(Catequesis que el Papa
Benedicto XVI dirigió el miércoles 15 de septiembre de 2010 a los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Una de las
santas más amadas es sin duda santa Clara de Asís, vivida en el siglo XIII,
contemporánea de
san Francisco. Su testimonio nos muestra cómo toda la Iglesia
es deudora a mujeres valientes y ricas de fe como ella, capaces de dar un
decisivo impulso para la renovación de la Iglesia.
¿Quién era
por tanto Clara de Asís? Para responder a esta pregunta poseemos fuentes
seguras: no sólo las antiguas biografías, como la de Tomás de Celano, sino
también las Actas del proceso de canonización promovido por el Papa sólo pocos
meses después de la muerte de Clara, y que contiene los testimonios de aquellos
que vivieron junto a ella durante mucho tiempo.
Nacida en
1193, Clara pertenecía a una familia aristocrática y rica. Renunció a la nobleza
y a la riqueza para vivir pobre y humilde, adoptando la forma de vida que
Francisco de Asís proponía. Aunque sus parientes, como sucedía entonces, estaban
proyectando un matrimonio con algún personaje de importancia, Clara, a los 18
años, con un gesto audaz inspirado por el profundo deseo de seguir a Cristo y
por la admiración por Francisco, dejó la casa paterna y, en compañía de una
amiga suya, Bona di Guelfuccio, alcanzó secretamente a los frailes menores en la
pequeña iglesia de la Porciúncula. Era la tarde del Domingo de Ramos de 1211.
Ante la conmoción general, se realizó un gesto altamente simbólico: mientras sus
compañeros tenían en la mano antorchas encendidas, Francisco le cortó el cabello
y Clara vistió un basto hábito penitencial. Desde aquel momento se había
convertido en la virgen esposa de Cristo, humilde y pobre, y se consagraba a Él
totalmente. Como Clara y sus compañeras, innumerables mujeres en el transcurso
de la historia han sido fascinadas por el amor por Cristo que, en la belleza de
su Divina Persona, llena sus corazones. Y la Iglesia entera, por medio de la
vocación nupcial mística de las vírgenes consagradas, muestra lo que será para
siempre: la Esposa bella y pura de Cristo.
En una de
las cuatro cartas que Clara envió a santa Inés de Praga, la hija del rey de
Bohemia, que quiso seguir sus huellas, habla de Cristo, su amado Esposo, con
expresiones nupciales, que pueden sorprender, pero que conmueven: “
Amándolo,
sois casta, tocándolo, seréis más pura, dejándoos poseer por él sois virgen. Su
poder es más fuerte, su generosidad más elevada, su aspecto más bello, el amor
más suave y toda gracia más fina. Ahora estáis estrechada entre sus brazos por
él, que ha adornado vuestro pecho de piedras preciosas... y os ha coronado con
una corona de oro marcada con el signo de la santidad ” (Carta primera: FF,
2862).
Sobre todo
al principio de su experiencia religiosa, Clara tuvo en Francisco de Asís no
sólo un maestro cuyas enseñanzas seguir, sino también un amigo fraterno. La
amistad entre estos dos santos constituye un aspecto muy bello e importante. De
hecho, cuando dos almas puras e inflamadas por el mismo amor por Dios se
encuentran, sacan de su amistad recíproca un estímulo fortísimo para recorrer la
vía de la perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos nobles y
elevados que la Gracia divina purifica y transfigura. Como
san Francisco y santa
Clara, también otros santos vivieron una profunda amistad en el camino hacia la
perfección cristiana, como san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal. Y es precisamente
san Francisco de Sales quien escribe:
“Es hermoso
poder amar en la tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse en este
mundo como haremos eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de
caridad, porque éste debemos tenerlo por todos los hombres; hablo de la amistad
espiritual, en el ámbito de la cual, dos, tres o más personas se intercambian la
devoción, los afectos espirituales, y llegan a ser realmente un solo espíritu” (Introducción
a la vida devota III, 19).
Tras haber transcurrido un periodo de algunos meses en otras comunidades
monásticas, resistiendo a las presiones de sus familiares que al principio no
aprobaban su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras en la
iglesia de san Damián, donde los frailes menores habían preparado un pequeño convento para
ellas. En ese monasterio vivió durante más de cuarenta años hasta su muerte, que
tuvo lugar en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano de cómo
vivían estas mujeres en aquellos años, en los inicios del movimiento
franciscano. Se trata del informe lleno de admiración de un obispo flamenco de
visita en Italia, Santiago de Vitry, el cual afirma haber encontrado un gran
número de hombres y mujeres, de toda clase social, que “dejando todo por Cristo,
huían del mundo. Se llamaban frailes menores y hermanas menores y son tenidos en
gran consideración por el señor Papa y por los cardenales… Las mujeres... moran
juntas en diversos hospicios no lejanos de las ciudades. No reciben nada, sino
que viven del trabajo de sus propias manos. Y les duele y les turba
profundamente porque son honradas más de lo que quisieran, por clérigos y
laicos” (Carta de octubre de 1216: FF, 2205.2207).
Santiago
de Vitry había captado con perspicacia un rasgo característico de la
espiritualidad franciscana a la que Clara fue muy sensible: la radicalidad de la
pobreza asociada a la confianza total en la Providencia divina. Por este motivo,
ella actuó con gran determinación, obteniendo del papa Gregorio IX o,
probablemente, ya del papa Inocencio III, el llamado Privilegium Paupertatis
(cfr FF, 3279). En base a éste, Clara y sus compañeras de san Damián no podían
poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente
extraordinaria respecto al derecho canónico vigente y las autoridades
eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad
evangélica que reconocían en la forma de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto
demuestra también que en los siglos medievales, el papel de las mujeres no era
secundario, sino considerable. A propósito de esto, es oportuno recordar que
Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso una Regla
escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de
Asís se conservara en todas las comunidades femeninas que se iban estableciendo
en gran número ya en sus tiempos, y que deseaban inspirarse en el ejemplo de
Francisco y de Clara.
En el
convento de san Damián Clara practicó de modo heroico las virtudes que deberían
distinguir a cada cristiano: la humildad, el espíritu de piedad y de penitencia,
la caridad. Aún siendo la superiora, ella quería servir en primera persona a las
hermanas enfermas, sometiéndose también a tareas humildísimas: la caridad, de
hecho, supera toda resistencia y el que ama realiza todo sacrificio con alegría.
Su fe en la presencia real de la Eucaristía era tan grande que en dos ocasiones
se comprobó un hecho prodigioso. Solo con la ostensión del Santísimo Sacramento,
alejó a los soldados mercenarios sarracenos, que estaban a punto de agredir el
convento de san Damián y de devastar la ciudad de Asís.
También
estos episodios, como otros milagros, de los que se conservaba memorial,
empujaron al papa Alejandro IV a canonizarla sólo dos años después de su muerte,
en 1255, trazando un elogio de ella en la Bula de canonización en la que leemos:
“Cuán vívida es la fuerza de esta luz y cuán fuerte es la claridad de esta
fuente luminosa. En verdad, esta luz estaba encerrada en el escondite de la vida
claustral, y fuera irradiaba resplandores luminosos; se recogía en un pequeño
monasterio, y fuera se expandía por todo el vasto mundo. Se custodiaba dentro y
se difundía fuera. Clara de hecho se escondía; pero su vida se revelaba a todos.
Clara callaba, pero su fama gritaba” (FF, 3284). Y es precisamente así, queridos
amigos: son los santos los que cambian el mundo a mejor, lo transforman de forma
duradera, inyectándole las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio
puede suscitar. ¡Los santos son los grandes benefactores de la humanidad!
La
espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su propuesta de santidad está
recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga. Santa Clara utiliza una
imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias patrísticas, el espejo. E
invita a su amiga de Praga a mirarse en ese espejo de perfección de toda virtud
que es el mismo Señor. Escribe: “Feliz ciertamente aquella a la que se le
concede gozar de esta sagrada unión, para adherirse con lo profundo del corazón
[a Cristo], a aquel cuya belleza admiran incesantemente todas las beatas
multitudes de los cielos, cuyo afecto apasiona, cuya contemplación restaura,
cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo resplandece
suavemente, a cuyo perfume los muertos volverán a la vida y cuya visión gloriosa
hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celeste. Y dado que
él es esplendor de la gloria, candor de la luz eterna y espejo sin mancha, mira
cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y escruta en él
continuamente tu rostro, para que puedas adornarte así toda por dentro y por
fuera... en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa
humildad y la inefable caridad” (Carta cuarta: FF,2901,2903).
Agradecidos a Dios que nos da a los santos que hablan a
nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quisiera
concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus
hermanas y que aún hoy las Clarisas, que llevan a cabo un precioso papel en la
Iglesia con su oración y con su obra, custodian con gran devoción. Son
expresiones de las que surge toda la ternura de su maternidad espiritual: “Os
bendigo en mi vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo, con
todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y
bendecirá en el cielo y en la tierra a sus hijos e hijas, y con las cuales un
padre y una espiritual bendice y bendecirá a sus hijos y a sus hijas
espirituales. Amen” (FF, 2856).
(catequesis del Papa Benedicto XVI, pronunciada
el miércoles 7 de julio de 2010 a los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Esta mañana – después de algunas catequesis sobre diversos grandes
teólogos – quiero presentaros otra figura importante en la historia de la
teología: se trata del beato Juan Duns Scoto, que vivió a finales del siglo XIII. Una antigua inscripción sobre su tumba resume las coordinadas
geográficas de su biografía: “Inglaterra lo acogió; Francia lo instruyó;
Colonia, en Alemania, conserva los restos; en Escocia nació". No podemos
descuidar estas informaciones, también porque tenemos bien pocas noticias
sobre la vida de Duns Scoto. Nació probablemente en 1266 en un pueblo, que
se llamaba precisamente Duns, en las cercanías de Edimburgo. Atraído por el
carisma de
san
Francisco de Asís, entró en la Familia de los Frailes menores
y, en 1291, fue ordenado sacerdote. Dotado de una inteligencia brillante y
llevada a la especulación – esa inteligencia por la que mereció de la
tradición el título de Doctor subtilis, "Doctor sutil" – Duns Scoto
fue dirigido a los estudios de filosofía y de teología en las célebres
Universidades de Oxford y de París. Concluida con éxito su formación,
emprendió la enseñanza de la teología en las Universidades de Oxford y de
Cambridge, y después de París, empezando a comentar, como todos los Maestros
de su tiempo, las Sentencias de Pedro Lombardo. Las obras principales
de Duns Scoto representan precisamente el fruto maduro de estas lecciones, y
toman su título de los lugares en los que enseñó: Opus Oxoniense
(Oxford), Reportatio Cambrigensis (Cambridge), Reportata
Parisiensia (París). De París se alejó cuando, tras estallar un grave
conflicto entre el rey Felipe IV el Hermoso y el Papa Bonifacio VIII, Duns
Scoto prefirió el exilio voluntario, más que firmar un documento hostil al
Sumo Pontífice, como el rey había impuesto a todos los religiosos. Así – por
amor a la Sede de Pedro –, junto a los Frailes franciscanos, abandonó el
País.
Queridos hermanos y hermanas, este hecho nos invita a recordar cuantas
veces, en la historia de la Iglesia, los creyentes encontraron hostilidad y
sufrido incluso persecuciones a causa de su fidelidad y de su devoción a
Cristo, a la Iglesia y al Papa. Nosotros todos miramos con admiración a
estos cristianos, que nos enseñan a custodiar como un bien precioso la fe en
Cristo y la comunión con el Sucesor de Pedro y, así, con la Iglesia
universal.
Sin embargo, las relaciones entre el rey de Francia y el sucesor de
Bonifacio VIII volvieron a ser bien pronto amistosas, y en 1305 Duns Scoto
pudo volver a París para enseñar teología con el título de Magister
regens, hoy se diría profesor ordinario. Sucesivamente, los Superiores
le enviaron a Colonia como profesor del Studium teológico
franciscano, pero él murió el 8 de noviembre de 1308, a tan solo 43 años de
edad, dejando, con todo, un número relevante de obras.
Con motivo de la fama de santidad de que gozaba, su culto se difundió
bien pronto en la Orden franciscana y el Venerable papa Juan Pablo II quiso
confirmarlo solemnemente beato el 20 de marzo de 1993, definiéndolo
"cantor
del Verbo encarnado y defensor de la Inmaculada Concepción”. En esta
expresión está sintetizada la gran contribución que Duns Scoto ofreció a la
historia de la teología.
Ante todo, meditó sobre el Misterio de la Encarnación y, a diferencia de
muchos pensadores cristianos del tiempo, sostuvo que el
Hijo de Dios se habría hecho hombre aunque la humanidad no hubiese pecado.
Él afirma en la "Reportata Parisiensa": "¡Pensar que Dios habría
renunciado a esta obra si Adán no hubiese pecado sería del todo irracional!
Digo por tanto que la caída no fue la causa de la predestinación de Cristo,
y que – aunque nadie hubiese caído, ni el ángel ni el hombre – en esta
hipótesis Cristo habría estado aún predestinado de la misma forma" (in III Sent., d. 7, 4). Este pensamiento, quizás un poco sorprendente, nace
porque para Duns Scoto la Encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la
eternidad por parte de Dios Padre en su plan de amor, es
cumplimiento de la creación, y hace posible a toda criatura, en Cristo y por
medio de Él, de ser colmada de gracia, y dar alabanza y gloria a Dios en la
eternidad. Duns Scoto, aun consciente de que, en realidad, a causa del
pecado original, Cristo nos redimió con su Pasión, Muerte y Resurrección,
reafirma que la Encarnación es la obra más grande y más bella de toda la
historia de la salvación, y que esta no está condicionada por ningún hecho
contingente, pero es la idea original de Dios de unir finalmente todo lo
creado consigo mismo en la persona y en la carne del Hijo.
Fiel discípulo de
san Francisco, Duns Scoto amaba contemplar y predicar
el Misterio de la Pasión salvífica de Cristo, expresión del amor inmenso de
Dios, el Cual comunica con grandísima generosidad fuera de sí los rayos de
Su bondad y de Su amor (cfr Tractatus de primo principio, c. 4). Y
este amor no se revela sólo en el Calvario, sino también en la Santísima
Eucaristía, de la cual Duns Scoto era devotísimo y que veía como el
Sacramento de la presencia real de Jesús y como el Sacramento de la unidad y
de la comunión que nos induce a amarnos unos a otros y a amar a Dios como el
Sumo Bien común (cfr Reportata Parisiensia, in IV Sent., d. 8, q. 1,
n. 3).
Queridos hermanos y hermanas, esta visión teológica, fuertemente
"cristocéntrica", nos abre a la contemplación, al estupor y a la gratitud:
Cristo es el centro de la historia y del cosmos, es Aquel que da sentido,
dignidad y valor a nuestra vida. Como en Manila el papa Pablo VI, también yo
hoy quiero gritar al mundo: "[Cristo] es el revelador del Dios invisible, es
el primogénito de toda criatura, es el fundamento de todo; es el Maestro de
la humanidad, es el Redentor; nació, murió y resucitó por nosotros; Él es el
centro de historia y del mundo; es Aquel que nos conoce y que nos ama; es el
compañero y el amigo de nuestra vida... Yo nunca acabaría de hablar de Él" (Homilía, 29 de noviembre de 1970).
No sólo el papel de Cristo en la historia de la salvación, sino también
el de María es objeto de la reflexión del Doctor subtilis. En los
tiempos de Duns Scoto la mayor parte de los teólogos oponía una objeción,
que parecía insuperable, a la doctrina según la cual María Santísima estuvo
exenta del pecado original desde el primer instante de su concepción: de
hecho, la universalidad de la Redención llevada a cabo por Cristo, a primera
vista, podría parecer comprometida por una
afirmación semejante, como si María no hubiese tenido necesidad de Cristo y
de su redención. Por ello los teólogos se oponían a esta tesis. Duns Scoto, entonces, para hacer
comprender esta preservación del pecado original, desarrolló un argumento
que fue después adoptado también por el papa Pío IX en 1854, cuando definió
solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y este argumento
es el de la “Redención preventiva”, según la cual la Inmaculada Concepción
representa la obra de arte de la Redención realizada en Cristo, porque
precisamente el poder de su amor y de su mediación obtuvo que la Madre fuese
preservada del pecado original. Por tanto María está totalmente redimida por
Cristo, pero ya antes de su concepción. Los franciscanos, sus hermanos,
acogieron y difundieron con entusiasmo esta doctrina, y los demás teólogos –
a menudo con solemne juramento – se comprometieron en defenderla y en
perfeccionarla.
A este respecto, quisiera poner de evidencia un dato, que me parece
importante. Teólogos de valor, como Duns Scoto sobre la doctrina de la
Inmaculada Concepción, enriquecieron con su contribución específica de
pensamiento lo que el Pueblo de Dios ya creía espontáneamente sobre la Beata
Virgen, y manifestaba en los actos de piedad, en las expresiones del arte y,
en general, en la vida cristiana. Así la fe tanto en la Inmaculada
Concepción, como en la Asunción corporal de la Virgen estaba ya presente en
el Pueblo de Dios, mientras que la teología no había encontrado aún la clave
para interpretarla en la totalidad de la doctrina de la fe. Por tanto el
Pueblo de Dios precede a los teólogos y todo esto gracias a ese sensus
fidei sobrenatural, es decir, esa capacidad infundida por el Espíritu
Santo, que capacita para abrazar la realidad de la fe, con la humildad del
corazón y de la mente. En este sentido, el Pueblo de Dios es "magisterio que
precede", y que debe ser después profundizado y acogido intelectualmente por
la teología. ¡Que los teólogos puedan siempre ponerse a la escucha de esta
fuente de la fe y conservar la humildad y la sencillez de los pequeños! Lo
recordé hace unos meses diciendo:
“Hay grandes doctos, grandes
especialistas, grandes teólogos, maestros de fe, que nos han enseñado muchas
cosas. Están versados en los detalles de la Sagrada Escritura... pero no han
podido ver el propio misterio, el verdadero núcleo... ¡Lo esencial permanece
escondido! En cambio, hay también en nuestro tiempo pequeños que han
conocido este misterio. Pensemos en santa Bernardette Soubirous; en santa
Teresa de Lisieux, con su nueva lectura 'no científica' de la Biblia, pero
que entra en el corazón de la Sagrada Escritura" (Homilía. Misa
con los Miembros de la Comisión Teológica Internacional, 1 de diciembre
de 2009).
Finalmente, Duns Scoto desarrolló
un punto en el que la modernidad es muy sensible. Se trata del tema de la
libertad y de su relación con la voluntad y con el intelecto. Nuestro autor
subraya la libertad como cualidad fundamental de la voluntad, iniciando una
postura de tendencia voluntarista, que se desarrolló en contraposición con
el llamado intelectualismo agustiniano y tomista. Para
santo Tomás
de Aquino, que sigue a
san Agustín, la libertad no puede considerarse una
cualidad innata de la voluntad, sino el fruto de la colaboración de la
voluntad con el intelecto. Una idea de la libertad innata y absoluta
colocada en la voluntad que precede al intelecto, tanto en Dios como en el
hombre, corre el riesgo, de hecho, de llevar a la idea de un Dios que no
estaría ligado tampoco a la verdad ni al bien. El deseo de salvar la
absoluta trascendencia y diversidad de Dios con una afirmación tan radical e
impenetrable de su voluntad no tiene en cuenta que el Dios que se ha
revelado en Cristo es el Dios "logos", que actuó y actúa lleno de amor hacia
nosotros. Ciertamente, como afirma Duns Scoto en la línea de la teología
franciscana, el amor supera el conocimiento y es capaz de percibir cada vez
más del pensamiento, pero es siempre el amor del Dios "logos" (cfr Benedicto XVI, Discurso en Regensburg, Enseñanzas de
Benedicto XVI, II [2006], p. 261). También en el hombre la idea de libertad
absoluta, colocada en la voluntad, olvidando el nexo con la verdad, ignora
que la misma libertad debe ser liberada de los límites que le vienen del
pecado.
Hablando a los seminaristas de Roma – el año pasado – recordaba que “la
libertad en todos los tiempos ha sido el gran sueño de la humanidad, desde
el inicio, pero particularmente en la época moderna" (Discurso al
Pontificio Seminario Mayor Romano, 20 de febrero de 2009). Pero
precisamente la historia moderna, además de nuestra experiencia cotidiana,
nos enseña que la libertad es auténtica, y ayuda a la construcción de una
civilización verdaderamente humana, sólo cuando está reconciliada con la
verdad. Si se separa de la verdad, la libertad se convierte trágicamente en
principio de destrucción de la armonía interior de la persona humana, fuente
de prevaricación de los más fuertes y de los más violentos, y causa de
sufrimientos y de lutos. La libertad, como todas las facultades de las que
el hombre está dotado, crece y se perfecciona, afirma Duns Scoto, cuando el
hombre se abre a Dios, valorando esa disposición a la escucha de su voz, que
él llama potentia oboedientialis: cuando nos ponemos a la escucha de
la Revelación divina, de la Palabra de Dios, para acogerla, entonces somos
alcanzados por un mensaje que llena de luz y de esperanza nuestra vida y
somos verdaderamente libres.
Queridos hermanos y hermanas, el beato Duns Scoto nos enseña que en
nuestra vida lo esencial es creer que Dios está cercano a nosotros y nos ama
en Jesucristo, y cultivar, por tanto, un profundo amor a Él y a su Iglesia.
De este amor nosotros somos los testigos en esta tierra. Que María Santísima
nos ayude a recibir este infinito amor de Dios del que gozaremos plenamente
por la eternidad en el Cielo, cuando finalmente nuestra alma estará unida
por siempre a Dios, en la comunión de los santos.
(catequesis del Papa Benedicto XVI
pronunciada el miércoles 10 de febrero de 2010 a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Tras haber presentado, hace dos semanas, la figura de
Francisco de Asís, esta mañana quisiera hablar de otro santo
perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores:
Antonio de Padua o, como también se le llama, de Lisboa,
refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos
más populares en toda la Iglesia católica, venerado no solo en
Padua, donde se erigió una espléndida Basílica que recoge sus
despojos mortales, sino en todo el mundo. Son queridas a los
fieles las imágenes y las estatuas que le representan con el
lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús entre los
brazos, en recuerdo de una aparición milagrosa mencionada por
algunas fuentes literarias.
Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la
espiritualidad franciscana, con sus marcadas dotes de
inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y,
principalmente, de fervor místico.
Nació en Lisboa de una familia noble, en torno al 1195, y fue
bautizado con el nombre de Fernando. Entró entre los canónigos
que seguían la regla monástica de
san Agustín, primero en el
monasterio de San Vicente en Lisboa, y sucesivamente, en el de
la Santa Cruz en Coimbra, renombrado centro cultural de
Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la
Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo aquella
ciencia teológica que puso a fructificar en las actividades de
la enseñanza y la predicación. En Coimbra tuvo lugar el episodio
que marcó un cambio decisivo en su vida: aquí, en 1220 fueron
expuestas las reliquias de los primeros cinco misioneros
franciscanos que se habían dirigido a Marruecos, donde
encontraron el martirio. Su caso hizo nacer en el joven Fernando
el deseo de imitarles y de avanzar en el camino de la perfección
cristiana: pidió entonces dejar los canónigos agustinos y
convertirse en Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando
el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la
Providencia divina dispuso de otra manera. A consecuencia de una
enfermedad, se vio obligado a volver a Italia y, en 1221,
participó en el famoso "Capítulo de las esteras" en Asís, donde
encontró también a
san Francisco. Sucesivamente, vivió por algún
tiempo escondido totalmente en un convento cerca de Forlí, en el
norte de Italia, donde el Señor le llamó a otra misión.
Invitado, por circunstancias totalmente casuales, a predicar con
ocasión de una ordenación sacerdotal, mostró estar dotado de tal
ciencia y elocuencia, que los Superiores lo destinaron a la
predicación. Comenzó así en Italia y en Francia una actividad
apostólica tan intensa y eficaz que indujo a no pocas personas
que se habían separado de la Iglesia a volver sobre sus propios
pasos. Estuvo también entre los primeros maestros de teología de
los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su
enseñanza en Bolonia, con la bendición de Francisco, el cual,
reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta
con estas palabras: “Me gustaría que enseñases teología a los
frailes”. Antonio puso las bases de la teología franciscana que,
cultivada por otras insignes figuras de pensadores, habría
conocido su cenit con
san Buenaventura de Bagnoregio y el beato
Duns Scoto.
Convertido en superior provincial de los Frailes Menores de
Italia septentrional, continuó con el ministerio de la
predicación, alternándolo con las tareas de gobierno. Concluido
el mandato de Provincial, se retiró cerca de Padua, donde ya
había estado otras veces. Tras apenas un año, murió en las
puertas de la Ciudad, el 13 de junio de 1231. Padua, que lo
había acogido con afecto y veneración en vida, le tributó por
siempre honor y devoción. El mismo Papa Gregorio IX, que tras
haberle escuchado predicar le había definido "Arca del
Testamento", lo canonizó en 1232, también a raíz de los milagros
sucedidos por su intercesión.
En el último periodo de su vida, Antonio puso por escrito dos
ciclos de “Sermones”, titulados respectivamente "Sermones
dominicales" y "Sermones sobre los Santos", destinados a los
predicadores y a los profesores de estudios teológicos de la
Ordena franciscana. En ellos comenta los textos de la Sagrada
Escritura presentados por la Liturgia, utilizando la
interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos, el
literal o histórico, el alegórico o cristológico, el tropológico
o moral, y el anagógico, que orienta hacia la vida eterna. Se
trata de textos teológico-homiléticos, que recogen la
predicación viva, en la que ¡Antonio propone un verdadero y
propio itinerario de vida cristiana. Es tanta la riqueza de
enseñanzas espirituales contenida en los “Sermones”, que el
Venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a Antonio Doctor de la
Iglesia, atribuyéndole el título de “Doctor evangélico", porque
de estos escritos surge la frescura y la belleza del Evangelio;
aún hoy los podemos leer con gran provecho espiritual.
En ellos, él habla de la oración como de una relación de
amor, que empuja al hombre a conversar dulcemente con el Señor,
creando una alegría inefable, que suavemente envuelve el alma en
oración. Antonio nos recuerda que la oración necesita una
atmósfera de silencio, que no coincide con el alejamiento del
ruido externo, sino que es experiencia interior, que mira a
quitar las distracciones provocadas por las preocupaciones del
alma. Según la enseñanza de este insigne Doctor franciscano, la
oración se compone de cuatro actitudes indispensables, que, en
el latín de Antonio, se definen: obsecratio, oratio,
postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas
así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios, conversar
afectuosamente con Él, presentarle las propias necesidades,
alabarlo y darle gracias.
En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración advertimos
uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, del
que él fue el iniciador, es decir, el papel asignado al amor
divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad,
del corazón, y que es también la fuente de donde brota un
conocimiento espiritual, que sobrepasa todo conocimiento.
Escribe Antonio:
"La caridad es el alma de la fe, la hace
viva; sin el amor, la fe muere” (Sermones Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padova 1979, p. 37).
Sólo un alma que reza puede realizar progresos en la vida
espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de
san Antonio. Él conoce bien los defectos de la naturaleza
humana, la tendencia a caer en el pecado, por eso exhorta
continuamente a combatir la inclinación a la codicia, al
orgullo, a la impureza, y a practicar las virtudes de la pobreza
y de la generosidad, de la humildad y de la obediencia, de la
castidad y de la pureza. A principios del siglo XIII, en el
contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento
del comercio, crecía el número de personas insensibles a las
necesidades de los pobres. Por este motivo, Antonio invita
muchas veces a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la
del corazón, que haciéndoles buenos y misericordiosos, les hace
acumular tesoros para el Cielo. " Oh
ricos – les exhorta – haceos amigos
...de los pobres, acogedles en vuestras casas: serán después
ellos quienes os acojan en los eternos tabernáculos, donde está
la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la
opulenta quietud de la saciedad eterna" (Ibid., p.
29).
¿No es quizás esta, queridos amigos, una enseñanza muy
importante también hoy, cuando la crisis financiera y los graves
desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas y crean
condiciones de miseria? En mi Encíclica Caritas in veritate
recuerdo: "La economía necesita de la ética para su correcto
funcionamiento, no de una ética cualquiera, sino de una ética
amiga de la persona" (n. 45).
Antonio, en la
escuela de Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la
vida y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este
es otro rasgo típico de la teología franciscana: el
cristocentrismo. De buen grado esta contempla, e invita a
contemplar, los misterios del humanidad del Señor, de modo
particular, el de la Navidad, que le suscitan sentimientos de
amor y de gratitud hacia la bondad divina.
También la visión del Crucificado le inspira
pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por la
dignidad de la persona humana, de forma que todos, creyentes y
no creyentes, puedan encontrar un significado que enriquece la
vida. Escribe Antonio:
"Cristo, que es tu vida, está colgado ante
ti, porque tú miras a la cruz como en un espejo. Allí podrás
conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina
habría podido curar, si no la de la sangre del Hijo de Dios. Si
miras bien, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad
humana y tu valor... En ningún otro lugar el hombre puede darse
cuenta mejor de cuánto vale, que mirándose en el espejo de la
cruz” (Sermones
Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).
Queridos
amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles,
interceda por la Iglesia entera, y sobre todo por aquellos que
se dedican a la predicación. Que estos, tomando inspiración de
su ejemplo, procuren unir la doctrina sana y sólida, la piedad
sincera y fervorosa, la incisividad de la comunicación. En este
año sacerdotal, oremos para que los sacerdotes y los diáconos
lleven a cabo con solicitud este ministerio de anuncio y
actualización de la Palabra de Dios a los fieles, sobre todo a
través de las homilías litúrgicas. Que éstas sean una
presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente
como recomendaba san Antonio: “Si predicas
a Jesús, él ablanda los corazones duros; si le invocas, endulza
las amargas tentaciones: si piensas en él, te ilumina el
corazón; si le lees, te sacia la mente” (Sermones Dominicales
et Festivi III, p. 59).
(catequesis pronunciada
el miércoles 27 de enero de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
En una reciente catequesis ilustré ya el papel providencial
que la Orden de los Frailes Menores y la Orden de los Frailes
Predicadores, fundados respectivamente por san Francisco de Asís
y santo Domingo de Guzmán, tuvieron en la renovación de la
Iglesia de su tiempo. Hoy quisiera presentaros la figura de
Francisco, un auténtico “gigante” de la santidad, que sigue
fascinando a muchísimas personas de toda edad y toda religión.
"Nació al mundo un sol". Con estas palabras, en la Divina Commedia (Paraíso, Canto XI), el máximo poeta
italiano Dante Alighieri alude al nacimiento de Francisco, que
tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís.
Perteneciente a una rica familia – el padre era comerciante de
telas –, Francisco transcurrió una adolescencia y una juventud
despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de la
época. A los veinte años tomó parte en una campaña militar, y
fue hecho prisionero. Se puso enfermo y fue liberado. Tras su
vuelta a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión
espiritual, que le llevó a abandonar gradualmente el estilo de
vida mundano que había llevado hasta entonces. A este periodo
corresponden los célebres episodios del encuentro con el
leproso, al que Francisco, bajando del caballo, dio el beso de
la paz, y del mensaje del Crucificado en la pequeña iglesia de
San Damián. En tres ocasiones el Cristo en la cruz cobró vida, y
le dijo “Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas”.
Este
sencillo acontecimiento de la palabra del Señor oída en la
iglesia de San Damián esconde un simbolismo profundo.
Inmediatamente san Francisco es llamado a reparar esta pequeña
iglesia, pero el estado ruinoso de este edificio es el símbolo
de la situación dramática e inquietante de la misma Iglesia en
esa época, con una fe superficial que no forma y no transforma
la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor;
una destrucción interior de la Iglesia que comporta también una
descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos
herejes. Con todo, en esta Iglesia en ruinas está en el centro
el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a
un trabajo manual para reparar concretamente la pequeña iglesia
de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar a la
misma Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su
entusiasmo de amor por Cristo. Este acontecimiento, sucedido
probablemente en 1205, hace pensar en otro acontecimiento
similar, sucedido en 1207: el sueño del papa Inocencio III. Éste
vio en sueños que la Basílica de San Juan de Letrán, la iglesia
madre de todas las iglesias, está derrumbándose y que un
religioso pequeño e insignificante apuntala con sus hombros a la
iglesia para que no caiga. Es interesante notar, por una parte,
que no es el Papa el que ayuda para que la Iglesia no caiga,
sino un religioso pequeño e insignificante, que el Papa reconoce
en Francisco cuando éste le visita. Inocencio III era un papa
poderoso, de gran cultura teológica, como también de gran poder
político, y sin embargo no es él el que renueva a la Iglesia,
sino un pequeño e insignificante religioso: es san Francisco,
llamado por Dios. Por otra parte, sin embargo, es importante
observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin o contra
el Papa, sino en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el
Sucesor de Pedro, los Obispos, la Iglesia fundada sobre la
sucesión de los Apóstoles, y el carisma nuevo que el Espíritu
Santo crea en este momento para renovar la Iglesia. Juntos crece
la verdadera renovación.
Volvamos a la vida de san Francisco. Dado que su padre Bernardone le reprochaba su demasiada generosidad hacia los
pobres, Francisco, ante el obispo de Asís, con un gesto
simbólico se despojó de todas sus ropas, pretendiendo así
renunciar a la herencia paterna: como en el momento de la
creación, Francisco no tiene nada, sino sólo la vida que Dios le
ha dado, a cuyas manos se entrega. Después vivió como un
eremita, hasta cuando, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento
fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un
pasaje del Evangelio de Mateo – el discurso de Jesús a los
apóstoles enviados a la misión – Francisco se sintió llamado a
vivir en la pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros
compañeros se unieron a él, y en 1209 se dirigió a Roma, para
someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de
vida cristiana. Recibió una acogida paternal por parte de aquel
gran Pontífice que, iluminado por el Señor, intuyó el origen
divino del movimiento suscitado por Francisco. El Pobrecillo de
Asís había comprendido que todo carisma dado por el Espíritu
Santo debe ser puesto al servicio del Cuerpo de Cristo, que es
la Iglesia; por tanto actuó siempre en comunión plena con la
autoridad eclesiástica. En la vida de los santos no hay
contraposición entre carisma profético y carisma de gobierno y,
si se crea alguna tensión, éstos saben esperar con paciencia los
tiempos del Espíritu Santo.
En realidad, algunos historiadores del siglo XIX y también
del siglo pasado han intentado crear detrás del Francisco de la
tradición, un 'Francisco histórico', así como se trata de crear
tras el Jesús de los Evangelios un 'Jesús histórico'. Este
Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un
hombre unido inmediatamente solo a Cristo, un hombre que quería
crear una renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas y
sin jerarquía. La verdad es que san Francisco tuvo realmente una
relación inmediatísima con Jesús y con la Palabra de Dios, a la
cual quería seguir "sine glossa", tal como es, en toda su
radicalidad y verdad. Es también verdad que inicialmente no
tenía intención de crear una Orden con las formas canónicas
necesarias, sino que simplemente, con la palabra de Dios y la
presencia del Señor, el quería renovar al pueblo de Dios,
convocarlo de nuevo a la escucha de la palabra y a la obediencia
verbal con Cristo. Además, sabía que Cristo no es nunca “mío”,
sino siempre “nuestro”, que a Cristo no puedo tenerlo “yo” y
reconstruir “yo” contra la Iglesia, su voluntad y su enseñanza,
sino sólo en la comunión de la Iglesia construida sobre la
sucesión de los Apóstoles se renueva también la obediencia a la
palabra de Dios.
Es también verdad que no tenía intención de crear una nueva
orden, sino solamente renovar al pueblo de Dios para el Señor
que viene. Pero comprendió con sufrimiento y con dolor que todo
debe tener su orden, que también el derecho de la Iglesia es
necesario para dar forma a la renovación y así realmente se
insertó de modo total, con el corazón, en la comunión de la
Iglesia, con el Papa y con los Obispos. Sabía siempre que el
centro de la Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo
y su Sangre se hacen presentes. A través del Sacerdocio, la
Eucaristía es la Iglesia. Donde el Sacerdocio y Cristo y
comunión de la Iglesia van unidos, sólo aquí habita también la
palabra de Dios. El verdadero Francisco histórico es el
Francisco de la Iglesia y precisamente de esta forma nos habla
también a nosotros los creyentes, a los creyentes de otras
confesiones y religiones.
Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se
establecieron en la Porciúncula, o iglesia de Santa María de los
Ángeles, lugar sagrado por excelencia de la espiritualidad
franciscana. También Clara, una joven mujer de Asís, de familia
noble, se puso a la escuela de Francisco. Tuvo así origen la
Segunda Orden franciscana, la de las Clarisas, otra experiencia
destinada a producir frutos insignes de santidad en la Iglesia.
También el sucesor de Inocencio III, el papa Honorio III, con
su bula Cum dilecti de 1218 apoyó el singular desarrollo
de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones
en diversos países de Europa, e incluso en Marruecos. En 1219
Francisco obtuvo el permiso de dirigirse a hablar, en Egipto, al
sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el
Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de
san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la
que estaba en curso un enfrentamiento entre el Cristianismo y el
Islam, Francisco, armado voluntariamente solo con su fe y su
mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del
diálogo. Las crónicas nos hablan de una acogida benevolente y
cordial recibida del sultán. Es un modelo en el cual también hoy
deberían inspirarse las relaciones entre cristianos y
musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto
recíproco y en la mutua comprensión (cfr Nostra Aetate,
3). Parece además que en 1220 Francisco visitó Tierra Santa,
echando así una semilla, que traería mucho fruto: sus hijos
espirituales, de hecho, hicieron de los Lugares en los que vivió
Jesús en un un ámbito privilegiado de su misión. Con gratitud
pienso hoy en los grandes méritos de la Custodia Franciscana de
Tierra Santa.
Vuelto a Italia, Francisco entregó el gobierno de la Orden a
su vicario, fray Pedro Cattani, mientras que el papa confió a la
protección del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice
Gregorio IX, a la Orden, que recogía cada vez más adhesiones.
Por su parte el Fundador, dedicado completamente a la
predicación que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una
Regla, después aprobada por el Papa.
En 1224, en el eremitorio de Verna, Francisco vio el
Crucifijo en forma de un serafín, y del encuentro con el serafín
crucificado, recibió los estigmas; se convirtió así en uno con
Cristo crucificado: un don, por tanto, que expresa su
identificación con el Señor.
La muerte de Francisco – su transitus – sucedió la
noche del 3 de octubre de 1226, en la Porciúncula. Tras haber
bendecido a sus hijos espirituales, murió, acostado sobre la
tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo
inscribió en el elenco de los santos. Poco tiempo después se
erigía en Asís una gran basílica en su honor, meta aún hoy de
muchísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y
disfrutar la visión de los frescos de Giotto, pintor que ha
ilustrado de modo magnífico la vida de Francisco.
Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de Cristo. Fue también
llamado el “hermano de Jesús”. En efecto, éste era su ideal: ser
como Jesús, contemplar al Cristo del Evangelio, amarlo
intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un
valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola
también a sus hijos espirituales. La primera bienaventuranza del
Discurso de la Montaña – Dichosos los pobres de espíritu porque
de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3) – encontró
una luminosa realización en la vida y en las palabras de san
Francisco. Verdaderamente, queridos amigos, los santos son los
mejores intérpretes de la Biblia; éstos, encarnando en su vida
la Palabra de Dios, la hacen más atrayente que nunca, de modo
que habla realmente con nosotros. El testimonio de Francisco,
que amó la pobreza para seguir a Cristo con dedicación y
libertad totales, sigue siendo también para nosotros una
invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la
confianza en Dios, uniendo también un estilo de vida sobrio y un
desapego de los bienes materiales.
En Francisco el amor por Cristo se expresó de modo especial
en la adoración del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En
las Fuentes franciscanas se leen expresiones
conmovedoras, como esta: “Tema toda la humanidad, tiemble el
universo entero y exulte el cielo, cuando sobre el altar, en la
mano del sacerdote, está Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¡Oh favor
estupendo! Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo,
Dios e Hijo de Dios, se humille tanto para esconderse para
nuestra salvación, bajo una modesta forma de pan” (Francisco de
Asís, Escritos, Ediciones Franciscanas, Padua 2002, 401).
En este año sacerdotal, quiero también recordar la
recomendación dirigida por Francisco a los sacerdotes:
“Cuando
quieran celebrar la Misa, puros de forma pura, hagan con
reverencia el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre
del Señor nuestro Jesucristo” (Francisco de Asís, Escritos, 399).
Francisco mostraba siempre una gran deferencia hacia los
sacerdotes, y recomendaba respetarlos siempre, incluso en el
caso de que personalmente fueran poco dignos. La motivación de
su profundo respeto era el hecho de que éstos han recibido el
don de consagrar la Eucaristía. Queridos hermanos en el
sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la
Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el
Misterio que celebramos.
Del amor de Cristo nace el amor hacia las personas y también
hacia todas las criaturas de Dios. Este es otro rasgo
característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de
fraternidad universal y de amor por la creación, que le inspiró
el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy
actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate, es sostenible solo un desarrollo que respete a la
creación y que no dañe el medio ambiente (cfr nn. 48-52), y en
el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año he
subrayado que también la constitución de una paz sólida está
unida al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en
la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del
Creador. La naturaleza es entendida por él precisamente como un
lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la
realidad divina se hace transparente y podemos nosotros hablar de Dios y con Dios.
Queridos amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre
alegre. Su sencillez, su humildad, su fe, su amor por Cristo, su
bondad hacia cada hombre y cada mujer le hicieron alegre en toda
situación. De hecho, entre la santidad y la alegría subsiste una
relación íntima e indisoluble. Un escritor francés dijo que en
el mundo hay una sola tristeza: la de no ser santos, es decir,
la de no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de
Francisco, comprendemos que éste es el secreto de la verdadera
felicidad: ¡ser santos, cercanos a Dios!
Que la Virgen, tiernamente amada por Francisco, nos obtenga
este don. Nos confiamos a Ella con las palabras mismas del
Pobrecillo de Asís:
“Santa María Virgen, no hay ninguna como tu
nacida en el mundo entre las mujeres, hija y sierva del altísimo
Rey y Padre celestial, Madre del santísimo Señor nuestro
Jesucristo, esposa del Espíritu Santo, reza por nosotros... ante
tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro” (Francisco de Asís,
Escritos, 163).
(catequesis pronunciada
miércoles 3 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
******
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy quisiera hablar de san Buenaventura de Bagnoregio. Os confío
que, al proponeros este argumento, advierto una cierta nostalgia,
porque recuerdo las investigaciones que, como joven estudioso,
realicé precisamente sobre este autor, particularmente querido para
mí. Su conocimiento ha incidido no poco en mi formación. Con mucha
alegría hace pocos meses me dirigió en peregrinación a su lugar
natal, Bagnoregio, una pequeña ciudad italiana, en el Lacio, que
custodia con veneración su memoria.
Nacido probablemente en 1217 y muerto en 1274, vivió en el siglo
XIII, una época en la que la fe cristiana, penetrada profundamente
en la cultura y en la sociedad de Europa, inspiró obras
imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales,
de la filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras
cristianas que contribuyeron a la composición de esta armonía entre
fe y cultura destaca precisamente Buenaventura, hombre de acción y
de contemplación, de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.
Se llamaba Giovanni da Fidanza.
Un episodio que sucedió cuando era aún muchacho marcó profundamente
su vida, como él mismo relata. Había sido afectado por una grave
enfermedad y ni siquiera su padre, que era médico, esperaba ya
salvarlo de la muerte. Su madre, entonces, recurrió a la intercesión
de
san Francisco de Asís, canonizado hacía poco. Y Giovanni se curó.
La figura del Pobrecillo de Asís se le hizo aún más familiar algún
año después, cuando se encontraba en París, donde se había dirigido
para sus estudios. Había obtenido el diploma de Maestro de Artes,
que podríamos comparar al de un prestigioso Liceo de nuestra época.
En ese punto, como tantos jóvenes del pasado y también de hoy,
Giovanni se planteó una pregunta crucial:
“¿Qué
debo hacer con mi vida?”.
Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica de
los Frailes Menores, que habían llegado a París en 1219, Giovanni
llamó a las puertas del Convento franciscano de esa ciudad, y pidió
ser acogido en la gran familia de los discípulos de
san Francisco.
Muchos años después, explicó las razones de su elección: en
san Francisco y en el movimiento iniciado por él reconocía la acción de
Cristo. Escribía así en una carta dirigida a otro fraile: “Confieso ante
Dios que la razón que me hizo amar más la vida del beato Francisco
es que se parece a los inicios y al crecimiento de la Iglesia. La
Iglesia comenzó con simples pescadores, y se enriqueció en seguida
con doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco
no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo"
(Epistula de tribus
quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San Bonaventura.
Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).
Por tanto, en torno al año 1243 Giovanni vistió el sayal
franciscano y asumió el nombre de Buenaventura. Fue en seguida
dirigido a los estudios y frecuentó la Facultad de Teología de la
Universidad de París, siguiendo un conjunto de cursos muy difíciles.
Consiguió los diversos títulos requeridos por la carrera académica,
los de “bachiller bíblico" y de "bachiller sentenciario". Así
Buenaventura estudió a fondo la Sagrada Escritura, las Sentencias de
Pietro Lombardo, el manual de teología de aquel tiempo, y a los más
importantes autores de teología y, en contacto con los maestros y
estudiantes que llegaban a París desde toda Europa, maduró su propia
reflexión personal y una sensibilidad espiritual de gran valor que,
en el transcurso de los años siguientes, supo traslucir en sus obras
y en sus sermones, convirtiéndose así en uno de los teólogos más
importantes de la historia de la Iglesia. Es significativo recordar
el título de la tesis que defendió para ser habilitado en la
enseñanza de la teología, la licentia ubique docendi, como se
decía entonces. Su disertación llevaba por título Cuestiones
sobre el conocimiento de Cristo. Este argumento muestra el papel
central que Cristo tuvo siempre en la vida y en la enseñanza de
Buenaventura. Podemos decir sin más que todo su pensamiento fue
profundamente cristocéntrico.
En aquellos años en París, la ciudad de adopción de Buenaventura,
estallaba una violenta polémica contra los Frailes Menores de
san Francisco de Asís y los Frailes Predicadores de santo Domingo de
Guzmán. Se discutía su derecho de enseñar en la Universidad y se
ponía en duda incluso la autenticidad de su vida consagrada.
Ciertamente, los cambios introducidos por las Órdenes Mendicantes en
la manera de entender la vida religiosa, de la que hablé en las
catequesis precedentes, eran tan innovadoras que no todos llegaban a
comprenderles. Se añadían también, como alguna vez sucede también
entre personas sinceramente religiosas, motivos de debilidad humana,
como la envidia y los celos. Buenaventura, aunque rodeado de la
oposición de los demás maestros universitarios, había ya comenzado a
enseñar en la cátedra de teología de los Franciscanos y, para
responder a quienes criticaban a las Órdenes Mendicantes, compuso un
escrito titulado La perfección evangélica. En este escrito
demuestra cómo las Órdenes Mendicantes, especialmente los Frailes
Menores, practicando los votos de pobreza, de castidad y de
obediencia, seguían los consejos del propio Evangelio. Más allá de
estas circunstancias históricas, la enseñanza proporcionada por
Buenaventura en esta obra suya y en su vida permanece siempre
actual: la Iglesia se hace luminosa y bella por la fidelidad a la
vocación de esos hijos suyos y de esas hijas suyas que no sólo ponen
en práctica los preceptos evangélicos, sino que, por gracia de Dios,
están llamados a observar sus consejos y dan testimonio así, con su
estilo de vida pobre, casto y obediente, de que el Evangelio es
fuente de gozo y de perfección.
El conflicto se apaciguó, al menos por un cierto tiempo y, por
intervención personal del papa Alejandro IV, en 1257, Buenaventura
fue reconocido oficialmente como doctor y maestro de la Universidad
parisina. Con todo, tuvo que renunciar a este prestigioso cargo,
porque en ese mismo año el Capítulo general de la Orden le eligió
Ministro general.
Desempeñó este cargo durante diecisiete años con sabiduría y
dedicación, visitando las provincias, escribiendo a los hermanos,
interviniendo a veces con una cierta severidad para eliminar los
abusos. Cuando Buenaventura comenzó este servicio, la Orden de los
Frailes Menores se había desarrollado de un modo prodigioso: eran
más de 30.000 los frailes dispersos en todo Occidente, con
presencias misioneras en el norte de África, en Oriente Medio y
también en Pekín. Era necesario consolidar esta expansión y sobre
todo conferirle, en plena fidelidad al carisma de Francisco, unidad
de acción y de espíritu. De hecho, entre los seguidores del santo de
Asís se registraban diversas formas de interpretar su mensaje y
existía realmente el riesgo de una fractura interna. Para evitar
este peligro, el Capítulo general de la Orden en Narbona, en 1260,
aceptó y ratificó un texto propuesto por Buenaventura, en el que se
unificaban las normas que regulaban la vida cotidiana de los Frailes
Menores. Buenaventura intuía, con todo, que las disposiciones
legislativas, aun inspiradas en la sabiduría y en la moderación, no
eran suficientes para asegurar la comunión del espíritu y de los
corazones. Era necesario compartir los mismos ideales y las mismas
motivaciones. Por este motivo. Buenaventura quiso presentar el
auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por ello
recogió con gran celo documentos relativos al Pobrecillo y escuchó
con atención los recuerdos de aquellos que habían conocido
directamente a Francisco. De ahí nació una biografía, históricamente
bien fundada, del santo de Asís, titulada
Legenda Maior,
redactada también de forma más sucinta y llamada por ello
Legenda minor. La palabra latina, a diferencia de la italiana (y tb. del
término español “leyenda”, n.d.t.) no indica un fruto de la
fantasía, sino al contrario, Legenda significa un texto
autorizado, “que leer” oficialmente. De hecho, el Capítulo general
de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa, reconoció en la
biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del Fundador y
esta se convirtió, así, en la biografía oficial del Santo.
¿Cuál es la imagen de
san Francisco que surge del corazón y de la
pluma de su hijo devoto y sucesor, san Buenaventura? El punto
esencial: Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó
apasionadamente a Cristo. En el amor que empuja a la imitación, se
conformó enteramente a Él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a
todos los seguidores de Francisco. Este ideal, válido para todo
cristiano, ayer, hoy y siempre, fue indicado como programa también
para la Iglesia del Tercer Milenio por mi Predecesor, el Venerable
Juan Pablo II. Este programa, escribía en la Carta Tertio
Millennio ineunte, se centra “en
Cristo mismo, a quien conocer, amar, imitar, para vivir en él la
vida trinitaria, y transformar con él la historia hasta su
cumplimiento en la Jerusalén celeste"
(n. 29).
En 1273 la vida de san Buenaventura conoció otro cambio. El Papa
Gregorio X lo quiso consagrar obispo y nombrar cardenal. Le pidió
también que preparara un importantísimo acontecimiento eclesial: el II Concilio Ecuménico de Lyon, que tenía como objetivo el
restablecimiento de la comunión entre la Iglesia latina y la griega.
Él se dedicó a esta tarea con diligencia, pero no llegó a ver la
conclusión de aquella cumbre ecuménica, porque murió durante su
celebración. Un anónimo notario pontificio compuso un elogio de
Buenaventura, que nos ofrece un retrato conclusivo de este gran
santo y excelente teólogo: “Hombre bueno, afable, piadoso y
misericordioso, lleno de virtudes, amado por Dios y por los
hombres... Dios de hecho le había dado tal gracia, que todos
aquellos que lo veían quedaban invadidos por un amor que el corazón
no podía ocultar” (cfr J.G. Bougerol, Bonaventura, en A.
Vauchez (vv.aa.), Storia dei santi e della santità cristiana.
Vol. VI. L’epoca del rinnovamento evangelico, Milán 1991, p.
91).
Recojamos la herencia de este santo Doctor de la Iglesia, que nos
recuerda el sentido de nuestra vida con estas palabras:
“En la
tierra... podemos contemplar la inmensidad divina mediante el
razonamiento y la admiración; en la patria celeste, en cambio,
mediante la visión, cuando seremos hechos semejantes a Dios, y
mediante el éxtasis... entraremos en el gozo de Dios"
(La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere di
San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).
(catequesis pronunciada
miércoles 10 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
******
Queridos hermanos y hermanas,
La semana pasada hablé sobre la vida y la personalidad de san
Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quisiera proseguir con su
presentación, deteniéndome en una parte de su obra literaria y de su
doctrina.
Como ya decía, san Buenaventura, entre sus muchos méritos, tuvo
el de interpretar auténtica y fielmente la figura de
san Francisco de Asís, venerado y estudiado por él con gran amor. De modo
particular, en los tiempos de san Buenaventura, una corriente de
Frailes Menores, llamados “espirituales”, sostenía que con
san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la
historia, habría aparecido el “Evangelio eterno” del que habla el
Apocalipsis, que sustituía al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba
que la Iglesia había agotado ya su papel histórico, y que su lugar
lo ocupaba una comunidad carismática de hombres libres guiados
interiormente por el Espíritu, es decir, los “Franciscanos
espirituales”. En la base de las ideas de este grupo estaban los
escritos de un abad cisterciense, Joaquín de Fiore, muerto en 1202.
En sus obras, él afirmaba un ritmo trinitario de la historia.
Consideraba el Antiguo Testamento como la era del Padre, seguida por
el tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Habría que esperar la
tercera era, la del Espíritu Santo. Toda la historia era así
interpretada como una historia de progreso: de la severidad del
Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la
Iglesia, hasta la plena libertad de los Hijos de Dios, en el periodo
del Espíritu Santo, que habría sido también, finalmente, el periodo
de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y
de las religiones. Joaquín de Fiore había suscitado la esperanza de
que el inicio del nuevo tiempo habría venido de un nuevo monaquismo.
Así es comprensible que un grupo de franciscanos creyese reconocer
en
san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden
la comunidad del periodo nuevo – la comunidad del tiempo del
Espíritu Santo, que dejaba tras de sí a la Iglesia jerárquica, para
iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, ya no ligada a las viejas
estructuras.
Existía por tanto el riesgo de un gravísimo malentendido del
mensaje de
san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a
la Iglesia, y este equívoco comportaba una visión errónea del
Cristianismo en su conjunto.
San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en Ministro General de
la Orden Franciscana, se encontró frente a una gran tensión dentro
de su misma orden a causa precisamente de quienes sostenían la
mencionada corriente de los “franciscanos espirituales”, que se
remitía a Joaquín de Fiore. Precisamente para responder a este grupo
y volver a dar unidad a la Orden, san Buenaventura estudió con
cuidado los escritos auténticos de Joaquín de Fiore y los atribuidos
a él y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar correctamente
la figura y el mensaje de su amado
san Francisco, quiso exponer una
visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura
afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación
de conferencias a los monjes del estudio parisino, que quedó
incompleta y que se terminó a través de las transcripciones de los
oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación
alegórica de los seis días de la Creación. Los Padres de la Iglesia
consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como
profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días
representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde
interpretados también como siete milenios. Con Cristo habríamos
entrado en el último, es decir, en el sexto periodo de la historia,
al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura
supone esta interpretación histórica de la relación de los días de
la creación, pero de una forma muy libre e innovadora. Para él dos
fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del
curso de la historia:
El primero: la figura de
san Francisco, el hombre totalmente
unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter
Christus, y con
san Francisco la nueva comunidad creada por él,
distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno
exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en
ese momento.
El segundo: la postura de Joaquín de Fiore, que anunciaba un
nuevo monaquismo y un periodo totalmente nuevo de la historia, yendo
más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una
respuesta.
Como Ministro General de la Orden de los Franciscanos, san
Buenaventura había visto en seguida que con la concepción
espiritualista, inspirada por Joaquín de Fiore, la Orden no era
gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. Dos eran
para él las consecuencias:
La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción
en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real,
necesitaba un fundamento teológico, también porque los demás, los
que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente
fundamento teológico.
La segunda: aún teniendo en cuenta el realismo necesario, no
había que perder la novedad de la figura de
san Francisco.
¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y
teórica? De su respuesta puedo dar aquí sólo un resumen muy
esquemático e incompleto en algunos puntos:
1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la
historia. Dios es uno para toda la historia y no se divide en tres
divinidades. En consecuencia, la historia es una, aunque es un
camino y – según san Buenaventura – un camino de progreso.
2. Jesucristo es la última palabra de Dios – en él Dios lo ha dicho
todo, donándose a sí mismo. Más que si mismo, Dios no puede decir,
ni dar. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo
mismo dice del Espíritu Santo:
“...os recordará todo lo que
yo os he dicho" (Jn 14, 26), "tomará de lo mío y os lo
comunicará" (Jn 16, 15). Por tanto no hay otro Evangelio más
alto, no hay otra Iglesia que esperar. Por eso también la Orden de
san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su
ordenamiento jerárquico.
3. Esto no significa que la Iglesia está inmóvil, fija en el
pasado y no pueda haber novedades en ella. Opera Christi non
deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo no van atrás, no
disminuyen, sino que progresan, dice el Santo en la carta De
tribus quaestionibus. Así san Buenaventura formula
explícitamente la idea del progreso, y esta es una novedad respecto
a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos.
Para san Buenaventura Cristo ya no es, como lo era para los Padres
de la Iglesia, el final, sino el centro de la historia; con Cristo
la historia no termina, sino que comienza un nuevo periodo. Otra
consecuencia es la siguiente: hasta aquel momento dominaba la idea
de que los Padres de la Iglesia eran el culmen absoluto de la
teología, todas las generaciones siguientes podían solo ser sus
discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como
maestros para siempre, pero el fenómeno de
san Francisco le da la
certeza de que la riqueza de la palabra de Dios es inagotable y que
también en las nuevas generaciones pueden aparecer nuevas luces. La
unicidad de Cristo garantiza también novedad y renovación en todos
los periodos de la historia.
Ciertamente, la Orden franciscana – así subraya – pertenece a la
Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede
construirse un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es
válida la novedad de esta Orden respecto del monaquismo clásico, y
san Buenaventura – como dije en la Catequesis precedente – defendió
esta novedad contra los ataques del Clero secular de París: los
franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en
todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente, la ruptura
con la estabilidad, característica del monaquismo, a favor de una
nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.
En este punto, quizás sea útil decir que también hoy existen
visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el
segundo milenio habría sido un ocaso permanente; algunos ven el
ocaso inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad,
Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt, las obras de Cristo
no van hacia atrás, sino que progresan. ¿Qué sería la Iglesia sin la
nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y
dominicos, de la espiritualidad de
santa Teresa de Ávila y de
san
Juan de la Cruz, etc.? También hoy vale esta afirmación: Opera
Christi non deficiunt, sed proficiunt, van adelante. San
Buenaventura nos enseña el conjunto del necesario discernimiento,
también severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos
carismas dados por Cristo, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y
mientras se repite esta idea del ocaso, hay también otra idea,
este "utopismo espiritualista", que se repite. Sabemos de hecho que
tras el Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo
fuese nuevo, que hubiese otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar
hubiese acabado y que tendríamos otra, totalmente “otra”. ¡Un
utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la
barca de Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una
parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo
tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que
es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia.
4. En este sentido, san Buenaventura, como Ministro General de
los franciscanos, tomó una línea de gobierno en la que estaba muy
claro que la nueva Orden no podía, como comunidad, vivir a la misma
“altura escatológica” de
san Francisco, en el que él ve anticipado
el mundo futuro, sino que – guiado, al mismo tiempo, por un sano
realismo y por el valor espiritual – debía acercarse lo más posible
a la realización máxima del Sermón de la Montaña, que para
san Francisco fue “la” regla, aun teniendo en cuenta los límites del
hombre, marcado por el pecado original.
Vemos así que para san Buenaventura, gobernar no era
sencillamente un hacer, sino que era sobre todo pensar y rezar. En
la base de su gobierno encontramos siempre la oración y el
pensamiento; todas sus decisiones resultan de la reflexión, del
pensamiento iluminado por la oración. Su contacto íntimo con Cristo
acompañó siempre su trabajo de Ministro General y por ello compuso
una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el ánimo de
su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente a la
Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante mandatos y
estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando a
Cristo.
De estos escritos suyos, que son el alma de su gobierno y que
muestran el camino a recorrer sea uno solo o como comunidad,
quisiera mencionar solo uno, su obra maestra, Itinerarium mentis
in Deum, que es un “manual” de contemplación mística. Este libro
fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la
Verna, donde
san Francisco recibió los estigmas. En la introducción
el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito
suyo:
“Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de
ascender a Dios, se me presentó, por otro lado, ese acontecimiento
admirable ocurrido en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la
visión del Serafín alado en forma de Crucificado. Y meditando sobre
esto, en seguida me dí cuenta de que esta visión me ofrecía el
éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y al mismo tiempo el
camino que conduce a él"
(Itinerario della mente in Dio,
Prologo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1,
Roma 1993, p. 499).
Las seis alas del Serafín se convierten así en el símbolo de seis
etapas que conducen progresivamente al hombre al conocimiento de
Dios a través de la observación del mundo y de las criaturas y a
través de la exploración de la propia alma con sus facultades, hasta
la unión gratificante con la Trinidad por medio de Cristo, a
imitación de
san Francisco de Asís. Las últimas palabras del
Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta de
cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, se habrían
hecho descender a lo profundo del corazón:
“Si ahora anhelas saber
cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), interroga a la
gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la
oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a
Dios, no al hombre; a la niebla, no a la claridad; no a la luz,
sino al fuego que lo inflama todo y transporta a Dios con las
fuertes unciones y los afectos ardentísimos... Entremos por tanto en
la niebla, acallemos a los afanes, a las pasiones y a los fantasmas;
pasemos con Cristo Crucificado de este mundo al Padre, para
que, tras haberle visto, digamos con Felipe: esto me basta"
(ibid.,
VII, 6).
Queridos amigos, acojamos
la invitación que nos dirige san Buenaventura, el Doctor Seráfico, y
pongámonos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra
de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma.
Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, para que Él
pueda habitar en nosotros y nosotros podamos comprender su Voz
divina, que nos atraiga hacia la felicidad verdadera.
(catequesis pronunciada
miércoles 17 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
******
Queridos hermanos y hermanas,
Esta mañana, continuando la reflexión del miércoles pasado, quisiera
profundizar con vosotros otros aspectos de la doctrina de san
Buenaventura de Bagnoregio. Es un eminente teólogo, que merece ser
puesto junto a otro grandísimo pensador, su contemporáneo,
santo Tomás
de Aquino. Ambos escrutaron los misterios de la Revelación, valorando
los recursos de la razón humana, en ese fecundo diálogo entre fe y razón
que caracteriza al Medioevo cristiano, convirtiéndola en una época de
gran vivacidad intelectual, además que de fe y de renovación eclesial, a
menudo no evidenciada lo suficiente. Otras analogías les unen: tanto
Buenaventura, franciscano, como Tomás, dominico, pertenecían a las
Órdenes Mendicantes que, con su frescura espiritual, como he recordado
en las catequesis anteriores, renovaron, en el siglo XIII, a la Iglesia
entera y atrajeron a muchos seguidores. Los dos sirvieron a la Iglesia
con diligencia, con pasión y con amor, hasta el punto que fueron
invitados a participar en el Concilio Ecuménico de Lyon de 1274, el
mismo año en que murieron: Tomás mientras se dirigía a Lyon,
Buenaventura durante la celebración del mismo Concilio. También en la
Plaza de San Pedro, las estatuas de los dos santos están paralelas,
colocadas precisamente al principio de la Columnata, partiendo desde la
fachada de la Basílica Vaticana: una en el Brazo de la izquierda y la
otra en el Brazo de la derecha. A pesar de todos estos aspectos, podemos
distinguir en los dos santos dos aproximaciones distintas a la
investigación filosófica y teológica, que muestran la originalidad y la
profundidad de pensamiento de uno y del otro. Quisiera señalar algunas
de estas diferencias.
Una primera diferencia concierne el concepto de teología. Ambos
doctores se preguntan si la teología es una ciencia práctica o una
ciencia teórica, especulativa. Santo Tomás reflexiona sobre dos posibles
respuestas contrarias. La primera dice: la teología es reflexión sobre
la fe y el objetivo de la fe es que el hombre llegue a ser bueno, viva
según la voluntad de Dios. Por tanto, el fin de la teología debería ser
el de guiar por el camino correcto, bueno; en consecuencia ésta, en el
fondo, es una ciencia practica. La otra postura dice: la teología
intenta conocer a Dios. Nosotros somos obra de Dios; Dios está por
encima de nuestro actuar, Dios opera en nosotros el actuar correcto. Por
tanto, se trata sustancialmente no de nuestro hacer, sino de conocer a
Dios, no de nuestro obrar. La conclusión de santo Tomás es: la teología
implica ambos aspectos: es teórica, intenta conocer a Dios cada vez más,
y es práctica: intenta orientar nuestra vida al bien. Pero hay una
primacía del conocimiento: debemos sobre todo conocer a Dios, después
viene el actuar según Dios (Summa Theologiae Ia, q. 1, art. 4).
Esta primacía del conocimiento frente a la praxis es significativa para
la orientación fundamental de santo Tomás.
La respuesta de san Buenaventura es muy parecida, pero los acentos
son distintos. San Buenaventura conoce los mismos argumentos en una y en
la otra dirección, como santo Tomás, pero para responder a la pregunta
de si la teología es una ciencia práctica o teórica, san
Buenaventura hace una triple distinción – alarga, por tanto, la
alternativa entre teórica (primacía del conocimiento) y práctica
(primacía de la praxis), añadiendo una tercera actitud, que llama
“sapiencial”, y afirmando que la sabiduría abraza ambos aspectos. Y
después prosigue: la sabiduría busca la contemplación (como la más alta
forma de conocimiento) y tiene como intención ut boni fiamus –
que seamos buenos, sobre todo esto:: que seamos buenos (cfr
Breviloquium, Prologus, 5). Después añade:
“La fe está en el
intelecto, de manera tal que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que
Cristo murió 'por nosotros' no se queda en conocimiento, sino que se
convierte necesariamente en afecto, en amor”
(Proemium in I Sent.,
q. 3).
En la misma línea se mueve su defensa de la teología, es decir, de la
reflexión racional y metódica de la fe. San Buenaventura recoge algunos
argumentos contra el hacer teología, quizás difundidos también en una
parte de los frailes franciscanos y presentes también en nuestro tiempo:
la razón vaciaría la fe, sería una postura violenta hacia la Palabra de
Dios, debemos escuchar y no analizar la Palabra de Dios (cfr Carta de
san
Francisco de Asís a San Antonio de Padua). A estos argumentos
contra la teología, que demuestran los peligros existentes en la misma
teología, el santo responde: es verdad que hay un modo arrogante de
hacer teología, una soberbia de la razón, que se pone por encima de la
Palabra de Dios. Pero la verdadera teología, el trabajo racional de la
verdadera y de la buena teología tiene otro origen, no la soberbia de la
razón. Quien ama quiere conocer cada vez mejor y más a lo amado; la
verdadera teología no empeña la razón y su búsqueda motivada por la
soberbia, sed propter amorem eius cui assentit – motivada por el
amor de Aquel, al que ha dado su consenso" (Proemium in I Sent.,
q. 2), y quiere conocer mejor al amado: esta es la intención fundamental
de la teología. Para san Buenaventura es por tanto determinante al final
la primacía del amor.
En consecuencia, santo Tomás y san Buenaventura definen de modo
distinto el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo
Tomás el fin supremo, a que se dirige nuestro deseo, es ver a Dios. En
este sencillo acto de ver a Dios encuentran solución todos los
problemas: somos felices, no necesitamos nada más.
Para san Buenaventura el destino último del hombre es en cambio: amar a
Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro. Ésta es para él
la definición más adecuada de nuestra felicidad.
En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para
santo Tomás es lo verdadero, mientras que para san Buenaventura es el
bien. Sería erróneo ver en estas dos respuestas una contradicción. Para
ambos lo verdadero es también el bien, y el bien es también lo
verdadero; ver a Dios es amar y amar es ver. Se trata por tanto de
acentos distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos acentos
han formado tradiciones diversas y espiritualidades diversas y así han
mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus
expresiones.
Volvamos a san Buenaventura. Es evidente que el acento específico de
su teología, del que he dado solo un ejemplo, se explica a partir del
carisma franciscano: el Pobrecillo de Asís, más allá de los debates
intelectuales de su tiempo, había mostrado con toda su vida la primacía
del amor: era un icono viviente y enamorado de Cristo y así hizo
presente, en su tiempo, la figura del Señor – convenció a sus
contemporáneos no con las palabras, sino con su vida. En todas las obras
de san Buenaventura, también en sus obras científicas, de escuela, se ve
y se encuentra esta inspiración franciscana; es decir, se nota que
piensa partiendo del encuentro con el Pobrecillo de Asís. Pero para
entender la elaboración concreta del tema "primacía del amor”, debemos
tener presente también otra fuente: los escritos del llamado
Pseudo-Dionisio, un teólogo sirio del siglo VI, que se escondió bajo el
pseudónimo de Dionisio el Areopagita, señalando, con este nombre, una
figura de los Hechos de los Apóstoles (cfr 17,34). Este teólogo había
creado una teología litúrgica y una teología mística, y había hablado
ampliamente de las diversas órdenes de los ángeles. Sus escritos fueron
traducidos al latín en el siglo IX; en la época de san Buenaventura –
estamos en el siglo XIII – aparecía una nueva tradición, que provocó el
interés del santo y de otros teólogos de su siglo. Dos cosas atraían en
particular la atención de san Buenaventura:
1. El Pseudo-Dionisio habla de nueve órdenes de los ángeles, cuyos
nombres había encontrado en la Escritura y luego había ordenado a su
manera, desde los simples ángeles hasta los serafines. San Buenaventura
interpreta estas órdenes de ángeles como escalones en el acercamiento de
la criatura a Dios. Así estos pueden representar el camino humano, la
subida hacia la comunión con Dios. Para san Buenaventura no hay ninguna
duda:
san Francisco de Asís pertenecía al orden seráfico, al orden
supremo, al coro de los serafines, es decir: era puro fuego de amor. Y
así deberían haber sido los franciscanos. Pero san Buenaventura sabía
bien que este último grado de acercamiento a Dios no puede ser insertado
en un ordenamiento jurídico, sino que es siempre un don particular de
Dios. Por esto la estructura de la Orden franciscana es más modesta, más
realista, pero debe ayudar a los miembros a acercarse cada vez más a una
existencia seráfica de puro amor. El pasado miércoles hablé sobre esta
síntesis entre realismo sobrio y radicalidad evangélica en el
pensamiento y en el actuar de san Buenaventura.
2. San Buenaventura, sin embargo, encontró en los escritos del
Pseudo-Dionisio otro elemento, para él aún más importante. Mientras para
san Agustín el intellectus, el ver con la razón y el corazón, era
la última categoría del conocimiento, el Pseudo-Dionisio da aún otro
paso: en la subida hacia Dios se puede llegar a un punto en que la razón
ya no ve más. Pero en la noche del intelecto el amor ve aún – ve lo que
permanece inaccesible para la razón. El amor se extiende más allá de la
razón, ve más, entra más profundamente en el misterio de Dios. San
Buenaventura quedó fascinado por esta visión, que se encontraba con su
espiritualidad franciscana. Precisamente en la noche oscura de la Cruz
aparece toda la grandeza del amor divino; donde la razón ya no ve más,
ve el amor. Las palabras conclusivas de su "Itinerario de la mente en
Dios", en una lectura superficial, pueden parecer como la expresión
exagerada de una devoción sin contenido; leídas, en cambio, a la luz de
la teología de la Cruz de san Buenaventura, son una expresión límpida y
realista de la espiritualidad franciscana:
"Si ahora anhelas saber cómo
sucede esto (es decir, la subida hacia Dios), interroga a la gracia, no
a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al gemido de la oración, no al
estudio de la letra;... no a la luz, sino al fuego que inflama y
transporta todo en Dios” (VII,
6). Todo esto no es anti intelectual ni tampoco anti racional: supone el
camino de la razón, pero lo trasciende en el amor de Cristo crucificado.
Con esta transformación de la mística del Pseudo-Dionisio, san
Buenaventura se coloca en los inicios de una gran corriente mística, que
ha elevado y purificado mucho la mente humana: es un culmen en la
historia del espíritu humano.
Esta teología de la Cruz, nacida del encuentro entre la teología del
Pseudo-Dionisio y la espiritualidad franciscana, no debe hacernos
olvidar que san Buenaventura comparte con
san
Francisco de Asís también
el amor por la creación, la alegría por la belleza de la creación de
Dios. Cito sobre este punto una frase del primer capítulo del
"Itinerario":
"Aquel… que no
ve los esplendores innumerables de las criaturas, está ciego; aquel que
no se despierta por sus muchas voces, está sordo; quien no alaba a Dios
por todas estas maravillas, está mudo; quien con tantos signos no se
eleva al primer principio, es necio”
(I, 15). Toda la creación habla en
voz alta de Dios, del Dios bueno y bello; de su amor.
Toda nuestra vida es por tanto para san Buenaventura un "itinerario",
una peregrinación – una subida hacia Dios. Pero solo con nuestras
fuerzas no podemos subir hacia la altura de Dios. Dios mismo debe
ayudarnos, debe “subirnos”. Por eso es necesaria la oración. La oración
– así dice el santo – es la madre y el origen de la elevación –
sursum actio, acción que nos lleva a lo alto – dice Buenaventura.
Concluyo por ello con la oración, con la que comienza su "Itinerario":
"Oremos por tanto y digamos al Señor Dios nuestro: 'Condúceme,
Señor, en tu camino y yo caminaré en tu verdad. Que mi corazón se alegre
al temer tu nombre'” (I, 1).
(catequesis pronunciada
el miércoles 23 de marzo de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Recuerdo aún con alegría la acogida festiva que se me reservó en 2008 en Brindisi, la ciudad que en 1559 vio nacer a un insigne doctor de la Iglesia,
san Lorenzo de Brindisi, nombre que Giulio Cesare Rossi asumió al entrar en
la Orden de los Capuchinos. Desde la infancia fue atraído por la familia de
san
Francisco de Asís. De hecho, huérfano de padre a los siete años, fue
confiado por la madre a los cuidados de los frailes Conventuales de su
ciudad. Algunos años después, sin embargo, se trasladó con su madre a
Venecia, y precisamente en el Véneto conoció a los Capuchinos, que en
aquella época se habían puesto generosamente al servicio de toda la Iglesia,
para incrementar la gran reforma espiritual promovida por el Concilio de
Trento. En 1575 Lorenzo, con la profesión religiosa, se convirtió en fraile
capuchino, y en 1582 fue ordenado sacerdote. Ya durante los estudios
eclesiásticos mostró las eminentes cualidades intelectuales de las que había
sido dotado. Aprendió fácilmente las lenguas antiguas, entre ellas el
griego, el hebreo y el sirio, y las modernas como el francés y el alemán,
que se unían al conocimiento de la lengua italiana y al de la latina, que en
esa época se hablaba con fluidez entre los eclesiásticos y los hombres de
cultura.
Gracias al dominio de muchos idiomas, Lorenzo pudo llevar a cabo un intenso
apostolado hacia diversas categorías de personas. Predicador eficaz, conocía
de modo profundo no sólo la Biblia, sino también la literatura rabínica, que
los propios Rabinos se quedaban asombrados y admirados, manifestándole
estima y respeto. Teólogo versado en la Sagrada Escritura y en los Padres de
la Iglesia, era capaz de ilustrar de modo ejemplar la doctrina católica
también a los cristianos que, sobre todo en Alemania, se habían adherido a
la Reforma. Con su exposición clara y tranquila, mostraba el fundamento
bíblico y patrístico de todos los artículos de fe puestos en discusión por
Martín Lutero. Entre estos, la primacía de san Pedro y de sus sucesores, el
origen divino del Episcopado, la justificación como transformación interior
del hombre, la necesidad de las obras buenas para la salvación. El éxito que
gozó Lorenzo nos ayuda a comprender que también hoy, llevando hacia adelante
el diálogo ecuménico con tanta esperanza y la confrontación con las Sagradas
Escrituras, leídas según la Tradición de la Iglesia, constituyen un elemento
irrenunciable y de fundamental importancia, como he querido recordar en la
Exhortación Apostólica Verbum Domini (n.46).
También los fieles más sencillos, no dotados de gran cultura, se
beneficiaron de las palabras convincentes de Lorenzo, que se dirigía a la
gente humilde para exhortar a todos a la coherencia de la propia vida con la
fe profesada. Esto fue un gran mérito de los Capuchinos y de otras órdenes
religiosas, que en los siglos XVI y XVII, contribuyeron a la renovación de
la vida cristiana penetrando en profundidad en la sociedad con su testimonio
de vida y sus enseñanzas. También hoy, la nueva evangelización necesita
apóstoles bien preparados, con celo y valientes, para que la luz y la
belleza del Evangelio prevalezcan sobre las tendencias culturales del
relativismo ético y de la indiferencia religiosa, y transformen los
distintos modos de pensar y de actuar en un auténtico humanismo cristiano.
Es sorprendente que san Lorenzo de Brindisi pudiera desarrollar
ininterrumpidamente esta actividad de apreciado e infatigable predicador en
muchas ciudades de Italia y en distintos países, no obstante realizara
encargos importantes y de gran responsabilidad. Dentro de la Orden de los
Capuchinos, de hecho, fue profesor de teología, maestro de novicios, muchas
veces ministro provincial y consejero general y, finalmente ministro general
del 1602 al 1605.
En
medio de tantos trabajos, Lorenzo cultivó una vida espiritual de fervor
excepcional, dedicando mucho tiempo a la oración y de modo especial a la
celebración de la Santa Misa, que a menudo conllevaba horas, entendiendo y
conmoviéndose con el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
En
la escuela de los santos, todo presbítero, como ha menudo se ha subrayado
durante el reciente Año Sacerdotal, puede evitar el peligro del activismo,
de actuar, es decir, olvidando las motivaciones profundas del ministerio,
solamente si cuida su propia vida interior. Hablando a los sacerdotes y a
los seminaristas en la catedral de Brindisi, ciudad natal de san Lorenzo, he
recordado que “el momento de la
oración es el más importante en la vida del sacerdote, es en el que actúa
con más eficacia la gracia divina, fecundando su ministerio. Rezar es el
primer servicio que hay que ofrecer a la comunidad. Y por esto, los momentos
de oración deben tener en nuestra vida una verdadera prioridad.. Si no
estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada a los demás.
Por esto Dios es la primera prioridad. Debemos reservar siempre el tiempo
necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor”.
Por lo demás, con el ardor inconfundible
de su estilo, Lorenzo exhorta a todos, no sólo a los sacerdotes, a cultivar
la vida de oración porque por medio de esta nosotros hablamos a Dios y Dios
nos habla a nosotros:
“¡Oh,
si tuviésemos en cuenta esta realidad!
-exclama- Es decir que Dios está de verdad presente ante nosotros cuando le
hablamos rezando; que escucha verdaderamente nuestra oración, cuando le
rezamos con el corazón y con la mente. Y no sólo está presente y nos
escucha, sino que puede y desea contestar voluntariamente y con máximo
placer nuestras preguntas”.
Otro
detalle que caracteriza la obra de este hijo de
san Francisco es su
actuación por la paz. Sea los Sumos Pontífices que los príncipes católicos
le confiaron repetidamente importantes misiones diplomáticas para dirimir
controversias y favorecer la concordia entre los Estados Europeos,
amenazados en aquel tiempo por el Imperio otomano. La autoridad moral que
tenía lo hacía ser considerado consejero solicitado y escuchado. Hoy, como
en los tiempos de San Lorenzo, el mundo tiene necesidad de hombres y mujeres
pacíficos y pacificadores. Todos los que creen en Dios deben ser siempre
fuentes y constructores de paz. Fue en ocasión de una de estas misiones
diplomáticas cuando Lorenzo terminó su vida terrena, en 1619 en Lisboa,
donde había ido a encontrarse con el rey de España, Felipe III, para
defender la causa de sus súbditos napolitanos acosados por las autoridades
locales.
Fue
canonizado en 1881 y, con motivo de su vigorosa e intensa actividad, de su
amplia y armoniosa ciencia, mereció el título de Doctor apostolicus, “Doctor
apostólico”, de parte del Beato Papa Juan XXIII en 1959, con ocasión del
cuarto centenario de su nacimiento. Tal reconocimiento fue concedido a
Lorenzo de Brindisi, también, porque fue autor de numerosas obras de
exégesis bíblica, de teología y de escritos destinados a la predicación. En
estos ofrece una exposición sistemática de la historia de la salvación,
centrada en el misterio de la Encarnación, la más grande manifestación del
amor divino por los hombres. Además, siendo un mariólogo de gran valor,
autor de un compendio de sermones sobre Nuestra Señora llamado “Mariale”,
pone en evidencia el papel único de la Virgen María, de la que afirma con
claridad la Inmaculada Concepción y la cooperación en la obra de redención
cumplida en Cristo.
Con
fina sensibilidad teológica, Lorenzo de Brindisi también puso de relieve la
acción del Espíritu Santo en la existencia del creyente, Nos recuerda que
con sus dones, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ilumina y ayuda
en nuestro compromiso de vivir con alegría el mensaje del Evangelio. “El
Espíritu Santo -escribe San Lorenzo- vuelve
dulce el yugo de la ley divina y ligero su peso, de manera que sigamos los
mandamientos de Dios con gran facilidad, incluso con complacencia”.
Quisiera completar esta breve presentación de la vida y
de la doctrina de San Lorenzo de Brindisi, destacando que toda su actividad
fue inspirada por un gran amor a las Sagradas Escrituras, que sabía
ampliamente de memoria, y por la convicción de que la escucha y la acogida
de la Palabra de Dios produce una transformación interior que nos conduce a
la santidad.
“La
Palabra del Señor -afirmó- es luz del intelecto y fuego para la voluntad,
para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Para el hombre interior, que
por medio de la gracia vive del Espíritu Santo, es pan y agua, pero pan
dulce como la miel y agua mejor que el vino y la leche... Es un martillo
contra un corazón duramente obstinado en los vicios. Es una espada contra la
carne, el mundo y el demonio, para destruir todo pecado”. San Lorenzo de Brindisi nos enseña a amar las Sagradas Escrituras, a crecer en la
familiaridad con ella, a cultivar cotidianamente la relación de amistad con
el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, toda nuestra
actividad tenga en Él su comienzo y su cumplimento. Esta es la fuente a la
que acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y sea capaz de
conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios.
Anticipó la visión
conciliar sobre la santificación de los laicos en la vida cotidiana
(catequesis pronunciada
el miércoles 2 de marzo de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
"Dieu est le Dieu du coeur humain" [Dios es el Dios del corazón humano]
(Tratado del Amor de Dios, I, XV): con estas palabras aparentemente
sencillas cogemos la esencia de la espiritualidad de un gran maestro, del
que quisiera hablaros hoy, san Francisco de Sales, obispo y doctor de la
Iglesia.
Nacido en 1567 en una región francesa fronteriza, era hijo del Señor de
Boisy, de una antigua y noble familia de Saboya. Vivió a caballo entre dos
siglos, el s. XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de
las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia
del humanismo con la tendencia hacia el absoluto propia de las corrientes
místicas. Su formación fue muy completa; en París hizo los estudios
superiores, dedicándose también a la teología, y en la universidad de Padua,
los estudios de jurisprudencia, como deseaba su padre, concluyó de forma
brillante, con un doctorado en utroque iure, derecho canónico y derecho
civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento de
san Agustín y
santo Tomás
de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo indujo a
interrogarse sobre su propia salvación eterna y sobre la predestinación de
Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como drama espiritual verdadero las
principales cuestiones teológicas de su tiempo.
Oraba intensamente, pero la duda lo atormentó de tal manera que durante
varias semanas casi ni comió ni bebió. Al final de la prueba, fue a la
iglesia de los Dominicanos en París, y abriendo su corazón rezó de esta
manera: “Cualquier cosa que
suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y
verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú que eres siempre
juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor […] te amaré aquí, oh
Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu
alabanza... Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi esperanza y mi salvación en
la tierra de los vivos” (I
Proc. Canon., vol I, art 4).
El veinteañero Francisco encontró
la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin
pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará
Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de cuanto me da o
no me da. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación -sobre la
que se discutía hacia tiempo- se resolvió, porque él no buscaba más lo que
podía obtener de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a Su bondad.
Este fue el secreto de su vida, que aparecerá en su obra más importante: el
Tratado del amor de Dios.
Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor
y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió
en el obispo de Ginebra, en un periodo en el que la ciudad era el bastión
del Calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba “en exilio” en
Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en una enclave de
montaña del que conocía bien tanto la dureza como la belleza, escribió:
"Me
encontré con Él [Dios] lleno de dulzura y ternura entre nuestras altas y
ásperas montañas, donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con
toda verdad y sinceridad; el corzo y el rebeco corrían de aquí a allá entre
los hielos espantoso para anunciar su alabanza”,
(Carta a la madre de Chantal, octubre de 1606, en Oeuvres, éd. Mackey, t.
XIII, p. 223). Y sin embargo, la influencia de su vida y de su enseñanza en
la Europa de la época fue inmensa. Fue apóstol, predicador, escritor, hombre
de acción y de oración; comprometido a cumplir los ideales del Concilio de
Trento, implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes,
experimentando cada vez más, más allá del necesario enfrentamiento
teológico, la eficacia de la relación personal y de la caridad; encargado de
misiones diplomáticas a nivel europeo, y de deberes sociales de mediación y
reconciliación. Pero sobre todo, san Francisco de Sales es un pastor de
almas: del encuentro con una mujer joven, la señora de Charmoisy, se
inspirará para escribir uno de los libros más leídos de la edad moderna, la
Introducción a la vida devota; de su profunda comunión espiritual con una
personalidad de excepción, santa Juana Francisca de Chantal, nacerá una
nueva familia religiosa, la orden de la Visitación, caracterizada -como
quiso el santo- por una consagración total a Dios vivida en la sencillez y
la humildad, en el hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias:
“...quiero
que mis Hijas -escribió- no tengan otro ideal
que el de glorificar [Nuestro Señor] con su humildad”
(Carta a mons. De Marquemond, junio de 1615). Murió en 1622, a los cincuenta
y cinco años, tras una existencia marcada por la dureza de los tiempos y por
el cansancio apostólico.
La de san Francisco de Sales fue
una vida relativamente breve, pero vivida con gran intensidad. De la figura
de este santo emana una impresión de extraña plenitud, demostrada con la
serenidad de su búsqueda intelectual, también en la riqueza de sus afectos,
en la “dulzura” de sus enseñanzas que han tenido gran influencia en la
conciencia cristiana. De la palabra “humanidad”, él ha encarnado distintas
acepciones que, hoy como ayer, este término puede asumir cultura, cortesía,
libertad y ternura, nobleza y solidaridad. En su aspecto tenía algo de la
majestad del paisaje en el que vivió, conservando también la sencillez y la
naturaleza. Las antiguas palabras y las imágenes con la que se expresaba se
oyen inesperadamente, también el el oído del hombre actual como una lengua
nativa y familiar.
A Filotea, destinataria ideal de su (1607),
Francisco de Sales dirige una invitación que podía parecer, en la época,
revolucionario. Es la invitación a ser completamente de Dios, viviendo en
plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado “Mi
intención es la de instruir a aquellos que viven en la ciudad, en estado
civil, en el tribunal […]
”. (Prefacio a la
Introducción de la vida devota”). El Documento con el que
el Papa León XIII, más de dos siglos después, lo proclamó Doctor de la
Iglesia insistirá en esta ampliación de la llamada a la perfección, a la
santidad. En él escribió:
“ [la
verdadera piedad] penetra hasta el trono de los reyes, en la tienda de los
jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las oficinas, en
las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores […]”
(Breve Dives in misericordia, 16 noviembre de1877). Nacía así la llamada a
los laicos, ese cuidado por la consagración de las cosas temporales y por la
santificación de lo cotidiano sobre la que insistirán el Concilio Vaticano
II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de una
humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y oración,
entre condición secular y búsqueda de la perfección, con la ayuda de la
Gracia de Dios que empapa lo humano y, sin destruirlo, lo purifica,
alzándolo a las alturas divinas. A Teorimo, el cristiano adulto,
espiritualmente maduro, al que dirigirá algunos años más tarde su Tratado
del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección más
compleja. Esta supone, el inicio, una precisa visión del ser humano, una
antropología: la “razón” del hombre, incluso el “alma razonable”, es vista
allí como una arquitectura armónica, un templo articulado en más espacios,
alrededor de un centro, que él llama, junto con los grandes místicos,
“cima”, “punta” del espíritu, o “fondo” del alma. Es el punto en el que la
razón, recorridas todas las fases, “cierra los ojos” y el conocimiento se
hace uno con el amor (cfr libro I, cap. XII). Que el amor, en su dimensión
teologal, divina, sea la razón de ser de todas las cosas, en una escala
ascendente que no parece conocer roturas o abismos, san Francisco de Sales
lo ha resumido con una famosa frase:
“El
hombre es la perfección del universo, el espíritu es la perfección del
hombre, el amor es la del espíritu, y la caridad es la del amor”
(ibid., libro X, cap. I).
En un tiempo de florecimiento místico intenso, el Tratado del amor de Dios
es una verdadera y propia summa, y a la vez una fascinante obra literaria.
Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la
“inclinación natural” (ibid., libro I, cap. XVI), inscrita en el corazón del
hombre, aunque pecador, de amar a Dios sobre todas las cosas. Según el
modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales habla de la unión
entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de relaciones
interpersonales. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene
características maternas y de nodriza, es el sol del que la noche es
misteriosa revelación. Un tipo de Dios que atrae hacia sí al hombre con
vínculos de amor, es decir de verdadera libertad: “ya
que el amor no fuerza ni tiene esclavos, sino que reduce todas las cosas
bajo la propia obediencia con una fuerza así deliciosa que, si nada es
fuerte como el amor, nada es amable como su fuerza”
(ibid., libro I, cap. VI). Encontramos en el Tratado de nuestro Santo, una
meditación profunda sobre la voluntad humana y la descripción de su fluir,
pasar, morir, para vivir (cfr ibid., libro IX, cap. XIII) en el completo
abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino que también a lo que Él le
gusta, a su "bon plaisir", a su beneplácito (cfr ibid., libro IX, cap. I).En
la cumbre de la unión con Dios, además de los secuestros del éxtasis
contemplativo, se coloca ese rebrotar de la caridad concreta, que está
atenta a todas las necesidades de los demás y que el llama “éxtasis de la
vida y de las obras” (ibid., libro VII, cap. VI).
Se advierte bien, leyendo el libro sobre el amor de Dios y aún más en las
cartas de dirección y amistad espirituales, que gran conocedor del corazón
humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana de Chantal, a la que
escribe: “[...] Esta es la regla
de nuestra obediencia que os escribo con letras grandes: HACER TODO POR
AMOR, NADA POR LA FUERZA -AMAR MÁS LA OBEDIENCIA QUE TEMER LA DESOBEDIENCIA.
Os dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, que esta
es la libertad del mundo, sino la que excluye la violencia, el ansia y el
escrúpulo” (Carta del 14 de
octubre de 1604). No por nada, en el origen de muchas vías de la pedagogía y
de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos las huellas de este
maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni la heroica
“pequeña vía” de santa Teresa de Lisieux.
Queridos hermanos y hermanas, en un tiempo como el nuestro que busca la
libertad, también con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad
de este gran maestro de espiritualidad y de paz, que consigna a sus
discípulos el “espíritu de libertad”, la verdadera, como culmen de una
enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del amor. San Francisco de
Sales es un testimonio ejemplar del humanismo cristiano, con su estilo
familiar, con parábolas que tienen a menudo batir de alas de la poesía,
recuerda que el hombre lleva inscrito en lo más profundo de su ser la
nostalgia de Dios y que sólo en Él se encuentra la verdadera alegría y su
realización más plena.
(catequesis pronunciada
el miércoles 23 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
San Roberto Belarmino, del cual deseo hablaros hoy, nos lleva con la
memoria al tiempo de la dolorosa escisión de la cristiandad occidental,
cuando un grave crisis política y religiosa provocó el distanciamiento
de naciones enteras de la Sede Apostólica
Nació el 4 de octubre de 1542, en Montepulciano, cerca de Siena, era
sobrino, por parte de madre, del papa Marcelo II. Tuvo una excelente
formación humanística antes de entrar en la Compañía de Jesús el 20 de
septiembre de 1560. Los estudios de filosofía y teología, que realizó
entre el Colegio Romano, Padua y Lovaina, centrados en
santo Tomás y en
los Padres de la Iglesia, fueron decisivos para su orientación
teológica. Ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1570, fue, durante
algunos años, profesor de teología en Lovaina.
Sucesivamente, llamado a Roma como profesor en el Colegio Romano, le fue
confiada la cátedra de “Apologética”; en la década en la que desempeñó
tal encargo (1576-1586), elaboró un curso de lecciones recogidas después
en el Controversia, obra súbito célebre por la claridad y la
riqueza de contenidos y por el corte prevalentemente histórico. Había
terminado hacía poco tiempo el Concilio de Trento y para la Iglesia
Católica era necesario reforzar y confirmar su propia identidad también
respecto a la Reforma protestantes. La acción de Belarmino se insertó en
este contexto. Desde el 1588 al 1594 fue, primero, padre espiritual de
los estudiantes jesuitas del Colegio Romano, entre los cuales conoció y
dirigió a san Luis Gonzaga, después superior religioso. El Papa Clemente VII lo nombró teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio y rector
del Colegio de Confesores de la Basílica de San Pedro. Del 1597 al 1598
escribe su catecismo, Dottrina cristiana breve, que fue su
trabajo más famoso.
El 3 de marzo de 1599 fue nombrado cardenal por el Papa Clemente VIII y,
el 18 de marzo de 1602, fue nombrado arzobispo de Capua. Recibió la
ordenación episcopal el 21 de abril del mismo año. En los tres años en
los que fue obispo diocesano, se distinguió por el celo con que
predicaba en la catedral, por la visita que realizaba semanalmente en
las parroquias, por los tres Sínodos diocesanos y un Concilio provincial
al que dio vida. Después de haber participado en los cónclaves que
eligieron a los Papas León XI y Pablo V, fue llamado a Roma, donde formó
parte de las Congregaciones del Santo Oficio, del Índice, de los Ritos,
de los Obispos y de la Propagación de la Fe. Tuvo también encargos
diplomáticos, en la República de Venecia e Inglaterra, defendiendo los
derechos de la Sede Apostólica. En sus últimos años compuso varios
libros de espiritualidad, en los cuales condensó el fruto de sus
ejercicios espirituales anuales. De la lectura de los mismos el pueblo
cristiano obtiene, todavía hoy, gran edificación. Murió en Roma el 17 de
septiembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923, lo canonizó en
1930 y lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1931.
San Roberto Belarmino tuvo un papel importante en la Iglesia en las
últimas décadas del siglo XVI y de los primeros años del siglo sucesivo.
Sus Controversiae constituyeron un punto de referencia, todavía
válido, para la eclesiología católica sobre las cuestiones acerca de la
Revelación, la naturaleza de la Iglesia, los Sacramentos y la
antropología teológica. En estos se acentúa el aspecto institucional de
la Iglesia, con motivo de los errores que circulaban sobre tales
cuestiones. Incluso Belarmino aclaró los aspectos invisibles de la
Iglesia como el Cuerpo Místico y lo ilustró con la analogía del cuerpo y
del alma, con el fin de describir la relación entre las riquezas
internas de la Iglesia y los aspectos exteriores que la vuelven
perceptible. En esta obra monumental, que intenta sistematizar las
varias controversias teológicas de la época, él evita todo corte
polémico y agresivo respecto a las ideas de la Reforma, y usa los
argumentos de la razón y de la Tradición de la Iglesia e ilustra de un
modo claro y eficaz la doctrina católica
Sin embargo, su legado se encuentra en la forma en la que concibió su
trabajo. Los tediosos oficios de gobierno no le impidieron, de hecho,
caminar hacia la santidad con la fidelidad a las exigencias de su propio
estado de religioso, sacerdote y obispo. De esta fidelidad surge su
compromiso con la predicación. Siendo, como sacerdote y obispo, antes
que nada un pastor de almas, sintió el deber de predicar asiduamente.
Hay centenares de sermones -las homilías- realizadas en
Flandes, en Roma, en Nápoles y en Capua con ocasión de las celebraciones
litúrgicas. No menos abundantes son sus expositiones y las
explanationes a los párrocos, a las religiosas, a los estudiantes
del Colegio Romano, que a menudo hablan de la Sagrada Escritura
especialmente de las Epístolas de san Pablo. Su predicación y sus
catequesis tienen este mismo carácter de sencillez que obtuvo de la
educación jesuita, toda dirigida concentrar las fuerzas del alma en
Jesús, profundamente conocido, amado e imitado.
En los escritos de este hombre de gobierno se advierte de modo claro,
incluso en la reserva en la que esconde sus sentimientos, la primacía
que asigna a las enseñanzas de Cristo. San Belarmino ofrece de esta
manera un modelo de oración, alma de toda actividad: una oración que
escucha la Palabra del Señor, que se colma con la contemplación de la
grandeza, que no se encierra en sí misma, que se alegra de abandonarse a
Dios. Un signo distintivo de la espiritualidad del Belarmino y la
percepción viva y personal de la inmensa bondad de Dios, por el que
nuestro Santo se sentía verdaderamente hijo amado por Dios y era fuente
de gran alegría el recogerse, con serenidad y sencillez, en la oración,
en la contemplación de Dios. En su libro De ascensione mentis in Deum
-Elevación de la mente a Dios- compuesto sobre la estructura del
Itinerarium de
san Buenaventura, exclama:
“Oh
alma, tu ejemplo es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, esplendor
que supera el de la luna y del sol. Alza los ojos a Dios en el que se
encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del cual, como desde una
fuente de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las
cosas. Por tanto debes concluir: quien encuentra a Dios encuentra todas
las cosas, quien pierde a Dios pierde todo”.
En este texto se oye el eco de la célebre contemplatio ad amorem
obtineundum- contemplación para obtener el amor- de los
Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. El Belarmino, que
vivió en la fastuosa y a menudo malsana sociedad de los últimos años del
siglo XVI y la primera del siglo XVII, de esta contemplación recoge
aplicaciones prácticas y proyecta la situación de la Iglesia de su
tiempo con animosa inspiración pastoral. En el libro De arte bene
moriendi -el arte de morir bien- por ejemplo, indica como norma
segura del buen vivir y también del buen morir, el meditar a menudo y
seriamente que se deberá rendir cuentas a Dios de las propias acciones y
del propio modo de vivir, y evitar la acumulación de riquezas en esta
tierra, sino de vivir sencillamente y con caridad para acumular bienes
en el cielo. En el libro De gemitu columbae -El gemido de la paloma,
donde la paloma representa a la Iglesia- exhorta con fuerza al clero y a
todos los fieles a una reforma personal y concreta de la propia vida
siguiendo lo que enseñan las Escrituras y los Santos, entre los cuales
cita en particular a san Gregorio Nacianceno, san Juan Crisóstomo, san
Jerónimo y san Agustín, además de los grandes fundadores de órdenes
religiosas como san Benito, santo Domingo y san Francisco. Belarmino
enseña con gran claridad y con el ejemplo de su propia vida que no puede
haber una verdadera reforma de la Iglesia si primero no se da nuestra
reforma personal y la conversión de nuestro corazón.
En los Ejercicios
espirituales de san Ignacio, Belarmino daba consejos para comunicar de
un modo profunda, también a los más sencillos, la belleza de los
misterios de la fe. Escribió
“Si tienes sabiduría,
comprendes que has sido creado para la gloria de Dios y para tu
salvación eterna. Esta es tu finalidad, este es el centro de tu alma,
este es el tesoro de tu corazón. Por esto, considera bueno para ti, lo
que te conduce a esta finalidad, verdadero mal lo que no lo hace.
Sucesos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad,
honores y ultrajes, vida y muerte, el sabio no debe ni buscarlos ni
evitarlos por sí mismo. Son buenos y deseables solo si contribuyen a la
gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son malos y evitables si la
obstaculizan”
(De ascensione mentis in Deum, grad. 1).
Estas, obviamente no son palabras pasadas de moda, sino palabras para
meditar largamente hoy por nosotros para orientar nuestro camino sobre
esta tierra. Nos recuerdan que el fin de nuestra vida es el Señor, el
Dios que se ha revelado en Jesucristo, en el cual Él continua
llamándonos y prometiéndonos la comunión con Él. Nos recuerdan la
importancia de confiar en el Señor, de vivir una vida fiel al Evangelio,
de aceptar e iluminar con la fe y con la oración toda circunstancia y
toda acción de nuestra vida, siempre deseosos de la unión con Él.
Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 16 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Hace dos semanas presenté la figura de la gran mística española Teresa
de Jesús. Hoy quisiera hablar de otro importante santo de esas tierras,
amigo espiritual de santa Teresa, reformador, junto a ella, de la
familia religiosa carmelita: san Juan de la Cruz, proclamado Doctor de
la Iglesia por el papa Pío XI, en 1926, y al que la tradición puso el
sobrenombre de Doctor mysticus, “Doctor místico”.
Juan de la Cruz nació en 1542 en la pequeña villa de Fontiveros, cerca
de Ávila, en Castilla la Vieja, hijo de Gonzalo de Yepes y Catalina
Álvarez. La familia era paupérrima, porque el padre, de noble origen
toledano, había sido expulsado de casa y desheredado por haberse casado
con Catalina, una humilde tejedora de seda. Huérfano de padre a tierna
edad, Juan, a los nueve años, se trasladó, con la madre y el hermano
Francisco, a Medina del Campo, cerca de Valladolid, centro comercial y
cultural. Aquí asistió al Colegio de los Doctrinos, llevando a cabo
también trabajos humildes para las monjas de la iglesia-convento de la
Magdalena. Posteriormente, dadas sus cualidades humanas y sus resultados
en los estudios. Fue admitido primero como enfermero en el Hospital de
la Concepción, y después en el Colegio de los Jesuitas, apenas fundado
en Medina del Campo: en él entró Juan a los dieciocho años y estudió
durante tres años ciencias humanas, retórica y lenguas clásicas. Al
final de su formación, tenía muy clara su propia vocación: la vida
religiosa y, entre las muchas órdenes presentes en Medina, se sintió
llamado al Carmelo.
En el verano de 1563 inició el noviciado entre los Carmelitas de
la ciudad, asumiendo el nombre religioso de Matías. Al año siguiente fue
destinado a la prestigiosa Universidad de Salamanca, donde estudió por
un trienio filosofía y artes. En 1567 fue ordenado sacerdote y volvió a
Medina del Campo para celebrar su Primera Misa rodeado del afecto de sus
familiares. Precisamente aquí tuvo lugar el primer encuentro entre Juan
y Teresa de Jesús. El encuentro fue decisivo para ambos: Teresa le
expuso su plan de reforma del Carmelo también en la rama masculina, y
propuso a Juan que se adhiriera a él “para mayor gloria de Dios”; el
joven sacerdote quedó fascinado por las ideas de Teresa, hasta el punto
de convertirse en un gran apoyo del proyecto. Los dos trabajaron juntos
algunos meses, compartiendo ideales y propuestas para inaugurar lo antes
posible la primera casa de Carmelitas descalzos: la apertura tuvo lugar
el 28 de diciembre de 1568 en Duruelo, lugar solitario de la provincia
de Ávila. Con Juan, formaban esta primera comunidad masculina otros tres
compañeros. Al renovar su profesión religiosa según la Regla primitiva.
Los cuatro adoptaron un nuevo nombre: Juan se llamó entonces “de la
Cruz”, nombre con el que será después universalmente conocido. A finales
de 1572, a petición de santa Teresa, se convirtió en confesor y vicario
del monasterio de la Encarnación de Ávila, donde la Santa era priora.
Fueron años de estrecha colaboración y amistad espiritual, que
enriqueció a ambos. A aquel periodo se remontan también las más
importantes obras teresianas y los primeros escritos de Juan.
