en Génesis capítulo 22, después de la de Génesis capítulo 12. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Marcos 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento: es necesario saber renunciar, si hace falta, a todo el mundo para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (Cf. Marcos 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la invitación a seguir su camino tras las huellas del Maestro.

        Me parece que estas diferentes conversiones de san Pedro y toda su figura son motivo de gran consuelo y una gran enseñanza para nosotros. También nosotros deseamos a Dios, también queremos ser generosos, pero también nosotros nos esperamos que Dios sea fuerte en el mundo y transforme inmediatamente el mundo, según nuestras ideas, según las necesidades que vemos. Dios opta por otro camino. Dios escoge el camino de la transformación de los corazones en el sufrimiento y en la humildad. Y nosotros, como Pedro, siempre tenemos que convertirnos de nuevo. Tenemos que seguir a Jesús y no precederle: Él nos muestra el camino. Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que tienes que transformar el cristianismo, pero quien conoce el camino es el Señor. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: «¡sígueme!». Y tenemos que tener la valentía y la humildad para seguir a Jesús, pues Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

 

 

Pedro, el apóstol

(catequesis pronunciada el miércoles 24 de mayo de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        En estas catequesis estamos meditando en la Iglesia. Hemos dicho que la Iglesia vive en las personas y, por ello, en la última catequesis comenzamos a meditar en las figuras de cada uno de los apóstoles, comenzando por san Pedro. Hemos visto dos etapas decisivas de su vida: la llamada en el lago de Galilea y, después, la confesión de fe: «Tú eres el Cristo, el Mesías». Como dijimos, se trata de una confesión todavía insuficiente, inicial, aunque abierta. San Pedro se pone en un camino de seguimiento. Hoy queremos considerar otros dos acontecimientos importantes en la vida de san Pedro: la multiplicación de los panes --acabamos de escuchar en el pasaje que se ha leído la pregunta del Señor y la respuesta de Pedro-- y después el pasaje en el que el Señor llama a Pedro a ser pastor de la Iglesia universal.

        Comencemos con la multiplicación de los panes. Sabéis que el pueblo había escuchado al Señor durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los apóstoles preguntan: «Pero, ¿cómo?». Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un muchacho tenía cinco panes y dos peces. «Pero,¿de qué sirven para tantas personas?», se preguntan los apóstoles. Entonces el Señor pide a la gente que se siente y que se distribuyan estos cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados. Es más, el Señor encarga a los apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las abundantes sobras: doce canastos de pan (Cf. Juan 6,12-13). A continuación, la gente, al ver este milagro --que parecía ser la renovación tan esperada del nuevo «maná», el don del pan del cielo--, quiere hacer de él su rey. Pero Jesús no acepta y se retira a rezar solo en la montaña. Al día siguiente, Jesús interpretó el milagro en la otra orilla del lago, en la sinagoga de Cafarnaúm. No lo hizo en el sentido de ser el rey de Israel, con un poder de este mundo, como lo esperaba la muchedumbre, sino en el sentido de la entrega de sí mismo: «el pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Juan 6, 51). Jesús anuncia la cruz y con la cruz la auténtica multiplicación de los panes, el pan eucarístico, su manera totalmente nueva de ser rey, una manera totalmente contraria a las expectativas de la gente.

        Podemos comprender que estas palabras del Maestro, que no quiere realizar cada día una multiplicación de los panes, que no quiere ofrecer a Israel un poder de este mundo, resultaran realmente difíciles, es más inaceptables, para la gente. «Da su carne»: ¿qué quiere decir esto? Incluso para los discípulos parece algo inaceptable lo que Jesús dice en este momento. Para nuestro corazón, para nuestra mentalidad, era y es algo «duro», que pone a prueba la fe (Cf. Juan 6, 60). Muchos de los discípulos se echaron atrás. Buscaban a alguien que renovara realmente el Estado de Israel, su pueblo, y no a uno que dijera: «Doy mi carne». Podemos imaginar que las palabras de Jesús fueran difíciles incluso para Pedro, que en Cesarea de Filipo se había opuesto a la profecía de la cruz. Y sin embargo, cuando Jesús preguntó a los doce: «¿Queréis iros también vosotros?», Pedro reaccionó con el empuje de su corazón generoso, guiado por el Espíritu Santo. En nombre de todos, respondió con palabras inmortales, que son también palabras nuestras: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Cf. Juan 6, 66-69)

        Aquí, al igual que en Cesarea, con sus palabras, Pedro comienza la confesión de fe cristológica de la Iglesia y se convierte en voz también de los demás apóstoles y de los no creyentes de todos los tiempos. Esto no quiere decir que ya había comprendido el misterio de Cristo en toda su profundidad. Su fe era todavía inicial, una fe en camino; sólo llegaría a su verdadera plenitud a través de los acontecimientos pascuales. Si embargo, ya era fe, abierta a la realidad más grande --abierta sobre todo porque no era fe en algo, era fe en Alguien: en Él, en Cristo--. De este modo, también nuestra fe es siempre una fe inicial y tenemos que recorrer todavía un gran camino. Pero es esencial que sea una fe abierta y que nos dejemos guiar por Jesús, pues Él no sólo conoce el Camino, sino que es el Camino.

        La generosidad impetuosa de Pedro no le libra, sin embargo, de los peligros ligados a la debilidad humana. Es lo que también nosotros podemos reconocer basándonos en nuestra vida. Pedro siguió a Jesús con empuje, superó la prueba de la fe, abandonándose en él. Llega sin embargo el momento en que también él cede al miedo y cae: traiciona al Maestro (Cf. Marcos 14, 66-72). La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y fidelidad que hay que renovar todos los días. Pedro, que había prometido fe absoluta, experimenta la amargura y la humillación del que reniega: el orgulloso aprende, a costa suya, la humildad. También Pedro tiene que aprender que es débil y que necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está listo para su misión.

        En una mañana de primavera, esta misión le será confiada por Jesús resucitado. El encuentro tendrá lugar en las orillas del lago de Tiberíades. El evangelista Juan nos narra el diálogo que en aquella circunstancia tuvo lugar entre Jesús y Pedro. Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el verbo filéo expresa el amor de amistad, cierto pero no total, mientras que el verbo agapáo significa el amor sin reservas, total e incondicional. La primera vez, Jesús le pregunta a Pedro: «Simón…, ¿me amas más que éstos (agapâs-me)?», ¿con ese amor total e incondicional? (Cf. Juan 21, 15). Antes de la experiencia de la traición, el apóstol ciertamente habría dicho: «Te amo (agapô-se) incondicionalmente». Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: «Señor, te quiero (filô-se)», es decir, «te amo con mi pobre amor humano». Cristo insiste: «Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?». Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: «Kyrie, filô-se», «Señor, te quiero como sé querer». A la tercera vez, Jesús sólo le dice a Simón: «Fileîs-me?», «¿me quieres?». Simón comprende que a Jesús le es suficiente su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo está triste por el hecho de que el Señor se lo haya tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: «Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te quiero (filô-se)». ¡Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptara a Jesús! Precisamente esta adaptación divina da esperanza al discípulo, que ha experimentado el sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que le hace ser capaz de seguirle hasta el final: «Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme"» (Juan 21, 19).

        Desde aquel día, Pedro «siguió» al Maestro con la conciencia precisa de su propia fragilidad; pero esta conciencia no le desalentó. Él sabía, de hecho, que podía contar a su lado con la presencia del Resucitado. De los ingenuos entusiasmos de la adhesión inicial, pasando a través de la experiencia dolorosa de la negación y del llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y nos muestra también a nosotros el camino, a pesar de toda nuestra debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a esta debilidad nuestra. Nosotros le seguimos, con nuestra pobre capacidad de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Pedro tuvo que recorrer un largo camino para convertirse en testigo seguro, en «piedra» de la Iglesia, al quedar constantemente abierto a la acción del Espíritu de Jesús. Pedro mismo se presentará como «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse » (1 Pedro 5, 1). Cuando escribe estas palabras ya es anciano, abocado a la conclusión de su vida, que sellará con el martirio. Será capaz, entonces, de describir la alegría verdadera y de indicar dónde puede encontrarse: el manantial es Cristo, en quien creemos y a quien amamos con nuestra fe débil pero sincera, a pesar de nuestra fragilidad. Por ello, escribirá a los cristianos de su comunidad estas palabras que también nos dirige a nosotros: «Le amáis sin haberle visto; creéis en él, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas» (1 Pedro 1, 8-9).


 

 

Pedro, la roca sobre la que Cristo fundó la Iglesia

(catequesis pronunciada el miércoles 7 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        Reanudamos las catequesis semanales que hemos comenzado en esta primavera. En la última de hace quince días había hablado de Pedro como el primer apóstol; hoy queremos volver una vez más sobre esta grande e importante figura de la Iglesia. El evangelista Juan, al narrar el primer encuentro de Jesús con Simón, hermano de Andrés, constata un dato singular: «Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas", que quiere decir, "Piedra"» (Juan 1, 42). Jesús no acostumbraba a cambiar el nombre de sus discípulos. A excepción del apelativo de «hijos del trueno», dirigido en una circunstancia precisa a los hijos de Zebedeo (Cf. Marcos 3, 17), y que después no utilizará, nunca atribuyó un nuevo nombre a uno de sus discípulos. Lo hizo sin embargo con Simón, llamándole Cefas, nombre que después fue traducido en griego como «Petros», en latín «Petrus». Y fue traducido precisamente porque no sólo era un nombre; era un «mandato» que Petrus recibía de ese modo del Señor. El nuevo nombre «Petrus» volverá en varias ocasiones en los Evangelios y acabará sustituyendo a su nombre original, Simón.

        Este dato alcanza particular importancia si se tiene en cuenta que, en el Antiguo Testamento, el cambio de nombre anunciaba en general la entrega de una misión (Cf. Génesis 17,5; 32,28 siguientes, etc.). De hecho, la voluntad de Cristo de atribuir a Pedro un especial relieve dentro del colegio apostólico se manifiesta con numerosos indicios: en Cafarnaúm el Maestro se aloja en la casa de Pedro (Marcos 1, 29); cuando la muchedumbre se agolpa en la orilla del lago de Genesaret, entre las dos barcas amarradas, Jesús escoge la de Simón (Lucas 5, 3); cuando en circunstancias particulares Jesús sólo se queda en compañía de tres discípulos, Pedro siempre es recordado como el primero del grupo: así sucede en la resurrección de la hija de Jairo (Cf. Marcos 5, 37; Lucas 8,51), en la Transfiguración (Cf. Marcos 9, 2; Mateo 17, 1; Lucas 9, 28), y por último durante la agonía en el Huerto de Getsemaní (Cf. Marcos 14, 33; Mateo 16, 37). A Pedro se dirigen los recaudadores del impuesto para el Templo y el Maestro paga por él y por Pedro y nada más que por él (Cf. Mateo 17, 24-27); fue el primero a quien lavó los pies en la última Cena (Cf. Juan 13, 6) y sólo reza por él para que no desfallezca en la fe y pueda confirmar después en ella a los demás discípulos (Cf. Lucas 22, 30-31).

        Por otra parte, el mismo Pedro es consciente de esta posición particular que tiene: es él quién habla a menudo, en nombre de los demás, pidiendo explicaciones ante una parábola difícil (Mateo 15, 15), o para preguntar el sentido exacto de un precepto (Cf. Mateo 18, 21) o la promesa formal de una recompensa (Mateo 19, 27). En particular, es él quien supera el empacho de ciertas situaciones interviniendo en nombre de todos. De este modo, cuando Jesús, dolido por la incomprensión de la muchedumbre tras el discurso sobre el «pan de vida», pregunta: «También vosotros queréis marcharos? », la respuesta de Pedro es perentoria: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Mateo 16, 15-15). Jesús pronuncia entonces la declaración solemne que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mateo 16, 18-19). Las tres metáforas a las que recurre Jesús son en sí muy claras: Pedro será el cimiento de roca sobre el que basará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del Reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca justo; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá establecer o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y seguirá siendo de Cristo. Es siempre la Iglesia de Cristo y no de Pedro. Describe con imágenes plásticas lo que la reflexión sucesiva calificará con el término «primado de jurisdicción».

        Esta posición preeminente que Jesús quiso entregar a Pedro se constata también después de la resurrección: Jesús encarga a las mujeres que lleven el anuncio a Pedro, distinguiéndole entre los demás apóstoles (Cf. Marcos 16, 7); acude corriendo a él y a Juan la Magdalena para informar que la piedra ha sido removida de la entrada del sepulcro (Cf. Juan 20, 2) y Juan le cederá el paso cuando los dos lleguen ante la tumba vacía (Cf. Juan 20,4-6); Pedro será después, entre los apóstoles, el primer testigo de la aparición del Resucitado (Cf. Lucas 24, 34; 1 Corintios 15, 5). Este papel, subrayado con decisión (Cf. Juan 20, 3-10), marca la continuidad entre su preeminencia en el grupo de los apóstoles y la preeminencia que seguirá teniendo en la comunidad nacida con los acontecimientos pascuales, como atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf. 1,15-26; 2,14-40; 3,12-26; 4,8-12; 5,1-11.29; 8,14-17; 10; etcétera). Su comportamiento es considerado tan decisivo que es objeto de observaciones y también de críticas (Cf. Hechos 11,1-18; Gálatas 2, 11-14). En el así llamado Concilio de Jerusalén, Pedro desempeña una función directiva (Cf. Hechos 15 y Gálatas 2, 1-10), y precisamente por el hecho de ser el testigo de la fe auténtica, el mismo Pablo reconocerá en él un papel de «primero» (Cf. 1 Corintios 15,5; Gálatas 1, 18; 2,7 siguientes; etcétera). Además, el hecho de que varios de los textos claves referidos a Pedro puedan ser enmarcados en el contexto de la Última Cena, en la que Cristo confiere a Pedro el ministerio de confirmar a los hermanos (Cf. Lucas 22,31 siguientes), muestra cómo la Iglesia, que nace del memorial pascual celebrado en la Eucaristía, tiene en el ministerio confiado a Pedro uno de sus elementos constitutivos.

        Este contexto del Primado de Pedro en la Última Cena, en el momento de la institución de la Eucaristía, Pascua del Señor, indica también el sentido último de este Primado: para todos los tiempos: Pedro tiene que ser el custodio de la comunión con Cristo; tiene que guiar en la comunión con Cristo de modo que la red no se rompa, sino que sostenga la gran comunión universal. Sólo juntos podemos estar con Cristo, que es el Señor de todos. La responsabilidad de Pedro consiste en garantizar así la comunión con Cristo con la caridad de Cristo, guiando a la realización de esta caridad en la vida de todos los días. Recemos para que el primado de Pedro, confiado a pobres seres humanos, sea siempre ejercido en este sentido original deseado por el Señor y para que lo puedan reconocer cada vez más en su significado verdadero los hermanos que todavía no están en comunión con nosotros.


 

 

 

san Andrés, «el primer llamado»

(catequesis pronunciada el miércoles 14 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 



Queridos hermanos y hermanas:

        En las últimas dos catequesis hemos hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en la medida en que nos permiten las fuentes, queremos conocer un poco más de cerca también a los otros once apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano de Simón Pedro, san Andrés, quien también era uno de los doce.

        Lo primero que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como uno se esperaría, sino griego, signo indicativo de una cierta apertura cultural de su familia. Nos encontramos en Galilea, donde el idioma y la cultura griega están bastante presentes. En las listas de los doce, Andrés se encuentra en segundo lugar, en Mateo (10,1-4) y en Lucas (6,13-16), o en el cuarto lugar, en Marcos (3,13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (1,13-14). En todo caso, sin duda tenía un gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.

        El lazo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios. Puede leerse: «Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres"» (Mateo 4,18-19; Marcos 1,16-17). Por el cuarto Evangelio sabemos otro detalle importante: en un primer momento, Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la presencia del Señor. Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como «el cordero de Dios» (Juan 1, 36); entonces, se movió, y junto a otro discípulo, cuyo nombre no es mencionado, siguió a Jesús, quien era llamado por Juan «cordero de Dios». El evangelista refiere: «vieron donde vivía y se quedaron con él» (Juan 1, 37-39). Andrés, por tanto, disfrutó de momentos de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa: «Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que traducido significa Cristo», y le condujo hacia Jesús (Juan 1,40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común. Andrés, por tanto, fue el primer apóstol que recibió la llamada y siguió a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de «Protóklitos», que significa el «primer llamado». Por la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten de manera especial como Iglesias hermanas entre sí. Para subrayar esta relación, mi predecesor, el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces custodiada en la Basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde según la tradición, el apóstol fue crucificado.

        Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, permitiéndonos conocer algo más de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea. En aquella ocasión, Andrés indicó a Jesús la presencia de un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces: muy poco --constató-- para toda la gente que se había congregado en aquel lugar (Cf. Juan 6, 8-9). Vale la pena subrayar el realismo de Andrés: había visto al muchacho, es decir, ya le había planteado la pregunta: «Pero, ¿qué es esto para toda esta gente?» (ibídem) y se dio cuenta de la falta de recursos. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de personas que habían ido a escucharle.

        La segunda ocasión fue en Jerusalén. Saliendo de la ciudad, un discípulo le mostró el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el Templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, junto a Pedro, Santiago y Juan, le preguntó: «Dinos cuándo sucederá esto y cuál será la señal de que ya están por cumplirse todas estas cosas» (Marcos 13,1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el final del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del templo y a mantener siempre una actitud vigilante. De este episodio podemos deducir que no tenemos que tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero al mismo tiempo, tenemos que estar dispuestos a acoger las enseñanzas incluso sorprendentes y difíciles que Él nos ofrece.

        En los Evangelios se registra, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario sigue siendo Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua, narra Juan, habían venido a la ciudad santa algunos griegos, quizá prosélitos o temerosos de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de Pascua. Andrés y Felipe, los dos apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el Evangelio de Juan, pero precisamente de este modo se revela llena de significado. Jesús dice a sus discípulos y, por su mediación, al mundo griego: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto» (Juan 12, 23-24). ¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero el mío no será un coloquio sencillo y breve con algunas personas, llevadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, comparable a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el «grano de trigo muerto» --símbolo de mi crucifixión-- se convertirá, en la resurrección, en pan de vida para el mundo: será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.

        Tradiciones muy antiguas consideran que Andrés, quien transmitió a los griegos estas palabras, no sólo es el intérprete de algunos griegos en el encuentro con Cristo que acabamos de recordar, sino que es considerado como el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés; nos dicen que en el resto de su vida fue el anunciador y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, por el contrario, fue el apóstol del mundo griego: de este modo, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos, una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y de Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.

        Una tradición sucesiva, como decía, narra la muerte de Andrés en Patras, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz diferente a la de Jesús. En su caso, se trató de una cruz en forma de equis, es decir, con los dos maderos cruzados diagonalmente, que por este motivo es llamada «cruz de san Andrés». Esto es lo que habría dicho en aquella ocasión, según una antigua narración (inicios del siglo VI), titulada «Pasión de Andrés»: «Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas. Antes de que el Señor subiera sobre ti, provocabas un temor terreno. Sin embargo, ahora, dotada de un amor celeste, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos deparas. Confiado, por tanto, y lleno de alegría, vengo para que tú también me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti... Cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor..., tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me ha redimido. ¡Salve, oh Cruz, sí, verdaderamente, salve!». Como podemos ver, nos encontramos ante una espiritualidad cristiana sumamente profunda, que ve en la Cruz, más que un instrumento de tortura, el medio incomparable de una asimilación plena con el Redentor, con el Grano de trigo caído en la tierra. Tenemos que aprender una lección muy importante: nuestras cruces alcanzan valor si son consideradas y acogidas como parte de la cruz de Cristo, si son tocadas por el reflejo de su luz. Sólo por esa Cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y alcanzan su verdadero sentido.

Que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (Cf. Mateo 4, 20; Marcos 1, 18), a hablar con entusiasmo de Él a todos aquellos con los que nos encontramos, y sobre todo a cultivar con Él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en Él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.


 

 

 

Santiago el Mayor

(catequesis pronunciada el miércoles 21 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)


Queridos hermanos y hermanas:

        Continuamos con la serie de retratos de los apóstoles escogidos directamente por Jesús durante su vida. Hemos hablado de san Pedro, de su hermano Andrés. Hoy, nos encontramos con la figura de Santiago. Las listas bíblicas de los Doce mencionan a dos personas con este nombre: Santiago, hijo de Zebedeo, y Santiago, hijo de Alfeo (Cf. Marcos 3, 17.18; Mateo 10,2-3), que son comúnmente distinguidos con los apelativos de Santiago el Mayor y de Santiago el Menor. Estas designaciones no quieren medir su santidad, sino simplemente constatar la diferente relevancia que reciben en los escritos del Nuevo Testamento y, en particular, en el marco de la vida terrena de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al primero de estos dos personajes del mismo nombre.

        El nombre de Santiago [Jacobo, ndt.] es la traducción de «Iákobos», variación bajo la influencia griega del nombre del famoso patriarca Jacob. El apóstol de este nombre es hermano de Juan, y en las listas mencionadas ocupa el segundo lugar después de Pedro, como sucede en Marcos (3, 17), o el tercer lugar después de Pedro y Andrés, como en los Evangelios de Mateo (10, 2) y de Lucas (6, 14), mientras en los Hechos de los Apóstoles aparece después de Pedro y de Juan (1, 13). Este Santiago pertenece, junto a Pedro y Juan, al grupo de los tres discípulos privilegiados que han sido admitidos por Jesús a momentos importantes de su vida.

        Dado que hace mucho calor, quisiera abreviar y mencionar ahora sólo dos de estas ocasiones. Pudo participar, junto a Pedro y Juan, en el momento de la agonía de Jesús, en el Huerto de Getsemaní, y en el momento de la Transfiguración de Jesús. Se trata, por tanto, de situaciones muy diferentes entre sí: en un caso, Santiago, con los otros dos apóstoles, experimenta la gloria del Señor, le ve hablando con Moisés y Elías, ve traslucir el esplendor divino en Jesús; en el otro, se encuentra ante el sufrimiento y la humillación, ve con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla, haciéndose obediente hasta la muerte. Ciertamente la segunda experiencia constituyó para él una oportunidad para madurar en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista de la primera: tuvo que atisbar cómo el Mesías, esperado por el pueblo judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y gloria, sino también de sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se realiza precisamente en la Cruz, en la participación en nuestros sufrimientos.

        Esta maduración de la fe fue llevada a cumplimiento por el Espíritu Santo en Pentecostés, de manera que Santiago, cuando llegó el momento del supremo testimonio, no se echó para atrás. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa Lucas: «echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan» (Hechos 12, 1-2). La concisión de la noticia, carente de todo detalle narrativo, revela, por una parte, cómo era normal para los cristianos testimoniar al Señor con la propia vida y, por otra, que Santiago tenía una posición de relevancia en la Iglesia de Jerusalén, en parte a causa del papel desempeñado durante la existencia terrena de Jesús.

        Una tradición sucesiva, que se remonta al menos hasta Isidoro de Sevilla, cuenta que estuvo en España para evangelizar esa importante región del imperio romano. Según otra tradición, su cuerpo habría sido trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela. Como todos sabemos, aquel lugar se convirtió en objeto de gran veneración y todavía hoy es meta de numerosas peregrinaciones, no sólo desde Europa, sino desde todo el mundo. De este modo se explica la representación iconográfica de Santiago con el bastón del peregrino, y el rollo del Evangelio, características del apóstol itinerante, entregado al anuncio de la «buena noticia», características de la peregrinación de la vida cristiana.

        Por tanto, de Santiago podemos aprender mucho: la prontitud para acoger la llamada del Señor, incluso cuando nos pide que dejemos la «barca» de nuestras seguridades humanas; el entusiasmo para seguirle por los caminos que Él nos indica más allá de nuestra presunción ilusoria; la disponibilidad para dar testimonio de Él con valentía y, si es necesario, con el sacrificio supremo de la vida. De este modo, Santiago el Mayor se nos presenta como ejemplo elocuente de generosa adhesión a Cristo. Él, que inicialmente había pedido, a través de su madre, sentarse con el hermano junto al Maestro en su Reino, fue precisamente el primero en beber del cáliz de la pasión, en compartir con los apóstoles el martirio.

        Y, al final, resumiendo todo, podemos decir que su camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la agonía, es un símbolo de la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el Concilio Vaticano II. Siguiendo a Jesús, como Santiago, sabemos, incluso en las dificultades, que vamos por el buen camino.


 

 

 

Santiago el Menor

(catequesis pronunciada el miércoles 28 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 


Queridos hermanos y hermanas:
        Junto a la figura de Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, del que hablamos el miércoles pasado, en los Evangelios aparece otro Santiago, que es llamado el Menor. También él forma parte de la lista de los doce apóstoles, escogidos personalmente por Jesús, y siempre se especifica que es «hijo de Alfeo» (Cf. Mateo 10,3; Marcos 3,18; Lucas 5; Hechos 1,13).

        Con frecuencia, se le identificó con otro Santiago, llamado el menor (Cf. Marcos 15, 40), hijo de una María (Cf. ibídem), que podría ser María de Cleofás, presente, según el cuarto Evangelio, a los pies de la Cruz, junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19,25). También él era originario de Nazaret y probablemente era pariente de Jesús (Cf. Mateo 13, 55; Marcos 6, 3), de quien es llamado, según la costumbre semítica, «hermano» (Cf. Marcos 6, 3; Gálatas 1, 19). De este último Santiago, el libro de los Hechos de los Apóstoles subraya el papel preeminente desempeñado en la Iglesia de Jerusalén. En el Concilio apostólico que allí se celebró, tras la muerte de Santiago el Mayor, afirmó junto con los demás que los paganos podían ser acogidos en la Iglesia sin tener que someterse antes a la circuncisión (Cf. Hechos de los Apóstoles 15, 13). San Pablo, que le atribuye una aparición específica del Resucitado (Cf. 1 Corintios 15, 7), con motivo de su visita a Jerusalén, le menciona incluso antes que a Cefas-Pedro, calificándole como «columna» de la Iglesia al igual que él (Cf. Gálatas 2, 9). A continuación, los judeocristianos le consideraron su principal punto de referencia. Se le atribuye también la Carta que lleva el nombre de Santiago y que está comprendida en el canon del Nuevo Testamento. No se presenta a sí mismo como «hermano del Señor», sino como «siervo de Dios y del Señor Jesucristo» (Santiago 1, 1).

        Entre los expertos se debate la cuestión de la identificación de estos dos personajes del mismo nombre, Santiago hijo de Alfeo y Santiago «hermano del Señor». Las tradiciones evangélicas no nos han conservado ninguna narración ni sobre uno ni sobre el otro en referencia al período de la vida terrena de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles, sin embargo, nos muestran que un «Santiago» desempeñó un papel importante, como ya hemos mencionado, tras la resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia primitiva (Cf. Hechos 12, 17; 15, 13-21; 21, 18). El hecho más relevante que cumplió fue la intervención en la cuestión de la difícil relación entre los cristianos de origen judío y los de origen pagano: contribuyó, junto a Pedro, a superar, o más bien, a integrar la originaria dimensión hebrea del cristianismo con la exigencia de no imponer a los paganos convertidos la obligación de someterse a todas las normas de la ley de Moisés. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la solución de compromiso, sugerida precisamente por Santiago, y aceptada por todos los apóstoles presentes, según la cual, a los paganos que creyeran en Jesucristo sólo se les debería pedir que se abstuvieran de la costumbre idolátrica de comer carne de animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de la «impureza», término que probablemente aludía a las uniones matrimoniales no permitidas. En la práctica, se trataba de aceptar sólo pocas prohibiciones de la legislación de Moisés, consideradas importantes.

        De este modo, se alcanzaron dos resultados significativos y complementarios, ambos todavía hoy válidos: por una parte, se reconoce la relación inseparable que une al cristianismo con la religión judía, como su matriz perennemente viva y válida; por otra, se permitió a los cristianos de origen pagano conservar la propia identidad sociológica, que hubieran perdido si hubieran sido obligados a observar los llamados «preceptos ceremoniales» de Moisés: ya no debían ser considerados como una obligación para los paganos convertidos. En definitiva, comenzaba una práctica de recíproca estima y de respeto, que, a pesar de las dolorosas incomprensiones posteriores, buscaba por su propia naturaleza salvaguardar lo que era característico de cada una de las dos partes.

        La información más antigua sobre la muerte de este Santiago nos la presenta el historiador judío Flavio Josefo. En sus «Antigüedades Judías» (20, 201s), redactadas en Roma hacia el final del siglo I, nos cuenta que la muerte de Santiago fue decidida por la iniciativa ilegítima del Sumo Pontífice Anano, Hijo del Anás del que se habla en los Evangelios, quien aprovechó el intervalo entre la deposición de un procurador romano (Festo) y la llegada del sucesor (Albino) para decretar su lapidación, en el año 62.

        Al nombre de Santiago, además del apócrifo «Protoevangelio de Santiago», que exalta la santidad y la virginidad de María, Madre de Jesús, está particularmente ligada la «Carta» que lleva su nombre. En el canon del Nuevo Testamento se encuentra en primer lugar entre las así llamadas «Cartas católicas», es decir, las que no estaban destinadas a una Iglesia particular, como Roma, Éfeso, etc., sino a muchas Iglesias. Se trata de un escrito sumamente importante, que insiste mucho en la necesidad de no reducir la propia fe a una declaración verbal o abstracta, sino en expresarla concretamente con buenas obras. Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas gozosamente aceptadas y a la oración confiada para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual llegamos a comprender que los verdaderos valores de la vida no están en las riquezas transitorias, sino en saber compartir las propias capacidades con los pobres y necesitados (Cf. Santiago 1, 27).

        De este modo, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la vida sobre todo en el amor al prójimo y particularmente con el compromiso con los pobres. Este es el trasfondo con el que se debe leer también la famosa frase: «Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (Santiago 2, 26). A veces, esta declaración de Santiago ha sido contrapuesta a las afirmaciones de Pablo, según las cuales, no somos justificados ante Dios en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (Cf. Gálatas 2, 16; Romanos 3,28). Sin embargo, las dos frases, que aparentemente son contradictorias, en realidad, si se interpretan bien, son complementarias. San Pablo se opone al orgullo del hombre, que piensa que no tiene necesidad del amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia que simplemente es donada y no merecida. Santiago habla, por el contrario, de las obras como fruto de la fe: «El árbol bueno da frutos buenos», dice el Señor (Mateo 7,17). Y Santiago nos lo repite a nosotros.

        Por último, la carta de Santiago nos exhorta a ponernos en las manos de Dios en todo lo que hacemos, pronunciando siempre las palabras: «Si el Señor quiere» (Santiago 4, 15). De este modo, nos enseña a no planificar nuestra vida de manera autónoma e interesada, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de Dios, que conoce el auténtico bien para nosotros. De este modo, Santiago sigue siendo un maestro de vida para cada uno de nosotros.


 

Juan, hijo del Zebedeo

(catequesis pronunciada el miércoles 5 de julio de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:


        Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo, y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el Señor ha dado su gracia». Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús le llamó junto a su hermano (Cf. Mateo 4, 21; Marcos 1,19). Juan forma siempre parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (Cf. Marcos 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro en la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, cuya hija volverá a ser llamada a la vida (Cf. Marcos 5, 37); le sigue cuando sube a la montaña para ser transfigurado (Cf. Marcos 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando ante el imponente Templo de Jerusalén pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (Cf. Marcos 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se retira para orar con el Padre, antes de la Pasión (Cf. Marcos 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para preparar la sala para la Cena, les confía a él y a Pedro esta tarea (Cf. Lucas 22,8).

        Esta posición de relieve en el grupo de los doce hace en cierto sentido comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en el Reino (Cf. Mateo 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió planteando a su vez un interrogante: preguntó si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (Cf. Mateo 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirles en el conocimiento del misterio de su persona y esbozarles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. Poco después, de hecho, Jesús aclaró que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate de la multitud (Cf. Mateo 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los «hijos del Zebedeo» pescando junto a Pedro y a otros más en una noche sin resultados. Tras la intervención del Resucitado, vino la pesca milagrosa: «el discípulo a quien Jesús amaba» será el primero en reconocer al «Señor» y a indicárselo a Pedro (Cf. Juan 21, 1-13).

        Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre quienes llama las «columnas» de esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le presenta junto a Pedro mientras van a rezar al Templo (Hechos 3, 1-4.11) o cuando se presentan ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (Cf. Hechos 4, 13.19). Junto con Pedro recibe la invitación de la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que acogieron el Evangelio en Samaria, rezando sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Cf. Hechos 8, 14-15). En particular, hay que recordar lo que dice, junto a Pedro, ante el Sanedrín, durante el proceso: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos 4, 20). Esta franqueza para confesar su propia fe queda como un ejemplo y una advertencia para todos nosotros para que estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra inquebrantable adhesión a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo humano o interés.

        Según la tradición, Juan es «el discípulo predilecto», que en el cuarto Evangelio coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro durante la Última Cena (Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7). Sabemos que esta identificación hoy es discutida por los expertos, pues algunos de ellos ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos con sacar una lección importante para nuestra vida: el Señor desea hacer de cada uno de nosotros un discípulo que vive una amistad personal con Él. Para realizar esto no es suficiente seguirle y escucharle exteriormente; es necesario también vivir con Él y como Él. Esto sólo es posible en el contexto de una relación de gran familiaridad, penetrada por el calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por este motivo, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos… No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». (Juan 15, 13. 15).

        En los apócrifos «Hechos de Juan» el apóstol, no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de una comunidad constituida, sino como un itinerante continuo, un comunicador de la fe en el encuentro con «almas capaces de esperar y de ser salvadas» (18, 10; 23, 8). Le empuja el deseo paradójico de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el Teólogo», es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles de las cosas divinas, revelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.

        El culto de Juan apóstol se afirmó a partir de la ciudad de Éfeso, donde según una antigua tradición, habría vivido durante un largo tiempo, muriendo en una edad extraordinariamente avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el emperador Justiniano, en el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y goza de gran veneración. En los iconos bizantinos se le representa como muy anciano, según la tradición murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.

        De hecho, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: «Juan se encuentra en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora», Torino 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a ponernos en la escuela de Juan para aprender la gran lección del amor de manera que nos sintamos amados por Cristo «hasta el final» (Juan 13, 1) y gastemos nuestra vida por Él.


 

 

Juan, el teólogo

(catequesis pronunciada el miércoles 9 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas: 

        Antes de las vacaciones comencé a esbozar pequeños  retratos  de los doce Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros guías que nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.

        Ya he hablado de cuatro de los doce Apóstoles: de Simón Pedro, de su hermano Andrés, de Santiago, el hermano de Juan, y del otro Santiago, llamado "el Menor", el cual escribió una carta que forma parte del Nuevo Testamento. Y comencé a hablar de san Juan evangelista, exponiendo en la última catequesis antes de las vacaciones los datos esenciales que trazan las fisonomía de este Apóstol. Ahora quisiera centrar la atención en el contenido de su enseñanza. Los escritos de los que quiero hablar hoy son el Evangelio y las cartas que llevan su nombre.

        Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón decidí comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este Apóstol: "Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos semejantes en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un dato realmente peculiar del cristianismo.

        Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero, si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues, reflexionaremos sobre sus palabras.

        Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado por tres momentos.

        El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios, llegando a afirmar, como hemos escuchado, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que "Dios es Espíritu" (Jn 4, 24) o que "Dios es luz" (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que "Dios es amor". Conviene notar que no afirma simplemente que "Dios ama" y mucho menos que "el amor es Dios". En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces.

        Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor:  todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.

        Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y "pagó" personalmente. Como escribe precisamente san Juan, "tanto amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.

        San Juan escribe también: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan:  "Hijos míos, (...) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre:  a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7).

        El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este "exceso" de amor, no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.

        Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor:  al ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una respuesta de amor. San Juan habla de un "mandamiento". En efecto, refiere estas palabras de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34).

        ¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos  también  en  los  otros  Evangelios: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre ("como a ti mismo"), mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro amor su misma persona: "Como yo os he amado".

        Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.

        Las palabras de Jesús "como yo os he amado" nos invitan y a la vez nos inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a seguir caminando hacia esa meta.

        Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media titulado La imitación de Cristo escribe al respecto:  "El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana (...), porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien" (libro III, cap. 5).

        ¿Qué mejor comentario del "mandamiento nuevo", del que habla san Juan? Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.

 

 

Juan, el vidente del Apocalipsis

(catequesis pronunciada el miércoles 23 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        En la última catequesis habíamos meditado en la figura del apóstol Juan. En primer lugar, habíamos tratado de ver lo que se puede saber de su vida. Después, en una segunda catequesis, habíamos meditado en el contenido central de su Evangelio, de sus Cartas: la caridad, el amor. Y hoy volvemos a ocuparnos de la figura de Juan, esta vez para centrarnos en el vidente del Apocalipsis. Ante todo, hay que destacar una observación: mientras no aparece nunca su nombre en el Cuarto Evangelio o en las Cartas atribuidas al apóstol, el Apocalipsis hace referencia al nombre de Juan en cuatro ocasiones (Cf. 1,1.4.9; 22,8). Por una parte, es evidente que el autor no tenía ningún motivo para acallar su nombre y, por otra, sabía que sus primeros lectores podían identificarle con precisión. Sabemos, además, que ya en el siglo III los estudiosos discutían sobre la verdadera identidad del Juan del Apocalipsis.

        Por este motivo, podremos llamarle también «el vidente de Patmos», pues su figura está ligada al nombre de esta isla del Mar Egeo, donde, según su mismo testimonio autobiográfico, se encontraba deportado «por causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (Apocalipsis 1, 9). Precisamente, en Patmos, caído «en éxtasis el día del Señor» (1,10), Juan tuvo visiones grandiosas y escuchó mensajes extraordinarios, que tendrán no poca influencia en la historia de la Iglesia y en toda la cultura cristiana. Por ejemplo, del título de su libro, «Apocalipsis» («Revelación») proceden en nuestro lenguaje las palabras «apocalipsis» y «apocalíptico», que evocan, aunque de manera impropia, la idea de una catástrofe que está por llegar.

        El libro tiene que comprenderse en el contexto de la dramática experiencia de las siete Iglesias de Asia (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea), que a finales del siglo I tuvieron que afrontar grandes dificultades --persecuciones y tensiones incluso internas-- en su testimonio de Cristo. Juan se dirige a ellas mostrando profunda sensibilidad pastoral por los cristianos perseguidos, a quienes exhorta a permanecer firmes en la fe y a no identificarse con el mundo pagano, tan fuerte. Su objetivo consiste, en definitiva, en desvelar, a partir de la muerte y resurrección de Cristo, el sentido de la historia humana. La primera y fundamental visión de Juan, de hecho, afecta a la figura del Cordero que, a pesar de estar degollado, permanece en pie (Cf. Apocalipsis 5, 6), en medio del trono en el que se sienta el mismo Dios. De este modo, Juan quiere dejarnos ante todo dos mensajes: el primero es que Jesús, aunque fue asesinado con un acto de violencia, en vez de quedar desplomado en el suelo, paradójicamente se mantiene firme sobre sus pies, pues con la resurrección ha vencido definitivamente a la muerte; el segundo es que el mismo Jesús, precisamente porque murió y resucitó, participa ya plenamente del poder real y salvífico del Padre. Esta es la visión fundamental. Jesús, el Hijo de Dios, en esta tierra es un Cordero indefenso, herido, muerto. Y, sin embargo, está en pie, firme, ante el trono de Dios y participa del poder divino. Tiene en sus manos la historia del mundo. De este modo, el vidente nos quiere decir: ¡tened confianza en Jesús, no tengáis miedo de los poderes opuestos, de la persecución! ¡El Cordero herido y muerto vence! ¡Seguid al Cordero Jesús, confiad en Jesús, emprended su camino! Aunque en este mundo sólo parezca un Cordero débil, ¡Él es el vencedor!

        Una de las principales visiones del Apocalipsis tiene por objeto este Cordero en el momento en el que abre un libro, que antes estaba sellado con siete sellos, que nadie era capaz de soltar. Se presenta incluso a Juan llorando, pues no encontraba a nadie capaz de abrir el libro y de leerlo (Cf. Apocalipsis 5, 4). La historia se presenta como indescifrable, incomprensible. Nadie puede leerla. Quizá este llanto de Juan ante el misterio de la historia tan oscuro expresa el desconcierto de las Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las persecuciones a las que estaban expuestas en ese momento. Es un desconcierto en el que bien puede reflejarse nuestra sorpresa ante las graves dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Iglesia en varias partes del mundo. Son sufrimientos que ciertamente la Iglesia no se merece, como tampoco Jesús se mereció el suplicio. Ahora bien, revelan tanto la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las asechanzas del mal, como el gobierno superior de los acontecimientos por parte de Dios. Pues bien, sólo el Cordero inmolado es capaz de abrir el libro sellado y de revelar su contenido, de dar sentido a esta historia que aparentemente parece con frecuencia tan absurda. Él sólo puede sacar indicaciones y enseñanzas para la vida de los cristianos, a quienes su victoria sobre la muerte trae el anuncio y la garantía de la victoria que ellos también, sin duda, alcanzarán. Todo el lenguaje que utiliza Juan, cargado de imágenes fuertes, tiende a ofrecer este consuelo.

        En el centro de las visiones que presenta el Apocalipsis se encuentran la imagen sumamente significativa de la Mujer, que da a luz un Hijo varón, y la visión complementaria del Dragón, que ha caído de los cielos, pero que todavía es muy poderoso. Esta Mujer representa a María, la Madre del Redentor, pero representa al mismo tiempo a toda la Iglesia, el Pueblo de Dios de todos los tiempos, la Iglesia que en todos los tiempos, con gran dolor, da a luz a Cristo de nuevo. Y siempre está amenazada por el poder del Dragón. Parece indefensa, débil. Pero. Mientras está amenazada, perseguida por el Dragón, también está protegida por el consuelo de Dios. Y esta Mujer, al final, vence. No vence el Dragón. ¡Esta es la gran profecía de este libro, que nos da confianza! La Mujer que sufre en la historia, la Iglesia que es perseguida, al final se presenta como la Esposa espléndida, imagen de la nueva Jerusalén, en la que ya no hay lágrimas ni llanto, imagen del mundo transformado, del nuevo mundo cuya luz es el mismo Dios, cuya lámpara es el Cordero.

        Por este motivo, el Apocalipsis de Juan, si bien está lleno de continuas referencias a sufrimientos, tribulaciones y llanto --la cara oscura de la historia--, al mismo tiempo presenta frecuentes cantos de alabanza, que representan por así decir la cara luminosa de la historia. Por ejemplo, habla de una muchedumbre inmensa que canta casi a gritos: «¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado» (Apocalipsis 19, 6-7). Nos encontramos ante la típica paradoja cristiana, según la cual, el sufrimiento nunca es percibido como la última palabra, sino que es visto como un momento de paso hacia la felicidad y, es más, éste ya está impregnado misteriosamente de la alegría que brota de la esperanza.

        Por este motivo, Juan, el vidente de Patmos, puede concluir su libro con una última aspiración, en la que palpita una ardiente esperanza. Invoca la definitiva venida del Señor: «¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22, 20). Es una de las oraciones centrales de la cristiandad naciente, traducida también por san Pablo en arameo: «Marana tha». Y esta oración, «¡Ven, Señor nuestro!» (1 Corintios 16, 22) tiene varias dimensiones. Ante todo implica, claro está, la espera de la victoria definitiva del Señor, de la nueva Jerusalén, del Señor que viene y transforma el mundo. Pero, al mismo tiempo, es también una oración eucarística: «¡Ven, Jesús, ahora!». Y Jesús viene, anticipa su llegada definitiva. De este modo, con alegría, digamos al mismo tiempo: «¡Ven ahora y ven de manera definitiva!». Esta oración tiene también un tercer significado: «¡Ya has venido, Señor! Estamos seguros de tu presencia entre nosotros. Para nosotros es una experiencia gozosa. Pero, ¡ven de manera definitiva!». De este modo, con san Pablo, con el vidente de Patmos, con la cristiandad naciente, rezamos también nosotros: «¡Ven, Jesús! ¡Ven y transforma el mundo! Ven ya, hoy, y que la paz venza!». Amén.


 

 

 

 

El apóstol Mateo

(catequesis pronunciada el miércoles 30 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Continuando con la serie de retratos de los doce apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy nos detenemos en Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues sus noticias son pocas e incompletas. Lo que podemos hacer es bosquejar no tanto la biografía, sino más bien el perfil que nos ofrece el Evangelio.

        Está siempre presente en las listas de los doce elegidos por Jesús (Cf. Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 15; Hechos 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los doce con una calificación muy precisa: «el publicano» (Mateo 10, 3). Por este motivo, es identificado con el hombre sentado en el despacho de los impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento: «Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: "Sígueme". Él se levantó y le siguió» (Mateo 9, 9). También Marcos (Cf. 2,13-17) y Lucas (Cf. 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de los impuestos, pero le llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en Mateo 9,9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, conservada aquí, en Roma, en la Iglesia de San Luis de los Franceses.

        De los Evangelios emerge un nuevo detalle biográfico: en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (Cf. Mateo 9,1-8; Marcos 2, 1-12), mencionando la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (Cf. Marcos 2,13-14). Se puede deducir que Mateo ejercía la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente «junto al mar» (Mateo 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.

        Basándonos en estas sencillas constataciones que surgen del Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era considerado como un pecador público. Mateo, de hecho, no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser determinados arbitrariamente. Por estos motivos, en más de una ocasión, los Evangelios mencionan conjuntamente a los «publicanos y pecadores» (Mateo 9, 10; Lucas 15, 1), a los «publicanos y prostitutas» (Mateo 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (Cf. Mateo 5, 46: sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico» (Lucas 19, 2), mientras la opinión popular les asociaba a «hombres rapaces, injustos, adúlteros» (Lucas 18, 11). Ante estas referencias, hay un dato que salta a la vista: Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado en la mesa de la casa de Mateo-Leví, respondiendo a quien estaba escandalizado por el hecho de frecuentar compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Marcos 2, 17).

        El buen anuncio del Evangelio consiste precisamente en esto: ¡en el ofrecimiento de la gracia de Dios al pecador! En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y del publicano que subieron al templo para rezar, Jesús llega a indicar a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina: mientras el fariseo hacía alarde de perfección moral, «el publicano […] no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!"». Y Jesús comenta: «Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lucas 18, 13-14). Con la figura de Mateo, por tanto, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad, puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios y dejar vislumbrar sus maravillosos efectos en su existencia.

        En este sentido, san Juan Crisóstomo hace un comentario significativo: observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando los interesados. Pedro, Andrés, Santiago y Juan son llamados mientras estaban pescando; Mateo mientras recauda impuestos. Se trata de oficios de poca importancia, comenta el Crisóstomo, «pues no hay nada que sea más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca» («In Matth. Hom.»: PL 57, 363). La llamada de Jesús llega, por tanto, también a personas de bajo nivel social, mientras desempeñan su trabajo ordinario.

        Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica: Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús: «Él se levantó y le siguió». La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto significaba para él abandonarlo todo, sobre todo una fuente de ingresos segura, aunque con frecuencia injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía continuar con actividades desaprobadas por Dios. Se puede intuir fácilmente que se puede aplicar también al presente: hoy tampoco se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. Una vez dijo sin tapujos: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mateo 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: ¡se levantó y le siguió! En este «levantarse» se puede ver el desapego a una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una nueva existencia, recta, en la comunión con Jesús.

        Recordamos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir la paternidad del primer Evangelio a Mateo. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Él escribe: «Mateo recogió las palabras [del Señor] en hebreo, y cada quien las interpretó como podía» (en Eusebio de Cesarea, «Hist. eccl». III,39,16). El historiador Eusebio añade este dato: «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su idioma materno el Evangelio que él anunciaba; de este modo trató de sustituir con el escrito lo que perdían con su partida aquéllos de los que se separaba» (ibídem, III, 24,6). Ya no tenemos el Evangelio escrito por Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo, meditémoslo siempre de nuevo para que nosotros también aprendamos a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.



 

 

 

el apóstol Felipe

(catequesis pronunciada el miércoles 6 de septiembre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 


Queridos hermanos y hermanas:

        Al seguir trazando el semblante de los diferentes apóstoles, como hacemos desde unas semanas, nos encontramos hoy con Felipe. En las listas de los doce siempre aparece en el quinto lugar (en Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 14; Hechos 1, 13), es decir, fundamentalmente entre los primeros. Si bien Felipe era de origen judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo que constituye un pequeño gesto de apertura cultural que no hay que infravalorar. Las noticias que nos llegan de él proceden del Evangelio de Juan. Era del mismo lugar del que procedían Pedro y Andrés, es decir, Betsaida (Cf. Juan 1, 44), una pequeña ciudad que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, quien también se llamaba Felipe (Cf. Lucas 3, 1).

        El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con Natanael y le dice: «Ése del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Juan 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael --«¿De Nazaret puede haber cosa buena?»--, Felipe no se rinde y responde con decisión: «Ven y lo verás» (Juan, 1, 46). Con esta respuesta, seca pero clara, Felipe demuestra las características del auténtico testigo: no se contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor, sugiriéndole que él mismo haga la experiencia personal de lo anunciado. Jesús utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan a Él para preguntarle dónde vive: Jesús respondió: «Venid y lo veréis» (Cf. Juan 1,38-39).

        Podemos pensar que Felipe nos interpela con esos dos verbos que suponen una participación personal. También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael: «Ven y lo verás». El apóstol nos compromete a conocer a Jesús de cerca. De hecho, la amistad, conocer verdaderamente al otro, requiere cercanía, es más, en parte vive de ella. De hecho, no hay que olvidar que, según escribe Marcos, Jesús escogió a los doce con el objetivo primario de que «estuvieran con él» (Marcos 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de Él no sólo el estilo de su comportamiento, sino ante todo quién era Él realmente. Sólo así, participando en su vida, podían conocerle y anunciarle. Más tarde, en la carta de Pablo a los Efesios, puede leerse que lo importante es «el Cristo que vosotros habéis aprendido» (4, 20), es decir, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerle a Él personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, el misterio de su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un Amigo, es más, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerle si estamos lejos de Él? La intimidad, la familiaridad, la costumbre, nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a «venir» y a «ver», es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.

        Con motivo de la multiplicación de los panes, recibió de Jesús una petición precisa, bastante sorprendente: dónde era posible comprar el pan que se necesitaba para dar de comer a toda la gente que le seguía (Cf. Juan 6, 5). Entonces, Felipe respondió con mucho realismo: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco» (Juan 6, 7). Aquí se pueden ver el realismo y el espíritu práctico del apóstol, que sabe juzgar las implicancias de una situación. Sabemos qué es lo que pasó después. Sabemos que Jesús tomó los panes, y tras haber rezado, los distribuyó. De este modo, realizó la multiplicación de los panes. Pero es interesante el hecho de que Jesús se dirigiera precisamente a Felipe para tener una primera impresión sobre la solución del problema: signo evidente de que formaba parte del grupo restringido que lo rodeaba.
        En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua, «se dirigieron a Felipe… y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús» (Juan 12, 20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular dentro del colegio apostólico. En este caso, en particular, realiza las funciones de intermediario entre la petición de algunos griegos --probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete-- y Jesús; si bien se une a Andrés, el otro apóstol de nombre griego, de todos modos los extranjeros se dirigen a él. Esto nos enseña a estar también nosotros dispuestos tanto a acoger las peticiones e invocaciones, vengan de donde vengan, como a orientarlas hacia el Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. Es importante, de hecho, saber que no somos nosotros los destinatarios últimos de las peticiones de quien se nos acerca, sino el Señor: tenemos que orientar hacia Él a quien se encuentre en dificultad. ¡Cada uno de nosotros tiene que ser un camino abierto hacia Él!

        Hay otra oportunidad sumamente particular en la que interviene Felipe. Durante la Última Cena, después de que Jesús afirmase que conocerle a Él significa también conocer al Padre (Cf. Juan 14,7), Felipe, casi ingenuamente, le pidió: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Juan 14, 8). Jesús le respondió con un tono de benévolo reproche: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? […] Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Juan 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del Evangelio de Juan. Contienen una auténtica revelación. Al final del «Prólogo» de su Evangelio, Juan afirma: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Juan 1, 18). Pues bien, esa declaración, que es del evangelista, es retomada y confirmada por el mismo Jesús. Pero con un detalle. De hecho, mientras el «Prólogo» de Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe, Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que sólo se le puede comprender a través de lo que dice, es más, a través de lo que es Él. Para darnos a entender, utilizando la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente a partir de ahora, si realmente queremos conocer el rostro de Dios, ¡sólo nos queda contemplar el rostro de Jesús! ¡En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios!

        El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores («Hechos de Felipe» y otros), nuestro apóstol habría evangelizado en un primer momento Grecia y después Frigia y allí habría afrontado la muerte, en Hierópolis, con un suplicio que algunos mencionan como crucifixión y otros lapidación.

        Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida: encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en Él al mismo Dios, Padre celestial. Si falta este compromiso, nos encontraremos sólo con nosotros mismos, como en un espejo, ¡y cada vez nos quedaremos más solos! Felipe nos invita en cambio a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con Él y a compartir esta compañía indispensable. De este modo, viendo, encontrando a Dios, podemos encontrar la verdadera vida.

 

 

      aqui    

el apóstol Tomás

(catequesis pronunciada el miércoles 27 de septiembre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta'am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.

        El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.

        En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).
        Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.

        Una segunda intervención de Tomás se registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

        Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.

        Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.

        Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).

        Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).

        En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.

        El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.

        Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), y luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde después el cristianismo llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.


 

 

 

  el apóstol Bartolomé

(catequesis pronunciada el miércoles 4 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)


Queridos hermanos y hermanas:
        En la serie de los apóstoles llamados por Jesús durante su vida terrena, hoy llama nuestra atención el apóstol Bartolomé. En las antiguas listas de los doce siempre aparece antes de Mateo, mientras que cambia el nombre de quien le precede: en algunos casos es Felipe (Cf. Mateo 10,3; Marcos 3,18; Lucas 6,14) o Tomás (Cf. Hechos 1,13).

        Su nombre es evidentemente patronímico, pues hace referencia explícita al nombre del padre. Se trata de un nombre de características probablemente arameas, «bar Talmay», que significa «hijo de Talmay».

        No tenemos noticias importantes de Bartolomé. De hecho, su nombre aparece siempre y sólo dentro de las listas de los doce que antes he citado y, por tanto, no es el protagonista de ninguna narración. Tradicionalmente, sin embargo, es identificado con Natanael: un nombre que significa «Dios ha dado». Este Natanael era originario de Caná (Cf Juan 21,2) y, por tanto, es posible que haya sido testigo de algún gran «signo» realizado por Jesús en aquel lugar (Cf Juan 2,1-11).

