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LECTIO DIVINA MES DE MAYO DE 2013 Si quiere recibirla diariamente, por favor, apúntese aquí El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-.
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Santos Felipe y Santiago (3 de mayo)
Felipe, originario de Betsaida, una comunidad helenizada, fue discípulo de Juan el Bautista y uno de los primeros discípulos de Jesús (Jn 1,43). Su nombre griego hace suponer su pertenencia a una comunidad helenística. También los recuerdos evangélicos nos hablan de sus relaciones con los paganos (Jn 12,20-30). El evangelio de Juan nos refiere otras tres intervenciones suyas (1,45; 6,5-7; 14,8). Según la tradición, Felipe evangelizó Turquía, donde murió mártir. A Santiago, hijo de Alfeo (Me 3,18), llamado «el menor» por la tradición, se le identifica como «hermano del Señor» (Me 6,3) y es el autor de la Carta de Santiago. Fue testigo privilegiado de la resurrección de Jesús (1 Cor 15,7) y ocupó un puesto preeminente en la comunidad de Jerusalén. Tras la dispersión de los apóstoles, en los años 36-37, Santiago aparece como cabeza de la Iglesia madre (Hch 21,18-26). Murió mártir hacia el año 62.
LECTIO Primera lectura: 1 Corintios 15,1-8 1 Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié, que recibisteis y en el que habéis perseverado. 2 Es el Evangelio que os está salvando, si lo retenéis tal y como os lo anuncié; de no ser así, habríais creído en vano. 3 Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; 4 que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; 5 que se apareció a Pedro y luego a los Doce. 6 Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. 7 Luego se apareció a Santiago y, más tarde, a todos los apóstoles. 8 Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara.
**• El vocabulario empleado por Pablo al comienzo de esta página deja entrever la importancia fundamental de la tradición en los comienzos de la comunidad cristiana: «Yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí». A través de la tradición apostólica llegan a nosotros las noticias relativas al acontecimiento histórico-salvífico de la Pascua del Señor; a través de la tradición apostólica podemos remontarnos los cristianos a los orígenes e insertarnos en el flujo salvífico de aquella gracia. Encontramos aquí también una antiquísima profesión de fe que, con bastante probabilidad, se remonta a los primeros momentos de la vida de los cristianos: «Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce» (vv. 3-5). Si es verdad que la tradición apostólica nos transmite el mensaje que salva, también lo es que nuestra profesión de fe actualiza ese mismo mensaje y lo hace eficaz para la salvación. El apóstol de los gentiles se preocupa también de citar a los primeros grandes testigos del Señor resucitado: Pedro, en primer lugar, y, a continuación, Santiago y todos los demás apóstoles; al final se encuentra el mismo Pablo, último entre todos, aunque es un eslabón importante de esta misma tradición.
Evangelio: Juan 14,6-14 En aquel tiempo, 6 Jesús le respondió a Tomás: -Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí. 7 Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Desde ahora lo conocéis, pues ya lo habéis visto. 8 Entonces Felipe le dijo: -Señor, muéstranos al Padre; eso nos basta. 9 Jesús le contestó: - Llevo tanto tiempo con vosotros ¿y aún no me conoces, Felipe? El que me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo me pides que os muestre al Padre? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que os digo no son palabras mías. Es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra. 11 Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; si no creéis en mis palabras, creed al menos en las obras que hago. 12 Os aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, e incluso otras mayores, porque yo me voy al Padre. 13 En efecto, cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os la concederé, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. 14 Os concederé todo lo que pidáis en mi nombre.
*•• Si la primera lectura nos ha hablado de Santiago, ésta, en cambio, nos presenta un diálogo entre Felipe y Jesús, precedido de una autorrevelación que Jesús ofrece a Tomás. «Yo soy el camino, la verdad y la vida (v. 6); de este modo, a través del apóstol Tomás, Jesús nos indica a todos nosotros el camino que debemos recorrer para alcanzar la comunión con el Padre. Jesús es el único mediador entre el Padre y nosotros, y lo es desde siempre y para siempre. También a Felipe le habla Jesús del Padre: éste es el punto de conexión entre las dos partes del fragmento evangélico. Jesús confirma que, ya desde ahora y a través de su persona, podemos conocer a Dios; es más, podemos verle, y de este modo creer en la plena comunión que une a Jesús con Dios Padre. Y no sólo esto, sino que sus mismas palabras nos revelan la comunión que une a Jesús con el Padre y nuestra relación filial con el Padre. Escuchar y acoger la Palabra de Dios que llega a nosotros por medio del evangelio significa allanar el camino que nos conduce al Padre. Además de sus palabras, también las obras de Jesús -de las que conservamos un vivo recuerdo en los relatos evangélicos-, acogidas en la fe, constituyen otros tantos caminos que se abren ante nosotros para comprender la verdadera identidad de Jesús, su relación con el Padre y nuestra relación con ambos.
MEDITATIO Los dos apóstoles cuya fiesta celebramos hoy nos recuerdan dos aspectos fundamentales de nuestra experiencia de fe. Por un lado, Santiago nos conduce al carácter fundamental de la traditio apostólica. Ésta es importante y fundamental no tanto porque esté ligada a algunas personas, sino porque es de origen divino, dado que ha sido establecida por el mismo Jesús. También el objeto de la tradición apostólica hace a esta última preciosa e ineludible: estoy aludiendo sobre todo a la memoria de la pasión y muerte, resurrección y apariciones del Jesús resucitado a los Doce. De ahí que la tradición sea, al mismo tiempo, apostólica y pascual: en ella se inserta nuestra fe, aunque nos separen veinte siglos de historia. El apóstol Felipe sugiere otra pista a nuestra meditación: él desea ver el rostro del Padre, y Jesús le responde que los rasgos de aquel rostro están ya presentes en él. Nuestra búsqueda del rostro de Dios, que en ocasiones se vuelve espasmódica y dolorosa, tampoco debería apartarse nunca de la pista que nos ofrecen los recuerdos evangélicos. Sólo una asidua y metódica frecuentación de los evangelios nos puede ofrecer un conocimiento suficiente y liberador de la personalidad de Jesús de Nazaret, de su misterio profundo, de su proyecto salvífico. Y de este modo, a través de esta pista, podremos entrever los rasgos de aquel rostro paterno al que toda la humanidad, de una manera más o menos explícita, tiende y anhela.
ORATIO ¡Muéstranos, Señor, tu rostro y estaremos salvados! Señor, queremos acoger a través de tu rostro, que es un rostro paterno, materno, misericordioso, la salvación que brota de tu corazón. Concédenos, oh Dios, ser capaces de captar a través de tu rostro la ternura de tu corazón. Tu rostro busco, Señor, muéstrame tu rostro. Aunque en mi vida he buscado a otros en vez de a ti, aunque he deseado a otros en vez de a ti, oh Dios, hoy quiero reconocerte como mi único bien, como mi único deseo, como mi única meta. Tu gloria, oh Dios, brilla en el rostro de Cristo. El de Jesús es un rostro humano, como el mío y como el de muchos hermanos y hermanas en la fe. Concédeme, oh Dios, reconocer tu presencia en la imagen tuya que has estampado en el rostro de mis hermanos y mis hermanas: los que caminan junto a mí, los que habitan cerca de mí, los que sufren en este valle de lágrimas.
CONTEMPLATIO «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El gran jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, n. 16).
ACTIO Repite y medita con frecuencia durante este día las palabras del apóstol Felipe: «Señor, muéstranos al Padre; eso nos basta» (Jn 14,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Mientras estaba sentado en el Ermitage frente al cuadro, tratando de empaparme de lo que veía, muchos grupos de turistas pasaban por allí. Aunque no estaban ni un minuto ante el cuadro, la mayoría de los guías se lo describían como el cuadro que representaba a un padre compasivo, y la mayoría hacían referencia al hecho de que fue uno de los últimos cuadros que Rembrandt pintó después de llevar una vida de sufrimiento. Así pues, de esto es de lo que trata el cuadro. Es la expresión humana de la compasión divina. En vez de llamarse El regreso del hijo pródigo, muy bien podría haberse llamado La bienvenida del padre misericordioso. Se pone menos énfasis en el hijo que en el padre. La parábola es en realidad una «parábola del amor del Padre» Al ver la forma como Rembrandt retrata al padre, surge en mi interior un sentimiento nuevo de ternura, misericordia y perdón. Pocas veces, si lo ha sido alguna vez, el amor compasivo de Dios ha sido expresado de forma tan conmovedora. Cada detalle de la figura del padre -la expresión de su cara, su postura, los colores de su ropa y, sobre todo, el gesto tranquilo de sus manos- habla del amor divino hacia la humanidad, un amor que existe desde el principio y para siempre. Aquí se une todo: la historia de Rembrandt, la historia de la humanidad y la historia de Dios. Tiempo y eternidad se cruzan; la proximidad de la muerte y la vida eterna se tocan. Pecado y perdón se abrazan; lo divino y lo humano se hacen uno. Lo que da al retrato del padre un poder tan irresistible es que lo más divino está captado en lo más humano (H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, PPC, Madrid 51995, p. 101). |
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San Matías (14 de mayo)
Según Eusebio de Cesárea, Matías habría sido uno de los setenta discípulos a los que Jesús -según el testimonio de Lc 10,1 ss- envió en misión. Es cierto que Matías constituye la duodécima columna en el colegio apostólico. Los Once le eligieron para sustituir a Judas, que había entregado a Jesús a sus verdugos. Fue elegido precisamente porque había seguido a Jesús durante su ministerio público, desde su bautismo por Juan el Bautista hasta el día de la ascensión de Jesús al cielo. Su nombre se encuentra en la segunda lista de santos del canon romano.
LECTIO Primera lectura: Hechos 1,15-17.20-26 15 Uno de aquellos días se levantó Pedro en medio de los hermanos, que eran unos ciento veinte, y dijo: 16 -Hermanos, tenía que cumplirse la Escritura que había anunciado el Espíritu Santo por boca de David acerca de Judas, el que guió a los que prendieron a Jesús. 17 Era uno de los nuestros y participaba de este ministerio. 20 Así está escrito en el libro de los Salmos: Que su morada quede desierta, y no haya quien la habite. Y también: Que otro ocupe su cargo. 21 Se impone, por tanto, que uno de los que nos acompañaron durante todo el tiempo que el Señor Jesús estuvo con nosotros, 22 comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue elevado a los cielos, entre a formar parte de nuestro grupo, para ser con nosotros testigo de su resurrección. 21 Presentaron a dos: a José, apellidado Barsabás, por sobrenombre Justo, y a Matías. 22 Y oraron así: -Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, señala a cuál de estos dos has elegido 25 para ocupar, en este ministerio apostólico, el puesto del que se apartó Judas para irse al lugar que le correspondía. 26 Echaron suertes y le tocó a Matías, y quedó asociado al grupo de los once apóstoles.
*•• Pedro, al comienzo de su ministerio apostólico, se preocupa de dar a conocer a la primitiva comunidad cristiana la importancia que tiene proceder a la recomposición del número de los apóstoles: doce. Este número, en efecto, no tiene sólo un valor simbólico, sino también y sobre todo un valor histórico. Es absolutamente necesario sustituir a Judas, que había desertado de la fe y hecho incompleto aquel número. Sólo así podrá continuar la tradición apostólica su tarea de manera eficaz y creíble. El candidato, para ser auténtico testigo, debe haber compartido los acontecimientos históricos del ministerio público de Jesús: también este detalle es digno de la máxima atención, a fin de atestiguar que el magno acontecimiento de la resurrección del Señor debe ser referido y reconducido al acontecimiento del Jesús prepascual. En efecto, la fe, para el cristiano, se inserta en la historia, y la historia se abre a Dios, que la visita y la salva. Es digno de señalar el hecho de que todo esto termina con una oración (cf. vv. 24ss) con la que los apóstoles dejan entender claramente que la elección realizada no es obra suya, sino que ha sido confiada totalmente a la voluntad y a la intervención del Señor. Ésta es también una óptima enseñanza para nosotros: siempre hemos de tener abiertas nuestras decisiones a la voluntad de Dios e inspirar nuestras opciones en las de Dios.
Evangelio: Juan 15,9-17 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 9 Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. 10 Pero sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. 11 Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo. 12 Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado. 13 Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. 15 En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre. 16 No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para que vayáis y deis fruto abundante y duradero. Así, el Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre. 17 Lo que yo os mando es esto: que os améis los unos a los otros.
**• El mensaje que nos transmite Juan el Bautista respecto a la importancia de los apóstoles en la vida de la Iglesia podemos resumirlo en estos puntos neurálgicos: en primer lugar, el apóstol comparte la misma misión con Jesús, que le ha elegido y le ha enviado. Y, antes, Jesús y sus discípulos comparten el mismo amor que Dios Padre les ha entregado. Por eso el apóstol, antes que nada, debe permanecer en el amor: en el amor de Jesús a ellos y en el amor del Padre a Jesús. Permanecer en el amor significa vivir en la comunión perfecta, que es, al mismo tiempo, horizontal y vertical, es decir, con los hermanos en la fe y con Dios, término último de nuestro amor. El verdadero discípulo de Jesús, precisamente porque se siente amado y comparte con Jesús el amor de Dios Padre, sabe que tiene que observar un mandamiento, al que no puede sustraerse: el mandamiento del amor. También nosotros, como verdaderos discípulos de Jesús, nos sentimos movilizados a amar: una movilización que no suprime en absoluto la libertad de la adhesión; al contrario, la exalta. Por último, el verdadero discípulo de Jesús, que ha adquirido ahora la plena conciencia de ser su amigo, se siente llamado a vivir este amor «hasta el final», esto es, hasta la entrega de sí mismo. No sería amistad verdadera la que no estuviera dispuesta a alcanzar también esta meta. En esto se diferencia el amigo del siervo.
MEDITATIO Nuestra meditación se detiene en el insondable mensaje que se desprende de la página evangélica que acabamos de leer hace un momento. Es el binomio apóstol amigo el que atrae, sobre todo, nuestra atención. En primer lugar, para comprender que el apostolado –todo apostolado- no se reduce sólo a una misión, aunque sea de origen divino, que pueda resolverse en actitudes de pura obediencia formal. El apostolado es, ante todo, amor acogido y correspondido. El apóstol es alguien que se siente llamado a amar, a amar hasta el extremo, a amar más allá de toda humana posibilidad, a amar a todos, siempre, a amar hasta la entrega total de sí mismo. Precisamente como Jesús: como Jesús hizo respecto a su Padre, así también se siente llamado a hacer el apóstol respecto a Dios y a los hermanos. En segundo lugar, el apostolado ha de ser reconducido a un mandamiento: un mandamiento divino que, como tal, una vez acogido no puede ser desatendido o dejado de lado. El apóstol se siente «movilizado» por Alguien cuyo precepto es fuente de libertad y de alegría. Una libertad que no consiste en hacer simplemente lo que se quiere, sino en hacer lo que complace al Amado, por amor, sólo por amor. Y una alegría que no se mide según las capacidades humanas, sino que es un don exquisito del amor que nos ha sido dado y que, a nuestra vez, damos a los otros. Por último, el apóstol tiene plena conciencia de haber sido elegido: no es él el sujeto principal de la misión que desarrolla, sino Aquel que le ha elegido y enviado. No es él quien tiene que tomar la iniciativa de la misión, sino Aquel que le ha mirado con amor y predilección. No es él quien tiene que dar fruto, sino Aquel que le ha amado y le ha elegido previamente.
ORATIO Señor Jesús, quiero ser tu amigo. No mirar mis méritos, sino sólo tu corazón misericordioso. Seré tu amigo únicamente si tú no cesas de mirarme con un amor de predilección, perdonando mi pecado. Señor Jesús, quiero ser tu amigo. Sé que necesitas colaboradores libres y alegres, y yo quiero ser uno de ellos. Libera mi corazón de todo vínculo de pecado y hazlo capaz de amar como tú me has amado y me amas siempre. Señor Jesús, quiero ser tu amigo, uno de tus predilectos, porque me has dicho y confiado todo lo que tenías en el corazón, porque me has dado todo lo que tu corazón puede dar, porque me has introducido en los secretos de tu amor al Padre. Señor Jesús, quiero ser tu amigo, porque todavía tengo que aprender mucho de ti y tú tienes que confiarme y entregarme aún muchas cosas. Podré decir que soy tu amigo sólo cuando me hayas configurado totalmente a ti, identificado por completo al Padre.
CONTEMPLATIO El don total de nuestro amor a Dios y el don que él nos hace a cambio, la completa y eterna unión, es el estado más elevado al que podemos acceder, el grado superior de la oración. Las almas que lo han alcanzado son verdaderamente el corazón de la Iglesia y en ellas vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios, no pueden hacer otra cosa que irradiar en otros corazones el amor divino, del que están repletas, y cooperar en la perfección de todos los hombres en la unión con Dios, que fue y es el gran deseo de Jesús. La historia oficial no habla de estas fuerzas invisibles e incalculables, pero la fe del pueblo creyente y el juicio atento y vigilante de la Iglesia las conocen, y nuestro tiempo se ve cada vez más obligado, cuando llega a faltar todo, a esperar la salvación última de estas fuentes escondidas (E. Stein).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy estas palabras de los apóstoles: «Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, señala a quién has elegido como testigo» (cf. Hch l,24ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Hemos sido llamados a ser siervos, de modo que el llegar a ser ministros es un compromiso progresivo a través del cual descubrimos siempre nuevas fronteras de servicio, de consagración, de disponibilidad, de entrega de nosotros mismos. Jesucristo es ministro así: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Me 10,45). Debemos pensar mucho sobre este aspecto, porque si no le prestamos atención, mientras se multiplican las dimensiones exteriores de la dimensión ministerial -pues ahora ya no se sabe qué es lo que no debe hacer un sacerdote, todos los días se descubre un nuevo confín-, existe el riesgo de perder el sentido de la interiorización de la misma. Es preciso no nacer de ministro, sino serlo. No prestar un servicio, sino servir, convertirse en siervos, ser consumidos, devorados por el servicio. Si el concilio ha vuelto a proponer con tanta solemnidad la expresión «sacerdocio ministerial» - y recuerdo que al principio había quien se ponía triste al oír calificar al sacerdocio como «ministerial», porque parecía una especie de diminutio capitis-, hoy nos damos cuenta de que la expresión es mucho menos trivial de lo que parecía. Al contrario, es extremadamente exigente en cuanto contenido y comprometedora para nuestra fidelidad: convertirse en siervos, convertirse en ministros, convertirse en sacramento del ministerio de Jesús, que se ofreció y se consumió hasta el extremo. Esta identificación del sacerdocio con la dimensión ministerial no debe ser separada nunca de la visión de aquella gracia que, a través de la dimensión ministerial del sacerdote, fluye en el cuerpo de la Iglesia y de la comunidad de los creyentes. La dimensión ministerial del sacerdote es vehículo de gracia, es esencialmente sacramental (A. Ballestrero). |
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Lunes de la 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 1,1-10 1 Toda sabiduría viene del Señor, y está con él por siempre. 2 ¿Quién puede contar la arena de los mares, las gotas de la lluvia y los días de la eternidad? 3 ¿Quién puede medir la altura de los cielos, la anchura de la tierra, el abismo y la sabiduría? 4 Antes de todo fue creada la sabiduría, la inteligente prudencia, desde la eternidad. 6 ¿A quién fue revelada la raíz de la sabiduría? ¿Quién conoce sus posibilidades? 8 Sólo hay uno sabio y muy temible: el Señor que se sienta en su trono, 9 él fue quien creó la sabiduría, la vio, la midió y la derramó sobre todas sus obras, 10 sobre todos los vivientes como don suyo; fue él quien se la brindó a los que lo aman.