La adhesión a la reforma carmelita no fue fácil y le
costó a Juan incluso graves sufrimientos. El episodio más dramático fue,
en 1577, su apresamiento y su encarcelamiento en el convento de los
Carmelitas de la Antigua Observancia de Toledo, a raíz de una acusación
injusta. El santo permaneció en prisión durante seis meses, sometido a
privaciones y constricciones físicas y morales. Aquí compuso, junto con
otras poesías, el célebre "Cántico espiritual". Finalmente, en la noche
entre el 16 y el 17 de agosto de 1578, consiguió huir de forma
aventurada, refugiándose en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de
la ciudad. Santa Teresa y sus compañeros reformados celebraron con
inmensa alegría su liberación y, tras un breve tiempo para recuperar las
fuerzas, Juan fue destinado a Andalucía, donde transcurrió diez años en
varios conventos, especialmente en Granada. Asumió cargos cada vez más
importantes en la Orden, hasta llegar a ser Vicario Provincial, y
completó la redacción de sus tratados espirituales. Después volvió a su
tierra natal, como miembro del gobierno general de la familia religiosa
teresiana, que gozaba ya de plena autonomía jurídica. Vivió en el
Carmelo de Segovia, desempeñando el cargo de superior de esa comunidad.
En 1591 fue quitado de toda responsabilidad y destinado a la nueva
Provincia religiosa de México. Mientras se preparaba para el largo viaje
con otros diez compañeros, se retiró a un convento solitario cerca de
Jaén, donde enfermó gravemente. Juan afrontó con ejemplar serenidad y
paciencia enormes sufrimientos. Murió en la noche entre el 13 y el 14 de
diciembre de 1591, mientras sus hermanos recitaban el Oficio matutino.
Se despidió de ellos diciendo:
“Hoy voy a cantar el Oficio en el cielo”.
Sus restos mortales fueron trasladados a Segovia. Fue beatificado por
Clemente X en 1675 y canonizado por Benedicto XIII en 1726.
Juan es
considerado uno de los más importantes poetas líricos de la literatura
española. Sus obras mayores son cuatro: Subida al Monte Carmelo, Noche
oscura, Cántico espiritual y Llama de amor viva.
En el Cántico espiritual, san Juan presenta el camino de purificación
del alma, es decir, la progresiva posesión gozosa de Dios, hasta que el
alma llega a sentir que ama a Dios con el mismo amor con que es amada
por Él. La Llama de amor viva prosigue en esta perspectiva, describiendo
más en detalle el estado de unión transformadora con Dios. El ejemplo
utilizado por Juan es siempre el del fuego: como el fuego cuanto más
arde y consume el leño, tanto más se hace incandescente hasta
convertirse en llama, así el Espíritu Santo, que durante la noche oscura
purifica y "limpia" el alma, con el tiempo la ilumina y la calienta como
si fuese una llama. La vida del alma es una continua fiesta del Espíritu
Santo, que deja entrever la gloria de la unión con Dios en la eternidad.
La Subida al Monte Carmelo presenta el itinerario espiritual desde el
punto de vista de la purificación progresiva del alma, necesaria para
escalar la cumbre de la perfección cristiana, simbolizada por la cima
del Monte Carmelo. Esta purificación es propuesta como un camino que el
hombre emprende, colaborando con la acción divina, para liberar el alma
de todo apego o afecto contrario a la voluntad de Dios. La purificación,
que para llegar a la unión de amor con Dios debe ser total, comienza
desde la de la vía de los sentidos y prosigue con la que se obtiene por
medio de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que
purifican la intención, la memoria y la voluntad. La “Noche oscura"
describe el aspecto “pasivo”, es decir, la intervención de Dios en el
proceso de “purificación” del alma. El esfuerzo humano, de hecho, es
incapaz por sí solo de llegar hasta las raíces profundas de las
inclinaciones y de las malas costumbres de la persona: las puede frenar,
pero no desarraigarlas totalmente. Para hacerlo, es necesaria la acción
especial de Dios que purifica radicalmente el espíritu y lo dispone a la
unión de amor con Él. San Juan define "pasiva" esta purificación,
precisamente porque, aun aceptada por el alma, es realizada por la
acción misteriosa del Espíritu Santo que, como llama de fuego, consume
toda impureza. En este estado, el alma es sometida a todo tipo de
pruebas, como si se encontrase en una noche oscura.
Estas indicaciones sobre las obras principales del Santo nos ayudan a
acercarnos a los puntos sobresalientes de su vasta y profunda doctrina
mística, cuyo objetivo es describir un camino seguro para llegar a la
santidad, el estado de perfección al que Dios nos llama a todos
nosotros. Según Juan de la Cruz, todo lo que existe, creado por Dios, es
bueno. A través de las criaturas, podemos llegar al descubrimiento de
Aquel que nos ha dejado en ellas su huella. La fe, con todo, es la única
fuente dada al hombre para conocer a Dios tal como es Él en sí mismo,
como Dios Uno y Trino. Todo lo que Dios quería comunicar al hombre, lo
dijo en Jesucristo, su Palabra hecha carne. Él, Jesucristo, es el único
y definitivo camino al Padre (cfr Jn 14,6). Cualquier cosa creada no es
nada comparada con Dios y nada vale fuera de Él: en consecuencia, para
llegar al amor perfecto de Dios, cualquier otro amor debe conformarse en
Cristo al amor divino. De aquí deriva la insistencia de san Juan de la
Cruz en la necesidad de la purificación y del vaciamiento interior para
transformarse en Dios, que es la única meta de la perfección. Esta
“purificación” no consiste en la simple falta física de las cosas o de
su uso; lo que hace al alma pura y libre, en cambio, es eliminar toda
dependencia desordenada de las cosas. Todo debe colocarse en Dios como
centro y fin de la vida. El largo y fatigoso proceso de purificación
exige el esfuerzo personal, pero el verdadero protagonista es Dios: todo
lo que el hombre puede hacer es “disponerse”, estar abierto a la acción
divina y no ponerle obstáculos. Viviendo las virtudes teologales, el
hombre se eleva y da valor a su propio empeño. El ritmo de crecimiento
de la fe, de la esperanza y de la caridad va al mismo paso que la obra
de purificación y con la progresiva unión con Dios hasta transformarse
en Él. Cuando se llega a esta meta, el alma se sumerge en la misma vida
trinitaria, de forma que san Juan afirma que ésta llega a amar a Dios
con el mismo amor con que Él la ama, porque la ama en el Espíritu Santo.
De ahí que el Doctor Místico sostenga que no existe verdadera unión de
amor con Dios si no culmina en la unión trinitaria. En este estado
supremo el alma santa lo conoce todo en Dios y ya no debe pasar a través
de las criaturas para llegar a Él. El alma se siente ya inundada por el
amor divino y se alegra completamente en él.
Queridos
hermanos y hermanas, al final queda la cuestión: este santo con su alta
mística, con este arduo camino hacia la cima de la perfección, ¿tiene
algo que decirnos a nosotros, al cristiano normal que vive en las
circunstancias de esta vida de hoy, o es un ejemplo, un modelo solo para
pocas almas elegidas que pueden realmente emprender este camino de la
purificación, de la ascensión mística? Para encontrar la respuesta
debemos ante todo tener presente que la vida de san Juan de la Cruz no
fue un “vuelo por las nubes místicas”, sino que fue una vida muy dura,
muy práctica y concreta, tanto como reformador de la orden, donde
encontró muchas oposiciones, como de superior provincial, como en la
cárcel de sus hermanos de religión, donde estuvo expuesto a insultos
increíbles y malos tratos físicos. Fue una vida dura, pero precisamente
en los meses pasados en la cárcel escribió una de sus obras más bellas.
Y así podemos comprender que el camino con Cristo, el ir con Cristo, "el
Camino", no es un peso añadido a la ya suficientemente dura carga de
nuestra vida, no es algo que haría aún más pesada esta carga, sino algo
completamente distinto, es una luz, una fuerza que nos ayuda a llevar
esta carga. Si un hombre tiene en sí un gran amor, este amor casi le da
alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida, porque
lleva en sí esta gran luz; esta es la fe: ser amado por Dios y dejarse
amar por Dios en Cristo Jesús. Este dejarse amar es la luz que nos ayuda
a llevar la carga de cada día. Y la santidad no es obra nuestra, muy
difícil, sino que es precisamente esta “apertura”: abrir las ventanas de
nuestra alma para que la luz de Dios pueda entrar, no olvidar a Dios
porque precisamente en la apertura a su luz se encuentra fuerza, se
encuentra la alegría de los redimidos. Oremos al Señor para que nos
ayude a encontrar esta santidad, a dejarnos amar por Dios, que es la
vocación de todos nosotros y la verdadera redención. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 9 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
* * *
* *
Hoy
querría hablaros de san Pedro Kanis, Canisio en la forma latina de su
apellido, una figura muy importante en el s.XVI católico. Nació el 8 de mayo
de 1521 en Nimega Holanda. Su padre era el alcalde de la ciudad. Mientras
estudiaba en la Universidad de Colonia, frecuentó a los monjes cartujos de
santa Bárbara, un centro propulsor de la vida católica, y a otros hombres
píos que cultivaban la espiritualidad llamada devotio moderna. Entró en la
Compañía de Jesús el 8 de mayo de 1543 en Maguncia (Renania-Palatinado),
después de haber seguido un curso de ejercicios espirituales bajo la
supervisión del beato Pierre Favre, Petrus Faber, uno de los primeros
compañeros de san Ignacio de Loyola. Se ordenó sacerdote en junio de 1546 en
Colonia, y al año siguiente, estuvo presente en el Concilio de Trento como
teólogo del obispo de Austria, cardenal Otto Truchsess von Waldburg, donde
colaboró con dos hermanos, Diego Laínez e Alfonso Salmerón.
En
1548, san Ignacio le hizo completar su formación espiritual en Roma y lo
envió después al Colegio de Messina a ejercitarse en humildes servicios
domésticos. Consiguió en Bolonia el doctorado en teología el 4 de octubre de
1549, y después fue enviado al apostolado a Alemania por san Ignacio. El 2
de septiembre de ese año, el 1549, visitó al Papa Pablo III en
Castelgandolfo y después de esto fue a la Basílica de San Pedro a orar. Allí
imploró la ayuda de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, para que diesen una
eficacia permanente a la Bendición
Apostólica, con miras a su gran destino, la nueva misión. En su diario,
escribió algunas palabras de la oración que realizó:
“Allí he sentido que un
gran consuelo y la presencia de la gracia me eran concedidas por medio de
estos intercesores (Pedro y Pablo). Ellos confirmaban mi misión en Alemania
y parecían transmitirme, como apóstol de Alemania, el apoyo de su
benevolencia. Tú conoces Señor, de que manera y cuantas veces en ese mismo
día me has confiado Alemania, a la que luego cuidaré y por la cual deseo
vivir y morir”.
Debemos tener presente que nos encontramos en el tiempo de la Reforma
luterana, en el momento en que la fe católica en los países de lengua
germánica, ante la fascinación de la Reforma, parecía que se apagaba. Era un
deber casi imposible el de Canisio, encargado de revitalizar, de renovar la
fe católica en los países germanos. Sólo era posible con la fuerza de la
oración. Era posible solo desde la base, es decir desde una amistad profunda
con Jesucristo; amistad con Cristo en su Cuerpo, la Iglesia, que se alimenta
en la Eucaristía, Su presencia real.
Siguiendo la misión recibida de Ignacio y del Papa Pablo III, Canisio partió
hacia Alemania y partió antes que nada hacia el Ducado de Baviera, que
durante muchos años fue sede de su ministerio. Como decano, rector y
vicecanciller de la Universidad de Ingolstadt, cuidó la vida académica del
Instituto y de la reforma religiosa y moral del pueblo. En Viena, donde por
un breve tiempo fue administrador de la Diócesis, desarrolló el ministerio
pastoral en los hospitales y las cárceles, sea en la ciudad como en el
campo, y preparó la publicación de su Catecismo. En 1556 fundó el Colegio de
Praga y hasta el 1569, fue el primer superior de la provincia jesuita de la
Alemania Superior.
Entre
estas tareas, estableció en los países germánicos una densa red de
comunidades de su Orden, especialmente de Colegios, que fueron puntos de
partida para la reforma católica, para la renovación de la fe católica. En
este tiempo participó también en el Coloquio de Worms con los dirigentes
protestantes, entre los que estaba Felipe Melantchon (1557); ejerció la
función de Nuncio Pontificio en Polonia (1558; participó en las dos Dietas
de Augusta (1559 y 1565); acompañó al cardenal Estanislao Hozjusz, enviado
del Papa al Emperador Fernando (1560); interviene en la Sesión Final del
Concilio de Trento, donde habló sobre la cuestión de la Comunión bajo las
dos especies y sobre el Índice de Libros Prohibidos (1562).
En
1580 se retiró a Friburgo en Suiza, dedicado totalmente a la predicación y a
la composición de sus obras, allí murió el 21 de diciembre de 1597.
Beatificado por el beato Pío IX en 1864, fue proclamado en 1897 segundo
Apóstol de Alemania por el Papa León XIII, y canonizado por el Papa Pío XI y
también proclamado Doctor de la Iglesia en 1925.
San
Pedro Canisio transcurrió buena parte de su vida en contacto con las
personas socialmente más importantes de su tiempo y ejerció una influencia
especial con sus escritos. Fue editor de las obras completas de san Cirilo
de Alejandría y de san León Magno, de las Cartas de san Jerónimo y de las
Oraciones de san Nicolás de Flüe. Publicó libros de devoción en varias
lenguas, las biografías de algunos santos suizos y muchos textos de
homilética. Pero sus escritos más difundidos fueron los
tres Catecismos elaborados entre el 1555 y el 1558. El primero estaba
destinado a los estudiantes a un nivel de comprensión de las nociones
elementales de teología; el segundo a los niños del pueblo para una primera
instrucción religiosa; el tercero a jóvenes con una formación escolástica de
escuela media o superior. La doctrina católica estaba expuesta a base de
preguntas y respuestas, brevemente, en términos bíblicos, con mucha claridad
y sin menciones críticas.
¡Sólo
en el tiempo de su vida se hicieron 200 ediciones de este Catecismo! Y se
sucedieron cientos de ediciones hasta el s.XX. Así en Alemania, todavía en
la generación de mi padre, la gente llamaba al Catecismo, simplemente el
Canisio: es realmente el catequista de los siglos, ha formado la fe de las
personas durante siglos.
Es,
esta, una característica de san Pedro Canisio: saber componer armoniosamnete
la fidelidad a los principios dogmáticos con el debido respeto a cada
persona. San Canisio ha distinguido la apostasía consciente, culpable, de la
fe, de la pérdida de la fe inocente, por las circunstancias. Y ha declarado,
frente a Roma, que la mayor parte de los alemanes pasaron al Protestantismo
sin culpa. En un momento histórico de fuertes contrastes confesionales,
evitaba -esta es una cosa extraordinaria- la aspereza y la retórica de la
ira -cosa rara como he comentado, en esos tiempos y en las discusiones entre
los cristianos- y se preocupaba sólo de la presentación de las raíces
espirituales y de la revitalización de la fe en la Iglesia. Para esto le
sirvió mucho el amplio y penetrante conocimiento que tenía de las Sagradas
Escrituras y de los Padres de la Iglesia: el mismo conocimiento que
sobresalía de su personal relación con Dios y la austera espiritualidad que
derivaba de la devotio moderna y de la mística renana.
La
característica de la espiritualidad de san Canisio es una profunda amistad
con Jesús. Por ejemplo escribió el 4 de septiembre de 1549 en su diario,
hablando con el Señor:
“Tú, al final, como si me pudieses abrir el corazón
del Santísimo Cuerpo, que me parecía ver delante de mí, me has mandado beber
en esa fuente, invitándome por decir así a sacar las aguas de mi salvación
de tus fuentes , oh mi Salvador”.
Se ve que el Salvador le da un vestido
con tres partes que se llaman paz, amor y perseverancia. Y con este vestido
compuesto de paz, amor y perseverancia, Canisio ha realizado su obra de
renovación del catolicismo. Esta amistad con Jesús – que es el centro de su
personalidad- nutrida por el amor a la Biblia, por el amor al Sacramento,
por el amor de los Padres, esta amistad estaba claramente unida a la
consciencia de ser en la Iglesia un continuador de la misión de los
Apóstoles. Y esto nos recuerda que todo evangelizadores siempre un
instrumento unido, y por eso mismo fecundo, con Jesús y con su Iglesia.
San
Pedro Canisio se había formado en esta amistad con Jesús en el ambiente
espiritual de la Cartuja de Colonia, en la que había mantenido estrecho
contacto con dos místicos cartujos Johann Lansperger, latinizado como
Lanspergius, y Nicolas van Hesche, latinizado como Eschius. Más tarde
profundizó la experiencia de esta amistad, familiaritas stupenda nimis, con
la contemplación de estos misterios de la vida de Jesús, que ocupan una gran
parte en los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Su intensa devoción por
el Corazón del Señor, que culminó en la consagración al ministerio
apostólico en la Basílica Vaticana, encuentra aquí su fundamento.
En la
espiritualidad cristocéntrica de san Pedro Canisio hay un profundo
convencimiento: no hay alma cuidadosa de la propia perfección que no
practique cada día la oración mental, medio ordinario que permite al
discípulo de Jesús vivir la intimidad con el Maestro divino. Por esto, en
los escritos destinados a la educación espiritual del pueblo, nuestro santo
insiste en la importancia de la Liturgia con los comentarios a los
Evangelios, de las fiestas, del rito de la santa Misa y de los otros
Sacramentos, pero, al mismo tiempo, tiene cuidado de mostrar a los fieles la
necesidad y la belleza de que la oración personal diaria acompañe y permita
la participación en el culto publico de la Iglesia
Se
trata de una exhortación y de un método que conservan intacto su valor,
especialmente después de que han sido propuestos nuevamente por el Concilio
Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium: la vida cristiana no
crece sino es alimentada por la participación en la Liturgia, en modo
particular en la santa misa dominical, y por la oración personal diaria, por
el contacto personal con Dios. En medio de muchas actividades y múltiples
estímulos que nos rodean, es necesario encontrar cada día los momentos de
recogimiento delante del Señor para escucharlo y hablar con Él.
Al
mismo tiempo, es siempre actual y de valor permanente el ejemplo que san
Pedro Canisio nos ha dejado, no sólo en sus obras, sino sobre todo con su
vida. Él nos enseña con claridad que el ministerio apostólico es robusto y
produce frutos de salvación en el corazón, sólo si el predicador es un
testigo personal de Jesús y sabe ser instrumento a su disposición,
estrechamente unido a Él por la fe en su Evangelio y en su Iglesia, por una
vida moralmente coherente y por una oración incesante como el amor. Y esto
vale para cada cristiano que quiera vivir con esfuerzo y fidelidad su
adhesión a Cristo. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 2 de febrero de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
En el
curso de las Catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y
a grandes figuras de teólogos y de mujeres de la Edad Media, he podido
detenerme también en algunos Santos y Santas que han sido proclamados
Doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quisiera iniciar una
breve serie de encuentros para completar la presentación de los Doctores de
la Iglesia. Y comienzo con una Santa que representa una de las cumbres de la
espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Jesús.
Nace
en Ávila, en España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su
autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: el
nacimiento de “padres virtuosos y temerosos de Dios”, dentro de una familia
numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Aún niña, con al menos 9 años,
pudo leer las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del
martirio, tanto que improvisa una breve fuga de casa para morir mártir y
subir al Cielo (cfr Vida 1, 4);
“quiero
ver a Dios” dice la pequeña a sus
padres. Algunos años después Teresa habló de sus lecturas de la infancia y
afirmó haber descubierto la verdad, que resume en dos principios
fundamentales: por un lado “el hecho de que todo lo que pertenece a este
mundo, pasa”, por el otro que sólo Dios es para “siempre, siempre, siempre”,
tema que recupera en su famosísimo poema “Nada te turbe, nada te espante;
todo se pasa,/ Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, /quien a Dios
tiene nada le falta, ¡Sólo Dios basta!”. Se quedó huérfana de madre a los 12
años, le pidió a la Virgen Santísima que fuera su madre (cfr. Vida 1,7).
Si en
la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las
distracciones de la vida mundana, la experiencia como alumna de las monjas
agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros
espirituales, sobre todo clásicos de espiritualidad franciscana, le enseñan
el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años entra en el monasterio
carmelita de la Encarnación, siempre en Ávila. Tres años después, enferma
gravemente, tanto que permanece durante cuatro días en coma, aparentemente
muerta (cfr Vida 5, 9). También en la lucha contra sus propias enfermedades
la Santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la
llamada de Dios. Escribe:
“Deseaba vivir porque comprendía bien que no
estaba viviendo, sino que estaba luchando con una sombra de muerte, y no
tenía a nadie que me diese vida, y ni siquiera yo me la podía tomar, y Aquel
que podía dármela tenía razón en no socorrerme, dado que tantas veces me
había vuelto hacia Él, y yo le había abandonado”
(Vida 8, 2) . En 1543 pierde la cercanía
de sus familiares: el padre muere y todos sus hermanos emigran uno detrás de
otro a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa llega a la
cumbre de su lucha contra sus propias debilidades. El descubrimiento
fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida (cfr Vida
9). La Santa, que en aquel periodo siente en profunda consonancia con el
san Agustín de las Confesiones, describe así la Jornada decisiva de su
experiencia mística:
“Sucedió...
que de repente me vino un sentimiento de la presencia de Dios, que de
ninguna forma podía dudar que estaba dentro de mí o que yo estaba toda
absorbida en Él” (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su propia interioridad, la Santa comienza a
desarrollar de forma concreta el ideal de reforma de la Orden Carmelita: en
1562 funda en Ávila, con el apoyo del Obispo de la ciudad, don Álvaro de
Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la
aprobación del Superior General de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En
años sucesivos continuó la fundación de nuevos Carmelos, en total
diecisiete. Fue fundamental su encuentro con
san
Juan de la Cruz, con el
que, en 1568, constituyó en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de
carmelitas descalzas. En 1580 obtiene de Roma la erección en Provincia
autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden
Religiosa de los Carmelitas Descalzos. Teresa termina su vida terrena justo
cuanto está ocupándose de la fundación.
En
1582, de hecho, tras haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras está
realizando el viaje de vuelta hacia Ávila, muere la noche del 15 de octubre
en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones:
“Al final, muero
como hija de la Iglesia” y “Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos”.
Una
existencia consumada dentro de España, pero empeñada por toda la Iglesia.
Beatificada por el papa Pablo V en 1614 y canonizada en 1622 por Gregorio XV,
fue proclamada “Doctora de la Iglesia” por el Siervo de Dios Pablo VI en
1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre atesoró
enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora,
se atuvo siempre a lo que personalmente había vivido o había visto en la
experiencia de otros (cfr Prólogo al Camino de Perfección), es decir, a
partir de la experiencia. Teresa consigue entretejer relaciones de amistad
espiritual con muchos santos, en particular con
san
Juan de la Cruz. Al
mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san
Jerónimo, san Gregorio Magno,
san Agustín. Entre sus obras mayores debe
recordarse ante todo su autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella
llama Libro de las Misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila
en 1565, refiere el recorrido biográfico y espiritual, escrito, como afirma
la misma Teresa, para someter su alma al discernimiento del “Maestro de los
espirituales”, san Juan de Ávila. El objetivo es el de poner de manifiesto
la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la
obra recoge a menudo el diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que
fascina, porque la Santa no solo narra, sino que muestra revivir la
experiencia profunda de su amor con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino
de Perfección, llamado por ella Admoniciones y consejos que da Teresa de
Jesús a sus monjas. Las destinatarias con las doce novicias del Carmelo de
san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida
contemplativa al servicio de la Iglesia, a cuya base están las virtudes
evangélicas y la oración.
Entre
los pasajes más preciosos está el comentario al Padrenuestro, modelo de
oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior,
escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio
camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del
posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo
la acción del Espíritu Santo. Teresa se remite a la estructura de un
castillo con siete estancias, como imágenes de la interioridad del hombre,
introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace en
mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La Santa se
inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los Cantares,
para el símbolo final de los “dos Esposos”, que le permite describir, en la
séptima estancia, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos:
trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de
fundadora de los Carmelos reformados, Teresa dedica el Libro de las
fundaciones, escrito entre el 1573 y el 1582, en el que habla de la vida del
naciente grupo religioso. Como en la autobiografía, el relato se dedica
sobre todo a evidenciar la acción de Dios en la fundación de los nuevos
monasterios.
No es
fácil resumir en pocas palabras la profunda y compleja espiritualidad
teresiana. Podemos mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar,
santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida
cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza
evangélica (y esto nos concierne a todos); el amor de unos a otros como
elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a
la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza
teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes
humanas: afabilidad, veracidad, modestia, cortesía, alegría, cultura. En
segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes
personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente
en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los Cantares, con el
apóstol Pablo, además de con el Cristo de la Pasión y con el Jesús
eucarístico.
La
Santa subraya después cuán esencial es la oración:
rezar significa
“frecuentar con amistad, pues frecuentamos de tú a tú a Aquel que sabemos
que nos ama” (Vida 8, 5) . La
idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás
de Aquino da
de la caridad teologal, como amicitia quaedam hominis ad Deum, un tipo de amistad del hombre con Dios,
que ofreció primero su amistad al hombre (Summa Theologiae II-ΙI, 23, 1). La
iniciativa viene de Dios. La oración es vida y se desarrolla gradualmente al
mismo paso con el crecimiento de la vida cristiana: comienza con la oración
vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el
recogimiento, hasta llegar a la unión de amor con Cristo y con la Santísima
Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el que subir escalones
significa dejar el tipo de oración anterior, sino que es una profundización
gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una
pedagogía de la oración , la de Teresa es una verdadera “mistagogia”: enseña
al lector de sus obras a rezar, rezando ella misma con él; frecuentemente,
de hecho, interrumpe el relato o la exposición para realizar una oración.
Otro
tema querido a la Santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para
Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que
culmina en la unión con Él por gracia, por amor y por imitación. De ahí la
importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la
Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada
creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor
incondicional a la Iglesia: ella manifiesta un vivo sensus Ecclesiae frente
a episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la
Orden Carmelita con la intención de servir y defender mejor a la “Santa
Iglesia Católica Romana”, y está dispuesta a dar la vida por ella (cfr Vida
33, 5).
Un
último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quisiera subrayar, es
la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la
misma. La Santa tiene una idea muy clara de la “plenitud” de Cristo,
revivida por el cristiano. Al final del recorrido del Castillo interior, en
la última “estancia”, Teresa describe esa plenitud, realizada en la
inhabitación de la Trinidad, en la unión a Cristo a través del misterio de
su humanidad.
Queridos
hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida
cristiana para los fieles de todo tiempo. En nuestra sociedad, a menudo
carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseñan a ser testigos
incansables de Dios, de su presencia y de su acción, nos enseña a sentir
realmente esta sed de Dios que existe en nuestro corazón, este deseo de ver
a Dios, de buscarlo, de tener una conversación con Él y de ser sus amigos.
Esta es la amistad necesaria para todos y que debemos buscar, día a día, de
nuevo.
Que
el ejemplo de esta Santa, profundamente contemplativa y eficazmente
laboriosa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo
adecuado a la oración, a esta apertura a Dios, a este camino de búsqueda de
Dios, para verlo, para encontrar su amistad y por tanto la vida verdadera;
porque muchos de nosotros deberíamos decir: “no
vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida”.
Porque este tiempo de oración no es un tiempo perdido, es un tiempo en el
que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un
amor ardiente a Él y a su Iglesia y una caridad concreta hacia nuestros
hermanos. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 26 de enero de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas
Hoy
quisiera hablaros de Juan de Arco, una joven santa de finales de la Edad
Media, muerta a los 19 años, en 1431. Esta santa francesa, citada muchas
veces en el Catecismo de la Iglesia
Católica, es particularmente cercana a
santa Catalina de Siena, patrona de Italia y de Europa, de la que hablé en
una reciente catequesis. Son de hecho dos jóvenes mujeres del pueblo, laicas
y consagradas en la virginidad, dos místicas comprometidas, no en el
claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del
mundo de su tiempo. Son quizás las figuras más características de esas
“mujeres fuertes” que, a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la
gran luz del Evangelio en las complejas vicisitudes de la historia.
Podríamos colocarla junto a las santas mujeres que permanecieron en el
Calvario, cerca de Jesús crucificado y de María, su Madre, mientras que los
Apóstoles habían huído y el propio Pedro había renegado tres veces de él. La
Iglesia, en ese periodo, vivía la profunda crisis del gran cisma de
Occidente, que duró casi 40 años. Cuando
Catalina de Siena murió, en 1380,
hay un Papa y un Antipapa; cuando Juana nace, en 1412, hay un Papa y dos
Antipapas. Junto a esta laceración dentro de la Iglesia, había continuas
guerras fratricidas entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática
de las cuales fue la interminable “Guerra de los cien años” entre Francia e
Inglaterra.
Juana
de Arco no sabía ni leer ni escribir, pero puede ser conocida en lo más
profundo de su alma gracias a dos fuentes de excepcional valor histórico:
los dos Procesos que se le hicieron. El primero, el Proceso de Condena
(PCon), contiene la transcripción de los largos y numerosos interrogatorios
de Juana durante los últimos meses de su vida (febrero-mayo de 1431), y
recoge las propias palabras de la Santa. El segundo, el Proceso de Nulidad
de la Condena, o de "rehabilitación" (PNul), contiene los testimonios de
cerca de 120 testigos oculares de todos los periodos de su vida (cfr Procès
de Condamnation de Jeanne d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la
Condamnation de Jeanne d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París l960-1989).
Juana
nació en Domremy, un pequeño pueblo situado en la frontera entre Francia y
Lorena. Sus padres eran campesinos acomodados, conocidos por todos como muy
buenos cristianos. De ellos recibió una buena educación religiosa, con una
notable influencia de la espiritualidad del Nombre de Jesús, enseñada por
san Bernardino de Siena y difundida en Europa por los franciscanos. Al
Nombre de Jesús se une siempre el Nombre de María y así, en el marco de la
religiosidad popular, la espiritualidad de Juana es profundamente
cristocéntrica y mariana. Desde la infancia, ella demuestra una gran caridad
y compasión hacia los más pobres, los enfermos y todos los que sufren, en el
contexto dramático de la guerra.
De
sus propias palabras, sabemos que la vida religiosa de Juana madura como
experiencia a partir de la edad de 13 años (PCon, I, p. 47-48). A través de
la “voz” del arcángel san Miguel, Juana se siente llamada por el Señor a
intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en primera persona
por la liberación de su pueblo. Su inmediata respuesta, su “sí”, es el voto
de virginidad, con un nuevo empeño en la vida sacramental y en la oración:
participación diaria en la Misa, Confesión y Comunión frecuentes, largos
momentos de oración silenciosa ante el Crucificado o ante la imagen de la
Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa ante el
sufrimiento de su pueblo se hicieron más intensos por su relación mística
con Dios. Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es
precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Tras
los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero
intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión.
Al
inicio del año 1429, Juana comienza su obra de liberación. Los numerosos
testimonios nos muestran a esta joven mujer con sólo 17 años como una
persona muy fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y
desanimados. Superando todos los obstáculos, encuentra al Delfín de Francia,
el futuro Rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por parte de
algunos teólogos de la Universidad. Su juicio es positivo: no ven en ella
nada de malo, sólo una buena cristiana.
El 22
de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al Rey de Inglaterra y a
sus hombres que asedian la ciudad de Orléans (Ibid., p. 221-222). La suya es
una propuesta de verdadera paz en la justicia entre los dos pueblos
cristianos, a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es rechazada
esta propuesta, y Juana debe empeñarse en la lucha por la liberación de la
ciudad, que tiene lugar el 8 de mayo. El otro momento culminante de su
acción política es la coronación del Rey Carlos VII en Reims, el 17 de julio
de 1429. Durante un año entero, Juana vive con los soldados, realizando
entre ellos una verdadera misión de evangelización. Son numerosos sus
testimonios sobre su bondad, su valor y su extraordinaria pureza. Es llamada
por todos y ella misma se define “la doncella”, es decir, la virgen.
La
pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430, cuando cae prisionera en las
manos de sus enemigos. El 23 de diciembre es conducida a la ciudad de Ruán.
Allí se lleva a cabo el largo y dramático Proceso de Condena, que comienza
en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la hoguera. Es un proceso
grande y solemne, presidido por dos jueces eclesiásticos, el obispo Pierre
Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero en realidad enteramente
conducido por un nutrido grupo de teólogos de la célebre Universidad de
París, que participan en el proceso como asesores. Son eclesiásticos
franceses, que habiendo tomado la decisión política opuesta a la de Juana,
tienen a priori un juicio negativo sobre su persona y sobre su misión. Este
proceso es una página conmovedora de la historia de la santidad y también
una página iluminadora sobre el misterio de la Iglesia, que, según las
palabras del Concilio Vaticano II, es “al mismo tiempo santa y siempre
necesitada de purificación” (LG, 8). Es el encuentro dramático entre esta
Santa y sus jueces, que son eclesiásticos. Juana es acusada y juzgada por
estos, hasta ser condenada como hereje y mandada a la muerte terrible de la
hoguera. A diferencia de los santos teólogos que habían iluminado la
Universidad de París, como
san Buenaventura,
santo Tomás
de Aquino y el
beato Duns Scoto, de quienes he hablado en algunas catequesis, estos jueces
son teólogos a los que faltan la caridad y la humildad de ver en esta joven
la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús según las cuales
los misterios de Dios se revelan a quien tiene el corazón de los pequeños,
mientras que permanecen escondidos a los doctos y sabios que no tienen
humildad (cfr Lc 10,21). Así, los jueces de Juana son radicalmente
incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma: no sabían que
condenaban a una Santa.
La
apelación de Juana a la decisión del Papa, el 24 de mayo, fue rechazada por
el tribunal. La mañana del 30 de mayo recibe por última vez la santa
comunión en la cárcel, y justo después fue llevada al suplicio en la plaza
del mercado viejo. Pidió a uno de los sacerdotes que le pusiera delante de
la hoguera una cruz de la procesión. Así muere mirando a Jesús Crucificado y
pronunciando muchas veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457;
cfr Catecismo de la Iglesia
Católica, 435). Casi 25 años más tarde, el Processo di Nullità, abierto bajo la autoridad del Papa Calixto III,
concluye con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio
de 1456; PNul, II, p 604-610). Este largo proceso, que recoge la declaración
de testigos y juicios de muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de
relieve su inocencia y su perfecta fidelidad a la Iglesia. Juana de Arco fue
canonizada en 1920 por Benedicto XV.
Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa
hasta los últimos instantes de su vida terrena, fue como la respiración de
su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El
“Misterio de la caridad de Juana de Arco”, que tanto fascinó al poeta
Charles Péguy, es este total amor a Jesús, y al prójimo en Jesús y por
Jesús. Esta santa comprendió que el Amor abraza toda la realidad de Dios y
del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús
siempre estuvo en primer lugar durante toda su vida, según su bella
afirmación: “Nuestro Señor es servido el primero”(PCon, I, p. 288;
cfr Catecismo de la Iglesia
Católica, 223).
Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirmó con total
confianza y abandono: “Me confío a mi Dios Creador, lo amo con todo mi
corazón” (ibid., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de forma
exclusiva toda su persona al único Amor de Jesús: es “su promesa hecha a
nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma”
(ibid., p. 149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor
supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que ha
recibido y custodiado con humildad y confianza. Uno de los textos más
conocidos del primer Proceso tiene que ver con esto:
“Interrogada sobre si
creía estar en la gracia de Dios, responde: Si no lo estoy, quiera Dios
ponerme; si estoy, quiera Dios mantenerme en ella”
(ibid., p. 62;
cfr Catecismo de la Iglesia
Católica, 2005).
Nuestra santa vivió la oración como una forma de diálogo continuo con el
Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y dándole paz y
seguridad. Ella pidió con fe: “Dulcísimo Dios, en honor a vuestra santa
Pasión, os pido, si me amáis, de revelarme como debo responder a estos
hombres de la Iglesia”(ibid., p. 252). Juana ve a Jesús como el “Rey del
Cielo y de la Tierra”. De esta manera, en su estandarte Juana hizo pintar la
imagen de “Nuestro Señor que sostiene el mundo” (ibid., p. 172), icono de su
misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana,
que Juana cumple en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un bello
ejemplo de santidad para los laicos que trabajan en la vida política, sobre
todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía ante cada
elección, como testificará un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés
Tomás Moro. En Jesús, Juana contempla también la realidad de la Iglesia, la
“Iglesia triunfante” del Cielo, y la “Iglesia militante” de la tierra. Según
sus palabras “es un todo Nuestro Señor y la Iglesia” (ibid., p. 166). Esta
afirmación citada en el Catecismo de la Iglesia
Católica (n. 795), tiene un
carácter verdaderamente heroico en el contexto del Proceso de Condena,
frente a sus jueces, hombres de la Iglesia, que la persiguieron y la
condenaron. En el amor de Jesús, Juana encontró la fuerza para amar a la
Iglesia hasta el fin, incluso en el momento de la condena.
Me
complace recordar como santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia
sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una
vida completamente distinta, transcurrida en la clausura, la carmelitana de
Lisieux se sintió muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia
y participando en los sufrimientos de Jesús para la salvación del mundo. La
Iglesia las ha reunido como Patronas de Francia, después de la Virgen María.
Santa Teresa expresó su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de
Jesús (Manoscritto B, 3r), la animaba el mismo amor hacia Jesús y hacia el
prójimo, vivido en la virginidad consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, con su testimonio luminoso, santa Juana de
Arco nos invita a un alto nivel de la vida cristiana: hacer de la oración el
hilo conductor de nuestros días; tener plena confianza en el cumplir la
voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; vivir en la caridad sin
favoritismos, sin límites y teniendo, como ella, en el Amor de Jesús, un
profundo amor a la Iglesia. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 12 de enero de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy
querría hablar de otra santa que como
Catalina de Siena y Catalina de
Bolonia, también lleva el nombre de Catalina; hablo de Catalina de Génova,
que destaca sobre todo por sus visiones del purgatorio.
El
texto que nos cuenta su vida y su pensamiento, viene publicado en la ciudad
ligure en el 1551; está dividido en tres partes: la Vita, propiamente dicha,
la Dimostratione et dechiaratione del purgatorio – más conocida como
Trattato- y el Dialogo tra l'anima e il corpo . El compilador de la obra de
Catalina fue su confesor, el sacerdote Cattaneo Marabotto.
Catalina nació en Génova, en 1447; última de cinco hijos, perdió a su padre,
Giacomo Fieschi, a su más tierna infancia. La madre, Francesca di Negro, les
educó cristianamente, tanto es así que la mayor de las dos hijas se hizo
religiosa.. a los dieciséis años, Catalina fue casada con Giuliano Adorno,
un hombre que, tras varias experiencias en el ramo del comercio y en el
mundo militar en Medio Oriente, había vuelto a Génova para casarse. La vida
conyugal no fue fácil, sobre todo por el carácter del marido, quien gustaba
de los juegos de azar. Catalina misma fue inducida, al principio, a llevar
un tipo de vida mundana, en la cual no consiguió encontrar serenidad.
Después de diez años, en su corazón había una sensación profunda de vacío y
de amargura.
La
conversión se inició el 20 de marzo de 1473, gracias a una insólita
experiencia. Catalina fue a la iglesia de San Benito y al monasterio de
Nuestra Señora de las Gracias, para confesarse, y arrodillándose ante el
sacerdote, “Recibí,
como escribe ella misma, una herida en el corazón del
inmenso amor de Dios”, y tal clara visión de sus miserias y defectos, y a la
vez, de la bondad de Dios, que casi se desmaya. Fue herida en el corazón con
el conocimiento de sí misma, de la vida que llevaba y de la bondad de Dios.
De esta experiencia nació la decisión que orientó toda su vida, que
expresada en palabras fue: “No más mundo, no más pecado” (cfr Vita mirabile,
3rv). Catalina entonces, se fue dejando interrumpida la confesión. Cuando
volvió a casa, fue a la habitación más apartada y pensó durante mucho
tiempo. En ese momento fue instruida interiormente sobre la oración y tuvo
conciencia del amor de Dios hacia ella que era pecadora, una experiencia
espiritual que no conseguía expresar en palabras (cfr Vita mirabile, 4r). Es
en esta ocasión que se le apareció Jesús sufriente, cargado con la cruz,
como a menudo se representa en la iconografía de la Santa. Pocos días
después, volvió donde el sacerdote para realizar, finalmente, una buena
confesión. Inició aquí la “vida de purificación” que, durante tanto tiempo,
le hizo sufrir un dolor constante por los pecados cometidos y la empujó a
imponerse penitencias y sacrificios para mostrar su amor a Dios.
En
este camino, Catalina se iba acercando cada vez más al Señor, hasta entrar
en la que se conoce como “vida unitiva”, es decir, una relación de unión
profunda con Dios. En la Vita está escrito que su alma era guiada y
amaestrada sólo por el dulce amor de Dios, que le daba todo lo que
necesitaba. Catalina se abandonó de tal modo en las manos del Señor que
vivió, casi veinticinco años, como ella escribió, “sin necesidad de criatura
alguna, sólo instruida y gobernada por Dios”(Vita, 117r-118r), nutrida sobre
todo, de la oración constante y de la Santa Comunión recibida todos los
días, algo no común en esa época. Sólo años más tarde, el Señor le dio un
sacerdote que cuidase su alma.
Catalina fue siempre reacia a confiar y manifestar su experiencia de
comunión mística con Dios, sobre todo por la profunda humildad que sentía
frente a las gracias del Señor. Sólo desde la perspectiva de darle gloria y
poder ayudar a otros en su camino espiritual, se animó a contar lo que le
había sucedido en el momento de su conversión, que es su experiencia
original y fundamental.
El
lugar de su ascensión a las cumbres místicas fue el hospital de Pammatone,
el complejo hospitalario más grande de Génova, del que fue directora y
animadora. Por tanto Catalina vivió una existencia totalmente activa, no
obstante la profundidad de su vida interior. En Pammatone se formó en torno
a ella un grupo de seguidores, discípulos y colaboradores, fascinados por su
vida de fe y su caridad. Consiguió que su mismo marido, Giuliano Adorno,
dejara la vida disipada, se hiciera terciario franciscano y se transfiriera
al hospital para ayudar a su mujer. La participación de Catalina en el
cuidado de los enfermos se prolongó hasta los últimos días de su camino
terreno, el 15 de septiembre de 1510. Desde su conversión hasta su muerte,
no hubo sucesos extraordinarios, sólo dos elementos caracterizaron su
existencia entera: por una parte la experiencia mística, es decir, la
profunda unión con Dios, vivida como una unión esponsal, y por la otra las
asistencia a los enfermos, la organización del hospital, el servicio al
prójimo, especialmente a los más abandonados y necesitados. Estos dos polos-
Dios y el prójimo- colmaron toda su vida, transcurrida prácticamente dentro
de los muros del hospital.
Queridos amigos, no debemos olvidar que cuanto más amamos a Dios y somos
constantes en la oración, tanto más amaremos verdaderamente a quien está
alrededor nuestro, a quien está cerca de nosotros, porque seremos capaces de
ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni
distinciones. La mística no crea distancias con el otro, no crea una vida
abstracta, sino que acerca al otro porque se comienza a ver y a actuar con
los ojos, con el corazón de Dios.
El
pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el que es particularmente
conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al
inicio: el Tratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el
cuerpo. Es importante observar que Catalina, en su experiencia mística,
nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas
que se están purificando en él. Con todo, en los escritos inspirados por
nuestra Santa es un elemento central, y la manera de describirlo tiene
características originales respecto a su época. El primer rasgo original se
refiere al “lugar” de la purificación de las almas. En su tiempo se
representaba principalmente con el recurso a imágenes ligadas al espacio: se
pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio. En
Catalina, en cambio, el purgatorio no está presentado como un elemento del
paisaje de las entrañas de la tierra: es un fuego no exterior, sino
interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La Santa habla del
camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo
de su propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en
contraste con el infinito amor de Dios (cfr Vita mirabile, 171v). Hemos
escuchado sobre el momento de la conversión, donde Catalina siente de
repente la bondad de Dios, la distancia infinita de su propia vida de esta
bondad y un fuego abrasador dentro de ella. Y este es el fuego que purifica,
es el fuego interior del purgatorio. También aquí hay un rasgo original
respecto al pensamiento de la época. No se parte, de hecho, del más allá
para narrar los tormentos del purgatorio – como era habitual en ese tiempo y
quizás también hoy – y después indicar el camino para la purificación o la
conversión, sino que nuestra Santa parte de la experiencia propia interior
de su vida en camino hacia la eternidad. El alma – dice Catalina – se
presenta a Dios aún ligada a los deseos y a la pena que derivan del pecado,
y esto le hace imposible gozar de la visión beatífica de Dios. Catalina
afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado
no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cfr Vita mirabile,
177r). Y también nosotros nos damos cuenta de cuán alejados estamos, cómo
estamos llenos de tantas cosas, de manera que no podemos ver a Dios. El alma
es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, en
consecuencia, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a
ese amor, y por ello el amor mismo a Dios se convierte en llama, el amor
mismo la purifica de sus escorias de pecado.
En Catalina se percibe la presencia de fuentes teológicas y místicas a las que
era normal recurrir en su época. En particular se encuentra una imagen de
Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con
Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo ata con un hilo finísimo
de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el
hombre se queda como “superado y vencido y todo fuera de sí”. Así el corazón
humano es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía,
el único motor de su existencia (cfr Vita mirabile, 246rv). Esta situación
de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen
del hilo, es utilizada por Catalina para expresar la acción de la luz divina
sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los
esplendores de los rayos resplandecientes de Dios (cfr Vita mirabile, 179r).
Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan
un “saber” tan profundo de los misterios divinos, en el que amor y
conocimiento se compenetran, que son de ayuda a los mismos teólogos en su
tarea de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios
de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo de qué es el
purgatorio.
Con
su vida, santa Catalina nos enseña que cuanto más amamos a Dios y entramos
en intimidad con Él en la oración, tanto más Él se deja conocer y enciende
nuestro corazón con su amor. Escribiendo sobre el purgatorio, la Santa nos
recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en
invitación a rezar por los difuntos para que puedan llegar a la visión
bendita de Dios en la comunión de los santos (cfr
Catecismo de la Iglesia
Católica, 1032). El servicio humilde, fiel y generoso, que la Santa prestó
durante toda su vida en el hospital de Pammatone, además, es un luminoso
ejemplo de caridad para todos y un aliento especial para las mujeres que dan
una contribución fundamental a la sociedad y a la Iglesia con su preciosa
obra, enriquecida por su sensibilidad y por la atención hacia los más pobres
y necesitados. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 15 de diciembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy
quisiera presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de
santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el 27 de
diciembre próximo se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di
Castello, lugar donde vivió durante más tiempo y murió, como también
Mercatello – su pueblo natal – y la diócesis de Urbino, viven con gozo este
acontecimiento.
Verónica nació precisamente el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el
valle del Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; era la última
de siete hermanas, de las cuales otras tres abrazaron la vida monástica.
Recibió el nombre de Orsola. A la edad de siete años, perdió a su madre, y
el padre se mudó a Piacenza como superintendente en las aduanas del ducado
de Parma. En esta ciudad, Orsola sintió crecer dentro de si el deseo de
dedicar la vida a Cristo. La llamada se hacía cada vez más apremiante, tanto
que, a los 17 años, entró en la estricta clausura del monasterio de las
Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá durante toda su
vida. Allí recibió el nombre de Verónica, que significa “verdadera imagen”,
y, en efecto, ella se convertirá en una verdadera imagen de Cristo
Crucificado. Un año después emitió la profesión religiosa solemne: inicia
para ella el camino de configuración a Cristo a través de muchas
penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas ligadas a
la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, el desposorio místico, la
herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convirtió en
abadesa del monasterio y fue reconfirmada en este cargo hasta su muerte,
sucedida en 1727, tras una dolorosísima agonía de 33 días que culminó en una
alegría profunda, tanto que sus últimas palabras fueron:
“He encontrado el
Amor, ¡el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi padecimiento.
¡Decidlo a todas, decidlo a todas!”
(Summarium Beatificationis, 115-120). El
9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años,
cincuenta de los cuales transcurridos en el monasterio de Città di Castello.
Fue proclamada Santa el 26 de mayo de 1839 por el Papa Gregorio XVI.
Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, relatos autobiográficos, poesías.
La fuente principal para reconstruir su pensamiento es, con todo, su Diario,
iniciado en 1693: son veintidós mil páginas manuscritas, que cubren un arco
de treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y
continua, no hay borraduras o correcciones, ni guiones o distribución de la
materia en capítulos o partes según un diseño preestablecido. Verónica no
quería componer una obra literaria; al contrario, fue obligada a poner por
escrito sus experiencias por el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los
Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi.
Santa
Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la
experiencia de ser amada por Cristo, Esposo fiel y sincero, y de querer
corresponder con un amor cada vez más implicado y apasionado. En ella todo
es interpretado en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad.
Todo es vivido en unión con Cristo, por amor a él, y con la alegría de poder
demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.
El
Cristo al que Verónica está profundamente unida es el sufriente de la
pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre
para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y
sufriente por la Iglesia, en la doble forma de la oración y del
ofrecimiento. La Santa vive desde esta óptica: reza, sufre, busca la “santa
pobreza” , como “expropiación”, pérdida de sí (cfr ibid., III, 523),
precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.
En
cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor,
aumentando el valor de sus oraciones de intercesión con el ofrecimiento de
sí misma en cada sufrimiento. Su corazón se abre a todas “las necesidades de
la Santa Iglesia”, viviendo con ansia el deseo de la salvación de “todo el
universo mundo" (ibid., III-IV, passim). Verónica grita:
"¡Oh pecadores, oh
pecadoras!… todos y todas venid al corazón de Jesús, venid a lavaros en su
preciosísima sangre... Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros”
(ibid., II, 16-17). Animada por
una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención,
comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, su
obispo, los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las
almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa con estas palabras:
"No podemos ir predicando por el mundo
para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas
esas almas que están ofendiendo a Dios... particularmente con nuestros
sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada"
(ibid., IV,
877). Nuestra Santa concibe esta misión como un “estar en medio” entre los
hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo Crucificado.
Verónica vive de modo profundo la participación en el amor sufriente de
Jesús, segura de que “sufrir con alegría” es la “clave del amor” (cfr ibid.,
I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Ella muestra que Jesús sufre por los
pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos
fieles habrían tenido que soportar a lo largo de los siglos, en el tiempo de
la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe:
“Su eterno
Padre le hizo ver y sentir en ese momento todos los padecimientos que debían
padecer sus elegidos, Sus almas más queridas, es decir, las que se habrían
aprovechado de Su sangre y de todos Sus padecimientos” (ibid., II, 170).
Como dice de sí mismo el apóstol
Pablo:
“ Ahora me alegro de poder sufrir
por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de
Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
Verónica
llega a pedir a Jesús ser crucificada con Él: “En un instante
– escribe – vi
salir de Sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos
vinieron a mi alrededor. Y yo veía estos rayos convertirse como en pequeñas
llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como
de oro, toda de fuego: y me traspasó el corazón, de parte a parte... y los
clavos traspasaron las manos y los pies. Yo sentí gran dolor; pero en el
mismo dolor, me veía, me sentía toda transformada en Dios"
(Diario, I, 897).
La
Santa está convencida de que participa ya en el Reino de Dios, pero al mismo
tiempo invoca a todos los Santos de la Patria bienaventurada para que vengan
en su ayuda en el camino terreno de su donación, en espera de la
bienaventuranza eterna; esta es la aspiración constante de su vida (cfr
ibid., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, centrada a
menudo en “salvar la propia alma” en términos individuales, Verónica muestra
un fuerte sentido "solidario", de comunión con todos los hermanos y hermanas
en camino hacia el Cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas
penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como
don del Creador, resultan siempre relativas, totalmente subordinadas al
"gusto" de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En la communio
sanctorum, ella aclara su donación eclesial, además de la relación entre la
Iglesia peregrina y la Iglesia celeste. "Todos los santos
– escribe – están
allí arriba a través de los méritos y la pasión de Jesús; pero a todo lo que
hizo Nuestro Señor, ellos han cooperado, de modo que su vida estuvo toda
ordenada, regulada por (sus) mismas obras"
(ibid., III, 203).
En
los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo
indirecto, pero siempre puntual: ella revela familiaridad con el Texto
sagrado, del que se nutre su experiencia espiritual. Debe destacarse,
además, que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca
están separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia,
donde tiene un lugar particular la proclamación y la escucha de la Palabra
de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la
experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Por otra parte, sin embargo,
precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una
intensidad fuera de lo común, lleva a una lectura más profunda y
“espiritual” del propio Texto, entra en la profundidad escondida del texto.
Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que
realmente también vive de estas palabras se convierten vida en ellos.
Por ejemplo, nuestra Santa cita a menudo la expresión del apóstol Pablo:
“Si
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31; cfr
Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella, la asimilación de este
texto paulino, esta gran confianza y profunda alegría suyas, se convierten
en un hecho realizado en su misma persona. “Mi alma – escribe –
ha sido
ligada a la voluntad divina y yo me he establecida verdaderamente y
permanezco para siempre en la voluntad de Dios. Parecíame que nunca más
hubiese de separarme de esta voluntad de Dios y volví en mi con estas mismas
palabras: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias, ni
penas, ni fatigas, ni desprecios, ni tentaciones, ni criaturas, ni demonios,
ni oscuridades, y ni siquiera la misma muerte, porque, en la vida y en la
muerte, quiero todo, y en todo, la voluntad de Dios" (Diario, IV, 272). Así
estamos también en la certeza de que la muerte no es la última palabra,
estamos fijados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para
siempre.
Verónica se
revela, en particular una testigo valiente de la belleza y del poder del
Amor divino, que la atrae, la impregna, la inflama. Es el Amor crucificado
que se ha impreso en su carne, como en la de
san
Francisco de Asís, con los
estigmas de Jesús.
“Esposa mía – me susurra el Cristo
crucificado – me son queridas las penitencias que haces por aquellos que son
mi desgracia... Después, separando un brazo de la cruz, me hizo señal de que
me acercase a Su costado... Y me encontré entre los brazos del Crucificado.
Lo que sentí en ese momento no puedo contarlo: habría podido estar siempre
en Su santísimo costado" (ibid.,
I, 37). Es también una imagen de su camino espiritual, de su vida interior:
estar en el abrazo del Crucificado y así estar en el amor de Cristo por los
demás. También con la Virgen María Verónica vive una relación de profunda
intimidad, atestiguada por las palabras que oye decir un día a la Señora y
que recoge en su Diario:
"Yo te
hice reposar en mi seno, te uniste con mi alma y fuiste llevada por ella
como en vuelo ante Dios" (IV, 901).
Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida
cristiana, la unión con el Señor en el ser para los demás, abandonándonos a
su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia,
Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor sufriente de Jesús
Crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la
mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos
junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios;
nos invita a nutrirnos diariamente de la Palabra de Dios para encender
nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la Santa
pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística:
“¡He
encontrado al Amor, el Amor se ha dejado ver!".
Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 1 de diciembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido
el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas
figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia
de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por
la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría
hablaros esta mañana.
Las
noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen
principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el
contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe
que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la
Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a
Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una
larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin
embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como
Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la
alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de
1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una
enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después
de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo,
Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis
revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las
Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años
después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de
esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu
Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que
Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por
amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de
Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión
radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda,
colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de
la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de
Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al
que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años,
hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta
decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la
única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable
de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a
propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o
“reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y
al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa
finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda
edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con
devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con
esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser
consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta
vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo
atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery
Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su
vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como
está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana".
Se había convertido en madre para muchos.
Las
mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios,
precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de
compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios,
disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con
amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por
tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura
femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de
esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar
la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para
el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich
compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos
redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga.
Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser
amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro
las siguientes palabras estupendas:
“Ve
con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un
amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo
todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten
útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En
este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin"
(El libro de las revelaciones,
cap. 86, p. 320).
El
tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich
quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor
materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología
mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia
nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan
el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los
profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura,
la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la
creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la
Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano,
como dice el profeta Isaías:
"¿Se olvida una madre de su criatura, no se
compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana
de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es
amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este
amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo
se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se
es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia
Católica recoge las
palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe
católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para
todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio,
¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los
santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por
la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la
esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal
sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich:
"Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y
que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en
bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si,
queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes
que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos
más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados.
“Y todo estará bien”, “todo será para bien":
este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también
yo os propongo hoy. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 24 de noviembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy
quisiera hablaros de una mujer que ha tenido un papel eminente en la
historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en que
vivió – el decimocuarto – fue una época difícil para la vida de la Iglesia y
para todo el tejido social en Italia y en Europa. Con todo, incluso en los
momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su Pueblo,
suscitando Santos y Santas que sacudan las mentes y los corazones provocando
conversión y renovación. Catalina es una de estas y aún hoy nos habla y nos
empuja a caminar con valor hacia la santidad para ser de forma cada vez más
plena discípulos del Señor.
Nacida en Siena, en 1347, en una familia muy numerosa, murió en su ciudad
natal en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo
Domingo, entró en la Orden Terciaria Dominica, en la rama femenina llamada
Mantellate [llamadas así por llevar un manto negro, n.d.t.]. Permaneciendo
con la familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho de forma
privada cuando era aún adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia,
a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.
Cuando la fama de su santidad se difundió, fue protagonista de una intensa
actividad de consejo espiritual hacia toda categoría de personas: nobles y
hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas,
eclesiásticos, incluido el papa Gregorio XI, que en aquel periodo residía en
Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a volver a Roma.
Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para
favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el Venerable
Juan Pablo II la quiso declarar Copatrona de Europa: para que el Viejo
Continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su
camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran
la justicia y la concordia.
Catalina sufrió mucho, como muchos Santos. Alguno pensó incluso que había
que desconfiar de ella hasta el punto de que en 1374, seis años antes de su
muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para
interrogarla. Le pusieron al lado a un fraile docto y humilde, Raimundo de
Capua, futuro Maestro General de la Orden. Convertido en su confesor y
también en su “hijo espiritual”, escribió una primera biografía completa de
la Santa. Fue canonizada en 1461.
La
doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y a escribir cuando
era ya adulta, está contenida en el Diálogo de la Divina Providencia o bien
Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual,
en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está
dotada de una riqueza tal que el Siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la
declaró Doctora de la Iglesia, título que se añadía al de Copatrona de la
Ciudad de Roma, por voluntad del Beato Pío IX, y de Patrona de Italia, por
decisión del Venerable Pío XII.
En
una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la
Virgen la presentó a Jesús, que le dio un espléndido anillo, diciéndole:
"Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre
pura hasta cuando celebres conmigo en el cielo tus bodas eternas”
(Raimundo
de Capua, S. Catalina de Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese
anillo le era visible solo a ella. En este episodio extraordinario
advertimos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda
auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el
esposo, con el que hay una relación de intimidad, de comunión y de
fidelidad; es el bien amado sobre cualquier otro bien.
Esta
unión profunda con el Señor está ilustrada por otro de la vida de esta
insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que
transmite las confidencias recibidas de Catalina, el Señor Jesús se le
apareció con un corazón humano rojo resplandeciente en la mano, le abrió el
pecho, se lo introdujo y dijo: “Queridísima hija, como el otro día tomé el
corazón tuyo que me ofrecías, he aquí que ahora te doy el mío, y de ahora en
adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo”
(ibid.). Catalina vivió
verdaderamente las palabras de san Pablo, “...no vivo yo, sino que Cristo
vive en mi" (Gal 2,20).
Como
la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de conformarse a los
sentimientos del Corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como el
mismo Cristo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y
aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con Él nutrida por la
oración, por la meditación sobre la Palabra de Dios y por los Sacramentos,
sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la santa Comunión.
También Catalina pertenece a este grupo de santos eucarísticos con la que
quise concluir mi Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis (cfr n. 94).
Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor
que Dios nos renueva continuamente para nutrir nuestro camino de fe,
revigorizar nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada
vez más semejantes a Él.
Alrededor de una personalidad tan fuerte y auténtica se fue construyendo una
verdadera y auténtica familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas
por la autoridad moral de esta joven mujer de elevadísimo nivel de vida, y
quizás impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían,
como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo
consideraron un privilegio ser guiados espiritualmente por Catalina. La
llamaban “mamá”, pues como hijos espirituales tomaban de ella la nutrición
del espíritu.
También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la
maternidad espiritual de tantas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan
en las almas el pensamiento de Dios, refuerzan la fe de la gente y orientan
la vida cristiana hacia cimas cada vez más elevadas.
“Hijo os digo y os
llamo – escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el
cartujo Giovanni Sabatini -, en cuanto que os doy a luz a través de
continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, así como una madre da a
luz a su hijo" (Epistolario, Carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al
fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras:
"Dilectísimo y queridísimo hermano e hijo en el dulce Jesucristo".
Otro
rasgo de la espiritualidad de Catalina está ligado al don de las lágrimas.
Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción
y de ternura. No pocos santos tuvieron el don de las lágrimas, renovando la
emoción del mismo Jesús, que no reprimió ni escondió su llanto ante el
sepulcro del amigo Lázaro y al dolor de María y de Marta, y a la vista de
Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los
Santos se mezclan con la Sangre de Cristo, de la que ella habló con tonos
vibrantes y con imágenes simbólicas muy eficaces:
“Tened
memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos por objetivo a
Cristo crucificado, escondeos en las llagas de Cristo crucificado, ahogaos
en la sangre de Cristo crucificado"
(Epistolario, Carta n. 16: A uno cuyo
nombre se calla).
Aquí
podemos comprender por qué Catalina, aún consciente de las debilidades
humanas de los sacerdotes, hubiese tenido siempre una grandísima reverencia
por ellos: ellos dispensan, a través de los Sacramentos y la Palabra, la
fuerza salvífica de la Sangre de Cristo. La Santa de Siena invitó siempre a
los sagrados ministros, también al Papa, a quien llamaba “dulce Cristo en la
tierra", a ser fieles a sus responsabilidades, movida siempre y solo por su
amor profundo y constante por la Iglesia. Antes de morir dijo:
“Partiendo
del cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la
Iglesia Santa, lo cual me es de singularísima gracia"
(Raimundo de Capua, S. Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).
De
santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar
a Jesucristo y a su Iglesia. En el Diálogo de la Divina Providencia, ella,
con una imagen singular, describe a Cristo como un puente lanzado entre el
cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los
pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones,
el alma pasa a través de las tres etapas de todo camino de santificación: el
desapego del pecado, la práctica de las virtudes y del amor, la unión dulce
y afectuosa con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valor,
de forma intensa y sincera, a Cristo y la Iglesia. Hagamos nuestras para
ello las palabras de santa Catalina que leemos en el Diálogo de la Divina
Providencia, en la conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente:
"Por
misericordia nos has lavado en la Sangre, por misericordia quisiste
conversar con las criaturas. ¡Oh Loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino
que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga
al pensar en ti: a dondequiera que me vuelva a pensar, no encuentro sino
misericordia" (cap. 30, pp.
79-80). Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 17 de noviembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
También esta mañana quisiera presentaros a una figura femenina, poco
conocida, a la que la Iglesia sin embargo debe un gran reconocimiento, no
sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, ha
contribuido a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más
importantes del año, la del Corpus Domini. [En español más conocida como
“Corpus Christi”, n.d.t.]
Se
trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de
Lieja. Poseemos algunos datos sobre su vida sobre todo a través de una
biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en
el que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente
a la Santa.
Juliana nació entre 1191 o 1192 en las cercanías de Lieja, en Bélgica. Es
importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja
era, por así decirlo, un verdadero “cenáculo eucarístico”. Antes de Juliana,
insignes teólogos habían ilustrado allí el valor supremo del Sacramento de
la Eucaristía y, siempre en Lieja, había grupos femeninos generosamente
dedicados al culto eucarístico y a la comunión ferviente. Guiados por
sacerdotes ejemplares, estas vivían juntas, dedicándose a la oración y a las
obras caritativas.
Huérfana a los 5 años de edad, Juliana, junto con su
hermana Inés, fue confiada al cuidado de las monjas agustinas del
convento-leprosería de Mont-Cornillon. Fue educada sobre todo por una monja,
de nombre Sabiduría, que siguió su maduración espiritual, hasta cuando la
propia Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en
monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las
obras de los Padres de la Iglesia en lengua latina, en particular a
san Agustín y san Bernardo. Además de una vivaz inteligencia, Juliana mostraba,
desde el principio, una propensión particular por la contemplación; tenía un
sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de
modo particularmente intenso el
Sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las
palabras de Jesús:
“He aquí que yo estoy con vosotros, todos los
días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
A los
dieciséis años tuvo una primera visión, que después se repitió muchas veces
en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno
esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor
le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna
simbolizaba la vida de la Iglesia en la tierra, la línea opaca representaba
en cambio la ausencia de una fiesta litúrgica, para cuya institución se
pedía a Juliana que trabajase de modo eficaz: es decir, una fiesta en la que
los creyentes habrían podido adorar la Eucaristía para aumentar su fe,
avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo
Sacramento.
Durante unos veinte años Juliana, que mientras tanto se había convertido en
la priora del convento, conservó en secreto esta revelación, que había
llenado de alegría su corazón. Después se confió con otras dos fervientes
adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e
Isabel, que la había seguido al monasterio de Mont-Cornillon. Las tres
mujeres establecieron una especie de “alianza espiritual”, con el propósito
de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron implicar también a un
sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo de la iglesia de San
Martín de Lieja, pidiéndole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre
lo que ellas llevaban en el corazón. Las respuestas fueron positivas y
alentadoras.
Lo
que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite frecuentemente en la vida de
los Santos: para tener la confirmación de que una inspiración viene de Dios,
es necesario siempre sumirse en la oración, saber esperar con paciencia,
buscar la amistad y el acercamiento con otras almas buenas, y someter todo
al juicio de los Pastores de la Iglesia. Fue precisamente el Obispo de
Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de las dudas iniciales, acogió
la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez,
la solemnidad del Corpus Domini en su diócesis. Más tarde, otros obispos le
imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios confiados a sus
cuidados pastorales.
A los
Santos, con todo, el Señor les pide a menudo superar pruebas, para que su fe
se incremente. Sucedió también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura
oposición de algunos miembros del clero y del mismo superior del que
dependía su monasterio. Entonces, por voluntad propia, Juliana dejó el
convento de Mont-Cornillon con algunas compañeras, y durante diez año, entre
1248 y 1258, fue huésped de varios monasterios de monjas cistercienses.
Edificaba a todos con su humildad, no tenía nunca palabras de crítica o de
reproche para sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto
eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, en Bélgica. En la celda
donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras de su
biógrafo, Juliana murió contemplando con un último arrebato de amor a Jesús
Eucaristía, a quien había siempre amado, honrado y adorado.
A la
buena causa de la fiesta del Corpus Domini fue conquistado también Giacomo
Pantaléon de Troyes, que había conocido a la Santa durante su ministerio de
archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, llegado a ser Papa con el
nombre de Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad del Corpus
Domini como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo
a Pentecostés. En la Bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo
(11 de agosto de 1264) el Papa Urbano reevoca con discreción también las
experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe:
“Aunque la Eucaristía cada día sea solemnemente celebrada, consideramos
justo que, al menos una vez al año, se haga de ella más honrada y solemne
memoria. Las demás cosas, de hecho, de las que hacemos memoria, las
aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por ello su
presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo,
aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en su propia
sustancia. Mientras estaba de hecho a punto de ascender al cielo, dijo:
'He
aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt
28,20)”.
En
Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Domini en Orvieto, ciudad en la que entonces vivía. Precisamente por orden
suya en la catedral de la ciudad se conservaba – y se conserva aún ahora –
el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico sucedido el año
anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el
vino, había sido preso de fuertes dudas sobre la presencia real del Cuerpo y
de la Sangre de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente,
algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada,
confirmando de esa forma lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de
los más grandes teólogos de la historia, santo Tomás
de Aquino – que en
aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto –, que compusiera
los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Estos, aún hoy en uso
en la Iglesia, son obras maestras, en las que se funden teología y poesía.
Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y
gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con
estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y
verdadera de Jesús, de su Sacrificio de amor que nos reconcilia con el
Padre, y nos da la salvación.
Aunque tras la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus
Domini se limitó a algunas regiones de Francia, de Alemania, de Hungría y de
Italia septentrional, fue después un Pontífice, Juan XXII, quien en 1317 la
restauró para toda la Iglesia. Desde entonces en adelante, la fiesta conoció
un desarrollo maravilloso, y aún es muy sentida por el pueblo cristiano.
Quisiera afirmar con alegría que hoy en la Iglesia hay una “primavera
eucarística”: ¡cuántas personas se detienen silenciosas ante el Tabernáculo,
para entretenerse en coloquio de amor con Jesús! Es consolador saber que no
pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de rezar en adoración
ante la Santísima Eucaristía.
Rezo para que esta “primavera” eucarística se difunda cada vez más en todas
las parroquias, en particular en Bélgica, la patria de santa Juliana. El
Venerable Juan Pablo II, en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba
que “En muchos
lugares [...] la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una
importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La
participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada
año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar
otros signos positivos de fe y amor eucarístico”,
dice el Papa (n. 10).
Recordando a santa Juliana de Cornillon renovemos también nosotros la fe en
la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio
del Catecismo de la Iglesia
Católica, “Jesucristo
está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente,
en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su
Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre”
(Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica, 282).
Queridísimos amigos, la fidelidad al encuentro con el Cristo Eucarístico en
la Santa Misa dominical es esencial para el camino de fe, pero intentemos
también ir frecuentemente a visitar al Señor presente en el Tabernáculo!
Mirando en adoración la Hostia consagrada, encontramos el don del amor de
Dios, encontramos la Pasión y la Cruz de Jesús, como también su
Resurrección. Precisamente a través de nuestra mirada en adoración, el Señor
nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como
transforma el pan y el vino (cfr BENEDICTO XVI, Homilía en la Solemnidad del
Corpus Domini, 15 de junio de 2006). Los Santos siempre han encontrado
fuerza, consuelo u alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del
Himno eucarístico Adoro te devote repitamos ante el Señor, presente en el
Santísimo Sacramento: “¡Hazme crecer cada vez más en Ti, que en Ti yo tenga
esperanza, que yo Te ame!”. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 3 de noviembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y
hermanas
Con Margarita d'Oingt,
de la que quisiera hablaros hoy, nos introducimos en la espiritualidad
cartujana, que se inspira en la síntesis evangélica vivida y propuesta por
san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque alguno la coloca en
torno a 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de nobleza antigua
del Lyonnais, los Oingt. Sabemos que la madre se llamaba también Margarita,
que tenía dos hermanos – Guiscardo y Luis – y tres hermanas: Catalina,
Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja,
sucediéndole después como priora.
No tenemos noticias
sobre su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió
tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el
amor sin límites de Dios, ella valora mucho imágenes ligadas a la familia,
con particular referencia a las figuras del padre y de la madre. En una
meditación suya reza así: “Muy dulce Señor, cuando pienso en las especiales
gracias que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me custodiaste
desde mi infancia y cómo me sustrajiste del peligro y me llamaste a
dedicarme a tu santo servicio, y como proveíste en todas las cosas que me
eran necesarias para comer, beber, vestir y calzar, (y lo hiciste) de tal
forma que no tuve ocasión de pensar en todas estas cosas sino en tu gran
misericordia” (Margherita d’Oingt, Scritti spirituali, Meditazione V, 100,
Cinisello Balsamo 1997, p. 74).
Siempre en sus
meditaciones, intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a
la llamada del Señor, dejando todo y aceptando la severa regla cartujana,
para ser totalmente del Señor, para estar siempre con Él. Ella escribe:
“Dulce Señor, yo
dejé a mi padre y a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este
mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, porque las riquezas de este mundo
no son sino espinas que pinchan; y cuantas más se poseen más se es
infortunado. Y por esto me parece no haber dejado otra cosa que miseria y
pobreza; pero tu sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiese
disponer de ellos a mi placer, lo abandonaría todo por amor tuyo; e incluso
si tu me dieses todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me
consideraría saciada hasta que no te tuviese a ti, porque tu eres la vida de
mi alma, no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti”
(ibid.,
Meditazione II, 32, p. 59).
También de su vida en
la Cartuja tenemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su
cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, que tuvo lugar el 11 de
febrero de 1310. De sus escritos, con todo, no se desprenden giros
particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un
camino de purificación hasta la configuración plena a Cristo. Él es el libro
que se escribe, que incide diariamente en el propio corazón y en la propia
vida, en particular su pasión salvadora. En la obra Speculum, Margarita,
refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor
“había grabado en
su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos
ejemplos y su buena doctrina. Ella había puesto tan bien al dulce Jesucristo
en su corazón que le parecía incluso que éste le estuviese presente y que
tuviese un libro cerrado en su mano, para instruirla”
(ibid., I, 2-3, p. 81). “En este libro ella encontraba escrita
la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta su
ascensión al cielo” (ibid., I, 12, p. 83).
Cada día, desde la
mañana, Margarita se dedica al estudio de este libro. Y, cuando lo ha mirado
bien, comienza a leer el libro en su propia conciencia, que muestra las
falsedades y las mentiras de su propia vida (cfr ibid., I, 6-7, p. 82);
escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente
en su propio corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer
que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las
palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de la vida de Él. Y esto para
que a vida de Cristo sea impresa en su alma de forma estable y profunda,
hasta poder ver el Libro en su interior, es decir, hasta contemplar el
misterio de Dios Trinidad (cfr ibid., II, 14-22; III, 23-40, p. 84-90).
A través de sus
escritos, Margarita nos ofrece algunos resquicios sobre su espiritualidad,
permitiéndonos captar algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de
gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua
de los eruditos, pero escribe también en franco-provenzal y también esto es
una rareza: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene
memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias
místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de
Dios, subrayando los límites de la mente para aprehenderlo y la inadecuación
de la lengua humana para expresarlo. Tiene una personalidad lineal,
sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo
discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de
descubrir sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, la
tensión del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno,
conjugando su profunda vida espiritual mística con el servicio a las
hermanas y a la comunidad. En este sentido, es significativo un pasaje de
una carta a su padre. Escribe:
“Mi dulce padre, os comunico que me encuentro
tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible
aplicar el espíritu en buenos pensamientos; de hecho, tengo tanto que hacer
que no sé de qué lado volverme. No hemos recogido trigo en el séptimo mes
del año y nuestras viñas han sido destruidas por la tempestad. Además,
nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos
obligados a reconstruirla en parte” (ibid., Lettere, III, 14, p. 127).
Una monja cartuja
dibuja así la figura de Margarita: “A través de su obra se revela una
personalidad fascinante, de inteligencia viva, orientada hacia la
especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una
palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con un cierto humorismo
una afectividad del todo espiritual” (Una Monaca Certosina, Certosine, en
Dizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el
dinamismo de la vida mística, Margarita valora la experiencia de los afectos
naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para
comprender más profundamente y secundar con más prontitud y ardor la acción
divina. El motivo reside en el hecho de que la persona humana es creada a
imagen de Dios, y por ello es llamada a construir con Dios una maravillosa
historia de amor, dejándose implicar totalmente por su iniciativa.
El Dios Trinidad, el
Dios amor que se revela en Cristo le fascina, y Margarita vive una relación
de amor profundo hacia el Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana
hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Ella afirma que la cruz de
Cristo es parecida a la mesa del parto. El dolor de Jesús es comparado con
el de una madre. Escribe:
“La madre que me llevó en el seno sufrió
fuertemente, al darme a luz, durante un día o una noche, pero tu, dulcísimo
Señor, por mi fuiste atormentado no una noche o un día, sino durante más de
treinta años […]; ¡cuán amargamente sufriste por causa mía durante toda la
vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu trabajo fue tan doloroso que
tu santo sudor se convirtió como en gotas de sangre que se derramaban por
todo tu cuerpo hasta el suelo” (ibid., Meditazione
I, 33, p. 59). Margarita, evocando los relatos de la pasión, contempla estos
dolores con profunda compasión. Dice:
“Tu fuiste depositado en el duro lecho de la cruz, de forma
que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros como suele hacer un
hombre que sufre un gran dolor, porque fuiste completamente extendido y te
fueron clavados los clavos […] y […] fueron lacerados todos tus músculos y
tus venas. […] Pero todos estos dolores […] aún no te bastaban, tanto que
quisiste que tu costado fuese abierto por la lanza tan cruelmente que tu
dócil cuerpo fuese totalmente arado y desgarrado; y tu sangra brotaba con
tanta violencia que formaba un largo camino, casi como si fuese una gran
corriente”. Refiriéndose a María afirma: “No era de maravillarse que la
espada que te deshizo el cuerpo penetrara también en el corazón de tu
gloriosa madre que tanto quería sostenerte […] porque tu amor fue superior a
todos los demás amores” (ibid., Meditazione II, 36-39.42, p 60s).
Queridos amigos,
Margarita d’Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de
amor de Jesús y de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido
de nuestro existir. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros
nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo
nuestra vida al servicio de Dios y d los demás. Con Margarita decimos
también nosotros: “Dulce Señor, todo lo que realizaste, por amor mío y de
todo el género humano, me lleva a amarte, pero el recuerdo de tu santísima
pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por eso me
parece […] haber encontrado lo que tanto he deseado: no amar otra cosa que a
ti o en ti o por amor a ti” (ibid., Meditazione II, 46, p. 62).
A primera vista esta
figura de cartuja medieval, como toda su vida, su pensamiento, parecen muy
lejanos de nosotros, de nuestra vida, de nuestra forma de pensar y actuar.
Pero se miramos a lo esencial de esta vida, vemos que nos afecta también a
nosotros y que debería ser esencial también en nuestra propia existencia.
Hemos escuchado que
Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo
consideró como un espejo en el que aparece también su propia conciencia. Y
de este espejo entró luz en su alma: dejó entrar a la palabra, la vida de
Cristo en su propio ser y así fue transformada; su conciencia fue iluminada,
encontró criterios, luz y fue limpiada. Precisamente de esto necesitamos
también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en
nuestra conciencia para que sea iluminada, comprenda lo que es verdadero y
bueno y lo que está mal; que sea iluminada y limpiada nuestra conciencia. La
basura no está sólo en distintas calles del mundo. Hay basura también en
nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y
su amor es el que nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por
tanto sigamos a santa Margarita en esta mirada hacia Jesús. Leamos en el
libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la vida
verdadera. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 27 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
En la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable
Siervo de Dios Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia
copatrona de toda Europa. Esta mañana quisiera presentar su figura, su
mensaje, y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que
enseñar – aún hoy – a la Iglesia y al mundo.
Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque
sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso
de canonización inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en
1373. Brígida había nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en
Suecia, una nación del Norte de Europa que desde hacía tres siglos había
acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la Santa la
había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a
familias nobles cercanas a la Casa reinante.
Podemos distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.
El primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada.
Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del
reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de
Ulf. Nacieron ocho hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es
venerada como santa. Esto es un signo elocuente del compromiso educativo
de Brígida respecto de sus propios hijos. Por lo demás, su sabiduría
pedagógica era apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus,
la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin de introducir a su
joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.
Brígida, espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en
el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su
propia familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una
verdadera “iglesia doméstica”. Junto con su marido, adoptó la Regla de
los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad
hacia los indigentes; fundó también un hospital. Junto a su esposa, Ulf
aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. A la
vuelta de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, efectuado en
1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el
proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de un
monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.
Este primer periodo de la vida
de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos definir una
auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos
pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del
Sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en
la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su
sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura consigue hacer
recorrer al marido un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas
mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a sus propias familias con su
testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor pueda suscitar
también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo
la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el
amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar y
educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la
participación en la vida de la Iglesia.
Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida.
Renunció a otro matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a
través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las
viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta Santa un modelo a
seguir. En efecto, Brígida, a la muerte de su marido, tras haber
distribuido sus propios bienes a los pobres, aún sin acceder nunca a la
consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de
Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la
acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida
a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y
las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes
(Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva
por título Revelationes extra vagantes (Revelaciones
suplementarias).
Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy
variados. A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre
las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios;
diálogos en los que también Brígida interviene. Otras veces, en cambio,
se trata de la narración de una visión particular; y en otras se narra
lo que la Virgen María le revela sobre la vida y los misterios del Hijo.
El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna
duda, fue precisado por el Venerable Juan Pablo II en la Carta Spes
Aedificandi:
“Reconociendo
la santidad de Brígida – escribe mi amado
Predecesor – la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una de
las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia
interior” (n. 5).
De hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos
temas importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción,
con detalles muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual
Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el
amor infinito de Dios por los hombres. En la boca del Señor que le
habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras:
“Oh,
amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas que, si fuese posible,
quisiera morir muchas otras veces, por cada una de ellas, de la misma
muerte que sufrí por la redención de todas”
(Revelationes, Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de
María, que la hizo Mediadora y Madre de misericordia, es un argumento
que se repite a menudo en las Revelaciones.
Recibiendo estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de
un don de gran predilección por parte del Señor:
“Hija
mía – leemos en el primer libro de las
Revelaciones – Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu
corazón... más que todo lo que existe en el mundo”
(c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y estaba firmemente convencida
de ello, que todo carisma está destinado a edificar la Iglesia.
Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones estaban
dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de
su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que
viviesen coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una
actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en
particular al Sucesor del Apóstol Pedro.
En 1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a
Roma. No sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba
también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una orden
religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador, y compuesta por
monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que
no debe sorprendernos: en la Edad Media existían fundaciones monásticas
con una rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la
misma regla monástica, que preveía la dirección de la Abadesa. De hecho,
en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce una dignidad
propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar propio
en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también
importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la
colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su
vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.
En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de
intenso apostolado y de oración. Y
desde Roma se fue en peregrinación a varios santuarios italianos, en
particular a Asís, patria de
san Francisco, hacia el cual Brígida sintió
siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más grande deseo:
el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus hijos
espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.
Durante esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de
Roma: Brígida se dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a
la sede de Pedro, en la Ciudad Eterna.
Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente
a Roma. Fue sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San
Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la
volvieron a llevar a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la
Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una
notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó
solemnemente.
La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones
y de las experiencias que he querido recordar en este breve perfil
biográfico-espiritual, la hace una figura eminente en la historia de
Europa. Procedente de Escandinavia, santa Brígida atestigua cómo el
cristianismo había permeado profundamente la vida de todos los pueblos
de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo
II auguró que santa Brígida – vivida en el siglo XIV, cuando la
cristiandad occidental aún no había sido herida por la división – pueda
interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de
la plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que
consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse
de sus propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y
hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia,
fiel discípula de Dios, copatrona de Europa.
(catequesis pronunciada
el miércoles 20 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas
Hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que
suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría,
llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los
historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y
poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos
políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de
Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del
duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros
cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le
gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus
oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes
ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la
lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva
sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de
hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en
princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno
de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del
siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura.
Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las
ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos
y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este
contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo
entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su
patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas
personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el
final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la
infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras un largo viaje
llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg,
el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso
entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico
aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban
alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del
hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos
políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la
fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18
años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre
Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas
críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de
la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa,
y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En
su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe
profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una
vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la
corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo
con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto,
ella respondió: “¿Cómo puedo
yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad
terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”.
Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con
sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos
este testimonio: “No
consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de
las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se
abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba
también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia”
(nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que
desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe
vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda
constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de
beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos,
pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos.
Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las
casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos.
Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los
vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue
referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que
respondió a sus acusadores: “¡Mientras
que no venda el castillo, estoy contento!”.
En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas:
mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para
los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba
llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron
magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces
en las representaciones de santa Isabel.
El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su
esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a
cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en
sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su
esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le
dijo: “Querida Isabel, es
a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”.
Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el
prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores
que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel
eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él
le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico
mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su
camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a
seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso
cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no
descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes
Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero
se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó,
así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227,
cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II,
recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos
de Turingia. Isabel respondió: “No
te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a
ti”. Sin
embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y
murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la
edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal
dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la
oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo,
volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin
embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia,
declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de
ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda,
con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso
a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus
doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a
los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando
por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a
los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con
gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que
le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de
su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de
1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo
familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual
fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente
hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en
la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes
Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel
renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo.
Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por
amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a
enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables
y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel
respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad”
(Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística
parecida a la vivida por
san Francisco: el Pobrecillo de Asís
declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos,
lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del
cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos
tres años en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos,
velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los
servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió
en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror
in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito
gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de
la Orden Terciaria Regular de
san Francisco y de la Orden
Franciscana Seglar.
En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la
noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla.
Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para
quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió
dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron
tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX
la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia
construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos
cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia,
de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el
amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de
que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y
nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los
demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a
tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como
también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor
divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 13 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas,
Hoy quisiera hablaros de la beata Angela de Foligno, una gran
mística medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se
fascina por los momentos álgidos de experiencia de unión con Dios
que ella alcanzó, pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus
primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la condujo
desde el punto de partida, el “gran temor del infierno”, hasta su
meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de
Angela no es ciertamente la de una ferviente discípula del Señor.
Nacida hacia 1248 en una familia pudiente, quedó huérfana de padre y
fue educada por su madre de forma más bien superficial. Fue
introducida muy pronto en los ambientes mundanos de la ciudad de
Foligno, donde conoció a un hombre, con el que se casó a los veinte
años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, hasta el punto
de que se permitía burlarse de los llamados “penitentes” – muy
difundidos en aquella época – es decir, de aquellos que para seguir
a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en
el servicio a la Iglesia y en la caridad.
Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un
huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias
incidieron en la vida de Angela, la cual progresivamente fue tomando
conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a
san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de
cara a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Angela se
confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el
camino de la conversión conoce otro giro: la disolución de los
vínculos afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre
siguieron la de su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió
sus bienes y en 1291 entró en la orden terciaria de
san Francisco.
Murió en Foligno el 4 de enero de 1309.
El Libro della beata Angela da Foligno, en el que está recogida
la documentación sobre nuestra Beata, narra esta conversión; indica
los medios que le fueron necesarios: la penitencia, la humildad y
las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las
experiencias de Angela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras
haberlas vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile
confesor, el cual las transcribió fielmente, intentando después
organizarlas en etapas, que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin
conseguir ordenarlas plenamente (cfr Il Libro della beata Angela
da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto debido a que la
experiencia de unión para la beata Angela supone una implicación
total de los sentidos espirituales y corporales, y de lo que ella
“comprende” durante sus éxtasis queda, por así decirlo, solo una
“sombra” en su mente.
“Escuché
verdaderamente estas palabras – confiesa ella
después de un rapto místico – pero lo que vi y comprendí, y
que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o puedo decirlo,
aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las palabras que
oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”.
Angela de Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con
la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su
alma de forma imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le
cuesta recoger estos eventos,
“también
a causa de su gran y admirable reserva respecto a sus dones divinos”
(Ibid., p. 194). A la dificultad para expresar su experiencia
mística se añade también la dificultad para sus oyentes de
comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el único y
verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y
desea tomar totalmente posesión de él. Así en Angela, que escribía a
un hijo espiritual suyo:
"Hijo
mío, si vieras mi corazón, estarías absolutamente obligado a hacer
todo lo que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el
corazón de Dios es el mío”.
Resuenan aquí las palabras de san Pablo: “Ya
no soy yo quien vive, sino que es Cristo que vive en mi"
(Gal 2,20).
Consideremos entonces sólo algún
"paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en
realidad, es una premisa:
"Fue
el conocimiento del pecado,
– como ella
precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor
de condenarse; en este pasaje lloró amargamente"
(Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este “temor”
del infierno responde al tipo de fe que Angela tenía en el momento
de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es decir, del amor
de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a
Angela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz" que, desde el
octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía del amor”.
Cuenta el fraile confesor: “La
fiel entonces me dijo: He tenido esta revelación divina: 'Tras las
cosas que habéis escrito, haz escribir que quien quiera conservar la
gracia no debe quitar los ojos del alma de la Cruz, tanto en la
alegría como en la tristeza que le concedo o permito'"
(Ibid., p. 143). Pero en esta fase Angela aún "no siente
amor"; ella afirma: "El
alma siente vergüenza y amargura y no experimenta aún el amor, sino
el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.
Angela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar
sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle,
al contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su
voluntad la que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle
su “nada”, el “no amor”. Como ella dirá: solo "el
amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que
ésta reconozca sus propios defectos y la bondad divina […] Este amor
lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no se
puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a este amor no se
puede mezclar algo de lo del mundo"
(Ibid., p. 124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de
Dios, que tiene la máxima expresión en Cristo: "Oh
Dios mío – reza – hazme digna de
conocer el altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor
realizó, junto al amor de la Trinidad, es decir, el altísimo
misterio de tu santísima encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor
incomprensible! Más allá de este amor, que hizo que mi Dios se
hiciese hombre para hacerme Dios, no hay amor más grande"
(Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Angela lleva siempre
las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha,
ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por el
pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada
de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno,
porque cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección
cristiana, tanto más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de
merecer el infierno.
Y he aquí que, en su camino místico, Angela comprende de modo
profundo la realidad central: lo que la salvará de su “indignidad” y
de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su poseer la
“verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su amor.
En el octavo paso, ella dice:
"Sin
embargo, aún no comprendía si era más grande mi liberación de los
pecados y del infierno y la conversión y la penitencia, o más bien
su crucifixión por mí"
(Ibid., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y
dolor, advertido en todo su difícil camino hacia la perfección.
Precisamente contempla con preferencia a Cristo crucificado, porque
en esta visión ve realizado el equilibrio perfecto: en la cruz está
el hombre-Dios, en un supremo acto de sufrimiento que es un acto
supremo de amor. En la tercera Instrucción, la Beata insiste
en esta contemplación y afirma:
"Cuanto
más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente
amamos. […] Por ello, cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo,
tanto más somos transformados en él a través del amor. […] Lo que he
dicho del amor […] lo digo también del dolor: el alma cuanto más
contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más
se duele y es transformada en dolor”
(Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y
en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con Él. La
conversión de Angela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará a
la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el
don gratuito de amor del Padre, fuente de amor:
"No
hay nadie que puede dar excusas – afirma ella
– porque cualquiera puede amar a Dios, y el no pide otra cosa
al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor"
(Ibid., p. 76).
En el itinerario espiritual de Angela el paso de la conversión a la
experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable,
tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la
pasión", que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su
experiencia mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza”
con Él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más
profundas y radicales. En esta estupenda empresa Angela se implica
totalmente, alma y cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones
desde el principio al final, deseando morir con todos los dolores
sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada
totalmente en Él:
"Oh
hijos de Dios – recomendaba ella –,
transformaos totalmente en el Dios-hombre de la pasión, que tanto os
amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte ignominiosísima y
del todo inefablemente dolorosa y de un modo penosísimo y
amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!"
(Ibid., p. 247). Esta identificación significa también vivir
lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella
afirma – "a través de la
pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del
desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a
través de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con
infinita dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno"
(Ibid., p. 293).
De la conversión a la unión
mística con el Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino
altísimo, cuyo secreto es la oración constante:
"Cuanto más
reces – afirma ella – tanto más serás
iluminado; cuanto más seas iluminado, tanto más profunda e
intensamente verás al Sumo Bien, al Ser sumamente bueno; cuanto más
profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuanto más lo
ames, tanto más te deleitará; y cuanto más te deleite, tanto más lo
comprenderás y serás capaz de comprenderlo. Sucesivamente llegarás a
la plenitud de la luz, porque comprenderás que no puedes comprender"
(Ibid., p. 184).
Queridos hermanos y hermanas, la vida de la Beata Angela comienza
con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después
se encontró con la figura de
san Francisco y, finalmente, el
encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia
de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser
verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor
y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Angela. Hoy
estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece
muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para
cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que
existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela quiere hacernos
atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma,
atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios
y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor
para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos
enseñe a vivir realmente. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 6 de octubre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas,
Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos
lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron
algunas de las obras maestras de la literatura religiosa femenina
latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las
místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo
“la Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su
pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana.
Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares
y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y
ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con
Dios en la contemplación y disponibilidad para socorrer a los
necesitados.
En Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su
maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del
pasado miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra
mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente
de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere
tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis
propia, recorriendo su itinerario religioso con confianza ilimitada
en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su
mundo monástico, sino también y sobre todo en el mundo bíblico,
litúrgico,patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con
gran eficacia comunicativa.
Nació el 6 de enero de
1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de sus padres ni
de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le
revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el Señor
habría dicho: “La
elegí por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de
amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por esta razón la
alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón de
consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la mueve”
(Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).
A la edad de
cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a
menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí
transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala las
etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la
preservó con paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando
los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos –
escribe:
“en una tal ceguera de mente que habría
sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento
todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu no me
hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y una
natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa de los
demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello aún habiendo
querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de edad,
habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada
entre tus amigos más devotos”
(Ibid., II, 23 140s).
Gertrudis fue una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se
podía aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba
fascinada por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y
tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de toda
expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta mucho
sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música y el canto,
el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter fuerte,
decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente;
reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con
humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos de
su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, hasta
el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan cómo
es posible que el Señor la prefiera tanto.
De estudiante pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida
monástica y durante veinte años no sucedió nada excepcional: el
estudio y la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes
sobresale entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en
campos diversos. Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir
disgusto de todo ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281,
pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia
la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con
suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que
Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para abatir esa torre de
vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando el nombre y el
hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y al menos
así encontrar el camino para mostrarme tu salvación”
(Ibid., II,1,
p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la
maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa
mano, Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que
abrogaron todas las actas de acusación de nuestros enemigos”
(Ibid.,
II,1, p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su
sangre, Jesús.
Desde aquel momento, su vida de
comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos
litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua,
fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía dirigirse al
coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que
Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos
más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas
a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa
indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular
“conversión” suya: en los estudios, con el paso radical de los
estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia
monástica, con el paso de la vida que ella define como negligente a
la vida de oración intensa, mística, con un excepcional ardor
misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y
que desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la
vida monástica, la vuelve a llamar con su gracia “desde las cosas
externas a la vida interior, y desde las ocupaciones terrenas al
amor por las cosas espirituales”. Gertrudis comprende que ha estado
lejos de Él, en la región de la disimilitud, como dice
san Agustín:
de haberse dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a
la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose
del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de
la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del
nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la
lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que
podía tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces
sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta
alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a
quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión
errónea y cerrar la boca a sus oponentes”
(Ibid., I,1, p. 25).
Gertrudis transforma todo esto en apostolado: se dedica a escribir y
divulgar las verdades de la fe con claridad y sencillez, gracia y
persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el
punto de que fue útil y bienvenida para los teólogos y las personas
piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, también a
causa de las circunstancias que llevaron a la destrucción del
monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino amor” o “Las
revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”, una rara
joya de la literatura mística espiritual.
En la observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …],
firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su
biógrafa (Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita
en los demás gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la
regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en
Dios, que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la
presencia del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la
ha llamado a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro
divino Gertrudis se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y
valorado. Exclama: “¡Ay
de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy,
incluso un solo hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo
con mayor respeto y reverencia de cuanta he tenido por estos dones
tuyos!”
(Ibid., II,5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su
indignidad, ella se adhiere a la voluntad de Dios, “porque – afirma
– he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer
que me hayan sido concedidas para mí sola, no pudiendo tu eterna
sabiduría ser frustrada por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo
bien, que me has concedido gratuitamente dones tan inmerecidos, que,
leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se
conmueva por el pensamiento de que el celo por las almas te ha
inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan
inestimable en medio del fango abominable de mi corazón”
(Ibid., II,5, p. 100s).
En
particular, dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como
escribe la propia Gertrudis:
“Los
estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas
joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con
que lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta
alegría que, aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo
ni interior ni exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme,
iluminarme, colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en
la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas
ese sagrario nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino
[…]. A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a
la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado a
menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría recomendar
a su propia madre su esposa querida”
(Ibid., II, 23, p. 145).
Dirigida
hacia la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de
noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo
Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis
escribe:
“Oh, Jesús, tu
que me eres inmensamente querido, estate siempre conmigo, para que
mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin
posibilidad de división, y mi tránsito sea bendecido por tí, de modo
que mi espíritu, libre de los lazos de la carne, pueda
inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen”
(Esercizi, Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas,
sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela
de vida cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de
una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el
Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada
Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor
por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios
mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida.
Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 29 de septiembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy quisiera hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de
las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su
hermana religiosa santa Gertrudis la Grande, en el VI libro de la obra
Liber specialis gratiae (El libro de la gracia especial), en el que se
narran las gracias especiales que Dios otorgó a santa Matilde, afirma así:
“Lo que hemos escrito es bien poco en comparación con lo que hemos omitido.
Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas
cosas, porque nos parecería injusto mantener el silencio sobre tantas
gracias que Matilde recibió de Dios no tanto para ella misma, en nuestro
parecer, sino para nosotros y para los que vendrán después de nosotros”
(Mechthild
von Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).
Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra
hermana de Helfta y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de
cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual, unida a sufrimientos
físicos. En estas condiciones confió a dos hermanas amigas las gracias
singulares con las que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía
que éstas lo anotaban todo. Cuando lo supo, se sintió profundamente
angustiada y turbada. Pero el Señor la consoló, haciéndole comprender que
cuanto se había escrito era para gloria de Dios y para bien del prójimo (cfr
ibid., II,25; V,20). Así, esta obra es la fuente principal de la que obtener
informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra Santa.
Con ella nos introducimos en la familia del Barón de
Hackeborn, una de las más nobles, ricas y poderosas de Turingia, emparentada
con el emperador Federico II, y entramos en el monasterio de Helfta en el
periodo más glorioso de su historia. El Barón había ya dado al monasterio
una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231/1232 - 1291/1292), dotada de una
destacada personalidad. Abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una
impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un
florecimiento extraordinario como centro de mística y de cultura, escuela de
formación científica y teológica. Gertrudis ofreció a las monjas una elevada
instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad
fundada en la Sagrada Escritura, en la Liturgia, en la tradición Patrística,
en la Regla y espiritualidad cisterciense, con particular predilección por
san Bernardo de Claraval y Guillermo de St-Thierry. Fue una verdadera
maestra, ejemplar en todo, en la radicalidad evangélica y en el celo
apostólico. Matilde, desde su juventud, acogió y gustó el clima espiritual y
cultural creado por su hermana, ofreciendo después su impronta personal.
Matilde nació en 1241 o 1242 en el castillo de Helfta; es la
tercera hija del Barón. A los siete años con su madre, visitó a su hermana
Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Quedó tan fascinada por ese
ambiente que deseaba ardientemente formar parte de él. Entró como educanda y
en 1258 se convirtió en monja del convento, que entre tanto se había
transferido a Helfta, en la propiedad de los Hackeborn. Se distinguió por la
humildad, fervor, amabilidad, limpieza e inocencia de vida, familiaridad e
intensidad con que vivió su relación con Dios, la Virgen y los Santos.
Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como
“la
ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas, la voz de
una suavidad maravillosa: todo la hacía adecuada para ser un verdadero
tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos” (Ibid., Proemio).
Así, “el ruiseñor de Dios” – como se la llamaba – aún muy joven, se
convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro, y
maestra de novicias, servicios que llevó a cabo con talento e infatigable
celo, no sólo en beneficio de las monjas, sino de todo el que deseara acudir
a su sabiduría y bondad.
Iluminada por el don divino de la contemplación mística,
Matilde compuso numerosas oraciones, Es maestra de fiel doctrina y de gran
humildad, consejera, consoladora, guía en el discernimiento:
“Ella
– se lee
– distribuía la doctrina con tanta abundancia que nunca se había visto en el
monasterio, y tenemos, ¡ay! gran temor de que nunca vuelva a verse algo
semejante. Las monjas se reunían a su alrededor para escuchar la palabra de
Dios, como a un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y
tenía, como don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los
secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio,
sino también extraños, religiosos y seglares, llegados de lejos,
atestiguaban que esta santa virgen les había liberado de sus penas y que
nunca habían probado tanto consuelo como a su lado. Compuso además y enseñó
tantas oraciones que si se reuniesen, superarían el volumen de un salterio”
(Ibid., VI,1).
En 1261 llegó al convento una niña de cinco años de nombre Gertrudis: fue
confiada a los cuidados de Matilde, con apenas veinte años, que la educa y
la guía en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo su discípula
excelente, sino su confidente. En 1271 o 1272 entra en el monasterio también
Matilde de Magdeburgo. El lugar acogió así a cuatro grandes mujeres – dos
Gertrudis y dos Matildes –, gloria del monaquismo germánico. En su larga
vida transcurrida en el monasterio, Matilde sufrió continuos e intensos
sufrimientos, a los que añadió las durísimas penitencias elegidas para la
conversión de los pecadores. De este modo participó en la pasión del Señor
hasta el final de su vida (cfr ibid., VI, 2). La oración y la contemplación
fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su
servicio al prójimo, su camino en la fe y en el amor tienen aquí su raíz y
su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae,
las redactoras recogen las confidencias de Matilde señaladas en las fiestas
del Señor, de los santos y, de modo especial, de la Beata Virgen. Es
impresionante la capacidad que esta santa tenía de vivir la Liturgia en sus
varios componentes, incluso los más sencillos, llevándola a la vida
monástica cotidiana. Algunas imágenes, expresiones, aplicaciones quizás
están alejadas de nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida
monástica y su tarea de maestra y directora de coro, se nota su singular
capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas a vivir
intensamente, partiendo de la Liturgia, cada momento de la vida monástica.
En la plegaria litúrgica Matilde dio particularmente relieve
a las horas canónicas, a la celebración de la santa Misa, sobre todo a la
santa Comunión. En ese momento a menudo se elevaba en éxtasis en una
intimidad profunda con el Señor en su Corazón ardentísimo y dulcísimo, en un
diálogo estupendo, en el que pedía iluminación interior, mientras intercedía
de modo especial por su comunidad y por sus hermanas. En el centro están los
misterios de Cristo hacia los cuales la Virgen María remite constantemente
para caminar por el camino de la santidad: “Si deseas la verdadera santidad,
estate cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que lo santifica todo”
(Ibid., I,40). En esta intimidad suya con Dios está presente el mundo
entero, la Iglesia, los benefactores, los pecadores. Para ella Cielo y
tierra se unen.
Sus visiones, sus enseñanzas, las circunstancias de su existencia se
describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Se
capta así su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, su pan
cotidiano. Recurre continuamente a ella, sea valorando los textos bíblicos
leídos en la liturgia, sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes,
personajes. Su predilección era por el Evangelio:
“Las palabras
del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su
corazón sentimientos de tal dulzura que a menudo por el entusiasmo no podía
terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente que
suscitaba la devoción en todos. Así también, cuando cantaba en el coro,
estaba toda absorta en Dios, transportada por tal ardor que a veces
manifestaba sus sentimientos con los gestos... Otras veces, elevada en
éxtasis, no oía a las que la llamaban o la movían y a duras penas recuperaba
el sentido de las cosas exteriores”
(Ibid., VI, 1). En una de sus visiones,
Jesús mismo le recomienda el Evangelio; abriéndole la herida de su dulcísimo
Corazón, le dijo: “Considera cuán inmenso es mi amor: si quieres conocerlo
bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el
Evangelio. Nadie ha sentido nunca expresar sentimientos más fuertes y más
tiernos que estos: Como mi Padre me ha amado, así os he amado yo (Jn. 15,
9)” (Ibid., I,22).
Queridos amigos, la oración personal y litúrgica,
especialmente la Liturgia de las Horas y la Santa Misa son la raíz de la
experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la
Sagrada Escritura y nutrir por el Pan eucarístico, Ella recorrió un camino
de íntima unión con el Señor, siempre en la plena fidelidad a la Iglesia.