        La identificación de los dos personajes se debe probablemente al hecho de que Natanael, en la escena de la vocación narrada por el Evangelio de Juan, es colocado junto a Felipe, es decir, en el puesto que tiene Bartolomé en las listas de los apóstoles referidas por los demás Evangelios. A este Natanael, Felipe le había dicho que había encontrado a «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Juan 1, 45).

        Como sabemos, Natanel le planteó un prejuicio de mucho peso: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» (Juan 1,46a). Esta expresión es importante para nosotros. Nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía proceder de un pueblo tan oscuro, como era el caso de Nazaret (Cf. también Juan 7,42). Al mismo tiempo, sin embargo, muestra la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas, manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperamos. Por otra parte, sabemos que, en realidad, Jesús no era exclusivamente «de Nazaret», sino que había nacido en Belén (Cf. Mateo 2,1; Lucas 2,4). La objeción de Natanael, por tanto, no tenía valor, pues se fundamentaba, como sucede con frecuencia, en una información incompleta.

        El caso de Natanael nos sugiere otra reflexión: en nuestra relación con Jesús, no tenemos que contentarnos sólo con las palabras. Felipe, en su respuesta, presenta a Natanael una invitación significativa: «Ven y lo verás» (Juan 1,46b). Nuestro conocimiento de Jesús tiene necesidad sobre todo de una experiencia viva: el testimonio de otra persona es ciertamente importante, pues normalmente toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega por obra de uno o de varios testigos. Pero nosotros mismos tenemos que quedar involucrados personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús.

        De manera semejante, los samaritanos, después de haber escuchado el testimonio de la compatriota con la que Jesús se había encontrado en el pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con Él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; pues nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Juan 4, 42).

        Volviendo a la escena de la vocación, el evangelista nos dice que, cuando Jesús ve que Natanael se acerca, exclama: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Juan 1,47). Se trata de un elogio que recuerda al texto de un Salmo: «Dichoso el hombre […] en cuyo espíritu no hay fraude» (Salmo 32,2), pero que suscita la curiosidad de Natanael, quien replica sorprendido: «¿De qué me conoces?» (Juan 1,48a). La respuesta de Jesús no se entiende en un primer momento. Le dice: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Juan 1,48b).

        Hoy es difícil darse cuenta con precisión del sentido de estas últimas palabras. Según dicen los especialistas, es posible que, dado que a veces se menciona a la higuera como el árbol bajo el que se sentaban los doctores de la ley para leer la Biblia y enseñarla, está aludiendo a este tipo de ocupación desempeñada por Natanael en el momento de su llamada.

        De todos modos, lo que más cuenta en la narración de Juan es la confesión de fe que al final profesa Natanael de manera límpida: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Juan 1, 49). Si bien no alcanza la intensidad de la confesión de Tomás con la que concluye el Evangelio de Juan: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20,28), la confesión de Natanael tiene la función de abrir el terreno al cuarto Evangelio. En ésta se ofrece un primer e importante paso en el camino de adhesión a Cristo. Las palabras de Natanael presentan un doble y complementario aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto por su relación especial con Dios Padre, del que es Hijo unigénito, como por su relación con el pueblo de Israel, de quien es llamado rey, atribución propia del Mesías esperado.

        Nunca tenemos que perder de vista ninguno de estos dos elementos, pues si proclamamos sólo la dimensión celestial de Jesús corremos el riesgo de hacer de Él un ser etéreo y evanescente, mientras que si sólo reconocemos su papel concreto en la historia, corremos el riesgo de descuidar su dimensión divina, que constituye su calificación propia.

        No tenemos noticias precisas sobre la posterior actividad apostólica de Bartolomé-Natanael. Según una información referida por el historiador Eusebio en el siglo IV, un cierto Panteno habría encontrado en la India los signos de la presencia de Bartolomé (Cf. «Historia Eclesiástica», V, 10,3).

        En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte por despellejamiento, que se hizo después sumamente popular. Basta pensar en la famosísima escena del Juicio Universal de la Capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel presentó a san Bartolomé teniendo en la mano izquierda su propia piel, en la que el artista dejó su autorretrato.

        Sus reliquias son veneradas aquí, en Roma, en la Iglesia que se le ha dedicado en la Isla del Tíber, adonde habrían sido traídas por el emperador alemán Otón III en el año 983.

        Concluyendo, podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la falta de noticias, nos dice que la adhesión a Jesús puede ser vivida y testimoniada incluso sin realizar obras sensacionales. El extraordinario es Jesús, a quien cada uno de nosotros estamos llamados a consagrar nuestra vida y nuestra muerte.


 

 

 

  los apóstoles Simón el Cananeo y Judas Tadeo

(catequesis pronunciada el miércoles 11 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)


 


Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy tomamos en consideración a dos de los doce apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en las listas de los doce siempre están juntos (Cf. Mateo 10,4; Marcos 3,18; Lucas 6,15; Hechos 1,13), sino también porque las noticias que les afectan no son muchas, con la excepción de que el canon del Nuevo Testamento conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.

        Simón recibe un epíteto que cambia en las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos le llaman «cananeo», Lucas le define «Zelotes». En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo: en hebreo, el verbo «qanà’» significa «ser celoso, apasionado» y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso del pueblo al que ha elegido (Cf. Éxodo 20, 5), como a los hombres, que arden de celo en el servicio al Dios único con plena entrega, como Elías (Cf. 1 Reyes 19,10).

        Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotes, quizá se caracterizaba al menos por un celo ardiente por la identidad judía, es decir, por Dios, por su pueblo y por su Ley divina. Si esto es así, Simón es todo lo opuesto de Mateo, que por el contrario, como publicano, procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales, sin exclusión alguna. ¡A Él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas! Y lo mejor es que en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de que son diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades: de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Es una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a subrayar las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que Jesucristo nos da la fuerza para superar nuestros conflictos. Hay que recordar que el grupo de los doce es la prefiguración de la Iglesia, en la tienen que encontrar espacio todos los carismas, pueblos, razas, todas las cualidades, que encuentran su unidad en la comunión con Jesús.

        Por lo que se refiere a Judas Tadeo, recibe este nombre de la tradición, uniendo dos nombres diferentes: mientras Mateo y Marcos le llaman simplemente «Tadeo» (Mateo 10,3; Marcos 3,18), Lucas lo llama «Judas de Santiago» (Lucas 6,16; Hechos 1,13). El apodo Tadeo tiene una derivación incierta y se explica como proveniente del arameo «taddà’», que quiere decir «pecho», es decir, significaría que es «magnánimo», o como una abreviación de un nombre griego como «Teodoro, Teodoto». De él se sabe poco. Sólo Juan presenta una petición que planteó a Jesús durante la Última Cena. Tadeo le dice al Señor: « Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Es una pregunta de gran actualidad, que también nosotros le preguntamos al Señor: ¿por qué no se ha manifestado el Resucitado en toda su gloria a los adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se ha manifestado a sus discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Juan 14, 22-23). Esto quiere decir que el Resucitado tiene que ser visto y percibido con el corazón, de manera que Dios pueda hacer su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por ello su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.

        A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que son llamadas «católicas», pues no están dirigidas a una determinada Iglesia local, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (versículo 1). La preocupación central de este escrito consiste en alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a los demás hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia «alucinados en sus delirios» (versículo 8), así define Judas a sus doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos, y con términos fuertes dice que «se han ido por el camino de Caín» (versículo 11). Además les tacha sin reticencias de «nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas para siempre» (versículos 12-13).

        Hoy quizá no estamos acostumbrados a utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo importante. En medio de todas las tentaciones, de todas las corrientes de la vida moderna, tenemos que conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, el camino de la indulgencia y del diálogo, que emprendió con acierto el Concilio Vaticano II, tiene que continuarse con firme constancia. Pero este camino del diálogo, tan necesario, no tiene que hacer olvidar el deber de recodar y subrayar siempre las líneas fundamentales irrenunciables de nuestra identidad cristiana.

        Por otra parte, es necesario tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía, ante las contradicciones del mundo en que vivismo. Por ello, el texto de la carta sigue diciendo así: «Pero vosotros, queridos, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A unos, a los que vacilan, tratad de convencerlos...» (versículos 20-22). La carta se concluye con estas bellísimas palabras: «Al que es capaz de guardaros inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén» (versículos 24-25).

        Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud la propia fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y por último la alabanza, quedando todo motivado por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por este motivo, tanto Simón el Cananeo, como Judas Tadeo nos ayudan a redescubrir siempre de nuevo y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo dar testimonio fuerte y al mismo tiempo sereno.


 

 

 

  Judas Iscariote

(catequesis pronunciada el miércoles 18 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)


Queridos hermanos y hermanas:

        Al terminar de recorrer hoy la lista de los doce apóstoles llamados directamente por Jesús durante su vida terrena, no podemos dejar de mencionar a quien siempre aparece en último lugar: Judas Iscariote. Queremos asociarle con la persona que después fue escogida en su sustitución, es decir, Matías.

        Ya sólo el nombre de Judas suscita entre los cristianos una instintiva reacción de reprobación y de condena. El significado del apelativo «Iscariote» es controvertido: la explicación más utilizada dice que significa «hombre de Queriyyot», en referencia al pueblo de origen, situado en los alrededores de Hebrón, mencionado dos veces en la Sagrada Escritura (Cf. Josué 15, 25; Amós 2, 2). Otros lo interpretan como una variación del término «sicario», como si aludiera a un guerrillero armado de puñal, llamado en latín «sica». Por último, algunos ven en el apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa: «aquel que iba a entregarle». Esta mención se encuentra dos veces en el cuarto Evangelio, es decir, después de una confesión de fe de Pedro (Cf. Juan 6, 71) y después durante la unción de Betania (Cf. Juan 12, 4).

        Otros pasajes muestran que la traición estaba en curso, diciendo: «aquel que le traicionaba», como sucede durante la Última Cena, después del anuncio de la traición (Cf. Mateo 26, 25) y después en el momento en que Jesús fue arrestado (Cf. Mateo 26, 46.48; Juan 18,2.5). Sin embargo, las listas de los doce recuerdan la traición como algo ya acontecido: «Judas Iscariote, el mismo que le entregó», dice Marcos (3, 19); Mateo (10, 4) y Lucas (6, 16) utilizan fórmulas equivalentes. La traición, en cuanto tal, tuvo lugar en dos momentos: ante todo en su fase de proyecto, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por treinta monedas de plata (Cf. Mateo 26,14-16), y después en su ejecución con el beso que le dio al Maestro en Getsemaní (Cf. Mateo 26, 46-50).

        De todos modos, los evangelistas insisten en que le correspondía plenamente su condición de apóstol: es llamado repetidamente «uno de los doce» (Mateo 26,14.47; Marcos 14, 10.20; Juan 6, 71) o «del número de los doce» (Lucas 22, 3). Es más, en dos ocasiones, Jesús, dirigiéndose a los apóstoles y hablando precisamente de él, le indica como «uno de vosotros» (Mateo 26, 21; Marcos 14,18; Juan 6, 70; 13, 21). Y Pedro dirá que Judas «era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio» (Hechos 1, 17).

        Se trata, por tanto, de una figura perteneciente al grupo de aquellos a los que Jesús había escogido como compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas a la hora de explicar lo acaecido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. De hecho, si bien Judas es el ecónomo del grupo (Cf. Juan 12,6b; 13,29a), en realidad también se le llama «ladrón» (Juan 12,6a). El misterio de la elección es todavía más grande, pues Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él: «¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mateo 26, 24). Este misterio es todavía más profundo si se piensa en su suerte eterna, sabiendo que Judas «fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “Pequé entregando sangre inocente”» (Mateo 27, 3-4). Si bien él se alejó después para ahorcarse (Cf. Mateo 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en lugar de Dios, quien es infinitamente misericordioso y justo.

        Una segunda pregunta afecta al motivo del comportamiento de Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? La cuestión suscita varias hipótesis. Algunos recurren a la avidez por el dinero; otros ofrecen una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no entraba en el programa de liberación político-militar de su propio país. En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: Juan dice expresamente que «el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle» (Juan 13,2); del mismo modo, Lucas escribe: «Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los doce» (Lucas 22, 3). De este modo, se va más allá de las motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la responsabilidad personal de Judas, quien cedió miserablemente a una tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un misterio. Jesús le trató como a un amigo (Cf. Mateo 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirle por el camino de las bienaventuranzas no forzaba su voluntad ni le impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana.

        De hecho, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de la vida que sólo sea individualista, autónoma, sino en ponerse siempre de parte de Jesús, asumiendo su punto de vista. Tenemos que tratar, día tras día, de estar en plena comunión con Él. Recordemos que incluso Pedro quería oponerse a Él y a lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió una fortísima reprensión: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Marcos 8,32-33) Tras su caída, Pedro se arrepintió y encontró perdón y gracia. También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró en desesperación y de este modo se convirtió en autodestrucción. Es para nosotros una invitación a recordar siempre lo que dice san Benito al final del capítulo V, fundamental, de su «Regla»: «no desesperar nunca de la misericordia de Dios». En realidad, «Dios es mayor que nuestra conciencia», como dice san Juan (1 Juan 3, 20).

        Recordemos dos cosas. La primera: Jesús respeta nuestra libertad. La segunda: Jesús espera que tengamos la disponibilidad para arrepentirnos y para convertirnos; es rico en misericordia y perdón. De hecho, cuando pensamos en el papel negativo que desempeñó Judas, tenemos que enmarcarlo en la manera superior con que Dios dispuso de los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en la entrega de sí mismo al Padre (Cf. Gáltas 2, 20; Efesios 5,2.25). El verbo «traicionar» es la versión griega que significa «entregar». A veces su sujeto es incluso el mismo Dios en persona: él mismo por amor «entregó» a Jesús por todos nosotros (Cf. Romanos 8, 32). En su misterioso proyecto de salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como motivo de entrega total del Hijo por la redención del mundo.

        Al concluir, queremos recordar también a quien, después de Pascua, fue elegido en lugar del traidor. En la Iglesia de Jerusalén se presentaron dos a la comunidad, y después sus hombres fueron echados a suerte: « José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y Matías» (Hechos l, 23). Precisamente este último fue el escogido, y de este modo «fue agregado al número de los doce apóstoles» (Hechos 1, 26). No sabemos nada más de él, a excepción de que fue testigo de la vida pública de Jesús (Cf. Hechos 1, 21-22), siéndole fiel hasta el final. A la grandeza de su fidelidad se le añadió después la llamada divina a tomar el lugar de Judas, como compensando su traición.

        Sacamos de aquí una última lección: si bien en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos corresponde contrabalancear el mal que ellos realizan con nuestro testimonio limpio de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.


 

 

Pablo de Tarso
Jesucristo, centro de la vida de san Pablo
san Pablo: « El Espíritu de nuestros corazones»
san Pablo: « La vida en la Iglesia»
El ambiente religioso y cultural de san Pablo
La vida de san Pablo antes y después de Damasco
La conversión de san Pablo
La concepción paulina del apostolado

 

 

Pablo de Tarso

(catequesis pronunciada el miércoles 25 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        Hemos concluido nuestras reflexiones sobre los doce apóstoles, llamados directamente por Jesús durante su vida terrena. Hoy comenzamos a acercarnos a las figuras de otros personajes importantes de la Iglesia primitiva. También ellos gastaron su vida por el Señor, por el Evangelio y por la Iglesia. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo» (15, 26).

        El primero de éstos, llamado por el mismo Señor, por el Resucitado, a ser también él auténtico apóstol, es sin duda Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera grandeza en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los orígenes. San Juan Crisóstomo le exalta como personaje superior incluso a muchos ángeles y arcángeles (Cf. «Panegírico» 7, 3). Dante Alighieri en la Divina Comedia, inspirándose en la narración de Lucas en los Hechos de los Apóstoles (Cf 9, 15), le define simplemente como «vaso de elección» (Infierno 2, 28), que significa: instrumento escogido por Dios. Otros le han llamado el «decimotercer apóstol» --y realmente él insiste mucho en el hecho de ser un auténtico apóstol, habiendo sido llamado por el Resucitado, o incluso «el primero después del Único». Ciertamente, después de Jesús, él es el personaje de los orígenes del que más estamos informados. De hecho, no sólo contamos con la narración que hace de él Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino también de un grupo de cartas que provienen directamente de su mano y que sin intermediarios nos revelan su personalidad y pensamiento. Lucas nos informa que su nombre original era Saulo (Cf. Hechos 7,58; 8,1 etc.), en hebreo Saúl (Cf. Hechos 9, 14.17; 22,7.13; 26,14), como el rey Saúl (Cf. Hechos 13,21), y era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso se sitúa entre Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel (Cf. Hechos 22,3). Había aprendido también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hechos 18, 3), que más tarde le permitiría sustentarse personalmente sin ser de peso para las Iglesias (Cf. Hechos 20,34; 1 Corintios 4,12; 2 Corintios 12, 13-14).

        Para él fue decisivo conocer la comunidad de quienes se profesaban discípulos de Jesús. Por ellos tuvo noticia de una nueva fe, un nuevo «camino», como se decía, que no ponía en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús, crucificado y resucitado, a quien se le atribuía la remisión de los pecados. Como judío celoso, consideraba este mensaje inaceptable, es más escandaloso, y sintió el deber de perseguir a los seguidores de Cristo incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, en el camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue « alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3, 12). Mientras Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles --la manera en que la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando fundamentalmente toda su vida-- en sus cartas él va directamente a lo esencial y habla no sólo de una visión (Cf. 1 Corintios 9,1), sino de una iluminación (Cf. 2 Corintios 4, 6) y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado (Cf. Gálatas 1, 15-16). De hecho, se definirá explícitamente «apóstol por vocación» (Cf. Romanos 1, 1; 1 Corintios 1, 1) o «apóstol por voluntad de Dios» (2 Corintios 1, 1; Efesios 1,1; Colosenses 1, 1), como queriendo subrayar que su conversión no era el resultado de bonitos pensamientos, de reflexiones, sino el fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible. A partir de entonces, todo lo que antes constituía para él un valor se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura (Cf. Filipenses 3, 7-10). Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Su existencia se convertirá en la de un apóstol que quiere «hacerse todo a todos» (1 Corintios 9,22) sin reservas.

        De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros: lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, la comunión con Cristo y su Palabra. Bajo su luz, cualquier otro valor debe ser recuperado y purificado de posibles escorias. Otra lección fundamental dejada por Pablo es el horizonte espiritual que caracteriza a su apostolado. Sintiendo agudamente el problema de la posibilidad para los gentiles, es decir, los paganos, de alcanzar a Dios, que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción, se dedicó a dar a conocer este Evangelio, literalmente «buena noticia», es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás. Desde el primer momento había comprendido que ésta es una realidad que no afectaba sólo a los judíos, a un cierto grupo de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos.

        La Iglesia de Antioquia de Siria fue el punto de partida de sus viajes, donde por primera vez el Evangelio fue anunciado a los griegos y donde fue acuñado también el nombre de «cristianos» (Cf. Hechos 11, 20.26), es decir, creyentes en Cristo. Desde allí tomó rumbo en un primer momento hacia Chipre y después en diferentes ocasiones hacia regiones de Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia), y después a las de Europa (Macedonia, Grecia). Más reveladoras fueron las ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar tampoco Berea, Atenas y Mileto.

        En el apostolado de Pablo no faltaron dificultades, que él afrontó con valentía por amor a Cristo. Él mismo recuerda que tuvo que soportar «trabajos…, cárceles…, azotes; peligros de muerte, muchas veces…Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué… Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias» (2 Corintios 11,23-28). En un pasaje de la Carta a los Romanos (Cf. 15, 24.28) se refleja su propósito de llegar hasta España, hasta el confín de Occidente, para anunciar el Evangelio por doquier hasta los confines de la tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un apóstol de esta talla? Está claro que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, y a veces tan desesperadas, si no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que no podía haber límites. Para Pablo, esta razón, lo sabemos, es Jesucristo, de quien escribe: «El amor de Cristo nos apremia… murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Corintios 5,14-15), por nosotros, por todos.

        De hecho, el apóstol ofrecerá su testimonio supremo con la sangre bajo el emperador Nerón aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales. Clemente Romano, mi predecesor en esta sede apostólica en los últimos años del siglo I, escribió: «Por celos y discordia, Pablo se vio obligado a mostrarnos cómo se consigue el premio de la paciencia… Después de haber predicado la justicia a todos en el mundo, y después de haber llegado hasta los últimos confines de Occidente, soportó el martirio ante los gobernantes; de este modo se fue de este mundo y alcanzó el lugar santo, convertido de este modo en el más grande modelo de perseverancia» (A los Corintios 5). Que el Señor nos ayude a vivir la exhortación que nos dejó el apóstol en sus cartas: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (1 Corintios 11, 1).


 

 

 

 

Jesucristo, centro de la vida de san Pablo

(catequesis pronunciada el miércoles 8 de noviembre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos:

En la catequesis precedente, hace quince días, traté de trazar las líneas esenciales de la biografía del apóstol Pablo. Hemos visto cómo el encuentro con Cristo en la carretera de Damasco revolucionó literalmente su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas, después del nombre de Dios, que aparece más de quinientas veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo (380 veces). Por tanto, es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra misma vida. En realidad, Jesucristo es el ápice de la historia de la salvación y por tanto el verdadero punto discriminante en el diálogo con las demás religiones.

Al ver el ejemplo de Pablo, podremos formular así el interrogante de fondo: ¿cómo tiene lugar el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿En qué consiste la relación que se deriva del mismo? La respuesta que ofrece Pablo puede ser comprendida en dos momentos.

En primer lugar, Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e insustituible de la fe. En la Carta a los Romanos escribe: «Pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley» (3, 28). Y en la Carta a los Gálatas: «el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, por eso nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado» (2,16). «Ser justificados» significa ser hechos justos, es decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios, y entrar en comunión con Él, y por tanto poder establecer una relación mucho más auténtica con todos nuestros hermanos: y esto en virtud de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien, Pablo dice con toda claridad que esta condición de vida no depende de nuestras posibles buenas obras, sino de la pura gracia de Dios: «Somos justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Romanos 3, 24).

Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, la nueva dirección que tomó su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado. Pablo, antes de la conversión, no era un hombre alejado de Dios ni de su Ley. Por el contrario, era un observante, con una observancia que rayaba en el fanatismo. Sin embargo, a la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo se había buscado hacerse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa justicia sólo había vivido para sí mismo. Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva orientación. Y esta nueva orientación la expresa así: «la vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2, 20).

Pablo, por tanto, ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo: dándose a sí mismo; ya no se busca ni se hace a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos ha dado el Señor, que nos da la fe. ¡Ante la cruz de Cristo, expresión máxima se su entrega, ya no hay nadie que pueda gloriarse de sí, de su propia justicia! En otra ocasión, Pablo, haciendo eco a Jeremías, aclara su pensamiento: «El que se gloríe, gloríese en el Señor» (1 Corintios 1, 31; Jeremías 9,22s); o también: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gálatas 6,14).

Al reflexionar sobre lo que quiere decir no justificarse por las obras sino por la fe, hemos llegado al segundo elemento que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en su propia vida. Identidad cristiana que se compone precisamente de dos elementos: no buscarse a sí mismo, sino revestirse de Cristo y entregarse con Cristo, y de este modo participar personalmente en la vida del mismo Cristo hasta sumergirse en Él y compartir tanto su muerte como su vida.

Pablo lo escribe en la Carta a los Romanos: «Fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte… Fuimos con él sepultados… somos una misma cosa con él… Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Romanos 6, 3.4.5.11). Precisamente esta última expresión es sintomática: para Pablo, de hecho, no es suficiente decir que los cristianos son bautizados, creyentes; para él es igualmente importante decir que ellos «están en Cristo Jesús» (Cf. también Romanos 8,1.2.39; 12,5; 16,3.7.10; 1 Corintios 1, 2.3, etcétera).

En otras ocasiones invierte los términos y escribe que «Cristo está en nosotros/vosotros» (Romanos 8,10; 2 Corintios 13,5) o «en mí» (Gálatas 2,20). Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de Pablo, completa su reflexión sobre la fe. La fe, de hecho, si bien nos une íntimamente a Cristo, subraya la distinción entre nosotros y Él. Pero, según Pablo, la vida del cristiano tiene también un elemento que podríamos llamar «místico», pues comporta ensimismarnos en Cristo y Cristo en nosotros. En este sentido, el apóstol llega a calificar nuestros sufrimientos como los «sufrimientos de Cristo en nosotros» (2 Corintios 1, 5), de manera que «llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Corintios 4,10).

Todo esto tenemos que aplicarlo a nuestra vida cotidiana siguiendo el ejemplo de Pablo que vivió siempre con este gran horizonte espiritual. Por una parte, la fe debe mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios, es más, de adoración y de alabanza en relación con Él. De hecho, lo que somos como cristianos sólo se lo debemos a Él y a su gracia. Dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario por tanto que a nada ni a nadie rindamos el homenaje que le rendimos a Él. Ningún ídolo tiene que contaminar nuestro universo espiritual, de lo contrario en vez de gozar de la libertad alcanzada volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante. Por otra parte, nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que «estamos en Él» tiene que infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría.

En definitiva, tenemos que exclamar con san Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Romanos 8, 31). Y la respuesta es que nada ni nadie «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8,39). Nuestra vida cristiana, por tanto, se basa en la roca más estable y segura que puede imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el apóstol: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Fi1ipenses 4,13).

Afrontemos por tanto nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, apoyados por estos grandes sentimientos que Pablo nos ofrece. Haciendo esta experiencia, podemos comprender que es verdad lo que el mismo apóstol escribe: «yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día», es decir, hasta el día definitivo (2 Timoteo 1,12) de nuestro encuentro con Cristo, juez, salvador del mundo y nuestro.


 

san Pablo: «El Espíritu de nuestros corazones»

(catequesis pronunciada el miércoles 15 de noviembre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy, al igual que en las dos catequesis precedentes, volvemos a hablar de san Pablo y de su pensamiento. Nos encontramos ante un gigante no sólo a nivel del apostolado concreto, sino también a nivel de la doctrina teológica, extraordinariamente profunda y estimulante. Después de haber meditado en la última ocasión en lo que escribió Pablo sobre el puesto central que ocupa Jesucristo en nuestra vida de fe, veamos hoy lo que nos dice sobre el Espíritu Santo y sobre su presencia en nosotros, pues también en esto el apóstol tiene algo muy importante que enseñarnos.

        Sabemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles, al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu pentecostal imprime un empuje vigoroso para asumir el compromiso de la misión para testimoniar el Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los Hechos de los Apóstoles narra toda una serie de misiones realizadas por los apóstoles, primero en Samaria, después en la franja de la costa de Palestina, como ya recordé en un precedente encuentro del miércoles. Ahora bien, san Pablo, en sus cartas, nos habla del Espíritu también desde otro punto de vista. No se limita a ilustrar sólo la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, Pablo reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del cristiano sino sobre su mismo ser. De hecho, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros (Cf. Romanos 8, 9; 1 Corintios 3,16) y que «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gálatas 4, 6). Para Pablo, por tanto, el Espíritu nos penetra hasta en nuestras profundidades personales más íntimas. En este sentido, estas palabras tienen un significado relevante: «La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte… Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Romanos 8, 2.15), dado que somos hijos, podemos llamar «Padre» a Dios. Podemos ver, por tanto, que el cristiano, incluso antes de actuar, posee ya una interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, una interioridad que le introduce en una relación objetiva y original de filiación en relación con Dios. En esto consiste nuestra gran dignidad: no somos sólo imagen, sino hijos de Dios. Y esto constituye una invitación a vivir nuestra filiación, a ser cada vez más conscientes de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, determinante para nuestra manera de pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad semejante, aunque no igual, a la del mismo Jesús, el único que es plenamente verdadero Hijo. En Él se nos da o se nos restituye la condición filial y la libertad confiada en nuestra relación con el Padre.

        De este modo descubrimos que para el cristino el Espíritu ya no es sólo el «Espíritu de Dios», como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como repite el lenguaje cristiano (Cf Génesis 41, 38; Éxodo 31, 3; 1 Corintios 2,11.12; Filipenses 3,3; etc.). Y no es tan sólo un «Espíritu Santo», entendido genéricamente, según la manera de expresarse del Antiguo Testamento (Cf. Isaías 63, 10.11; Salmo 51, 13), y del mismo judaísmo en sus escritos (Qumrán, rabinismo). Es propia de la fe cristiana la confesión de una participación de este Espíritu en el Señor resucitado, quien se ha convertido Él mismo en «Espíritu que da vida» (1 Corintios 15, 45). Precisamente por este motivo san Pablo habla directamente del «Espíritu de Cristo» (Romanos 8, 9), del «Espíritu del Hijo» (Gálatas 4, 6) o del «Espíritu de Jesucristo» (Filipenses 1, 19). Parece como si quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (Cf. Juan 14, 9), sino que también el Espíritu de Dios se expresa en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado.

        Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Romanos 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo, se convierte como en el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, del que no podemos ni siquiera precisar los términos. El Espíritu, de hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender de este modo a rezar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.

        Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos ha enseñado san Pablo: su relación con el amor. El apóstol escribe así: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5, 5). En mi carta encíclica «Deus caritas est» citaba una frase sumamente elocuente de san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor» (número 19), y luego explicaba: «el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón [de los creyentes] con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado» (ibídem). El Espíritu nos pone en el ritmo mismo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el Hijo. Es sumamente significativo que Pablo, cuando enumera los diferentes elementos de los frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, etc.» (Gálatas 5, 22). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio de la misa con una expresión de san Pablo: «… la comunión del Espíritu Santo [es decir, la que por Él actúa] sea con todos vosotros» (2 Corintios 13,13). Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Se comprende de este modo el motivo por el que Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos estas dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu» y «No devolváis a nadie mal por mal» (Romanos 12, 11.17).

        Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo generoso que el mismo Dios nos ha dado como adelanto y al mismo tiempo garantía de nuestra herencia futura (Cf. 2 Corintios 1,22; 5,5; Efesios 1,13-14). Aprendamos, de este modo, de Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, de la alegría, de la comunión y de la esperanza. A nosotros nos corresponde hacer cada día esta experiencia, secundando las sugerencias interiores del Espíritu, ayudados en el discernimiento por la guía iluminante del apóstol.

 

 

san Pablo sobre «La vida en la Iglesia»

(catequesis pronunciada el miércoles 22 de noviembre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        Concluimos hoy nuestros encuentros con el apóstol Pablo, dedicándole una última reflexión. No podemos despedirnos de él sin tomar en cuenta uno de los elementos decisivos de su actividad y uno de los temas más importantes de su pensamiento: la realidad de la Iglesia. Tenemos que constatar, ante todo, que su primer contacto con la persona de Jesús tuvo lugar a través del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén. Fue un contacto borrascoso. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se convirtió inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él mismo en tres ocasiones en otras tantas cartas: «he perseguido a la Iglesia de Dios», escribe (1 Corintios 15,9; Gálatas 1,13; Filipenses 3,6), presentando este comportamiento como el peor crimen.

        ¡La historia nos demuestra que se llega normalmente a Jesús pasando a través de la Iglesia! En cierto sentido, es lo que también le sucedió --como decíamos-- a Pablo, quien encontró a la Iglesia antes de encontrar a Jesús. Ahora bien, en su caso, este contacto fue contraproducente: no provocó la adhesión, sino más bien una repulsión violenta.

        Para Pablo, la adhesión a la Iglesia fue propiciada por una intervención directa de Cristo, quien al revelarse en el camino de Damasco, se identificó con la Iglesia y le dio a entender que perseguir a la Iglesia era perseguirle a Él, el Señor. De hecho, el Resucitado le dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hechos 9, 4). Persiguiendo a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende cómo la Iglesia estuvo tan presente en los pensamientos, en el corazón y en la actividad de Pablo.

        En primer lugar estuvo presente cuando fundó literalmente muchas Iglesias en varias ciudades a las que llegó como evangelizador. Cuando habla de «la preocupación por todas las Iglesias» (2 Corintios 11, 28), piensa en las diferentes comunidades cristianas suscitadas en Galacia, Jonia, Macedonia, y en Acaya. Algunas de esas Iglesias también le dieron preocupaciones y disgustos, como sucedió por ejemplo con las Iglesias de Galacia, que se pasó «a otro evangelio» (Gálatas 1,6), a lo que se opuso con firme determinación. No se sentía unido a las comunidades que fundó de manera fría o burocrática, sino intensa y apasionadamente. Por ejemplo, define a los filipenses «hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona» (4,1). Otras veces compara las diferentes comunidades con una carta de recomendación única: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres» (2 Corintios 3, 2). Otras veces les de muestra no sólo un verdadero sentimiento de paternidad sino también de maternidad, como cuando se dirige a sus destinatarios llamándoles «hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gálatas 4,19; Cf. anche l Corintios 4,14-15; 1 Tesalonicenses 2,7-8).

        En sus cartas, Pablo nos ilustra también su doctrina sobre la Iglesia en cuanto tal. Es muy conocida su original definición de la Iglesia como «cuerpo de Cristo», que no encontramos en otros autores cristianos del siglo I (Cf. 1 Corintios 12,27; Efesios 4,12; 5,30; Colosenses 1,24). La raíz más profunda de esta sorprendente definición de la Iglesia la encontramos en el Sacramento del cuerpo de Cristo. Dice san Pablo: « Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 17). En la misma Eucaristía Cristo nos da su Cuerpo y nos hace su Cuerpo. En este sentido, san Pablo dice a los Gálatas: «todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28).

        Con todo esto, Pablo nos da a entender que no sólo se da una pertenencia de la Iglesia a Cristo, sino también una cierta forma de equiparación e identificación de la Iglesia con el mismo Cristo. De esto, por tanto, se deriva la grandeza y la nobleza de la Iglesia, es decir, de todos nosotros que formamos parte de ella: del hecho de ser miembros de Cristo, una especie de extensión de su presencia personal en el mundo.

        Y de aquí se deriva, naturalmente, nuestro deber de vivir realmente en conformidad con Cristo. De aquí se derivan también las exhortaciones de Pablo a propósito de los diferentes carismas que alientan y estructuran la comunidad cristiana. Todos se remontan a un manantial único, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia no hay nadie que carezca de ellos, pues, como escribe el apóstol, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Corintios 12, 7). Ahora bien, lo importante es que todos los carismas cooperen juntos en la edificación de la comunidad y no se conviertan, por el contrario, en motivo de laceración. En este sentido, Pablo se pregunta retóricamente: «¿Esta dividido Cristo?» (1 Corintios 1, 13). Sabe bien y nos enseña que es necesario «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados» (Efesios 4, 3-4).

        Obviamente, subrayar la exigencia de la unidad no significa decir que hay que uniformar o achatar la vida eclesial según una manera única de actuar. En otro pasaje, Pablo invita a «no extinguir el Espíritu» (1 Tesalonicenses 5,19), es decir, a dejar generosamente espacio al dinamismo imprevisible de las manifestaciones carismáticas del Espíritu, que es una fuente de energía y de vitalidad siempre nueva. Pero si hay un criterio particularmente importante para Pablo éste es la mutua edificación: «que todo sea para edificación» (1 Corintios 14, 26). Todo debe ayudar a construir ordenadamente el tejido eclesial, no sólo sin estancamientos, sino también sin fugas ni desgarramientos. Una carta de Pablo que llega a presentar a la Iglesia como esposa de Cristo (Cf. Efesios 5, 21-33). Retoma así una antigua metáfora profética, que hacía del pueblo de Israel la esposa del Dios de la alianza (Cf. Oseas 2,4.21; Isaías 54,5-8): expresa así hasta qué punto son íntimas las relaciones entre Cristo y su Iglesia, ya sea porque es objeto del más tierno amor por parte de su Señor, ya sea porque el amor tiene que ser mutuo y que nosotros, en cuanto miembros de la Iglesia, tenemos que demostrarle una fidelidad apasionada.

        En conclusión, por tanto, está en juego una relación de comunión: la relación por llamarla de algún modo «vertical» entre Jesucristo y todos nosotros, pero también la «horizontal» entre todos los que se distinguen en el mundo por el hecho de de «invocar el nombre de Jesucristo, Señor nuestro» (1 Corintios 1, 2). Esta es nuestra definición: formamos parte de los que invocan el nombre del Señor Jesucristo. Se entiende así hasta qué punto hay que desear la realización de lo que el mismo Pablo anhela al escribir a los Corintios: «Por el contrario, si todos profetizan y entra un infiel o un no iniciado, será convencido por todos, juzgado por todos. Los secretos de su corazón quedarán al descubierto y, postrado rostro en tierra, adorará a Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros» (1 Corintios 14, 24-25). Así deberían ser nuestros encuentros litúrgicos. Un no cristiano que entra en una asamblea nuestra al final debería poder decir: «Verdaderamente Dios está con vosotros». Pidamos al Señor que vivamos así, en comunión con Cristo y en comunión entre nosotros.


 

El ambiente religioso y cultural de san Pablo

(catequesis pronunciada el miércoles 2 de julio de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy comienzo un nuevo ciclo de catequesis, dedicado al gran apóstol san Pablo. Como sabéis, a él esta consagrado este año, que va desde la fiesta litúrgica de los apóstoles San Pedro y San Pablo del 29 de junio de 2008 hasta la misma fiesta de 2009. El apóstol san Pablo, figura excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante, se nos presenta como un ejemplo de entrega total al Señor  y a su Iglesia, así como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas.

        Así pues, es justo no solo que le dediquemos un lugar particular en nuestra veneración, sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos puede decir también a nosotros, cristianos de hoy.

        En este primer encuentro, consideraremos el ambiente en el que vivió y actuó. Este tema parecería remontarnos a tiempos lejanos, dado que debemos insertarnos en el mundo de hace dos mil anos. Y, sin embargo, esto solo es verdad en apariencia y parcialmente, pues podremos constatar que, en varios aspectos, el actual contexto sociocultural no es muy diferente al de entonces.

        Un factor primario y fundamental que es preciso tener presente es la relación entre el ambiente en el que san Pablo nace y se desarrolla y el contexto global en el que sucesivamente se integra. Procede de una cultura muy precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria: la del pueblo de Israel y de su tradición. Como nos enseñan los expertos, en el mundo antiguo, y de modo especial dentro del Imperio romano, los judíos debían de ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su número a mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida, como sucede también hoy, los distinguían claramente del ambiente circunstante. Esto podía llevar a dos resultados: o a la burla, que podía desembocar en la intolerancia, o a la admiración, que se manifestaba en varias formas de simpatía, como en el caso de los "temerosos de Dios" o de los "prosélitos", paganos que se asociaban a la Sinagoga y compartían la fe en el Dios de Israel.

        Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro juicio de un orador como Cicerón, que despreciaba su religión e incluso la ciudad de Jerusalén (cf. Pro Flacco,66-69); y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, a la que Flavio Josefo recordaba como "simpatizante" de los judíos (cf. Antiguedades judias 20, 195.252; Vida 16); incluso Julio Cesar les había reconocido oficialmente derechos particulares, como atestigua el mencionado historiador judío Flavio Josefo (cf. ib., 14, 200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, como sigue sucediendo en nuestro tiempo, era mucho mayor fuera de la tierra de Israel, es decir, en la diáspora, que en el territorio que los demás llamaban Palestina.

        No sorprende, por tanto, que san Pablo mismo haya sido objeto de esta doble y opuesta valoración de la que he hablado. Es indiscutible que el carácter tan particular de la cultura y de la religión judía encontraba tranquilamente lugar dentro de una institución tan invasora como el Imperio romano.

        Mas difícil y sufrida será la posición del grupo de judíos o gentiles que se adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida en que se diferenciaran tanto del judaísmo como del paganismo dominante.

        En todo caso, dos factores favorecieron la labor de san Pablo. El primero fue la cultura griega, o mejor, helenista, que después de Alejandro Magno se había convertido en patrimonio común, al menos en la región del Mediterráneo oriental y en Oriente Próximo, aunque integrando en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente considerados bárbaros. Un escritor de la época afirmaba que Alejandro "ordeno que todos consideraran como patria toda la ecumene... y que ya no se hicieran diferencias entre griegos y bárbaros" (Plutarco, De Alexandri Magni fortuna aut virtute, 6.8). El segundo factor fue la estructura político-administrativa del Imperio romano, que garantizaba paz y estabilidad desde Bretaña hasta el sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones nunca vistas con anterioridad. En este espacio era posible moverse con suficiente libertad y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un excelente sistema de carreteras, y encontrando en cada punto de llegada características culturales básicas que, sin ir en detrimento de los valores locales, representaban un tejido común de unificación super partes, hasta el punto de que el filosofo judío Filón de Alejandría, contemporáneo de san Pablo, alaba al emperador Augusto porque "ha unido en armonía a todos los pueblos salvajes... convirtiéndose en guardián de la paz" (Legatio ad Caium, 146-147).

        Ciertamente, la visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos del Pablo cristiano después de lo que sucedió en el camino de Damasco, debe su impulso fundamental a la fe en Jesucristo, puesto que la figura del Resucitado va más allá de todo particularismo. De hecho, para el Apóstol "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). Sin embargo, la situación histórico-cultural de su tiempo y de su ambiente también influyo en sus opciones y en su compromiso. Alguien definió a san Pablo como "hombre de tres culturas", teniendo en cuenta su origen judío, su lengua griega y su prerrogativa de "civis romanus", como lo testimonia también su nombre, de origen latino.

        Conviene recordar de modo particular la filosofía estoica, que era dominante en el tiempo de san Pablo y que influyo, aunque de modo marginal, también en el cristianismo. A este respecto, podemos mencionar algunos nombres de filósofos estoicos, como los iniciadores Zenón y Cleantes, y luego los de los mas cercanos cronológicamente a san Pablo, como Seneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos naturalmente en el cristianismo.

        Como escribe acertadamente un experto en la materia, "la Estoa... anuncio un nuevo ideal, que ciertamente imponía al hombre deberes con respecto a sus semejantes, pero al mismo tiempo lo liberaba de todos los lazos físicos y nacionales y hacia de el un ser puramente espiritual " (M. Pohlenz, La Stoa, I, Florencia 1978, p. 565). Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo armonioso y, por tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los hombres, sin distinciones sociales; en la igualdad, al menos a nivel de principio, entre el hombre y la mujer; y en el ideal de la sobriedad, de la justa medida y del dominio de si para evitar todo exceso. Cuando san Pablo escribe a los Filipenses: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8), no hace mas que retomar una concepción muy humanista propia de esa sabiduría filosófica.

        En tiempos de san Pablo existía también una crisis de la religión tradicional, al menos en sus aspectos mitológicos e incluso cívicos. Después de que Lucrecio, un siglo antes, sentenciara polémicamente: "La religión ha llevado a muchos delitos" (De rerum natura, 1, 101), un filosofo como Seneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que "Dios esta cerca de ti, esta contigo, esta dentro de ti" (Cartas a Lucilio, 41, 1). Del mismo modo, cuando san Pablo se dirige a un auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas, dice textualmente que "Dios... no habita en santuarios fabricados por manos humanas..., pues en el vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 24.28). Ciertamente, así se hace eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado de una manera antropomórfica, pero también se pone en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien.

        Además, debemos tener en cuenta que muchos cultos paganos prescindían de los templos oficiales de la ciudad y se realizaban en lugares privados que favorecían la iniciación de los adeptos. Por eso, no suscitaba sorpresa el hecho de que también las reuniones cristianas (las ekklesiai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran lugar en casas privadas. Entonces, por lo demás, no existía todavía ningún edificio publico. Por tanto, los contemporáneos debían considerar las reuniones de los cristianos como una simple variante de esta practica religiosa mas intima. De todos modos, las diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son insignificantes y afectan tanto a la conciencia de la identidad de los que asistían como a la participación en común de hombres y mujeres, a la celebración de la "cena del Señor " y a la lectura de las Escrituras.

        En conclusión, a la luz de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era cristiana, queda claro que no se puede comprender adecuadamente a san Pablo sin situarlo en el trasfondo, tanto judío como pagano, de su tiempo. De este modo, su figura adquiere gran alcance histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales con respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo en general, del que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de quien todos tenemos siempre mucho que aprender. Este es el objetivo del Año paulino: aprender de san Pablo; aprender la fe; aprender a Cristo; aprender, por último, el camino de una vida recta.

 

La vida de san Pablo antes y después de Damasco

(catequesis pronunciada el miércoles 27 de agosto de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        En la ultima catequesis antes de las vacaciones —hace dos meses, a inicios de julio— comencé una nueva serie temática con ocasión del año paulino, considerando el mundo en el que vivió san Pablo.

        Hoy voy a retomar y continuar la reflexión sobre el Apóstol de los gentiles, presentando una breve biografía. Dado que dedicaremos el próximo miércoles al acontecimiento extraordinario que se verifico en el camino de Damasco, la conversión de san Pablo, viraje fundamental en su existencia tras el encuentro con Cristo, hoy repasaremos brevemente el conjunto de su vida.

        Los datos biográficos de san Pablo se encuentran respectivamente en la carta a Filemón, en la que se declara "anciano" —presbytes— (Flm 9), y en los Hechos de los Apóstoles, que en el momento de la lapidación de Esteban dice que era "joven" —neanias— (Hch 7, 58). Evidentemente, ambas designaciones son genéricas, pero, según los cálculos antiguos, se llamaba "joven" al hombre que tenía unos treinta años, mientras que se le llamaba "anciano" cuando llegaba a los sesenta. En términos absolutos, la fecha de nacimiento de san Pablo depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a Filemón. Tradicionalmente su redacción se sitúa durante su encarcelamiento en Roma, a mediados de los años 60. San Pablo habría nacido el año 8; por tanto, tenía más o menos sesenta años, mientras que en el momento de la lapidación de Esteban tenía treinta. Esta debería de ser la cronología exacta. Y el año paulino que estamos celebrando sigue precisamente esta cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o menos en el año 8.

        En cualquier caso, nació en Tarso de Cilicia (cf. Hch 22, 3). Esa ciudad era capital administrativa de la región y en el año 51 antes de Cristo había tenido como procónsul nada menos que a Marco Tulio Cicerón, mientras que diez años después, en el año 41, Tarso había sido el lugar del primer encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra. San Pablo, judío de la diáspora, hablaba griego a pesar de que tenía un nombre de origen latino, derivado por asonancia del original hebreo Saul/Saulo, y gozaba de la ciudadanía romana (cf. Hch 22, 25-28). Así, san Pablo está en la frontera de tres culturas diversas —romana, griega y judía— y quizá también por este motivo estaba predispuesto a fecundas aperturas universalistas, a una mediación entre las culturas, a una verdadera universalidad.

        También aprendió un trabajo manual, quizá heredado de su padre, que consistía en el oficio de "fabricar tiendas" —skenopoios— (Hch 18, 3), lo cual probablemente equivalía a trabajar la lana ruda de cabra o la fibra de lino para hacer esteras o tiendas (cf. Hch 20, 33-35). Hacía los doce o trece años, la edad en la que un muchacho judío se convierte en bar mitzva ("hijo del precepto"), san Pablo dejo Tarso y se traslado a Jerusalén para ser educado a los pies del rabí Gamaliel el Viejo, nieto del gran rabí Hillel, según las normas mas rígidas del fariseísmo, adquiriendo un gran celo por la Torá mosaica (cf. Ga 1, 14; Flp 3, 5-6; Hch 22, 3; 23, 6; 26, 5).

        Por esta ortodoxia profunda, que aprendió en la escuela de Hillel, en Jerusalén, consideró que el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús  de Nazaret constituía un peligro, una amenaza para la identidad judía, para la autentica ortodoxia de los padres. Esto explica el hecho de que haya "perseguido encarnizadamente a la Iglesia de Dios", como lo admitirá en tres ocasiones en sus cartas (1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6). Aunque no es fácil imaginar concretamente en que consistió esta persecución, desde luego tuvo una actitud de intolerancia. Aquí se sitúa el acontecimiento de Damasco, sobre el que hablaremos en la próxima catequesis. Lo cierto es que, a partir de entonces, su vida cambio y se convirtió en un apóstol incansable del Evangelio. De hecho, san Pablo pasó a la historia más por lo que hizo como cristiano, y como apóstol, que como fariseo. Tradicionalmente se divide su actividad apostólica de acuerdo con los tres viajes misioneros, a los que se añadió el cuarto a Roma como prisionero. Todos los narra san Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, al hablar de los tres viajes misioneros, hay que distinguir el primero de los otros dos.

        En efecto, en el primero (cf. Hch 13-14), san Pablo no tuvo la responsabilidad directa, pues fue encomendada al chipriota Bernabé. Juntos partieron de Antioquía del Orontes, enviados por esa Iglesia (cf. Hch 13, 1-3), y después de zarpar del puerto de Seleucia, en la costa siria, atravesaron la isla de Chipre, desde Salamina a Pafos; desde allí llegaron a las costas del sur de Anatolia, hoy Turquía, pasando por las ciudades de Atalia, Perge de Panfilia, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe, desde donde regresaron al punto de partida. Había  nacido así la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los paganos.

        Mientras tanto, sobre todo en Jerusalén, había surgido una fuerte discusión sobre si estos cristianos procedentes del paganismo estaban obligados a entrar también en la vida y en la ley de Israel (varias normas y prescripciones que separaban a Israel del resto del mundo) para participar realmente en las promesas de los profetas y para entrar efectivamente en la herencia de Israel. A fin de resolver este problema fundamental para el nacimiento de la Iglesia futura se reunió en Jerusalén el así llamado Concilio de los Apóstoles para tomar una decisión sobre este problema del que dependía el nacimiento efectivo de una Iglesia universal. Se decidió que no había  que imponer a los paganos convertidos el cumplimiento de la ley de Moisés (cf. Hch 15, 6-30); es decir, que no estaban obligados a respetar las normas del judaísmo. Lo único necesario era ser de Cristo, vivir con Cristo y según sus palabras. De este modo, siendo de Cristo, eran también de Abraham, de Dios, y participaban en todas las promesas.

        Tras este acontecimiento decisivo, san Pablo se separó de Bernabé, escogió a Silas y comenzó el segundo viaje misionero (cf. Hch 15,36-18,22). Después de recorrer Siria y Cilicia, volvió a ver la ciudad de Listra, donde tomó consigo a Timoteo (personalidad muy importante de la Iglesia naciente, hijo de una judía y de un pagano), e hizo que se circuncidara. Atravesó la Anatolia central y llegó a la ciudad de Troade, en la costa norte del Mar Egeo. Allí tuvo lugar un nuevo acontecimiento importante: en sueños vio a un macedonio en la otra parte del mar, es decir en Europa, que le decía: "!Ven a ayudarnos!". Era la Europa futura que le pedía ayuda, la luz del Evangelio. Movido por esta visión, entró en Europa. Zarpó hacía Macedonia, entrando así en Europa. Tras desembarcar en Nápoles, llegó a Filipos, donde fundó una hermosa comunidad; luego pasó a Tesalónica y, dejando esta ciudad a causa de las dificultades que le provocaron los judíos, pasó por Berea y llegó a Atenas.

        En esta capital de la antigua cultura griega predicó, primero en el Agora y después en el Areópago, a los paganos y a los griegos. Y el discurso del Areópago, narrado en los Hechos de los Apóstoles, es un modelo sobre cómo traducir el Evangelio en cultura griega, cómo dar a entender a los griegos que este Dios de los cristianos, de los judíos, no era un Dios extranjero a su cultura sino el Dios desconocido que esperaban, la verdadera respuesta a las preguntas más profundas de su cultura.

        Seguidamente, desde Atenas se dirigió a Corinto, donde permaneció un año y medio. Y aquí tenemos un acontecimiento cronológicamente muy seguro, el más seguro de toda su biografía, pues durante esa primera estancia en Corinto tuvo que comparecer ante el gobernador de la provincia senatorial de Acaya, el procónsul Galión, acusado de un culto ilegitimo. Sobre este Galión y el tiempo que paso en Corinto existe una antigua inscripción, encontrada en Delfos, donde se dice que era procónsul de Corinto entre los años 51 y 53. Por tanto, aquí tenemos una fecha totalmente segura. La estancia de san Pablo en Corinto tuvo lugar en esos años. Por consiguiente, podemos suponer que llegó más o menos en el año 50 y que permaneció hasta el año 52. Desde Corinto, pasando por Cencres, puerto oriental de la ciudad, se dirigió hacia Palestina, llegando a Cesárea Marítima, desde donde subió a Jerusalén para regresar después a Antioquía del Orontes.

        El tercer viaje misionero (cf. Hch 18, 23-21,16) comenzó como siempre en Antioquia, que se había convertido en el punto de origen de la Iglesia de los paganos, de la misión a los paganos, y era el lugar en el que nació el término "cristianos". Como nos dice san Lucas, allí por primera vez los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos". Desde allí san Pablo se fue directamente a Efeso, capital de la provincia de Asia, donde permaneció dos años, desempeñando un ministerio que tuvo fecundos resultados en la región. Desde Efeso escribió las cartas a los Tesalonicenses y a los Corintios. Sin embargo, la población de la ciudad fue instigada contra él por los plateros locales, cuyos ingresos disminuían a causa de la reducción del culto a Artemisa (el templo dedicado a ella en Efeso, el Artemision, era una de las siete maravillas del mundo antiguo); por eso, san Pablo tuvo que huir hacía el norte. Volvió a atravesar Macedonia, descendió de nuevo a Grecia, probablemente a Corinto, permaneciendo allí tres meses y escribiendo la famosa Carta a los Romanos.

        Desde allí volvió sobre sus pasos: regresó a Macedonia, llegó en barco a Troade y, después, tocando apenas las islas de Mitilene, Quios y Samos, llegó a Mileto, donde pronuncio un importante discurso a los ancianos de la Iglesia de Efeso, ofreciendo un retrato del autentico pastor de la Iglesia (cf. Hch 20). Desde allí volvió a zapar en un barco de vela hacía Tiro; llego a Cesarea Marítima y subió una vez mas a Jerusalén. Allí fue arrestado a causa de un malentendido: algunos judíos habían confundido con paganos a otros judíos de origen griego, introducidos por san Pablo en el área del templo reservada a los israelitas. La condena a muerte, prevista en estos casos, se le evitó gracias a la intervención del tribuno romano de guardia en el área del templo (cf. Hch 21, 27-36); ésto tuvo lugar mientras en Judea era procurador imperial Antonio Félix. Tras un período en la cárcel (sobre cuya duración no hay acuerdo), dado que, por ser ciudadano romano, había apelado al Cesar (que entonces era Nerón), el procurador sucesivo, Porcio Festo, lo envió a Roma con una custodia militar.