**• El Eclesiástico o Sirácida figura entre los así llamados libros sapienciales, unos libros que tienen como característica común su destacado interés por la sabiduría: un camino humano y espiritual que, partiendo de una dimensión humana, llega a las cumbres de una experiencia divina. Nuestra lectura recoge el comienzo del Eclesiástico o Sirácida. Este segundo nombre deriva del autor, llamado Jesús, hijo de Sira y, por consiguiente, «Sirácida» (siglo II a. C). La situación histórico-religiosa explica el contenido del texto: el autor, ante la injerencia de la civilización griega en el mundo judío, exhorta a sus discípulos a permanecer fíeles a la enseñanza germina de la religión de sus padres. El íncipit de la lectura de hoy es la brújula que orienta de inmediato hacia una correcta y completa comprensión de la sabiduría. Se hace saber de inmediato al lector que la sabiduría viene de Dios, es una propiedad suya. Por eso, es un bien primordial, creado antes de todas las cosas, no sujeto a valoración humana, dado que supera con mucho todas las posibilidades de comprensión por parte de los hombres. Una segunda y poderosa afirmación nos revela que ese bien divino ha sido derramado sobre toda la creación. En ella encontramos los signos de la sabiduría divina. Pablo lo recuerda en su carta a los Romanos: «.Y e es que lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas» (Rom 1,20). Ante la inmensidad del mar o ante el centelleo de una noche estrellada o ante el esplendor de un atardecer encendido, no es difícil ascender al Creador y apreciar su divina belleza. La tercera gran afirmación cierra el fragmento y queda depositada como una semilla fructífera en la mente del lector: el lugar privilegiado en que está depositada es el corazón de aquellos que aman a Dios. Ya desde el comienzo se pone al lector en condiciones de crear un útil paralelismo entre sabiduría y amor. Quienes aman a Dios son los verdaderos sabios. En ellos mora la sabiduría, un atributo de Dios; más aún, Dios mismo. Ya se respira el aire oxigenado del Nuevo Testamento celebrando a Cristo como «sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).
Evangelio: Marcos 9,14-29 En aquel tiempo, subió Jesús al monte y, 14 cuando llegó donde estaban los otros discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos maestros de la Ley discutiendo con ellos. 15 Toda la gente, al verlo, quedó sorprendida y corrió a saludarlo. 16 Jesús les preguntó: -¿De qué estáis discutiendo con ellos? 17 Uno de entre la gente le contestó: -Maestro, te he traído a mi hijo, pues tiene un espíritu que lo ha dejado mudo. 18 Cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes hasta quedarse rígido. He pedido a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido. 19 Jesús les replicó: -¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo. 20 Se lo llevaron y, en cuanto el espíritu vio a Jesús, sacudió violentamente al muchacho, que cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos. 21 Entonces Jesús preguntó al padre: -¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? El padre contestó: -Desde pequeño. 22 Y muchas veces lo ha tirado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos. 23 Jesús le dijo: -Dices que si puedo. Todo es posible para el que tiene fe. 24 El padre del niño gritó al instante: -¡Creo, pero ayúdame a tener más fe! 25 Jesús, viendo que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: -Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él. 26 Y el espíritu salió entre gritos y violentas convulsiones. El niño quedó como muerto, de forma que muchos decían que había muerto. " Pero Jesús, cogiéndolo de la mano, lo levantó y él se puso en pie. 28 Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: -¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? 29 Les contestó: -Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración.
**• Un caso doloroso y difícil podría ser el título provisional del fragmento. «Doloroso» porque todas las personas implicadas son víctimas del sufrimiento: un joven gravemente enfermo (de epilepsia, con toda probabilidad), un padre angustiado por su hijo, los discípulos que no son capaces de poner remedio a pesar de su intervención, Jesús que se lamenta de la falta de fe. También, un caso «difícil» porque los discípulos «no han podido» (v. 18; literalmente, el verbo griego hace referencia a la fuerza y, en consecuencia, podría ser traducido por «no han tenido fuerza para ello»). Probablemente chocan con «el hombre fuerte» del que habla Mc 3,27 y se ven obligados a constatar, con amargura, el fracaso de su intento. De manera implícita, declaran la existencia de una fuerza maligna que ellos no son capaces de superar. Han sido driblados por el mal. En esta situación tenebrosa brillan dos luces, una un tanto débil y la otra muy luminosa: son el padre del enfermo y Jesús. El padre demuestra todo su afecto paterno porque no deja nada por intentar. No se resigna, tras el fracaso de los discípulos, a ver a su hijo presa de las convulsiones, rígido como un tronco, echando espumarajos y caído en el suelo. Recurre directamente al Maestro. Esta decisión denota la confianza que pone en Jesús: le acredita un poder superior al de los discípulos. Con ello ya deja irradiar un primer y tenue rayo de luz que procede de su fe. De sus palabras brota un segundo rayo, más intenso. Se presenta con la humildad del que pide algo («Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos»: v. 22) y con la conciencia de su propio límite {«¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!»: v. 24). En sus palabras no hay resentimiento contra los discípulos, que se han mostrado incapaces, sino sólo la amarga constatación de que su fuerza no iguala ni mucho menos es superior a la de los ocultos adversarios. Jesús acepta la súplica y transforma aquel pábilo de esperanza en el fuego de una certeza: «Todo es posible para el que tiene fe» (v. 23). La fe es un abandono en Dios, aceptar estar en sus manos de Padre. Si estamos con él, entonces nos volvemos fuertes, hasta el punto de poder superar al hombre fuerte, al demonio. Llegaremos a ser los más fuertes, porque compartiremos el mismo poder de Dios, el que Jesús activa en favor del muchacho enfermo cuando se dirige de una manera imperiosa al espíritu del mal («increpó»): «Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él» (v. 25). De la severidad con el Maligno a la ternura con el ex enfermo: Jesús le cogió de la mano y le hizo ponerse en pie (en griego se usa el mismo verbo para expresar la resurrección). Ahora es un joven resucitado a una nueva vida, gracias a la acción de Jesús y a la plegaria de intercesión y rica en fe de su padre. Llegados aquí, podemos modificar el título provisional; ya no hablaremos de Un caso doloroso y difícil, sino de El poder de la oración confiada. Hemos aprendido que mientras haya oración hay vida.
MEDITATIO Las lecturas nos invitan a ser más «sapienciales», o sea, a partir de la realidad no para detenernos en ella, sino para ascender hasta las cumbres de Dios. A él se sube por medio de la oración, que es, según Ch. de Foucauld, un pensar en Dios, amándole. El punto de partida varía según las circunstancias. Puede ser un aspecto de la naturaleza que nos hace apreciar la sabiduría del Creador, que lo ha dispuesto todo con orden y belleza. Galileo sostenía, por ejemplo, que existen dos grandes libros, el de la revelación (la Biblia) y otro siempre abierto: el de la creación. Es más difícil ser sapienciales cuando el punto de partida es doloroso, como una enfermedad que nos clava a una cama, una crisis que hace tambalearse nuestro equilibrio espiritual o psíquico, la traición de un amigo, un fracaso profesional... El padre del muchacho que hemos encontrado en el evangelio nos sirve de maestro. Antes que nada, es preciso dirigirse a Jesús, sea cual sea nuestro problema. El creyente, sin dejar de lado el recurso a los medios humanos, llama siempre a la puerta del cielo. A continuación, debemos hacer la oración con humildad y confianza.El cielo no es una caja fuerte cuya combinación conozcamos y podamos abrir cuando nos venga en gana. Es el encuentro con el Padre que Jesús nos ha hecho conocer y en cuyas manos nos ponemos enteramente: «Hágase tu voluntad». Esto se encuentra en la base de toda oración de petición y, por consiguiente, oramos sabiendo que es posible que Dios no acceda a lo que le pedimos. Dios sabe mejor que nosotros qué es el verdadero bien. De todos modos, es preciso orar también para alabar, agradecer, pedir perdón... De este modo seremos más sapienciales. La oración puede obtener lo imposible, como en el caso del evangelio. Incluso aunque no obtengamos lo que pidamos, la oración nos procura la sintonía con Dios, es expresión de nuestra filiación, de la comunión con el Espíritu en la intercesión perenne de Cristo. Orar es, sobre todo, encontrar el acceso y la conexión entre la tierra y el cielo. Todo esto es tan grande y hermoso que relativiza el que sea atendida o no nuestra petición.
ORATIO Señor Jesús, te suplicamos que permanezcas sordo a nuestra oración lloricona, quejica, oscurantista, velada de pesimismo, incapaz de mirar hacia adelante, porque no es oración, sino la proyección de nuestras dudas, de nuestras inseguridades y miopías espirituales. Ayúdanos a construir una oración que comience así: «Creo, ayúdame en mi incredulidad». Una oración que, partiendo de la conciencia de nuestros límites, como publicanos en el templo, sea capaz de abrirse en estrella para englobar todo y a todos, coloreada con los tonos del arco iris, bellos por su diversidad. Señor, ábrenos el corazón para percibir y saborear la grandeza del Padre, el amor del Espíritu. Y una vez sumergidos en el dinamismo trinitario seremos capaces de apreciar la sabiduría que regula el mundo: el de los astros, el de los vegetales, el de los animales. Sobre todo, estaremos en condiciones de descubrir constantemente la imagen divina que hay en cada hombre, incluso en el indiferente, malvado y depravado. Señálanos las fuentes genuinas de la oración. Antes que nada la bíblica, Palabra sugerida por ti para que podamos decirte cosas que te agradan; a continuación, la litúrgica, la florecida en la boca y el corazón de tus santos. Concédenos una oración festiva, coloreada, optimista, para que, entreteniéndonos contigo, nos veamos a nosotros mismos y al mundo con tus ojos y con la serena certeza de que a ti todo te es posible.
CONTEMPLATIO Es un hecho demostrado que los salmos, compuestos por inspiración divina, cuya colección forma parte de las sagradas Escrituras, ya desde los orígenes de la Iglesia sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre, y que además, por una costumbre heredada del antiguo Testamento, alcanzaron un lugar importante en la sagrada liturgia y en el oficio divino. De ahí nació lo que san Basilio llama «la voz de la Iglesia» y la salmodia, calificada por nuestro antecesor Urbano VIII como «hija de la himnodia que se canta asiduamente ante el trono de Dios y del Cordero», y que, según el dicho de san Atanasio, enseña, sobre todo a las personas dedicadas al culto divino, «cómo hay que alabar a Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a este tema, dice bellamente san Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo, y, porque se dignó alabarse, por eso el hombre halló el modo de alabarlo». Los salmos tienen, además, una eficacia especial para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En efecto, «si bien es verdad que toda Escritura, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, inspirada por Dios es útil para enseñar, según está escrito, sin embargo, el libro de los salmos, como el paraíso en el que se hallan (los frutos) de todos los demás (libros sagrados), prorrumpe en cánticos y, al salmodiar, pone de manifiesto sus propios frutos junto con aquellos otros». Estas palabras son también de san Atanasio, quien añade asimismo: «A mi modo de ver, los salmos vienen a ser como un espejo en el que quienes salmodian se contemplan a sí mismos y sus diversos sentimientos, y con esta sensación los recitan». San Agustín dice en el libro de sus Confesiones: «¡Cuánto lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu Iglesia, que resonaban dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían mucho bien». En efecto, ¿quién dejará de conmoverse ante aquellas frecuentes expresiones de los salmos en las que se ensalza de un modo tan elevado la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia, su bondad o clemencia y todos sus demás infinitos atributos, dignos de alabanza? ¿En quién no encontrarán eco aquellos sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o aquellas humildes y confiadas súplicas por lo que se espera recibir, o aquellos lamentos del alma que llora sus pecados? ¿Quién no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la realidad»)? (Pío X, constitución apostólica Divino Afflatu, en AAS [1911], pp. 633-635).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: « Todo es posible para el que tiene fe. Creo, pero ayúdame a tener más fe» (cf. Me 9,23.24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Prestad mucha atención, hijitos míos: el tesoro del cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por consiguiente, nuestro pensamiento debe dirigirse a donde está nuestro tesoro. Esa es la hermosa tarea del hombre: orar y amar. Si oráis y amáis, ya tenéis la felicidad del hombre sobre la tierra. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando alguien tiene el corazón puro y unido a Dios, es presa de una suavidad y dulzura que embriaga, es purificado por una luz que se difunde a su alrededor de una manera misteriosa. En esta unión íntima, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos entre sí y que nadie puede ya separar. ¡Cuan bella es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es ésta una felicidad que no podemos comprender. Nosotros nos habíamos vuelto indignos de orar; sin embargo, Dios, en su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada. Hijitos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración nos hace pregustar el cielo como algo que desciende hasta nosotros del paraíso. No nos deja nunca sin dulzura. En efecto, es miel que destila en el alma y nace que todo sea dulce. Los dolores se derriten como nieve al sol en la oración bien hecha. Y también nos da la oración esto otro: que el tiempo discurra con tanta velocidad y tanta felicidad que el hombre no advierte ya su duración [...]. Pienso siempre que, al adorar al Señor, obtendríamos todo lo que pidiéramos si orásemos con una fe viva y con un corazón totalmente puro (Juan María Vianney, Catéchisme sur la príére, París 1899, pp. 87-89). |
Martes de la 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 2,1-11 1 Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación; 2 orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes. 3 Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido. 4 Acepta lo que te venga y sé paciente en dolores y humillaciones. 5 Porque en el fuego se prueba el oro y los que agradan a Dios en el horno de la humillación. 6 Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él. 7 Los que teméis al Señor, poned en su amor vuestra esperanza, no os desviéis, no sea que caigáis. 8 Los que teméis al Señor tened confianza en él y no quedaréis sin recompensa. 9 Los que teméis al Señor, esperad sus bienes, la alegría eterna y el amor. 10 Pensad en las generaciones pasadas y ved: ¿Quién confió en el Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y fue desamparado? ¿Quién lo invocó y no fue escuchado? 11 Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia.
**• El texto recoge una serie de máximas sobre un tema clásico que vuelve en otras ocasiones en el Antiguo Testamento, especialmente en los salmos. Se trata del tema de la tentación. El término evoca de inmediato el espectro del pecado, porque la experiencia nos ha mostrado muchas veces -tal vez demasiadas- que la tentación es la antesala del pecado. Retomemos y revisemos esta idea a la luz del fragmento que se nos propone. La frase inicial: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación» (v. 1), nos permite comprender enseguida que «tentación» equivale aquí a «test», «prueba». A continuación, se nos suministra un pequeño manual del comportamiento para superar la prueba: «Orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes. Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido. Acepta lo que te venga...» (w. 2-4). El sabio maestro no agita el espantajo del miedo, ni se limita a hacer una exhortación genérica, sino que propone medios concretos y accesibles para hacer frente y superar la prueba. Ésta es fatigosa, pero tiene la función de verificar la autenticidad del compromiso, del mismo modo que el oro se prueba en el fuego (cf v. 5). Más adelante cambia el registro y «temor/temer» se convierte en el léxico recurrente. También éste es un punto sobresaliente de la literatura sapiencial. El maestro prosigue su exhortación recomendando temer a Dios. También este término necesita ser purificado del significado lúgubre de «miedo». Indica más bien el estado de abandono confiado, la serena conciencia de estar sostenidos por manos seguras, como dice el v. 6 con un lenguaje claro y esencial: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él». El abandono en Dios, el santo temor, es un modo excelente de superar la prueba. Al final del itinerario de verificación se encuentra esta consoladora afirmación: «Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia» (v. 11). Es como reconocer que superamos la prueba por medio de un pellizco de nuestro compromiso y una cantidad desmesurada de amor divino.
Evangelio: Marcos 9,30-37 En aquel tiempo, 30 se fueron de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera, 31 porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les decía: -El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, le darán muerte y, después de morir, a los tres días, resucitará. 32 Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle. 33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: -¿De qué discutíais por el camino? 34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante. 35 Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: -El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos. 36 Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: 37 -El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.
*•• El camino a Jerusalén implica una plena conciencia por parte de Jesús y una irresponsabilidad total por parte de los Doce. Son las dos partes que componen el fragmento de hoy. Jesús es consciente de lo que significa para él Jerusalén. Se prepara y prepara a los suyos. Anuncia tres veces lo que va a suceder en Jerusalén: padecerá la pasión, morirá y resucitará. El suyo es un anuncio pascual, es decir, un anuncio completo de muerte y resurrección (y no «anuncio de la pasión», como se dice con frecuencia). En 8,31 ya había hecho el primer anuncio y ahora añade el segundo (cf. el tercero en 10,33ss). Con esas palabras expresa Jesús la conciencia que tiene de lo que le espera, pero también el deseo de consumar la entrega de su vida como expresión de amor. El anuncio de Jesús no es información: es catequesis y formación. El hecho de que anuncie también la resurrección significa que será el bien, la vida, el que triunfe, aunque antes sea preciso atravesar el túnel estrecho y oscuro del sufrimiento y de la muerte. Instruye a sus discípulos para que sepan leer su vida como misterio pascual. Mientras los prepara para el choque con la «hora de las tinieblas», les pide que orienten también su propia vida en esta dirección pascual. Jesús es el Maestro que se aventura el primero por el camino que, después, deberán seguir todos los discípulos; él es el primogénito de muchos hermanos. A la conciencia y seriedad con que Jesús se dirige hacia Jerusalén les corresponde, en igual medida y sentido contrario, la irresponsabilidad de los discípulos. Cada vez que Jesús anuncia el misterio pascual, ellos están «distraídos» con otras cosas, como si Jesús se limitara a suministrar una simple información. No le piden aclaraciones al Maestro, no se esfuerzan en profundizar en el sentido, bastante enigmático, de sus palabras, porque todos ellos están pendientes de sus intereses. Mientras Jesús presenta su vida como un «ser entregado en manos de los hombres» (v. 31), ellos andan preocupados por establecer quién es el más importante entre ellos (v. 34). Chirría mucho el contraste entre la entrega de la vida por parte de Jesús y la búsqueda de la supremacía (y del poder) por parte de los Doce. Jesús no les reprende por su incomprensión; tiene paciencia porque todavía están «verdes» para la comprensión del misterio pascual. Les prepara señalándoles el camino justo que deben seguir, el del servicio humilde y desinteresado: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (v. 35). Con esta actitud podemos prepararnos para hacer frente a la pasión y a sus consecuencias. Jesús, para hacer más expresiva su catequesis, acompaña sus palabras, como los antiguos profetas, con un gesto. Pone a un niño en el centro y le abraza. La colocación en el centro es un primer mensaje de atención dirigida al niño, que, por lo general, no tenía ningún valor (como las mujeres, los niños tampoco entraban en el cómputo cuando se calculaba la población: cf. Me 6,44). El tierno gesto de abrazarle revela con claridad hasta qué punto los niños fueron objeto del amor de Jesús. Por eso, las palabras completan y aclaran el mensaje: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado» (v. 37). Estar bien dispuestos hacia un niño, signo de quien no cuenta, significa dejar sitio en nuestra propia vida a Jesús y, a través de él, al Padre. No hemos de buscar, por consiguiente, la supremacía con la idea implícita de hacernos servir, de ser reverenciados, sino con la disponibilidad de ponernos al servicio de todos, de mostrarnos acogedores con todos, incluso con los últimos. Éste es el modo correcto y fructífero de ir a Jerusalén para compartir el misterio pascual con Jesús.