Esto es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra
amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración cotidiana y la
participación atenta, fiel y activa en la Santa Misa. La Liturgia es una
gran escuela de espiritualidad.
La discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los
últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero
iluminados por la presencia de la Beatísima Trinidad, del Señor, de la
Virgen, de todos los Santos, y también de su hermana de sangre Gertrudis.
Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llevarla con Él, ella le pidió
poder vivir un poco más en el sufrimiento por la salvación de las almas, y
Jesús se complació por este ulterior signo de amor.
Matilde tenía 58 años. Recorrió el último trecho del camino
caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de
santidad se difundieron ampliamente. Llegada su hora, “el Dios de Majestad
... única suavidad del alma que le ama ... le cantó: Venite vos,
benedicti Patris mei ... Venid, vosotros benditos de mi Padre, venid a
recibir el reino ... y la asoció a su gloria” (Ibid., VI,8).
Santa Matilde de Hackeborn nos confía al Sagrado Corazón de
Jesús y a la Virgen María. Invita a alabar al Hijo con el Corazón de la
Madre y a alabar a María con el Corazón del Hijo: “¡Os saludo, oh Virgen
veneradísima, en ese dulcísimo rocío, que del Corazón de la santísima
Trinidad se difundió en vos; os saludo en la gloria y en el gozo con que
ahora os alegráis eternamente, vos que con preferencia a todas las criaturas
de la tierra y del cielo, fuisteis elegida antes aún de la creación del
mundo! Amén” (Ibid., I, 45).
(catequesis pronunciada
el miércoles 1 de septiembre de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera retomar y continuar la reflexión sobre santa Hildegarda de Bingen,
importante figura femenina de la Edad Media, que se caracterizó por su
sabiduría espiritual y santidad de vida. Las visiones místicas de Hildegarda
se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: al expresarse con
las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba a la luz
de Dios las Sagradas Escrituras, aplicándolas a las circunstancias de la
vida. De este modo, todo los que la escuchaban se sentían invitados a vivir
un estilo de existencia cristiana coherente y comprometido. En una carta a
san Bernardo, la mística del Palatinado Renano confiesa:
"La
visión atrae todo mi ser: no sólo veo con los ojos del cuerpo, sino que se
me aparece en el espíritu de los misterios... Conozco el significado
profundo de lo que se expone en el Salterio, en los Evangelios, en los demás
libros, que se me han mostrado en esta visión. Ésta quema como una llama en
mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto"
(Epistolarium pars prima I-XC: CCCM 91).
Las visiones de Hildegarda están llenas de contenido teológico. Hacen
referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación,
y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su
obra más famosa, titulada "Scivias", es decir, "Conoce los caminos", resume
en treinta y cinco visiones los eventos de la historia de la salvación,
desde la creación del mundo al fin de los tiempos. Con los rasgos
característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, en la parte central
de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la
humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la Cruz se realizan
las bodas del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, llena de gracias y que
ha recibido la gracia de ser capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor
del Espíritu Santo (Cf.Visio tertia: PL 197, 453c).
A
partir de estas breves referencias vemos ya cómo también la teología puede
recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de
hablar de Dios y de los misterios de la fe con su inteligencia y
sensibilidad propias. Aliento por este motivo a todas aquellas que
desempeñan este servicio a realizarlo con profundo espíritu eclesial,
alimentando la propia reflexión con la oración y teniendo en cuenta la gran
riqueza, aún en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre
todo la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.
La mística renana es autora también de otros escritos, dos de ellos
particularmente importantes, porque muestran, como en "Scivias", sus
visiones místicas: el "Liber vitae meritorum" (Libro de los méritos de la
vida) y el "Liber divinorum operum" (Libro de las obras divinas), también
llamado "De operatione Dei". En el primero, se describe una visión única y
poderosa de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz.
Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios y nos
recuerda que toda la creación, de la que el ser humano es la cumbre, recibe
la vida de la Trinidad. El texto está centrado en la relación entre virtud y
vicios, de manera que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de
los vicios, que le alejan en el camino hacia Dios y las virtudes que le
favorecen. Es una invitación a alejarse del mal para glorificar a Dios y
entrar, después de una existencia virtuosa, en la vida "llena de alegría".
En el segundo libro, considerado por muchos su obra maestra, describe la
creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, expresando un
fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta
cinco visiones inspiradas en el Prólogo del Evangelio de san Juan, refiere
las palabras que el Hijo dirige al Padre: "Toda
la obra que has querido y que me has encomendado, la he cumplido, y yo estoy
en ti y tú en mi, y que somos una sola cosa"
(Pars III, Visio X: PL 197, 1025a).
En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta una variedad de
intereses y el dinamismo cultural de los monasterios femeninos de la Edad
Media, a diferencia de los prejuicios que todavía hoy siguen extendiéndose
sobre esa época. Hildegarda se dedicó a la medicina y a las ciencias
naturales, así como a la música, pues tenía talento artístico. Compuso
también himnos, antífonas y cantos, recogidos con el título Symphonia
Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la Armonía de las
Revelaciones Celestes), que eran gozosamente interpretados en los
monasterios, difundiendo una atmósfera de serenidad, y que han llegado hasta
nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo,
que es en sí mismo alegría y júbilo.
La popularidad que rodeaba a Hildegarda llevaba a muchas personas hacerle
consultas. Por este motivo, disponemos de muchas de sus cartas. A ella se
dirigían comunidades monásticas de hombres y mujeres, obispos y abades.
Muchas de las respuestas siguen siendo válidas para nosotros. Por ejemplo, a
una comunidad religiosa femenina Hildegarda le escribía:
"La
vida espiritual debe ser atendida con mucha dedicación. Al inicio el
cansancio es amargo. Dado que exige la renuncia a los caprichos, al placer
de la carne y a cosas semejantes. Pero, si se deja fascinar por la santidad,
un alma santa experimentará como algo dulce y agradable el mismo desprecio
del mundo. Sólo es necesario prestar atención inteligentemente a que el alma
no se marchite"
(E. Gronau,Hildegard. Vita di una donna profetica alle origini dell'età
moderna, Milano 1996, p. 402). Y cuando el emperador Federico Barbarroja
provocó un cisma eclesial oponiendo tres antipapas al Papa legítimo,
Alejando III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle
que también él, el emperador, estaba sometido al juicio de Dios. Con la
audacia que caracteriza a todo profeta, escribió al emperador estas palabras
de parte de Dios: "¡Atento,
atento a esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha,
rey, si quieres vivir! ¡De lo contrario mi espada te traspasará!"
(Ibídem, p. 412).
Con la autoridad espiritual de la que estaba dotada, Hildegarda viajó en los
últimos años de su vida, a pesar de la edad avanzada y de las penosas
condiciones de los desplazamientos. Todos la escuchaban con gusto, incluso
cuando utilizaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por
Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a vivir
en conformidad con su vocación. En particular, Hildegarda se opuso al
movimiento de los cátaros alemanes. Los cátaros, literalmente "puros",
propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los
abusos del clero. Ella les reprendió con fuerza por querer subvertir la
naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación
de la comunidad eclesial no se consigue tanto con el cambio de las
estructuras, como con un sincero espíritu de penitencia y un camino de
conversión. Este es un mensaje que nunca debemos olvidar.
Invoquemos siempre al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia mujeres
santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que apreciando los
dones recibidos de Dios, aporten su preciosa y peculiar contribución para el
crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro
tiempo.
(catequesis pronunciada
el miércoles 30 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy quisiera presentaros la figura de un santo Doctor de la Iglesia al
que debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro
de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde. Es el
autor de la letra y de la música de uno de los villancicos navideños más
famosos de Italia: Tu scendi dalle stelle, además de otras muchas
cosas.
Perteneciente a una familia napolitana noble y rica, Alfonso María de
Ligorio nació en 1696. Dotado de grandes cualidades intelectuales, con
tan solo 16 años se graduó en derecho civil y canónico. Era el abogado
más brillante del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las
causas que defendió. Sin embargo, su alma tenía sed de Dios y estaba
deseosa de la perfección, así el Señor le hizo comprender que era otra
la vocación a la que lo llamaba. De hecho, en 1723, indignado por la
corrupción y la injusticia que viciaban el ambiente que lo rodeaba,
abandonó su profesión -y con ella la riqueza y el éxito- y decide
convertirse en sacerdote, a pesar de la oposición paterna. Tuvo maestros
excelentes que lo introdujeron en el estudio de las Sagradas Escrituras,
de la Historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia
cultura teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después,
comienza su labor de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se
entregó, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana
de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició la evangelización y la
catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la
que gustaba predicar, y a la que instruía en las verdades fundamentales
de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se
dirigió, a menudo se dedicaban a los vicios y realizaban acciones
criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su
modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en el barrio más
miserable de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al
caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para
rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de un catequista
formado por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a
estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de
Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la
ciudad, estas tomaron el nombre de “capillas nocturnas”. Esto fue una
verdadera y propia fuente de educación moral, de saneamiento social, de
ayuda recíproca entre los pobres: esto puso fin a robos, duelos,
prostitución hasta casi desaparecer.
Aunque si el contexto social y
religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las
“capillas nocturnas” son un modelo de acción misionera en el que nos
podemos inspirar también hoy para “una nueva evangelización”,
particularmente de los más pobres, y para construir una convivencia
humana más justa, fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha
confiado un deber de ministerio espiritual, mientras que los laicos bien
formados pueden ser eficaces animadores cristianos, auténtica levadura
evangélica en el seno de la sociedad.
Después de haber pensado irse para evangelizar a los pueblos paganos,
Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto con los agricultores y
pastores de las regiones interiores del Reino de Nápoles, y estupefacto
por su ignorancia religiosa y el estado de abandono en el que estaban,
decidió dejar la capital y dedicarse a estas personas, que eran pobres
espiritual y materialmente. En 1732 fundó la Congregación religiosa del
Santísimo Redentor, que puso bajo la tutela del obispo Tommaso Falcoia,
y de la que se convirtió en el superior. Estos religiosos, dirigidos por
Alfonso, fueron auténticos misioneros itinerantes, que llegaron incluso
a los pueblos más remotos, exhortando a la conversión y a la
perseverancia en la vida cristiana sobre todo por medio de la oración.
Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por tantos países del mundo,
con nuevas formas de apostolado, continúan esta misión de
evangelización. Pienso en ellos con reconocimiento, exhortándoles a ser
siempre fieles al ejemplo de su Santo Fundador.
Estimado por su bondad y por
su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant'Agata dei Goti, ministerio que, dejó en
1775 por causa de las enfermedades que sufría, por concesión del Papa
Pío VI. El mismo Pontífice, en 1787, exclamó, al recibir la noticia de
su muerte, que se produjo con mucho sufrimiento, exclamó: “¡Era
un santo!”. Y
no se equivocaba: Alfonso fue canonizado en 1839, y en 1871 es declarado
Doctor de la Iglesia. Este título se le concede por muchas razones.
Antes que nada, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que
expresa adecuadamente la doctrina católica hasta el punto de ser
proclamado por el Papa Pío XII como “Patrón de todos los confesores y
moralistas”. En su época, se difundió una interpretación muy rigurosa de
la vida moral, quizás por la mentalidad jansenista, que antes que
alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba
el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano al
revelado por Jesús. San Alfonso, sobre todo en su obra principal
titulada Teología Moral, propone una síntesis equilibrada y
convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en
nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo y interpretada con
autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la
libertad del hombre, que en la adhesión a la verdad y al bien, permiten
la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y
a los confesores, Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral
católica, asumiendo al mismo tiempo, una actitud caritativa,
comprensiva, dulce para que los penitentes se sintiesen acompañados,
sostenidos, animados en su camino de fe y de vida cristiana. San Alfonso
no se cansaba nunca de repetir que los sacerdotes son un signo visible
de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el
corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra
época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral
y -es necesario reconocerlo- de una cierta falta de estima hacia el
Sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso es todavía de
gran actualidad.
Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros
escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. En estilo es
simple y agradable. Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras
de san Alfonso han contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los
últimos dos siglos. Algunas de estas son textos que aportan grandes
beneficios todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de
María, Práctica de amor a Jesucristo, obra -esta última- que
representa la síntesis de su pensamiento y de su obra maestra. Insiste
mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia
divina para cumplir cotidianamente la voluntad de Dios y conseguir la
propia santificación. Con respecto a la oración escribe: “Dios
no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda
para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y
replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda nuestra salvación está
en el rezar”. De aquí su
famoso axioma:
“Quien
reza se salva”
“Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”. Obras
Ascéticas II, Roma 1962, p. 171).
Me viene a la mente, a este propósito,
la exhortación de mi predecesor, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II:
“nuestras comunidades
cristianas tienen que llegar a ser auténticas 'escuelas de oración'”...
“Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna
manera en un punto determinante de toda programación pastoral”
(Carta Apostólica Novo Millenio ineunte, 33 y 34).
Entre las formas de oración aconsejadas fervientemente por san Alfonso,
destaca la visita al Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la
adoración, breve o prolongada, personal o comunitaria, ante la
Eucaristía. “Ciertamente
-escribe Alfonso- entre todas las devociones esta de adorar a Jesús
sacramentado es justo después de los sacramentos, la más querida por
Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué bella delicia estar delante
de una altar con fe.. presentando nuestras necesidades, como hace un
amigo a otro con el que se tiene total confianza!”
(“Visitas al Santísimo Sacramento, a María Santísima y a San José
correspondientes a cada día del mes”. Introducción). La
espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica,
centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la
Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su
predicación. En estos eventos, la Redención es ofrecida a todos los
hombres “copiosamente”. Y justo porque es cristológica, la piedad
alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María,
Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: socia de la
Redención y mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san
Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará en el momento de
nuestra muerte. Estaba convencido que la meditación sobre nuestro
destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la
beatitud de Dios, así como la posibilidad trágica de la condenación,
contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad
de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.
San Alfonso María de Ligorio es un
ejemplo de pastor celoso, que ha conquistado las almas predicando el
Evangelio y administrando los Sacramentos, combinado con un modo de
hacer basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa
relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión realista y
optimista de los recursos del bien que el Señor da a cada hombre y dio
importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la
mente, para poder amar a Dios y al prójimo.
En conclusión, quisiera recordar que nuestro santo, análogamente a
san Francisco de Sales -del que hablé hace alguna semana- insiste en decir
que la santidad es accesible a todos los cristianos:
“El
religioso por religioso, el seglar por seglar, el sacerdote por
sacerdote, el casado por casado, el comerciante por comerciante, el
soldado por soldado, y así hablando en todos los estados”(Práctica
de amor a Jesucristo. Obras ascéticas I, Roma 1933, p. 79).
Agradezcamos al Señor que, con su Providencia, suscita santos y doctores
en lugares y tiempos diversos, que hablan el mismo lenguaje para
invitarnos a crecer en la fe y a vivir con amor y con alegría nuestro
ser cristianos en las sencillas acciones de cada día, para caminar en el
camino de la santidad, en el camino hacia Dios y hacia la verdadera
alegría. Gracias.
(catequesis pronunciada
el miércoles 9 de enero de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes festividades
navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar
hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión
y de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este
gran santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso
por quien ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber
dejado una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el
mundo.
Por su singular relevancia, san
Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que
todos los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona (hoy
Anaba, en la costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra,
que de esta ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el
año 395 hasta 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de
la misma cultura occidental.
Pocas veces una civilización ha
encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar
su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían
las generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI:
«Se puede
decir que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa
se derivan corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición
doctrinal de los siglos sucesivos»
(AAS, 62, 1970, p. 426).
Agustín es, además, el padre de la
Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice:
parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un
próximo encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se
concentrará en su vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en
particular con las «Confesiones», su extraordinaria biografía espiritual
escrita para alabanza de Dios, su obra más famosa.
Las
«Confesiones» constituyen
precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo
único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no
religiosa, hasta la modernidad.
Esta atención por la vida espiritual,
por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es
algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una
«cumbre» espiritual.
Pero, volvamos a su vida. Agustín
nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de
noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser
catecúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana.
Esta mujer apasionada, venerada como
santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe
cristiana. Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida
en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo;
es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la
fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos
jóvenes.
Agustín tenía también un hermano,
Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar
viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.
El muchacho, de agudísima
inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante
ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad
natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica, en Cartago,
capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no
alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, lengua que hablaban
sus paisanos.
En Cartago, Agustín leyó por primera
vez el «Hortensius», obra de Cicerón que después se perdería y que se
enmarca en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano
despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá siendo ya obispo en
las «Confesiones»: «Aquel libro cambió mis sentimientos» hasta el punto de
que «de repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y
empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría
inmortal» (III, 4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de
que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad,
y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, nada más leerlo
comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque
el estilo de la traducción al latín de la Sagrada Escritura era deficiente,
sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.
En las narraciones de la Escritura
sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la
filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin
embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respondiera a
su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como
cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el
mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría
toda la complejidad de la historia humana. La moral dualista también le
atraía a san Agustín, pues comportaba una moral muy elevada para los
elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era posible una vida
mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente si era joven.
Se hizo, por tanto, maniqueo,
convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre
racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja
concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles
perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas
personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y
continuar con su carrera.
De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato,
al que quería mucho, sumamente inteligente, que después estaría presente en
su preparación al bautismo en el lago de Como, participando en esos
«Diálogos» que san Agustín nos ha dejado. Por desgracia, el muchacho
falleció prematuramente.
Siendo profesor de gramática en torno
a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se
convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del
tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos,
que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues
eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a
Milán, donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto
de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que
era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, Agustín se acostumbró a
escuchar, en un primer momento con el objetivo de enriquecer su bagaje
retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido
representante del emperador para Italia del norte. El retórico africano
quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su
retórica. El contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo
Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió
con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación
tipológica del Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo
Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave
para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo
Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la
historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el
Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto, Agustín se dio cuenta de que la
literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo
de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando
era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían
parecido insuperables.
Agustín continuó la lectura de los
escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas
de san Pablo. La conversión al cristianismo, el 15 de agosto de 386, se
enmarcó por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que
seguiremos hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al
norte de Milán, al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y
un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los
32 años, Agustín fue bautizado por Ambrosio el 24 de abril de 387, durante
la vigilia pascual en la catedral de Milán.
Tras el bautismo, Agustín decidió
regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de
carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba
para embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco después murió,
destrozando el corazón del hijo.
Tras regresar finalmente a su patria, el
convertido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad
de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado
presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica
en la que estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo
entre la oración, el estudio y la predicación.
Quería estar sólo al servicio de la
verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que
la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el
don de la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años después, en el año 395,
fue consagrado obispo.
Continuando con la profundización en
el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana,
Agustín se convirtió en un obispo ejemplar con un incansable compromiso
pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los
pobres y a los huérfanos, atendía a la formación del clero y a la
organización de los monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo
profesor de retórica se convirtió en uno de los exponentes más importantes
del cristianismo de esa época: sumamente activo en el gobierno de su
diócesis, con notables implicaciones también civiles, en sus más de 35 años
de episcopado, el obispo de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía
de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo
de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y
disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que
ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia.
Y Agustín se encomendó a Dios cada
día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de
Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos
invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la «Vita Augustini»
pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y
pidió que colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en
su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas
calientes» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín,
quien falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años.
Dedicaremos los próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su
experiencia interior.
(catequesis pronunciada
el miércoles 16 de enero de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quisiera hablar del gran obispo de
Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor.
Por este motivo, el 26 de septiembre del año 426 reunió al pueblo en la
Basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había
designado par esta tarea. Dijo: «En esta vida, todos somos mortales, pero el último día de esta vida es
siempre incierto para cada individuo. De todos modos, en la infancia se
espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia a la juventud; en la
juventud a la edad adulta; en la edad adulta a la edad madura; en la edad
madura a la vejez. Uno no está seguro de que llegará, pero lo espera. La
vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder
esperar; su misma duración es incierta... Yo por voluntad de Dios llegué a
esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora ha pasado mi juventud y ya
soy viejo»
(Carta 213, 1).
En ese momento, Agustín pronunció el
nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló
en un aplauso de aprobación repitiendo 23 veces: «¡Gracias sean dadas a
Dios!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después
dijo Agustín sobre los propósitos para su futuro: quería dedicar los años
que le quedaban a un estudio más intenso de las Sagradas Escrituras (Cf.
Carta 213, 6).
De hecho, siguieron cuatro años de
extraordinaria actividad intelectual: concluyó obras importantes, emprendió
otras no menos comprometedoras, mantuvo debates públicos con los herejes
--siempre buscaba el diálogo-- promovió la paz en las provincias africanas
insidiadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido, escribió al conde
Dario, venido a África para superar las diferencias entre el conde Bonifacio
y la corte imperial, de las que se aprovechaban las tribus de los mauris
para sus correrías: «Título de grande de gloria es precisamente el de
aplastar la guerra con la palabra, en vez de matar a los hombres con la
espada, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra.
Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la
paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado
precisamente para impedir que se derrame la sangre»
(Carta 229, 2).
Por desgracia quedó decepcionada la
esperanza de una pacificación de los territorios africanos: en mayo del año
429 los vándalos, enviados a África como desquite por el mismo Bonifacio,
pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se
extendió rápidamente por otras ricas provincias africanas. En mayo y en
junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica
Posidio a esos bárbaros (Vida, 30,1), rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad, también se había
refugiado Bonifacio, quien, reconciliándose demasiado tarde con la corte,
trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio
describe el dolor de Agustín: «Más que de costumbre, sus lágrimas eran su
pan día y noche y, llegado ya al final de su vida, se arrastraba más que los
demás en la amargura y en el luto su vejez»
(Vida, 28,6). Y explica:
«Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades;
las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los
enemigos o expulsados; las iglesias sin sacerdotes o ministros, las vírgenes
consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos
habían desfallecido ante las torturas, otros habían sido asesinados con la
espada, otros eran prisioneros, perdiendo la integridad del alma y del
cuerpo e incluso la fe, obligados por los enemigos a una esclavitud dolorosa
y larga» (ibídem, 28,8).
Si bien era anciano y estaba cansado,
Agustín permaneció en primera línea, consolándose a sí mismo y a los demás
con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la
Providencia. Hablaba de la «vejez del mundo» --y era verdaderamente viejo
este mundo romano--, hablaba de esta vejez como ya lo había hecho años antes
para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410
los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.
En
la vejez, decía, abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad,
agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Y lanzaba
esta invitación:
«no hay que
negarse a rejuvenecer con Cristo, que te dice: "No temas, tu juventud se
renovará como la del águila"»
(Cf. Sermón 81,8). Por eso el
cristiano no debe abatirse en las situaciones difíciles, sino tratar de
ayudar al necesitado.
Es lo que el gran doctor sugiere
respondiendo al obispo de Thiave, Honorato, quien le había pedido si, bajo
la presión de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier
hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida. «Cuando el peligro es
común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen
necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes
tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros;
pero si algunos tienen necesidad de quedarse, que no sean abandonados por
quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera
que o se salvan juntos o juntos soportan las calamidades que el Padre de
familia quiera que sufran» (Carta 228, 2). Y concluía: «Esta es la
prueba suprema de la caridad» (ibídem, 3).
¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos
sacerdotes, a través de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras tanto resistía la ciudad de
Hipona. La casa-monasterio de Agustín había abierto sus puertas para acoger
en el episcopado a las personas que pedían hospitalidad. Entre estos se
encontraba también Posidio, que ya era discípulo suyo, quien pudo de este
modo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio
--narra-- se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida,
29,3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para
dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo,
religioso o laico, por más irreprensible que pueda parecer su conducta,
puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo,
repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas
veces había recitado con el pueblo (Cf. ibídem, 31, 2).
Cuanto más se agravaba su
situación, más necesidad sentía el obispo de soledad y de oración:
«Para no ser
disturbado por nadie en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar
el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su
habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos venían a
verle o cuando le llevaban la comida. Su voluntad fue cumplida fielmente y
durante todo ese tiempo él aguardaba en oración» (ibídem,31, 3).Dejó de vivir el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente
descansó en Dios.
«Con motivo de la inhumación de su
cuerpo --informa Posidio-- se ofreció a Dios el sacrificio, al que
asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31,5). Su cuerpo, en fecha
incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la
basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa hoy. Su primer
biógrafo da este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy
numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas
dedicadas a la continencia y a la obediencia de sus superiores, junto con
las bibliotecas que contenían los libros y discursos de él y de otros
santos, por los que se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su
grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre le encuentran
vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio al que podemos
asociarnos: en sus escritos también nosotros le «encontramos vivo». Cuando
leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre
muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un
hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su
fe fresca y actual.
En san Agustín que nos habla --me
habla a mí en sus escritos--, vemos la actualidad permanente de su fe, de la
fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del
hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada
ayer; es siempre actual, porque realmente Cristo es ayer, hoy y para
siempre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. De este modo, san Agustín nos
anima a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de
la vida.
(catequesis pronunciada
el miércoles 30 de enero de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos amigos:
Tras la Semana de Oración por la
Unidad de los Cristianos volvemos hoy a retomar la gran figura de san
Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir,
en el décimo sexto centenario de su conversión, un largo y denso documento,
la carta apostólica
Augustinum Hipponensem. El mismo Papa quiso definir este texto como
«una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante
ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión». (Augustinum
Hipponensem, 1). Quisiera afrontar el tema de la conversión en una
próxima audiencia. Es un tema fundamental no sólo para su vida personal,
sino también para la nuestra. El Evangelio del domingo pasado el Señor mismo
resumió su predicación con la palabra: «Convertíos». Siguiendo el camino de
san Agustín, podremos meditar sobre qué es esta conversión: es algo
definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe
realizarse en toda nuestra vida.
La catequesis de hoy está dedicada,
por el contrario, al tema fe y razón, que es un tema determinante, o mejor,
el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido
de su madre, Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había
abandonado esta fe porque ya no lograba ver su razonabilidad y no quería una
religión que no fuera expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed
de verdad era radical y le llevó a alejarse de la fe católica. Pero su
radicalidad era tal que no podía contentarse con filosofías que no llegaran
a la misma verdad, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo
una hipótesis última cosmológica, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios
que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el
itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo
válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para
hombres creyentes, sino para todo hombre que busca la verdad, tema central
para el equilibrio y el destino de todo ser humano.
Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino
que deben estar siempre unidas. Como escribió Agustín tras su conversión, fe y razón son «las fuerzas que nos
llevan a conocer» (Contra Academicos, III, 20, 43). En este sentido,
siguen siendo famosas sus dos fórmulas (Sermones, 43, 9) con las que
expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas
(«cree para comprender») --creer abre el camino para cruzar la puerta de la
verdad--, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas
(«comprende para creer»), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y
creer.
Las dos afirmaciones de Agustín
manifiestan con eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en el
que la Iglesia católica ve su camino manifestado. Históricamente esta
síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro
entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helénico.
Sucesivamente en la historia esta síntesis fue retomada y desarrollada por
muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre
todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón, de nuestra
vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra
razón, si realmente nos ponemos en camino.
Precisamente esta cercanía de Dios al hombre fue experimentada con
extraordinaria intensidad por Agustín. La presencia de Dios en el hombre es
profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse
en la propia intimidad: no hay que salir afuera --afirma el convertido--,
«vuelve sobre ti mismo. La verdad
habita en el hombre interior. Y si encuentras que su naturaleza es mutable,
trasciéndete a ti mismo. Pero recuerda al hacerlo así que trasciendes un
alma que razona. Así pues, dirígete allí donde se enciende la luz misma de
la razón» (De vera religione, 39, 72). Él mismo subraya en una
afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía
espiritual escrita en alabanza de Dios: «Nos
hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse
en ti»
(I, 1, 1).
La lejanía de Dios equivale, por
tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú
--reconoce Agustín (Confesiones,
III, 6, 11)-- estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más
elevado que lo más sumo mío», interior intimo meo et superior summo meo;
hasta el punto de que, en otro pasaje, recordando el tiempo precedente a su
conversión, añade: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había
apartado de mí mismo y no me encontraba» (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente porque Agustín vivió en primera persona este itinerario
intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta cercanía,
profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las
Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es «un gran enigma» (magna
quaestio) y «un gran abismo» (grande profundum), enigma y abismo
que sólo ilumina y colma Cristo. Esto es importante: quien está lejos de
Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede
encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a
su verdadero yo, su verdadera identidad.
El ser humano, subraya después
Agustín en el De civitate Dei (XII, 27), es sociable por naturaleza
pero antisociable por vicio, y es salvado por Cristo, único mediador entre
Dios y la humanidad, y «camino universal de la libertad y de la salvación»,
como ha repetido mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum
Hipponensem, 21): fuera de este camino, que nunca le ha faltado al
género humano, sigue afirmando Agustín en esa misma obra,
«nadie ha sido
liberado nunca, nadie es liberado, nadie será liberado» (De civitate Dei,
X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la
Iglesia y está unido místicamente a ella de modo que Agustín afirma: «Nos
hemos convertido en Cristo. De hecho, si él es la cabeza, nosotros somos sus
miembros, el hombre total es él y nosotros» (In Iohannis evangelium
tractatus, 21, 8).
Pueblo de Dios y casa de Dios, la
Iglesia, según la visión de Agustín, está por tanto ligada íntimamente al
concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del
Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la
que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto es
fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en
sentido sociológico, esté verdaderamente integrada en Cristo, quien, según
afirma Agustín en una página hermosísima, «reza por nosotros, reza en
nosotros, es rezado por nosotros como nuestro Dios: reconocemos por tanto en
él nuestra voz y nosotros en él la suya» (Enarrationes in Psalmos,
85, 1).
En la conclusión de la carta
apostólica
Augustinum Hipponensem Juan Pablo II quiso preguntar al mismo santo
qué podía decir a los hombres de hoy y responde sobre todo con las palabras
que Agustín confió en una carta dictada poco después de su conversión: «Me
parece que se debe llevar a los hombres a la esperanza de encontrar la
verdad» (Epistulae, 1, 1); esa verdad que es Cristo, Dios verdadero,
a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las
Confesiones (X, 27, 38): «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan
nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por
fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas
que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme
lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste
y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi
ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y
siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz».
De este modo Agustín encontró a Dios
y durante toda su vida hizo su experiencia hasta el punto de que esta
realidad --que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús--cambió su
vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en todo tiempo, tienen
la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y
nos haga encontrar así su paz.
(catequesis pronunciada
el miércoles 20 de febrero de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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Queridos hermanos y hermanas:
Tras la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada,
volvemos hoy a presentar la gran figura de san Agustín, sobre quien ya
he hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el padre de
la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de éstas quiero
hablar brevemente. Algunos de los escritos de Agustín son de importancia
capital, y no sólo para la historia del cristianismo sino también para
la formación de toda la cultura occidental: el ejemplo más claro son las
«Confesiones», sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más
leídos todavía hoy. Al igual que varios padres de la Iglesia de los
primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia,
también el obispo de Hipona ejerció una influencia persistente, como se
puede ver por la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que
son extraordinariamente numerosas.
Él mismo las revisó años antes de morir en las «Retractaciones» y
poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el
«Indiculus» (Índice), añadido por el fiel amigo Posidio a la biografía
de san Agustín, «Vita Augustini». La lista de las obras de Agustín fue
realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria, mientras
la invasión de los vándalos se extendía por toda África romana y
contabiliza 1.300 escritos numerados por su autor, junto con otros «que
no pueden numerarse porque no puso ningún número». Obispo de una ciudad
cercana, Posidio dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se
había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y casi
seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de
Agustín. Hoy han sobrevivido más de 300 cartas del obispo de Hipona, y
casi 600 homilías, pero éstas eran originalmente muchas más, quizá
incluso entre 3.000 y 4.000, fruto de cuatro décadas de predicación del
antiguo orador, que había decidido seguir a Jesús y dejar de hablar a
los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla
de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de
algunas homilías han enriquecido el conocimiento de este gran padre de
la Iglesia. «Muchos libros --escribe Posidio-- fueron redactados por él
y publicados, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia,
trascritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para
interpretar las Sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos
de la Iglesia. Estas obras --subraya el obispo amigo-- son tan numerosas
que a duras penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y
aprender a conocerlas» («Vita Augustini», 18, 9).
Entre la producción literaria de Agustín, por tanto, más de mil
publicaciones divididas en escritos filosóficos, apologéticos,
doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, así
como las cartas y homilías, destacan algunas obras excepcionales de gran
importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las
«Confesiones», antes mencionadas, escritas en trece libros entre los
años 397 y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía
en forma de diálogo con Dios. Este género literario refleja la vida de
san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, despistada en mil cosas,
sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una
vida con los demás.
Ya de por sí el título,
«Confesiones»,
indica el carácter específico
de esta biografía. Esta palabra «confessiones» en el latín
cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos tiene dos
significados, que se entrecruzan. «Confessiones» indica, en
primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la miseria de
los pecados; pero al mismo tiempo, «confessiones» significa
alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz
de Dios se convierte en alabanza de Dios y en acción de gracias, pues
Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Él mismo escribió sobre estas
«Confesiones», que tuvieron gran éxito
ya en vida de san Agustín: «Han ejercido sobre mí un gran impacto
mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a
leer. Hay muchos hermanos a quienes les gustan estas obras»
(«Retractaciones», II, 6): y tengo que reconocer que yo también soy uno
de estos «hermanos». Y gracias a las «Confesiones» podemos seguir, paso
a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado de
Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son,
además, las «Retractationes» [Revisiones], redactadas en dos
libros en torno al año 427, en las que san Agustín, ya anciano, hace una
«revisión» («retractatio») de toda su obra escrita, dejando así
un documento literario singular y sumamente precioso, pero al mismo
tiempo una enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.
«De civitate Dei» [La Ciudad de Dios] obra imponente y
decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para
la teología cristiana de la historia, fue escrita entre los años 413 y
426 en 22 libros. La ocasión era el saqueo de Roma por parte de los
godos en el año 410. Muchos paganos, todavía en vida, así como muchos
cristianos habían dicho: Roma ha caído, ahora el Dios cristiano y los
apóstoles ya no pueden proteger la ciudad. Durante la presencia de las
divinidades paganas, Roma era la «caput mundi», la gran capital,
y nadie podía imaginar que cayera en manos de los enemigos. Ahora, con
el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto, el
Dios de los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien
encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el
corazón de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra,
el «De civitate Dei», aclarando qué es lo que debían esperarse de
Dios y qué es lo que no podían esperar de Él, cuál es la relación entre
la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia. Todavía hoy este
libro es una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la
competencia de la Iglesia, la gran esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad
gobernada por la Providencia divina, pero actualmente dividida en dos
amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la
historia, la lucha entre dos amores: el amor propio, «hasta llegar a
menospreciar a Dios» y el amor a Dios «hasta llegar al desprecio de sí
mismo», («De civitate Dei», XIV, 28), a la plena libertad de uno
mismo a través de los demás a la luz de Dios. Este es quizá el libro más
grande de san Agustín, de una importancia permanente.
Asimismo es importante el «De Trinitate» [Sobre la Trinidad],
obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la
fe en el Dios trinitario, escrita en dos tiempos: entre los años 399 y
412 los primeros doce libros, publicados sin que Agustín lo supiera,
quien los completó hacia el año 420 y revisó la obra completa. En él
reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio
de Dios que es único, el único creador del mundo, de todos nosotros, y
que sin embargo este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata
de comprender el misterio insondable: precisamente su ser trinitario, en
tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.
El «De doctrina Christiana» [Sobre la doctrina cristiana] es
una auténtica introducción cultural a la interpretación de la Biblia y,
en definitiva, al mismo cristianismo, que tuvo una importancia decisiva
en la formación de la cultura occidental.
A pesar de toda su humildad, Agustín fue ciertamente consciente de su
propia talla intelectual. Pero para él era más importante llevar el
mensaje cristiano a los sencillos que redactar grandes obras de elevado
nivel teológico. Su intención más profunda, que le guió durante toda su
vida, se puede ver en una carta escrita al colega Evodio, en la que le
comunica la decisión de dejar de dictar por el momento los libros del «De
Trinitate», «pues son demasiado cansados y creo que pueden ser
entendidos por unos pocos; hacen más falta textos que esperamos que sean
útiles para muchos» («Epistulae», 169, 1, 1). Por tanto, para él
era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que
escribir grandes obras teológicas.
La responsabilidad agudamente experimentada por la divulgación del
mensaje cristiano se encuentra en el origen de escritos como el «De
catechizandis rudibus», una teoría y también una aplicación de la
catequesis, o el «Psalmus contra partem Donati». Los donatistas
eran el gran problema de África y de san Agustín, un cisma que quería
ser africano. Decían: la auténtica cristiandad es la africana. Se
oponían a la unidad de la Iglesia. Contra este cisma, el gran obispo
luchó durante toda su vida, tratando de convencer a los donatistas de
que sólo en la unidad incluso la africanidad puede ser verdadera. Y para
que le entendieran los sencillos, que no podían comprender el gran latín
del orador, dijo: tengo que escribir incluso con errores gramaticales,
en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre todo en este «Psalmus»,
una especie de sencilla poesía contra los donatistas para ayudar a toda
la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se realiza
realmente nuestra relación con Dios y crece la paz en el mundo.
En esta producción destinada a un gran público tiene una particular
importancia el gran número de sus homilías, con frecuencia improvisadas,
transcritas por taquígrafos durante la predicación e inmediatamente
puestas en circulación. Entre éstas, destacan las bellísimas «Enarrationes
in Psalmos», muy leídas en la Edad Media. La publicación de los
miles de homilías de Agustín, con frecuencia sin control del autor,
explica tanto su amplia difusión como su vitalidad. Inmediatamente las
predicaciones del obispo de Hipona se convertían, por la fama del autor,
en textos sumamente requeridos y eran utilizados también por los demás
obispos y sacerdotes como modelos, adaptados siempre a nuevos contextos.
En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al
siglo IV, representa a san Agustín con un libro en la mano, no sólo para
expresar su producción literaria, que tanta influencia tuvo en el
pensamiento de los cristianos, sino también para expresa su amor por los
libros, por la literatura y el conocimiento de la gran cultura
precedente. A su muerte no dejó nada, cuenta Posidio, pero «recomendaba
siempre que se conservara para las futuras generaciones la biblioteca de
la iglesia con todos sus códices», sobre todo los de sus obras. En
éstas, subraya Posidio, Agustín está «siempre vivo» y es de utilidad
para quien lee sus escritos, aunque como él dice, «creo que pudieron
sacar más provecho de su contacto los que le pudieron ver y escuchar
cuando hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron
testigos de su vida cotidiana entre la gente» («Vita Augustini»,
31). Sí, también para nosotros sería hermoso poderle sentir vivo. Pero
está realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este
modo vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda
su vida.
(catequesis pronunciada
el miércoles 27 de febrero de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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Queridos hermanos y hermanas:
Con el encuentro de hoy quisiera
concluir la presentación de la figura de san Agustín. Tras detenernos en su
vida, en sus obras, y en algunos aspectos de su pensamiento, hoy quisiera
volver a recordar su experiencia interior, que hizo de él uno de los más
grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en
particular mi reflexión durante la peregrinación que hice a Pavía, el año
pasado, para venerar los restos mortales de este padre de la Iglesia. De
este modo quise expresar el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo
tiempo hacer visible mi personal devoción y reconocimiento por una figura a
la que me siento sumamente unido por la importancia que ha tenido en mi vida
de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy es posible recorrer las
vivencias de san Agustín gracias sobre todo a «Las Confesiones», escritas
para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas
literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir la
expresión personal del conocimiento de sí mismo. Pues bien, quien quiera que
se acerque a este extraordinario y fascinante libro, todavía hoy sumamente
leído, se da cuenta fácilmente de que la conversión de Agustín no fue
repentina ni tuvo lugar plenamente desde el inicio, sino que puede ser
definida más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para
cada uno de nosotros.
Este itinerario culminó ciertamente
con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó con aquella
Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el profesor de retórica
africano fue bautizado por el obispo Ambrosio. El camino de conversión de
Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, hasta el punto de
que se puede verdaderamente decir que sus diferentes etapas --se pueden
distinguir fácilmente tres-- son una única y gran conversión.
La primera conversión
San Agustín fue un buscador
apasionado de la verdad: lo fue desde el inicio y después durante toda su
vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en
el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, él había recibido
de la madre Mónica, con la que siempre estuvo muy unido, una educación
cristiana y, a pesar de que había vivido en los años de juventud una vida
desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo
bebido el amor por el nombre del Señor con la leche materna, como él mismo
subraya (Cf. «Las Confesiones», III, 4, 8).
Pero la filosofía, sobre todo la de
orientación platónica, también había contribuido a acercarle a Cristo,
manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los libros
de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede todo el
mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan
alejado. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe la Iglesia
católica, le reveló plenamente la verdad. Esta experiencia fue sintetizada
por Agustín en una de las páginas más famosas de «Las Confesiones»: cuenta
que, en el tormento de sus reflexiones, retirado en un jardín, escuchó de
repente una voz infantil que repetía una cantinela, nunca antes escuchada:
«tolle, lege, tolle, lege», «toma, lee, toma, lee» (VIII, 12,29).
Entonces se acordó de la conversión de Antonio, padre del monaquismo, y con
atención volvió a tomar un códice de san Pablo que poco antes tenía entre
manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos
en el que el apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a
revestirse de Cristo (13, 13-14).
Había comprendido que esa palabra, en
aquel momento, se dirigía personalmente a él, procedía de Dios a través del
apóstol y le indicaba qué es lo que tenía que hacer en ese momento. De este
modo sintió cómo se despejaban las tinieblas de la duda y se era liberado
para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser»,
comenta («Las Confesiones», VIII, 12,30). Esta fue la primera y
decisiva conversión.
El profesor de retórica africano
llegó a esta etapa fundamental en su largo camino gracias a su pasión por el
hombre y por la verdad, pasión que le llevó a buscar a Dios, grande e
inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que Dios no estaba tan
alejado como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en
uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la
larga búsqueda de Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha
hecho «tocable», uno de nosotros, era en último término un Dios al que se
podía rezar, por el que se podía vivir y con el que se podía vivir.
La segunda conversión
Es un camino que hay que recorrer con
valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación
permanente, algo que cada uno de nosotros siempre necesita. Pero el camino
de Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387, como
hemos dicho. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró
en él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y
de estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir
totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la
verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, a pesar suyo, fue
consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles.
Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de
todos. Esto era muy difícil para él, pero comprendió desde el inicio que
sólo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación
privada, podía realmente vivir con Cristo y por Cristo.
De este modo, renunciando a una vida
consagrada sólo a la meditación, Agustín aprendió, a veces con dificultad, a
poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás.
Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en
aquella ciudad que se convirtió en la suya, desempeñando sin cansarse una
generosa actividad, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos
sermones: «Predicar continuamente, discutir, reprender, edificar, estar a
disposición de todos, es un ingente cargo y un gran peso, un enorme
cansancio» («Sermón»339, 4). Pero él cargó con este peso,
comprendiendo que precisamente de este modo podía estar más cerca de Cristo.
Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con
sencillez y humildad.
La tercera conversión
Pero hay una última etapa en el
camino de Agustín, una tercera conversión: es la que le llevó cada día de su
vida a pedir perdón a Dios. Al inicio, había pensado que una vez bautizado,
en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de
la Eucaristía, llegaría a la vida propuesta por el Sermón de la Montaña: la
perfección donada en el bautismo y reconfirmada por la Eucaristía.
En la última parte de su vida
comprendió que lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el
Sermón de la Montaña --es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos
ahora este ideal permanentemente-- estaba equivocado. Sólo el mismo Cristo
realiza verdadera y completamente el Sermón de la Montaña. Nosotros tenemos
siempre necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser
renovados por Él. Tenemos necesidad de conversión permanente. Hasta el final
necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta
que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida
eterna. Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras
día.
Esta actitud de humildad profunda
ante el único Señor Jesús le introdujo en la experiencia de una humildad
también intelectual. Agustín, que es una de las figuras más grandes en la
historia del pensamiento, quiso en los últimos años de su vida someter a un
lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las «Retractationes»
(«revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento teológico,
verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama
simplemente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He
comprendido --escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19,
1-3)-- que sólo uno es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón
de la Montaña sólo son realizadas totalmente por uno solo: en Jesucristo
mismo. Toda la Iglesia, por el contrario, todos nosotros, incluidos los
apóstoles, tenemos que rezar cada día: "perdona nuestras ofensas
así como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"».
Convertido a Cristo, que es verdad y
amor, Agustín le siguió durante toda la vida y se convirtió en un modelo
para todo ser humano, para todos nosotros en la búsqueda de Dios. Por este
motivo quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar
espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este grande
enamorado de Dios, mi primera encíclica,
Deus caritas est. Ésta, de hecho, tiene una gran deuda, sobre todo
en su primera parte, con el pensamiento de san Agustín.
También hoy, como en su época, la
humanidad tiene necesidad de conocer y sobre todo de vivir esta realidad
fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las
inquietudes del corazón humano. Un corazón en el que vive la esperanza
--quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros
contemporáneos--, para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta
el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Romanos,
8, 24). A la esperanza he querido dedicar mi segunda encíclica,
Spe salvi, que también ha contraído una gran deuda con Agustín y su
encuentro con Dios.
Un escrito sumamente hermoso de
Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios
responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por nuestra parte, tenemos
que purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura
de Dios (Cf. San Agustín, «In Ioannis», 4, 6). Sólo ésta nos salva,
abriéndonos además a los demás. Recemos, por tanto, para que en nuestra vida
se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido,
encontrando como él en todo momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único
que nos salva, que nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera
vida.
(catequesis pronunciada
el miércoles 6 de abril de 2011 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy querría hablaros de santa Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y
de la Santa Faz, que vivió en este mundo sólo 24 años, a finales del s.XIX, llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que después de su
muerte y de la publicación de sus escritos, se convirtió en una de las
santas más conocidas y amadas. La “pequeña Teresa” no ha dejado de
ayudar a las almas más sencillas, los pequeños, los pobres, los que
sufren, y que le rezan, pero también ha iluminado toda la Iglesia, con
su profunda doctrina espiritual, hasta tal punto que el Venerable Juan
Pablo II, en 1997, quiso darle el título de Doctora de la Iglesia,
añadiéndolo el título de Patrona de las Misiones, que ya le otorgó Pío
XI en 1939. Mi amado Predecesor la definió como “experta
de la scientia amoris"
(Novo Millennio ineunte, 27). Esta ciencia, que ve resplandecer en el
amor toda la verdad de la fe, Teresa la expresa principalmente en el
relato de su vida, publicado un año después de su muerte bajo el título
de Historia de un alma. Es un libro que tuvo enseguida un enorme éxito,
fue traducido a muchas lenguas y difundido en todo el mundo. Quisiera
invitaros a redescubrir este pequeño-gran tesoro, ¡este luminoso
comentario del Evangelio plenamente vivido! Historia de un alma, de
hecho, ¡es una maravillosa historia de Amor, relatada con tal
autenticidad, sencillez y frescura ante la que el lector no puede sino
quedar fascinado!. Sin embargo, ¿cuál es este Amor que ha colmado toda
la vida de Teresa, desde la infancia hasta su muerte? Queridos amigos,
este Amor tiene un Rostro, tiene un Nombre, ¡es Jesús!. La santa habla
continuamente de Jesús. Recorramos, entonces, las grandes etapas de su
vida, para entrar en el corazón de su doctrina.
Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, un ciudad de Normandía,
en Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres
ejemplares, beatificados los dos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron
nueve hijos, de estos cuatro murieron en edad temprana. Quedaron cinco
hijas, que se hicieron religiosas todas. Teresa, a los 4 años, quedó
profundamente afectada por la muerte de su madre (Ms A, 13r). El padre
junto a las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se
desarrolló toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, sufriendo una
enfermedad nerviosa grave, se curó gracias a una gracia divina, que ella
misma definió como “la
sonrisa de la Virgen”
(ibid., 29v-30v). Recibió la Primera Comunión, vivida intensamente (ibid.,
35r), y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.
La “Gracia de la Navidad” del 1886 marcó el punto de inflexión, lo que
ella llamó su “completa conversión” (ibid., 44v-45r). De hecho, se curó
totalmente de su hipersensibilidad infantil e inició una “carrera de
gigante”. A la edad de 14 años, Teresa se acercó cada vez más, con gran
fe, a Jesús Crucificado, y se tomó muy en serio el caso, aparentemente
desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente (ibid.,
45v-46v). “Quería a toda
costa impedirle que fuese al infierno”,
escribió la Santa, con la certeza de que su oración lo habría puesto en
contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental
experiencia de maternidad espiritual: “Tanta confianza tenía en la
Misericordia Infinita de Jesús”, escribió. Con María Santísima, la joven
Teresa ama, cree y espera con “un corazón de madre” (cfr PR 6/10r).
En noviembre de 1887, Teresa va de peregrinación a Roma junto a su padre
y a su hermana Celina (ibid., 55v-67r). Para ella, el momento culminante
es la Audiencia del Papa León XIII, al que pide el permiso de entrar,
con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo
se realizó: se hace carmelita, “para
salvar las almas y rezar por los sacerdotes”
(ibid., 69v). Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante
enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a
Teresa a la contemplación del Rostro de Jesús en su Pasión (ibid.,
71rv).
De esta manera, Su nombre de religiosa -sor Teresa del Niño Jesús y de
la Santa Faz- expresa el programa de toda su vida, en la comunión con
los Misterios centrales de la Encarnación y de la Redención. Su
profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de
septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en
la “pequeñez” del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: “¡Qué
bella fiesta la Natividad de María para convertirme en la esposa de
Jesús!”
-escribe-. Era la pequeña Virgen Santa de un día, que presentaba su
pequeña flor al pequeño Jesús (ibid., 77r). Para Teresa, ser religiosa
significa ser esposa de Jesús y madre de las almas (cfr Ms B, 2v). El
mismo día, la santa escribió una oración que indica la orientación de su
vida: pide a Jesús el don de su Amor infinito, de ser la más pequeña, y
sobre todo pide la salvación de todos los hombres: “Que ningún alma se
condene hoy” (Pr 2). De gran importancia es su Oferta al Amor
Misericordioso, hecha en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1985 (Ms
A, 83v-84r; Pr 6): una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus
hermanas siendo ya vicemaestra de novicias.
Diez años después de la “Gracia de Navidad”, en 1896, llega la “Gracia
de Pascua”, que abre el último periodo de la vida de Teresa, con el
inicio de su pasión profundamente unida a la Pasión de Jesús; se trata
de la Pasión del cuerpo, con la enfermedad que la condujo a la muerte a
través de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión
del alma, con una muy dolorosa prueba de la fe (Ms C, 4v-7v). Con María
al lado de la Cruz de Jesús, Teresa vive ahora la fe más heroica, como
luz en las tinieblas que le invaden el alma. La Carmelita tiene la
conciencia de vivir esta gran prueba para la salvación de todos los
ateos del mundo moderno, llamados por ella “hermanos”. Vivió, entonces,
más intensamente el amor fraterno (8r-33v): hacia las hermanas de su
comunidad , hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los
sacerdotes y todos los hombres, especialmente los más alejados. ¡Se
convierte en una “hermana universal”!. Su caridad amable y sonriente es
la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: “Jesús,
mi alegría es amarte a Ti”
(P 45/7). En este contexto de sufrimiento, viviendo el más grande amor
en las más pequeñas cosas de la vida cotidiana, la santa lleva a su
total cumplimiento, su vocación de ser el Amor en el Corazón de la
Iglesia (cfr Ms B, 3v).
Teresa murió la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las
sencillas palabras: “¡Dios
mío, os amo!”,
mirando el crucifijo que apretaba con sus manos. Estas últimas palabras
de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del
Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la
respiración continua de su alma, como los latidos de su corazón. Las
sencillas palabras: “Jesús,
te amo” son
el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la introduce en
la Santísima Trinidad. Ella escribió: “Ah,
tú lo sabes, Divino Jesús, Te amo,/ El espíritu de Amor me inflama con
su fuego, /Y amándote a Ti, me atraigo al Padre”
(P 17/2).
Queridos amigos, también nosotros
con santa Teresa del Niño Jesús, debemos poder repetir cada día al
Señor, que queremos vivir de amor a Él y a los demás, aprender en la
escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es
uno de los “pequeños” del Evangelio que se dejan llevar por Dios en la
profundidad de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para los
que, en el Pueblo de Dios, desarrollan el ministerio de teólogos. Con la
humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente
en el corazón de las Sagradas Escrituras que contiene el Misterio de
Cristo. Y esta lectura de la Biblia, nutrida por la ciencia del amor, no
se opone a la ciencia académica. La ciencia de los santos, de hecho, de
la que ella habla en la última página de Historia de un alma, es la
ciencia más alta: “Todos
los santos la han entendido y en particular, quizás, aquellos que
llenaron el universo con la irradiación de la doctrina evangélica. ¿No
es quizás, por la oración que los Santos Pablo, Agustín,
Juan de la
Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros ilustre Amigos
de Dios obtuvieron esta ciencia divina que fascina a los genios más
grandes?” (Ms
C, 36r). Inseparable del Evangelio, la Eucaristía es para Teresa el
Sacramento del Amor Divino que desciende hasta el extremo para
levantarnos hasta Él. En su última Carta, la Santa escribe estas
sencillas palabras sobre la imagen que representa Jesús Niño en la
Hostia consagrada: “¡No puedo
temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño! (…) ¡Yo lo amo! ¡De
hecho, Él no es más que Amor y Misericordia!”(LT
266).
En el Evangelio, Teresa descubre sobre todo la Misericordia de Jesús,
hasta el punto de afirmar:
“¡Él
me ha dado su Misericordia infinita, a través de esta contemplo y adoro
las demás perfecciones divinas! (…) Y entonces todas me parecen
radiantes de amor, la Justicia misma (y quizás mucho más que cualquier
otra), me parece revestida de amor”(Ms
A, 84r). Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de
un alma: “Apenas hojeo el
Santo Evangelio, enseguida respiro el perfume de la vida de Jesús y sé
hacia donde correr... No es al primer lugar, sino al último al que me
dirijo... Sí lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los
pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el
arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuanto ama
al hijo pródigo que vuelve a Él”
(Ms C, 36v-37r). “Confianza y Amor” son por tanto el punto final del
relato de su vida, dos palabras que como faros, han iluminado todo su
camino de santidad, para poder guiar a otros sobre su mismo “pequeño
camino de confianza y amor”,
de la infancia espiritual (cf Ms C, 2v-3r; LT 226). Confianza como la
del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable por el
compromiso fuerte, radical del verdadero amor, que es el don total de sí
mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: “Amar es
dar todo, y darse a sí mismo” (Perché ti amo, o Maria, P 54/22). Así
teresa nos indica a todos nosotros que la vida cristiana consiste en
vivir plenamente
la gracia del Bautismo en el don total de sí al Amor del Padre, para
vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, Su mismo amor por los
demás.
(catequesis pronunciada
el miércoles 18 de agosto de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
¡Queridos
hermanos y hermanas!
Hoy quisiera detenerme en la figura de mi Predecesor san Pío X, cuya
memoria litúrgica se celebra el sábado próximo, subrayando algunos
de sus rasgos que pueden ser útiles también para los Pastores y los
fieles de nuestra época.
Giuseppe Sarto, así se llamaba, nacido en Riese (Treviso) en 1835 de
familia campesina, tras los estudios en el Seminario de Padua fue
ordenado sacerdote a los 23 años. Primero fue vicepárroco en Tombolo,
luego párroco en Salzano, después canónico de la catedral de Treviso
con el cargo de canciller episcopal y director espiritual del
Seminario diocesano. En estos años de rica y generosa experiencia
pastoral, el futuro Pontífice mostró ese profundo amor a Cristo y a
la Iglesia, esa humildad y sencillez y esa gran caridad hacia los
más necesitados, que fueron características de toda su vida. En 1884
fue nombrado obispo de Mantua y en 1893 Patriarca de Venecia. El 4
de agosto de 1903, fue elegido Papa, ministerio que aceptó con
vacilación, porque no se consideraba a la altura de una tarea tan
elevada.
El Pontificado de san Pío X ha dejado un signo indeleble en la
historia de la Iglesia, y se caracterizó por un notable esfuerzo de
reforma, sintetizada en el lema Instaurare omnia in Christo,
“Renovar todas las cosas en Cristo”. Sus intervenciones, de hecho,
abarcaron los diversos ámbitos eclesiales. Desde el principio se
dedicó a la reorganización de la Curia Romana; después dio luz verde
a los trabajos de la redacción del Código de Derecho Canónico,
promulgado por su sucesor Benedicto XV. Promovió, además, la
revisión de los estudios y del iter de formación de los futuros
sacerdotes, fundando también varios Seminarios regionales, equipados
con buenas bibliotecas y profesores preparados. Otro sector
importante fue el de la formación doctrinal del Pueblo de Dios.
Desde los años en que era párroco había redactado él mismo un
catecismo, y durante el episcopado en Mantua había trabajado para
que se llegase a un catecismo único, si no universal, al menos
italiano. Como auténtico pastor, había comprendido que la situación
de la época, también por el fenómeno de la emigración, hacía
necesario un catecismo al que todo fiel pudiera referirse
independientemente del lugar y de las circunstancias de la vida.
Como Pontífice preparó un texto de doctrina cristiana para la
diócesis de Roma, que se difundió después en toda Italia y en el
mundo. El Catecismo llamado “de Pío X” fue para muchos una guía
segura en el aprendizaje de las verdades de la fe por su lenguaje
sencillo, claro y preciso y por su eficacia expositiva.
Notable atención dedicó a la reforma de la Liturgia, en particular
de la música sacra, para llevar a los fieles a una vida de oración
más profunda y a una participación en los Sacramentos más plena. En
el Motu Proprio Tra le sollecitudini (1903), afirma que el verdadero
espíritu cristiano tiene su primera e indispensable fuente en la
participación activa en los sacrosantos misterios y en la oración
pública y solemne de la Iglesia (cfr ASS 36[1903], 531). Por esto
recomendó acercarse a menudo a los Sacramentos, favoreciendo la
frecuencia cotidiana a la Santa Comunión, bien preparados, y
anticipando oportunamente la Primera Comunión de los niños hacia los
siete años de edad, “cuando el niño comienza a razonar”: dice así. (cfr
S. Congr. de Sacramentis, Decretum Quam singulari : AAS 2[1910],
582).
Fiel a la tarea de confirmar a los hermanos en la fe, san Pío X,
frente a algunas tendencias que se manifestaron en el ámbito
teológico a finales del siglo XIX y a principios del XX, intervino
con decisión, condenando el Modernismo, para defender a los fieles
de las concepciones erróneas y promover una profundización
científica de la Revelación en consonancia con la Tradición de la
Iglesia. El 7 de mayo de 1909, con la Carta apostólica Vinea electa,
fundó el Pontificio Instituto Bíblico. Los últimos meses de su vida
fueron amargados por el estallido de la guerra. El llamamiento a los
católicos del mundo, lanzado el 2 de agosto de 1914 para expresar
“el acerbo dolor” de aquella hora, era el grito sufriente del padre
que ve a los hijos enfrentarse uno contra el otro. Murió poco
después, el 20 de agosto, y su fama de santidad empezó a difundirse
pronto entre en pueblo cristiano.
Queridos hermanos y hermanas, san Pío X nos enseña a todos que en la
base de nuestra acción apostólica, en los diversos campos en que
trabajamos, debe haber siempre una íntima unión personal con Cristo,
que hay que cultivar y acrecentar día tras día. Éste es el núcleo de
toda su enseñanza, de todo su compromiso pastoral. Sólo si estamos
enamorados del Señor, seremos capaces de llevar a los hombres a Dios
y abrirles a Su amor misericordioso, y abrir así el mundo a la
misericordia de Dios.
(catequesis pronunciada
el miércoles 2 de junio de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas,
Tras algunas catequesis sobre el sacerdocio y mis últimos
viajes, volvemos hoy a nuestro tema principal, es decir, a la
meditación sobre algunos grandes pensadores de la Edad Media.
Habíamos visto últimamente la gran figura de
san Buenaventura,
franciscano, y hoy quisiera hablar de aquel que la Iglesia llama
el Doctor communis: es decir santo Tomás de Aquino. Mi venerado
Predecesor, el Papa Juan Pablo II, en su encíclica
Fides et
ratio recordó que santo Tomás “ha sido
siempre propuesto por la Iglesia como maestro de pensamiento y
modelo del modo recto de hacer teología” (n. 43). No
sorprende que, después de
san Agustín, entre los escritores
eclesiásticos mencionados en el
Catecismo de la Iglesia
Católica, santo Tomás sea citado más que ningún otro, ¡hasta
sesenta y una veces! Fue llamado también Doctor Angelicus,
quizás por sus virtudes, en particular la sublimidad de su
pensamiento y la pureza de su vida.
Tomás nació entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia,
noble y rica, poseía en Roccasecca, en las cercanías de Aquino,
cerca de la célebre abadía de Montecassino, adonde fue enviado
por sus padres para recibir los primeros elementos de su
instrucción. Algún año después se trasladó a la capital del
Reino de Sicilia, Nápoles, donde Federico II había fundado una
prestigiosa Universidad. En ella se enseñaba, sin las
limitaciones vigentes en otros lugares, el pensamiento del
filósofo griego Aristóteles, al cual el joven Tomás fue
introducido, y cuyo gran valor intuyó en seguida. Pero sobre
todo, en aquellos años transcurridos en Nápoles, nació su
vocación dominica. Tomás fue de hecho atraído por el ideal de la
orden fundada no muchos años antes por santo Domingo. Con todo,
cuando se revistió el hábito dominico, su familia se opuso a
esta elección, y fue obligado a dejar el convento y a
transcurrir algún tiempo en familia.
En 1245, ya mayor de edad, pudo retomar su camino de respuesta a
la llamada de Dios. Fue enviado a París para estudiar teología
bajo la guía de otro santo, Alberto Magno, sobre el que hablé
recientemente. Alberto y Tomás estrecharon una verdadera y
profunda amistad y aprendieron a estimarse y a apreciarse, hasta
el punto que Alberto quiso que su discípulo le siguiera también
a Colonia, donde él había sido enviado por los superiores de la
orden a fundar un estudio teológico. Tomás mantuvo entonces
contacto con todas las obras de Aristóteles y de sus
comentaristas árabes, que Alberto ilustraba y explicaba.
En aquel periodo, la cultura del mundo latino estaba
profundamente estimulada por el encuentro con las obras de
Aristóteles, que habían sido ignoradas por mucho tiempo. Se
trataba de escritos sobre la naturaleza del conocimiento, sobre
ciencias naturales, sobre metafísica, sobre el alma y sobre la
ética, ricas de informaciones y de intuiciones que parecían
válidas y convincentes. Era toda una visión completa del mundo
llevada a cabo sin y antes de Cristo, con la pura razón, y
parecía imponerse a la razón como "la" visión misma; era, por
tanto, una fascinación increíble para los jóvenes ver y conocer
esta filosofía. Muchos acogieron con entusiasmo, incluso con
entusiasmo acrítico, este enorme bagaje del saber antiguo, que
parecía poder renovar ventajosamente la cultura, abrir
totalmente nuevos horizontes. Otros, sin embargo, temían que el
pensamiento pagano de Aristóteles estuviese en oposición a la fe
cristiana, y rechazaban estudiarlo. Se encontraron dos culturas:
la cultura pre-cristiana de Aristóteles, con su racionalidad
radical, y la cultura clásica cristiana. Ciertos ambientes eran
llevados al rechazo de Aristóteles también por la presentación
que de este filósofo hacían los comentaristas árabes Avicena y
Averroes. De hecho, fueron éstos los que transmitieron al mundo
latino la filosofía aristotélica. Por ejemplo, estos
comentaristas habían enseñado que los hombres no disponen de una
inteligencia personal, sino que hay un único intelecto
universal, una sustancia espiritual común a todos, que opera en
todos como "única": por tanto, una despersonalización del
hombre. Otro punto discutible transmitido por los comentaristas
árabes era aquel según el cual el mundo es eterno como Dios. Se
desencadenaron comprensiblemente disputas sin fin en el mundo
universitario y en el eclesiástico. La filosofía aristotélica se
iba difundiendo incluso entre la gente sencilla.
Tomás de Aquino, en la escuela de Alberto Magno, llevó a cabo
una operación de fundamental importancia para la historia de la
filosofía y de la teología, diría que para la historia de la
cultura: estudió a fondo a Aristóteles y a sus intérpretes,
procurándose nuevas traducciones latinas de los textos
originales en griego. Así no se apoyaba ya solo en los
comentaristas árabes, sino que podía leer personalmente los
textos originales, y comentó gran parte de las obras
aristotélicas, distinguiendo en ellas lo que era válido de lo
que era dudoso o rechazable del todo, mostrando la concordancia
con los datos de la Revelación cristiana y utilizando amplia y
agudamente el pensamiento aristotélico en la exposición de los
escritos teológicos que compuso. En definitiva, Tomás de Aquino
mostró que entre la fe cristiana y la razón subsiste una armonía
natural. Y esta es la gran obra de Tomás, que en aquel momento
de enfrentamiento entre dos culturas – ese momento en que
parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón – mostró
que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible
con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se
oponía a la verdadera racionalidad; así él creó una nueva
síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos.
Por sus excelentes dotes intelectuales, Tomás fue llamado a
París como profesor de teología en la cátedra dominica. Aquí
comenzó también su producción literaria, que prosiguió hasta su
muerte, y que tiene algo de prodigioso: comentarios a la Sagrada
Escritura, porque el profesor de teología era sobre todo
intérprete de la Escritura, comentarios a los escritos de
Aristóteles, obras sistemáticas poderosas, entre las que
sobresale la Summa Theologiae, tratados y discursos sobre
diversos argumentos. Para la composición de sus escritos, era
ayudado por algunos secretarios, entre ellos su hermano
Reginaldo de Piperno, que le siguió fielmente y al que estuvo
ligado por una amistad sincera y fraterna, caracterizada por una
gran confianza. Esta es una característica de los santos:
cultivaban la amistad, porque ésta es una de las manifestaciones
más nobles del corazón humano y tiene en sí algo de divino, como
Tomás mismo explicó en algunas quaestiones de la Summa
Theologiae, en la que escribe: “La caridad
es la amistad del hombre con Dios principalmente, y con los
seres que le pertenecen" (II, q. 23, a.1).
No permaneció durante mucho tiempo y de forma estable en París.
En 1259 participó en el Capítulo General de los Dominicos a
Valenciennes, donde fue miembro de una comisión que estableció
el programa de estudios en la orden. De 1261 a 1265, después,
Tomás estuvo en Orvieto. El Pontífice Urbano IV, que sentía por
él una gran estima, le encargó la composición de los textos
litúrgicos para la fiesta del Corpus Domini, que celebramos
mañana, instituida después del milagro eucarístico de Bolsena.
Tomás tuvo un alma exquisitamente eucarística. Los bellísimos
himnos que la liturgia de la Iglesia canta para celebrar el
misterio de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del
Señor en la Eucaristía se atribuyen a su fe y a su sabiduría
teológica. Entre 1265 y 1268 Tomás residió en Roma, donde,
probablemente, dirigía un Studium, es decir, una Casa de
Estudios de la Orden, y donde comenzó a escribir su Summa
Theologiae (cfr Jean-Pierre Torrell, Tommaso d’Aquino. L’uomo e
il teologo, Casale Monf., 1994, pp. 118-184).
En 1269 fue llamado de nuevo a París para un segundo ciclo de
enseñanzas. Los estudiantes – se comprende – estaban
entusiasmados con sus lecciones. Un ex-alumno suyo declaró que
una grandísima multitud de estudiantes seguía los cursos de
Tomás, tanto que las aulas no conseguían contenerles, y añadía,
con una anotación personal, que
"escucharle era para él una felicidad profunda". La
interpretación de Aristóteles dada por Tomás no era aceptada por
todos, pero incluso sus adversarios en el campo académico, como
Godofredo de Fontaines, por ejemplo, admitían que la doctrina de
fray Tomás era superior a otras por su utilidad y valor y servía
de corrección a las de todos los demás doctores. Quizás también
para sustraerle de las vivaces discusiones en curso, los
superiores lo enviaron una vez más a Nápoles, para ponerse a
disposición del rey Carlos I, que quería organizar los estudios
universitarios.
Además del estudio y la enseñanza, Tomás se dedicó también a la
predicación al pueblo. Y también el pueblo iba de buen grado a
escucharle. Diría que es verdaderamente una gracia grande cuando
los teólogos saben hablar con sencillez y fervor a los fieles.
El ministerio de la predicación, por otra parte, ayuda a los
mismos expertos en teología a un sano realismo pastoral, y
enriquece de estímulos vivaces su investigación.
Los últimos meses de la vida terrena de Tomás permanecen
rodeados de una atmósfera particular, diría misteriosa. En
diciembre de 1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para
comunicarle su decisión de interrumpir todo trabajo, porque
durante la celebración de la Misa había comprendido, a raíz de
una revelación sobrenatural, que cuanto había escrito hasta
entonces era solo “un montón de paja". Es un episodio
misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo la humildad
personal de Tomás, sino también el hecho de que todo aquello que
llegamos a pensar y a decir sobre la fe, por elevado y puro que
sea, es infinitamente superado por la grandeza y por la belleza
de Dios, que nos será revelada en plenitud en el Paraíso. Algún
mes después, cada vez más absorto en una meditación pensativa,
Tomás murió mientras estaba de viaje hacia Lyon, donde se
dirigía para tomar parte en el Concilio Ecuménico proclamado por
el Papa Gregorio X. Se apagó en la Abadía cisterciense de
Fossanova, tras haber recibido el Viático con sentimientos de
gran piedad.
La vida y la enseñanza de santo Tomás de Aquino se podría
resumir en un episodio recogido por los antiguos biógrafos.
Mientras el santo, como era su costumbre, estaba en oración ante
el crucifijo, por la mañana temprano en la Capilla de san
Nicolás en Nápoles, Domingo de Caserta, el sacristán de la
iglesia, sintió desarrollarse un diálogo.
Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los
misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo
respondió: “Tu has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu
recompensa?". Y la respuesta que Tomás dio es la que también
nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisieramos decir
siempre: “¡Nada más que a Ti, Señor!" (Ibid., p. 320).
(catequesis pronunciada
el miércoles 16 de junio de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas,
Hoy quisiera continuar la presentación de santo Tomás de Aquino,
un teólogo de tal valor que el estudio de su pensamiento fue
explícitamente recomendado por el Concilio Vaticano II en dos
documentos, el decreto Optatam totius, sobre la formación al
sacerdocio, y la declaración Gravissimum educationis, que trata
sobre la educación cristiana. Por lo demás, ya en 1880 el Papa
León XIII, gran estimador suyo y promotor de estudios tomistas,
quiso declarar a santo Tomás Patrón de las escuelas y de las
universidades católicas.
El motivo principal de este aprecio reside no solo en el
contenido de su enseñanza, sino también en el método adoptado
por él, sobre todo la nueva síntesis y distinción entre
filosofía y teología. Los Padres de la Iglesia se encontraban
enfrentados con diversas filosofías de tipo platónico, en las
que se presentaba una visión completa del mundo y de la vida,
incluyendo la cuestión de Dios y de la religión. En la
confrontación con estas ideologías, ellos mismos habían
elaborado una visión completa de la realidad, partiendo de la fe
y usando elementos del platonismo, para responder a las
cuestiones esenciales de los hombres. Esta visión, basada en la
revelación bíblica y elaborada con un platonismo corregido a la
luz de la fe, ellos la llamaban “nuestra filosofía”. La palabra
"filosofía" no era por tanto expresión de un sistema puramente
racional y, como tal, distinto de la fe, sino que indicaba una
visión completa de la realidad, construida a la luz de la fe,
pero hecha y pensada por la razón; una visión que, ciertamente,
iba más allá de las capacidades propias de la razón, pero que,
como tal, era también satisfactoria para ella. Para santo Tomás
el encuentro con la filosofía pre-cristiana de Aristóteles
(muerto hacia el 322 a.C.) abría una perspectiva nueva. La
filosofía aristotélica era, obviamente, una filosofía elaborada
sin conocimiento del Antiguo y del Nuevo Testamento, una
explicación del mundo sin revelación, por la sola razón. Y esta
racionalidad consiguiente era convincente. Así la vieja forma de
"nuestra filosofía" de los Padres ya no funcionaba. La relación
entre filosofía y teología, entre fe y razón, había que volver a
pensarla. Existía una "filosofía" completa y convincente en sí
misma, una racionalidad que precedía a la fe, y luego la
"teología", un pensar con la fe y en la fe. La cuestión urgente
era esta: el mundo de la racionalidad, la filosofía pensada sin
Cristo, y el mundo de la fe, ¿son compatibles? ¿O se excluyen?
No faltaban elementos que afirmaban la incompatibilidad entre
los dos mundos, pero santo Tomás estaba firmemente convencido de
su compatibilidad – es más, que la filosofía elaborada sin
conocimiento de Cristo casi esperaba la luz de Jesús para ser
completa. Esta fue la gran “sorpresa” de santo Tomás, que
determinó su camino de pensador. Mostrar esta independencia
entre filosofía y teología y, al mismo tiempo, su recíproca
racionalidad, fue la misión histórica del gran maestro. Y así se
entiende que, en el siglo XIX , cuando se declaraba fuertemente
la incompatibilidad entre razón moderna y fe, el papa León XIII
indicara a santo Tomás como guía en el diálogo entre una y otra.
En su trabajo teológico, santo Tomás supone y concreta esta
racionalidad. La fe consolida, integra e ilumina el patrimonio
de verdad que la razón humana adquiere. La confianza que santo
Tomás otorga a estos dos instrumentos del conocimiento – la fe y
la razón – puede ser reconducida a la convicción de que ambas
proceden de una única fuente de verdad, el Logos divino, que
opera tanto en el ámbito de la creación como en el de la
redención.
Junto con el acuerdo entre razón y fe, se debe reconocer, por
otra parte, que éstas se valen de procedimientos cognoscitivos
diferentes. La razón acoge una verdad en virtud de su evidencia
intrínseca, mediata o inmediata; la fe, en cambio, acepta una
verdad en base a la autoridad de la Palabra de Dios que se
revela. Escribe santo Tomás al principio de su Summa Theologiae:
"El orden de las ciencias es doble:
algunas proceden de principios conocidos mediante la luz natural
de la razón, como las matemáticas, la geometría y similares;
otras proceden de principios conocidos mediante una ciencia
superior: como la perspectiva procede de principios conocidos
mediante la geometría, y la música desde principios conocidos
mediante las matemáticas. Y de esta forma la sagrada doctrina
(es decir, la teología) es ciencia que procede de los principios
conocidos a través de la lumbre de una ciencia superior, es
decir, la ciencia de Dios y de los santos”(I, q. 1, a.
2).
Esta distinción asegura la autonomía tanto de las ciencias
humanas, como de las ciencias teológicas. Ésta sin embargo no
equivale a separación, sino que implica más bien una
colaboración recíproca y ventajosa. La fe, de hecho, protege a
la razón de toda tentación de desconfianza en sus propias
capacidades, la estimula a abrirse a horizontes cada vez más
amplios, tiene viva en ella la búsqueda de los fundamentos y,
cuando la propia razón se aplica a la esfera sobrenatural de la
relación entre Dios y el hombre, enriquece su trabajo. Según
santo Tomás, por ejemplo, la razón humana puede por supuesto
llegar a la afirmación de la existencia de un solo Dios, pero
solo la fe, que acoge la Revelación divina, es capaz de llegar
al misterio del Amor de Dios Uno y Trino.
Por otra parte, no es solo la fe la que ayuda a la razón.
También la razón, con sus medios, puede hacer algo importante
por la fe, haciéndole un triple servicio que santo Tomás resume
en el prólogo de su comentario al De Trinitate de Boecio:
"Demostrar los fundamentos de la fe:
explicar mediante similitudes las verdades de la fe; rechazar
las objeciones que se levantan contra la fe” (q. 2, a.
2). Toda la historia de la teología es, en el fondo, el
ejercicio de este empeño de la inteligencia, que muestra la
inteligibilidad de la fe, su articulación y armonía internas, su
racionabilidad y su capacidad de promover el bien del hombre. La
corrección de los razonamientos teológicos y su significado
cognoscitivo real se basan en el valor del lenguaje teológico,
que es, según santo Tomás, principalmente un lenguaje analógico.
La distancia entre Dios, el Creador, el ser de sus criaturas es
infinita; la disimilitud es siempre más grande que la similitud
(cfr DS 806). A pesar de ello, en toda la diferencia entre
Creador y criatura, existe una analogía entre el ser de lo
creado y el ser del Creador, que nos permite hablar con palabras
humanas sobre Dios.
Santo Tomás fundó la doctrina de la analogía, además de sus
argumentaciones exquisitamente filosóficas, también en el hecho
de que con la Revelación Dios mismo nos ha hablado y nos ha
autorizado, por tanto, a hablar de Él. Considero importante
recordar esta doctrina. Esta, de hecho, nos ayuda a superar
algunas objeciones del ateísmo contemporáneo, que niega que el
lenguaje religioso esté provisto de un significado objetivo, y
sostiene en cambio que tenga sólo un valor subjetivo o
simplemente emotivo. Esta objeción resulta del hecho de que el
pensamiento positivista está convencido de que el hombre no
conoce el ser, sino sólo las funciones experimentales de la
realidad. Con santo Tomás y con la gran tradición filosófica
nosotros estamos convencidos de que, en realidad, el hombre no
conoce solo las funciones, objeto de las ciencias naturales,
sino que conoce algo del ser mismo – por ejemplo, conoce a la
persona, al Tu del otro, y no sólo el aspecto físico y biológico
de su ser.
A la luz de esta enseñanza de santo Tomás, la teología afirma
que, aun siendo limitado, el lenguaje religioso está dotado de
sentido – porque tocamos el ser –, como una flecha que se dirige
hacia la realidad que significa. Este acuerdo fundamental entre
razón humana y fe cristiana es visto en otro principio
fundamental del pensamiento del Aquinate: la Gracia divina no
anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta
última, de hecho, incluso después del pecado, no está
completamente corrompida, sino herida y debilitada. La Gracia,
dada por Dios y comunicada a través del Misterio del Verbo
encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la
naturaleza es curada, potenciada y ayudada a perseguir el deseo
innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la
felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas,
transformadas y elevadas por la Gracia divina.
Una importante aplicación de esta relación entre la naturaleza y
la Gracia se descubre en la teología moral de santo Tomás de
Aquino, que resulta de gran actualidad. En el centro de su
enseñanza en este campo, él pone la ley nueva, que es la ley del
Espíritu Santo. Con una mirada profundamente evangélica, insiste
en el hecho de que esta ley es la Gracia del Espíritu Santo dada
a aquellos que creen en Cristo. A esta Gracia se une la
enseñanza escrita y oral de las verdades doctrinales y morales,
transmitidas por la Iglesia. Santo Tomás, subrayando el papel
fundamental, en la vida moral, de la acción del Espíritu Santo,
de la Gracia, de la que brotan las virtudes teologales y
morales, hace comprender que todo cristiano puede alcanzar las
altas perspectivas del “Sermón de la Montaña” si vive una
relación auténtica de fe en Cristo, si se abre a la acción de su
Santo Espíritu. Pero – añade el Aquinate –
"aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, con todo la
naturaleza es más esencial para el hombre” (Summa
Theologiae, Ia, q. 29, a. 3), por lo que, en la perspectiva
moral cristiana, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de
discernir la ley moral natural. La razón puede reconocerla
considerando lo que es bueno hacer y lo que es bueno evitar para
conseguir esa felicidad que está en el corazón de cada uno, y
que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por
tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las
virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en
la naturaleza humana. La Gracia divina acompaña, sostiene y
empuja el compromiso ético, pero, de por sí, según santo Tomás,
todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a
reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en
la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las
leyes positivas, es decir, las que emanan las autoridades
civiles y políticas para regular la convivencia humana.
Cuando la ley natural y la responsabilidad que esta implica se
niegan, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en
el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano
político. La defensa de los derechos universales del hombre y la
afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona
postulan un fundamento. ¿No es precisamente la ley natural este
fundamento, con los valores no negociables que ésta indica? El
Venerable Juan Pablo II escribía en su Encíclica Evangelium
vitae palabras que siguen siendo de gran actualidad:
"Para el futuro de la sociedad y el
desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo
la existencia de valores humanos y morales esenciales y
originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y
expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por
tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado
nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo
reconocer, respetar y promover. " (n. 71).
En conclusión, Tomás nos propone un concepto de la razón humana
amplio y confiado: amplio porque no está limitado a los espacios
de la llamada razón empírico-científica, sino abierto a todo el
ser y por tanto también a las cuestiones fundamentales e
irrenunciables del vivir humano; y confiado porque la razón
humana, sobre todo si acoge las inspiraciones de la fe
cristiana, promueve una civilización que reconoce la dignidad de
la persona, la intangibilidad de sus derechos y a fuerza de sus
deberes. No sorprende que la doctrina sobre la dignidad de la
persona, fundamental para el reconocimiento de la inviolabilidad
de los derechos del hombre, haya madurado en ambientes de
pensamiento que recogieron la herencia de santo Tomás de Aquino,
el cual tenía un concepto altísimo de la criatura humana. La
definió, con su lenguaje rigurosamente filosófico, como
"lo más perfecto que hay en toda la
naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza
racional” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3).
La profundidad del pensamiento de santo Tomás de Aquino brota –
no lo olvidemos nunca – de su fe viva y de su piedad fervorosa,
que expresaba en oraciones inspiradas, como esta en la que pide
a Dios: “Concédeme, te ruego, una voluntad
que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vida que te
agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una
confianza que al final llegue a poseerte".
(catequesis pronunciada
el miércoles 23 de junio de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas,
Quisiera hoy completar, con una tercera parte, mis catequesis
sobre santo Tomás de Aquino. Aún a más de setecientos años de
distancia de su muerte, podemos aprender mucho de él. Lo
recordaba también mi predecesor, el papa Pablo VI, quien, en un
discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974,
con ocasión del séptimo centenario de la muerte de santo Tomás,
se preguntaba: “Maestro Tomás, ¿qué
lección nos puedes dar?”. Y respondía así: “la
confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, como
él lo defendió, expuso, abrió a la capacidad cognoscitiva de la
mente humana" (Enseñanzas de Pablo VI, XII[1974], pp.
833-834). Y, en el mismo día, en Aquino, refiriéndose siempre a
santo Tomás, afirmaba: “todos, cuantos
somos hijos fieles de la Iglesia, podemos y debemos, al menos en
alguna medida, ser sus discípulos" (Ibid., p. 836).
Pongámonos también nosotros en la escuela de santo Tomás y de su
obra maestra, la Summa Theologiae. Ésta quedó incompleta, y con
todo es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669
artículos. Se trata de un razonamiento compacto, en el que la
aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe
procede con claridad y profundidad, entretejiendo preguntas y
respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza que
viene de la Sagrada Escritura y de los Padre de la Iglesia,
sobre todo de san Agustín. En esta reflexión, en el encuentro
con verdaderas preguntas de su tiempo, que son a menudo también
preguntas nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y
el pensamiento de los filósofos antiguos, en particular
Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y
pertinentes de las verdades de fe, donde la verdad es don de la
fe, resplandece y se nos hace accesible a nosotros, a nuestra
reflexión. Este esfuerzo, sin embargo, de la mente humana –
recuerda el Aquinate con su propia vida – está siempre iluminado
por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive
con Dios y con los misterios puede también comprender lo que
dicen.
En la Summa de Teología, santo Tomás parte del hecho de que hay
tres formas diversas del ser y de la esencia de Dios: Dios
existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas,
por lo que todas las criaturas proceden y dependen de Él;
después Dios está presente a través de su Gracia en la vida y en
la actividad del cristiano, de los santos; finalmente, Dios está
presente de modo totalmente especial en la Persona de Cristo,
unido aquí realmente con el hombre Jesús, y operante en los
sacramentos, que brotan de su obra redentora. Por eso, la
estructura de esta monumental obra (cfr. Jean-Pierre Torrell, La
«Summa» di San Tommaso, Milano 2003, pp. 29-75), una búsqueda
con “mirada teológica” de la plenitud de Dios (cfr. Summa
Theologiae, Ia, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, e
ilustrada por el mismo Doctor Communis – santo Tomás – con estas
palabras: “El fin principal de la sagrada
doctrina es el de hacer conocer a Dios, y no sólo en sí mismo,
sino también en cuanto que es principio y fin de las cosas, y
especialmente de la criatura racional. En el intento de exponer
esta doctrina, trataremos en primer lugar de Dios; en segundo
lugar, del movimiento de la criatura hacia Dios; y en tercer
lugar, de Cristo, el cual, en cuanto hombre, es para nosotros
camino para ir a Dios" (Ibid., I, q. 2). Es un círculo:
Dios en sí mismo, que sale de sí mismo y nos toma de la mano, de
modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y
Dios será todo en todos.
La primera parte de la Summa Theologiae indaga por tanto sobre
Dios en sí mismo, sobre el misterio de la Trinidad y sobre la
actividad creadora de Dios. En esta parte encontramos también
una profunda reflexión sobre la realidad auténtica del ser
humano en cuanto que salido de las manos creadoras de Dios,
fruto de su amor. Por una parte somos un ser creado,
dependiente, no venimos de nosotros mismos; por la otra, tenemos
una verdadera autonomía, de modo que somos no solo algo aparente
– como dicen algunos filósofos platónicos – sino una realidad
querida por Dios como tal, y con valor en sí misma.
En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, empujado
por la Gracia, en su aspiración a conocer y a amar a Dios para
ser feliz en el tiempo y en la eternidad. En primer lugar, el
Autor presenta los principios teológicos del actuar moral,
estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar
actos buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones,
a las que se añade la fuerza que da la Gracia de Dios a través
de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, como también la
ayuda que es ofrecida también por la ley moral. Por tanto el ser
humano es un ser dinámico que se busca a sí mismo, intenta ser
él mismo y busca, en este sentido, realizar actos que le
construyen, le hacen verdaderamente hombre; y aquí entra la ley
moral, entra la Gracia y la propia razón, la voluntad y las
pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás delinea la
fisionomía del hombre que vive según el Espíritu y que se
convierte, así, en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene
a estudiar las tres virtudes teologales – fe, esperanza y
caridad – seguidas del agudo examen de más de cincuenta virtudes
morales, organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales –
la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. Termina
después con la reflexión sobre las diversas vocaciones en la
Iglesia.
En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio
de Cristo – el camino y la verdad – por medio del cual podemos
volver a unirnos a Dios Padre. En esta sección escribe páginas
hasta ahora no superadas sobre el Misterio de la Encarnación y
de la Pasión de Jesús, añadiendo después un amplio tratado sobre
los siete Sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado
extiende los beneficios de la Encarnación para nuestra
salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida
eterna, permanece materialmente casi presente con las realidades
de la creación, nos toca así en lo más íntimo.
Hablando de los Sacramentos, santo Tomás se detiene de modo
particular en el Misterio de la Eucaristía, por el que tuvo una
grandísima devoción, hasta el punto de que, según sus antiguos
biógrafos, acostumbraba a acercar su cabeza al Tabernáculo, como
para oír palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una
obra suya de comentario a la Escritura, santo Tomás nos ayuda a
entender la excelencia del Sacramento de la Eucaristía, cuando
escribe: "Siendo la Eucaristía el
sacramento de la Pasión de nuestro Señor, contiene en sí a
Jesucristo que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es
efecto de la Pasión de nuestro Señor, es también efecto de este
sacramento, no siendo este otra cosa que la aplicación en
nosotros de la Pasión del Señor" (In Ioannem, c.6, lect.
6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo Tomás y otros santos
celebraban la Santa Misa derramando lágrimas de compasión por el
Señor, que se ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de
alegría y gratitud.
Queridos hermanos y hermanas, en la escuela de los santos,
¡enamorémonos de este Sacramento! ¡Participemos en la Santa Misa
con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales,
alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser
incesantemente alimentados por la Gracia divina!
¡Entretengámonos de buen grado y con frecuencia, de tu a tu, en
compañía del Santísimo Sacramento!
Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras
teológicas mayores, como en la Summa Theologiae, también la
Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación,
dirigida a los estudiantes y a los fieles. En 1273, un año antes
de su muerte, durante toda la Cuaresma, predicó en la iglesia de
Santo Domingo el Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones
fue recogido y conservado: son los Opúsculos en los que explica
el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre
Nuestro, ilustra el Decálogo y comenta el Ave María. El
contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde
casi del todo a la estructura del
Catecismo de la Iglesia
Católica. De hecho, en la catequesis y en la predicación, en un
tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la
evangelización, no deberían faltar nunca estos argumentos
fundamentales: lo que nosotros creemos, y ahí está el Símbolo de
la fe; lo que nosotros rezamos, y ahí está el Padre Nuestro y el
Ave María; y lo que nosotros vivimos como nos enseña la
Revelación bíblica, y ahí está la ley del amor de Dios y del
prójimo y los Diez Mandamientos, como explicación de este
mandato del amor.
Quisiera proponer algún ejemplo del contenido, sencillo,
esencial y convincente, de la enseñanza de santo Tomás. En su
Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de
la fe. Por medio de ella, dice, el alma se une a Dios, y se
produce como un germen de vida eterna; la vida recibe una
orientación segura, y nosotros superamos ágilmente las
tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque
hace caer en algo que no cae bajo la experiencia de los
sentidos, santo Tomás ofrece una respuesta muy articulada, y
recuerda que esta es una duda inconsistente, porque la
inteligencia humana es limitada y no puede conocer todo. Sólo en
el caso en que pudiésemos conocer perfectamente todas las cosas
visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad
aceptar las verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible
vivir, observa santo Tomás, sin confiar en la experiencia de los
demás, allí donde no llega el conocimiento personal. Es
razonable por tanto tener a Dios que se revela y en el
testimonio de los Apóstoles: estos eran pocos, sencillos y
pobres, afligidos con motivo de la Crucifixión de su Maestro; y
sin embargo muchas personas sabias, nobles y ricas se
convirtieron a la escucha de su predicación. Se trata, en
efecto, de un fenómeno históricamente prodigioso, al que
difícilmente se puede dar otra respuesta razonable, si no la del
encuentro de los Apóstoles con el Señor Resucitado.
Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del
Verbo divino, santo Tomás hace algunas consideraciones. Afirma
que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación,
llega a reforzarse; la esperanza se eleva más confiada, al
pensamiento de que el Hijo de Dios vino entre nosotros, como uno
de nosotros, para comunicar a los hombres su propia divinidad;
la caridad se reaviva, porque no hay signo más evidente del amor
de Dios por nosotros, como ver al Creador del universo hacerse
él mismo criatura, uno de nosotros. Finalmente, considerando el
misterio de la Encarnación de Dios, sentimos inflamarse nuestro
deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Poniendo un sencillo
pero eficaz ejemplo, santo Tomás observa:
“Si el hermano de un rey estuviese lejos, ciertamente ansiaría
poder vivir cerca de él. Y bien, Cristo es nuestro hermano:
debemos por tanto desear su compañía, ser un solo corazón con
él" (Opúsculos teológico-espirituales, Roma 1976, p. 64).
Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra
que esta es en sí perfecta, teniendo las cinco características
que una oración bien hecha debería tener: abandono confiado y
tranquilo; conveniencia de su contenido, porque – observa santo
Tomás – “es muy difícil saber exactamente lo que es oportuno
pedir o no, desde el momento en que tenemos dificultad frente a
la selección de los deseos" (Ibid., p. 120); y después orden
apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de
la humildad.
Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la
Virgen. La definió con un apelativo estupendo: Triclinium totius
Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad
encuentra su reposo, porque, con motivo de la Encarnación, en
ninguna criatura, como en Ella, las tres divinas Personas
inhabitan y encuentran delicia y alegría en vivir en su alma
llena de Gracia. Por su intercesión podemos obtener toda ayuda.
Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás
y que, en todo caso, refleja los elementos de su profunda
devoción mariana, también nosotros decimos: "Oh
beatísima y dulcísima Virgen María, Madre de Dios..., yo confío
a tu corazón misericordioso toda mi vida... Obtenme, o Dulcísima
Señora mía, caridad verdadera, con la que pueda amar con todo el
corazón a tu santísimo Hijo y a tí, después de él, sobre todas
las cosas, y al prójimo en Dios y por Dios”.
(catequesis pronunciada
el miércoles 24 de marzo de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y
hermanas,
Uno de los más grandes maestros de la teología medieval es san Alberto
Magno. El título de “grande” (magnus), con el que ha pasado a la historia,
indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que él asoció a la
santidad de la vida. Pero ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle
títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió
"asombro y milagro de nuestra época".
Nació en Alemania a principio del siglo XIII, y aún muy joven se dirigió a
Italia, a Padua, sede de una de las más famosas universidades de la Edad
Media. Se dedicó al estudio de las llamadas “artes liberales”: gramática,
retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir,
de la cultura general, manifestando ese típico interés por las ciencias
naturales, que se convertiría bien pronto en el campo predilecto de su
especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los
Dominicos, a los cuales se unió después con la profesión de los votos
religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró
gradualmente esta decisión. La relación intensa con Dios, el ejemplo de
santidad de los Frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato
Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en la guía de la Orden de los
Predicadores, fueron los factores decisivos que le ayudaron a superar toda
duda, venciendo también resistencias familiares. A menudo, en los años de la
juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para
Alberto, también para todos nosotros la oración personal nutrida por la
Palabra del Señor, la frecuencia de los sacramentos y la guía espiritual de
hombres iluminados son los medios para descubrir y seguir la voz de Dios.
Recibió el hábito religioso del beato Jordán de Sajonia.
Tras la ordenación sacerdotal, los Superiores lo destinaron a la enseñanza
en varios centros de estudios teológicos anexos a los conventos de los
Padres dominicos. Las brillantes cualidades intelectuales le permitieron
perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la
época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió esa extraordinaria
actividad de escritor, que habría proseguido durante toda la vida.
Le fueron asignadas tareas prestigiosas. En 1248 fue encargado de abrir un
estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de
Alemania, donde vivió en muchas ocasiones y que se convirtió en su ciudad de
adopción. De París llevó consigo a Colonia un alumno excepcional, Tomás de
Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para
nutrir profunda admiración hacia san Alberto. Entre estos dos teólogos se
estableció una relación de estima y amistad recíproca, actitudes humanas que
ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido
Provincial de la Provincia Teutoniae – teutónica – de los Padres dominicos,
que comprendía comunidades difundidas en un vasto territorio del Centro y
del Norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció este
ministerio, visitando las comunidades y recordando constantemente a los
hermanos la fidelidad a las enseñanzas y al ejemplo de santo Domingo.
Sus dotes no se le escaparon al papa de aquella época, Alejandro IV, que
quiso a Alberto durante un cierto tiempo junto a sí en Anagni – donde los
papas residían con frecuencia – en la misma Roma y en Viterbo, para valerse
de sus asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de
Ratisbona, una diócesis grande y famosa que se encontraba, sin embargo, en
un momento difícil. Entre 1260 y 1262 Alberto llevó a cabo ese ministerio
con dedicación incansable, consiguiendo llevar paz y concordia a la ciudad,
reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades
caritativas.
En los años 1263-1264, Alberto predicaba en Alemania y en Bohemia, encargado
por el papa Urbano IV, para volver después a Colonia y retomar su misión de
profesor, de investigador y de escritor. Siendo hombre de oración, de
ciencia y de caridad, gozaba de gran autoridad en sus intervenciones, en
varias circunstancias de la Iglesia y de la sociedad de la época: fue sobre
todo hombre de reconciliación y de paz en Colonia, donde el arzobispo había
entrado en dura confrontación con las instituciones ciudadanas; se prodigó
durante el desarrollo del Concilio de Lyon, en 1274, convocado por el papa
Gregorio X para favorecer la unión entre la Iglesia latina y la griega, tras
la separación del gran cisma de Oriente de 1054; aclaró el pensamiento de
Tomás de Aquino, que había sido objeto de objeciones e incluso de condenas
del todo injustificadas.
Murió en la celda de su convento de la Santa Cruz en Colonia en 1280, y bien
pronto fue venerado por sus hermanos. La Iglesia lo propuso al culto de los
fieles con la beatificación, en 1622, y con la canonización, en 1931, cuando
el papa Pío XI lo proclamó Doctor de la Iglesia. Se trataba de un
reconocimiento sin duda apropiado para este gran hombre de Dios e insigne
investigador, no sólo de las verdades de la fe, sino de muchísimos otros
sectores del saber; de hecho, echando una mirada a los títulos de sus
numerosísimas obras, se da uno cuenta de que su cultura tiene algo de
prodigioso, y que sus intereses enciclopédicos le llevaron a ocuparse no
sólo de filosofía y de teología, como otros contemporáneos, sino también de
toda otra disciplina entonces conocida, de la física a la química, de la
astronomía a la mineralogía, de la botánica a la zoología. Por este motivo
el papa Pío XII lo nombró patrono de quienes cultivan las ciencias
naturales, y se le llama también Doctor universalis, precisamente por la
vastedad de sus intereses y de su saber.
Ciertamente, los métodos científicos utilizados por san Alberto Magno no son
los que se afirmarían en los siglos sucesivos. Su método consistía
simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación de
los fenómenos estudiados, pero así abrió la puerta a trabajos futuros.
Él tiene mucho que enseñarnos aún. Sobre todo, san Alberto muestra que entre
fe y ciencia no hay oposición, a pesar de algunos episodios de incomprensión
que se han registrado en la historia. Un hombre de fe y de oración, como fue
san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de las ciencias
naturales y progresar en el conocimiento del micro y del macrocosmos,
descubriendo las leyes propias de la materia, ya que todo esto concurre a
alimentar la sed y el amor de Dios. La Biblia nos habla de la creación como
del primer lenguaje a través del cual Dios – que es suma inteligencia, que
es Logos – nos revela algo de sí mismo. El libro de la Sabiduría, por
ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y de
belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por
analogía, podemos conocer al Autor de la creación (cfr Sb. 13,5). Con una
similitud clásica en la Edad Media y en el Renacimiento se puede comparar el
mundo natural a un libro escrito por Dios, que nosotros leemos en base a las
diversas aproximaciones de las ciencias (cfr Discurso a los participantes en
la Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, 31 de octubre de
2008). ¡Cuántos científicos, de hecho, tras las huellas de san Alberto
Magno, han llevado adelante sus investigaciones inspirados por el asombro y
la gratitud frente al mundo que, a sus ojos de investigadores y de
creyentes, aparecía y aparece como obra buena de un Creador sabio y amoroso!
El estudio científico se transforma entonces en un himno de alabanza. Lo
había comprendido bien un gran astrofísico de nuestros tiempos, del que se
ha iniciado la causa de beatificación, Enrico Medi, el cual escribió:
“Oh, vosotras, misteriosas galaxias ..., yo os veo, os
calculo, os entiendo, os estudio y os descubro, os penetro y os recojo. De
vosotras tomo la luz y hago ciencia de ella, tomo el movimiento y lo hago
sabiduría, tomo las chispas de colores y las hago poesía; os tomo,
estrellas, en mis manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo sobre
vosotras mismas, y en oración os pongo ante el Creador, a quien sólo por mi
medio vosotras estrellas podéis adorar" (Le opere. Inno alla
creazione).
San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe hay amistad, y que los
hombres de ciencia pueden recorrer, a través de su vocación al estudio de la
naturaleza, un auténtico y fascinante recorrido de santidad.
Su extraordinaria apertura de mente se revela también en una operación
cultural que él emprendió con éxito, es decir, en la acogida y en la
valoración del pensamiento de Aristóteles. En los tiempos de san Alberto, de
hecho, se estaba difundiendo el conocimiento de numerosas obras de este gran
filósofo griego vivido en el siglo IV antes de Cristo, sobre todo en el
ámbito de la ética y de la metafísica. Estas demostraban la fuerza de la
razón, explicaban con lucidez y claridad el sentido y la estructura de la
realidad, su inteligibilidad, el valor y el fin de las acciones humanas. San
Alberto Magno abrió la puerta a la recepción completa de la filosofía de
Aristóteles en la filosofía y teología medieval, una recepción elaborada
después de modo definitivo por santo Tomás. Esta recepción de una filosofía,
digamos, pagana pre-cristiana fue una auténtica revolución cultural para
aquel tiempo. Y sin embargo, muchos pensadores cristianos temían a la
filosofía de Aristóteles, la filosofía no cristiana, sobre todo porque ésta,
presentada por sus comentaristas árabes, había sido interpretada de modo que
aparecía, al menos en algunos puntos, como irreconciliable con la fe
cristiana. Se planteaba entonces un dilema: fe y razón, ¿se contradicen
entre ellas o no?
Aquí está uno de los grandes méritos de san Alberto: con rigor científico
estudió las obras de Aristóteles, convencido de que todo lo que es realmente
racional es compatible con la fe revelada en las Sagradas Escrituras. En
otras palabras, san Alberto Magno contribuyó así a la formación de una
filosofía autónoma, distinta de la teología y unida con ella sólo por la
unidad de la verdad. Así nació en el siglo XIII una clara distinción entre
estos dos saberes, filosofía y teología, que, dialogando entre sí, cooperan
armoniosamente al descubrimiento de la autentica vocación del hombre,
sediento de verdad y de felicidad: es sobre todo la teología, definida por
san Alberto como “ciencia afectiva”, la que indica al hombre su llamada a la
alegría eterna, una alegría que brota de la plena adhesión a la verdad.
San Alberto Magno fu capaz de comunicar estos conceptos de modo sencillo y
comprensible. Auténtico hijo de santo Domingo, predicaba de buen grado al
pueblo de Dios, que quedaba prendado de su palabra y del ejemplo de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, oremos al Señor para que no falten nunca en la
santa Iglesia teólogos doctos, píos y sabios como san Alberto Magno y que
nos ayude a cada uno de nosotros a hacer propia la "fórmula de la santidad"
que él siguió en su vida: “Querer todo lo que yo
quiero para gloria de Dios, como Dios quiere para su gloria todo lo que él
quiere”, es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para
querer y hacer sólo y siempre para su gloria.
(catequesis pronunciada
el miércoles 3 de febrero de 2010 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas,
La semana pasada presenté la luminosa figura de Francisco de
Asís, hoy quisiera hablaros de otro santo que, en la misma
época, dio una contribución fundamental a la renovación de la
Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el fundador de
la Orden de los Predicadores, conocidos también como Frailes
Dominicos.
Su sucesor en la guía de la Orden, el beato Jordán de Sajonia,
ofrece un retrato completo de santo Domingo en el texto de una
famosa oración: “Inflamado del celo de
Dios y de ardor sobrenatural, por su caridad sin fin y el fervor
del espíritu vehemente te consagraste todo entero, con el voto
de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la
predicación evangélica". Es precisamente este rasgo
fundamental del testimonio de Domingo que hay que subrayar:
hablaba siempre con Dios y de Dios. En la vida de los santos, el
amor por el Señor y por el prójimo, la búsqueda de la gloria de
Dios y de la salvación de las almas caminan siempre juntas.
Domingo nació en España, en Caleruega, en torno al 1170.
Pertenecía a una noble familia de la Vieja Castilla y, apoyado
por un tío sacerdote, se formó en una celebre escuela de
Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el estudio
de la Sagrada Escritura y por el amor hacia los pobres, hasta el
punto de vender los libros, que en su tiempo constituían un bien
de gran valor, para socorrer, con lo ganado, a las víctimas de
una carestía.
Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del capítulo de la
catedral de su diócesis de origen, Osma. Aunque este
nombramiento podía representar para él algún motivo de prestigio
en la Iglesia y en la sociedad, él no la interpretó como un
privilegio personal, ni como el principio de una brillante
carrera eclesiástica, sino como un servicio que hacer con
dedicación y humildad. ¿No es quizás una tentación la de la
carrera, del poder, una tentación de la que ni siquiera están
inmunes aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno
en la Iglesia? Lo recordaba hace algunos meses, durante la
consagración de algunos obispos: “No
buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Sabemos
cómo las cosas en la sociedad civil, y no pocas veces en la
Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a los que
se les ha conferido una responsabilidad trabajan para sí mismos
y no para la comunidad" (Homilía. Capilla Papal para la
Ordenación episcopal de cinco Ecc Prelados, 12 de septiembre de
2009).
El obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor celoso y
verdadero, notó bien pronto las cualidades espirituales de
Domingo, y quiso valerse de su colaboración. Juntos se
dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones
diplomáticas confiadas por el rey de Castilla. Viajando, Domingo
se dio cuenta de dos enormes desafíos para la Iglesia de su
tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los
confines septentrionales del continente europeo, y la laceración
religiosa que debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia,
donde la acción de algunos grupos herejes creaba desorden y
alejamiento de la verdad de la fe. La acción misionera hacia
quien no conoce la luz del Evangelio, y la obra de
reevangelización de las comunidades cristianas, se convirtieron
así en las metas apostólicas que Domingo se propuso perseguir.
Fue el Papa, ante quien el obispo Diego y Domingo se dirigieron
para pedir consejo, quien pidió a este último que se dedicara a
la predicación a los Albigenses, un grupo hereje que sostenía
una concepción dualista de la realidad, es decir, con dos
principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal.
Este grupo, en consecuencia, despreciaba la materia como
procedente del principio del mal, rechazando incluso el
matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los
sacramentos en los que el Señor nos “toca” a través de la
materia, y la resurrección de los cuerpos. Los Albigenses
estimaban la vida pobre y austera – en este sentido eran incluso
ejemplares – y criticaban la riqueza del clero de aquel tiempo.
Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo
precisamente con el ejemplo de su existencia pobre y austera,
con la predicación del Evangelio y con los debates públicos. A
esta misión de predicar la Buena Noticia dedicó el resto de su
vida. Sus hijos habrían realizado también los demás sueños de
Santo Domingo: la misión ad gentes, es decir, a aquellos que aún
no conocían a Jesús, y la misión a aquellos que vivían en las
ciudades, sobre todo las universitarias, donde las nuevas
tendencias intelectuales eran un desafío para la fe de los
cultos.
Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia
debe arder siempre un fuego misionero, que empuja incesantemente
a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario,
a una nueva evangelización: ¡es Cristo, de hecho, el bien más
precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo
lugar tienen el derecho de conocer y amar! Y es consolador ver
como también en la Iglesia de hoy son tantos – pastores y fieles
laicos, miembros de antiguas órdenes religiosas y de nuevos
movimientos eclesiales – que con alegría gastan su vida por este
ideal supremo: anunciar y dar testimonio del Evangelio.
A Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos
por la misma aspiración. De esta forma, progresivamente, desde
la primera fundación en Tolosa, tuvo su origen la Orden de los
Predicadores. Domingo, de hecho, en plena obediencia a las
directivas de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio
III, adoptó la antigua Regla de
san Agustín, adaptándola a las
exigencias de la vida apostólica, que le llevaban a él y a sus
compañeros a predicar trasladándose de un lugar a otro, pero
volviendo después a sus propios conventos, lugares de estudio,
oración y vida comunitaria. De modo particular. Domingo quiso
dar relevancia a dos valores considerados indispensables para el
éxito de la misión evangelizadora: la vida comunitaria en la
pobreza y el estudio.
Ante todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban
como mendicantes, es decir, sin vastas propiedades de terrenos
que administrar. Este elemento les hacía más disponibles al
estudio y a la predicación itinerante y constituía un testimonio
concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y
de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de
capítulos, que elegían a sus propios Superiores, confirmados
después por los Superiores mayores; una organización, por tanto,
que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos
los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones
personales. La elección de este sistema nacía precisamente del
hecho de que los Dominicos, como predicadores de la verdad de
Dios, debían ser coherentes con lo que anunciaban. La verdad
estudiada y compartida en la caridad con los hermanos es el
fundamento más profundo de la alegría. El beato Jordán de
Sajonia dice de santo Domingo: “Acogía a
cada hombre en el gran seno de la caridad, y, como amaba a
todos, todos le amaban. Se había hecho una ley personal de
alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos que
lloraban" (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum
autore IordanoIordano de Saxonia, ed. H.C. Scheeben, [Monumenta
Historica Sancti Patris Nostri Dominici, Romae, 1935]).
En segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus
seguidores adquiriesen una sólida formación teológica, y no dudó
en enviarles a las universidades de la época, aunque no pocos
eclesiásticos miraban con desconfianza a estas instituciones
culturales. Las Constituciones de la Orden de los Predicadores
dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado.
Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reserva, con
diligencia y piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber
teológico, es decir, en la Sagrada Escritura, y respetuoso con
las preguntas planteadas por la razón. El desarrollo de la
cultura impone a aquellos que realizan el ministerio de la
Palabra, a los distintos niveles, de estar bien preparados.
Exhorto por tanto a todos, pastores y laicos, a cultivar esta
"dimensión cultural" de la fe, para que la belleza de la vida
cristiana pueda ser mejor comprendida y la fe pueda ser
verdaderamente nutrida, reforzada y también defendida. En este
Año Sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a
estimar el valor espiritual del estudio. La calidad del
ministerio sacerdotal depende también de la generosidad con que
se aplica al estudio de las verdades reveladas.
Domingo, que quiso fundar una Orden religiosa de
predicadores-teólogos, nos recuerda que la teología tiene una
dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y la
vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles
pueden encontrar una profunda “alegría interior” al contemplar
la belleza de la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual
y siempre viva. El lema de los Frailes Predicadores –
contemplata aliis tradere – nos ayuda a descubrir, además, un
anhelo pastoral en el estudio contemplativo de estas verdades,
por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia
contemplación.
Cuando Domingo murió en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo
declaró su patrón, su obra había tenido ya gran éxito. La Orden
de los Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había
difundido en muchos países de Europa en beneficio de la Iglesia
entera. Domingo fue canonizado en 1234, y es él mismo el que,
con su santidad, nos indica dos medios indispensables para que
la acción apostólica sea penetrante. Ante todo, la devoción
mariana, que él cultivó con ternura y que dejó como herencia
preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de
la Iglesia tuvieron el gran mérito de difundir la oración del
santo Rosario, tan querida al pueblo cristiano y tan rica de
valores evangélicos, una verdadera escuela de fe y de piedad. En
segundo lugar, Domingo, que se encargó de algunos monasterios
femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor
de la oración de intercesión por el éxito del trabajo
apostólico. ¡Sólo en el Paraíso comprenderemos cuánto la oración
de las monjas de clausura ha acompañado eficazmente la acción
apostólica! A cada una de ellas dirijo mi pensamiento agradecido
y afectuoso.
Queridos hermanos y hermanas, que la vida de Domingo de Guzmán
nos empuje a todos a ser fervientes en la oración, valientes en
vivir la fe, profundamente enamorados de Jesucristo. Por su
intercesión, pidamos a Dios que enriquezca siempre a la Iglesia
con auténticos predicadores del Evangelio.
(catequesis pronunciada
el miércoles 17 de mayo de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas: En la nueva serie de catequesis hemos
tratado de comprender ante todo qué es la Iglesia, cuál
es la idea del Señor sobre esta nueva familia. Después,
hemos dicho que la Iglesia existe en las personas. Y
hemos visto que el Señor ha confiado esta nueva
realidad, la Iglesia, a los doce apóstoles. Ahora
queremos contemplarles uno a uno para comprender a
través de estas personas en qué consiste vivir la
Iglesia, qué significa seguir a Jesús. Comencemos con
san Pedro.
Después de Jesús, Pedro es el
personaje más conocido y citado en el Nuevo Testamento:
es mencionado 154 veces con el sobrenombre de «Pétros»,
«piedra», «roca», que es la traducción griega del nombre
arameo que le dio directamente Jesús, «Kefa»,
testimoniado en nueve ocasiones, sobre todo en las
cartas de Pablo. Hay que añadir, además, el nombre de
Simón, usado frecuentemente (75 veces), que es la forma
adaptada al griego de su nombre hebreo original, Simeón
(dos veces: Hechos 15, 14; 2 Pedro 1, 1).
Hijo de Juan (Cf. Juan 1, 42) o, en
la forma aramea, «bar-Jona», hijo de Jonás (Cf. Mateo
16, 17), Simón era de Betsaida, (Juan 1, 44), localidad
que se encontraba a oriente del mar de Galilea, de la
que venía también Felipe y, claro está, Andrés, hermano
de Simón. Al hablar tenía acento galileo. Como su
hermano, era pescador: con la familia de Zebedeo, padre
de Santiago y de Juan, dirigía una pequeña empresa de
pesca en el lago de Genesaret (Cf. Lucas 5, 10). Por
este motivo, debía disfrutar de un cierto desahogo
económico y estaba animado por un sincero interés
religioso, por un deseo de Dios --deseaba que Dios
interviniera en el mundo--, un deseo que le llevó a
dirigirse con su hermano hasta Judea para seguir la
predicación de Juan el Bautista (Juan 1, 35-42).
Era un judío creyente y observante,
confiado en la presencia activa de Dios en la historia
de su pueblo, y a quien le dolía el no ver la acción
poderosa en las vicisitudes de las que en ese momento
era testigo. Estaba casado y su suegra, curada un día
por Jesús, vivía en la ciudad de Cafarnaúm, en la casa
en la que también se alojaba Simón, cuando se encontraba
en esa ciudad (Cf. Mateo 8, 14s; Marcos 1, 29ss; Lucas
4, 38s). Recientes excavaciones arqueológicas han
permitido sacar a la luz, bajo el suelo de mosaico en
forma octogonal de una pequeña Iglesia bizantina, los
restos de una iglesia más antigua, edificada en esa
casa, como testimonian los «grafiti» con invocaciones a
Pedro. Los Evangelios nos dicen que Pedro se encuentra
entre los primeros cuatro discípulos del Nazareno (Cf.
Lucas 5, 1-11), a quienes se les une el quinto, según la
costumbre de todo Rabbí de tener cinco discípulos (Cf.
Lucas 5, 27: la llamada de Leví). Cuando Jesús pasa de
cinco a doce discípulos (Cf. Lucas 9, 1-6), quedará
clara la novedad de su misión: no es uno de los muchos
rabinos, sino que ha venido para reunir al Israel
escatológico, simbolizado por el número doce, el de las
tribus de Israel.
En los Evangelios, Simón presenta un
carácter decidido e impulsivo. Está dispuesto a hacer
prevalecer sus razones, incluso con la fuerza (usó la
espada en el Huerto de los Olivos, Cf. Juan 18, 10s). Al
mismo tiempo, a veces es también ingenuo y temeroso, así
como honesto, hasta llegar al arrepentimiento más
sincero (Cf. Mateo 26, 75). Los Evangelios permiten
seguir paso a paso su itinerario espiritual. El punto de
inicio es la llamada por parte de Jesús. Tuvo lugar en
un día como cualquier otro, mientras Pedro realizaba su
trabajo de pescador. Jesús se encuentra en el lago de
Genesaret y la muchedumbre le rodea para escucharle. El
número de los que le oían creaba ciertas dificultades.
El maestro ve dos barcas amarradas a la orilla. Los
pescadores han bajado de ellas y están lavando las
redes. Les pide poder subir a una barca, la de Simón, y
le pide que se aleje un poco de tierra. Sentado en esa
cátedra improvisada, enseña desde la barca a la
muchedumbre (Cf. Lucas 5, 1-3). De este modo, la barca
de Pedro se convierte en la cátedra de Jesús. Cuando
terminó de hablar, le dice a Simón:
«Boga mar adentro, y echad
vuestras redes para pescar». Simón responde:
«Maestro, hemos estado bregando
toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu
palabra, echaré las redes» (Lucas 5, 4-5). Jesús,
que era un carpintero, no era un experto de pesca y, sin
embargo, Simón el pescador se fía de este Rabbí, que no
le da respuestas sino que le invita a fiarse. Su
reacción ante la pesca milagrosa es de asombro y
estremecimiento: «Aléjate de mí,
Señor, que soy un hombre pecador» (Lucas 5, 8).
Jesús responde invitándole a tener confianza y a abrirse
a un proyecto que supera toda expectativa:
«No temas. Desde ahora serás
pescador de hombres» (Lucas 5,10). Pedro no se
podía imaginar todavía que un día llegaría a Roma y que
aquí sería «pescador de hombres» para el Señor. Acepta
esta llamada sorprendente a dejarse involucrar en esta
gran aventura: es generoso, reconoce sus límites, pero
cree en quien le llama y sigue el sueño de su corazón.
Dice «sí», un «sí» valiente y generoso, y se convierte
en discípulo de Jesús.
Pedro vivirá otro momento
significativo en su camino espiritual en las
inmediaciones de Cesarea de Filipo, cuando Jesús plantea
a los discípulos una pregunta concreta:
«¿Quién dicen los hombres que soy
yo?» (Marcos 8,27). A Jesús no le basta una
respuesta de oídas. De quien ha aceptado comprometerse
personalmente con Él, quiere una toma de posición
personal. Por eso, insiste: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Marcos 8,
29). Es Pedro quien responde también por cuenta de los
demás: «Tú eres el Cristo» (ibídem), es decir, el Mesías. Esta respuesta, que no ha
sido revelada ni por «la carne ni la sangre» de él, sino
que ha sido ofrecida por el Padre que está en los cielos
(Cf. Mateo 16, 17), contiene como la semilla de la
futura confesión de fe de la Iglesia. Sin embargo, Pedro
no había comprendido todavía el contenido profundo de la
misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la
palabra: Mesías. Lo demuestra poco a poco, dando a
entender que el Mesías al que está siguiendo en sus
sueños es muy diferente al auténtico proyecto de Dios.
Ante el anuncio de la pasión, se escandaliza y protesta,
suscitando la fuerte reacción de Jesús (Cf. Marcos 8,
32-33). Pedro quiere un Mesías «hombre divino», que
responda a las expectativas de la gente, imponiendo a
todos su potencia: nosotros también deseamos que el
Señor imponga su potencia y transforme inmediatamente el
mundo; Jesús se presenta como el «Dios humano», el
siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la
muchedumbre, abrazando un camino de humildad y de
sufrimiento. Es la gran alternativa, que también
nosotros tenemos que volver a aprender: privilegiar las
propias expectativas rechazando a Jesús o acoger a Jesús
en la verdad de su misión y arrinconar las expectativas
demasiado humanas. Pedro, que es impulsivo, no duda en
tomarle aparte y reprenderle. La respuesta de Jesús
derrumba todas las falsas expectativas, llamándole a la
conversión y a su seguimiento: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos
no son los de Dios, sino los de los hombres»
(Marcos 8,33). No me indiques tú el camino, yo sigo mi
camino y tú ponte detrás de mí.
De este modo, Pedro aprende lo que
significa verdaderamente seguir a Jesús. Es la segunda
llamada, como la de Abraham en Génesis capítulo 22,
después de la de Génesis capítulo 12.
«Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará»
(Marcos 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento:
es necesario saber renunciar, si hace falta, a todo el
mundo para salvar los verdaderos valores, para salvar el
alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (Cf.
Marcos 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la
invitación a seguir su camino tras las huellas del
Maestro.
Me parece que estas diferentes
conversiones de san Pedro y toda su figura son motivo de
gran consuelo y una gran enseñanza para nosotros.
También nosotros deseamos a Dios, también queremos ser
generosos, pero también nosotros nos esperamos que Dios
sea fuerte en el mundo y transforme inmediatamente el
mundo, según nuestras ideas, según las necesidades que
vemos. Dios opta por otro camino. Dios escoge el camino
de la transformación de los corazones en el sufrimiento
y en la humildad. Y nosotros, como Pedro, siempre
tenemos que convertirnos de nuevo. Tenemos que seguir a
Jesús y no precederle: Él nos muestra el camino. Pedro
nos dice: tú piensas que tienes la receta y que tienes
que transformar el cristianismo, pero quien conoce el
camino es el Señor. Es el Señor quien me dice a mí,
quien te dice a ti: «¡sígueme!». Y tenemos que tener la
valentía y la humildad para seguir a Jesús, pues Él es
el Camino, la Verdad y la Vida.
(catequesis pronunciada
el miércoles 24 de mayo de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y
hermanas: En estas catequesis estamos meditando
en la Iglesia. Hemos dicho que la Iglesia vive en las
personas y, por ello, en la última catequesis comenzamos a
meditar en las figuras de cada uno de los apóstoles,
comenzando por san Pedro. Hemos visto dos etapas decisivas
de su vida: la llamada en el lago de Galilea y, después, la
confesión de fe: «Tú eres el Cristo,
el Mesías». Como dijimos, se trata de una confesión
todavía insuficiente, inicial, aunque abierta. San Pedro se
pone en un camino de seguimiento. Hoy queremos considerar
otros dos acontecimientos importantes en la vida de san
Pedro: la multiplicación de los panes --acabamos de escuchar
en el pasaje que se ha leído la pregunta del Señor y la
respuesta de Pedro-- y después el pasaje en el que el Señor
llama a Pedro a ser pastor de la Iglesia universal.
Comencemos con la multiplicación de
los panes. Sabéis que el pueblo había escuchado al Señor
durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen
hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los apóstoles
preguntan: «Pero, ¿cómo?». Y Andrés, el hermano de Pedro, le
dice a Jesús que un muchacho tenía cinco panes y dos peces.
«Pero,¿de qué sirven para tantas personas?», se preguntan
los apóstoles. Entonces el Señor pide a la gente que se
siente y que se distribuyan estos cinco panes y dos peces. Y
todos quedan saciados. Es más, el Señor encarga a los
apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las abundantes
sobras: doce canastos de pan (Cf. Juan 6,12-13). A
continuación, la gente, al ver este milagro --que parecía
ser la renovación tan esperada del nuevo «maná», el don del
pan del cielo--, quiere hacer de él su rey. Pero Jesús no
acepta y se retira a rezar solo en la montaña. Al día
siguiente, Jesús interpretó el milagro en la otra orilla del
lago, en la sinagoga de Cafarnaúm. No lo hizo en el sentido
de ser el rey de Israel, con un poder de este mundo, como lo
esperaba la muchedumbre, sino en el sentido de la entrega de
sí mismo: «el pan que yo voy a dar es
mi carne por la vida del mundo» (Juan 6, 51). Jesús
anuncia la cruz y con la cruz la auténtica multiplicación de
los panes, el pan eucarístico, su manera totalmente nueva de
ser rey, una manera totalmente contraria a las expectativas
de la gente.
Podemos comprender que estas palabras
del Maestro, que no quiere realizar cada día una
multiplicación de los panes, que no quiere ofrecer a Israel
un poder de este mundo, resultaran realmente difíciles, es
más inaceptables, para la gente. «Da su carne»: ¿qué quiere
decir esto? Incluso para los discípulos parece algo
inaceptable lo que Jesús dice en este momento. Para nuestro
corazón, para nuestra mentalidad, era y es algo «duro», que
pone a prueba la fe (Cf. Juan 6, 60). Muchos de los
discípulos se echaron atrás. Buscaban a alguien que renovara
realmente el Estado de Israel, su pueblo, y no a uno que
dijera: «Doy mi carne». Podemos imaginar que las palabras de
Jesús fueran difíciles incluso para Pedro, que en Cesarea de
Filipo se había opuesto a la profecía de la cruz. Y sin
embargo, cuando Jesús preguntó a los doce: «¿Queréis iros
también vosotros?», Pedro reaccionó con el empuje de su
corazón generoso, guiado por el Espíritu Santo. En nombre de
todos, respondió con palabras inmortales, que son también
palabras nuestras: « Señor, ¿donde
quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y
nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios»
(Cf. Juan 6, 66-69)
Aquí, al igual que en Cesarea, con
sus palabras, Pedro comienza la confesión de fe cristológica
de la Iglesia y se convierte en voz también de los demás
apóstoles y de los no creyentes de todos los tiempos. Esto
no quiere decir que ya había comprendido el misterio de
Cristo en toda su profundidad. Su fe era todavía inicial,
una fe en camino; sólo llegaría a su verdadera plenitud a
través de los acontecimientos pascuales. Si embargo, ya era
fe, abierta a la realidad más grande --abierta sobre todo
porque no era fe en algo, era fe en Alguien: en Él, en
Cristo--. De este modo, también nuestra fe es siempre una fe
inicial y tenemos que recorrer todavía un gran camino. Pero
es esencial que sea una fe abierta y que nos dejemos guiar
por Jesús, pues Él no sólo conoce el Camino, sino que es el
Camino.
La generosidad impetuosa de Pedro no
le libra, sin embargo, de los peligros ligados a la
debilidad humana. Es lo que también nosotros podemos
reconocer basándonos en nuestra vida. Pedro siguió a Jesús
con empuje, superó la prueba de la fe, abandonándose en él.
Llega sin embargo el momento en que también él cede al miedo
y cae: traiciona al Maestro (Cf. Marcos 14, 66-72). La
escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino
salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y fidelidad
que hay que renovar todos los días. Pedro, que había
prometido fe absoluta, experimenta la amargura y la
humillación del que reniega: el orgulloso aprende, a costa
suya, la humildad. También Pedro tiene que aprender que es
débil y que necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la
máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador
creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador.
Tras este llanto ya está listo para su misión.
En una mañana de primavera, esta
misión le será confiada por Jesús resucitado. El encuentro
tendrá lugar en las orillas del lago de Tiberíades. El
evangelista Juan nos narra el diálogo que en aquella
circunstancia tuvo lugar entre Jesús y Pedro. Se puede
constatar un juego de verbos muy significativo. En griego,
el verbo filéo expresa el amor de amistad, cierto pero no
total, mientras que el verbo agapáo significa el amor sin
reservas, total e incondicional. La primera vez, Jesús le
pregunta a Pedro: «Simón…, ¿me amas
más que éstos (agapâs-me)?», ¿con ese amor total e
incondicional? (Cf. Juan 21, 15). Antes de la
experiencia de la traición, el apóstol ciertamente habría
dicho: «Te amo (agapô-se)
incondicionalmente». Ahora que ha experimentado la
amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia
debilidad, dice con humildad: «Señor,
te quiero (filô-se)», es decir, «te amo con mi pobre
amor humano». Cristo insiste: «Simón,
¿me amas con este amor total que yo quiero?». Y Pedro
repite la respuesta de su humilde amor humano: «Kyrie, filô-se»,
«Señor, te quiero como sé querer». A la tercera vez, Jesús
sólo le dice a Simón: «Fileîs-me?», «¿me quieres?». Simón
comprende que a Jesús le es suficiente su amor pobre, el
único del que es capaz, y sin embargo está triste por el
hecho de que el Señor se lo haya tenido que decir de ese
modo. Por eso le responde: «Señor, tú
lo sabes todo, tu sabes que te quiero (filô-se)».
¡Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que
Pedro se adaptara a Jesús! Precisamente esta adaptación
divina da esperanza al discípulo, que ha experimentado el
sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza,
que le hace ser capaz de seguirle hasta el final:
«Con esto indicaba la clase de muerte
con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió:
"Sígueme"» (Juan 21, 19).
Desde aquel día, Pedro «siguió» al
Maestro con la conciencia precisa de su propia fragilidad;
pero esta conciencia no le desalentó. Él sabía, de hecho,
que podía contar a su lado con la presencia del Resucitado.
De los ingenuos entusiasmos de la adhesión inicial, pasando
a través de la experiencia dolorosa de la negación y del
llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús
que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y nos muestra
también a nosotros el camino, a pesar de toda nuestra
debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a esta debilidad
nuestra. Nosotros le seguimos, con nuestra pobre capacidad
de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Pedro
tuvo que recorrer un largo camino para convertirse en
testigo seguro, en «piedra» de la Iglesia, al quedar
constantemente abierto a la acción del Espíritu de Jesús.
Pedro mismo se presentará como «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la
gloria que está para manifestarse » (1 Pedro 5, 1).
Cuando escribe estas palabras ya es anciano, abocado a la
conclusión de su vida, que sellará con el martirio. Será
capaz, entonces, de describir la alegría verdadera y de
indicar dónde puede encontrarse: el manantial es Cristo, en
quien creemos y a quien amamos con nuestra fe débil pero
sincera, a pesar de nuestra fragilidad. Por ello, escribirá
a los cristianos de su comunidad estas palabras que también
nos dirige a nosotros: «Le amáis sin haberle visto; creéis
en él, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría
inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la
salvación de las almas» (1 Pedro 1, 8-9).
(catequesis pronunciada
el miércoles 7 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas: Reanudamos las catequesis semanales
que hemos comenzado en esta primavera. En la última de
hace quince días había hablado de Pedro como el primer
apóstol; hoy queremos volver una vez más sobre esta
grande e importante figura de la Iglesia. El evangelista
Juan, al narrar el primer encuentro de Jesús con Simón,
hermano de Andrés, constata un dato singular:
«Jesús, fijando su mirada en él,
le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás
Cefas", que quiere decir, "Piedra"» (Juan 1, 42).
Jesús no acostumbraba a cambiar el nombre de sus
discípulos. A excepción del apelativo de «hijos del
trueno», dirigido en una circunstancia precisa a los
hijos de Zebedeo (Cf. Marcos 3, 17), y que después no
utilizará, nunca atribuyó un nuevo nombre a uno de sus
discípulos. Lo hizo sin embargo con Simón, llamándole
Cefas, nombre que después fue traducido en griego como «Petros»,
en latín «Petrus». Y fue traducido precisamente porque
no sólo era un nombre; era un «mandato» que Petrus
recibía de ese modo del Señor. El nuevo nombre «Petrus»
volverá en varias ocasiones en los Evangelios y acabará
sustituyendo a su nombre original, Simón.
Este dato alcanza particular
importancia si se tiene en cuenta que, en el Antiguo
Testamento, el cambio de nombre anunciaba en general la
entrega de una misión (Cf. Génesis 17,5; 32,28
siguientes, etc.). De hecho, la voluntad de Cristo de
atribuir a Pedro un especial relieve dentro del colegio
apostólico se manifiesta con numerosos indicios: en
Cafarnaúm el Maestro se aloja en la casa de Pedro
(Marcos 1, 29); cuando la muchedumbre se agolpa en la
orilla del lago de Genesaret, entre las dos barcas
amarradas, Jesús escoge la de Simón (Lucas 5, 3); cuando
en circunstancias particulares Jesús sólo se queda en
compañía de tres discípulos, Pedro siempre es recordado
como el primero del grupo: así sucede en la resurrección
de la hija de Jairo (Cf. Marcos 5, 37; Lucas 8,51), en
la Transfiguración (Cf. Marcos 9, 2; Mateo 17, 1; Lucas
9, 28), y por último durante la agonía en el Huerto de
Getsemaní (Cf. Marcos 14, 33; Mateo 16, 37). A Pedro se
dirigen los recaudadores del impuesto para el Templo y
el Maestro paga por él y por Pedro y nada más que por él
(Cf. Mateo 17, 24-27); fue el primero a quien lavó los
pies en la última Cena (Cf. Juan 13, 6) y sólo reza por
él para que no desfallezca en la fe y pueda confirmar
después en ella a los demás discípulos (Cf. Lucas 22,
30-31).
Por otra parte, el mismo Pedro es
consciente de esta posición particular que tiene: es él
quién habla a menudo, en nombre de los demás, pidiendo
explicaciones ante una parábola difícil (Mateo 15, 15),
o para preguntar el sentido exacto de un precepto (Cf.
Mateo 18, 21) o la promesa formal de una recompensa
(Mateo 19, 27). En particular, es él quien supera el
empacho de ciertas situaciones interviniendo en nombre
de todos. De este modo, cuando Jesús, dolido por la
incomprensión de la muchedumbre tras el discurso sobre
el «pan de vida», pregunta: «También vosotros queréis marcharos? », la
respuesta de Pedro es perentoria: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna» (Mateo 16, 15-15). Jesús pronuncia
entonces la declaración solemne que define, de una vez
por todas, el papel de Pedro en la Iglesia:
«Y yo a mi vez te digo que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te
daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates
en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que
desates en la tierra quedará desatado en los cielos»
(Mateo 16, 18-19). Las tres metáforas a las que
recurre Jesús son en sí muy claras: Pedro será el
cimiento de roca sobre el que basará el edificio de la
Iglesia; tendrá las llaves del Reino de los cielos para
abrir y cerrar a quien le parezca justo; por último,
podrá atar o desatar, es decir, podrá establecer o
prohibir lo que considere necesario para la vida de la
Iglesia, que es y seguirá siendo de Cristo. Es siempre
la Iglesia de Cristo y no de Pedro. Describe con
imágenes plásticas lo que la reflexión sucesiva
calificará con el término «primado de jurisdicción».
Esta posición preeminente que Jesús
quiso entregar a Pedro se constata también después de la
resurrección: Jesús encarga a las mujeres que lleven el
anuncio a Pedro, distinguiéndole entre los demás
apóstoles (Cf. Marcos 16, 7); acude corriendo a él y a
Juan la Magdalena para informar que la piedra ha sido
removida de la entrada del sepulcro (Cf. Juan 20, 2) y
Juan le cederá el paso cuando los dos lleguen ante la
tumba vacía (Cf. Juan 20,4-6); Pedro será después, entre
los apóstoles, el primer testigo de la aparición del
Resucitado (Cf. Lucas 24, 34; 1 Corintios 15, 5). Este
papel, subrayado con decisión (Cf. Juan 20, 3-10), marca
la continuidad entre su preeminencia en el grupo de los
apóstoles y la preeminencia que seguirá teniendo en la
comunidad nacida con los acontecimientos pascuales, como
atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf.
1,15-26; 2,14-40; 3,12-26; 4,8-12; 5,1-11.29; 8,14-17;
10; etcétera). Su comportamiento es considerado tan
decisivo que es objeto de observaciones y también de
críticas (Cf. Hechos 11,1-18; Gálatas 2, 11-14). En el
así llamado Concilio de Jerusalén, Pedro desempeña una
función directiva (Cf. Hechos 15 y Gálatas 2, 1-10), y
precisamente por el hecho de ser el testigo de la fe
auténtica, el mismo Pablo reconocerá en él un papel de
«primero» (Cf. 1 Corintios 15,5; Gálatas 1, 18; 2,7
siguientes; etcétera). Además, el hecho de que varios de
los textos claves referidos a Pedro puedan ser
enmarcados en el contexto de la Última Cena, en la que
Cristo confiere a Pedro el ministerio de confirmar a los
hermanos (Cf. Lucas 22,31 siguientes), muestra cómo la
Iglesia, que nace del memorial pascual celebrado en la
Eucaristía, tiene en el ministerio confiado a Pedro uno
de sus elementos constitutivos.
Este contexto del Primado de Pedro en
la Última Cena, en el momento de la institución de la
Eucaristía, Pascua del Señor, indica también el sentido
último de este Primado: para todos los tiempos: Pedro
tiene que ser el custodio de la comunión con Cristo;
tiene que guiar en la comunión con Cristo de modo que la
red no se rompa, sino que sostenga la gran comunión
universal. Sólo juntos podemos estar con Cristo, que es
el Señor de todos. La responsabilidad de Pedro consiste
en garantizar así la comunión con Cristo con la caridad
de Cristo, guiando a la realización de esta caridad en
la vida de todos los días. Recemos para que el primado
de Pedro, confiado a pobres seres humanos, sea siempre
ejercido en este sentido original deseado por el Señor y
para que lo puedan reconocer cada vez más en su
significado verdadero los hermanos que todavía no están
en comunión con nosotros.
(catequesis pronunciada
el miércoles 14 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas dos catequesis hemos
hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en la
medida en que nos permiten las fuentes, queremos
conocer un poco más de cerca también a los otros
once apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano
de Simón Pedro, san Andrés, quien también era uno de
los doce.
Lo primero que impresiona en Andrés
es el nombre: no es hebreo, como uno se esperaría,
sino griego, signo indicativo de una cierta apertura
cultural de su familia. Nos encontramos en Galilea,
donde el idioma y la cultura griega están bastante
presentes. En las listas de los doce, Andrés se
encuentra en segundo lugar, en Mateo (10,1-4) y en
Lucas (6,13-16), o en el cuarto lugar, en Marcos
(3,13-18) y en los Hechos de los Apóstoles
(1,13-14). En todo caso, sin duda tenía un gran
prestigio dentro de las primeras comunidades
cristianas.
El lazo de sangre entre Pedro y
Andrés, así como la llamada común que les dirigió
Jesús, son mencionados expresamente en los
Evangelios. Puede leerse: «Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea,
Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y
a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar
porque eran pescadores. Entonces les dijo:
"Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres"»
(Mateo 4,18-19; Marcos 1,16-17). Por el cuarto
Evangelio sabemos otro detalle importante: en un
primer momento, Andrés era discípulo de Juan
Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que
buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que
quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la
presencia del Señor. Era verdaderamente un hombre de
fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan
Bautista proclamaba a Jesús como «el cordero de
Dios» (Juan 1, 36); entonces, se movió, y junto a
otro discípulo, cuyo nombre no es mencionado, siguió
a Jesús, quien era llamado por Juan «cordero de
Dios». El evangelista refiere: «vieron donde vivía y se quedaron con él»
(Juan 1, 37-39). Andrés, por tanto, disfrutó de
momentos de intimidad con Jesús. La narración
continúa con una observación significativa:
«Uno de los dos que oyeron las
palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el
hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue
a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos
encontrado al Mesías", que traducido significa
Cristo», y le condujo hacia Jesús (Juan
1,40-43), demostrando inmediatamente un espíritu
apostólico fuera de lo común. Andrés, por tanto, fue
el primer apóstol que recibió la llamada y siguió a
Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia
bizantina le honra con el apelativo de «Protóklitos»,
que significa el «primer llamado». Por la relación
fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y
la Iglesia de Constantinopla se sienten de manera
especial como Iglesias hermanas entre sí. Para
subrayar esta relación, mi predecesor, el Papa Pablo
VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san
Andrés, hasta entonces custodiada en la Basílica
vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la
ciudad de Patrás, en Grecia, donde según la
tradición, el apóstol fue crucificado.
Las tradiciones evangélicas mencionan
particularmente el nombre de Andrés en otras tres
ocasiones, permitiéndonos conocer algo más de este
hombre. La primera es la de la multiplicación de los
panes en Galilea. En aquella ocasión, Andrés indicó
a Jesús la presencia de un muchacho que tenía cinco
panes de cebada y dos peces: muy poco --constató--
para toda la gente que se había congregado en aquel
lugar (Cf. Juan 6, 8-9). Vale la pena subrayar el
realismo de Andrés: había visto al muchacho, es
decir, ya le había planteado la pregunta:
«Pero, ¿qué es esto para toda
esta gente?» (ibídem) y se dio cuenta de la
falta de recursos. Jesús, sin embargo, supo hacer
que fueran suficientes para la multitud de personas
que habían ido a escucharle.
La segunda ocasión fue en Jerusalén.
Saliendo de la ciudad, un discípulo le mostró el
espectáculo de los poderosos muros que sostenían el
Templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente:
dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre
piedra. Entonces Andrés, junto a Pedro, Santiago y
Juan, le preguntó: «Dinos
cuándo sucederá esto y cuál será la señal de que ya
están por cumplirse todas estas cosas»
(Marcos 13,1-4). Como respuesta a esta pregunta,
Jesús pronunció un importante discurso sobre la
destrucción de Jerusalén y sobre el final del mundo,
invitando a sus discípulos a leer con atención los
signos del templo y a mantener siempre una actitud
vigilante. De este episodio podemos deducir que no
tenemos que tener miedo de plantear preguntas a
Jesús, pero al mismo tiempo, tenemos que estar
dispuestos a acoger las enseñanzas incluso
sorprendentes y difíciles que Él nos ofrece.
En los Evangelios se registra, por
último, una tercera iniciativa de Andrés. El
escenario sigue siendo Jerusalén, poco antes de la
Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua, narra
Juan, habían venido a la ciudad santa algunos
griegos, quizá prosélitos o temerosos de Dios, para
adorar al Dios de Israel en la fiesta de Pascua.
Andrés y Felipe, los dos apóstoles con nombres
griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este
pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta
del Señor a su pregunta parece enigmática, como
sucede con frecuencia en el Evangelio de Juan, pero
precisamente de este modo se revela llena de
significado. Jesús dice a sus discípulos y, por su
mediación, al mundo griego: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo
del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él
solo; pero si muere da mucho fruto» (Juan 12,
23-24). ¿Qué significan estas palabras en este
contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con
los griegos tendrá lugar, pero el mío no será un
coloquio sencillo y breve con algunas personas,
llevadas sobre todo por la curiosidad. Con mi
muerte, comparable a la caída en la tierra de un
grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación.
De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad:
el «grano de trigo muerto» --símbolo de mi
crucifixión-- se convertirá, en la resurrección, en
pan de vida para el mundo: será luz para los pueblos
y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega,
con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad
a la que hace referencia el grano de trigo que atrae
hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se
convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza
la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los
paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su
Pascua.
Tradiciones muy antiguas consideran
que Andrés, quien transmitió a los griegos estas
palabras, no sólo es el intérprete de algunos
griegos en el encuentro con Cristo que acabamos de
recordar, sino que es considerado como el apóstol de
los griegos en los años que siguieron a Pentecostés;
nos dicen que en el resto de su vida fue el
anunciador y el intérprete de Jesús para el mundo
griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde
Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su
misión universal; Andrés, por el contrario, fue el
apóstol del mundo griego: de este modo, tanto en la
vida como en la muerte, se presentan como auténticos
hermanos, una fraternidad que se expresa
simbólicamente en la relación especial de las sedes
de Roma y de Constantinopla, Iglesias verdaderamente
hermanas.
Una tradición sucesiva, como decía,
narra la muerte de Andrés en Patras, donde también
él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien,
en aquel momento supremo, como su hermano Pedro,
pidió ser colocado en una cruz diferente a la de
Jesús. En su caso, se trató de una cruz en forma de
equis, es decir, con los dos maderos cruzados
diagonalmente, que por este motivo es llamada «cruz
de san Andrés». Esto es lo que habría dicho en
aquella ocasión, según una antigua narración
(inicios del siglo VI), titulada «Pasión de Andrés»:
«Salve, oh Cruz, inaugurada
por medio del cuerpo de Cristo, que te has
convertido en adorno de sus miembros, como si fueran
perlas preciosas. Antes de que el Señor subiera
sobre ti, provocabas un temor terreno. Sin embargo,
ahora, dotada de un amor celeste, te has convertido
en un don. Los creyentes saben cuánta alegría
posees, cuántos regalos deparas. Confiado, por
tanto, y lleno de alegría, vengo para que tú también
me recibas exultante como discípulo de quien fue
colgado de ti... Cruz bienaventurada, que recibiste
la majestad y la belleza de los miembros del
Señor..., tómame y llévame lejos de los hombres y
entrégame a mi Maestro para que a través de ti me
reciba quien por medio de ti me ha redimido. ¡Salve,
oh Cruz, sí, verdaderamente, salve!». Como
podemos ver, nos encontramos ante una espiritualidad
cristiana sumamente profunda, que ve en la Cruz, más
que un instrumento de tortura, el medio incomparable
de una asimilación plena con el Redentor, con el
Grano de trigo caído en la tierra. Tenemos que
aprender una lección muy importante: nuestras cruces
alcanzan valor si son consideradas y acogidas como
parte de la cruz de Cristo, si son tocadas por el
reflejo de su luz. Sólo por esa Cruz también
nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y alcanzan
su verdadero sentido.
Que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús
con prontitud (Cf. Mateo 4, 20; Marcos 1, 18), a
hablar con entusiasmo de Él a todos aquellos con los
que nos encontramos, y sobre todo a cultivar con Él
una relación de auténtica familiaridad, conscientes
de que sólo en Él podemos encontrar el sentido
último de nuestra vida y de nuestra muerte.
(catequesis pronunciada
el miércoles 21 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos con la serie de retratos
de los apóstoles escogidos directamente por
Jesús durante su vida. Hemos hablado de san
Pedro, de su hermano Andrés. Hoy, nos
encontramos con la figura de Santiago. Las
listas bíblicas de los Doce mencionan a dos
personas con este nombre: Santiago, hijo de
Zebedeo, y Santiago, hijo de Alfeo (Cf. Marcos
3, 17.18; Mateo 10,2-3), que son comúnmente
distinguidos con los apelativos de Santiago el
Mayor y de Santiago el Menor. Estas
designaciones no quieren medir su santidad, sino
simplemente constatar la diferente relevancia
que reciben en los escritos del Nuevo Testamento
y, en particular, en el marco de la vida terrena
de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al
primero de estos dos personajes del mismo
nombre.
El nombre de Santiago [Jacobo, ndt.]
es la traducción de «Iákobos», variación bajo la
influencia griega del nombre del famoso
patriarca Jacob. El apóstol de este nombre es
hermano de Juan, y en las listas mencionadas
ocupa el segundo lugar después de Pedro, como
sucede en Marcos (3, 17), o el tercer lugar
después de Pedro y Andrés, como en los
Evangelios de Mateo (10, 2) y de Lucas (6, 14),
mientras en los Hechos de los Apóstoles aparece
después de Pedro y de Juan (1, 13). Este
Santiago pertenece, junto a Pedro y Juan, al
grupo de los tres discípulos privilegiados que
han sido admitidos por Jesús a momentos
importantes de su vida.
Dado que hace mucho calor, quisiera
abreviar y mencionar ahora sólo dos de estas
ocasiones. Pudo participar, junto a Pedro y
Juan, en el momento de la agonía de Jesús, en el
Huerto de Getsemaní, y en el momento de la
Transfiguración de Jesús. Se trata, por tanto,
de situaciones muy diferentes entre sí: en un
caso, Santiago, con los otros dos apóstoles,
experimenta la gloria del Señor, le ve hablando
con Moisés y Elías, ve traslucir el esplendor
divino en Jesús; en el otro, se encuentra ante
el sufrimiento y la humillación, ve con sus
propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla,
haciéndose obediente hasta la muerte.
Ciertamente la segunda experiencia constituyó
para él una oportunidad para madurar en la fe,
para corregir la interpretación unilateral,
triunfalista de la primera: tuvo que atisbar
cómo el Mesías, esperado por el pueblo judío
como un triunfador, en realidad no sólo estaba
rodeado de honor y gloria, sino también de
sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se
realiza precisamente en la Cruz, en la
participación en nuestros sufrimientos.
Esta maduración de la fe fue llevada
a cumplimiento por el Espíritu Santo en
Pentecostés, de manera que Santiago, cuando
llegó el momento del supremo testimonio, no se
echó para atrás. Al inicio de los años 40 del
siglo I, el rey Herodes Agripa, nieto de Herodes
el Grande, como nos informa Lucas:
«echó mano a algunos de la
Iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la
espada a Santiago, el hermano de Juan» (Hechos 12, 1-2). La concisión de la noticia,
carente de todo detalle narrativo, revela, por
una parte, cómo era normal para los cristianos
testimoniar al Señor con la propia vida y, por
otra, que Santiago tenía una posición de
relevancia en la Iglesia de Jerusalén, en parte
a causa del papel desempeñado durante la
existencia terrena de Jesús.
Una tradición sucesiva, que se
remonta al menos hasta Isidoro de Sevilla,
cuenta que estuvo en España para evangelizar esa
importante región del imperio romano. Según otra
tradición, su cuerpo habría sido trasladado a
España, a la ciudad de Santiago de Compostela.
Como todos sabemos, aquel lugar se convirtió en
objeto de gran veneración y todavía hoy es meta
de numerosas peregrinaciones, no sólo desde
Europa, sino desde todo el mundo. De este modo
se explica la representación iconográfica de
Santiago con el bastón del peregrino, y el rollo
del Evangelio, características del apóstol
itinerante, entregado al anuncio de la «buena
noticia», características de la peregrinación de
la vida cristiana.
Por tanto, de Santiago podemos
aprender mucho: la prontitud para acoger la
llamada del Señor, incluso cuando nos pide que
dejemos la «barca» de nuestras seguridades
humanas; el entusiasmo para seguirle por los
caminos que Él nos indica más allá de nuestra
presunción ilusoria; la disponibilidad para dar
testimonio de Él con valentía y, si es
necesario, con el sacrificio supremo de la vida.
De este modo, Santiago el Mayor se nos presenta
como ejemplo elocuente de generosa adhesión a
Cristo. Él, que inicialmente había pedido, a
través de su madre, sentarse con el hermano
junto al Maestro en su Reino, fue precisamente
el primero en beber del cáliz de la pasión, en
compartir con los apóstoles el martirio.
Y, al final, resumiendo todo, podemos
decir que su camino no sólo exterior sino sobre
todo interior, desde el monte de la
Transfiguración hasta el monte de la agonía, es
un símbolo de la peregrinación de la vida
cristiana, entre las persecuciones del mundo y
los consuelos de Dios, como dice el Concilio
Vaticano II. Siguiendo a Jesús, como Santiago,
sabemos, incluso en las dificultades, que vamos
por el buen camino.
(catequesis pronunciada
el miércoles 28 de junio de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Junto a la figura de Santiago el
Mayor, hijo de Zebedeo, del que hablamos el
miércoles pasado, en los Evangelios aparece
otro Santiago, que es llamado el Menor.
También él forma parte de la lista de los
doce apóstoles, escogidos personalmente por
Jesús, y siempre se especifica que es «hijo
de Alfeo» (Cf. Mateo 10,3; Marcos 3,18;
Lucas 5; Hechos 1,13).
Con frecuencia, se le identificó con
otro Santiago, llamado el menor (Cf. Marcos
15, 40), hijo de una María (Cf. ibídem), que
podría ser María de Cleofás, presente, según
el cuarto Evangelio, a los pies de la Cruz,
junto a la Madre de Jesús (Cf. Juan 19,25).
También él era originario de Nazaret y
probablemente era pariente de Jesús (Cf.
Mateo 13, 55; Marcos 6, 3), de quien es
llamado, según la costumbre semítica,
«hermano» (Cf. Marcos 6, 3; Gálatas 1, 19).
De este último Santiago, el libro de los
Hechos de los Apóstoles subraya el papel
preeminente desempeñado en la Iglesia de
Jerusalén. En el Concilio apostólico que
allí se celebró, tras la muerte de Santiago
el Mayor, afirmó junto con los demás que los
paganos podían ser acogidos en la Iglesia
sin tener que someterse antes a la
circuncisión (Cf. Hechos de los Apóstoles
15, 13). San Pablo, que le atribuye una
aparición específica del Resucitado (Cf. 1
Corintios 15, 7), con motivo de su visita a
Jerusalén, le menciona incluso antes que a
Cefas-Pedro, calificándole como «columna» de
la Iglesia al igual que él (Cf. Gálatas 2,
9). A continuación, los judeocristianos le
consideraron su principal punto de
referencia. Se le atribuye también la Carta
que lleva el nombre de Santiago y que está
comprendida en el canon del Nuevo
Testamento. No se presenta a sí mismo como
«hermano del Señor», sino como «siervo de
Dios y del Señor Jesucristo» (Santiago 1,
1).
Entre los expertos se debate la
cuestión de la identificación de estos dos
personajes del mismo nombre, Santiago hijo
de Alfeo y Santiago «hermano del Señor». Las
tradiciones evangélicas no nos han
conservado ninguna narración ni sobre uno ni
sobre el otro en referencia al período de la
vida terrena de Jesús. Los Hechos de los
Apóstoles, sin embargo, nos muestran que un
«Santiago» desempeñó un papel importante,
como ya hemos mencionado, tras la
resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia
primitiva (Cf. Hechos 12, 17; 15, 13-21; 21,
18). El hecho más relevante que cumplió fue
la intervención en la cuestión de la difícil
relación entre los cristianos de origen
judío y los de origen pagano: contribuyó,
junto a Pedro, a superar, o más bien, a
integrar la originaria dimensión hebrea del
cristianismo con la exigencia de no imponer
a los paganos convertidos la obligación de
someterse a todas las normas de la ley de
Moisés. El libro de los Hechos de los
Apóstoles nos ha conservado la solución de
compromiso, sugerida precisamente por
Santiago, y aceptada por todos los apóstoles
presentes, según la cual, a los paganos que
creyeran en Jesucristo sólo se les debería
pedir que se abstuvieran de la costumbre
idolátrica de comer carne de animales
ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de
la «impureza», término que probablemente
aludía a las uniones matrimoniales no
permitidas. En la práctica, se trataba de
aceptar sólo pocas prohibiciones de la
legislación de Moisés, consideradas
importantes.
De este modo, se alcanzaron dos
resultados significativos y complementarios,
ambos todavía hoy válidos: por una parte, se
reconoce la relación inseparable que une al
cristianismo con la religión judía, como su
matriz perennemente viva y válida; por otra,
se permitió a los cristianos de origen
pagano conservar la propia identidad
sociológica, que hubieran perdido si
hubieran sido obligados a observar los
llamados «preceptos ceremoniales» de Moisés:
ya no debían ser considerados como una
obligación para los paganos convertidos. En
definitiva, comenzaba una práctica de
recíproca estima y de respeto, que, a pesar
de las dolorosas incomprensiones
posteriores, buscaba por su propia
naturaleza salvaguardar lo que era
característico de cada una de las dos
partes.
La información más antigua sobre la
muerte de este Santiago nos la presenta el
historiador judío Flavio Josefo. En sus
«Antigüedades Judías» (20, 201s), redactadas
en Roma hacia el final del siglo I, nos
cuenta que la muerte de Santiago fue
decidida por la iniciativa ilegítima del
Sumo Pontífice Anano, Hijo del Anás del que
se habla en los Evangelios, quien aprovechó
el intervalo entre la deposición de un
procurador romano (Festo) y la llegada del
sucesor (Albino) para decretar su
lapidación, en el año 62.
Al nombre de Santiago, además del
apócrifo «Protoevangelio de Santiago», que
exalta la santidad y la virginidad de María,
Madre de Jesús, está particularmente ligada
la «Carta» que lleva su nombre. En el canon
del Nuevo Testamento se encuentra en primer
lugar entre las así llamadas «Cartas
católicas», es decir, las que no estaban
destinadas a una Iglesia particular, como
Roma, Éfeso, etc., sino a muchas Iglesias.
Se trata de un escrito sumamente importante,
que insiste mucho en la necesidad de no
reducir la propia fe a una declaración
verbal o abstracta, sino en expresarla
concretamente con buenas obras. Entre otras
cosas, nos invita a la constancia en las
pruebas gozosamente aceptadas y a la oración
confiada para obtener de Dios el don de la
sabiduría, gracias a la cual llegamos a
comprender que los verdaderos valores de la
vida no están en las riquezas transitorias,
sino en saber compartir las propias
capacidades con los pobres y necesitados
(Cf. Santiago 1, 27).
De este modo, la carta de Santiago
nos muestra un cristianismo muy concreto y
práctico. La fe debe realizarse en la vida
sobre todo en el amor al prójimo y
particularmente con el compromiso con los
pobres. Este es el trasfondo con el que se
debe leer también la famosa frase:
«Así como el cuerpo
sin espíritu está muerto, así también la fe
sin obras está muerta» (Santiago 2,
26). A veces, esta declaración de Santiago
ha sido contrapuesta a las afirmaciones de
Pablo, según las cuales, no somos
justificados ante Dios en virtud de nuestras
obras, sino gracias a nuestra fe (Cf.
Gálatas 2, 16; Romanos 3,28). Sin embargo,
las dos frases, que aparentemente son
contradictorias, en realidad, si se
interpretan bien, son complementarias. San
Pablo se opone al orgullo del hombre, que
piensa que no tiene necesidad del amor de
Dios que nos previene, se opone al orgullo
de la autojustificación sin la gracia que
simplemente es donada y no merecida.
Santiago habla, por el contrario, de las
obras como fruto de la fe: «El árbol bueno
da frutos buenos», dice el Señor (Mateo
7,17). Y Santiago nos lo repite a nosotros.
Por último, la carta de Santiago nos
exhorta a ponernos en las manos de Dios en
todo lo que hacemos, pronunciando siempre
las palabras: «Si el
Señor quiere» (Santiago 4, 15). De
este modo, nos enseña a no planificar
nuestra vida de manera autónoma e
interesada, sino a dejar espacio a la
inescrutable voluntad de Dios, que conoce el
auténtico bien para nosotros. De este modo,
Santiago sigue siendo un maestro de vida
para cada uno de nosotros.
(catequesis pronunciada
el miércoles 5 de julio de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y
hermanas:
Dedicamos el encuentro de hoy a
recordar a otro miembro muy importante del colegio apostólico: Juan, hijo de
Zebedeo, y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa «el
Señor ha dado su gracia». Estaba arreglando las redes a orillas del lago de
Tiberíades, cuando Jesús le llamó junto a su hermano (Cf. Mateo 4, 21;
Marcos 1,19). Juan forma siempre parte del grupo restringido que Jesús lleva
consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando
Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (Cf.
Marcos 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro en la casa del jefe de la
sinagoga, Jairo, cuya hija volverá a ser llamada a la vida (Cf. Marcos 5,
37); le sigue cuando sube a la montaña para ser transfigurado (Cf. Marcos 9,
2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando ante el imponente Templo
de Jerusalén pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo
(Cf. Marcos 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de
Getsemaní se retira para orar con el Padre, antes de la Pasión (Cf. Marcos
14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para
preparar la sala para la Cena, les confía a él y a Pedro esta tarea (Cf.
Lucas 22,8).
Esta posición de relieve en el grupo
de los doce hace en cierto sentido comprensible la iniciativa que un día
tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y
Santiago, pudieran sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda en el
Reino (Cf. Mateo 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió planteando a su
vez un interrogante: preguntó si estaban dispuestos a beber el cáliz que él
mismo estaba a punto de beber (Cf. Mateo 20, 22). Con estas palabras quería
abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirles en el conocimiento del
misterio de su persona y esbozarles la futura llamada a ser sus testigos
hasta la prueba suprema de la sangre. Poco después, de hecho, Jesús aclaró
que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate
de la multitud (Cf. Mateo 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección,
encontramos a los «hijos del Zebedeo» pescando junto a Pedro y a otros más
en una noche sin resultados. Tras la intervención del Resucitado, vino la
pesca milagrosa: «el discípulo a quien Jesús amaba»
será el primero en reconocer al «Señor» y a indicárselo a Pedro (Cf. Juan
21, 1-13).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén,
Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de
cristianos. Pablo, de hecho, le coloca entre quienes llama las «columnas» de
esa comunidad (Cf. Gálatas 2, 9). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le
presenta junto a Pedro mientras van a rezar al Templo (Hechos 3, 1-4.11) o
cuando se presentan ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo
(Cf. Hechos 4, 13.19). Junto con Pedro recibe la invitación de la Iglesia de
Jerusalén a confirmar a los que acogieron el Evangelio en Samaria, rezando
sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Cf. Hechos 8, 14-15). En
particular, hay que recordar lo que dice, junto a Pedro, ante el Sanedrín,
durante el proceso: «No podemos dejar de hablar de lo
que hemos visto y oído» (Hechos 4, 20). Esta franqueza para confesar
su propia fe queda como un ejemplo y una advertencia para todos nosotros
para que estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra inquebrantable
adhesión a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo humano o interés.
Según la tradición, Juan es
«el discípulo predilecto», que en el cuarto
Evangelio coloca la cabeza sobre el pecho del Maestro durante la Última Cena
(Cf. Juan 13, 21), se encuentra a los pies de la Cruz junto a la Madre de
Jesús (Cf. Juan 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía
como de la misma presencia del Resucitado (Cf. Juan 20, 2; 21, 7). Sabemos
que esta identificación hoy es discutida por los expertos, pues algunos de
ellos ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los
exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos con sacar una lección
importante para nuestra vida: el Señor desea hacer de cada uno de nosotros
un discípulo que vive una amistad personal con Él. Para realizar esto no es
suficiente seguirle y escucharle exteriormente; es necesario también vivir
con Él y como Él. Esto sólo es posible en el contexto de una relación de
gran familiaridad, penetrada por el calor de una confianza total. Es lo que
sucede entre amigos: por este motivo, Jesús dijo un día:
«Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos… No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo;
a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo
he dado a conocer». (Juan 15, 13. 15).
En los apócrifos «Hechos de Juan» el
apóstol, no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía
de una comunidad constituida, sino como un itinerante continuo, un
comunicador de la fe en el encuentro con «almas capaces de esperar y de ser
salvadas» (18, 10; 23, 8). Le empuja el deseo paradójico de hacer ver lo
invisible. De hecho, la Iglesia oriental le llama simplemente «el Teólogo»,
es decir, el que es capaz de hablar en términos accesibles de las cosas
divinas, revelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.
El culto de Juan apóstol se afirmó a
partir de la ciudad de Éfeso, donde según una antigua tradición, habría
vivido durante un largo tiempo, muriendo en una edad extraordinariamente
avanzada, bajo el emperador Trajano. En Éfeso, el emperador Justiniano, en
el siglo VI, construyó en su honor una gran basílica, de la que todavía
quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y goza de gran
veneración. En los iconos bizantinos se le representa como muy anciano,
según la tradición murió bajo el emperador Trajano-- y en intensa
contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.
De hecho, sin un adecuado
recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su
revelación. Esto explica por qué, hace años, el patriarca ecuménico de
Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable
encuentro, afirmó: «Juan se encuentra en el origen de
nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese
misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su
corazón se enciende» (O. Clément, «Dialoghi con Atenagora», Torino
1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a ponernos en la escuela de Juan para
aprender la gran lección del amor de manera que nos sintamos amados por
Cristo «hasta el final» (Juan 13, 1) y gastemos nuestra vida por Él.
(catequesis pronunciada
el miércoles 9 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y
hermanas:
Antes de las vacaciones comencé a esbozar pequeños retratos de los doce
Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y
su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta
Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en
Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero
precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús
que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros guías que
nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.
Ya he hablado de cuatro de los doce Apóstoles: de Simón Pedro, de su hermano
Andrés, de Santiago, el hermano de Juan, y del otro Santiago, llamado "el
Menor", el cual escribió una carta que forma parte del Nuevo Testamento. Y
comencé a hablar de san Juan evangelista, exponiendo en la última catequesis
antes de las vacaciones los datos esenciales que trazan las fisonomía de este
Apóstol. Ahora quisiera centrar la atención en el contenido de su enseñanza. Los
escritos de los que quiero hablar hoy son el Evangelio y las cartas que llevan
su nombre.
Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón
decidí comenzar mi
primera carta encíclica con las palabras de este Apóstol: "Dios
es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece en Dios
y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos
semejantes en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un
dato realmente peculiar del cristianismo.
Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del
amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los
escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero,
si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque
trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues,
reflexionaremos sobre sus palabras.
Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto,
filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un
teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente
especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a
personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra
cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento
caracterizado por tres momentos.
El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios,
llegando a afirmar, como hemos escuchado, que "Dios es
amor" (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento
que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que "Dios
es Espíritu" (Jn 4, 24) o que "Dios es luz"
(1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que "Dios es amor".
Conviene notar que no afirma simplemente que "Dios ama" y mucho menos que "el
amor es Dios". En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad
divina, sino que va hasta sus raíces.
Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá
impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios,
para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san
Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y,
por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el
amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre
podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.
Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar
que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana
mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros.
Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a
declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y "pagó"
personalmente. Como escribe precisamente san Juan, "tanto
amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único" (Jn
3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en
el amor de Jesús mismo.
San Juan escribe también: "Habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). En
virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente
rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan: "Hijos
míos, (...) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a
Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no
sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn
2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7).
El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por
nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este "exceso" de amor, no puede
por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de
nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.
Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al
ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al
compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una
respuesta de amor. San Juan habla de un "mandamiento". En efecto, refiere estas
palabras de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los
otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn
13, 34).
¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él
no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que
leemos también en los otros Evangelios: "Ama a tu
prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39;
Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio
normativo estaba tomado del hombre ("como a ti mismo"), mientras que, en el
mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro
amor su misma persona: "Como yo os he amado".
Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del
cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin
distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus
últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.
Las palabras de Jesús "como yo os he amado" nos invitan y a la vez nos
inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al
mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos
realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a
seguir caminando hacia esa meta.
Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media
titulado La imitación de Cristo
escribe al respecto: "El amor noble de Jesús nos anima a
hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere
estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere
ser libre, y ajeno de toda afición mundana (...), porque el amor nació de Dios,
y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama,
vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo;
y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas,
del cual mana y procede todo bien" (libro III, cap. 5).
¿Qué mejor comentario del "mandamiento nuevo", del que habla san Juan? Pidamos
al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente
que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.
(catequesis pronunciada
el miércoles 23 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis habíamos
meditado en la figura del apóstol Juan. En primer lugar, habíamos tratado de
ver lo que se puede saber de su vida. Después, en una segunda catequesis,
habíamos meditado en el contenido central de su Evangelio, de sus Cartas: la
caridad, el amor. Y hoy volvemos a ocuparnos de la figura de Juan, esta vez
para centrarnos en el vidente del Apocalipsis. Ante todo, hay que destacar
una observación: mientras no aparece nunca su nombre en el Cuarto Evangelio
o en las Cartas atribuidas al apóstol, el Apocalipsis hace referencia al
nombre de Juan en cuatro ocasiones (Cf. 1,1.4.9; 22,8). Por una parte, es
evidente que el autor no tenía ningún motivo para acallar su nombre y, por
otra, sabía que sus primeros lectores podían identificarle con precisión.
Sabemos, además, que ya en el siglo III los estudiosos discutían sobre la
verdadera identidad del Juan del Apocalipsis.
Por este motivo, podremos llamarle
también «el vidente de Patmos», pues su figura está ligada al nombre de esta
isla del Mar Egeo, donde, según su mismo testimonio autobiográfico, se
encontraba deportado «por causa de la Palabra de Dios y del testimonio de
Jesús» (Apocalipsis 1, 9). Precisamente, en Patmos, caído «en éxtasis el día
del Señor» (1,10), Juan tuvo visiones grandiosas y escuchó mensajes
extraordinarios, que tendrán no poca influencia en la historia de la Iglesia
y en toda la cultura cristiana. Por ejemplo, del título de su libro,
«Apocalipsis» («Revelación») proceden en nuestro lenguaje las palabras «apocalipsis»
y «apocalíptico», que evocan, aunque de manera impropia, la idea de una
catástrofe que está por llegar.
El libro tiene que comprenderse en el
contexto de la dramática experiencia de las siete Iglesias de Asia (Éfeso,
Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea), que a finales del
siglo I tuvieron que afrontar grandes dificultades --persecuciones y
tensiones incluso internas-- en su testimonio de Cristo. Juan se dirige a
ellas mostrando profunda sensibilidad pastoral por los cristianos
perseguidos, a quienes exhorta a permanecer firmes en la fe y a no
identificarse con el mundo pagano, tan fuerte. Su objetivo consiste, en
definitiva, en desvelar, a partir de la muerte y resurrección de Cristo, el
sentido de la historia humana. La primera y fundamental visión de Juan, de
hecho, afecta a la figura del Cordero que, a pesar de estar degollado,
permanece en pie (Cf. Apocalipsis 5, 6), en medio del trono en el que se
sienta el mismo Dios. De este modo, Juan quiere dejarnos ante todo dos
mensajes: el primero es que Jesús, aunque fue asesinado con un acto de
violencia, en vez de quedar desplomado en el suelo, paradójicamente se
mantiene firme sobre sus pies, pues con la resurrección ha vencido
definitivamente a la muerte; el segundo es que el mismo Jesús, precisamente
porque murió y resucitó, participa ya plenamente del poder real y salvífico
del Padre. Esta es la visión fundamental. Jesús, el Hijo de Dios, en esta
tierra es un Cordero indefenso, herido, muerto. Y, sin embargo, está en pie,
firme, ante el trono de Dios y participa del poder divino. Tiene en sus
manos la historia del mundo. De este modo, el vidente nos quiere decir:
¡tened confianza en Jesús, no tengáis miedo de los poderes opuestos, de la
persecución! ¡El Cordero herido y muerto vence! ¡Seguid al Cordero Jesús,
confiad en Jesús, emprended su camino! Aunque en este mundo sólo parezca un
Cordero débil, ¡Él es el vencedor!
Una de las principales visiones del
Apocalipsis tiene por objeto este Cordero en el momento en el que abre un
libro, que antes estaba sellado con siete sellos, que nadie era capaz de
soltar. Se presenta incluso a Juan llorando, pues no encontraba a nadie
capaz de abrir el libro y de leerlo (Cf. Apocalipsis 5, 4). La historia se
presenta como indescifrable, incomprensible. Nadie puede leerla. Quizá este
llanto de Juan ante el misterio de la historia tan oscuro expresa el
desconcierto de las Iglesias asiáticas por el silencio de Dios ante las
persecuciones a las que estaban expuestas en ese momento. Es un desconcierto
en el que bien puede reflejarse nuestra sorpresa ante las graves
dificultades, incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la
Iglesia en varias partes del mundo. Son sufrimientos que ciertamente la
Iglesia no se merece, como tampoco Jesús se mereció el suplicio. Ahora bien,
revelan tanto la maldad del hombre, cuando se deja llevar por las asechanzas
del mal, como el gobierno superior de los acontecimientos por parte de Dios.
Pues bien, sólo el Cordero inmolado es capaz de abrir el libro sellado y de
revelar su contenido, de dar sentido a esta historia que aparentemente
parece con frecuencia tan absurda. Él sólo puede sacar indicaciones y
enseñanzas para la vida de los cristianos, a quienes su victoria sobre la
muerte trae el anuncio y la garantía de la victoria que ellos también, sin
duda, alcanzarán. Todo el lenguaje que utiliza Juan, cargado de imágenes
fuertes, tiende a ofrecer este consuelo.
En el centro de las visiones que
presenta el Apocalipsis se encuentran la imagen sumamente significativa de
la Mujer, que da a luz un Hijo varón, y la visión complementaria del Dragón,
que ha caído de los cielos, pero que todavía es muy poderoso. Esta Mujer
representa a María, la Madre del Redentor, pero representa al mismo tiempo a
toda la Iglesia, el Pueblo de Dios de todos los tiempos, la Iglesia que en
todos los tiempos, con gran dolor, da a luz a Cristo de nuevo. Y siempre
está amenazada por el poder del Dragón. Parece indefensa, débil. Pero.
Mientras está amenazada, perseguida por el Dragón, también está protegida
por el consuelo de Dios. Y esta Mujer, al final, vence. No vence el Dragón.
¡Esta es la gran profecía de este libro, que nos da confianza! La Mujer que
sufre en la historia, la Iglesia que es perseguida, al final se presenta
como la Esposa espléndida, imagen de la nueva Jerusalén, en la que ya no hay
lágrimas ni llanto, imagen del mundo transformado, del nuevo mundo cuya luz
es el mismo Dios, cuya lámpara es el Cordero.
Por este motivo, el Apocalipsis de
Juan, si bien está lleno de continuas referencias a sufrimientos,
tribulaciones y llanto --la cara oscura de la historia--, al mismo tiempo
presenta frecuentes cantos de alabanza, que representan por así decir la
cara luminosa de la historia. Por ejemplo, habla de una muchedumbre inmensa
que canta casi a gritos: «¡Aleluya! Porque ha
establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y
regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y
su Esposa se ha engalanado» (Apocalipsis 19, 6-7). Nos encontramos
ante la típica paradoja cristiana, según la cual, el sufrimiento nunca es
percibido como la última palabra, sino que es visto como un momento de paso
hacia la felicidad y, es más, éste ya está impregnado misteriosamente de la
alegría que brota de la esperanza.
Por este motivo, Juan, el vidente de
Patmos, puede concluir su libro con una última aspiración, en la que palpita
una ardiente esperanza. Invoca la definitiva venida del Señor: «¡Ven,
Señor Jesús!» (Apocalipsis 22, 20). Es una de las oraciones centrales
de la cristiandad naciente, traducida también por san Pablo en arameo: «Marana
tha». Y esta oración, «¡Ven, Señor nuestro!» (1 Corintios 16, 22) tiene
varias dimensiones. Ante todo implica, claro está, la espera de la victoria
definitiva del Señor, de la nueva Jerusalén, del Señor que viene y
transforma el mundo. Pero, al mismo tiempo, es también una oración
eucarística: «¡Ven, Jesús, ahora!». Y Jesús viene, anticipa su llegada
definitiva. De este modo, con alegría, digamos al mismo tiempo: «¡Ven ahora
y ven de manera definitiva!». Esta oración tiene también un tercer
significado: «¡Ya has venido, Señor! Estamos seguros de tu presencia entre
nosotros. Para nosotros es una experiencia gozosa. Pero, ¡ven de manera
definitiva!». De este modo, con san Pablo, con el vidente de Patmos, con la
cristiandad naciente, rezamos también nosotros: «¡Ven, Jesús! ¡Ven y
transforma el mundo! Ven ya, hoy, y que la paz venza!». Amén.
(catequesis pronunciada
el miércoles 30 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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Queridos hermanos y hermanas:
Continuando con la serie de retratos
de los doce apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy nos
detenemos en Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear
completamente su figura, pues sus noticias son pocas e incompletas. Lo
que podemos hacer es bosquejar no tanto la biografía, sino más bien el
perfil que nos ofrece el Evangelio.
Está siempre presente en las listas
de los doce elegidos por Jesús (Cf. Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6,
15; Hechos 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El
primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la
lista de los doce con una calificación muy precisa: «el publicano»
(Mateo 10, 3). Por este motivo, es identificado con el hombre sentado en
el despacho de los impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento: «Cuando
se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en
el despacho de impuestos, y le dice: "Sígueme". Él se levantó y le
siguió» (Mateo 9, 9). También Marcos (Cf. 2,13-17) y Lucas (Cf.
5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de los
impuestos, pero le llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en
Mateo 9,9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, conservada
aquí, en Roma, en la Iglesia de San Luis de los Franceses.
De los Evangelios emerge un nuevo
detalle biográfico: en el pasaje que precede a la narración de la
llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (Cf.
Mateo 9,1-8; Marcos 2, 1-12), mencionando la cercanía del Mar de
Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (Cf. Marcos 2,13-14). Se puede
deducir que Mateo ejercía la función de recaudador en Cafarnaúm, situada
precisamente «junto al mar» (Mateo 4, 13), donde Jesús era huésped fijo
en la casa de Pedro.
Basándonos en estas sencillas
constataciones que surgen del Evangelio, podemos hacer un par de
reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a
un hombre que, según la concepción de aquel tiempo en Israel, era
considerado como un pecador público. Mateo, de hecho, no sólo manejaba
dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios,
sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente
ávida, cuyos tributos podían ser determinados arbitrariamente. Por estos
motivos, en más de una ocasión, los Evangelios mencionan conjuntamente a
los «publicanos y pecadores» (Mateo 9, 10; Lucas 15, 1), a los
«publicanos y prostitutas» (Mateo 21, 31). Además, ven en los publicanos
un ejemplo de avaricia (Cf. Mateo 5, 46: sólo aman a los que les aman) y
mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico»
(Lucas 19, 2), mientras la opinión popular les asociaba a «hombres
rapaces, injustos, adúlteros» (Lucas 18, 11). Ante estas referencias,
hay un dato que salta a la vista: Jesús no excluye a nadie de su
amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado en la mesa
de la casa de Mateo-Leví, respondiendo a quien estaba escandalizado por
el hecho de frecuentar compañías poco recomendables, pronuncia la
importante declaración: «No necesitan médico los
que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a
justos, sino a pecadores» (Marcos 2, 17).
El buen anuncio del Evangelio
consiste precisamente en esto: ¡en el ofrecimiento de la gracia de Dios
al pecador! En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y del
publicano que subieron al templo para rezar, Jesús llega a indicar a un
publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia
divina: mientras el fariseo hacía alarde de perfección moral, «el
publicano […] no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy
pecador!"». Y Jesús comenta: «Os digo que
éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se
ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»
(Lucas 18, 13-14). Con la figura de Mateo, por tanto, los Evangelios nos
presentan una auténtica paradoja: quien se encuentra aparentemente más
lejos de la santidad, puede convertirse incluso en un modelo de acogida
de la misericordia de Dios y dejar vislumbrar sus maravillosos efectos
en su existencia.
En este sentido, san Juan Crisóstomo
hace un comentario significativo: observa que sólo en la narración de
algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando los
interesados. Pedro, Andrés, Santiago y Juan son llamados mientras
estaban pescando; Mateo mientras recauda impuestos. Se trata de oficios
de poca importancia, comenta el Crisóstomo, «pues
no hay nada que sea más detestable que el recaudador y nada más común
que la pesca» («In Matth. Hom.»: PL 57, 363). La llamada de Jesús
llega, por tanto, también a personas de bajo nivel social, mientras
desempeñan su trabajo ordinario.
Hay otra reflexión que surge de la
narración evangélica: Mateo responde inmediatamente a la llamada de
Jesús: «Él se levantó y le siguió». La
concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la
respuesta a la llamada. Esto significaba para él abandonarlo todo, sobre
todo una fuente de ingresos segura, aunque con frecuencia injusta y
deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús
no le permitía continuar con actividades desaprobadas por Dios. Se puede
intuir fácilmente que se puede aplicar también al presente: hoy tampoco
se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de
Jesús, como son las riquezas deshonestas. Una vez dijo sin tapujos: «Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y
tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mateo 19,
21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: ¡se levantó y le siguió! En
este «levantarse» se puede ver el desapego a una situación de pecado y,
al mismo tiempo, la adhesión consciente a una nueva existencia, recta,
en la comunión con Jesús.
Recordamos, por último, que la
tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir la paternidad del
primer Evangelio a Mateo. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de
Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Él escribe: «Mateo recogió
las palabras [del Señor] en hebreo, y cada quien las interpretó como
podía» (en Eusebio de Cesarea, «Hist. eccl». III,39,16). El historiador
Eusebio añade este dato: «Mateo, que antes había predicado a los judíos,
cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su idioma materno
el Evangelio que él anunciaba; de este modo trató de sustituir con el
escrito lo que perdían con su partida aquéllos de los que se separaba»
(ibídem, III, 24,6). Ya no tenemos el Evangelio escrito por Mateo en
hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos
escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano
Mateo que, al convertirse en apóstol, sigue anunciándonos la
misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de san Mateo,
meditémoslo siempre de nuevo para que nosotros también aprendamos a
levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.
(catequesis pronunciada
el miércoles 6 de septiembre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Al seguir trazando el semblante de
los diferentes apóstoles, como hacemos desde unas semanas, nos encontramos
hoy con Felipe. En las listas de los doce siempre aparece en el quinto lugar
(en Mateo 10, 3; Marcos 3, 18; Lucas 6, 14; Hechos 1, 13), es decir,
fundamentalmente entre los primeros. Si bien Felipe era de origen judío, su
nombre es griego, como el de Andrés, lo que constituye un pequeño gesto de
apertura cultural que no hay que infravalorar. Las noticias que nos llegan
de él proceden del Evangelio de Juan. Era del mismo lugar del que procedían
Pedro y Andrés, es decir, Betsaida (Cf. Juan 1, 44), una pequeña ciudad que
pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, quien
también se llamaba Felipe (Cf. Lucas 3, 1).
El cuarto Evangelio cuenta que,
después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con Natanael y
le dice: «Ése del que escribió Moisés en la Ley, y
también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de
Nazaret» (Juan 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de
Natanael --«¿De Nazaret puede haber cosa buena?»--,
Felipe no se rinde y responde con decisión: «Ven y lo
verás» (Juan, 1, 46). Con esta respuesta, seca pero clara, Felipe
demuestra las características del auténtico testigo: no se contenta con
presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al
interlocutor, sugiriéndole que él mismo haga la experiencia personal de lo
anunciado. Jesús utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de
Juan Bautista se acercan a Él para preguntarle dónde vive: Jesús respondió:
«Venid y lo veréis» (Cf. Juan 1,38-39).
Podemos pensar que Felipe nos
interpela con esos dos verbos que suponen una participación personal.
También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael: «Ven y lo verás». El
apóstol nos compromete a conocer a Jesús de cerca. De hecho, la amistad,
conocer verdaderamente al otro, requiere cercanía, es más, en parte vive de
ella. De hecho, no hay que olvidar que, según escribe Marcos, Jesús escogió
a los doce con el objetivo primario de que «estuvieran con él» (Marcos 3,
14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de Él
no sólo el estilo de su comportamiento, sino ante todo quién era Él
realmente. Sólo así, participando en su vida, podían conocerle y anunciarle.
Más tarde, en la carta de Pablo a los Efesios, puede leerse que lo
importante es «el Cristo que vosotros habéis aprendido» (4, 20), es decir,
lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus
palabras, sino conocerle a Él personalmente, es decir, su humanidad y
divinidad, el misterio de su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un
Amigo, es más, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerle si estamos lejos de Él?
La intimidad, la familiaridad, la costumbre, nos hacen descubrir la
verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda
el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a «venir» y a «ver», es decir, a
entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con
Jesús, día tras día.
Con motivo de la multiplicación de
los panes, recibió de Jesús una petición precisa, bastante sorprendente:
dónde era posible comprar el pan que se necesitaba para dar de comer a toda
la gente que le seguía (Cf. Juan 6, 5). Entonces, Felipe respondió con mucho
realismo: «Doscientos denarios de pan no bastan para
que cada uno tome un poco» (Juan 6, 7). Aquí se pueden ver el
realismo y el espíritu práctico del apóstol, que sabe juzgar las
implicancias de una situación. Sabemos qué es lo que pasó después. Sabemos
que Jesús tomó los panes, y tras haber rezado, los distribuyó. De este modo,
realizó la multiplicación de los panes. Pero es interesante el hecho de que
Jesús se dirigiera precisamente a Felipe para tener una primera impresión
sobre la solución del problema: signo evidente de que formaba parte del
grupo restringido que lo rodeaba.
En otro momento, muy importante para
la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos se encontraban en
Jerusalén con motivo de la Pascua, «se dirigieron a
Felipe… y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo
a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús» (Juan 12,
20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio
particular dentro del colegio apostólico. En este caso, en particular,
realiza las funciones de intermediario entre la petición de algunos griegos
--probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete-- y Jesús; si bien
se une a Andrés, el otro apóstol de nombre griego, de todos modos los
extranjeros se dirigen a él. Esto nos enseña a estar también nosotros
dispuestos tanto a acoger las peticiones e invocaciones, vengan de donde
vengan, como a orientarlas hacia el Señor, pues sólo él puede satisfacerlas
plenamente. Es importante, de hecho, saber que no somos nosotros los
destinatarios últimos de las peticiones de quien se nos acerca, sino el
Señor: tenemos que orientar hacia Él a quien se encuentre en dificultad.
¡Cada uno de nosotros tiene que ser un camino abierto hacia Él!
Hay otra oportunidad sumamente
particular en la que interviene Felipe. Durante la Última Cena, después de
que Jesús afirmase que conocerle a Él significa también conocer al Padre
(Cf. Juan 14,7), Felipe, casi ingenuamente, le pidió: «Señor,
muéstranos al Padre y nos basta» (Juan 14, 8). Jesús le respondió con
un tono de benévolo reproche: «¿Tanto tiempo hace que
estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto
al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en
el Padre y el Padre está en mí? […] Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre
está en mí» (Juan 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes
del Evangelio de Juan. Contienen una auténtica revelación. Al final del
«Prólogo» de su Evangelio, Juan afirma: «A Dios nadie
le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha
contado» (Juan 1, 18). Pues bien, esa declaración, que es del
evangelista, es retomada y confirmada por el mismo Jesús. Pero con un
detalle. De hecho, mientras el «Prólogo» de Juan habla de una intervención
explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la
respuesta a Felipe, Jesús hace referencia a su propia persona como tal,
dando a entender que sólo se le puede comprender a través de lo que dice, es
más, a través de lo que es Él. Para darnos a entender, utilizando la
paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano,
el de Jesús, y por consiguiente a partir de ahora, si realmente queremos
conocer el rostro de Dios, ¡sólo nos queda contemplar el rostro de Jesús!
¡En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios!
El evangelista no nos dice si Felipe
comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó
totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores («Hechos de
Felipe» y otros), nuestro apóstol habría evangelizado en un primer momento
Grecia y después Frigia y allí habría afrontado la muerte, en Hierópolis,
con un suplicio que algunos mencionan como crucifixión y otros lapidación.
Queremos concluir nuestra reflexión
recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida: encontrar
a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en Él al mismo Dios, Padre
celestial. Si falta este compromiso, nos encontraremos sólo con nosotros
mismos, como en un espejo, ¡y cada vez nos quedaremos más solos! Felipe nos
invita en cambio a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con Él y a
compartir esta compañía indispensable. De este modo, viendo, encontrando a
Dios, podemos encontrar la verdadera vida.
(catequesis pronunciada
el miércoles 27 de septiembre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Prosiguiendo nuestros encuentros con
los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra
atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo
Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf.
Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles
aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea,
«ta'am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo
llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que
en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de
este apelativo.
El cuarto evangelio, sobre todo, nos
ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la
exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento
crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro,
acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa
ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir
con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es
verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total
disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de
él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.
En efecto, lo más importante es no
alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el
verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir
también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una
vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo
escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con
estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).
Obviamente, la relación que existe
entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre
los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como
él está en el nuestro.
Una segunda intervención de Tomás se
registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte
inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de
que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y
adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene
diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo
podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se
sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a
Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo
soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
Por tanto, es en primer lugar a Tomás
a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos
los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos
ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también
habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también
nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con
frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te
entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta
sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús,
manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo
asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede
darlas.
Luego, es muy conocida, incluso es
proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días
después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se
había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no
veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de
los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25).
En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús
ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas.
Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son
ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha
amado. En esto el apóstol no se equivoca.
Como sabemos, ocho días después,
Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está
presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y
mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo
sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe
más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios
mío» (Jn 20, 28). A este respecto,
san Agustín comenta: Tomás «veía
y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba.
Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había
dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última
frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído.
Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).
Esta frase puede ponerse también en
presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús
enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán
después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar
cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta
bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta:
«Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate
comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo»
(In Johann. XX, lectio VI, § 2566).
En efecto, la carta a los Hebreos,
recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron
en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía
de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb
11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por
tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en
segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final
luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras
que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y
nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de
fidelidad a él.
El cuarto evangelio nos ha conservado
una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en
el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn
21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de
Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el
ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron
escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero
en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.
Recordemos, por último, que según una
antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya
Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), y luego se
dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde
donde después el cristianismo llegó también al sur de la India. Con esta
perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo
de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y
nuestro Dios.
(catequesis pronunciada
el miércoles 4 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En la serie de los apóstoles llamados
por Jesús durante su vida terrena, hoy llama nuestra atención el apóstol
Bartolomé. En las antiguas listas de los doce siempre aparece antes de
Mateo, mientras que cambia el nombre de quien le precede: en algunos casos
es Felipe (Cf. Mateo 10,3; Marcos 3,18; Lucas 6,14) o Tomás (Cf. Hechos
1,13).
Su nombre es evidentemente
patronímico, pues hace referencia explícita al nombre del padre. Se trata de
un nombre de características probablemente arameas, «bar Talmay», que
significa «hijo de Talmay».
No tenemos noticias importantes de
Bartolomé. De hecho, su nombre aparece siempre y sólo dentro de las listas
de los doce que antes he citado y, por tanto, no es el protagonista de
ninguna narración. Tradicionalmente, sin embargo, es identificado con
Natanael: un nombre que significa «Dios ha dado». Este Natanael era
originario de Caná (Cf Juan 21,2) y, por tanto, es posible que haya sido
testigo de algún gran «signo» realizado por Jesús en aquel lugar (Cf Juan
2,1-11).
La identificación de los dos
personajes se debe probablemente al hecho de que Natanael, en la escena de
la vocación narrada por el Evangelio de Juan, es colocado junto a Felipe, es
decir, en el puesto que tiene Bartolomé en las listas de los apóstoles
referidas por los demás Evangelios. A este Natanael, Felipe le había dicho
que había encontrado a «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los
profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Juan 1, 45).
Como sabemos, Natanel le planteó un
prejuicio de mucho peso: «¿De Nazaret puede haber cosa
buena?» (Juan 1,46a). Esta expresión es importante para nosotros. Nos
permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía proceder
de un pueblo tan oscuro, como era el caso de Nazaret (Cf. también Juan
7,42). Al mismo tiempo, sin embargo, muestra la libertad de Dios, que
sorprende nuestras expectativas, manifestándose precisamente allí donde no
nos lo esperamos. Por otra parte, sabemos que, en realidad, Jesús no era
exclusivamente «de Nazaret», sino que había nacido en Belén (Cf. Mateo 2,1;
Lucas 2,4). La objeción de Natanael, por tanto, no tenía valor, pues se
fundamentaba, como sucede con frecuencia, en una información incompleta.
El caso de Natanael nos sugiere otra
reflexión: en nuestra relación con Jesús, no tenemos que contentarnos sólo
con las palabras. Felipe, en su respuesta, presenta a Natanael una
invitación significativa: «Ven y lo verás»
(Juan 1,46b). Nuestro conocimiento de Jesús tiene necesidad sobre todo de
una experiencia viva: el testimonio de otra persona es ciertamente
importante, pues normalmente toda nuestra vida cristiana comienza con el
anuncio que nos llega por obra de uno o de varios testigos. Pero nosotros
mismos tenemos que quedar involucrados personalmente en una relación íntima
y profunda con Jesús.
De manera semejante, los samaritanos,
después de haber escuchado el testimonio de la compatriota con la que Jesús
se había encontrado en el pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con
Él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer: «Ya
no creemos por tus palabras; pues nosotros mismos hemos oído y sabemos que
éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Juan 4, 42).
Volviendo a la escena de la vocación,
el evangelista nos dice que, cuando Jesús ve que Natanael se acerca,
exclama: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en
quien no hay engaño» (Juan 1,47). Se trata de un elogio que recuerda
al texto de un Salmo: «Dichoso el hombre […] en cuyo
espíritu no hay fraude» (Salmo 32,2), pero que suscita la curiosidad
de Natanael, quien replica sorprendido: «¿De qué me
conoces?» (Juan 1,48a). La respuesta de Jesús no se entiende en un
primer momento. Le dice: «Antes de que Felipe te
llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Juan 1,48b).
Hoy es difícil darse cuenta con
precisión del sentido de estas últimas palabras. Según dicen los
especialistas, es posible que, dado que a veces se menciona a la higuera
como el árbol bajo el que se sentaban los doctores de la ley para leer la
Biblia y enseñarla, está aludiendo a este tipo de ocupación desempeñada por
Natanael en el momento de su llamada.
De todos modos, lo que más cuenta en
la narración de Juan es la confesión de fe que al final profesa Natanael de
manera límpida: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel»
(Juan 1, 49). Si bien no alcanza la intensidad de la confesión de Tomás con
la que concluye el Evangelio de Juan: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20,28),
la confesión de Natanael tiene la función de abrir el terreno al cuarto
Evangelio. En ésta se ofrece un primer e importante paso en el camino de
adhesión a Cristo. Las palabras de Natanael presentan un doble y
complementario aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto por su
relación especial con Dios Padre, del que es Hijo unigénito, como por su
relación con el pueblo de Israel, de quien es llamado rey, atribución propia
del Mesías esperado.
Nunca tenemos que perder de vista
ninguno de estos dos elementos, pues si proclamamos sólo la dimensión
celestial de Jesús corremos el riesgo de hacer de Él un ser etéreo y
evanescente, mientras que si sólo reconocemos su papel concreto en la
historia, corremos el riesgo de descuidar su dimensión divina, que
constituye su calificación propia.
No tenemos noticias precisas sobre la
posterior actividad apostólica de Bartolomé-Natanael. Según una información
referida por el historiador Eusebio en el siglo IV, un cierto Panteno habría
encontrado en la India los signos de la presencia de Bartolomé (Cf.
«Historia Eclesiástica», V, 10,3).
En la tradición posterior, a partir
de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte por despellejamiento,
que se hizo después sumamente popular. Basta pensar en la famosísima escena
del Juicio Universal de la Capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel presentó
a san Bartolomé teniendo en la mano izquierda su propia piel, en la que el
artista dejó su autorretrato.
Sus reliquias son veneradas aquí, en
Roma, en la Iglesia que se le ha dedicado en la Isla del Tíber, adonde
habrían sido traídas por el emperador alemán Otón III en el año 983.
Concluyendo, podemos decir que la
figura de san Bartolomé, a pesar de la falta de noticias, nos dice que la
adhesión a Jesús puede ser vivida y testimoniada incluso sin realizar obras
sensacionales. El extraordinario es Jesús, a quien cada uno de nosotros
estamos llamados a consagrar nuestra vida y nuestra muerte.
(catequesis pronunciada
el miércoles 11 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy tomamos en consideración a dos de
los doce apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que
confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en
las listas de los doce siempre están juntos (Cf. Mateo 10,4; Marcos 3,18;
Lucas 6,15; Hechos 1,13), sino también porque las noticias que les afectan
no son muchas, con la excepción de que el canon del Nuevo Testamento
conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.
Simón recibe un epíteto que cambia en
las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos le llaman «cananeo», Lucas le
define «Zelotes». En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues
significan lo mismo: en hebreo, el verbo «qanà’» significa «ser celoso,
apasionado» y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso del
pueblo al que ha elegido (Cf. Éxodo 20, 5), como a los hombres, que arden de
celo en el servicio al Dios único con plena entrega, como Elías (Cf. 1 Reyes
19,10).
Por tanto, es muy posible que este
Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los
zelotes, quizá se caracterizaba al menos por un celo ardiente por la
identidad judía, es decir, por Dios, por su pueblo y por su Ley divina. Si
esto es así, Simón es todo lo opuesto de Mateo, que por el contrario, como
publicano, procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un
signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los
más diversos estratos sociales, sin exclusión alguna. ¡A Él le interesan las
personas, no las categorías sociales o las etiquetas! Y lo mejor es que en
el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de que son diferentes, convivían
juntos, superando las imaginables dificultades: de hecho, Jesús mismo es el
motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Es una lección
para nosotros, que con frecuencia tendemos a subrayar las diferencias y
quizá las contraposiciones, olvidando que Jesucristo nos da la fuerza para
superar nuestros conflictos. Hay que recordar que el grupo de los doce es la
prefiguración de la Iglesia, en la tienen que encontrar espacio todos los
carismas, pueblos, razas, todas las cualidades, que encuentran su unidad en
la comunión con Jesús.
Por lo que se refiere a Judas Tadeo,
recibe este nombre de la tradición, uniendo dos nombres diferentes: mientras
Mateo y Marcos le llaman simplemente «Tadeo» (Mateo 10,3; Marcos 3,18),
Lucas lo llama «Judas de Santiago» (Lucas 6,16; Hechos 1,13). El apodo Tadeo
tiene una derivación incierta y se explica como proveniente del arameo «taddà’»,
que quiere decir «pecho», es decir, significaría que es «magnánimo», o como
una abreviación de un nombre griego como «Teodoro, Teodoto». De él se sabe
poco. Sólo Juan presenta una petición que planteó a Jesús durante la Última
Cena. Tadeo le dice al Señor: « Señor, ¿qué pasa para
que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Es una pregunta
de gran actualidad, que también nosotros le preguntamos al Señor: ¿por qué
no se ha manifestado el Resucitado en toda su gloria a los adversarios para
mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se ha manifestado a sus
discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice: «Si
alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y
haremos morada en él» (Juan 14, 22-23). Esto quiere decir que el
Resucitado tiene que ser visto y percibido con el corazón, de manera que
Dios pueda hacer su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una
cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por ello su manifestación implica y
presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.
A Judas Tadeo se le ha atribuido la
paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que son llamadas
«católicas», pues no están dirigidas a una determinada Iglesia local, sino a
un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige «a
los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo»
(versículo 1). La preocupación central de este escrito consiste en alertar a
los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para
disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a los demás hermanos con
enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia
«alucinados en sus delirios» (versículo 8), así define Judas a sus doctrinas
e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos, y con
términos fuertes dice que «se han ido por el camino de
Caín» (versículo 11). Además les tacha sin reticencias de «nubes
sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces
muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma
de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la
oscuridad de las tinieblas para siempre» (versículos 12-13).
Hoy quizá no estamos acostumbrados a
utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo importante.
En medio de todas las tentaciones, de todas las corrientes de la vida
moderna, tenemos que conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, el
camino de la indulgencia y del diálogo, que emprendió con acierto el
Concilio Vaticano II, tiene que continuarse con firme constancia. Pero este
camino del diálogo, tan necesario, no tiene que hacer olvidar el deber de
recodar y subrayar siempre las líneas fundamentales irrenunciables de
nuestra identidad cristiana.
Por otra parte, es necesario tener
muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía, ante
las contradicciones del mundo en que vivismo. Por ello, el texto de la carta
sigue diciendo así: «Pero vosotros, queridos,
edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo,
manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor
Jesucristo para vida eterna. A unos, a los que vacilan, tratad de
convencerlos...» (versículos 20-22). La carta se concluye con estas
bellísimas palabras: «Al que es capaz de guardaros
inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al
Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor,
gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los
siglos. Amén» (versículos 24-25).
Se ve con claridad que el autor de
estas líneas vive en plenitud la propia fe, a la que pertenecen realidades
grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y por último la
alabanza, quedando todo motivado por la bondad de nuestro único Dios y por
la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por este motivo, tanto Simón el
Cananeo, como Judas Tadeo nos ayudan a redescubrir siempre de nuevo y a
vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo dar testimonio
fuerte y al mismo tiempo sereno.
(catequesis pronunciada
el miércoles 18 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Al terminar de recorrer hoy la lista
de los doce apóstoles llamados directamente por Jesús durante su vida
terrena, no podemos dejar de mencionar a quien siempre aparece en último
lugar: Judas Iscariote. Queremos asociarle con la persona que después fue
escogida en su sustitución, es decir, Matías.
Ya sólo el nombre de Judas suscita
entre los cristianos una instintiva reacción de reprobación y de condena. El
significado del apelativo «Iscariote» es controvertido: la explicación más
utilizada dice que significa «hombre de Queriyyot», en referencia al pueblo
de origen, situado en los alrededores de Hebrón, mencionado dos veces en la
Sagrada Escritura (Cf. Josué 15, 25; Amós 2, 2). Otros lo interpretan como
una variación del término «sicario», como si aludiera a un guerrillero
armado de puñal, llamado en latín «sica». Por último, algunos ven en el
apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa: «aquel
que iba a entregarle». Esta mención se encuentra dos veces en el cuarto
Evangelio, es decir, después de una confesión de fe de Pedro (Cf. Juan 6,
71) y después durante la unción de Betania (Cf. Juan 12, 4).
Otros pasajes muestran que la
traición estaba en curso, diciendo: «aquel que le traicionaba», como sucede
durante la Última Cena, después del anuncio de la traición (Cf. Mateo 26,
25) y después en el momento en que Jesús fue arrestado (Cf. Mateo 26, 46.48;
Juan 18,2.5). Sin embargo, las listas de los doce recuerdan la traición como
algo ya acontecido: «Judas Iscariote, el mismo que le entregó», dice Marcos
(3, 19); Mateo (10, 4) y Lucas (6, 16) utilizan fórmulas equivalentes. La
traición, en cuanto tal, tuvo lugar en dos momentos: ante todo en su fase de
proyecto, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por
treinta monedas de plata (Cf. Mateo 26,14-16), y después en su ejecución con
el beso que le dio al Maestro en Getsemaní (Cf. Mateo 26, 46-50).
De todos modos, los evangelistas
insisten en que le correspondía plenamente su condición de apóstol: es
llamado repetidamente «uno de los doce» (Mateo 26,14.47; Marcos 14, 10.20;
Juan 6, 71) o «del número de los doce» (Lucas 22, 3). Es más, en dos
ocasiones, Jesús, dirigiéndose a los apóstoles y hablando precisamente de
él, le indica como «uno de vosotros» (Mateo 26, 21; Marcos 14,18; Juan 6,
70; 13, 21). Y Pedro dirá que Judas «era uno de los nuestros y obtuvo un
puesto en este ministerio» (Hechos 1, 17).
Se trata, por tanto, de una figura
perteneciente al grupo de aquellos a los que Jesús había escogido como
compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas a la hora de
explicar lo acaecido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible
que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. De hecho, si bien Judas
es el ecónomo del grupo (Cf. Juan 12,6b; 13,29a), en realidad también se le
llama «ladrón» (Juan 12,6a). El misterio de la elección es todavía más
grande, pues Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él: «¡ay de aquel
por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mateo 26, 24). Este misterio es
todavía más profundo si se piensa en su suerte eterna, sabiendo que Judas
«fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a
los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “Pequé entregando sangre
inocente”» (Mateo 27, 3-4). Si bien él se alejó después para ahorcarse (Cf.
Mateo 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en
lugar de Dios, quien es infinitamente misericordioso y justo.
Una segunda pregunta afecta al motivo
del comportamiento de Judas: ¿por qué traicionó a Jesús? La cuestión suscita
varias hipótesis. Algunos recurren a la avidez por el dinero; otros ofrecen
una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al
ver que Jesús no entraba en el programa de liberación político-militar de su
propio país. En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto:
Juan dice expresamente que «el diablo había puesto en el corazón a Judas
Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle» (Juan 13,2); del mismo
modo, Lucas escribe: «Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del
número de los doce» (Lucas 22, 3). De este modo, se va más allá de las
motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la
responsabilidad personal de Judas, quien cedió miserablemente a una
tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un
misterio. Jesús le trató como a un amigo (Cf. Mateo 26, 50), pero en sus
invitaciones a seguirle por el camino de las bienaventuranzas no forzaba su
voluntad ni le impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la
libertad humana.
De hecho, las posibilidades de
perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de
prevenirlas consiste en no cultivar una visión de la vida que sólo sea
individualista, autónoma, sino en ponerse siempre de parte de Jesús,
asumiendo su punto de vista. Tenemos que tratar, día tras día, de estar en
plena comunión con Él. Recordemos que incluso Pedro quería oponerse a Él y a
lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió una fortísima reprensión:
«¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios,
sino los de los hombres» (Marcos 8,32-33) Tras su caída, Pedro se arrepintió
y encontró perdón y gracia. También Judas se arrepintió, pero su
arrepentimiento degeneró en desesperación y de este modo se convirtió en
autodestrucción. Es para nosotros una invitación a recordar siempre lo que
dice san Benito al final del capítulo V, fundamental, de su «Regla»:
«no
desesperar nunca de la misericordia de Dios». En realidad,
«Dios es mayor
que nuestra conciencia», como dice san Juan (1 Juan 3, 20).
Recordemos dos cosas. La primera:
Jesús respeta nuestra libertad. La segunda: Jesús espera que tengamos la
disponibilidad para arrepentirnos y para convertirnos; es rico en
misericordia y perdón. De hecho, cuando pensamos en el papel negativo que
desempeñó Judas, tenemos que enmarcarlo en la manera superior con que Dios
dispuso de los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús,
quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en
la entrega de sí mismo al Padre (Cf. Gáltas 2, 20; Efesios 5,2.25). El verbo
«traicionar» es la versión griega que significa «entregar». A veces su
sujeto es incluso el mismo Dios en persona: él mismo por amor «entregó» a
Jesús por todos nosotros (Cf. Romanos 8, 32). En su misterioso proyecto de
salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como motivo de
entrega total del Hijo por la redención del mundo.
Al concluir, queremos recordar
también a quien, después de Pascua, fue elegido en lugar del traidor. En la
Iglesia de Jerusalén se presentaron dos a la comunidad, y después sus
hombres fueron echados a suerte: « José, llamado Barsabás, por sobrenombre
Justo, y Matías» (Hechos l, 23). Precisamente este último fue el escogido, y
de este modo «fue agregado al número de los doce apóstoles» (Hechos 1, 26).
No sabemos nada más de él, a excepción de que fue testigo de la vida pública
de Jesús (Cf. Hechos 1, 21-22), siéndole fiel hasta el final. A la grandeza
de su fidelidad se le añadió después la llamada divina a tomar el lugar de
Judas, como compensando su traición.
Sacamos de aquí una última lección:
si bien en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno
de nosotros nos corresponde contrabalancear el mal que ellos realizan con
nuestro testimonio limpio de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.
(catequesis pronunciada
el miércoles 25 de octubre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos concluido nuestras reflexiones sobre los doce
apóstoles, llamados directamente por Jesús durante su vida
terrena. Hoy comenzamos a acercarnos a las figuras de otros
personajes importantes de la Iglesia primitiva. También
ellos gastaron su vida por el Señor, por el Evangelio y por
la Iglesia. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe
Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «han entregado su vida
a la causa de nuestro Señor Jesucristo» (15, 26).
El primero de éstos, llamado por el mismo Señor, por el
Resucitado, a ser también él auténtico apóstol, es sin duda
Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera grandeza
en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los
orígenes. San Juan Crisóstomo le exalta como personaje
superior incluso a muchos ángeles y arcángeles (Cf.
«Panegírico» 7, 3). Dante Alighieri en la Divina Comedia,
inspirándose en la narración de Lucas en los Hechos de los
Apóstoles (Cf 9, 15), le define simplemente como «vaso de
elección» (Infierno 2, 28), que significa: instrumento
escogido por Dios. Otros le han llamado el «decimotercer
apóstol» --y realmente él insiste mucho en el hecho de ser
un auténtico apóstol, habiendo sido llamado por el
Resucitado, o incluso «el primero después del Único».
Ciertamente, después de Jesús, él es el personaje de los
orígenes del que más estamos informados. De hecho, no sólo
contamos con la narración que hace de él Lucas en los Hechos
de los Apóstoles, sino también de un grupo de cartas que
provienen directamente de su mano y que sin intermediarios
nos revelan su personalidad y pensamiento. Lucas nos informa
que su nombre original era Saulo (Cf. Hechos 7,58; 8,1
etc.), en hebreo Saúl (Cf. Hechos 9, 14.17; 22,7.13; 26,14),
como el rey Saúl (Cf. Hechos 13,21), y era un judío de la
diáspora, dado que la ciudad de Tarso se sitúa entre
Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para
estudiar a fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino
Gamaliel (Cf. Hechos 22,3). Había aprendido también un
trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hechos
18, 3), que más tarde le permitiría sustentarse
personalmente sin ser de peso para las Iglesias (Cf. Hechos
20,34; 1 Corintios 4,12; 2 Corintios 12, 13-14).
Para él fue decisivo conocer la comunidad de quienes se
profesaban discípulos de Jesús. Por ellos tuvo noticia de
una nueva fe, un nuevo «camino», como se decía, que no ponía
en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús,
crucificado y resucitado, a quien se le atribuía la remisión
de los pecados. Como judío celoso, consideraba este mensaje
inaceptable, es más escandaloso, y sintió el deber de
perseguir a los seguidores de Cristo incluso fuera de
Jerusalén. Precisamente, en el camino hacia Damasco, a
inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue
« alcanzado por Cristo Jesús» (Filipenses 3, 12). Mientras
Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles --la manera
en que la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando
fundamentalmente toda su vida-- en sus cartas él va
directamente a lo esencial y habla no sólo de una visión
(Cf. 1 Corintios 9,1), sino de una iluminación (Cf. 2
Corintios 4, 6) y sobre todo de una revelación y una
vocación en el encuentro con el Resucitado (Cf. Gálatas 1,
15-16). De hecho, se definirá explícitamente «apóstol por
vocación» (Cf. Romanos 1, 1; 1 Corintios 1, 1) o «apóstol
por voluntad de Dios» (2 Corintios 1, 1; Efesios 1,1;
Colosenses 1, 1), como queriendo subrayar que su conversión
no era el resultado de bonitos pensamientos, de reflexiones,
sino el fruto de una intervención divina, de una gracia
divina imprevisible. A partir de entonces, todo lo que antes
constituía para él un valor se convirtió paradójicamente,
según sus palabras, en pérdida y basura (Cf. Filipenses 3,
7-10). Y desde aquel momento puso todas sus energías al
servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Su
existencia se convertirá en la de un apóstol que quiere
«hacerse todo a todos» (1 Corintios 9,22) sin reservas.