        El viaje a Roma tocó las islas mediterráneas de Creta y Malta, y después las ciudades de Siracusa, Reggio Calabria y Pozzuoli. Los cristianos de Roma salieron a recibirle en la vía Apia hasta el Foro de Apio (a unos 70 kilómetros al sur de la capital) y otros hasta las Tres Tabernas (a unos 40 kilómetros). En Roma tuvo un encuentro con los delegados de la comunidad judía, a quienes explicó que llevaba sus cadenas por "la esperanza de Israel" (cf. Hch 28, 20). Pero la narración de san Lucas concluye mencionando los dos años que paso en Roma bajo una blanda custodia militar, sin mencionar ni una sentencia de Cesar (Nerón) ni mucho menos la muerte del acusado.

        Tradiciones sucesivas hablan de que fue liberado, de que emprendió un viaje misionero a España, así como de un sucesivo periplo por Oriente, en particular por Creta, Efeso y Nicopolis, en Epiro.

        Entre las hipótesis, se conjetura un nuevo arresto y un segundo período de encarcelamiento en Roma (donde habría escrito las tres cartas llamadas pastorales, es decir, las dos enviadas a Timoteo y la dirigida a Tito) con un segundo proceso, que le resulto desfavorable. Sin embargo, una serie de motivos lleva a muchos estudiosos de san Pablo a concluir la biografía del apóstol con la narración de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

        Sobre su martirio volveremos a hablar mas adelante en el ciclo de nuestras catequesis. Por ahora, en este breve elenco de los viajes de san Pablo, es suficiente tener en cuenta que se dedicó al anuncio del Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de duras pruebas, que el mismo enumera en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 11, 21-28). Por lo demás, él mismo escribe: "Todo esto lo hago por el Evangelio" (1 Co 9, 23), ejerciendo con total generosidad lo que el llama "la preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28). Su compromiso solo se explica con un alma verdaderamente fascinada por la luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma sostenida por una convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo, anunciar el Evangelio a todos.

        Me parece que la conclusión de esta breve reseña de los viajes de san Pablo puede ser: ver su pasión por el Evangelio, intuir así la grandeza, la hermosura, es más, la necesidad profunda del Evangelio para todos nosotros. Oremos para que el Señor, que hizo ver su luz a san Pablo, que le hizo escuchar su palabra, que tocó su corazón íntimamente, nos haga ver también a nosotros su luz, a fin de que también nuestro corazón quede tocado por su Palabra y así también nosotros podamos dar al mundo de hoy, que tiene sed de ellas, la luz del Evangelio y la verdad de Cristo.

 

La conversión de san Pablo

(catequesis pronunciada el miércoles 3 de septiembre de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un periodo en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre el se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, mas aun, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar "perdida" y "basura" todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp 3, 7-8). Que es lo que sucedió?

        Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el mas conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno.

        Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz esplendida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su "si" definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.

        En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también "iluminación", porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizo también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambio radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizo un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojo (cf. Hch 9, 11).

        El segundo tipo de fuentes sobre la conversión esta constituido por las mismas Cartas de san Pablo. El mismo nunca hablo detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también el es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión
de apóstol.

        El texto mas claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también el recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición  añade: "Y por ultimo se me apareció también a mi" (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.

        Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: "Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado" (Rm 1, 5); y también: ".¿Acaso no he visto a Jesús, Señor  nuestro?" (1 Co 9,1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por ultimo, el texto mas amplio es el de la carta a los Gálatas: "Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco" (Ga 1, 15-17). En esta "auto-apología" subraya decididamente que también el es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.

        Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado hablo a san Pablo, lo llamo al apostolado, hizo de el un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo especifico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Solo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: "Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Co 15, 11). Solo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.

        Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. .Por que? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llego desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue solo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para el mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.

        Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Solo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había  revelado y había  hablado con el. En este sentido mas profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambio todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para el antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en "basura"; ya no es "ganancia" sino perdida, porque ahora cuenta solo la vida en Cristo.

        Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensancho su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropio de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un dialogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.

        En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: .Que quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Solo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que el toca el nuestro. Solo en esta relación personal con Cristo, solo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.

        Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos de una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.

 

La concepción paulina del apostolado

(catequesis pronunciada el miércoles 10 de septiembre de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        El miércoles pasado hable del gran viraje que se produjo en la vida de san Pablo tras su encuentro con Cristo resucitado. Jesús entró en su vida y lo convirtió de perseguidor en apóstol. Ese encuentro marcó el inicio de su misión: san Pablo no podía seguir viviendo como antes; desde entonces era consciente de que el Señor le había dado el encargo de anunciar su Evangelio en calidad de apóstol. Hoy quiero hablaros precisamente de esa nueva condición de vida de san Pablo, es decir, de su ser apóstol de Cristo.

        Normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el título de Apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también san Pablo se siente verdadero apóstol y, por tanto, parece claro que el concepto paulino de apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, san Pablo sabe distinguir su caso personal del de "los apóstoles anteriores a él" (Ga 1, 17): a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en la vida de la Iglesia. Sin embargo, como todos saben, también san Pablo se considera a si mismo como apóstol en sentido estricto. Es un hecho que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió tantos kilómetros como Él, por tierra y por mar, con la única finalidad de anunciar el Evangelio.

        Por tanto, san Pablo tenía un concepto de apostolado que rebasaba el vinculado solo al grupo de los Doce y transmitido sobre todo por san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 2. 26; 6, 2).

        En efecto, en la primera carta a los Corintios hace una clara distinción entre "los Doce" y "todos los apóstoles", mencionados como dos grupos distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado (cf. 1 Co 15, 5. 7). En ese mismo texto Él se llama a sí mismo humildemente "el ultimo de los apóstoles", comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente: "Indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Más, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que esta conmigo" (1 Co 15, 9-10).

        La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se la vuelve a encontrar también en la carta a los Romanos de san Ignacio de Antioquia: "Soy el último de todos, soy un aborto; pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios" (9, 2). Lo que el obispo de Antioquía dirá en relación con su inminente martirio, previendo que cambiaría completamente su condición de indignidad, san Pablo lo dice en relación con su propio compromiso apostólico: en él se manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un hombre cualquiera en un apóstol esplendido. De perseguidor a fundador de Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico, habría podido considerarse un desecho.

        ¿Qué es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que los convierte a él y a los demás en apóstoles? En sus cartas aparecen tres características principales que constituyen al apóstol. La primera es "haber visto al Señor" (cf. 1 Co 9, 1), es decir, haber tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente, en la carta a los Gálatas (cf. Ga 1, 15-16), dirá que fue llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor . San Pablo dice claramente que es "apóstol por vocación" (Rm 1, 1), es decir, "no de parte de los hombres ni por mediación
de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre
" (Ga 1, 1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor, haber sido llamado por el.

        La segunda característica es "haber sido enviado". El término griego apóstolos significa precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de quien lo ha mandado. Por eso san Pablo se define "apóstol de Jesucristo" (1 Co 1, 1; 2 Co 1, 1), o sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de llamarse también "siervo de Jesucristo" (Rm 1, 1). Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal.

        El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio del Evangelio", con la consiguiente fundación de Iglesias. Por tanto, el título  de "apóstol" no es y no puede ser honorífico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva. En la primera carta a los Corintios, san Pablo exclama: "¿No soy yo apóstol? .¿Acaso no he visto yo a Jesús , Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?" (1 Co 9, 1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios afirma: "Vosotros sois nuestra carta (...), una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo" (2 Co 3, 2-3).

        No sorprende, por consiguiente, que san Juan Crisóstomo hable de san Pablo como de "un alma de diamante" (Panegíricos, 1, 8), y siga diciendo: "Del mismo modo que el fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aun mas..., así la palabra de san Pablo ganaba para su causa a todos aquellos con los que entraba en relación; y aquellos que le hacían la guerra, conquistados por sus discursos, se convertían en alimento para este fuego espiritual" (ib., 7, 11). Esto explica porqué san Pablo define a los apóstoles como "colaboradores de Dios" (1 Co 3, 9; 2 Co 6, 1), cuya gracia actúa con ellos.

        Un elemento típico del verdadero apóstol, claramente destacado por san Pablo, es una especie de identificación entre Evangelio y evangelizador, ambos destinados a la misma suerte. De hecho, nadie ha puesto de relieve mejor que san Pablo como el anuncio de la cruz de Cristo se presenta como "escándalo y necedad" (1 Co 1, 23), y muchos reaccionan ante él con incomprensión y rechazo. Eso sucedía en aquel tiempo, y no debe extrañar que suceda también hoy.

        Así pues, en esta situación, de aparecer como "escándalo y necedad", participa también el apóstol y san Pablo lo sabe: es la experiencia de su vida. A los Corintios les escribe, con cierta ironía: "Pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; más nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos" (1 Co 4, 9-13).

        Es un autorretrato de la vida apostólica de san Pablo: en todos estos sufrimientos prevalece la alegría de ser portador de la bendición de Dios y de la gracia del Evangelio.

        Por otro lado, san Pablo comparte con la filosofía estoica de su tiempo la idea de una tenaz constancia en todas las dificultades que se le presentan, pero el supera la perspectiva meramente humanística, basándose en el componente del amor a Dios y a Cristo: "¿Quien nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecucion?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? Como dice la Escritura: "Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero". Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 35-39). Esta es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol san Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana.

        Como se ve, san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su existencia; podríamos decir las veinticuatro horas del día. Y cumplía su ministerio con fidelidad y con alegría, "para salvar a toda costa a alguno" (1 Co 9, 22). Y con respecto a las Iglesias, aun sabiendo que tenía con ellas una relación de paternidad (cf. 1 Co 4, 15), e incluso de maternidad (cf. Ga 4, 19), asumía una actitud de completo servicio, declarando admirablemente: "No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo" (2 Co 1, 24). La misión de todos los apóstoles de Cristo, en todos los tiempos, consiste en ser colaboradores de la verdadera alegría.

 

 

 

 

 

Timoteo y Tito: colaboradores de san Pablo

(catequesis pronunciada el miércoles 13 de diciembre de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:
        Después de haber hablado ampliamente del gran apóstol Pablo, hoy tomamos en consideración a dos de sus colaboradores más cercanos: Timoteo y Tito. A ellos están dirigidas tres cartas tradicionalmente atribuidas a Pablo, de las que dos están destinadas a Timoteo y una a Tito.

        «Timoteo» es un nombre griego y significa «que honra a Dios». Mientras Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le menciona seis veces, Pablo en sus cartas le nombra en 17 ocasiones (además aparece una vez en la Carta a los Hebreos). Podemos deducir que para Pablo gozaba de gran consideración, aunque Lucas no nos cuenta todo lo que tiene que ver con él. El apóstol, de hecho, le encargó misiones importantes y vio en él una especie de «alter ego», como se puede ver en el gran elogio que hace de él en la Carta a los Filipenses. «A nadie tengo de tan iguales sentimientos («isópsychon») que se preocupe sinceramente de vuestros intereses» (2,20).

        Timoteo había nacido en Listra (a unos 200 kilómetros al noroeste de Tarso) de una madre judía y de un padre pagano (Cf. Hechos 16, 1). El hecho de que la madre hubiera contraído un matrimonio mixto y que no hubiera circuncidado a su hijo hace pensar que Timoteo se crió en una familia que no era estrictamente observante, aunque se dice que conocía las Escrituras desde la infancia (Cf. 2 Timoteo 3, 15). Se nos ha transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su abuela Loida (Cf. 2 Timoteo 1, 5).

        Cuando Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje misionero, escogió a Timoteo como compañero, pues «los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio» (Hechos 16, 2), pero «le circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos lugares» (Hechos 16, 3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo atravesó Asia Menor hasta Tróada, desde donde pasó a Macedonia. Se nos dice que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron acusados de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que algunos individuos sin escrúpulos se aprovecharan de una joven adivina (Cf. Hechos 16, 16-40), Timoteo quedó libre. Cuando después Pablo se vio obligado a viajar hasta llegar a Atenas, Timoteo le alcanzó en esa ciudad y desde allí fue enviado a la joven Iglesia de Tesalónica para confirmarla en la fe (Cf. 1 Tesalonicenses 3,1-2). Se unió después al apóstol en Corinto, dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y colaborando con él en la evangelización de esa ciudad (Cf. 2 Corintios 1, 19).

        Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso, durante el tercer viaje misionero de Pablo. Desde allí, el apóstol escribió probablemente a Filemón y a los Filipenses, y ambas cartas son redactadas junto a Timoteo (Cf. Filemón 1; Filipenses 1, 1). De Éfeso, Pablo le envió a Macedonia junto a un cierto Erasto (Cf. Hechos 19,22) y después a Corinto, con el encargo de llevar una carta, en la que recomendaba a los corintios que le dieran buena acogida (Cf. 1 Corintios 4,17; 16,10-11).

        Aparece otra vez como co-redactor de la Segunda Carta a los Corintios, y cuando desde Corintio Pablo escribe la Carta a los Romanos, transmite los saludos de Timoteo, así como el de los demás (Cf. Romanos 16,21). Desde Corinto, el discípulo volvió a viajar a Tróada, en la orilla asiática del Mar Egeo, para esperar allí al apóstol que se dirigía hacia Jerusalén al concluir su tercer viaje misionero (Cf. Hechos 20, 4).

        Desde ese momento, en la biografía de Timoteo, las fuentes antiguas sólo nos ofrecen una mención en la Carta a los Hebreos, donde puede leerse: «Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido liberado. Si viene pronto, iré con él a veros» (13, 23).

        Concluyendo, podemos decir que la figura de Timoteo destaca como la de un pastor de gran importancia. Según la posterior «Historia eclesiástica» de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo de Éfeso (Cf. 3, 4). Algunas de sus reliquias se encuentran desde 1239 en Italia, en la catedral de Termoli, en Molise, procedentes de Constantinopla.

        Por lo que se refiere a la figura de Tito, cuyo nombre es de origen latino, sabemos que era griego de nacimiento, es decir, pagano (Cf. Gálatas 2, 3). Pablo se lo llevó a Jerusalén con motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó solemnemente la predicación a los paganos del Evangelio sin los condicionamientos de la ley de Moisés.

        En la Carta que le dirige, el apóstol le elogia definiéndole «verdadero hijo según la fe común» (Tito 1, 4). Después de que Timoteo se fuera de Corinto, Pablo envió a Tito con la tarea de hacer un llamamiento a la obediencia a esa comunidad rebelde. Tito llevó la paz entre la Iglesia de Corinto y el apóstol escribió estas palabras: «el Dios que consuela a los humillados, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar, vuestro celo por mí hasta el punto de colmarme de alegría… Eso es lo que nos ha consolado. Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos vosotros». (2 Corintios 7,6-7.13). Pablo volvió a enviar Tito --a quien llama «compañero y colaborador» (2 Corintios 8, 23)-- para organizar la conclusión de las colectas a favor de los cristianos de Jerusalén (Cf. 2 Corintios 8, 6). Ulteriores noticias que se encuentran en las cartas pastorales hablan de él como obispo de Creta (Cf. Tito 1, 5), desde donde, por invitación de Pablo, se unió al apóstol en Nicópolis, en Epiro, (Cf. Tito 3,12). Más tarde fue también a Dalmacia (Cf. 2 Timoteo 4, 10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de Tito ni sobre su muerte.

        En definitiva, si consideramos juntas las dos figuras de Timoteo y de Tito, nos damos cuenta de algunos datos muy significativos. El más importante es que Pablo se sirvió de colaboradores en el desarrollo de sus misiones. Él es, ciertamente, el apóstol por antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. De todos modos, queda claro que no lo hacía todo solo, sino que se apoyaba en personas de confianza, que compartían el esfuerzo y las responsabilidades.

        Cabe destacar además la disponibilidad de estos colaboradores. Las fuentes con que contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su disponibilidad para asumir las diferentes tareas, que con frecuencia consistían en representar a Pablo incluso en circunstancias difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al Evangelio con generosidad, sabiendo que esto implica también un servicio a la misma Iglesia.

        Acojamos, por último, la recomendación que el apóstol Pablo hace a Tito en la carta que le dirige: «Es cierta esta afirmación, y quiero que en esto te mantengas firme, para que los que creen en Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras. Esto es bueno y provechoso para los hombres» (Tito 3, 8). Con nuestro compromiso concreto, debemos y podemos descubrir la verdad de estas palabras, y realizar en este tiempo de Adviento obras buenas para abrir las puertas del mundo a Cristo, nuestro Salvador.

 


 

 

san Esteban, el primer mártir

(catequesis pronunciada el miércoles 10 de enero de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 


Queridos hermanos y hermanas:
        Después de las fiestas, volvemos a nuestras catequesis. Había meditado con vosotros en las figuras de los doce apóstoles y de san Pablo. Después habíamos comenzado a reflexionar en otras figuras de la Iglesia naciente. De este modo, hoy queremos detenernos en la persona de san Esteban, festejado por la Iglesia el día después de Navidad. San Esteban es el más representativo de un grupo de siete compañeros. La tradición ve en este grupo el germen del futuro ministerio de los «diáconos», si bien hay que destacar que esta denominación no está presente en el libro de los «Hechos de los Apóstoles». La importancia de Esteban, en todo caso, queda clara por el hecho de que Lucas, en este importante libro, le dedica dos capítulos enteros.

        La narración de Lucas comienza constatando una subdivisión que tenía lugar dentro de la Iglesia primitiva de Jerusalén: estaba formada totalmente por cristianos de origen judío, pero entre éstos algunos eran originarios de la tierra de Israel, y eran llamados «hebreos», mientras que otros procedían de la de fe judía en el Antiguo Testamento de la diáspora de lengua griega, y eran llamados «helenistas». De este modo, comenzaba a perfilarse el problema: los más necesitados entre los helenistas, especialmente las viudas desprovistas de todo apoyo social, corrían el riesgo de ser descuidas en la asistencia de su sustento cotidiano. Para superar estas dificultades, los apóstoles, reservándose para sí mismos la oración y el ministerio de la Palabra como su tarea central, decidieron encargar a «a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» para que cumplieran con el encargo de la asistencia (Hechos 6, 2-4), es decir, del servicio social caritativo. Con este objetivo, como escribe Lucas, por invitación de los apóstoles, los discípulos eligieron siete hombres. Tenemos sus nombres. Son: «Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquia. Los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos» (Hechos 6,5-6).

        El gesto de la imposición de las manos puede tener varios significados. En el Antiguo Testamento, el gesto tiene sobre todo el significado de transmitir un encargo importante, como hizo Moisés con Josué (Cf. Números 27, 18-23), designando así a su sucesor. Siguiendo esta línea, también la Iglesia de Antioquía utilizará este gesto para enviar a Pablo y Bernabé en misión a los pueblos del mundo (Cf. Hechos 13, 3). A una análoga imposición de las manos sobre Timoteo para transmitir un encargo oficial hacen referencia las dos cartas que San Pablo le dirigió (Cf. 1 Timoteo 4, 14; 2 Timoteo 1, 6). El hecho de que se tratara de una acción importante, que había que realizar después de un discernimiento, se deduce de lo que se lee en la primera carta a Timoteo: «No te precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados ajenos» (5, 22). Por tanto, vemos que el gesto de la imposición de las manos se desarrolla en la línea de un signo sacramental. En el caso de Esteban y sus compañeros se trata ciertamente de la transmisión oficial, por parte de los apóstoles, de un encargo y al mismo tiempo de la imploración de una gracia para ejercerlo.

        Lo más importante es que, además de los servicios caritativos, Esteban desempeña también una tarea de evangelización entre sus compatriotas, los así llamados «helenistas». Lucas, de hecho, insiste en el hecho de que él, «lleno de gracia y de poder» (Hechos 6, 8), presenta en el nombre de Jesús una nueva interpretación de Moisés y de la misma Ley de Dios, relee el Antiguo Testamento a la luz del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús. Esta relectura del Antiguo Testamento, relectura cristológica, provoca las reacciones de los judíos que interpretan sus palabras como una blasfemia (Cf. Hechos 6, 11-14). Por este motivo, es condenado a la lapidación. Y san Lucas nos transmite el último discurso del santo, una síntesis de su predicación.

        Como Jesús había explicado a los discípulos de Emaús que todo el Antiguo Testamento habla de Él, de su cruz y de su resurrección, de este modo, san Esteban, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee todo el Antiguo Testamento en clave cristológica. Demuestra que el misterio de la Cruz se encuentra en el centro de la historia de la salvación narrada en el Antiguo Testamento, muestra realmente que Jesús, el crucificado y resucitado, es el punto de llegada de toda esta historia. Y demuestra, por tanto, que el culto del templo también ha concluido y que Jesús, el resucitado, es el nuevo y auténtico «templo». Precisamente este «no» al templo y a su culto provoca la condena de san Esteban, quien, en ese momento --nos dice san Lucas--, al poner la mirada en el cielo vio la gloria de Dios y a Jesús a su derecha. Y mirando al cielo, a Dios y a Jesús, san Esteban dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» (Hechos 7, 56). Le siguió su martirio, que de hecho se conforma con la pasión del mismo Jesús, pues entrega al «Señor Jesús» su propio espíritu y reza para que el pecado de sus asesinos no les sea tenido en cuenta (Cf. Hechos 7,59-60).

        El lugar del martirio de Esteban, en Jerusalén, se sitúa tradicionalmente algo más afuera de la Puerta de Damasco, en el norte, donde ahora se encuentra precisamente la iglesia de Saint- Étienne, junto a la conocida «École Biblique» de los dominicos. Al asesinato de Esteban, primer mártir de Cristo, le siguió una persecución local contra los discípulos de Jesús (Cf. Hechos 8, 1), la primera que se verificó en la historia de la Iglesia. Constituyó la oportunidad concreta que llevó al grupo de cristianos hebreo-helenistas a huir de Jerusalén y a dispersarse. Expulsados de Jerusalén, se transformaron en misioneros itinerantes. «Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra» (Hechos 8, 4). La persecución y la consiguiente dispersión se convierten en misión. El Evangelio se propagó de este modo en Samaria, en Fenicia, y e Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos (Cf. Hechos 11, 19-20) y donde resonó por primera vez el nombre de «cristianos» (Hechos 11,26).

        En particular, Lucas especifica que los que lapidaron a Esteban «pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo» (Hechos 7, 58), el mismo que de perseguidor se convertiría en apóstol insigne del Evangelio. Esto significa que el joven Saulo tenía que haber escuchado la predicación de Esteban, y conocer los contenidos principales. Y San Pablo se encontraba con probabilidad entre quienes, siguiendo y escuchando este discurso, «tenían los corazones consumidos de rabia y rechinaban sus dientes contra él» (Hechos 7, 54). Podemos ver así las maravillas de la Providencia divina: Saulo, adversario empedernido de la visión de Esteban, después del encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, reanuda la interpretación cristológica del Antiguo Testamento hecha por el primer mártir, la profundiza y completa, y de este modo se convierte en el «apóstol de las gentes». La ley se cumple, enseña él, en la cruz de Cristo. Y la fe en Cristo, la comunión con el amor de Cristo, es el verdadero cumplimiento de toda la Ley. Este es el contenido de la predicación de Pablo. Él demuestra así que el Dios de Abraham se convierte en el Dios de todos. Y todos los creyentes en Cristo Jesús, como hijos de Abraham, se convierten en partícipes de las promesas. En la misión de san Pablo se cumple la visión de Esteban.

        La historia de Esteban nos dice mucho. Por ejemplo, nos enseña que no hay que disociar nunca el compromiso social de la caridad del anuncio valiente de la fe. Era uno de los siete que estaban encargados sobre todo de la caridad. Pero no era posible disociar caridad de anuncio. De este modo, con la caridad, anuncia a Cristo crucificado, hasta el punto de aceptar incluso el martirio. Esta es la primera lección que podemos aprender de la figura de san Esteban: caridad y anuncio van siempre juntos.

        San Esteban nos habla sobre todo de Cristo, de Cristo crucificado y resucitado como centro de la historia y de nuestra vida. Podemos comprender que la Cruz ocupa siempre un lugar central en la vida de la Iglesia y también en nuestra vida personal. En la historia de la Iglesia no faltará nunca la pasión, la persecución. Y precisamente la persecución se convierte, según la famosa fase de Tertuliano, fuente de misión para los nuevos cristianos. Cito sus palabras: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» («Apologetico» 50,13: «Plures efficimur quoties metimur a vobis: semen est sanguis christianorum»). Pero también en nuestra vida la cruz, que no faltará nunca, se convierte en bendición. Y aceptando la cruz, sabiendo que se convierte y es bendición, aprendemos la alegría del cristiano, incluso en momentos de dificultad. El valor del testimonio es insustituible, pues el Evangelio lleva hacia él y de él se alimenta la Iglesia. San Esteban nos enseña a aprender estas lecciones, nos enseña a amar la Cruz, pues es el camino por el que Cristo se hace siempre presente de nuevo entre nosotros.

 

Bernabé, Silas y Apolo : colaboradores de san Pablo

(catequesis pronunciada el miércoles 31 de enero de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

        Continuando con nuestro viaje entre los protagonistas de los orígenes cristianos, hoy nos fijamos en otros de los colaboradores de san Pablo. Tenemos que reconocer que el apóstol es un ejemplo elocuente de hombre abierto a la colaboración: en la Iglesia no quiere hacerlo todo solo, sino que se sirve de numerosos y diversificados colegas. No podemos detenernos en todos estos preciosos ayudantes, pues son muchos. Basta recordar, entre otros, a Epafras (Cf. Colosenses 1,7; 4,12; Filemón 23), Epafrodito (Cf. Filipenses 2,25; 4,18), Tíquico (Cf. Hechos 20,4; Efesios 6,21; Colosenses 4,7; 2 Timoteo 4,12; Tt 3,12), Urbano (Cf Romanos 16,9), Gayo e Aristarco (Cf. Hechos 19,29; 20,4; 27,2; Colosenses 4,10).

        Y mujeres que como Febe (Cf. Romanos 16, 1), Trifena y Trifosa (Cf. Romanos 16, 12), Pérside, la madre de Rufo, de quien dice que «es también mi madre» (Cf. Romanos 16, 12-13), sin olvidar a esposos como Prisca y Aquila (Cf. Romanos 16, 3; 1 Corintios 16, 19; 2 Timoteo 4, 19).

        Hoy, entre este gran ejército de colaboradores y colaboradora de san Pablo, nos interesamos por tres de estas personas que tuvieron un papel particularmente significativo en la evangelización de los orígenes: Bernabé, Silas y Apolo.

        «Bernabé», que significa «hijo de la exhortación» (Hechos 4,36) o «hijo del consuelo», es el sobrenombre de un judío levita nacido oriundo de Chipre. Trasladado a Jerusalén, fue uno de los primeros en abrazar el cristianismo, tras la resurrección del Señor. Con gran generosidad vendió un campo de su propiedad entregando ese dinero a los apóstoles para las necesidades de la Iglesia (Cf. Hechos 4, 37). Se convirtió en garante de la conversión de Saulo ante la comunidad cristiana de Jerusalén, que todavía desconfiaba de su antiguo perseguidor (Cf. Hechos 9,27). Enviado a Antioquía de Siria, fue a buscar a Pablo, en Tarso, donde se había retirado, y con él pasó todo un año, dedicándose a la evangelización de esa importante ciudad, en cuya Iglesia Bernabé era conocido como profeta y doctor (Cf. Hechos 13,1).

        De este modo, Bernabé, en el momento de las primeras conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la hora de Saulo, quien se había retirado a Tarso, su ciudad. Allí se fue a buscarlo. En ese momento importante, casi restituyó Pablo a la Iglesia; le entregó, en cierto sentido, una vez más al apóstol de las gentes. De la Iglesia de Antioquia, Bernabé fue enviado en misión, junto a Pablo, realizando el llamado primer viaje misionero del apóstol. En realidad, se trató de un viaje misionero de Bernabé, dado que era él el auténtico responsable, al que Pablo se sumó como colaborador, pasando por las regiones de Chipre y de Anatolia centro-sur, en la actual Turquía, por las ciudades de Atalía, Perge, Antioquia de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe (Cf. Hechos 13-14). Junto a Pablo acudió después al llamado Concilio de Jerusalén, donde, después de un profundo examen de la cuestión, los apóstoles con los ancianos decidieron desligar la práctica de la circuncisión de la identidad cristiana (Cf. Hechos 15, 1-35). Sólo así, al final, permitieron oficialmente que fuera posible la Iglesia de los paganos, una Iglesia sin circuncisión: somos hijos de Abraham simplemente por la fe en Cristo.

        Los dos, Pablo y Bernabé, se enfrentaron más tarde, al inicio del segundo viaje misionero, porque Bernabé quería ir a recoger como compañero a Juan Marcos, mientras que Pablo no quería, dado que el joven se había separado de ellos durante el viaje precedente (Cf. Hechos 13,13; 15,36-40). Por tanto, también entre los santos se dan contrastes, discordias, controversias. Y esto es para mi muy consolador, pues vemos que los santos no «han caído del cielo». Son hombres como nosotros, con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o pecar nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.

        Y de este modo, Pablo, que había sido más bien duro y amargo con Marcos, al final se vuelve a encontrar con él. En las últimas cartas de san Pablo, a Filemón y en la segunda a Timoteo, Marcos aparece precisamente como «mi colaborador». No nos hace ser santos el no habernos equivocado, sino la capacidad de perdón y reconciliación. Y todos podemos aprender este camino de santidad. En todo caso, Bernabé, con Juan Marcos, regresó a Chipre (Cf. Hechos 15, 39) alrededor del año 49. A partir de entonces se pierden sus huellas. Tertuliano le atribuye la Carta a los Hebreos, lo cual no es inverosímil, pues, siendo de la tribu de Leví, Bernabé podía estar interesado por el tema del sacerdocio. Y la Carta a los Hebreos nos interpreta de manera extraordinaria el sacerdocio de Jesús.

        Silas, otro compañero de Pablo, es la forma griega de un nombre hebreo (quizá «sheal», «pedir», «invocar», que constituye la misma raíz del nombre «Saulo»), del que procede también la forma latinizada «Silvano». El nombre de Silas sólo está testimoniado en el libro de los Hechos de los Apóstoles, mientras que Silvano aparece en las cartas de Pablo. Era un judío de Jerusalén, uno de los primeros en hacerse cristiano, y en aquella Iglesia gozaba de gran estima (Cf. Hechos 15,22), al ser considerado profeta (Cf Hechos 15, 32).

        Fue encargado de llevar «a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia» (Hechos 15,23) las decisiones tomadas por el Concilio de Jerusalén y de explicarlas. Evidentemente pensaban que era capaz de realizar una especie de mediación entre Jerusalén y Antioquía, entre judeocristianos y cristianos de origen pagano, y de este modo servir a la unidad de la Iglesia en la diversidad de ritos y de orígenes.

        Cuando Pablo se separó de Bernabé, tomó precisamente a Silas como nuevo compañero de viaje (Cf. Hechos 15, 40). Con Pablo, llegó a Macedonia (a las ciudades de Filipos, Tesalónica y Berea), donde se detuvo, mientras que Pablo continuó hacia Atenas y después a Corinto. Silas le alcanzó en Corinto, donde colaboró en la predicación del Evangelio; de hecho, en la segunda carta dirigida por Pablo a esa Iglesia, se habla de «Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo» (2 Corintios 1,19). De este modo se explica por qué aparece como coautor, junto a Pablo y a Timoteo, de las dos Cartas a los Tesalonicenses.

        Esto también me parece importante. Pablo no actúa como un «solista», como un individuo aislado, sino junto con estos colaboradores en el «nosotros» de la Iglesia. Este «yo» de Pablo no es un «yo» aislado, sino un «yo» en el «nosotros» de la Iglesia, en el «nosotros» de la fe apostólica. Y Silvano es mencionado también al final de la Primera Carta de Pedro, donde se lee: «Por medio de Silvano, a quien tengo por hermano fiel, os he escrito brevemente» (5,12). De este modo vemos también la comunión de los apóstoles. Silvano sirve a Pablo, sirve a Pedro, porque la Iglesia es una y el anuncio misionero es único.

        El tercer compañero de Pablo que hoy queremos recordar se llama Apolo, probable abreviación de Apolonio o Apolodoro. A pesar de que es un nombre de carácter pagano, era un judío fervoroso de Alejandría de Egipto. Lucas, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, le define «hombre elocuente, que dominaba las Escrituras… con fervor de espíritu» (18, 24-25).

        La entrada de Apolo en el escenario de la primera evangelización tuvo lugar en la ciudad de Éfeso: allí había viajado para predicar y allí tuvo la suerte de encontrar a los esposos cristianos Priscila y Aquila (Cf. Hechos 18,26), quienes «le tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino» (Cf. Hechos 18, 26). De Éfeso pasó por Acaya hasta llegar a la ciudad de Corinto: allí llegó con el apoyo de una carta de los cristianos de Éfeso, quienes pedían a los corintios darle una buena acogida (Cf. Hechos 18,27). En Corinto, como escribe Lucas, «fue de gran provecho, con el auxilio de la gracia, a los que habían creído; pues refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que el Cristo era Jesús» (Hechos 18, 27-28), el Mesías.

        Su éxito en aquella ciudad tuvo un desenlace problemático, pues algunos miembros de aquella Iglesia, fascinados por su manera de hablar, se oponían a los demás en su nombre (CF. 1 Corintios 1,12; 3,4-6; 4,6). Pablo, en la Primera Carta a los Corintios expresa su aprecio por la obra de Apolo, pero reprocha a los corintios el que laceren el Cuerpo de Cristo, separándose en facciones contrapuestas.

        Saca una importante lección de lo sucedido: tanto yo como Apolo --dice--, no somos más que «diakonoi», es decir, simples ministros, a través de los cuales habéis llegado a la fe (Cf. 1 Corintios 3, 5). Cada uno tiene una tarea diferenciada en el campo del Señor: «Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento... ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificación de Dios» (1 Corintios 3, 6-9). Al regresar a Éfeso, Apolo resistió a la invitación de Pablo a regresar inmediatamente a Corinto, postergando el viaje a una fecha sucesiva, que nosotros ignoramos (Cf. 1 Corintios 16,12). No nos quedan más noticias suyas, aunque algunos expertos piensan que es el posible autor de la Carta a los Hebreos, cuyo autor, según Tertuliano, sería Bernabé.

        Estos tres hombres brillan en el firmamento de los testigos del Evangelio por una característica común, además de por las características propias de cada uno. En común, además del origen judío, tienen la entrega a Jesucristo y al Evangelio, así como el hecho de que los tres fueron colaboradores del apóstol Pablo. En esta misión evangelizadora original encontraron el sentido de su vida y de este modo se nos presentan como modelos luminosos de desinterés y generosidad.

        Pensemos por último, una vez más, en esa frase de san Pablo: tanto Apolo como yo somos ministros de Jesús, cada uno a su manera, pues es Dios quien da el crecimiento. Esto es válido también hoy para todos, ya sea para el Papa, como para los cardenales, los obispos, los sacerdotes y los laicos. Todos somos humildes ministros de Jesús. Servimos al Evangelio en la medida en que podemos, según nuestros dones, y pedimos a Dios que Él haga crecer hoy su Evangelio, su Iglesia.


 

 

Priscila y Áquila : los esposos y primeros cristianos

(catequesis pronunciada el miércoles 7 de febrero de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:
        Dando un nuevo paso en esta especie de galería de retratos de los primeros testigos de la fe cristiana, que hemos comenzado hace unas semanas, tomamos en consideración hoy una pareja de esposos. Se trata de los cónyuges Priscila y Áquila, que se encuentran en la órbita de los numerosos colaboradores que gravitaban en torno al apóstol Pablo, a quienes ya había mencionado brevemente el miércoles pasado. En virtud de las noticias con que contamos, esta pareja de esposos desempeñó un papel muy activo en tiempos de los orígenes de la Iglesia, tras la Pascua.

        Los nombres de Priscila y Áquila son latinos, pero tanto el hombre como la mujer eran de origen judío. Al menos Áquila, sin embargo, procedía geográficamente de la diáspora, de la Anatolia del norte que se asoma al Mar Negro, en la actual Turquía; mientras que Priscila, cuyo nombre abreviado, Prisca, es utilizado en ocasiones, era probablemente una judía procedente de Roma (Cf. Hechos 18, 2). Como quiera que sea, desde Roma habían llegado a Corinto, donde Pablo se encontró con ellos al inicio de los años cincuenta; allí si asoció a ellos y, dado que ejercían el mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso doméstico, como cuenta Lucas, fue acogido incluso en su casa (Cf. Hechos 18, 3).

        El motivo de su llegada a Corinto había sido la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos que residían en la urbe. El historiador romano Suetonio nos dice, al hablar de este acontecimiento, que había expulsado a los judíos porque «provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto» (Cf. «Vidas de los doce Césares, Claudio», 25). Se ve que no conocía bien el nombre --en vez de Cristo escribe «Cresto»-- y tenía una idea muy confusa de lo que había sucedido. De todos modos, se daban discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión de si Jesús era el Cristo. Y para el emperador estos problemas eran simplemente motivo de expulsión de todos los judíos de Roma. Se deduce que los esposos habían abrazado la fe cristiana ya en Roma, en los años cuarenta, y que ahora habían encontrado en Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe --que Jesús es el Cristo--, sino que era también apóstol, llamado personalmente por el Señor resucitado. Por tanto, el primer encuentro tiene lugar en Corinto, donde le acogen en la casa y trabajan juntos en la fabricación de tiendas.

        En un segundo momento, se trasfieren a Asia Menor, a Éfeso. Allí desempeñaron un papel determinante para completar la formación cristiana del judío alejandrino Apolo, de quien hablamos el miércoles pasado. Dado que él sólo conocía someramente la fe cristiana, «al oírle Áquila y Priscila, le tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino» (Hechos 18, 26). Cuando en Éfeso el apóstol escribe su Primera Carta a los Corintios, junto a sus saludos, envía explícitamente también los de «Áquila y Prisca, junto con la Iglesia que se reúne en su casa» (16,19).

        De este modo, sabemos el papel importantísimo que esta pareja desempeñó en el ámbito de la Iglesia primitiva: es decir, el de acoger en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar, cuando se reunían para escuchar la Palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía. Es precisamente ese tipo de reunión que en griego se llama «ekklesía», la palabra latina es «ecclesia», la italiana «chiesa» [la española «iglesia», ndr.], que quiere decir convocación, asamblea, reunión.

        En la casa de Áquila y Priscila, por tanto, se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que celebra allí los sagrados misterios. De este modo, podemos ver precisamente el nacimiento de la Iglesia en las casas de los creyentes. Los cristianos, de hecho, hasta el siglo III, no tenían lugares propios de culto: éstos fueron, en un primer momento, las sinagogas judías, hasta cuando la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento se deshizo y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse una identidad propia, siempre profundamente arraigada en el Antiguo Testamento.

        Después, tras esta «ruptura», los cristianos se reúnen en las casas, convirtiéndose así en «Iglesia». Y por último, en el siglo III, nacen los auténticos edificios del culto cristiano. Pero aquí en la primera mitad del siglo I y en el siglo II, las casas de los cristianos se convierten en auténtica «iglesia». Como ya he dicho, juntos leen las Sagradas Escrituras y se celebra la Eucaristía. Es lo que sucedía, por ejemplo, en Corinto, donde Pablo menciona a un cierto «Gayo, huésped mío y de toda la Iglesia» (Romanos 16, 23), o en Laodicea, donde la comunidad se reunía en la casa de una cierta Ninfas (Cf. Colosenses 4, 15), o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en la casa de un tal Arquipo (Cf. Filemón 2).

        Al regresar posteriormente a Roma, Áquila y Priscila siguieron desempeñando esta función preciosísima también en la capital del imperio. De hecho, Pablo, al escribir a los romanos, les envía este saludo particular: «Saludad a Prisca y Áquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas para salvarme. Y no soy solo en agradecérselo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad; saludad también a la Iglesia que se reúne en su casa» (Romanos 16, 3-5). ¡Qué extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran estas palabras! Lo eleva nada más y nada menos que el apóstol Pablo. Reconoce explícitamente en ellos dos a auténticos e importantes colaboradores de su apostolado. La referencia al hecho de haber arriesgado la vida por él está probablemente en relación con algún gesto a favor suyo durante alguno de sus encarcelamientos, quizá en la misma Éfeso (Cf. Hechos 19,23; 1 Corintios 15,32; 2 Corintios 1,8-9). Y el hecho de que Pablo asocie su gratitud a la de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión pueda parecer una hipérbole, da a entender la grandeza de su radio de acción y, de todos modos, su influencia a favor del Evangelio.

        La tradición hagiográfica posterior ha dado una importancia sumamente particular a Priscila, aunque queda en pie el problema de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo caso, tenemos tanto una iglesia dedicada a santa Prisca, en el Aventino, como las catacumbas de Priscila, en la Vía Salaria.

        De este modo, se perpetúa la memoria de una mujer que ha sido seguramente una persona activa y de gran valor en la historia del cristianismo romano. Hay algo que es seguro: a la gratitud de esas primeras Iglesias, de la que habla san Pablo, se debe unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso apostólico de los fieles laicos, de familias, de esposos como Priscila y Áquila, el cristianismo ha llegado a nuestra generación. Podía crecer no sólo gracias a los apóstoles que lo anunciaban. Para arraigarse en la tierra del pueblo, para desarrollarse vivamente, era necesario el compromiso de estas familias, de estos esposos, de estas comunidades cristianas, de fieles laicos que han ofrecido el «humus» al crecimiento de la fe.

        Y siempre, sólo así, crece la Iglesia. En particular, esta pareja demuestra la importancia de la acción de los esposos cristianos. Cuando están apoyados por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia se hace natural. La cotidiana comunión de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una común responsabilidad a favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de éste. Así sucedió en la primera generación y así sucederá frecuentemente.

        De su ejemplo podemos sacar otra lección que no hay que descuidar: toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor cristiano, hecho de altruismo y recíproca atención, sino más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a rotar en torno al único señorío de Jesucristo. Por eso, en la Carta a los Efesios, Pablo compara la relación matrimonial con la comunión esponsalicia que se da entre Cristo y la Iglesia (Cf. Efesios 5, 25-33). Es más, podríamos considerar que el apóstol conforma la vida de la Iglesia con la de la familia. Y la Iglesia, en realidad, es la familia de Dios.

        Honramos, por tanto, a Áquila y Priscila como modelos de una vida conyugal responsablemente comprometida al servicio de toda la comunidad cristiana. Y encontramos en ellos el modelo de la Iglesia, familia de Dios para todos los tiempos.


 

 

san Clemente Romano, tercer sucesor de Pedro

(catequesis pronunciada el miércoles 7 de marzo de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS

 


Queridos hermanos y hermanas:
        Hemos meditado en los meses pasados en las figuras de cada uno de los apóstoles y en los primeros testigos de la fe cristiana, mencionados en los escritos del Nuevo Testamento. Ahora, prestaremos atención a los padres apostólicos, es decir, a la primera y segunda generación de la Iglesia, después de los apóstoles. De este modo podemos ver cómo comienza el camino de la Iglesia en la historia.

        San Clemente, obispo de Roma en los últimos años del siglo I, es el tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Anacleto. El testimonio más importante sobre su vida es el de san Ireneo, obispo de Lyón hasta el año 202. Él atestigua que Clemente «había visto a los apóstoles», «se había encontrado con ellos» y «todavía resonaba en sus tímpanos su predicación, y tenía ante los ojos su tradición» («Adversus haereses» 3, 3, 3). Testimonios tardíos, entre los siglos IV y VI, atribuyen a Clemente el título de mártir.

        La autoridad y el prestigio de este obispo de Roma eran tales que se le atribuyeron varios escritos, pero su única obra segura es la «Carta a los Corintios». Eusebio de Cesarea, el gran «archivero» de los orígenes cristianos, la presenta con estas palabras: «Nos ha llegado una carta de Clemente reconocida como auténtica, grande y admirable. Fue escrita por él, de parte de la Iglesia de Roma, a la Iglesia de Corinto… Sabemos que desde hace mucho tiempo y todavía hoy es leída públicamente durante la reunión de los fieles » (Historia Eclesiástica, 3,16). A esta carta se le atribuía un carácter casi canónico. Al inicio de este texto, escrito en griego, Clemente se lamenta por el hecho de que «las imprevistas calamidades, acaecidas una después de otra» (1,1), le hayan impedido una intervención más inmediata. Estas «adversidades» han de identificarse con la persecución de Domiciano: por ello, la fecha de composición de la carta hay que remontarla a un tiempo inmediatamente posterior a la muerte del emperador y al final de la persecución, es decir, inmediatamente después del año 96.

        La intervención de Clemente --estamos todavía en el siglo I-- era solicitada por los graves problemas por los que atravesaba la Iglesia de Corinto: los presbíteros de la comunidad, de hecho, habían sido después por algunos jóvenes contestadores. La penosa situación es recordada, una vez más, por san Ireneo, que escribe: «Bajo Clemente, al surgir un gran choque entre los hermanos de Corinto, la Iglesia de Roma envió a los corintios una carta importantísima para reconciliarles en la paz, renovar su fe y anunciar la tradición, que desde hace poco tiempo ella había recibido de los apóstoles» («Adversus haereses» 3,3,3). Podríamos decir que esta carta constituye un primer ejercicio del Primado romano después de la muerte de san Pedro. La carta de Clemente retoma temas muy sentidos por san Pablo, que había escrito dos grandes cartas a los corintios, en particular, la dialéctica teológica, perennemente actual, entre indicativo de la salvación e imperativo del compromiso moral. Ante todo está el alegre anuncio de la gracia que salva. El Señor nos previene y nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser cristianos, hermanos y hermanas suyos. Es un anuncio que llena de alegría nuestra vida y que da seguridad a nuestro actuar: el Señor nos previene siempre con su bondad y la bondad es siempre más grande que todos nuestros pecados. Es necesario, sin embargo, que nos comprometamos de manera coherente con el don recibido y que respondamos al anuncio de la salvación con un camino generoso y valiente de conversión. Respecto al modelo de san Pablo, la novedad está en que Clemente da continuidad a la parte doctrinal y a la parte práctica, que conformaban todas las cartas de Pablo, con una «gran oración», que prácticamente concluye la carta.

        La oportunidad inmediata de la carta abre al obispo de Roma la posibilidad de exponer ampliamente la identidad de la Iglesia y de su misión. Si en Corinto se han dado abusos, observa Clemente, el motivo hay que buscarlo en la debilitación de la caridad y de otras virtudes cristianas indispensables. Por este motivo, invita a los fieles a la humildad y al amor fraterno, dos virtudes que forman parte verdaderamente del ser en la Iglesia. «Somos una porción santa», exhorta, «hagamos, por tanto, todo lo que exige la santidad» (30, 1). En particular, el obispo de Roma recuerda que el mismo Señor «estableció donde y por quien quiere que los servicios litúrgicos sean realizados para que todo, cumplido santamente y con su beneplácito, sea aceptable a su voluntad… Porque el sumo sacerdote tiene sus peculiares funciones asignadas a él; los levitas tienen encomendados sus propios servicios, mientras que el laico está sometido a los preceptos del laico» (40,1-5: obsérvese que en esta carta de finales del siglo I aparece por primera vez en la literatura cristiana aparece el término «laikós», que significa «miembro del laos», es decir, «del pueblo de Dios»).

        De este modo, al referirse a la liturgia del antiguo Israel, Clemente revela su ideal de Iglesia. Ésta es congregada por el «único Espíritu de gracia infundido sobre nosotros», que sopla en los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el que todos, unidos sin ninguna separación, son «miembros los unos de los otros» (46, 6-7). La neta distinción entre «laico» y la jerarquía no significa para nada una contraposición, sino sólo esta relación orgánica de un cuerpo, de un organismo, con las diferentes funciones. La Iglesia, de hecho, no es un lugar de confusión y de anarquía, donde cada uno puede hacer lo que quiere en todo momento: cada quien en este organismo, con una estructura articulada, ejerce su ministerio según su vocación recibida.

        Por lo que se refiere a los jefes de las comunidades, Clemente explicita claramente la doctrina de la sucesión apostólica. Las normas que la regulan se derivan, en última instancia, del mismo Dios. El Padre ha enviado a Jesucristo, quien a su vez ha enviado a los apóstoles. Éstos luego mandaron a los primeros jefes de las comunidades y establecieron que a ellos les sucedieran otros hombres dignos. Por tanto, todo procede «ordenadamente de la voluntad de Dios» (42). Con estas palabras, con estas frases, san Clemente subraya que la Iglesia tiene una estructura sacramental y no una estructura política. La acción de Dios que sale a nuestro encuentro en la liturgia precede a nuestras decisiones e ideas. La Iglesia es sobre todo don de Dios y no una criatura nuestra, y por ello esta estructura sacramental no garantiza sólo el ordenamiento común, sino también la precedencia del don de Dios, del que todos tenemos necesidad.

        Finalmente, la «gran oración», confiere una apertura cósmica a los argumentos precedentes. Clemente alaba y da gracias a Dios por su maravillosa providencia de amor, que ha creado el mundo y que sigue salvándolo y santificándolo. Particular importancia asume la invocación para los gobernantes. Después de los textos del Nuevo Testamento, representa la oración más antigua por las instituciones políticas. De este modo, tras la persecución, los cristianos, aunque sabían que continuarían las persecuciones, no dejan de rezar por esas mismas autoridades que les habían condenado injustamente. El motivo es ante todo de carácter cristológico: es necesario rezar por los perseguidores, como lo hizo Jesús en la cruz. Pero esta oración tiene también una enseñanza que orienta, a través de los siglos, la actitud de los cristianos ante la política y el Estado. Al rezar por las autoridades, Clemente reconoce la legitimidad de las instituciones políticas en el orden establecido por Dios; al mismo tiempo, manifiesta la preocupación que las autoridades sean dóciles a Dios y «ejerzan el poder que Dios les ha dado con paz y mansedumbre y piedad» (61,2). César no lo es todo. Emerge otra soberanía, cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino «de lo alto»: es la de la Verdad que tiene el derecho ante el Estado de ser escuchada.

        De este modo, la carta de Clemente afronta numerosos temas de perenne actualidad. Es aún más significativa, pues representa desde el silo I la solicitud de la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las demás Iglesias. Con el mismo Espíritu, elevemos también nosotros las invocaciones de la «gran oración», allí donde el obispo de Roma asume la voz del mundo entero: «Sí, Señor, haz que resplandezca en nosotros tu rostro con el bien de la paz; protégenos con tu mano poderosa… Nosotros te damos gracias, a través del sumo Sacerdote y guía de nuestras almas, Jesucristo, por medio del cual sea gloria y alabanza a ti, ahora, y de generación en generación, por los siglos de los siglos. Amén» (60-61).


 

 

san Ignacio de Antioquía

(catequesis pronunciada el miércoles 14 de marzo de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:
           Como ya hicimos el miércoles, estamos hablando de las personalidades de la Iglesia naciente. La semana pasada habíamos hablado del Papa Clemente I, tercer sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquia, del año 70 al 107, fecha de su martirio.

        En aquel tiempo, Roma, Alejandría y Antioquia eran las tres grandes metrópolis del Imperio Romano. El Concilio de Nicea habla de los tres «primados»: el de Roma, pero también el de Alejandría y Antioquia participan, en cierto sentido, en un «primado».

        San Ignacio era obispo de Antioquia, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquia, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente: el primer obispo fue el apóstol Pedro, como dice la tradición, y allí «fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de “cristianos”» (Hechos 11, 26).

        Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica todo un capítulo de su «Historia Eclesiástica» a la vida y a la obra de Ignacio (3,36). «De Siria», escribe, «Ignacio fue enviado a Roma para ser pasto de fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Viajando por Asia, bajo la custodia severa de los guardias» (que él llama «diez leopardos» en su Carta a los Romanos 5,1), «en las ciudades en las que se detenía, reforzaba a las Iglesias con predicaciones y exhortaciones; sobre todo les alentaba, de todo corazón, a no caer en las herejías, que entonces comenzaban a pulular, y recomendaba no separarse de la tradición apostólica».

        La primera etapa del viaje de Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí, Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente a las Iglesias de Éfeso, de Magnesia, de Tralles y de Roma.

        «Al dejar Esmirna», sigue diciendo Eusebio, «Ignacio llegó a Troade, y allí envió nuevas cartas»: dos a las Iglesias de Filadelfia y de Esmirne, y una al obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que nos han llegado de la Iglesia del primer siglo como un tesoro precioso.

        Al leer estos textos se siente la frescura de la fe de la generación que todavía había conocido a los apóstoles. Se siente también en estas cartas el amor ardiente de un santo. Finalmente, de Troade el mártir llegó a Roma, donde en el Anfiteatro Flavio, fue dado en pasto a las fieras feroces.

        Ningún Padre de la Iglesia ha expresado con la intensidad de Ignacio el anhelo por la «unión» con Cristo y por la «vida» en Él. Por este motivo, hemos leído el pasaje del Evangelio sobre la viña, que según el Evangelio de Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en Ignacio dos «corrientes» espirituales: la de Pablo, totalmente orientada a la «unión» con Cristo, y la de Juan, concentrada en la «vida» en Él.

        A su vez, estas dos corrientes desembocan en la «imitación» de Cristo, proclamado en varias ocasiones por Ignacio como «mi Dios» o «nuestro Dios». De este modo, Ignacio implora a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, pues tiene impaciencia por «unirse con Jesucristo».

        Y explica: «Para mí es bello morir caminando hacia («eis») Jesucristo, en vez de poseer un reino que llegue hasta los confines de la tierra. Le busco a Él, que murió por mí, le quiero a Él, que resucitó por nosotros. ¡Dejad que imite la Pasión de mi Dios!» (Romanos 5-6). Se puede percibir en estas expresiones ardientes de amor el agudo «realismo» cristológico típico de la Iglesia de Antioquia, atento más que nunca a la encarnación del Hijo de Dios y a su auténtica y concreta humanidad: Jesucristo, escribe Ignacio a los habitantes de Esmirna, «es realmente de la estirpe de David», «realmente nación de una virgen», «fue clavado realmente por nosotros» (1,1).

        La irresistible tensión de Ignacio hacia la unión con Cristo sirve de fundamento para una auténtica «mística de la unidad». Él mismo se define como «un hombre al que se le ha confiado la tarea de la unidad» (A los fieles de Filadelfia 8, 1). Para Ignacio, la unidad es ante todo una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en una absoluta unidad.