MEDITATIO El verbo que emplea la Biblia para expresar el viaje hacia Jerusalén es «subir». Su significado obvio es el geográfico: la ciudad se encuentra a 750 metros de altitud, que se convierten en más de 1.000 si la comparamos con Jericó, asentada en la depresión del mar Muerto. Pero está también el significado espiritual: se «sube» a Jerusalén porque se va al encuentro de Dios, que tiene su trono en el templo. Los peregrinos judíos, para prepararse dignamente, subían a Jerusalén cantando unos salmos (desde el 120 al 134) llamados precisamente «canto de subidas» o «cantos de peregrinación». A Jerusalén no se va de turista, sino como peregrinos. También Jesús se prepara para subir a Jerusalén y prepara asimismo a sus discípulos. No quiere que sean simples espectadores de cuanto él se prepara a vivir con una fuerte intensidad. Consciente de la dificultad, los va educando de una manera progresiva en diferentes valores: la elección del último lugar, la renuncia a puntos de mira demagógicos, la acogida de los que no cuentan, como los niños. Les está ayudando a no rehuir la cruz, entendida sólo en negativo, uniéndola siempre a la resurrección. Sólo de la combinación pasión-muerte-resurrección nace el misterio pascual. Les está sensibilizando con el misterio pascual, aun cuando su humanidad rebelde tiende a mostrarse recalcitrante ante un discurso comprometedor. Es mejor escabullirse y quedarse en el campo restringido del interés personal, instintivamente comprensible y gozable de inmediato: «¿Quién es el más importante?». La verdadera grandeza se mide con los parámetros de Dios, no con los de los hombres, que son medidas inestables y fluctuantes. Siempre anda al acecho la tentación de detenerse antes de llegar a Jerusalén, de cambiar de camino, de buscar atajos o caminos anchos... Aquí está la gran prueba de los discípulos y de todos los creyentes. Hagamos resonar tanto para los discípulos como para nosotros mismos la sugerencia del libro del Eclesiástico: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda». Así es, Jesús nos ayudará a superar la prueba y a «subir» con él a Jerusalén para celebrar su pascua y la nuestra.
ORATIO Señor Jesús, ¡qué bien comprendo la falta de comprensión de tus apóstoles! Me siento en gran medida uno de ellos en lo referente a la lejanía de la cruz y el rechazo instintivo de todo lo que lleva el amargo sabor del sufrimiento. Me parece más fácil oír hablar de la cruz, y mejor aún si el discurso es elegante o soy yo mismo quien habla de ella. Sin embargo, el discurso se queda en la periferia de la vida: hablo de ella como si se tratara de un objeto de estudio. O bien me gusta ver la cruz, y tanto mejor si es artística o, al menos, de una factura apreciable. Hay muchas, de todas las dimensiones, de todos los colores, de todos los materiales y de todos los precios. Sí, porque las cruces también se pueden comprar. Sin embargo, por muy preciosas que sean, no valen gran cosa. A lo máximo, consigo llevar la cruz... en el cuello o colgada en la solapa de la chaqueta. Ahora bien, la cruz no está hecha para ponerla en un collar ni para colgarla en la solapa de una chaqueta, sino para llevarla en el corazón. La cruz debe estar dentro, clavada en el corazón y en el cerebro. Esto me resulta difícil, e incomprensible desde el punto de vista racional. Figurémonos, además, tener que llevar la cruz de los demás. Muchas veces ni siquiera la veo y, cuando la descubro, me parece más cómodo escabullirme, fingir que no la he visto. En algunas ocasiones consigo decir una palabra de circunstancias, pero llevar «los unos los pesos de los otros» me parece tan poco común que me alineo fácilmente y de buena gana con la mayoría. Simplemente, me oculto como un forajido. Señor, perdona esta huida mía de la cruz, y recuérdame siempre que, sin las tinieblas del Viernes santo, no surgirá nunca la mañana del Domingo de resurrección.
CONTEMPLATIO Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en el que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos. Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo representan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo. La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante del que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él, y pronto lo glorificará. Y también: Padre, glorifícame con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo"», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz (Andrés de Creta, Sermón X sobre la exaltación de la santa cruz, en PG 97, cois. 1022ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (Me 9,35).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Ellas, las seis pobrecitas [las hermanas infectadas por el virus ébola], se contentaban con entregarse a la crónica cotidiana del Reino, recitada -más que escrita- en voz baja, toda con letras minúsculas. Satisfechas por tener sus nombres escritos en el cielo (Le 10,20) y no en las páginas de los periódicos. Satisfechas por el hecho de pertenecer a la categoría de los pequeños, de los «nadie», privilegiada por el Evangelio, y, por consiguiente, inmunizadas contra la necesidad de mendigar popularidad, consensos, notoriedad. ¿Queremos desempolvar de nuevo, en su caso, una palabra, una virtud que hoy está frecuentemente confinada entre las antiguallas? Pues entonces hablaríamos también de la humildad [...]. Son seis hermanas normales, que no forman parte de la categoría de lo excepcional. Normales en el servicio, normales en la fidelidad, normales en el «perder la vida», normales en el olvido de sí mismas. Normales en el valor, aunque también en el miedo. Normales en los impulsos, aunque también en sus debilidades. Normales en un amor «sin medida». Su vida era la suma de muchas cosas normales, de muchas ocupaciones ordinarias, muchas labores comunes, muchas tareas en absoluto exaltadoras. Hoy, el escenario está totalmente ocupado por protagonistas, primeros actores, que se abren paso a codazos para estar en primer plano. Ya no es posible reclutar a individuos dispuestos a recitar la parte modesta -aunque siempre exaltadora- de hombres sencillos, de cristianos y religiosos «normales» [...]. Ellas eran criaturas normales [...]. El amor era su norma. Y también el sacrificio, la renuncia, la fidelidad más costosa, la caridad sonriente, el servicio gozoso como norma (A. Pronzato, Un'esagoruz. iont> di amore, Milán 1997, pp. 154-158). |
Miércoles de la 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 4,11-19 11 La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan. 12 El que la ama, ama la vida, se llenarán de gozo los que madrugan para buscarla. 13 El que la adquiere heredará la gloria; vaya donde vaya, lo bendecirá el Señor. 14 Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor. 15 El que la escucha juzga con equidad, el que se aplica a ella vivirá seguro. 16 Quien confía en ella la recibirá en herencia, sus descendientes la poseerán por siempre. 17 Porque al comienzo lo lleva por caminos sinuosos; le infunde miedo y temblor, lo purifica con su disciplina hasta que pueda confiar en él y lo pone a prueba con sus exigencias. 18 Pero en seguida volverá a él por el camino recto, lo colma de alegría y le descubre sus secretos. 19 Pero si él se desvía, lo abandona y lo entrega a su propia ruina.
**• El fragmento presenta a la sabiduría en forma personificada, como en otros pasajes análogos de la literatura bíblica (cf. Prov 8,12-21; 9,1-6). Desarrolla una actividad educadora indispensable, sellada así en el v. 11: «La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan». Antes de enumerar sus intervenciones, es necesario el movimiento de búsqueda, es decir, la voluntad de encontrarla. Es como abrir la mente y el corazón al benéfico influjo de la sabiduría. Sólo después de este primer paso emprende ella su intervención, confiada en unos términos fuertemente evocadores: vida, gozo, gloria, equidad en el juicio, seguridad. El muestrario de bienes está en la base de las aspiraciones secretas de todos los hombres. Podemos inferir que garantiza el máximo éxito en el plano humano. Sin embargo, es en el plano religioso donde manifiesta la sabiduría sus más altas potencialidades, como se dice en el v. 14, una cumbre teológica: «Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor». La interdependencia que aparece aquí entre el Señor y la sabiduría es muy fuerte y ambas realidades acaban casi por identificarse. El lector no se sentirá sorprendido porque ha aprendido ya que la sabiduría es una cualidad de Dios, una de sus expresiones. La sabiduría, con una fina sensibilidad psicológica, ha indicado los bienes, ha mostrado el objetivo. No se llega a la meta sin esfuerzo ni sin empeño personal. Esto aparece aún con mayor claridad a partir del v. 17, donde el sujeto se ve sometido a una serie de pruebas que pretenden verificar su capacidad de fiarse de la sabiduría. En resumidas cuentas, debe dejarse guiar, «construir» de una manera progresiva por la sabiduría. Sólo entonces podrá entrar en intimidad con ella, hasta conocer sus secretos. La expresión sirve para indicar que el discípulo ha superado la fase de aprendizaje, ya no es un novicio. El. v. 19, conclusivo, queda como aviso: existe la posibilidad de fracasar, que consiste en ser abandonado por la sabiduría para seguir un destino de perdición. Leído en sentido positivo, se trata de una invitación a tomar en serio la acción pedagógica -y vital- de la sabiduría.
Evangelio: Marcos 9,38-40 En aquel tiempo, 38 Juan le dijo a Jesús: -Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo. 39 Jesús replicó: -No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. 40 Pues el que no está contra nosotros está a favor de nosotros.
**• El fragmento de hoy es limitado en su extensión, pero ilimitado en su aplicación. Se trata de un puñado de palabras, distribuidas en tres versículos, que refieren el alarmismo de Juan y la sosegada respuesta de Jesús. Éste se presenta también como un educador que señala nuevos caminos, originales, diversos de los caminos de los hombres. Estamos en la segunda parte del evangelio de Marcos, después de la profesión de fe de Pedro en Cesárea de Filipo. Ahora Jesús se encuentra más concentrado en la formación de los Doce, aunque no se olvida de instruir a las muchedumbres. Los discípulos, haciendo valer este privilegio, pueden haber sacado conclusiones indebidas o al menos apresuradas. Juan se erige en portavoz. Está preocupado porque alguien, que no pertenecía al círculo restringido de los discípulos, realiza exorcismos «en nombre de Jesús» (es decir, con su autoridad). Se vuelve a plantear un caso conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Nm 11,26-29). Dos hombres que habían sido convocados para ir a la tienda del encuentro y recibir el espíritu de profecía por medio de Moisés, no asistieron de hecho. A pesar de ello, el espíritu descendió también sobre ellos y empezaron a profetizar. Esto alarmó a alguno, que se apresuró a informar a Moisés. Josué le pidió expresamente a este último que impidiera esta profecía, aparentemente no legal. La respuesta de Moisés manifiesta su amplitud de miras: «¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!». Del mismo modo, Juan quería prohibir a uno que ejerciera de exorcista «porque no es de nuestro grupo» (v. 38; literalmente, «porque no nos seguía»). Juan concebía el seguimiento como un privilegio antes que como un servicio, lo pensaba en términos de «clase» antes que en términos de universalidad. Le faltaba la «anchura de miras» suficiente para superar la estrechez de su experiencia. Le faltaba sobre todo una apertura misionera, una sensibilidad altruista, porque estaba empeñado en defender más que en difundir lo que era y lo que tenía. Jesús no le reprende, sino que le corrige amablemente usando un argumento de sentido común. Realizar un exorcismo significa poseer la fuerza de Cristo («en su nombre») para vencer a Satanás. Quien usa esa fuerza está, necesariamente, en comunión con Cristo. Por consiguiente, no puede ser enemigo («hablar mal») suyo. Así pues, que siga actuando. El v. 40 refiere un dicho sapiencial: si alguien no es enemigo tuyo, es amigo tuyo. Jesús se revela así como un maestro del buen sentido, abierto a la diversidad, que no es oposición, sino expresión de un sano pluralismo.
MEDITATIO Todos estamos en continua formación, cual colegiales en perenne aprendizaje en la escuela de la vida, guiados por el más sabio de los maestros; más aún, el único: «No os dejéis llamar preceptores, porque uno sólo es vuestro preceptor: el Mesías» (Mt 23,10). Y en el caso de que, por profesión, estuviéramos más allá de la cátedra, no olvidemos esta actitud fundamental, recordando el movimiento que guía al sabio: Paratus sempre doceri (dispuesto siempre a aprender). Las lecturas nos proponen dos guías excepcionales para el camino de la vida: la sabiduría y Jesús mismo. Dos guías que terminan identificándose. Hay una educación que responde a principios pedagógicos, teorizados y experimentados y, por consiguiente, propuestos. Nacen los distintos métodos o escuelas. Estemos agradecidos a los hombres y a las mujeres que se comprometen en este noble sector. Con todo, queremos recordar que, si carecemos de la sabiduría del corazón y de la capacidad de integrar en una visión armónica el dato exterior, experimental, y el interior, que afecta a las raíces secretas del ser, ningún esfuerzo tendrá gran éxito. La sabiduría ha prometido en la primera lectura a aquellos que la buscan llevarlos a las fuentes del gozo y del verdadero éxito. Con un sano realismo ha recordado también el esfuerzo que cada uno debe poner en esta búsqueda. Es una nota interesante contra la moda imperante del «todo enseguida» y «todo con facilidad». También la experiencia cotidiana nos enseña que la meta se alcanza con empeño y fatiga: el deportista tiene que entrenarse mucho antes de alcanzar niveles satisfactorios, el estudiante tiene que estudiar mucho tiempo para aprobar los exámenes... En compensación, la sabiduría nos garantiza la realización de nuestra propia vida, y lo expresa teológicamente con esta frase: «los que la aman [a la sabiduría] son amados del Señor». La sintonía con el Señor es la máxima realización de la existencia. El evangelio también nos habla de una actividad educativa. Jesús reconviene a Juan, que padece «miopía», su intemperancia: ve bien de cerca (sus cosas) y poco o mal de lejos (las otras). Quisiera estandarizar a todos con sus medidas. Jesús le abre de par en par las ventanas del corazón para que acoja otra posibilidad, para que acoja a alguien diferente, en el sentido de que no pertenece oficialmente a los seguidores de Jesús, aunque, de hecho, con su comportamiento manifiesta que está en sintonía con él. Juan y, por extensión, toda la comunidad cristiana necesitan ir más allá de las apariencias y verificar el carácter genuino del corazón de las personas más que su carnet de adscripción.
ORATIO Padre santo, guía mis pasos por el camino del bien. Hazme encontrar maestros que enseñen con la palabra y con la vida, que estén en contacto con las fuentes genuinas de tu Palabra. El mundo rebosa de pretendidos maestros que no rara vez tienen la desfachatez de declararse o hacerse llamar maitre á penser, como si fueran nuevos Aristóteles. Son pregoneros, insustanciales capaces de alborotar, pensadores de temporada o vendedores de ideas rancias. Sin embargo, tienen muchos seguidores. Ayúdame, Señor, a distinguir el grano de la paja, la verdad de la ilusión, la sustancia del brillo seductor. Te pido el don de la sabiduría, usando las palabras del rey Salomón, prototipo de todos los sabios, que, con agudeza, te pidió poder participar de una cualidad que, siendo principalmente tuya, te place infundir en quien te la pide en la oración y en quien la custodia en la vida: «Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras; estaba presente cuando hacías el mundo y sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos. Envíala desde el santo cielo, desde el trono de tu gloria mándala, para que me asista en mi tarea y sepa yo lo que te es agradable. Porque ella, que todo lo sabe y lo comprende, me guiará con acierto en mis empresas y con su gloria me protegerá. Así, mis obras te agradarán, gobernaré a tu pueblo con justicia y seré digno del trono de mis antepasados» (Sab 9,9-12).
CONTEMPLATIO Nadie ignora la gran dignidad y mérito que tiene el ministerio de instruir a los niños, principalmente a los pobres, ayudándoles a conseguir la vida eterna. En efecto, la solicitud por instruirlos, principalmente en la piedad y en la doctrina cristiana, redunda en bien de sus cuerpos y de sus almas, y, por esto, los que a ello se dedican ejercen una función muy parecida a la de sus ángeles custodios. Además, es una gran ayuda para que los adolescentes, de cualquier género o condición, se aparten del mal y se sientan suavemente atraídos e impulsados a la práctica del bien. La experiencia demuestra que, con esta ayuda, los adolescentes llegan a mejorar de tal modo su conducta que ya no parecen los mismos de antes. Mientras son adolescentes, son como retoños de plantas que su educador puede inclinar en la dirección que le plazca, mientras que, si se espera a que endurezcan, ya sabemos la gran dificultad o, a veces, la total imposibilidad que supone el doblegarlos. La adecuada educación de los niños, principalmente de los pobres, no sólo contribuye al aumento de su dignidad humana, sino que es algo que merece la aprobación de todos los miembros de la sociedad civil y cristiana: de los padres, que son los primeros en alegrarse de que sus hijos sean conducidos por el buen camino; de los gobernantes, que obtienen así unos súbditos honrados y muy buenos ciudadanos, y, sobre todo, de la Iglesia, ya que son introducidos de un modo más eficaz en su multiforme manera de vivir y de obrar, como seguidores de Cristo y testigos del Evangelio. Los que se comprometen a ejercer con la máxima solicitud esta misión educadora han de estar dotados de una gran caridad, de una paciencia sin límites y, sobre todo, de una profunda humildad, para que así sean hallados dignos de que el Señor, si se lo piden con humilde afecto, les haga idóneos cooperadores de la verdad, les fortalezca en el cumplimiento de este nobilísimo oficio y les dé finalmente el premio celestial, según estas palabras de la Escritura: «Los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por toda la eternidad». Todo esto conseguirán más fácilmente si, fieles a su compromiso perpetuo de servicio, procuran vivir unidos a Cristo y agradarle sólo a él, ya que él dijo: «Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (J. de Calasanz, Memorial al cardenal M. A. Tonti, 1621).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que yo pueda vivir y alabarte» (cf. Sal 118,165.175).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Si de verdad buscamos la auténtica felicidad de nuestros alumnos y queremos inducirles al cumplimiento de sus obligaciones, conviene, ante todo, que nunca olvidéis que hacéis las veces de padres de nuestros amados jóvenes, por quienes trabajé siempre con amor, por quienes estudié y ejercí el ministerio sacerdotal, y no sólo yo, sino toda la congregación salesiana. ¡Cuántas veces, hijos míos, durante mi vida, va bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez. Os recomiendo que imitéis la caridad que usaba Pablo con los neófitos, caridad que con frecuencia le llevaba a derramar lágrimas y a suplicar, cuando los encontraba poco dóciles y rebeldes a su amor. Guardaos de que nadie pueda pensar que os dejáis llevar por los arranques de vuestro espíritu. Es difícil, al castigar, conservar la debida moderación, la cual es necesaria para que en nadie pueda surgir la duda de que obramos sólo para hacer prevalecer nuestra autoridad o para desahogar nuestro mal humor. Miremos como a hijos a aquellos sobre los cuales debemos ejercer alguna autoridad. Pongámonos a su servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no para mandar, y avergoncémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de dominio; si algún dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos mejor. Éste era el modo de obrar de Jesús con los apóstoles, ya que era paciente con ellos, a pesar de que eran ignorantes y rudos, e incluso poco fieles; también con los pecadores se comportaba con benignidad y con una amigable familiaridad, de tal modo que era motivo de admiración para unos, de escándalo para otros, pero también ocasión de que muchos concibieran la esperanza de alcanzar el perdón de Dios. Por esto, nos mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón. Son hijos nuestros, y, por esto, cuando corrijamos sus errores, hemos de deponer toda ira o, por lo menos, dominarla de tal manera como si la hubiéramos extinguido totalmente. Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como conviene a unos padres de verdad, que se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos. En los casos más graves, es mejor rogar a Dios con humildad que arrojar un torrente de palabras, ya que éstas ofenden a los que las escuchan, sin que sirvan ae provecho alguno a los culpables (Juan Bosco, Epistolario, Turín 1959, 4, 201-203). |
Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote
LECTIO Primera lectura: Hebreos 10, 12-23 12 El, por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, "se sentó a la diestra de Dios para siempre " 13 esperando desde entonces " hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies." 14 En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados. 15 También el Espíritu Santo nos da testimonio de ello. Porque, después de haber dicho: 16 " Esta es la Alianza que pactaré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en su mente las grabaré, " 17 añade: " Y de sus pecados " e iniquidades " no me acordaré ya. " 18 Ahora bien, donde hay remisión de estas cosas, ya no hay más oblación por el pecado. 19 Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, 20 por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, 21 y con un " Sumo Sacerdote " al frente de la " casa de Dios, " 22 acerquémonos con sincero corazón , en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura. 23 Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa. **• Una vez concluida la exposición dogmático-teológica sobre el sacerdocio de Cristo, comienza ahora la segunda parte de la carta a los Hebreos, en donde se extraen las consecuencias prácticas de los principios afirmados antes. En este punto, el autor se dirige a sus interlocutores llamándoles «hermanos», denominación cuyo significado específicamente cristiano comprendemos ahora mejor: «hermanos» porque todos hemos sido redimidos por la sangre de Cristo y todos estamos llamados a entrar en comunión vital con él y, en consecuencia, los unos con los otros. Gracias al sacrificio de Cristo, el hombre, que era esclavo de la muerte, es libre de regresar a la casa del Padre; de exiliado -más aún, de condenado- se convierte en peregrino. Delante de él se abre un camino «nuevo» y «vivo», un camino que es la persona misma de Jesús. El camino que hemos de recorrer es, por tanto, el de la conversión, el de la configuración con Cristo. Por eso, el autor nos invita a acercarnos a él con las debidas disposiciones interiores. En primer lugar, está la llamada a la pureza del cuerpo y del espíritu: esta pureza, conferida por el bautismo, ha de ser custodiada celosamente con la santidad de vida, y recuperada con el arrepentimiento y la petición de perdón; en segundo lugar, aparecen la «fe» y la «esperanza»: en medio de los trabajos de su vida, el cristiano, lejos de retroceder, está llamado a dar testimonio de que se apoya sin vacilar en un Dios cuyo nombre es «Fiel y Veraz» (cf. Ap 3,14). Ahora bien, todo esto no debe ser vivido como búsqueda de una perfección individual. De ahí, pues, que la auténtica verificación la proporcione la urgencia de la caridad: es preciso que los unos sean para los otros ejemplo, estímulo y apoyo. El hombre está llamado a preparar y, en cierto sentido, anticipar en la historia la vida de comunión que será también la meta de su peregrinación.