De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros:
lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a
Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice
esencialmente por el encuentro, la comunión con Cristo y su
Palabra. Bajo su luz, cualquier otro valor debe ser
recuperado y purificado de posibles escorias. Otra lección
fundamental dejada por Pablo es el horizonte espiritual que
caracteriza a su apostolado. Sintiendo agudamente el
problema de la posibilidad para los gentiles, es decir, los
paganos, de alcanzar a Dios, que en Jesucristo crucificado y
resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin
excepción, se dedicó a dar a conocer este Evangelio,
literalmente «buena noticia», es decir, el anuncio de gracia
destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y
con los demás. Desde el primer momento había comprendido que
ésta es una realidad que no afectaba sólo a los judíos, a un
cierto grupo de hombres, sino que tenía un valor universal y
afectaba a todos.
La Iglesia de Antioquia de Siria fue el punto de partida de
sus viajes, donde por primera vez el Evangelio fue anunciado
a los griegos y donde fue acuñado también el nombre de
«cristianos» (Cf. Hechos 11, 20.26), es decir, creyentes en
Cristo. Desde allí tomó rumbo en un primer momento hacia
Chipre y después en diferentes ocasiones hacia regiones de
Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia), y después a las de
Europa (Macedonia, Grecia). Más reveladoras fueron las
ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar
tampoco Berea, Atenas y Mileto.
En el apostolado de Pablo no faltaron dificultades, que él
afrontó con valentía por amor a Cristo. Él mismo recuerda
que tuvo que soportar «trabajos…, cárceles…, azotes;
peligros de muerte, muchas veces…Tres veces fui azotado con
varas; una vez apedreado; tres veces naufragué… Viajes
frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores;
peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles;
peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por
mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga;
noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días
sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi
responsabilidad diaria: la preocupación por todas las
Iglesias» (2 Corintios 11,23-28). En un pasaje de la Carta a
los Romanos (Cf. 15, 24.28) se refleja su propósito de
llegar hasta España, hasta el confín de Occidente, para
anunciar el Evangelio por doquier hasta los confines de la
tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre así?
¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un apóstol
de esta talla? Está claro que no hubiera podido afrontar
situaciones tan difíciles, y a veces tan desesperadas, si no
hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que no
podía haber límites. Para Pablo, esta razón, lo sabemos, es
Jesucristo, de quien escribe: «El amor de Cristo nos
apremia… murió por todos, para que ya no vivan para sí los
que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos»
(2 Corintios 5,14-15), por nosotros, por todos.
De hecho, el apóstol ofrecerá su testimonio supremo con la
sangre bajo el emperador Nerón aquí, en Roma, donde
conservamos y veneramos sus restos mortales. Clemente
Romano, mi predecesor en esta sede apostólica en los últimos
años del siglo I, escribió: «Por celos y discordia, Pablo se
vio obligado a mostrarnos cómo se consigue el premio de la
paciencia… Después de haber predicado la justicia a todos en
el mundo, y después de haber llegado hasta los últimos
confines de Occidente, soportó el martirio ante los
gobernantes; de este modo se fue de este mundo y alcanzó el
lugar santo, convertido de este modo en el más grande modelo
de perseverancia» (A los Corintios 5). Que el Señor nos
ayude a vivir la exhortación que nos dejó el apóstol en sus
cartas: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (1
Corintios 11, 1).
(catequesis pronunciada
el miércoles 8 de noviembre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos:
En la catequesis precedente, hace quince días, traté de
trazar las líneas esenciales de la biografía del apóstol
Pablo. Hemos visto cómo el encuentro con Cristo en la
carretera de Damasco revolucionó literalmente su vida.
Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo
profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas,
después del nombre de Dios, que aparece más de quinientas
veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de
Cristo (380 veces). Por tanto, es importante que nos demos
cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una
persona y, por tanto, también en nuestra misma vida. En
realidad, Jesucristo es el ápice de la historia de la
salvación y por tanto el verdadero punto discriminante en el
diálogo con las demás religiones.
Al ver el ejemplo de Pablo, podremos formular así el
interrogante de fondo: ¿cómo tiene lugar el encuentro de un
ser humano con Cristo? ¿En qué consiste la relación que se
deriva del mismo? La respuesta que ofrece Pablo puede ser
comprendida en dos momentos.
En primer lugar, Pablo nos ayuda a comprender el valor
fundamental e insustituible de la fe. En la Carta a los
Romanos escribe: «Pensamos que el hombre es justificado por
la fe, sin las obras de la ley» (3, 28). Y en la Carta a los
Gálatas: «el hombre no se justifica por las obras de la ley
sino sólo por la fe en Jesucristo, por eso nosotros hemos
creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación
por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por
las obras de la ley nadie será justificado» (2,16). «Ser
justificados» significa ser hechos justos, es decir, ser
acogidos por la justicia misericordiosa de Dios, y entrar en
comunión con Él, y por tanto poder establecer una relación
mucho más auténtica con todos nuestros hermanos: y esto en
virtud de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien,
Pablo dice con toda claridad que esta condición de vida no
depende de nuestras posibles buenas obras, sino de la pura
gracia de Dios: «Somos justificados por el don de su gracia,
en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús»
(Romanos 3, 24).
Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido
fundamental de su conversión, la nueva dirección que tomó su
vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado.
Pablo, antes de la conversión, no era un hombre alejado de
Dios ni de su Ley. Por el contrario, era un observante, con
una observancia que rayaba en el fanatismo. Sin embargo, a
la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo
se había buscado hacerse a sí mismo, su propia justicia, y
que con toda esa justicia sólo había vivido para sí mismo.
Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva
orientación. Y esta nueva orientación la expresa así: «la
vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del
Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí»
(Gálatas 2, 20).
Pablo, por tanto, ya no vive para sí mismo, para su propia
justicia. Vive de Cristo y con Cristo: dándose a sí mismo;
ya no se busca ni se hace a sí mismo. Esta es la nueva
justicia, la nueva orientación que nos ha dado el Señor, que
nos da la fe. ¡Ante la cruz de Cristo, expresión máxima se
su entrega, ya no hay nadie que pueda gloriarse de sí, de su
propia justicia! En otra ocasión, Pablo, haciendo eco a
Jeremías, aclara su pensamiento: «El que se gloríe, gloríese
en el Señor» (1 Corintios 1, 31; Jeremías 9,22s); o también:
«En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz
de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí
un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gálatas
6,14).
Al reflexionar sobre lo que quiere decir no justificarse por
las obras sino por la fe, hemos llegado al segundo elemento
que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en
su propia vida. Identidad cristiana que se compone
precisamente de dos elementos: no buscarse a sí mismo, sino
revestirse de Cristo y entregarse con Cristo, y de este modo
participar personalmente en la vida del mismo Cristo hasta
sumergirse en Él y compartir tanto su muerte como su vida.
Pablo lo escribe en la Carta a los Romanos: «Fuimos
bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte…
Fuimos con él sepultados… somos una misma cosa con él… Así
también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos
para Dios en Cristo Jesús» (Romanos 6, 3.4.5.11).
Precisamente esta última expresión es sintomática: para
Pablo, de hecho, no es suficiente decir que los cristianos
son bautizados, creyentes; para él es igualmente importante
decir que ellos «están en Cristo Jesús» (Cf. también Romanos
8,1.2.39; 12,5; 16,3.7.10; 1 Corintios 1, 2.3, etcétera).
En otras ocasiones invierte los términos y escribe que
«Cristo está en nosotros/vosotros» (Romanos 8,10; 2
Corintios 13,5) o «en mí» (Gálatas 2,20). Esta
compenetración mutua entre Cristo y el cristiano,
característica de la enseñanza de Pablo, completa su
reflexión sobre la fe. La fe, de hecho, si bien nos une
íntimamente a Cristo, subraya la distinción entre nosotros y
Él. Pero, según Pablo, la vida del cristiano tiene también
un elemento que podríamos llamar «místico», pues comporta
ensimismarnos en Cristo y Cristo en nosotros. En este
sentido, el apóstol llega a calificar nuestros sufrimientos
como los «sufrimientos de Cristo en nosotros» (2 Corintios
1, 5), de manera que «llevamos siempre en nuestros cuerpos
por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la
vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Corintios
4,10).
Todo esto tenemos que aplicarlo a nuestra vida cotidiana
siguiendo el ejemplo de Pablo que vivió siempre con este
gran horizonte espiritual. Por una parte, la fe debe
mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios,
es más, de adoración y de alabanza en relación con Él. De
hecho, lo que somos como cristianos sólo se lo debemos a Él
y a su gracia. Dado que nada ni nadie puede tomar su lugar,
es necesario por tanto que a nada ni a nadie rindamos el
homenaje que le rendimos a Él. Ningún ídolo tiene que
contaminar nuestro universo espiritual, de lo contrario en
vez de gozar de la libertad alcanzada volveremos a caer en
una forma de esclavitud humillante. Por otra parte, nuestra
radical pertenencia a Cristo y el hecho de que «estamos en
Él» tiene que infundirnos una actitud de total confianza y
de inmensa alegría.
En definitiva, tenemos que exclamar con san Pablo: «Si Dios
está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Romanos 8, 31).
Y la respuesta es que nada ni nadie «podrá separarnos del
amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro»
(Romanos 8,39). Nuestra vida cristiana, por tanto, se basa
en la roca más estable y segura que puede imaginarse. De
ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente
el apóstol: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta»
(Fi1ipenses 4,13).
Afrontemos por tanto nuestra existencia, con sus alegrías y
dolores, apoyados por estos grandes sentimientos que Pablo
nos ofrece. Haciendo esta experiencia, podemos comprender
que es verdad lo que el mismo apóstol escribe: «yo sé bien
en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es
poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día», es
decir, hasta el día definitivo (2 Timoteo 1,12) de nuestro
encuentro con Cristo, juez, salvador del mundo y nuestro.
(catequesis pronunciada
el miércoles 15 de noviembre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que en las dos catequesis precedentes, volvemos a
hablar de san Pablo y de su pensamiento. Nos encontramos ante un
gigante no sólo a nivel del apostolado concreto, sino también a
nivel de la doctrina teológica, extraordinariamente profunda y
estimulante. Después de haber meditado en la última ocasión en
lo que escribió Pablo sobre el puesto central que ocupa
Jesucristo en nuestra vida de fe, veamos hoy lo que nos dice
sobre el Espíritu Santo y sobre su presencia en nosotros, pues
también en esto el apóstol tiene algo muy importante que
enseñarnos.
Sabemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los
Hechos de los Apóstoles, al describir el acontecimiento de
Pentecostés. El Espíritu pentecostal imprime un empuje vigoroso
para asumir el compromiso de la misión para testimoniar el
Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los
Hechos de los Apóstoles narra toda una serie de misiones
realizadas por los apóstoles, primero en Samaria, después en la
franja de la costa de Palestina, como ya recordé en un
precedente encuentro del miércoles. Ahora bien, san Pablo, en
sus cartas, nos habla del Espíritu también desde otro punto de
vista. No se limita a ilustrar sólo la dimensión dinámica y
operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino
que analiza también su presencia en la vida del cristiano, cuya
identidad queda marcada por él. Es decir, Pablo reflexiona sobre
el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar
del cristiano sino sobre su mismo ser. De hecho, dice que el
Espíritu de Dios habita en nosotros (Cf. Romanos 8, 9; 1
Corintios 3,16) y que «Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo» (Gálatas 4, 6). Para Pablo, por tanto, el
Espíritu nos penetra hasta en nuestras profundidades personales
más íntimas. En este sentido, estas palabras tienen un
significado relevante: «La ley del espíritu que da la vida en
Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte… Pues
no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor;
antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos
hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Romanos 8, 2.15), dado que somos
hijos, podemos llamar «Padre» a Dios. Podemos ver, por tanto,
que el cristiano, incluso antes de actuar, posee ya una
interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, una interioridad
que le introduce en una relación objetiva y original de
filiación en relación con Dios. En esto consiste nuestra gran
dignidad: no somos sólo imagen, sino hijos de Dios. Y esto
constituye una invitación a vivir nuestra filiación, a ser cada
vez más conscientes de que somos hijos adoptivos en la gran
familia de Dios. Es una invitación a transformar este don
objetivo en una realidad subjetiva, determinante para nuestra
manera de pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser. Dios
nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad
semejante, aunque no igual, a la del mismo Jesús, el único que
es plenamente verdadero Hijo. En Él se nos da o se nos restituye
la condición filial y la libertad confiada en nuestra relación
con el Padre.
De este modo descubrimos que para el cristino el Espíritu ya no
es sólo el «Espíritu de Dios», como se dice normalmente en el
Antiguo Testamento y como repite el lenguaje cristiano (Cf
Génesis 41, 38; Éxodo 31, 3; 1 Corintios 2,11.12; Filipenses
3,3; etc.). Y no es tan sólo un «Espíritu Santo», entendido
genéricamente, según la manera de expresarse del Antiguo
Testamento (Cf. Isaías 63, 10.11; Salmo 51, 13), y del mismo
judaísmo en sus escritos (Qumrán, rabinismo). Es propia de la fe
cristiana la confesión de una participación de este Espíritu en
el Señor resucitado, quien se ha convertido Él mismo en
«Espíritu que da vida» (1 Corintios 15, 45). Precisamente por
este motivo san Pablo habla directamente del «Espíritu de
Cristo» (Romanos 8, 9), del «Espíritu del Hijo» (Gálatas 4, 6) o
del «Espíritu de Jesucristo» (Filipenses 1, 19). Parece como si
quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (Cf.
Juan 14, 9), sino que también el Espíritu de Dios se expresa en
la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado.
Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede
haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en
nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar
como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es
la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los
santos es según Dios» (Romanos 8, 26-27). Es como decir que el
Espíritu Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo, se
convierte como en el alma de nuestra alma, la parte más secreta
de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un
movimiento de oración, del que no podemos ni siquiera precisar
los términos. El Espíritu, de hecho, siempre despierto en
nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra
adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas.
Obviamente esto exige un nivel de gran comunión vital con el
Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más
atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a
transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a
aprender de este modo a rezar, a hablar con el Padre como hijos
en el Espíritu Santo.
Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos ha
enseñado san Pablo: su relación con el amor. El apóstol escribe
así: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado» (Romanos 5, 5). En mi carta encíclica «Deus caritas est» citaba una frase sumamente elocuente de
san Agustín: «Ves
la Trinidad si ves el amor» (número 19), y luego explicaba: «el
Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón [de
los creyentes] con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los
hermanos como Él los ha amado» (ibídem). El Espíritu nos pone en
el ritmo mismo de la vida divina, que es vida de amor,
haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se
dan entre el Padre y el Hijo. Es sumamente significativo que
Pablo, cuando enumera los diferentes elementos de los frutos del
Espíritu, menciona en primer lugar el amor: «El fruto del
Espíritu es amor, alegría, paz, etc.» (Gálatas 5, 22). Y, dado
que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador
de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al
inicio de la misa con una expresión de san Pablo: «… la comunión
del Espíritu Santo [es decir, la que por Él actúa] sea con todos
vosotros» (2 Corintios 13,13). Ahora bien, por otra parte,
también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar
relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo,
cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos
expresarse en plenitud. Se comprende de este modo el motivo por
el que Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos
estas dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu» y «No
devolváis a nadie mal por mal» (Romanos 12, 11.17).
Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo
generoso que el mismo Dios nos ha dado como adelanto y al mismo
tiempo garantía de nuestra herencia futura (Cf. 2 Corintios
1,22; 5,5; Efesios 1,13-14). Aprendamos, de este modo, de Pablo
que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los
grandes valores del amor, de la alegría, de la comunión y de la
esperanza. A nosotros nos corresponde hacer cada día esta
experiencia, secundando las sugerencias interiores del Espíritu,
ayudados en el discernimiento por la guía iluminante del
apóstol.
(catequesis pronunciada
el miércoles 22 de noviembre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Concluimos hoy nuestros encuentros con el apóstol Pablo,
dedicándole una última reflexión. No podemos despedirnos de él
sin tomar en cuenta uno de los elementos decisivos de su
actividad y uno de los temas más importantes de su pensamiento:
la realidad de la Iglesia. Tenemos que constatar, ante todo, que
su primer contacto con la persona de Jesús tuvo lugar a través
del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén. Fue un
contacto borrascoso. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se
convirtió inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él
mismo en tres ocasiones en otras tantas cartas: «he perseguido a
la Iglesia de Dios», escribe (1 Corintios 15,9; Gálatas 1,13;
Filipenses 3,6), presentando este comportamiento como el peor
crimen.
¡La historia nos demuestra que se llega normalmente a Jesús
pasando a través de la Iglesia! En cierto sentido, es lo que
también le sucedió --como decíamos-- a Pablo, quien encontró a
la Iglesia antes de encontrar a Jesús. Ahora bien, en su caso,
este contacto fue contraproducente: no provocó la adhesión, sino
más bien una repulsión violenta.
Para Pablo, la adhesión a la Iglesia fue propiciada por una
intervención directa de Cristo, quien al revelarse en el camino
de Damasco, se identificó con la Iglesia y le dio a entender que
perseguir a la Iglesia era perseguirle a Él, el Señor. De hecho,
el Resucitado le dijo a
Pablo, el perseguidor de la Iglesia: «Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?» (Hechos 9, 4). Persiguiendo a la Iglesia, perseguía
a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo, a
Cristo y a la Iglesia. Así se comprende cómo la Iglesia estuvo
tan presente en los pensamientos, en el corazón y en la
actividad de Pablo.
En primer lugar estuvo presente cuando fundó literalmente muchas
Iglesias en varias ciudades a las que llegó como evangelizador.
Cuando habla de «la preocupación por todas las Iglesias» (2
Corintios 11, 28), piensa en las diferentes comunidades
cristianas suscitadas en Galacia, Jonia, Macedonia, y en Acaya.
Algunas de esas Iglesias también le dieron preocupaciones y
disgustos, como sucedió por ejemplo con las Iglesias de Galacia,
que se pasó «a otro evangelio» (Gálatas 1,6), a lo que se opuso
con firme determinación. No se sentía unido a las comunidades
que fundó de manera fría o burocrática, sino intensa y
apasionadamente. Por ejemplo, define a los filipenses «hermanos
míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona» (4,1). Otras
veces compara las diferentes comunidades con una carta de
recomendación única: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en
nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres» (2
Corintios 3, 2). Otras veces les de muestra no sólo un verdadero
sentimiento de paternidad sino también de maternidad, como
cuando se dirige a sus destinatarios llamándoles «hijos míos,
por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo
formado en vosotros» (Gálatas 4,19; Cf. anche l Corintios
4,14-15; 1 Tesalonicenses 2,7-8).
En sus cartas, Pablo nos ilustra también su doctrina sobre la
Iglesia en cuanto tal. Es muy conocida su original definición de
la Iglesia como «cuerpo de Cristo», que no encontramos en otros
autores cristianos del siglo I (Cf. 1 Corintios 12,27; Efesios
4,12; 5,30; Colosenses 1,24). La raíz más profunda de esta
sorprendente definición de la Iglesia la encontramos en el
Sacramento del cuerpo de Cristo. Dice san Pablo: «
Porque aun
siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 17). En la misma
Eucaristía Cristo nos da su Cuerpo y nos hace su Cuerpo. En este
sentido, san Pablo dice a los Gálatas: «todos vosotros sois uno
en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28).
Con todo esto, Pablo nos da a entender que no sólo se da una
pertenencia de la Iglesia a Cristo, sino también una cierta
forma de equiparación e identificación de la Iglesia con el
mismo Cristo. De esto, por tanto, se deriva la grandeza y la
nobleza de la Iglesia, es decir, de todos nosotros que formamos
parte de ella: del hecho de ser miembros de Cristo, una especie
de extensión de su presencia personal en el mundo.
Y de aquí se deriva, naturalmente, nuestro deber de vivir
realmente en conformidad con Cristo. De aquí se derivan también
las exhortaciones de Pablo a propósito de los diferentes
carismas que alientan y estructuran la comunidad cristiana.
Todos se remontan a un manantial único, que es el Espíritu del
Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia no hay nadie que
carezca de ellos, pues, como escribe el apóstol, «a cada cual se
le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1
Corintios 12, 7). Ahora bien, lo importante es que todos los
carismas cooperen juntos en la edificación de la comunidad y no
se conviertan, por el contrario, en motivo de laceración. En
este sentido, Pablo se pregunta retóricamente: «¿Esta dividido
Cristo?» (1 Corintios 1, 13). Sabe bien y nos enseña que es
necesario «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la
paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza
a que habéis sido llamados» (Efesios 4, 3-4).
Obviamente, subrayar la exigencia de la unidad no significa
decir que hay que uniformar o achatar la vida eclesial según una
manera única de actuar. En otro pasaje, Pablo invita a «no
extinguir el Espíritu» (1 Tesalonicenses 5,19), es decir, a
dejar generosamente espacio al dinamismo imprevisible de las
manifestaciones carismáticas del Espíritu, que es una fuente de
energía y de vitalidad siempre nueva. Pero si hay un criterio
particularmente importante para Pablo éste es la mutua
edificación: «que todo sea para edificación» (1 Corintios 14,
26). Todo debe ayudar a construir ordenadamente el tejido
eclesial, no sólo sin estancamientos, sino también sin fugas ni
desgarramientos. Una carta de Pablo que llega a presentar a la
Iglesia como esposa de Cristo (Cf. Efesios 5, 21-33). Retoma así
una antigua metáfora profética, que hacía del pueblo de Israel
la esposa del Dios de la alianza (Cf. Oseas 2,4.21; Isaías
54,5-8): expresa así hasta qué punto son íntimas las relaciones
entre Cristo y su Iglesia, ya sea porque es objeto del más
tierno amor por parte de su Señor, ya sea porque el amor tiene
que ser mutuo y que nosotros, en cuanto miembros de la Iglesia,
tenemos que demostrarle una fidelidad apasionada.
En conclusión, por tanto, está en juego una relación de
comunión: la relación por llamarla de algún modo «vertical»
entre Jesucristo y todos nosotros, pero también la «horizontal»
entre todos los que se distinguen en el mundo por el hecho de de
«invocar el nombre de Jesucristo, Señor nuestro» (1 Corintios 1,
2). Esta es nuestra definición: formamos parte de los que
invocan el nombre del Señor Jesucristo. Se entiende así hasta
qué punto hay que desear la realización de lo que el mismo Pablo
anhela al escribir a los Corintios: «Por el contrario, si todos
profetizan y entra un infiel o un no iniciado, será convencido
por todos, juzgado por todos. Los secretos de su corazón
quedarán al descubierto y, postrado rostro en tierra, adorará a
Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros» (1
Corintios 14, 24-25). Así deberían ser nuestros encuentros
litúrgicos. Un no cristiano que entra en una asamblea nuestra al
final debería poder decir: «Verdaderamente Dios está con
vosotros». Pidamos al Señor que vivamos así, en comunión con
Cristo y en comunión entre nosotros.
(catequesis pronunciada
el miércoles 2 de julio de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy comienzo un nuevo ciclo de catequesis, dedicado al gran apóstol san
Pablo. Como sabéis, a él esta consagrado este año, que va desde la
fiesta litúrgica de los apóstoles San Pedro y San Pablo del 29 de junio
de 2008 hasta la misma fiesta de 2009. El apóstol san Pablo, figura
excelsa y casi inimitable, pero en cualquier caso estimulante, se nos
presenta como un ejemplo de entrega total al Señor y a su Iglesia, así
como de gran apertura a la humanidad y a sus culturas.
Así pues, es
justo no solo que le dediquemos un lugar particular en nuestra
veneración, sino también que nos esforcemos por comprender lo que nos
puede decir también a nosotros, cristianos de hoy.
En este primer encuentro, consideraremos el ambiente en el que vivió y
actuó. Este tema parecería remontarnos a tiempos lejanos, dado que
debemos insertarnos en el mundo de hace dos mil anos. Y, sin embargo,
esto solo es verdad en apariencia y parcialmente, pues podremos
constatar que, en varios aspectos, el actual contexto sociocultural no
es muy diferente al de entonces.
Un factor primario y fundamental que es preciso tener presente es la
relación entre el ambiente en el que san Pablo nace y se desarrolla y el
contexto global en el que sucesivamente se integra. Procede de una
cultura muy precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria: la del
pueblo de Israel y de su tradición. Como nos enseñan los expertos, en el
mundo antiguo, y de modo especial dentro del Imperio romano, los judíos
debían de ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su
número a mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el
3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida,
como sucede también hoy, los distinguían claramente del ambiente
circunstante. Esto podía llevar a dos resultados: o a la burla, que
podía desembocar en la intolerancia, o a la admiración, que se
manifestaba en varias formas de simpatía, como en el caso de los
"temerosos de Dios" o de los "prosélitos", paganos que se asociaban a la
Sinagoga y compartían la fe en el Dios de Israel.
Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una
parte, el duro juicio de un orador como Cicerón, que despreciaba su
religión e incluso la ciudad de Jerusalén (cf. Pro Flacco,66-69);
y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, a la que Flavio
Josefo recordaba como "simpatizante" de los judíos (cf. Antiguedades
judias 20, 195.252; Vida 16); incluso Julio Cesar les
había reconocido oficialmente derechos particulares, como atestigua el
mencionado historiador judío Flavio Josefo (cf. ib., 14,
200-216). Lo que es seguro es que el número de los judíos, como sigue
sucediendo en nuestro tiempo, era mucho mayor fuera de la tierra de
Israel, es decir, en la diáspora, que en el territorio que los demás
llamaban Palestina.
No sorprende, por tanto, que san Pablo mismo haya sido objeto de esta
doble y opuesta valoración de la que he hablado. Es indiscutible que el
carácter tan particular de la cultura y de la religión judía encontraba
tranquilamente lugar dentro de una institución tan invasora como el
Imperio romano.
Mas difícil y sufrida será la posición del grupo de judíos o gentiles
que se adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida
en que se diferenciaran tanto del judaísmo como del paganismo dominante.
En todo caso, dos factores favorecieron la labor de san Pablo. El
primero fue la cultura griega, o mejor, helenista, que después de
Alejandro Magno se había convertido en patrimonio común, al menos en la
región del Mediterráneo oriental y en Oriente Próximo, aunque integrando
en sí muchos elementos de las culturas de pueblos tradicionalmente
considerados bárbaros. Un escritor de la época afirmaba que Alejandro
"ordeno que todos consideraran como patria toda la ecumene... y que ya
no se hicieran diferencias entre griegos y bárbaros" (Plutarco, De
Alexandri Magni fortuna aut virtute,
6.8). El segundo factor fue la estructura político-administrativa del
Imperio romano, que garantizaba paz y estabilidad desde Bretaña hasta el
sur de Egipto, unificando un territorio de dimensiones nunca vistas con
anterioridad. En este espacio era posible moverse con suficiente
libertad y seguridad, disfrutando entre otras cosas de un excelente
sistema de carreteras, y encontrando en cada punto de llegada
características culturales básicas que, sin ir en detrimento de los
valores locales, representaban un tejido común de unificación super
partes, hasta el punto de que el filosofo judío Filón de Alejandría,
contemporáneo de san Pablo, alaba al emperador Augusto porque "ha unido
en armonía a todos los pueblos salvajes... convirtiéndose en guardián de
la paz" (Legatio ad Caium, 146-147).
Ciertamente, la visión universalista típica de la personalidad de san
Pablo, al menos del Pablo cristiano después de lo que sucedió en el
camino de Damasco, debe su impulso fundamental a la fe en Jesucristo,
puesto que la figura del Resucitado va más allá de todo particularismo.
De hecho, para el Apóstol "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni
libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús" (Ga 3, 28). Sin embargo, la situación histórico-cultural
de su tiempo y de su ambiente también influyo en sus opciones y en su
compromiso. Alguien definió a san Pablo como "hombre de tres culturas",
teniendo en cuenta su origen judío, su lengua griega y su prerrogativa
de "civis romanus", como lo testimonia también su nombre, de
origen latino.
Conviene recordar de modo particular la filosofía estoica, que era
dominante en el tiempo de san Pablo y que influyo, aunque de modo
marginal, también en el cristianismo. A este respecto, podemos mencionar
algunos nombres de filósofos estoicos, como los iniciadores Zenón y
Cleantes, y luego los de los mas cercanos cronológicamente a san Pablo,
como Seneca, Musonio y Epicteto: en ellos se encuentran valores
elevadísimos de humanidad y de sabiduría, que serán acogidos
naturalmente en el cristianismo.
Como escribe acertadamente un experto en la materia, "la Estoa...
anuncio un nuevo ideal, que ciertamente imponía al hombre deberes con
respecto a sus semejantes, pero al mismo tiempo lo liberaba de todos los
lazos físicos y nacionales y hacia de el un ser puramente espiritual "
(M. Pohlenz, La Stoa, I, Florencia 1978, p. 565). Basta pensar,
por ejemplo, en la doctrina del universo, entendido como un gran cuerpo
armonioso y, por tanto, en la doctrina de la igualdad entre todos los
hombres, sin distinciones sociales; en la igualdad, al menos a nivel de
principio, entre el hombre y la mujer; y en el ideal de la sobriedad, de
la justa medida y del dominio de si para evitar todo exceso. Cuando san
Pablo escribe a los Filipenses: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble,
de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y
cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8), no
hace mas que retomar una concepción muy humanista propia de esa
sabiduría filosófica.
En tiempos de san Pablo existía también una crisis de la religión
tradicional, al menos en sus aspectos mitológicos e incluso cívicos.
Después de que Lucrecio, un siglo antes, sentenciara polémicamente: "La
religión ha llevado a muchos delitos" (De rerum natura, 1, 101),
un filosofo como Seneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba
que "Dios esta cerca de ti, esta contigo, esta dentro de ti" (Cartas
a Lucilio, 41, 1). Del mismo modo, cuando san Pablo se dirige a un
auditorio de filósofos epicúreos y estoicos en el Areópago de Atenas,
dice textualmente que "Dios... no habita en santuarios fabricados por
manos humanas..., pues en el vivimos, nos movemos y existimos" (Hch
17, 24.28). Ciertamente, así se hace eco de la fe judía en un Dios
que no puede ser representado de una manera antropomórfica, pero también
se pone en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien.
Además, debemos tener en cuenta que muchos cultos paganos prescindían de
los templos oficiales de la ciudad y se realizaban en lugares privados
que favorecían la iniciación de los adeptos. Por eso, no suscitaba
sorpresa el hecho de que también las reuniones cristianas (las
ekklesiai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo,
tuvieran lugar en casas privadas. Entonces, por lo demás, no existía
todavía ningún edificio publico. Por tanto, los contemporáneos debían
considerar las reuniones de los cristianos como una simple variante de
esta practica religiosa mas intima. De todos modos, las diferencias
entre los cultos paganos y el culto cristiano no son insignificantes y
afectan tanto a la conciencia de la identidad de los que asistían como a
la participación en común de hombres y mujeres, a la celebración de la
"cena del Señor " y a la lectura de las Escrituras.
En conclusión, a la luz de este rápido repaso del ambiente cultural del
siglo I de la era cristiana, queda claro que no se puede comprender
adecuadamente a san Pablo sin situarlo en el trasfondo, tanto judío como
pagano, de su tiempo. De este modo, su figura adquiere gran alcance
histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales con
respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo
en general, del que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de
quien todos tenemos siempre mucho que aprender. Este es el objetivo del
Año paulino: aprender de san Pablo; aprender la fe; aprender a Cristo;
aprender, por último, el camino de una vida recta.
(catequesis pronunciada
el miércoles 27 de agosto de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En la ultima catequesis antes de las vacaciones —hace dos meses, a
inicios de julio— comencé una nueva serie temática con ocasión del año
paulino, considerando el mundo en el que vivió san Pablo.
Hoy voy a retomar y continuar la reflexión sobre el Apóstol de los
gentiles, presentando una breve biografía. Dado que dedicaremos el
próximo miércoles al acontecimiento extraordinario que se verifico en el
camino de Damasco, la conversión de san Pablo, viraje fundamental en su
existencia tras el encuentro con Cristo, hoy repasaremos brevemente el
conjunto de su vida.
Los datos biográficos de san Pablo se encuentran respectivamente en la
carta a Filemón, en la que se declara "anciano" —presbytes— (Flm
9), y en los Hechos de los Apóstoles, que en el momento de la
lapidación de Esteban dice que era "joven" —neanias— (Hch
7, 58). Evidentemente, ambas designaciones son genéricas, pero, según
los cálculos antiguos, se llamaba "joven" al hombre que tenía unos
treinta años, mientras que se le llamaba "anciano" cuando llegaba a los
sesenta. En términos absolutos, la fecha de nacimiento de san Pablo
depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a Filemón.
Tradicionalmente su redacción se sitúa durante su encarcelamiento en
Roma, a mediados de los años 60. San Pablo habría nacido el año 8; por
tanto, tenía más o menos sesenta años, mientras que en el momento de la
lapidación de Esteban tenía treinta. Esta debería de ser la cronología
exacta. Y el año paulino que estamos celebrando sigue precisamente esta
cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o
menos en el año 8.
En cualquier caso, nació en Tarso de Cilicia (cf. Hch 22, 3). Esa
ciudad era capital administrativa de la región y en el año 51 antes de
Cristo había tenido como procónsul nada menos que a Marco Tulio Cicerón,
mientras que diez años después, en el año 41, Tarso había sido el lugar
del primer encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra. San Pablo, judío
de la diáspora, hablaba griego a pesar de que tenía un nombre de origen
latino, derivado por asonancia del original hebreo Saul/Saulo, y gozaba
de la ciudadanía romana (cf. Hch 22, 25-28). Así, san Pablo está
en la frontera de tres culturas diversas —romana, griega y judía— y
quizá también por este motivo estaba predispuesto a fecundas aperturas
universalistas, a una mediación entre las culturas, a una verdadera
universalidad.
También aprendió un trabajo manual, quizá heredado de su padre, que
consistía en el oficio de "fabricar tiendas" —skenopoios— (Hch
18, 3), lo cual probablemente equivalía a trabajar la lana ruda de
cabra o la fibra de lino para hacer esteras o tiendas (cf. Hch
20, 33-35). Hacía los doce o trece años, la edad en la que un muchacho
judío se convierte en bar mitzva ("hijo del precepto"), san Pablo
dejo Tarso y se traslado a Jerusalén para ser educado a los pies del
rabí Gamaliel el Viejo, nieto del gran rabí Hillel, según las normas mas
rígidas del fariseísmo, adquiriendo un gran celo por la Torá mosaica (cf.
Ga 1, 14; Flp 3, 5-6; Hch 22, 3; 23, 6; 26, 5).
Por esta ortodoxia profunda, que aprendió en la escuela de Hillel, en
Jerusalén, consideró que el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús
de Nazaret constituía un peligro, una amenaza para la identidad judía,
para la autentica ortodoxia de los padres. Esto explica el hecho de que
haya "perseguido encarnizadamente a la Iglesia de Dios", como lo
admitirá en tres ocasiones en sus cartas (1 Co 15, 9; Ga
1, 13; Flp 3, 6). Aunque no es fácil imaginar concretamente en
que consistió esta persecución, desde luego tuvo una actitud de
intolerancia. Aquí se sitúa el acontecimiento de Damasco, sobre el que
hablaremos en la próxima catequesis. Lo cierto es que, a partir de
entonces, su vida cambio y se convirtió en un apóstol incansable del
Evangelio. De hecho, san Pablo pasó a la historia más por lo que hizo
como cristiano, y como apóstol, que como fariseo. Tradicionalmente se
divide su actividad apostólica de acuerdo con los tres viajes
misioneros, a los que se añadió el cuarto a Roma como prisionero. Todos
los narra san Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo,
al hablar de los tres viajes misioneros, hay que distinguir el primero
de los otros dos.
En efecto, en el primero (cf. Hch 13-14), san Pablo no tuvo la
responsabilidad directa, pues fue encomendada al chipriota Bernabé.
Juntos partieron de Antioquía del Orontes, enviados por esa Iglesia (cf.
Hch 13, 1-3), y después de zarpar del puerto de Seleucia, en la
costa siria, atravesaron la isla de Chipre, desde Salamina a Pafos;
desde allí llegaron a las costas del sur de Anatolia, hoy Turquía,
pasando por las ciudades de Atalia, Perge de Panfilia, Antioquía de
Pisidia, Iconio, Listra y Derbe, desde donde regresaron al punto de
partida. Había nacido así la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los
paganos.
Mientras tanto, sobre todo en Jerusalén, había surgido una fuerte
discusión sobre si estos cristianos procedentes del paganismo estaban
obligados a entrar también en la vida y en la ley de Israel (varias
normas y prescripciones que separaban a Israel del resto del mundo) para
participar realmente en las promesas de los profetas y para entrar
efectivamente en la herencia de Israel. A fin de resolver este problema
fundamental para el nacimiento de la Iglesia futura se reunió en
Jerusalén el así llamado Concilio de los Apóstoles para tomar una
decisión sobre este problema del que dependía el nacimiento efectivo de
una Iglesia universal. Se decidió que no había que imponer a los
paganos convertidos el cumplimiento de la ley de Moisés (cf. Hch
15, 6-30); es decir, que no estaban obligados a respetar las normas del
judaísmo. Lo único necesario era ser de Cristo, vivir con Cristo y según
sus palabras. De este modo, siendo de Cristo, eran también de Abraham,
de Dios, y participaban en todas las promesas.
Tras este acontecimiento decisivo, san Pablo se separó de Bernabé,
escogió a Silas y comenzó el segundo viaje misionero (cf. Hch
15,36-18,22). Después de recorrer Siria y Cilicia, volvió a ver la
ciudad de Listra, donde tomó consigo a Timoteo (personalidad muy
importante de la Iglesia naciente, hijo de una judía y de un pagano), e
hizo que se circuncidara. Atravesó la Anatolia central y llegó a la
ciudad de Troade, en la costa norte del Mar Egeo. Allí tuvo lugar un
nuevo acontecimiento importante: en sueños vio a un macedonio en la otra
parte del mar, es decir en Europa, que le decía: "!Ven
a ayudarnos!". Era la Europa futura que le pedía ayuda, la luz
del Evangelio. Movido por esta visión, entró en Europa. Zarpó hacía
Macedonia, entrando así en Europa. Tras desembarcar en Nápoles, llegó a
Filipos, donde fundó una hermosa comunidad; luego pasó a Tesalónica y,
dejando esta ciudad a causa de las dificultades que le provocaron los
judíos, pasó por Berea y llegó a Atenas.
En esta capital de la antigua cultura griega predicó, primero en el
Agora y después en el Areópago, a los paganos y a los griegos. Y el
discurso del Areópago, narrado en los Hechos de los Apóstoles, es
un modelo sobre cómo traducir el Evangelio en cultura griega, cómo dar a
entender a los griegos que este Dios de los cristianos, de los judíos,
no era un Dios extranjero a su cultura sino el Dios desconocido que
esperaban, la verdadera respuesta a las preguntas más profundas de su
cultura.
Seguidamente, desde Atenas se dirigió a Corinto, donde permaneció un año
y medio. Y aquí tenemos un acontecimiento cronológicamente muy seguro,
el más seguro de toda su biografía, pues durante esa primera estancia en
Corinto tuvo que comparecer ante el gobernador de la provincia
senatorial de Acaya, el procónsul Galión, acusado de un culto ilegitimo.
Sobre este Galión y el tiempo que paso en Corinto existe una antigua
inscripción, encontrada en Delfos, donde se dice que era procónsul de
Corinto entre los años 51 y 53. Por tanto, aquí tenemos una fecha
totalmente segura. La estancia de san Pablo en Corinto tuvo lugar en
esos años. Por consiguiente, podemos suponer que llegó más o menos en el
año 50 y que permaneció hasta el año 52. Desde Corinto, pasando por
Cencres, puerto oriental de la ciudad, se dirigió hacia Palestina,
llegando a Cesárea Marítima, desde donde subió a Jerusalén para regresar
después a Antioquía del Orontes.
El tercer viaje misionero (cf. Hch 18, 23-21,16) comenzó como
siempre en Antioquia, que se había convertido en el punto de origen de
la Iglesia de los paganos, de la misión a los paganos, y era el lugar en
el que nació el término "cristianos". Como nos dice san Lucas, allí por
primera vez los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos". Desde
allí san Pablo se fue directamente a Efeso, capital de la provincia de
Asia, donde permaneció dos años, desempeñando un ministerio que tuvo
fecundos resultados en la región. Desde Efeso escribió las cartas a los
Tesalonicenses y a los Corintios. Sin embargo, la población de la ciudad
fue instigada contra él por los plateros locales, cuyos ingresos
disminuían a causa de la reducción del culto a Artemisa (el templo
dedicado a ella en Efeso, el Artemision, era una de las siete
maravillas del mundo antiguo); por eso, san Pablo tuvo que huir hacía el
norte. Volvió a atravesar Macedonia, descendió de nuevo a Grecia,
probablemente a Corinto, permaneciendo allí tres meses y escribiendo la
famosa Carta a los Romanos.
Desde allí volvió sobre sus pasos: regresó a Macedonia, llegó en barco a
Troade y, después, tocando apenas las islas de Mitilene, Quios y Samos,
llegó a Mileto, donde pronuncio un importante discurso a los ancianos de
la Iglesia de Efeso, ofreciendo un retrato del autentico pastor de la
Iglesia (cf. Hch 20). Desde allí volvió a zapar en un barco de
vela hacía Tiro; llego a Cesarea Marítima y subió una vez mas a
Jerusalén. Allí fue arrestado a causa de un malentendido: algunos judíos
habían confundido con paganos a otros judíos de origen griego,
introducidos por san Pablo en el área del templo reservada a los
israelitas. La condena a muerte, prevista en estos casos, se le evitó
gracias a la intervención del tribuno romano de guardia en el área del
templo (cf. Hch 21, 27-36); ésto tuvo lugar mientras en Judea era
procurador imperial Antonio Félix. Tras un período en la cárcel (sobre
cuya duración no hay acuerdo), dado que, por ser ciudadano romano,
había apelado al Cesar (que entonces era Nerón), el procurador sucesivo,
Porcio Festo, lo envió a Roma con una custodia militar.
El viaje a Roma tocó las islas mediterráneas de Creta y Malta, y después
las ciudades de Siracusa, Reggio Calabria y Pozzuoli. Los cristianos de
Roma salieron a recibirle en la vía Apia hasta el Foro de Apio (a unos
70 kilómetros al sur de la capital) y otros hasta las Tres Tabernas (a
unos 40 kilómetros). En Roma tuvo un encuentro con los delegados de la
comunidad judía, a quienes explicó que llevaba sus cadenas por "la
esperanza de Israel" (cf. Hch 28, 20). Pero la narración de san
Lucas concluye mencionando los dos años que paso en Roma bajo una blanda
custodia militar, sin mencionar ni una sentencia de Cesar (Nerón) ni
mucho menos la muerte del acusado.
Tradiciones sucesivas hablan de que fue liberado, de que emprendió un
viaje misionero a España, así como de un sucesivo periplo por Oriente,
en particular por Creta, Efeso y Nicopolis, en Epiro.
Entre las hipótesis, se conjetura un nuevo arresto y un segundo período
de encarcelamiento en Roma (donde habría escrito las tres cartas
llamadas pastorales, es decir, las dos enviadas a Timoteo y la
dirigida a Tito) con un segundo proceso, que le resulto desfavorable.
Sin embargo, una serie de motivos lleva a muchos estudiosos de san Pablo
a concluir la biografía del apóstol con la narración de san Lucas en los
Hechos de los Apóstoles.
Sobre su martirio volveremos a hablar mas adelante en el ciclo de
nuestras catequesis. Por ahora, en este breve elenco de los viajes de
san Pablo, es suficiente tener en cuenta que se dedicó al anuncio del
Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de duras pruebas,
que el mismo enumera en la segunda carta a los Corintios (cf.
2 Co 11, 21-28). Por lo demás, él mismo escribe: "Todo
esto lo hago por el Evangelio" (1 Co 9, 23), ejerciendo
con total generosidad lo que el llama "la
preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28). Su
compromiso solo se explica con un alma verdaderamente fascinada por la
luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma sostenida por una
convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo,
anunciar el Evangelio a todos.
Me parece que la conclusión de esta breve reseña de los viajes de san
Pablo puede ser: ver su pasión por el Evangelio, intuir así la grandeza,
la hermosura, es más, la necesidad profunda del Evangelio para todos
nosotros. Oremos para que el Señor, que hizo ver su luz a san Pablo, que
le hizo escuchar su palabra, que tocó su corazón íntimamente, nos haga
ver también a nosotros su luz, a fin de que también nuestro corazón
quede tocado por su Palabra y así también nosotros podamos dar al mundo
de hoy, que tiene sed de ellas, la luz del Evangelio y la verdad de
Cristo.
(catequesis pronunciada
el miércoles 3 de septiembre de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo
en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su
conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la
década del año 30 del siglo I, después de un periodo en el que
había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la
vida de san Pablo. Sobre el se ha escrito mucho y naturalmente desde
diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje,
mas aun, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces,
inesperadamente, comenzó a considerar "perdida" y "basura" todo aquello
que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su
existencia (cf. Flp 3, 7-8). Que es lo que sucedió?
Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el mas
conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones
narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf.
Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede
sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la
luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición
de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los
ojos y el ayuno.
Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento:
Cristo resucitado se presenta como una luz esplendida y se dirige a
Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del
Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que
era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz
que es Cristo. Y después su "si" definitivo a Cristo en el bautismo abre
de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.
En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también "iluminación",
porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se
realizo también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una
vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue
transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la
presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar,
pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy
fuerte. Ese acontecimiento cambio radicalmente la vida de san Pablo. En
este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro
es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizo un relato
nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el
colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto
de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojo (cf.
Hch 9, 11).
El segundo tipo de fuentes sobre la conversión esta constituido por las
mismas Cartas de san Pablo. El mismo nunca hablo detalladamente
de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían
lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido
transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como
fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un
encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude
a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también el es
testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió
directamente del mismo Jesús, junto con la misión
de apóstol.
El texto mas claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo
que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la
resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15).
Con palabras de una tradición muy antigua, que también el recibió de la
Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y,
tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro,
luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte
entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final
de este relato recibido de la tradición añade: "Y por ultimo se me
apareció también a mi" (1 Co 15, 8). Así da a entender que este
es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.
Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: "Por
medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado" (Rm
1, 5); y también: ".¿Acaso no he visto a
Jesús, Señor nuestro?" (1 Co 9,1), palabras con las que
alude a algo que todos saben. Y, por ultimo, el texto mas amplio es el
de la carta a los Gálatas: "Mas, cuando Aquel que
me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien
revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al
punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a
Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde
nuevamente volví a Damasco" (Ga 1, 15-17). En esta
"auto-apología" subraya decididamente que también el es verdadero
testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del
Resucitado.
Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las
Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado
hablo a san Pablo, lo llamo al apostolado, hizo de el un verdadero
apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo especifico de
anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo
tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el
Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse
bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Solo en esta
comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe
explícitamente en la primera carta a los Corintios: "Tanto ellos como yo
esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído" (1 Co
15, 11). Solo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno
solo.
Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este
momento como un hecho de conversión. .Por que? Hay muchas hipótesis,
pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida,
esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso
psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que
llego desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro
con Jesucristo. En este sentido no fue solo una conversión, una
maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para el mismo: murió
una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna
otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.
Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema.
Solo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para
entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de
Aquel que se había revelado y había hablado con el. En este sentido
mas profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es
una renovación real que cambio todos sus parámetros. Ahora puede decir
que lo que para el antes era esencial y fundamental, ahora se ha
convertido en "basura"; ya no es "ganancia" sino perdida, porque ahora
cuenta solo la vida en Cristo.
Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un
acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo
resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese
acontecimiento ensancho su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no
perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia,
sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la
profundidad de la ley y de los profetas, se apropio de ellos de modo
nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos.
Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un
dialogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así
realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.
En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: .Que quiere decir
esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el
cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Solo somos
cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra
de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para
convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros
podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura,
en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el
corazón de Cristo y sentir que el toca el nuestro. Solo en esta relación
personal con Cristo, solo en este encuentro con el Resucitado nos
convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre
toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.
Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en
nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos de una fe
viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar
el mundo.
(catequesis pronunciada
el miércoles 10 de septiembre de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hable del gran viraje que se produjo en la vida de
san Pablo tras su encuentro con Cristo resucitado. Jesús entró en su
vida y lo convirtió de perseguidor en apóstol. Ese encuentro marcó el
inicio de su misión: san Pablo no podía seguir viviendo como antes;
desde entonces era consciente de que el Señor le había dado el encargo
de anunciar su Evangelio en calidad de apóstol. Hoy quiero hablaros
precisamente de esa nueva condición de vida de san Pablo, es decir, de
su ser apóstol de Cristo.
Normalmente, siguiendo a los Evangelios, identificamos a los Doce con el
título de Apóstoles, para indicar a aquellos que eran compañeros de vida
y oyentes de las enseñanzas de Jesús. Pero también san Pablo se siente
verdadero apóstol y, por tanto, parece claro que el concepto paulino de
apostolado no se restringe al grupo de los Doce. Obviamente, san Pablo
sabe distinguir su caso personal del de "los apóstoles anteriores a él"
(Ga 1, 17): a ellos les reconoce un lugar totalmente especial en
la vida de la Iglesia. Sin embargo, como todos saben, también san Pablo
se considera a si mismo como apóstol en sentido estricto. Es un
hecho que, en el tiempo de los orígenes cristianos, nadie recorrió
tantos kilómetros como Él, por tierra y por mar, con la única finalidad
de anunciar el Evangelio.
Por tanto, san Pablo tenía un concepto de apostolado que rebasaba el
vinculado solo al grupo de los Doce y transmitido sobre todo por san
Lucas en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 2. 26; 6, 2).
En efecto, en la primera carta a los Corintios hace una clara
distinción entre "los Doce" y "todos los apóstoles", mencionados como
dos grupos distintos de beneficiarios de las apariciones del Resucitado
(cf. 1 Co 15, 5. 7). En ese mismo texto Él se llama a sí mismo
humildemente "el ultimo de los apóstoles",
comparándose incluso con un aborto y afirmando textualmente: "Indigno
del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Más,
por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido
estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo,
sino la gracia de Dios que esta conmigo" (1 Co 15, 9-10).
La metáfora del aborto expresa una humildad extrema; se la vuelve a
encontrar también en la carta a los Romanos de san Ignacio de
Antioquia: "Soy el último de todos, soy un aborto;
pero me será concedido ser algo, si alcanzo a Dios" (9, 2). Lo
que el obispo de Antioquía dirá en relación con su inminente martirio,
previendo que cambiaría completamente su condición de indignidad, san
Pablo lo dice en relación con su propio compromiso apostólico: en él se
manifiesta la fecundidad de la gracia de Dios, que sabe transformar un
hombre cualquiera en un apóstol esplendido. De perseguidor a fundador de
Iglesias: esto hizo Dios en uno que, desde el punto de vista evangélico,
habría podido considerarse un desecho.
¿Qué
es, por tanto, según la concepción de san Pablo, lo que los convierte a
él y a los demás en apóstoles? En sus cartas aparecen tres
características principales que constituyen al apóstol. La primera es "haber
visto al Señor" (cf. 1 Co 9, 1), es decir, haber
tenido con él un encuentro decisivo para la propia vida. Análogamente,
en la carta a los Gálatas (cf. Ga 1, 15-16), dirá que fue
llamado, casi seleccionado, por gracia de Dios con la revelación de su
Hijo con vistas al alegre anuncio a los paganos. En definitiva, es el
Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El
apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto,
necesita referirse constantemente al Señor . San Pablo dice claramente
que es "apóstol por vocación" (Rm 1,
1), es decir, "no de parte de los hombres ni por
mediación
de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre" (Ga 1,
1). Esta es la primera característica: haber visto al Señor, haber sido
llamado por el.
La segunda característica es "haber sido
enviado". El término griego apóstolos significa
precisamente "enviado, mandado", es decir, embajador y portador de un
mensaje. Por consiguiente, debe actuar como encargado y representante de
quien lo ha mandado. Por eso san Pablo se define "apóstol
de Jesucristo" (1 Co 1, 1; 2 Co 1, 1), o
sea, delegado suyo, puesto totalmente a su servicio, hasta el punto de
llamarse también "siervo de Jesucristo" (Rm
1, 1). Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa
ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado;
pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que
cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier
interés personal.
El tercer requisito es el ejercicio del "anuncio
del Evangelio", con la consiguiente fundación de Iglesias.
Por tanto, el título de "apóstol" no es y no puede ser honorífico;
compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona
que lo lleva. En la primera carta a los Corintios, san Pablo
exclama: "¿No soy yo apóstol? .¿Acaso no he visto
yo a Jesús , Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?"
(1 Co 9, 1). Análogamente, en la segunda carta a los Corintios
afirma: "Vosotros sois nuestra carta (...),
una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con
tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo" (2 Co 3, 2-3).
No sorprende, por consiguiente, que san Juan Crisóstomo hable de san
Pablo como de "un alma de diamante" (Panegíricos,
1, 8), y siga diciendo: "Del mismo modo que el
fuego, aplicándose a materiales distintos, se refuerza aun mas..., así
la palabra de san Pablo ganaba para su causa a todos aquellos con los
que entraba en relación; y aquellos que le hacían la guerra,
conquistados por sus discursos, se convertían en alimento para este
fuego espiritual" (ib., 7, 11). Esto explica porqué san
Pablo define a los apóstoles como "colaboradores
de Dios" (1 Co 3, 9; 2 Co 6, 1), cuya gracia actúa
con ellos.
Un elemento típico del verdadero apóstol, claramente destacado por san
Pablo, es una especie de identificación entre Evangelio y evangelizador,
ambos destinados a la misma suerte. De hecho, nadie ha puesto de relieve
mejor que san Pablo como el anuncio de la cruz de Cristo se presenta
como "escándalo y necedad" (1 Co 1,
23), y muchos reaccionan ante él con incomprensión y rechazo. Eso
sucedía en aquel tiempo, y no debe extrañar que suceda también hoy.
Así pues, en esta situación, de aparecer como "escándalo y necedad",
participa también el apóstol y san Pablo lo sabe: es la experiencia de
su vida. A los Corintios les escribe, con cierta ironía: "Pienso
que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar,
como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo,
los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo;
vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes.
Vosotros llenos de gloria; más nosotros, despreciados. Hasta el
presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos
errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan,
bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos
con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y
el desecho de todos" (1 Co 4, 9-13).
Es un autorretrato de la vida apostólica de san Pablo: en todos estos
sufrimientos prevalece la alegría de ser portador de la bendición de
Dios y de la gracia del Evangelio.
Por otro lado, san Pablo comparte con la filosofía estoica de su tiempo
la idea de una tenaz constancia en todas las dificultades que se le
presentan, pero el supera la perspectiva meramente humanística,
basándose en el componente del amor a Dios y a Cristo: "¿Quien
nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecucion?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?
Como dice la Escritura: "Por tu causa somos muertos todo el día;
tratados como ovejas destinadas al matadero".
Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues
estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los
principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura
ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,
35-39). Esta es la certeza, la alegría profunda que guía al apóstol san
Pablo en todas estas vicisitudes: nada puede separarnos del amor de
Dios. Y este amor es la verdadera riqueza de la vida humana.
Como se ve, san Pablo se había entregado al Evangelio con toda su
existencia; podríamos decir las veinticuatro horas del día. Y cumplía su
ministerio con fidelidad y con alegría, "para
salvar a toda costa a alguno" (1 Co 9, 22). Y con respecto
a las Iglesias, aun sabiendo que tenía con ellas una relación de
paternidad (cf. 1 Co 4, 15), e incluso de maternidad (cf. Ga
4, 19), asumía una actitud de completo servicio, declarando
admirablemente: "No es que pretendamos dominar
sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo" (2 Co
1, 24). La misión de todos los apóstoles de Cristo, en todos los
tiempos, consiste en ser colaboradores de la verdadera alegría.
(catequesis pronunciada
el miércoles 13 de diciembre de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber hablado ampliamente del gran apóstol Pablo, hoy
tomamos en consideración a dos de sus colaboradores más
cercanos: Timoteo y Tito. A ellos están dirigidas tres cartas
tradicionalmente atribuidas a Pablo, de las que dos están
destinadas a Timoteo y una a Tito.
«Timoteo» es un nombre griego y significa «que honra a Dios».
Mientras Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, le menciona seis
veces, Pablo en sus cartas le nombra en 17 ocasiones (además
aparece una vez en la Carta a los Hebreos). Podemos deducir que
para Pablo gozaba de gran consideración, aunque Lucas no nos
cuenta todo lo que tiene que ver con él. El apóstol, de hecho,
le encargó misiones importantes y vio en él una especie de
«alter ego», como se puede ver en el gran elogio que hace de él
en la Carta a los Filipenses. «A nadie tengo de tan iguales
sentimientos («isópsychon») que se preocupe sinceramente de
vuestros intereses» (2,20).
Timoteo había nacido en Listra (a unos 200 kilómetros al
noroeste de Tarso) de una madre judía y de un padre pagano (Cf.
Hechos 16, 1). El hecho de que la madre hubiera contraído un
matrimonio mixto y que no hubiera circuncidado a su hijo hace
pensar que Timoteo se crió en una familia que no era
estrictamente observante, aunque se dice que conocía las
Escrituras desde la infancia (Cf. 2 Timoteo 3, 15). Se nos ha
transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su abuela
Loida (Cf. 2 Timoteo 1, 5).
Cuando Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje
misionero, escogió a Timoteo como compañero, pues «los hermanos
de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio» (Hechos 16,
2), pero «le circuncidó a causa de los judíos que había por
aquellos lugares» (Hechos 16, 3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo
atravesó Asia Menor hasta Tróada, desde donde pasó a Macedonia.
Se nos dice que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron acusados
de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que
algunos individuos sin escrúpulos se aprovecharan de una joven
adivina (Cf. Hechos 16, 16-40), Timoteo quedó libre. Cuando
después Pablo se vio obligado a viajar hasta llegar a Atenas,
Timoteo le alcanzó en esa ciudad y desde allí fue enviado a la
joven Iglesia de Tesalónica para confirmarla en la fe (Cf. 1
Tesalonicenses 3,1-2). Se unió después al apóstol en Corinto,
dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y colaborando
con él en la evangelización de esa ciudad (Cf. 2 Corintios 1,
19).
Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso, durante el tercer viaje
misionero de Pablo. Desde allí, el apóstol escribió
probablemente a Filemón y a los Filipenses, y ambas cartas son
redactadas junto a Timoteo (Cf. Filemón 1; Filipenses 1, 1). De
Éfeso, Pablo le envió a Macedonia junto a un cierto Erasto (Cf.
Hechos 19,22) y después a Corinto, con el encargo de llevar una
carta, en la que recomendaba a los corintios que le dieran buena
acogida (Cf. 1 Corintios 4,17; 16,10-11).
Aparece otra vez como co-redactor de la Segunda Carta a los
Corintios, y cuando desde Corintio Pablo escribe la Carta a los
Romanos, transmite los saludos de Timoteo, así como el de los
demás (Cf. Romanos 16,21). Desde Corinto, el discípulo volvió a
viajar a Tróada, en la orilla asiática del Mar Egeo, para
esperar allí al apóstol que se dirigía hacia Jerusalén al
concluir su tercer viaje misionero (Cf. Hechos 20, 4).
Desde ese momento, en la biografía de Timoteo, las fuentes
antiguas sólo nos ofrecen una mención en la Carta a los Hebreos,
donde puede leerse: «Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido
liberado. Si viene pronto, iré con él a veros» (13, 23).
Concluyendo, podemos decir que la figura de Timoteo destaca como
la de un pastor de gran importancia. Según la posterior
«Historia eclesiástica» de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo
de Éfeso (Cf. 3, 4). Algunas de sus reliquias se encuentran
desde 1239 en Italia, en la catedral de Termoli, en Molise,
procedentes de Constantinopla.
Por lo que se refiere a la figura de Tito, cuyo nombre es de
origen latino, sabemos que era griego de nacimiento, es decir,
pagano (Cf. Gálatas 2, 3). Pablo se lo llevó a Jerusalén con
motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó
solemnemente la predicación a los paganos del Evangelio sin los
condicionamientos de la ley de Moisés.
En la Carta que le dirige, el apóstol le elogia definiéndole
«verdadero hijo según la fe común» (Tito 1, 4). Después de que
Timoteo se fuera de Corinto, Pablo envió a Tito con la tarea de
hacer un llamamiento a la obediencia a esa comunidad rebelde.
Tito llevó la paz entre la Iglesia de Corinto y el apóstol
escribió estas palabras: «el Dios que consuela a los humillados,
nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada,
sino también con el consuelo que le habíais proporcionado,
comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar, vuestro celo por
mí hasta el punto de colmarme de alegría… Eso es lo que nos ha
consolado. Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado
por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos
vosotros». (2 Corintios 7,6-7.13). Pablo volvió a enviar Tito
--a quien llama «compañero y colaborador» (2 Corintios 8, 23)--
para organizar la conclusión de las colectas a favor de los
cristianos de Jerusalén (Cf. 2 Corintios 8, 6). Ulteriores
noticias que se encuentran en las cartas pastorales hablan de él
como obispo de Creta (Cf. Tito 1, 5), desde donde, por
invitación de Pablo, se unió al apóstol en Nicópolis, en Epiro,
(Cf. Tito 3,12). Más tarde fue también a Dalmacia (Cf. 2 Timoteo
4, 10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de
Tito ni sobre su muerte.
En definitiva, si consideramos juntas las dos figuras de Timoteo
y de Tito, nos damos cuenta de algunos datos muy significativos.
El más importante es que Pablo se sirvió de colaboradores en el
desarrollo de sus misiones. Él es, ciertamente, el apóstol por
antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. De todos
modos, queda claro que no lo hacía todo solo, sino que se
apoyaba en personas de confianza, que compartían el esfuerzo y
las responsabilidades.
Cabe destacar además la disponibilidad de estos colaboradores.
Las fuentes con que contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su
disponibilidad para asumir las diferentes tareas, que con
frecuencia consistían en representar a Pablo incluso en
circunstancias difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al
Evangelio con generosidad, sabiendo que esto implica también un
servicio a la misma Iglesia.
Acojamos, por último, la recomendación que el apóstol Pablo hace
a Tito en la carta que le dirige: «Es cierta esta afirmación, y
quiero que en esto te mantengas firme, para que los que creen en
Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras.
Esto es bueno y provechoso para los hombres» (Tito 3, 8). Con
nuestro compromiso concreto, debemos y podemos descubrir la
verdad de estas palabras, y realizar en este tiempo de Adviento
obras buenas para abrir las puertas del mundo a Cristo, nuestro
Salvador.
(catequesis pronunciada
el miércoles 10 de enero de 2007 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las fiestas, volvemos a nuestras catequesis. Había
meditado con vosotros en las figuras de los doce apóstoles y de
san Pablo. Después habíamos comenzado a reflexionar en otras
figuras de la Iglesia naciente. De este modo, hoy queremos
detenernos en la persona de san Esteban, festejado por la
Iglesia el día después de Navidad. San Esteban es el más
representativo de un grupo de siete compañeros. La tradición ve
en este grupo el germen del futuro ministerio de los «diáconos»,
si bien hay que destacar que esta denominación no está presente
en el libro de los «Hechos de los Apóstoles». La importancia de
Esteban, en todo caso, queda clara por el hecho de que Lucas, en
este importante libro, le dedica dos capítulos enteros.
La narración de Lucas comienza constatando una subdivisión que
tenía lugar dentro de la Iglesia primitiva de Jerusalén: estaba
formada totalmente por cristianos de origen judío, pero entre
éstos algunos eran originarios de la tierra de Israel, y eran
llamados «hebreos», mientras que otros procedían de la de fe
judía en el Antiguo Testamento de la diáspora de lengua griega,
y eran llamados «helenistas». De este modo, comenzaba a
perfilarse el problema: los más necesitados entre los
helenistas, especialmente las viudas desprovistas de todo apoyo
social, corrían el riesgo de ser descuidas en la asistencia de
su sustento cotidiano. Para superar estas dificultades, los
apóstoles, reservándose para sí mismos la oración y el
ministerio de la Palabra como su tarea central, decidieron
encargar a «a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y
de sabiduría» para que cumplieran con el encargo de la
asistencia (Hechos 6, 2-4), es decir, del servicio social
caritativo. Con este objetivo, como escribe Lucas, por
invitación de los apóstoles, los discípulos eligieron siete
hombres. Tenemos sus nombres. Son: «Esteban, hombre lleno de fe
y de Espíritu Santo, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y
Nicolás, prosélito de Antioquia. Los presentaron a los apóstoles
y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos» (Hechos
6,5-6).
El gesto de la imposición de las manos puede tener varios
significados. En el Antiguo Testamento, el gesto tiene sobre
todo el significado de transmitir un encargo importante, como
hizo Moisés con Josué (Cf. Números 27, 18-23), designando así a
su sucesor. Siguiendo esta línea, también la Iglesia de
Antioquía utilizará este gesto para enviar a Pablo y Bernabé en
misión a los pueblos del mundo (Cf. Hechos 13, 3). A una análoga
imposición de las manos sobre Timoteo para transmitir un encargo
oficial hacen referencia las dos cartas que San Pablo le dirigió
(Cf. 1 Timoteo 4, 14; 2 Timoteo 1, 6). El hecho de que se
tratara de una acción importante, que había que realizar después
de un discernimiento, se deduce de lo que se lee en la primera
carta a Timoteo: «No te precipites en imponer a nadie las manos,
no te hagas partícipe de los pecados ajenos» (5, 22). Por tanto,
vemos que el gesto de la imposición de las manos se desarrolla
en la línea de un signo sacramental. En el caso de Esteban y sus
compañeros se trata ciertamente de la transmisión oficial, por
parte de los apóstoles, de un encargo y al mismo tiempo de la
imploración de una gracia para ejercerlo.
Lo más importante es que, además de los servicios caritativos,
Esteban desempeña también una tarea de evangelización entre sus
compatriotas, los así llamados «helenistas». Lucas, de hecho,
insiste en el hecho de que él, «lleno de gracia y de poder»
(Hechos 6, 8), presenta en el nombre de Jesús una nueva
interpretación de Moisés y de la misma Ley de Dios, relee el
Antiguo Testamento a la luz del anuncio de la muerte y de la
resurrección de Jesús. Esta relectura del Antiguo Testamento,
relectura cristológica, provoca las reacciones de los judíos que
interpretan sus palabras como una blasfemia (Cf. Hechos 6,
11-14). Por este motivo, es condenado a la lapidación. Y san
Lucas nos transmite el último discurso del santo, una síntesis
de su predicación.
Como Jesús había explicado a los discípulos de Emaús que todo el
Antiguo Testamento habla de Él, de su cruz y de su resurrección,
de este modo, san Esteban, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee
todo el Antiguo Testamento en clave cristológica. Demuestra que
el misterio de la Cruz se encuentra en el centro de la historia
de la salvación narrada en el Antiguo Testamento, muestra
realmente que Jesús, el crucificado y resucitado, es el punto de
llegada de toda esta historia. Y demuestra, por tanto, que el
culto del templo también ha concluido y que Jesús, el
resucitado, es el nuevo y auténtico «templo». Precisamente este
«no» al templo y a su culto provoca la condena de san Esteban,
quien, en ese momento --nos dice san Lucas--, al poner la mirada
en el cielo vio la gloria de Dios y a Jesús a su derecha. Y
mirando al cielo, a Dios y a Jesús, san Esteban dijo: «Estoy
viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie
a la diestra de Dios» (Hechos 7, 56). Le siguió su martirio, que
de hecho se conforma con la pasión del mismo Jesús, pues entrega
al «Señor Jesús» su propio espíritu y reza para que el pecado de
sus asesinos no les sea tenido en cuenta (Cf. Hechos 7,59-60).
El lugar del martirio de Esteban, en Jerusalén, se sitúa
tradicionalmente algo más afuera de la Puerta de Damasco, en el
norte, donde ahora se encuentra precisamente la iglesia de
Saint- Étienne, junto a la conocida «École Biblique» de los
dominicos. Al asesinato de Esteban, primer mártir de Cristo, le
siguió una persecución local contra los discípulos de Jesús (Cf.
Hechos 8, 1), la primera que se verificó en la historia de la
Iglesia. Constituyó la oportunidad concreta que llevó al grupo
de cristianos hebreo-helenistas a huir de Jerusalén y a
dispersarse. Expulsados de Jerusalén, se transformaron en
misioneros itinerantes. «Los que se habían dispersado iban por
todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra» (Hechos 8,
4). La persecución y la consiguiente dispersión se convierten en
misión. El Evangelio se propagó de este modo en Samaria, en
Fenicia, y e Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía,
donde, según Lucas, fue anunciado por primera vez también a los
paganos (Cf. Hechos 11, 19-20) y donde resonó por primera vez el
nombre de «cristianos» (Hechos 11,26).
En particular, Lucas especifica que los que lapidaron a Esteban
«pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo»
(Hechos 7, 58), el mismo que de perseguidor se convertiría en
apóstol insigne del Evangelio. Esto significa que el joven Saulo
tenía que haber escuchado la predicación de Esteban, y conocer
los contenidos principales. Y San Pablo se encontraba con
probabilidad entre quienes, siguiendo y escuchando este
discurso, «tenían los corazones consumidos de rabia y rechinaban
sus dientes contra él» (Hechos 7, 54). Podemos ver así las
maravillas de la Providencia divina: Saulo, adversario
empedernido de la visión de Esteban, después del encuentro con
Cristo resucitado en el camino de Damasco, reanuda la
interpretación cristológica del Antiguo Testamento hecha por el
primer mártir, la profundiza y completa, y de este modo se
convierte en el «apóstol de las gentes». La ley se cumple,
enseña él, en la cruz de Cristo. Y la fe en Cristo, la comunión
con el amor de Cristo, es el verdadero cumplimiento de toda la
Ley. Este es el contenido de la predicación de Pablo. Él
demuestra así que el Dios de Abraham se convierte en el Dios de
todos. Y todos los creyentes en Cristo Jesús, como hijos de
Abraham, se convierten en partícipes de las promesas. En la
misión de san Pablo se cumple la visión de Esteban.
La historia de Esteban nos dice mucho. Por ejemplo, nos enseña
que no hay que disociar nunca el compromiso social de la caridad
del anuncio valiente de la fe. Era uno de los siete que estaban
encargados sobre todo de la caridad. Pero no era posible
disociar caridad de anuncio. De este modo, con la caridad,
anuncia a Cristo crucificado, hasta el punto de aceptar incluso
el martirio. Esta es la primera lección que podemos aprender de
la figura de san Esteban: caridad y anuncio van siempre juntos.
San Esteban nos habla sobre todo de Cristo, de Cristo
crucificado y resucitado como centro de la historia y de nuestra
vida. Podemos comprender que la Cruz ocupa siempre un lugar
central en la vida de la Iglesia y también en nuestra vida
personal. En la historia de la Iglesia no faltará nunca la
pasión, la persecución. Y precisamente la persecución se
convierte, según la famosa fase de Tertuliano, fuente de misión
para los nuevos cristianos. Cito sus palabras: «Nosotros nos
multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre
de los cristianos es una semilla» («Apologetico» 50,13: «Plures
efficimur quoties metimur a vobis: semen est sanguis
christianorum»). Pero también en nuestra vida la cruz, que no
faltará nunca, se convierte en bendición. Y aceptando la cruz,
sabiendo que se convierte y es bendición, aprendemos la alegría
del cristiano, incluso en momentos de dificultad. El valor del
testimonio es insustituible, pues el Evangelio lleva hacia él y
de él se alimenta la Iglesia. San Esteban nos enseña a aprender
estas lecciones, nos enseña a amar la Cruz, pues es el camino
por el que Cristo se hace siempre presente de nuevo entre
nosotros.
(catequesis pronunciada
el miércoles 31 de enero de 2007 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Continuando con nuestro viaje entre los protagonistas de los
orígenes cristianos, hoy nos fijamos en otros de los
colaboradores de san Pablo. Tenemos que reconocer que el apóstol
es un ejemplo elocuente de hombre abierto a la colaboración: en
la Iglesia no quiere hacerlo todo solo, sino que se sirve de
numerosos y diversificados colegas. No podemos detenernos en
todos estos preciosos ayudantes, pues son muchos. Basta
recordar, entre otros, a Epafras (Cf. Colosenses 1,7; 4,12;
Filemón 23), Epafrodito (Cf. Filipenses 2,25; 4,18), Tíquico
(Cf. Hechos 20,4; Efesios 6,21; Colosenses 4,7; 2 Timoteo 4,12;
Tt 3,12), Urbano (Cf Romanos 16,9), Gayo e Aristarco (Cf. Hechos
19,29; 20,4; 27,2; Colosenses 4,10).
Y mujeres que como Febe (Cf. Romanos 16, 1), Trifena y Trifosa
(Cf. Romanos 16, 12), Pérside, la madre de Rufo, de quien dice
que «es también mi madre» (Cf. Romanos 16, 12-13), sin olvidar a
esposos como Prisca y Aquila (Cf. Romanos 16, 3; 1 Corintios 16,
19; 2 Timoteo 4, 19).
Hoy, entre este gran ejército de colaboradores y colaboradora de
san Pablo, nos interesamos por tres de estas personas que
tuvieron un papel particularmente significativo en la
evangelización de los orígenes: Bernabé, Silas y Apolo.
«Bernabé», que significa «hijo de la exhortación» (Hechos 4,36)
o «hijo del consuelo», es el sobrenombre de un judío levita
nacido oriundo de Chipre. Trasladado a Jerusalén, fue uno de los
primeros en abrazar el cristianismo, tras la resurrección del
Señor. Con gran generosidad vendió un campo de su propiedad
entregando ese dinero a los apóstoles para las necesidades de la
Iglesia (Cf. Hechos 4, 37). Se convirtió en garante de la
conversión de Saulo ante la comunidad cristiana de Jerusalén,
que todavía desconfiaba de su antiguo perseguidor (Cf. Hechos
9,27). Enviado a Antioquía de Siria, fue a buscar a Pablo, en
Tarso, donde se había retirado, y con él pasó todo un año,
dedicándose a la evangelización de esa importante ciudad, en
cuya Iglesia Bernabé era conocido como profeta y doctor (Cf.
Hechos 13,1).
De este modo, Bernabé, en el momento de las primeras
conversiones de los paganos, comprendió que había llegado la
hora de Saulo, quien se había retirado a Tarso, su ciudad. Allí
se fue a buscarlo. En ese momento importante, casi restituyó
Pablo a la Iglesia; le entregó, en cierto sentido, una vez más
al apóstol de las gentes. De la Iglesia de Antioquia, Bernabé
fue enviado en misión, junto a Pablo, realizando el llamado
primer viaje misionero del apóstol. En realidad, se trató de un
viaje misionero de Bernabé, dado que era él el auténtico
responsable, al que Pablo se sumó como colaborador, pasando por
las regiones de Chipre y de Anatolia centro-sur, en la actual
Turquía, por las ciudades de Atalía, Perge, Antioquia de
Pisidia, Iconio, Listra y Derbe (Cf. Hechos 13-14). Junto a
Pablo acudió después al llamado Concilio de Jerusalén, donde,
después de un profundo examen de la cuestión, los apóstoles con
los ancianos decidieron desligar la práctica de la circuncisión
de la identidad cristiana (Cf. Hechos 15, 1-35). Sólo así, al
final, permitieron oficialmente que fuera posible la Iglesia de
los paganos, una Iglesia sin circuncisión: somos hijos de
Abraham simplemente por la fe en Cristo.
Los dos, Pablo y Bernabé, se enfrentaron más tarde, al inicio
del segundo viaje misionero, porque Bernabé quería ir a recoger
como compañero a Juan Marcos, mientras que Pablo no quería, dado
que el joven se había separado de ellos durante el viaje
precedente (Cf. Hechos 13,13; 15,36-40). Por tanto, también
entre los santos se dan contrastes, discordias, controversias. Y
esto es para mi muy consolador, pues vemos que los santos no
«han caído del cielo». Son hombres como nosotros, con problemas
complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o pecar
nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de
arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y
sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón.
Y de este modo, Pablo, que había sido más bien duro y amargo con
Marcos, al final se vuelve a encontrar con él. En las últimas
cartas de san Pablo, a Filemón y en la segunda a Timoteo, Marcos
aparece precisamente como «mi colaborador». No nos hace ser
santos el no habernos equivocado, sino la capacidad de perdón y
reconciliación. Y todos podemos aprender este camino de
santidad. En todo caso, Bernabé, con Juan Marcos, regresó a
Chipre (Cf. Hechos 15, 39) alrededor del año 49. A partir de
entonces se pierden sus huellas. Tertuliano le atribuye la Carta
a los Hebreos, lo cual no es inverosímil, pues, siendo de la
tribu de Leví, Bernabé podía estar interesado por el tema del
sacerdocio. Y la Carta a los Hebreos nos interpreta de manera
extraordinaria el sacerdocio de Jesús.
Silas, otro compañero de Pablo, es la forma griega de un nombre
hebreo (quizá «sheal», «pedir», «invocar», que constituye la
misma raíz del nombre «Saulo»), del que procede también la forma
latinizada «Silvano». El nombre de Silas sólo está testimoniado
en el libro de los Hechos de los Apóstoles, mientras que Silvano
aparece en las cartas de Pablo. Era un judío de Jerusalén, uno
de los primeros en hacerse cristiano, y en aquella Iglesia
gozaba de gran estima (Cf. Hechos 15,22), al ser considerado
profeta (Cf Hechos 15, 32).
Fue encargado de llevar «a los hermanos de Antioquía, Siria y
Cilicia» (Hechos 15,23) las decisiones tomadas por el Concilio
de Jerusalén y de explicarlas. Evidentemente pensaban que era
capaz de realizar una especie de mediación entre Jerusalén y
Antioquía, entre judeocristianos y cristianos de origen pagano,
y de este modo servir a la unidad de la Iglesia en la diversidad
de ritos y de orígenes.
Cuando Pablo se separó de Bernabé, tomó precisamente a Silas
como nuevo compañero de viaje (Cf. Hechos 15, 40). Con Pablo,
llegó a Macedonia (a las ciudades de Filipos, Tesalónica y
Berea), donde se detuvo, mientras que Pablo continuó hacia
Atenas y después a Corinto. Silas le alcanzó en Corinto, donde
colaboró en la predicación del Evangelio; de hecho, en la
segunda carta dirigida por Pablo a esa Iglesia, se habla de
«Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo» (2
Corintios 1,19). De este modo se explica por qué aparece como
coautor, junto a Pablo y a Timoteo, de las dos Cartas a los
Tesalonicenses.
Esto también me parece importante. Pablo no actúa como un
«solista», como un individuo aislado, sino junto con estos
colaboradores en el «nosotros» de la Iglesia. Este «yo» de Pablo
no es un «yo» aislado, sino un «yo» en el «nosotros» de la
Iglesia, en el «nosotros» de la fe apostólica. Y Silvano es
mencionado también al final de la Primera Carta de Pedro, donde
se lee: «Por medio de Silvano, a quien tengo por hermano fiel,
os he escrito brevemente» (5,12). De este modo vemos también la
comunión de los apóstoles. Silvano sirve a Pablo, sirve a Pedro,
porque la Iglesia es una y el anuncio misionero es único.
El tercer compañero de Pablo que hoy queremos recordar se llama
Apolo, probable abreviación de Apolonio o Apolodoro. A pesar de
que es un nombre de carácter pagano, era un judío fervoroso de
Alejandría de Egipto. Lucas, en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, le define «hombre elocuente, que dominaba las
Escrituras… con fervor de espíritu» (18, 24-25).
La entrada de Apolo en el escenario de la primera evangelización
tuvo lugar en la ciudad de Éfeso: allí había viajado para
predicar y allí tuvo la suerte de encontrar a los esposos
cristianos Priscila y Aquila (Cf. Hechos 18,26), quienes «le
tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino» (Cf.
Hechos 18, 26). De Éfeso pasó por Acaya hasta llegar a la ciudad
de Corinto: allí llegó con el apoyo de una carta de los
cristianos de Éfeso, quienes pedían a los corintios darle una
buena acogida (Cf. Hechos 18,27). En Corinto, como escribe
Lucas, «fue de gran provecho, con el auxilio de la gracia, a los
que habían creído; pues refutaba vigorosamente en público a los
judíos, demostrando por las Escrituras que el Cristo era Jesús»
(Hechos 18, 27-28), el Mesías.
Su éxito en aquella ciudad tuvo un desenlace problemático, pues
algunos miembros de aquella Iglesia, fascinados por su manera de
hablar, se oponían a los demás en su nombre (CF. 1 Corintios
1,12; 3,4-6; 4,6). Pablo, en la Primera Carta a los Corintios
expresa su aprecio por la obra de Apolo, pero reprocha a los
corintios el que laceren el Cuerpo de Cristo, separándose en
facciones contrapuestas.
Saca una importante lección de lo sucedido: tanto yo como Apolo
--dice--, no somos más que «diakonoi», es decir, simples
ministros, a través de los cuales habéis llegado a la fe (Cf. 1
Corintios 3, 5). Cada uno tiene una tarea diferenciada en el
campo del Señor: «Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio
el crecimiento... ya que somos colaboradores de Dios y vosotros,
campo de Dios, edificación de Dios» (1 Corintios 3, 6-9). Al
regresar a Éfeso, Apolo resistió a la invitación de Pablo a
regresar inmediatamente a Corinto, postergando el viaje a una
fecha sucesiva, que nosotros ignoramos (Cf. 1 Corintios 16,12).
No nos quedan más noticias suyas, aunque algunos expertos
piensan que es el posible autor de la Carta a los Hebreos, cuyo
autor, según Tertuliano, sería Bernabé.
Estos tres hombres brillan en el firmamento de los testigos del
Evangelio por una característica común, además de por las
características propias de cada uno. En común, además del origen
judío, tienen la entrega a Jesucristo y al Evangelio, así como
el hecho de que los tres fueron colaboradores del apóstol Pablo.
En esta misión evangelizadora original encontraron el sentido de
su vida y de este modo se nos presentan como modelos luminosos
de desinterés y generosidad.
Pensemos por último, una vez más, en esa frase de san Pablo:
tanto Apolo como yo somos ministros de Jesús, cada uno a su
manera, pues es Dios quien da el crecimiento. Esto es válido
también hoy para todos, ya sea para el Papa, como para los
cardenales, los obispos, los sacerdotes y los laicos. Todos
somos humildes ministros de Jesús. Servimos al Evangelio en la
medida en que podemos, según nuestros dones, y pedimos a Dios
que Él haga crecer hoy su Evangelio, su Iglesia.
(catequesis pronunciada
el miércoles 7 de febrero de 2007 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Dando un nuevo paso en esta especie de galería de retratos de
los primeros testigos de la fe cristiana, que hemos comenzado
hace unas semanas, tomamos en consideración hoy una pareja de
esposos. Se trata de los cónyuges Priscila y Áquila, que se
encuentran en la órbita de los numerosos colaboradores que
gravitaban en torno al apóstol Pablo, a quienes ya había
mencionado brevemente el miércoles pasado. En virtud de las
noticias con que contamos, esta pareja de esposos desempeñó un
papel muy activo en tiempos de los orígenes de la Iglesia, tras
la Pascua.
Los nombres de Priscila y Áquila son latinos, pero tanto el
hombre como la mujer eran de origen judío. Al menos Áquila, sin
embargo, procedía geográficamente de la diáspora, de la Anatolia
del norte que se asoma al Mar Negro, en la actual Turquía;
mientras que Priscila, cuyo nombre abreviado, Prisca, es
utilizado en ocasiones, era probablemente una judía procedente
de Roma (Cf. Hechos 18, 2). Como quiera que sea, desde Roma
habían llegado a Corinto, donde Pablo se encontró con ellos al
inicio de los años cincuenta; allí si asoció a ellos y, dado que
ejercían el mismo oficio de fabricantes de tiendas para uso
doméstico, como cuenta Lucas, fue acogido incluso en su casa
(Cf. Hechos 18, 3).
El motivo de su llegada a Corinto había sido la decisión del
emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos que residían
en la urbe. El historiador romano Suetonio nos dice, al hablar
de este acontecimiento, que había expulsado a los judíos porque
«provocaban tumultos a causa de un cierto Cresto» (Cf. «Vidas de
los doce Césares, Claudio», 25). Se ve que no conocía bien el
nombre --en vez de Cristo escribe «Cresto»-- y tenía una idea
muy confusa de lo que había sucedido. De todos modos, se daban
discordias dentro de la comunidad judía en torno a la cuestión
de si Jesús era el Cristo. Y para el emperador estos problemas
eran simplemente motivo de expulsión de todos los judíos de
Roma. Se deduce que los esposos habían abrazado la fe cristiana
ya en Roma, en los años cuarenta, y que ahora habían encontrado
en Pablo a alguien que no sólo compartía con ellos esta fe --que
Jesús es el Cristo--, sino que era también apóstol, llamado
personalmente por el Señor resucitado. Por tanto, el primer
encuentro tiene lugar en Corinto, donde le acogen en la casa y
trabajan juntos en la fabricación de tiendas.
En un segundo momento, se trasfieren a Asia Menor, a Éfeso. Allí
desempeñaron un papel determinante para completar la formación
cristiana del judío alejandrino Apolo, de quien hablamos el
miércoles pasado. Dado que él sólo conocía someramente la fe
cristiana, «al oírle Áquila y Priscila, le tomaron consigo y le
expusieron más exactamente el Camino» (Hechos 18, 26). Cuando en
Éfeso el apóstol escribe su Primera Carta a los Corintios, junto
a sus saludos, envía explícitamente también los de «Áquila y
Prisca, junto con la Iglesia que se reúne en su casa» (16,19).
De este modo, sabemos el papel importantísimo que esta pareja
desempeñó en el ámbito de la Iglesia primitiva: es decir, el de
acoger en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar,
cuando se reunían para escuchar la Palabra de Dios y para
celebrar la Eucaristía. Es precisamente ese tipo de reunión que
en griego se llama «ekklesía», la palabra latina es «ecclesia»,
la italiana «chiesa» [la española «iglesia», ndr.], que quiere
decir convocación, asamblea, reunión.
En la casa de Áquila y Priscila, por tanto, se reúne la Iglesia,
la convocación de Cristo, que celebra allí los sagrados
misterios. De este modo, podemos ver precisamente el nacimiento
de la Iglesia en las casas de los creyentes. Los cristianos, de
hecho, hasta el siglo III, no tenían lugares propios de culto:
éstos fueron, en un primer momento, las sinagogas judías, hasta
cuando la originaria simbiosis entre Antiguo y Nuevo Testamento
se deshizo y la Iglesia de la gentilidad se vio obligada a darse
una identidad propia, siempre profundamente arraigada en el
Antiguo Testamento.
Después, tras esta «ruptura», los cristianos se reúnen en las
casas, convirtiéndose así en «Iglesia». Y por último, en el
siglo III, nacen los auténticos edificios del culto cristiano.
Pero aquí en la primera mitad del siglo I y en el siglo II, las
casas de los cristianos se convierten en auténtica «iglesia».
Como ya he dicho, juntos leen las Sagradas Escrituras y se
celebra la Eucaristía. Es lo que sucedía, por ejemplo, en
Corinto, donde Pablo menciona a un cierto «Gayo, huésped mío y
de toda la Iglesia» (Romanos 16, 23), o en Laodicea, donde la
comunidad se reunía en la casa de una cierta Ninfas (Cf.
Colosenses 4, 15), o en Colosas, donde la reunión tenía lugar en
la casa de un tal Arquipo (Cf. Filemón 2).
Al regresar posteriormente a Roma, Áquila y Priscila siguieron
desempeñando esta función preciosísima también en la capital del
imperio. De hecho, Pablo, al escribir a los romanos, les envía
este saludo particular: «Saludad a Prisca y Áquila,
colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas
para salvarme. Y no soy solo en agradecérselo, sino también
todas las Iglesias de la gentilidad; saludad también a la
Iglesia que se reúne en su casa» (Romanos 16, 3-5). ¡Qué
extraordinario elogio de esos dos cónyuges encierran estas
palabras! Lo eleva nada más y nada menos que el apóstol Pablo.
Reconoce explícitamente en ellos dos a auténticos e importantes
colaboradores de su apostolado. La referencia al hecho de haber
arriesgado la vida por él está probablemente en relación con
algún gesto a favor suyo durante alguno de sus encarcelamientos,
quizá en la misma Éfeso (Cf. Hechos 19,23; 1 Corintios 15,32; 2
Corintios 1,8-9). Y el hecho de que Pablo asocie su gratitud a
la de todas las Iglesias de la gentilidad, aunque la expresión
pueda parecer una hipérbole, da a entender la grandeza de su
radio de acción y, de todos modos, su influencia a favor del
Evangelio.
La tradición hagiográfica posterior ha dado una importancia
sumamente particular a Priscila, aunque queda en pie el problema
de una identificación suya con otra Priscila mártir. En todo
caso, tenemos tanto una iglesia dedicada a santa Prisca, en el
Aventino, como las catacumbas de Priscila, en la Vía Salaria.
De este modo, se perpetúa la memoria de una mujer que ha sido
seguramente una persona activa y de gran valor en la historia
del cristianismo romano. Hay algo que es seguro: a la gratitud
de esas primeras Iglesias, de la que habla san Pablo, se debe
unir también la nuestra, pues gracias a la fe y al compromiso
apostólico de los fieles laicos, de familias, de esposos como
Priscila y Áquila, el cristianismo ha llegado a nuestra
generación. Podía crecer no sólo gracias a los apóstoles que lo
anunciaban. Para arraigarse en la tierra del pueblo, para
desarrollarse vivamente, era necesario el compromiso de estas
familias, de estos esposos, de estas comunidades cristianas, de
fieles laicos que han ofrecido el «humus» al crecimiento de la
fe.
Y siempre, sólo así, crece la Iglesia. En particular, esta
pareja demuestra la importancia de la acción de los esposos
cristianos. Cuando están apoyados por la fe y por una intensa
espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la
Iglesia se hace natural. La cotidiana comunión de su vida se
prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una común
responsabilidad a favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque
sólo sea de una pequeña parte de éste. Así sucedió en la primera
generación y así sucederá frecuentemente.
De su ejemplo podemos sacar otra lección que no hay que
descuidar: toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia.
No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico
amor cristiano, hecho de altruismo y recíproca atención, sino
más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de
la fe, está llamada a rotar en torno al único señorío de
Jesucristo. Por eso, en la Carta a los Efesios, Pablo compara la
relación matrimonial con la comunión esponsalicia que se da
entre Cristo y la Iglesia (Cf. Efesios 5, 25-33). Es más,
podríamos considerar que el apóstol conforma la vida de la
Iglesia con la de la familia. Y la Iglesia, en realidad, es la
familia de Dios.
Honramos, por tanto, a Áquila y Priscila como modelos de una
vida conyugal responsablemente comprometida al servicio de toda
la comunidad cristiana. Y encontramos en ellos el modelo de la
Iglesia, familia de Dios para todos los tiempos.
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos meditado en los meses pasados en las figuras de cada uno
de los apóstoles y en los primeros testigos de la fe cristiana,
mencionados en los escritos del Nuevo Testamento. Ahora,
prestaremos atención a los padres apostólicos, es decir, a la
primera y segunda generación de la Iglesia, después de los
apóstoles. De este modo podemos ver cómo comienza el camino de
la Iglesia en la historia.
San Clemente, obispo de Roma en los últimos años del siglo I, es
el tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Anacleto. El
testimonio más importante sobre su vida es el de san Ireneo,
obispo de Lyón hasta el año 202. Él atestigua que Clemente
«había visto a los apóstoles», «se había encontrado con ellos» y
«todavía resonaba en sus tímpanos su predicación, y tenía ante
los ojos su tradición» («Adversus haereses» 3, 3, 3).
Testimonios tardíos, entre los siglos IV y VI, atribuyen a
Clemente el título de mártir.
La autoridad y el prestigio de este obispo de Roma eran tales
que se le atribuyeron varios escritos, pero su única obra segura
es la «Carta a los Corintios». Eusebio de Cesarea, el gran
«archivero» de los orígenes cristianos, la presenta con estas
palabras: «Nos ha llegado una carta de Clemente reconocida como
auténtica, grande y admirable. Fue escrita por él, de parte de
la Iglesia de Roma, a la Iglesia de Corinto… Sabemos que desde
hace mucho tiempo y todavía hoy es leída públicamente durante la
reunión de los fieles » (Historia Eclesiástica, 3,16). A esta
carta se le atribuía un carácter casi canónico. Al inicio de
este texto, escrito en griego, Clemente se lamenta por el hecho
de que «las imprevistas calamidades, acaecidas una después de
otra» (1,1), le hayan impedido una intervención más inmediata.
Estas «adversidades» han de identificarse con la persecución de
Domiciano: por ello, la fecha de composición de la carta hay que
remontarla a un tiempo inmediatamente posterior a la muerte del
emperador y al final de la persecución, es decir, inmediatamente
después del año 96.
La intervención de Clemente --estamos todavía en el siglo I--
era solicitada por los graves problemas por los que atravesaba
la Iglesia de Corinto: los presbíteros de la comunidad, de
hecho, habían sido después por algunos jóvenes contestadores. La
penosa situación es recordada, una vez más, por san Ireneo, que
escribe: «Bajo Clemente, al surgir un gran choque entre los
hermanos de Corinto, la Iglesia de Roma envió a los corintios
una carta importantísima para reconciliarles en la paz, renovar
su fe y anunciar la tradición, que desde hace poco tiempo ella
había recibido de los apóstoles» («Adversus haereses» 3,3,3).
Podríamos decir que esta carta constituye un primer ejercicio
del Primado romano después de la muerte de san Pedro. La carta
de Clemente retoma temas muy sentidos por san Pablo, que había
escrito dos grandes cartas a los corintios, en particular, la
dialéctica teológica, perennemente actual, entre indicativo
de la salvación e imperativo del compromiso moral. Ante
todo está el alegre anuncio de la gracia que salva. El Señor nos
previene y nos da el perdón, nos da su amor, la gracia de ser
cristianos, hermanos y hermanas suyos. Es un anuncio que llena
de alegría nuestra vida y que da seguridad a nuestro actuar: el
Señor nos previene siempre con su bondad y la bondad es siempre
más grande que todos nuestros pecados. Es necesario, sin
embargo, que nos comprometamos de manera coherente con el don
recibido y que respondamos al anuncio de la salvación con un
camino generoso y valiente de conversión. Respecto al modelo de
san Pablo, la novedad está en que Clemente da continuidad a la
parte doctrinal y a la parte práctica, que conformaban todas las
cartas de Pablo, con una «gran oración», que prácticamente
concluye la carta.
La oportunidad inmediata de la carta abre al obispo de Roma la
posibilidad de exponer ampliamente la identidad de la Iglesia y
de su misión. Si en Corinto se han dado abusos, observa
Clemente, el motivo hay que buscarlo en la debilitación de la
caridad y de otras virtudes cristianas indispensables. Por este
motivo, invita a los fieles a la humildad y al amor fraterno,
dos virtudes que forman parte verdaderamente del ser en la
Iglesia. «Somos una porción santa», exhorta, «hagamos, por
tanto, todo lo que exige la santidad» (30, 1). En particular, el
obispo de Roma recuerda que el mismo Señor «estableció donde y
por quien quiere que los servicios litúrgicos sean realizados
para que todo, cumplido santamente y con su beneplácito, sea
aceptable a su voluntad… Porque el sumo sacerdote tiene sus
peculiares funciones asignadas a él; los levitas tienen
encomendados sus propios servicios, mientras que el laico está
sometido a los preceptos del laico» (40,1-5: obsérvese que en
esta carta de finales del siglo I aparece por primera vez en la
literatura cristiana aparece el término «laikós», que significa
«miembro del laos», es decir, «del pueblo de Dios»).
De este modo, al referirse a la liturgia del antiguo Israel,
Clemente revela su ideal de Iglesia. Ésta es congregada por el
«único Espíritu de gracia infundido sobre nosotros», que sopla
en los diversos miembros del Cuerpo de Cristo, en el que todos,
unidos sin ninguna separación, son «miembros los unos de los
otros» (46, 6-7). La neta distinción entre «laico» y la
jerarquía no significa para nada una contraposición, sino sólo
esta relación orgánica de un cuerpo, de un organismo, con las
diferentes funciones. La Iglesia, de hecho, no es un lugar de
confusión y de anarquía, donde cada uno puede hacer lo que
quiere en todo momento: cada quien en este organismo, con una
estructura articulada, ejerce su ministerio según su vocación
recibida.
Por lo que se refiere a los jefes de las comunidades, Clemente
explicita claramente la doctrina de la sucesión apostólica. Las
normas que la regulan se derivan, en última instancia, del mismo
Dios. El Padre ha enviado a Jesucristo, quien a su vez ha
enviado a los apóstoles. Éstos luego mandaron a los primeros
jefes de las comunidades y establecieron que a ellos les
sucedieran otros hombres dignos. Por tanto, todo procede
«ordenadamente de la voluntad de Dios» (42). Con estas palabras,
con estas frases, san Clemente subraya que la Iglesia tiene una
estructura sacramental y no una estructura política. La acción
de Dios que sale a nuestro encuentro en la liturgia precede a
nuestras decisiones e ideas. La Iglesia es sobre todo don de
Dios y no una criatura nuestra, y por ello esta estructura
sacramental no garantiza sólo el ordenamiento común, sino
también la precedencia del don de Dios, del que todos tenemos
necesidad.
Finalmente, la «gran oración», confiere una apertura cósmica a
los argumentos precedentes. Clemente alaba y da gracias a Dios
por su maravillosa providencia de amor, que ha creado el mundo y
que sigue salvándolo y santificándolo. Particular importancia
asume la invocación para los gobernantes. Después de los textos
del Nuevo Testamento, representa la oración más antigua por las
instituciones políticas. De este modo, tras la persecución, los
cristianos, aunque sabían que continuarían las persecuciones, no
dejan de rezar por esas mismas autoridades que les habían
condenado injustamente. El motivo es ante todo de carácter
cristológico: es necesario rezar por los perseguidores, como lo
hizo Jesús en la cruz. Pero esta oración tiene también una
enseñanza que orienta, a través de los siglos, la actitud de los
cristianos ante la política y el Estado. Al rezar por las
autoridades, Clemente reconoce la legitimidad de las
instituciones políticas en el orden establecido por Dios; al
mismo tiempo, manifiesta la preocupación que las autoridades
sean dóciles a Dios y «ejerzan el poder que Dios les ha dado con
paz y mansedumbre y piedad» (61,2). César no lo es todo. Emerge
otra soberanía, cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino
«de lo alto»: es la de la Verdad que tiene el derecho ante el
Estado de ser escuchada.
De este modo, la carta de Clemente afronta numerosos temas de
perenne actualidad. Es aún más significativa, pues representa
desde el silo I la solicitud de la Iglesia de Roma, que preside
en la caridad a todas las demás Iglesias. Con el mismo Espíritu,
elevemos también nosotros las invocaciones de la «gran oración»,
allí donde el obispo de Roma asume la voz del mundo entero: «Sí,
Señor, haz que resplandezca en nosotros tu rostro con el bien de
la paz; protégenos con tu mano poderosa… Nosotros te damos
gracias, a través del sumo Sacerdote y guía de nuestras almas,
Jesucristo, por medio del cual sea gloria y alabanza a ti,
ahora, y de generación en generación, por los siglos de los
siglos. Amén» (60-61).
(catequesis
pronunciada el miércoles 14 de marzo de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Como ya hicimos el miércoles, estamos hablando de las
personalidades de la Iglesia naciente. La semana pasada habíamos
hablado del Papa Clemente I, tercer sucesor de san Pedro. Hoy
hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquia,
del año 70 al 107, fecha de su martirio.
En aquel tiempo, Roma, Alejandría y Antioquia eran las tres
grandes metrópolis del Imperio Romano. El Concilio de Nicea
habla de los tres «primados»: el de Roma, pero también el de
Alejandría y Antioquia participan, en cierto sentido, en un
«primado».
San Ignacio era obispo de Antioquia, que hoy se encuentra en
Turquía. Allí, en Antioquia, como sabemos por los Hechos de los
Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente: el primer
obispo fue el apóstol Pedro, como dice la tradición, y allí «fue
donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de
“cristianos”» (Hechos 11, 26).
Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica todo un
capítulo de su «Historia Eclesiástica» a la vida y a la obra de
Ignacio (3,36). «De Siria», escribe, «Ignacio fue enviado a Roma
para ser pasto de fieras, a causa del testimonio que dio de
Cristo. Viajando por Asia, bajo la custodia severa de los
guardias» (que él llama «diez leopardos» en su Carta a los
Romanos 5,1), «en las ciudades en las que se detenía, reforzaba
a las Iglesias con predicaciones y exhortaciones; sobre todo les
alentaba, de todo corazón, a no caer en las herejías, que
entonces comenzaban a pulular, y recomendaba no separarse de la
tradición apostólica».
La primera etapa del viaje de Ignacio hacia el martirio fue la
ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de
san Juan. Allí, Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente
a las Iglesias de Éfeso, de Magnesia, de Tralles y de Roma.
«Al dejar Esmirna», sigue diciendo Eusebio, «Ignacio llegó a
Troade, y allí envió nuevas cartas»: dos a las Iglesias de
Filadelfia y de Esmirne, y una al obispo Policarpo. Eusebio
completa así la lista de las cartas, que nos han llegado de la
Iglesia del primer siglo como un tesoro precioso.
Al leer estos textos se siente la frescura de la fe de la
generación que todavía había conocido a los apóstoles. Se siente
también en estas cartas el amor ardiente de un santo.
Finalmente, de Troade el mártir llegó a Roma, donde en el
Anfiteatro Flavio, fue dado en pasto a las fieras feroces.
Ningún Padre de la Iglesia ha expresado con la intensidad de
Ignacio el anhelo por la «unión» con Cristo y por la «vida» en
Él. Por este motivo, hemos leído el pasaje del Evangelio sobre
la viña, que según el Evangelio de Juan, es Jesús. En realidad,
confluyen en Ignacio dos «corrientes» espirituales: la de Pablo,
totalmente orientada a la «unión» con Cristo, y la de Juan,
concentrada en la «vida» en Él.
A su vez, estas dos corrientes desembocan en la «imitación» de
Cristo, proclamado en varias ocasiones por Ignacio como «mi
Dios» o «nuestro Dios». De este modo, Ignacio implora a los
cristianos de Roma que no impidan su martirio, pues tiene
impaciencia por «unirse con Jesucristo».
Y explica: «Para mí es bello morir caminando hacia («eis»)
Jesucristo, en vez de poseer un reino que llegue hasta los
confines de la tierra. Le busco a Él, que murió por mí, le
quiero a Él, que resucitó por nosotros. ¡Dejad que imite la
Pasión de mi Dios!» (Romanos 5-6). Se puede percibir en estas
expresiones ardientes de amor el agudo «realismo» cristológico
típico de la Iglesia de Antioquia, atento más que nunca a la
encarnación del Hijo de Dios y a su auténtica y concreta
humanidad: Jesucristo, escribe Ignacio a los habitantes de
Esmirna, «es realmente de la estirpe de David», «realmente
nación de una virgen», «fue clavado realmente por nosotros»
(1,1).
La irresistible tensión de Ignacio hacia la unión con Cristo
sirve de fundamento para una auténtica «mística de la unidad».
Él mismo se define como «un hombre al que se le ha confiado la
tarea de la unidad» (A los fieles de Filadelfia 8, 1). Para
Ignacio, la unidad es ante todo una prerrogativa de Dios, que
existiendo en tres Personas es Uno en una absoluta unidad.
Repite con frecuencia que Dios es unidad y que sólo en Dios ésta
se encuentra en el estado puro y originario. La unidad que
tienen que realizar sobre esta tierra los cristianos no es más
que una imitación lo más conforme posible con el modelo divino.