        Repite con frecuencia que Dios es unidad y que sólo en Dios ésta se encuentra en el estado puro y originario. La unidad que tienen que realizar sobre esta tierra los cristianos no es más que una imitación lo más conforme posible con el modelo divino. De esta manera, Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que recuerda mucho a algunas expresiones de la Carta a los Corintios de Clemente Romano. «Conviene caminar de acuerdo con el pensamiento de vuestro obispo, lo cual vosotros ya hacéis --escribe a los cristianos de Éfeso--. Vuestro presbiterio, justamente reputado, digno de Dios, está conforme con su obispo como las cuerdas a la cítara. Así en vuestro sinfónico y armonioso amor es Jesucristo quien canta. Que cada uno de vosotros también se convierta en coro a fin de que, en la armonía de vuestra concordia, toméis el tono de Dios en la unidad y cantéis a una sola voz» (4,1-2).

        Y después de recomendar a los fieles de Esmirna que no hagan nada «que afecte a la Iglesia sin el obispo» (8,1), confía a Policarpo: «Ofrezco mi vida por los que están sometidos al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Que junto a ellos pueda tener parte con Dios. Trabajad unidos los unos por los otros, luchad juntos, corred juntos, sufrid juntos, dormid y velad juntos como administradores de Dios, asesores y siervos suyos. Buscad agradarle a Él por quien militáis y de quien recibís la merced. Que nadie de vosotros deserte. Que vuestro bautismo sea como un escudo, la fe como un casco, la caridad como una lanza, la paciencia como una armadura» (6,1-2).

        En su conjunto, se puede percibir en las Cartas de Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una parte la estructura jerárquica de la comunidad eclesial, y por otra la unidad fundamental que liga entre sí a todos los fieles en Cristo. Por lo tanto, los papeles no se pueden contraponer. Al contrario, la insistencia de la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, se refuerza constantemente mediante imágenes elocuentes y analogías: la cítara, los instrumentos de cuerda, la entonación, el concierto, la sinfonía.

        Es evidente la peculiar responsabilidad de los obispos, de los presbíteros y los diáconos en la edificación de la comunidad. A ellos se dirige ante todo el llamamiento al amor y la unidad. «Sed una sola cosa», escribe Ignacio a los Magnesios, retomando la oración de Jesús en la Última Cena: «Una sola súplica, una sola mente, una sola esperanza en el amor… Acudid todos a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y al proceder del único Padre, ha permanecido unido a Él, y a Él ha regresado en la unidad» (7, 1-2). Ignacio es el primero que en la literatura cristiana atribuye a la Iglesia el adjetivo «católica», es decir, «universal»: «Donde está Jesucristo», afirma, «allí está la Iglesia católica» (A los fieles de Esmirna 8, 2). Precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica, la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado en el amor: «En Roma, ésta preside, digna de Dios, venerable, digna de ser llamada bienaventurada… Preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo, y lleva el nombre del Padre» (A los Romanos, «Prólogo»).

        Como se puede ver, Ignacio es verdaderamente el «doctor de la unidad»: unidad de Dios y unidad de Cristo (en oposición a las diferentes herejías que comenzaban a circular y que dividían al hombre y a Dios en Cristo), unidad de la Iglesia, unidad de los fieles, «en la fe y en la caridad, pues no hay nada más excelente que ella» (A los fieles de Esmirna 6,1).

        En definitiva, el «realismo» de Ignacio es una invitación para los fieles de ayer y de hoy, es una invitación para todos nosotros a lograr una síntesis progresiva entre «configuración con Cristo» (unión con Él, vida en Él) y «entrega a su Iglesia» (unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo).

        En definitiva, es necesario lograr una síntesis entre «comunión» de la Iglesia en su interior y «misión», proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes tengan cada vez más «ese espíritu sin divisiones, que es el mismo Jesucristo» (Magnesios 15).

        Al implorar del Señor esta «gracia de unidad», y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (Cf. A los Romanos, «Prólogo»), os dirijo a vosotros el mismo auspicio que cierra la carta de Ignacio a los cristianos de Tralles: «Amaos los unos a los otros con un corazón sin divisiones. Mi espíritu se entrega en sacrificio por vosotros no sólo ahora, sino también cuando alcance a Dios… Que en Cristo podáis vivir sin mancha» (13). Y recemos para que el Señor nos ayude a alcanzar esta unidad y vivamos sin mancha, pues el amor purifica las almas.


 

 

san Justino, filósofo y mártir

(catequesis pronunciada el miércoles 20 de marzo de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS

 


 


Queridos hermanos y hermanas:

        En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes figuras de la Iglesia naciente. Hoy hablamos de san Justino, filósofo y mártir, el más importante de los padres apologistas del siglo II. La palabra «apologista» hace referencia a esos antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adaptada a la cultura de su tiempo. De este modo, entre los apologistas se da una doble inquietud: la propiamente apologética, defender el cristianismo naciente («apologhía» en griego significa precisamente «defensa»); y la de proposición, «misionera», que busca exponer los contenidos de la fe en un lenguaje y con categorías de pensamiento comprensibles a los contemporáneos.

        Justino había nacido en torno al año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; buscó durante mucho tiempo la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su «Diálogo con Trifón», misterio personaje, un anciano con el que se había encontrado en la playa del mar, primero entró en crisis, al demostrarle la incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le indicó en los antiguos profetas las personas a las que tenía que dirigirse para encontrar el camino de Dios y la «verdadera filosofía». Al despedirse, el anciano le exhortó a la oración para que se le abrieran las puertas de la luz.

        La narración simboliza el episodio crucial de la vida de Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, considerada como la verdadera filosofía. En ella, de hecho, había encontrado la verdad y por tanto el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y fue decapitado en torno al año 165, bajo el reino de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien Justino había dirigido su «Apología».

        Las dos «Apologías» y el «Diálogo con el judío Trifón» son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, Justino pretende ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el «Logos», es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Cada hombre, como criatura racional, participa del «Logos», lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la verdad. De esta manera, el mismo «Logos», que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como con «semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora, concluye Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del «Logos» en su totalidad, «todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos» (Segunda Apología 13,4). De este modo, Justino, si bien reprochaba a la filosofía griega sus contradicciones, orienta con decisión hacia el «Logos» cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular «pretensión» de vedad y de universalidad de la religión cristiana.

        Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo al igual que una figura se orienta hacia la realidad que significa, la filosofía griega tiende a su vez a Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el Antiguo Testamento y la filosofía griega son como dos caminos que guían a Cristo, al «Logos». Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara de un propio bien. Por este motivo, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, definió a Justino como «un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues Justino, «conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y provechosa” («Diálogo con Trifón» 8,1)» («Fides et ratio», 38).

        En su conjunto, la figura y la obra de Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, en lugar de la religión de los paganos. Con la religión pagana, de hecho, los primeros cristianos rechazaron acérrimamente todo compromiso. La consideraban como una idolatría, hasta el punto de correr el riesgo de ser acusados de «impiedad» y de «ateísmo». En particular, Justino, especialmente en su «Primera Apología», hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, por considerarlos como «desorientaciones» diabólicas en el camino de la verdad.

        La filosofía representó, sin embargo, el área privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente a nivel de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra filosofía…»: con estas palabras explícitas llegó a definir la nueva religión otro apologista contemporáneo a Justino, el obispo Melitón de Sardes («Historia Eclesiástica», 4, 26, 7).

        De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del «Logos», sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que éste era reconocido por la filosofía griega como carente de consistencia en la verdad. Por este motivo, el ocaso de la religión pagana era inevitable: era la lógica consecuencia del alejamiento de la religión de la verdad del ser, reducida a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres.

        Justino, y con él otros apologistas, firmaron la toma de posición clara de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de Justino, Tertuliano definió la misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que siempre es válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit – Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre» («De virgin. vel». 1,1).

        En este sentido, hay que tener en cuenta que el término «consuetudo», que utiliza Tertuliano para hacer referencia a la religión pagana, puede ser traducido en los idiomas modernos con las expresiones «moda cultural», «moda del momento».

        En una edad como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión --así como en el diálogo interreligioso--, esta es una lección que no hay que olvidar. Con este objetivo, y así concluyo, os vuelvo a presentar las últimas palabras del misterioso anciano, que se encontró con el filósofo Justino a orilla del mar: «Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden la comprensión» («Diálogo con Trifón» 7,3).

 

 

San Ireneo de Lyon

(catequesis pronunciada el miércoles 28 de marzo de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».

        Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros.

        Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso, Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

        Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero. Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las herejías» y «La exposición de la predicación apostólica», que puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.

        La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo formarían un cristianismo de élite, intelectualista.

        Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno de un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.

        Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la refutación de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.

        De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe, procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.

        Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico, Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.

a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta. Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.

b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas. Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero, la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento, nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España, de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló Cristo.

c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene… Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (3, 24, 1).

        Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir, «pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.


 

 

Clemente de Alejandría

(catequesis pronunciada el miércoles 18 de abril de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS

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Queridos hermanos y hermanas:

        Después del tiempo de las fiestas, volvemos a las catequesis normales, a pesar de que visiblemente la plaza está todavía de fiesta. Con las catequesis volvemos, como decía, al tema comenzado antes. Habíamos hablado de los doce apóstoles, luego de los discípulos de los apóstoles, ahora de las grandes personalidades de la Iglesia naciente, de la Iglesia antigua. La última vez habíamos hablado de san Ireneo de Lyon, hoy hablamos de Clemente de Alejandría, un gran teólogo que nace probablemente en Atenas, en torno a la mitad del siglo II. De Atenas heredó un agudo interés por la filosofía, que haría de él uno de los alféreces del diálogo entre fe y razón en la tradición cristiana. Cuando todavía era joven, llegó a Alejandría, la «ciudad símbolo» de ese fecundo cruce entre diferentes culturas que caracterizó la edad helenista. Fue discípulo de Panteno, hasta sucederle en la dirección de la escuela catequística. Numerosas fuentes atestiguan que fue ordenado presbítero. Durante la persecución de 202-203 abandonó Alejandría para refugiarse en Cesarea, en Capadocia, donde falleció hacia el año 215.

        Las obras más importantes que nos quedan de él son tres: el «Protréptico», el «Pedagogo», y los «Stromata». Si bien parece que no era la intención originaria del autor, estos escritos constituyen una auténtica trilogía, destinada a acompañar eficazmente la maduración espiritual del cristiano.

        El «Protréptico», como dice la palabra misma, es una «exhortación» dirigida a quien comienza y busca el camino de la fe. Es más, el «Protréptico» coincide con una Persona: el Hijo de Dios, Jesucristo, que se convierte en «exhortador» de los hombres para que emprendan con decisión el camino hacia la Verdad. El mismo Jesucristo se convierte después en «Pedagogo», es decir, en «educador» de aquellos que, en virtud del Bautismo, se han convertido en hijos de Dios. El mismo Jesucristo, por último, es también «didascalo», es decir, «maestro», que propone las enseñanzas más profundas. Éstas se recogen en la tercera obra de Clemente, los «Stromata», palabra griega que significa: «tapicerías». Se trata de una composición que no es sistemática, sino que afronta diferentes argumentos, fruto directo de la enseñanza habitual de Clemente.

        En su conjunto, la catequesis de Clemente acompaña paso a paso el camino del catecúmeno y del bautizado para que, con las dos «alas» de la fe y de la razón, llegue a un conocimiento de la Verdad, que es Jesucristo, el Verbo de Dios. Sólo el conocimiento de la persona que es la verdad es la «auténtica gnosis», la expresión griega que quiere decir «conocimiento», «inteligencia». Es el edificio construido por la razón bajo el impulso de un principio sobrenatural. La misma fe constituye la auténtica filosofía, es decir, la auténtica conversión al camino que hay que tomar en la vida. Por tanto, la auténtica «gnosis» es un desarrollo de la fe, suscitado por Jesucristo en el alma unida a Él. Clemente define después dos niveles de la vida cristiana.

        Primer nivel: los cristianos creyentes que viven la fe de una manera común, aunque esté siempre abierta a los horizontes de la santidad. Luego está el segundo nivel: los «gnósticos», es decir, los que ya llevan una vida de perfección espiritual; en todo caso, el cristiano tiene que comenzar por la base común de la fe y a través de un camino de búsqueda debe dejarse guiar por Cristo y de este modo llegar al conocimiento de la Verdad y de las verdades que conforman el contenido de la fe. Este conocimiento, nos dice Clemente, se convierte para el alma en una realidad viva: no es sólo una teoría, es una fuerza de vida, es una unión de amor transformante. El conocimiento de Cristo no es sólo pensamiento, sino que es amor que abre los ojos, transforma al hombre y crea comunión con el «Logos», con el Verbo divino que es verdad y vida. En esta comunión, que es el perfecto conocimiento y es amor, el perfecto cristiano alcanza la contemplación, la unificación con Dios.

        Clemente retoma finalmente la doctrina, según al cual, el fin último del hombre consiste en ser semejante a Dios. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero esto es también un desafío, un camino; de hecho, el objetivo de la vida, el destino último consiste verdaderamente en hacerse semejantes a Dios. Esto es posible gracias a la connaturalidad con Él, que el hombre ha recibido en el momento de la creación, motivo por el cual de por sí ya es imagen de Dios. Esta connaturalidad permite conocer las realidades divinas a las que el hombre adhiere ante todo por la fe y, a través de la vivencia de la fe, de la práctica de las virtudes, puede crecer hasta llegar a la contemplación de Dios. De este modo, en el camino de la perfección, Clemente da la misma importancia al requisito moral que al intelectual. Los dos van juntos porque no es posible conocer sin vivir y no se puede vivir sin conocer. No es posible asemejarse a Dios y contemplarle simplemente con el conocimiento racional: para lograr este objetivo se necesita una vida según el «Logos», una vida según la verdad. Y, por tanto, las buenas obras tienen que acompañar el conocimiento intelectual, como la sombra acompaña al cuerpo.

        Hay dos virtudes que adornan particularmente al alma del «auténtico gnóstico». La primera es la libertad de las pasiones («apátheia»); la otra, es el amor, la verdadera pasión, que asegura la unión íntima con Dios. El amor da la paz perfecta, y hace que el «auténtico gnóstico» sea capaz de afrontar los sacrificios más grandes, incluso el sacrificio supremo en el seguimiento de Cristo, y le hace subir de nivel hasta llegar a la cumbre de las virtudes. De este modo, el ideal ético de la filosofía antigua, es decir, la liberación de las pasiones, vuelve a ser redefinido por Clemente y conjugado con el amor, en el proceso incesante que lleva a asemejarse a Dios.

        De esta manera, el pensador de Alejandría propició la segunda gran oportunidad de diálogo entre el anuncio cristiano y la filosofía griega. Sabemos que san Pablo en el Areópago de Atenas, donde Clemente nació, había hecho el primer intento de diálogo con la filosofía friega, y en buena parte había fracasado, pues le dijeron: «Otra vez te escucharemos». Ahora Clemente, retoma este diálogo, y lo ennoblece al máximo en la tradición filosófica griega. Como escribió mi venerado predecesor Juan Pablo II en la encíclica «Fides et ratio», Clemente de Alejandría llega a interpretar la filosofía como «una instrucción propedéutica a la fe cristiana (n. 38). Y, de hecho, Clemente llegó a afirmar que Dios habría dado la filosofía a los griegos «como un Testamento propio para ellos» («Stromata» 6, 8, 67, 1). Para él la tradición filosófica griega, casi como sucede con la Ley para los judíos, es el ámbito de «revelación», son dos corrientes que en definitiva se dirigen hacia el mismo «Logos». Clemente sigue marcando con decisión el camino de quien quiere «dar razón» de su fe en Jesucristo. Puede servir de ejemplo a los cristianos, a los catequistas y a los teólogos de nuestro tiempo a los que Juan Pablo II, en la misma encíclica, exhortaba «a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente con el pensamiento filosófico contemporáneo».

        Concluyamos con una de las expresiones de la famosa «oración a Cristo “Logos”», con la que Clemente concluye su «Pedagogo». Su súplica dice así: «Muéstrate propicio a tus hijos»; «concédenos vivir en tu paz, mudarnos a tu ciudad, atravesar sin quedar sumergidos en las corrientes del pecado, ser transportados con serenidad por el Espíritu Santo por la Sabiduría inefable: nosotros, que de día y de noche, hasta el último día elevamos un canto de acción de gracias al único Padre, … al Hijo pedagogo y maestro, junto al Espíritu Santo. ¡Amén!" (Pedagogo 3, 12, 101).

 

 

 

 

Orígenes
las enseñanzas de Orígenes sobre la oración y la Iglesia

ESCRITOS

 


 

Orígenes

(catequesis pronunciada el miércoles 25 de abril de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        En nuestras meditaciones sobre las grandes personalidades de la Iglesia antigua, conocemos hoy a una de las más relevantes. Orígenes de Alejandría es realmente una de las personalidades determinantes para todo el desarrollo del pensamiento cristiano. Él recoge la herencia de Clemente de Alejandría, sobre quien hemos meditado el miércoles pasado, y la relanza al futuro de manera tan innovadora que imprime un giro irreversible al desarrollo del pensamiento cristiano. Fue un verdadero «maestro», y así le recordaban con nostalgia y conmoción sus discípulos: no sólo un brillante teólogo, sino un testigo ejemplar de la doctrina que transmitía. «Él enseñó», escribe Eusebio de Cesarea, su entusiasta biógrafo, «que la conducta debe corresponder exactamente a la palabra, y fue sobre todo por esto que, ayudado por la gracia de Dios, indujo a muchos a imitarle» (Hist. Eccl. 6,3,7).

        Toda su vida estuvo recorrida por un incesante anhelo de martirio. Tenía diecisiete años cuando, en el décimo año del emperador Septimio Severo, se desató en Alejandría la persecución contra los cristianos. Clemente, su maestro, abandonó la ciudad, y el padre de Orígenes, Leónidas, fue encarcelado. Su hijo ansiaba ardientemente el martirio, pero no pudo cumplir este deseo. Entonces escribió a su padre, exhortándole a no desistir del supremo testimonio de la fe. Y cuando Leónidas fue decapitado, el pequeño Orígenes sintió que debía acoger el ejemplo de su vida. Cuarenta años más tarde, mientras predicaba en Cesarea, hizo esta confesión: «De nada me sirve haber tenido un padre mártir si no tengo una buena conducta y no hago honor a la nobleza de mi estirpe, esto es, al martirio de mi padre y al testimonio que le hizo ilustre en Cristo» (Hom. Ez. 4,8). En una homilía sucesiva –cuando, gracias a la extrema tolerancia del emperador Felipe el Árabe, parecía ya esfumada la eventualidad de un testimonio cruento- Orígenes exclama: «Si Dios me concediera ser lavado en mi sangre, como para recibir el segundo bautismo habiendo aceptado la muerte por Cristo, me alejaría seguro de este mundo... Pero son dichosos los que merecen estas cosas» (Hom. Iud. 7,12). Estas expresiones revelan toda la nostalgia de Orígenes por el bautismo de sangre. Y por fin este irresistible anhelo fue, al menos en parte, complacido. En 250, durante la persecución de Decio, Orígenes fue arrestado y torturado cruelmente. Debilitado por los sufrimientos padecidos, murió algún año después. No tenía aún setenta años.

        Hemos aludido a ese «giro irreversible» que Orígenes imprimió a la historia de la teología y del pensamiento cristiano. ¿Pero en qué consiste este hito, esta novedad tan llena de consecuencias? Corresponde en sustancia a la fundación de la teología en la explicación de las Escrituras. Hacer teología era para él esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos incluso decir que su teología es la perfecta simbiosis entre teología y exégesis. En verdad, la marca propia de la doctrina origeniana parece residir precisamente en la incesante invitación a pasar de la letra al espíritu de las Escrituras, para progresar en el conocimiento de Dios. Y este llamado «alegorismo», escribió von Baltasar, coincide precisamente «con el desarrollo del dogma cristiano obrado por la enseñanza de los doctores de la Iglesia», los cuales –de una u otra forma- acogieron la «lección» de Orígenes. Así la tradición y el magisterio, fundamento y garantía de la investigación teológica, llegan a configurarse como «Escritura en acto» (cfr. «Origene: il mondo, Cristo e la Chiesa», tr. it., Milano 1972, p. 43). Podemos afirmar por ello que el núcleo central de la inmensa obra literaria de Orígenes consiste en su «triple lectura» de la Biblia. Pero antes de ilustrar esta «lectura» conviene dar una mirada general a la producción literaria del alejandrino. San Jerónimo, en su Epístola 33, cita los títulos de 320 libros y de 310 homilías de Orígenes. Lamentablemente la mayor parte de esta obra se perdió, pero incluso lo poco que queda de ella le convierte en el autor más prolífico de los primeros tres siglos cristianos. Su radio de intereses se extiende de la exégesis al dogma, a la filosofía, a la apologética, a la ascética y a la mística. Es una visión fundamental y global de la vida cristiana.

        El núcleo inspirador de esta obra es, como hemos mencionado, la «triple lectura» de las Escrituras desarrollada por Orígenes en el arco de su vida. Con esta expresión intentamos aludir a las tres modalidades más importantes –entre sí no sucesivas, sino más frecuentemente superpuestas- con las que Orígenes se dedicó al estudio de las Escrituras. Ante todo él leyó la Biblia con la intención de asegurar el texto mejor y de ofrecer de ella la edición más fiable. Éste, por ejemplo, es el primer paso: conocer realmente qué está escrito y conocer lo que esta escritura quería intencional e inicialmente decir. Realizó un gran estudio con este fin y redactó una edición de la Biblia con seis columnas paralelas, de izquierda a derecha, con el texto hebreo en caracteres hebreos –él tuvo también contactos con los rabinos para comprender bien el texto original hebraico de la Biblia-, después el texto hebraico transliterado en caracteres griegos y a continuación cuatro traducciones diferentes en lengua griega, que le permitían comparar las diversas posibilidades de traducción. De aquí el título de «Hexapla» («seis columnas») atribuido a esta enorme sinopsis. Éste es el primer punto: conocer exactamente qué está escrito, el texto como tal. En segundo lugar Orígenes leyó sistemáticamente la Biblia con sus célebres Comentarios. Estos reproducen fielmente las explicaciones que el maestro ofrecía durante la escuela, en Alejandría como en Cesarea. Orígenes avanza casi versículo a versículo, de forma minuciosa, amplia y profunda, con notas de carácter filológico y doctrinal. Él trabaja con gran exactitud para conocer bien qué querían decir los sagrados autores.

        Finalmente, también antes de su ordenación presbiteral, Orígenes se dedicó muchísimo a la predicación de la Biblia, adaptándose a un público de composición variada. En cualquier caso, se advierte también en sus Homilías al maestro, del todo dedicado a la interpretación sistemática de la perícopa en examen, poco a poco fraccionada en los sucesivos versículos. También en las Homilías Orígenes aprovecha todas las ocasiones para recordar las diversas dimensiones del sentido de la Sagrada Escritura, que ayudan o expresan un camino en el crecimiento de la fe: existe el sentido «literal», pero éste oculta profundidades que no aparecen en un primer momento; la segunda dimensión es el sentido «moral»: qué debemos hacer viviendo la palabra; y finalmente el sentido «espiritual», o sea, la unidad de la Escritura, que en todo su desarrollo habla de Cristo. Es el Espíritu Santo quien nos hace entender el contenido cristológico y así la unidad de la Escritura en su diversidad. Sería interesante mostrar esto. He intentado un poco, en mi libro «Jesús de Nazaret», señalar en la situación actual estas múltiples dimensiones de la Palabra, de la Sagrada Escritura, que antes debe ser respetada justamente en el sentido histórico. Pero este sentido nos trasciende hacia Cristo, en la luz del Espíritu Santo, y nos muestra el camino, cómo vivir. Se encuentra de ello alusión, por ejemplo, en la novena Homilía sobre los Números, en la que Orígenes compara la Escritura con las nueces: «Así es la doctrina de la Ley y de los Profetas en la escuela de Cristo», afirma la homilía; «amarga es la letra, que es como la corteza; en segundo lugar atraviesas la cáscara, que es la doctrina moral; en tercer lugar hallarás el sentido de los misterios, del que se nutren las almas de los santos en la vida presente y en la futura» (Hom. Num. 9,7).

        Sobre todo por esta vía Orígenes llega a promover eficazmente la «lectura cristiana» del Antiguo Testamento, replicando brillantemente el desafío de aquellos herejes –sobre todo gnósticos y marcionitas- que oponían entre sí los dos Testamentos hasta rechazar el Antiguo. Al respecto, en la misma Homilía sobre los Números, el alejandrino afirma: «Yo no llamo a la Ley un “Antiguo Testamento”, si la comprendo en el Espíritu. La Ley se convierte en un “Antiguo Testamento” sólo para los que quieren comprenderla carnalmente», esto es, quedándose en la letra del texto. Pero «para nosotros, que la comprendemos y la aplicamos en el Espíritu y en el sentido del Evangelio, la Ley es siempre nueva, y los dos Testamentos son para nosotros un nuevo Testamento, no a causa de la fecha temporal, sino de la novedad del sentido... En cambio, para el pecador y para los que no respetan la condición de la caridad, también los Evangelios envejecen» (Hom. Num. 9,4).

        Os invito –y así concluyo- a acoger en vuestro corazón la enseñanza de este gran maestro en la fe. Él nos recuerda con íntimo entusiasmo que, en la lectura orante de la Escritura y en el coherente compromiso de la vida, la Iglesia siempre se renueva y rejuvenece. La Palabra de Dios, que no envejece jamás, ni se agota nunca, es medio privilegiado para tal fin. Es en efecto la Palabra de Dios la que, por obra del Espíritu Santo, nos guía siempre de nuevo a la verdad completa (cfr. Benedicto XVI, «Ai partecipanti al Congresso Internazionale per il XL anniversario della Costituzione dogmatica “Dei Verbum” », in: «Insegnamenti», vol. I, 2005, pp. 552-553). Y pidamos al Señor que nos dé hoy pensadores, teólogos, exégetas que encuentren esta multidimensionalidad, esta actualidad permanente de la Sagrada Escritura, para alimentarnos realmente del verdadero pan de la vida, de su Palabra.

 

 

 

las enseñanzas de Orígenes sobre la oración y la Iglesia

(catequesis pronunciada el miércoles 2 de mayo de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

            La catequesis del miércoles pasado estuvo dedicada a la gran figura de Orígenes, doctor de Alejandría que vivió entre el siglo II y III. En esa catequesis, tomamos en consideración la vida y la producción literaria de este gran maestro, encontrando en su «triple lectura» de la Biblia el núcleo inspirador de toda su obra. Dejé a un lado, para retomarlos hoy, dos aspectos de la doctrina de Orígenes, que considero entre los más importantes y actuales: quiero hablar de sus enseñanzas sobre la oración y sobre la Iglesia.

Enseñanza sobre la oración
        En realidad, Orígenes, autor de un importante y siempre actual tratado «Sobre la oración», entrelaza constantemente su producción exegética y teológica con experiencias y sugerencias relativas a la oración. A pesar de toda su riqueza teológica de pensamiento, no es un tratado meramente académico; siempre se fundamenta en la experiencia de la oración, del contacto con Dios.

        Desde su punto de vista, la comprensión de las Escrituras exige, no sólo estudio, sino intimidad con Cristo y oración. Está convencido de que el camino privilegiado para conocer a Dios es el amor, y que no existe un auténtico «conocimiento de Cristo» sin enamorarse de él.

        En la «Carta a Gregorio», Orígenes recomienda: «Dedicaos a la “lectio” de las divinas Escrituras; aplicaos con perseverancia. Empeñaos en la “lectio” con la intención de creer y agradar a Dios. Si durante la “lectio” te encuentras ante una puerta cerrada, toca y te la abrirá el custodio, de quien Jesús ha dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote de este modo a la “lectio divina”, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras, que en ellas se esconde con gran profundidad. Ahora bien, no te contentes con tocar y buscar: para comprender los asuntos de Dios tienes absoluta necesidad de la oración. Precisamente para exhortarnos a la oración, el Salvador no sólo nos ha dicho: “buscad y hallaréis”, y “tocad y se os abrirá”, sino que ha añadido: “Pedid y recibiréis”» (Carta a Gregorio, 4).

        Salta a la vista el «papel primordial» desempeñado por Orígenes en la historia de la «lectio divina». El obispo Ambrosio de Milán, quien aprenderá a leer las Escrituras con las obras de Orígenes, la introduce después en Occidente para entregarla a Agustín y a la tradición monástica sucesiva.

        Como ya habíamos dicho, el nivel más elevado del conocimiento de Dios, según Orígenes, surge del amor. Lo mismo sucede entre los hombres: uno sólo conoce profundamente al otro si hay amor, si se abren los corazones. Para demostrar esto, él se basa en un significado que en ocasiones se da al verbo «conocer» en hebreo, es decir, cuando se utiliza para expresar el acto del amor humano: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió» (Génesis 4,1). De este modo se sugiere que la unión en el amor produce el conocimiento más auténtico. Como el hombre y la mujer son «dos en una sola carne», así Dios y el creyente se hacen «dos en un mismo espíritu».

        De este modo, la oración del padre apostólico de Alejandría toca los niveles más elevados de la mística, como lo atestiguan sus «Homilías sobre el Cantar de los Cantares». Puede aplicarse en este sentido un pasaje de la primera «Homilía», en la que Orígenes confiesa: «Con frecuencia --Dios es testigo-- he sentido que el Esposo se me acercaba al máximo; después se iba de repente, y yo no pude encontrar lo que buscaba. De nuevo siento el deseo de su venida, y a veces él vuelve, y cuando se me ha aparecido, cuando le tengo entre las manos, se me vuelve a escapar, y una vez que se ha ido me pongo a buscarle una vez más...» (Homilías sobre el Cantar de los Cantares 1, 7).

Recuerda lo que mi venerado predecesor escribía, como auténtico testigo, en la «Novo millennio ineunte», cuando mostraba a los fieles que la «oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre». Se trata, seguía diciendo Juan Pablo II; de «un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”» (número 33).

Enseñanza sobre la Iglesia
        Pasemos, por último, a una enseñanza de Orígenes sobre la Iglesia, y más precisamente sobre el sacerdocio común de los fieles. Como afirma en su novena «Homilía sobre el Levítico», «esto nos afecta a todos nosotros» (9, 1). En la misma «Homilía», Orígenes, al referirse a la prohibición hecha a Aarón, tras la muerte de sus dos hijos, de entrar en el «Sancta sanctorum» «en cualquier tiempo» (Levítico 16, 2), exhorta a los fieles con estas palabras: «Esto demuestra que si uno entra a cualquier hora en el santuario, sin la debida preparación, sin estar revestido de los ornamentos pontificales, sin haber preparado las ofrendas prescritas y sin ser propicio a Dios, morirá… Esto nos afecta a todos nosotros. Establece, de hecho, que aprendamos a acceder al altar de Dios. ¿Acaso no sabes que también a ti, es decir, a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes, ha sido conferido el sacerdocio? Escucha cómo Pedro se dirige a los fieles: “linaje elegido”, dice, “sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”. Tú, por tanto, tienes el sacerdocio, pues eres “linaje sacerdotal”, y por ello tienes que ofrecer a Dios el sacrificio… Pero para que tú lo puedas ofrecer dignamente, tienes necesidad de vestidos puros, distintos de los comunes a los demás hombres, y te hace falta el fuego divino» (ibídem).

        De este modo, por una parte, el hecho de tener «ceñidos los lomos» y los «ornamentos sacerdotales», es decir, la pureza y la honestidad de vida, y por otra, tener la «lámpara siempre encendida», es decir, la fe y la ciencia de las Escrituras, son las condiciones indispensables para el ejercicio del sacerdocio universal, que exige pureza y honestidad de vida, fe y conocimiento de las Escrituras.

        Con más razón aún estas condiciones son indispensables, evidentemente, para el ejercicio del sacerdocio ministerial. Estas condiciones --conducta íntegra de vida, pero sobre todo acogida y estudio de la Palabra-- establecen una auténtica «jerarquía de la santidad» en el sacerdocio común de los cristianos. En la cumbre de este camino de perfección, Orígenes pone el martirio.

        También en la novena «Homilía sobre el Levítico» alude al «fuego para el holocausto», es decir, a la fe y al conocimiento de las Escrituras, que nunca tiene que apagarse en el altar de quien ejerce el sacerdocio. Después, añade: «Pero, cada uno de nosotros no sólo tiene en sí» el fuego; «sino también el holocausto, y con su holocausto enciende el altar para que arda siempre. Si renuncio a todo lo que poseo y tomo mi cruz y sigo a Cristo, ofrezco mi holocausto en el altar de Dios; y si entrego mi cuerpo para que arda, con caridad, alcanzaré la gloria del martirio, ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios» (9, 9).

        Este inagotado camino de perfección «nos afecta a todos nosotros», a condición de que «la mirada de nuestro corazón» se dirija a la contemplación de la Sabiduría y de la Verdad, que es Jesucristo. Al predicar sobre el discurso de Jesús en Nazaret, cuando «en la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él» (Lucas 4, 16-30), Orígenes parece que se dirige precisamente a nosotros: «También hoy, en esta asamblea, vuestros ojos pueden dirigirse al Salvador. Cuando dirijas la mirada más profunda del corazón hacia la contemplación de la Sabiduría de la Verdad y del Hijo único de Dios, entonces tus ojos verán a Dios. ¡Bienaventurada es la asamblea de la que la Escritura dice que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Cuánto desearía que esta asamblea diera un testimonio así, que los ojos de todos, de los no bautizados y de los fieles, de las mujeres, de los hombres y de los muchachos --no los ojos del cuerpo, sino los del alma-- vieran a Jesús! … Sobre nosotros está impresa la luz de tu rostro, Señor, a quien pertenecen la gloria y la potencia por los siglos de los siglos. ¡Amén!» («Homilía sobre Lucas» 32, 6).


 

 

Tertuliano

(catequesis pronunciada el miércoles 30 de mayo de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 


Queridos hermanos y hermanas:

        Con la catequesis de hoy retomamos el hijo abandonado con motivo del viaje en Brasil y seguimos hablando de las grandes personalidades de la Iglesia antigua: son maestros de fe también para nosotros hoy y testigos de la perenne actualidad de la fe cristiana.

        Hoy hablamos de un africano, Tertuliano, que entre el final del siglo II e inicios del siglo III inaugura la literatura cristiana en latín. Con él comienza una teología en este idioma. Su obra ha dado frutos decisivos, que sería imperdonable infravalorar. Su influencia se desarrolla a diversos niveles: desde el lenguaje y la recuperación de la cultura clásica, hasta la individuación de un «alma cristiana» común en el mundo y la formulación de nuevas propuestas de convivencia humana.

        No conocemos exactamente las fechas de su nacimiento y de su muerte. Sin embargo, sabemos que en Cartago, a finales del siglo II, recibió de padres y maestros paganos una sólida formación retórica, filosófica, jurídica e histórica. Se convirtió al cristianismo atraído, según parece, por el ejemplo de los mártires cristianos.

        Comenzó a publicar sus escritos más famosos en el año 197. Pero una búsqueda demasiado individual de la verdad junto con la intransigencia de su carácter, le llevaron poco a poco a abandonar la comunión con la Iglesia y a unirse a la secta del montanismo. Sin embargo, la originalidad de su pensamiento y la incisiva eficacia de su lenguaje le dan un lugar de particular importancia en la literatura cristiana antigua.

        Son famosos sobre todo sus escritos de carácter apologético. Manifiestan dos objetivos principales: en primer lugar, el de confutar las gravísimas acusaciones que los paganos dirigían contra la nueva religión; y en segundo lugar, de manera más positiva y misionera, el de comunicar el mensaje del Evangelio en diálogo con la cultura de su época.

        Su obra más conocida, «Apologético», denuncia el comportamiento injusto de las autoridades políticas con la Iglesia; explica y defiende las enseñanzas y las costumbres de los cristianos; presenta las diferencias entre la nueva religión y las principales corrientes filosóficas de la época; manifiesta el triunfo del Espíritu, que opone a la violencia de los perseguidores la sangre, el sufrimiento y la paciencia de los mártires: «Por más que sea refinada --escribe el autor africano--, vuestra crueldad no sirve de nada: es más, para nuestra comunidad constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nos hacemos más numerosos: ¡la sangre de los cristianos es semilla eficaz! (semen est sanguis christianorum!)" (Apologético 50,13). Al final vencen el martirio y el sufrimiento y son más eficaces que la crueldad y la violencia de los regímenes totalitarios.

        Pero Tertuliano, como todo buen apologista, experimenta al mismo tiempo la necesidad de comunicar positivamente la esencia del cristianismo. Por este motivo, adopta el método especulativo para ilustrar los fundamentos racionales del dogma cristiano. Los profundiza de manera sistemática, comenzando con la descripción del «Dios de los cristianos». «Aquél a quien adoramos es un Dios único», atestigua el apologista. Y sigue, utilizando las paradojas características de su lenguaje: «Él es invisible, aunque se le vea; inalcanzable, aunque esté presente a través de la gracia; inconcebible, aunque los sentidos le puedan concebir; por este motivo es verdadero y grande» (ibídem 17,1-2).

        Tertuliano, además, da un paso enorme en el desarrollo del dogma trinitario; nos dejó el lenguaje adecuado en latín para expresar este gran misterio, introduciendo los términos de «una sustancia» y «tres Personas». También desarrolló mucho el lenguaje correcto para expresar el misterio de Cristo, Hijo de Dios y verdadero Hombre.

        El autor africano habla también del Espíritu Santo, demostrando su carácter personal y divino: «Creemos que, según su promesa, Jesucristo envió por medio del Padre al Espíritu Santo, el Paráclito, el santificador de la fe de quienes creen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu» (ibídem, 2,1).

        En sus obras se leen además numerosos textos sobre la Iglesia, a la que Tertuliano reconoce como «madre». Incluso tras su adhesión al montanismo, no olvidó que la Iglesia es la Madre de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Analiza también la conducta moral de los cristianos y la vida futura.

        Sus escritos son importantes, además, para comprender tendencias vivas en las comunidades cristianas sobre María santísima, sobre los sacramentos de la Eucaristía, del Matrimonio y de la Reconciliación, sobre el primado de Pedro, sobre la oración…

        En especial, en aquellos años de persecución en los que los cristianos parecían una minoría perdida, el apologista les exhorta a la esperanza, que --según sus escritos-- no es simplemente una virtud, sino un modo de vida que abarca cada uno de los aspectos de la existencia cristiana.

        Tenemos la esperanza de que el futuro sea nuestro porque el futuro es de Dios. De este modo, la resurrección del Señor se presenta como el fundamento de nuestra resurrección futura, y representa el objeto principal de la confianza de los cristianos: «La carne resucitará --afirma categóricamente el africano--: toda la carne, precisamente la carne. Allí donde se encuentre, se encuentra en consigna ante Dios, en virtud del fidelísimo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que restituirá Dios al hombre y el hombre a Dios» («La resurrección del cuerpo», 63,1).

        Desde el punto de vista humano, se puede hablar sin duda del drama de Tertuliano. Con el paso del tiempo, se hizo cada vez más exigente con los cristianos. Pretendía de ellos en toda circunstancia, y sobre todo en las persecuciones, un comportamiento heroico. Rígido en sus posiciones, no ahorraba duras críticas y acabó inevitablemente aislándose. De hecho, hoy día quedan aún abiertas muchas cuestiones, no sólo sobre el pensamiento teológico y filosófico de Tertuliano, sino también sobre su actitud ante las instituciones políticas de la sociedad pagana.

        Esta gran personalidad moral e intelectual, este hombre que ha dado una contribución tan grande al pensamiento cristiano, me hace reflexionar mucho. Se ve que al final le falta la sencillez, la humildad para integrarse en la Iglesia, para aceptar sus debilidades, para ser tolerante con los demás y consigo mismo.

        Cuando sólo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final se pierde esta grandeza. La característica esencial de un gran teólogo es la humildad para estar con la Iglesia, para aceptar sus propias debilidades, pues sólo Dios es totalmente santo. Nosotros, sin embargo, siempre tenemos necesidad de perdón.

        En definitiva, el autor africano permanece como un testigo interesante de los primeros tiempos de la Iglesia, cuando los cristianos se convirtieron en sujetos de «nueva cultura» en el encuentro entre herencia clásica y mensaje evangélico. Es suya la famosa afirmación, según la cual, nuestra alma es «naturaliter cristiana» («Apologético», 17, 6), con la que Tertuliano evoca la perenne continuidad entre los auténticos valores humanos y los cristianos; y también es suya la reflexión, inspirada directamente en el Evangelio, según la cual, «el cristiano no puede odiar ni siquiera a sus propios enemigos» (Cf. «Apologético», 37). Implica una consecuencia moral ineludible de la opción de fe que propone la «no violencia» como regla de vida: y no es posible dejar de ver la dramática actualidad de esta enseñanza, a la luz del encendido debate sobre las religiones.

        En los escritos del africano, en definitiva, se afrontan numerosos temas que todavía hoy tenemos que afrontar. Nos involucran en una fecunda búsqueda interior, a la que invito a todos los fieles, para que sepan expresar de manera cada vez más convincente la «Regla de la fe», según la cual, como dice Tertuliano, «nosotros creemos que hay un solo Dios, y no hay otro fuera del Creador del mundo: él lo ha hecho todo de la nada por medio de su Verbo, engendrado antes de todo» («La prescripción de los herejes» 13, 1).


 

 

san Cipriano

(catequesis pronunciada el miércoles 6 de junio de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        En la serie de nuestras catequesis sobre las grandes personalidades de la Iglesia antigua, llegamos hoy a un excelente obispo africano del siglo III, san Cipriano, «el primer obispo que en África alcanzó la corona del martirio». Su fama, como atestigua el diácono Poncio, el primero en escribir su vida, está también ligada a la creación literaria y a la actividad pastoral de los trece años que pasaron entre su conversión y el martirio (Cf. «Vida» 19,1; 1,1). Nacido en Cartago en el seno de una rica familia pagana, después de una juventud disipada, Cipriano se convierte al cristianismo a la edad de 35 años. Él mismo narra su itinerario espiritual: «Cuando todavía yacía como en una noche oscura», escribe meses después de su bautismo, «me parecía sumamente difícil y fatigoso realizar lo que me proponía la misericordia de Dios… Estaba ligado a muchísimos errores de mi vida pasada, y no creía que pudiera liberarme, hasta el punto de que seguía los vicios y favorecía mis malos deseos… Pero después, con la ayuda del agua regeneradora, quedó lavada la miseria de mi vida precedente; una luz soberana se difundió en mi corazón; un segundo nacimiento me regeneró en un ser totalmente nuevo. De manera maravillosa comenzó a disiparse toda duda… Comprendía claramente que era terrenal lo que antes vivía en mí, en la esclavitud de los vicios de la carne, y por el contrario era divino y celestial lo que el Espíritu Santo ya había generado en mí» («A Donato», 3-4).

        Inmediatamente después de la conversión, Cipriano, a pesar de envidias y resistencias, fue elegido al oficio sacerdotal y a la dignidad de obispo. En el breve período de su episcopado afronta las dos primeras persecuciones sancionadas por un edicto imperial, la de Decio (250) y la de Valeriano (257-258). Después de la persecución particularmente cruel de Decio, el obispo tuvo que empeñarse con mucho esfuerzo por volver a poner disciplina en la comunidad cristiana. Muchos fieles, de hecho, habían abjurado, o no habían tenido un comportamiento correcto ante la prueba. Eran los así llamados «lapsi», es decir, los «caídos», que deseaban ardientemente volver a entrar en la comunidad. El debate sobre su readmisión llegó a dividir a los cristianos de Cartago en laxistas y rigoristas. A estas dificultades hay que añadir una grave epidemia que flageló África y que planteó interrogantes teológicos angustiantes tanto dentro de la comunidad como en relación con los paganos. Hay que recordar, por último, la controversia entre Cipriano y el obispo de Roma, Esteban, sobre la validez del bautismo administrado a los paganos por parte de cristianos herejes.

        En estas circunstancias realmente difíciles, Cipriano demostró elevadas dotes de gobierno: fue severo, pero no inflexible con los «caídos», dándoles la posibilidad del perdón después de una penitencia ejemplar; ante Roma, fue firme en la defensa de las sanas tradiciones de la Iglesia africana; fue sumamente comprensivo y lleno del más auténtico espíritu evangélico a la hora de exhortar a los cristianos a la ayuda fraterna a los paganos durante la epidemia; supo mantener la justa medida a la hora de recordar a los fieles, demasiado temerosos de perder la vida y los bienes terrenos, que para ellos la verdadera vida y los auténticos bienes no son los de este mundo; fue inquebrantable a la hora de combatir las costumbres corruptas y los pecados que devastan la vida moral, sobre todo la avaricia.

        «Pasaba de este modo los días», cuenta el diácono Poncio, «cuando por orden del procónsul, llegó inesperadamente a su casa el jefe de la policía» («Vida», 15,1). En ese día, el santo obispo fue arrestado y después de un breve interrogatorio afrontó valerosamente el martirio en medio de su pueblo.

        Cipriano compuso numerosos tratados y cartas, siempre ligados a su ministerio pastoral. Poco proclive a la especulación teológica, escribía sobre todo para la edificación de la comunidad y para el buen comportamiento de los fieles. De hecho, la Iglesia es su tema preferido. Distingue entre «Iglesia visible», jerárquica, e «Iglesia invisible», mística, pero afirma con fuerza que la Iglesia es una sola, fundada sobre Pedro.

        No se cansa de repetir que «quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, se queda en la ilusión de permanecer en la Iglesia» («La unidad de la Iglesia católica», 4). Cipriano sabe bien, y lo dijo con palabras fuertes, que «fuera de la Iglesia no hay salvación» (Epístola 4,4 y 73,21), y que «no puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como madre» («La unidad de la Iglesia católica, 4). Característica irrenunciable de la Iglesia es la unidad, simbolizada por la túnica de Cristo sin costura (ibídem, 7): unidad que, según dice, encuentra su fundamento en Pedro (ibídem, 4) y su perfecta realización en la Eucaristía (Epístola 63,13). «Sólo hay un Dios, un solo Cristo», exhorta Cipriano, «una sola es su Iglesia, una sola fe, un solo pueblo cristiano, firmemente unido por el cemento de la concordia: y no puede separarse lo que por naturaleza es uno» («La unidad de la Iglesia católica», 23).

        Hemos hablado de su pensamiento sobre la Iglesia, pero no hay que olvidar, por último, la enseñanza de Cipriano sobre la oración. A mí me gusta particularmente su libro sobre el «Padrenuestro», que me ha ayudado mucho a comprender mejor y a rezar mejor la «oración del Señor»: Cipriano enseña que precisamente en el «Padrenuestro» se ofrece al cristiano la manera recta de rezar; y subraya que esta oración se conjuga en plural «para que quien reza no rece sólo por sí mismo. Nuestra oración --¬escribe-- es pública y comunitaria y, cuando rezamos, no rezamos sólo por uno, sino por todo el pueblo, pues somos una sola cosa con todo el pueblo» («La oración del Señor» 8). De este modo, oración personal y litúrgica se presentan firmemente unidas entre sí. Su unidad se basa en el hecho de que responden a la misma Palabra de Dios. El cristiano no dice «Padre mío», sino «Padre nuestro», incluso en el secreto de su habitación cerrada, pues sabe que en todo lugar, en toda circunstancia, es miembro de un mismo Cuerpo.

        «Recemos, por tanto, hermanos queridísimo», escribe el obispo de Cartago, «como Dios, el Maestro, nos ha enseñado. Es una oración confidencial e íntima rezar a Dios con lo que es suyo, elevar a sus oídos la oración de Cristo. Que el Padre reconozca las palabras de su Hijo cuando elevamos una oración: que quien habita interiormente en el espíritu esté también presente en la voz… Cuando se reza, además, hay que tener una manera de hablar y de rezar que, con disciplina, mantenga calma y reserva. Pensemos que estamos ante la mirada de Dios. Es necesario ser gratos ante los ojos divinos tanto con la actitud del cuerpo como con el tono de la voz… Y cuando nos reunimos junto a los hermanos y celebramos los sacrificios divinos con el sacerdote de Dios, tenemos que hacerlo con temor reverencial y disciplina, sin arrojar al viento por todos los lados nuestras oraciones con voces desmesuradas, ni lanzar con tumultuosa verborrea una petición que hay que presentar a Dios con moderación, pues Dios no escucha la voz, sino el corazón» (“non vocis sed cordis auditor est”)» (3-4). Se trata de palabras que siguen siendo válidas también hoy y que nos ayudan a celebrar bien la santa Liturgia.

        En definitiva, Cipriano se encuentra en los orígenes de esa fecunda tradición teológico-espiritual que ve en el «corazón» el lugar privilegiado de la oración. Según la Biblia y los Padres, de hecho, el corazón es lo íntimo del ser humano, el lugar donde mora Dios. En él se realiza ese encuentro en el que Dios habla al hombre, y el hombre escucha a Dios; en el que el hombre habla a Dios y Dios escucha al hombre: todo esto tiene lugar a través de la única Palabra divina. Precisamente en este sentido, haciendo eco a Cipriano, Emaragdo, abad de san Miguel, en los primeros años del siglo IX, atestigua que la oración «es obra del corazón, no de los labios, pues Dios no mira a las palabras, sino al corazón del orante» («La diadema de los monjes», 1).

        Tengamos este «corazón que escucha», del que nos hablan la Biblia (cfr 1 Reyes 3, 9) y los Padres: ¡nos hace mucha falta! Sólo así podremos experimentar en plenitud que Dios es nuestro Padre y que la Iglesia, la santa Esposa de Cristo, es verdaderamente nuestra Madre.

 

Eusebio de Cesarea

(catequesis pronunciada el miércoles 13 de junio de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)


Queridos hermanos y hermanas:
        En la historia del cristianismo antiguo es fundamental la distinción entre los primeros tres siglos y los sucesivos al Concilio de Nicea del año 325, el primero ecuménico. Como «bisagra» entre los dos períodos están el así llamado «cambio de Constantino» y la paz de la Iglesia, así como la figura de Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina.

        Fue el exponente más cualificado de la cultura cristiana de su tiempo en contextos muy variados, de la teología a la exégesis, de la historia a la erudición. Eusebio es conocido sobre todo como el primer historiador del cristianismo, pero también como el filólogo más grande de la Iglesia antigua.

        En Cesarea, donde probablemente nació en torno al año 260, Orígenes se había refugiado procedente de Alejandría, y allí había fundado una escuela y una ingente biblioteca. Precisamente con estos libros se habría formado, alguna década después, el joven Eusebio. En el año 325, como obispo de Cesarea, participó con un papel de protagonista en el Concilio de Nicea. Suscribió el «Credo» y la afirmación de la plena divinidad del Hijo de Dios, definido por éste con «la misma sustancia» del Padre ( «homooúsios tõ Patrí»). Es prácticamente el mismo «Credo» que nosotros rezamos todos los domingos en la santa liturgia.

        Sincero admirador de Constantino, que había dado paz a la Iglesia, Eusebio sintió por él estima y consideración. Celebró al emperador, no sólo en sus obras, sino también en discursos oficiales, pronunciados en el vigésimo y trigésimo aniversario de su llegada al trono, y después de su muerte, acaecida en el año 337. Dos o tres años después también moría Eusebio.

        Estudioso incansable, en sus numerosos escritos, Eusebio busca reflexionar y hacer un balance de los tres siglos de cristianismo, tres siglos vividos bajo la persecución, recurriendo en buena parte a las fuentes cristianas y paganas conservadas sobre todo en la gran biblioteca de Cesarea. De este modo, a pesar de la importancia objetiva de sus obras apologéticas, exegéticas y doctrinales, la fama imperecedera de Eusebio sigue estando ligada en primer lugar a los diez libros de su «Historia eclesiástica». Fue el primero en escribir una historia de la Iglesia, que sigue siendo fundamental gracias a las fuentes que Eusebio pone a nuestra disposición para siempre. Con esta «Historia» logró salvar del olvido seguro numerosos acontecimientos, personajes y obras literarias de la Iglesia antigua. Se trata, por tanto, de una fuente primaria para el conocimiento de los primeros siglos del cristianismo.

        Nos podemos preguntar cómo estructuró y con qué intenciones redactó esta nueva obra. Al inicio del primer libro, el historiador presenta los argumentos que pretende afrontar en su obra: «Me he propuesto redactar las sucesiones de los santos apóstoles desde nuestro Salvador hasta nuestros días; cuántos y cuán grandes fueron los acontecimientos que tuvieron lugar según la historia de la Iglesia y quiénes fueron distinguidos en su gobierno y dirección en las comunidades más notables, incluyendo también aquellos que, en cada generación, fueron embajadores de la Palabra de Dios, ya sea por medio de la escritura o sin ella, y los que, impulsados por el deseo de innovación hasta el error, se han anunciado promotores del falsamente llamado conocimiento, devorando así el rebaño de Cristo como lobos rapaces… y también el número; el modo y el tiempo de los paganos que lucharon contra la palabra divina y la grandeza de los que en su tiempo atravesaron, por ella, la prueba de sangre y tortura; señalando además los martirios de nuestro tiempo y el auxilio benigno y favorable para con todos de nuestro Salvador » (1, 1, 1-2).

        De esta manera, Eusebio abarca diferentes sectores: la sucesión de los apóstoles, como estructura de la Iglesia, la difusión del Mensaje, los errores, las persecuciones por parte de los paganos y los grandes testimonios que constituyen la luz de esta «Historia». En todo esto, resplandecen la misericordia y la benevolencia del Salvador. Eusebio inaugura así la historiografía eclesiástica, abarcando su narración hasta el año 324, año en el que Constantino, después de la derrota de Licinio, fue aclamado como emperador único de Roma. Se trata del año precedente al gran Concilio de Nicea que después ofrece la «summa» de lo que la Iglesia --doctrinal, moral e incluso jurídicamente-- había aprendido en esos trescientos años.