Evangelio: Lucas 22,14-20 14 Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; 15 y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; 16 porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios.» 17 Y recibiendo una copa, dadas las gracias, dijo: «Tomad esto y repartidlo entre vosotros; 18 porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios.» 19 Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío.» 20 De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.
****>Jesús, así como Tú deseaste dejar el sacramento de tu amor aquel Jueves
Santo, yo también deseo encontrarme contigo el día de hoy. Tú me has amado
enormemente al quedarte en la Eucaristía. ¡Qué bueno eres! Así podré hablar
contigo cuando lo necesite. Jesús, enséñame a valorar tu presencia en el
sacramento de la comunión. Aumenta mi fe para que nunca dude de la fuerza de la
Eucaristía y de tu amor.
MEDITATIO El cristiano camina incansablemente por un camino nuevo y vivo. Aquí abajo nunca considera que ha llegado, nunca se siente satisfecho con los resultados alcanzados o asegurado contra los peligros y las insidias. Con la mirada fija en la meta, nunca debe detenerse: eso sería retroceder. Por otra parte, esta urgencia insaciable de ir siempre «más allá» es la señal misma de la presencia en él de algo -o Alguien- que le supera infinitamente. Es el amor derramado por el Padre en nuestros corazones el que nos da ojos para descubrir a nuestro alrededor situaciones de pobreza que tienen necesidad de socorro, de consuelo, de esperanza. Estamos todos en camino hacia la morada de paz, pero no llegaremos a ella sino juntos, ayudándonos mutuamente. Y es precisamente la caridad la que nos renueva siempre el camino, porque con su divina intuición es capaz de hacernos descubrir, bajo las más míseras apariencias, la llama de la vida que quiere nacer. Entonces la fatiga deja de contar, puesto que ve brillar la luz allí donde reinan la tristeza y la muerte. Jesús nos invita en el evangelio de Marcos a escuchar atentamente su Palabra, para que nos impregnemos hasta tal punto de ella que la hagamos rebosar fuera de nosotros, que la irradiemos. El autor de la carta a los Hebreos nos propone una manera muy sencilla de ser misioneros del evangelio: animarnos recíprocamente, evangelizarnos unos a otros practicando la caridad fraterna en las situaciones de la vida cotidiana. Es imposible que este amor humilde y sincero no suscite interrogantes en quienes nos ven vivir de un modo tan «diferente» y tan bello. Las historias de muchas conversiones han empezado precisamente así: del encuentro con creyentes que vivían a Jesús. «¿Acaso se trae la lámpara para taparla con una vasija de barro?». A buen seguro que no. La lámpara existe sólo para brillar con un rayo de esperanza en la oscuridad de la noche. Como los cristianos en el mundo.
ORATIO Jesús, al principio tú estabas junto al Padre, dirigido a el en el amor; ahora estás también con nosotros, misericordiosamente inclinado sobre nuestras heridas; caminas con nosotros y nos llevas sobre tus sagrados hombros. No sólo nos indicas la senda, sino que tú mismo eres el Camino hacia la casa del Padre. Estás viendo cómo, a veces, nos sorprende el cansancio, nos aferra el miedo; tú conoces bien nuestras secretas tentaciones, que nos invitan a detenernos, a dirigir la mirada hacia atrás... Y nosotros sentimos, por encima de todo el humano sufrir, tu mirada misericordiosa, que se posa sobre nosotros; en la hora de la prueba sólo en ti ponemos nuestra confianza. Tu Palabra, fiel, siempre nos sostiene, porque creemos que todo tu camino, todo trecho del camino, por muy áspero y escarpado que sea, no es un sendero desconocido, sino que es camino de salvación y quien lo toma encuentra su paz. Todo tu camino, aunque parezca duro e interminable, es un paso a la vida que no tiene límites. Concédenos, Señor, cada día el ánimo para volver a partir todos juntos; no permitas que nunca se quede alguien atrás, sentado en sus ruinas, con el corazón cargado de tristeza. Señor, ven en nuestra ayuda, para que deseemos llegar a contemplar sin velos tu rostro en el Reino de la luz.
CONTEMPLATIO El Señor plasmó al hombre de la tierra, pero nos ama como a verdaderos hijos suyos y nos espera con deseo. El Señor nos ha amado con un amor tal que se encarnó por nosotros y derramó por nosotros su sangre, con la que nos ha dado de beber, y nos ha dado su precioso cuerpo. Y así, por su carne y por su sangre, hemos llegado a ser sus hijos, a semejanza del Señor. Así como los hijos se parecen a su padre, y esto con independencia de la edad, así nosotros nos hemos vuelto semejantes al Señor en su humanidad, y el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que estaremos eternamente con él. El Señor no cesa nunca de llamarnos: «Venid a mí y yo os haré descansar». Nos alimenta con su precioso cuerpo y su preciosa sangre. Nos instruye misericordiosamente con su palabra y por medio del Espíritu Santo. Nos ha revelado sus misterios. Vive en nosotros y en los sacramentos de la Iglesia y nos conduce al lugar donde contemplaremos su gloria. Ahora bien, cada uno contemplará esta gloria según la medida de su amor. Quien ama más se lanza con mayor ardor para estar con el amado Señor, y por eso se le acerca más. Quien ama poco, también desea poco. ¡Qué maravilla! La gracia me ha hecho conocer que todos los que aman a Dios y observan sus mandamientos están llenos de luz y se asemejan al Señor. Y esto es algo natural. El Señor es luz, e ilumina a sus siervos (Archim. Sofronio, Silvano del Monte Athos. Vita, dottrina, scritti, Turín 1978, p. 346).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Jesús vino a la tierra para abrir un camino entre los hombres, para que éstos, a su vez, tomen este camino y sigan a Jesús. No hay otro camino posible para ningún hombre. Antes o después, de un modo o de otro, cada hombre se encuentra en el camino de Jesús, aunque probablemente sólo sea en la hora de su muerte. Jesús habla a menudo de aquellos que le siguen y a los que llama discípulos. Les traza el camino, les indica las condiciones, los riesgos, las insidias. Los modos del seguimiento de Jesús son múltiples, pero todos los caminos tienen como desembocadura la misma entrega total de nosotros mismos a Jesús, a aquella obediencia que fue la suya, una obediencia hasta la muerte en una cruz, precio y camino de la resurrección. Seguir a Jesús es renegar de nosotros mismos, aceptar perder aparentemente nuestra propia vida. Una propuesta así sería no sólo arriesgada, sino también aberrante, si Jesús no hubiera añadido tres breves palabras que cambian radicalmente su sentido: «Por mi causa». A causa de Jesús. Quien se atreve a hablar así lo hace por amor. Y quien habla por amor no propone un itinerario que conduce a la muerte, sino que se abre a la vida. El que ama se ha arrancado a sí mismo del objeto de su amor. Ya no es capaz de vivir replegado sobre sí mismo, porque el amor tiende a desplegar al máximo todas las posibilidades que hay en él. El amor les da dinamismo, decuplica sus fuerzas, fecunda sus palabras, sus acciones. ¿Y qué decir cuando se trata del amor de Jesús? A causa de Jesús, podrá decir san Pablo, y para conocer la sublimidad de su amor se ha atrevido a considerar todas las cosas como basura (cf. Flp 3,8). A causa de Jesús. Estas cuatro breves palabras dicen aún otras cosas. En efecto, el amor no sólo potencia los recursos de aquel que ama, sino que hace entrar también en el misterio de aquel a quien se ama. A causa de Jesús equivale a decir quemados en lo íntimo por el amor que nos arrastra, pero también «como Jesús», o sea, empujados y arrastrados por el amor que él mismo siente por nosotros y cuya poderosa ternura no nos abandona un solo instante. No hay ni un solo sufrimiento sembrado en nuestro cuerpo, en nuestro corazón e incluso en nuestro espíritu que no nos construya, por así decirlo, en plenitud, conduciéndonos a dar nuestros frutos más bellos. Y aquí se encuentra también la fuente de nuestra alegría. Sí, haciéndolo todo y soportándolo todo a causa de Cristo, exultaremos con una alegría inefable y llena de la gloria de Dios (A. Louf, Seúl l'amour suffirait, París 1982). |
Viernes de la 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 6,5-17 5 Una palabra dulce multiplica los amigos, la lengua afable multiplica los saludos. 6 Puedes relacionarte con muchos, pero amigo de verdad, uno entre mil. 7 Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisa en confiarte a él. 8 Porque hay amigos de conveniencias, que te abandonan cuando llega la adversidad. 9 Hay amigos que se vuelven enemigos y para avergonzarte revelarán vuestra disputa. 10 Hay amigos que se sientan a tu mesa y te abandonan cuando llega la adversidad. 11 Mientras van bien las cosas, estarán unidos a ti y se mostrarán afables con los de tu casa. 12 Pero si eres humillado, se volverán contra ti y evitarán hasta mirarte. 13 Aléjate de tus enemigos y sé precavido con tus amigos. 14 Un amigo fiel es apoyo seguro, el que lo encuentra, encuentra un tesoro. 15 Un amigo fiel no tiene precio, no se puede ponderar su valor. 16 Un amigo fiel es bálsamo de vida, los que temen al Señor lo encontrarán. 17 El que honra al Señor cuida su amistad, porque su amigo será como sea él.
*+• El sabio continúa su enseñanza tocando ahora un tema electrizante, el de la amistad. Puesto que «nadie es una isla» (Th. Merton), necesitamos relacionarnos con los otros. La amistad expresa un vínculo agradable y constructivo con los otros. El autor recurre una vez más al rico depósito de la experiencia humana y nos ofrece preciosas sugerencias, algunas de las cuales han llegado a convertirse en proverbios populares, como el que dice «quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro» (cf. v. 14). Al final concluye con un arranque teológico, confirmando que lo que persigue la literatura sapiencial bíblica es un «encuentro reconciliado» con Dios. La primera sugerencia nos invita a hablar bien para conseguir amigos: todos sabemos que una persona irascible, huraña, criticona, no dispondrá de un amplio círculo de amigos. Viene, a continuación, una extensa recomendación sobre el modo de seleccionar a los amigos y sobre el justo discernimiento que debemos practicar para reconocer quién es verdaderamente digno de ese nombre. «Amigotes» hay muchos («Puedes relacionarte con muchos»: v. 6a), pero a los verdaderos amigos hemos de seleccionarlos («pero amigo de verdad, uno entre mil»: (v. 6b) y comprobarlos («Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisa en confiarte a él»: v. 7). Tras el principio general, vienen una serie de minuciosas sugerencias, una especie de test selectivo. Quien sólo es amigo de nombre estará a tu lado en las ocasiones que a él le convengan, como la de sentarse a tu mesa, o en situaciones de tranquila normalidad. En cuanto cambia el viento y estalla un litigio entre vosotros dos, o tú tienes un problema, enseguida vuelve la cara, te deja plantado o, peor aún, se transforma en enemigo. Por consiguiente, hay que tener cuidado a la hora de elegir y definir a alguien como «amigo»: hay que probarlo sobre todo en la fidelidad, que es la capacidad de permanecer al lado de alguien, siempre y de cualquier modo. Una vez que has encontrado al verdadero amigo, entonces posees de verdad un tesoro, y «no se puede ponderar su valor» (v. 15). Al final, la experiencia humana conecta con la religiosa: la persona amiga de Dios («El que honra al Señor») también «cuida su amistad» con su amigo (v. 17); por consiguiente, podemos concluir diciendo: ama a Dios y busca a tus amigos entre aquellos que también le aman.
Evangelio: Marcos 10,1-12 En aquel tiempo, 1 Jesús partió de aquel lugar y se fue a la región de Judea, a la otra orilla del Jordán. De nuevo la gente se fue congregando a su alrededor, y él, como tenía por costumbre, se puso también entonces a enseñarles. 2 Se acercaron unos fariseos y, para ponerle a prueba, le preguntaron si era lícito al marido separarse de su mujer. 3 Jesús les respondió: -¿Qué os mandó Moisés? 4 Ellos contestaron: -Moisés permitió escribir un certificado de divorcio y separarse de ella. 5 Jesús les dijo: -Moisés os dejó escrito ese precepto por vuestra incapacidad para entender. 6 Pero desde el principio Dios los creó varón y hembra. 7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer 8 y serán los dos uno solo. De manera que ya no son dos, sino uno solo. 9 Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre. 10 Cuando regresaron a la casa, los discípulos le preguntaron sobre esto. 11 Él les dijo: -Si uno se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera, 12 y si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio.
*» La muchedumbre está deseosa de escuchar la Palabra de Jesús y él «calma su hambre» con un discurso que llega al centro de la verdad y de la voluntad de Dios. No todos le siguen con el corazón libre y sediento de verdad. Hay quien le provoca con preguntas capciosas: «Le preguntaron si era lícito al marido separarse de su mujer» (v. 2). Se le hace una pregunta que no es positiva y, además, de sentido único: el comportamiento del hombre con la mujer, y no viceversa. El problema existe y, por consiguiente, es preciso afrontarlo. Ahora bien, todo problema tiene que ser iluminado a la luz de la Palabra, elemento primordial y fuente para conocer la voluntad de Dios y, en consecuencia, el plan de vida. Jesús se erige en intérprete autorizado de esa voluntad. Acepta la provocación y responde con una contrapregunta: «¿Qué os mandó Moisés?», el mediador de la voluntad divina (v. 3). Jesús pregunta sobre algo que también ellos consideran obligatorio. La respuesta se aparta de la pregunta porque los fariseos declaran lo que Moisés «permitió» (v. 4). Están desencaminados, no están respondiendo de manera correcta. Jesús explica la razón de la concesión de Moisés, la sklérokardía de los hombres, es decir, la «dureza de corazón» o «incapacidad para entender», que es la falta de elasticidad a la hora de acoger la voluntad de Dios. El corazón es el centro de la persona, el conjunto armónico formado por la inteligencia, la voluntad y la afectividad. La máquina se ha atascado. La de Moisés fue una norma dada por la dureza de corazón. Por consiguiente, es una norma condicionada, ligada al tiempo y dependiente de una situación particular. No se trata de lo que es obligatorio, sino de lo que está permitido. Es preciso remontarse a los orígenes, a la pureza primitiva, a la auténtica voluntad divina. Ésta había establecido una distinción entre varón y hembra, en vistas a una comunión plena entre ambos. El v. 8 {«De manera que ya no son dos, sino uno solo») recoge la cita de Gn 1,27 (cf. v. 7) y confirma que estamos en presencia de una nueva realidad, única e irrepetible. Una vez establecido esto, se desprende como consecuencia el v. 9: si tal unidad es expresión de la voluntad divina, nadie está autorizado a deshacerla. Llega perentorio el mandamiento, sin añadidos: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre». La explicación de Jesús, lógica y esencial, no les parece fácil de comprender ni siquiera a los discípulos, que piden explicaciones en privado, una vez en casa. La dificultad se encuentra en el hecho de que es preciso cambiar de mentalidad, invertir la tendencia machista y posibilista alimentada por la praxis. Jesús no hace descuentos, no suaviza para nadie las severas exigencias de un amor verdadero. Confirma y clarifica, en los w. 1 lss, su pensamiento. La ruptura de aquella unidad querida por Dios es adulterio. El verbo griego moicháomai no deja lugar ni siquiera a la más tenue duda: es adulterio, ruptura grave de una relación nacida para permanecer inoxidable en el tiempo. Jesús, al añadir que el compromiso de fidelidad vale para ambos, hombre y mujer, introduce una paridad de derechos y deberes desconocida en el mundo judío. El verdadero feminismo está dando sus primeros y sustanciales pasos.
MEDITATIO Un fresco estupendo sobre la amistad, podría ser un título para las lecturas de hoy. La primera nos proporciona consejos prácticos al recordar que los verdaderos amigos no son tantos. Es preciso echar mano a un sano discernimiento para detectarlos. Son muchos los que se presentan y camuflan como tales, tejen relaciones, unas relaciones que en muchos casos son superficiales: amigos de viaje, amigos de mesa, amigos de juego, amigos de deporte... El verdadero amigo se manifiesta en las situaciones difíciles, cuando estás en crisis, cuando tienes una dificultad, cuando te sientes solo y abandonado, cuando no dispones de medios económicos ni de peso social. Cuando alguien se mantiene junto a ti incluso en esas situaciones en las que, hablando desde el punto de vista humano, no puede sacar ninguna ventaja, entonces merece el nombre de amigo. Puedes fiarte de él, puedes apoyarte en su persona. Debemos achacar la fragilidad de muchas amistades al hecho de que no están construidas sobre bases sólidas, sino que están confiadas al carácter improvisado de un sentimiento o a la gracia de un momento. Otro criterio de verificación y de estabilidad lo tenemos en la dimensión de la fe. Una persona que ama a Dios se esfuerza en alimentar su vida con valores contrastados por la voluntad divina; por consiguiente, es de presumir que sea capaz de custodiar y cultivar también el valor de la amistad. Podemos interpretar aquí el dato de la experiencia de muchas amistades nacidas «a la sombra del campanario» o en el marco de grupos eclesiales. Sin llegar a realizar un discurso de «gueto», es verdad de todos modos que un sentimiento religioso común ayuda también a cimentar, construir y defender el valor de la amistad. El evangelio nos ofrece en un primer momento una imagen de «enemigos»: son los que se acercan a Jesús para plantearle una pregunta envenenada, a fin de enredarle. A continuación, Jesús, al hablar del matrimonio indisoluble, nos proporciona una hermosa idea de la amistad, aunque específicamente en el marco matrimonial. El marido y la mujer constituyen un bello ejemplo de amigos: al unir sus inteligencias, voluntades y cuerpos, tienden a construir una unidad de vida. Contra el intento disgregador de construir una amistad matrimonial ad tempus («mientras dura, dura»), como hoy sostienen algunos, Jesús reacciona indicando la precisa e inequívoca voluntad divina. Él la proclama y la vive. Jesús es alguien que «llama amigos» a sus discípulos (cf. Jn 15,15). Es el Esposo que está dispuesto a dar la vida por su Esposa (cf. Ef 5,25). Un amigo verdadero, un amigo para siempre.