De esta manera, Ignacio llega a elaborar una visión de la
Iglesia que recuerda mucho a algunas expresiones de la Carta a
los Corintios de Clemente Romano. «Conviene caminar de acuerdo
con el pensamiento de vuestro obispo, lo cual vosotros ya hacéis
--escribe a los cristianos de Éfeso--. Vuestro presbiterio,
justamente reputado, digno de Dios, está conforme con su obispo
como las cuerdas a la cítara. Así en vuestro sinfónico y
armonioso amor es Jesucristo quien canta. Que cada uno de
vosotros también se convierta en coro a fin de que, en la
armonía de vuestra concordia, toméis el tono de Dios en la
unidad y cantéis a una sola voz» (4,1-2).
Y después de recomendar a los fieles de Esmirna que no hagan
nada «que afecte a la Iglesia sin el obispo» (8,1), confía a
Policarpo: «Ofrezco mi vida por los que están sometidos al
obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Que junto a ellos
pueda tener parte con Dios. Trabajad unidos los unos por los
otros, luchad juntos, corred juntos, sufrid juntos, dormid y
velad juntos como administradores de Dios, asesores y siervos
suyos. Buscad agradarle a Él por quien militáis y de quien
recibís la merced. Que nadie de vosotros deserte. Que vuestro
bautismo sea como un escudo, la fe como un casco, la caridad
como una lanza, la paciencia como una armadura» (6,1-2).
En su conjunto, se puede percibir en las Cartas de Ignacio una
especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos
característicos de la vida cristiana: por una parte la
estructura jerárquica de la comunidad eclesial, y por otra la
unidad fundamental que liga entre sí a todos los fieles en
Cristo. Por lo tanto, los papeles no se pueden contraponer. Al
contrario, la insistencia de la comunión de los creyentes entre
sí y con sus pastores, se refuerza constantemente mediante
imágenes elocuentes y analogías: la cítara, los instrumentos de
cuerda, la entonación, el concierto, la sinfonía.
Es evidente la peculiar responsabilidad de los obispos, de los
presbíteros y los diáconos en la edificación de la comunidad. A
ellos se dirige ante todo el llamamiento al amor y la unidad.
«Sed una sola cosa», escribe Ignacio a los Magnesios, retomando
la oración de Jesús en la Última Cena: «Una sola súplica, una
sola mente, una sola esperanza en el amor… Acudid todos a
Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él
es uno, y al proceder del único Padre, ha permanecido unido a
Él, y a Él ha regresado en la unidad» (7, 1-2). Ignacio es el
primero que en la literatura cristiana atribuye a la Iglesia el
adjetivo «católica», es decir, «universal»: «Donde está
Jesucristo», afirma, «allí está la Iglesia católica» (A los
fieles de Esmirna 8, 2). Precisamente en el servicio de unidad a
la Iglesia católica, la comunidad cristiana de Roma ejerce una
especie de primado en el amor: «En Roma, ésta preside, digna de
Dios, venerable, digna de ser llamada bienaventurada… Preside en
la caridad, que tiene la ley de Cristo, y lleva el nombre del
Padre» (A los Romanos, «Prólogo»).
Como se puede ver, Ignacio es verdaderamente el «doctor de la
unidad»: unidad de Dios y unidad de Cristo (en oposición a las
diferentes herejías que comenzaban a circular y que dividían al
hombre y a Dios en Cristo), unidad de la Iglesia, unidad de los
fieles, «en la fe y en la caridad, pues no hay nada más
excelente que ella» (A los fieles de Esmirna 6,1).
En definitiva, el «realismo» de Ignacio es una invitación para
los fieles de ayer y de hoy, es una invitación para todos
nosotros a lograr una síntesis progresiva entre «configuración
con Cristo» (unión con Él, vida en Él) y «entrega a su Iglesia»
(unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al
mundo).
En definitiva, es necesario lograr una síntesis entre «comunión»
de la Iglesia en su interior y «misión», proclamación del
Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de
la otra, y los creyentes tengan cada vez más «ese espíritu sin
divisiones, que es el mismo Jesucristo» (Magnesios 15).
Al implorar del Señor esta «gracia de unidad», y con la
convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (Cf. A
los Romanos, «Prólogo»), os dirijo a vosotros el mismo auspicio
que cierra la carta de Ignacio a los cristianos de Tralles:
«Amaos los unos a los otros con un corazón sin divisiones. Mi
espíritu se entrega en sacrificio por vosotros no sólo ahora,
sino también cuando alcance a Dios… Que en Cristo podáis vivir
sin mancha» (13). Y recemos para que el Señor nos ayude a
alcanzar esta unidad y vivamos sin mancha, pues el amor purifica
las almas.
En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes
figuras de la Iglesia naciente. Hoy hablamos de san Justino,
filósofo y mártir, el más importante de los padres apologistas
del siglo II. La palabra «apologista» hace referencia a esos
antiguos escritores cristianos que se proponían defender la
nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los
judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adaptada
a la cultura de su tiempo. De este modo, entre los apologistas
se da una doble inquietud: la propiamente apologética, defender
el cristianismo naciente («apologhía» en griego significa
precisamente «defensa»); y la de proposición, «misionera», que
busca exponer los contenidos de la fe en un lenguaje y con
categorías de pensamiento comprensibles a los contemporáneos.
Justino había nacido en torno al año 100, en la antigua Siquem,
en Samaría, en Tierra Santa; buscó durante mucho tiempo la
verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición
filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los
primeros capítulos de su «Diálogo con Trifón», misterio
personaje, un anciano con el que se había encontrado en la playa
del mar, primero entró en crisis, al demostrarle la incapacidad
del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la
aspiración a lo divino. Después, le indicó en los antiguos
profetas las personas a las que tenía que dirigirse para
encontrar el camino de Dios y la «verdadera filosofía». Al
despedirse, el anciano le exhortó a la oración para que se le
abrieran las puertas de la luz.
La narración simboliza el episodio crucial de la vida de
Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de
la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma,
donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión,
considerada como la verdadera filosofía. En ella, de hecho,
había encontrado la verdad y por tanto el arte de vivir de
manera recta. Por este motivo fue denunciado y fue decapitado en
torno al año 165, bajo el reino de Marco Aurelio, el emperador
filósofo a quien Justino había dirigido su «Apología».
Las dos «Apologías» y el «Diálogo con el judío Trifón» son las
únicas obras que nos quedan de él. En ellas, Justino pretende
ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la
salvación que se realiza en Jesucristo, el «Logos», es decir, el
Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Cada hombre,
como criatura racional, participa del «Logos», lleva en sí una
«semilla» y puede vislumbrar la verdad. De esta manera, el mismo
«Logos», que se reveló como figura profética a los judíos en la
Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como con
«semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora, concluye
Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica
y personal del «Logos» en su totalidad, «todo lo bello que ha
sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros,
los cristianos» (Segunda Apología 13,4). De este modo, Justino,
si bien reprochaba a la filosofía griega sus contradicciones,
orienta con decisión hacia el «Logos» cualquier verdad
filosófica, motivando desde el punto de vista racional la
singular «pretensión» de vedad y de universalidad de la religión
cristiana.
Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo al igual que una
figura se orienta hacia la realidad que significa, la filosofía
griega tiende a su vez a Cristo y al Evangelio, como la parte
tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el
Antiguo Testamento y la filosofía griega son como dos caminos
que guían a Cristo, al «Logos». Por este motivo la filosofía
griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los
cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se
tratara de un propio bien. Por este motivo, mi venerado
predecesor, el Papa Juan Pablo II, definió a Justino como «un
pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico,
aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues Justino,
«conservando después de la conversión una gran estima por la
filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el
cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y
provechosa” («Diálogo con Trifón» 8,1)» («Fides et
ratio», 38).
En su conjunto, la figura y la obra de Justino marcan la
decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la
razón, en lugar de la religión de los paganos. Con la religión
pagana, de hecho, los primeros cristianos rechazaron
acérrimamente todo compromiso. La consideraban como una
idolatría, hasta el punto de correr el riesgo de ser acusados de
«impiedad» y de «ateísmo». En particular, Justino, especialmente
en su «Primera Apología», hizo una crítica implacable de la
religión pagana y de sus mitos, por considerarlos como
«desorientaciones» diabólicas en el camino de la verdad.
La filosofía representó, sin embargo, el área privilegiada del
encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente
a nivel de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos.
«Nuestra filosofía…»: con estas palabras explícitas llegó a
definir la nueva religión otro apologista contemporáneo a
Justino, el obispo
Melitón de Sardes («Historia Eclesiástica»,
4, 26, 7).
De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del «Logos»,
sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que éste
era reconocido por la filosofía griega como carente de
consistencia en la verdad. Por este motivo, el ocaso de la
religión pagana era inevitable: era la lógica consecuencia del
alejamiento de la religión de la verdad del ser, reducida a un
conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres.
Justino, y con él otros apologistas, firmaron la toma de
posición clara de la fe cristiana por el Dios de los filósofos
contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción
por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas
décadas después de Justino, Tertuliano definió la misma opción
de los cristianos con una sentencia lapidaria que siempre es
válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non
consuetudinem, cognominavit – Cristo afirmó que era la verdad,
no la costumbre» («De virgin. vel». 1,1).
En este sentido, hay que tener en cuenta que el término
«consuetudo», que utiliza Tertuliano para hacer referencia a la
religión pagana, puede ser traducido en los idiomas modernos con
las expresiones «moda cultural», «moda del momento».
En una edad como la nuestra, caracterizada por el relativismo en
el debate sobre los valores y sobre la religión --así como en el
diálogo interreligioso--, esta es una lección que no hay que
olvidar. Con este objetivo, y así concluyo, os vuelvo a
presentar las últimas palabras del misterioso anciano, que se
encontró con el filósofo Justino a orilla del mar: «Tú reza ante
todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie
puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden la
comprensión» («Diálogo con Trifón» 7,3).
(catequesis
pronunciada el miércoles 28 de marzo de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los
primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san
Ireneo de Lyon. Sus noticias biográficas nos vienen de su mismo
testimonio, que nos ha llegado hasta nosotros gracias a Eusebio
en el quinto libro de la «Historia eclesiástica».
Ireneo nació con toda probabilidad en Esmirna (hoy Izmir, en
Turquía) entre los años 135 y 140, donde en su juventud fue
alumno del obispo Policarpo, quien a su vez era discípulo del
apóstol Juan. No sabemos cuándo se transfirió de Asia Menor a
Galia, pero la mudanza debió coincidir con los primeros
desarrollos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año
177, encontramos a Ireneo en el colegio de los presbíteros.
Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta
de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana
evitó a Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que
cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el
mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, fallecido a causa
de los malos tratos en la cárcel. De este modo, a su regreso,
Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se
dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia
el año 202-203, quizá con el martirio.
Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Del buen pastor
tiene la prudencia, la riqueza de doctrina, el ardor misionero.
Como escritor, busca un doble objetivo: defender la verdadera
doctrina de los asaltos de los herejes, y exponer con claridad
la verdad de la fe. A estos dos objetivos responden exactamente
las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros «Contra las
herejías» y «La exposición de la predicación apostólica», que
puede ser considerada también como el «catecismo de la doctrina
cristiana» más antiguo. En definitiva, Ireneo es el campeón de
la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la «gnosis», una
doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era
más que un simbolismo para los sencillos, pues no son capaces de
comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los
intelectuales --se llamaban «gnósticos»-- podrían comprender lo
que se escondía detrás de estos símbolos y de este modo
formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada
vez más en diferentes corrientes con pensamientos con frecuencia
extraños y extravagantes, pero atrayentes para muchas personas.
Un elemento común de estas diferentes corrientes era el
dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios Padre de
todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar
el mal en el mundo, afirmaban la existencia junto al Dios bueno
de un principio negativo. Este principio negativo habría
producido las cosas materiales, la materia.
Arraigándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación,
Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan
las realidades corporales. Reivindica con decisión la originaria
santidad de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que
del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la refutación
de la herejía: se puede decir, de hecho, que se presenta como el
primer gran teólogo de la Iglesia, que creó la teología
sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es
decir, de la coherencia interna de toda la fe. En el centro de
su doctrina está la cuestión de la «regla de la fe» y de su
transmisión. Para Ireneo la «regla de la fe» coincide en la
práctica con el «Credo» de los apóstoles, y nos da la clave para
interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del
Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis
del Evangelio, nos ayuda a comprender lo que quiere decir, la
manera en que tenemos que leer el mismo Evangelio.
De hecho, el Evangelio predicado por Ireneo es el que recibió de
Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de Policarpo se
remonta al apóstol Juan, de quien Policarpo era discípulo. De
este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los
intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El
verdadero Evangelio es el impartido por los obispos que lo han
recibido gracias a una cadena interrumpida que procede de los
apóstoles. Éstos no han enseñado otra cosa que esta fe sencilla,
que es también la verdadera profundidad de la revelación de
Dios. De este modo, nos dice Ireneo, no hay una doctrina secreta
detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo
superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la
Iglesia es la fe común de todos. Sólo es apostólica esta fe,
procede de los apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al adherir a esta fe transmitida públicamente por los apóstoles
a sus sucesores, los cristianos tienen que observar lo que dicen
los obispos, tienen que considerar específicamente la enseñanza
de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia,
a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de
hecho, tiene su origen en las columnas del colegio apostólico,
Pedro y Pablo. Con la Iglesia de Roma tienen que estar en
armonía todas las Iglesias, reconociendo en ella la medida de la
verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la
Iglesia. Con estos argumentos, resumidos aquí de manera
sumamente breve, Ireneo confuta en sus fundamentos las
pretensiones de estos gnósticos, de estos intelectuales: ante
todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe
común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han
inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no
son privilegio y monopolio de pocos, sino que todos las pueden
alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los
apóstoles, y sobre todo del obispo de Roma. En particular, al
polemizar con el carácter «secreto» de la tradición gnóstica, y
al constatar sus múltiples conclusiones contradictorias entre
sí, Ireneo se preocupa por ilustrar el concepto genuino de
Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es «pública», no privada o secreta.
Para Ireneo no hay duda alguna de que el contenido de la fe
transmitida por la Iglesia es el recibido de los apóstoles y de
Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a
quien quiere conocer la verdadera doctrina le basta conocer «la
Tradición que procede de los apóstoles y la fe anunciada a los
hombres»: tradición y fe que «nos han llegado a través de la
sucesión de los obispos» («Contra las herejías» 3, 3 , 3-4). De
este modo, coinciden sucesión de los obispos, principio
personal, Tradición apostólica y principio doctrinal.
b) La Tradición apostólica es «única». Mientras el gnosticismo
se divide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es
única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto,
Ireneo llama «regula fidei» o «veritatis»: y dado que es única,
crea unidad a través de los pueblos, a través de las diferentes
culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común
como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas.
Hay una expresión preciosa de san Ireneo en el libro «Contra las
herejías»: «La Iglesia que recibe esta predicación y esta fe [de
los apóstoles], a pesar de estar diseminada en el mundo entero,
la guarda con cuidado, como si habitase en una casa única; cree
igualmente a todo esto, como quien tiene una sola alma y un
mismo corazón; y predica todo esto con una sola voz, y así lo
enseña y trasmite como si tuviese una sola boca. Pues si bien
las lenguas en el mundo son diversas, única y siempre la misma
es la fuerza de la tradición. Las iglesias que están en las
Germanias no creen diversamente, ni trasmiten otra cosa las
iglesias de las Hiberias, ni las que existen entre los celtas,
ni las de Oriente, ni las de Egipto ni las de Libia, ni las que
están en el centro del mundo» (1, 10, 1-2). Ya en ese momento,
nos encontramos en el año 200, se puede ver la universalidad de
la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad,
que une estas realidades tan diferentes, de Alemania a España,
de Italia a Egipto y Libia, en la común verdad que nos reveló
Cristo.
c) Por último, la Tradición apostólica es como él dice en
griego, la lengua en la que escribió su libro, «pneumática», es
decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, se
dice «pneuma». No se trata de una transmisión confiada a la
capacidad de los hombres más o menos instruidos, sino al
Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión
de la fe. Esta es la «vida» de la Iglesia, que la hace siempre
joven, es decir, fecunda de muchos carismas. Iglesia y Espíritu
para Ireneo son inseparables: «Esta fe», leemos en el tercer
libro de «Contra las herejías», «la hemos recibido de la Iglesia
y la custodiamos: la fe, por obra del Espíritu de Dios, como
depósito precioso custodiado en una vasija de valor rejuvenece
siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que la contiene…
Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde
está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia»
(3, 24, 1).
Como se puede ver, Ireneo no se limita a definir el concepto de
Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es
tradicionalismo, pues esta Tradición siempre está internamente
vivificada por el Espíritu Santo, que la hace vivir de nuevo,
hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de
la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser
transmitida de manera que aparezca como tiene que ser, es decir,
«pública», «única», «pneumática», «espiritual». A partir de cada
una de estas características, se puede llegar a un fecundo
discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el
hoy de la Iglesia. Más en general, según la doctrina de
Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente
anclada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la
obra permanente de santificación de Espíritu. Esta doctrina es
como una «senda maestra» para aclarar a todas las personas de
buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los
valores, y para dar un empuje siempre nuevo a la acción
misionera de la Iglesia, a la fuerza de la verdad que es la
fuente de todos los auténticos valores del mundo.
Después del tiempo de las fiestas, volvemos a las catequesis
normales, a pesar de que visiblemente la plaza está todavía de
fiesta. Con las catequesis volvemos, como decía, al tema
comenzado antes. Habíamos hablado de los doce apóstoles, luego
de los discípulos de los apóstoles, ahora de las grandes
personalidades de la Iglesia naciente, de la Iglesia antigua. La
última vez habíamos hablado de san Ireneo de Lyon, hoy hablamos
de Clemente de Alejandría, un gran teólogo que nace
probablemente en Atenas, en torno a la mitad del siglo II. De
Atenas heredó un agudo interés por la filosofía, que haría de él
uno de los alféreces del diálogo entre fe y razón en la
tradición cristiana. Cuando todavía era joven, llegó a
Alejandría, la «ciudad símbolo» de ese fecundo cruce entre
diferentes culturas que caracterizó la edad helenista. Fue
discípulo de Panteno, hasta sucederle en la dirección de la
escuela catequística. Numerosas fuentes atestiguan que fue
ordenado presbítero. Durante la persecución de 202-203 abandonó
Alejandría para refugiarse en Cesarea, en Capadocia, donde
falleció hacia el año 215.
Las obras más importantes que nos quedan de él son tres: el «Protréptico»,
el «Pedagogo», y los «Stromata». Si bien parece que no era la
intención originaria del autor, estos escritos constituyen una
auténtica trilogía, destinada a acompañar eficazmente la
maduración espiritual del cristiano.
El «Protréptico», como dice la palabra misma, es una
«exhortación» dirigida a quien comienza y busca el camino de la
fe. Es más, el «Protréptico» coincide con una Persona: el Hijo
de Dios, Jesucristo, que se convierte en «exhortador» de los
hombres para que emprendan con decisión el camino hacia la
Verdad. El mismo Jesucristo se convierte después en «Pedagogo»,
es decir, en «educador» de aquellos que, en virtud del Bautismo,
se han convertido en hijos de Dios. El mismo Jesucristo, por
último, es también «didascalo», es decir, «maestro», que propone
las enseñanzas más profundas. Éstas se recogen en la tercera
obra de Clemente, los «Stromata», palabra griega que significa:
«tapicerías». Se trata de una composición que no es sistemática,
sino que afronta diferentes argumentos, fruto directo de la
enseñanza habitual de Clemente.
En su conjunto, la catequesis de Clemente acompaña paso a paso
el camino del catecúmeno y del bautizado para que, con las dos
«alas» de la fe y de la razón, llegue a un conocimiento de la
Verdad, que es Jesucristo, el Verbo de Dios. Sólo el
conocimiento de la persona que es la verdad es la «auténtica
gnosis», la expresión griega que quiere decir «conocimiento»,
«inteligencia». Es el edificio construido por la razón bajo el
impulso de un principio sobrenatural. La misma fe constituye la
auténtica filosofía, es decir, la auténtica conversión al camino
que hay que tomar en la vida. Por tanto, la auténtica «gnosis»
es un desarrollo de la fe, suscitado por Jesucristo en el alma
unida a Él. Clemente define después dos niveles de la vida
cristiana.
Primer nivel: los cristianos creyentes que viven la fe de una
manera común, aunque esté siempre abierta a los horizontes de la
santidad. Luego está el segundo nivel: los «gnósticos», es
decir, los que ya llevan una vida de perfección espiritual; en
todo caso, el cristiano tiene que comenzar por la base común de
la fe y a través de un camino de búsqueda debe dejarse guiar por
Cristo y de este modo llegar al conocimiento de la Verdad y de
las verdades que conforman el contenido de la fe. Este
conocimiento, nos dice Clemente, se convierte para el alma en
una realidad viva: no es sólo una teoría, es una fuerza de vida,
es una unión de amor transformante. El conocimiento de Cristo no
es sólo pensamiento, sino que es amor que abre los ojos,
transforma al hombre y crea comunión con el «Logos», con el
Verbo divino que es verdad y vida. En esta comunión, que es el
perfecto conocimiento y es amor, el perfecto cristiano alcanza
la contemplación, la unificación con Dios.
Clemente retoma finalmente la doctrina, según al cual, el fin
último del hombre consiste en ser semejante a Dios. Hemos sido
creados a imagen y semejanza de Dios, pero esto es también un
desafío, un camino; de hecho, el objetivo de la vida, el destino
último consiste verdaderamente en hacerse semejantes a Dios.
Esto es posible gracias a la connaturalidad con Él, que el
hombre ha recibido en el momento de la creación, motivo por el
cual de por sí ya es imagen de Dios. Esta connaturalidad permite
conocer las realidades divinas a las que el hombre adhiere ante
todo por la fe y, a través de la vivencia de la fe, de la
práctica de las virtudes, puede crecer hasta llegar a la
contemplación de Dios. De este modo, en el camino de la
perfección, Clemente da la misma importancia al requisito moral
que al intelectual. Los dos van juntos porque no es posible
conocer sin vivir y no se puede vivir sin conocer. No es posible
asemejarse a Dios y contemplarle simplemente con el conocimiento
racional: para lograr este objetivo se necesita una vida según
el «Logos», una vida según la verdad. Y, por tanto, las buenas
obras tienen que acompañar el conocimiento intelectual, como la
sombra acompaña al cuerpo.
Hay dos virtudes que adornan particularmente al alma del
«auténtico gnóstico». La primera es la libertad de las pasiones
(«apátheia»); la otra, es el amor, la verdadera pasión, que
asegura la unión íntima con Dios. El amor da la paz perfecta, y
hace que el «auténtico gnóstico» sea capaz de afrontar los
sacrificios más grandes, incluso el sacrificio supremo en el
seguimiento de Cristo, y le hace subir de nivel hasta llegar a
la cumbre de las virtudes. De este modo, el ideal ético de la
filosofía antigua, es decir, la liberación de las pasiones,
vuelve a ser redefinido por Clemente y conjugado con el amor, en
el proceso incesante que lleva a asemejarse a Dios.
De esta manera, el pensador de Alejandría propició la segunda
gran oportunidad de diálogo entre el anuncio cristiano y la
filosofía griega. Sabemos que san Pablo en el Areópago de
Atenas, donde Clemente nació, había hecho el primer intento de
diálogo con la filosofía friega, y en buena parte había
fracasado, pues le dijeron: «Otra vez te escucharemos». Ahora
Clemente, retoma este diálogo, y lo ennoblece al máximo en la
tradición filosófica griega. Como escribió mi venerado
predecesor Juan Pablo II en la encíclica
«Fides et ratio», Clemente de Alejandría llega a interpretar
la filosofía como «una instrucción propedéutica a la fe
cristiana (n. 38). Y, de hecho, Clemente llegó a afirmar que
Dios habría dado la filosofía a los griegos «como un Testamento
propio para ellos» («Stromata» 6, 8, 67, 1). Para él la
tradición filosófica griega, casi como sucede con la Ley para
los judíos, es el ámbito de «revelación», son dos corrientes que
en definitiva se dirigen hacia el mismo «Logos». Clemente sigue
marcando con decisión el camino de quien quiere «dar razón» de
su fe en Jesucristo. Puede servir de ejemplo a los cristianos, a
los catequistas y a los teólogos de nuestro tiempo a los que
Juan Pablo II, en la misma encíclica, exhortaba «a recuperar y
subrayar más la dimensión metafísica de la verdad para entrar
así en diálogo crítico y exigente con el pensamiento filosófico
contemporáneo».
Concluyamos con una de las expresiones de la famosa «oración a
Cristo “Logos”», con la que Clemente concluye su «Pedagogo». Su
súplica dice así: «Muéstrate propicio a tus hijos»; «concédenos
vivir en tu paz, mudarnos a tu ciudad, atravesar sin quedar
sumergidos en las corrientes del pecado, ser transportados con
serenidad por el Espíritu Santo por la Sabiduría inefable:
nosotros, que de día y de noche, hasta el último día elevamos un
canto de acción de gracias al único Padre, … al Hijo pedagogo y
maestro, junto al Espíritu Santo. ¡Amén!" (Pedagogo 3, 12, 101).
(catequesis
pronunciada el miércoles 25 de abril de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestras meditaciones sobre las grandes personalidades de la
Iglesia antigua, conocemos hoy a una de las más relevantes.
Orígenes de Alejandría es realmente una de las personalidades
determinantes para todo el desarrollo del pensamiento cristiano.
Él recoge la herencia de Clemente de Alejandría, sobre quien
hemos meditado el miércoles pasado, y la relanza al futuro de
manera tan innovadora que imprime un giro irreversible al
desarrollo del pensamiento cristiano. Fue un verdadero
«maestro», y así le recordaban con nostalgia y conmoción sus
discípulos: no sólo un brillante teólogo, sino un testigo
ejemplar de la doctrina que transmitía. «Él enseñó», escribe
Eusebio de Cesarea, su entusiasta biógrafo, «que la conducta
debe corresponder exactamente a la palabra, y fue sobre todo por
esto que, ayudado por la gracia de Dios, indujo a muchos a
imitarle» (Hist. Eccl. 6,3,7).
Toda su vida estuvo recorrida por un incesante anhelo de
martirio. Tenía diecisiete años cuando, en el décimo año del
emperador Septimio Severo, se desató en Alejandría la
persecución contra los cristianos. Clemente, su maestro,
abandonó la ciudad, y el padre de Orígenes, Leónidas, fue
encarcelado. Su hijo ansiaba ardientemente el martirio, pero no
pudo cumplir este deseo. Entonces escribió a su padre,
exhortándole a no desistir del supremo testimonio de la fe. Y
cuando Leónidas fue decapitado, el pequeño Orígenes sintió que
debía acoger el ejemplo de su vida. Cuarenta años más tarde,
mientras predicaba en Cesarea, hizo esta confesión: «De nada me
sirve haber tenido un padre mártir si no tengo una buena
conducta y no hago honor a la nobleza de mi estirpe, esto es, al
martirio de mi padre y al testimonio que le hizo ilustre en
Cristo» (Hom. Ez. 4,8). En una homilía sucesiva –cuando,
gracias a la extrema tolerancia del emperador Felipe el Árabe,
parecía ya esfumada la eventualidad de un testimonio cruento-
Orígenes exclama: «Si Dios me concediera ser lavado en mi
sangre, como para recibir el segundo bautismo habiendo aceptado
la muerte por Cristo, me alejaría seguro de este mundo... Pero
son dichosos los que merecen estas cosas» (Hom. Iud.
7,12). Estas expresiones revelan toda la nostalgia de Orígenes
por el bautismo de sangre. Y por fin este irresistible anhelo
fue, al menos en parte, complacido. En 250, durante la
persecución de Decio, Orígenes fue arrestado y torturado
cruelmente. Debilitado por los sufrimientos padecidos, murió
algún año después. No tenía aún setenta años.
Hemos aludido a ese «giro irreversible» que Orígenes imprimió a
la historia de la teología y del pensamiento cristiano. ¿Pero en
qué consiste este hito, esta novedad tan llena de consecuencias?
Corresponde en sustancia a la fundación de la teología en la
explicación de las Escrituras. Hacer teología era para él
esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos
incluso decir que su teología es la perfecta simbiosis entre
teología y exégesis. En verdad, la marca propia de la doctrina
origeniana parece residir precisamente en la incesante
invitación a pasar de la letra al espíritu de las Escrituras,
para progresar en el conocimiento de Dios. Y este llamado
«alegorismo», escribió von Baltasar, coincide precisamente «con
el desarrollo del dogma cristiano obrado por la enseñanza de los
doctores de la Iglesia», los cuales –de una u otra forma-
acogieron la «lección» de Orígenes. Así la tradición y el
magisterio, fundamento y garantía de la investigación teológica,
llegan a configurarse como «Escritura en acto» (cfr. «Origene:
il mondo, Cristo e la Chiesa», tr. it., Milano 1972, p. 43).
Podemos afirmar por ello que el núcleo central de la inmensa
obra literaria de Orígenes consiste en su «triple lectura» de la
Biblia. Pero antes de ilustrar esta «lectura» conviene dar una
mirada general a la producción literaria del alejandrino. San
Jerónimo, en su Epístola 33, cita los títulos de 320
libros y de 310 homilías de Orígenes. Lamentablemente la mayor
parte de esta obra se perdió, pero incluso lo poco que queda de
ella le convierte en el autor más prolífico de los primeros tres
siglos cristianos. Su radio de intereses se extiende de la
exégesis al dogma, a la filosofía, a la apologética, a la
ascética y a la mística. Es una visión fundamental y global de
la vida cristiana.
El núcleo inspirador de esta obra es, como hemos mencionado, la
«triple lectura» de las Escrituras desarrollada por Orígenes en
el arco de su vida. Con esta expresión intentamos aludir a las
tres modalidades más importantes –entre sí no sucesivas, sino
más frecuentemente superpuestas- con las que Orígenes se dedicó
al estudio de las Escrituras. Ante todo él leyó la Biblia con la
intención de asegurar el texto mejor y de ofrecer de ella la
edición más fiable. Éste, por ejemplo, es el primer paso:
conocer realmente qué está escrito y conocer lo que esta
escritura quería intencional e inicialmente decir. Realizó un
gran estudio con este fin y redactó una edición de la Biblia con
seis columnas paralelas, de izquierda a derecha, con el texto
hebreo en caracteres hebreos –él tuvo también contactos con los
rabinos para comprender bien el texto original hebraico de la
Biblia-, después el texto hebraico transliterado en caracteres
griegos y a continuación cuatro traducciones diferentes en
lengua griega, que le permitían comparar las diversas
posibilidades de traducción. De aquí el título de «Hexapla»
(«seis columnas») atribuido a esta enorme sinopsis. Éste es el
primer punto: conocer exactamente qué está escrito, el texto
como tal. En segundo lugar Orígenes leyó sistemáticamente la
Biblia con sus célebres Comentarios. Estos reproducen
fielmente las explicaciones que el maestro ofrecía durante la
escuela, en Alejandría como en Cesarea. Orígenes avanza casi
versículo a versículo, de forma minuciosa, amplia y profunda,
con notas de carácter filológico y doctrinal. Él trabaja con
gran exactitud para conocer bien qué querían decir los sagrados
autores.
Finalmente, también antes de su ordenación presbiteral, Orígenes
se dedicó muchísimo a la predicación de la Biblia, adaptándose a
un público de composición variada. En cualquier caso, se
advierte también en sus Homilías al maestro, del todo
dedicado a la interpretación sistemática de la perícopa en
examen, poco a poco fraccionada en los sucesivos versículos.
También en las Homilías Orígenes aprovecha todas las
ocasiones para recordar las diversas dimensiones del sentido de
la Sagrada Escritura, que ayudan o expresan un camino en el
crecimiento de la fe: existe el sentido «literal», pero éste
oculta profundidades que no aparecen en un primer momento; la
segunda dimensión es el sentido «moral»: qué debemos hacer
viviendo la palabra; y finalmente el sentido «espiritual», o
sea, la unidad de la Escritura, que en todo su desarrollo habla
de Cristo. Es el Espíritu Santo quien nos hace entender el
contenido cristológico y así la unidad de la Escritura en su
diversidad. Sería interesante mostrar esto. He intentado un
poco, en mi libro «Jesús de Nazaret», señalar en la situación
actual estas múltiples dimensiones de la Palabra, de la Sagrada
Escritura, que antes debe ser respetada justamente en el sentido
histórico. Pero este sentido nos trasciende hacia Cristo, en la
luz del Espíritu Santo, y nos muestra el camino, cómo vivir. Se
encuentra de ello alusión, por ejemplo, en la novena Homilía
sobre los Números, en la que Orígenes compara la Escritura
con las nueces: «Así es la doctrina de la Ley y de los Profetas
en la escuela de Cristo», afirma la homilía; «amarga es la
letra, que es como la corteza; en segundo lugar atraviesas la
cáscara, que es la doctrina moral; en tercer lugar hallarás el
sentido de los misterios, del que se nutren las almas de los
santos en la vida presente y en la futura» (Hom. Num.
9,7).
Sobre todo por esta vía Orígenes llega a promover eficazmente la
«lectura cristiana» del Antiguo Testamento, replicando
brillantemente el desafío de aquellos herejes –sobre todo
gnósticos y marcionitas- que oponían entre sí los dos
Testamentos hasta rechazar el Antiguo. Al respecto, en la misma
Homilía sobre los Números, el alejandrino afirma: «Yo no
llamo a la Ley un “Antiguo Testamento”, si la comprendo en el
Espíritu. La Ley se convierte en un “Antiguo Testamento” sólo
para los que quieren comprenderla carnalmente», esto es,
quedándose en la letra del texto. Pero «para nosotros, que la
comprendemos y la aplicamos en el Espíritu y en el sentido del
Evangelio, la Ley es siempre nueva, y los dos Testamentos son
para nosotros un nuevo Testamento, no a causa de la fecha
temporal, sino de la novedad del sentido... En cambio, para el
pecador y para los que no respetan la condición de la caridad,
también los Evangelios envejecen» (Hom. Num. 9,4).
Os invito –y así concluyo- a acoger en vuestro corazón la
enseñanza de este gran maestro en la fe. Él nos recuerda con
íntimo entusiasmo que, en la lectura orante de la Escritura y en
el coherente compromiso de la vida, la Iglesia siempre se
renueva y rejuvenece. La Palabra de Dios, que no envejece jamás,
ni se agota nunca, es medio privilegiado para tal fin. Es en
efecto la Palabra de Dios la que, por obra del Espíritu Santo,
nos guía siempre de nuevo a la verdad completa (cfr. Benedicto
XVI, «Ai partecipanti al Congresso Internazionale per il XL
anniversario della Costituzione dogmatica “Dei Verbum” »,
in: «Insegnamenti», vol. I, 2005, pp. 552-553). Y pidamos
al Señor que nos dé hoy pensadores, teólogos, exégetas que
encuentren esta multidimensionalidad, esta actualidad permanente
de la Sagrada Escritura, para alimentarnos realmente del
verdadero pan de la vida, de su Palabra.
(catequesis
pronunciada el miércoles 2 de mayo de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis del miércoles pasado estuvo dedicada a la gran
figura de Orígenes, doctor de Alejandría que vivió entre el
siglo II y III. En esa catequesis, tomamos en consideración la
vida y la producción literaria de este gran maestro, encontrando
en su «triple lectura» de la Biblia el núcleo inspirador de toda
su obra. Dejé a un lado, para retomarlos hoy, dos aspectos de la
doctrina de Orígenes, que considero entre los más importantes y
actuales: quiero hablar de sus enseñanzas sobre la oración y
sobre la Iglesia.
Enseñanza sobre la oración
En realidad, Orígenes, autor de un importante y siempre actual
tratado «Sobre la oración», entrelaza constantemente su
producción exegética y teológica con experiencias y sugerencias
relativas a la oración. A pesar de toda su riqueza teológica de
pensamiento, no es un tratado meramente académico; siempre se
fundamenta en la experiencia de la oración, del contacto con
Dios.
Desde su punto de vista, la comprensión de las Escrituras exige,
no sólo estudio, sino intimidad con Cristo y oración. Está
convencido de que el camino privilegiado para conocer a Dios es
el amor, y que no existe un auténtico «conocimiento de Cristo»
sin enamorarse de él.
En la «Carta a Gregorio», Orígenes recomienda: «Dedicaos a la
“lectio” de las divinas Escrituras; aplicaos con perseverancia.
Empeñaos en la “lectio” con la intención de creer y agradar a
Dios. Si durante la “lectio” te encuentras ante una puerta
cerrada, toca y te la abrirá el custodio, de quien Jesús ha
dicho: “El guardián se la abrirá”. Aplicándote de este modo a la
“lectio divina”, busca con lealtad y confianza inquebrantable en
Dios el sentido de las divinas Escrituras, que en ellas se
esconde con gran profundidad. Ahora bien, no te contentes con
tocar y buscar: para comprender los asuntos de Dios tienes
absoluta necesidad de la oración. Precisamente para exhortarnos
a la oración, el Salvador no sólo nos ha dicho: “buscad y
hallaréis”, y “tocad y se os abrirá”, sino que ha añadido:
“Pedid y recibiréis”» (Carta a Gregorio, 4).
Salta a la vista el «papel primordial» desempeñado por Orígenes
en la historia de la «lectio divina». El obispo Ambrosio de
Milán, quien aprenderá a leer las Escrituras con las obras de
Orígenes, la introduce después en Occidente para entregarla a
Agustín y a la tradición monástica sucesiva.
Como ya habíamos dicho, el nivel más elevado del conocimiento de
Dios, según Orígenes, surge del amor. Lo mismo sucede entre los
hombres: uno sólo conoce profundamente al otro si hay amor, si
se abren los corazones. Para demostrar esto, él se basa en un
significado que en ocasiones se da al verbo «conocer» en hebreo,
es decir, cuando se utiliza para expresar el acto del amor
humano: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió»
(Génesis 4,1). De este modo se sugiere que la unión en el amor
produce el conocimiento más auténtico. Como el hombre y la mujer
son «dos en una sola carne», así Dios y el creyente se hacen
«dos en un mismo espíritu».
De este modo, la oración del padre apostólico de Alejandría toca
los niveles más elevados de la mística, como lo atestiguan sus
«Homilías sobre el Cantar de los Cantares». Puede aplicarse en
este sentido un pasaje de la primera «Homilía», en la que
Orígenes confiesa: «Con frecuencia --Dios es testigo-- he
sentido que el Esposo se me acercaba al máximo; después se iba
de repente, y yo no pude encontrar lo que buscaba. De nuevo
siento el deseo de su venida, y a veces él vuelve, y cuando se
me ha aparecido, cuando le tengo entre las manos, se me vuelve a
escapar, y una vez que se ha ido me pongo a buscarle una vez
más...» (Homilías sobre el Cantar de los Cantares 1, 7).
Recuerda lo que mi venerado predecesor escribía, como auténtico
testigo, en la
«Novo millennio ineunte», cuando mostraba a los fieles que
la «oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de
amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente
por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y
abandonada filialmente en el corazón del Padre». Se trata,
seguía diciendo Juan Pablo II; de «un camino sostenido
enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un
intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas
purificaciones (la “noche oscura”), pero que llega, de tantas
formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como
“unión esponsal”» (número 33).
Enseñanza sobre la Iglesia
Pasemos, por último, a una enseñanza de Orígenes sobre la
Iglesia, y más precisamente sobre el sacerdocio común de los
fieles. Como afirma en su novena «Homilía sobre el Levítico»,
«esto nos afecta a todos nosotros» (9, 1). En la misma
«Homilía», Orígenes, al referirse a la prohibición hecha a
Aarón, tras la muerte de sus dos hijos, de entrar en el «Sancta
sanctorum» «en cualquier tiempo» (Levítico 16, 2), exhorta a los
fieles con estas palabras: «Esto demuestra que si uno entra a
cualquier hora en el santuario, sin la debida preparación, sin
estar revestido de los ornamentos pontificales, sin haber
preparado las ofrendas prescritas y sin ser propicio a Dios,
morirá… Esto nos afecta a todos nosotros. Establece, de hecho,
que aprendamos a acceder al altar de Dios. ¿Acaso no sabes que
también a ti, es decir, a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de
los creyentes, ha sido conferido el sacerdocio? Escucha cómo
Pedro se dirige a los fieles: “linaje elegido”, dice,
“sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”.
Tú, por tanto, tienes el sacerdocio, pues eres “linaje
sacerdotal”, y por ello tienes que ofrecer a Dios el sacrificio…
Pero para que tú lo puedas ofrecer dignamente, tienes necesidad
de vestidos puros, distintos de los comunes a los demás hombres,
y te hace falta el fuego divino» (ibídem).
De este modo, por una parte, el hecho de tener «ceñidos los
lomos» y los «ornamentos sacerdotales», es decir, la pureza y la
honestidad de vida, y por otra, tener la «lámpara siempre
encendida», es decir, la fe y la ciencia de las Escrituras, son
las condiciones indispensables para el ejercicio del sacerdocio
universal, que exige pureza y honestidad de vida, fe y
conocimiento de las Escrituras.
Con más razón aún estas condiciones son indispensables,
evidentemente, para el ejercicio del sacerdocio ministerial.
Estas condiciones --conducta íntegra de vida, pero sobre todo
acogida y estudio de la Palabra-- establecen una auténtica
«jerarquía de la santidad» en el sacerdocio común de los
cristianos. En la cumbre de este camino de perfección, Orígenes
pone el martirio.
También en la novena «Homilía sobre el Levítico» alude al «fuego
para el holocausto», es decir, a la fe y al conocimiento de las
Escrituras, que nunca tiene que apagarse en el altar de quien
ejerce el sacerdocio. Después, añade: «Pero, cada uno de
nosotros no sólo tiene en sí» el fuego; «sino también el
holocausto, y con su holocausto enciende el altar para que arda
siempre. Si renuncio a todo lo que poseo y tomo mi cruz y sigo a
Cristo, ofrezco mi holocausto en el altar de Dios; y si entrego
mi cuerpo para que arda, con caridad, alcanzaré la gloria del
martirio, ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios» (9, 9).
Este inagotado camino de perfección «nos afecta a todos
nosotros», a condición de que «la mirada de nuestro corazón» se
dirija a la contemplación de la Sabiduría y de la Verdad, que es
Jesucristo. Al predicar sobre el discurso de Jesús en Nazaret,
cuando «en la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él»
(Lucas 4, 16-30), Orígenes parece que se dirige precisamente a
nosotros: «También hoy, en esta asamblea, vuestros ojos pueden
dirigirse al Salvador. Cuando dirijas la mirada más profunda del
corazón hacia la contemplación de la Sabiduría de la Verdad y
del Hijo único de Dios, entonces tus ojos verán a Dios.
¡Bienaventurada es la asamblea de la que la Escritura dice que
los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Cuánto desearía que esta
asamblea diera un testimonio así, que los ojos de todos, de los
no bautizados y de los fieles, de las mujeres, de los hombres y
de los muchachos --no los ojos del cuerpo, sino los del alma--
vieran a Jesús! … Sobre nosotros está impresa la luz de tu
rostro, Señor, a quien pertenecen la gloria y la potencia por
los siglos de los siglos. ¡Amén!» («Homilía sobre Lucas» 32, 6).
(catequesis
pronunciada el miércoles 30 de mayo de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Con la catequesis de hoy retomamos el hijo abandonado con motivo
del viaje en Brasil y seguimos hablando de las grandes
personalidades de la Iglesia antigua: son maestros de fe también
para nosotros hoy y testigos de la perenne actualidad de la fe
cristiana.
Hoy hablamos de un africano, Tertuliano, que entre el final del
siglo II e inicios del siglo III inaugura la literatura
cristiana en latín. Con él comienza una teología en este idioma.
Su obra ha dado frutos decisivos, que sería imperdonable
infravalorar. Su influencia se desarrolla a diversos niveles:
desde el lenguaje y la recuperación de la cultura clásica, hasta
la individuación de un «alma cristiana» común en el mundo y la
formulación de nuevas propuestas de convivencia humana.
No conocemos exactamente las fechas de su nacimiento y de su
muerte. Sin embargo, sabemos que en Cartago, a finales del siglo
II, recibió de padres y maestros paganos una sólida formación
retórica, filosófica, jurídica e histórica. Se convirtió al
cristianismo atraído, según parece, por el ejemplo de los
mártires cristianos.
Comenzó a publicar sus escritos más famosos en el año 197. Pero
una búsqueda demasiado individual de la verdad junto con la
intransigencia de su carácter, le llevaron poco a poco a
abandonar la comunión con la Iglesia y a unirse a la secta del
montanismo. Sin embargo, la originalidad de su pensamiento y la
incisiva eficacia de su lenguaje le dan un lugar de particular
importancia en la literatura cristiana antigua.
Son famosos sobre todo sus escritos de carácter apologético.
Manifiestan dos objetivos principales: en primer lugar, el de
confutar las gravísimas acusaciones que los paganos dirigían
contra la nueva religión; y en segundo lugar, de manera más
positiva y misionera, el de comunicar el mensaje del Evangelio
en diálogo con la cultura de su época.
Su obra más conocida, «Apologético», denuncia el comportamiento
injusto de las autoridades políticas con la Iglesia; explica y
defiende las enseñanzas y las costumbres de los cristianos;
presenta las diferencias entre la nueva religión y las
principales corrientes filosóficas de la época; manifiesta el
triunfo del Espíritu, que opone a la violencia de los
perseguidores la sangre, el sufrimiento y la paciencia de los
mártires: «Por más que sea refinada
--escribe el autor africano--, vuestra
crueldad no sirve de nada: es más, para nuestra comunidad
constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros
golpes de hacha, nos hacemos más numerosos: ¡la sangre de los
cristianos es semilla eficaz! (semen est
sanguis christianorum!)" (Apologético 50,13). Al final
vencen el martirio y el sufrimiento y son más eficaces que la
crueldad y la violencia de los regímenes totalitarios.
Pero Tertuliano, como todo buen apologista, experimenta al mismo
tiempo la necesidad de comunicar positivamente la esencia del
cristianismo. Por este motivo, adopta el método especulativo
para ilustrar los fundamentos racionales del dogma cristiano.
Los profundiza de manera sistemática, comenzando con la
descripción del «Dios de los cristianos». «Aquél a quien
adoramos es un Dios único», atestigua el apologista. Y sigue,
utilizando las paradojas características de su lenguaje:
«Él es
invisible, aunque se le vea; inalcanzable, aunque esté presente
a través de la gracia; inconcebible, aunque los sentidos le
puedan concebir; por este motivo es verdadero y grande» (ibídem
17,1-2).
Tertuliano, además, da un paso enorme en el desarrollo del dogma
trinitario; nos dejó el lenguaje adecuado en latín para expresar
este gran misterio, introduciendo los términos de «una
sustancia» y «tres Personas». También desarrolló mucho el
lenguaje correcto para expresar el misterio de Cristo, Hijo de
Dios y verdadero Hombre.
El autor africano habla también del Espíritu Santo, demostrando
su carácter personal y divino: «Creemos que, según su promesa,
Jesucristo envió por medio del Padre al Espíritu Santo, el
Paráclito, el santificador de la fe de quienes creen en el
Padre, en el Hijo y en el Espíritu» (ibídem, 2,1).
En sus obras se leen además numerosos textos sobre la Iglesia, a
la que Tertuliano reconoce como «madre». Incluso tras su
adhesión al montanismo, no olvidó que la Iglesia es la Madre de
nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Analiza también la
conducta moral de los cristianos y la vida futura.
Sus escritos son importantes, además, para comprender tendencias
vivas en las comunidades cristianas sobre María santísima, sobre
los sacramentos de la Eucaristía, del Matrimonio y de la
Reconciliación, sobre el primado de Pedro, sobre la oración…
En especial, en aquellos años de persecución en los que los
cristianos parecían una minoría perdida, el apologista les
exhorta a la esperanza, que --según sus escritos-- no es
simplemente una virtud, sino un modo de vida que abarca cada uno
de los aspectos de la existencia cristiana.
Tenemos la esperanza de que el futuro sea nuestro porque el
futuro es de Dios. De este modo, la resurrección del Señor se
presenta como el fundamento de nuestra resurrección futura, y
representa el objeto principal de la confianza de los
cristianos: «La carne resucitará
--afirma categóricamente el africano--:
toda la carne, precisamente la carne. Allí donde se encuentre,
se encuentra en consigna ante Dios, en virtud del fidelísimo
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que restituirá
Dios al hombre y el hombre a Dios» («La resurrección
del cuerpo», 63,1).
Desde el punto de vista humano, se puede hablar sin duda del
drama de Tertuliano. Con el paso del tiempo, se hizo cada vez
más exigente con los cristianos. Pretendía de ellos en toda
circunstancia, y sobre todo en las persecuciones, un
comportamiento heroico. Rígido en sus posiciones, no ahorraba
duras críticas y acabó inevitablemente aislándose. De hecho, hoy
día quedan aún abiertas muchas cuestiones, no sólo sobre el
pensamiento teológico y filosófico de Tertuliano, sino también
sobre su actitud ante las instituciones políticas de la sociedad
pagana.
Esta gran personalidad moral e intelectual, este hombre que ha
dado una contribución tan grande al pensamiento cristiano, me
hace reflexionar mucho. Se ve que al final le falta la
sencillez, la humildad para integrarse en la Iglesia, para
aceptar sus debilidades, para ser tolerante con los demás y
consigo mismo.
Cuando sólo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final
se pierde esta grandeza. La característica esencial de un gran
teólogo es la humildad para estar con la Iglesia, para aceptar
sus propias debilidades, pues sólo Dios es totalmente santo.
Nosotros, sin embargo, siempre tenemos necesidad de perdón.
En definitiva, el autor africano permanece como un testigo
interesante de los primeros tiempos de la Iglesia, cuando los
cristianos se convirtieron en sujetos de «nueva cultura» en el
encuentro entre herencia clásica y mensaje evangélico. Es suya
la famosa afirmación, según la cual, nuestra alma es «naturaliter
cristiana» («Apologético», 17, 6), con la que Tertuliano
evoca la perenne continuidad entre los auténticos valores
humanos y los cristianos; y también es suya la reflexión,
inspirada directamente en el Evangelio, según la cual, «el
cristiano no puede odiar ni siquiera a sus propios enemigos»
(Cf. «Apologético», 37). Implica una consecuencia moral
ineludible de la opción de fe que propone la «no violencia» como
regla de vida: y no es posible dejar de ver la dramática
actualidad de esta enseñanza, a la luz del encendido debate
sobre las religiones.
En los escritos del africano, en definitiva, se afrontan
numerosos temas que todavía hoy tenemos que afrontar. Nos
involucran en una fecunda búsqueda interior, a la que invito a
todos los fieles, para que sepan expresar de manera cada vez más
convincente la «Regla de la fe», según la cual, como dice
Tertuliano, «nosotros creemos que hay un solo Dios, y no hay
otro fuera del Creador del mundo: él lo ha hecho todo de la nada
por medio de su Verbo, engendrado antes de todo» («La
prescripción de los herejes» 13, 1).
En la serie de nuestras catequesis sobre las grandes
personalidades de la Iglesia antigua, llegamos hoy a un
excelente obispo africano del siglo III, san Cipriano,
«el
primer obispo que en África alcanzó la corona del martirio». Su
fama, como atestigua el diácono Poncio, el primero en escribir
su vida, está también ligada a la creación literaria y a la
actividad pastoral de los trece años que pasaron entre su
conversión y el martirio (Cf. «Vida» 19,1; 1,1). Nacido en
Cartago en el seno de una rica familia pagana, después de una
juventud disipada, Cipriano se convierte al cristianismo a la
edad de 35 años. Él mismo narra su itinerario espiritual:
«Cuando todavía yacía como en una noche oscura», escribe meses
después de su bautismo, «me parecía sumamente difícil y fatigoso
realizar lo que me proponía la misericordia de Dios… Estaba
ligado a muchísimos errores de mi vida pasada, y no creía que
pudiera liberarme, hasta el punto de que seguía los vicios y
favorecía mis malos deseos… Pero después, con la ayuda del agua
regeneradora, quedó lavada la miseria de mi vida precedente; una
luz soberana se difundió en mi corazón; un segundo nacimiento me
regeneró en un ser totalmente nuevo. De manera maravillosa
comenzó a disiparse toda duda… Comprendía claramente que era
terrenal lo que antes vivía en mí, en la esclavitud de los
vicios de la carne, y por el contrario era divino y celestial lo
que el Espíritu Santo ya había generado en mí» («A Donato»,
3-4).
Inmediatamente después de la conversión, Cipriano, a pesar de
envidias y resistencias, fue elegido al oficio sacerdotal y a la
dignidad de obispo. En el breve período de su episcopado afronta
las dos primeras persecuciones sancionadas por un edicto
imperial, la de Decio (250) y la de Valeriano (257-258). Después
de la persecución particularmente cruel de Decio, el obispo tuvo
que empeñarse con mucho esfuerzo por volver a poner disciplina
en la comunidad cristiana. Muchos fieles, de hecho, habían
abjurado, o no habían tenido un comportamiento correcto ante la
prueba. Eran los así llamados «lapsi», es decir, los «caídos»,
que deseaban ardientemente volver a entrar en la comunidad. El
debate sobre su readmisión llegó a dividir a los cristianos de
Cartago en laxistas y rigoristas. A estas dificultades hay que
añadir una grave epidemia que flageló África y que planteó
interrogantes teológicos angustiantes tanto dentro de la
comunidad como en relación con los paganos. Hay que recordar,
por último, la controversia entre Cipriano y el obispo de Roma,
Esteban, sobre la validez del bautismo administrado a los
paganos por parte de cristianos herejes.
En estas circunstancias realmente difíciles, Cipriano
demostró elevadas dotes de gobierno: fue severo, pero no
inflexible con los «caídos», dándoles la posibilidad del perdón
después de una penitencia ejemplar; ante Roma, fue firme en la
defensa de las sanas tradiciones de la Iglesia africana; fue
sumamente comprensivo y lleno del más auténtico espíritu
evangélico a la hora de exhortar a los cristianos a la ayuda
fraterna a los paganos durante la epidemia; supo mantener la
justa medida a la hora de recordar a los fieles, demasiado
temerosos de perder la vida y los bienes terrenos, que para
ellos la verdadera vida y los auténticos bienes no son los de
este mundo; fue inquebrantable a la hora de combatir las
costumbres corruptas y los pecados que devastan la vida moral,
sobre todo la avaricia.
«Pasaba de este modo los días», cuenta el diácono Poncio,
«cuando por orden del procónsul, llegó inesperadamente a su casa
el jefe de la policía» («Vida», 15,1). En ese día, el santo
obispo fue arrestado y después de un breve interrogatorio
afrontó valerosamente el martirio en medio de su pueblo.
Cipriano compuso numerosos tratados y cartas, siempre ligados
a su ministerio pastoral. Poco proclive a la especulación
teológica, escribía sobre todo para la edificación de la
comunidad y para el buen comportamiento de los fieles. De hecho,
la Iglesia es su tema preferido. Distingue entre «Iglesia
visible», jerárquica, e «Iglesia invisible», mística, pero
afirma con fuerza que la Iglesia es una sola, fundada sobre
Pedro.
No se cansa de repetir que
«quien abandona la cátedra de
Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, se queda en la
ilusión de permanecer en la Iglesia» («La unidad de la Iglesia
católica», 4). Cipriano sabe bien, y lo dijo con palabras
fuertes, que «fuera de la Iglesia no hay salvación»
(Epístola
4,4 y 73,21), y que «no puede tener a Dios como Padre quien no
tiene a la Iglesia como madre» («La unidad de la Iglesia
católica, 4). Característica irrenunciable de la Iglesia es la
unidad, simbolizada por la túnica de Cristo sin costura (ibídem,
7): unidad que, según dice, encuentra su fundamento en Pedro
(ibídem, 4) y su perfecta realización en la Eucaristía (Epístola
63,13). «Sólo hay un Dios, un solo Cristo», exhorta Cipriano,
«una sola es su Iglesia, una sola fe, un solo pueblo cristiano,
firmemente unido por el cemento de la concordia: y no puede
separarse lo que por naturaleza es uno» («La unidad de la
Iglesia católica», 23).
Hemos hablado de su pensamiento sobre la Iglesia, pero no hay
que olvidar, por último, la enseñanza de Cipriano sobre la
oración. A mí me gusta particularmente su libro sobre el
«Padrenuestro», que me ha ayudado mucho a comprender mejor y a
rezar mejor la «oración del Señor»: Cipriano enseña que
precisamente en el «Padrenuestro» se ofrece al cristiano la
manera recta de rezar; y subraya que esta oración se conjuga en
plural «para que quien reza no rece sólo por sí mismo. Nuestra
oración --¬escribe-- es pública y comunitaria y, cuando rezamos,
no rezamos sólo por uno, sino por todo el pueblo, pues somos una
sola cosa con todo el pueblo» («La oración del Señor» 8). De
este modo, oración personal y litúrgica se presentan firmemente
unidas entre sí. Su unidad se basa en el hecho de que responden
a la misma Palabra de Dios. El cristiano no dice «Padre mío»,
sino «Padre nuestro», incluso en el secreto de su habitación
cerrada, pues sabe que en todo lugar, en toda circunstancia, es
miembro de un mismo Cuerpo.
«Recemos, por tanto, hermanos queridísimo», escribe el obispo
de Cartago, «como Dios, el Maestro, nos ha enseñado. Es una
oración confidencial e íntima rezar a Dios con lo que es suyo,
elevar a sus oídos la oración de Cristo. Que el Padre reconozca
las palabras de su Hijo cuando elevamos una oración: que quien
habita interiormente en el espíritu esté también presente en la
voz… Cuando se reza, además, hay que tener una manera de hablar
y de rezar que, con disciplina, mantenga calma y reserva.
Pensemos que estamos ante la mirada de Dios. Es necesario ser
gratos ante los ojos divinos tanto con la actitud del cuerpo
como con el tono de la voz… Y cuando nos reunimos junto a los
hermanos y celebramos los sacrificios divinos con el sacerdote
de Dios, tenemos que hacerlo con temor reverencial y disciplina,
sin arrojar al viento por todos los lados nuestras oraciones con
voces desmesuradas, ni lanzar con tumultuosa verborrea una
petición que hay que presentar a Dios con moderación, pues Dios
no escucha la voz, sino el corazón» (“non vocis sed cordis
auditor est”)» (3-4). Se trata de palabras que siguen siendo
válidas también hoy y que nos ayudan a celebrar bien la santa
Liturgia.
En definitiva, Cipriano se encuentra en los orígenes de esa
fecunda tradición teológico-espiritual que ve en el «corazón» el
lugar privilegiado de la oración. Según la Biblia y los Padres,
de hecho, el corazón es lo íntimo del ser humano, el lugar donde
mora Dios. En él se realiza ese encuentro en el que Dios habla
al hombre, y el hombre escucha a Dios; en el que el hombre habla
a Dios y Dios escucha al hombre: todo esto tiene lugar a través
de la única Palabra divina. Precisamente en este sentido,
haciendo eco a Cipriano, Emaragdo, abad de san Miguel, en los
primeros años del siglo IX, atestigua que la oración
«es obra
del corazón, no de los labios, pues Dios no mira a las palabras,
sino al corazón del orante» («La diadema de los monjes», 1).
Tengamos este «corazón que escucha», del que nos hablan la
Biblia (cfr 1 Reyes 3, 9) y los Padres: ¡nos hace mucha falta!
Sólo así podremos experimentar en plenitud que Dios es nuestro
Padre y que la Iglesia, la santa Esposa de Cristo, es
verdaderamente nuestra Madre.
(catequesis
pronunciada el miércoles 13 de junio de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En la historia del cristianismo antiguo es fundamental la
distinción entre los primeros tres siglos y los sucesivos al
Concilio de Nicea del año 325, el primero ecuménico. Como
«bisagra» entre los dos períodos están el así llamado «cambio de
Constantino» y la paz de la Iglesia, así como la figura de
Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina.
Fue el exponente más cualificado de la cultura cristiana de su
tiempo en contextos muy variados, de la teología a la exégesis,
de la historia a la erudición. Eusebio es conocido sobre todo
como el primer historiador del cristianismo, pero también como
el filólogo más grande de la Iglesia antigua.
En Cesarea, donde probablemente nació en torno al año 260,
Orígenes se había refugiado procedente de Alejandría, y allí
había fundado una escuela y una ingente biblioteca. Precisamente
con estos libros se habría formado, alguna década después, el
joven Eusebio. En el año 325, como obispo de Cesarea, participó
con un papel de protagonista en el Concilio de Nicea. Suscribió
el «Credo» y la afirmación de la plena divinidad del Hijo de
Dios, definido por éste con «la misma sustancia» del Padre (
«homooúsios tõ Patrí»). Es prácticamente el mismo «Credo»
que nosotros rezamos todos los domingos en la santa liturgia.
Sincero admirador de Constantino, que había dado paz a la
Iglesia, Eusebio sintió por él estima y consideración. Celebró
al emperador, no sólo en sus obras, sino también en discursos
oficiales, pronunciados en el vigésimo y trigésimo aniversario
de su llegada al trono, y después de su muerte, acaecida en el
año 337. Dos o tres años después también moría Eusebio.
Estudioso incansable, en sus numerosos escritos, Eusebio busca
reflexionar y hacer un balance de los tres siglos de
cristianismo, tres siglos vividos bajo la persecución,
recurriendo en buena parte a las fuentes cristianas y paganas
conservadas sobre todo en la gran biblioteca de Cesarea. De este
modo, a pesar de la importancia objetiva de sus obras
apologéticas, exegéticas y doctrinales, la fama imperecedera de
Eusebio sigue estando ligada en primer lugar a los diez libros
de su «Historia eclesiástica». Fue el primero en escribir una
historia de la Iglesia, que sigue siendo fundamental gracias a
las fuentes que Eusebio pone a nuestra disposición para siempre.
Con esta «Historia» logró salvar del olvido seguro numerosos
acontecimientos, personajes y obras literarias de la Iglesia
antigua. Se trata, por tanto, de una fuente primaria para el
conocimiento de los primeros siglos del cristianismo.
Nos podemos preguntar cómo estructuró y con qué intenciones
redactó esta nueva obra. Al inicio del primer libro, el
historiador presenta los argumentos que pretende afrontar en su
obra: «Me he propuesto redactar las sucesiones de los santos
apóstoles desde nuestro Salvador hasta nuestros días; cuántos y
cuán grandes fueron los acontecimientos que tuvieron lugar según
la historia de la Iglesia y quiénes fueron distinguidos en su
gobierno y dirección en las comunidades más notables, incluyendo
también aquellos que, en cada generación, fueron embajadores de
la Palabra de Dios, ya sea por medio de la escritura o sin ella,
y los que, impulsados por el deseo de innovación hasta el error,
se han anunciado promotores del falsamente llamado conocimiento,
devorando así el rebaño de Cristo como lobos rapaces… y también
el número; el modo y el tiempo de los paganos que lucharon
contra la palabra divina y la grandeza de los que en su tiempo
atravesaron, por ella, la prueba de sangre y tortura; señalando
además los martirios de nuestro tiempo y el auxilio benigno y
favorable para con todos de nuestro Salvador » (1, 1, 1-2).
De esta manera, Eusebio abarca diferentes sectores: la sucesión
de los apóstoles, como estructura de la Iglesia, la difusión del
Mensaje, los errores, las persecuciones por parte de los paganos
y los grandes testimonios que constituyen la luz de esta
«Historia». En todo esto, resplandecen la misericordia y la
benevolencia del Salvador. Eusebio inaugura así la
historiografía eclesiástica, abarcando su narración hasta el año
324, año en el que Constantino, después de la derrota de
Licinio, fue aclamado como emperador único de Roma. Se trata del
año precedente al gran Concilio de Nicea que después ofrece la
«summa» de lo que la Iglesia --doctrinal, moral e incluso
jurídicamente-- había aprendido en esos trescientos años.
La cita que acabamos de referir del primer libro de la «Historia
eclesiástica» contiene una repetición que seguramente es
intencionada. En pocas líneas repite el título cristológico de
«Salvador», y hace referencia explícita a «su misericordia» y a
«su benevolencia». Podemos comprender así la perspectiva
fundamental de la historiografía de Eusebio: es una historia
«cristocéntrica», en la que se revela progresivamente el
misterio del amor de Dios por los hombres. Con genuina sorpresa,
Eusebio reconoce que «de todos los hombres de su tiempo y de los
que han existido hasta hoy en toda la tierra, sólo Él es llamado
y confesado como Cristo [es decir “Mesías” y “Salvador del
mundo”], y todos dan testimonio de Él con este nombre,
recordándolo así tanto los griegos como los bárbaros. Además,
todavía hoy entre sus seguidores, en toda la tierra, es honrado
como rey, es contemplado como siendo superior a un profeta y es
glorificado como el verdadero y único sumo sacerdote de Dios; y,
por encima de todo esto, es adorado como Dios por ser el Logos
preexistente, anterior a todos los siglos, y habiendo recibido
del Padre el honor de ser objeto de veneración. Y lo más
singular de todo es que los que estamos consagrados a Él no le
honramos solamente con la voz o con los sonidos de nuestras
palabras, sino con una completa disposición del alma, llegando
incluso a preferir el martirio por su causa a nuestra propia
vida» (1, 3, 19-20).
De este modo, aparece en primer lugar otra característica que
será una constante en la antigua historiografía eclesiástica: la
«intención moral» que preside la narración. El análisis
histórico nunca es un fin en sí mismo; no sólo busca conocer el
pasado; más bien, apunta con decisión a la conversión, y a un
auténtico testimonio de vida cristiana por parte de los fieles.
Es una guía para nosotros mismos.
De esta manera, Eusebio interpela vivamente a los creyentes de
todos los tiempos sobre su manera de afrontar las vicisitudes de
la historia, y de la Iglesia en particular. Nos interpela
también a nosotros: ¿Cuál es nuestra actitud ante las
vicisitudes de la Iglesia? ¿Es la actitud de quien se interesa
por simple curiosidad, buscando el sensacionalismo y el
escandalismo a todo coste? ¿O es más bien la actitud llena de
amor y abierta al misterio de quien sabe por la fe que puede
percibir en la historia de la Iglesia los signos del amor de
Dios y las grandes obras de la salvación por él realizadas?
Si esta es nuestra actitud tenemos que sentirnos interpelados
para ofrecer una respuesta más coherente y generosa, un
testimonio más cristiano de vida, para dejar los signos del amor
de Dios también a las futuras generaciones.
«Hay un misterio», no se cansaba de repetir ese eminente
estudioso de los Padres, el padre Jean Daniélou:
«Hay un
contenido escondido en la historia… El misterio es el de las
obras de Dios, que constituyen en el tiempo la realidad
auténtica, escondida detrás de las apariencias… Pero esta
historia que Dios realiza por el hombre, no la realiza sin Él.
Quedarse en la contemplación de las “grandes cosas” de Dios
significaría ver sólo un aspecto de las cosas. Ante ellas está
la respuesta» («Ensayo sobre el misterio de la historia»,
«Saggio sul mistero della storia», Brescia 1963, p. 182).
Tantos siglos después, también hoy Eusebio de Cesarea invita a
los creyentes, nos invita a sorprendernos a contemplar en la
historia las grandes obras de Dios por la salvación de los
hombres. Y con la misma energía nos invita a la conversión de la
vida. De hecho, ante un Dios que nos ha amado así, no podemos
quedar insensibles. La instancia propia del amor es que toda la
vida se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que
esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida una huella
transparente del amor de Dios.
(catequesis
pronunciada el miércoles 20 de junio de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia
antigua, queremos dirigir hoy nuestra atención a san Atanasio de
Alejandría. Este auténtico protagonista de la tradición
cristiana, ya pocos años antes de su muerte, era aclamado como
«la columna de la Iglesia» por el gran teólogo y obispo de
Constantinopla, Gregorio Nazianceno («Discursos» 21, 26), y
siempre ha sido considerado como un modelo de ortodoxia, tanto
en Oriente como en Occidente.
No es casualidad, por tanto, que Gian Lorenzo Bernini colocara
su estatua entre las de los cuatro santos doctores de la Iglesia
oriental y occidental --Ambrosio, Juan Crisóstomo, y Agustín--,
que en el maravilloso ábside de la Basílica vaticana rodean la
Cátedra de san Pedro.
Atanasio ha sido, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia
antigua más importantes y venerados. Pero sobre todo, este gran
santo es el apasionado teólogo de la encarnación del «Logos», el
Verbo de Dios que, como dice el prólogo del cuarto Evangelio,
«se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Juan 1, 14).
Precisamente por este motivo Atanasio fue también el más
importante y tenaz adversario de la herejía arriana, que
entonces era una amenaza para la fe en Cristo, reducido a una
criatura «intermedia» entre Dios y el hombre, según una
tendencia que se repite en la historia y que también hoy
constatamos de diferentes maneras.
Nacido probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300,
Atanasio recibió una buena educación antes de convertirse en
diácono y secretario del obispo de la metrópolis egipcia,
Alejandro.
Cercano colaborador de su obispo, el joven eclesiástico
participó con él en el Concilio de Nicea, el primero de carácter
ecuménico, convocado por el emperador Constantino en mayo del
año 325 para asegurar la unidad de la Iglesia. Los Padres de
Nicea pudieron de este modo afrontar varias cuestiones,
principalmente el problema originado unos años antes por la
predicación del presbítero de Alejandría, Arrio.
Éste, con su teoría, amenazaba la auténtica fe en Cristo,
declarando que el «Logos» no era verdadero Dios, sino un Dios
creado, un ser «intermedio» entre Dios y el hombre y de este
modo el verdadero Dios siempre permanecía inaccesible para
nosotros. Los obispos, reunidos en Nicea, respondieron
redactando el «Símbolo de la fe», que completado más tarde por
el primer Concilio de Constantinopla, ha quedado en la tradición
de las diferentes confesiones cristianas y en la liturgia como
el «Credo niceno-constantinopolitano».
En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia sin
división, y que todavía recitamos hoy, todo domingo, en la
celebración eucarística, aparece el término griego «homooúsios»,
en latín «consubstantialis»: indica que el Hijo, el «Logos», es
«de la misma naturaleza» del Padre, es Dios de Dios, es su
naturaleza, y de este modo se subraya la plena divinidad del
Hijo, que era negada por los arrianos.
Al morir el obispo Alejandro, Atanasio se convirtió en el año
328 en su sucesor como obispo de Alejandría, e inmediatamente
rechazó con decisión todo compromiso con las teorías arrianas
condenadas por el Concilio de Nicea. Su intransigencia, tenaz y
a veces muy dura, aunque necesaria, contra quienes se habían
opuesto a su elección episcopal y sobre todo contra los
adversarios del Símbolo de Nicea, le provocó la implacable
hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.
A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había
afirmado con claridad que el Hijo es de la misma naturaleza del
Padre, poco después estas ideas equivocadas volvieron a
prevalecer --incluso Arrio fue rehabilitado-- y fueron apoyadas
por motivos políticos por el mismo emperador Constantino y
después por su hijo Constancio II. Éste, que no se preocupaba
tanto de la verdad teológica sino más bien de la unidad del
Imperio y de sus problemas políticos, quería politizar la fe,
haciéndola más accesible, según su punto de vista, a todos los
súbditos del Imperio.
La crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea,
continuó durante décadas con vicisitudes difíciles y divisiones
dolorosas en la Iglesia. Y en cinco ocasiones, durante 30 años,
entre 336 y 366, Atanasio se vio obligado a abandonar su ciudad,
pasando 17 años en exilio y sufriendo por la fe.
Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría, el obispo
tuvo la posibilidad de sostener y difundir en Occidente, primero
en Tréveris y después en Roma, la fe de Nicea así como los
ideales del monaquismo, abrazados en Egipto por el gran eremita,
Antonio, con una opción de vida por la que Atanasio siempre se
sintió cercano.
San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más
importante que apoyaba la fe de Atanasio. Al volver a tomar
posesión definitivamente de su sede, el obispo de Alejandría
pudo dedicarse a la pacificación religiosa y a la reorganización
de las comunidades cristianas Murió el 2 de mayo del año 373,
día en el que celebramos su memoria litúrgica.
La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es
el tratado sobre «La encarnación del Verbo», el «Logos» divino
que se hizo carne, como nosotros, por nuestra salvación. En esta
obra, Atanasio, afirma con una frase que se ha hecho justamente
célebre, que el Verbo de Dios «se hizo hombre para que nosotros
nos volviéramos Dios; se hizo visible corporalmente para que
tuviéramos una idea del Padre invisible y soportó la violencia
de los hombres para que heredásemos la incorruptibilidad» (54,
3). Con su resurrección, el Señor hizo desaparecer la muerte
como si fuera «paja entre el fuego» (8, 4). La idea fundamental
de toda la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la
de que Dios es accesible. No es un Dios secundario, es el
verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo,
podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente «Dios
con nosotros».
Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en
buena parte están ligadas a las vicisitudes de la crisis
arriana, recordamos también las cuatro cartas que dirigió al
amigo Serapión, obispo de Thmuis, sobre la divinidad del
Espíritu Santo, en las que es afirmada con claridad, y unas
treinta cartas «festivas», dirigidas al inicio de cada año a las
Iglesias y a los monasterios de Egipto para indicar la fecha de
la fiesta de Pascua, pero sobre todo para intensificar los
vínculos entre los fieles, reforzando la fe y preparándoles para
esta gran solemnidad.
Por último, Atanasio es también autor de textos meditativos
sobre los Salmos, muy difundidos, y sobre todo de una obra que
constituye el «best seller» de la antigua literatura cristiana,
la «Vida de Antonio», es decir, la biografía de Antonio abad,
escrita poco después de la muerte de este santo, precisamente
mientras el obispo de Alejandría, en el exilio, vivía con los
monjes del desierto egipcio. Atanasio fue amigo del grande
eremita hasta el punto de recibir una de las dos pieles de oveja
dejadas por Antonio como herencia suya, junto al manto que el
mismo obispo de Alejandría le había regalado.
Tras hacerse pronto sumamente popular y traducida inmediatamente
dos veces en latín y en varias lenguas orientales, la biografía
ejemplar de esta figura muy querida por la tradición cristiana
contribuyó decisivamente a la difusión del monaquismo, en
Oriente y en Occidente. La lectura de este texto, en Tréveris,
forma parte central de una emocionante narración de la
conversión de dos funcionarios imperiales que Agustín presenta
en las «Confesiones» (VIII, 6, 15) como premisa para su misma
conversión.
De hecho, el mismo Atanasio demuestra que tenía clara conciencia
de la influencia que podría ejercer sobre el pueblo cristiano la
figura ejemplar de Antonio. Escribe en la conclusión de esta
obra: «El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de
que encontró admiración universal y de que su pérdida fue
sentida aún por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el
amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus
escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa,
sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar que esto
es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que
vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia,
en Roma y África, sino por Dios, que en todas partes hace
conocidos a los suyos, que, más aún, había dicho esto en los
comienzos? Pues aunque hagan sus obras en secreto y deseen
permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente
como lámparas a todo los hombres, y así, los que oyen hablar de
ellos, pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la
perfección, y entonces cobran valor por la senda que conduce a
la virtud» («Vida de Antonio» 93, 5-6).
¡Sí, hermanos y hermanas! Tenemos muchos motivos para dar
gracias a san Atanasio. Su vida, como la de Antonio y la de
otros innumerables santos, nos muestra que «quien va hacia Dios,
no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a
ellos» («Deus
caritas est», 42).
Nuestra atención se concentra hoy en san Cirilo de Jerusalén. Su
vida representa el cruce de dos dimensiones: por una parte, la
atención pastoral, y por otra, la participación, a pesar suyo, e
las encendidas controversias que turbaron entonces a la Iglesia
de Oriente.
Nacido en torno al año 315, en Jerusalén o alrededores, Cirilo
recibió una óptima formación literaria, que se convirtió en el
fundamento de su cultura eclesiástica, centrada en el estudio de
la Biblia. Ordenado presbítero por el obispo Máximo, cuando éste
murió o fue depuesto, en el año 348, fue ordenado obispo por
Acacio, influyente metropolitano de Cesarea de Palestina,
filo-arriano, convencido de que era su aliado. Por este motivo,
se dio la sospecha de que había alcanzado el nombramiento
episcopal tras haber hecho concesiones al arrianismo.
En realidad, muy pronto, Cirilo se enfrentó a Acacio no sólo en
el campo doctrinal, sino también en el de la jurisdicción, pues
Cririlo reivindicaba la autonomía de su propia sede con respecto
a la del metropolitano de Cesarea. En unos veinte años, Cirilo
experimentó tres exilios: el primero, en el año 357, tras haber
sido depuesto por un Sínodo de Jerusalén; seguido, en el año
360, de un segundo exilio provocado por Acacio y, por último, de
un tercero, más largo --duró once años--, en el año 367, por
iniciativa del emperador filo-arriano Valente. Sólo en el 378,
después de la muerte del emperador, Cirilo pudo volver a tomar
definitivamente posesión de su sede, restableciendo entre los
fieles la unidad y la paz.
A favor de su ortodoxia, puesta en duda por algunas fuentes de
la época, abogan otras fuentes de la misma antigüedad. Entre
ellas, la más autorizada, es la carta sinodal del año 382,
después del segundo Concilio ecuménico de Constantinopla (381),
en el que Cirilo había participado con un papel destacado. En
esa carta, enviada al pontífice romano, los obispos orientales
reconocen oficialmente la más absoluta ortodoxia de Cirilo, la
legitimidad de su ordenación episcopal y los méritos de su
servicio pastoral, al que la muerte puso punto final en el año
387.
De él conservamos 24 famosas catequesis, que pronunció como
obispo hacia el año 350. Introducidas por una «Procatequesis» de
acogida, las primeras 18 están dirigidas a los catecúmenos o «iluminandos»
(«photizomenoi»). Fueron pronunciadas en la basílica del Santo
Sepulcro. Las primeras (1-5) hablan respectivamente de las
disposiciones previas al Bautismo, de la conversión de las
costumbres paganas, del sacramento del Bautismo, de las diez
verdades dogmáticas contenidas en el Credo o Símbolo de la fe.
Las sucesivas (6-18) constituyen una «catequesis continua» sobre
el Símbolo de Jerusalén, en clave anti-arriana. Entre las
últimas cinco (19-23), llamadas «mistagógicas», las dos primeras
desarrollan un comentario a los ritos del Bautismo, las últimas
tres hablan del crisma, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo y de
la liturgia eucarística. Incluyen la explicación del
Padrenuestro («Oratio dominica»), que presenta un camino de
iniciación a la oración, que se desarrolla paralelamente a la
iniciación a los tres sacramentos, el Bautismo, la Confirmación
y la Eucaristía.
El fundamento de la educación en la fe cristiana se
desarrollaba, en parte, en clave polémica contra los paganos,
judeocristianos y maniqueos. La argumentación se fundamentaba en
la aplicación de las promesas del Antiguo Testamento, con un
lenguaje lleno de imágenes. La catequesis era un momento
importante, enmarcado en el amplio contexto de toda la vida, en
particular la litúrgica, de la comunidad cristiana, en cuyo seno
materno tenía lugar la gestación del futuro fiel, acompañada por
la oración y el testimonio de los hermanos.
En su conjunto, las homilías de Cirilo constituyen una
catequesis sistemática sobre el renacimiento a través del
Bautismo. Al catecúmeno, le dice: «Caíste en las redes de la
Iglesia (Cf. Mateo 13,47): con vida serás cogido; no huyas; es
Jesús quien te ha echado el anzuelo, y no para destinarte a la
muerte, sino para, entregándote a ella, recobrarte vivo: pues es
necesario que tú mueras y resucites (Cf. Romanos 6, 11.14)…
Muere a los pecados y vive para la justicia; hazlo desde hoy» («Procatequesis»
5).
Desde el punto de vista doctrinal, Cirilo comenta el
Símbolo de Jerusalén recurriendo a la «tipología» de las
Escrituras, en relación «sinfónica» entre los dos Testamentos,
hasta llegar a Cristo, centro del universo. La tipología será
eficazmente descrita por Agustín de Hipona: «El Nuevo Testamento
está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace
manifiesto en el Nuevo» («De catechizandis rudibus» 4, 8).
La catequesis moral está anclada con una profunda unidad
en la catequesis doctrinal: hace que el dogma descienda
progresivamente en las almas, que de este modo son alentadas a
transformar los comportamientos paganos en la nueva vida en
Cristo, don del Bautismo.
Por último, la catequesis mistagógica constituía la
cumbre de la educación que impartía Cirilo a los que ya no eran
catecúmenos, sino neobautizados o neófitos durante la semana de
Pascua. Les llevaba a descubrir, en los ritos bautismales de la
Vigilia pascual, los misterios encerrados en ellos y que todavía
no les habían sido desvelados. Iluminados por una fe más
profunda gracias al Bautismo, los neófitos eran capaces
finalmente de comprenderlos mejor, al haber celebrado los ritos.
En particular, con los neófitos de origen griego, Cirilo
insistía en la facultad visiva, más afín a ellos. Era el paso
del rito al misterio, que valorizaba el efecto psicológico de la
sorpresa y de la experiencia vivida en la noche pascual.
Este texto explica el misterio del Bautismo:
«Fuisteis
sumergidos tres veces en el agua, levantándoos también tres
veces. También en esto significasteis en imagen y simbólicamente
la sepultura de Cristo por tres días. Pues, así como nuestro
salvador pasó tres días y tres noches en el seno de la tierra
(Cf. Mateo 12, 40), también vosotros imitasteis el primer día
que Cristo pasó en el sepulcro al levantaros del agua por
primera vez y, con la inmersión, la primera noche. Pues del
mismo modo que el que está en la noche ya no ve, y el que se
mueve en el día camina en la luz, vosotros, al sumergiros, como
en la noche, dejasteis de ver, pero, al salir, fuisteis puestos
como en el día. En el mismo momento habéis muerto y habéis
nacido, y aquella agua llegó a ser para vosotros sepulcro y
madre. … Para vosotros… el tiempo de morir coincidió con el
tiempo de nacer. Y un tiempo único ha logrado ambas cosas, pues
con vuestra muerte ha coincidido vuestro nacimiento» («Segunda
Catequesis Mistagógica», 4).
El misterio que hay que aferrar es el plan de Dios, que se
realiza a través de las acciones salvíficas de Cristo en la
Iglesia. A su vez, la dimensión mistagógica está acompaña por la
de los símbolos que expresan la vivencia espiritual que hacen
«estallar».
De este modo, la catequesis de Cirilo, en virtud de los tres
elementos descritos --doctrinal, moral y, por último,
mistagógico-- se convierte en una catequesis global en el
espíritu. La dimensión mistagógica se convierte en síntesis de
las dos primeras, orientándolas a la celebración sacramental, en
la que se realiza la salvación de todo el hombre.
Se trata, en definitiva, de una catequesis integral que implica
el cuerpo, el alma y el espíritu y sigue siendo emblemática para
la formación catequística de los cristianos de hoy.
Hoy queremos recordar a uno de los grandes padres de la Iglesia, san
Basilio, definido por los textos litúrgicos bizantinos como una
«lumbrera de la Iglesia» Fue un gran obispo del siglo IV, por el que
siente admiración tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente
por su santidad de vida, por la excelencia de su doctrina y por la
síntesis armoniosa de capacidades especulativas y prácticas.
Nació alrededor del año 330 en una familia de santos, «verdadera
Iglesia doméstica», que vivía en un clima de profunda fe. Estudió
con los mejores maestros de Atenas y Constantinopla. Insatisfecho
por los éxitos mundanos, al darse cuenta de que había perdido mucho
tiempo en vanidades, él mismo confiesa: «Un día, como despertando de
un sueño profundo, me dirigí a la admirable luz de la verdad del
Evangelio…, y lloré sobre mi miserable vida» (Cf. Carta 223: PG
32,824a).
Atraído por Cristo, comenzó a tener ojos sólo para él y a escucharle
solo a él (Cf. «Moralia» 80,1: PG 31,860bc). Con determinación se
dedicó a la vida monástica en la oración, en la meditación de las
Sagradas Escrituras y de los escritos de los Padres de la Iglesia y
en el ejercicio de la caridad (Cf. Cartas. 2 y 22), siguiendo
también el ejemplo de su hermana, santa Macrina, quien ya vivía el
ascetismo monacal. Después fue ordenado sacerdote y, por último, en
el año 370, consagrado obispo de Cesarea de Capadocia, en la actual
Turquía.
Con la predicación y los escritos desarrolló una intensa actividad
pastoral, teológica y literaria. Con sabio equilibrio supo unir al
mismo tiempo el servicio a las almas y la entrega a la oración y a
la meditación en la soledad. Sirviéndose de su experiencia personal,
favoreció la fundación de muchas «fraternidades» o comunidades de
cristianos consagrados a Dios, a las que visitaba con frecuencia
(Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,29 in laudem Basilii»: PG
36,536b). Con la palabra y los escritos, muchos de los cuales
todavía hoy se conservan (Cf. «Regulae brevius tractatae», Proemio:
PG 31,1080ab), les exhortaba a vivir y a avanzar en la perfección.
De esos escritos se valieron después no pocos legisladores de la
vida monástica, entre ellos, muy especialmente, San Benito, que
considera a Basilio como su maestro (Cf «Regula» 73, 5).
En realidad, san Basilio creó un monaquismo muy particular: no
estaba cerrado a la comunidad de la Iglesia local, sino abierto a
ella. Sus monjes formaban parte de la Iglesia local, eran su núcleo
animador que, precediendo a los demás fieles en el seguimiento de
Cristo y no sólo de la fe, mostraba su firme adhesión a él, el amor
por él, sobre todo en las obras de caridad.
Estos monjes, que tenían escuelas y hospitales, estaban al servicio
de los pobres y de este modo mostraron la vida cristiana de una
manera completa. El siervo de Dios Juan Pablo II, hablando del
monaquismo, escribió: «muchos opinan que esa institución tan
importante en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó
establecida, para todos los siglos, principalmente por san Basilio o
que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan
propiamente definida sin su decisiva aportación» (carta apostólica
«Patres Ecclesiae» 2).
Como obispo y pastor de su extendida diócesis, Basilio se preocupó
constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que
vivían los fieles; denunció con firmeza el mal; se comprometió con
los pobres y los marginados; intervino ante los gobernantes para
aliviar los sufrimientos de la población, sobre todo en momentos de
calamidad; veló por la libertad de la Iglesia, enfrentándose a los
potentes para defender el derecho de profesar la verdadera fe (Cf.
Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,48-51 in laudem Basilii»: PG
36,557c-561c). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la
construcción de varios hospicios para necesitados (Cf. Basilio,
Carta 94: PG 32,488bc), una especie de ciudad de la misericordia,
que tomó su nombre «Basiliade» (Cf. Sozomeno, «Historia
Eclesiástica». 6,34: PG 67,1397a). En ella hunden sus raíces las los
modernos hospitales para la atención de los enfermos.
Consciente de que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la
actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana
toda su fuerza» («Sacrosanctum
Concilium» 10), Basilio, si bien se preocupaba por vivir la
caridad, que es la característica de la fe, fue también un sabio
«reformador litúrgico» (Cf. Gregorio Nacianceno, «Oratio 43,34 in
laudem Basilii»: PG 36,541c). Nos dejó una gran oración eucarística
[o anáfora] que toma su nombre y que ha dado un orden fundamental a
la oración y a la salmodia: gracias a él, el pueblo amó y conoció
los Salmos e iba a rezarlos incluso de noche (Cf. Basilio, «In
Psalmum» 1,1-2: PG 29,212a-213c). De este modo, podemos ver cómo
liturgia, adoración, oración están unidas a la caridad, se
condicionan recíprocamente.
Con celo y valentía, Basilio supo oponerse a los herejes, quienes
negaban que Jesucristo fuera Dios como el Padre (Cf. Basilio, Carta
9,3: PG 32,272a; Carta 52,1-3: PG 32,392b-396a; «Adversus Eunomium»
1,20: PG 29,556c). Del mismo modo, contra quienes no aceptaban la
divinidad del Espíritu Santo, afirmó que también el Espíritu Santo
es Dios y «tiene que ser colocado y glorificado junto al Padre y el
Hijo» (Cf. «De Spiritu Sancto»: SC 17bis, 348). Por este motivo,
Basilio es uno de los grandes padres que formularon la doctrina
sobre la Trinidad: el único Dios, dado que es Amor, es un Dios en
tres Personas, que forman la unidad más profunda que existe, la
unidad divina.
En su amor por Cristo y su Evangelio, el gran capadocio se
comprometió también por sanar las divisiones dentro de la Iglesia
(Cf. Carta 70 y 243), tratando siempre de que todos se convirtieran
a Cristo y a su Palabra (Cf. «De iudicio» 4: PG 31,660b-661a),
fuerza unificadora, a la que todos los creyentes tienen que obedecer
(Cf. ibídem 1-3: PG 31,653a-656c).
Concluyendo, Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la
Iglesia en el multiforme servicio del ministerio episcopal. Según el
programa que él mismo trazó, se convirtió en «apóstol y ministro de
Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino,
modelo y regla de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de
las ovejas de Cristo, médico piadoso, padre y nodriza, cooperador de
Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios» (Cf. «Moralia»
80,11-20: PG 31,864b-868b).
Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la
Palabra, tanto ayer como hoy, un programa que él mismo se
comprometió generosamente por vivir.
En el año 379, Basilio, sin haber cumplido los cincuenta años,
agotado por el cansancio y la ascesis, regresó a Dios, «con la
esperanza de la vida eterna, a través de Jesucristo, nuestro Señor»
(«De Bautismo» 1, 2, 9). Fue un hombre que vivió verdaderamente con
la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor por el prójimo. Lleno
de la esperanza y de la alegría de la fe, Basilio nos muestra cómo
ser realmente cristianos.
(catequesis
pronunciada el miércoles 8 de agosto de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
¡Queridos hermanos y hermanas!:
El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de
la Iglesia San Basilio. Hoy quisiera hablar de su amigo Gregorio de
Nacianzo originario también, como Basilio, de Capadocia. Ilustre
teólogo, orador y defensor de la fe cristiana en el siglo IV, fue
famoso por su elocuencia y también tuvo, como poeta, un alma
refinada y sensible.
Gregorio nació de una noble familia. Su madre lo consagró a Dios
desde su nacimiento, que ocurrió sobre el 330. Después de la primera
educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de la época:
primero fue a Cesarea de Capadocia, donde trabó amistad con Basilio,
futuro obispo de aquella ciudad, y vivió después en otras metrópolis
del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y, sobre todo, Atenas,
donde de nuevo encontró a Basilio (cfr. «Oratio 43»,14-24; SC 384,
146-180). Evocando esta amistad, Gregorio escribirá más tarde: “En
aquel entonces, no sólo yo sentía una auténtica veneración hacia mi
gran Basilio por la seriedad de sus costumbres y por la naturaleza y
sabiduría de sus discursos, sino que animaba también a otros, que
aún no le conocían, a hacer potro tanto… Nos guiaba la misma ansia
de saber. Y esta era nuestra competición: no quién sería el primero,
sino quién ayudaría al otro a serlo. Parecía que tuviésemos una sola
alma en dos cuerpos” (Oratio 43,16-20; SC 384 154-156.164). Son
palabras, que de alguna manera, describen el autorretrato de esta
noble alma. Pero también puede imaginarse que este hombre, que
estaba proyectado fuertemente más allá de los valores terrenos,
sufriera mucho por las cosas de este mundo.
Cuando volvió a casa, Gregorio recibió el bautismo y se orientó
hacia la vida monástica: la soledad, la meditación filosófica y
espiritual, le fascinaban. Él mismo escribirá: “Nada me parece más
grande que esto: hacer callar los propios sentidos, salir de la
carne del mundo, recogerse en uno mismo, dejar de ocuparse de las
cosas humanas, excepto de las estrictamente necesarias, hablar
consigo mismo y con Dios, llevar una vida que trasciende las cosas
visibles; llevar en el alma imágenes divinas siempre puras, sin
mezcla de firmas terrenas y erróneas, ser verdaderamente un espejo
inmaculado de Dios y de las cosas divinas, y serlo cada vez más,
tomando luz de la luz…; gozar, en la esperanza presente, el bien
futuro, y conversar con los ángeles; haber abandonado ya la tierra,
aun estando en la tierra, transportados a lo alto con el espíritu”
(«Oratio 2»,7: SC 247,96).
Como confía en su autobiografía (cfr «Carmina [histórica] 2»,1,11
«de vita sua» 340-349: PG 37,1053) recibió la ordenación presbiteral
con cierta duda, porque sabía que después debería ejercer como
pastor, ocuparse de los demás, de sus cosas y, por ello, no podría
estar ya recogido en la meditación pura. Sin embargo, después aceptó
esta vocación y asumió el ministerio pastoral en plena obediencia,
aceptando, como le sucedió a menudo durante su vida, el ser llevado
por la Providencia allí a donde no quisiera ir (cfr Jn 21,18). En el
371 su amigo Basilio, Obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo
Gregorio, quiso consagrarlo como Obispo de Samina, una región
estratégicamente importante de Capadocia. Sin embargo, y debido a
distintas dificultades, no tomo nunca posesión, y permaneció en la
ciudad de Nacianzo.
Hacia el 379, Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital,
para guiar a la pequeña comunidad católica fiel al Concilio de Nicea
y a la fe trinitaria. La mayoría, por el contrario, se había
adherido al arrianismo, que era “políticamente correcto” y que los
emperadores consideraban políticamente útil. De esta manera, se
encontró en minoría, rodeado de hostilidad. En la pequeña iglesia de
la «Anástasis» pronunció cinco «Discursos Teológicos» («Oraciones»
27-31; SC 250, 70-343), precisamente para defender y hacer
inteligible la fe trinitaria. Son discursos que se han hecho famosos
por la seguridad de la doctrina, la habilidad del razonamiento, que
hace realmente comprender que ésta es la lógica divina. Y también el
esplendor de la forma lo hace hoy fascinante. Gregorio recibió, como
consecuencia de estos discursos, el apelativo de “teólogo”: Así se
le llama en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”, Y esto porque la
teología no es para él una reflexión meramente humana, o menos
todavía el fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de
una vida de oración y de santidad, de un diálogo constante con Dios.
Y precisamente así hace que aparezca ante nuestra razón la realidad
de Dios, el misterio trinitario. En el silencio contemplativo,
transido de estupor ante las maravillas del misterio revelado, el
alma acoge la belleza y la gloria divina.
Mientras participaba en el Segundo Concilio Ecuménico de 381,
Gregorio fue elegido Obispo de Constantinopla, y asumió la
presidencia del Concilio. Pero de pronto se desencadenó una fuerte
oposición contra él, hasta que la situación se hizo insostenible.
Para un alma tan sensible, estas enemistades eran insoportables. Se
repetía lo que Gregorio ya había lamentado con palabras llenas de
dolor: “¡Hemos dividido a Cristo, nosotros, que tanto amábamos a
Dios y a Cristo! ¡Nos hemos mentido los unos a los otros con motivo
de la Verdad, hemos alimentado sentimientos de odio a causa del
Amor, nos hemos separado el uno del otro!” («Oratio 6»,3: SC
405,128). Se llegó así, en un clima de tensión, a su dimisión. En la
concurridísima catedral Gregorio pronunció un discurso de adiós de
gran efecto y dignidad (cfr «Oratio 42»: SC 384,48-114). Concluía su
dolorida intervención con estas palabras: “Adiós, gran ciudad a la
que Cristo ama… Hijos míos, os lo suplico, custodiad el depósito [de
la fe] que os ha sido confiado (cfr 1 Tm 6,20), acordaos de mis
sufrimientos (cfr. Col 4,18). Que la gracia de nuestro Señor
Jesucristo esté con todos vosotros” (Cfr. «Oratio 42»,27: SC 384,
112-114).
Volvió a Nacianzo y se dedicó al cuidado pastoral de aquella
comunidad cristiana durante unos dos años. Después se retiró
definitivamente a la soledad en la cercana Arianzo, su tierra natal,
dedicándose al estudio ya la vida ascética. En este periodo compuso
la mayor parte de su obra poética, especialmente autobiográfica: El
«De vita Sua», una relectura en verso de su camino humano y
espiritual, un camino ejemplar de un cristiano sufriente, de un
hombre de una gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es
un hombre que nos hace sentir la primacía de Dios y por eso nos
habla también a nosotros, a nuestro mundo: sin Dios, el hombre
pierde su grandeza, sin Dios no hay humanismo auténtico. Por eso,
escuchemos esta voz e intentemos conocer también nosotros el rostro
de Dios. En una de sus poesías, había escrito dirigiéndose a Dios:
“Sé benigno, Tú, más Allá de todo” («Carmina [dogmática]» 1,1,29: PG
37,508). Y en el año 390 Dios acogía entre sus brazos a este siervo
fiel, que le había defendido en sus escritos con una aguda
inteligencia y que le había cantado con tanto amor en sus poesías.
(catequesis
pronunciada el miércoles 29 de agosto de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la
Iglesia del siglo IV, Basilio y Gregorio Nacianceno, obispo en
Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el
hermano de Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter
meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia
despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Se convirtió así en un
pensador original y profundo de la historia del cristianismo.
Nació en torno al año 335; su formación cristiana fue atendida
particularmente por su hermano Basilio, definido por él «padre y
maestro » (Epístola 13,4: SC 363,198), y por su hermana Macrina. En
sus estudios, le gustaba particularmente la filosofía y la retórica.
En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después,
como su hermano y su hermana, se dedicó totalmente a la vida
ascética. Más tarde, fue elegido obispo de Nisa, convirtiéndose en
pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de
malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que
abandonar brevemente su sede episcopal, pero después regresó
triunfalmente (Cf. Epístola 6: SC 363,164-170), y siguió
comprometiéndose en la lucha por defender la auténtica fe.
Tras la muerte de Basilio, como recogiendo su herencia espiritual,
cooperó sobre todo en el triunfo de la ortodoxia. Participó en
varios sínodos; trató de dirimir los enfrentamientos entre las
Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como
«columna de la ortodoxia», fue uno de los protagonistas del Concilio
de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu
Santo.
Tuvo varios encargos oficiales por parte del emperador Teodosio,
pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, compuso varias
obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que
se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.
Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo
supremo al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a
cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es
verdaderamente útil (Cf. «In Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).
Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es
posible «la imitación de la naturaleza divina» («De professione
christiana»: PG 46, 244C). Con su aguda inteligencia y sus amplios
conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana
contra los herejes, que negaban la divinidad del Espíritu Santo
(como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela de juicio la
perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada
Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para
él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a
partir de aquí encontraba el camino hacia Dios.
Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a
quien presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión
hacia el Monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra
ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el
encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el
Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran discurso
catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas
fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada
en sí misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de
referencia para sus enseñanzas, como una especie de marco en el que
se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.
Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología
no era una reflexión académica, sino la expresión de una vida
espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran «padre de la
mística» presentó en varios tratados --como el «De professione
christiana» y el «De perfectione christiana»-- el camino que los
cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera vida, la
perfección.
Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un
modelo insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él
siempre una guía, un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios
discursos y homilías, escribió numerosas cartas. Comentando la
creación del hombre, Gregorio subraya que Dios, «el mejor de los
artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del
ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y
gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea
realmente idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis
opificio» 4: PG 44,136B).
Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia
abusa de la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este
motivo, para desempeñar una verdadera responsabilidad ante las
criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. El
hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza original que es Dios:
«Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo obispo. Y
añade: «Lo testimonia la narración de la
creación (Cf. Génesis 1, 31). Entre las
cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza
muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía
ser tan bella como la que era semejante a la belleza pura e
incorruptible?... Reflejo e imagen de la vida eterna, él era
realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida
en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG 44,1020C).
El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda
criatura: «El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el
sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la
creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la
naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza
incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida
bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte te
conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que
proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que
existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza»
(«Homilia in Canticum 2»: PG 44,805D).
Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre
ha sido degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza
originaria: sólo si Dios está presente, el hombre alcanza su
verdadera grandeza.
El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz
divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio,
una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio
catechetica 6»: SC 453,174). De este modo, el hombre purificándose,
puede ver a Dios, como los puros de corazón (Cf. Mateo 5, 8): «Si
con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se
han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina…
Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás
feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que
lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y
volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.
El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios. Sólo
en ella podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto
sentido este objetivo ya en esta vida tiene que avanzar
incesantemente hacia una vida espiritual, una vida de diálogo con
Dios. En otras palabras --y esta es la lección importante que nos
deja san Gregorio de Nisa-- la plena realización del hombre consiste
en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de
este modo se hace luminosa también para los demás, también para el
mundo.
(catequesis
pronunciada el miércoles 5 de septiembre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa,
de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, Gregorio
manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El
fin del hombre, dice el santo obispos, es el de hacerse semejante a
Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del
conocimiento y de la práctica de las virtudes, «rayos luminosos que
descienden de la naturaleza divina» («De beatitudinibus» 6: PG
44,1272C), con un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el
corredor que tiende hacia delante.
Gregorio utiliza en este sentido una imagen eficaz, que ya estaba
presente en la carta de Pablo a los Filipenses: «épekteinómenos»
(3,13), es decir, «tendiéndome» hacia lo que es más grande, hacia la
verdad y el amor. Esta expresión plástica indica una realidad
profunda: la perfección que queremos encontrar no es algo que se
conquista para siempre; perfección es seguir en camino, es una
continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza
la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (Cf. «Homilia
in Canticum 12»: PG 44,1025d). La historia de cada alma es la de un
amor que es colmado en cada ocasión, y que al mismo tiempo está
abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las
posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores.
Dios mismo ha sembrado en nosotros semillas de bien y de Él surge
toda iniciativa de santidad, «modela el bloque... Limando y puliendo
nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo» («In Psalmos 2»,11: PG
44,544B).
Gregorio aclara: «No es obra nuestra, y no es tampoco el éxito de
una potencia humana el llegar a ser semejantes a la Divinidad, sino
el resultado de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció
a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con Él» («De
virginitate 12»,2: SC 119,408-410). Para el alma, por tanto, «no se
trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí» («De
beatitudinibus 6»: PG 44,1269c). De hecho, constata agudamente
Gregorio, «la divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y
remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios realmente está
en ti» («De beatitudinibus 6»: PG 44,1272C).
Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por
esa reciprocidad que es propia de la ley del amor, quiere lo que
Dios mismo quiere (Cf. «Homilia in Canticum 9»: PG 44,956ac), y, por
tanto, coopera con Dios para modelar en sí la imagen divina, de
manera que «nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una
opción libre, y nosotros somos en cierto sentido los padres de
nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser, y
formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos»
(«Vita Moysis 2»,3: SC 1bis,108).
Para ascender hacia Dios, el hombre debe purificarse: «La vida que
reconduce la naturaleza humana al cielo no es más que alejarse de
los males de este mundo… Hacerse semejante a Dios significa llegar a
ser justo, santo y bueno… Si, por tanto, según el Eclesiastés (5,1),
“Dios está en el cielo” y si, según el profeta (Salmo 72, 28),
vosotros “estáis con Dios”, esto quiere decir necesariamente que
tenéis que estar allí donde está Dios, pues estáis unidos a Él. Dado
que él os ha ordenado que, cuando recéis, llaméis a Dios Padre, os
está diciendo que seáis semejantes a vuestro Padre celestial, con
una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en
otro momento, cuando dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre celestial” (Mateo 5,48) » («De oratione dominica 2»: PG
44,1145ac).
En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el
maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (Cf. «De
perfectione christiana»: PG 46,272a). Cada uno de nosotros,
contemplándole a Él, se convierte en «el pintor de la propia vida»,
haciendo que la voluntad sea como la realizadora del trabajo y las
virtudes como las pinturas de las que puede servirse (Ibídem: PG
46,272b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de
Cristo, ¿cómo hay que comportarse? Gregorio responde así: tiene que
«examinar siempre en su intimidad los pensamientos, las palabras, y
las acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de
él» (Ibídem: PG 46,284c). Y este punto es importante para el valor
que da a la palabra cristiano. Cristiano es quien lleva el nombre de
Cristo y por tanto debe asemejarse a Él también en la vida.