        La cita que acabamos de referir del primer libro de la «Historia eclesiástica» contiene una repetición que seguramente es intencionada. En pocas líneas repite el título cristológico de «Salvador», y hace referencia explícita a «su misericordia» y a «su benevolencia». Podemos comprender así la perspectiva fundamental de la historiografía de Eusebio: es una historia «cristocéntrica», en la que se revela progresivamente el misterio del amor de Dios por los hombres. Con genuina sorpresa, Eusebio reconoce que «de todos los hombres de su tiempo y de los que han existido hasta hoy en toda la tierra, sólo Él es llamado y confesado como Cristo [es decir “Mesías” y “Salvador del mundo”], y todos dan testimonio de Él con este nombre, recordándolo así tanto los griegos como los bárbaros. Además, todavía hoy entre sus seguidores, en toda la tierra, es honrado como rey, es contemplado como siendo superior a un profeta y es glorificado como el verdadero y único sumo sacerdote de Dios; y, por encima de todo esto, es adorado como Dios por ser el Logos preexistente, anterior a todos los siglos, y habiendo recibido del Padre el honor de ser objeto de veneración. Y lo más singular de todo es que los que estamos consagrados a Él no le honramos solamente con la voz o con los sonidos de nuestras palabras, sino con una completa disposición del alma, llegando incluso a preferir el martirio por su causa a nuestra propia vida» (1, 3, 19-20).

        De este modo, aparece en primer lugar otra característica que será una constante en la antigua historiografía eclesiástica: la «intención moral» que preside la narración. El análisis histórico nunca es un fin en sí mismo; no sólo busca conocer el pasado; más bien, apunta con decisión a la conversión, y a un auténtico testimonio de vida cristiana por parte de los fieles. Es una guía para nosotros mismos.

        De esta manera, Eusebio interpela vivamente a los creyentes de todos los tiempos sobre su manera de afrontar las vicisitudes de la historia, y de la Iglesia en particular. Nos interpela también a nosotros: ¿Cuál es nuestra actitud ante las vicisitudes de la Iglesia? ¿Es la actitud de quien se interesa por simple curiosidad, buscando el sensacionalismo y el escandalismo a todo coste? ¿O es más bien la actitud llena de amor y abierta al misterio de quien sabe por la fe que puede percibir en la historia de la Iglesia los signos del amor de Dios y las grandes obras de la salvación por él realizadas?

        Si esta es nuestra actitud tenemos que sentirnos interpelados para ofrecer una respuesta más coherente y generosa, un testimonio más cristiano de vida, para dejar los signos del amor de Dios también a las futuras generaciones.

        «Hay un misterio», no se cansaba de repetir ese eminente estudioso de los Padres, el padre Jean Daniélou: «Hay un contenido escondido en la historia… El misterio es el de las obras de Dios, que constituyen en el tiempo la realidad auténtica, escondida detrás de las apariencias… Pero esta historia que Dios realiza por el hombre, no la realiza sin Él. Quedarse en la contemplación de las “grandes cosas” de Dios significaría ver sólo un aspecto de las cosas. Ante ellas está la respuesta» («Ensayo sobre el misterio de la historia», «Saggio sul mistero della storia», Brescia 1963, p. 182).

        Tantos siglos después, también hoy Eusebio de Cesarea invita a los creyentes, nos invita a sorprendernos a contemplar en la historia las grandes obras de Dios por la salvación de los hombres. Y con la misma energía nos invita a la conversión de la vida. De hecho, ante un Dios que nos ha amado así, no podemos quedar insensibles. La instancia propia del amor es que toda la vida se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida una huella transparente del amor de Dios.



 

 

san Atanasio de Alejandría

(catequesis pronunciada el miércoles 20 de junio de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)


Queridos hermanos y hermanas:

        Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia antigua, queremos dirigir hoy nuestra atención a san Atanasio de Alejandría. Este auténtico protagonista de la tradición cristiana, ya pocos años antes de su muerte, era aclamado como «la columna de la Iglesia» por el gran teólogo y obispo de Constantinopla, Gregorio Nazianceno («Discursos» 21, 26), y siempre ha sido considerado como un modelo de ortodoxia, tanto en Oriente como en Occidente.

        No es casualidad, por tanto, que Gian Lorenzo Bernini colocara su estatua entre las de los cuatro santos doctores de la Iglesia oriental y occidental --Ambrosio, Juan Crisóstomo, y Agustín--, que en el maravilloso ábside de la Basílica vaticana rodean la Cátedra de san Pedro.

        Atanasio ha sido, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia antigua más importantes y venerados. Pero sobre todo, este gran santo es el apasionado teólogo de la encarnación del «Logos», el Verbo de Dios que, como dice el prólogo del cuarto Evangelio, «se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Juan 1, 14).

        Precisamente por este motivo Atanasio fue también el más importante y tenaz adversario de la herejía arriana, que entonces era una amenaza para la fe en Cristo, reducido a una criatura «intermedia» entre Dios y el hombre, según una tendencia que se repite en la historia y que también hoy constatamos de diferentes maneras.

        Nacido probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300, Atanasio recibió una buena educación antes de convertirse en diácono y secretario del obispo de la metrópolis egipcia, Alejandro.

        Cercano colaborador de su obispo, el joven eclesiástico participó con él en el Concilio de Nicea, el primero de carácter ecuménico, convocado por el emperador Constantino en mayo del año 325 para asegurar la unidad de la Iglesia. Los Padres de Nicea pudieron de este modo afrontar varias cuestiones, principalmente el problema originado unos años antes por la predicación del presbítero de Alejandría, Arrio.

        Éste, con su teoría, amenazaba la auténtica fe en Cristo, declarando que el «Logos» no era verdadero Dios, sino un Dios creado, un ser «intermedio» entre Dios y el hombre y de este modo el verdadero Dios siempre permanecía inaccesible para nosotros. Los obispos, reunidos en Nicea, respondieron redactando el «Símbolo de la fe», que completado más tarde por el primer Concilio de Constantinopla, ha quedado en la tradición de las diferentes confesiones cristianas y en la liturgia como el «Credo niceno-constantinopolitano».

        En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia sin división, y que todavía recitamos hoy, todo domingo, en la celebración eucarística, aparece el término griego «homooúsios», en latín «consubstantialis»: indica que el Hijo, el «Logos», es «de la misma naturaleza» del Padre, es Dios de Dios, es su naturaleza, y de este modo se subraya la plena divinidad del Hijo, que era negada por los arrianos.

        Al morir el obispo Alejandro, Atanasio se convirtió en el año 328 en su sucesor como obispo de Alejandría, e inmediatamente rechazó con decisión todo compromiso con las teorías arrianas condenadas por el Concilio de Nicea. Su intransigencia, tenaz y a veces muy dura, aunque necesaria, contra quienes se habían opuesto a su elección episcopal y sobre todo contra los adversarios del Símbolo de Nicea, le provocó la implacable hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.

        A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había afirmado con claridad que el Hijo es de la misma naturaleza del Padre, poco después estas ideas equivocadas volvieron a prevalecer --incluso Arrio fue rehabilitado-- y fueron apoyadas por motivos políticos por el mismo emperador Constantino y después por su hijo Constancio II. Éste, que no se preocupaba tanto de la verdad teológica sino más bien de la unidad del Imperio y de sus problemas políticos, quería politizar la fe, haciéndola más accesible, según su punto de vista, a todos los súbditos del Imperio.

        La crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea, continuó durante décadas con vicisitudes difíciles y divisiones dolorosas en la Iglesia. Y en cinco ocasiones, durante 30 años, entre 336 y 366, Atanasio se vio obligado a abandonar su ciudad, pasando 17 años en exilio y sufriendo por la fe.

        Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría, el obispo tuvo la posibilidad de sostener y difundir en Occidente, primero en Tréveris y después en Roma, la fe de Nicea así como los ideales del monaquismo, abrazados en Egipto por el gran eremita, Antonio, con una opción de vida por la que Atanasio siempre se sintió cercano.

        San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más importante que apoyaba la fe de Atanasio. Al volver a tomar posesión definitivamente de su sede, el obispo de Alejandría pudo dedicarse a la pacificación religiosa y a la reorganización de las comunidades cristianas Murió el 2 de mayo del año 373, día en el que celebramos su memoria litúrgica.

        La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es el tratado sobre «La encarnación del Verbo», el «Logos» divino que se hizo carne, como nosotros, por nuestra salvación. En esta obra, Atanasio, afirma con una frase que se ha hecho justamente célebre, que el Verbo de Dios «se hizo hombre para que nosotros nos volviéramos Dios; se hizo visible corporalmente para que tuviéramos una idea del Padre invisible y soportó la violencia de los hombres para que heredásemos la incorruptibilidad» (54, 3). Con su resurrección, el Señor hizo desaparecer la muerte como si fuera «paja entre el fuego» (8, 4). La idea fundamental de toda la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la de que Dios es accesible. No es un Dios secundario, es el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo, podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente «Dios con nosotros».

        Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en buena parte están ligadas a las vicisitudes de la crisis arriana, recordamos también las cuatro cartas que dirigió al amigo Serapión, obispo de Thmuis, sobre la divinidad del Espíritu Santo, en las que es afirmada con claridad, y unas treinta cartas «festivas», dirigidas al inicio de cada año a las Iglesias y a los monasterios de Egipto para indicar la fecha de la fiesta de Pascua, pero sobre todo para intensificar los vínculos entre los fieles, reforzando la fe y preparándoles para esta gran solemnidad.

        Por último, Atanasio es también autor de textos meditativos sobre los Salmos, muy difundidos, y sobre todo de una obra que constituye el «best seller» de la antigua literatura cristiana, la «Vida de Antonio», es decir, la biografía de Antonio abad, escrita poco después de la muerte de este santo, precisamente mientras el obispo de Alejandría, en el exilio, vivía con los monjes del desierto egipcio. Atanasio fue amigo del grande eremita hasta el punto de recibir una de las dos pieles de oveja dejadas por Antonio como herencia suya, junto al manto que el mismo obispo de Alejandría le había regalado.

        Tras hacerse pronto sumamente popular y traducida inmediatamente dos veces en latín y en varias lenguas orientales, la biografía ejemplar de esta figura muy querida por la tradición cristiana contribuyó decisivamente a la difusión del monaquismo, en Oriente y en Occidente. La lectura de este texto, en Tréveris, forma parte central de una emocionante narración de la conversión de dos funcionarios imperiales que Agustín presenta en las «Confesiones» (VIII, 6, 15) como premisa para su misma conversión.

        De hecho, el mismo Atanasio demuestra que tenía clara conciencia de la influencia que podría ejercer sobre el pueblo cristiano la figura ejemplar de Antonio. Escribe en la conclusión de esta obra: «El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida fue sentida aún por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y África, sino por Dios, que en todas partes hace conocidos a los suyos, que, más aún, había dicho esto en los comienzos? Pues aunque hagan sus obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente como lámparas a todo los hombres, y así, los que oyen hablar de ellos, pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor por la senda que conduce a la virtud» («Vida de Antonio» 93, 5-6).

        ¡Sí, hermanos y hermanas! Tenemos muchos motivos para dar gracias a san Atanasio. Su vida, como la de Antonio y la de otros innumerables santos, nos muestra que «quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos» («Deus caritas est», 42).


 

 

san Cirilo de Jerusalén

(catequesis pronunciada el miércoles 27 de junio de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS


Queridos hermanos y hermanas:

        Nuestra atención se concentra hoy en san Cirilo de Jerusalén. Su vida representa el cruce de dos dimensiones: por una parte, la atención pastoral, y por otra, la participación, a pesar suyo, e las encendidas controversias que turbaron entonces a la Iglesia de Oriente.

        Nacido en torno al año 315, en Jerusalén o alrededores, Cirilo recibió una óptima formación literaria, que se convirtió en el fundamento de su cultura eclesiástica, centrada en el estudio de la Biblia. Ordenado presbítero por el obispo Máximo, cuando éste murió o fue depuesto, en el año 348, fue ordenado obispo por Acacio, influyente metropolitano de Cesarea de Palestina, filo-arriano, convencido de que era su aliado. Por este motivo, se dio la sospecha de que había alcanzado el nombramiento episcopal tras haber hecho concesiones al arrianismo.

        En realidad, muy pronto, Cirilo se enfrentó a Acacio no sólo en el campo doctrinal, sino también en el de la jurisdicción, pues Cririlo reivindicaba la autonomía de su propia sede con respecto a la del metropolitano de Cesarea. En unos veinte años, Cirilo experimentó tres exilios: el primero, en el año 357, tras haber sido depuesto por un Sínodo de Jerusalén; seguido, en el año 360, de un segundo exilio provocado por Acacio y, por último, de un tercero, más largo --duró once años--, en el año 367, por iniciativa del emperador filo-arriano Valente. Sólo en el 378, después de la muerte del emperador, Cirilo pudo volver a tomar definitivamente posesión de su sede, restableciendo entre los fieles la unidad y la paz.

        A favor de su ortodoxia, puesta en duda por algunas fuentes de la época, abogan otras fuentes de la misma antigüedad. Entre ellas, la más autorizada, es la carta sinodal del año 382, después del segundo Concilio ecuménico de Constantinopla (381), en el que Cirilo había participado con un papel destacado. En esa carta, enviada al pontífice romano, los obispos orientales reconocen oficialmente la más absoluta ortodoxia de Cirilo, la legitimidad de su ordenación episcopal y los méritos de su servicio pastoral, al que la muerte puso punto final en el año 387.

        De él conservamos 24 famosas catequesis, que pronunció como obispo hacia el año 350. Introducidas por una «Procatequesis» de acogida, las primeras 18 están dirigidas a los catecúmenos o «iluminandos» («photizomenoi»). Fueron pronunciadas en la basílica del Santo Sepulcro. Las primeras (1-5) hablan respectivamente de las disposiciones previas al Bautismo, de la conversión de las costumbres paganas, del sacramento del Bautismo, de las diez verdades dogmáticas contenidas en el Credo o Símbolo de la fe.

        Las sucesivas (6-18) constituyen una «catequesis continua» sobre el Símbolo de Jerusalén, en clave anti-arriana. Entre las últimas cinco (19-23), llamadas «mistagógicas», las dos primeras desarrollan un comentario a los ritos del Bautismo, las últimas tres hablan del crisma, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo y de la liturgia eucarística. Incluyen la explicación del Padrenuestro («Oratio dominica»), que presenta un camino de iniciación a la oración, que se desarrolla paralelamente a la iniciación a los tres sacramentos, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

        El fundamento de la educación en la fe cristiana se desarrollaba, en parte, en clave polémica contra los paganos, judeocristianos y maniqueos. La argumentación se fundamentaba en la aplicación de las promesas del Antiguo Testamento, con un lenguaje lleno de imágenes. La catequesis era un momento importante, enmarcado en el amplio contexto de toda la vida, en particular la litúrgica, de la comunidad cristiana, en cuyo seno materno tenía lugar la gestación del futuro fiel, acompañada por la oración y el testimonio de los hermanos.

        En su conjunto, las homilías de Cirilo constituyen una catequesis sistemática sobre el renacimiento a través del Bautismo. Al catecúmeno, le dice: «Caíste en las redes de la Iglesia (Cf. Mateo 13,47): con vida serás cogido; no huyas; es Jesús quien te ha echado el anzuelo, y no para destinarte a la muerte, sino para, entregándote a ella, recobrarte vivo: pues es necesario que tú mueras y resucites (Cf. Romanos 6, 11.14)… Muere a los pecados y vive para la justicia; hazlo desde hoy» («Procatequesis» 5).

        Desde el punto de vista doctrinal, Cirilo comenta el Símbolo de Jerusalén recurriendo a la «tipología» de las Escrituras, en relación «sinfónica» entre los dos Testamentos, hasta llegar a Cristo, centro del universo. La tipología será eficazmente descrita por Agustín de Hipona: «El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo» («De catechizandis rudibus» 4, 8).

        La catequesis moral está anclada con una profunda unidad en la catequesis doctrinal: hace que el dogma descienda progresivamente en las almas, que de este modo son alentadas a transformar los comportamientos paganos en la nueva vida en Cristo, don del Bautismo.

        Por último, la catequesis mistagógica constituía la cumbre de la educación que impartía Cirilo a los que ya no eran catecúmenos, sino neobautizados o neófitos durante la semana de Pascua. Les llevaba a descubrir, en los ritos bautismales de la Vigilia pascual, los misterios encerrados en ellos y que todavía no les habían sido desvelados. Iluminados por una fe más profunda gracias al Bautismo, los neófitos eran capaces finalmente de comprenderlos mejor, al haber celebrado los ritos.

        En particular, con los neófitos de origen griego, Cirilo insistía en la facultad visiva, más afín a ellos. Era el paso del rito al misterio, que valorizaba el efecto psicológico de la sorpresa y de la experiencia vivida en la noche pascual.

        Este texto explica el misterio del Bautismo: «Fuisteis sumergidos tres veces en el agua, levantándoos también tres veces. También en esto significasteis en imagen y simbólicamente la sepultura de Cristo por tres días. Pues, así como nuestro salvador pasó tres días y tres noches en el seno de la tierra (Cf. Mateo 12, 40), también vosotros imitasteis el primer día que Cristo pasó en el sepulcro al levantaros del agua por primera vez y, con la inmersión, la primera noche. Pues del mismo modo que el que está en la noche ya no ve, y el que se mueve en el día camina en la luz, vosotros, al sumergiros, como en la noche, dejasteis de ver, pero, al salir, fuisteis puestos como en el día. En el mismo momento habéis muerto y habéis nacido, y aquella agua llegó a ser para vosotros sepulcro y madre. … Para vosotros… el tiempo de morir coincidió con el tiempo de nacer. Y un tiempo único ha logrado ambas cosas, pues con vuestra muerte ha coincidido vuestro nacimiento» («Segunda Catequesis Mistagógica», 4).

        El misterio que hay que aferrar es el plan de Dios, que se realiza a través de las acciones salvíficas de Cristo en la Iglesia. A su vez, la dimensión mistagógica está acompaña por la de los símbolos que expresan la vivencia espiritual que hacen «estallar».

        De este modo, la catequesis de Cirilo, en virtud de los tres elementos descritos --doctrinal, moral y, por último, mistagógico-- se convierte en una catequesis global en el espíritu. La dimensión mistagógica se convierte en síntesis de las dos primeras, orientándolas a la celebración sacramental, en la que se realiza la salvación de todo el hombre.

        Se trata, en definitiva, de una catequesis integral que implica el cuerpo, el alma y el espíritu y sigue siendo emblemática para la formación catequística de los cristianos de hoy.


 

 

san Basilio

(catequesis pronunciada el miércoles 4 de julio de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS


 

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy queremos recordar a uno de los grandes padres de la Iglesia, san Basilio, definido por los textos litúrgicos bizantinos como una «lumbrera de la Iglesia» Fue un gran obispo del siglo IV, por el que siente admiración tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente por su santidad de vida, por la excelencia de su doctrina y por la síntesis armoniosa de capacidades especulativas y prácticas.

        Nació alrededor del año 330 en una familia de santos, «verdadera Iglesia doméstica», que vivía en un clima de profunda fe. Estudió con los mejores maestros de Atenas y Constantinopla. Insatisfecho por los éxitos mundanos, al darse cuenta de que había perdido mucho tiempo en vanidades, él mismo confiesa: «Un día, como despertando de un sueño profundo, me dirigí a la admirable luz de la verdad del Evangelio…, y lloré sobre mi miserable vida» (Cf. Carta 223: PG 32,824a).

        Atraído por Cristo, comenzó a tener ojos sólo para él y a escucharle solo a él (Cf. «Moralia» 80,1: PG 31,860bc). Con determinación se dedicó a la vida monástica en la oración, en la meditación de las Sagradas Escrituras y de los escritos de los Padres de la Iglesia y en el ejercicio de la caridad (Cf. Cartas. 2 y 22), siguiendo también el ejemplo de su hermana, santa Macrina, quien ya vivía el ascetismo monacal. Después fue ordenado sacerdote y, por último, en el año 370, consagrado obispo de Cesarea de Capadocia, en la actual Turquía.

        Con la predicación y los escritos desarrolló una intensa actividad pastoral, teológica y literaria. Con sabio equilibrio supo unir al mismo tiempo el servicio a las almas y la entrega a la oración y a la meditación en la soledad. Sirviéndose de su experiencia personal, favoreció la fundación de muchas «fraternidades» o comunidades de cristianos consagrados a Dios, a las que visitaba con frecuencia (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,29 in laudem Basilii»: PG 36,536b). Con la palabra y los escritos, muchos de los cuales todavía hoy se conservan (Cf. «Regulae brevius tractatae», Proemio: PG 31,1080ab), les exhortaba a vivir y a avanzar en la perfección. De esos escritos se valieron después no pocos legisladores de la vida monástica, entre ellos, muy especialmente, San Benito, que considera a Basilio como su maestro (Cf «Regula» 73, 5).

        En realidad, san Basilio creó un monaquismo muy particular: no estaba cerrado a la comunidad de la Iglesia local, sino abierto a ella. Sus monjes formaban parte de la Iglesia local, eran su núcleo animador que, precediendo a los demás fieles en el seguimiento de Cristo y no sólo de la fe, mostraba su firme adhesión a él, el amor por él, sobre todo en las obras de caridad.

        Estos monjes, que tenían escuelas y hospitales, estaban al servicio de los pobres y de este modo mostraron la vida cristiana de una manera completa. El siervo de Dios Juan Pablo II, hablando del monaquismo, escribió: «muchos opinan que esa institución tan importante en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó establecida, para todos los siglos, principalmente por san Basilio o que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan propiamente definida sin su decisiva aportación» (carta apostólica «Patres Ecclesiae» 2).

        Como obispo y pastor de su extendida diócesis, Basilio se preocupó constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que vivían los fieles; denunció con firmeza el mal; se comprometió con los pobres y los marginados; intervino ante los gobernantes para aliviar los sufrimientos de la población, sobre todo en momentos de calamidad; veló por la libertad de la Iglesia, enfrentándose a los potentes para defender el derecho de profesar la verdadera fe (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,48-51 in laudem Basilii»: PG 36,557c-561c). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la construcción de varios hospicios para necesitados (Cf. Basilio, Carta 94: PG 32,488bc), una especie de ciudad de la misericordia, que tomó su nombre «Basiliade» (Cf. Sozomeno, «Historia Eclesiástica». 6,34: PG 67,1397a). En ella hunden sus raíces las los modernos hospitales para la atención de los enfermos.

        Consciente de que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» («Sacrosanctum Concilium» 10), Basilio, si bien se preocupaba por vivir la caridad, que es la característica de la fe, fue también un sabio «reformador litúrgico» (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,34 in laudem Basilii»: PG 36,541c). Nos dejó una gran oración eucarística [o anáfora] que toma su nombre y que ha dado un orden fundamental a la oración y a la salmodia: gracias a él, el pueblo amó y conoció los Salmos e iba a rezarlos incluso de noche (Cf. Basilio, «In Psalmum» 1,1-2: PG 29,212a-213c). De este modo, podemos ver cómo liturgia, adoración, oración están unidas a la caridad, se condicionan recíprocamente.

        Con celo y valentía, Basilio supo oponerse a los herejes, quienes negaban que Jesucristo fuera Dios como el Padre (Cf. Basilio, Carta 9,3: PG 32,272a; Carta 52,1-3: PG 32,392b-396a; «Adversus Eunomium» 1,20: PG 29,556c). Del mismo modo, contra quienes no aceptaban la divinidad del Espíritu Santo, afirmó que también el Espíritu Santo es Dios y «tiene que ser colocado y glorificado junto al Padre y el Hijo» (Cf. «De Spiritu Sancto»: SC 17bis, 348). Por este motivo, Basilio es uno de los grandes padres que formularon la doctrina sobre la Trinidad: el único Dios, dado que es Amor, es un Dios en tres Personas, que forman la unidad más profunda que existe, la unidad divina.

        En su amor por Cristo y su Evangelio, el gran capadocio se comprometió también por sanar las divisiones dentro de la Iglesia (Cf. Carta 70 y 243), tratando siempre de que todos se convirtieran a Cristo y a su Palabra (Cf. «De iudicio» 4: PG 31,660b-661a), fuerza unificadora, a la que todos los creyentes tienen que obedecer (Cf. ibídem 1-3: PG 31,653a-656c).

        Concluyendo, Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la Iglesia en el multiforme servicio del ministerio episcopal. Según el programa que él mismo trazó, se convirtió en «apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y regla de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico piadoso, padre y nodriza, cooperador de Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios» (Cf. «Moralia» 80,11-20: PG 31,864b-868b).

        Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la Palabra, tanto ayer como hoy, un programa que él mismo se comprometió generosamente por vivir.

        En el año 379, Basilio, sin haber cumplido los cincuenta años, agotado por el cansancio y la ascesis, regresó a Dios, «con la esperanza de la vida eterna, a través de Jesucristo, nuestro Señor» («De Bautismo» 1, 2, 9). Fue un hombre que vivió verdaderamente con la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor por el prójimo. Lleno de la esperanza y de la alegría de la fe, Basilio nos muestra cómo ser realmente cristianos.

 

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san Gregorio Nacianceno

(catequesis pronunciada el miércoles 8 de agosto de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)


¡Queridos hermanos y hermanas!:
        El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de la Iglesia San Basilio. Hoy quisiera hablar de su amigo Gregorio de Nacianzo originario también, como Basilio, de Capadocia. Ilustre teólogo, orador y defensor de la fe cristiana en el siglo IV, fue famoso por su elocuencia y también tuvo, como poeta, un alma refinada y sensible.

        Gregorio nació de una noble familia. Su madre lo consagró a Dios desde su nacimiento, que ocurrió sobre el 330. Después de la primera educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de la época: primero fue a Cesarea de Capadocia, donde trabó amistad con Basilio, futuro obispo de aquella ciudad, y vivió después en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y, sobre todo, Atenas, donde de nuevo encontró a Basilio (cfr. «Oratio 43»,14-24; SC 384, 146-180). Evocando esta amistad, Gregorio escribirá más tarde: “En aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y sabiduría de sus discursos, sino que animaba también a otros, que aún no le conocían, a hacer potro tanto… Nos guiaba la misma ansia de saber. Y esta era nuestra competición: no quién sería el primero, sino quién ayudaría al otro a serlo. Parecía que tuviésemos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20; SC 384 154-156.164). Son palabras, que de alguna manera, describen el autorretrato de esta noble alma. Pero también puede imaginarse que este hombre, que estaba proyectado fuertemente más allá de los valores terrenos, sufriera mucho por las cosas de este mundo.

        Cuando volvió a casa, Gregorio recibió el bautismo y se orientó hacia la vida monástica: la soledad, la meditación filosófica y espiritual, le fascinaban. Él mismo escribirá: “Nada me parece más grande que esto: hacer callar los propios sentidos, salir de la carne del mundo, recogerse en uno mismo, dejar de ocuparse de las cosas humanas, excepto de las estrictamente necesarias, hablar consigo mismo y con Dios, llevar una vida que trasciende las cosas visibles; llevar en el alma imágenes divinas siempre puras, sin mezcla de firmas terrenas y erróneas, ser verdaderamente un espejo inmaculado de Dios y de las cosas divinas, y serlo cada vez más, tomando luz de la luz…; gozar, en la esperanza presente, el bien futuro, y conversar con los ángeles; haber abandonado ya la tierra, aun estando en la tierra, transportados a lo alto con el espíritu” («Oratio 2»,7: SC 247,96).

        Como confía en su autobiografía (cfr «Carmina [histórica] 2»,1,11 «de vita sua» 340-349: PG 37,1053) recibió la ordenación presbiteral con cierta duda, porque sabía que después debería ejercer como pastor, ocuparse de los demás, de sus cosas y, por ello, no podría estar ya recogido en la meditación pura. Sin embargo, después aceptó esta vocación y asumió el ministerio pastoral en plena obediencia, aceptando, como le sucedió a menudo durante su vida, el ser llevado por la Providencia allí a donde no quisiera ir (cfr Jn 21,18). En el 371 su amigo Basilio, Obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo Gregorio, quiso consagrarlo como Obispo de Samina, una región estratégicamente importante de Capadocia. Sin embargo, y debido a distintas dificultades, no tomo nunca posesión, y permaneció en la ciudad de Nacianzo.

        Hacia el 379, Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital, para guiar a la pequeña comunidad católica fiel al Concilio de Nicea y a la fe trinitaria. La mayoría, por el contrario, se había adherido al arrianismo, que era “políticamente correcto” y que los emperadores consideraban políticamente útil. De esta manera, se encontró en minoría, rodeado de hostilidad. En la pequeña iglesia de la «Anástasis» pronunció cinco «Discursos Teológicos» («Oraciones» 27-31; SC 250, 70-343), precisamente para defender y hacer inteligible la fe trinitaria. Son discursos que se han hecho famosos por la seguridad de la doctrina, la habilidad del razonamiento, que hace realmente comprender que ésta es la lógica divina. Y también el esplendor de la forma lo hace hoy fascinante. Gregorio recibió, como consecuencia de estos discursos, el apelativo de “teólogo”: Así se le llama en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”, Y esto porque la teología no es para él una reflexión meramente humana, o menos todavía el fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de una vida de oración y de santidad, de un diálogo constante con Dios. Y precisamente así hace que aparezca ante nuestra razón la realidad de Dios, el misterio trinitario. En el silencio contemplativo, transido de estupor ante las maravillas del misterio revelado, el alma acoge la belleza y la gloria divina.

        Mientras participaba en el Segundo Concilio Ecuménico de 381, Gregorio fue elegido Obispo de Constantinopla, y asumió la presidencia del Concilio. Pero de pronto se desencadenó una fuerte oposición contra él, hasta que la situación se hizo insostenible. Para un alma tan sensible, estas enemistades eran insoportables. Se repetía lo que Gregorio ya había lamentado con palabras llenas de dolor: “¡Hemos dividido a Cristo, nosotros, que tanto amábamos a Dios y a Cristo! ¡Nos hemos mentido los unos a los otros con motivo de la Verdad, hemos alimentado sentimientos de odio a causa del Amor, nos hemos separado el uno del otro!” («Oratio 6»,3: SC 405,128). Se llegó así, en un clima de tensión, a su dimisión. En la concurridísima catedral Gregorio pronunció un discurso de adiós de gran efecto y dignidad (cfr «Oratio 42»: SC 384,48-114). Concluía su dolorida intervención con estas palabras: “Adiós, gran ciudad a la que Cristo ama… Hijos míos, os lo suplico, custodiad el depósito [de la fe] que os ha sido confiado (cfr 1 Tm 6,20), acordaos de mis sufrimientos (cfr. Col 4,18). Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (Cfr. «Oratio 42»,27: SC 384, 112-114).

        Volvió a Nacianzo y se dedicó al cuidado pastoral de aquella comunidad cristiana durante unos dos años. Después se retiró definitivamente a la soledad en la cercana Arianzo, su tierra natal, dedicándose al estudio ya la vida ascética. En este periodo compuso la mayor parte de su obra poética, especialmente autobiográfica: El «De vita Sua», una relectura en verso de su camino humano y espiritual, un camino ejemplar de un cristiano sufriente, de un hombre de una gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es un hombre que nos hace sentir la primacía de Dios y por eso nos habla también a nosotros, a nuestro mundo: sin Dios, el hombre pierde su grandeza, sin Dios no hay humanismo auténtico. Por eso, escuchemos esta voz e intentemos conocer también nosotros el rostro de Dios. En una de sus poesías, había escrito dirigiéndose a Dios: “Sé benigno, Tú, más Allá de todo” («Carmina [dogmática]» 1,1,29: PG 37,508). Y en el año 390 Dios acogía entre sus brazos a este siervo fiel, que le había defendido en sus escritos con una aguda inteligencia y que le había cantado con tanto amor en sus poesías.


 

 
San Gregorio de Nisa
La doctrina de San Gregorio de Nisa

 

san Gregorio de Nisa

(catequesis pronunciada el miércoles 29 de agosto de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del siglo IV, Basilio y Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Se convirtió así en un pensador original y profundo de la historia del cristianismo.

        Nació en torno al año 335; su formación cristiana fue atendida particularmente por su hermano Basilio, definido por él «padre y maestro » (Epístola 13,4: SC 363,198), y por su hermana Macrina. En sus estudios, le gustaba particularmente la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se dedicó totalmente a la vida ascética. Más tarde, fue elegido obispo de Nisa, convirtiéndose en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que abandonar brevemente su sede episcopal, pero después regresó triunfalmente (Cf. Epístola 6: SC 363,164-170), y siguió comprometiéndose en la lucha por defender la auténtica fe.

        Tras la muerte de Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó sobre todo en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató de dirimir los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como «columna de la ortodoxia», fue uno de los protagonistas del Concilio de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo.

        Tuvo varios encargos oficiales por parte del emperador Teodosio, pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, compuso varias obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.

        Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo supremo al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (Cf. «In Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).

        Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es posible «la imitación de la naturaleza divina» («De professione christiana»: PG 46, 244C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes, que negaban la divinidad del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela de juicio la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a partir de aquí encontraba el camino hacia Dios.

        Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión hacia el Monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran discurso catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada en sí misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de referencia para sus enseñanzas, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.

        Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la expresión de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran «padre de la mística» presentó en varios tratados --como el «De professione christiana» y el «De perfectione christiana»-- el camino que los cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera vida, la perfección.

        Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un modelo insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él siempre una guía, un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios discursos y homilías, escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, Gregorio subraya que Dios, «el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea realmente idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis opificio» 4: PG 44,136B).

        Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este motivo, para desempeñar una verdadera responsabilidad ante las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. El hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza original que es Dios: «Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo obispo. Y añade: «Lo testimonia la narración de la creación (Cf. Génesis 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como la que era semejante a la belleza pura e incorruptible?... Reflejo e imagen de la vida eterna, él era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG 44,1020C).

        El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda criatura: «El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte te conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza» («Homilia in Canticum 2»: PG 44,805D).

        Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre ha sido degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria: sólo si Dios está presente, el hombre alcanza su verdadera grandeza.

        El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio catechetica 6»: SC 453,174). De este modo, el hombre purificándose, puede ver a Dios, como los puros de corazón (Cf. Mateo 5, 8): «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.

        El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto sentido este objetivo ya en esta vida tiene que avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida de diálogo con Dios. En otras palabras --y esta es la lección importante que nos deja san Gregorio de Nisa-- la plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de este modo se hace luminosa también para los demás, también para el mundo.


 

la doctrina de san Gregorio de Nisa

(catequesis pronunciada el miércoles 5 de septiembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa, de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, Gregorio manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El fin del hombre, dice el santo obispos, es el de hacerse semejante a Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del conocimiento y de la práctica de las virtudes, «rayos luminosos que descienden de la naturaleza divina» («De beatitudinibus» 6: PG 44,1272C), con un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el corredor que tiende hacia delante.

        Gregorio utiliza en este sentido una imagen eficaz, que ya estaba presente en la carta de Pablo a los Filipenses: «épekteinómenos» (3,13), es decir, «tendiéndome» hacia lo que es más grande, hacia la verdad y el amor. Esta expresión plástica indica una realidad profunda: la perfección que queremos encontrar no es algo que se conquista para siempre; perfección es seguir en camino, es una continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (Cf. «Homilia in Canticum 12»: PG 44,1025d). La historia de cada alma es la de un amor que es colmado en cada ocasión, y que al mismo tiempo está abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores. Dios mismo ha sembrado en nosotros semillas de bien y de Él surge toda iniciativa de santidad, «modela el bloque... Limando y puliendo nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo» («In Psalmos 2»,11: PG 44,544B).

        Gregorio aclara: «No es obra nuestra, y no es tampoco el éxito de una potencia humana el llegar a ser semejantes a la Divinidad, sino el resultado de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con Él» («De virginitate 12»,2: SC 119,408-410). Para el alma, por tanto, «no se trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí» («De beatitudinibus 6»: PG 44,1269c). De hecho, constata agudamente Gregorio, «la divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios realmente está en ti» («De beatitudinibus 6»: PG 44,1272C).

        Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por esa reciprocidad que es propia de la ley del amor, quiere lo que Dios mismo quiere (Cf. «Homilia in Canticum 9»: PG 44,956ac), y, por tanto, coopera con Dios para modelar en sí la imagen divina, de manera que «nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una opción libre, y nosotros somos en cierto sentido los padres de nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser, y formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos» («Vita Moysis 2»,3: SC 1bis,108).

        Para ascender hacia Dios, el hombre debe purificarse: «La vida que reconduce la naturaleza humana al cielo no es más que alejarse de los males de este mundo… Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno… Si, por tanto, según el Eclesiastés (5,1), “Dios está en el cielo” y si, según el profeta (Salmo 72, 28), vosotros “estáis con Dios”, esto quiere decir necesariamente que tenéis que estar allí donde está Dios, pues estáis unidos a Él. Dado que él os ha ordenado que, cuando recéis, llaméis a Dios Padre, os está diciendo que seáis semejantes a vuestro Padre celestial, con una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en otro momento, cuando dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mateo 5,48) » («De oratione dominica 2»: PG 44,1145ac).

        En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (Cf. «De perfectione christiana»: PG 46,272a). Cada uno de nosotros, contemplándole a Él, se convierte en «el pintor de la propia vida», haciendo que la voluntad sea como la realizadora del trabajo y las virtudes como las pinturas de las que puede servirse (Ibídem: PG 46,272b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de Cristo, ¿cómo hay que comportarse? Gregorio responde así: tiene que «examinar siempre en su intimidad los pensamientos, las palabras, y las acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de él» (Ibídem: PG 46,284c). Y este punto es importante para el valor que da a la palabra cristiano. Cristiano es quien lleva el nombre de Cristo y por tanto debe asemejarse a Él también en la vida. Nosotros, los cristianos con el Bautismo, nos asumimos una gran responsabilidad.

        Ahora bien Cristo, recuerda Gregorio, está presente también en los pobres, de manera que no tienen que ser nunca ultrajados: «No desprecies a quienes están postrados, como si por este motivo no valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su dignidad: representan a la Persona del Salvador. Y así es, pues el Señor, en su bondad, les prestó su misma Persona para que, a través de ella, tengan compasión por quienes son duros de corazón y enemigos de los pobres» («De pauperibus amandis»: PG 46,460bc). Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en la oración a través de la pureza de corazón; pero ascensión a Dios también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que lleva a Dios. Por tanto, el de Nisa exhorta vivamente a quienes le escuchaban: «Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago» (Ibídem: PG 46,457c).

        Con mucha claridad, Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios, y por ello exclama: «¡No penséis que todo es vuestro! Tiene que haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. La verdad, de hecho, es que todo procede de Dios, Padre universal, y que somos hermanos, y pertenecemos a una misma estirpe» (Ibídem.: PG 46,465b). Entonces, el cristiano debe examinarse, sigue insistiendo Gregorio: «Pero, de qué te sirve ayunar y hacer abstinencia, si después con tu maldad no haces más que daño a tu hermano? ¿Qué ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después, actuando injustamente arrancas de las manos del pobre lo que es suyo?» (Ibídem: PG 46,456a).

        Concluyamos nuestras catequesis sobre los tres grandes padres de Capadocia recordando una vez más ese aspecto importante de la doctrina espiritual de Gregorio de Nisa, que es la oración. Para avanzar en el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios, llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre tiene que dirigirse con confianza a Él en la oración: «A través de la oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios, está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, sosiego y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes» («De oratione dominica 1»: PG 44,1124A-B).

        El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: «Si, por tanto, queremos pedir que descienda sobre nosotros el Reino de Dios, lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del error; que nunca reine sobre mí la muerte, que no tenga nunca poder sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni me haga su prisionero con el pecado, sino que venga a mí tu Reino para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones que ahora me dominan» (Ibídem 3: PG 44,1156d-1157a).

        Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse con serenidad a Dios. Hablando de esto san Gregorio piensa en la muerte de su hermana Macrina y escribe que ella, en el momento de la muerte, rezaba a Dios con estas palabras: «Tú, que tienes en la tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda tener descanso (Cf. Salmo 38,14), y para que me presente en tu presencia sin mancha, en el momento en el que quedo despojada de mi cuerpo (Cf. Colosense 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e inmaculado (Cf. Efesios 5, 27) sea acogido en tus manos, "como incienso ante ti" (Salmo 140,2)» («Vita Macrinae 24»: SC 178,224). Esta enseñanza de san Gregorio sigue siendo válida siempre: no hay que hablar sólo de Dios, sino llevar a Dios en sí mismo. Lo hacemos con el compromiso de la oración y viviendo en el espíritu de amor por todos nuestros hermanos.


 

 

San Juan Crisóstomo, «pastor de almas a tiempo completo»

San Juan Crisóstomo: un padre de la doctrina social de la Iglesia

 

 

 

 

San Juan Crisóstomo, «pastor de almas a tiempo completo»

(catequesis pronunciada el miércoles 19 de septiembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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¡Queridos hermanos y hermanas!

        Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de San Juan Crisóstomo (407-2007). Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, esto es, «Boca de oro» por su elocuencia, puede decirse que sigue vivo hoy, también por sus obras. Un anónimo copista dejó escrito que éstas «atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes». Sus escritos también nos permiten a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que repetidamente se vieron privados de él a causa de sus exilios, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es cuanto él mismo sugería desde el exilio en una carta (Cf. A Olimpiade, Carta 8,45).

        Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló allí el ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos exilios, seguidos en breve distancia uno del otro, entre el año 403 y el 407. Nos limitamos hoy a considerar los años antioquenos del Crisóstomo.

        Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, quien le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Frecuentados los estudios inferiores y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre rétor del tiempo. En su escuela, Juan se convirtió en el más grande orador de la antigüedad tardía griega. Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en el cursus eclesiástico. Frecuentó, de 367 a 372, el Asceterio, un tipo de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exégeta Diodoro de Tarso, que encaminó a Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.

        Se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años que vivió solo en una gruta bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó totalmente a meditar «las leyes de Cristo», los Evangelios y especialmente las Cartas de Pablo. Enfermándose, se encontró en la imposibilidad de cuidar de sí mismo y por ello tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquia (Cf. Palladio, Vita, 5). El Señor –explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento justo para permitir a Juan seguir su verdadera vocación. En efecto, escribirá él mismo que, puesto en la alternativa de elegir entre el gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, habría preferido mil veces el servicio pastoral (Cf. Sobre el sacerdocio, 6,7): precisamente a éste se sentía llamado el Crisóstomo. Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia vocacional: ¡pastor de almas a tiempo completo! La intimidad con la Palabra de Dios, cultivada durante los años del eremitismo, había madurado en él la urgencia de predicar el Evangelio, de dar a los demás cuanto él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero le lanzó así, alma de fuego, a la atención pastoral.

        Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y presbítero en 386, se convirtió en célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de aquellas conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus Santos. El año 387 fue el «año heroico» de Juan, el de la llamada «revuelta de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales en señal de protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia con motivo de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías de las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Le siguió el período de serena atención pastoral (387-397).

        El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Transmitió, en cambio, la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, esto es, por la negación de la divinidad de Cristo. Es por lo tanto un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en el siglo IV-V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Es éste, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos a recibir el Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que el valor del hombre está en el «conocimiento exacto de la verdad y rectitud en la vida» (Carta desde el exilio). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Toda intervención suya se orientó siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y traducir en la práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.

        Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en las dimensiones física, intelectual y religiosa. Las diversas etapas del crecimiento son comparadas a otros tantos mares de un inmenso océano: «El primero de estos mares es la infancia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). En efecto «precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud». Por ello la ley de Dios debe ser desde el principio impresa en el alma «como en una tablilla de cera» (Homilía 3,1 sobre el Evangelio de Juan): de hecho es ésta la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera fase de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva justa a la existencia. Crisóstomo por ello recomienda: «Desde la más tierna edad abasteced a los niños de armas espirituales y enseñadles a persignar la frente con la mano» (Homilía 12,7 sobre la Primera Carta a los Corintios). Llegan después la adolescencia y la juventud: «A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan violentos..., porque en nosotros crece... la concupiscencia» (Homilía 81,5 sobre el Evangelio de Mateo). Llegan finalmente el noviazgo y el matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa» (Ibíd. ). Del matrimonio él recuerda los fines, enriqueciéndolos –con la alusión a la virtud de la templanza-- de una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con gozo y se pueden educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, éste es «como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo reúne a las dos partes» (Homilía 12,5 sobre la Carta a los Colosenses), y los tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía 20,6 sobre la Carta a los Efesios).

        La predicación del Crisóstomo tenía lugar habitualmente en el curso de la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8,7 sobre la Carta a los Romanos), la misma palabra se dirige en todo lugar a todos (Homilía 24,2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se hace signo eficaz de unidad (Homilía 32,7 sobre el Evangelio de Mateo). Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el Bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico él dice: «También a ti el Bautismo te hace rey, sacerdote y profeta» (Homilía 3,5 sobre la Segunda Carta a los Corintios). Surge de aquí el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: «Éste es el principio de nuestra vida social... ¡no interesarnos sólo en nosotros!» (Homilía 9,2 sobre el Génesis). Todo se desenvuelve entre dos polos: la gran Iglesia y la «pequeña Iglesia», la familia, en recíproca relación.

        Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección del Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran Maestro de la fe.


 

 

Juan Crisóstomo: un padre de la doctrina social de la Iglesia

(catequesis pronunciada el miércoles 26 de septiembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        Continuamos nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Tras el período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, Juan proyectó la reforma de su Iglesia: la austeridad del palacio episcopal tenía que ser un ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos.

        Por desgracia no pocos de ellos, tocados por sus juicios, se alejaron de él. Solícito con los pobres, Juan fue llamado también «el limosnero». Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su capacidad emprendedora en los diferentes campos hizo que algunos le vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como auténtico pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura especial por la mujer y dedicaba una atención particular al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.

        A pesar de su bondad, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, se vio envuelto a menudo en intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. A nivel eclesiástico, dado que había depuesto en Asia, en el año 401 a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de haber superado los límites de su jurisdicción, convirtiéndose en diana de acusaciones fáciles. Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo. De este modo, fue depuesto, en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer exilio breve. Tras regresar, la hostilidad que suscitó a causa de sus protestas contra las fiestas en honor de la emperatriz, que el obispo consideraba como fiestas paganas, lujosas, y la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia Pascual del año 404 marcaron el inicio de la persecución contra Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados «juanistas».

        Entonces, Juan denunció con una carta los hechos al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue exiliado nuevamente, esta vez en Cucusa, Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y romper la resistencia del prelado agotado: ¡la condena al exilio fue una auténtica condena a muerte! Son conmovedoras las numerosas cartas del exilio, en las que Juan manifiesta sus preocupaciones pastorales con tonos de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana Pontica. Allí Juan fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entrego el espíritu a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, «Vida» 119). Era el 14 de septiembre de 407, fiesta de la Exaltación de la santa Cruz. La rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Las reliquias del santo obispo, colocadas en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron transportadas en el año 1204 a Roma, en la primitiva Basílica de Constantino, y yacen en ahora en la capilla del Coro de los Canónigos de la Basílica de San Pedro.

            El 24 de agosto de 2004 una parte importante de las misma fue entregada por el Papa Juan Pablo II al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII le proclamó patrón del Concilio Vaticano II.

        De Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la Nueva Roma, es decir, Constantinopla, Dios hizo ver en él un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en Crisóstomo se da una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian su papel y las situaciones. Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: «Es de gran ayuda saber qué es la criatura y qué es el Creador», dice. Nos muestra la belleza de la creación y la transparencia de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de «escalera» para ascender a Dios, para conocerle.

        Pero a este primer paso le sigue otro: este Dios, creador, es también el Dios de la condescendencia («synkatabasis»). Nosotros somos débiles para «ascender», nuestros ojos son débiles. De este modo, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre caído y extranjero una carta, la Sagrada Escritura. De este modo, la creación y la escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. Dios es llamado «padre tierno» («philostorgios») (ibídem), médico de las almas (Homilía 40,3 sobre el Génesis), madre (ibídem) y amigo cariñoso («Sobre la Providencia» 8,11-12).

        Pero al primer paso de la creación como «escalera» hacia Dios y al segundo de la condescendencia de Dios, a través de la carta que nos ha dado, la Sagrada Escritura, se le añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta, en definitiva, Él mismo baja, se encarna, se convierte realmente en «Dios con nosotros», nuestro hermano hasta la muerte en la Cruz.

        Y a estos tres pasos --Dios que se hace visible en la creación, Dios que nos envía una carta, Dios que desciende y se convierte en uno de nosotros-- se llega al final a un cuarto paso: en la vida y acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo («Pneuma»), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra misma existencia a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.

        Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (Hechos 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una «utopía» social (como una «ciudad ideal»). Se trataba, de hecho, de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, Crisóstomo comprendió que no es suficiente hacer limosna, ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente. Por tanto, Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la Doctrina Social de la Iglesia: la vieja idea de la «polis» griega es sustituida por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. Crisóstomo defendió como Pablo (Cf. 1 Corintios 8, 11) el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige de este modo la tradicional visión de la «polis» griega, de la ciudad, en la que amplias capas de la población quedaban excluidas de los derechos de ciudadanía, mientras en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos. El primado de la persona es también la consecuencia del hecho de que basándose en ella se construye la ciudad, mientras que en la «polis» griega la patria se ponía por encima del individuo, que quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida con la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra «polis» es otra, «nuestra patria está en los cielos» (Filipenses 3, 20) y esta patria nuestra, incluso en esta tierra, nos hace a todos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.

        Al final de su vida, desde el exilio en las fronteras de Armenia, «el lugar más remoto del mundo», Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó el tema que tanto le gustaba del plan que Dios tiene para la humanidad: es un plan «inefable e incomprensible», pero seguramente guiado por Él con amor (Cf. «Sobre la providencia» 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios está siempre inspirado por su amor. De este modo, a pesar de sus sufrimientos, Juan Crisóstomo reafirmaba el descubrimiento de que Dios ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, y por este motivo quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo, cooperó con esta salvación con generosidad, sin ahorrar nada, durante todo su vida. De hecho, consideraba como último fin de su existencia esa gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: «¡Gloria a Dios por todo!» (Paladio, «Vida» 11).

 

 

san Cirilo de Alejandría

(catequesis pronunciada el miércoles 3 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 


 

Queridos hermanos y hermanas :

        También hoy, continuando con nuestro camino tras las huellas de los Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura: san Cirilo de Alejandría. Ligado a la controversia cristológica que llevó al Concilio de Éfeso del año 431, último representante de importancia de la tradición alejandrina, Cirilo fue definido más tarde en Oriente como «custodio de la exactitud» --que quiere decir custodio de la verdadera fe-- e incluso como «sello de los Padres». Estas antiguas expresiones manifiestan un dato de hecho que es característico de Cirilo, es decir, la constante referencia del obispo de Alejandría a los autores eclesiásticos precedentes (entre éstos sobre todo a Atanasio) con el objetivo de mostrar la continuidad de la propia teología con la tradición. Quiso integrarse explícitamente en la tradición de la Iglesia, en la que reconoce la garantía de continuidad con los apóstoles y con el mismo Cristo.

        Venerado como santo tanto en Oriente como en Occidente, en 1882 san Cirilo fue proclamado doctor de la Iglesia por el Papa León XIII, quien al mismo tiempo atribuyó el mismo título a otro importante exponente de la patrística griega, san Cirilo de Jerusalén. Se revelaron así la atención y el amor por las tradiciones cristianas orientales de aquel Papa, que después quiso proclamar también doctor de la Iglesia a san Juan Damasceno, mostrando que tanto la tradición oriental como la occidental expresan la doctrina de la única Iglesia de Cristo.

        Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de Cirilo antes de su elección a la importante sede de Alejandría. Sobrino de Teófilo, que desde el año 385 como obispo rigió con mano firme y prestigio la diócesis de Alejandría, Cirilo nació probablemente en esa misma ciudad egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto abrazó la vida eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como teológica. En el año 403 se encontraba en Constantinopla siguiendo a su poderoso tío y allí participó en el Sínodo conocido con el nombre de la Encina, que depuso al obispo de la ciudad, Juan (después conocido como Crisóstomo), registrando así el triunfo de la sede de Alejandría sobre su rival tradicional, Constantinopla, done residía el emperador. Tras la muerte de su tío Teófilo, siendo todavía joven, Cirilo fue elegido en el año 412 obispo de la influyente Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran energía durante 32 años, buscando afirmar siempre el primado en todo Oriente, fortalecido por los lazos tradicionales con Roma.

        Dos o tres años después, en el año 417 ó 418, el obispo de Alejandría dio pruebas de realismo al sanar la ruptura de la comunión con Constantinopla, que tenía lugar desde el año 406 tras la deposición de Crisóstomo. Pero el antiguo contraste con la sede de Constantinopla volvió a estallar diez años después, cuando en el 428 fue elegido obispo Nestorio, monje severo y de prestigio formado en Antioquía. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto oposiciones pues en su predicación prefería para María el título de «Madre de Cristo» («Christotòkos»), en lugar del de «Madre de Dios» («Theotòkos»), ya entonces muy querido por la devoción popular.

        El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la cristología de la tradición de Antioquía que, para salvaguardar la importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su separación de la divinidad. De este modo ya no era una auténtica unión entre Dios y el hombre en Cristo, y por tanto no podía hablarse de «Madre de Dios».

        La reacción de Cirilo, entonces máximo exponente de la cristología de Alejandría, que subrayaba intensamente la unidad de la persona de Cristo, fue inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir del año 429, entre otras cosas, enviando algunas cartas al mismo Nestorio.

        En la segunda misiva (PG 77,44-49) que envió Cirilo, en febrero del 430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de preservar la fe del Pueblo de Dios. Este era su criterio, válido también para hoy: la fe del Pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina. Escribe estas líneas a Nestorio: «Es necesario exponer al pueblo de Dios la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza aunque sea a uno sólo de los pequeños que creen en Cristo sufrirá un castigo intolerable».

        En la misma carta a Nestorio, misiva que más tarde, en el año 451, habría sido aprobada por el Concilio de Calcedonia, cuarto concilio ecuménico, Cirilo describe con claridad su fe cristológica: «Son diversas las naturalezas que se han unido en una verdadera unidad, pero de ambas resultó un sólo Cristo e Hijo, no porque a causa de la unidad se haya eliminado la diferencia de las naturalezas humana y divina, sino porque humanidad y divinidad reunidas de forma inefable han producido al único Señor, Cristo, el Hijo de Dios».

        Y esto es importante: realmente la verdadera humanidad y la verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría, «profesamos un solo Cristo y Señor, no sólo en el sentido de que adoramos al hombre junto con el “Logos”, para no insinuar la idea de la separación diciendo “junto”, sino en el sentido de que adoramos a uno solo, pues su cuerpo no es algo ajeno al “Logos”, con el que está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos hijos, sino uno solo unido con la propia carne».

        Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró que Nestorio fuera condenado repetidamente: por parte de la sede romana con una serie de doce anatemas redactados por él mismo y, finalmente, por el Concilio de Éfeso, en el año 431, el tercer concilio ecuménico.