ORATIO La verdadera amistad con los hombres y las mujeres se funda en el terreno del amor de Dios: concédenos, oh Señor, ser leales contigo, para que yo sea sincero y desinteresado también con mis semejantes. La amistad, oh Señor, condimenta con su suavidad todas las virtudes, sepulta los vicios con su fuerza, suaviza las adversidades, modera la prosperidad, de suerte que sin un amigo casi nada entre las criaturas humanas puede ser fuente de alegría»: haz que mis relaciones de amistad lleven la impronta de la caridad, como camino que tiende a tu perfección. Concede, por último, Señor, a la amistad aspirar a la compleción de la entrega de sí mismo, que encuentra una imagen incomparable en el amor matrimonial: «El Amigo es el esposo de tu alma, y tú unes tu espíritu al suyo, comprometiéndote hasta el punto de tener que llegar a ser con él una sola cosa; te confías a él como a ti mismo, nada le ocultas ni nada tienes que temer de él. Si consideras que alguien es idóneo para todo esto, primero debes escogerle, después ponerle a prueba y, por último, acogerle. La amistad, en efecto, debe ser estable, casi una imagen de la eternidad, y permanecer constante en laentrega del afecto» (Aelredo de Rievaulx).
CONTEMPLATIO Nos habíamos encontrado en Atenas como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios. En aquellas circunstancias, yo no me contentaba sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los demás, que aún no le conocían, para que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y le habían oído. En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común, y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Éste fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad, así fue como el mutuo amor prendió en nosotros. Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo. Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia. Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y si no hay que dar crédito en absoluto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro. Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud. Y aunque decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido. Y así como otros tienen sobrenombres, recibidos de sus padres o bien suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y la orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos y glorioso recibir este nombre (Gregorio Nacianceno, Sermón 43, 15-21 passim, en PG 36, cois. 514-523).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Quien encuentra un amigo encuentra un tesoro» (cf. Eclo6,14).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Cuando amor te llama, sigue la señal, aunque suba empinado el sendero. Y cuando sus alas te envuelvan, abandónate, aunque entre las plumas te hiera una cuchilla. Y cuando el amor te hable, no tardes en creerle, aunque su voz turbe tus sueños como el viento del norte barre el jardín. Porque el amor corona y el amor clava en una cruz [...]. Con sus manos te trabaja hasta tu extrema ternura, después te expone a su sagrada llama, para que seas pan sagrado en la sagrada fiesta de Dios. Todo eso hará para que puedas conocer los secretos de tu corazón y, así iluminado, llegues a ser un fragmento del corazón de la vida. Mas si tienes miedo y buscas sólo paz y placer en el amor, será mejor para ti que te cubras y te vayas de la era al mundo desolado de las estaciones: allí reirás, aunque no con toda tu risa; allí llorarás, aunque no la última lágrima. El amor no da otra cosa que a sí mismo, y sólo de sí mismo toma. El amor no posee ni quiere dejarse poseer: porque al amor sólo le basta el amor (K. Gibran, L'amore, Cinisello B. 1997). |
Sábado de la 7ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 17,1-15 1 Formó el Señor al hombre de la tierra, y allá lo hará volver de nuevo. 2 Asignó a los hombres días y tiempo limitados; puso en sus manos todo cuanto existe en la tierra; 3 los revistió de una fuerza como la suya y los creó a su imagen. 4 Hizo que todo ser viviente los temiese, para que dominaran sobre bestias y aves. 6 Les formó lengua, ojos y oídos y les dio un corazón para pensar; 7 de ciencia e inteligencia los llenó, y les dio a conocer el bien y el mal; 8 les infundió su propia luz para mostrarles la grandeza de sus obras. 10 Así alabarán su nombre santo, proclamando la grandeza de sus obras. 11 Les concedió además conocimiento, y en herencia les dio la ley de vida; 12 estableció con ellos una alianza eterna y les manifestó sus decretos. 13 Vieron con sus ojos la grandeza de su gloria, con sus oídos oyeron su voz majestuosa. 14 El les dijo: «Guardaos de todo mal» y les dio mandamientos con relación al prójimo. Misericordia y justicia. 15 Ante Dios está siempre la conducta del hombre, y nada se oculta a sus ojos.
**• El texto es una asombrosa contemplación del hombre, cima de la creación. El autor recopila una corona de datos que toma, en buena parte, de la fuente de la tradición bíblica, a partir de los primeros capítulos del Génesis. La primera afirmación establece la diferencia sustancial que existe entre Dios y el hombre: el primero es el Creador, el segundo la criatura. De este modo, queda bloqueada en su mismo nacimiento cualquier tentación de autonomía o de autosuficiencia por parte del hombre. Es como decir que, sin Dios, el hombre no es más que tierra, de donde fue tomado y a la que está destinado. La mayor parte de los verbos tienen como sujeto a Dios y enumeran dones y prerrogativas que hacen grandes y nobles a los hombres (en plural a partir del v. 2). A ellos les confió Dios el cuidado («puso en sus manos») de la creación y los hizo así sus plenipotenciarios. En la cima de los dones conferidos está la afirmación más singular y también más original de la antropología bíblica: «Y los creó a su imagen» (v. 3b). En consecuencia, los hombres son «familiares» de Dios, llevan impreso algo de él. Es sugestivo el v. 8: «Les infundió su propia luz para mostrarles la grandeza de sus obras»; es como si dijera que Dios les «prestó sus ojos» para que lo creado pudiera ser contemplado con el mismo asombro que Dios. Entre los dones excelentes encontramos la conciencia («y les dio a conocer el bien y el mal»: v. 7b), la ley, la alianza, la elección de Israel, el amor al prójimo. Son dones que garantizan la grandeza del hombre, su nobleza en relación con el resto de la creación. De los dones enumerados se desprende que el autor piensa en primer lugar en los judíos. Tantos y tantos beneficios reclaman una respuesta. Los hombres reaccionan con la alabanza que celebra a Dios en sus obras: «Así alabarán su nombre santo, proclamando la grandeza de sus obras» (v. 10). Lo creado se convierte en el gran escenario donde se despliega la magnificencia de Dios, admirada y celebrada por el hombre, eco inteligente y amoroso del universo.
Evangelio: Marcos 10,13-16 En aquel tiempo, 13 llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. 14 Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: -Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. 15 Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él. 16 Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos.
**• Marcos nos regala escenas inolvidables, ricas en ternura humana, como ésta de los niños. La presencia de niños escuchando a Jesús es un hecho conocido. Con ocasión de la multiplicación de los panes se menciona también la presencia de niños que le seguían desde hacía tiempo, hasta que llega la noche (cf. Me 6,33-35). Cabe pensar que son niños que acompañan a sus padres, dado que la escucha de la Palabra de Jesús es un hecho que corresponde, eminentemente, a los adultos. Probablemente son los mismos padres los que intentan acercar sus hijos a Jesús «para que los tocara» (v. 13). Su intento queda frustrado por los discípulos, que, al menos así lo pensamos, actúan de buena fe, llevados por el deseo de garantizar al Maestro un poco de tranquilidad, pues los niños, como es sabe, son alborotadores y crean confusión. La reacción de Jesús es fuerte, indignada (v. 14). Por un lado, es una manera vigorosa de desaprobar y, por otro, una invitación a reconsiderar la figura del niño. La sensibilidad judía había producido ya el salmo 131, donde el niño es imagen de aquel que confía y se abandona a Dios. Sin embargo, llegar a establecer el valor del niño colocándolo en el centro del interés o incluso como modelo es un dato que trasciende la mentalidad de la época, que no reconocía al niño personalidad jurídica y lo consideraba como propiedad de la familia y, sobre todo, del padre. Jesús da un vuelco a valores consolidados, rompe esquemas atávicos y acoge a los niños. Este hecho, de una gran riqueza desde el punto de vista humano, se colorea teológicamente con la motivación «porque de los que son como ellos es el Reino de Dios» (v. 14b). Jesús los eleva a modelo de vida. ¿Por qué? Porque el niño adolece de la arrogancia que caracteriza al adulto, no pretende actuar por sí solo, dado que siente como urgente e indispensable la presencia de alguien que esté cerca de él y le dé seguridad. Le falta también la aspiración a la preeminencia y a los honores (cf. Mt 23,9-12). El niño es la personificación del «pobre», a quien está reservada la primera bienaventuranza y a quien se garantiza la posesión del Reino de Dios. El v. 15 recoge una afirmación solemne, dado que está introducida por la fórmula «os aseguro que»: Jesús declara que es preciso estar dotado del ánimo de los niños para tener acceso al Reino de Dios. El fragmento se cierra con otro gesto de ternura por parte de Jesús: el de abrazar a los niños, porque reconoce y aprecia un valor que los apóstoles difícilmente consiguen percibir aún.
MEDITATIO Las lecturas celebran el valor del hombre. Podríamos decir que, en línea de principios, concuerda con ellas nuestra sociedad moderna, que redacta cartas de derechos del hombre, proclama su dignidad y defiende su libertad. Cuando se trata de dar cuerpo al principio es cuando empiezan las dificultades. La dignidad del hombre está siendo conculcada todavía en demasiados países del mundo, y los derechos fundamentales o no son reconocidos o están limitados. Una lectura meditada de la página bíblica nos será útil. Lo que le interesa presentar al autor sagrado no es al hombre en general, sino al hombre en su relación con Dios. Hemos señalado que el sujeto de casi todos los verbos es Dios. Como sostiene también el Sal 8 (véase más abajo), es Dios quien confiere su nobleza al hombre y lo sitúa en la cima de la creación. La suya es una nobleza conferida, no una nobleza conquistada. Se encuentra en esa posición de relieve porque Dios lo ha hecho a su imagen y le ha confiado la responsabilidad sobre la creación. Lo ha habilitado asimismo con una serie de innumerables cualidades: desde la inteligencia a la ley, a la alianza. Visto al revés, si prescindimos de Dios, el hombre queda reducido a polvo, a «muestra sin valor». La antropología bíblica es, por consiguiente, una reflexión sobre el hombre en su relación con Dios/Cristo. La reacción de los discípulos respecto a los niños posee una ardiente actualidad. Nuestra sociedad los margina con frecuencia y no les reserva la atención que merecen (casas no construidas a la medida del niño, falta de espacio y de zonas verdes, la plaga del trabajo infantil en muchos países...) o incluso se muestra feroz con ellos (abortos, violencias de todo tipo). La estima y el afecto mostrados por Jesús proceden asimismo en este caso de consideraciones teológicas. Jesús vislumbra en ellos a los sencillos, a los pequeños, para quienes ha sido preparado el Reino, en donde son los verdaderos protagonistas. También a nosotros se nos ponen como ejemplo: debemos llegar a ser como ellos despojándonos de nuestras presuntuosas seguridades, de nuestra hiperracionalidad, que quiere verificar y controlar todo, hasta el mundo divino. Debemos volver a depositar más confianza en aquel Padre que está en el cielo y se preocupa de todos sus hijos. En considerarnos y llegar a ser como niños consiste nuestra grandeza, la realización de nuestra vida, y es el mejor camino de acceso al Reino de Dios, es decir, a Dios mismo.
ORATIO ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tu majestad se alza por encima de los cielos. De los labios de los niños de pecho, levantas una fortaleza frente a tus adversarios, para hacer callar al enemigo y al rebelde. Al ver el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides? Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies: rebaños y vacadas, todos juntos, y aun las bestias salvajes, las aves del cielo, los peces del mar y todo cuanto surca las sendas de las aguas. ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (Salmo 8).
CONTEMPLATIO En nosotros y en todos los seres hay una imagen creada de la sabiduría eterna. Por ello, no sin razón, el que es la verdadera Sabiduría de quien todo procede, contemplando en las criaturas como una imagen de su propio ser, exclama: «El Señor me estableció al comienzo de sus obras». En efecto, el Señor considera toda la sabiduría que hay y se manifiesta en nosotros como algo que pertenece a su propio ser. Pero esto no porque el Creador de todas las cosas sea él mismo creado, sino porque él contempla en sus criaturas como una imagen creada de su propio ser. Ésta es la razón por la que afirmó también el Señor: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí», pues, aunque él no forma parte de la creación, sin embargo, en las obras de sus manos hay como una impronta y una imagen de su mismo ser, y por ello, como si se tratara de sí mismo, afirma: «El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras». Por esta razón precisamente, la impronta de la sabiduría divina ha quedado impresa en las obras de la creación: para que el mundo, reconociendo en esta sabiduría al Verbo, su Creador, llegue por él al conocimiento del Padre. Es esto lo que enseña el apóstol san Pablo: «Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles son visibles para la mente que penetra en sus obras». Por esto, el Verbo, en cuanto tal, de ninguna manera es criatura, sino el arquetipo de aquella sabiduría de la cual se afirma que existe y que está realmente en nosotros. Los que no quieren admitir lo que decimos deben responder a esta pregunta: ¿existe o no alguna clase de sabiduría en las criaturas? Si nos dicen que no existe, ¿por qué arguye san Pablo diciendo que «en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría?». Y si no existe ninguna sabiduría en las criaturas, ¿cómo es que la Escritura alude a tan gran número de sabios? Pues en ella se afirma: «El sabio es cauto y se aparta del mal y con sabiduría se construye una casa». Y dice también el Eclesiastés: «La sabiduría serena el rostro del hombre», y el mismo autor increpa a los temerarios con estas palabras: «No preguntes: "¿Por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora?". Eso no lo pregunta un sabio». Que exista la sabiduría en las cosas creadas queda patente también por las palabras del hijo de Sira: «La derramó sobre todas sus obras, la repartió entre los vivientes, según su generosidad se la regaló a los que le temen». Pero esta efusión de sabiduría no se refiere, en manera alguna, al que es la misma Sabiduría por naturaleza, el cual existe en sí mismo y es el Unigénito, sino más bien a aquella sabiduría que aparece como su reflejo en las obras de la creación. ¿Por qué, pues, vamos a pensar que es imposible que la misma Sabiduría creadora, cuyos reflejos constituyen la sabiduría y la ciencia derramadas en la creación, diga de sí misma: «El Señor me estableció al comienzo de sus obras?». No hay que decir, sin embargo, que la sabiduría que hay en el mundo sea creadora; ella, por el contrario, ha sido creada, según aquello del salmo: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Atanasio, Sermón 2 contra los arríanos, 78ss enPG26, cois. 311.314).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Nuestros ojos contemplan la grandeza de tu gloria» Uí- Eclo 17,11).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La tierra es, en un primer momento, dura e incomprensible. Sin embargo, hay en ella cosas divinas muy escondidas. Con todo, no están tan escondidas que quien ama no las pueda descubrir; y a quien la ama la naturaleza se le manifiesta como una púdica doncella lentamente atraída por un hombre que la adora de lejos, y a quien es el primero en conceder levantarse el velo, una mirada elocuente, una tímida sonrisa; y después viene el coloquio y la unión de la vida con la vida. De este modo obtiene el enamorado de la tierra su propia recompensa, es poco a poco como el velo se levanta sobre una inagotable y majestuosa belleza. Este puede encontrarse sumergido en una especie de comunión espiritual, o puede sentir su propio ser revuelto en el ser de los elementos, o darse cuenta de que éstos están insuflando su vida en la suya. O bien la tierra puede llegar a ser para él, de improviso, un lugar hechizado, donde resuena en el suelo y en el aire la música de su invisible pueblo. O bien los árboles y las rocas pueden ondear ante sus ojos y volverse transparentes, revelándole las criaturas que estaban escondidas por aquel telón [...]. O bien la tierra puede resplandecer, súbitamente, a su alrededor con luz sobrenatural, en algún lugar solitario entre las colinas [...]. Así, de una manera gradual, el enamorado de la tierra va comprendiendo que el mundo dorado se muestra todo él a su alrededor en un imperecedera belleza, y él puede ascender desde la visión a la más profunda beldad del ser y aprehender que en él y a su alrededor hay un amor eterno impulsándole y sosteniendo con infinita ternura su cuerpo, su alma y su espíritu [...]. En la orquídea silvestre que tus pies destruirán en el próximo paso, menuda, apasionada y suave, ha puesto el Señor Omnipotente su alegría. ¿Qué importa que las joyas rotas se vuelvan opacas y desteñidas? El Artista no interrumpe su trabajo, y de las ruinas hará brotar una obra maestra más adorable. (G. W. Russel, The Candle of Vision, Londres 1920). |
La Santísima Trinidad (Domingo después de Pentecostés)
LECTIO Primera lectura: Proverbios 8,22-31 La Sabiduría de Dios habla: 22 El Señor me creó al principio de sus tareas, antes de sus obras más antiguas. 23 Fui formada en un pasado lejano, antes de los orígenes de la tierra. 24 Cuando aún no había océanos fui engendrada, cuando aún no existían los profundos manantiales; 25 antes que los montes fueran asentados, antes de las colinas fui engendrada. 26 No había hecho aún la tierra ni los campos, ni los primeros terrones del orbe. 27 Cuando establecía los cielos, allí estaba yo, cuando trazaba la bóveda sobre la superficie del océano, 28 cuando condensaba las nubes en lo alto, cuando fijaba las fuentes del océano, 29 cuando señalaba al mar su límite para que las aguas no rebasaran sus orillas, cuando echaba los cimientos de la tierra, 30 a su lado estaba yo, como confidente, día tras día le alegraba, y jugaba sin cesar en su presencia; 31 jugaba con el orbe de la tierra, y mi alegría era estar con los hombres.
**• En el comienzo de la reflexión de Israel sobre la Sabiduría, ésta significaba «simplemente» la habilidad, la virtud de gobernar la propia vida y las propias relaciones a fin de obtener la felicidad (cf, por ejemplo, Prov 3,1-13). En un primer momento, sabio es el que va seguro por su camino y sus pies no tropiezan, el que conserva el consejo y la reflexión (cf. Prov 3,21.23). Sin embargo, ahondando en esta idea, se va comprendiendo poco a poco que sabio es aquel que consigue ver la verdadera ley de la vida, aquel que reconoce en el mundo una sabiduría que es anterior a él, aquel cuyos ojos consiguen ver la semilla que el Señor ha puesto en el mundo: «El Señor ha fundado la tierra con sabiduría» (Prov 3,19). El fragmento que hemos leído en la liturgia de hoy constituye un paso ulterior en esta reflexión. En efecto, aquí la sabiduría ya no es la virtud del hombre que es sabio, ni tampoco la ley intrínseca de la creación, sino que nos aparece en la figura de una muchacha que acompaña al Señor en su obra creadora y que se divierte con el mundo y con toda la humanidad. La sabiduría se convierte aquí, en suma, en la mirada que el Creador dirige al mundo, en la Palabra que hace existir la historia. De ahí que la sabiduría que se describe aquí haya sido interpretada como figura o tipo del Verbo de Dios. Sin embargo, el fragmento podría ser aún más profundo y pertinente. Este autoelogio de la sabiduría tiene, efectivamente, muchas consecuencias respecto al modo como nosotros pensamos a Dios. En primer lugar, nos muestra un rostro menos «masculino» de Dios. La sabiduría (hokhmah) aparece en femenino (como también «espíritu», rüah) en el Antiguo Testamento hebreo. Es cierto que, sustancialmente, aquí no se identifica con Dios, pero sigue siendo el primer rostro que se muestra de Dios cuando él quiere la creación (v. 22). En segundo lugar, aquí el Dios creador ya no es una figura solitaria que, por no tener otra cosa que hacer, se pone a crear un juguete para, literalmente, «pasar» el tiempo, sino que es descrito como un Dios en relación, que toma precisamente a esta niña que le acompaña como modelo de todo el bien al que está a punto de dar forma (w. 27ss), a todo el bien que va a hacer nada menos que el propio «arquitecto» (v. 30). Por último, se muestra la filantropía de un Dios que se divierte con la humanidad (w. 30ss): a buen seguro, no para burlarse del carácter dramático de la historia humana, sino, al contrario, para indicar que el verdadero sentido de la historia y de la vida se encuentra precisamente en este «juego de rol» entre Creador y criatura (cf. Prov 9,5ss).