Nosotros, los cristianos con el Bautismo, nos asumimos una gran
responsabilidad.
Ahora bien Cristo, recuerda Gregorio, está presente también en los
pobres, de manera que no tienen que ser nunca ultrajados: «No
desprecies a quienes están postrados, como si por este motivo no
valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su
dignidad: representan a la Persona del Salvador. Y así es, pues el
Señor, en su bondad, les prestó su misma Persona para que, a través
de ella, tengan compasión por quienes son duros de corazón y
enemigos de los pobres» («De pauperibus amandis»: PG 46,460bc).
Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en
la oración a través de la pureza de corazón; pero ascensión a Dios
también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que
lleva a Dios. Por tanto, el de Nisa exhorta vivamente a quienes le
escuchaban: «Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la
desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago»
(Ibídem: PG 46,457c).
Con mucha claridad, Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios,
y por ello exclama: «¡No penséis que todo es vuestro! Tiene que
haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. La
verdad, de hecho, es que todo procede de Dios, Padre universal, y
que somos hermanos, y pertenecemos a una misma estirpe» (Ibídem.: PG
46,465b). Entonces, el cristiano debe examinarse, sigue insistiendo
Gregorio: «Pero, de qué te sirve ayunar y hacer abstinencia, si
después con tu maldad no haces más que daño a tu hermano? ¿Qué
ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después,
actuando injustamente arrancas de las manos del pobre lo que es
suyo?» (Ibídem: PG 46,456a).
Concluyamos nuestras catequesis sobre los tres grandes padres de
Capadocia recordando una vez más ese aspecto importante de la
doctrina espiritual de Gregorio de Nisa, que es la oración. Para
avanzar en el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios,
llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre tiene
que dirigirse con confianza a Él en la oración: «A través de la
oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios, está
lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad,
freno de la ira, sosiego y dominio de la soberbia. La oración es
custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el
matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para
los agricultores, seguridad para los navegantes» («De oratione
dominica 1»: PG 44,1124A-B).
El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: «Si,
por tanto, queremos pedir que descienda sobre nosotros el Reino de
Dios, lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado
de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del
error; que nunca reine sobre mí la muerte, que no tenga nunca poder
sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni
me haga su prisionero con el pecado, sino que venga a mí tu Reino
para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones
que ahora me dominan» (Ibídem 3: PG 44,1156d-1157a).
Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse con
serenidad a Dios. Hablando de esto san Gregorio piensa en la muerte
de su hermana Macrina y escribe que ella, en el momento de la
muerte, rezaba a Dios con estas palabras: «Tú, que tienes en la
tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda
tener descanso (Cf. Salmo 38,14), y para que me presente en tu
presencia sin mancha, en el momento en el que quedo despojada de mi
cuerpo (Cf. Colosense 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e
inmaculado (Cf. Efesios 5, 27) sea acogido en tus manos, "como
incienso ante ti" (Salmo 140,2)» («Vita Macrinae 24»: SC 178,224).
Esta enseñanza de san Gregorio sigue siendo válida siempre: no hay
que hablar sólo de Dios, sino llevar a Dios en sí mismo. Lo hacemos
con el compromiso de la oración y viviendo en el espíritu de amor
por todos nuestros hermanos.
(catequesis
pronunciada el miércoles 19 de septiembre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
*
* * * *
¡Queridos hermanos y hermanas!
Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de San
Juan Crisóstomo (407-2007). Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo,
esto es, «Boca de oro» por su elocuencia, puede decirse que sigue
vivo hoy, también por sus obras. Un anónimo copista dejó escrito que
éstas «atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes». Sus escritos
también nos permiten a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que
repetidamente se vieron privados de él a causa de sus exilios, vivir
con sus libros, a pesar de su ausencia. Es cuanto él mismo sugería
desde el exilio en una carta (Cf. A Olimpiade, Carta
8,45).
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente
Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló allí el ministerio
presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando,
nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio
el ministerio episcopal antes de los dos exilios, seguidos en breve
distancia uno del otro, entre el año 403 y el 407. Nos limitamos hoy
a considerar los años antioquenos del Crisóstomo.
Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, quien
le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe
cristiana. Frecuentados los estudios inferiores y superiores,
coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como
maestro a Libanio, pagano, el más célebre rétor del tiempo. En su
escuela, Juan se convirtió en el más grande orador de la antigüedad
tardía griega. Bautizado en el año 368 y formado en la vida
eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en
371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en el
cursus eclesiástico. Frecuentó, de 367 a 372, el Asceterio,
un tipo de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes,
algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del
famoso exégeta Diodoro de Tarso, que encaminó a Juan a la exégesis
histórico-literal, característica de la tradición antioquena.
Se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del cercano
monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años que vivió solo
en una gruta bajo la guía de un «anciano». En ese período se dedicó
totalmente a meditar «las leyes de Cristo», los Evangelios y
especialmente las Cartas de Pablo. Enfermándose, se encontró en la
imposibilidad de cuidar de sí mismo y por ello tuvo que regresar a
la comunidad cristiana de Antioquia (Cf. Palladio, Vita, 5).
El Señor –explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el
momento justo para permitir a Juan seguir su verdadera vocación. En
efecto, escribirá él mismo que, puesto en la alternativa de elegir
entre el gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida
monástica, habría preferido mil veces el servicio pastoral (Cf.
Sobre el sacerdocio, 6,7): precisamente a éste se sentía llamado
el Crisóstomo. Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia
vocacional: ¡pastor de almas a tiempo completo! La intimidad con la
Palabra de Dios, cultivada durante los años del eremitismo, había
madurado en él la urgencia de predicar el Evangelio, de dar a los
demás cuanto él había recibido en los años de meditación. El ideal
misionero le lanzó así, alma de fuego, a la atención pastoral.
Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y
presbítero en 386, se convirtió en célebre predicador en las
iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos,
seguidas de aquellas conmemorativas de los mártires antioquenos y de
otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una
gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus Santos.
El año 387 fue el «año heroico» de Juan, el de la llamada «revuelta
de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales en señal
de protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de
Cuaresma y de angustia con motivo de los inminentes castigos por
parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías
de las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión.
Le siguió el período de serena atención pastoral (387-397).
El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él nos
han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los
comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los
Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un
teólogo especulativo. Transmitió, en cambio, la doctrina tradicional
y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas
suscitadas sobre todo por el arrianismo, esto es, por la negación de
la divinidad de Cristo. Es por lo tanto un testigo fiable del
desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en el siglo IV-V. Su
teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la
preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la
palabra y la vivencia existencial. Es éste, en particular, el hilo
conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los
catecúmenos a recibir el Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que
el valor del hombre está en el «conocimiento exacto de la verdad y
rectitud en la vida» (Carta desde el exilio). Las dos cosas,
conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el
conocimiento debe traducirse en vida. Toda intervención suya se
orientó siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la
inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y traducir en
la práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.
Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el
desarrollo integral de la persona, en las dimensiones física,
intelectual y religiosa. Las diversas etapas del crecimiento son
comparadas a otros tantos mares de un inmenso océano:
«El primero de
estos mares es la infancia» (Homilía 81,5 sobre el
Evangelio de Mateo). En efecto «precisamente en esta primera
edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud». Por
ello la ley de Dios debe ser desde el principio impresa en el alma
«como en una tablilla de cera» (Homilía 3,1 sobre el
Evangelio de Juan): de hecho es ésta la edad más importante.
Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera fase
de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones
que dan la perspectiva justa a la existencia. Crisóstomo por ello
recomienda: «Desde la más tierna edad abasteced a los niños de armas
espirituales y enseñadles a persignar la frente con la mano» (Homilía
12,7 sobre la Primera Carta a los Corintios). Llegan después
la adolescencia y la juventud: «A la infancia le sigue el mar de la
adolescencia, donde los vientos soplan violentos..., porque en
nosotros crece... la concupiscencia» (Homilía 81,5 sobre
el Evangelio de Mateo). Llegan finalmente el noviazgo y el
matrimonio: «A la juventud le sucede la edad de la persona madura,
en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de
buscar esposa» (Ibíd. ). Del matrimonio él recuerda los
fines, enriqueciéndolos –con la alusión a la virtud de la
templanza-- de una rica trama de relaciones personalizadas. Los
esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se
desarrolla con gozo y se pueden educar a los hijos en la virtud.
Cuando nace el primer hijo, éste es «como un puente; los tres se
convierten en una sola carne, dado que el hijo reúne a las dos
partes» (Homilía 12,5 sobre la Carta a los Colosenses),
y los tres constituyen «una familia, pequeña Iglesia» (Homilía
20,6 sobre la Carta a los Efesios).
La predicación del Crisóstomo tenía lugar habitualmente en el curso
de la liturgia, «lugar» en el que la comunidad se construye con la
Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única
Iglesia (Homilía 8,7 sobre la Carta a los Romanos), la
misma palabra se dirige en todo lugar a todos (Homilía 24,2
sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión
eucarística se hace signo eficaz de unidad (Homilía 32,7
sobre el Evangelio de Mateo). Su proyecto pastoral se insertaba
en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el
Bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel
laico él dice: «También a ti el Bautismo te hace rey, sacerdote y
profeta» (Homilía 3,5 sobre la Segunda Carta a los
Corintios). Surge de aquí el deber fundamental de la misión,
porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de
los demás: «Éste es el principio de nuestra vida social... ¡no
interesarnos sólo en nosotros!» (Homilía 9,2 sobre el
Génesis). Todo se desenvuelve entre dos polos: la gran Iglesia y
la «pequeña Iglesia», la familia, en recíproca relación.
Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección del
Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles
laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca.
Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este
gran Maestro de la fe.
(catequesis
pronunciada el miércoles 26 de septiembre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
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* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Tras el
período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de
Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente. Desde el
inicio, Juan proyectó la reforma de su Iglesia: la austeridad del
palacio episcopal tenía que ser un ejemplo para todos: clero,
viudas, monjes, personas de la corte y ricos.
Por desgracia no pocos de ellos, tocados por sus juicios, se
alejaron de él. Solícito con los pobres, Juan fue llamado también
«el limosnero». Como administrador atento logró crear instituciones
caritativas muy apreciadas. Su capacidad emprendedora en los
diferentes campos hizo que algunos le vieran como un peligroso
rival. Sin embargo, como auténtico pastor, trataba a todos de manera
cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura
especial por la mujer y dedicaba una atención particular al
matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la
vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad
genial.
A pesar de su bondad, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la
capital del Imperio, se vio envuelto a menudo en intrigas políticas
por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones
civiles. A nivel eclesiástico, dado que había depuesto en Asia, en
el año 401 a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de
haber superado los límites de su jurisdicción, convirtiéndose en
diana de acusaciones fáciles. Otro pretexto de ataques contra él fue
la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el
patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en
Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las
críticas de Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas,
que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo. De este modo, fue
depuesto, en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en
el año 403, y condenado a un primer exilio breve. Tras regresar, la
hostilidad que suscitó a causa de sus protestas contra las fiestas
en honor de la emperatriz, que el obispo consideraba como fiestas
paganas, lujosas, y la expulsión de los presbíteros encargados de
los bautismos en la Vigilia Pascual del año 404 marcaron el inicio
de la persecución contra Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados
«juanistas».
Entonces, Juan denunció con una carta los hechos al obispo de Roma,
Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue exiliado
nuevamente, esta vez en Cucusa, Armenia. El Papa estaba convencido
de su inocencia, pero no tenía poder para ayudarle. No se pudo
celebrar un concilio, promovido por Roma para lograr la pacificación
entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje
de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las
visitas de los fieles y romper la resistencia del prelado agotado:
¡la condena al exilio fue una auténtica condena a muerte! Son
conmovedoras las numerosas cartas del exilio, en las que Juan
manifiesta sus preocupaciones pastorales con tonos de dolor por las
persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo
en Comana Pontica. Allí Juan fue llevado a la capilla del mártir san
Basilisco, donde entrego el espíritu a Dios y fue sepultado, como
mártir junto al mártir (Paladio, «Vida» 119). Era el 14 de
septiembre de 407, fiesta de la Exaltación de la santa Cruz. La
rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Las
reliquias del santo obispo, colocadas en la iglesia de los
Apóstoles, en Constantinopla, fueron transportadas en el año 1204 a
Roma, en la primitiva Basílica de Constantino, y yacen en ahora en
la capilla del Coro de los Canónigos de la Basílica de San Pedro.
El 24 de agosto de 2004 una parte importante de las misma fue
entregada por el Papa Juan Pablo II al patriarca Bartolomé I de
Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de
septiembre. El beato Juan XXIII le proclamó patrón del Concilio
Vaticano II.
De Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la
Nueva Roma, es decir, Constantinopla, Dios hizo ver en él un segundo
Pablo, un doctor del universo. En realidad, en Crisóstomo se da una
unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como
en Constantinopla. Sólo cambian su papel y las situaciones. Al
meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los
seis días, en el comentario del Génesis, Juan Crisóstomo quiere
hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: «Es de
gran ayuda saber qué es la criatura y qué es el Creador», dice. Nos
muestra la belleza de la creación y la transparencia de Dios en su
creación, que se convierte de este modo en una especie de «escalera»
para ascender a Dios, para conocerle.
Pero a este primer paso le sigue otro: este Dios, creador, es
también el Dios de la condescendencia («synkatabasis»). Nosotros
somos débiles para «ascender», nuestros ojos son débiles. De este
modo, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía
al hombre caído y extranjero una carta, la Sagrada Escritura. De
este modo, la creación y la escritura se completan. A la luz de la
Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la
creación. Dios es llamado «padre tierno» («philostorgios») (ibídem),
médico de las almas (Homilía 40,3 sobre el Génesis), madre (ibídem)
y amigo cariñoso («Sobre la Providencia» 8,11-12).
Pero al primer paso de la creación como «escalera» hacia Dios y al
segundo de la condescendencia de Dios, a través de la carta que nos
ha dado, la Sagrada Escritura, se le añade un tercer paso: Dios no
sólo nos transmite una carta, en definitiva, Él mismo baja, se
encarna, se convierte realmente en «Dios con nosotros», nuestro
hermano hasta la muerte en la Cruz.
Y a estos tres pasos --Dios que se hace visible en la creación, Dios
que nos envía una carta, Dios que desciende y se convierte en uno de
nosotros-- se llega al final a un cuarto paso: en la vida y acción
del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo
(«Pneuma»), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en
nuestra misma existencia a través del Espíritu Santo y nos
transforma desde dentro de nuestro corazón.
Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, Juan, al
comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la
Iglesia primitiva (Hechos 4, 32-37) como modelo para la sociedad,
desarrollando una «utopía» social (como una «ciudad ideal»). Se
trataba, de hecho, de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad.
En otras palabras, Crisóstomo comprendió que no es suficiente hacer
limosna, ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario
crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo
basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad
que se revela en la Iglesia naciente. Por tanto, Juan Crisóstomo se
convierte de este modo en uno de los grandes padres de la Doctrina
Social de la Iglesia: la vieja idea de la «polis» griega es
sustituida por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe
cristiana. Crisóstomo defendió como Pablo (Cf. 1 Corintios 8, 11) el
primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del
esclavo y del pobre. Su proyecto corrige de este modo la tradicional
visión de la «polis» griega, de la ciudad, en la que amplias capas
de la población quedaban excluidas de los derechos de ciudadanía,
mientras en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con
los mismos derechos. El primado de la persona es también la
consecuencia del hecho de que basándose en ella se construye la
ciudad, mientras que en la «polis» griega la patria se ponía por
encima del individuo, que quedaba totalmente subordinado a la ciudad
en su conjunto. De este modo, con Crisóstomo comienza la visión de
una sociedad construida con la conciencia cristiana. Y nos dice que
nuestra «polis» es otra, «nuestra patria está en los cielos»
(Filipenses 3, 20) y esta patria nuestra, incluso en esta tierra,
nos hace a todos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la
solidaridad.
Al final de su vida, desde el exilio en las fronteras de Armenia,
«el lugar más remoto del mundo», Juan, enlazando con su primera
predicación del año 386, retomó el tema que tanto le gustaba del
plan que Dios tiene para la humanidad: es un plan «inefable e
incomprensible», pero seguramente guiado por Él con amor (Cf. «Sobre
la providencia» 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos
descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos
que el plan de Dios está siempre inspirado por su amor. De este
modo, a pesar de sus sufrimientos, Juan Crisóstomo reafirmaba el
descubrimiento de que Dios ama a cada uno de nosotros con un amor
infinito, y por este motivo quiere la salvación de todos. Por su
parte, el santo obispo, cooperó con esta salvación con generosidad,
sin ahorrar nada, durante todo su vida. De hecho, consideraba como
último fin de su existencia esa gloria de Dios que, ya moribundo,
dejó como último testamento: «¡Gloria a Dios por todo!» (Paladio,
«Vida» 11).
(catequesis
pronunciada el miércoles 3 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas :
También hoy, continuando con nuestro camino tras las huellas de los
Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura: san
Cirilo de Alejandría. Ligado a la controversia cristológica que
llevó al Concilio de Éfeso del año 431, último representante de
importancia de la tradición alejandrina, Cirilo fue definido más
tarde en Oriente como «custodio de la exactitud» --que quiere decir
custodio de la verdadera fe-- e incluso como «sello de los Padres».
Estas antiguas expresiones manifiestan un dato de hecho que es
característico de Cirilo, es decir, la constante referencia del
obispo de Alejandría a los autores eclesiásticos precedentes (entre
éstos sobre todo a Atanasio) con el objetivo de mostrar la
continuidad de la propia teología con la tradición. Quiso integrarse
explícitamente en la tradición de la Iglesia, en la que reconoce la
garantía de continuidad con los apóstoles y con el mismo Cristo.
Venerado como santo tanto en Oriente como en Occidente, en 1882 san
Cirilo fue proclamado doctor de la Iglesia por el Papa León XIII,
quien al mismo tiempo atribuyó el mismo título a otro importante
exponente de la patrística griega, san Cirilo de Jerusalén. Se
revelaron así la atención y el amor por las tradiciones cristianas
orientales de aquel Papa, que después quiso proclamar también doctor
de la Iglesia a san Juan Damasceno, mostrando que tanto la tradición
oriental como la occidental expresan la doctrina de la única Iglesia
de Cristo.
Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de Cirilo antes de
su elección a la importante sede de Alejandría. Sobrino de Teófilo,
que desde el año 385 como obispo rigió con mano firme y prestigio la
diócesis de Alejandría, Cirilo nació probablemente en esa misma
ciudad egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto abrazó la vida
eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como
teológica. En el año 403 se encontraba en Constantinopla siguiendo a
su poderoso tío y allí participó en el Sínodo conocido con el nombre
de la Encina, que depuso al obispo de la ciudad, Juan (después
conocido como Crisóstomo), registrando así el triunfo de la sede de
Alejandría sobre su rival tradicional, Constantinopla, done residía
el emperador. Tras la muerte de su tío Teófilo, siendo todavía
joven, Cirilo fue elegido en el año 412 obispo de la influyente
Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran energía durante 32
años, buscando afirmar siempre el primado en todo Oriente,
fortalecido por los lazos tradicionales con Roma.
Dos o tres años después, en el año 417 ó 418, el obispo de
Alejandría dio pruebas de realismo al sanar la ruptura de la
comunión con Constantinopla, que tenía lugar desde el año 406 tras
la deposición de Crisóstomo. Pero el antiguo contraste con la sede
de Constantinopla volvió a estallar diez años después, cuando en el
428 fue elegido obispo Nestorio, monje severo y de prestigio formado
en Antioquía. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto
oposiciones pues en su predicación prefería para María el título de
«Madre de Cristo» («Christotòkos»), en lugar del de «Madre de Dios»
(«Theotòkos»), ya entonces muy querido por la devoción popular.
El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la
cristología de la tradición de Antioquía que, para salvaguardar la
importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su
separación de la divinidad. De este modo ya no era una auténtica
unión entre Dios y el hombre en Cristo, y por tanto no podía
hablarse de «Madre de Dios».
La reacción de Cirilo, entonces máximo exponente de la cristología
de Alejandría, que subrayaba intensamente la unidad de la persona de
Cristo, fue inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir
del año 429, entre otras cosas, enviando algunas cartas al mismo
Nestorio.
En la segunda misiva (PG 77,44-49) que envió Cirilo, en febrero del
430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de
preservar la fe del Pueblo de Dios. Este era su criterio, válido
también para hoy: la fe del Pueblo de Dios es expresión de la
tradición, es garantía de la sana doctrina. Escribe estas líneas a
Nestorio: «Es necesario exponer al pueblo de Dios la enseñanza y la
interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar
que quien escandaliza aunque sea a uno sólo de los pequeños que
creen en Cristo sufrirá un castigo intolerable».
En la misma carta a Nestorio, misiva que más tarde, en el año 451,
habría sido aprobada por el Concilio de Calcedonia, cuarto concilio
ecuménico, Cirilo describe con claridad su fe cristológica: «Son
diversas las naturalezas que se han unido en una verdadera unidad,
pero de ambas resultó un sólo Cristo e Hijo, no porque a causa de la
unidad se haya eliminado la diferencia de las naturalezas humana y
divina, sino porque humanidad y divinidad reunidas de forma inefable
han producido al único Señor, Cristo, el Hijo de Dios».
Y esto es importante: realmente la verdadera humanidad y la
verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor
Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría,
«profesamos un solo Cristo y Señor, no sólo en el sentido de que
adoramos al hombre junto con el “Logos”, para no insinuar la idea de
la separación diciendo “junto”, sino en el sentido de que adoramos a
uno solo, pues su cuerpo no es algo ajeno al “Logos”, con el que
está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos
hijos, sino uno solo unido con la propia carne».
Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró
que Nestorio fuera condenado repetidamente: por parte de la sede
romana con una serie de doce anatemas redactados por él mismo y,
finalmente, por el Concilio de Éfeso, en el año 431, el tercer
concilio ecuménico.
La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó
con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio
del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el
título de «Madre de Dios», a causa de una cristología equivocada,
que metía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber
prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, Cirilo supo
alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de
reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es
significativo: por una parte se da la claridad de la doctrina de la
fe, pero por otra la intensa búsqueda de la unidad de la
reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los
medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte,
acaecida el 27 de junio del año 444.
Los escritos de Cirilo, verdaderamente muy numerosos y difundidos
ampliamente incluso en diferentes traducciones latinas y orientales
ya en su vida, prueba de su éxito inmediato, son de importancia
primaria para la historia del cristianismo. Son importantes sus
comentarios a muchos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento,
entre los que destaca todo el Pentateuco, Isaías, los Salmos y los
Evangelios de Juan y de Lucas. Son de gran importancia también
muchas obras doctrinales, en las que aparece continuamente la
defensa de la fe trinitaria contra las tesis arrianas y contra las
de Nestorio. La base de la enseñanza de Cirilo es la tradición
eclesiástica y, en particular, como he mencionado, los escritos de
Atanasio, su gran predecesor en la sede de Alejandría. Entre los
otros escritos de Cirilo hay que recordar finalmente los libros
«Contra Juliano», última gran respuesta a las polémicas
anticristianas, dictado por el obispo de Alejandría probablemente en
los últimos años de vida para replicar a la obra «Contra los
Galileos», compuesta muchos años antes, en el año 363, por el
emperador que fue llamado el Apóstata por haber abandonado el
cristianismo en el que había sido educado.
La fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, «una persona que
da a la vida un nuevo horizonte» (Encíclica
«Deus caritas est», 1).
De Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, san Cirilo de Alejandría fue
un incansable y firme testigo, subrayando sobre todo la unidad, como
repite en el año 433, en la primera carta (PG 77,228-237) al obispo Sucenso: «Uno solo es el Hijo, uno solo el Señor Jesucristo, ya sea
antes de la encarnación que después de la encarnación. De hecho, no
se trata de un Hijo, el “Logos”, nacido de Dios Padre, y de otro,
nacido de la santa Virgen, sino que creemos que precisamente Aquel
que está antes de los tiempos nació también según la carne de una
mujer». Esta afirmación, más allá de su significado doctrinal,
muestra que la fe en Jesús, «Logos», nacido del Padre, está también
sumamente arraigada en la historia, pues como afirma san Cirilo,
este mismo Jesús entró en el tiempo con el nacimiento de María, la
«Theotòkos», y estará siempre con nosotros, según su promesa Y esto
es importante: Dios es eterno, nació de una mujer y sigue con
nosotros cada día. En esta confianza vivimos, en esta confianza
encontramos el camino de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera hablar de un gran padre de la Iglesia de Occidente, san
Hilario de Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo
IV. Ante los arrianos que consideraban el Hijo de Dios como una
criatura, si bien excelente, pero sólo una criatura, Hilario
consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de
Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que le engendró desde
la eternidad.
No contamos con datos seguros sobre la mayor parte de la vida de
Hilario. Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers,
probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una
formación literaria, que puede reconocerse con claridad en sus
escritos. Parece que no se crió en un ambiente cristiano. Él mismo
nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que le llevó poco a
poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, muerto
para darnos la vida eterna. Bautizado hacia el año 345, fue elegido
obispo de su ciudad natal en torno al 353-354.
En los años sucesivos, Hilario escribió su primera obra, el
«Comentario al Evangelio de Mateo». Se trata del comentario más
antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356
asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el
«sínodo de los falsos apóstoles», como él mismo lo llama, pues la
asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la
divinidad de Jesucristo. Estos «falsos apóstoles» pidieron al
emperador Constancio que condenara al exilio al obispo de Poitiers.
De este modo, Hilario se vio obligado a abandonar Galia en el verano
del año 356.
Exiliado en Frigia, en la actual Turquía, Hilario entró en contacto
con un contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo.
También allí su solicitud como pastor le llevó a trabajar sin
descanso a favor del restablecimiento de la unidad de la Iglesia,
basándose en la recta fe formulada por el Concilio de Nicea. Con
este objetivo, emprendió la redacción de su obra dogmática más
importante y conocida: el «De Trinitate» (sobre la Trinidad).
En ella, Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de
Dios y se preocupa de mostrar que la Escritura atestigua claramente
la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo
Testamento, sino también en muchas páginas del Antiguo Testamento,
en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos,
insiste en la verdad de los nombres del Padre y del Hijo y
desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del
Bautismo que nos entregó el mismo Señor: «En el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo».
El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos
pasajes del Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es
inferior al Padre, Hilario ofrece reglas precisas para evitar
interpretaciones equívocas: algunos textos de la Escritura hablan de
Jesús como Dios, otros subrayan su humanidad. Algunos se refieren a
Él en su preexistencia el Padre; otros toman en cuenta el estado de
abajamiento («kénosis»), su descenso hasta la muerte; otros, por
último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.
En los años de su exilio, Hilario escribió también el «Libro de los
Sínodos», en el que reproduce y comenta para los hermanos obispos de
Galia las confesiones de fe y otros documentos de sínodos reunidos
en Oriente alrededor de la mitad del siglo IV. Siempre firme en la
oposición a los arrianos radicales, san Hilario muestra un espíritu
conciliador ante quienes aceptaban confesar que el Hijo se asemeja
al Padre en la esencia, naturalmente intentando llevarles siempre
hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino
una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad.
Esto también nos parece característico: su espíritu de conciliación
trata de comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad
plena y les ayuda, con gran inteligencia teológica, a alcanzar la
plena fe en la divinidad verdadera del Señor Jesucristo.
En el año 360 ó 361, Hilario pudo finalmente regresar del exilio a
su patria e inmediatamente volvió a emprender la actividad pastoral
en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho
mucho más allá de los confines de la misma.
Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el
lenguaje del Concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran
que este cambio antiarriano del episcopado de Galia se debió en
buena parte a la fortaleza y mansedumbre del obispo de Poitiers.
Esta era precisamente su cualidad: conjugar la fortaleza en la fe
con la mansedumbre en la relación interpersonal. En los últimos años
de su vida compuso los «Tratados sobre los Salmos», un comentario a
58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la
introducción: «No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en
los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico de manera
que, independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu
profético, todo se refiere al conocimiento de la venida nuestro
Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y a la
potencia de nuestra resurrección» («Instructio Psalmorum» 5).
Ve en todos los salmos esta transparencia del misterio de Cristo y
de su Cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, Hilario se
encontró con san Martín: precisamente el futuro obispo de Tours
fundó un monasterio cerca de Poitiers, que todavía hoy existe.
Hilario falleció en el año 367. Su memoria litúrgica se celebra el
13 de enero. En 1851 el beato Pío IX le proclamó doctor de la
Iglesia.
Para resumir lo esencial de su doctrina, quisiera decir que el punto
de partida de la reflexio´n teológica de Hilario es la fe bautismal.
En el «De Trinitate», Hilario escribe: Jesús «mandó bautizar “en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Cf. Mateo 28,19),
es decir, confesando al Autor, al Unigénito y al Don. Sólo hay un
Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo
procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo, por quien todo fue
hecho (1 Corintios 8,6), y un solo Espíritu (Efesios 4,4), don en
todos... No puede encontrase nada que falte a una plenitud tan
grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu
Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la
alegría en el Don» («De Trinitate» 2, 1).
Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su
divinidad al Hijo. Me resulta particularmente bella esta formulación
de san Hilario: «Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y
quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este
nombre no admite compromisos, como si Dios sólo fuera padre en
ciertos aspectos y en otros no» (ibídem 9,61).
Por este motivo, el Hijo es plenamente Dios sin falta o disminución
alguna: «Quien procede del perfecto es perfecto, porque quien lo
tiene todo le ha dado todo» (ibídem 2,8). Sólo en Cristo, Hijo de
Dios e Hijo del hombre, encuentra salvación la humanidad. Asumiendo
la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre,
«se hizo la carne
de todos nosotros» («Tractatus in Psalmos» 54,9);
«asumió la
naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es
la raíz de todo sarmiento» (ibídem 51,16).
Precisamente por este motivo el camino hacia Cristo está abierto a
todos, porque ha atraído a todos en su ser hombre, aunque siempre se
necesite la conversión personal: «A través de
la relación con su carne, el acceso a Cristo está abierto a todos, a
condición de que se desnuden del hombre viejo (Cf. Efesios
4,22) y lo claven en su cruz (Cf.
Colosenses 2,14); a condición de que abandonen
las obras de antes y se conviertan para quedar sepultados con Él en
su bautismo, de cara a la vida ( Cf. Colosenses 1,12; Romanos
6,4)» (Ibídem 91, 9).
La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario
pide al final de su tratado sobre la Trinidad poderse mantener
siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este
libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace
reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios. Quisiera concluir
la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se convierte
también en oración nuestra: «Haz, Señor
--reza Hilario movido por la inspiración-- que
me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi
regeneración, cuando fue bautizado en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo. Que te adore, Padre nuestro, y junto a ti a tu Hijo;
que sea merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través
de tu Unigénito… Amén» («De Trinitate» 12, 57).
(catequesis
pronunciada el miércoles 17 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Verceli,
primer obispo de Italia del norte del que tenemos noticias seguras.
Nacido en Cerdeña a inicios del siglo IV, en su tierna edad se
transfirió a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector:
de este modo pasó a formar parte del clero de la Urbe, en tiempos en
los que la Iglesia sufría la grave prueba de la herejía arriana.
La gran estima que rodeaba a Eusebio explica su elección, en el año
345, a la cátedra episcopal de Verceli. El nuevo obispo comenzó
inmediatamente una intensa obra de evangelización en un territorio
que todavía era en buena parte pagano, especialmente en las zonas
rurales.
Inspirado por san Atanasio, que había escrito «La vida de san
Antonio», iniciador del monaquismo en Oriente, fundó en Verceli una
comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Ese
cenobio dio al clero de Italia del norte un significativo carácter
de santidad apostólica, y suscitó figuras de importantes obispos,
como Limenio y Onorato, sucesores de Eusebio en Verceli, Gaudencio
en Novara, Esuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en
Ivrea, Máximo en Turín, todos ellos venerados por la Iglesia como
santos.
Sólidamente formado en la fe del Concilio de Nicea, Eusebio defendió
con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por
el «Credo» de Nicea «de la misma naturaleza» del Padre. Con este
objetivo se alió con los grandes padres del siglo IV, sobre todo con
san Atanasio, el heraldo de la ortodoxia nicena, contra la política
filo-arriana del emperador.
Para el emperador la fe arriana, más sencilla, era políticamente más
útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino
la oportunidad política: quería utilizar la religión como lazo de
unidad del imperio. Pero estos grandes padres resistieron
defendiendo la verdad contra la dominación de la política. Por este
motivo, Eusebio fue condenado al exilio, al igual que otros obispos
de Oriente y de Occidente: como el mismo Atanasio, como Hilario de
Poiters --de quien hablamos la semana pasada-- como Osio de Córdoba.
En Escitópolis, en Palestina, donde fue confinado entre el año 355 y
el 360, Eusebio escribió una página estupenda de su vida.
También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos y
desde allí mantuvo el carteo con sus fieles de Piamonte, como
demuestra sobre todo la segunda de las tres Cartas de Eusebio
reconocidas como auténticas.
Posteriormente, después del año 350, fue exiliado en Capadocia y
Tebaida, donde sufrió graves malos tratos físicos. En el año 361, al
fallecer Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el
apóstata, a quien no le interesaba el cristianismo como religión del
imperio, sino que quería más bien restaurar el paganismo. Acabó con
el exilio de estos obispos y de este modo permitió también que
Eusebio volviera a tomar posesión de su sede.
En el año 362 fue invitado por Anastasio a participar en el Concilio
de Alejandría, que decidió el perdón a los obispos arrianos a
condición de que regresaran al estado laical. Eusebio pudo seguir
ejerciendo durante unos diez años su ministerio episcopal, hasta la
muerte, entablando con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró
el servicio pastoral de otros obispos de Italia del norte, de
quienes hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de
Milán y san Máximo de Turín.
La relación entre el obispo de Verceli y su ciudad queda iluminada
sobre todo por dos testimonios epistolares. El primero se encuentra
en la Carta ya citada, que Eusebio escribió desde el exilio de
Escitópolis «a los queridísimos hijos y a los presbíteros tan
deseados, así como a los santos pueblos firmes en la fe de Verceli,
Novara, Ivrea y Tortona» («Ep. Secunda», CCL 9, p. 104). Estas
expresiones iniciales, que muestran la conmoción del buen pastor
ante su grey, encuentran amplia confirmación al final de la Carta,
en los saludos afectuosísimos del padre a todos y a cada uno de sus
hijos de Verceli, con expresiones desbordantes de cariño y amor.
Hay que destacar ante todo la relación explícita que une al obispo
con las «sanctae plebes» no sólo de Verceli --la primera, y por años
la única diócesis del Piamonte--, sino también con las de Novara,
Ivrea y Tortona, es decir, las comunidades que, dentro de la misma
diócesis, habían logrado una cierta consistencia y autonomía.
Otro elemento interesante aparece en la despedida de la Carta:
Eusebio pide a sus hijos y a sus hijas que saluden «también a
quienes están fuera de la Iglesia, y que se dignan amarnos: “etiam
hos, qui foris sunt et nos dignantur diligere"». Signo evidente de
que la relación del obispo con su ciudad no se limitaba a la
población cristiana, sino que se extendía también a aquéllos que,
estando fuera de la Iglesia, reconocían en cierto sentido su
autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.
El segundo testimonio de la relación singular que se daba entre el
obispo y su ciudad aparece en la Carta que san Ambrosio de Milán
escribió a los cristianos de Verceli en torno al año 394, más de 20
años después de la muerte de Eusebio («Ep. extra collectionem 14»:
Maur. 63). La Iglesia de Verceli estaba pasando un momento difícil:
estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, Ambrosio declara que le
cuesta reconocer en ellos a «la descendencia de los santos padres,
que dieron su aprobación a Eusebio nada más verle, sin haberle
conocido antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos».
En la misma Carta, el obispo de Milán atestigua clarísimamente su
estima por Eusebio: «Un hombre grande», escribe perentoriamente, que
«mereció ser elegido por toda la Iglesia». La admiración de Ambrosio
por Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el obispo de
Verceli gobernaba su diócesis con el testimonio de su vida: «Con la
austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia». De hecho, también
Ambrosio estaba fascinado, como lo reconoce él mismo, por el ideal
monástico de la contemplación de Dios, que Eusebio había buscado
siguiendo las huellas del profeta Elías.
En primer lugar, escribe Ambrosio, el obispo de Verceli reunió al
propio clero en «vita communis» y le educó en la «observancia de las
reglas monásticas, a pesar de que vivía en medio de la ciudad». El
obispo y su clero tenían que compartir los problemas de sus
conciudadanos, y lo hicieron de una manera creíble cultivando al
mismo tiempo una ciudadanía diferente, la del Cielo (Cf. Hebreos 13,
14). Y de este modo edificaron una auténtica ciudadanía, una
auténtica solidaridad común entre los ciudadanos de Verceli.
De este modo, Eusebio, asumiendo la causa de la «sancta plebs» de
Verceli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la
ciudad a Dios. Esta dimensión, por tanto, no le quitó nada a su
ejemplar dinamismo pastoral. Entre otras cosas, parece que instituyó
en Verceli las iglesias rurales para un servicio eclesial ordenado y
estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de
las poblaciones rurales paganas. Por el contrario, este «carácter
monástico» daba una dimensión particular a la relación del obispo
con su ciudad. Al igual que los apóstoles, por quienes Jesús rezaba
en la Última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia «están en
el mundo» (Juan 17, 11), pero no son «del mundo».
Por este motivo, los pastores, recordaba Eusebio, tienen que
exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su
morada estable, sino que deben buscar la Ciudad futura, la Jerusalén
definitiva del cielo. Esta «dimensión escatológica» permite a los
pastores y a los fieles salvaguardar la jerarquía justa de valores,
sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las injustas
pretensiones del poder político. La auténtica jerarquía de valores,
parece decir toda la vida de Eusebio, no la deciden los emperadores
de ayer o de hoy, sino que procede de Jesucristo, el Hombre
perfecto, igual al Padre en la divinidad, y al mismo tiempo hombre
como nosotros.
Refiriéndose a esta jerarquía de valores, Eusebio no se cansa de
«recomendar efusivamente» a sus fieles que custodien «con todos los
medios la fe, que mantengan la concordia, que sean asiduos en la
oración» («Ep. Secunda», cit.).
Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos
valores perennes, y os bendigo y saludo con las mismas palabras con
las que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta: «Me
dirijo a todo vosotros, hermanos míos y santas hermanas, hijos e
hijas, fieles de los dos sexos y de toda edad, para que… llevéis
nuestro saludo también a aquéllos que están fuera de la Iglesia, y
que se dignan amarnos» (ibídem).
(catequesis
pronunciada el miércoles 23 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
El santo obispo Ambrosio, del que quien os hablaré hoy, falleció en
Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el
alba del sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde,
se había puesto a rezar, postrado en el lecho, con los brazos
abiertos en forma de cruz. De este modo participaba en el solemne
triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor.
«Nosotros veíamos que se movían sus labios», atestigua Paulino, el
diácono fiel que por invitación de Agustín escribió su «Vida», «pero
no escuchábamos su voz».
De repente, parecía que la situación llegaba a su fin. Honorato,
obispo de Verceli, que estaba ayudando a Ambrosio y que dormía en el
piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía:
«¡Levántate pronto! Ambrosio está a punto de morir…». Honorato bajó
inmediatamente --sigue contando Paulino-- «y le ofreció el santo
Cuerpo del Señor. Nada más tomarlo, Ambrosio entregó el espíritu,
llevándose consigo el viático. De este modo, su alma, alimentada por
la virtud de esa comida, goza ahora de la compañía de los ángeles»
(«Vida» 47).
En aquel viernes santo del año 397 los brazos abiertos de Ambrosio
moribundo expresaban su participación mística en la muerte y
resurrección del Señor. Era su última catequesis: en el silencio de
las palabras, seguía hablando con el testimonio de la vida.
Ambrosio no era anciano cuando falleció. No tenía ni siquiera
sesenta años, pues nació en torno al año 340 a Tréveris, donde su
padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando
falleció su padre, su madre le llevó a Roma, siento todavía un
muchacho, y le preparó para la carrera civil, dándole una sólida
educación retórica y jurídica. Hacia el año 370 le propusieron
gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán.
Precisamente allí hervía la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre
todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. Ambrosio
intervino para pacificar los espíritus de las dos facciones
enfrentadas, y su autoridad fue tal que, a pesar de que no era más
que un simple catecúmeno, fue proclamado por el pueblo obispo de
Milán.
Hasta ese momento, Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio
en Italia del norte. Sumamente preparado culturalmente, pero
desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se
puso a estudiarlas con fervor. Aprendió a conocer y a comentar la
Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de
la «escuela de Alejandría». De este modo, Ambrosio llevó al ambiente
latino la meditación de las Escrituras comenzada por Orígenes,
comenzando en occidente la práctica de la «lectio divina».
El método de la «lectio» llegó a guiar toda la predicación y los
escritos de Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante
de la Palabra de Dios. Un célebre inicio de una catequesis
ambrosiana muestra egregiamente la manera en que el santo obispo
aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: «Cuando hemos
leído las historias de los Patriarcas y las máximas de los
Proverbios, hemos afrontado cada día la moral --dice el obispo de
Milán a sus catecúmenos y a los neófitos-- para que, formados por
ellos, os acostumbréis a entrar en la vida de los Padres y a segur
el camino de la obediencia a los preceptos divinos» («Los misterios»
1,1).
En otras palabras, los neófitos y los catecúmenos, según el obispo,
tras haber aprendido el arte de vivir moralmente, podía considerarse
que ya estaban preparados para los grandes misterios de Cristo. De
este modo, la predicación de Ambrosio, que representa el corazón de
su ingente obra literaria, parte de la lectura de los libros
sagrados («los Patriarcas», es decir, los libros históricos, y «los
Proverbios», es decir, los libros sapienciales), para vivir según la
Revelación divina.
Es evidente que el testimonio personal del predicador y la
ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la
predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de
las «Confesiones» de
san Agustín. Había venido a Milán como profesor
de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no
era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Al joven
retórico africano, escéptico y desesperado, no le movieron a
convertirse definitivamente las bellas homilías de Ambrosio (a pesar
de que las apreciaba mucho). Fue más bien el testimonio del obispo y
de su Iglesia milanesa, que rezaba y cantaba, unida como un solo
cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador
y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a
exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias
de los arrianos. En el edificio que tenía que ser expropiado, cuenta
Agustín, «el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su propio
obispo». Este testimonio de las «Confesiones» es precioso, pues
muestra que algo se estaba moviendo en la intimidad de Agustín,
quien sigue diciendo: «Y nosotros también, a pesar de que todavía
éramos tibios participábamos en la excitación de todo el pueblo»
(«Confesiones» 9, 7).
De la vida y del ejemplo del obispo Ambrosio, Agustín aprendió a
creer y a predicar. Podemos hacer referencia a un famoso sermón del
africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la
Constitución conciliar «Dei Verbum»: «Es necesario --advierte de
hecho la «Dei Verbum» en el número 25--, que todos los clérigos,
sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que como los
diáconos y catequistas se dedican legítimamente al ministerio de la
palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con
estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte --y aquí viene
la cita de Agustín—“predicador vacío y superfluo de la palabra de
Dios que no la escucha en su interior”». Había aprendido
precisamente de Ambrosio esta «escucha en su interior», esta
asiduidad con la lectura de la Sagrada Escritura con actitud de
oración para acoger realmente en el corazón y asimilar la Palabra de
Dios.
Queridos hermanos y hermanas: quisiera presentaros una especie de
«icono patrístico» que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho,
representa eficazmente el corazón de la doctrina de Ambrosio. En el
mismo libro de las «Confesiones», Agustín narra su encuentro con
Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia para la
historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al
obispo de Milán, siempre le veía rodeado de un montón de personas
llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus
necesidades. Siempre había una larga fila que estaba esperando
hablar con Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza.
Cuando Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en
brevísimos espacios de tiempo), o estaba alimentando el cuerpo con
la comida necesaria o el espíritu con las lecturas. Aquí Agustín
canta sus maravillas, porque Ambrosio leía las escrituras con la
boca cerrada, sólo con los ojos (Cf. «Confesiones». 6, 3). De hecho,
en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía para
ser proclamada, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión
a quien leía. El hecho de que Ambrosio pudiera pasar las páginas
sólo con los ojos es para el admirado Agustín una capacidad singular
de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa
lectura, en la que el corazón se empeña por alcanzar la comprensión
de la Palabra de Dios --este es el «icono» del que estamos
hablando--, se puede entrever el método de la catequesis de
Ambrosio: la misma Escritura, íntimamente asimilada, sugiere los
contenidos que hay que anunciar para llevar a la conversión de los
corazones.
De este modo, según el magisterio de Ambrosio y de Agustín, la
catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir
también para el catequista lo que escribí en la «Introducción al
cristianismo» sobre los teólogos. Quien educa en la fe no puede
correr el riesgo de presentarse como una especie de «clown», que
recita un papel «por oficio». Más bien, utilizando una imagen de
Orígenes, escritor particularmente apreciado por Ambrosio, tiene que
ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza en el corazón del
Maestro, y allí aprendió la manera de pensar, de hablar, de actuar.
Al final de todo, el verdadero discípulo es quien anuncia el
Evangelio de la manera más creíble y eficaz.
Al igual que el apóstol Juan, el obispo Ambrosio, que nunca se
cansaba e repetir: «"Omnia Christus est nobis!”; ¡Cristo es todo
para nosotros!», sigue siendo un auténtico testigo del Señor. Con
sus mismas palabras, llenas de amor por Jesús, concluimos así
nuestra catequesis: «"Omnia Christus est nobis!”. Si quieres curar
una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la
fuente; si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia; si
tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo de la
muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás
en las tinieblas, él es la luz…Gustad y ved qué bueno es el Señor,
¡bienaventurado el hombre que espera en él!» («De virginitate»
16,99). Nosotros también esperamos en Cristo. De este modo seremos
bienaventurados y viviremos en la paz.
(catequesis
pronunciada el miércoles 31 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a
los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Entre el final del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la
Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la
difusión y a la consolidación del cristianismo en Italia del norte:
se trata de san Máximo, quien era obispo de Turín en el año 398 un
año después de la muerte de Ambrosio. Quedan muy pocas noticias de
él; ahora bien, nos ha llegado una colección de unos noventa
«Sermones». En ellos se puede constatar la profunda y vital unión
del obispo con su ciudad, que atestigua un punto evidente de
contacto entre el ministerio episcopal de Ambrosio y el de Máximo.
En aquel tiempo graves tensiones turbaban la convivencia civil.
Máximo, en este contexto, logró unir al pueblo cristiano en torno a
su persona de pastor y maestro. La ciudad estaba amenazada por
grupos desperdigados de bárbaros que, al penetrar por las entradas
orientales, avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por este motivo,
Turín estaba constantemente rodeada de guarniciones militares, y se
convirtió, en los momentos críticos, en refugio para las poblaciones
que huían del campo y de los centros urbanos sin protección.
Las intervenciones de Máximo, ante esta situación, testimonian el
compromiso de reaccionar ante la degradación civil y ante la
disgregación. Aunque es difícil determinar la composición social de
los destinatarios de los «Sermones», parece que la predicación de
Máximo, para superar el riesgo de ser genérica, se dirigía
específicamente a un núcleo seleccionado de la comunidad cristiana
de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían
sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una
lúcida decisión pastoral del obispo, quien concibió esta predicación
como el camino más eficaz para mantener y reforzar sus lazos con el
pueblo.
Para ilustrar en esta perspectiva el ministerio de Máximo en su
ciudad, quisiera presentar como ejemplo los «Sermones» 17 y 18,
dedicados a un tema siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en
las comunidades cristianas. También en este sentido se daban agudas
tensiones en la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. «Uno no
piensa en las necesidades del otro», constataba amargamente el
obispo en su «Sermón» número 17.
«De hecho, muchos cristiano no sólo no distribuyen lo que tienen,
sino que roban a los demás. No sólo no llevan a los pides los
apóstoles lo que han recogido, sino que además apartan de los pies
de los sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda». Y concluye: «En
nuestra ciudad hay muchos huéspedes y peregrinos. Haced lo que
habéis prometido» adhiriendo a la fe, «para que no se diga también
de vosotros lo que se dijo de Ananías: “No habéis mentido a los
hombres, sino a Dios”» («Sermón» 17, 2-3).
En el «Sermón» sucesivo, el número 18, Máximo critica las formas
comunes de depredación de las desgracias de los demás. «Dime,
cristiano», exhorta el obispo a sus fieles, «dime, ¿por qué has
tomado la presa abandonada por los predadores? ¿Por qué has metido
en tu casa una “ganancia” depredada y contaminada?». «Pero», añade,
«quizá dices que la has comprado y por esto crees que evitas así la
acusación de avaricia. Pero de este modo no hay relación entre lo
que se compra y lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero en
tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo
que ha sido robado en un saqueo… Compórtate, por tanto, como
cristiano y como ciudadano que compra para devolver» («Sermón» 18,
3).
Sin mostrarlo mucho, Máximo predicó una relación profunda entre los
deberes del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida
cristiana significa también asumir los compromisos civiles. Por el
contrario el cristiano que, «a pesar de que puede vivir con su
trabajo, atrapa la presa del otro con el furor de las fieras» o
«acecha a su vecino, tratando cada día de arañar parte de sus
confines, de adueñarse de sus productos», no le parece ni siquiera
semejante a la zorra que degolla las gallinas, sino al lobo que se
lanza contra los cerdos («Sermón» 41,4).
Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por
Ambrosio para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los
prisioneros de guerra, se pueden ver con claridad los cambios
históricos que tuvieron lugar en la relación entre el obispo y las
instituciones ciudadanas. Contando ya con el apoyo de una
legislación que pedía a los cristianos redimir a los prisioneros,
Máximo, ante el derrumbe de las autoridades civiles del Imperio
Romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido
un auténtico poder de control sobre la ciudad.
Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta
llegar a suplir la ausencia de magistrados y de las instituciones
civiles. En este contexto, Máximo no sólo se dedica a alentar en los
fieles al amor tradicional hacia la patria ciudadana, sino que
proclama también el preciso deber de afrontar los gastos fiscales,
por más pesados y desagradables que parezcan («Sermón» 26, 2).
En definitiva, el tono y la esencia de los «Sermones» implican una
mayor conciencia de la responsabilidad política del obispo en las
específicas circunstancias históricas. Es la «atalaya» de la ciudad.
¿Acaso no son estas atalayas, se pregunta Máximo en el «Sermón» 92,
«los beatísimos obispos que, colocados por así decir en una roca
elevada de sabidurías para la defensa de los pueblos, ven desde
lejos los males que llegan?».
Y en el «Sermón» 89 el obispo de Turín ilustra a los fieles sus
tareas, sirviéndose de una comparación singular entre la función
episcopal y la de las abejas: «Como la abeja», dice, los obispos
«observan la castidad del cuerpo, ofrecen la comida de la vida
celestial, utilizan el aguijón de la ley. Son puros para santificar,
dulces para reconfortar, severos para castigar». De este modo, san
Máximo describe la tarea del obispo en su época.
En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una
conciencia cada vez mayor de la responsabilidad política de la
autoridad eclesiástica, en un contexto en el que estaba sustituyendo
de hecho a la civil. Es el desarrollo del ministerio del obispo en
el noroeste de Italia, a partir de Eusebio, que «como un monje»,
vivía en su ciudad de Verceli, hasta Máximo de Turín, que «como un
centinela» se encontraba en la roca más elevada de la ciudad.
Es evidente que el contexto histórico, cultural y social hoy es
profundamente diferente. El actual contexto es más bien el descrito
por mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación
postsinodal
«Ecclesia in Europa», en la que ofrece un articulado análisis de
los desafíos y de los signos de esperanza para la Iglesia en Europa
hoy (6-22). En todo caso, independientemente del cambio de
circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente
ante su ciudad y su patria. La íntima relación entre el «ciudadano
honesto» y el «buen cristiano» sigue totalmente vigente.
Para concluir quisiera recordar lo que dice la constitución pastoral
«Gaudium et spes» para aclarar uno de los aspectos más
importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia entre
la fe y el comportamiento, entre Evangelio y cultura. El Concilio
exhorta a los fieles «a cumplir con fidelidad sus deberes
temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan
los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad
permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar
las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe les
obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación
personal de cada uno» (n. 43).
Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres,
hagamos nuestro el deseo del Concilio, que haya cada vez más fieles
que quieran «ejercer todas sus actividades temporales haciendo una
síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional,
científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima
jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (ibídem), y de este modo
al bien de la humanidad.
(catequesis
pronunciada el miércoles 7 de noviembre de 2007 por Benedicto
XVI a los peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy concentraremos nuestra atención en san Jerónimo, un padre de la
Iglesia que puso en el centro de su vida la Biblia: la tradujo al
latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se comprometió a
vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar de su
conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.
Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347 de una familia
cristiana, que le dio una fina formación, enviándole a Roma para que
perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la
vida mundana (Cf. Epístola 22,7), pero prevaleció en él el deseo y
el interés por la religión cristiana.
Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida
ascética y, al ir a vivir a Aquileya, se integró en un grupo de
cristianos fervorosos, definido por él como una especie de «coro de
bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido alrededor del obispo
Valeriano.
Se fue después a Oriente y vivió como eremita en el desierto de
Calcide, en el sur de Alepo (Cf. Epístolas 14,10), dedicándose
seriamente al estudio. Perfeccionó el griego, comenzó a estudiar
hebreo (Cf. Epístola 125,12), trascribió códigos y obras patrísticas
(Cf. Epístolas 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la
Palabra de Dios maduraron su sensibilidad cristiana.
Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (Cf.
Epístola 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la
mentalidad pagana y la cristiana: un contraste que se ha hecho
famoso a causa de la dramática y viva «visión» que nos dejó en una
narración. En ella le pareció sentir que era flagelado en presencia
de Dios, porque era «ciceroniano y no cristiano» (Cf. Epístola 22,
30).
En el año 382 se fue a vivir a Roma: aquí, el Papa Dámaso,
conociendo su fama de asceta y su competencia como estudioso, le
tomó como secretario y consejero; le alentó a emprender una nueva
traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y
culturales.
Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres
nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban
empeñarse en el camino de la perfección cristiana y de profundizar
en su conocimiento de la Palabra de Dios, le escogieron como su guía
espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas
mujeres tamben aprendieron griego y hebreo.
Después de la muerte del Papa Dámaso, Jerónimo dejó Roma en el año
385 y emprendió una peregrinación, ante todo a Tierra Santa,
silenciosa testigo de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto,
tierra elegida por muchos monjes (Cf. «Contra Rufinum» 3,22;
Epístola 108,6-14).
En el año 386 se detuvo en Belén, donde gracias a la generosidad de
una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno
femenino, y un hospicio para los peregrinos que viajaban a Tierra
Santa, «pensando en que María y José no habían encontrado albergue»
(Epístola 108,14).
Se quedó en Belén hasta la muerte, continuando una intensa
actividad: comentó la Palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose
con vigor a las herejías; exhortó a los monjes a la perfección;
enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes; acogió con espíritu
pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su
celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre de
419/420.
La formación literaria y su amplia erudición permitieron a Jerónimo
revisar y traducir muchos textos bíblicos: un precioso trabajo para
la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los
textos originales en griego y en hebreo, comparándolos con las
versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego
los Salmos y buena parte del Antiguo Testamento.
Teniendo en cuenta el original hebreo y el griego de los Setenta, la
clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a
tiempos precedentes al cristianismo, y de las precedentes versiones
latinas, Jerónimo, ayudado después por otros colaboradores, pudo
ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada «Vulgata»,
el texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal
en el Concilio de Trento y que, después de la reciente revisión,
sigue siendo el texto «oficial» de la Iglesia en latín.
Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran
biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma
que respeta incluso el orden de las palabras de las Sagradas
Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden de las palabras
es un misterio» (Epístola 57,5), es decir, una revelación.
Confirma, además, la necesidad de recurrir a los textos originales:
«En caso de que surgiera una discusión entre los latinos sobre el
Nuevo Testamento a causa de las lecciones discordantes de los
manuscritos, recurramos al original, es decir, al texto griego en el
que se escribió el Nuevo Pacto. Lo mismo sucede con el Antiguo
Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos,
recurramos al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que
surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos»
(Epístola 106,2).
Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él
los comentarios tienen que ofrecer opiniones múltiples, «de manera
que el lector prudente, después de haber leído las diferentes
explicaciones y de haber conocido múltiples pareceres --que tiene
que aceptar o rechazar-- juzgue cuál es el más atendible y, como un
experto agente de cambio, rechaza la moneda falsa» («Contra Rufinum»
1,16).
Confutó con energía y vivacidad a los herejes que no aceptaban la
tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y
la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica
cultura que para entonces ya era digna de ser confrontada con la
clásica: lo hizo redactando «De viris illustribus», una obra en la
que Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de
autores cristianos.
Escribió biografías puras de monjes, ilustrando junto a otros
itinerarios espirituales el ideal monástico; además, tradujo varias
obras de autores griegos. Por último, en el importante Epistolario,
auténtica obra maestra de la literatura latina, Jerónimo destaca por
sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.
¿Qué podemos aprender de san Jerónimo? Sobre todo me parece lo
siguiente: amar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Dice san
Jerónimo: «Ignorar las escrituras es ignorar a Cristo». Por ello es
importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal
con la Palabra de Dios, que se nos entrega en la Sagrada Escritura.
Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una
parte, tiene que darse un diálogo realmente personal, pues Dios
habla con cada uno de nosotros a través de la Sagrada Escritura y
tiene un mensaje para cada uno. No tenemos que leer la Sagrada
Escritura como una palabra del pasado, sino como Palabra de Dios que
se nos dirige también a nosotros y tratar de entender lo que nos
quiere decir el Señor.
Pero para no caer en el individualismo tenemos que tener presente
que la Palabra de Dios se nos da precisamente para edificar
comunión, para unirnos en la verdad de nuestro camino hacia Dios.
Por tanto, a pesar de que siempre es una palabra personal, es
también una Palabra que edifica la comunidad, que edifica a la
Iglesia. Por ello tenemos que leerla en comunión con la Iglesia
viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la
Palabra de Dios es la liturgia, en la que al celebrar la Palabra y
al hacer presente en el Sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos
la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.
No tenemos que olvidar nunca que la Palabra de Dios trasciende los
tiempos. Las opiniones humanas vienen y se van. Lo que hoy es
modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el
contrario, es Palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo
que vale para siempre. Al llevar en nosotros la Palabra de Dios,
llevamos por tanto en nosotros la vida eterna.
Concluyo con una frase dirigida por san Jerónimo a san Paulino de
Nola. En ella, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad,
es decir, en la Palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida
eterna. San Jerónimo dice: «Tratemos de aprender en la tierra esas
verdades cuya consistencia permanecerá también en el tiempo»
(Epístola 53,10).
(catequesis
pronunciada el miércoles 14 de noviembre de 2007 por Benedicto
XVI a los peregrinos)
*
* * * *
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos hoy presentando la figura de san Jerónimo. Como dijimos el
miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto
de que fue reconocido por mi predecesor, el Papa Benedicto XVI, como
«eminente doctor en la interpretación de las Sagradas Escrituras».
Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los
textos bíblicos: «¿No te parece que estás --ya aquí, en la tierra-- en
el reino de los cielos, cuando se vive entre estos textos, cuando se
medita en ellos, cuando no se busca otra cosa?» (Epístola 53, 10). En
realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en un cierto sentido
presencia del Cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos
bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente,
pues «ignorar la Escritura es ignorar a Cristo». Es suya esta famosa
frase, citada por el Concilio Vaticano II en la constitución «Dei Verbum»
(n. 25).
«Enamorado» verdaderamente de la Palabra de Dios, se preguntaba:
«¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las
Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer al mismo Cristo,
que es la vida de los creyentes?» (Epístola 30, 7). La Biblia,
instrumento «con el que cada día Dios habla a los
fieles» (Epístola 133, 13), se convierte de este
modo en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las
situaciones y para toda persona.
Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si rezas
--escribe a una joven noble de Roma--
hablas con el Esposo; si lees, es Él quien te habla»
(Epístola 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen
sabio y sereno al hombre (Cf. «In Eph.», prólogo). Ciertamente para
penetrar de una manera cada vez más profunda en la Palabra de Dios se
necesita una aplicación constante y progresiva. Por este motivo,
Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia
las divinas Escrituras; es más, que el Libro no se caiga nunca de tus
manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar» (Epístola 52, 7). A la
matrona romana, Leta, le daba estos consejos para la educación cristiana
de su hija: «Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la
Escritura… Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la
oración… Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos
de seda» (Epístola 107,9.12). Con la meditación y la ciencia de las
Escrituras se «mantiene el equilibrio del alma» («Ad Eph.», pról.). Sólo
un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden
introducirnos en la comprensión de la Biblia: «Al interpretar la Sagrada
Escritura siempre tenemos necesidad de la ayuda del Espíritu Santo» («In Mich.», 1,1,10,15).
Un amor apasionado por las Escrituras caracterizó por tanto toda la vida
de Jerónimo, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles.
Recomendaba a una de sus hijas espirituales: «Ama
la Sagrada Escritura y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te
custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus
collares y tus pendientes» (Epístola 130, 20). Y añadía:
«Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne»
(Epístola 125,11).
Para Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación
de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Por
nosotros mismos nunca podemos leer la Escritura. Encontramos demasiadas
puertas cerradas y caemos en errores. La Biblia fue escrita por el
Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del
Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos
entrar realmente con el «nosotros» en el núcleo de la verdad que Dios
mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la
Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia
católica. No se trata de una exigencia impuesta a este libro desde el
exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios que
peregrina y sólo en la fe de este Pueblo podemos estar, por así decir,
en el tono adecuado para comprender la Sagrada Escritura. Por este
motivo, Jerónimo alentaba: «Permanece firmemente unido a la doctrina de
la tradición que te ha sido enseñada para que puedas exhortar según la
sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Epístola 52,7). En
particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo
cristiano, concluía, debe estar en comunión «con
la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la
Iglesia» (Epístola 15, 2). Por tanto, con
claridad, declaraba: «Estoy con quien esté unido a la Cátedra de san
Pedro» (Epístola 16).
Jerónimo no descuida el aspecto ético. Con frecuencia reafirma el deber
de acordar la vida con la Palabra divina. Una coherencia indispensable
para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que
sus acciones no contradigan sus discursos.
Así exhorta al sacerdote Nepociano: «Que tus acciones no desmientan tus
palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia,
alguien en su intimidad comente: “¿Por qué entonces tú no actúas así?”.
Curioso maestro el que, con el estómago lleno, se poner a pronunciar
discursos sobre el ayuno; incluso un ladrón puede criticar la avaricia;
pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben estar de
acuerdo» (Epístola 52,7).
En otra carta, Jerónimo confirma: «Aunque tenga una espléndida doctrina,
es vergonzosa la persona que se siente condenada por la propia
conciencia» (Epístola 127,4). Hablando de la coherencia, observa: el
Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en
todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Dirigiéndose,
por ejemplo, al presbítero Paulino, que después llegó a ser obispo de
Nola y santo, Jerónimo le da este consejo: «El verdadero templo de
Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita
en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las
paredes con piedras preciosas si Cristo muere de hambre en la persona de
un pobre?» (Epístola 58,7).
Jerónimo concretiza: es necesario «vestir a Cristo en los pobres,
visitarle en los que sufren, darle de comer en los hambrientos,
cobijarle en los que no tienen un techo» (Epístola 130, 14). El amor por
Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar
toda dificultad: «Si nosotros amamos a Jesucristo y buscamos siempre la
unión con Él, nos parecerá fácil lo que es difícil» (Epístola 22,40).
Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, «modelo de conducta y
maestro del género humano» («Carmen de ingratis», 57), nos ha dejado
también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano.
Recuerda que un valiente compromiso por la perfección requiere una
constante vigilancia, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación
y prudencia, un asiduo trabajo intelectual o manual para evitar el ocio
(Cf, Epístolas 125, 11 y 130, 15), y sobre todo la obediencia a Dios:
«No hay nada que le agrade tanto a Dios como la obediencia…, que es la
más excelsa de las virtudes» («Hom. de oboedientia»: CCL 78,552). Del
camino ascético pueden formar también parte las peregrinaciones. En
particular, Jerónimo las impulsó a Tierra Santa, donde los peregrinos
eran acogidos y hospedados en edificios surgidos junto al monasterio de
Belén, gracias a la generosidad de la mujer noble Paula, hija espiritual
de Jerónimo (Cf. Epístola 108,14).
No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por Jerónimo a
la pedagogía cristiana (Cf. Epístolas 107 y 128). Se propone formar
«un
alma que tiene que convertirse en templo del Señor» (Epístola 107,4),
una «gema preciosísima» a los ojos de Dios (Epístola 107, 13). Con
profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de
pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (Cf. Epístola 107,4
y 8-9; Cf. también Epístola 128, 3-4). Exhorta sobre todo a los padres a
crear un ambiente de serenidad y de alegría alrededor de los hijos, para
que les estimulen en el estudio y en el trabajo, y les ayuden con la
alabanza y la emulación (Cf. Epístolas 107,4 y 128,1) a superar las
dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y
preservándoles de las malas porque --dice citando una frase de Publilio
Siro que había escuchado en la escuela-- «a duras penas lograrás
corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente»
(Epístola 107, 8).
Los padres son los principales educadores de los hijos, los maestros de
vida. Con mucha claridad Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una
muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia
fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia:
«Que
ella encuentre en ti a su maestra y que su inexperta adolescencia se
oriente hacia ti maravillada. Que nunca vea en ti ni en su padre
actitudes que la lleven al pecado. Recordad que podéis educarla más con
el ejemplo que con la palabra» (Epístola 107, 9).
Entre las principales intuiciones de Jerónimo como pedagogo hay que
subrayar la importancia atribuida a una sana e integral educación desde
la primera infancia, la peculiar responsabilidad atribuida a los padres,
la urgencia de una formación moral religiosa, la exigencia del estudio
para lograr una formación humana más completa.
Además, hay un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero
que era considerado vital por nuestro autor: la promoción de la mujer, a
quien reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica,
religiosa, profesional.
Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su
integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los
hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de
toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante
Dios y ante el hombre: la Sagrada Escritura nos ofrece la guía de la
educación y, por tanto, del auténtico humanismo.
No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran padre de
la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que ofreció a la
salvaguarda de elementos positivos y válidos de las antiguas culturas
judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. Jerónimo
reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los
sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que
educan el corazón y la fantasía en los nobles sentimientos.
Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la Palabra de
Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los
secretos de la santidad. Por todo esto precisamente en nuestros días
podemos sentirnos profundamente agradecidos con san Jerónimo.
(catequesis
pronunciada el miércoles 21 de noviembre de 2007 por Benedicto
XVI a los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro viaje al mundo de los padres de la Iglesia, hoy quisiera
guiaros hacia una parte poco conocida de este universo de la fe, es
decir, a los territorios en los que florecieron las Iglesias de lengua
semítica, aún no influidas por el pensamiento griego. Esas Iglesias se
desarrollaron a lo largo del siglo IV en Oriente Medio, desde Tierra
Santa hasta el Líbano y Mesopotamia.
Durante aquel siglo, que fue un período de formación a nivel eclesial y
literario, en dichas comunidades se manifestó el fenómeno
ascético-monástico con características autóctonas, que no experimentaron
la influencia del monaquismo egipcio. De este modo, las comunidades
siríacas del siglo IV fueron una representación del mundo semítico del
que salió la Biblia misma, y fueron expresión de un cristianismo cuya
formulación teológica aún no había entrado en contacto con corrientes
culturales diversas, sino que vivía de formas de pensamiento propias.
Fueron Iglesias en las que el ascetismo bajo varias formas eremíticas
(eremitas en el desierto, en las cuevas, recluidos y estilitas) y el
monaquismo bajo formas de vida comunitaria desempeñaron un papel de
vital importancia para el desarrollo del pensamiento teológico y
espiritual.
Quisiera presentar este mundo a través de la gran figura de Afraates,
conocido también con el sobrenombre de «Sabio», uno de los personajes
más importantes y, al mismo tiempo, más enigmáticos del cristianismo
siríaco del siglo IV.
Originario de la región de Nínive-Mosul, hoy Irak, vivió en la primera
mitad del siglo IV. Tenemos pocas noticias sobre su vida; de todos
modos, mantuvo relaciones estrechas con los ambientes
ascético-monásticos de la Iglesia siríaca, sobre la que nos transmitió
algunas noticias en su obra y a la cual dedicó parte de su reflexión.
Según algunas fuentes, dirigió incluso un monasterio y, por último, fue
consagrado obispo. Escribió veintitrés discursos conocidos con el nombre
de «Exposiciones» o «Demostraciones», en los que trató diversos temas de
vida cristiana, como la fe, el amor, el ayuno, la humildad, la oración,
la misma vida ascética y también la relación entre judaísmo y
cristianismo, entre Antiguo y Nuevo Testamento. Escribió con un estilo
sencillo, con frases breves y con paralelismos a veces contrastantes;
sin embargo, logró hacer una reflexión coherente, con un desarrollo bien
articulado de los varios argumentos que afrontó.
Afraates era originario de una comunidad eclesial que se encontraba en
la frontera entre el judaísmo y el cristianismo. Era una comunidad muy
unida a la Iglesia madre de Jerusalén, y sus obispos eran elegidos
tradicionalmente de entre los así llamados «familiares» de Santiago, el
«hermano del Señor» (Cf. Marcos 6, 3), es decir, eran personas con
vínculos de sangre y de fe con la Iglesia jerosolimitana. La lengua de
Afraates era el siríaco, por tanto, una lengua semítica como el hebraico
del Antiguo Testamento y el aramaico hablado por el mismo Jesús. La
comunidad eclesial en la que vivió Afraates era una comunidad que
trataba de permanecer fiel a la tradición judeocristiana, de la que se
sentía hija. Por eso, mantenía una relación estrecha con el mundo judío
y con sus libros sagrados. Afraates se definía significativamente a sí
mismo como «discípulo de la Sagrada Escritura» del Antiguo y del Nuevo
Testamento («Exposición» 22, 26), que consideraba su única fuente de
inspiración, recurriendo a ella tan a menudo hasta el punto de
convertirla en el centro de su reflexión.
Los argumentos que Afraates desarrolló en sus «Exposiciones» son
variados. Fiel a la tradición siríaca, presentó a menudo la salvación
realizada por Cristo como una curación y, por consiguiente, a Cristo
mismo como médico. En cambio, considera el pecado como una herida, que
sólo la penitencia puede sanar: «Un hombre que ha sido herido en batalla
--decía Afraates--, no se avergüenza de ponerse en las manos de un
médico sabio (…); del mismo modo, quien ha sido herido por Satanás no
debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, pidiendo el
remedio de la penitencia» («Exposición» 7, 3).
Otro aspecto importante de la obra de Afraates es su enseñanza sobre la
oración y, en especial, sobre Cristo como maestro de oración. El
cristiano reza siguiendo la enseñanza de Jesús y su ejemplo orante:
«Nuestro Salvador ha enseñado a rezar diciendo
así: “Ora en lo secreto a Quien está escondido, pero ve todo”; y
también: “Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está en lo secreto,
y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mateo 6, 6)
(…). Lo que nuestro Salvador quiere mostrar es que
Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón» («Exposición» 4, 10).
Para Afraates, la vida cristiana se centra en la imitación de Cristo, en
tomar su yugo y en seguirlo por el camino del Evangelio. Una de las
virtudes más convenientes para el discípulo de Cristo es la humildad. No
es un aspecto secundario de la vida espiritual del cristiano: la
naturaleza del hombre es humilde, y Dios la eleva a su misma gloria. La
humildad --observó Afraates-- no es un valor negativo:
«Si la raíz del hombre está plantada en la tierra,
sus frutos suben ante el Señor de la grandeza» («Exposición» 9,
14). Siendo humilde, incluso en la realidad
terrena en la que vive, el cristiano puede entrar en relación con el
Señor: «El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas
excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra y los ojos de su
mente la altura excelsa» («Exposición» 9, 2).
La visión del hombre y de su realidad corporal que tenía Afraates es muy
positiva: el cuerpo humano, siguiendo el ejemplo de Cristo humilde, está
llamado a la belleza, a la alegría y a la luz: «Dios se acerca al hombre
que ama, y es justo amar la humildad y permanecer en la condición de
humildad. Los humildes son sencillos, pacientes, amados, íntegros,
rectos, expertos en el bien, prudentes, serenos, sabios, tranquilos,
pacíficos, misericordiosos, dispuestos a convertirse, benévolos,
profundos, ponderados, hermosos y deseables» («Exposición» 9, 14).
En Afraates la vida cristiana se presenta a menudo con una clara
dimensión ascética y espiritual: la fe es su base, su fundamento;
transforma al hombre en un templo donde habita Cristo mismo. Así pues,
la fe hace posible una caridad sincera, que se expresa en el amor a Dios
y al prójimo. Otro aspecto importante en Afraates es el ayuno, que
interpretaba en sentido amplio. Hablaba del ayuno del alimento como una
práctica necesaria para ser caritativo y virgen, del ayuno constituido
por la continencia con vistas a la santidad, del ayuno de las palabras
vanas o detestables, del ayuno de la cólera, del ayuno de la propiedad
de los bienes con vistas al ministerio, y del ayuno del sueño para
dedicarse a la oración.
Queridos hermanos y hermanas, regresemos una vez más --para concluir-- a
la enseñanza de Afraates sobre la oración. Según este antiguo «Sabio»,
la oración se realiza cuando Cristo habita en el corazón del cristiano,
y lo invita a un compromiso coherente de caridad con el prójimo. En
efecto, escribió: «Consuela a los afligidos, visita a los enfermos, sé
solícito con los pobres: esta es la oración. La oración es buena, y sus
obras son hermosas. La oración es aceptada cuando consuela al prójimo.
La oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de
las ofensas. La oración es fuerte cuando rebosa de la fuerza de Dios»
(«Exposición» 4, 14-16).
Con estas palabras, Afraates nos invita a una oración que se convierte
en vida cristiana, en vida realizada, en vida impregnada de fe, de
apertura a Dios y, así, de amor al prójimo.
Según una opinión común hoy, el cristianismo sería una religión europea,
que habría exportado la cultura de este continente a otros países. Pero
la realidad es mucho más compleja, pues la raíz de la religión cristiana
se encuentra en el Antiguo Testamento y, por tanto, en Jerusalén y en el
mundo semítico. El cristianismo se alimenta siempre de esta raíz del
Antiguo Testamento. Su expansión en los primeros siglos tuvo lugar tanto
hacia occidente, hacia el mundo greco-latino, donde después inspiró la
cultura Europa, como hacia oriente, hasta Persia, la India, ayudando de
este modo a suscitar una cultura específica, con lenguas semíticas, y
con una propia identidad.
Para mostrar esta multiformidad cultural de la única fe cristiana de los
inicios, en la catequesis del miércoles pasado hablé de un representante
de este otro cristianismo, Afraates el sabio persa, para nosotros casi
desconocido. En esta misma línea quisiera hablar hoy de san Efrén el
sirio, nacido en Nísibis en torno al año 306 en el seno de una familia
cristiana.
Fue el representante más importante del cristianismo en el idioma
siríaco y logró conciliar de manera única la vocación de teólogo con la
de poeta. Se formó y creció junto a Santiago, obispo de Nísibis
(303-338), y junto a él fundó la escuela teológica de su ciudad.
Ordenado diácono, vivió intensamente la vida de la comunidad local hasta
el año 363, en el que Nísibis cayó en manos de los persas. Entonces
Efrén emigró a Edesa, donde continuó predicando. Murió en esta ciudad en
el año 373, al quedar contagiado en su obra de atención a los enfermos
de peste.
No se sabe a ciencia cierta si era monje, pero en todo caso es seguro
que decidió seguir siendo diácono durante toda su vida, abrazando la
virginidad y la pobreza. De este modo, en el carácter específico de su
cultura, se puede ver la común y fundamental identidad cristiana: la fe,
la esperanza --esa esperanza que permite vivir pobre y casto en este
mundo, poniendo toda expectativa en el Señor-- y por último la caridad,
hasta ofrecer el don de sí mismo en el cuidado de los enfermos de peste.
San Efrén nos ha dejando una gran herencia teológica: su considerable
producción puede reagruparse en cuatro categorías: obras escritas en
prosa (sus obras polémicas y los comentarios bíblicos); obras en prosa
poética; homilías en verso; y por último los himnos, sin duda la obra
más amplia de Efrén. Es un autor prolífico e interesante en muchos
aspectos, pero sobre todo desde el punto de vista teológico.
El carácter específico de su trabajo consiste en unir teología y poesía.
Al acercarnos a su doctrina, tenemos que insistir desde el inicio en
esto: hace teología de forma poética. La poesía le permite profundizar
en la reflexión teológica a través de paradojas e imágenes. Al mismo
tiempo, su teología se hace liturgia, se hace música: de hecho, era un
gran compositor, un músico. Teología, reflexión sobre la fe, poesía,
canto, alabanza a Dios, van juntos; y, precisamente por este carácter
litúrgico, aparece con nitidez en la teología de Efrén la verdad divina.
En la búsqueda de Dios, al hacer teología, sigue el camino de la
paradoja y del símbolo. Privilegia las imágenes contrapuestas, pues le
sirven para subrayar el misterio de Dios.
Ahora no puedo hablar mucho de él, en parte porque es difícil de
traducir la poesía, pero para dar al menos una idea de su teología
poética quisiera citar pasajes de dos himnos. Ante todo, y de cara
también al próximo Adviento, os propongo unas espléndidas imágenes
tomadas de los himnos «Sobre la natividad de Cristo». Ante la Virgen,
Efrén manifiesta con inspiración su maravilla:
«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella
para no hacer ruido.
El pastor vino a ella,
y nació el Cordero, que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
Quien creó todo
se ha apoderado de él, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero vestido con ropas humildes.
Quien todo lo da
experimentó el hambre.
Quien da de beber a todos
Sufrió la sed.
Desnudo salió de ella,
quien todo lo reviste (de belleza)» (Himno «De Nativitate» 11, 6-8).
Para expresar el misterio de Cristo, Efrén utiliza una gran variedad de
temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos pone en
relación a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).
«Fue cerrando
con la espada del querubín,
hasta dejar cerrado
el camino del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado él mismo como alimento,
como oblación (eucarística).
Los árboles del Edén
fueron dados como alimento
al primer Adán.
Por nosotros el jardinero
del Jardín en persona
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos nosotros habíamos salido
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que ha sido retirada la espada,
abajo (en la cruz) por la lanza
podemos regresar» (Himno 49, 9-11).
Para hablar de la Eucaristía, Efrén utiliza dos imágenes: las brasas o
el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del
profeta Isaías (Cf. 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas
con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para
purificarlos; el cristiano, por el contrario, toca y digiere las mismas
Brasas, al mismo Cristo:
«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede digerirse;
en tu vino está el fuego, que no puede beberse.
El Espíritu en tu pan, el fuego en tu vino:
ésta es la maravilla acogida por nuestros labios.
El serafín no podía acercar sus dedos a las brasas,
a las que sólo pudieron acercarse los labios de Isaías;
ni los dedos las tomaron, ni los labios las digirieron;
pero el Señor nos ha concedido a nosotros ambas cosas.
El fuego descendió con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende sobre el pan y allí permanece.
En vez del fuego que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados» (Himno «De Fide», 10, 8-10).
Un ejemplo más de los himnos de san Efrén, donde habla de la perla como
símbolo de la riqueza y de la belleza de la fe:
«Coloqué (la perla), hermanos, en la palma de mi mano
para poder examinarla.
La observé por todos los lados:
tenía el mismo aspecto desde todos los lados.
Así es la búsqueda del Hijo, inescrutable,
pues es totalmente luminosa.
En su limpidez, vi al Límpido,
que no se opaca;
en su pureza,
vi al símbolo del cuerpo de nuestro Señor,
que es puro.
En su carácter indivisible, vi la verdad,
que es indivisible» (Himno sobre la Perla 1, 2-3).
La figura de Efrén sigue siendo plenamente actual para la vida de varias
Iglesias cristianas. Lo descubrimos en primer lugar como teólogo, que a
partir de la Sagrada Escritura reflexiona poéticamente en el misterio de
la redención del hombre realizada por Cristo, Verbo de Dios encarando.
Hace una reflexión teológica expresada con imágenes y símbolos tomados
de la naturaleza, de la vida cotidiana y de la Biblia. Efrén confiere a
la poesía y a los himnos para la Liturgia un carácter didáctico y
catequético; se trata de himnos teológicos y, al mismo tiempo, adecuados
para ser recitados en el canto litúrgico. Efrén se sirve de estos himnos
para difundir, con motivo de las fiestas litúrgicas, la doctrina de la
Iglesia. Con el pasar del tiempo, se han convertido en un instrumento
catequético sumamente eficaz para la comunidad cristiana.
Es importante la reflexión de Efrén sobre el tema de Dios creador: en la
creación no hay nada aislado, y el mundo es, junto a la Sagrada
Escritura, una Biblia de Dios. Al utilizar de manera equivocada su
libertad, el hombre trastoca el orden del cosmos. Para Efrén, dado que
no hay Redención sin Jesús, tampoco hay Encarnación sin María. Las
dimensiones divinas y humanas del misterio de nuestra redención se
encuentran en los escritos de Efrén; de manera poética y con imágenes
tomadas fundamentalmente de las Escrituras, anticipa el trasfondo
teológico y en cierto sentido el mismo lenguaje de las grandes
definiciones cristológicas de los Concilios del siglo V.
Efrén, honrado por la tradición cristiana con el título de «cítara del
Espíritu Santo», decidió seguir siendo diácono de su Iglesia durante
toda la vida. Fue una decisión decisiva y emblemática: fue diácono, es
decir servidor, ya sea en el ministerio litúrgico, ya sea de manera más
radical en el amor a Cristo, cantado por él de manera sin par, ya sea
por último en la caridad a los hermanos, a quienes introdujo con
maestría excepcional en el conocimiento de la Revelación divina.
(catequesis
pronunciada el miércoles 5 de diciembre de 2007 por Benedicto
XVI a los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos hecho una excursión por las Iglesias
de Oriente de lengua semítica, meditando sobre Afraates el persa y san
Efrén el sirio; hoy regresamos al mundo latino, al norte del Imperio
Romano, con san Cromacio de Aquileya. Este obispo desempeñó su
ministerio en la antigua Iglesia de Aquileya, ferviente centro de vida
cristiana situado en la Décima región del Imperio Romano, la Venetia
et Histria.
En el año 388, cuando Cromacio subió a la cátedra episcopal de la
ciudad, la comunidad cristiana local había madurado ya una gloriosa
historia de fidelidad al Evangelio. Entre la segunda mitad del siglo III
y los primeros años del IV, las persecuciones de Decio, de Valeriano y
de Diocleciano habían cosechado un gran número de mártires. Además, la
Iglesia de Aquileya había tenido que afrontar, al igual que las demás
Iglesias de la época, la amenaza de la herejía arriana. El mismo
Atanasio, el heraldo de la Ortodoxa de Nicea, a quienes los arrianos
habían expulsado al exilio, encontró durante un tiempo refugio en
Aquileya. Bajo la guía de sus obispos, la comunidad cristiana resistió a
las insidias de la herejía y reforzó su adhesión a la fe católica.
En septiembre del año 381, Aquileya fue sede de un sínodo, que reunió
a unos 35 obispos de las costas de África, del valle del Rin, y de toda
la Décima región. El sínodo pretendía acabar con los últimos residuos de
arrianismo en Occidente. En el Concilio participó el presbítero Cromacio
como perito del obispo de Aquileya, Valeriano (370/1-387/8). Los años en
torno al sínodo del año 381 representan la «edad de oro» de la comunidad
de Aquileya. San Jerónimo, que había nacido en Dalmacia, y Rufino de
Concordia hablan con nostalgia de su permanencia en Aquileya (370-373),
en aquella especie de cenáculo teológico que Jerónimo no duda en definir
«tamquam chorus beatorum», «como un coro de bienaventurados» (Crónica:
PL XXVII, 697-698). En este cenáculo, que en ciertos aspectos
recuerda las experiencias comunitarias vividas por Eusebio de Verceli y
por Agustín, se conforman las personalidades más notables de las
Iglesias del Alto Adriático.
Pero ya en su familia Cromacio había aprendido a conocer y a amar a
Cristo. Nos habla de ella, con palabras llenas de admiración, el mismo
Jerónimo, que compara a la madre de Cromacio con la profetisa Ana, a sus
hermanas con las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, a
Cromacio mismo y su hermano Eusebio con el joven Samuel (Cf. Epístola
VII: PL XXII,341). Jerónimo sigue diciendo: «El beato
Cromacio y el santo Eusebio eran tan hermanos de sangre como por la
unión de ideales» (Epístola VIII: PL XXII, 342).
Cromacio había nacido en Aquileya hacia el año 345. Fue ordenado
diácono y después presbítero; por último, fue elegido pastor de aquella
Iglesia (año 388). Tras recibir la consagración episcopal del obispo
Ambrosio, se dedicó con valentía y energía a una ingente tarea por la
extensión del terreno que se había confiado a su atención pastoral: la
jurisdicción eclesiástica de Aquileya, que se extendía desde los
territorios de la actual Suiza, Baviera, Austria y Eslovenia, hasta
llegar a Hungría.
Es posible hacerse una idea de cómo Cromacio era conocido y estimado
en la Iglesia de su tiempo por un episodio de la vida de san Juan
Crisóstomo. Cuando el obispo de Constantinopla fue exiliado de su sede,
escribió tres cartas a quienes consideraba como los más importantes
obispos de occidente para alcanzar su apoyo ante los emperadores: una
carta la escribió al obispo de Roma, la segunda al obispo de Milán, la
tercera al obispo de Aquileya, es decir, Cromacio (Epístola CLV:
PG LII, 702). También para él eran tiempos difíciles a causa de
la precaria situación política. Con toda probabilidad Cromacio falleció
en el exilio, en Grado, mientras trataba de escapar de los saqueos de
los bárbaros, en el mismo año 407 en el que también moría Crisóstomo.
Por prestigio e importancia, Aquileya era la cuarta ciudad de la
península italiana, y la novena del Imperio romano: por este motivo
llamaba la atención de los godos y de los hunos. Además de causar graves
lutos y destrucción, las invasiones de estos pueblos comprometieron
gravemente la transmisión de las obras de los Padres conservadas en la
biblioteca episcopal, rica en códices. Se perdieron también los escritos
de Cromacio, que se desperdigaron, y con frecuencia fueron atribuidos a
otros autores: a Juan Crisóstomo (en parte, a causa de que sus dos
nombres comenzaban igual: «Chromatius» como «Chrysostomus»);
o a Ambrosio y a Agustín; e incluso a Jerónimo, a quien Cromacio había
ayudado mucho en la revisión del texto y en la traducción latina de la
Biblia. El redescubrimiento de gran parte de la obra de Cromacio se debe
a afortunadas vicisitudes, que han permitido en los años recientes
reconstruir un corpus de escritos bastante consistente: más de
unos cuarenta sermones, de los cuales una decena en fragmentos, además
de unos sesenta tratados de comentario al Evangelio de San Mateo.
Cromacio fue un sabio maestro y celoso pastor. Su primer y principal
compromiso fue el de ponerse a la escucha de la Palabra para ser capaz
de convertirse en su heraldo: en su enseñanza siempre se basa en la
Palabra de Dios y a ella regresa siempre. Algunos temas los lleva
particularmente en el corazón: ante todo, el misterio de la Trinidad,
que contempla en su revelación a través de la historia de la salvación.
Después está el tema del Espíritu Santo: Cromacio recuerda
constantemente a los fieles la presencia y la acción de la tercera
Persona de la Santísima Trinidad en la vida de la Iglesia.
Pero el santo obispo afronta con particular insistencia el misterio
de Cristo. El Verbo encarnado es verdadero Dios y verdadero hombre: ha
asumido integralmente la humanidad para entregarle como don la propia
divinidad. Estas verdades, repetidas con insistencia, en parte en clave
antiarriana, llevarían unos cincuenta años después a la definición del
Concilio de Calcedonia.
El hecho de subrayar intensamente la naturaleza humana de Cristo
lleva a Cromacio a hablar de la Virgen María. Su doctrina mariológica es
tersa y precisa. Le debemos algunas descripciones sugerentes de la
Virgen Santísima: María es la «virgen evangélica capaz de acoger a
Dios»; es la «oveja inmaculada» que engendró al «cordero cubierto de
púrpura» (Cf Sermo XXIII,3: «Scrittori dell'area santambrosiana»
3/1, p. 134).
El obispo de Aquileya pone con frecuencia a la Virgen en relación con
la Iglesia: ambas, de hecho, son «vírgenes» y «madres». La eclesiología
de Cromacio se desarrolla sobre todo en el comentario a Mateo. Estos son
algunos de los conceptos repetidos: la Iglesia es única, ha nacido de la
sangre de Cristo; es un vestido precioso tejido por el Espíritu Santo;
la Iglesia está allí donde se anuncia que Cristo nació de la Virgen,
donde florece la fraternidad y la concordia. Una imagen particularmente
querida por Cromacio es la del barco en el mar en la tempestad --vivió
en una época de tempestades, como hemos visto--: «No hay duda», afirma
el santo obispo, «que esta nave representa a la Iglesia» (cfr Tract.
XLII,5: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/2, p. 260).
Como celoso pastor, Cromacio sabe hablar a su gente con un lenguaje
fresco, colorido e incisivo. Sin ignorar la perfecta construcción
latina, prefiere recurrir al lenguaje popular, rico de imágenes
fácilmente comprensibles. De este modo, por ejemplo, tomando pie del
mar, pone en relación por una parte la pesca natural de peces que,
echados a la orilla, mueren; y por otra, la predicación evangélica,
gracias a la cual los hombres son salvados de las aguas enfangadas de la
muerte, e introducidos en la verdadera vida (Cf. Tract. XVI,3:
«Scrittori dell'area santambrosiana» 3/2, p. 106).
Desde el punto de vista del buen pastor, en un período borrascoso
como el suyo, flagelado por los saqueos de los bárbaros, sabe ponerse
siempre al lado de los fieles para alentarles y para abrir su espíritu a
la confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.
Recogemos, al final, como conclusión de estas reflexiones, una
exhortación de Cromacio que todavía hoy sigue siendo válida:
«Invoquemos
al Señor con todo el corazón y con toda la fe --recomienda el obispo de Aquileya en un Sermón--, pidámosle que nos libere de toda incursión de
los enemigos, de todo temor de los adversarios. Que no tenga en cuenta
nuestros méritos, sino su misericordia, él que también en el pasado se
dignó liberar a los hijos de Israel no por sus méritos, sino por su
misericordia. Que nos proteja con su acostumbrado amor misericordioso, y
que actúe a través de nosotros lo que dijo san Moisés a los hijos de
Israel: "El Señor peleará en vuestra defensa y vosotros quedaréis en
silencio". Quien pelea es Él y es Él quien vence... Y para que se digne
hacerlo tenemos que rezar lo más posible. Él mismo dice por labios del
profeta: "Invócame en el día de la tribulación; yo te liberaré y tú me
glorificarás"» (Sermo XVI,4: «Scrittori dell'area santambrosiana»
3/1, pp. 100-102).
De este modo, precisamente al inicio del Adviento, san Cromacio nos
recuerda que el Adviento es tiempo de oración, en el que es necesario
entrar en contacto con Dios. Dios nos conoce, me conoce, conoce a cada
uno de nosotros, me ama, no me abandona. Sigamos adelante con esta
confianza en el tiempo litúrgico recién comenzado.
(catequesis
pronunciada el miércoles 12 de diciembre de 2007 por Benedicto
XVI a los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
El padre de la Iglesia que presentamos hoy es san Paulino de Nola. De
la época de san Agustín, con quien estuvo unido por una intensa amistad,
Paulino ejerció su ministerio en Campania, en Nola, donde fue monje, y
luego presbítero y obispo. Ahora bien, era originario de Aquitania, en
el sur de Francia, más en concreto de Burdeos, donde nació en el seno de
una familia de alta alcurnia. Allí recibió una fina educación literaria,
teniendo por maestro al poeta Ausonio. Se alejó de su tierra en una
primera ocasión para seguir su precoz carrera política. Siendo todavía
joven, desempeñó el papel de gobernador de Campania. En este cargo
público destacó por su sabiduría y mansedumbre. En este período la
gracia hizo germinar en su corazón la semilla de la conversión. La
chispa surgió de la fe sencilla e intensa con la que el pueblo honraba
la tumba de un santo, el mártir Félix, en el santuario de la actual
Cimitile. Como responsable público, Paulino se preocupó por este
santuario e hizo construir un hospicio para los pobres y un camino para
hacer más fácil el acceso de los numerosos peregrinos.
Mientras se dedicaba a construir la ciudad terrena descubría el
camino hacia la ciudad celestial. El encuentro con Cristo fue el punto
de llegada después de un camino arduo, sembrado de pruebas.
Circunstancias dolorosas, comenzando por la pérdida del favor de la
autoridad política, le hicieron tocar con la mano la caducidad de lo
terrenal. Tras descubrir la fe, escribirá: «El hombre sin Cristo es
polvo y sombra» (Carmen X, 289). Buscando el sentido de la
existencia, viajó a Milán para aprender de san Ambrosio. Después
completó la formación cristiana en su tierra natal, donde recibió el
bautismo de manos del obispo Delfín, de Burdeos. En su camino de fe
aparece también el matrimonio. Se casó con Teresa, una mujer noble de
Barcelona, con quien tuvo un hijo. Hubiera seguido siendo un buen laico
cristiano, si la muerte del niño a los pocos días no le hubiera sacudido
interiormente, mostrándole que Dios tenía otro designio para su vida. Se
sintió llamado a entregarse a Cristo en una rigurosa vida ascética.
En pleno acuerdo con su mujer, Teresa, vendió sus bienes para ayudar
a los pobres y, junto con ella, dejó Aquitania para ir a vivir a Nola,
junto a la basílica del protector san Félix en casta fraternidad, según
una forma de vida a la que otros se unieron. El ritmo era típicamente
monástico, pero Paulino, que fue ordenado presbítero en Barcelona,
comenzó a ejercer también el ministerio sacerdotal con los peregrinos.
Esto le atrajo la simpatía y la confianza de la comunidad cristiana
que, al morir el obispo, hacia el año 409, le eligió como sucesor en la
cátedra de Nola. Su acción pastoral se intensificó, caracterizándose por
una atención por los pobres. Dejó la imagen de un auténtico pastor de la
caridad como lo describió san Gregorio Magno en el capítulo III de sus
Diálogos, en donde Paulino es retratado en el heroico gesto de
ofrecerse como prisionero en lugar del hijo de una viuda. El episodio es
discutido históricamente, pero queda la figura de un obispo de gran
corazón, que supo estar junto a su pueblo en las tristes contingencias
de las invasiones de los bárbaros.
La conversión de Paulino impresionó a sus contemporáneos. Su maestro,
Ausonio, poeta pagano, se sintió «traicionado», y le dirigió palabras
duras, reprendiéndole por su «desprecio», considerado irrazonable, de
los bienes materiales, y por abandonar su vocación de escritor. Paulino
replicó que su ayuda a los pobres no significaba desprecio por los
bienes terrenales, sino más bien valorarlos con el fin más elevado de la
caridad. Por lo que se refiere a sus capacidad literaria, Paulino no
había abandonado el talento poético, que seguiría cultivando, sino las
fórmulas poéticas inspiradas en la mitología y en los ideales paganos.
Una nueva ascética regía su sensibilidad: era la belleza del Dios
encarnado, crucificado y resucitado de quien ahora se había convertido
en trovador. En realidad, no había dejado la poesía, sino que pasaba a
buscar inspiración en al Evangelio, como dice en este verso:
«Para mí el
único arte es la fe, y Cristo mi poesía» («At nobis ars una fides, et
musica Christus»: Carme XX, 32).
Sus poemas son cantos de fe y de amor, en los que la historia diaria
de los pequeños y grandes acontecimientos es vista como historia de
salvación, como historia de Dios con nosotros. Muchas de estas
composiciones, los así llamados «Cármenes de Navidad», están ligados a
la fiesta anual del mártir Félix, a quien había escogido como patrono
celestial. Recordando a san Félix, quería glorificar al mismo Cristo,
convencido de que la intercesión del santo le había alcanzado la gracia
de la conversión: «En tu luz, glorioso, he amado a Cristo» (Carmen
XXI, 373). Expresó este mismo concepto ampliando el espacio del
santuario con una nueva basílica, que decoró de manera que las pinturas,
ilustradas con explicaciones adecuadas, se convirtieran para los
peregrinos en una catequesis visual. De este modo explicaba su proyecto
en un carmen, dedicado a otro gran catequista, san Niceto de Remesiana,
mientras le acompañaba en una visita a sus basílicas: «Ahora quiero que
contemples la larga serie de pinturas de las paredes de los pórticos...
Nos ha parecido útil representar con la pintura argumentos sagrados en
toda la casa de Félix, con la esperanza de que, al ver estas imágenes,
la figura dibujada suscite el interés de las mentes sorprendidas de los
campesinos» (Carmen XXVII, versículos 511.580-583). Todavía hoy
se pueden admirar aquellos vestigios que hacen del santo de Nola una de
las figuras de referencia de la arqueología cristiana.
En el cenobio de Cimitile, la vida discurría en pobreza, oración y
totalmente sumergida en la lectio divina. La Escritura leída,
meditada, asimilada, era el rayo de luz a través del cual el santo de
Nola escrutaba su alma en su búsqueda de la perfección. A quien se
sorprendía por la decisión de abandonar los bienes materiales, le
recordaba que este gesto no representaba ni muchos menos la plena
conversión: «Abandonar o vender los bienes temporales poseídos en este
mundo no significa el cumplimiento, sino sólo el inicio de la carrera en
el estadio; no es, por así decir, la meta, sino sólo la salida. El
atleta no gana cuando se quita los vestidos, pues los deja a un lado
para poder comenzar a luchar. Sólo recibe la corona de vencedor después
de haber combatido como se debe» (Cf. Epístola XXIV, 7 a Sulpicio
Severo).
Junto a la ascesis y a la Palabra de Dios, la caridad: en la
comunidad monástica los pobres se sentían en su casa. Paulino no se
limitaba a darles limosna: les acogía como si fuera el mismo Cristo. Les
reservaba un ala del monasterio y, de este modo, no tenía la impresión
de dar, sino de recibir, en el intercambio de dones entre la acogida
ofrecida y la gratitud hecha oración de aquellos a quienes ayudaba.
Llamaba a los pobres sus «dueños» (Cf. Epístola XIII, 11 a
Pamaquio) y, al observar que se alojaban en el piso inferior, les decía
que su oración desempeñaba la función de los cimientos de su casa (Cf.
Carmen XXI, 393-394).
San Paulino no escribió tratados de teología, sino que sus cármenes y
su denso epistolario están llenos de una teología vivida, penetrada por
la Palabra de Dios, escrutada constantemente como luz para la vida. En
particular, expresa el sentido de la Iglesia como misterio de unidad.
Vivía la comunión sobre todo a través de una profunda práctica de la
amistad espiritual. En este sentido, Paulino fue un verdadero maestro,
haciendo de su vida un cruce de caminos de espíritus elegidos: de Martín
de Tours a Jerónimo, de Ambrosio a Agustín, de Delfín de Burdeos a
Niceto de Remesiana, de Vitricio de Rouen a Rufino de Aquileya, de
Pamaquio a Sulpicio Severo, y muchos más, ya sean conocidos o no. En
este clima nacen las intensas páginas que dirigió a Agustín.
Independientemente de los contenidos de las diferentes cartas,
impresiona el ardor con el que el santo de Nola canta la amistad misma,
como manifestación del único cuerpo de Cristo animado por el Espíritu
Santo.
Este es un significativo pasaje de los inicios de la correspondencia
entre los dos amigos: «No hay que sorprenderse si nosotros, a pesar de
la lejanía, estamos juntos y sin habernos conocido nos conocemos, pues
somos miembros de un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza, hemos quedado
inundados por una sola gracia, vivimos de un solo pan, caminamos por un
camino único, vivimos en la misma casa» (Epístola 6, 2). Como
puede verse, se trata de una bellísima descripción de lo que significa
ser cristianos, ser Cuerpo de Cristo, vivir en la comunión de la
Iglesia. La teología en nuestro tiempo ha encontrado precisamente en el
concepto de comunión la clave para afrontar el misterio de la Iglesia.
El testimonio de san Paulino de Nola nos ayuda a experimentar la Iglesia
tal y como la presenta el Concilio Vaticano II: sacramento de la íntima
unión con Dios y de este modo de la unidad de todos nosotros y por
último de todo el género humano (Cf. Lumen gentium, 1). Con esta
perspectiva os deseo a todos vosotros un feliz tiempo de Adviento.
(homilía
pronunciada el miércoles 20 de julio de 1980 por Juan Pablo II a los peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas:
Puesto
que estamos celebrando la Santa Misa (Domingo XVI-C), debemos
tomar de la liturgia de la Palabra la enseñanza adecuada para
nuestra vida. Acabamos de leer en el Evangelio según San Lucas
el episodio de la hospitalidad concedida a Jesús por Marta y
María (Lc 10,38-42). Estas dos hermanas, en la historia de la
espiritualidad cristiana, se han considerado como figuras
emblemáticas relacionadas, respectivamente, con la acción y la
contemplación: Marta está muy ocupada en las tareas de la casa,
mientras que María está sentada a los pies de Jesús para
escuchar su palabra. Podemos sacar dos lecciones de este texto
evangélico.
Ante
todo, hay que notar la frase final de Jesús:
«María ha elegido
la parte mejor, que no le será quitada». De esta manera subraya,
con fuerza, el valor fundamental e insustituible que, para
nuestra existencia, tiene la escucha de la Palabra de Dios: ésta
debe ser nuestro constante punto de referencia, nuestra luz y
nuestra fuerza. Pero hay que escucharla.
Hay que
saber estar en silencio, crear espacios de soledad o, mejor, de
encuentro reservado a una intimidad con el Señor. Hay que saber
contemplar. El hombre de hoy siente mucho la necesidad de no
limitarse a las meras preocupaciones materiales, e integrar, en
cambio, su propia cultura técnica con superiores y
desintoxicantes aportaciones procedentes del mundo del espíritu.
Desgraciadamente, nuestra vida diaria corre el riesgo o incluso
experimenta casos, más o menos difundidos, de contaminación
interior. Pero el contacto de fe con la Palabra del Señor nos
purifica, nos eleva y nos vuelve a dar energía.
Por
tanto, tenemos que conservar siempre ante los ojos del corazón
el misterio del amor, con que Dios ha venido a nuestro encuentro
en su Hijo, Jesucristo: el objeto de nuestra contemplación está
todo aquí, y de aquí procede nuestra salvación, el rescate de
toda forma de alienación y, sobre todo, de la del pecado. En
resumidas cuentas, estamos invitados a hacer como la otra María,
la Madre de Jesús, la cual «guardaba todas estas cosas
meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Con esta condición no
seremos hombres en una sola dimensión, sino ricos de la misma
grandeza de Dios.
Pero hay
una segunda lección que aprender: y es que nunca debemos ver un
contraste entre la acción y la contemplación. En efecto, leemos
en el Evangelio que fue «Marta», y no María, quien acogió a
Jesús «en su casa». Por otra parte, la primera lectura de hoy (Gén
18,1-10) nos sugiere la armonía entre las dos cosas: el episodio
de la hospitalidad concedida por Abrahán a los tres misteriosos
personajes enviados por el Señor, los cuales, según una antigua
interpretación, son incluso una imagen de la Santa Trinidad, nos
enseña que también con nuestros trabajos diarios más pequeños
podemos servir al Señor y estar en contacto con Él. Y, puesto
que este año se celebra el decimoquinto centenario del
nacimiento de San Benito, recordamos su célebre máxima:
«Reza y
trabaja», Ora et labora! Estas palabras contienen un programa
entero: no de oposición, sino de síntesis; no de contraste, sino
de fusión entre dos elementos igualmente importantes.