        La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el título de «Madre de Dios», a causa de una cristología equivocada, que metía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, Cirilo supo alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es significativo: por una parte se da la claridad de la doctrina de la fe, pero por otra la intensa búsqueda de la unidad de la reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte, acaecida el 27 de junio del año 444.

        Los escritos de Cirilo, verdaderamente muy numerosos y difundidos ampliamente incluso en diferentes traducciones latinas y orientales ya en su vida, prueba de su éxito inmediato, son de importancia primaria para la historia del cristianismo. Son importantes sus comentarios a muchos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, entre los que destaca todo el Pentateuco, Isaías, los Salmos y los Evangelios de Juan y de Lucas. Son de gran importancia también muchas obras doctrinales, en las que aparece continuamente la defensa de la fe trinitaria contra las tesis arrianas y contra las de Nestorio. La base de la enseñanza de Cirilo es la tradición eclesiástica y, en particular, como he mencionado, los escritos de Atanasio, su gran predecesor en la sede de Alejandría. Entre los otros escritos de Cirilo hay que recordar finalmente los libros «Contra Juliano», última gran respuesta a las polémicas anticristianas, dictado por el obispo de Alejandría probablemente en los últimos años de vida para replicar a la obra «Contra los Galileos», compuesta muchos años antes, en el año 363, por el emperador que fue llamado el Apóstata por haber abandonado el cristianismo en el que había sido educado.

        La fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, «una persona que da a la vida un nuevo horizonte» (Encíclica «Deus caritas est», 1). De Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, san Cirilo de Alejandría fue un incansable y firme testigo, subrayando sobre todo la unidad, como repite en el año 433, en la primera carta (PG 77,228-237) al obispo Sucenso: «Uno solo es el Hijo, uno solo el Señor Jesucristo, ya sea antes de la encarnación que después de la encarnación. De hecho, no se trata de un Hijo, el “Logos”, nacido de Dios Padre, y de otro, nacido de la santa Virgen, sino que creemos que precisamente Aquel que está antes de los tiempos nació también según la carne de una mujer». Esta afirmación, más allá de su significado doctrinal, muestra que la fe en Jesús, «Logos», nacido del Padre, está también sumamente arraigada en la historia, pues como afirma san Cirilo, este mismo Jesús entró en el tiempo con el nacimiento de María, la «Theotòkos», y estará siempre con nosotros, según su promesa Y esto es importante: Dios es eterno, nació de una mujer y sigue con nosotros cada día. En esta confianza vivimos, en esta confianza encontramos el camino de nuestra vida.

 

 

Hilario de Poitiers

(catequesis pronunciada el miércoles 10 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS


Queridos hermanos y hermanas:
        Hoy quisiera hablar de un gran padre de la Iglesia de Occidente, san Hilario de Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo IV. Ante los arrianos que consideraban el Hijo de Dios como una criatura, si bien excelente, pero sólo una criatura, Hilario consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que le engendró desde la eternidad.

        No contamos con datos seguros sobre la mayor parte de la vida de Hilario. Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una formación literaria, que puede reconocerse con claridad en sus escritos. Parece que no se crió en un ambiente cristiano. Él mismo nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que le llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, muerto para darnos la vida eterna. Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad natal en torno al 353-354.

        En los años sucesivos, Hilario escribió su primera obra, el «Comentario al Evangelio de Mateo». Se trata del comentario más antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356 asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el «sínodo de los falsos apóstoles», como él mismo lo llama, pues la asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. Estos «falsos apóstoles» pidieron al emperador Constancio que condenara al exilio al obispo de Poitiers. De este modo, Hilario se vio obligado a abandonar Galia en el verano del año 356.

        Exiliado en Frigia, en la actual Turquía, Hilario entró en contacto con un contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo. También allí su solicitud como pastor le llevó a trabajar sin descanso a favor del restablecimiento de la unidad de la Iglesia, basándose en la recta fe formulada por el Concilio de Nicea. Con este objetivo, emprendió la redacción de su obra dogmática más importante y conocida: el «De Trinitate» (sobre la Trinidad).

        En ella, Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de Dios y se preocupa de mostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en muchas páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos, insiste en la verdad de los nombres del Padre y del Hijo y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del Bautismo que nos entregó el mismo Señor: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

        El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos pasajes del Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones equívocas: algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros subrayan su humanidad. Algunos se refieren a Él en su preexistencia el Padre; otros toman en cuenta el estado de abajamiento («kénosis»), su descenso hasta la muerte; otros, por último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.

        En los años de su exilio, Hilario escribió también el «Libro de los Sínodos», en el que reproduce y comenta para los hermanos obispos de Galia las confesiones de fe y otros documentos de sínodos reunidos en Oriente alrededor de la mitad del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos radicales, san Hilario muestra un espíritu conciliador ante quienes aceptaban confesar que el Hijo se asemeja al Padre en la esencia, naturalmente intentando llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad.

        Esto también nos parece característico: su espíritu de conciliación trata de comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y les ayuda, con gran inteligencia teológica, a alcanzar la plena fe en la divinidad verdadera del Señor Jesucristo.

        En el año 360 ó 361, Hilario pudo finalmente regresar del exilio a su patria e inmediatamente volvió a emprender la actividad pastoral en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho mucho más allá de los confines de la misma.

        Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el lenguaje del Concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran que este cambio antiarriano del episcopado de Galia se debió en buena parte a la fortaleza y mansedumbre del obispo de Poitiers.

        Esta era precisamente su cualidad: conjugar la fortaleza en la fe con la mansedumbre en la relación interpersonal. En los últimos años de su vida compuso los «Tratados sobre los Salmos», un comentario a 58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la introducción: «No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico de manera que, independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu profético, todo se refiere al conocimiento de la venida nuestro Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y a la potencia de nuestra resurrección» («Instructio Psalmorum» 5).

        Ve en todos los salmos esta transparencia del misterio de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, Hilario se encontró con san Martín: precisamente el futuro obispo de Tours fundó un monasterio cerca de Poitiers, que todavía hoy existe. Hilario falleció en el año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el beato Pío IX le proclamó doctor de la Iglesia.

        Para resumir lo esencial de su doctrina, quisiera decir que el punto de partida de la reflexio´n teológica de Hilario es la fe bautismal. En el «De Trinitate», Hilario escribe: Jesús «mandó bautizar “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Cf. Mateo 28,19), es decir, confesando al Autor, al Unigénito y al Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo, por quien todo fue hecho (1 Corintios 8,6), y un solo Espíritu (Efesios 4,4), don en todos... No puede encontrase nada que falte a una plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la alegría en el Don» («De Trinitate» 2, 1).

        Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su divinidad al Hijo. Me resulta particularmente bella esta formulación de san Hilario: «Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite compromisos, como si Dios sólo fuera padre en ciertos aspectos y en otros no» (ibídem 9,61).

        Por este motivo, el Hijo es plenamente Dios sin falta o disminución alguna: «Quien procede del perfecto es perfecto, porque quien lo tiene todo le ha dado todo» (ibídem 2,8). Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, encuentra salvación la humanidad. Asumiendo la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, «se hizo la carne de todos nosotros» («Tractatus in Psalmos» 54,9); «asumió la naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es la raíz de todo sarmiento» (ibídem 51,16).

        Precisamente por este motivo el camino hacia Cristo está abierto a todos, porque ha atraído a todos en su ser hombre, aunque siempre se necesite la conversión personal: «A través de la relación con su carne, el acceso a Cristo está abierto a todos, a condición de que se desnuden del hombre viejo (Cf. Efesios 4,22) y lo claven en su cruz (Cf. Colosenses 2,14); a condición de que abandonen las obras de antes y se conviertan para quedar sepultados con Él en su bautismo, de cara a la vida ( Cf. Colosenses 1,12; Romanos 6,4)» (Ibídem 91, 9).

        La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario pide al final de su tratado sobre la Trinidad poderse mantener siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios. Quisiera concluir la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se convierte también en oración nuestra: «Haz, Señor --reza Hilario movido por la inspiración-- que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración, cuando fue bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Que te adore, Padre nuestro, y junto a ti a tu Hijo; que sea merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito… Amén» («De Trinitate» 12, 57).


 

 

san Eusebio de Verceli

(catequesis pronunciada el miércoles 17 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        En esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Verceli, primer obispo de Italia del norte del que tenemos noticias seguras. Nacido en Cerdeña a inicios del siglo IV, en su tierna edad se transfirió a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector: de este modo pasó a formar parte del clero de la Urbe, en tiempos en los que la Iglesia sufría la grave prueba de la herejía arriana.

        La gran estima que rodeaba a Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Verceli. El nuevo obispo comenzó inmediatamente una intensa obra de evangelización en un territorio que todavía era en buena parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

        Inspirado por san Atanasio, que había escrito «La vida de san Antonio», iniciador del monaquismo en Oriente, fundó en Verceli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Ese cenobio dio al clero de Italia del norte un significativo carácter de santidad apostólica, y suscitó figuras de importantes obispos, como Limenio y Onorato, sucesores de Eusebio en Verceli, Gaudencio en Novara, Esuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos ellos venerados por la Iglesia como santos.

        Sólidamente formado en la fe del Concilio de Nicea, Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por el «Credo» de Nicea «de la misma naturaleza» del Padre. Con este objetivo se alió con los grandes padres del siglo IV, sobre todo con san Atanasio, el heraldo de la ortodoxia nicena, contra la política filo-arriana del emperador.

        Para el emperador la fe arriana, más sencilla, era políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la oportunidad política: quería utilizar la religión como lazo de unidad del imperio. Pero estos grandes padres resistieron defendiendo la verdad contra la dominación de la política. Por este motivo, Eusebio fue condenado al exilio, al igual que otros obispos de Oriente y de Occidente: como el mismo Atanasio, como Hilario de Poiters --de quien hablamos la semana pasada-- como Osio de Córdoba. En Escitópolis, en Palestina, donde fue confinado entre el año 355 y el 360, Eusebio escribió una página estupenda de su vida.

        También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos y desde allí mantuvo el carteo con sus fieles de Piamonte, como demuestra sobre todo la segunda de las tres Cartas de Eusebio reconocidas como auténticas.

        Posteriormente, después del año 350, fue exiliado en Capadocia y Tebaida, donde sufrió graves malos tratos físicos. En el año 361, al fallecer Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, a quien no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería más bien restaurar el paganismo. Acabó con el exilio de estos obispos y de este modo permitió también que Eusebio volviera a tomar posesión de su sede.

        En el año 362 fue invitado por Anastasio a participar en el Concilio de Alejandría, que decidió el perdón a los obispos arrianos a condición de que regresaran al estado laical. Eusebio pudo seguir ejerciendo durante unos diez años su ministerio episcopal, hasta la muerte, entablando con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos de Italia del norte, de quienes hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

        La relación entre el obispo de Verceli y su ciudad queda iluminada sobre todo por dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que Eusebio escribió desde el exilio de Escitópolis «a los queridísimos hijos y a los presbíteros tan deseados, así como a los santos pueblos firmes en la fe de Verceli, Novara, Ivrea y Tortona» («Ep. Secunda», CCL 9, p. 104). Estas expresiones iniciales, que muestran la conmoción del buen pastor ante su grey, encuentran amplia confirmación al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y a cada uno de sus hijos de Verceli, con expresiones desbordantes de cariño y amor.

        Hay que destacar ante todo la relación explícita que une al obispo con las «sanctae plebes» no sólo de Verceli --la primera, y por años la única diócesis del Piamonte--, sino también con las de Novara, Ivrea y Tortona, es decir, las comunidades que, dentro de la misma diócesis, habían logrado una cierta consistencia y autonomía.

        Otro elemento interesante aparece en la despedida de la Carta: Eusebio pide a sus hijos y a sus hijas que saluden «también a quienes están fuera de la Iglesia, y que se dignan amarnos: “etiam hos, qui foris sunt et nos dignantur diligere"». Signo evidente de que la relación del obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a aquéllos que, estando fuera de la Iglesia, reconocían en cierto sentido su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

        El segundo testimonio de la relación singular que se daba entre el obispo y su ciudad aparece en la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los cristianos de Verceli en torno al año 394, más de 20 años después de la muerte de Eusebio («Ep. extra collectionem 14»: Maur. 63). La Iglesia de Verceli estaba pasando un momento difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, Ambrosio declara que le cuesta reconocer en ellos a «la descendencia de los santos padres, que dieron su aprobación a Eusebio nada más verle, sin haberle conocido antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos».

        En la misma Carta, el obispo de Milán atestigua clarísimamente su estima por Eusebio: «Un hombre grande», escribe perentoriamente, que «mereció ser elegido por toda la Iglesia». La admiración de Ambrosio por Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el obispo de Verceli gobernaba su diócesis con el testimonio de su vida: «Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia». De hecho, también Ambrosio estaba fascinado, como lo reconoce él mismo, por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que Eusebio había buscado siguiendo las huellas del profeta Elías.

        En primer lugar, escribe Ambrosio, el obispo de Verceli reunió al propio clero en «vita communis» y le educó en la «observancia de las reglas monásticas, a pesar de que vivía en medio de la ciudad». El obispo y su clero tenían que compartir los problemas de sus conciudadanos, y lo hicieron de una manera creíble cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diferente, la del Cielo (Cf. Hebreos 13, 14). Y de este modo edificaron una auténtica ciudadanía, una auténtica solidaridad común entre los ciudadanos de Verceli.

        De este modo, Eusebio, asumiendo la causa de la «sancta plebs» de Verceli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Esta dimensión, por tanto, no le quitó nada a su ejemplar dinamismo pastoral. Entre otras cosas, parece que instituyó en Verceli las iglesias rurales para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Por el contrario, este «carácter monástico» daba una dimensión particular a la relación del obispo con su ciudad. Al igual que los apóstoles, por quienes Jesús rezaba en la Última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia «están en el mundo» (Juan 17, 11), pero no son «del mundo».

        Por este motivo, los pastores, recordaba Eusebio, tienen que exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino que deben buscar la Ciudad futura, la Jerusalén definitiva del cielo. Esta «dimensión escatológica» permite a los pastores y a los fieles salvaguardar la jerarquía justa de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las injustas pretensiones del poder político. La auténtica jerarquía de valores, parece decir toda la vida de Eusebio, no la deciden los emperadores de ayer o de hoy, sino que procede de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, y al mismo tiempo hombre como nosotros.

        Refiriéndose a esta jerarquía de valores, Eusebio no se cansa de «recomendar efusivamente» a sus fieles que custodien «con todos los medios la fe, que mantengan la concordia, que sean asiduos en la oración» («Ep. Secunda», cit.).

        Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, y os bendigo y saludo con las mismas palabras con las que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta: «Me dirijo a todo vosotros, hermanos míos y santas hermanas, hijos e hijas, fieles de los dos sexos y de toda edad, para que… llevéis nuestro saludo también a aquéllos que están fuera de la Iglesia, y que se dignan amarnos» (ibídem).


 

 

 

san Ambrosio de Milán

(catequesis pronunciada el miércoles 23 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:
 

        El santo obispo Ambrosio, del que quien os hablaré hoy, falleció en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en el lecho, con los brazos abiertos en forma de cruz. De este modo participaba en el solemne triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. «Nosotros veíamos que se movían sus labios», atestigua Paulino, el diácono fiel que por invitación de Agustín escribió su «Vida», «pero no escuchábamos su voz».

        De repente, parecía que la situación llegaba a su fin. Honorato, obispo de Verceli, que estaba ayudando a Ambrosio y que dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía: «¡Levántate pronto! Ambrosio está a punto de morir…». Honorato bajó inmediatamente --sigue contando Paulino-- «y le ofreció el santo Cuerpo del Señor. Nada más tomarlo, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el viático. De este modo, su alma, alimentada por la virtud de esa comida, goza ahora de la compañía de los ángeles» («Vida» 47).

        En aquel viernes santo del año 397 los brazos abiertos de Ambrosio moribundo expresaban su participación mística en la muerte y resurrección del Señor. Era su última catequesis: en el silencio de las palabras, seguía hablando con el testimonio de la vida.

        Ambrosio no era anciano cuando falleció. No tenía ni siquiera sesenta años, pues nació en torno al año 340 a Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre le llevó a Roma, siento todavía un muchacho, y le preparó para la carrera civil, dándole una sólida educación retórica y jurídica. Hacia el año 370 le propusieron gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí hervía la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. Ambrosio intervino para pacificar los espíritus de las dos facciones enfrentadas, y su autoridad fue tal que, a pesar de que no era más que un simple catecúmeno, fue proclamado por el pueblo obispo de Milán.

        Hasta ese momento, Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en Italia del norte. Sumamente preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con fervor. Aprendió a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de la «escuela de Alejandría». De este modo, Ambrosio llevó al ambiente latino la meditación de las Escrituras comenzada por Orígenes, comenzando en occidente la práctica de la «lectio divina».

        El método de la «lectio» llegó a guiar toda la predicación y los escritos de Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la Palabra de Dios. Un célebre inicio de una catequesis ambrosiana muestra egregiamente la manera en que el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: «Cuando hemos leído las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, hemos afrontado cada día la moral --dice el obispo de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos-- para que, formados por ellos, os acostumbréis a entrar en la vida de los Padres y a segur el camino de la obediencia a los preceptos divinos» («Los misterios» 1,1).

        En otras palabras, los neófitos y los catecúmenos, según el obispo, tras haber aprendido el arte de vivir moralmente, podía considerarse que ya estaban preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de Ambrosio, que representa el corazón de su ingente obra literaria, parte de la lectura de los libros sagrados («los Patriarcas», es decir, los libros históricos, y «los Proverbios», es decir, los libros sapienciales), para vivir según la Revelación divina.

        Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las «Confesiones» de san Agustín. Había venido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Al joven retórico africano, escéptico y desesperado, no le movieron a convertirse definitivamente las bellas homilías de Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho). Fue más bien el testimonio del obispo y de su Iglesia milanesa, que rezaba y cantaba, unida como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que tenía que ser expropiado, cuenta Agustín, «el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su propio obispo». Este testimonio de las «Confesiones» es precioso, pues muestra que algo se estaba moviendo en la intimidad de Agustín, quien sigue diciendo: «Y nosotros también, a pesar de que todavía éramos tibios participábamos en la excitación de todo el pueblo» («Confesiones» 9, 7).

        De la vida y del ejemplo del obispo Ambrosio, Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos hacer referencia a un famoso sermón del africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la Constitución conciliar «Dei Verbum»: «Es necesario --advierte de hecho la «Dei Verbum» en el número 25--, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que como los diáconos y catequistas se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte --y aquí viene la cita de Agustín—“predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior”». Había aprendido precisamente de Ambrosio esta «escucha en su interior», esta asiduidad con la lectura de la Sagrada Escritura con actitud de oración para acoger realmente en el corazón y asimilar la Palabra de Dios.

        Queridos hermanos y hermanas: quisiera presentaros una especie de «icono patrístico» que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente el corazón de la doctrina de Ambrosio. En el mismo libro de las «Confesiones», Agustín narra su encuentro con Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia para la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al obispo de Milán, siempre le veía rodeado de un montón de personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que estaba esperando hablar con Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en brevísimos espacios de tiempo), o estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas. Aquí Agustín canta sus maravillas, porque Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos (Cf. «Confesiones». 6, 3). De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía para ser proclamada, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que Ambrosio pudiera pasar las páginas sólo con los ojos es para el admirado Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura, en la que el corazón se empeña por alcanzar la comprensión de la Palabra de Dios --este es el «icono» del que estamos hablando--, se puede entrever el método de la catequesis de Ambrosio: la misma Escritura, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a la conversión de los corazones.

        De este modo, según el magisterio de Ambrosio y de Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la «Introducción al cristianismo» sobre los teólogos. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de «clown», que recita un papel «por oficio». Más bien, utilizando una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por Ambrosio, tiene que ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza en el corazón del Maestro, y allí aprendió la manera de pensar, de hablar, de actuar. Al final de todo, el verdadero discípulo es quien anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.

        Al igual que el apóstol Juan, el obispo Ambrosio, que nunca se cansaba e repetir: «"Omnia Christus est nobis!”; ¡Cristo es todo para nosotros!», sigue siendo un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor por Jesús, concluimos así nuestra catequesis: «"Omnia Christus est nobis!”. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo de la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz…Gustad y ved qué bueno es el Señor, ¡bienaventurado el hombre que espera en él!» («De virginitate» 16,99). Nosotros también esperamos en Cristo. De este modo seremos bienaventurados y viviremos en la paz.


 


 
 

 

san Máximo, obispo de Turín

 

(catequesis pronunciada el miércoles 31 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)


 

Queridos hermanos y hermanas:

        Entre el final del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la difusión y a la consolidación del cristianismo en Italia del norte: se trata de san Máximo, quien era obispo de Turín en el año 398 un año después de la muerte de Ambrosio. Quedan muy pocas noticias de él; ahora bien, nos ha llegado una colección de unos noventa «Sermones». En ellos se puede constatar la profunda y vital unión del obispo con su ciudad, que atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio episcopal de Ambrosio y el de Máximo.

        En aquel tiempo graves tensiones turbaban la convivencia civil. Máximo, en este contexto, logró unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor y maestro. La ciudad estaba amenazada por grupos desperdigados de bárbaros que, al penetrar por las entradas orientales, avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por este motivo, Turín estaba constantemente rodeada de guarniciones militares, y se convirtió, en los momentos críticos, en refugio para las poblaciones que huían del campo y de los centros urbanos sin protección.

        Las intervenciones de Máximo, ante esta situación, testimonian el compromiso de reaccionar ante la degradación civil y ante la disgregación. Aunque es difícil determinar la composición social de los destinatarios de los «Sermones», parece que la predicación de Máximo, para superar el riesgo de ser genérica, se dirigía específicamente a un núcleo seleccionado de la comunidad cristiana de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión pastoral del obispo, quien concibió esta predicación como el camino más eficaz para mantener y reforzar sus lazos con el pueblo.

        Para ilustrar en esta perspectiva el ministerio de Máximo en su ciudad, quisiera presentar como ejemplo los «Sermones» 17 y 18, dedicados a un tema siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades cristianas. También en este sentido se daban agudas tensiones en la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. «Uno no piensa en las necesidades del otro», constataba amargamente el obispo en su «Sermón» número 17.

        «De hecho, muchos cristiano no sólo no distribuyen lo que tienen, sino que roban a los demás. No sólo no llevan a los pides los apóstoles lo que han recogido, sino que además apartan de los pies de los sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda». Y concluye: «En nuestra ciudad hay muchos huéspedes y peregrinos. Haced lo que habéis prometido» adhiriendo a la fe, «para que no se diga también de vosotros lo que se dijo de Ananías: “No habéis mentido a los hombres, sino a Dios”» («Sermón» 17, 2-3).

        En el «Sermón» sucesivo, el número 18, Máximo critica las formas comunes de depredación de las desgracias de los demás. «Dime, cristiano», exhorta el obispo a sus fieles, «dime, ¿por qué has tomado la presa abandonada por los predadores? ¿Por qué has metido en tu casa una “ganancia” depredada y contaminada?». «Pero», añade, «quizá dices que la has comprado y por esto crees que evitas así la acusación de avaricia. Pero de este modo no hay relación entre lo que se compra y lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo que ha sido robado en un saqueo… Compórtate, por tanto, como cristiano y como ciudadano que compra para devolver» («Sermón» 18, 3).

        Sin mostrarlo mucho, Máximo predicó una relación profunda entre los deberes del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana significa también asumir los compromisos civiles. Por el contrario el cristiano que, «a pesar de que puede vivir con su trabajo, atrapa la presa del otro con el furor de las fieras» o «acecha a su vecino, tratando cada día de arañar parte de sus confines, de adueñarse de sus productos», no le parece ni siquiera semejante a la zorra que degolla las gallinas, sino al lobo que se lanza contra los cerdos («Sermón» 41,4).

        Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por Ambrosio para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra, se pueden ver con claridad los cambios históricos que tuvieron lugar en la relación entre el obispo y las instituciones ciudadanas. Contando ya con el apoyo de una legislación que pedía a los cristianos redimir a los prisioneros, Máximo, ante el derrumbe de las autoridades civiles del Imperio Romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido un auténtico poder de control sobre la ciudad.

        Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta llegar a suplir la ausencia de magistrados y de las instituciones civiles. En este contexto, Máximo no sólo se dedica a alentar en los fieles al amor tradicional hacia la patria ciudadana, sino que proclama también el preciso deber de afrontar los gastos fiscales, por más pesados y desagradables que parezcan («Sermón» 26, 2).

          En definitiva, el tono y la esencia de los «Sermones» implican una mayor conciencia de la responsabilidad política del obispo en las específicas circunstancias históricas. Es la «atalaya» de la ciudad. ¿Acaso no son estas atalayas, se pregunta Máximo en el «Sermón» 92, «los beatísimos obispos que, colocados por así decir en una roca elevada de sabidurías para la defensa de los pueblos, ven desde lejos los males que llegan?».

        Y en el «Sermón» 89 el obispo de Turín ilustra a los fieles sus tareas, sirviéndose de una comparación singular entre la función episcopal y la de las abejas: «Como la abeja», dice, los obispos «observan la castidad del cuerpo, ofrecen la comida de la vida celestial, utilizan el aguijón de la ley. Son puros para santificar, dulces para reconfortar, severos para castigar». De este modo, san Máximo describe la tarea del obispo en su época.

        En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una conciencia cada vez mayor de la responsabilidad política de la autoridad eclesiástica, en un contexto en el que estaba sustituyendo de hecho a la civil. Es el desarrollo del ministerio del obispo en el noroeste de Italia, a partir de Eusebio, que «como un monje», vivía en su ciudad de Verceli, hasta Máximo de Turín, que «como un centinela» se encontraba en la roca más elevada de la ciudad.

        Es evidente que el contexto histórico, cultural y social hoy es profundamente diferente. El actual contexto es más bien el descrito por mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal «Ecclesia in Europa», en la que ofrece un articulado análisis de los desafíos y de los signos de esperanza para la Iglesia en Europa hoy (6-22). En todo caso, independientemente del cambio de circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente ante su ciudad y su patria. La íntima relación entre el «ciudadano honesto» y el «buen cristiano» sigue totalmente vigente.

        Para concluir quisiera recordar lo que dice la constitución pastoral «Gaudium et spes» para aclarar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia entre la fe y el comportamiento, entre Evangelio y cultura. El Concilio exhorta a los fieles «a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno» (n. 43).

        Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres, hagamos nuestro el deseo del Concilio, que haya cada vez más fieles que quieran «ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (ibídem), y de este modo al bien de la humanidad.


 

 

san Jerónimo

las enseñanzas de san Jerónimo

 

 

san Jerónimo

(catequesis pronunciada el miércoles 7 de noviembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:
        Hoy concentraremos nuestra atención en san Jerónimo, un padre de la Iglesia que puso en el centro de su vida la Biblia: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se comprometió a vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar de su conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.

        Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347 de una familia cristiana, que le dio una fina formación, enviándole a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (Cf. Epístola 22,7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana.

        Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al ir a vivir a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él como una especie de «coro de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido alrededor del obispo Valeriano.
        Se fue después a Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcide, en el sur de Alepo (Cf. Epístolas 14,10), dedicándose seriamente al estudio. Perfeccionó el griego, comenzó a estudiar hebreo (Cf. Epístola 125,12), trascribió códigos y obras patrísticas (Cf. Epístolas 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la Palabra de Dios maduraron su sensibilidad cristiana.

        Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (Cf. Epístola 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la cristiana: un contraste que se ha hecho famoso a causa de la dramática y viva «visión» que nos dejó en una narración. En ella le pareció sentir que era flagelado en presencia de Dios, porque era «ciceroniano y no cristiano» (Cf. Epístola 22, 30).

        En el año 382 se fue a vivir a Roma: aquí, el Papa Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia como estudioso, le tomó como secretario y consejero; le alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

        Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban empeñarse en el camino de la perfección cristiana y de profundizar en su conocimiento de la Palabra de Dios, le escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres tamben aprendieron griego y hebreo.

        Después de la muerte del Papa Dámaso, Jerónimo dejó Roma en el año 385 y emprendió una peregrinación, ante todo a Tierra Santa, silenciosa testigo de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (Cf. «Contra Rufinum» 3,22; Epístola 108,6-14).

        En el año 386 se detuvo en Belén, donde gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y un hospicio para los peregrinos que viajaban a Tierra Santa, «pensando en que María y José no habían encontrado albergue» (Epístola 108,14).

        Se quedó en Belén hasta la muerte, continuando una intensa actividad: comentó la Palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a las herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre de 419/420.

        La formación literaria y su amplia erudición permitieron a Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un precioso trabajo para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales en griego y en hebreo, comparándolos con las versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y buena parte del Antiguo Testamento.

        Teniendo en cuenta el original hebreo y el griego de los Setenta, la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo, y de las precedentes versiones latinas, Jerónimo, ayudado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada «Vulgata», el texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el Concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto «oficial» de la Iglesia en latín.

        Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las Sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden de las palabras es un misterio» (Epístola 57,5), es decir, una revelación.

        Confirma, además, la necesidad de recurrir a los textos originales: «En caso de que surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecciones discordantes de los manuscritos, recurramos al original, es decir, al texto griego en el que se escribió el Nuevo Pacto. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, recurramos al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos» (Epístola 106,2).

        Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios tienen que ofrecer opiniones múltiples, «de manera que el lector prudente, después de haber leído las diferentes explicaciones y de haber conocido múltiples pareceres --que tiene que aceptar o rechazar-- juzgue cuál es el más atendible y, como un experto agente de cambio, rechaza la moneda falsa» («Contra Rufinum» 1,16).

            Confutó con energía y vivacidad a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura que para entonces ya era digna de ser confrontada con la clásica: lo hizo redactando «De viris illustribus», una obra en la que Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.

        Escribió biografías puras de monjes, ilustrando junto a otros itinerarios espirituales el ideal monástico; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en el importante Epistolario, auténtica obra maestra de la literatura latina, Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

        ¿Qué podemos aprender de san Jerónimo? Sobre todo me parece lo siguiente: amar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Dice san Jerónimo: «Ignorar las escrituras es ignorar a Cristo». Por ello es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la Palabra de Dios, que se nos entrega en la Sagrada Escritura.

        Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, tiene que darse un diálogo realmente personal, pues Dios habla con cada uno de nosotros a través de la Sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno. No tenemos que leer la Sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como Palabra de Dios que se nos dirige también a nosotros y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor.

        Pero para no caer en el individualismo tenemos que tener presente que la Palabra de Dios se nos da precisamente para edificar comunión, para unirnos en la verdad de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, a pesar de que siempre es una palabra personal, es también una Palabra que edifica la comunidad, que edifica a la Iglesia. Por ello tenemos que leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la Palabra de Dios es la liturgia, en la que al celebrar la Palabra y al hacer presente en el Sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.

        No tenemos que olvidar nunca que la Palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y se van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el contrario, es Palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Al llevar en nosotros la Palabra de Dios, llevamos por tanto en nosotros la vida eterna.

            Concluyo con una frase dirigida por san Jerónimo a san Paulino de Nola. En ella, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, en la Palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. San Jerónimo dice: «Tratemos de aprender en la tierra esas verdades cuya consistencia permanecerá también en el tiempo» (Epístola 53,10).

 

 

 

las enseñanzas de san Jerónimo

(catequesis pronunciada el miércoles 14 de noviembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

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Queridos hermanos y hermanas:

        Continuamos hoy presentando la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que fue reconocido por mi predecesor, el Papa Benedicto XVI, como «eminente doctor en la interpretación de las Sagradas Escrituras». Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: «¿No te parece que estás --ya aquí, en la tierra-- en el reino de los cielos, cuando se vive entre estos textos, cuando se medita en ellos, cuando no se busca otra cosa?» (Epístola 53, 10). En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en un cierto sentido presencia del Cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues «ignorar la Escritura es ignorar a Cristo». Es suya esta famosa frase, citada por el Concilio Vaticano II en la constitución «Dei Verbum» (n. 25).

        «Enamorado» verdaderamente de la Palabra de Dios, se preguntaba: «¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer al mismo Cristo, que es la vida de los creyentes?» (Epístola 30, 7). La Biblia, instrumento «con el que cada día Dios habla a los fieles» (Epístola 133, 13), se convierte de este modo en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para toda persona.

        Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si rezas --escribe a una joven noble de Roma-- hablas con el Esposo; si lees, es Él quien te habla» (Epístola 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (Cf. «In Eph.», prólogo). Ciertamente para penetrar de una manera cada vez más profunda en la Palabra de Dios se necesita una aplicación constante y progresiva. Por este motivo, Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; es más, que el Libro no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar» (Epístola 52, 7). A la matrona romana, Leta, le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: «Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura… Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración… Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda» (Epístola 107,9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se «mantiene el equilibrio del alma» («Ad Eph.», pról.). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: «Al interpretar la Sagrada Escritura siempre tenemos necesidad de la ayuda del Espíritu Santo» («In Mich.», 1,1,10,15).

        Un amor apasionado por las Escrituras caracterizó por tanto toda la vida de Jerónimo, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. Recomendaba a una de sus hijas espirituales: «Ama la Sagrada Escritura y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes» (Epístola 130, 20). Y añadía: «Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne» (Epístola 125,11).

        Para Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Por nosotros mismos nunca podemos leer la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos en errores. La Biblia fue escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente con el «nosotros» en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica. No se trata de una exigencia impuesta a este libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este Pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la Sagrada Escritura. Por este motivo, Jerónimo alentaba: «Permanece firmemente unido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Epístola 52,7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano, concluía, debe estar en comunión «con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Epístola 15, 2). Por tanto, con claridad, declaraba: «Estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro» (Epístola 16).

        Jerónimo no descuida el aspecto ético. Con frecuencia reafirma el deber de acordar la vida con la Palabra divina. Una coherencia indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que sus acciones no contradigan sus discursos.

        Así exhorta al sacerdote Nepociano: «Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su intimidad comente: “¿Por qué entonces tú no actúas así?”. Curioso maestro el que, con el estómago lleno, se poner a pronunciar discursos sobre el ayuno; incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben estar de acuerdo» (Epístola 52,7).

        En otra carta, Jerónimo confirma: «Aunque tenga una espléndida doctrina, es vergonzosa la persona que se siente condenada por la propia conciencia» (Epístola 127,4). Hablando de la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Dirigiéndose, por ejemplo, al presbítero Paulino, que después llegó a ser obispo de Nola y santo, Jerónimo le da este consejo: «El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?» (Epístola 58,7).

        Jerónimo concretiza: es necesario «vestir a Cristo en los pobres, visitarle en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, cobijarle en los que no tienen un techo» (Epístola 130, 14). El amor por Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar toda dificultad: «Si nosotros amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con Él, nos parecerá fácil lo que es difícil» (Epístola 22,40).

        Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, «modelo de conducta y maestro del género humano» («Carmen de ingratis», 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un valiente compromiso por la perfección requiere una constante vigilancia, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, un asiduo trabajo intelectual o manual para evitar el ocio (Cf, Epístolas 125, 11 y 130, 15), y sobre todo la obediencia a Dios: «No hay nada que le agrade tanto a Dios como la obediencia…, que es la más excelsa de las virtudes» («Hom. de oboedientia»: CCL 78,552). Del camino ascético pueden formar también parte las peregrinaciones. En particular, Jerónimo las impulsó a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y hospedados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de la mujer noble Paula, hija espiritual de Jerónimo (Cf. Epístola 108,14).

        No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por Jerónimo a la pedagogía cristiana (Cf. Epístolas 107 y 128). Se propone formar «un alma que tiene que convertirse en templo del Señor» (Epístola 107,4), una «gema preciosísima» a los ojos de Dios (Epístola 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (Cf. Epístola 107,4 y 8-9; Cf. también Epístola 128, 3-4). Exhorta sobre todo a los padres a crear un ambiente de serenidad y de alegría alrededor de los hijos, para que les estimulen en el estudio y en el trabajo, y les ayuden con la alabanza y la emulación (Cf. Epístolas 107,4 y 128,1) a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándoles de las malas porque --dice citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela-- «a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente» (Epístola 107, 8).

        Los padres son los principales educadores de los hijos, los maestros de vida. Con mucha claridad Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: «Que ella encuentre en ti a su maestra y que su inexperta adolescencia se oriente hacia ti maravillada. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado. Recordad que podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra» (Epístola 107, 9).

        Entre las principales intuiciones de Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia atribuida a una sana e integral educación desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad atribuida a los padres, la urgencia de una formación moral religiosa, la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

        Además, hay un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que era considerado vital por nuestro autor: la promoción de la mujer, a quien reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa, profesional.

        Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante el hombre: la Sagrada Escritura nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

        No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que ofreció a la salvaguarda de elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía en los nobles sentimientos.

        Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la Palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto precisamente en nuestros días podemos sentirnos profundamente agradecidos con san Jerónimo.

 

 

 

Afraates el «Sabio»

(catequesis pronunciada el miércoles 21 de noviembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)


 



Queridos hermanos y hermanas:

        En nuestro viaje al mundo de los padres de la Iglesia, hoy quisiera guiaros hacia una parte poco conocida de este universo de la fe, es decir, a los territorios en los que florecieron las Iglesias de lengua semítica, aún no influidas por el pensamiento griego. Esas Iglesias se desarrollaron a lo largo del siglo IV en Oriente Medio, desde Tierra Santa hasta el Líbano y Mesopotamia.

        Durante aquel siglo, que fue un período de formación a nivel eclesial y literario, en dichas comunidades se manifestó el fenómeno ascético-monástico con características autóctonas, que no experimentaron la influencia del monaquismo egipcio. De este modo, las comunidades siríacas del siglo IV fueron una representación del mundo semítico del que salió la Biblia misma, y fueron expresión de un cristianismo cuya formulación teológica aún no había entrado en contacto con corrientes culturales diversas, sino que vivía de formas de pensamiento propias. Fueron Iglesias en las que el ascetismo bajo varias formas eremíticas (eremitas en el desierto, en las cuevas, recluidos y estilitas) y el monaquismo bajo formas de vida comunitaria desempeñaron un papel de vital importancia para el desarrollo del pensamiento teológico y espiritual.

        Quisiera presentar este mundo a través de la gran figura de Afraates, conocido también con el sobrenombre de «Sabio», uno de los personajes más importantes y, al mismo tiempo, más enigmáticos del cristianismo siríaco del siglo IV.

        Originario de la región de Nínive-Mosul, hoy Irak, vivió en la primera mitad del siglo IV. Tenemos pocas noticias sobre su vida; de todos modos, mantuvo relaciones estrechas con los ambientes ascético-monásticos de la Iglesia siríaca, sobre la que nos transmitió algunas noticias en su obra y a la cual dedicó parte de su reflexión. Según algunas fuentes, dirigió incluso un monasterio y, por último, fue consagrado obispo. Escribió veintitrés discursos conocidos con el nombre de «Exposiciones» o «Demostraciones», en los que trató diversos temas de vida cristiana, como la fe, el amor, el ayuno, la humildad, la oración, la misma vida ascética y también la relación entre judaísmo y cristianismo, entre Antiguo y Nuevo Testamento. Escribió con un estilo sencillo, con frases breves y con paralelismos a veces contrastantes; sin embargo, logró hacer una reflexión coherente, con un desarrollo bien articulado de los varios argumentos que afrontó.

        Afraates era originario de una comunidad eclesial que se encontraba en la frontera entre el judaísmo y el cristianismo. Era una comunidad muy unida a la Iglesia madre de Jerusalén, y sus obispos eran elegidos tradicionalmente de entre los así llamados «familiares» de Santiago, el «hermano del Señor» (Cf. Marcos 6, 3), es decir, eran personas con vínculos de sangre y de fe con la Iglesia jerosolimitana. La lengua de Afraates era el siríaco, por tanto, una lengua semítica como el hebraico del Antiguo Testamento y el aramaico hablado por el mismo Jesús. La comunidad eclesial en la que vivió Afraates era una comunidad que trataba de permanecer fiel a la tradición judeocristiana, de la que se sentía hija. Por eso, mantenía una relación estrecha con el mundo judío y con sus libros sagrados. Afraates se definía significativamente a sí mismo como «discípulo de la Sagrada Escritura» del Antiguo y del Nuevo Testamento («Exposición» 22, 26), que consideraba su única fuente de inspiración, recurriendo a ella tan a menudo hasta el punto de convertirla en el centro de su reflexión.

        Los argumentos que Afraates desarrolló en sus «Exposiciones» son variados. Fiel a la tradición siríaca, presentó a menudo la salvación realizada por Cristo como una curación y, por consiguiente, a Cristo mismo como médico. En cambio, considera el pecado como una herida, que sólo la penitencia puede sanar: «Un hombre que ha sido herido en batalla --decía Afraates--, no se avergüenza de ponerse en las manos de un médico sabio (…); del mismo modo, quien ha sido herido por Satanás no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, pidiendo el remedio de la penitencia» («Exposición» 7, 3).

        Otro aspecto importante de la obra de Afraates es su enseñanza sobre la oración y, en especial, sobre Cristo como maestro de oración. El cristiano reza siguiendo la enseñanza de Jesús y su ejemplo orante: «Nuestro Salvador ha enseñado a rezar diciendo así: “Ora en lo secreto a Quien está escondido, pero ve todo”; y también: “Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mateo 6, 6) (…). Lo que nuestro Salvador quiere mostrar es que Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón» («Exposición» 4, 10).

        Para Afraates, la vida cristiana se centra en la imitación de Cristo, en tomar su yugo y en seguirlo por el camino del Evangelio. Una de las virtudes más convenientes para el discípulo de Cristo es la humildad. No es un aspecto secundario de la vida espiritual del cristiano: la naturaleza del hombre es humilde, y Dios la eleva a su misma gloria. La humildad --observó Afraates-- no es un valor negativo: «Si la raíz del hombre está plantada en la tierra, sus frutos suben ante el Señor de la grandeza» («Exposición» 9, 14). Siendo humilde, incluso en la realidad terrena en la que vive, el cristiano puede entrar en relación con el Señor: «El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra y los ojos de su mente la altura excelsa» («Exposición» 9, 2).

        La visión del hombre y de su realidad corporal que tenía Afraates es muy positiva: el cuerpo humano, siguiendo el ejemplo de Cristo humilde, está llamado a la belleza, a la alegría y a la luz: «Dios se acerca al hombre que ama, y es justo amar la humildad y permanecer en la condición de humildad. Los humildes son sencillos, pacientes, amados, íntegros, rectos, expertos en el bien, prudentes, serenos, sabios, tranquilos, pacíficos, misericordiosos, dispuestos a convertirse, benévolos, profundos, ponderados, hermosos y deseables» («Exposición» 9, 14).

        En Afraates la vida cristiana se presenta a menudo con una clara dimensión ascética y espiritual: la fe es su base, su fundamento; transforma al hombre en un templo donde habita Cristo mismo. Así pues, la fe hace posible una caridad sincera, que se expresa en el amor a Dios y al prójimo. Otro aspecto importante en Afraates es el ayuno, que interpretaba en sentido amplio. Hablaba del ayuno del alimento como una práctica necesaria para ser caritativo y virgen, del ayuno constituido por la continencia con vistas a la santidad, del ayuno de las palabras vanas o detestables, del ayuno de la cólera, del ayuno de la propiedad de los bienes con vistas al ministerio, y del ayuno del sueño para dedicarse a la oración.

        Queridos hermanos y hermanas, regresemos una vez más --para concluir-- a la enseñanza de Afraates sobre la oración. Según este antiguo «Sabio», la oración se realiza cuando Cristo habita en el corazón del cristiano, y lo invita a un compromiso coherente de caridad con el prójimo. En efecto, escribió: «Consuela a los afligidos, visita a los enfermos, sé solícito con los pobres: esta es la oración. La oración es buena, y sus obras son hermosas. La oración es aceptada cuando consuela al prójimo. La oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de las ofensas. La oración es fuerte cuando rebosa de la fuerza de Dios» («Exposición» 4, 14-16).

        Con estas palabras, Afraates nos invita a una oración que se convierte en vida cristiana, en vida realizada, en vida impregnada de fe, de apertura a Dios y, así, de amor al prójimo.

 

 

 

 

San Efrén de Siria

(catequesis pronunciada el miércoles 28 de noviembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

ESCRITOS



Queridos hermanos:

        Según una opinión común hoy, el cristianismo sería una religión europea, que habría exportado la cultura de este continente a otros países. Pero la realidad es mucho más compleja, pues la raíz de la religión cristiana se encuentra en el Antiguo Testamento y, por tanto, en Jerusalén y en el mundo semítico. El cristianismo se alimenta siempre de esta raíz del Antiguo Testamento. Su expansión en los primeros siglos tuvo lugar tanto hacia occidente, hacia el mundo greco-latino, donde después inspiró la cultura Europa, como hacia oriente, hasta Persia, la India, ayudando de este modo a suscitar una cultura específica, con lenguas semíticas, y con una propia identidad.

        Para mostrar esta multiformidad cultural de la única fe cristiana de los inicios, en la catequesis del miércoles pasado hablé de un representante de este otro cristianismo, Afraates el sabio persa, para nosotros casi desconocido. En esta misma línea quisiera hablar hoy de san Efrén el sirio, nacido en Nísibis en torno al año 306 en el seno de una familia cristiana.

        Fue el representante más importante del cristianismo en el idioma siríaco y logró conciliar de manera única la vocación de teólogo con la de poeta. Se formó y creció junto a Santiago, obispo de Nísibis (303-338), y junto a él fundó la escuela teológica de su ciudad. Ordenado diácono, vivió intensamente la vida de la comunidad local hasta el año 363, en el que Nísibis cayó en manos de los persas. Entonces Efrén emigró a Edesa, donde continuó predicando. Murió en esta ciudad en el año 373, al quedar contagiado en su obra de atención a los enfermos de peste.

        No se sabe a ciencia cierta si era monje, pero en todo caso es seguro que decidió seguir siendo diácono durante toda su vida, abrazando la virginidad y la pobreza. De este modo, en el carácter específico de su cultura, se puede ver la común y fundamental identidad cristiana: la fe, la esperanza --esa esperanza que permite vivir pobre y casto en este mundo, poniendo toda expectativa en el Señor-- y por último la caridad, hasta ofrecer el don de sí mismo en el cuidado de los enfermos de peste.

        San Efrén nos ha dejando una gran herencia teológica: su considerable producción puede reagruparse en cuatro categorías: obras escritas en prosa (sus obras polémicas y los comentarios bíblicos); obras en prosa poética; homilías en verso; y por último los himnos, sin duda la obra más amplia de Efrén. Es un autor prolífico e interesante en muchos aspectos, pero sobre todo desde el punto de vista teológico.

        El carácter específico de su trabajo consiste en unir teología y poesía. Al acercarnos a su doctrina, tenemos que insistir desde el inicio en esto: hace teología de forma poética. La poesía le permite profundizar en la reflexión teológica a través de paradojas e imágenes. Al mismo tiempo, su teología se hace liturgia, se hace música: de hecho, era un gran compositor, un músico. Teología, reflexión sobre la fe, poesía, canto, alabanza a Dios, van juntos; y, precisamente por este carácter litúrgico, aparece con nitidez en la teología de Efrén la verdad divina. En la búsqueda de Dios, al hacer teología, sigue el camino de la paradoja y del símbolo. Privilegia las imágenes contrapuestas, pues le sirven para subrayar el misterio de Dios.

        Ahora no puedo hablar mucho de él, en parte porque es difícil de traducir la poesía, pero para dar al menos una idea de su teología poética quisiera citar pasajes de dos himnos. Ante todo, y de cara también al próximo Adviento, os propongo unas espléndidas imágenes tomadas de los himnos «Sobre la natividad de Cristo». Ante la Virgen, Efrén manifiesta con inspiración su maravilla:

«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella
para no hacer ruido.
El pastor vino a ella,
y nació el Cordero, que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
Quien creó todo
se ha apoderado de él, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero vestido con ropas humildes.
Quien todo lo da
experimentó el hambre.
Quien da de beber a todos
Sufrió la sed.
Desnudo salió de ella,
quien todo lo reviste (de belleza)» (Himno «De Nativitate» 11, 6-8).


        Para expresar el misterio de Cristo, Efrén utiliza una gran variedad de temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos pone en relación a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).

«Fue cerrando
con la espada del querubín,
hasta dejar cerrado
el camino del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado él mismo como alimento,
como oblación (eucarística).
Los árboles del Edén
fueron dados como alimento
al primer Adán.
Por nosotros el jardinero
del Jardín en persona
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos nosotros habíamos salido
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que ha sido retirada la espada,
abajo (en la cruz) por la lanza
podemos regresar» (Himno 49, 9-11).


        Para hablar de la Eucaristía, Efrén utiliza dos imágenes: las brasas o el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del profeta Isaías (Cf. 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para purificarlos; el cristiano, por el contrario, toca y digiere las mismas Brasas, al mismo Cristo:

«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede digerirse;
en tu vino está el fuego, que no puede beberse.
El Espíritu en tu pan, el fuego en tu vino:
ésta es la maravilla acogida por nuestros labios.
El serafín no podía acercar sus dedos a las brasas,
a las que sólo pudieron acercarse los labios de Isaías;
ni los dedos las tomaron, ni los labios las digirieron;
pero el Señor nos ha concedido a nosotros ambas cosas.
El fuego descendió con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende sobre el pan y allí permanece.
En vez del fuego que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados» (Himno «De Fide», 10, 8-10).


Un ejemplo más de los himnos de san Efrén, donde habla de la perla como símbolo de la riqueza y de la belleza de la fe:

«Coloqué (la perla), hermanos, en la palma de mi mano
para poder examinarla.
La observé por todos los lados:
tenía el mismo aspecto desde todos los lados.
Así es la búsqueda del Hijo, inescrutable,
pues es totalmente luminosa.
En su limpidez, vi al Límpido,
que no se opaca;
en su pureza,
vi al símbolo del cuerpo de nuestro Señor,
que es puro.
En su carácter indivisible, vi la verdad,
que es indivisible» (Himno sobre la Perla 1, 2-3).


        La figura de Efrén sigue siendo plenamente actual para la vida de varias Iglesias cristianas. Lo descubrimos en primer lugar como teólogo, que a partir de la Sagrada Escritura reflexiona poéticamente en el misterio de la redención del hombre realizada por Cristo, Verbo de Dios encarando. Hace una reflexión teológica expresada con imágenes y símbolos tomados de la naturaleza, de la vida cotidiana y de la Biblia. Efrén confiere a la poesía y a los himnos para la Liturgia un carácter didáctico y catequético; se trata de himnos teológicos y, al mismo tiempo, adecuados para ser recitados en el canto litúrgico. Efrén se sirve de estos himnos para difundir, con motivo de las fiestas litúrgicas, la doctrina de la Iglesia. Con el pasar del tiempo, se han convertido en un instrumento catequético sumamente eficaz para la comunidad cristiana.

        Es importante la reflexión de Efrén sobre el tema de Dios creador: en la creación no hay nada aislado, y el mundo es, junto a la Sagrada Escritura, una Biblia de Dios. Al utilizar de manera equivocada su libertad, el hombre trastoca el orden del cosmos. Para Efrén, dado que no hay Redención sin Jesús, tampoco hay Encarnación sin María. Las dimensiones divinas y humanas del misterio de nuestra redención se encuentran en los escritos de Efrén; de manera poética y con imágenes tomadas fundamentalmente de las Escrituras, anticipa el trasfondo teológico y en cierto sentido el mismo lenguaje de las grandes definiciones cristológicas de los Concilios del siglo V.

        Efrén, honrado por la tradición cristiana con el título de «cítara del Espíritu Santo», decidió seguir siendo diácono de su Iglesia durante toda la vida. Fue una decisión decisiva y emblemática: fue diácono, es decir servidor, ya sea en el ministerio litúrgico, ya sea de manera más radical en el amor a Cristo, cantado por él de manera sin par, ya sea por último en la caridad a los hermanos, a quienes introdujo con maestría excepcional en el conocimiento de la Revelación divina.


 

 

 

san Cromacio de Aquileya

(catequesis pronunciada el miércoles 5 de diciembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

        En las últimas catequesis hemos hecho una excursión por las Iglesias de Oriente de lengua semítica, meditando sobre Afraates el persa y san Efrén el sirio; hoy regresamos al mundo latino, al norte del Imperio Romano, con san Cromacio de Aquileya. Este obispo desempeñó su ministerio en la antigua Iglesia de Aquileya, ferviente centro de vida cristiana situado en la Décima región del Imperio Romano, la Venetia et Histria.

        En el año 388, cuando Cromacio subió a la cátedra episcopal de la ciudad, la comunidad cristiana local había madurado ya una gloriosa historia de fidelidad al Evangelio. Entre la segunda mitad del siglo III y los primeros años del IV, las persecuciones de Decio, de Valeriano y de Diocleciano habían cosechado un gran número de mártires. Además, la Iglesia de Aquileya había tenido que afrontar, al igual que las demás Iglesias de la época, la amenaza de la herejía arriana. El mismo Atanasio, el heraldo de la Ortodoxa de Nicea, a quienes los arrianos habían expulsado al exilio, encontró durante un tiempo refugio en Aquileya. Bajo la guía de sus obispos, la comunidad cristiana resistió a las insidias de la herejía y reforzó su adhesión a la fe católica.

        En septiembre del año 381, Aquileya fue sede de un sínodo, que reunió a unos 35 obispos de las costas de África, del valle del Rin, y de toda la Décima región. El sínodo pretendía acabar con los últimos residuos de arrianismo en Occidente. En el Concilio participó el presbítero Cromacio como perito del obispo de Aquileya, Valeriano (370/1-387/8). Los años en torno al sínodo del año 381 representan la «edad de oro» de la comunidad de Aquileya. San Jerónimo, que había nacido en Dalmacia, y Rufino de Concordia hablan con nostalgia de su permanencia en Aquileya (370-373), en aquella especie de cenáculo teológico que Jerónimo no duda en definir «tamquam chorus beatorum», «como un coro de bienaventurados» (Crónica: PL XXVII, 697-698). En este cenáculo, que en ciertos aspectos recuerda las experiencias comunitarias vividas por Eusebio de Verceli y por Agustín, se conforman las personalidades más notables de las Iglesias del Alto Adriático.

        Pero ya en su familia Cromacio había aprendido a conocer y a amar a Cristo. Nos habla de ella, con palabras llenas de admiración, el mismo Jerónimo, que compara a la madre de Cromacio con la profetisa Ana, a sus hermanas con las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, a Cromacio mismo y su hermano Eusebio con el joven Samuel (Cf. Epístola VII: PL XXII,341). Jerónimo sigue diciendo: «El beato Cromacio y el santo Eusebio eran tan hermanos de sangre como por la unión de ideales» (Epístola VIII: PL XXII, 342).