Segunda lectura: Romanos 5,1-5 Hermanos: 1 Así pues, quienes mediante la fe hemos sido puestos en camino de salvación, estamos en paz con Dios a través de nuestro Señor Jesucristo. 2 Por la fe en Cristo hemos llegado a obtener esta situación de gracia en la que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos, esperando participar de la gloria de Dios. 3 Y no sólo esto, sino que hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que la tribulación produce paciencia; 4 la paciencia produce virtud sólida, y la virtud sólida, esperanza. 5 Una esperanza que no engaña, porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones.
**• La Carta a los Romanos se presenta como un anuncio global del mensaje cristiano, y el fragmento que hoy nos propone la liturgia es uno de los pasajes esenciales y, a su modo, sinópticos. El primer dato que encontramos en él, y que constituye el criterio fundamental del anuncio, es la justificación por la fe (v. 1; cf. Rom 1,16-4,25). La justificación por la fe significa, esencialmente, que el fundamento de la vida del cristiano no está constituido por las capacidades humanas, sino que el hombre es justificado mediante la justicia que proviene del amor de Dios (cf. Rom 3,2 lss). Éste es el primer anuncio de libertad que viene del cristianismo: no tenemos necesidad de basarnos en nuestra propia capacidad de ser santos y de observar la ley, ni en nuestra propia capacidad de sutil razonamiento o de éxito; lo que debemos hacer es confiarnos a la promesa de Dios, que nos regala la vida nueva. Quien nos permite un segundo anuncio de libertad es Jesucristo, que nos ofrece la libertad tanto frente al pecado como frente a la ley (cf. Rom 5,12-20). A este respecto, basta con recorrer los evangelios para encontrar en él el ejemplo de lo que significa esta libertad: anuncio de la bondad de Dios incluso frente a la persecución y al dolor del mundo, compartir el pan con quienes están cerca y con quienes están lejos de nosotros, amor a la verdad que procede de nuestra propia conciencia y de nuestra propia relación con Dios, derrota de la muerte a través de la resurrección. Sin embargo, para acercarnos a este misterio, nuestro fragmento describe un camino que atraviesa paso a paso las tribulaciones -término que indica al mismo tiempo los sufrimientos de la vida (cf., por ejemplo, 2 Cor l,4ss), los sufrimientos de la Iglesia, que se une en esto a la pasión de Cristo (cf, por ejemplo, Col 1,24), y la tentación suprema frente a la muerte y al martirio (cf, por ejemplo, Ap 7,14)-, la paciencia, la virtud sóliday la esperanza. Eso significa, por otra parte, conseguir realizar un camino espiritual que nos lleve a vivir en plenitud de la gracia del Espíritu que obra ya en el corazón de los creyentes (cf. Rom 8): esta vida en el Espíritu da cuenta ante al mundo y el corazón de cada uno de nuestra propia fe, de nuestra propia esperanza y de nuestra propia caridad.
Evangelio: Juan 16,12-15 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 12 Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podríais entenderlas ahora. 13 Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. 14 Él me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer lo recibirá de mí. 15 Todo lo que tiene el Padre es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer lo recibirá de mí.
**• Con el discurso joáneo del que está tomado este fragmento, Jesús está anunciando su partida, el final de su camino terreno. Se despide de sus propios discípulos para que su corazón no se espante frente a los acontecimientos de la pasión (cf Jn 14,lss). Lo que dice, en sustancia, a quien le escucha es que todo lo que está aconteciendo es voluntad del Padre: no en el sentido de un guión ya escrito desde el principio, sino en el sentido de que el drama al que se está enfrentando, y que los discípulos han empezado a afrontar junto con él (cf. el discurso sobre la vid y los sarmientos: capítulo 15), se encuentra ya dentro de la mirada amorosa que el Padre proyecta sobre la historia: «Este mundo ya ha sido juzgado» (16,11). Se trata, ciertamente, de un juicio de verdad, puesto que no procede de una mirada parcial -como, desde un punto de vista humano, podría ser considerado eventualmente el juicio de Jesús sobre su propia generación, que le rechazó-, sino que llega directamente de la fuente de la verdad; por eso, «vendrá el Consolador» que «pondrá de manifiesto el error del mundo en relación con el pecado, con la justicia y con el juicio» (cf. 16,7ss). No hay, por tanto, solución de continuidad entre esta mirada del Padre, la obra del Hijo y lo que «dirá» (v. 13) el Espíritu de la verdad: es el único modo que tiene Dios de presentarse al mundo y de acompañarlo hacia la «verdad completa» (v. 13). Los discípulos no están preparados todavía para soportar el peso de esta revelación final precisamente porque todavía no han recibido el Espíritu ni, por consiguiente, la capacidad de insertarse a fondo en la mirada que proyecta Dios sobre el mundo: la comunión que se encuentra en Dios (w. 14ss) es el designio que él misino tiene, hacia el cual se mueve toda la historia.
MEDITATIO No siempre resulta fácil sonreír frente a la vida. La mayoría de las veces sentimos la tentación -es hoy nuestra gran tribulación- de creer en cualquier otra cosa menos en nuestra felicidad. Quien tiene éxito no es, a buen seguro, el que se plantea las preguntas sobre la verdad y sobre la justicia; los títeres de la televisión nos propinan imágenes que unen riqueza y serenidad; la cháchara de la gente no nos ayuda a distinguir entre nuestra verdad interior y la fachada que mostramos a los otros; el dolor que acompaña a la vida con sus relaciones hace acallar nuestros sueños... Frente a esta historia -la historia que se hace oír en alta voz- nos sentimos a veces aturdidos, sin posibilidad de volvernos hacia atrás y de preguntarnos dónde está el error de donde viene todo. Sin embargo, ésta no es la única historia en la que estamos implicados. Hay asimismo una historia que viene de lejos, de la que ni siquiera vemos sus orígenes y que también se nos presenta bajo la fachada de cada día. Se trata de la historia de un hombre que ha sido capaz de poner la verdad por delante del error sin ser fundamentalista, de poner la acogida por delante del miedo sin ser un facilitón, de sentirse llamado a un amor más grande antes que tener miedo por su propia suerte sin perder nada de su propia humanidad. Se trata de una historia compuesta de otras personas capaces de seguir a aquel hombre por su camino, sirviendo gratuitamente a los otros, orando, consolando. Se trata de una historia que todavía hoy se muestra fecunda cada vez que un abrazo vence a un sufrimiento, cada vez que se dice una palabra en medio del silencio, cada vez que encontramos a una persona que realiza la justicia en la verdad y la misericordia. Esta historia nos parece escondida porque no siempre tenemos unos oídos tan finos que la oigamos y porque casi siempre se levantan otras voces más altisonantes, más prepotentes, aunque también más vacías. Por eso no se les puede decir el Nombre, para no confundirlo con el resto de la historia. Se nos ha enseñado a llamar a ese Nombre «Padre», a adorar al Hijo, a invocar el don del Espíritu Santo: éstos son los nombres que se oyen en esta historia que está detrás de nuestra historia de cada día. Con estos nombres en nuestros labios y en nuestros corazones podremos comprender al fin que el mundo no ha sido abandonado a sí mismo y -ni siquiera en medio de sus sufrimientos- va solitario por su camino, sino que es bello «jugar con el orbe de la tierra, [poniendo nuestra] alegría en estar con los hombres». Así es como podremos comprender que, entre todas las dimensiones que atravesamos con nuestros pasos de cada día, lo que constituye el fundamento de todo es precisa y únicamente nuestro camino espiritual. Podremos comprender que nuestra llamada a la comunión con Dios y con quienes nos acompañan en nuestro camino no es un peso, sino un juego que nos puede hacer sonreír y nos hace más libres que nunca. Pero ésta es otra historia...
ORATIO Dios, que eres Padre, te agradezco que me hayas llamado a mi historia y dentro de mi historia. Tú has preparado un mundo desde siempre para poder encontrarme, para poder expresarme un día todo tu amor, que es un amor completo, un amor de padre y de madre por su propio hijo. Concédeme creer en ti, confiarte todo mi tránsito, todo mi deseo, a fin de conseguir estar de verdad en tus manos. Dios, que eres Hijo, has entrado en mi historia y me has salvado. No has mirado a lo que te conviniera, sino que has participado del designio de amor que tenía el Padre sobre mí y sobre todos mis hermanos y hermanas que caminan a mi lado. Concédeme vivir de tu libertad de acción y de palabra, concédeme comprender cómo la verdad puede hacerme realmente libre frente al pecado y frente a los demás. Dios, que eres Espíritu Santo, es tu fuerza la que abre mis ojos para ver la historia verdadera que está detrás de la fachada de cada día; es tu poder el que me muestra los milagros que tienen lugar en mí y en cuantos están a mi alrededor. Concédeme tus dones, a fin de afrontar mi camino con los ojos bien abiertos y los oídos en condiciones de oír la voz que me llama de nuevo a la vida, el latido de ese corazón que me anima cuando tengo miedo, el apretón de manos que me refuerza y me habla como a una persona, la sonrisa que es capaz de jugar con la vida divina que hay en el mundo.
CONTEMPLATIO El que determina hablar de charidad determina hablar de Dios; y querer hablar de Dios es cosa peligrosa y perplexa a los que no miran cautamente la empressa que toman en las manos. Dios es charidad, y por esso quien determina de hablar del fin desta virtud siendo él ciego, se hace semejante al que quiere medir el arena de la mar. [...] Pues, según esto, bienaventurado aquel que assí anda hirviendo día y noche en el amor de Dios, como un furioso enamorado del mundo anda perdido por lo que ama; bienaventurados aquellos que assí temen a Dios, como los malhechores sentenciados a muerte temen al juez y al executor de la sentencia; bienaventurado aquel que anda tan solícito en el servicio de Dios, como algunos prudentes criados andan en el servicio de sus señores; bienaventurado aquel que con tan grande zelo vela y está atento en el estudio de las virtudes, como el marido zeloso en lo que toca a la honestidad de su muger; bienaventurado aquel que de tal manera assiste al Señor en su oración, como algunos ministros assisten delante de su rey; bienaventurado aquel que assí trabaja por aplacar a Dios y reconciliarse con él, como algunos hombres procuran aplacar y buscar la gracia de las personas poderosas de que tienen necessidad. No anda la madre tan allegada al hijo que cría a sus pechos como el hijo de la charidad anda siempre allegado a su Señor. Aquel que de verdad trae siempre delante de los ojos la figura del que ama, y lo abraza en lo íntimo de su corazón con gran deleyte [...] Deseo, pues, saber de qué manera te vio Jacob arrimada a lo alto de aquella escala. Ruégote quieras enseñar a este cobdicioso preguntador qual es la especie desta celestial subida, qual el modo y qual sea la disposición y conexión destos espirituales grados, y los quales el verdadero amador tuyo dispuso y ordenó en su corazón para subir por ellos. Deseo también saber qual sea el número dellos y quanto el tiempo que para esta subida se requiere; porque el que por experiencia trabajó en esta subida, y vio esta visión, nos remitió a los doctores que nos lo enseñassen, y o no quiso o no pudo decirnos cosa mas clara. A estas voces mías la charidad, como una reyna que baxaba del cielo, me paresció que decía en los oídos de mi anima: O ferviente amador, sino fueres desatado de la grosura y materia desse cuerpo, no podrás entender qual sea mi hermosura, y la causalidad y orden que las virtudes tienen entre sí te enseñarán la composición desta escala. En lo alto della estoy yo assentada, como lo testificó aquel grande conoscedor de los secretos divinos, quando dixo: Agora permanescen estas tres virtudes, fe, esperan/.a, y charidad; mas la mayor de todas es la charidad (Juan Clímaco, La escala del paraíso, 252-254 passim, Biblioteca Electrónica Cristiana).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La esperanza no engaña» (Rom 5,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Lentamente he empezado a darme cuenta de que en el gran circo, lleno de domadores de leones y de trapecistas que con sus maravillosas acrobacias reclaman nuestra atención, la historia verdadera y real la contaban los payasos. Los payasos no están en el centro de los acontecimientos. Aparecen entre una gran exhibición y otra, se mueven con torpeza, caen y nos hacen sonreír de nuevo tras la tensión creada por los héroes que veníamos a admirar. Los payasos no están coordinados entre ellos, no consiguen realizar las cosas que intentan hacer; son cómicos, se mueven con un equilibrio precario y son desmañados, pero... están de nuestra parte. No reaccionamos ante ellos con admiración, sino con simpatía; no con estupor, sino con comprensión; no con la tensión, sino con una sonrisa. De los acróbatas decimos: «¿Cómo conseguirán hacerlo?». De los payasos decimos: «Son como nosotros». Los payasos, con una lágrima y una sonrisa, nos recuerdan que compartimos las mismas debilidades humanas [...]. Entre las acciones emocionantes de los héroes de este mundo, tenemos una constante necesidad del payaso, de personas que con su vida vacía y solitaria -de oración y de contemplaciónnos revelen la otra cara y nos ofrezcan así consuelo, alivio, esperanza y una sonrisa. En esta grande, ajetreada, fascinante y turbadora ciudad continuamos sintiendo la tentación de unirnos a los domadores de leones y a los trapecistas, que reciben la máxima atención. Pero cada vez que aparecen los payasos se nos recuerda que lo que cuenta realmente es algo diferente a lo espectacular y a lo sensacional: es lo que pasa entre una escena y otra. Los payasos, con su comportamiento «inútil», nos muestran no sólo que muchas de nuestras preocupaciones, de nuestros afanes, de nuestras ansias y tensiones tienen necesidad de una sonrisa, sino que también nosotros tenemos pintura blanca en nuestro rostro y estamos llamados a comportarnos como payasos (H. J. M. Nouwen, / c/own di Dio. Una vita spirituale per ¡I nostro tempo, Brescia 2000, pp. 7 y 162, passim). |
Lunes 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 17,24-32 24 A los que se arrepienten les permite volver y conforta a los que han perdido la constancia. 25 Conviértete al Señor y abandona el pecado, ora en su presencia y deja de ofenderlo. 26 Vuelve al Altísimo y apártate de la maldad, detesta la iniquidad con toda tu alma. 27 Pues ¿quién alabará al Altísimo en el abismo si los vivos no le rinden homenaje? 28 El muerto, como quien ya no existe, ignora la alabanza; sólo el vivo y el sano glorifican al Señor. 29 ¡Qué grande es la misericordia del Señor, y su perdón para los que se convierten a él! 30 El hombre no puede abarcarlo todo, pues el ser humano no es inmortal. 31 ¿Hay algo más brillante que el sol? Pues también se eclipsa. Lo que es carne y sangre sólo concibe maldad. 32 Dios pasa revista al ejército del cielo; los hombres sólo son polvo y ceniza.
*• Nuestro maestro, el Sirácida, prosigue su instrucción tocando hoy otro punto de vital importancia: el arrepentimiento y el perdón. Se trata de palabras que nos ponen con frecuencia en una situación incómoda, porque nuestra exigencia nos sugiere que son difíciles de vivir. Sin embargo, constituyen términos clave de nuestro vocabulario teológico, elementos irrenunciables para una armónica y auténtica relación con Dios. La vida del sabio florece gracias a una colaboración entre Dios y el hombre. Este último expresa su arrepentimiento naturalmente porque hay algo incorrecto en su modo de obrar o de pensar. Se da por descontado que el hombre es pecador. Una vez que el pecado está presente y empieza su obra corrosiva, ¿qué se puede hacer? El mandato es inequívoco: «Vuelve al Altísimo y apártate de la maldad» (v. 26). Lo primero es apartarse del pecado. En consecuencia, es preciso comenzar el movimiento de retorno que se llama conversión. En hebreo, en efecto, la conversión es precisamente un volver (shüb), en el sentido de apartarse del camino errado por el que nos habíamos metido, a fin de encaminarnos hacia Dios. El pecador es como un muerto, incapaz de alabar al Señor. Según la concepción antigua, en los infiernos se llevaba una vida larvaria; los que allí se encontraban eran como sombras y, sobre todo, no les era posible alabar a Dios. Era una «vida» que no merecía ese nombre, puesto que el fin de la existencia consiste en la alabanza a Dios. De ahí que el salmista pida a Dios que le libre de la muerte para que, continuando en la vida, mantenga la oportunidad de alabar al Señor (cf. Sal 88,11-13). Dios concede su perdón al pecador arrepentido. Ahora bien, esto no es un derecho del hombre, sino un acto de amor del Señor: «¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que se convierten a él!» (v. 29). No puede haber, por tanto, ninguna pretensión. El hombre conserva su lúcida conciencia de ser «polvo y ceniza» (v. 27). Su grandeza consiste en la humilde esperanza de que el Señor continúe otorgándole los beneficios de su amor.
Evangelio: Marcos 10,17-27 En aquel tiempo, 17 cuando iba a ponerse en camino se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 18 Jesús le contestó: -¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. 19 Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. 20 Él replicó: -Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven. 21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo: -Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme. 22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes. 23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas! 24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: -Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! 25 Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios. 26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí: -Entonces, ¿quién podrá salvarse? 27 Jesús les miró y les dijo: -Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.