Esto trae
consigo para nosotros una enseñanza muy concreta que se puede
expresar en manera de interrogación: ¿hasta qué punto somos
capaces de ver en la contemplación y en la oración un momento de
auténtica carga para nuestras tareas diarias? Y, por otra parte:
¿hasta qué punto podemos vivificar, hasta lo íntimo, nuestro
trabajo con una fermentadora comunión con el Señor? Estas
preguntas pueden servir para un examen de conciencia y
convertirse en estímulo para una toma de conciencia de nuestra
vida de cada día, que sea, al mismo tiempo, más contemplativa y
más activa.
Mientras
ahora seguimos la celebración de la Santa Misa, ofrecemos al
Señor estos nuestros propósitos, y sobre todo invocamos su
potente gracia para que nos ayude a traducirlos en realidad
vivida
(homilía
pronunciada el miércoles 5 de agosto de 2009 por Benedicto XVI a los peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy
quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars
subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo
también para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente
diferente de aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos
marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales
fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su
nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto
de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de
su existencia terrena, fue al encuentro del Padre celestial para
recibir en herencia el reino preparado desde la creación del
mundo para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25,
34). ¡Qué gran fiesta debió de haber en el paraíso al llegar un
pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle reservado la
multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su
obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario
como punto de partida para la convocatoria del Año sacerdotal
que, como es sabido, tiene por tema: "Fidelidad de Cristo,
fidelidad del sacerdote". De la santidad depende la credibilidad
del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión
de todo sacerdote.
Juan María Vianney nació en la
pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de
una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en
humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de
esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de
su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a
apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete
años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las
oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba
del sentido religioso que se respiraba en su casa.
Los biógrafos refieren que, desde los
primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad
de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su
corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil
realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no
pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de
prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus
límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el
horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente
singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y,
el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29
años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y
muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el
sueño de su vida.
El santo cura de Ars manifestó
siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba:
"¡Oh, qué cosa tan grande es el
sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo... Si se
entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor"
(Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño
había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote, querría
conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p.
1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como
extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea
perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su
ministerio que se convirtió, también de un modo visible y
reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen
Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus
ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida
en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una
catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular
cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración
ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.
El centro de toda su vida era, por
consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con
devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta
extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las
confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia
reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado
sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo:
"A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos" (Jn 20, 23).
Así pues, san Juan María Vianney se
distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro
espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar
al confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada,
intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos
persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y
la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una
íntima exigencia de la Presencia eucarística.
Los métodos pastorales de san Juan
María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales
condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría
imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad
que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la
persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo
de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a
cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue
su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado;
fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la
divina Providencia.
Logró tocar el corazón de la gente no
gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un
esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas,
incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía
íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado"
de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el
amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado
y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los
cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.
Su testimonio nos recuerda, queridos
hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor razón
para el sacerdote, la Eucaristía "no es
simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo
entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una
transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par
en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros"
(Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).
Así pues, lejos de reducir la figura
de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable, de
la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al
contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que
distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia
posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura
del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los
sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en
los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo
kilómetros durante la noche para participar en la santa misa.
Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y
fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el
racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía
satisfacer las auténticas necesidades del hombre y, por lo
tanto, en definitiva no se podía vivir.
Queridos hermanos y hermanas, a los
150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la
sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez
resultan todavía más complejos. Si entonces existía la
"dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos
ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas
parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre
de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y
constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue
inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y
pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas,
transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo
mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser
humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo
científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre
"que mendiga significado y realización" busca continuamente
respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja
de plantearse.
Tenían muy presente esta "sed de
verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres del
concilio ecuménico Vaticano II cuando afirmaron que corresponde
a los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una
auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los
hombres el camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica
maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no
creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para
los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate
espiritual" .
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo
cura de Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el
sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que
es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de
Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta
amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de
las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo
así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual
a las comunidades que el Señor le confía.
Oremos para que, por intercesión de
san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de
santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de
sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta
intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como
Virgen de las Nieves.
Benedicto XVI en el I centenario del nacimiento de la
beata (26-XII-2010)
Nacida en
Albania en 1910. De sí misma decía: «De
sangre soy albanesa. De ciudadanía, India. En lo referente a la fe, soy
una monja Católica. Por mi vocación, pertenezco al mundo. En lo que se
refiere a mi corazón, pertenezco totalmente al Corazón de Jesús».
. Fundadora de las “Misioneras de la Caridad” ha dedicado toda su
vida al servicio de los pobres entre los pobres. Pobres con hambre de
pan y pobres con hambre de Dios. En efecto, el Señor la eligió “para
anunciar el Evangelio a todo el mundo, no con la predicación sino con
gestos diarios de amor a los más pobres. Misionera con el lenguaje más
universal: el de la caridad sin límites ni exclusiones, sin
preferencias, salvo por los más abandonados”.
Era un
ejemplo de misionariedad: “La existencia religiosa de Madre Teresa es
profunda y totalmente misionera. Su llamada a la misión la ha llevado a
dejar su patria para ir a una Nación que tenía necesidad de abrirse a
Cristo. No contenta con todo lo que daba, acogió otra llamada en la
llamada, una voz que le pedía dar todavía más, donar todo su ser a los
más pobres entre los pobres.
Es una
llamada a una misión difícil y peligrosa, pero la fuerza de la pequeña y
débil misionera es toda de Dios, centrada en Jesucristo y movida por un
profundo amor sin límites para quienes eran sin amor ni esperanza” (S.E.
Card. Crescenzio Sepe, ex Prefecto de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos).
Su secreto
para sacar las fuerzas necesarias para hacer tanto bien: la oración y la
contemplación silenciosa de Jesucristo. Ella misma decía: "El fruto del
silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la
fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio
es la paz". Es decir, contemplación y acción, evangelización y promoción
humana.
“Teresa de
Calcuta fue realmente madre. Madre de los pobres, madre de los niños.
Madre de tantas muchachas y de tantos jóvenes que la tuvieron como guía
espiritual y compartieron su misión” (S.S. Juan Pablo II, 20 de Octubre
de 2003)
Solía decir:
"Si oís que una mujer no quiere tener a su hijo y desea abortar, tratad
de convencerla de que me traiga a ese niño. Yo lo amaré, viendo en él el
signo del amor de Dios".
Benedicto
XVI la calificó como “reflejo del Amor de Dios” y dijo lo siguiente en
el centenario de su nacimiento:
Queridos
amigos:
Me alegra
estar hoy con vosotros y dirijo mi cordial saludo a la reverenda madre
general de las Misioneras de la Caridad, a los sacerdotes, a las
religiosas, a los hermanos contemplativos y a todos vosotros aquí
presentes para vivir juntos este momento fraterno.
La luz del
Nacimiento del Señor llena nuestro corazón de la alegría y de la paz que
anunciaron los ángeles a los pastores de Belén: «Gloria a Dios en el
cielo y paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14). El Niño que vemos en
la cueva es Dios mismo que se ha hecho hombre para mostrarnos cuánto nos
quiere, cuánto nos ama: Dios se ha hecho uno de nosotros, para acercarse
a cada uno, para vencer el mal, para liberarnos del pecado, para darnos
esperanza, para decirnos que nunca estamos solos. Siempre podemos acudir
a él, sin miedo, llamándolo Padre, con la seguridad de que en todo
momento, en toda situación de la vida, incluso en las más difíciles, él
no nos olvida. Debemos decirnos con mayor frecuencia: Sí, Dios cuida de
mí, me ama, Jesús ha nacido también para mí; siempre debo tener
confianza en él.
Queridos
hermanos y hermanas, dejemos que la luz del Niño Jesús, del Hijo de Dios
hecho hombre ilumine nuestra vida para transformarla en luz, como vemos
de modo especial en la vida de los santos. Pienso en el testimonio de la
beata Teresa de Calcuta, un reflejo de la luz del amor de Dios. Celebrar
el centenario de su nacimiento es motivo de gratitud y de reflexión para
un renovado y gozoso compromiso al servicio del Señor y de los hermanos,
especialmente de los más necesitados. El Señor mismo, como sabemos,
quiso pasar necesidad. Queridas hermanas, queridos sacerdotes y
hermanos, queridos amigos del personal, la caridad es la fuerza que
cambia el mundo, porque Dios es amor (cf. 1 Jn 4,7-9).
La beata
Teresa de Calcuta vivió la caridad con todos sin distinción, pero con
preferencia por los más pobres y abandonados: un signo luminoso de la
paternidad y de la bondad de Dios. Supo reconocer en cada uno el rostro
de Cristo, al que amaba con todo su ser: al Cristo que adoraba y recibía
en la Eucaristía seguía encontrándolo por los caminos y las calles de la
ciudad, convirtiéndose en «imagen» viva de Jesús que derrama sobre las
heridas del hombre la gracia del amor misericordioso. La respuesta a
quien se pregunta por qué la madre Teresa se hizo tan famosa es
sencilla: porque vivió de modo humilde y oculto, por amor y en el amor
de Dios. Ella misma afirmaba que su premio más grande era amar a Jesús y
servirlo en los pobres. Su figura pequeña, con las manos juntas o
mientras acariciaba a un enfermo, un leproso, un moribundo, un niño, es
el signo visible de una vida transformada por Dios. En la noche del
dolor humano hizo brillar la luz del Amor divino y ayudó a muchos
corazones a encontrar la paz que sólo Dios puede dar.
Demos
gracias al Señor porque en la beata Teresa de Calcuta todos hemos visto
cómo puede cambiar nuestra vida cuando se encuentra con Jesús; puede
llegar a ser para los demás reflejo de la luz de Dios. A muchos hombres
y mujeres, en situaciones de miseria y sufrimiento, ella les dio el
consuelo y la certeza de que Dios no abandona nunca a nadie. Su misión
sigue a través de aquellos que, aquí como en otras partes del mundo,
viven su carisma de Misioneros y Misioneras de la Caridad. Es grande
nuestra gratitud, queridas hermanas, queridos hermanos, por vuestra
presencia humilde, discreta, oculta a los ojos de los hombres, pero
extraordinaria y preciosa para el corazón de Dios. Al hombre, que a
menudo busca felicidades ilusorias, vuestro testimonio de vida le
muestra dónde se encuentra la verdadera alegría: en compartir, en dar,
en amar con la misma gratuidad de Dios que rompe la lógica del egoísmo
humano.
Queridos
amigos, sabed que el Papa os ama, os lleva en su corazón, os estrecha en
un abrazo paterno y reza por vosotros. ¡Muchas felicidades! Gracias por
haber querido compartir la alegría de estos días de fiesta. Invoco la
protección materna de la Sagrada Familia de Nazaret, que hoy celebramos
-Jesús, María y José-, y os bendigo a todos vosotros y a vuestros seres
queridos.
(catequesis pronunciada
el miércoles 20 de agosto de 2006 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
El calendario cita hoy, entre los santos del día, a san Bernardo
de Claraval, gran doctor de la Iglesia, que vivió entre los
siglos XI y XII (1091-1153). Su ejemplo y sus enseñanzas
resultan muy útiles también en nuestro tiempo. Habiéndose
retirado del mundo tras un período de intensa agitación
interior, fue elegido abad del monasterio cisterciense de
Claraval a la edad de 25 años, y lo dirigió durante 38 años,
hasta su muerte.
La vida de silencio y contemplación no le impidió realizar una
intensa actividad apostólica. También fue ejemplar por el gran
empeño con que luchó por dominar su temperamento impetuoso, así
como por la humildad con la que supo reconocer sus límites y sus
fallos.
La riqueza y el valor de su teología no se deben tanto al hecho
de que abrió nuevos caminos, sino más bien a que logró presentar
las verdades de la fe con un estilo tan claro e incisivo que
fascinaba a quienes lo escuchaban y disponía el espíritu al
recogimiento y a la oración. En cada uno de sus escritos se
percibe el eco de una rica experiencia interior, que lograba
comunicar a los demás con una sorprendente capacidad de
persuasión.
Para él la fuerza más grande de la vida espiritual es el amor.
Dios, que es Amor, crea al hombre por amor y por amor lo
rescata; la salvación de todos los seres humanos, heridos
mortalmente por la culpa original y abrumados por los pecados
personales, consiste en adherirse firmemente a la caridad
divina, que se nos reveló plenamente en Cristo crucificado y
resucitado. En su amor Dios sana nuestra voluntad y nuestra
inteligencia enfermas, elevándolas al grado más alto de unión
con él, es decir, a la santidad y a la unión mística. San
Bernardo habla de esto, entre otras cosas, en su breve pero
denso «Liber de diligendo Deo». Tiene también otro
escrito que quisiera señalar, el «De consideratione»,
dirigido al Papa Eugenio III. El tema dominante de este libro,
muy personal, es la importancia del recogimiento interior -y lo
dice al Papa-, elemento esencial de la piedad. El santo afirma
que es necesario evitar los peligros de una actividad excesiva,
independientemente de la condición y el oficio que se desempeña,
pues -así dice al Papa de ese tiempo, a todos los Papas, y a
todos nosotros- las muchas ocupaciones llevan con frecuencia a
la «dureza del corazón», «no son más que sufrimiento para el
espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia» (II,
3).
Esta advertencia vale para todo tipo de ocupaciones, incluidas
las inherentes al gobierno de la Iglesia. El mensaje que, en
este sentido, san Bernardo dirige al Pontífice, que había sido
su discípulo en Claraval, es provocador: «Mira
-escribe- a dónde te pueden arrastrar estas malditas
ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas..., sin dejar nada
de ti para ti mismo» (ib.). ¡Cuán útil es también para
nosotros esta advertencia sobre la primacía de la oración y de
la contemplación! Que san Bernardo, quien supo armonizar la
aspiración del monje a la soledad y a la tranquilidad del
claustro con la urgencia de misiones importantes y complejas al
servicio de la Iglesia, nos ayude a hacerla realidad en nuestra
existencia.
Encomendemos este difícil deseo de encontrar el equilibrio entre
la interioridad y el trabajo necesario a la intercesión de la
Virgen, a quien desde niño amó con tierna y filial devoción,
hasta el punto de que mereció el título de «doctor mariano».
Invoquémosla para que alcance el don de la paz auténtica y
duradera para el mundo entero. San Bernardo, en un famoso
discurso, compara a María con la estrella a la que los
navegantes miran para no perder la ruta: «En el oleaje de las
vicisitudes de este mundo, cuando en vez de caminar por tierra
tienes la impresión de ser zarandeado entre las marolas y las
tempestades, no quites los ojos del resplandor de esta estrella,
si no quieres que te traguen las olas... Mira a la estrella,
invoca a María... Si la sigues a ella, no te equivocarás de
camino. Si ella te protege, no tendrás miedo; si ella te guía,
no te cansarás; si ella te es propicia, llegarás a la meta» (Homilia
super Missus est, II, 17).
(catequesis pronunciada
el miércoles 25 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero presentar la figura de uno de los grandes Padres de la Iglesia de
Oriente del período tardío. Se trata de un monje, san Máximo, al que la
tradición cristiana le otorgó el título de Confesor por la intrépida
valentía con que supo testimoniar —"confesar"—, incluso con el sufrimiento, la
integridad de su fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Salvador
del mundo.
San Máximo nació en Palestina, la tierra del Señor, en torno al año 580. Desde
su adolescencia se orientó a la vida monástica y al estudio de las Escrituras,
en parte a través de las obras de Orígenes, el gran maestro que ya en el siglo
III había "consolidado" la tradición exegética alejandrina.
De Jerusalén se trasladó a Constantinopla y de allí, a causa de las invasiones
bárbaras, se refugió en África, donde se distinguió por su gran valentía en la
defensa de la ortodoxia. San Máximo no aceptaba ninguna disminución de la
humanidad de Cristo. Había surgido la teoría según la cual Cristo sólo tenía una
voluntad, la divina. Para defender la unicidad de su persona, negaban que
tuviera una auténtica voluntad humana. Y, a primera vista, podía parecer algo
bueno que Cristo tuviera una sola voluntad. Pero san Máximo comprendió
inmediatamente que esto destruía el misterio de la salvación, pues una humanidad
sin voluntad, un hombre sin voluntad no es verdadero hombre, es un hombre
amputado.
Por tanto, según esa teoría, el hombre Jesucristo no habría sido verdadero
hombre, no habría vivido el drama del ser humano, que consiste precisamente en
la dificultad para conformar nuestra voluntad con la verdad del ser. Así, san
Máximo afirma con gran decisión: la sagrada Escritura no
nos muestra a un hombre amputado, sin voluntad, sino a un verdadero hombre, a un
hombre completo: Dios, en Jesucristo, asumió realmente la totalidad del ser
humano —obviamente, excepto el pecado—; por tanto, también una voluntad humana.
Dicho de esta forma resulta claro: Cristo, o es hombre o no lo es. Si es hombre,
también tiene voluntad. Pero entonces surge el problema: ¿no se cae así en una
especie de dualismo? ¿No se acaba afirmando dos personalidades completas: razón,
voluntad y sentimiento? ¿Cómo superar el dualismo, conservar la integridad del
ser humano y, sin embargo, defender la unidad de la persona de Cristo, que no
era esquizofrénico? San Máximo demuestra que el hombre no encuentra su unidad,
su integración, su totalidad en sí mismo, sino superándose a sí mismo, saliendo
de sí mismo. De este modo, también en Cristo, saliendo de sí mismo, el hombre se
encuentra a sí mismo en Dios, en el Hijo de Dios.
No se debe amputar al hombre para explicar la Encarnación; basta comprender el
dinamismo del ser humano, que sólo se realiza saliendo de sí mismo. Sólo en Dios
nos encontramos a nosotros mismos; sólo en él encontramos nuestra totalidad e
integridad. Así se ve que el hombre que se encierra en sí mismo no está
completo; por el contrario, el hombre que se abre, que sale de sí mismo, es un
hombre completo y precisamente en el Hijo de Dios se encuentra a sí mismo,
encuentra su verdadera humanidad.
Para san Máximo esta concepción no es una especulación filosófica; la ve
realizada en la vida concreta de Jesús, sobre todo en el drama de Getsemaní. En
este drama de la agonía de Jesús, en la angustia de la muerte, de la oposición
entre la voluntad humana de no morir y la voluntad divina, que se ofrece a la
muerte, en este drama de Getsemaní se realiza todo el drama humano, el drama de
nuestra redención. San Máximo nos dice, y sabemos que es verdad: Adán —y Adán
somos nosotros— creía que el "no" era el culmen de la libertad. Sólo sería
realmente libre quien puede decir "no"; para realizar realmente su libertad, el
hombre debe decir "no" a Dios; sólo así cree que es él mismo, que ha llegado al
culmen de la libertad. La naturaleza humana de Cristo también llevaba en sí esta
tendencia, pero la superó, pues Jesús comprendió que el "no" no es el grado
máximo de la libertad humana.
El grado máximo de la libertad es el "sí", la conformidad con la voluntad de
Dios. El hombre sólo llega a ser realmente él mismo en el "sí"; el hombre sólo
llega a estar inmensamente abierto, sólo llega a ser "divino" en la gran
apertura del "sí", en la unificación de su voluntad con la voluntad divina. Adán
deseaba ser como Dios, es decir, ser completamente libre. Pero el hombre que se
encierra en sí mismo no es divino, no es completamente libre; lo es si sale de
sí; en el "sí" llega a ser libre. Este es el drama de Getsemaní: no se haga mi
voluntad, sino la tuya. Cambiando la voluntad humana por la voluntad divina nace
el verdadero hombre; así somos redimidos. Este era, en síntesis, el punto
principal del pensamiento de san Máximo y vemos que en él está en juego todo el
ser humano; está en juego toda nuestra vida.
San Máximo ya tenía problemas en África por defender esta concepción del hombre
y de Dios; y fue llamado a Roma. En el año 649 participó en el concilio de
Letrán, convocado por el Papa Martín I, para defender las dos voluntades de
Cristo contra el edicto del emperador, que por el bien de la paz prohibía
discutir esta cuestión. El Papa Martín I tuvo que pagar un precio muy alto por
su valentía: aunque estaba enfermo, fue arrestado y llevado a Constantinopla.
Procesado y condenado a muerte, se le conmutó la pena por el destierro
definitivo en Crimea, donde falleció el 16 de septiembre del año 655, tras dos
largos años de humillaciones y tormentos.
Poco tiempo después, en el año 662, le tocó el turno a san Máximo, el cual,
también oponiéndose al emperador, seguía repitiendo: "Es
imposible afirmar que Cristo tenía una sola voluntad" (cf. PG 91,
cc. 268-269). Así, junto con dos de sus discípulos, ambos llamados Anastasio,
san Máximo fue sometido a un proceso agotador, a pesar de que ya tenía más de
ochenta años de edad. El tribunal del emperador le condenó, con la acusación de
herejía, a la cruel mutilación de la lengua y de la mano derecha, los dos
órganos mediante los cuales, a través de la palabra y los escritos, san Máximo
había combatido la doctrina errónea de la voluntad única de Cristo. Por último,
el santo monje, así mutilado, fue desterrado a la Cólquida, en el mar Negro,
donde murió, agotado por los sufrimientos padecidos, a los 82 años, el 13 de
agosto del año 662.
Al hablar de la vida de san Máximo, hemos mencionado su obra literaria en
defensa de la ortodoxia. En particular, nos referimos a la Disputa con Pirro,
que había sido patriarca de Constantinopla; en ella logró persuadir a su
adversario de sus errores. En efecto, con gran honradez, Pirro concluyó así la
Disputa: "Pido perdón para mí y para quienes me han
precedido: por ignorancia llegamos a estos absurdos pensamientos y
argumentaciones; y pido que se encuentre la manera de cancelar estas
absurdidades, salvando el recuerdo de quienes se han equivocado" (PG
91, c. 352).
Además, nos han llegado varias decenas de obras importantes, entre las que
destaca la Mystagogia, uno de los escritos más significativos de san
Máximo, que recoge su pensamiento teológico con una síntesis bien estructurada.
El pensamiento de san Máximo nunca es sólo teológico, especulativo, encerrado en
sí mismo, pues siempre desemboca en la realidad concreta del mundo y de la
salvación. En este contexto, en el que tuvo que sufrir, no podía evadirse con
afirmaciones filosóficas sólo teóricas; debía buscar el sentido de la vida,
preguntándose: ¿quién soy?, ¿qué es el mundo? Al hombre, creado a su imagen y
semejanza, Dios le ha encomendado la misión de unificar el cosmos. Y como Cristo
unificó en sí mismo al ser humano, el Creador ha unificado el cosmos en el
hombre. Nos ha mostrado cómo unificar el cosmos en la comunión de Cristo,
llegando así realmente a un mundo redimido.
A esta profunda visión salvífica se refiere uno de los teólogos más destacados
del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, quien, "relanzando" la figura de san
Máximo, define su pensamiento con la incisiva expresión"liturgia
cósmica" (Kosmische Liturgie). En el centro de esta solemne "liturgia"
siempre está Jesucristo, único Salvador del mundo. La eficacia de su acción
salvífica, que unificó definitivamente el cosmos, está garantizada por el hecho
de que él, aun siendo Dios en todo, también es íntegramente hombre, incluyendo
la "energía" y la voluntad del hombre.
La vida y el pensamiento de san Máximo quedan fuertemente iluminados por su
inmensa valentía para testimoniar la realidad íntegra de Cristo, sin
disminuciones ni componendas. Así queda claro quién es realmente el hombre y
cómo debemos vivir para responder a nuestra vocación. Debemos vivir unidos a
Dios, para estar así unidos a nosotros mismos y al cosmos, dando al cosmos mismo
y a la humanidad su justa forma. El "sí" universal de Cristo también nos muestra
claramente dónde situar adecuadamente todos los demás valores. Pensemos en
valores que justamente se defienden hoy, como la tolerancia, la libertad y el
diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien del mal sería
caótica y auto-destructiva. Del mismo modo, una libertad que no respete la
libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras libertades
respectivas, sería anárquica y destruiría la autoridad. El diálogo que ya no
sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.
Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero sólo pueden ser verdaderos
si tienen un punto de referencia que los une y les confiere la verdadera
autenticidad. Este punto de referencia es la síntesis entre Dios y el cosmos, es
la figura de Cristo en la que aprendemos la verdad sobre nosotros mismos, así
como el lugar donde se han de situar todos los demás valores, por haber
descubierto su auténtico significado. Jesucristo es el punto de referencia que
ilumina todos los demás valores. Este es el punto de llegada del testimonio de
este gran Confesor. Así, al final, Cristo nos indica que el cosmos debe llegar a
ser liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el inicio de la verdadera
transformación, de la verdadera renovación del mundo.
Por eso, quiero concluir con un pasaje fundamental de las obras de san Máximo:
"Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre y el
Espíritu Santo, como antes de los siglos, ahora y en todos los siglos, y por los
siglos de los siglos. ¡Amén" (PG 91, c. 269).
(catequesis
pronunciada el miércoles 18 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y
hermanas:
Hoy voy a hablar de san Isidoro de Sevilla. Era hermano menor de san Leandro,
obispo de Sevilla, y gran amigo del Papa san Gregorio Magno. Este detalle es
importante, pues permite tener presente un dato cultural y espiritual
indispensable para comprender la personalidad de san Isidoro. En efecto, san
Isidoro debe mucho a san Leandro, persona muy exigente, estudiosa y austera, que
había creado en torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por
las exigencias ascéticas propias de un monje y por el ritmo de trabajo que
requiere una seria entrega al estudio.
Además, san Leandro se había encargado de disponer lo necesario para afrontar la
situación político-social del momento: en aquellas décadas los visigodos,
bárbaros y arrianos, habían invadido la península ibérica y se habían adueñado
de los territorios que pertenecían al Imperio romano. Era necesario
conquistarlos para la romanidad y para el catolicismo. La casa de san Leandro y
san Isidoro contaba con una biblioteca muy rica en obras clásicas, paganas y
cristianas. Por eso, san Isidoro, que se sentía atraído tanto a unas como a
otras, fue educado a practicar, bajo la responsabilidad de su hermano mayor, una
disciplina férrea para dedicarse a su estudio, con discreción y discernimiento.
Así pues, en el obispado de Sevilla se vivía en un clima sereno y abierto. Lo
podemos deducir por los intereses culturales y espirituales de san Isidoro, como
se manifiestan en sus obras, que abarcan un conocimiento enciclopédico de la
cultura clásica pagana y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De
este modo se explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria de
san Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a
san Agustín, de
Cicerón a san Gregorio Magno.
El joven Isidoro, que en el año 599 se convirtió en sucesor de su hermano
Leandro en la cátedra episcopal de Sevilla, tuvo que afrontar una lucha interior
muy dura. Tal vez precisamente por esa lucha constante consigo mismo da la
impresión de un exceso de voluntarismo, que se percibe leyendo las obras de este
gran autor, considerado el último de los Padres cristianos de la antigüedad.
Pocos años después de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el concilio de
Toledo, del año 653, lo definió: «Ilustre maestro de
nuestra época y gloria de la Iglesia católica ».
San Isidoro fue, sin duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas.
En su vida personal, experimentó también un conflicto interior permanente, muy
parecido al que ya habían vivido san Gregorio Magno y
san Agustín, entre el
deseo de soledad, para dedicarse únicamente a la meditación de la palabra de
Dios, y las exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación se
sentía responsable como obispo. Por ejemplo, a propósito de los responsables de
la Iglesia escribe: «El responsable de una Iglesia (vir
ecclesiasticus), por una parte, debe dejarse crucificar al mundo con la
mortificación de la carne; y, por otra, debe aceptar la decisión del orden
eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse al gobierno
con humildad, aunque no quisiera hacerlo» (Sententiarum liber III,
33, 1: PL 83, col. 705 B).
Un párrafo después, añade: «Los hombres de Dios (sancti
viri) no desean dedicarse a las cosas seculares y gimen cuando, por un
misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades. (...)
Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan lo que no quisieran y hacen
lo que habrían querido evitar. Entran en lo más secreto del corazón y allí
tratan de comprender lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios. Y cuando se
dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, inclinan el
cuello del corazón bajo el yugo de la decisión divina» (Sententiarum
liber III, 33, 3: PL 83, col. 705-706).
Para comprender mejor a san Isidoro es necesario recordar, ante todo, la
complejidad de las situaciones políticas de su tiempo, a las que me referí
antes: durante los años de su niñez experimentó la amargura del destierro. A
pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo apostólico: sentía un gran deseo de
contribuir a la formación de un pueblo que encontraba por fin su unidad, tanto
en el ámbito político como religioso, con la conversión providencial de
Hermenegildo, el heredero al trono visigodo, del arrianismo a la fe católica.
Sin embargo, no se ha de subestimar la enorme dificultad que supone afrontar de
modo adecuado problemas tan graves como los de las relaciones con los herejes y
con los judíos. Se trata de una serie de problemas que también hoy son muy
concretos, sobre todo si se piensa en lo que sucede en algunas regiones donde
parecen replantearse situaciones muy parecidas a las de la península ibérica del
siglo VI. La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía san Isidoro
le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con la herencia
clásica grecorromana. Sin embargo, más que el don precioso de la síntesis,
parecía tener el de la collatio, es decir, la recopilación, que se
manifestaba en una extraordinaria erudición personal, no siempre tan ordenada
como se hubiera podido desear.
En todo caso, es admirable su preocupación por no descuidar nada de lo que la
experiencia humana había producido en la historia de su patria y del mundo
entero. San Isidoro no hubiera querido perder nada de lo que el hombre había
adquirido en las épocas antiguas, ya fueran paganas, judías o cristianas. Por
tanto, no debe sorprender que, al perseguir este objetivo, no lograra transmitir
adecuadamente, como hubiera querido, los conocimientos que poseía, a través de
las aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, de hecho, según las
intenciones de san Isidoro, las propuestas que presenta siempre están en
sintonía con la fe católica, sostenida por él con firmeza. En la discusión de
los diversos problemas teológicos percibe su complejidad y propone a menudo, con
agudeza, soluciones que recogen y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha
permitido a los creyentes, a lo largo de los siglos hasta nuestros días,
servirse con gratitud de sus definiciones.
Un ejemplo significativo en este campo es la enseñanza de san Isidoro sobre las
relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Escribe: «Quienes
tratan de lograr el descanso de la contemplación deben entrenarse antes en el
estadio de la vida activa; así, liberados de los residuos del pecado, serán
capaces de presentar el corazón puro que permite ver a Dios» (Differentiarum
Lib. II, 34, 133: PL 83, col 91 A).
Su realismo de auténtico pastor lo convenció del peligro que corren los fieles
de limitarse a ser hombres de una sola dimensión. Por eso, añade: "El
camino intermedio, compuesto por ambas formas de vida, resulta normalmente el
más útil para resolver esas tensiones, que con frecuencia se agudizan si se
elige un solo tipo de vida; en cambio, se suavizan mejor alternando las dos
formas" (o.c., 134: ib., col 91 B).
San Isidoro busca en el ejemplo de Cristo la confirmación definitiva de una
correcta orientación de vida y dice: «El Salvador, Jesús,
nos dio ejemplo de vida activa cuando, durante el día, se dedicaba a hacer
signos y milagros en la ciudad, pero mostró la vida contemplativa cuando se
retiraba a la montaña y pasaba la noche dedicado a la oración» (o.c.
134: ib.). A la luz de este ejemplo del divino Maestro, san Isidoro
concluye con esta enseñanza moral: «Por eso, el siervo de
Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación sin renunciar a la
vida activa. No sería correcto obrar de otra manera, pues del mismo modo que se
debe amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la
acción. Por tanto, es imposible vivir sin la presencia de ambas formas de vida,
y tampoco es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra»
(o.c., 135: ib., col 91 C).
Creo que esta es la síntesis de una vida que busca la contemplación de Dios, el
diálogo con Dios en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, así como
la acción al servicio de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es la
lección que el gran obispo de Sevilla nos deja a los cristianos de hoy, llamados
a dar testimonio de Cristo al inicio de un nuevo milenio.
(catequesis
pronunciada el miércoles 11 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y
hermanas:
Hoy voy a hablar del santo abad Columbano, el irlandés más famoso de la alta
Edad Media: con razón se le puede llamar un santo "europeo", pues como monje,
misionero y escritor trabajó en varios países de Europa occidental. Como los
irlandeses de su época, era consciente de la unidad cultural de Europa. En una
de sus cartas, escrita en torno al año 600 y dirigida al Papa san Gregorio
Magno, se encuentra por primera vez la expresión "totius Europae", "de
toda Europa", refiriéndose a la presencia de la Iglesia en el continente (cf.
Epistula I, 1).
San Columbano nació en torno al año 543 en la provincia de Leinster, en el
sudeste de Irlanda. Educado en su casa por óptimos maestros que lo orientaron en
el estudio de las artes liberales, se encomendó después a la guía del abad
Sinell de la comunidad de Cluain-Inis, en el norte de Irlanda, donde pudo
profundizar en el estudio de las Sagradas Escrituras.
Cuando tenía cerca de veinte años entró en el monasterio de Bangor, en el
nordeste de la isla, donde era abad Comgall, un monje muy conocido por su virtud
y su rigor ascético. En plena sintonía con su abad, san Columbano practicó con
celo la severa disciplina del monasterio, llevando una vida de oración, ascesis
y estudio. Allí también fue ordenado sacerdote. La vida en Bangor y el ejemplo
del abad influyeron en la concepción del monaquismo que san Columbano maduró con
el tiempo y difundió después en el transcurso de su vida.
Cuando tenía unos cincuenta años, siguiendo el ideal ascético típicamente
irlandés de la "peregrinatio pro Christo", es decir, de hacerse peregrino
por Cristo, san Columbano dejó la isla para emprender con doce compañeros una
obra misionera en el continente europeo. Debemos tener en cuenta que la
migración de pueblos del norte y del este había provocado un regreso al
paganismo de regiones enteras que habían sido ya cristianizadas.
Alrededor del año 590 este pequeño grupo de misioneros desembarcó en la costa
bretona. Acogidos con benevolencia por el rey de los francos de Austrasia (la
actual Francia), sólo pidieron un trozo de tierra para cultivar. Les concedieron
la antigua fortaleza romana de Annegray, en ruinas y abandonada, cubierta ya de
vegetación. Acostumbrados a una vida de máxima renuncia, en pocos meses los
monjes lograron construir, a partir de las ruinas, el primer eremitorio. De este
modo, su reevangelización comenzó a desarrollarse ante todo a través del
testimonio de su vida.
Con el nuevo cultivo de la tierra comenzaron también un nuevo cultivo de las
almas. La fama de estos religiosos extranjeros que, viviendo de oración y en
gran austeridad, construían casas y roturaban la tierra, se difundió
rápidamente, atrayendo a peregrinos y penitentes. Sobre todo muchos jóvenes
pedían ser acogidos en la comunidad monástica para vivir como ellos esta vida
ejemplar que renovaba el cultivo de la tierra y de las almas. Pronto resultó
necesario fundar un segundo monasterio. Fue construido a pocos kilómetros de
distancia, sobre las ruinas de una antigua ciudad termal, Luxeuil. Ese
monasterio se convertiría en centro de la irradiación monástica y misionera de
la tradición irlandesa en el continente europeo. Se erigió un tercer monasterio
en Fontaine, a una hora de camino hacia el norte.
En Luxeuil san Columbano vivió durante casi veinte años. Allí el santo escribió
para sus seguidores la Regula monachorum —durante cierto tiempo más
difundida en Europa que la de san Benito—, delineando la imagen ideal del monje.
Es la única antigua Regla monástica irlandesa que poseemos. Como complemento,
redactó la Regula coenobialis, una especie de código penal para las
infracciones de los monjes, con castigos bastante sorprendentes para la
sensibilidad moderna, que sólo se pueden explicar con la mentalidad de aquel
tiempo y ambiente.
Con otra obra famosa, titulada De poenitentiarum misura taxanda, que
también escribió en Luxeuil, san Columbano introdujo en el continente la
confesión y la penitencia privadas y reiteradas; esa penitencia se llamaba
"tarifada" por la proporción establecida entre la gravedad del pecado y la
reparación impuesta por el confesor. Estas novedades suscitaron sospechas entre
los obispos de la región, sospechas que se convirtieron en hostilidad cuando san
Columbano tuvo la valentía de reprochar abiertamente las costumbres de algunos
de ellos.
Este contraste se manifestó con la disputa sobre la fecha de la Pascua: Irlanda
seguía la tradición oriental, que no coincidía con la tradición romana. El monje
irlandés fue convocado en el año 603 en Châlon-sur-Saôn para rendir cuentas ante
un Sínodo de sus costumbres sobre la penitencia y la Pascua. En vez de
presentarse ante el Sínodo, mandó una carta en la que restaba importancia a la
cuestión, invitando a los padres sinodales a discutir no sólo sobre el problema
de la fecha de la Pascua, según él un problema secundario, "sino
también sobre todas las normas canónicas necesarias, que muchos no observan, lo
cual es más grave" (cf. Epistula II, 1). Al mismo tiempo, escribió
al Papa Bonifacio IV —unos años antes ya se había dirigido al Papa san Gregorio
Magno (cf. Epistula I)— para defender la tradición irlandesa (cf.
Epistula III).
Al ser intransigente en todas las cuestiones morales, san Columbano también
entró en conflicto con la casa real, pues había reprendido duramente al rey
Teodorico por sus relaciones adúlteras. De ello surgió una red de intrigas y
maniobras a nivel personal, religioso y político que, en el año 610, desembocó
en un decreto por el que se expulsó de Luxeuil a san Columbano y a todos los
monjes de origen irlandés, que fueron condenados a un destierro definitivo.
Fueron escoltados hasta llegar al mar y embarcados, a costa de la corte, rumbo a
Irlanda. Pero el barco encalló a poca distancia de la playa y el capitán, al ver
en ello un signo del cielo, renunció a la empresa y, por miedo a ser maldecido
por Dios, devolvió a los monjes a tierra firme. Estos, en vez de regresar a
Luxeuil, decidieron comenzar una nueva obra de evangelización. Se embarcaron en
el Rhin y remontaron el río. Después de una primera etapa en Tuggen, junto al
lago de Zurich, se dirigieron a la región de Bregenz, junto al lago de Costanza,
para evangelizar a los alemanes.
Ahora bien, poco después, san Columbano, a causa de vicisitudes políticas poco
favorables a su obra, decidió atravesar los Alpes con la mayor parte de sus
discípulos. Sólo se quedó un monje, llamado Gallus. De su eremitorio se
desarrollaría la famosa abadía de Sankt Gallen, en Suiza. Al llegar a Italia,
san Columbano fue recibido cordialmente en la corte real longobarda, pero muy
pronto tuvo que afrontar notables dificultades: la vida de la Iglesia se
encontraba desgarrada por la herejía arriana, todavía dominante entre los
longobardos, y por un cisma que había separado a la mayor parte de las Iglesias
del norte de Italia de la comunión con el Obispo de Roma.
San Columbano se integró con autoridad en este contexto, escribiendo un libelo
contra el arrianismo y una carta a Bonifacio IV para convencerlo a comprometerse
decididamente en el restablecimiento de la unidad (cf. Epistula V).
Cuando el rey de los longobardos, en el año 612 ó 613, le asignó un terreno en
Bobbio, en el valle de Trebbia, san Columbano fundó un nuevo monasterio que
luego se convertiría en un centro de cultura comparable al famoso de
Montecassino. Allí terminó su vida: falleció el 23 de noviembre del año 615 y en
esa fecha se le conmemora en el rito romano hasta nuestros días.
El mensaje de san Columbano se concentra en un firme llamamiento a la conversión
y al desapego de los bienes terrenos con vistas a la herencia eterna. Con su
vida ascética y su comportamiento sin componendas frente a la corrupción de los
poderosos, evoca la figura severa de san Juan Bautista. Su austeridad, sin
embargo, nunca es fin en sí misma; es sólo un medio para abrirse libremente al
amor de Dios y corresponder con todo el ser a los dones recibidos de él,
reconstruyendo de este modo en sí mismo la imagen de Dios y, a la vez,
cultivando la tierra y renovando la sociedad humana.
En sus Instructiones dice: "Si el hombre utiliza
rectamente las facultades que Dios ha concedido a su alma, entonces será
semejante a Dios. Recordemos que debemos devolverle todos los dones que ha
depositado en nosotros cuando nos encontrábamos en la condición originaria. La
manera de hacerlo nos la ha enseñado con sus mandamientos. El primero de ellos
es amar al Señor con todo el corazón, pues él nos amó primero, desde el inicio
de los tiempos, antes aún de que viéramos la luz de este mundo" (cf.
Instr. XI).
El santo irlandés encarnó realmente estas palabras en su vida. Hombre de gran
cultura —escribió también poesías en latín y un libro de gramática—, gozó de
muchos dones de gracia. Constructor incansable de monasterios, y también
predicador penitencial intransigente, dedicó todas sus energías a alimentar las
raíces cristianas de la Europa que estaba naciendo. Con su energía espiritual,
con su fe y con su amor a Dios y al prójimo se convirtió realmente en uno de los
padres de Europa: nos muestra también hoy dónde están las raíces de las cuales
puede renacer nuestra Europa.
(catequesis
pronunciada el miércoles 28 de mayo y 4 de junio de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas:
El miércoles pasado hablé de un Padre de la Iglesia poco
conocido en Occidente, Romano el Meloda; hoy quiero presentar la
figura de uno de los Padres más grandes de la historia de la
Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente, el Papa san
Gregorio, que fue Obispo de Roma entre los años 590 y 604, y que
mereció de parte de la tradición el título Magnus,
Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran
doctor de la Iglesia.
Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia
de la gens Anicia, que no sólo se distinguía por la
nobleza de su sangre, sino también por su adhesión a la fe
cristiana y por los servicios prestados a la Sede apostólica. De
esta familia habían salido dos Papas: Félix III (483-492),
tatarabuelo de san Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la
que san Gregorio creció se encontraba en el Clivus Scauri,
rodeada de solemnes edificios que atestiguaban la grandeza
de la antigua Roma y la fuerza espiritual del cristianismo. Los
ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como
santos, y los de sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que
vivían en su misma casa como vírgenes consagradas en un camino
compartido de oración y ascesis, le inspiraron elevados
sentimientos cristianos.
San Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que
había seguido también su padre, y en el año 572 alcanzó la cima,
convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado
por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un
amplio radio a todo tipo de problemas administrativos,
obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular
le dejó un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando
llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los
asuntos eclesiásticos tomaran como modelo la diligencia y el
respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.
Sin embargo, esa vida no le debía satisfacer, dado que, no mucho
tiempo después, decidió dejar todo cargo civil para retirarse en
su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de la
familia en el monasterio de San Andrés en el Celio. Este período
de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la
escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se
manifiesta continuamente en sus homilías: en medio del agobio de
las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus
escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de
dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Así
pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y
de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus
obras.
Pero el retiro claustral de san Gregorio no duró mucho. La
valiosa experiencia que adquirió en la administración civil en
un período lleno de graves problemas, las relaciones que mantuvo
con los bizantinos mientras desempeñaba ese cargo, y la estima
universal que se había ganado, indujeron al Papa Pelagio a
nombrarlo diácono y a enviarlo a Constantinopla como su "apocrisario"
—hoy se diría "nuncio apostólico"— para acabar con los últimos
restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener
el apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión
longobarda.
La permanencia en Constantinopla, donde junto con un grupo de
monjes había reanudado la vida monástica, fue importantísima
para san Gregorio, pues le permitió tener experiencia directa
del mundo bizantino, así como conocer de cerca el problema de
los longobardos, que después pondría a dura prueba su habilidad
y su energía en el período del pontificado. Tras algunos años,
fue llamado de nuevo a Roma por el Papa, quien lo nombró su
secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el
desbordamiento de los ríos y la carestía afligían a muchas zonas
de Italia y en particular a Roma. Al final se desató la peste,
que causó numerosas víctimas, entre ellas el Papa Pelagio II. El
clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en elegirlo
precisamente a él, Gregorio, como su sucesor en la Sede de
Pedro. Trató de resistirse, incluso intentando la fuga, pero
todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.
Reconociendo que lo que había sucedido era voluntad de Dios, el
nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño.
Desde el principio puso de manifiesto una visión singularmente
lúcida de la realidad que debía afrontar, una extraordinaria
capacidad de trabajo para resolver los asuntos tanto eclesiales
como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, incluso
valientes, que su misión le imponía. De su gobierno se conserva
una amplia documentación gracias al Registro de sus
cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja cómo
afrontaba diariamente los complejos interrogantes que llegaban a
su despacho. Eran cuestiones que procedían de los obispos, de
los abades, de los clérigos, y también de las autoridades
civiles de todo orden y grado.
Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y a
Roma había uno de particular importancia tanto en el ámbito
civil como en el eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó
el Papa todas las energías posibles en orden a una solución
verdaderamente pacificadora. A diferencia del emperador
bizantino, que partía del presupuesto de que los longobardos
eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que
derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos
de buen pastor, con la intención de anunciarles la palabra de
salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con
vistas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la
serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se
preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva
organización civil de Europa: los visigodos de España, los
francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los
longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión
evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de
san Agustín de Canterbury, jefe de un grupo de monjes a los que san
Gregorio encargó dirigirse a Bretaña para evangelizar
Inglaterra.
Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se
comprometió a fondo —era un verdadero pacificador—, emprendiendo
una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Esa
negociación llevó a un período de tregua que duró cerca de tres
años (598-601), tras los cuales, en el año 603, fue posible
estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se
logró, ente otras causas, gracias a los contactos paralelos que,
entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era
una princesa bávara y, a diferencia de los jefes de los otros
pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se
conserva una serie de cartas del Papa san Gregorio a esta reina,
en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella.
Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el
catolicismo, preparando así el camino a la paz.
El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la
basílica de San Juan Bautista que ella hizo construir en Monza,
así como su felicitación y preciosos regalos para esa catedral
con ocasión del nacimiento y del bautismo de su hijo Adaloaldo.
La vicisitud de esta reina constituye un hermoso testimonio
sobre la importancia de las mujeres en la historia de la
Iglesia. En el fondo, los objetivos que san Gregorio perseguía
constantemente eran tres: contener la expansión de los
longobardos en Italia; proteger a la reina Teodolinda de la
influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica; y mediar
entre los longobardos y los bizantinos con vistas a un acuerdo
que garantizara la paz en la península y a la vez permitiera
llevar a cabo una acción evangelizadora entre los longobardos.
Por tanto, eran dos las finalidades que buscaba en esa compleja
situación: promover acuerdos en el ámbito diplomático-político y
difundir el anuncio de la verdadera fe entre las poblaciones.
Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el Papa san
Gregorio fue protagonista activo también de una múltiple
actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la
Sede romana poseía en Italia, especialmente en Sicilia, compró y
distribuyó trigo, socorrió a quienes se encontraban en situación
de necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en
la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído
prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas.
Además desarrolló, tanto en Roma como en otras partes de Italia,
una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones
precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su
subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo, se
gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia
y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos
de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad
de la Iglesia y, en caso de fraude, que se les indemnizara con
prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se
contaminara con beneficios injustos.
San Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de sus
problemas de salud, que lo obligaban con frecuencia a guardar
cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los
años de la vida monástica le habían ocasionado serios trastornos
digestivos. Además, su voz era muy débil, de forma que a menudo
tenía que encomendar al diácono la lectura de sus homilías, para
que los fieles presentes en las basílicas romanas pudieran
oírlo. En los días de fiesta hacía lo posible por celebrar
Missarum sollemnia, esto es, la misa solemne, y entonces se
encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que lo apreciaba
mucho porque veía en él la referencia autorizada en la que
hallaba seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto el
título de consul Dei.
A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que
actuar, gracias a su santidad de vida y a su rica humanidad
consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para
su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos.
Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre
vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba
siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de
su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo
crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde
están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la
verdadera esperanza; así se convierte en guía también para
nosotros hoy.
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro encuentro de los miércoles, vuelvo a comentar hoy la
extraordinaria figura del Papa san Gregorio Magno para recoger
más luces de su rica enseñanza. A pesar de los múltiples
compromisos vinculados a su función de Obispo de Roma, nos dejó
numerosas obras de las que la Iglesia, en los siglos sucesivos,
se ha servido ampliamente. Además de su abundante epistolario
—el Registro al que aludí en la anterior catequesis
contiene más de 800 cartas—, nos dejó sobre todo escritos de
carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario
moral a Job —conocido con el título latino de Moralia in
Iob—, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías
sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de
carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por san
Gregorio para la edificación de la reina longobarda Teodolinda.
Su obra principal y más conocida es, sin duda, la Regla
pastoral, que el Papa redactó al inicio de su pontificado
con una finalidad claramente programática.
Haciendo un rápido repaso a estas obras debemos observar, ante
todo, que en sus escritos san Gregorio jamás se muestra
preocupado por elaborar una doctrina "suya", una originalidad
propia. Más bien trata de hacerse eco de la enseñanza
tradicional de la Iglesia; sólo quiere ser la boca de Cristo y
de su Iglesia en el camino que se debe recorrer para llegar a
Dios. Al respecto son ejemplares sus comentarios exegéticos. Fue
un apasionado lector de la Biblia, a la que no se acercó con
pretensiones meramente especulativas: el cristiano debe sacar
de la sagrada Escritura —pensaba— no tanto conocimientos
teóricos, cuanto más bien el alimento diario para su alma, para
su vida de hombre en este mundo.
En las Homilías sobre Ezequiel, por ejemplo, insiste
mucho en esta función del texto sagrado: acercarse a la
Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento
significa ceder a la tentación del orgullo y exponerse así al
peligro de caer en la herejía. La humildad intelectual es la
regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades
sobrenaturales partiendo del Libro sagrado. La humildad,
obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que
este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo
entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad
resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha
nada si la comprensión no lleva a la acción. En estas homilías
sobre Ezequiel se encuentra también la bella expresión según la
cual "el predicador debe mojar su pluma en
la sangre de su corazón; así podrá llegar también al oído del
prójimo". Al leer esas homilías se ve que san Gregorio
escribió realmente con la sangre de su corazón y, por ello, nos
habla aún hoy a nosotros.
San Gregorio desarrolla también este tema en el Comentario
moral a Job. Siguiendo la tradición patrística, examina el
texto sagrado en las tres dimensiones de su sentido: la
dimensión literal, la alegórica y la moral, que son dimensiones
del único sentido de la sagrada Escritura. Sin embargo, san
Gregorio atribuye una clara preponderancia al sentido moral.
Desde esta perspectiva, propone su pensamiento a través de
algunos binomios significativos —saber-hacer, hablar-vivir,
conocer-actuar— en los que evoca los dos aspectos de la vida
humana que deberían ser complementarios, pero que con frecuencia
acaban por ser antitéticos. El ideal moral —comenta— consiste
siempre en llevar a cabo una armoniosa integración entre palabra
y acción, pensamiento y compromiso, oración y dedicación a los
deberes del propio estado: este es el camino para realizar la
síntesis gracias a la cual lo divino desciende hasta el hombre y
el hombre se eleva hasta la identificación con Dios. Así, el
gran Papa traza para el auténtico creyente un proyecto de vida
completo; por eso, en la Edad Media el Comentario moral a Job
constituirá una especie de Summa de la moral
cristiana.
También son de notable importancia y belleza sus Homilías
sobre los Evangelios. La primera de ellas la pronunció en la
basílica de San Pedro durante el tiempo de Adviento del año 590;
por tanto, pocos meses después de su elección al pontificado; la
última la pronunció en la basílica de San Lorenzo el segundo
domingo después de Pentecostés del año 593. El Papa predicaba al
pueblo en las iglesias donde se celebraban la "estaciones"
—ceremonias especiales de oración en los tiempos fuertes del año
litúrgico— o las fiestas de los mártires titulares. El principio
inspirador que une las diversas intervenciones se sintetiza en
la palabra "praedicator": no sólo el ministro de Dios,
sino también todo cristiano tiene la tarea de ser "predicador"
de lo que ha experimentado en su interior, a ejemplo de Cristo,
que se hizo hombre para llevar a todos el anuncio de la
salvación. Este compromiso se sitúa en un horizonte
escatológico: la esperanza del cumplimiento en Cristo de todas
las cosas es un pensamiento constante del gran Pontífice y acaba
por convertirse en motivo inspirador de todo su pensamiento y de
toda su actividad. De aquí brotan sus incesantes llamamientos a
la vigilancia y a las buenas obras.
Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la
Regla pastoral, escrita en los primeros años de su
pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura
del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra
la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes
que implica: por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal
tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes
lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben
experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema
predilecto, afirma que el obispo es ante todo el "predicador"
por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los
demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de
referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere
además que conozca a los destinatarios y adapte sus
intervenciones a la situación de cada uno: san Gregorio ilustra
las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y
puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han
visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se
entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con
la gente de su tiempo y de su ciudad.
Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el
pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el
orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien
realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está
dedicado a la humildad: "Cuando se siente
complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene
reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse: en
lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que
no se ha llevado a cabo". Todas estas valiosas
indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio
tiene del cuidado de las almas, que define "ars artium",
el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que
pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro.
También es significativa otra obra, los Diálogos, en la
que al amigo y diácono Pedro, convencido de que las costumbres
estaban tan corrompidas que no permitían que surgieran santos
como en los tiempos pasados, san Gregorio demuestra lo
contrario: la santidad siempre es posible, incluso en tiempos
difíciles. Lo prueba narrando la vida de personas contemporáneas
o fallecidas recientemente, a las que con razón se podría
definir santas, aunque no estuvieran canonizadas. La narración
va acompañada de reflexiones teológicas y místicas que hacen del
libro un texto hagiográfico singular, capaz de fascinar a
generaciones enteras de lectores. La materia está tomada de
tradiciones vivas del pueblo y tiene como finalidad edificar y
formar, atrayendo la atención de quien lee hacia una serie de
cuestiones como el sentido del milagro, la interpretación de la
Escritura, la inmortalidad del alma, la existencia del infierno,
la representación del más allá, temas que requerían oportunas
aclaraciones. El libro II está totalmente dedicado a la figura
de san Benito de Nursia y es el único testimonio antiguo sobre
la vida del santo monje, cuya belleza espiritual destaca en el
texto con plena evidencia.
En el plan teológico que san Gregorio desarrolla a lo largo de
sus obras, el pasado, el presente y el futuro se relativizan.
Para él lo que más cuenta es todo el arco de la historia
salvífica, que sigue realizándose entre los oscuros recovecos
del tiempo. Desde esta perspectiva es significativo que
introduzca el anuncio de la conversión de los anglos en
medio del Comentario moral a Job: a sus ojos ese
acontecimiento constituía un adelanto del reino de Dios del que
habla la Escritura; por tanto, con razón se podía mencionar en
el comentario a un libro sacro. En su opinión, los guías de las
comunidades cristianas deben esforzarse por releer los
acontecimientos a la luz de la palabra de Dios: en este
sentido, el gran Pontífice siente el deber de orientar a
pastores y fieles en el itinerario espiritual de una lectio
divina iluminada y concreta, situada en el contexto de la
propia vida.
Antes de concluir, es necesario hablar de las relaciones que el
Papa san Gregorio cultivó con los patriarcas de Antioquía, de
Alejandría e incluso de Constantinopla. Se preocupó siempre de
reconocer y respetar sus derechos, evitando cualquier
interferencia que limitara la legítima autonomía de aquellos.
Aunque san Gregorio, en el contexto de su situación histórica,
se opuso a que al Patriarca de Constantinopla se le diera el
título "ecuménico", no lo hizo por limitar o negar esta legítima
autoridad, sino porque le preocupaba la unidad fraterna de la
Iglesia universal. Lo hizo sobre todo por su profunda convicción
de que la humildad debía ser la virtud fundamental de todo
obispo, especialmente de un Patriarca.
En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por
ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería
ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas
palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula
piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y
actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de
Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos
lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre
todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo
así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente
coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo
servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de
sufrimientos, se hizo "siervo de los siervos". Precisamente
porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la
medida de su verdadera grandeza.
(catequesis
pronunciada el miércoles 21 de mayo de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas:
En la serie de catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero
hablar hoy de una figura poco conocida: Romano el Meloda, que
nació en torno al año 490 en Emesa (hoy Homs), en Siria.
Teólogo, poeta y compositor, pertenece al gran grupo de teólogos
que transformó la teología en poesía. Pensamos en su
compatriota, san Efrén de Siria, que vivió doscientos años antes
que él. Y pensamos también en teólogos de Occidente, como san
Ambrosio, cuyos himnos todavía hoy forman parte de nuestra
liturgia y siguen tocando el corazón; o en un teólogo, un
pensador muy profundo, como santo Tomás, que nos ha dejado los
himnos de la fiesta del Corpus Christi de mañana;
pensamos en san
Juan de la Cruz y en otros muchos. La fe es amor
y por ello crea poesía y crea música. La fe es alegría y por
ello crea belleza.
Romano el Meloda es uno de estos, un poeta y compositor teólogo.
Aprendió los primeros elementos de la cultura griega y siríaca
en su ciudad natal, se trasladó a Berito (Beirut),
perfeccionando allí su formación clásica y sus conocimientos
retóricos. Ordenado diácono permanente (en torno al año 515),
fue predicador en esa ciudad durante tres años. Después se fue a
Constantinopla, hacia fines del reino de Anastasio I (alrededor
del año 518), y allí se estableció en el monasterio anexo a la
iglesia de la Theotókos, Madre de Dios.
Allí tuvo lugar un episodio clave en su vida: el Sinaxario
nos informa sobre la aparición de la Madre de Dios en sueños
y sobre el don del carisma poético. En efecto, María le pidió
que se tragara una hoja enrollada. Al despertar, a la mañana
siguiente -era la fiesta de la Navidad-, Romano se puso a
declamar desde el ambón: "Hoy la Virgen da
a luz al Trascendente" (Himno sobre la Navidad I,
Proemio). De este modo, se convirtió en predicador-cantor
hasta su muerte (acontecida después del año 555).
Romano ha pasado a la historia como uno de los más
representativos autores de himnos litúrgicos. Para los fieles,
la homilía era entonces prácticamente la única oportunidad de
enseñanza catequética. Así, Romano se presenta como un testigo
eminente del sentimiento religioso de su época y también de un
modo vivo y original de catequesis. A través de sus
composiciones podemos darnos cuenta de la creatividad de esta
forma de catequesis, de la creatividad del pensamiento
teológico, de la estética y de la himnografía sagrada de aquella
época.
El lugar en el que Romano predicaba era un santuario de las
afueras de Constantinopla: subía al ambón, colocado en el centro
de la iglesia, y se dirigía a la comunidad recurriendo a una
escenografía bastante compleja: montaba representaciones en las
paredes o ponía iconos sobre el ambón y también utilizaba el
recurso del diálogo. Pronunciaba homilías métricas cantadas,
llamadas kontákia. Al parecer, el término kontákion,
"pequeña vara", hace referencia al pequeño palo redondo en
torno al cual se envolvía el rollo de un manuscrito litúrgico o
de otro tipo. Los kontákia que se han conservado con el
nombre de Romano son ochenta y nueve, pero la tradición le
atribuye mil.
En Romano, cada kontákion se compone de estrofas, por lo
general de dieciocho a veinticuatro, con el mismo número de
sílabas, estructuradas según el modelo de la primera estrofa (irmo);
también los acentos rítmicos de los versos de todas las estrofas
siguen el modelo del irmo. Cada estrofa concluye con un
estribillo (efimnio), por lo general idéntico, para crear
la unidad poética. Además, las iniciales de cada estrofa indican
el nombre del autor (acróstico), precedido frecuentemente
por el adjetivo "humilde". El himno se concluye con una oración
que hace referencia a los hechos celebrados o evocados. Al
terminar la lectura bíblica, Romano cantaba el Proemio,
casi siempre en forma de oración o súplica. Así anunciaba el
tema de la homilía y explicaba el estribillo que se debía
repetir en coro al final de cada estrofa, declamada por él
rítmicamente en voz alta.
Un ejemplo significativo es el kontákion con motivo del
Viernes de Pasión: se trata de un diálogo entre María y su Hijo,
que tiene lugar en el camino de la cruz. María dice:
"¿A dónde vas, hijo? ¿Por qué recorres tan
rápidamente el camino de tu vida? / Nunca habría pensado, hijo
mío, que te vería en este estado, / y nunca habría podido
imaginar que llegarían a este grado de locura los impíos, /
poniéndote las manos encima contra toda justicia". Jesús
responde: "¿Por qué lloras, Madre mía?
(...). ¿No debería padecer? ¿No debería morir? / Entonces, ¿cómo
podría salvar a Adán?". El Hijo de María consuela a su
Madre, pero le recuerda su papel en la historia de la salvación:
"Depón, por tanto, Madre; depón tu dolor:
/ no está bien que gimas, pues fuiste llamada "llena de gracia"
(María al pie de la cruz, 1-2; 4-5).
Asimismo, en el himno sobre el sacrificio de Abraham, Sara se
reserva la decisión sobre la vida de Isaac. Abraham dice: "Cuando
Sara escuche, Señor mío, todas tus palabras, / al conocer tu
voluntad, me dirá: / "Si quien nos lo ha dado lo vuelve a tomar,
¿por qué nos lo ha dado? / (...) Tú, oh anciano, déjame a mi
hijo, / y cuando lo quiera quien te ha llamado, tendrá que
decírmelo a mí"" (El sacrificio de Abraham, 7).
Romano no usa el griego bizantino solemne de la corte, sino un
griego sencillo, cercano al lenguaje del pueblo. Quiero citar un
ejemplo del modo vivo y muy personal como habla del Señor Jesús:
lo llama "fuente que no quema y luz contra
las tinieblas", y dice: "Yo me
atrevo a tenerte en mis manos como una lámpara, / pues quien
lleva un candil entre los hombres es iluminado sin quemarse. /
Ilumíname, por tanto, tú que eres Luz inextinguible" (La
Presentación o Fiesta del encuentro, 8). La fuerza de
convicción de sus predicaciones se fundaba en la gran coherencia
que existía entre sus palabras y su vida. En una oración dice: "Haz
clara mi lengua, Salvador mío, abre mi boca / y, después de
llenarla, traspasa mi corazón para que mi actuar / sea coherente
con mis palabras" (Misión de los Apóstoles, 2).
Examinemos ahora algunos de sus temas principales. Un tema
fundamental de su predicación es la unidad de la acción de Dios
en la historia, la unidad entre la creación y la historia de la
salvación, la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Otro tema importante es la pneumatología, es decir, la doctrina
sobre el Espíritu Santo. En la fiesta de Pentecostés subraya la
continuidad que existe entre Cristo, que ha ascendido al cielo,
y los Apóstoles, es decir, la Iglesia, y exalta su acción
misionera en el mundo: "Con la fuerza
divina han conquistado a todos los hombres; / han tomado la cruz
de Cristo como una pluma, / han utilizado las palabras como
redes y con ellas han pescado al mundo, / han usado el Verbo
como anzuelo agudo; / para ellos ha servido de cebo / la carne
del Soberano del universo" (Pentecostés, 2; 18).
Naturalmente, otro tema central es la cristología. No entra en
el problema de los conceptos difíciles de la teología, tan
debatidos en aquel tiempo, y que rasgaron la unidad, no sólo
entre los teólogos, sino también entre los cristianos en la
Iglesia. Predica una cristología sencilla, pero fundamental: la
cristología de los grandes Concilios. Pero sobre todo está cerca
de la piedad popular —de hecho, los conceptos de los Concilios
han surgido de la piedad popular y del conocimiento del corazón
cristiano—; así, Romano subraya que Cristo es verdadero hombre y
verdadero Dios, y al ser verdadero hombre-Dios es una sola
persona, la síntesis entre creación y Creador: en sus palabras
humanas escuchamos la voz del Verbo mismo de Dios. "Cristo
era hombre —dice—, pero también Dios; / sin embargo, no estaba
dividido en dos: es Uno, hijo de un Padre que es Uno solo"
(La Pasión, 19).
Por lo que se refiere a la mariología, agradecido a la Virgen
por el don del carisma poético, Romano la recuerda al final de
casi todos los himnos y le dedica sus kontákia más
hermosos: Natividad, Anunciación, Maternidad divina, Nueva
Eva.
Por último, las enseñanzas morales están relacionadas con el
juicio final (cf. Las diez vírgenes [II]). Nos lleva
hacia ese momento de la verdad de nuestra vida, la comparecencia
ante el Juez justo, y por ello exhorta a la conversión haciendo
penitencia y ayuno. De modo positivo, el cristiano debe
practicar la caridad, la limosna. En dos himnos, Las Bodas de
Caná y Las diez vírgenes, pone de relieve el primado
de la caridad sobre la continencia. La caridad es la más grande
de las virtudes: "Diez vírgenes poseían la
virtud de la virginidad intacta, / pero para cinco de ellas el
duro ejercicio no dio fruto. / Las otras brillaron con las
lámparas del amor a la humanidad, / por eso las invitó el esposo"
(Las diez vírgenes, 1).
Los cantos de Romano el Meloda están impregnados de humanidad
palpitante, de ardor de fe y de profunda humildad. Este gran
poeta y compositor nos recuerda todo el tesoro de la cultura
cristiana, nacida de la fe, nacida del corazón que se ha
encontrado con Cristo, con el Hijo de Dios. De este contacto del
corazón con la Verdad, que es Amor, ha nacido la cultura, toda
la gran cultura cristiana. Y si la fe sigue viva, esta herencia
cultural no muere, sino que sigue viva y presente. Los iconos
siguen hablando hoy al corazón de los creyentes; no son cosas
del pasado. Las catedrales no son monumentos medievales, sino
casas de vida, donde nos sentimos "en casa": en ellas
encontramos a Dios y nos encontramos los unos con los otros.
Tampoco la gran música —el canto gregoriano, o Bach o Mozart— es
algo del pasado, sino que vive en la vitalidad de la liturgia y
de nuestra fe.
Si la fe es viva, la cultura cristiana no se convierte en algo
"pasado", sino que sigue viva y presente. Y si la fe es viva,
también hoy podemos responder al imperativo que siempre se
repite en los Salmos: "Cantad al Señor un
cántico nuevo".
Creatividad, innovación, cántico nuevo, cultura nueva y
presencia de toda la herencia cultural en la vitalidad de la fe
no se excluyen, sino que son una sola realidad: son presencia de
la belleza de Dios y de la alegría de ser hijos suyos.
(catequesis
pronunciada el miércoles 14 de mayo de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos
hermanos y hermanas:
En el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia,
quiero hablar hoy de una figura muy misteriosa: un teólogo del
siglo VI, cuyo nombre se desconoce, y que escribió bajo el
seudónimo de Dionisio Areopagita. Con este seudónimo aludía al
pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es decir, el
episodio narrado por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos
de los Apóstoles, donde se cuenta que Pablo predicó en Atenas,
en el Areópago, dirigiéndose a una élite del gran mundo
intelectual griego, pero al final la mayoría de los que le
escuchaban no se mostró interesada, y se alejó burlándose de él;
sin embargo, unos cuantos, pocos, como nos dice san Lucas, se
acercaron a san Pablo abriéndose a la fe. El evangelista nos
revela dos nombres: Dionisio, miembro del Areópago, y una mujer
llamada Damaris.
Si el autor de estos libros escogió cinco siglos después el
seudónimo de Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía la
intención de poner la sabiduría griega al servicio del
Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la
inteligencia griega y el anuncio de Cristo; quería hacer lo que
pretendía aquel Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se
encontrara con el anuncio de san Pablo; siendo griego, quería
hacerse discípulo de san Pablo y de este modo discípulo de
Cristo.
¿Por qué ocultó su nombre, escogiendo este seudónimo? En parte,
ya hemos respondido: quería expresar esa intención fundamental
de su pensamiento. Pero hay dos hipótesis sobre este anonimato y
sobre su seudónimo. Según la primera, se trataba de una
falsificación voluntaria, a través de la cual, fechando sus
obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo, quería dar a
su producción literaria una autoridad casi apostólica.
Pero hay otra hipótesis mejor, pues la anterior me parece poco
creíble: lo hizo así por humildad. No quería dar gloria a su
nombre, no quería erigir un monumento a sí mismo con sus obras,
sino realmente servir al Evangelio, crear una teología eclesial,
no individual, basada en sí mismo. En realidad logró elaborar
una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo VI, pero
no la podemos atribuir a una de las figuras de esa época; no es
una teología "individualizada"; se trata de una teología que
expresa un pensamiento y un lenguaje común.
En un tiempo de acérrimas polémicas tras el Concilio de
Calcedonia, él, por el contrario, en su séptima Carta, dice: "No
quisiera hacer polémica; hablo simplemente de la verdad, busco
la verdad". Y la luz de la verdad por sí misma hace que
caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno. Con este
principio purificó el pensamiento griego y lo puso en relación
con el Evangelio. Este principio, que afirma en su séptima
Carta, también es expresión de un auténtico espíritu de diálogo:
no hay que buscar las cosas que separan, sino la verdad en la
Verdad misma; esta, después, resplandece, y hace que caigan los
errores.
Por tanto, a pesar de que la teología de este autor no es
"personal", sino realmente eclesial, podemos situarla en el
siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego, que puso al servicio del
Evangelio, lo encontró en los libros de Proclo, fallecido en el
año 485 en Atenas: este autor pertenecía al platonismo tardío,
una corriente de pensamiento que había transformado la filosofía
de Platón en una especie de religión, cuya finalidad consistía
fundamentalmente en crear una gran apología del politeísmo
griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la antigua
religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las
divinidades eran las fuerzas que actuaban en el cosmos. La
consecuencia era que debía considerarse más verdadero el
politeísmo que el monoteísmo, con un solo Dios creador.
Proclo presentaba un gran sistema cósmico de divinidades, de
fuerzas misteriosas, según el cual, en este cosmos deificado, el
hombre podía encontrar el acceso a la divinidad. Ahora bien,
hacía una distinción entre las sendas de los sencillos —los
cuales no eran capaces de elevarse a las cumbres de la verdad,
sino que les bastaban ciertos ritos—, y los caminos de los
sabios, que por el contrario debían purificarse para llegar a la
luz pura.
Como se puede ver, este pensamiento es profundamente
anticristiano. Es una reacción tardía contra la victoria del
cristianismo. Un uso anticristiano de Platón, mientras ya se
realizaba una lectura cristiana del gran filósofo. Es
interesante constatar cómo este seudo-Dionisio se atrevió a
servirse precisamente de este pensamiento para mostrar la verdad
de Cristo; para transformar este universo politeísta en un
cosmos creado por Dios, en la armonía del cosmos de Dios, donde
todas las fuerzas alaban a Dios, y mostrar esta gran armonía,
esta sinfonía del cosmos, que va desde los serafines, los
ángeles y los arcángeles, hasta el hombre y todas las criaturas,
que juntas reflejan la belleza de Dios y alaban a Dios.
Así transformó la imagen politeísta en un elogio del Creador y
de su criatura. De este modo, podemos descubrir las
características esenciales de su pensamiento: ante todo, es una
alabanza cósmica. Toda la creación habla de Dios, es un elogio
de Dios. Siendo la criatura una alabanza de Dios, la teología
del seudo-Dionisio se convierte en una teología litúrgica: a
Dios se le encuentra sobre todo alabándolo, no sólo
reflexionando; y la liturgia no es algo construido por nosotros,
algo inventado para hacer una experiencia religiosa durante
cierto período de tiempo; consiste en cantar con el coro de las
criaturas y entrar en la realidad cósmica misma. Así la
liturgia, aparentemente sólo eclesiástica, se ensancha y amplía,
nos une en el lenguaje de todas las criaturas. El seudo-Dionisio
nos dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar
de Dios es siempre —lo dice con una palabra griega—, «hymnein»,
cantar himnos para Dios con el gran canto de las criaturas, que
se refleja y concreta en la alabanza litúrgica.
Sin embargo, aunque su teología sea cósmica, eclesial y
litúrgica, también es profundamente personal. Creó la primera
gran teología mística. Más aún, la palabra "mística" adquiere
con él un nuevo significado. Hasta esa época para los cristianos
esta palabra equivalía a la palabra "sacramental", es decir, lo
que pertenece al «mysterion», al sacramento. Con él, la palabra
"mística" se hace más personal, más íntima: expresa el camino
del alma hacia Dios.
Y, ¿cómo encontrar a Dios? Aquí observamos nuevamente un
elemento importante en su diálogo entre la filosofía griega y el
cristianismo, en particular, la fe bíblica. Aparentemente lo que
dice Platón y lo que dice la gran filosofía sobre Dios es mucho
más elevado, mucho más verdadero; la Biblia parece bastante
"bárbara", simple, pre-crítica, se diría hoy; pero él constata
que precisamente esto es necesario para que de este modo podamos
comprender que los conceptos más elevados sobre Dios no llegan
nunca hasta su auténtica grandeza; son siempre impropios.
En realidad, estas imágenes nos hacen comprender que Dios está
por encima de todos los conceptos; en la sencillez de las
imágenes encontramos más verdad que en los grandes conceptos. El
rostro de Dios es nuestra incapacidad para expresar realmente lo
que él es. De este modo el seudo-Dionisio habla de una "teología
negativa". Es más fácil decir lo que no es Dios, que expresar lo
que es realmente. Sólo a través de estas imágenes podemos
adivinar su verdadero rostro y, por otra parte, este rostro de
Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y aunque Dionisio,
siguiendo a Proclo, nos muestra la armonía de los coros
celestiales, de manera que parece que todos dependen de todos,
no deja de ser verdad que nuestro camino hacia Dios queda muy
lejos de él; el seudo-Dionisio demuestra que, al final, el
camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se hace cercano a
nosotros en Jesucristo.
Así, una teología grande y misteriosa se hace también muy
concreta, tanto en la interpretación de la liturgia como en la
reflexión sobre Jesucristo: con todo ello, este Dionisio
Areopagita ejerció una gran influencia en toda la teología
medieval, en toda la teología mística de Oriente y de Occidente.
En cierto sentido, en el siglo XIII fue redescubierto sobre todo
por
san Buenaventura, el gran teólogo franciscano, que en esta
teología mística encontró el instrumento conceptual para
interpretar la herencia tan sencilla y profunda de
san Francisco: el "Poverello", al igual que Dionisio, nos dice en
definitiva que el amor ve más que la razón. Donde está la luz
del amor, las tinieblas de la razón se disipan; el amor ve, el
amor es ojo y la experiencia nos da mucho más que la reflexión.
San Buenaventura vio en
san Francisco lo que significa esta
experiencia: es la experiencia de un camino muy humilde, muy
realista, día tras día; es seguir a Cristo, aceptando su cruz.
En esta pobreza y en esta humildad, en la humildad que se vive
también en la eclesialidad, se hace una experiencia de Dios más
elevada que la que se alcanza a través de la reflexión: en ella,
realmente tocamos el corazón de Dios.
Hoy Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta
como un gran mediador en el diálogo moderno entre el
cristianismo y las teologías místicas de Asia, cuya
característica consiste en la convicción de que no se puede
decir quién es Dios; de él sólo se puede hablar de forma
negativa; de Dios sólo se puede hablar con el "no", y sólo es
posible llegar a él entrando en esta experiencia del "no". Aquí
se ve una cercanía entre el pensamiento del Areopagita y el de
las religiones asiáticas; puede ser hoy un mediador, como lo fue
entre el espíritu griego y el Evangelio.
De este modo se ve que el diálogo no acepta la superficialidad.
Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro
con Cristo, se abre también un amplio espacio para el diálogo.
Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es
una luz para todos; desaparecen las polémicas y resulta posible
entenderse unos a otros o al menos hablar unos con otros,
acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar
cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con él,
en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos
ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la
luz del amor.
En fin de cuentas, nos dice: tomad cada día el camino de la
experiencia, de la experiencia humilde de la fe. Entonces, el
corazón se hace grande y también puede ver e iluminar a la razón
para que vea la belleza de Dios. Pidamos al Señor que nos ayude
a poner también hoy al servicio del Evangelio la sabiduría de
nuestro tiempo, redescubriendo la belleza de la fe, el encuentro
con Dios en Cristo.
(catequesis
pronunciada el miércoles 9 de abril de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental
y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase
de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: «Este
hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos
milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que
supo exponer su doctrina» (Dial. II, 36). El gran
Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había
muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria
de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que
fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una
influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de
la cultura europea.
La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de
los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía
en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio
quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto
—precisamente san Benito— la ascensión a las cumbres de la
contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de
Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como
ascensión hacia la cumbre de la perfección.
En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra
también muchos milagros realizados por el santo. También en este
caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar
cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando,
interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre.
Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en
el origen del mundo, sino que está presente en la vida del
hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la luz del
contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo
sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones,
provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la
invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las
costumbres. Al presentar a san Benito como «astro
luminoso», san Gregorio quería indicar en esta tremenda
situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino
de salida de la «noche oscura de la
historia» (cf. Juan Pablo II, Discurso en la abadía de
Montecassino, 18 de mayo de 1979, n. 2: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 27 de mayo de 1979, p.
11).
De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla,
fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el
paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria
y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de
la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad
espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los
pueblos del continente. De este modo nació la realidad que
llamamos «Europa».
La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año
480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia,
ex provincia Nursiae. Sus padres, de clase acomodada, lo
enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho
tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble,
san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba
el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que
vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos
errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli
Deo placere desiderans» (Dial. II, Prol. 1).
Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se
retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de
la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo
de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una
«comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana
Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en
una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el «corazón»
de un monasterio benedictino llamado «Sacro Speco» (Gruta
sagrada).
El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios,
fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que
soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo
ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse
a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por
último, la tentación de la ira y de la venganza.
San Benito estaba convencido de que sólo después de haber
vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras
útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras
pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su
yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces
decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio,
cerca de Subiaco.
En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en
Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una
manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local
envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues
su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar (Dial.
II, 8). En realidad, tomó esta decisión porque había entrado
en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia
monástica.
Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio
hacia el monte Cassio —una altura que, dominando la llanura
circunstante, es visible desde lejos—, tiene un carácter
simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón
de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública
en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad
a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del
año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su
Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio
que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando
en el mundo entero.
En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio
nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un
clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no
hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no
era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y
en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y
precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida
cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su
misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como «escuela
del servicio del Señor» (Prol. 45) y pide a sus
monjes que «nada se anteponga a la Obra de
Dios» (43, 3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de
las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer
lugar, un acto de escucha (Prol. 9-11), que después debe
traducirse en la acción concreta. «El
Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos
consejos», afirma (Prol. 35).
Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda
entre acción y contemplación «para que en
todo sea glorificado Dios» (57, 9). En contraste con una
autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se
exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de
san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino
trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no
debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así,
sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de
paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada
por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la
que dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este
modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza
la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza
de Dios.
A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del
abad, que en el monasterio «hace las veces
de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo
en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de
belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse
un autorretrato de san Benito, pues —como escribe san Gregorio
Magno— «el santo de ninguna manera podía
enseñar algo diferente de lo que vivía» (Dial. II,
36). El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un
maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo
inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar
la ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir
más que a mandar» (64, 8), y a «enseñar
todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras»
(2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también
debe escuchar «el consejo de los hermanos»
(3, 2), porque «muchas veces el Señor
revela al más joven lo que es mejor» (3, 3). Esta
disposición hace sorprendentemente moderna una Regla
escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad
pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber
escuchar y aprender de lo que escucha.
San Benito califica la Regla como «mínima,
escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en realidad,
ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también
para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios.
Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre
lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido
su fuerza iluminadora hasta hoy.
Pablo VI, al proclamar el 24 de
octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía
reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través
de la Regla para la formación de la civilización y de la
cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido
profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe
de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías,
se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son
importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos,
pero es necesario también suscitar una renovación ética y
espiritual que se inspire en las raíces cristianas del
continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin
esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de
sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí
mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo
XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una
regresión sin precedentes en la atormentada historia de la
humanidad» (Discurso a la asamblea plenaria del
Consejo pontificio para la cultura, 12 de enero de 1990, n.
1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28
de enero de 1990, p. 6). Al buscar el verdadero progreso,
escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una
luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero
maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.
(catequesis
pronunciada el miércoles 12 de marzo de 2008 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero hablar de dos escritores eclesiásticos, Boecio y
Casiodoro, que vivieron en unos de los años más tormentosos del
Occidente cristiano y, en particular, de la península italiana.
Odoacro, rey de los hérulos, una etnia germánica, se había
rebelado, acabando con el imperio romano de Occidente (año 476),
pero muy pronto sucumbió ante los ostrogodos de Teodorico, que
durante algunos decenios controlaron la península italiana.
Boecio
Boecio nació en Roma, en torno al año 480, de la noble estirpe
de los Anicios; siendo todavía joven, entró en la vida pública,
logrando ya a los 25 años el cargo de senador. Fiel a la
tradición de su familia, se comprometió en política, convencido
de que era posible armonizar las líneas fundamentales de la
sociedad romana con los valores de los nuevos pueblos. Y en este
nuevo tiempo de encuentro de culturas consideró como misión suya
reconciliar y unir esas dos culturas, la clásica y romana, con
la naciente del pueblo ostrogodo. De este modo, fue muy activo
en política, incluso bajo Teodorico, que en los primeros tiempos
lo apreciaba mucho.
A pesar de esta actividad pública, Boecio no descuidó los
estudios, dedicándose en particular a profundizar en los temas
de orden filosófico-religioso. Pero escribió también manuales de
aritmética, de geometría, de música y de astronomía: todo con la
intención de transmitir a las nuevas generaciones, a los nuevos
tiempos, la gran cultura grecorromana. En este ámbito, es decir,
en el compromiso por promover el encuentro de las culturas,
utilizó las categorías de la filosofía griega para proponer la
fe cristiana, buscando una síntesis entre el patrimonio
helenístico-romano y el mensaje evangélico. Precisamente por
esto, Boecio ha sido considerado el último representante de la
cultura romana antigua y el primero de los intelectuales
medievales.
Ciertamente su obra más conocida es el De consolatione
philosophiae, que compuso en la cárcel para dar sentido a su
injusta detención. Había sido acusado de complot contra el rey
Teodorico por haber defendido en un juicio a un amigo, el
senador Albino. Pero se trataba de un pretexto: en realidad,
Teodorico, arriano y bárbaro, sospechaba que Boecio sentía
simpatía por el emperador bizantino Justiniano. De hecho,
procesado y condenado a muerte, fue ejecutado el 23 de octubre
del año 524, cuando sólo tenía 44 años.
Precisamente a causa de su dramática muerte, puede hablar por
experiencia también al hombre contemporáneo y sobre todo a las
numerosísimas personas que sufren su misma suerte a causa de la
injusticia presente en gran parte de la "justicia humana". Con
esta obra, en la cárcel busca consuelo, busca luz, busca
sabiduría. Y dice que, precisamente en esa situación, ha sabido
distinguir entre los bienes aparentes, que en la cárcel
desaparecen, y los bienes verdaderos, como la amistad auténtica,
que en la cárcel no desaparecen.
El bien más elevado es Dios: Boecio aprendió —y nos lo enseña a
nosotros— a no caer en el fatalismo, que apaga la esperanza. Nos
enseña que no gobierna el hado, sino la Providencia, la cual
tiene un rostro. Con la Providencia se puede hablar, porque la
Providencia es Dios. De este modo, incluso en la cárcel, le
queda la posibilidad de la oración, del diálogo con Aquel que
nos salva. Al mismo tiempo, incluso en esta situación, conserva
el sentido de la belleza de la cultura y recuerda la enseñanza
de los grandes filósofos antiguos, griegos y romanos, como
Platón, Aristóteles —a los que había comenzado a traducir del
griego al latín—, Cicerón, Séneca y también poetas como Tibulo y
Virgilio.
La filosofía, en el sentido de búsqueda de la verdadera
sabiduría, es, según Boecio, la verdadera medicina del alma
(Libro I). Por otra parte, el hombre sólo puede experimentar la
auténtica felicidad en la propia interioridad (libro II). Por
eso, Boecio logra encontrar un sentido al pensar en su tragedia
personal a la luz de un texto sapiencial del Antiguo Testamento
(Sb 7, 30-8, 1) que cita: "Contra la Sabiduría no
prevalece la maldad. Se despliega vigorosamente de un confín al
otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo"
(Libro III, 12: PL 63, col. 780).
Por tanto, la así llamada prosperidad de los malvados resulta
mentirosa (libro IV), y se manifiesta la naturaleza providencial
de la adversa fortuna. Las dificultades de la vida no
sólo revelan hasta qué punto esta es efímera y breve, sino que
resultan incluso útiles para descubrir y mantener las auténticas
relaciones entre los hombres. De hecho, la adversa fortuna
permite distinguir los amigos falsos de los verdaderos y da a
entender que no hay nada más precioso para el hombre que una
amistad verdadera. Aceptar de forma fatalista una condición de
sufrimiento es totalmente peligroso, añade el creyente Boecio,
pues "elimina en su raíz la posibilidad
misma de la oración y de la esperanza teologal, en las que se
basa la relación del hombre con Dios" (Libro V, 3: PL
63, col. 842).
La peroración final del De consolatione philosophiae
puede considerarse como una síntesis de toda la enseñanza que
Boecio se dirige a sí mismo y a todos los que puedan encontrarse
en su misma situación. En la cárcel escribe: "Luchad,
por tanto, contra los vicios, dedicaos a una vida de virtud
orientada por la esperanza que eleva el corazón hasta alcanzar
el cielo con las oraciones alimentadas por la humildad. Si os
negáis a mentir, la imposición que habéis sufrido puede
transformarse en la enorme ventaja de tener siempre ante los
ojos al juez supremo que ve y que sabe cómo son realmente las
cosas" (Libro V, 6: PL 63, col. 862).
Todo detenido, independientemente del motivo por el que haya
acabado en la cárcel, intuye cuán dura es esta particular
condición humana, sobre todo cuando se embrutece, como sucedió a
Boecio, por la tortura. Pero es particularmente absurda la
condición de aquel que, como Boecio —a quien la ciudad de Pavía
reconoce y celebra en la liturgia como mártir en la fe—, es
torturado hasta la muerte únicamente por sus convicciones
ideales, políticas y religiosas. De hecho, Boecio, símbolo de un
número inmenso de detenidos injustamente en todos los tiempos y
en todas las latitudes, es una puerta objetiva para entrar en la
contemplación del misterioso Crucificado del Gólgota.
Casiodoro
Marco Aurelio Casiodoro fue contemporáneo de Boecio. Calabrés,
nacido en Squillace hacia el año 485, murió ya anciano en
Vivarium, alrededor del año 580. También él era de un
elevado nivel social. Se dedicó a la vida política y al
compromiso cultural como pocos en el Occidente romano de su
tiempo. Quizá los únicos que se le podían igualar en este doble
interés fueron el ya recordado Boecio, y el futuro Papa de Roma
san Gregorio Magno (590-604).
Consciente de la necesidad de que no cayera en el olvido todo el
patrimonio humano y humanístico, acumulado en los siglos de oro
del Imperio romano, Casiodoro colaboró generosamente, en los más
elevados niveles de responsabilidad política, con los pueblos
nuevos que habían cruzado las fronteras del Imperio y se habían
establecido en Italia. También él fue modelo de encuentro
cultural, de diálogo y de reconciliación. Las vicisitudes
históricas no le permitieron realizar sus sueños políticos y
culturales, orientados a crear una síntesis entre la tradición
romano-cristiana de Italia y la nueva cultura gótica. Sin
embargo, esas mismas vicisitudes lo convencieron de que el
movimiento monástico, que se estaba consolidando en las tierras
cristianas, era providencial. Decidió apoyarlo, dedicándole
todas sus riquezas materiales y sus fuerzas espirituales.
Tuvo la idea de encomendar precisamente a los monjes la tarea de
recuperar, conservar y transmitir a las generaciones futuras el
inmenso patrimonio cultural de los antiguos para que no se
perdiera. Por eso fundó Vivarium, un cenobio en el que
todo estaba organizado de manera que se considerara sumamente
precioso e irrenunciable el trabajo intelectual de los monjes.
Estableció también que los monjes que no tenían una formación
intelectual no se dedicarán sólo al trabajo material, a la
agricultura, sino también a transcribir manuscritos para
contribuir a la transmisión de la gran cultura a las futuras
generaciones. Y esto sin detrimento alguno del compromiso
espiritual monástico y cristiano y de la actividad caritativa en
favor de los pobres.
En su enseñanza, distribuida en varias obras, pero sobre todo en
el tratado De anima y en las Institutiones divinarum
litterarum, la oración (cf. PL 69, col. 1108),
alimentada por la sagrada Escritura y particularmente por la
meditación asidua de los Salmos (cf. PL 69, col. 1149),
ocupa siempre un lugar central como alimento necesario para
todos.
Este doctísimo calabrés, por ejemplo, introduce así su
Expositio in Psalterium: "Rechazados y
abandonados en Rávena los deseos de hacer carrera política,
caracterizada por el sabor desagradable de las preocupaciones
mundanas, habiendo gozado del Salterio, libro venido del cielo
como auténtica miel para el alma, me dediqué ávidamente como un
sediento a escrutarlo sin cesar y a dejarme impregnar totalmente
por esa dulzura saludable, después de haberme saciado de las
innumerables amarguras de la vida activa" (PL 70,
col. 10).
La búsqueda de Dios, orientada a su contemplación —escribe
Casiodoro—, sigue siendo la finalidad permanente de la vida
monástica (cf. PL 69, col. 1107). Sin embargo, añade que,
con la ayuda de la gracia divina (cf. PL 69, col.
1131.1142), se puede disfrutar mejor de la Palabra revelada
utilizando las conquistas científicas y los instrumentos
culturales "profanos" que poseían ya los griegos y los romanos (cf.
PL 69, col. 1140). Casiodoro se dedicó personalmente a
los estudios filosóficos, teológicos y exegéticos sin una
creatividad particular, pero prestando atención a las
intuiciones que consideraba válidas en los demás. Leía con
respeto y devoción sobre todo a san Jerónimo y
san Agustín. De
este último decía: "En san Agustín hay
tanta riqueza que me parece imposible encontrar algo que no haya
sido tratado ampliamente por él" (cf. PL 70, col.
10).
Citando a san Jerónimo, exhortaba a los monjes de Vivarium:
"No sólo alcanzan la palma de la victoria
los que luchan hasta derramar la sangre o los que viven en
virginidad, sino también todos aquellos que, con la ayuda de
Dios, vencen los vicios del cuerpo y conservan la recta fe. Pero
para que podáis vencer más fácilmente, con la ayuda de Dios, los
atractivos del mundo y sus seducciones, permaneciendo en él como
peregrinos siempre en camino, tratad de buscar ante todo la
saludable ayuda sugerida por el salmo 1, que recomienda meditar
noche y día en la ley del Señor. Si toda vuestra atención está
centrada en Cristo, el enemigo no encontrará ninguna entrada
para asaltaros" (De Institutione Divinarum
Scripturarum, 32: PL 70, col. 1147D-1148A).
Es una advertencia que podemos considerar válida también para
nosotros. En efecto, también nosotros vivimos en un tiempo de
encuentro de culturas, de peligro de violencia que destruye las
culturas, y en el que es necesario esforzarse por transmitir los
grandes valores y enseñar a las nuevas generaciones el camino de
la reconciliación y de la paz. Encontramos este camino
orientándonos hacia el Dios que tiene rostro humano, el Dios que
se nos reveló en Cristo.
(catequesis
pronunciada el miércoles 31 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Entre finales del siglo IV e inicios del V, otro
Padre de la Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó
decididamente a la difusión y a la consolidación del
cristianismo en el norte de Italia: se trata de san Máximo, que
era obispo de Turín en el año 398, un año después de la muerte
de san Ambrosio. Tenemos muy pocas noticias de él; pero, en
compensación, ha llegado hasta nosotros una colección de cerca
de noventa Sermones. En ellos se puede constatar la
profunda y vital relación del obispo con su ciudad, que
atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio
episcopal de san Ambrosio y el de san Máximo.
En aquel tiempo, fuertes tensiones turbaban la
convivencia civil ordenada. En este contexto, san Máximo logró
unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor y
maestro. La ciudad estaba amenazada por diversos grupos de
bárbaros que, tras penetrar por las fronteras orientales,
avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por esto, Turín estaba
constantemente protegida por guarniciones militares; y en los
momentos críticos se convertía en el refugio de las poblaciones
que huían del campo y de los centros urbanos que carecían de
protección.
Las intervenciones de san Máximo, ante esta
situación, manifiestan el compromiso de reaccionar ante la
degradación civil y ante la disgregación. Aunque resulta difícil
determinar la composición social de los destinatarios de los
Sermones, parece que la predicación de san Máximo, para no
quedarse en generalidades, se dirigía específicamente a un
núcleo selecto de la comunidad cristiana de Turín, constituido
por ricos propietarios de tierras, que tenían sus fincas en el
campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión
pastoral del Obispo, que concibió esta predicación como el
camino más eficaz para mantener y reforzar su vinculación con el
pueblo.
Para ilustrar, desde esta perspectiva, el
ministerio de san Máximo en su ciudad, quiero presentar como
ejemplo los Sermones 17 y 18, dedicados a un tema siempre
actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades
cristianas. También en este ámbito existían fuertes tensiones en
la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. "Uno no piensa en
las necesidades del otro —constata amargamente el Obispo en su
Sermón número 17—. En efecto, muchos cristianos no sólo
no distribuyen lo que tienen, sino que incluso roban lo de los
demás. No sólo no llevan a los pies de los apóstoles el dinero
que han recogido, sino que además apartan de los pies de los
sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda". Y concluye: "En
nuestra ciudad hay muchos huéspedes o peregrinos. Haced lo que
habéis prometido" al aceptar la fe, "para que no se diga también
de vosotros lo que se dijo de Ananías: "No habéis mentido a los
hombres, sino a Dios"" (Sermón 17, 2-3).
En el Sermón sucesivo, el número 18, san
Máximo critica las formas comunes de aprovechamiento de las
desgracias ajenas. "Dime, cristiano —exhorta el Obispo a sus
fieles—; dime, ¿por qué te has apoderado de la presa abandonada
por los ladrones? ¿Por qué has introducido en tu casa una
"ganancia", como piensas tú mismo, desgarrada y contaminada?".
"Tal vez —añade— dices que la has comprado y por esto crees que
evitas la acusación de avaricia. Pero de este modo lo que se
compra no corresponde a lo que se vende. Comprar es algo bueno,
pero en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando
se vende lo que ha sido robado en un saqueo. (...) Así pues, el
que compra para restituir se comporta como cristiano y como
ciudadano" (Sermón 18, 3).
Sin hacerlo de modo muy notorio, san Máximo
llegó a predicar una relación profunda entre los deberes del
cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana
significa también asumir los compromisos civiles; y, por el
contrario, el cristiano que, "aun pudiendo vivir de su trabajo,
arrebata la presa del otro con el furor de las fieras", o
"acecha a su vecino, tratando de arañar cada día parte de sus
confines, de adueñarse de sus productos", ni siquiera le parece
semejante a la zorra que degüella las gallinas, sino al lobo que
se lanza contra los cerdos (Sermón 41, 4).
Por lo que se refiere a la prudente actitud de
defensa asumida por san Ambrosio para justificar su famosa
iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra, se pueden
ver con claridad los cambios históricos que se produjeron en la
relación entre el Obispo y las instituciones ciudadanas.
Contando ya con el apoyo de una legislación que pedía a los
cristianos que contribuyeran al rescate de los prisioneros, san
Máximo, al derrumbarse las autoridades civiles del Imperio
romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este
sentido un auténtico poder de control sobre la ciudad. Este
poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta
llegar a suplir la ausencia de los magistrados y de las
instituciones civiles. En este contexto, san Máximo no sólo se
dedica a reavivar en los fieles al amor tradicional a la
patria terrena, sino que proclama también el deber preciso
de pagar los impuestos, aunque parezcan pesados y fastidiosos
(cf. Sermón 26, 2).
En suma, el tono y el contenido de los
Sermones implican una profunda conciencia de la
responsabilidad política del Obispo en las circunstancias
históricas específicas. Él es el "centinela" de la ciudad.
¿Quiénes son estos centinelas —se pregunta san Máximo en el
Sermón 92— "sino los excelentísimos obispos que, situados
por decirlo así en una roca elevada de sabiduría para la defensa
de los pueblos, ven desde lejos los males que van a llegar?".
Y en el Sermón 89 el Obispo de Turín
ilustra a los fieles sus tareas, sirviéndose de una comparación
singular entre la función episcopal y la de las abejas: Los
obispos —dice—, "como la abeja, observan la castidad del cuerpo,
proporcionan el alimento de la vida celestial y utilizan el
aguijón de la ley. Son puros para santificar, dulces para
reconfortar, severos para castigar". Así describe san Máximo la
tarea del obispo en su época.
En definitiva, el análisis histórico y literario
demuestra una conciencia cada vez mayor de la responsabilidad
política de la autoridad eclesiástica, en un contexto en el que
de hecho estaba sustituyendo a la civil. En efecto, esta es la
línea de desarrollo del ministerio del obispo en el noroeste de
Italia, desde san Eusebio, que vivía "como monje" en su ciudad,
Vercelli, hasta san Máximo de Turín, situado "como centinela" en
la roca más elevada de la ciudad.
Es evidente que hoy el contexto histórico,
cultural y social es muy diferente. El contexto actual es, más
bien, el que describió mi venerado predecesor, el Papa Juan
Pablo II, en la exhortación postsinodal
Ecclesia in Europa, en la que hace un articulado
análisis de los desafíos y de los signos de esperanza para la
Iglesia en Europa hoy (cf. nn. 6-22). En todo caso, aunque han
cambiado las circunstancias, siguen siendo válidas las
obligaciones del creyente con respecto a su ciudad y su patria.
En efecto, los compromisos del "ciudadano honrado" siguen
entrelazados con los del "buen cristiano".
Como conclusión, quiero recordar lo que dice la
constitución pastoral Gaudium et spes para aclarar uno de los aspectos más
importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia
entre la fe y la conducta, entre el Evangelio y la cultura. El
Concilio exhorta a los fieles "a que se afanen por cumplir
fielmente sus deberes temporales, guiados por el espíritu del
Evangelio. Se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros
no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la
futura, piensan que pueden por ello descuidar sus deberes
terrestres, sin comprender que ellos por su misma fe están más
obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha
sido llamado" (n. 43).
Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros
muchos Padres, hagamos nuestro el deseo del Concilio: que los
fieles tengan un deseo cada vez mayor de "ejercer todas sus
actividades terrestres, uniendo en una síntesis vital los
esfuerzos humanos, domésticos, profesionales, científicos o
técnicos con los bienes religiosos, bajo cuya altísima dirección
todo se coordina para la gloria de Dios" (ib.) y así para
el bien de la humanidad.
(catequesis
pronunciada el miércoles 17 de octubre de 2007 por Benedicto XVI a los
peregrinos)
Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de
Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos
noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV.
Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más
tarde fue instituido lector: así entró a formar parte del clero
de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia se encontraba
gravemente probada por la herejía arriana.
La gran estima que se tenía de san Eusebio explica su elección,
en el año 345, a la cátedra episcopal de Vercelli. El nuevo
obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de
evangelización en un territorio aún en gran parte pagano,
especialmente en las zonas rurales.
Inspirándose en san Atanasio, que había escrito la Vida de
san Antonio, iniciador del monacato en Oriente, fundó en
Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad
monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un
sello significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de
obispos importantes como Limenio y Honorato, sucesores de
Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara, Exuperancio en Tortona,
Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos
venerados por la Iglesia como santos.
Sólidamente formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con
todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por
el Credo de Nicea "de la misma
naturaleza del Padre". Con este fin se alió con los
grandes Padres del siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el
baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política filoarriana
del emperador.
Al emperador la fe arriana, por ser más sencilla, le parecía
políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no
contaba la verdad, sino la conveniencia política: quería
utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero
estos grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra
la dominación de la política.
Por este motivo, san Eusebio fue condenado al destierro, como
tantos otros obispos de Oriente y de Occidente: como el mismo
san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que hablamos en
la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis,
Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san
Eusebio escribió una página estupenda de su vida. También allí
fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos, y desde
allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte, como lo
demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya
autenticidad se reconoce.
Sucesivamente, después del año 360, fue desterrado a Capadocia y
a la Tebaida, donde sufrió malos tratos. En el año 361, muerto
Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el
apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como religión
del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al
destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver
a tomar posesión de su sede.
En el año 362 san Atanasio lo envió a participar en el concilio
de Alejandría, que decidió perdonar a los obispos arrianos con
tal de que volvieran al estado laical. San Eusebio pudo ejercer
aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el ministerio
episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que
inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de
Italia, de los que hablaremos en las próximas catequesis, como
san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.
La relación entre el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua
sobre todo en dos testimonios epistolares. El primero se
encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió
desde el destierro de Escitópolis "a los
amadísimos hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a
los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes
en la fe" (Ep. secunda, CCL 9, p. 104).
Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen
pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación,
al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del
padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases
llenas de cariño y amor.
Conviene notar, ante todo, la relación explícita que une al
Obispo con las sanctae plebes no sólo de Vercelli (Vercellae)
—la primera y, durante algunos años aún, la única diócesis de
Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia)
y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades
cristianas que, dentro de su misma diócesis, habían alcanzado
cierta consistencia y autonomía.
Otro elemento interesante nos lo ofrece la despedida con que se
concluye la Carta: san Eusebio pide a sus hijos e hijas
que saluden "también a quienes están fuera de la Iglesia y se
dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam
hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de
un signo evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no
se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía
también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de algún modo
su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.
El segundo testimonio de la relación singular del Obispo con su
ciudad proviene de la Carta que san Ambrosio de Milán
escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de veinte años
después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem
14: Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un
momento difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza,
san Ambrosio afirma que le cuesta reconocer en los vercelenses "la
descendencia de los santos padres, que aprobaron a Eusebio en
cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando incluso
a sus propios conciudadanos".
En la misma Carta, el Obispo de Milán atestigua con gran
claridad su estima con respecto a san Eusebio: "Un
hombre tan grande —escribe de modo perentorio—
mereció realmente ser elegido por toda la
Iglesia". La admiración de san Ambrosio por san Eusebio
se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli
gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida: "Con
la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia". De hecho,
también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía fascinado
por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san
Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.
El Obispo de Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en
hacer que su clero llevara vida común y lo educó en la "observancia
de las reglas monásticas, aun viviendo en medio de la ciudad".
El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los
ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente
cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo
(cf. Hb 13, 14). Así construyeron realmente una verdadera
ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos los
ciudadanos de Vercelli.
De este modo, san Eusebio, mientras hacía suya la causa de la
sancta plebs de Vercelli, vivía en medio de la ciudad como
un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no
obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo
demás, parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un
servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios
marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas.
Ese "rasgo" monástico, más bien, confería una dimensión peculiar
a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles, por
los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles
de la Iglesia "están en el mundo" (Jn 17, 11), pero no
son "del mundo". Por eso, como recordaba san Eusebio, los
pastores deben exhortar a los fieles a no considerar las
ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la
Ciudad futura, la definitiva Jerusalén celestial.
Esta "reserva escatológica" permite a los pastores y a los
fieles respetar la escala correcta de valores, sin doblegarse
jamás a las modas del momento y a las pretensiones injustas del
poder político que gobierna. La auténtica escala de valores
—parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los
emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre
perfecto, igual al Padre en la divinidad, pero hombre como
nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores, san Eusebio no
se cansa de "recomendar encarecidamente" a
sus fieles que "conserven con gran esmero la fe, mantengan la
concordia y sean asiduos en la oración" (Ep. Secunda,
cit.).
Queridos amigos, también yo os
recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que
os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo
obispo Eusebio concluía su segunda Carta: "Me
dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e
hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para que
(...) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera
de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos
de amor" (ib.).