        Cromacio había nacido en Aquileya hacia el año 345. Fue ordenado diácono y después presbítero; por último, fue elegido pastor de aquella Iglesia (año 388). Tras recibir la consagración episcopal del obispo Ambrosio, se dedicó con valentía y energía a una ingente tarea por la extensión del terreno que se había confiado a su atención pastoral: la jurisdicción eclesiástica de Aquileya, que se extendía desde los territorios de la actual Suiza, Baviera, Austria y Eslovenia, hasta llegar a Hungría.

        Es posible hacerse una idea de cómo Cromacio era conocido y estimado en la Iglesia de su tiempo por un episodio de la vida de san Juan Crisóstomo. Cuando el obispo de Constantinopla fue exiliado de su sede, escribió tres cartas a quienes consideraba como los más importantes obispos de occidente para alcanzar su apoyo ante los emperadores: una carta la escribió al obispo de Roma, la segunda al obispo de Milán, la tercera al obispo de Aquileya, es decir, Cromacio (Epístola CLV: PG LII, 702). También para él eran tiempos difíciles a causa de la precaria situación política. Con toda probabilidad Cromacio falleció en el exilio, en Grado, mientras trataba de escapar de los saqueos de los bárbaros, en el mismo año 407 en el que también moría Crisóstomo.

        Por prestigio e importancia, Aquileya era la cuarta ciudad de la península italiana, y la novena del Imperio romano: por este motivo llamaba la atención de los godos y de los hunos. Además de causar graves lutos y destrucción, las invasiones de estos pueblos comprometieron gravemente la transmisión de las obras de los Padres conservadas en la biblioteca episcopal, rica en códices. Se perdieron también los escritos de Cromacio, que se desperdigaron, y con frecuencia fueron atribuidos a otros autores: a Juan Crisóstomo (en parte, a causa de que sus dos nombres comenzaban igual: «Chromatius» como «Chrysostomus»); o a Ambrosio y a Agustín; e incluso a Jerónimo, a quien Cromacio había ayudado mucho en la revisión del texto y en la traducción latina de la Biblia. El redescubrimiento de gran parte de la obra de Cromacio se debe a afortunadas vicisitudes, que han permitido en los años recientes reconstruir un corpus de escritos bastante consistente: más de unos cuarenta sermones, de los cuales una decena en fragmentos, además de unos sesenta tratados de comentario al Evangelio de San Mateo.

        Cromacio fue un sabio maestro y celoso pastor. Su primer y principal compromiso fue el de ponerse a la escucha de la Palabra para ser capaz de convertirse en su heraldo: en su enseñanza siempre se basa en la Palabra de Dios y a ella regresa siempre. Algunos temas los lleva particularmente en el corazón: ante todo, el misterio de la Trinidad, que contempla en su revelación a través de la historia de la salvación. Después está el tema del Espíritu Santo: Cromacio recuerda constantemente a los fieles la presencia y la acción de la tercera Persona de la Santísima Trinidad en la vida de la Iglesia.

        Pero el santo obispo afronta con particular insistencia el misterio de Cristo. El Verbo encarnado es verdadero Dios y verdadero hombre: ha asumido integralmente la humanidad para entregarle como don la propia divinidad. Estas verdades, repetidas con insistencia, en parte en clave antiarriana, llevarían unos cincuenta años después a la definición del Concilio de Calcedonia.

        El hecho de subrayar intensamente la naturaleza humana de Cristo lleva a Cromacio a hablar de la Virgen María. Su doctrina mariológica es tersa y precisa. Le debemos algunas descripciones sugerentes de la Virgen Santísima: María es la «virgen evangélica capaz de acoger a Dios»; es la «oveja inmaculada» que engendró al «cordero cubierto de púrpura» (Cf Sermo XXIII,3: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/1, p. 134).

        El obispo de Aquileya pone con frecuencia a la Virgen en relación con la Iglesia: ambas, de hecho, son «vírgenes» y «madres». La eclesiología de Cromacio se desarrolla sobre todo en el comentario a Mateo. Estos son algunos de los conceptos repetidos: la Iglesia es única, ha nacido de la sangre de Cristo; es un vestido precioso tejido por el Espíritu Santo; la Iglesia está allí donde se anuncia que Cristo nació de la Virgen, donde florece la fraternidad y la concordia. Una imagen particularmente querida por Cromacio es la del barco en el mar en la tempestad --vivió en una época de tempestades, como hemos visto--: «No hay duda», afirma el santo obispo, «que esta nave representa a la Iglesia» (cfr Tract. XLII,5: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/2, p. 260).

        Como celoso pastor, Cromacio sabe hablar a su gente con un lenguaje fresco, colorido e incisivo. Sin ignorar la perfecta construcción latina, prefiere recurrir al lenguaje popular, rico de imágenes fácilmente comprensibles. De este modo, por ejemplo, tomando pie del mar, pone en relación por una parte la pesca natural de peces que, echados a la orilla, mueren; y por otra, la predicación evangélica, gracias a la cual los hombres son salvados de las aguas enfangadas de la muerte, e introducidos en la verdadera vida (Cf. Tract. XVI,3: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/2, p. 106).

        Desde el punto de vista del buen pastor, en un período borrascoso como el suyo, flagelado por los saqueos de los bárbaros, sabe ponerse siempre al lado de los fieles para alentarles y para abrir su espíritu a la confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.

        Recogemos, al final, como conclusión de estas reflexiones, una exhortación de Cromacio que todavía hoy sigue siendo válida: «Invoquemos al Señor con todo el corazón y con toda la fe --recomienda el obispo de Aquileya en un Sermón--, pidámosle que nos libere de toda incursión de los enemigos, de todo temor de los adversarios. Que no tenga en cuenta nuestros méritos, sino su misericordia, él que también en el pasado se dignó liberar a los hijos de Israel no por sus méritos, sino por su misericordia. Que nos proteja con su acostumbrado amor misericordioso, y que actúe a través de nosotros lo que dijo san Moisés a los hijos de Israel: "El Señor peleará en vuestra defensa y vosotros quedaréis en silencio". Quien pelea es Él y es Él quien vence... Y para que se digne hacerlo tenemos que rezar lo más posible. Él mismo dice por labios del profeta: "Invócame en el día de la tribulación; yo te liberaré y tú me glorificarás"» (Sermo XVI,4: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/1, pp. 100-102).

        De este modo, precisamente al inicio del Adviento, san Cromacio nos recuerda que el Adviento es tiempo de oración, en el que es necesario entrar en contacto con Dios. Dios nos conoce, me conoce, conoce a cada uno de nosotros, me ama, no me abandona. Sigamos adelante con esta confianza en el tiempo litúrgico recién comenzado.

 

 

 

 

san Paulino de Nola

(catequesis pronunciada el miércoles 12 de diciembre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

        El padre de la Iglesia que presentamos hoy es san Paulino de Nola. De la época de san Agustín, con quien estuvo unido por una intensa amistad, Paulino ejerció su ministerio en Campania, en Nola, donde fue monje, y luego presbítero y obispo. Ahora bien, era originario de Aquitania, en el sur de Francia, más en concreto de Burdeos, donde nació en el seno de una familia de alta alcurnia. Allí recibió una fina educación literaria, teniendo por maestro al poeta Ausonio. Se alejó de su tierra en una primera ocasión para seguir su precoz carrera política. Siendo todavía joven, desempeñó el papel de gobernador de Campania. En este cargo público destacó por su sabiduría y mansedumbre. En este período la gracia hizo germinar en su corazón la semilla de la conversión. La chispa surgió de la fe sencilla e intensa con la que el pueblo honraba la tumba de un santo, el mártir Félix, en el santuario de la actual Cimitile. Como responsable público, Paulino se preocupó por este santuario e hizo construir un hospicio para los pobres y un camino para hacer más fácil el acceso de los numerosos peregrinos.

        Mientras se dedicaba a construir la ciudad terrena descubría el camino hacia la ciudad celestial. El encuentro con Cristo fue el punto de llegada después de un camino arduo, sembrado de pruebas. Circunstancias dolorosas, comenzando por la pérdida del favor de la autoridad política, le hicieron tocar con la mano la caducidad de lo terrenal. Tras descubrir la fe, escribirá: «El hombre sin Cristo es polvo y sombra» (Carmen X, 289). Buscando el sentido de la existencia, viajó a Milán para aprender de san Ambrosio. Después completó la formación cristiana en su tierra natal, donde recibió el bautismo de manos del obispo Delfín, de Burdeos. En su camino de fe aparece también el matrimonio. Se casó con Teresa, una mujer noble de Barcelona, con quien tuvo un hijo. Hubiera seguido siendo un buen laico cristiano, si la muerte del niño a los pocos días no le hubiera sacudido interiormente, mostrándole que Dios tenía otro designio para su vida. Se sintió llamado a entregarse a Cristo en una rigurosa vida ascética.

        En pleno acuerdo con su mujer, Teresa, vendió sus bienes para ayudar a los pobres y, junto con ella, dejó Aquitania para ir a vivir a Nola, junto a la basílica del protector san Félix en casta fraternidad, según una forma de vida a la que otros se unieron. El ritmo era típicamente monástico, pero Paulino, que fue ordenado presbítero en Barcelona, comenzó a ejercer también el ministerio sacerdotal con los peregrinos.

        Esto le atrajo la simpatía y la confianza de la comunidad cristiana que, al morir el obispo, hacia el año 409, le eligió como sucesor en la cátedra de Nola. Su acción pastoral se intensificó, caracterizándose por una atención por los pobres. Dejó la imagen de un auténtico pastor de la caridad como lo describió san Gregorio Magno en el capítulo III de sus Diálogos, en donde Paulino es retratado en el heroico gesto de ofrecerse como prisionero en lugar del hijo de una viuda. El episodio es discutido históricamente, pero queda la figura de un obispo de gran corazón, que supo estar junto a su pueblo en las tristes contingencias de las invasiones de los bárbaros.

        La conversión de Paulino impresionó a sus contemporáneos. Su maestro, Ausonio, poeta pagano, se sintió «traicionado», y le dirigió palabras duras, reprendiéndole por su «desprecio», considerado irrazonable, de los bienes materiales, y por abandonar su vocación de escritor. Paulino replicó que su ayuda a los pobres no significaba desprecio por los bienes terrenales, sino más bien valorarlos con el fin más elevado de la caridad. Por lo que se refiere a sus capacidad literaria, Paulino no había abandonado el talento poético, que seguiría cultivando, sino las fórmulas poéticas inspiradas en la mitología y en los ideales paganos. Una nueva ascética regía su sensibilidad: era la belleza del Dios encarnado, crucificado y resucitado de quien ahora se había convertido en trovador. En realidad, no había dejado la poesía, sino que pasaba a buscar inspiración en al Evangelio, como dice en este verso: «Para mí el único arte es la fe, y Cristo mi poesía»At nobis ars una fides, et musica Christus»: Carme XX, 32).

        Sus poemas son cantos de fe y de amor, en los que la historia diaria de los pequeños y grandes acontecimientos es vista como historia de salvación, como historia de Dios con nosotros. Muchas de estas composiciones, los así llamados «Cármenes de Navidad», están ligados a la fiesta anual del mártir Félix, a quien había escogido como patrono celestial. Recordando a san Félix, quería glorificar al mismo Cristo, convencido de que la intercesión del santo le había alcanzado la gracia de la conversión: «En tu luz, glorioso, he amado a Cristo» (Carmen XXI, 373). Expresó este mismo concepto ampliando el espacio del santuario con una nueva basílica, que decoró de manera que las pinturas, ilustradas con explicaciones adecuadas, se convirtieran para los peregrinos en una catequesis visual. De este modo explicaba su proyecto en un carmen, dedicado a otro gran catequista, san Niceto de Remesiana, mientras le acompañaba en una visita a sus basílicas: «Ahora quiero que contemples la larga serie de pinturas de las paredes de los pórticos... Nos ha parecido útil representar con la pintura argumentos sagrados en toda la casa de Félix, con la esperanza de que, al ver estas imágenes, la figura dibujada suscite el interés de las mentes sorprendidas de los campesinos» (Carmen XXVII, versículos 511.580-583). Todavía hoy se pueden admirar aquellos vestigios que hacen del santo de Nola una de las figuras de referencia de la arqueología cristiana.

        En el cenobio de Cimitile, la vida discurría en pobreza, oración y totalmente sumergida en la lectio divina. La Escritura leída, meditada, asimilada, era el rayo de luz a través del cual el santo de Nola escrutaba su alma en su búsqueda de la perfección. A quien se sorprendía por la decisión de abandonar los bienes materiales, le recordaba que este gesto no representaba ni muchos menos la plena conversión: «Abandonar o vender los bienes temporales poseídos en este mundo no significa el cumplimiento, sino sólo el inicio de la carrera en el estadio; no es, por así decir, la meta, sino sólo la salida. El atleta no gana cuando se quita los vestidos, pues los deja a un lado para poder comenzar a luchar. Sólo recibe la corona de vencedor después de haber combatido como se debe» (Cf. Epístola XXIV, 7 a Sulpicio Severo).

        Junto a la ascesis y a la Palabra de Dios, la caridad: en la comunidad monástica los pobres se sentían en su casa. Paulino no se limitaba a darles limosna: les acogía como si fuera el mismo Cristo. Les reservaba un ala del monasterio y, de este modo, no tenía la impresión de dar, sino de recibir, en el intercambio de dones entre la acogida ofrecida y la gratitud hecha oración de aquellos a quienes ayudaba. Llamaba a los pobres sus «dueños» (Cf. Epístola XIII, 11 a Pamaquio) y, al observar que se alojaban en el piso inferior, les decía que su oración desempeñaba la función de los cimientos de su casa (Cf. Carmen XXI, 393-394).

        San Paulino no escribió tratados de teología, sino que sus cármenes y su denso epistolario están llenos de una teología vivida, penetrada por la Palabra de Dios, escrutada constantemente como luz para la vida. En particular, expresa el sentido de la Iglesia como misterio de unidad. Vivía la comunión sobre todo a través de una profunda práctica de la amistad espiritual. En este sentido, Paulino fue un verdadero maestro, haciendo de su vida un cruce de caminos de espíritus elegidos: de Martín de Tours a Jerónimo, de Ambrosio a Agustín, de Delfín de Burdeos a Niceto de Remesiana, de Vitricio de Rouen a Rufino de Aquileya, de Pamaquio a Sulpicio Severo, y muchos más, ya sean conocidos o no. En este clima nacen las intensas páginas que dirigió a Agustín. Independientemente de los contenidos de las diferentes cartas, impresiona el ardor con el que el santo de Nola canta la amistad misma, como manifestación del único cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo.

        Este es un significativo pasaje de los inicios de la correspondencia entre los dos amigos: «No hay que sorprenderse si nosotros, a pesar de la lejanía, estamos juntos y sin habernos conocido nos conocemos, pues somos miembros de un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza, hemos quedado inundados por una sola gracia, vivimos de un solo pan, caminamos por un camino único, vivimos en la misma casa» (Epístola 6, 2). Como puede verse, se trata de una bellísima descripción de lo que significa ser cristianos, ser Cuerpo de Cristo, vivir en la comunión de la Iglesia. La teología en nuestro tiempo ha encontrado precisamente en el concepto de comunión la clave para afrontar el misterio de la Iglesia. El testimonio de san Paulino de Nola nos ayuda a experimentar la Iglesia tal y como la presenta el Concilio Vaticano II: sacramento de la íntima unión con Dios y de este modo de la unidad de todos nosotros y por último de todo el género humano (Cf. Lumen gentium, 1). Con esta perspectiva os deseo a todos vosotros un feliz tiempo de Adviento.

 


 

 

Marta y María

(homilía pronunciada el miércoles 20 de julio de 1980 por Juan Pablo II a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Puesto que estamos celebrando la Santa Misa (Domingo XVI-C), debemos tomar de la liturgia de la Palabra la enseñanza adecuada para nuestra vida. Acabamos de leer en el Evangelio según San Lucas el episodio de la hospitalidad concedida a Jesús por Marta y María (Lc 10,38-42). Estas dos hermanas, en la historia de la espiritualidad cristiana, se han considerado como figuras emblemáticas relacionadas, respectivamente, con la acción y la contemplación: Marta está muy ocupada en las tareas de la casa, mientras que María está sentada a los pies de Jesús para escuchar su palabra. Podemos sacar dos lecciones de este texto evangélico.

        Ante todo, hay que notar la frase final de Jesús: «María ha elegido la parte mejor, que no le será quitada». De esta manera subraya, con fuerza, el valor fundamental e insustituible que, para nuestra existencia, tiene la escucha de la Palabra de Dios: ésta debe ser nuestro constante punto de referencia, nuestra luz y nuestra fuerza. Pero hay que escucharla.

        Hay que saber estar en silencio, crear espacios de soledad o, mejor, de encuentro reservado a una intimidad con el Señor. Hay que saber contemplar. El hombre de hoy siente mucho la necesidad de no limitarse a las meras preocupaciones materiales, e integrar, en cambio, su propia cultura técnica con superiores y desintoxicantes aportaciones procedentes del mundo del espíritu. Desgraciadamente, nuestra vida diaria corre el riesgo o incluso experimenta casos, más o menos difundidos, de contaminación interior. Pero el contacto de fe con la Palabra del Señor nos purifica, nos eleva y nos vuelve a dar energía.

        Por tanto, tenemos que conservar siempre ante los ojos del corazón el misterio del amor, con que Dios ha venido a nuestro encuentro en su Hijo, Jesucristo: el objeto de nuestra contemplación está todo aquí, y de aquí procede nuestra salvación, el rescate de toda forma de alienación y, sobre todo, de la del pecado. En resumidas cuentas, estamos invitados a hacer como la otra María, la Madre de Jesús, la cual «guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Con esta condición no seremos hombres en una sola dimensión, sino ricos de la misma grandeza de Dios.

        Pero hay una segunda lección que aprender: y es que nunca debemos ver un contraste entre la acción y la contemplación. En efecto, leemos en el Evangelio que fue «Marta», y no María, quien acogió a Jesús «en su casa». Por otra parte, la primera lectura de hoy (Gén 18,1-10) nos sugiere la armonía entre las dos cosas: el episodio de la hospitalidad concedida por Abrahán a los tres misteriosos personajes enviados por el Señor, los cuales, según una antigua interpretación, son incluso una imagen de la Santa Trinidad, nos enseña que también con nuestros trabajos diarios más pequeños podemos servir al Señor y estar en contacto con Él. Y, puesto que este año se celebra el decimoquinto centenario del nacimiento de San Benito, recordamos su célebre máxima: «Reza y trabaja», Ora et labora! Estas palabras contienen un programa entero: no de oposición, sino de síntesis; no de contraste, sino de fusión entre dos elementos igualmente importantes.

        Esto trae consigo para nosotros una enseñanza muy concreta que se puede expresar en manera de interrogación: ¿hasta qué punto somos capaces de ver en la contemplación y en la oración un momento de auténtica carga para nuestras tareas diarias? Y, por otra parte: ¿hasta qué punto podemos vivificar, hasta lo íntimo, nuestro trabajo con una fermentadora comunión con el Señor? Estas preguntas pueden servir para un examen de conciencia y convertirse en estímulo para una toma de conciencia de nuestra vida de cada día, que sea, al mismo tiempo, más contemplativa y más activa.

        Mientras ahora seguimos la celebración de la Santa Misa, ofrecemos al Señor estos nuestros propósitos, y sobre todo invocamos su potente gracia para que nos ayude a traducirlos en realidad vivida

 

SAN JUAN MARÍA VIANNEY, CURA DE ARS

(homilía pronunciada el miércoles 5 de agosto de 2009 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

            En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al encuentro del Padre celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene por tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". De la santidad depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión de todo sacerdote.
        Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa.
        Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.
        El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.
        El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).
        Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar al confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Presencia eucarística.
        Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia.
        Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.
        Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).
        Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.
        Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.
        Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano II cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate espiritual" .

        La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía.
        Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como Virgen de las Nieves.
 

 

Beata Madre Teresa de Calcuta: “reflejo del Amor de Dios”

Benedicto XVI en el I centenario del nacimiento de la beata (26-XII-2010)

 

Nacida en Albania en 1910. De sí misma decía: «De sangre soy albanesa. De ciudadanía, India. En lo referente a la fe, soy una monja Católica. Por mi vocación, pertenezco al mundo. En lo que se refiere a mi corazón, pertenezco totalmente al Corazón de Jesús».  .       Fundadora de las “Misioneras de la Caridad” ha dedicado toda su vida al servicio de los pobres entre los pobres. Pobres con hambre de pan y pobres con hambre de Dios. En efecto, el Señor la eligió “para anunciar el Evangelio a todo el mundo, no con la predicación sino con gestos diarios de amor a los más pobres. Misionera con el lenguaje más universal: el de la caridad sin límites ni exclusiones, sin preferencias, salvo por los más abandonados”.

Era un ejemplo de misionariedad: “La existencia religiosa de Madre Teresa es profunda y totalmente misionera. Su llamada a la misión la ha llevado a dejar su patria para ir a una Nación que tenía necesidad de abrirse a Cristo. No contenta con todo lo que daba, acogió otra llamada en la llamada, una voz que le pedía dar todavía más, donar todo su ser a los más pobres entre los pobres.

Es una llamada a una misión difícil y peligrosa, pero la fuerza de la pequeña y débil misionera es toda de Dios, centrada en Jesucristo y movida por un profundo amor sin límites para quienes eran sin amor ni esperanza” (S.E. Card. Crescenzio Sepe, ex Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos).

Su secreto para sacar las fuerzas necesarias para hacer tanto bien: la oración y la contemplación silenciosa de Jesucristo. Ella misma decía: "El fruto del silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz". Es decir, contemplación y acción, evangelización y promoción humana.

“Teresa de Calcuta fue realmente madre. Madre de los pobres, madre de los niños. Madre de tantas muchachas y de tantos jóvenes que la tuvieron como guía espiritual y compartieron su misión” (S.S. Juan Pablo II, 20 de Octubre de 2003)

Solía decir: "Si oís que una mujer no quiere tener a su hijo y desea abortar, tratad de convencerla de que me traiga a ese niño. Yo lo amaré, viendo en él el signo del amor de Dios".

 Benedicto XVI la calificó como “reflejo del Amor de Dios” y dijo lo siguiente en el centenario de su nacimiento:

Queridos amigos:

Me alegra estar hoy con vosotros y dirijo mi cordial saludo a la reverenda madre general de las Misioneras de la Caridad, a los sacerdotes, a las religiosas, a los hermanos contemplativos y a todos vosotros aquí presentes para vivir juntos este momento fraterno.

La luz del Nacimiento del Señor llena nuestro corazón de la alegría y de la paz que anunciaron los ángeles a los pastores de Belén: «Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14). El Niño que vemos en la cueva es Dios mismo que se ha hecho hombre para mostrarnos cuánto nos quiere, cuánto nos ama: Dios se ha hecho uno de nosotros, para acercarse a cada uno, para vencer el mal, para liberarnos del pecado, para darnos esperanza, para decirnos que nunca estamos solos. Siempre podemos acudir a él, sin miedo, llamándolo Padre, con la seguridad de que en todo momento, en toda situación de la vida, incluso en las más difíciles, él no nos olvida. Debemos decirnos con mayor frecuencia: Sí, Dios cuida de mí, me ama, Jesús ha nacido también para mí; siempre debo tener confianza en él.

Queridos hermanos y hermanas, dejemos que la luz del Niño Jesús, del Hijo de Dios hecho hombre ilumine nuestra vida para transformarla en luz, como vemos de modo especial en la vida de los santos. Pienso en el testimonio de la beata Teresa de Calcuta, un reflejo de la luz del amor de Dios. Celebrar el centenario de su nacimiento es motivo de gratitud y de reflexión para un renovado y gozoso compromiso al servicio del Señor y de los hermanos, especialmente de los más necesitados. El Señor mismo, como sabemos, quiso pasar necesidad. Queridas hermanas, queridos sacerdotes y hermanos, queridos amigos del personal, la caridad es la fuerza que cambia el mundo, porque Dios es amor (cf. 1 Jn 4,7-9).

La beata Teresa de Calcuta vivió la caridad con todos sin distinción, pero con preferencia por los más pobres y abandonados: un signo luminoso de la paternidad y de la bondad de Dios. Supo reconocer en cada uno el rostro de Cristo, al que amaba con todo su ser: al Cristo que adoraba y recibía en la Eucaristía seguía encontrándolo por los caminos y las calles de la ciudad, convirtiéndose en «imagen» viva de Jesús que derrama sobre las heridas del hombre la gracia del amor misericordioso. La respuesta a quien se pregunta por qué la madre Teresa se hizo tan famosa es sencilla: porque vivió de modo humilde y oculto, por amor y en el amor de Dios. Ella misma afirmaba que su premio más grande era amar a Jesús y servirlo en los pobres. Su figura pequeña, con las manos juntas o mientras acariciaba a un enfermo, un leproso, un moribundo, un niño, es el signo visible de una vida transformada por Dios. En la noche del dolor humano hizo brillar la luz del Amor divino y ayudó a muchos corazones a encontrar la paz que sólo Dios puede dar.

Demos gracias al Señor porque en la beata Teresa de Calcuta todos hemos visto cómo puede cambiar nuestra vida cuando se encuentra con Jesús; puede llegar a ser para los demás reflejo de la luz de Dios. A muchos hombres y mujeres, en situaciones de miseria y sufrimiento, ella les dio el consuelo y la certeza de que Dios no abandona nunca a nadie. Su misión sigue a través de aquellos que, aquí como en otras partes del mundo, viven su carisma de Misioneros y Misioneras de la Caridad. Es grande nuestra gratitud, queridas hermanas, queridos hermanos, por vuestra presencia humilde, discreta, oculta a los ojos de los hombres, pero extraordinaria y preciosa para el corazón de Dios. Al hombre, que a menudo busca felicidades ilusorias, vuestro testimonio de vida le muestra dónde se encuentra la verdadera alegría: en compartir, en dar, en amar con la misma gratuidad de Dios que rompe la lógica del egoísmo humano.

Queridos amigos, sabed que el Papa os ama, os lleva en su corazón, os estrecha en un abrazo paterno y reza por vosotros. ¡Muchas felicidades! Gracias por haber querido compartir la alegría de estos días de fiesta. Invoco la protección materna de la Sagrada Familia de Nazaret, que hoy celebramos -Jesús, María y José-, y os bendigo a todos vosotros y a vuestros seres queridos.

 

 

 

SAN BERNARDO DE CLARAVAL
 

 

(catequesis pronunciada el miércoles 20 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        El calendario cita hoy, entre los santos del día, a san Bernardo de Claraval, gran doctor de la Iglesia, que vivió entre los siglos XI y XII (1091-1153). Su ejemplo y sus enseñanzas resultan muy útiles también en nuestro tiempo. Habiéndose retirado del mundo tras un período de intensa agitación interior, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de 25 años, y lo dirigió durante 38 años, hasta su muerte.

        La vida de silencio y contemplación no le impidió realizar una intensa actividad apostólica. También fue ejemplar por el gran empeño con que luchó por dominar su temperamento impetuoso, así como por la humildad con la que supo reconocer sus límites y sus fallos.

        La riqueza y el valor de su teología no se deben tanto al hecho de que abrió nuevos caminos, sino más bien a que logró presentar las verdades de la fe con un estilo tan claro e incisivo que fascinaba a quienes lo escuchaban y disponía el espíritu al recogimiento y a la oración. En cada uno de sus escritos se percibe el eco de una rica experiencia interior, que lograba comunicar a los demás con una sorprendente capacidad de persuasión.

        Para él la fuerza más grande de la vida espiritual es el amor. Dios, que es Amor, crea al hombre por amor y por amor lo rescata; la salvación de todos los seres humanos, heridos mortalmente por la culpa original y abrumados por los pecados personales, consiste en adherirse firmemente a la caridad divina, que se nos reveló plenamente en Cristo crucificado y resucitado. En su amor Dios sana nuestra voluntad y nuestra inteligencia enfermas, elevándolas al grado más alto de unión con él, es decir, a la santidad y a la unión mística. San Bernardo habla de esto, entre otras cosas, en su breve pero denso «Liber de diligendo Deo». Tiene también otro escrito que quisiera señalar, el «De consideratione», dirigido al Papa Eugenio III. El tema dominante de este libro, muy personal, es la importancia del recogimiento interior -y lo dice al Papa-, elemento esencial de la piedad. El santo afirma que es necesario evitar los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, pues -así dice al Papa de ese tiempo, a todos los Papas, y a todos nosotros- las muchas ocupaciones llevan con frecuencia a la «dureza del corazón», «no son más que sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia» (II, 3).

        Esta advertencia vale para todo tipo de ocupaciones, incluidas las inherentes al gobierno de la Iglesia. El mensaje que, en este sentido, san Bernardo dirige al Pontífice, que había sido su discípulo en Claraval, es provocador: «Mira -escribe- a dónde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas..., sin dejar nada de ti para ti mismo» (ib.). ¡Cuán útil es también para nosotros esta advertencia sobre la primacía de la oración y de la contemplación! Que san Bernardo, quien supo armonizar la aspiración del monje a la soledad y a la tranquilidad del claustro con la urgencia de misiones importantes y complejas al servicio de la Iglesia, nos ayude a hacerla realidad en nuestra existencia.

        Encomendemos este difícil deseo de encontrar el equilibrio entre la interioridad y el trabajo necesario a la intercesión de la Virgen, a quien desde niño amó con tierna y filial devoción, hasta el punto de que mereció el título de «doctor mariano». Invoquémosla para que alcance el don de la paz auténtica y duradera para el mundo entero. San Bernardo, en un famoso discurso, compara a María con la estrella a la que los navegantes miran para no perder la ruta: «En el oleaje de las vicisitudes de este mundo, cuando en vez de caminar por tierra tienes la impresión de ser zarandeado entre las marolas y las tempestades, no quites los ojos del resplandor de esta estrella, si no quieres que te traguen las olas... Mira a la estrella, invoca a María... Si la sigues a ella, no te equivocarás de camino. Si ella te protege, no tendrás miedo; si ella te guía, no te cansarás; si ella te es propicia, llegarás a la meta» (Homilia super Missus est, II, 17).

 

 

 

San Máximo el Confesor

 

(catequesis pronunciada el miércoles 25 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy quiero presentar la figura de uno de los grandes Padres de la Iglesia de Oriente del período tardío. Se trata de un monje, san Máximo, al que la tradición cristiana le otorgó el título de Confesor por la intrépida valentía con que supo testimoniar —"confesar"—, incluso con el sufrimiento, la integridad de su fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Salvador del mundo.

        San Máximo nació en Palestina, la tierra del Señor, en torno al año 580. Desde su adolescencia se orientó a la vida monástica y al estudio de las Escrituras, en parte a través de las obras de Orígenes, el gran maestro que ya en el siglo III había "consolidado" la tradición exegética alejandrina.

        De Jerusalén se trasladó a Constantinopla y de allí, a causa de las invasiones bárbaras, se refugió en África, donde se distinguió por su gran valentía en la defensa de la ortodoxia. San Máximo no aceptaba ninguna disminución de la humanidad de Cristo. Había surgido la teoría según la cual Cristo sólo tenía una voluntad, la divina. Para defender la unicidad de su persona, negaban que tuviera una auténtica voluntad humana. Y, a primera vista, podía parecer algo bueno que Cristo tuviera una sola voluntad. Pero san Máximo comprendió inmediatamente que esto destruía el misterio de la salvación, pues una humanidad sin voluntad, un hombre sin voluntad no es verdadero hombre, es un hombre amputado.

        Por tanto, según esa teoría, el hombre Jesucristo no habría sido verdadero hombre, no habría vivido el drama del ser humano, que consiste precisamente en la dificultad para conformar nuestra voluntad con la verdad del ser. Así, san Máximo afirma con gran decisión: la sagrada Escritura no nos muestra a un hombre amputado, sin voluntad, sino a un verdadero hombre, a un hombre completo: Dios, en Jesucristo, asumió realmente la totalidad del ser humano —obviamente, excepto el pecado—; por tanto, también una voluntad humana.

        Dicho de esta forma resulta claro: Cristo, o es hombre o no lo es. Si es hombre, también tiene voluntad. Pero entonces surge el problema: ¿no se cae así en una especie de dualismo? ¿No se acaba afirmando dos personalidades completas: razón, voluntad y sentimiento? ¿Cómo superar el dualismo, conservar la integridad del ser humano y, sin embargo, defender la unidad de la persona de Cristo, que no era esquizofrénico? San Máximo demuestra que el hombre no encuentra su unidad, su integración, su totalidad en sí mismo, sino superándose a sí mismo, saliendo de sí mismo. De este modo, también en Cristo, saliendo de sí mismo, el hombre se encuentra a sí mismo en Dios, en el Hijo de Dios.

        No se debe amputar al hombre para explicar la Encarnación; basta comprender el dinamismo del ser humano, que sólo se realiza saliendo de sí mismo. Sólo en Dios nos encontramos a nosotros mismos; sólo en él encontramos nuestra totalidad e integridad. Así se ve que el hombre que se encierra en sí mismo no está completo; por el contrario, el hombre que se abre, que sale de sí mismo, es un hombre completo y precisamente en el Hijo de Dios se encuentra a sí mismo, encuentra su verdadera humanidad.

        Para san Máximo esta concepción no es una especulación filosófica; la ve realizada en la vida concreta de Jesús, sobre todo en el drama de Getsemaní. En este drama de la agonía de Jesús, en la angustia de la muerte, de la oposición entre la voluntad humana de no morir y la voluntad divina, que se ofrece a la muerte, en este drama de Getsemaní se realiza todo el drama humano, el drama de nuestra redención. San Máximo nos dice, y sabemos que es verdad: Adán —y Adán somos nosotros— creía que el "no" era el culmen de la libertad. Sólo sería realmente libre quien puede decir "no"; para realizar realmente su libertad, el hombre debe decir "no" a Dios; sólo así cree que es él mismo, que ha llegado al culmen de la libertad. La naturaleza humana de Cristo también llevaba en sí esta tendencia, pero la superó, pues Jesús comprendió que el "no" no es el grado máximo de la libertad humana.

        El grado máximo de la libertad es el "sí", la conformidad con la voluntad de Dios. El hombre sólo llega a ser realmente él mismo en el "sí"; el hombre sólo llega a estar inmensamente abierto, sólo llega a ser "divino" en la gran apertura del "sí", en la unificación de su voluntad con la voluntad divina. Adán deseaba ser como Dios, es decir, ser completamente libre. Pero el hombre que se encierra en sí mismo no es divino, no es completamente libre; lo es si sale de sí; en el "sí" llega a ser libre. Este es el drama de Getsemaní: no se haga mi voluntad, sino la tuya. Cambiando la voluntad humana por la voluntad divina nace el verdadero hombre; así somos redimidos. Este era, en síntesis, el punto principal del pensamiento de san Máximo y vemos que en él está en juego todo el ser humano; está en juego toda nuestra vida.

        San Máximo ya tenía problemas en África por defender esta concepción del hombre y de Dios; y fue llamado a Roma. En el año 649 participó en el concilio de Letrán, convocado por el Papa Martín I, para defender las dos voluntades de Cristo contra el edicto del emperador, que por el bien de la paz prohibía discutir esta cuestión. El Papa Martín I tuvo que pagar un precio muy alto por su valentía: aunque estaba enfermo, fue arrestado y llevado a Constantinopla. Procesado y condenado a muerte, se le conmutó la pena por el destierro definitivo en Crimea, donde falleció el 16 de septiembre del año 655, tras dos largos años de humillaciones y tormentos.

        Poco tiempo después, en el año 662, le tocó el turno a san Máximo, el cual, también oponiéndose al emperador, seguía repitiendo: "Es imposible afirmar que Cristo tenía una sola voluntad" (cf. PG 91, cc. 268-269). Así, junto con dos de sus discípulos, ambos llamados Anastasio, san Máximo fue sometido a un proceso agotador, a pesar de que ya tenía más de ochenta años de edad. El tribunal del emperador le condenó, con la acusación de herejía, a la cruel mutilación de la lengua y de la mano derecha, los dos órganos mediante los cuales, a través de la palabra y los escritos, san Máximo había combatido la doctrina errónea de la voluntad única de Cristo. Por último, el santo monje, así mutilado, fue desterrado a la Cólquida, en el mar Negro, donde murió, agotado por los sufrimientos padecidos, a los 82 años, el 13 de agosto del año 662.

        Al hablar de la vida de san Máximo, hemos mencionado su obra literaria en defensa de la ortodoxia. En particular, nos referimos a la Disputa con Pirro, que había sido patriarca de Constantinopla; en ella logró persuadir a su adversario de sus errores. En efecto, con gran honradez, Pirro concluyó así la Disputa: "Pido perdón para mí y para quienes me han precedido: por ignorancia llegamos a estos absurdos pensamientos y argumentaciones; y pido que se encuentre la manera de cancelar estas absurdidades, salvando el recuerdo de quienes se han equivocado" (PG 91, c. 352).

        Además, nos han llegado varias decenas de obras importantes, entre las que destaca la Mystagogia, uno de los escritos más significativos de san Máximo, que recoge su pensamiento teológico con una síntesis bien estructurada.

        El pensamiento de san Máximo nunca es sólo teológico, especulativo, encerrado en sí mismo, pues siempre desemboca en la realidad concreta del mundo y de la salvación. En este contexto, en el que tuvo que sufrir, no podía evadirse con afirmaciones filosóficas sólo teóricas; debía buscar el sentido de la vida, preguntándose: ¿quién soy?, ¿qué es el mundo? Al hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios le ha encomendado la misión de unificar el cosmos. Y como Cristo unificó en sí mismo al ser humano, el Creador ha unificado el cosmos en el hombre. Nos ha mostrado cómo unificar el cosmos en la comunión de Cristo, llegando así realmente a un mundo redimido.

        A esta profunda visión salvífica se refiere uno de los teólogos más destacados del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, quien, "relanzando" la figura de san Máximo, define su pensamiento con la incisiva expresión "liturgia cósmica" (Kosmische Liturgie). En el centro de esta solemne "liturgia" siempre está Jesucristo, único Salvador del mundo. La eficacia de su acción salvífica, que unificó definitivamente el cosmos, está garantizada por el hecho de que él, aun siendo Dios en todo, también es íntegramente hombre, incluyendo la "energía" y la voluntad del hombre.

        La vida y el pensamiento de san Máximo quedan fuertemente iluminados por su inmensa valentía para testimoniar la realidad íntegra de Cristo, sin disminuciones ni componendas. Así queda claro quién es realmente el hombre y cómo debemos vivir para responder a nuestra vocación. Debemos vivir unidos a Dios, para estar así unidos a nosotros mismos y al cosmos, dando al cosmos mismo y a la humanidad su justa forma. El "sí" universal de Cristo también nos muestra claramente dónde situar adecuadamente todos los demás valores. Pensemos en valores que justamente se defienden hoy, como la tolerancia, la libertad y el diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien del mal sería caótica y auto-destructiva. Del mismo modo, una libertad que no respete la libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras libertades respectivas, sería anárquica y destruiría la autoridad. El diálogo que ya no sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.

        Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero sólo pueden ser verdaderos si tienen un punto de referencia que los une y les confiere la verdadera autenticidad. Este punto de referencia es la síntesis entre Dios y el cosmos, es la figura de Cristo en la que aprendemos la verdad sobre nosotros mismos, así como el lugar donde se han de situar todos los demás valores, por haber descubierto su auténtico significado. Jesucristo es el punto de referencia que ilumina todos los demás valores. Este es el punto de llegada del testimonio de este gran Confesor. Así, al final, Cristo nos indica que el cosmos debe llegar a ser liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el inicio de la verdadera transformación, de la verdadera renovación del mundo.

        Por eso, quiero concluir con un pasaje fundamental de las obras de san Máximo: "Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, como antes de los siglos, ahora y en todos los siglos, y por los siglos de los siglos. ¡Amén" (PG 91, c. 269).

 

 

 

San Isidoro de Sevilla

 

(catequesis pronunciada el miércoles 18 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy voy a hablar de san Isidoro de Sevilla. Era hermano menor de san Leandro, obispo de Sevilla, y gran amigo del Papa san Gregorio Magno. Este detalle es importante, pues permite tener presente un dato cultural y espiritual indispensable para comprender la personalidad de san Isidoro. En efecto, san Isidoro debe mucho a san Leandro, persona muy exigente, estudiosa y austera, que había creado en torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por las exigencias ascéticas propias de un monje y por el ritmo de trabajo que requiere una seria entrega al estudio.

        Además, san Leandro se había encargado de disponer lo necesario para afrontar la situación político-social del momento: en aquellas décadas los visigodos, bárbaros y arrianos, habían invadido la península ibérica y se habían adueñado de los territorios que pertenecían al Imperio romano. Era necesario conquistarlos para la romanidad y para el catolicismo. La casa de san Leandro y san Isidoro contaba con una biblioteca muy rica en obras clásicas, paganas y cristianas. Por eso, san Isidoro, que se sentía atraído tanto a unas como a otras, fue educado a practicar, bajo la responsabilidad de su hermano mayor, una disciplina férrea para dedicarse a su estudio, con discreción y discernimiento.

        Así pues, en el obispado de Sevilla se vivía en un clima sereno y abierto. Lo podemos deducir por los intereses culturales y espirituales de san Isidoro, como se manifiestan en sus obras, que abarcan un conocimiento enciclopédico de la cultura clásica pagana y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De este modo se explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria de san Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a san Agustín, de Cicerón a san Gregorio Magno.

        El joven Isidoro, que en el año 599 se convirtió en sucesor de su hermano Leandro en la cátedra episcopal de Sevilla, tuvo que afrontar una lucha interior muy dura. Tal vez precisamente por esa lucha constante consigo mismo da la impresión de un exceso de voluntarismo, que se percibe leyendo las obras de este gran autor, considerado el último de los Padres cristianos de la antigüedad. Pocos años después de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el concilio de Toledo, del año 653, lo definió: «Ilustre maestro de nuestra época y gloria de la Iglesia católica ».

        San Isidoro fue, sin duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas. En su vida personal, experimentó también un conflicto interior permanente, muy parecido al que ya habían vivido san Gregorio Magno y san Agustín, entre el deseo de soledad, para dedicarse únicamente a la meditación de la palabra de Dios, y las exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación se sentía responsable como obispo. Por ejemplo, a propósito de los responsables de la Iglesia escribe: «El responsable de una Iglesia (vir ecclesiasticus), por una parte, debe dejarse crucificar al mundo con la mortificación de la carne; y, por otra, debe aceptar la decisión del orden eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse al gobierno con humildad, aunque no quisiera hacerlo» (Sententiarum liber III, 33, 1: PL 83, col. 705 B).

        Un párrafo después, añade: «Los hombres de Dios (sancti viri) no desean dedicarse a las cosas seculares y gimen cuando, por un misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades. (...) Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan lo que no quisieran y hacen lo que habrían querido evitar. Entran en lo más secreto del corazón y allí tratan de comprender lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios. Y cuando se dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, inclinan el cuello del corazón bajo el yugo de la decisión divina» (Sententiarum liber III, 33, 3: PL 83, col. 705-706).

        Para comprender mejor a san Isidoro es necesario recordar, ante todo, la complejidad de las situaciones políticas de su tiempo, a las que me referí antes: durante los años de su niñez experimentó la amargura del destierro. A pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo apostólico: sentía un gran deseo de contribuir a la formación de un pueblo que encontraba por fin su unidad, tanto en el ámbito político como religioso, con la conversión providencial de Hermenegildo, el heredero al trono visigodo, del arrianismo a la fe católica.

        Sin embargo, no se ha de subestimar la enorme dificultad que supone afrontar de modo adecuado problemas tan graves como los de las relaciones con los herejes y con los judíos. Se trata de una serie de problemas que también hoy son muy concretos, sobre todo si se piensa en lo que sucede en algunas regiones donde parecen replantearse situaciones muy parecidas a las de la península ibérica del siglo VI. La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía san Isidoro le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con la herencia clásica grecorromana. Sin embargo, más que el don precioso de la síntesis, parecía tener el de la collatio, es decir, la recopilación, que se manifestaba en una extraordinaria erudición personal, no siempre tan ordenada como se hubiera podido desear.

        En todo caso, es admirable su preocupación por no descuidar nada de lo que la experiencia humana había producido en la historia de su patria y del mundo entero. San Isidoro no hubiera querido perder nada de lo que el hombre había adquirido en las épocas antiguas, ya fueran paganas, judías o cristianas. Por tanto, no debe sorprender que, al perseguir este objetivo, no lograra transmitir adecuadamente, como hubiera querido, los conocimientos que poseía, a través de las aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, de hecho, según las intenciones de san Isidoro, las propuestas que presenta siempre están en sintonía con la fe católica, sostenida por él con firmeza. En la discusión de los diversos problemas teológicos percibe su complejidad y propone a menudo, con agudeza, soluciones que recogen y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha permitido a los creyentes, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, servirse con gratitud de sus definiciones.

        Un ejemplo significativo en este campo es la enseñanza de san Isidoro sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Escribe: «Quienes tratan de lograr el descanso de la contemplación deben entrenarse antes en el estadio de la vida activa; así, liberados de los residuos del pecado, serán capaces de presentar el corazón puro que permite ver a Dios» (Differentiarum Lib. II, 34, 133: PL 83, col 91 A).

        Su realismo de auténtico pastor lo convenció del peligro que corren los fieles de limitarse a ser hombres de una sola dimensión. Por eso, añade: "El camino intermedio, compuesto por ambas formas de vida, resulta normalmente el más útil para resolver esas tensiones, que con frecuencia se agudizan si se elige un solo tipo de vida; en cambio, se suavizan mejor alternando las dos formas" (o.c., 134: ib., col 91 B).

        San Isidoro busca en el ejemplo de Cristo la confirmación definitiva de una correcta orientación de vida y dice: «El Salvador, Jesús, nos dio ejemplo de vida activa cuando, durante el día, se dedicaba a hacer signos y milagros en la ciudad, pero mostró la vida contemplativa cuando se retiraba a la montaña y pasaba la noche dedicado a la oración» (o.c. 134: ib.). A la luz de este ejemplo del divino Maestro, san Isidoro concluye con esta enseñanza moral: «Por eso, el siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación sin renunciar a la vida activa. No sería correcto obrar de otra manera, pues del mismo modo que se debe amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Por tanto, es imposible vivir sin la presencia de ambas formas de vida, y tampoco es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra» (o.c., 135: ib., col 91 C).

        Creo que esta es la síntesis de una vida que busca la contemplación de Dios, el diálogo con Dios en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, así como la acción al servicio de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es la lección que el gran obispo de Sevilla nos deja a los cristianos de hoy, llamados a dar testimonio de Cristo al inicio de un nuevo milenio.

 

 

 

San Columbano

 

(catequesis pronunciada el miércoles 11 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy voy a hablar del santo abad Columbano, el irlandés más famoso de la alta Edad Media: con razón se le puede llamar un santo "europeo", pues como monje, misionero y escritor trabajó en varios países de Europa occidental. Como los irlandeses de su época, era consciente de la unidad cultural de Europa. En una de sus cartas, escrita en torno al año 600 y dirigida al Papa san Gregorio Magno, se encuentra por primera vez la expresión "totius Europae", "de toda Europa", refiriéndose a la presencia de la Iglesia en el continente (cf. Epistula I, 1).

        San Columbano nació en torno al año 543 en la provincia de Leinster, en el sudeste de Irlanda. Educado en su casa por óptimos maestros que lo orientaron en el estudio de las artes liberales, se encomendó después a la guía del abad Sinell de la comunidad de Cluain-Inis, en el norte de Irlanda, donde pudo profundizar en el estudio de las Sagradas Escrituras.

        Cuando tenía cerca de veinte años entró en el monasterio de Bangor, en el nordeste de la isla, donde era abad Comgall, un monje muy conocido por su virtud y su rigor ascético. En plena sintonía con su abad, san Columbano practicó con celo la severa disciplina del monasterio, llevando una vida de oración, ascesis y estudio. Allí también fue ordenado sacerdote. La vida en Bangor y el ejemplo del abad influyeron en la concepción del monaquismo que san Columbano maduró con el tiempo y difundió después en el transcurso de su vida.

        Cuando tenía unos cincuenta años, siguiendo el ideal ascético típicamente irlandés de la "peregrinatio pro Christo", es decir, de hacerse peregrino por Cristo, san Columbano dejó la isla para emprender con doce compañeros una obra misionera en el continente europeo. Debemos tener en cuenta que la migración de pueblos del norte y del este había provocado un regreso al paganismo de regiones enteras que habían sido ya cristianizadas.

        Alrededor del año 590 este pequeño grupo de misioneros desembarcó en la costa bretona. Acogidos con benevolencia por el rey de los francos de Austrasia (la actual Francia), sólo pidieron un trozo de tierra para cultivar. Les concedieron la antigua fortaleza romana de Annegray, en ruinas y abandonada, cubierta ya de vegetación. Acostumbrados a una vida de máxima renuncia, en pocos meses los monjes lograron construir, a partir de las ruinas, el primer eremitorio. De este modo, su reevangelización comenzó a desarrollarse ante todo a través del testimonio de su vida.

        Con el nuevo cultivo de la tierra comenzaron también un nuevo cultivo de las almas. La fama de estos religiosos extranjeros que, viviendo de oración y en gran austeridad, construían casas y roturaban la tierra, se difundió rápidamente, atrayendo a peregrinos y penitentes. Sobre todo muchos jóvenes pedían ser acogidos en la comunidad monástica para vivir como ellos esta vida ejemplar que renovaba el cultivo de la tierra y de las almas. Pronto resultó necesario fundar un segundo monasterio. Fue construido a pocos kilómetros de distancia, sobre las ruinas de una antigua ciudad termal, Luxeuil. Ese monasterio se convertiría en centro de la irradiación monástica y misionera de la tradición irlandesa en el continente europeo. Se erigió un tercer monasterio en Fontaine, a una hora de camino hacia el norte.

        En Luxeuil san Columbano vivió durante casi veinte años. Allí el santo escribió para sus seguidores la Regula monachorum —durante cierto tiempo más difundida en Europa que la de san Benito—, delineando la imagen ideal del monje. Es la única antigua Regla monástica irlandesa que poseemos. Como complemento, redactó la Regula coenobialis, una especie de código penal para las infracciones de los monjes, con castigos bastante sorprendentes para la sensibilidad moderna, que sólo se pueden explicar con la mentalidad de aquel tiempo y ambiente.

        Con otra obra famosa, titulada De poenitentiarum misura taxanda, que también escribió en Luxeuil, san Columbano introdujo en el continente la confesión y la penitencia privadas y reiteradas; esa penitencia se llamaba "tarifada" por la proporción establecida entre la gravedad del pecado y la reparación impuesta por el confesor. Estas novedades suscitaron sospechas entre los obispos de la región, sospechas que se convirtieron en hostilidad cuando san Columbano tuvo la valentía de reprochar abiertamente las costumbres de algunos de ellos.

        Este contraste se manifestó con la disputa sobre la fecha de la Pascua: Irlanda seguía la tradición oriental, que no coincidía con la tradición romana. El monje irlandés fue convocado en el año 603 en Châlon-sur-Saôn para rendir cuentas ante un Sínodo de sus costumbres sobre la penitencia y la Pascua. En vez de presentarse ante el Sínodo, mandó una carta en la que restaba importancia a la cuestión, invitando a los padres sinodales a discutir no sólo sobre el problema de la fecha de la Pascua, según él un problema secundario, "sino también sobre todas las normas canónicas necesarias, que muchos no observan, lo cual es más grave" (cf. Epistula II, 1). Al mismo tiempo, escribió al Papa Bonifacio IV —unos años antes ya se había dirigido al Papa san Gregorio Magno (cf. Epistula I)— para defender la tradición irlandesa (cf. Epistula III).

        Al ser intransigente en todas las cuestiones morales, san Columbano también entró en conflicto con la casa real, pues había reprendido duramente al rey Teodorico por sus relaciones adúlteras. De ello surgió una red de intrigas y maniobras a nivel personal, religioso y político que, en el año 610, desembocó en un decreto por el que se expulsó de Luxeuil a san Columbano y a todos los monjes de origen irlandés, que fueron condenados a un destierro definitivo. Fueron escoltados hasta llegar al mar y embarcados, a costa de la corte, rumbo a Irlanda. Pero el barco encalló a poca distancia de la playa y el capitán, al ver en ello un signo del cielo, renunció a la empresa y, por miedo a ser maldecido por Dios, devolvió a los monjes a tierra firme. Estos, en vez de regresar a Luxeuil, decidieron comenzar una nueva obra de evangelización. Se embarcaron en el Rhin y remontaron el río. Después de una primera etapa en Tuggen, junto al lago de Zurich, se dirigieron a la región de Bregenz, junto al lago de Costanza, para evangelizar a los alemanes.

        Ahora bien, poco después, san Columbano, a causa de vicisitudes políticas poco favorables a su obra, decidió atravesar los Alpes con la mayor parte de sus discípulos. Sólo se quedó un monje, llamado Gallus. De su eremitorio se desarrollaría la famosa abadía de Sankt Gallen, en Suiza. Al llegar a Italia, san Columbano fue recibido cordialmente en la corte real longobarda, pero muy pronto tuvo que afrontar notables dificultades: la vida de la Iglesia se encontraba desgarrada por la herejía arriana, todavía dominante entre los longobardos, y por un cisma que había separado a la mayor parte de las Iglesias del norte de Italia de la comunión con el Obispo de Roma.
San Columbano se integró con autoridad en este contexto, escribiendo un libelo contra el arrianismo y una carta a Bonifacio IV para convencerlo a comprometerse decididamente en el restablecimiento de la unidad (cf. Epistula V). Cuando el rey de los longobardos, en el año 612 ó 613, le asignó un terreno en Bobbio, en el valle de Trebbia, san Columbano fundó un nuevo monasterio que luego se convertiría en un centro de cultura comparable al famoso de Montecassino. Allí terminó su vida: falleció el 23 de noviembre del año 615 y en esa fecha se le conmemora en el rito romano hasta nuestros días.

        El mensaje de san Columbano se concentra en un firme llamamiento a la conversión y al desapego de los bienes terrenos con vistas a la herencia eterna. Con su vida ascética y su comportamiento sin componendas frente a la corrupción de los poderosos, evoca la figura severa de san Juan Bautista. Su austeridad, sin embargo, nunca es fin en sí misma; es sólo un medio para abrirse libremente al amor de Dios y corresponder con todo el ser a los dones recibidos de él, reconstruyendo de este modo en sí mismo la imagen de Dios y, a la vez, cultivando la tierra y renovando la sociedad humana.