*»• El fragmento evangélico de hoy se compone de dos partes: una vocación fallida por el apego a la riqueza (w. 17-22) y algunas consideraciones sobre la peligrosidad de la riqueza (w. 23-27). El punto de partida es exaltador: un hombre busca el camino para la vida eterna. El hecho de que se dirija a Jesús habla en favor de la confianza que inspiraba el Maestro de Nazaret. Eran muchos los maestros que podían responder con sabiduría a esa pregunta. Es posible que aquel hombre se esperara algo diferente, algo nuevo. Jesús le orienta hacia Dios y hacia algunos de los preceptos del Decálogo, sobre todo a los relacionados con los deberes hacia el prójimo. El Decálogo, expresión de la voluntad divina, sigue siendo, en efecto, el código de referencia esencial, capaz de encaminar hacia la vida eterna. De este modo queda ratificado el valor del Antiguo Testamento. Sin embargo, aquel hombre tiene sed de otra cosa. El Decálogo, que ya observa puntualmente desde su juventud, no le basta. Necesita un impulso novedoso: «Ven y sígueme» (v. 21) es la novedad del mensaje. Es la persona de Jesús, el hecho de seguirle, lo que marca la diferencia. Jesús se pone en la línea del Decálogo como expresión de la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, como punto de superación. Jesús es ese «algo más» buscado. La observancia de una ley queda sustituida por la comunión con una persona. Esta persona «pretende», justamente, ser el nuevo acceso hacia Dios. Sin embargo, para seguir a Jesús es preciso abandonar el lastre y los diferentes impedimentos. Jesús había conocido a fondo a aquel hombre, gracias a la mirada cargada de amor que proyectó sobre él. El seguimiento exige una libertad interior que no tenemos mientras el dinero esté presente en nuestra vida como señor. Pero el dinero es aún más que señor; es tirano y, en efecto, aferra al hombre que no consigue liberarse de él. Su deseo es como una cáscara vacía. Se va triste y afligido. Ha preferido sus magras seguridades a la exaltadora propuesta de Jesús. Su riqueza le ha hecho perder una ocasión única para su vida, le ha empobrecido. Le queda la «riqueza» de su remordimiento. Llegados aquí, Jesús lanza una dura consideración sobre la riqueza, cuando se convierte, como en el caso que ahora nos ocupa, en impedimento para realizar la vida en plenitud. Jesús conoce y denuncia la fuerza seductora del dinero. Los ricos tienen dificultades para acceder a Dios porque están atados a las cosas, hechizados por ellas. El hecho de poder comprar todo lo que quieren les confiere un sentido de casi omnipotencia. La dificultad de su posición la expresa Jesús con la imagen del camello y el ojo de una aguja (v. 25). Estamos frente a una hipérbole, una exageración buscada adrede para subrayar mejor el concepto. «¿Quién podrá salvarse?» (v. 26), es la reacción de pasmo de los discípulos, acostumbrados a pensar que la riqueza era una bendición divina. Jesús responde que la salvación es don de Dios. Y éste es capaz de llevar a cabo lo imposible (v. 27). Ese don no exonera del esfuerzo por liberarse y mantenerse lo más libres posible.
MEDITATIO Podríamos decir que el denominador común de ambas lecturas es una invitación a liberarse. La primera nos invita a liberarnos del pecado, la segunda de la riqueza. En ambos casos se trata de un impedimento para acceder a los valores superiores; más aún, vitales. «Pecar es humano, perseverar es diabólico», dice una conocida máxima. A buen seguro, es preciso que nos comprometamos antes que nada a evitar el pecado, pero, siendo realistas, no podemos olvidar nuestra crónica fragilidad. En consecuencia, será oportuno tener presente que somos débiles, incapaces de mantener siempre el rumbo adecuado, a pesar de las muchas ayudas que recibimos. La humilde conciencia de nuestra pobreza espiritual nos llevará a renovar la petición de perdón al Señor, a pedir su misericordia y a recomenzar con confianza. La autosuficiencia del hombre moderno le impide arrodillarse ante su Creador para pedir perdón. El hombre se convierte en medida de sí mismo, está bien lo que él juzga que está bien, no busca ningún punto de referencia fuera de él. De este modo, le queda bloqueado el camino espiritual. Es preciso ayudarle a liberarse de su autosuficiencia, a que vuelva al Señor con la conciencia del joven de la parábola: «Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo"» (Le 15,18). El segundo camino de liberación nos lo propone el evangelio. Jesús, con una divina intuición, comprende qué es lo que atenaza a este hombre y le propone liberarse de sus riquezas. No le aconseja tirarlas o destruirlas, sino que le sugiere que las haga fructificar dándoselas a los pobres. Este hombre, privado de sus riquezas, empezaría a tener un capital en el cielo: «Tendrás un tesoro en el cielo». La liberación no es el fin, sino la condición para realizar plenamente nuestra vida. Ésta encuentra su máxima floración en el «ven y sígueme» que corresponde a la vocación específica de aquel hombre. No supo liberarse de su riqueza, pensando que tal vez eran un bien que le garantizaba el mañana. Perdió la ocasión más bella de su vida, desaprovechó la invitación que procedía de un acto sublime de amor: «Jesús le miró fijamente con cariño». Con su riqueza, y precisamente a causa de ella, se volvió terriblemente pobre. Su caso nos enseña que es posible permanecer apresados por las cosas, a pesar de las llamadas de Jesús a una vida plenamente realizada. Por fortuna, la historia de los discípulos nos enseña que también es posible tomar el camino adecuado.
ORATIO Señor, libérame de la presunción de sentirme «tranquilo» por una valoración mínima de mi pecado («¿Qué tiene de malo?», «Lo hacen todos»), de remitir al infinito la conciencia y la denuncia de mi culpa, porque esto me bloquea el acceso a tu misericordia, me hace perder un tiempo precioso, me mantiene encadenado a mi orgullosa presunción. Señor, ayúdame a cultivar la espiritualidad sencilla y esencial del publicano en el templo: «¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador!», a conservar la viva confianza de que el Padre, en los cielos, está dispuesto a perdonar, puesto que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23). Y una vez perdonado, ayúdame a perdonar a los otros, a imitación del Padre que me perdona, para que yo quede libre del rencor y del espíritu de venganza y permita a los otros liberarse de su pasado. Señor, libérame de las cosas entendidas como posesión que esclaviza; concédeme la sabiduría de un uso prudente, considerándolas como medios de tu Providencia destinados a alcanzar el fin, a entrar en la vida que eres tú, que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos.
CONTEMPLATIO No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados con esta humildad y que usan de tal modo sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en aliviar la miseria de sus prójimos. El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas del espíritu. Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente cautivada por el amor a los bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo. Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos otros, imitando su fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraron su alegría en seguir las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo. Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando al subir al templo se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (León Magno, Sermón sobre las bienaventuranzas 95, 2ss, en PL 54, col. 462).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que se convierten a él!» (Eclo 17,29).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Podemos representar el perdón como un prisma con muchas caras, de cada una de las cuales se desprende una luz. El perdón renueva por completo a la persona humana: no sólo la arranca de la condición de pecado, sino que le abre el camino para ser «el hombre nuevo creado por Dios, "el hombre nuevo creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera" (Ef 2,4)»(R. Bultmann) [...]. Pedir la remisión de las deudas es, a buen seguro, pedir la cancelación de una cuenta con números rojos, aunque es también mucho más. Recibir el perdón es entrar en una relación nueva con aquel que nos ha condonado la deuda. Cuando le pedimos al Padre su perdón, le pedimos que vuelva a admitirnos en el círculo de su amor, del que nos habíamos salido al pecar. Pedimos ser reconciliados con el Padre, volver a entrar en comunión con él; más aún, ser nuevamente acogidos dentro de su amor. El amor del Padre: ésa es la meta a la que se dirige la petición de perdón [...]. El perdón de Dios es el modelo de la medida del perdón cristiano [...]. A través de la inmolación de su propio Hijo, Dios ha roto el equilibrio exigido por la justicia y lo ha sustituido por el equilibrio del amor misericordioso y perdonador. El perdón cancela la paridad entre el debe y el haber de los honorarios, la nivelación como ideal ético al que ha permanecido atado el judaísmo y lo sigue estando todavía nuestra cultura. Del Crucificado que muere perdonando -más aún, excusando y buscando atenuantes para la acción de quienes le crucifican (Le 23,34)- han aprendido los cristianos a renunciar al cobro de la deuda según la justicia, desactivando así la mecha que yace bajo toda exigencia de justicia (M. Masini, // Vangelo del perdono, Milán 2000, pp. 24.119.123). |
Martes 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 35,1-12 1 Quien observa la ley multiplica las ofrendas; quien sigue los mandamientos ofrece sacrificio de comunión. 2 Quien devuelve un favor hace una ofrenda de flor de harina, y quien da limosna ofrece sacrificio de alabanza. 3 Apartarse del mal agrada al Señor, huir de la injusticia es sacrificio expiatorio. 4 No te presentes ante el Señor con las manos vacías, pues en esto consisten los mandamientos. 5 La ofrenda del justo dignifica el altar, su suave olor se eleva hasta el Altísimo. 6 El sacrificio del justo es aceptable, su memoria no quedará en el olvido. 7 Glorifica al Señor con generosidad y no escatimes las primicias que ofreces. 8 Siempre que ofrezcas algo, hazlo con semblante alegre, y paga los diezmos de buena gana. 9 Da al Altísimo según te dio él a ti, con generosidad, según tus posibilidades. 10 Porque el Señor sabe retribuir y te devolverá siete veces más. 11 No trates de sobornar al Señor, pues no lo aceptaría, ni te apoyes en sacrificio injusto, 12 porque el Señor es juez y no hace acepción de personas.
*•• En este fragmento manifiesta el autor que es, al mismo tiempo, ritualista y moralista, o sea, que se siente apegado tanto al culto como a la ley divina en todas sus facetas. Hace concluir aquí ambas tendencias, considerando que la misma práctica de la ley es culto. Lo captamos ya desde el principio, cuando establece un repetido paralelismo entre la observancia de la ley -o una de sus manifestaciones- y un acto de culto (observancia de la ley-ofrendas; cumplimiento de los mandamientos- sacrificio de comunión; devolver un favor-flor de harina; practicar la limosna-sacrificios de alabanza; abstenerse de la injusticia-sacrificio expiatorio). Acredita un profundo conocimiento de los diferentes actos de culto con que se honraba a Dios. Su mensaje gira en torno a dos ideas. De ellas, la primera es más teológica, y la otra más ritual. El magno principio: «La ofrenda del justo dignifica el altar... El sacrificio del justo es aceptable» (w. 5ss), al poner en relación el compromiso o santidad de vida («justo») con la acción de la ofrenda en el templo, anticipa y satisface la exigencia de unidad-comunión de la persona que Mateo exigirá de una manera categórica: «Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda» (Mt 5,23ss). La otra idea recuerda la generosidad que hay que mostrar en la ofrenda al Señor. El pensamiento recoge el precepto de Ex 23,15 («Nadie se presentará ante mí con las manos vacías»), enriqueciéndola con una motivación sapiencial: «Porque el Señor sabe retribuir, y te devolverá siete veces más» (v. 10). En términos populares y simplificados, es como decir que con el Señor no se lleva nunca las de perder.
Evangelio: Marcos 10,28-31 En aquel tiempo, 28 Pedro le dijo a Jesús: -Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. 29 Jesús respondió: -Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia, 30 recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna. 31 Hay muchos primeros que serán últimos y muchos últimos que serán primeros.
*»• Se ha desarrollado una situación ante los ojos de Jesús y de sus discípulos: un explosivo deseo de seguimiento ha naufragado miserablemente entre las dificultades de una riqueza que ha enredado hasta el impulso más noble. El resultado ha sido el fracaso: caídos los ideales, han quedado los trozos de la amargura. Jesús ha aprovechado la ocasión para poner en guardia contra los peligros de una riqueza que esclaviza. Éste es el antecedente del pasaje que hemos leído hoy. Pedro, como en otros casos, toma la palabra. No plantea una verdadera pregunta, pero su consideración equivale a una pregunta dirigida a Jesús. Pedro y los demás del grupo lo han dejado todo y se han adherido a la propuesta de Jesús. Se han comportado de una manera diametralmente opuesta al rico de más arriba. De una manera implícita, aflora la pregunta: si aquél se ha ido triste, en estado de quiebra, ¿qué será de nosotros? Jesús no hace esperar la respuesta clarificadora. Habla de una recompensa que se distribuye entre el hoy del tiempo («el tiempo presente») y el mañana de la eternidad («el mundo futuro»). A quienes lo han dejado todo –explicitado con siete realidades que abarcan el mundo del bienestar, de los afectos y de la profesión (casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, campos)- se les promete cien veces más. No se trata de una operación simplemente matemática ni rigurosamente bancaria. Si bien el seguimiento ha traído consigo rupturas con el programa de vida que teníamos (propiedades, familia, profesión), también es verdad que no ha creado gente inadaptada o personas sin referencias. Aquí podemos ver una alusión a la vida eclesial de la primera comunidad, donde era fuerte el sentido de pertenencia y los miembros se llamaban «hermanos» entre sí. El añadido «junto con persecuciones » (v. 30) recuerda que en el tiempo presente no se puede alejar la sombra de la cruz. Se goza, se obtiene, pero de un modo condicionado. El premio definitivo es «en el mundo futuro» y consiste en la «vida eterna». Esa expresión no tiene necesidad de explicaciones o de complementos. Es la vida con Dios, una vida exuberante, que no conoce ocaso. El v. 31 es una sentencia de carácter sapiencial que prevé el vuelco de la situación. Es un aviso para que nadie se considere nunca de los que ya han llegado, y a la vigilancia, porque el seguimiento es siempre un compromiso de vida.
MEDITATIO Una lectura apresurada y superficial de los textos de hoy podría hacer surgir la idea de que nuestra relación con el Señor es semejante a la que mantenemos con un banco: depositamos una suma de dinero y, después de cierto tiempo, la retiramos con los intereses. La diferencia sería sólo cuantitativa: la tasa del interés dado por el Señor sería extremadamente generosa: el séptuplo para la primera lectura y hasta el céntuplo para el evangelio. Obviamente, no hemos tomado el camino adecuado. Antes que nada, hemos de señalar que es preciso construir una relación interior, profunda y global. El libro del Eclesiástico pedía la observancia de la ley, y los apóstoles se han adherido al seguimiento de Jesús: en ambos casos se trata de entrar en comunión con Alguien. Lo que más vale es la ofrenda de nuestra vida en forma de fidelidad a la voluntad divina, de generosidad en el seguimiento de su enseñanza o sugerencias. La ofrenda de cualquier don es sólo manifestación o prolongación de la ofrenda de nuestra persona. Y también a nivel personal se sitúa la recompensa. Esto se comprende mejor en el pasaje evangélico. La perspectiva final y gloriosa de la recompensa es «la vida eterna», que -dicho con otras palabras- es la visio Dei, la comunión plena y definitiva con la Trinidad. Seguir a Cristo significa entrar, con él, en él y por él, en el misterio trinitario. Éste es el verdadero céntuplo. El interés bancario tiene aquí poco que ver.
ORATIO Perdónanos, Señor, nuestra mentalidad comercial. Estamos acostumbrados a cuantificar y a «monetizar» todo. «¿Cuánto es eso en dinero?», es una frase que aparece a menudo en nuestros labios. Esta mentalidad de contables invade y contamina asimismo nuestra relación contigo. Nosotros te damos y tú nos das..., sólo que muchas veces las cuentas no salen. Comienzan nuestras crisis. Tú nos pareces lejano, insensible a nuestros problemas... Perdónanos, Señor, si te hemos reducido a un buen «supercontable», a administrador delegado del Reino de los Cielos. Ayúdanos a calcular en términos de gracia que es gratuidad, potencia de amor, desinterés. Ayúdanos a dar y a darnos sin calcular, alegres de gastarnos para que tú seas conocido y amado. Sabemos, ciertamente, que en materia de generosidad no hay quien te gane. Si después quieres echarnos una mano para que abramos nuestra cartera, la caja fuerte de nuestro tiempo y de nuestra disponibilidad para compartir con los otros, tanto mejor. Nos sentiremos de verdad hijos de aquel Padre que es pródigo en amor con todos. Ayúdanos a desear ese premio que eres tú mismo, presente ya hoy en nuestra vida, con la esperanza de que nosotros podamos reposar un día, definitivamente, en la tuya.
CONTEMPLATIO ¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más preciosos que el oro fino, más dulces que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha prometido a los que le aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice san Pablo, citando al profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que le aman. En verdad es muy grande el premio que proporciona la observancia de tus mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y el más grande, es provechoso para el hombre que lo cumple, no para Dios que lo impone, sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado. Por consiguiente, debes considerar como realmente bueno lo que te lleva a tu fin y como realmente malo lo que te aparta del mismo. Para el auténtico sabio, lo próspero y lo adverso, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y los desprecios, la vida y la muerte, son cosas que, de por sí, no son ni deseables ni aborrecibles. Si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son cosas buenas y deseables; de lo contrario, son malas y aborrecibles (Roberto Belarmino, «Sobre la elevación de la mente hacia Dios», grado 1, en Opera omnia 6, edición de 1862, 214).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Da al Altísimo según te dio él a ti, con generosidad, según tus posibilidades» (Eclo 35,9).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Iba yo paseando por el camino. Un mendigo, un viejo harapiento, me detuvo. Tenía los ojos inflamados, llenos de lágrimas, los labios de color violeta, la ropa a jirones y mostraba unas llagas repugnantes. ¡Oh, cómo había maltratado la miseria a aquel ser infeliz! Me tendió una mano roja, hinchada, sucia. Con un gesto me pidió que le socorriera. Me hurgué en todos los bolsillos. No llevaba ni el monedero, ni el reloj, ni siquiera el pañuelo, no llevaba justamente nada encima. El mendigo seguía allí, esperando. Tendía la mano y le sacudía un leve temblor. Turbado, confuso, cogí vigorosamente aquella mano sucia y temblorosa: «Tenga paciencia, hermano, no llevo nada». El mendigo me miró con sus ojos inflamados; sus labios de color violeta se entreabrieron y sonrieron, y me estrechó a su vez los helados dedos. «¡No tiene importancia, hermano!», murmuró, «gracias de todos modos. También esto es una limosna». Comprendí que también yo había recibido una limosna de aquel hermano (I. Turgheniev, Le poesie in prosa, Lanciano 1923). |
Miércoles 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 36,1.4-5.10-17 1 Ten piedad de nosotros, Señor, Dios del mundo, míranos y derrama tu terror sobre todas las naciones. 2 Que te conozcan, como nosotros te hemos conocido, porque no hay Dios fuera de ti, Señor. 3 Renueva tus prodigios, repite tus milagros, glorifica tu fuerza y el poder de tu brazo. 10 Reúne a todas las tribus de Jacob, devuélveles su heredad como al comienzo. 11 Señor, ten piedad del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien hiciste tu primogénito. 12 Ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén, el lugar de tu descanso. 13 Llena a Sión de tu alabanza y colma a tu pueblo de tu gloria. 14 Son tus obras más antiguas, muéstrales tu favor y cumple las profecías hechas en tu nombre. 15 Da una recompensa a los que en ti esperan, y que tus profetas resulten veraces. 16 Escucha, Señor, la plegaria de tus servidores, según la bendición de Aarón sobre tu pueblo. 17 ¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!
**• El texto nos propone una hermosa oración que el autor, con ánimo apesadumbrado, dirige al Señor a favor de Israel. El pueblo necesita ser liberado y volver a encontrar su función entre los pueblos: la de ser un escriño de las promesas de Dios, un faro de fidelidad y de amor a su Dios. Muchas veces ha sido fiel a su tarea, otras muchas se ha salido del buen camino, rompiendo la alianza que, cual cordón umbilical, le permitía estar unido a Dios, alcanzando a su vida misma. La dramática experiencia del exilio ha colapsado las esperanzas, oscureciendo el futuro y ha resquebrajado el valor de su función histórico-teológica entre los pueblos. De ahí los dos puntos de mayor interés de la lectura. El primero es la conciencia de la culpa, que lleva a pedir de manera repetida perdón a Dios, apoyándose únicamente en su misericordia. Los destinatarios de tal misericordia son citados en más ocasiones, empleando asimismo variaciones, como «pueblo», «Israel», «Sión», «Jerusalén»: «Ten piedad de nosotros, Señor, Dios del mundo... Señor, ten piedad del pueblo que lleva tu nombre, de Israel, a quien hiciste tu primogénito... Ten compasión de tu ciudad santa, de Jerusalén... Llena a Sión de tu alabanza...». La insistencia en el adjetivo «tu» es, por una parte, para recordar a Dios el compromiso que adquirió con el pueblo, en virtud de la alianza, y, por otra, para recordar al pueblo su pertenencia a Dios, a pesar de sus ruinosos bandazos. Como segundo punto, emerge una repetida alusión a la globalidad, insertando a Israel en el tejido mundial. Ya no aparece sólo el elemento distintivo y de separación («Nosotros somos el pueblo elegido, en oposición a los otros que no lo son»), sino que comienza a despuntar una conciencia de que lo que son está en función de una tarea que supera las fronteras de Israel: «Derrama tu terror sobre todas las naciones. Que te conozcan, como nosotros te hemos conocido, porque no hay Dios fuera de ti. Señor. ¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!». Poco a poco se va desarrollando una conciencia misionera y universalista. El Nuevo Testamento está llamando ahora a la puerta.