        En sus Instructiones dice: "Si el hombre utiliza rectamente las facultades que Dios ha concedido a su alma, entonces será semejante a Dios. Recordemos que debemos devolverle todos los dones que ha depositado en nosotros cuando nos encontrábamos en la condición originaria. La manera de hacerlo nos la ha enseñado con sus mandamientos. El primero de ellos es amar al Señor con todo el corazón, pues él nos amó primero, desde el inicio de los tiempos, antes aún de que viéramos la luz de este mundo" (cf. Instr. XI).

        El santo irlandés encarnó realmente estas palabras en su vida. Hombre de gran cultura —escribió también poesías en latín y un libro de gramática—, gozó de muchos dones de gracia. Constructor incansable de monasterios, y también predicador penitencial intransigente, dedicó todas sus energías a alimentar las raíces cristianas de la Europa que estaba naciendo. Con su energía espiritual, con su fe y con su amor a Dios y al prójimo se convirtió realmente en uno de los padres de Europa: nos muestra también hoy dónde están las raíces de las cuales puede renacer nuestra Europa.

 

 

 

San Gregorio Magno

 

(catequesis pronunciada el miércoles 28 de mayo y 4 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        El miércoles pasado hablé de un Padre de la Iglesia poco conocido en Occidente, Romano el Meloda; hoy quiero presentar la figura de uno de los Padres más grandes de la historia de la Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente, el Papa san Gregorio, que fue Obispo de Roma entre los años 590 y 604, y que mereció de parte de la tradición el título Magnus, Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran doctor de la Iglesia.

        Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia de la gens Anicia, que no sólo se distinguía por la nobleza de su sangre, sino también por su adhesión a la fe cristiana y por los servicios prestados a la Sede apostólica. De esta familia habían salido dos Papas: Félix III (483-492), tatarabuelo de san Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la que san Gregorio creció se encontraba en el Clivus Scauri, rodeada de solemnes edificios que atestiguaban la grandeza de la antigua Roma y la fuerza espiritual del cristianismo. Los ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como santos, y los de sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que vivían en su misma casa como vírgenes consagradas en un camino compartido de oración y ascesis, le inspiraron elevados sentimientos cristianos.

        San Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que había seguido también su padre, y en el año 572 alcanzó la cima, convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos, obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular le dejó un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los asuntos eclesiásticos tomaran como modelo la diligencia y el respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.

        Sin embargo, esa vida no le debía satisfacer, dado que, no mucho tiempo después, decidió dejar todo cargo civil para retirarse en su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de la familia en el monasterio de San Andrés en el Celio. Este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se manifiesta continuamente en sus homilías: en medio del agobio de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Así pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus obras.

        Pero el retiro claustral de san Gregorio no duró mucho. La valiosa experiencia que adquirió en la administración civil en un período lleno de graves problemas, las relaciones que mantuvo con los bizantinos mientras desempeñaba ese cargo, y la estima universal que se había ganado, indujeron al Papa Pelagio a nombrarlo diácono y a enviarlo a Constantinopla como su "apocrisario" —hoy se diría "nuncio apostólico"— para acabar con los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión longobarda.

        La permanencia en Constantinopla, donde junto con un grupo de monjes había reanudado la vida monástica, fue importantísima para san Gregorio, pues le permitió tener experiencia directa del mundo bizantino, así como conocer de cerca el problema de los longobardos, que después pondría a dura prueba su habilidad y su energía en el período del pontificado. Tras algunos años, fue llamado de nuevo a Roma por el Papa, quien lo nombró su secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el desbordamiento de los ríos y la carestía afligían a muchas zonas de Italia y en particular a Roma. Al final se desató la peste, que causó numerosas víctimas, entre ellas el Papa Pelagio II. El clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en elegirlo precisamente a él, Gregorio, como su sucesor en la Sede de Pedro. Trató de resistirse, incluso intentando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.

        Reconociendo que lo que había sucedido era voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño. Desde el principio puso de manifiesto una visión singularmente lúcida de la realidad que debía afrontar, una extraordinaria capacidad de trabajo para resolver los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, incluso valientes, que su misión le imponía. De su gobierno se conserva una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja cómo afrontaba diariamente los complejos interrogantes que llegaban a su despacho. Eran cuestiones que procedían de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado.

        Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y a Roma había uno de particular importancia tanto en el ámbito civil como en el eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó el Papa todas las energías posibles en orden a una solución verdaderamente pacificadora. A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos de buen pastor, con la intención de anunciarles la palabra de salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con vistas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Agustín de Canterbury, jefe de un grupo de monjes a los que san Gregorio encargó dirigirse a Bretaña para evangelizar Inglaterra.

        Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo —era un verdadero pacificador—, emprendiendo una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Esa negociación llevó a un período de tregua que duró cerca de tres años (598-601), tras los cuales, en el año 603, fue posible estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró, ente otras causas, gracias a los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era una princesa bávara y, a diferencia de los jefes de los otros pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa san Gregorio a esta reina, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella. Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz.

        El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la basílica de San Juan Bautista que ella hizo construir en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos para esa catedral con ocasión del nacimiento y del bautismo de su hijo Adaloaldo. La vicisitud de esta reina constituye un hermoso testimonio sobre la importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia. En el fondo, los objetivos que san Gregorio perseguía constantemente eran tres: contener la expansión de los longobardos en Italia; proteger a la reina Teodolinda de la influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica; y mediar entre los longobardos y los bizantinos con vistas a un acuerdo que garantizara la paz en la península y a la vez permitiera llevar a cabo una acción evangelizadora entre los longobardos. Por tanto, eran dos las finalidades que buscaba en esa compleja situación: promover acuerdos en el ámbito diplomático-político y difundir el anuncio de la verdadera fe entre las poblaciones.

        Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el Papa san Gregorio fue protagonista activo también de una múltiple actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la Sede romana poseía en Italia, especialmente en Sicilia, compró y distribuyó trigo, socorrió a quienes se encontraban en situación de necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas. Además desarrolló, tanto en Roma como en otras partes de Italia, una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo, se gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de fraude, que se les indemnizara con prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se contaminara con beneficios injustos.

        San Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de sus problemas de salud, que lo obligaban con frecuencia a guardar cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los años de la vida monástica le habían ocasionado serios trastornos digestivos. Además, su voz era muy débil, de forma que a menudo tenía que encomendar al diácono la lectura de sus homilías, para que los fieles presentes en las basílicas romanas pudieran oírlo. En los días de fiesta hacía lo posible por celebrar Missarum sollemnia, esto es, la misa solemne, y entonces se encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que lo apreciaba mucho porque veía en él la referencia autorizada en la que hallaba seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto el título de consul Dei.

        A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, gracias a su santidad de vida y a su rica humanidad consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy.

 

Queridos hermanos y hermanas: 

        En nuestro encuentro de los miércoles, vuelvo a comentar hoy la extraordinaria figura del Papa san Gregorio Magno para recoger más luces de su rica enseñanza. A pesar de los múltiples compromisos vinculados a su función de Obispo de Roma, nos dejó numerosas obras de las que la Iglesia, en los siglos sucesivos, se ha servido ampliamente. Además de su abundante epistolario —el Registro al que aludí en la anterior catequesis contiene más de 800 cartas—, nos dejó sobre todo escritos de carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario moral a Job —conocido con el título latino de Moralia in Iob—, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por san Gregorio para la edificación de la reina longobarda Teodolinda. Su obra principal y más conocida es, sin duda, la Regla pastoral, que el Papa redactó al inicio de su pontificado con una finalidad claramente programática.

        Haciendo un rápido repaso a estas obras debemos observar, ante todo, que en sus escritos san Gregorio jamás se muestra preocupado por elaborar una doctrina "suya", una originalidad propia. Más bien trata de hacerse eco de la enseñanza tradicional de la Iglesia; sólo quiere ser la boca de Cristo y de su Iglesia en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios. Al respecto son ejemplares sus comentarios exegéticos. Fue un apasionado lector de la Biblia, a la que no se acercó con pretensiones meramente especulativas:  el cristiano debe sacar de la sagrada Escritura —pensaba— no tanto conocimientos teóricos, cuanto más bien el alimento diario para su alma, para su vida de hombre en este mundo.

        En las Homilías sobre Ezequiel, por ejemplo, insiste mucho en esta función del texto sagrado:  acercarse a la Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento significa ceder a la tentación del orgullo y exponerse así al peligro de caer en la herejía. La humildad intelectual es la regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades sobrenaturales partiendo del Libro sagrado. La humildad, obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha nada si la comprensión no lleva a la acción. En estas homilías sobre Ezequiel se encuentra también la bella expresión según la cual "el predicador debe mojar su pluma en la sangre de su corazón; así podrá llegar también al oído del prójimo". Al leer esas homilías se ve  que  san  Gregorio escribió realmente con la sangre de su corazón y, por ello, nos habla aún hoy a nosotros.

        San Gregorio desarrolla también este tema en el Comentario moral a Job. Siguiendo la tradición patrística, examina el texto sagrado en las tres dimensiones de su sentido:  la dimensión literal, la alegórica y la moral, que son dimensiones del único sentido de la sagrada Escritura. Sin embargo, san Gregorio atribuye una clara preponderancia al sentido moral. Desde esta perspectiva, propone su pensamiento a través de algunos binomios significativos —saber-hacer, hablar-vivir, conocer-actuar— en los que evoca los dos aspectos de la vida humana que deberían ser complementarios, pero que con frecuencia acaban por ser antitéticos. El ideal moral —comenta— consiste siempre en llevar a cabo una armoniosa integración entre palabra y acción, pensamiento y compromiso, oración y dedicación a los deberes del propio estado:  este es el camino para realizar la síntesis gracias a la cual lo divino desciende hasta el hombre y el hombre se eleva hasta la identificación con Dios. Así, el gran Papa traza para el auténtico creyente un proyecto de vida completo; por eso, en la Edad Media el Comentario moral a Job constituirá una especie de Summa de la moral cristiana.

        También son de notable importancia y belleza sus Homilías sobre los Evangelios. La primera de ellas la pronunció en la basílica de San Pedro durante el tiempo de Adviento del año 590; por tanto, pocos meses después de su elección al pontificado; la última la pronunció en la basílica de San Lorenzo el segundo domingo después de Pentecostés del año 593. El Papa predicaba al pueblo en las iglesias donde se celebraban la "estaciones" —ceremonias especiales de oración en los tiempos fuertes del año litúrgico— o las fiestas de los mártires titulares. El principio inspirador que une las diversas intervenciones se sintetiza en la palabra "praedicator":  no sólo el ministro de Dios, sino también todo cristiano tiene la tarea de ser "predicador" de lo que ha experimentado en su interior, a ejemplo de Cristo, que se hizo hombre para llevar a todos el anuncio de la salvación. Este compromiso se sitúa en un horizonte escatológico:  la esperanza del cumplimiento en Cristo de todas las cosas es un pensamiento constante del gran Pontífice y acaba por convertirse en motivo inspirador de todo su pensamiento y de toda su actividad. De aquí brotan sus incesantes llamamientos a la vigilancia y a las buenas obras.

        Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la Regla pastoral, escrita en los primeros años de su pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes que implica:  por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema predilecto, afirma que el obispo es ante todo el "predicador" por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno:  san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con la gente de su tiempo y de su ciudad.

        Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está dedicado a la humildad:  "Cuando se siente complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse:  en lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que no se ha llevado a cabo". Todas estas valiosas indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio tiene del cuidado de las almas, que define "ars artium", el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro.

        También es significativa otra obra, los Diálogos, en la que al amigo y diácono Pedro, convencido de que las costumbres estaban tan corrompidas que no permitían que surgieran santos como en los tiempos pasados, san Gregorio demuestra lo contrario:  la santidad siempre es posible, incluso en tiempos difíciles. Lo prueba narrando la vida de personas contemporáneas o fallecidas recientemente, a las que con razón se podría definir santas, aunque no estuvieran canonizadas. La narración va acompañada de reflexiones teológicas y místicas que hacen del libro un texto hagiográfico singular, capaz de fascinar a generaciones enteras de lectores. La materia está tomada de tradiciones vivas del pueblo y tiene como finalidad edificar y formar, atrayendo la atención de quien lee hacia una serie de cuestiones como el sentido del milagro, la interpretación de la Escritura, la inmortalidad del alma, la existencia del infierno, la representación del más allá, temas que requerían oportunas aclaraciones. El libro II está totalmente dedicado a la figura de san Benito de Nursia y es el único testimonio antiguo sobre la vida del santo monje, cuya belleza espiritual destaca en el texto con plena evidencia.

        En el plan teológico que san Gregorio desarrolla a lo largo de sus obras, el pasado, el presente y el futuro se relativizan. Para él lo que más cuenta es todo el arco de la historia salvífica, que sigue realizándose entre los oscuros recovecos del tiempo. Desde esta perspectiva es significativo que introduzca el anuncio de la conversión de los anglos en medio del Comentario moral a Job:  a sus ojos ese acontecimiento constituía un adelanto del reino de Dios del que habla la Escritura; por tanto, con razón se podía mencionar en el comentario a un libro sacro. En su opinión, los guías de las comunidades cristianas deben esforzarse por releer los acontecimientos a la luz de la palabra de Dios:  en este sentido, el gran Pontífice siente el deber de orientar a pastores y fieles en el itinerario espiritual de una lectio divina iluminada y concreta, situada en el contexto de la propia vida.

        Antes de concluir, es necesario hablar de las relaciones que el Papa san Gregorio cultivó con los patriarcas de Antioquía, de Alejandría e incluso de Constantinopla. Se preocupó siempre de reconocer y respetar sus derechos, evitando cualquier interferencia que limitara la legítima autonomía de aquellos. Aunque san Gregorio, en el contexto de su situación histórica, se opuso a que al Patriarca de Constantinopla se le diera el título "ecuménico", no lo hizo por limitar o negar esta legítima autoridad, sino porque le preocupaba la unidad fraterna de la Iglesia universal. Lo hizo sobre todo por su profunda convicción de que la humildad debía ser la virtud fundamental de todo obispo, especialmente de un Patriarca.

        En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo "siervo de los siervos". Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza.

 

 

 

Romano el Meloda

 

(catequesis pronunciada el miércoles 21 de mayo de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        En la serie de catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero hablar hoy de una figura poco conocida: Romano el Meloda, que nació en torno al año 490 en Emesa (hoy Homs), en Siria. Teólogo, poeta y compositor, pertenece al gran grupo de teólogos que transformó la teología en poesía. Pensamos en su compatriota, san Efrén de Siria, que vivió doscientos años antes que él. Y pensamos también en teólogos de Occidente, como san Ambrosio, cuyos himnos todavía hoy forman parte de nuestra liturgia y siguen tocando el corazón; o en un teólogo, un pensador muy profundo, como santo Tomás, que nos ha dejado los himnos de la fiesta del Corpus Christi de mañana; pensamos en san Juan de la Cruz y en otros muchos. La fe es amor y por ello crea poesía y crea música. La fe es alegría y por ello crea belleza.

        Romano el Meloda es uno de estos, un poeta y compositor teólogo. Aprendió los primeros elementos de la cultura griega y siríaca en su ciudad natal, se trasladó a Berito (Beirut), perfeccionando allí su formación clásica y sus conocimientos retóricos. Ordenado diácono permanente (en torno al año 515), fue predicador en esa ciudad durante tres años. Después se fue a Constantinopla, hacia fines del reino de Anastasio I (alrededor del año 518), y allí se estableció en el monasterio anexo a la iglesia de la Theotókos, Madre de Dios.

        Allí tuvo lugar un episodio clave en su vida: el Sinaxario nos informa sobre la aparición de la Madre de Dios en sueños y sobre el don del carisma poético. En efecto, María le pidió que se tragara una hoja enrollada. Al despertar, a la mañana siguiente -era la fiesta de la Navidad-, Romano se puso a declamar desde el ambón: "Hoy la Virgen da a luz al Trascendente" (Himno sobre la Navidad I, Proemio). De este modo, se convirtió en predicador-cantor hasta su muerte (acontecida después del año 555).

        Romano ha pasado a la historia como uno de los más representativos autores de himnos litúrgicos. Para los fieles, la homilía era entonces prácticamente la única oportunidad de enseñanza catequética. Así, Romano se presenta como un testigo eminente del sentimiento religioso de su época y también de un modo vivo y original de catequesis. A través de sus composiciones podemos darnos cuenta de la creatividad de esta forma de catequesis, de la creatividad del pensamiento teológico, de la estética y de la himnografía sagrada de aquella época.

        El lugar en el que Romano predicaba era un santuario de las afueras de Constantinopla: subía al ambón, colocado en el centro de la iglesia, y se dirigía a la comunidad recurriendo a una escenografía bastante compleja: montaba representaciones en las paredes o ponía iconos sobre el ambón y también utilizaba el recurso del diálogo. Pronunciaba homilías métricas cantadas, llamadas kontákia. Al parecer, el término kontákion, "pequeña vara", hace referencia al pequeño palo redondo en torno al cual se envolvía el rollo de un manuscrito litúrgico o de otro tipo. Los kontákia que se han conservado con el nombre de Romano son ochenta y nueve, pero la tradición le atribuye mil.

        En Romano, cada kontákion se compone de estrofas, por lo general de dieciocho a veinticuatro, con el mismo número de sílabas, estructuradas según el modelo de la primera estrofa (irmo); también los acentos rítmicos de los versos de todas las estrofas siguen el modelo del irmo. Cada estrofa concluye con un estribillo (efimnio), por lo general idéntico, para crear la unidad poética. Además, las iniciales de cada estrofa indican el nombre del autor (acróstico), precedido frecuentemente por el adjetivo "humilde". El himno se concluye con una oración que hace referencia a los hechos celebrados o evocados. Al terminar la lectura bíblica, Romano cantaba el Proemio, casi siempre en forma de oración o súplica. Así anunciaba el tema de la homilía y explicaba el estribillo que se debía repetir en coro al final de cada estrofa, declamada por él rítmicamente en voz alta.

        Un ejemplo significativo es el kontákion con motivo del Viernes de Pasión: se trata de un diálogo entre María y su Hijo, que tiene lugar en el camino de la cruz. María dice: "¿A dónde vas, hijo? ¿Por qué recorres tan rápidamente el camino de tu vida? / Nunca habría pensado, hijo mío, que te vería en este estado, / y nunca habría podido imaginar que llegarían a este grado de locura los impíos, / poniéndote las manos encima contra toda justicia". Jesús responde: "¿Por qué lloras, Madre mía? (...). ¿No debería padecer? ¿No debería morir? / Entonces, ¿cómo podría salvar a Adán?". El Hijo de María consuela a su Madre, pero le recuerda su papel en la historia de la salvación: "Depón, por tanto, Madre; depón tu dolor: / no está bien que gimas, pues fuiste llamada "llena de gracia" (María al pie de la cruz, 1-2; 4-5).

        Asimismo, en el himno sobre el sacrificio de Abraham, Sara se reserva la decisión sobre la vida de Isaac. Abraham dice: "Cuando Sara escuche, Señor mío, todas tus palabras, / al conocer tu voluntad, me dirá: / "Si quien nos lo ha dado lo vuelve a tomar, ¿por qué nos lo ha dado? / (...) Tú, oh anciano, déjame a mi hijo, / y cuando lo quiera quien te ha llamado, tendrá que decírmelo a mí"" (El sacrificio de Abraham, 7).

        Romano no usa el griego bizantino solemne de la corte, sino un griego sencillo, cercano al lenguaje del pueblo. Quiero citar un ejemplo del modo vivo y muy personal como habla del Señor Jesús: lo llama "fuente que no quema y luz contra las tinieblas", y dice: "Yo me atrevo a tenerte en mis manos como una lámpara, / pues quien lleva un candil entre los hombres es iluminado sin quemarse. / Ilumíname, por tanto, tú que eres Luz inextinguible" (La Presentación o Fiesta del encuentro, 8). La fuerza de convicción de sus predicaciones se fundaba en la gran coherencia que existía entre sus palabras y su vida. En una oración dice: "Haz clara mi lengua, Salvador mío, abre mi boca / y, después de llenarla, traspasa mi corazón para que mi actuar / sea coherente con mis palabras" (Misión de los Apóstoles, 2).

        Examinemos ahora algunos de sus temas principales. Un tema fundamental de su predicación es la unidad de la acción de Dios en la historia, la unidad entre la creación y la historia de la salvación, la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Otro tema importante es la pneumatología, es decir, la doctrina sobre el Espíritu Santo. En la fiesta de Pentecostés subraya la continuidad que existe entre Cristo, que ha ascendido al cielo, y los Apóstoles, es decir, la Iglesia, y exalta su acción misionera en el mundo: "Con la fuerza divina han conquistado a todos los hombres; / han tomado la cruz de Cristo como una pluma, / han utilizado las palabras como redes y con ellas han pescado al mundo, / han usado el Verbo como anzuelo agudo; / para ellos ha servido de cebo / la carne del Soberano del universo" (Pentecostés, 2; 18).

        Naturalmente, otro tema central es la cristología. No entra en el problema de los conceptos difíciles de la teología, tan debatidos en aquel tiempo, y que rasgaron la unidad, no sólo entre los teólogos, sino también entre los cristianos en la Iglesia. Predica una cristología sencilla, pero fundamental: la cristología de los grandes Concilios. Pero sobre todo está cerca de la piedad popular —de hecho, los conceptos de los Concilios han surgido de la piedad popular y del conocimiento del corazón cristiano—; así, Romano subraya que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, y al ser verdadero hombre-Dios es una sola persona, la síntesis entre creación y Creador: en sus palabras humanas escuchamos la voz del Verbo mismo de Dios. "Cristo era hombre —dice—, pero también Dios; / sin embargo, no estaba dividido en dos: es Uno, hijo de un Padre que es Uno solo" (La Pasión, 19).

        Por lo que se refiere a la mariología, agradecido a la Virgen por el don del carisma poético, Romano la recuerda al final de casi todos los himnos y le dedica sus kontákia más hermosos: Natividad, Anunciación, Maternidad divina, Nueva Eva.

        Por último, las enseñanzas morales están relacionadas con el juicio final (cf. Las diez vírgenes [II]). Nos lleva hacia ese momento de la verdad de nuestra vida, la comparecencia ante el Juez justo, y por ello exhorta a la conversión haciendo penitencia y ayuno. De modo positivo, el cristiano debe practicar la caridad, la limosna. En dos himnos, Las Bodas de Caná y Las diez vírgenes, pone de relieve el primado de la caridad sobre la continencia. La caridad es la más grande de las virtudes: "Diez vírgenes poseían la virtud de la virginidad intacta, / pero para cinco de ellas el duro ejercicio no dio fruto. / Las otras brillaron con las lámparas del amor a la humanidad, / por eso las invitó el esposo" (Las diez vírgenes, 1).

        Los cantos de Romano el Meloda están impregnados de humanidad palpitante, de ardor de fe y de profunda humildad. Este gran poeta y compositor nos recuerda todo el tesoro de la cultura cristiana, nacida de la fe, nacida del corazón que se ha encontrado con Cristo, con el Hijo de Dios. De este contacto del corazón con la Verdad, que es Amor, ha nacido la cultura, toda la gran cultura cristiana. Y si la fe sigue viva, esta herencia cultural no muere, sino que sigue viva y presente. Los iconos siguen hablando hoy al corazón de los creyentes; no son cosas del pasado. Las catedrales no son monumentos medievales, sino casas de vida, donde nos sentimos "en casa": en ellas encontramos a Dios y nos encontramos los unos con los otros. Tampoco la gran música —el canto gregoriano, o Bach o Mozart— es algo del pasado, sino que vive en la vitalidad de la liturgia y de nuestra fe.

        Si la fe es viva, la cultura cristiana no se convierte en algo "pasado", sino que sigue viva y presente. Y si la fe es viva, también hoy podemos responder al imperativo que siempre se repite en los Salmos: "Cantad al Señor un cántico nuevo".

        Creatividad, innovación, cántico nuevo, cultura nueva y presencia de toda la herencia cultural en la vitalidad de la fe no se excluyen, sino que son una sola realidad: son presencia de la belleza de Dios y de la alegría de ser hijos suyos.

 

 

Dionisio Areopagita

 

(catequesis pronunciada el miércoles 14 de mayo de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        En el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero hablar hoy de una figura muy misteriosa: un teólogo del siglo VI, cuyo nombre se desconoce, y que escribió bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita. Con este seudónimo aludía al pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es decir, el episodio narrado por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos de los Apóstoles, donde se cuenta que Pablo predicó en Atenas, en el Areópago, dirigiéndose a una élite del gran mundo intelectual griego, pero al final la mayoría de los que le escuchaban no se mostró interesada, y se alejó burlándose de él; sin embargo, unos cuantos, pocos, como nos dice san Lucas, se acercaron a san Pablo abriéndose a la fe. El evangelista nos revela dos nombres: Dionisio, miembro del Areópago, y una mujer llamada Damaris.

        Si el autor de estos libros escogió cinco siglos después el seudónimo de Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía la intención de poner la sabiduría griega al servicio del Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la inteligencia griega y el anuncio de Cristo; quería hacer lo que pretendía aquel Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se encontrara con el anuncio de san Pablo; siendo griego, quería hacerse discípulo de san Pablo y de este modo discípulo de Cristo.

        ¿Por qué ocultó su nombre, escogiendo este seudónimo? En parte, ya hemos respondido: quería expresar esa intención fundamental de su pensamiento. Pero hay dos hipótesis sobre este anonimato y sobre su seudónimo. Según la primera, se trataba de una falsificación voluntaria, a través de la cual, fechando sus obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo, quería dar a su producción literaria una autoridad casi apostólica.

        Pero hay otra hipótesis mejor, pues la anterior me parece poco creíble: lo hizo así por humildad. No quería dar gloria a su nombre, no quería erigir un monumento a sí mismo con sus obras, sino realmente servir al Evangelio, crear una teología eclesial, no individual, basada en sí mismo. En realidad logró elaborar una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo VI, pero no la podemos atribuir a una de las figuras de esa época; no es una teología "individualizada"; se trata de una teología que expresa un pensamiento y un lenguaje común.

        En un tiempo de acérrimas polémicas tras el Concilio de Calcedonia, él, por el contrario, en su séptima Carta, dice: "No quisiera hacer polémica; hablo simplemente de la verdad, busco la verdad". Y la luz de la verdad por sí misma hace que caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno. Con este principio purificó el pensamiento griego y lo puso en relación con el Evangelio. Este principio, que afirma en su séptima Carta, también es expresión de un auténtico espíritu de diálogo: no hay que buscar las cosas que separan, sino la verdad en la Verdad misma; esta, después, resplandece, y hace que caigan los errores.

        Por tanto, a pesar de que la teología de este autor no es "personal", sino realmente eclesial, podemos situarla en el siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego, que puso al servicio del Evangelio, lo encontró en los libros de Proclo, fallecido en el año 485 en Atenas: este autor pertenecía al platonismo tardío, una corriente de pensamiento que había transformado la filosofía de Platón en una especie de religión, cuya finalidad consistía fundamentalmente en crear una gran apología del politeísmo griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la antigua religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las divinidades eran las fuerzas que actuaban en el cosmos. La consecuencia era que debía considerarse más verdadero el politeísmo que el monoteísmo, con un solo Dios creador.

        Proclo presentaba un gran sistema cósmico de divinidades, de fuerzas misteriosas, según el cual, en este cosmos deificado, el hombre podía encontrar el acceso a la divinidad. Ahora bien, hacía una distinción entre las sendas de los sencillos —los cuales no eran capaces de elevarse a las cumbres de la verdad, sino que les bastaban ciertos ritos—, y los caminos de los sabios, que por el contrario debían purificarse para llegar a la luz pura.

        Como se puede ver, este pensamiento es profundamente anticristiano. Es una reacción tardía contra la victoria del cristianismo. Un uso anticristiano de Platón, mientras ya se realizaba una lectura cristiana del gran filósofo. Es interesante constatar cómo este seudo-Dionisio se atrevió a servirse precisamente de este pensamiento para mostrar la verdad de Cristo; para transformar este universo politeísta en un cosmos creado por Dios, en la armonía del cosmos de Dios, donde todas las fuerzas alaban a Dios, y mostrar esta gran armonía, esta sinfonía del cosmos, que va desde los serafines, los ángeles y los arcángeles, hasta el hombre y todas las criaturas, que juntas reflejan la belleza de Dios y alaban a Dios.

        Así transformó la imagen politeísta en un elogio del Creador y de su criatura. De este modo, podemos descubrir las características esenciales de su pensamiento: ante todo, es una alabanza cósmica. Toda la creación habla de Dios, es un elogio de Dios. Siendo la criatura una alabanza de Dios, la teología del seudo-Dionisio se convierte en una teología litúrgica: a Dios se le encuentra sobre todo alabándolo, no sólo reflexionando; y la liturgia no es algo construido por nosotros, algo inventado para hacer una experiencia religiosa durante cierto período de tiempo; consiste en cantar con el coro de las criaturas y entrar en la realidad cósmica misma. Así la liturgia, aparentemente sólo eclesiástica, se ensancha y amplía, nos une en el lenguaje de todas las criaturas. El seudo-Dionisio nos dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar de Dios es siempre —lo dice con una palabra griega—, «hymnein», cantar himnos para Dios con el gran canto de las criaturas, que se refleja y concreta en la alabanza litúrgica.

        Sin embargo, aunque su teología sea cósmica, eclesial y litúrgica, también es profundamente personal. Creó la primera gran teología mística. Más aún, la palabra "mística" adquiere con él un nuevo significado. Hasta esa época para los cristianos esta palabra equivalía a la palabra "sacramental", es decir, lo que pertenece al «mysterion», al sacramento. Con él, la palabra "mística" se hace más personal, más íntima: expresa el camino del alma hacia Dios.

        Y, ¿cómo encontrar a Dios? Aquí observamos nuevamente un elemento importante en su diálogo entre la filosofía griega y el cristianismo, en particular, la fe bíblica. Aparentemente lo que dice Platón y lo que dice la gran filosofía sobre Dios es mucho más elevado, mucho más verdadero; la Biblia parece bastante "bárbara", simple, pre-crítica, se diría hoy; pero él constata que precisamente esto es necesario para que de este modo podamos comprender que los conceptos más elevados sobre Dios no llegan nunca hasta su auténtica grandeza; son siempre impropios.

        En realidad, estas imágenes nos hacen comprender que Dios está por encima de todos los conceptos; en la sencillez de las imágenes encontramos más verdad que en los grandes conceptos. El rostro de Dios es nuestra incapacidad para expresar realmente lo que él es. De este modo el seudo-Dionisio habla de una "teología negativa". Es más fácil decir lo que no es Dios, que expresar lo que es realmente. Sólo a través de estas imágenes podemos adivinar su verdadero rostro y, por otra parte, este rostro de Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y aunque Dionisio, siguiendo a Proclo, nos muestra la armonía de los coros celestiales, de manera que parece que todos dependen de todos, no deja de ser verdad que nuestro camino hacia Dios queda muy lejos de él; el seudo-Dionisio demuestra que, al final, el camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se hace cercano a nosotros en Jesucristo.

        Así, una teología grande y misteriosa se hace también muy concreta, tanto en la interpretación de la liturgia como en la reflexión sobre Jesucristo: con todo ello, este Dionisio Areopagita ejerció una gran influencia en toda la teología medieval, en toda la teología mística de Oriente y de Occidente. En cierto sentido, en el siglo XIII fue redescubierto sobre todo por san Buenaventura, el gran teólogo franciscano, que en esta teología mística encontró el instrumento conceptual para interpretar la herencia tan sencilla y profunda de san Francisco: el "Poverello", al igual que Dionisio, nos dice en definitiva que el amor ve más que la razón. Donde está la luz del amor, las tinieblas de la razón se disipan; el amor ve, el amor es ojo y la experiencia nos da mucho más que la reflexión.

        San Buenaventura vio en san Francisco lo que significa esta experiencia: es la experiencia de un camino muy humilde, muy realista, día tras día; es seguir a Cristo, aceptando su cruz. En esta pobreza y en esta humildad, en la humildad que se vive también en la eclesialidad, se hace una experiencia de Dios más elevada que la que se alcanza a través de la reflexión: en ella, realmente tocamos el corazón de Dios.

        Hoy Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta como un gran mediador en el diálogo moderno entre el cristianismo y las teologías místicas de Asia, cuya característica consiste en la convicción de que no se puede decir quién es Dios; de él sólo se puede hablar de forma negativa; de Dios sólo se puede hablar con el "no", y sólo es posible llegar a él entrando en esta experiencia del "no". Aquí se ve una cercanía entre el pensamiento del Areopagita y el de las religiones asiáticas; puede ser hoy un mediador, como lo fue entre el espíritu griego y el Evangelio.

        De este modo se ve que el diálogo no acepta la superficialidad. Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro con Cristo, se abre también un amplio espacio para el diálogo. Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las polémicas y resulta posible entenderse unos a otros o al menos hablar unos con otros, acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con él, en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la luz del amor.

        En fin de cuentas, nos dice: tomad cada día el camino de la experiencia, de la experiencia humilde de la fe. Entonces, el corazón se hace grande y también puede ver e iluminar a la razón para que vea la belleza de Dios. Pidamos al Señor que nos ayude a poner también hoy al servicio del Evangelio la sabiduría de nuestro tiempo, redescubriendo la belleza de la fe, el encuentro con Dios en Cristo.

 

 

 

 

San Benito de Nursia

 

(catequesis pronunciada el miércoles 9 de abril de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: «Este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina» (Dial. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.

        La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto —precisamente san Benito— la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.

        En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.

        Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como «astro luminoso», san Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de salida de la «noche oscura de la historia» (cf. Juan Pablo II, Discurso en la abadía de Montecassino, 18 de mayo de 1979, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de mayo de 1979, p. 11).

        De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que llamamos «Europa».

        La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiae. Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans» (Dial. II, Prol. 1).

        Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una «comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el «corazón» de un monasterio benedictino llamado «Sacro Speco» (Gruta sagrada).

        El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.

        San Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.

        En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar (Dial. II, 8). En realidad, tomó esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.

        Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio —una altura que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos—, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.

        En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.

        Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como «escuela del servicio del Señor» (Prol. 45) y pide a sus monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43, 3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prol. 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos», afirma (Prol. 35).

        Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado Dios» (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.

        A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio «hace las veces de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues —como escribe san Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía» (Dial. II, 36). El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir más que a mandar» (64, 8), y a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar «el consejo de los hermanos» (3, 2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.

        San Benito califica la Regla como «mínima, escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
        Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.

        Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Discurso a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, 12 de enero de 1990, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 6). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.

 

 

 

Boecio y Casiodoro

 

(catequesis pronunciada el miércoles 12 de marzo de 2008 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy quiero hablar de dos escritores eclesiásticos, Boecio y Casiodoro, que vivieron en unos de los años más tormentosos del Occidente cristiano y, en particular, de la península italiana. Odoacro, rey de los hérulos, una etnia germánica, se había rebelado, acabando con el imperio romano de Occidente (año 476), pero muy pronto sucumbió ante los ostrogodos de Teodorico, que durante algunos decenios controlaron la península italiana.

Boecio

        Boecio nació en Roma, en torno al año 480, de la noble estirpe de los Anicios; siendo todavía joven, entró en la vida pública, logrando ya a los 25 años el cargo de senador. Fiel a la tradición de su familia, se comprometió en política, convencido de que era posible armonizar las líneas fundamentales de la sociedad romana con los valores de los nuevos pueblos. Y en este nuevo tiempo de encuentro de culturas consideró como misión suya reconciliar y unir esas dos culturas, la clásica y romana, con la naciente del pueblo ostrogodo. De este modo, fue muy activo en política, incluso bajo Teodorico, que en los primeros tiempos lo apreciaba mucho.

        A pesar de esta actividad pública, Boecio no descuidó los estudios, dedicándose en particular a profundizar en los temas de orden filosófico-religioso. Pero escribió también manuales de aritmética, de geometría, de música y de astronomía: todo con la intención de transmitir a las nuevas generaciones, a los nuevos tiempos, la gran cultura grecorromana. En este ámbito, es decir, en el compromiso por promover el encuentro de las culturas, utilizó las categorías de la filosofía griega para proponer la fe cristiana, buscando una síntesis entre el patrimonio helenístico-romano y el mensaje evangélico. Precisamente por esto, Boecio ha sido considerado el último representante de la cultura romana antigua y el primero de los intelectuales medievales.

        Ciertamente su obra más conocida es el De consolatione philosophiae, que compuso en la cárcel para dar sentido a su injusta detención. Había sido acusado de complot contra el rey Teodorico por haber defendido en un juicio a un amigo, el senador Albino. Pero se trataba de un pretexto: en realidad, Teodorico, arriano y bárbaro, sospechaba que Boecio sentía simpatía por el emperador bizantino Justiniano. De hecho, procesado y condenado a muerte, fue ejecutado el 23 de octubre del año 524, cuando sólo tenía 44 años.

        Precisamente a causa de su dramática muerte, puede hablar por experiencia también al hombre contemporáneo y sobre todo a las numerosísimas personas que sufren su misma suerte a causa de la injusticia presente en gran parte de la "justicia humana". Con esta obra, en la cárcel busca consuelo, busca luz, busca sabiduría. Y dice que, precisamente en esa situación, ha sabido distinguir entre los bienes aparentes, que en la cárcel desaparecen, y los bienes verdaderos, como la amistad auténtica, que en la cárcel no desaparecen.

        El bien más elevado es Dios: Boecio aprendió —y nos lo enseña a nosotros— a no caer en el fatalismo, que apaga la esperanza. Nos enseña que no gobierna el hado, sino la Providencia, la cual tiene un rostro. Con la Providencia se puede hablar, porque la Providencia es Dios. De este modo, incluso en la cárcel, le queda la posibilidad de la oración, del diálogo con Aquel que nos salva. Al mismo tiempo, incluso en esta situación, conserva el sentido de la belleza de la cultura y recuerda la enseñanza de los grandes filósofos antiguos, griegos y romanos, como Platón, Aristóteles —a los que había comenzado a traducir del griego al latín—, Cicerón, Séneca y también poetas como Tibulo y Virgilio.

        La filosofía, en el sentido de búsqueda de la verdadera sabiduría, es, según Boecio, la verdadera medicina del alma (Libro I). Por otra parte, el hombre sólo puede experimentar la auténtica felicidad en la propia interioridad (libro II). Por eso, Boecio logra encontrar un sentido al pensar en su tragedia personal a la luz de un texto sapiencial del Antiguo Testamento (Sb 7, 30-8, 1) que cita: "Contra la Sabiduría no prevalece la maldad. Se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo" (Libro III, 12: PL 63, col. 780).

        Por tanto, la así llamada prosperidad de los malvados resulta mentirosa (libro IV), y se manifiesta la naturaleza providencial de la adversa fortuna. Las dificultades de la vida no sólo revelan hasta qué punto esta es efímera y breve, sino que resultan incluso útiles para descubrir y mantener las auténticas relaciones entre los hombres. De hecho, la adversa fortuna permite distinguir los amigos falsos de los verdaderos y da a entender que no hay nada más precioso para el hombre que una amistad verdadera. Aceptar de forma fatalista una condición de sufrimiento es totalmente peligroso, añade el creyente Boecio, pues "elimina en su raíz la posibilidad misma de la oración y de la esperanza teologal, en las que se basa la relación del hombre con Dios" (Libro V, 3: PL 63, col. 842).

        La peroración final del De consolatione philosophiae puede considerarse como una síntesis de toda la enseñanza que Boecio se dirige a sí mismo y a todos los que puedan encontrarse en su misma situación. En la cárcel escribe: "Luchad, por tanto, contra los vicios, dedicaos a una vida de virtud orientada por la esperanza que eleva el corazón hasta alcanzar el cielo con las oraciones alimentadas por la humildad. Si os negáis a mentir, la imposición que habéis sufrido puede transformarse en la enorme ventaja de tener siempre ante los ojos al juez supremo que ve y que sabe cómo son realmente las cosas" (Libro V, 6: PL 63, col. 862).

        Todo detenido, independientemente del motivo por el que haya acabado en la cárcel, intuye cuán dura es esta particular condición humana, sobre todo cuando se embrutece, como sucedió a Boecio, por la tortura. Pero es particularmente absurda la condición de aquel que, como Boecio —a quien la ciudad de Pavía reconoce y celebra en la liturgia como mártir en la fe—, es torturado hasta la muerte únicamente por sus convicciones ideales, políticas y religiosas. De hecho, Boecio, símbolo de un número inmenso de detenidos injustamente en todos los tiempos y en todas las latitudes, es una puerta objetiva para entrar en la contemplación del misterioso Crucificado del Gólgota.

Casiodoro

        Marco Aurelio Casiodoro fue contemporáneo de Boecio. Calabrés, nacido en Squillace hacia el año 485, murió ya anciano en Vivarium, alrededor del año 580. También él era de un elevado nivel social. Se dedicó a la vida política y al compromiso cultural como pocos en el Occidente romano de su tiempo. Quizá los únicos que se le podían igualar en este doble interés fueron el ya recordado Boecio, y el futuro Papa de Roma san Gregorio Magno (590-604).

        Consciente de la necesidad de que no cayera en el olvido todo el patrimonio humano y humanístico, acumulado en los siglos de oro del Imperio romano, Casiodoro colaboró generosamente, en los más elevados niveles de responsabilidad política, con los pueblos nuevos que habían cruzado las fronteras del Imperio y se habían establecido en Italia. También él fue modelo de encuentro cultural, de diálogo y de reconciliación. Las vicisitudes históricas no le permitieron realizar sus sueños políticos y culturales, orientados a crear una síntesis entre la tradición romano-cristiana de Italia y la nueva cultura gótica. Sin embargo, esas mismas vicisitudes lo convencieron de que el movimiento monástico, que se estaba consolidando en las tierras cristianas, era providencial. Decidió apoyarlo, dedicándole todas sus riquezas materiales y sus fuerzas espirituales.

        Tuvo la idea de encomendar precisamente a los monjes la tarea de recuperar, conservar y transmitir a las generaciones futuras el inmenso patrimonio cultural de los antiguos para que no se perdiera. Por eso fundó Vivarium, un cenobio en el que todo estaba organizado de manera que se considerara sumamente precioso e irrenunciable el trabajo intelectual de los monjes. Estableció también que los monjes que no tenían una formación intelectual no se dedicarán sólo al trabajo material, a la agricultura, sino también a transcribir manuscritos para contribuir a la transmisión de la gran cultura a las futuras generaciones. Y esto sin detrimento alguno del compromiso espiritual monástico y cristiano y de la actividad caritativa en favor de los pobres.

        En su enseñanza, distribuida en varias obras, pero sobre todo en el tratado De anima y en las Institutiones divinarum litterarum, la oración (cf. PL 69, col. 1108), alimentada por la sagrada Escritura y particularmente por la meditación asidua de los Salmos (cf. PL 69, col. 1149), ocupa siempre un lugar central como alimento necesario para todos.

        Este doctísimo calabrés, por ejemplo, introduce así su Expositio in Psalterium: "Rechazados y abandonados en Rávena los deseos de hacer carrera política, caracterizada por el sabor desagradable de las preocupaciones mundanas, habiendo gozado del Salterio, libro venido del cielo como auténtica miel para el alma, me dediqué ávidamente como un sediento a escrutarlo sin cesar y a dejarme impregnar totalmente por esa dulzura saludable, después de haberme saciado de las innumerables amarguras de la vida activa" (PL 70, col. 10).

        La búsqueda de Dios, orientada a su contemplación —escribe Casiodoro—, sigue siendo la finalidad permanente de la vida monástica (cf. PL 69, col. 1107). Sin embargo, añade que, con la ayuda de la gracia divina (cf. PL 69, col. 1131.1142), se puede disfrutar mejor de la Palabra revelada utilizando las conquistas científicas y los instrumentos culturales "profanos" que poseían ya los griegos y los romanos (cf. PL 69, col. 1140). Casiodoro se dedicó personalmente a los estudios filosóficos, teológicos y exegéticos sin una creatividad particular, pero prestando atención a las intuiciones que consideraba válidas en los demás. Leía con respeto y devoción sobre todo a san Jerónimo y san Agustín. De este último decía: "En san Agustín hay tanta riqueza que me parece imposible encontrar algo que no haya sido tratado ampliamente por él" (cf. PL 70, col. 10).

        Citando a san Jerónimo, exhortaba a los monjes de Vivarium: "No sólo alcanzan la palma de la victoria los que luchan hasta derramar la sangre o los que viven en virginidad, sino también todos aquellos que, con la ayuda de Dios, vencen los vicios del cuerpo y conservan la recta fe. Pero para que podáis vencer más fácilmente, con la ayuda de Dios, los atractivos del mundo y sus seducciones, permaneciendo en él como peregrinos siempre en camino, tratad de buscar ante todo la saludable ayuda sugerida por el salmo 1, que recomienda meditar noche y día en la ley del Señor. Si toda vuestra atención está centrada en Cristo, el enemigo no encontrará ninguna entrada para asaltaros" (De Institutione Divinarum Scripturarum, 32: PL 70, col. 1147D-1148A).

        Es una advertencia que podemos considerar válida también para nosotros. En efecto, también nosotros vivimos en un tiempo de encuentro de culturas, de peligro de violencia que destruye las culturas, y en el que es necesario esforzarse por transmitir los grandes valores y enseñar a las nuevas generaciones el camino de la reconciliación y de la paz. Encontramos este camino orientándonos hacia el Dios que tiene rostro humano, el Dios que se nos reveló en Cristo.

 

 

 

San Máximo de Turín

 

 

(catequesis pronunciada el miércoles 31 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Entre finales del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la difusión y a la consolidación del cristianismo en el norte de Italia: se trata de san Máximo, que era obispo de Turín en el año 398, un año después de la muerte de san Ambrosio. Tenemos muy pocas noticias de él; pero, en compensación, ha llegado hasta nosotros una colección de cerca de noventa Sermones. En ellos se puede constatar la profunda y vital relación del obispo con su ciudad, que atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio episcopal de san Ambrosio y el de san Máximo.

        En aquel tiempo, fuertes tensiones turbaban la convivencia civil ordenada. En este contexto, san Máximo logró unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor y maestro. La ciudad estaba amenazada por diversos grupos de bárbaros que, tras penetrar por las fronteras orientales, avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por esto, Turín estaba constantemente protegida por guarniciones militares; y en los momentos críticos se convertía en el refugio de las poblaciones que huían del campo y de los centros urbanos que carecían de protección.

        Las intervenciones de san Máximo, ante esta situación, manifiestan el compromiso de reaccionar ante la degradación civil y ante la disgregación. Aunque resulta difícil determinar la composición social de los destinatarios de los Sermones, parece que la predicación de san Máximo, para no quedarse en generalidades, se dirigía específicamente a un núcleo selecto de la comunidad cristiana de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión pastoral del Obispo, que concibió esta predicación como el camino más eficaz para mantener y reforzar su vinculación con el pueblo.

        Para ilustrar, desde esta perspectiva, el ministerio de san Máximo en su ciudad, quiero presentar como ejemplo los Sermones 17 y 18, dedicados a un tema siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades cristianas. También en este ámbito existían fuertes tensiones en la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. "Uno no piensa en las necesidades del otro —constata amargamente el Obispo en su Sermón número 17—. En efecto, muchos cristianos no sólo no distribuyen lo que tienen, sino que incluso roban lo de los demás. No sólo no llevan a los pies de los apóstoles el dinero que han recogido, sino que además apartan de los pies de los sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda". Y concluye: "En nuestra ciudad hay muchos huéspedes o peregrinos. Haced lo que habéis prometido" al aceptar la fe, "para que no se diga también de vosotros lo que se dijo de Ananías: "No habéis mentido a los hombres, sino a Dios"" (Sermón 17, 2-3).

        En el Sermón sucesivo, el número 18, san Máximo critica las formas comunes de aprovechamiento de las desgracias ajenas. "Dime, cristiano —exhorta el Obispo a sus fieles—; dime, ¿por qué te has apoderado de la presa abandonada por los ladrones? ¿Por qué has introducido en tu casa una "ganancia", como piensas tú mismo, desgarrada y contaminada?". "Tal vez —añade— dices que la has comprado y por esto crees que evitas la acusación de avaricia. Pero de este modo lo que se compra no corresponde a lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo que ha sido robado en un saqueo. (...) Así pues, el que compra para restituir se comporta como cristiano y como ciudadano" (Sermón 18, 3).

        Sin hacerlo de modo muy notorio, san Máximo llegó a predicar una relación profunda entre los deberes del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana significa también asumir los compromisos civiles; y, por el contrario, el cristiano que, "aun pudiendo vivir de su trabajo, arrebata la presa del otro con el furor de las fieras", o "acecha a su vecino, tratando de arañar cada día parte de sus confines, de adueñarse de sus productos", ni siquiera le parece semejante a la zorra que degüella las gallinas, sino al lobo que se lanza contra los cerdos (Sermón 41, 4).

        Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por san Ambrosio para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra, se pueden ver con claridad los cambios históricos que se produjeron en la relación entre el Obispo y las instituciones ciudadanas. Contando ya con el apoyo de una legislación que pedía a los cristianos que contribuyeran al rescate de los prisioneros, san Máximo, al derrumbarse las autoridades civiles del Imperio romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido un auténtico poder de control sobre la ciudad. Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta llegar a suplir la ausencia de los magistrados y de las instituciones civiles. En este contexto, san Máximo no sólo se dedica a reavivar en los fieles al amor tradicional a la patria terrena, sino que proclama también el deber preciso de pagar los impuestos, aunque parezcan pesados y fastidiosos (cf. Sermón 26, 2).

        En suma, el tono y el contenido de los Sermones implican una profunda conciencia de la responsabilidad política del Obispo en las circunstancias históricas específicas. Él es el "centinela" de la ciudad. ¿Quiénes son estos centinelas —se pregunta san Máximo en el Sermón 92— "sino los excelentísimos obispos que, situados por decirlo así en una roca elevada de sabiduría para la defensa de los pueblos, ven desde lejos los males que van a llegar?".

        Y en el Sermón 89 el Obispo de Turín ilustra a los fieles sus tareas, sirviéndose de una comparación singular entre la función episcopal y la de las abejas: Los obispos —dice—, "como la abeja, observan la castidad del cuerpo, proporcionan el alimento de la vida celestial y utilizan el aguijón de la ley. Son puros para santificar, dulces para reconfortar, severos para castigar". Así describe san Máximo la tarea del obispo en su época.

        En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una conciencia cada vez mayor de la responsabilidad política de la autoridad eclesiástica, en un contexto en el que de hecho estaba sustituyendo a la civil. En efecto, esta es la línea de desarrollo del ministerio del obispo en el noroeste de Italia, desde san Eusebio, que vivía "como monje" en su ciudad, Vercelli, hasta san Máximo de Turín, situado "como centinela" en la roca más elevada de la ciudad.

        Es evidente que hoy el contexto histórico, cultural y social es muy diferente. El contexto actual es, más bien, el que describió mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa, en la que hace un articulado análisis de los desafíos y de los signos de esperanza para la Iglesia en Europa hoy (cf. nn. 6-22). En todo caso, aunque han cambiado las circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente con respecto a su ciudad y su patria. En efecto, los compromisos del "ciudadano honrado" siguen entrelazados con los del "buen cristiano".

        Como conclusión, quiero recordar lo que dice la constitución pastoral Gaudium et spes para aclarar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia entre la fe y la conducta, entre el Evangelio y la cultura. El Concilio exhorta a los fieles "a que se afanen por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados por el espíritu del Evangelio. Se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que pueden por ello descuidar sus deberes terrestres, sin comprender que ellos por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado" (n. 43).

        Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres, hagamos nuestro el deseo del Concilio: que los fieles tengan un deseo cada vez mayor de "ejercer todas sus actividades terrestres, uniendo en una síntesis vital los esfuerzos humanos, domésticos, profesionales, científicos o técnicos con los bienes religiosos, bajo cuya altísima dirección todo se coordina para la gloria de Dios" (ib.) y así para el bien de la humanidad.

 

 

San Eusebio de Vercelli

 

 

(catequesis pronunciada el miércoles 17 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los peregrinos)

 

 

Queridos hermanos y hermanas:

        Esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV. Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector:  así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.

        La gran estima que se tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de evangelización en un territorio aún en gran parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

        Inspirándose en san Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del monacato en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara, Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos venerados por la Iglesia como santos.

        Sólidamente formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por el Credo de Nicea "de la misma naturaleza del Padre". Con este fin se alió con los grandes Padres del siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política filoarriana del emperador.

        Al emperador la fe arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política:  quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la política.

        Por este motivo, san Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y de Occidente:  como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis, Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte, como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya autenticidad se reconoce.

        Sucesivamente, después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar posesión de su sede.

        En el año 362 san Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

        La relación entre el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió desde el destierro de Escitópolis "a los amadísimos hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes en la fe" (Ep. secunda, CCL 9, p. 104). Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación, al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases llenas de cariño y amor.

        Conviene notar, ante todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la única diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia) y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro de su misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.

        Otro elemento interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden "también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de algún modo su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

        El segundo testimonio de la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem 14:  Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento difícil:  estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma que le cuesta reconocer en los vercelenses "la descendencia de los santos padres, que aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando  incluso a sus propios conciudadanos".

        En la misma Carta, el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san Eusebio:  "Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció realmente ser elegido por toda la Iglesia". La admiración de san Ambrosio por san Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida:  "Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia". De hecho, también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía fascinado por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.

        El Obispo de Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida común y lo educó en la "observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en medio de la ciudad". El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf. Hb 13, 14). Así construyeron realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos los ciudadanos de Vercelli.

        De este modo, san Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás, parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Ese "rasgo" monástico, más bien, confería una dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles, por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia "están en el mundo" (Jn 17, 11), pero no son "del mundo". Por eso, como recordaba san Eusebio, los pastores deben exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la Ciudad futura, la definitiva Jerusalén celestial.

        Esta "reserva escatológica" permite a los pastores y a los fieles respetar la escala correcta de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las pretensiones injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de valores —parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores, san Eusebio no se cansa de "recomendar encarecidamente" a sus fieles que "conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y sean asiduos en la oración" (Ep. Secunda, cit.).
        Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta:  "Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para que (...) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor" (ib.).