Evangelio: Marcos 10,32b-45 En aquel tiempo, 32 tomó Jesús consigo una vez más a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a pasar: 33 -Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos; 34 se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará. 35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron: -Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte. 36 Jesús les preguntó: -¿Qué queréis que haga por vosotros? 37 Ellos le contestaron: -Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria. 38 Jesús les replicó: -No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado? 39 Ellos le respondieron: -Sí, podemos. Jesús entonces les dijo: -Beberéis la copa que yo he de beber y seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado. 40 Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado. 41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús los llamó y les dijo: -Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. 43 No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor, 44 y el que quiera ser el primero entre vosotros que sea esclavo de todos. 45 Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos.
**• El fragmento evangélico de hoy se compone de dos puntos: el tercer anuncio de la pasión y resurrección (w. 32-34), y la absurda petición de Santiago y Juan, con sus respectivas consecuencias (w. 35-45). Jesús no convierte en un misterio lo que le espera. Va libremente y con una conciencia plena al encuentro de su destino de muerte. Sin embargo, lo ilumina con el resplandor de la resurrección, a fin de hacer comprender el valor de este sufrimiento. Es tragedia, no desesperación; es muerte, no condición definitiva. Sin embargo, en vez de concentrarse en el misterio pascual de Jesús, los discípulos -como ya hicieran después de los dos anuncios precedentes- se repliegan en sus propios y mezquinos intereses. Aquí se rompe el grupo: los hermanos Santiago y Juan contra los otros diez. Ambos hermanos adelantan una demanda pretenciosa: ocupar los dos puestos más prestigiosos. Pretenden un reconocimiento que les confiera autoridad y superioridad sobre los otros. En su petición observamos dos errores de bulto: entienden la gloria en un sentido muy humano y por eso se proveen previamente de garantías para el futuro. Sería algo así como una especie de póliza de seguro, un seguro de vida que les ponga a cubierto de sorpresas desagradables; y, por otra parte, se consideran mejores que los otros y ambicionan un reconocimiento que los distinga, sin ofrecer nada a cambio o sin méritos manifiestos. Jesús les responde con dureza, acusándoles de ignorancia. Corrige su concepto de gloria, demasiado humano, y les propone otro nuevo. Jesús inserta en él la realidad del sufrimiento. Ése es el significado del «bautismo», una zambullida en la oscuridad del sufrimiento antes de volver a salir a la luz de la gloria. El cáliz es otra imagen para expresar el mismo vínculo: es preciso beber el que ha sido preparado para poder compartir la alegría de ser comensales en la mesa del Maestro. Ambos responden afirmativamente a la pregunta sobre su disponibilidad a seguir el camino trazado. Jesús confirma su voluntad. Efectivamente, Santiago será el primer mártir entre los apóstoles (el año 44 d. de C.) y Juan dará testimonio con indómita fidelidad de su amor al Señor hasta que le llegue la muerte, ya anciano. A la petición de la «colocación», Jesús responde que no es tarea suya asignar puestos y remite de manera sutil a Dios. En efecto, «para quienes está reservado» (v. 40) es una pasiva divina que debe entenderse en este sentido: «para quienes Dios los ha reservado». El cambio es de 180 grados: se pasa de su petición -«Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte» (v. 35)- a la atención a la voluntad de Dios. Él es quien dispone, él es quien determina. La petición no es indolora. Ha producido un desgarro en el tejido del grupo, que se divide ahora: dos contra diez. Jesús los llama, los acerca a su persona, casi para transmitir un calor afectivo antes de impartir instrucciones claras. Propone un modo nuevo de ejercer la autoridad, pasando del autoritarismo a la diakonía, al servicio a los demás. Quien manda u ocupa puestos de prestigio no debe sobresalir, y mucho menos explotar a los otros o extraer ventajas personales. Quien esté en la cima debe entregarse a los otros. Jesús no propone un mortificador igualitarismo y reconoce la necesidad de que haya jefes, responsables. Pero cambia de una manera radical su función respecto a lo que sucede normalmente. ¿Idealismo? ¿Fantasía? No, Jesús mismo es el modelo y fundamento del nuevo planteamiento de la autoridad. Él es el superior (el Hijo del hombre) que pone su vida a disposición de todos, es decir, de los inferiores. Su muerte en la cruz será la marca de su autoridad, que es un servicio de amor.
MEDITATIO «Bien está lo que bien acaba», comenta muchas veces la gente. Podríamos emplear también este proverbio para iluminar nuestros textos, que tienen un punto de partida errado pero llegan después a su justa meta. Si bien, por un lado, encontramos una actitud necia, irresponsable, decididamente negativa, por parte de aquellos que, aun habiendo recibido una óptima formación, habían desatendido sus funciones de guías, por otro lado, encontramos que ellos mismos se arrepienten o al menos reciben una hermosa catequesis que también nos sirve a nosotros. El final, por consiguiente, es positivo. El pueblo judío, elegido por Dios para ser luz de las naciones, ha traicionado la alianza, se ha enviscado en sucios acontecimientos que le han arrastrado al abismo del exilio. De este modo, no realiza su vocación, ni tampoco sirve de ayuda a los otros pueblos. Su historia corre el riesgo de ser una historia de sentido único, cerrada en sí misma. En la primera lectura, el pueblo declara de manera repetida, por boca del Sirácida, su arrepentimiento y pide perdón por su infidelidad. No pone excusas, pues es consciente de que es totalmente responsable del fracaso. Encuentra su ancla de salvación en la bondad de Dios: «Ten piedad» es el estribillo que acompasa su petición de perdón. Su rehabilitación tiene lugar junto con la de los otros, comprendidos y citados otras veces en la oración. Una luz de esperanza aclara el horizonte. El evangelio nos muestra la «cara mala» de los apóstoles. Aunque están siendo educados por el Maestro perfecto, parecen refractarios a su enseñanza, empeñados más en el reparto del poder que en la comprensión del misterio pascual. El punto de partida es la arrogancia de los hermanos Santiago y Juan, que pretenden sobresalir por encima del grupo. Si éstos se han equivocado, los otros no les van a la zaga, porque alimentan sentimientos de hostilidad contra aquéllos. La situación está muy enredada. Su comportamiento, muy humano (probablemente nosotros habríamos obrado del mismo modo), provoca la intervención de Jesús. Enseña a los dos hermanos a ponerse enteramente en manos del Padre, que dispone las cosas como mejor le parece. Les enseña a todos que la autoridad no es mandar sobre los demás, como se considera con frecuencia, sino un generoso servicio, poner y ponerse a disposición de los demás. Incluso con la propia vida, si fuere menester. Jesús les enseña de palabra y con el ejemplo. Es una hermosa lección de humildad y también una preciosa catequesis que hemos de mantener como lámpara encendida para iluminar nuestro camino. El Señor nos precede como «lámpara para nuestros pasos».
ORATIO Guíame, Luz amable, en medio de las tinieblas que me rodean, guíame Tú por delante. Oscura es la noche, y estoy lejos de casa. Guíame Tú por delante. Da firmeza a mis pies: no pido ver el horizonte remoto, me basta con un solo paso. No fui siempre así, ni siempre pedí que Tú me condujeras por delante. Me agradaba elegir y ver mi camino, pero ahora guíame Tú por delante. Me gustaba el día espléndido y, más fuerte que el temor, el orgullo dominaba mi voluntad: no he de recordar los años pasados. Tu poder me ha bendecido desde hace tanto que, ciertamente, aún querrás guiarme por delante, más allá de páramos y cenagales, más allá de rocas y torrentes, hasta que haya pasado la noche y por la mañana me sonrían los rostros angélicos que he amado durante tanto tiempo y he perdido durante un trecho (J.-H. Nevvman, Guidami, Luce gentile).
CONTEMPLATIO Convertios a mí de todo corazón y que vuestra penitencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas; así, ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados. Y ya que la costumbre tiene establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos -como nos cuenta el evangelio, al decir que el pontífice rasgó sus vestiduras para significar la magnitud del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias-, así os digo que no rasguéis vuestras vestiduras, sino vuestros corazones repletos de pecado, pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad. Cuando, pues, hayáis rasgado de esta manera vuestro corazón, volved al Señor, vuestro Dios, de quien os habíais apartado por vuestros antiguos pecados, y no dudéis del perdón, pues, por grandes que sean vuestras culpas, la magnitud de su misericordia perdonará, sin duda, la vastedad de vuestros muchos pecados. Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; él no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva; él no es impaciente como el hombre, sino que espera sin prisas nuestra conversión y sabe retirar su malicia de nosotros, de manera que, si nos convertimos de nuestros pecados, él retira de nosotros sus castigos y aparta de nosotros sus amenazas, cambiando ante nuestro cambio. Cuando aquí el profeta dice que el Señor sabe retirar su malicia, por malicia no debemos entender lo que es contrario a la virtud, sino las desgracias con las que nuestra vida está amenazada, según aquello que leemos en otro lugar: A cada día le bastan sus disgustos, o bien aquello otro: ¿Sucede una desgracia en la ciudad que no la mande el Señor? Y porque dice, como hemos visto más arriba, que el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y que sabe retirar su malicia, a fin de que la magnitud de su clemencia no nos haga negligentes en el bien, añade el profeta: Quizá se arrepienta y nos perdone y nos deje todavía su bendición. Por eso, dice, yo, por mi parte, exhorto a la penitencia y reconozco que Dios es infinitamente misericordioso, como dice el profeta David: Misericordia, Dios mío; por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa. Pero como no podemos conocer hasta dónde llega el abismo de las riquezas y sabiduría de Dios, prefiero ser discreto en mis afirmaciones y decir sin presunción: Quizá se arrepienta y nos perdone. Al decir quizá ya está indicando que se trata de algo o bien imposible o por lo menos muy difícil (Jerónimo, Comentario sobre Joel, en PL 25, cois. 967ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Y todos los habitantes de la tierra reconozcan que tú eres el Señor, el Dios eterno!» (Eclo 36,17).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Aprobamos y alabamos al hombre modesto porque, a pesar de la fortísima inclinación que siente todo hombre a estimarse de manera excesiva, ha llegado a formular un juicio imparcial y verdadero sobre sí mismo [...]. La modestia es una de las dotes más amables del hombre superior. Absolutamente verdad; más aún, se observa por lo general que la modestia crece en proporción a la superioridad [...]. Si la modestia es la humildad reducida a la práctica, no se puede combinar con el orgullo, que es lo contrario de aquélla; no habrá ningún «justo orgullo». El hombre que se complace de sí mismo, que no reconoce en él aquella «ley de los miembros que contrasta con la ley de la mente (Rom 7,23), el hombre que se atreve a prometerse a sí mismo que, por su propia fuerza, escogerá el bien en las ocasiones difíciles, vive miserablemente engañado y es injusto; el hombre que se antepone a los otros es un temerario; es parte y se erige en juez [...]. Así pues, el orgullo no puede ser nunca justo; por consiguiente, no puede ser nunca ni un apoyo para la debilidad humana ni un consuelo en la adversidad. Éstos son los frutos de la humildad: es ella la que nos sostiene contra nuestra debilidad, dándola a conocer y recordándola en todo momento; es la humildad la que nos lleva a velar y a orar a Aquel que rige la virtud y la da; es ella la que nos hace «levantar los ojos a los montes de donde nos viene el auxilio» (Sal 121,1). Y en la adversidad, los consuelos son propios del ánimo humilde, que se reconoce digno de sufrir y experimenta un sentimiento de alegría que nace del hecho de consentir a la justicia. Volviendo sobre sus fallos, toma las adversidades como correcciones de un Dios que los perdonará y no como golpes de una ciega potencia; y crece en dignidad y pureza porque, a cada dolor sufrido con resignación, siente que desaparecen algunas de las manchas que lo deformaban (A. Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica, Milán 1943). |
Jueves 8ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 42,15-25 15 Ahora voy a hablar de las obras del Señor, voy a contar lo que he visto: por la Palabra del Señor fueron hechas sus obras. 16 El sol, al brillar, todo lo contempla, la obra del Señor está llena de su gloria. 17 Ni siquiera los fieles del Señor son capaces de contar todas las maravillas que el Señor Todopoderoso ha establecido firmemente para que todo sea estable ante su gloria. 18 Él sondea las honduras del abismo y del corazón y descubre todos sus secretos, porque el Altísimo posee toda la ciencia y observa los signos de los tiempos. 19 Él anuncia el pasado y el futuro y descubre las huellas de las cosas ocultas. 20 Ni un pensamiento se le escapa, ni una palabra se le oculta. 21 Él ha dispuesto con orden las maravillas de su sabiduría porque él existe desde siempre y por siempre; nada le puede ser quitado ni añadido, y no necesita consejeros. 22 ¡Qué deseables son todas sus obras! Y eso que lo que vemos es sólo un destello. 23 Todas viven y permanecen para siempre, y en todo momento le obedecen. 24 Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho deficiente. 25 Una cosa supera a otra en excelencia, ¿quien puede cansarse de contemplar su gloria?
*•• Empieza aquí una sección que celebra la gloria de Dios en la naturaleza. La creación ha sido objeto desde siempre de una asombrada admiración, espejo de la gloria de Dios. Este término acompasa el pasaje porque aparece tres veces, enmarcando el comienzo («la obra del Señor está llena de su gloria»: v. 16) y el final («¿Quién puede cansarse de contemplar su gloria?»: v. 25). La palabra hebrea kabód, «gloria», remite a algo pesado, a algo que se hace visible. La creación es considerada como una epifanía de Dios, como algo que le manifiesta, como sugiere asimismo el Sal 19,2: «Los cielos narran la gloria de Dios». Nuestro autor puede jactarse de contar con un fuerte apoyo por parte de la tradición para sostener su pensamiento. En el mundo bíblico se apoya desde el principio cuando recuerda que «por la Palabra del Señor fueron hechas sus obras» (v. 15). Salta a la vista la alusión a Gn 1, donde Dios crea el mundo con su Palabra: Dios dice y todo se hace. Entre los elementos de la creación se cita al sol, tal vez como emblema y representante de todo. El discurso prosigue, a continuación, admirando la sabiduría que regula el mundo. Por otra parte, se celebra a Dios como omnisciente. Asoma entre líneas el comienzo del Sal 139, que aprecia precisamente este atributo divino: Señor, tú me examinas y me conoces, sabes cuándo me siento o me levanto, desde lejos penetras mis pensamientos. Tú adviertes si camino o si descanso, todas mis sendas te son conocidas. No está aún la palabra en mi lengua y tú, Señor, ya la conoces. El autor reconoce humildemente que sólo una mínima parte de la creación cae bajo la observación de los hombres. Efectivamente, pensemos en el microcosmos, que todavía hoy sigue siendo bastante misterioso, a pesar de la continua y apasionada investigación científica de que es objeto. En la celebración de la gloria divina, se subraya la estabilidad y la compleción: «Todas viven y permanecen para siempre, y en todo momento le obedecen. Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho deficiente. Una cosa supera a otra en excelencia, ¿quién puede cansarse de contemplar su gloria?» (w. 23-25). Todas estas observaciones son de poca monta; sin embargo, son importantes, porque nos ayudan a comprender que el mundo no es fruto del azar ni está regido por fuerzas ciegas. Existe un Creador que es también un providente ordenador que refleja en el cosmos su belleza y armonía. Por eso brota de la garganta un grito espontáneo de extasiada admiración: «¡Qué deseables son todas sus obras!» (v. 22). Verdaderamente, la creación es un escriño de belleza y de perfección, un test siempre eficaz para vislumbrar la gloria de Dios. Ésta, como enseña el libro del Eclesiástico, se convierte en una continua oportunidad para hacernos cantores de Dios.
Evangelio: Marcos 10,46-52 En aquel tiempo, 46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar: -¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! 48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: -¡Hijo de David, ten compasión de mí! 49 Jesús se detuvo y dijo: -Llamadlo. Llamaron entonces al ciego, diciéndole: -Ánimo, levántate, que te llama. 50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: -¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: -Maestro, que recobre la vista. 52 Jesús le dijo: -Vete, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.
*»• El punto de partida es una de las tantas miserias que afligen a los hombres: se trata de un hombre ciego. Conocemos su nombre, Bartimeo, y la localidad donde vive, Jericó. Su condición le obliga a adoptar una actitud pasiva: permanecer sentado y vivir al margen: «Estaba sentado junto al camino» (v. 46). El paso de Jesús le da bríos y vitalidad a este hombre, que grita: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Se trata de una jaculatoria que irrumpe desde la profundidad del sufrimiento y de la humillación. Le pide a Jesús que se ocupe de él. Esta jaculatoria es bella y, desde el punto de vista teológico, densa. Vamos a examinarla. El hecho de haberse dirigido a Jesús nos hace comprender ya la confianza y la estima que Bartimeo siente hacia el Maestro de Nazaret. Por otra parte, el título solemne de «Hijo de David» era un atributo del Mesías. Por consiguiente, el ciego deja entender quién es para él Jesús. El Mesías prometido habría de llevar a cabo una transformación radical, habría de ser la personificación de la salvación prometida por Dios, que incluía la curación de los ciegos (cf. Is 35,5). La provocación es fuerte y tan peligrosa como encender una mecha. La espera apasionada del Mesías inflamaba los ánimos y no faltaban los pretendidos mesías que turbaban el orden público (cf. Hch 5,36ss). La autoridad romana se mostraba, por consiguiente, suspicaz y siempre estaba alerta. Por otra parte, el que habla es un ciego, ciertamente la persona menos indicada para formular afirmaciones teológicas comprometedoras. Mejor hacerle callar y garantizar la tranquilidad. Pero no hay nada que hacer. El ciego grita más fuerte y eleva su jaculatoria hasta hacerse oír por Jesús. Éste no es sordo -ni de oídos ni de corazón- y manda que le llamen. Tal vez los mismos que querían hacerle callar se ven obligados a llevarlo ante Jesús. Las palabras con que le llaman son ya todo un programa: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). Entre la «bastante gente» que sigue a Jesús, sólo le llama a él; por consiguiente, sería mejor dar mayor énfasis a la idea diciendo: «Que te llama precisamente a ti». En vez de «levántate», un lector griego hubiera podido entender «resucita», porque se trata del mismo verbo. Es una invitación a dejar la posición de sentado y a ponerse en movimiento. Bartimeo recibe la oferta con entusiasmo. Ya no le importa lo que posee, el manto, y lo abandona para acercarse a Jesús. Esta acción puede tener un gran significado. Es preciso desembarazarse de todo para ir a Jesús. Lo importante es él; el resto cuenta poco o nada. Ahora quedan abolidas las distancias. Ambos son una presencia recíproca, aunque el uno ve y el otro no. El que ve guía al otro con una palabra sencilla, obvia, capaz de crear un puente de entendimiento y de familiaridad. Ése es el sentido de la pregunta de Jesús, que no quiere poner al ciego en una situación embarazosa. Jesús, de un modo divinamente delicado, pone a la persona en una situación cómoda, de forma que pueda responder. El encuentro verbal prepara el encuentro visual. La fe de Bartimeo, en este caso su testaruda constancia, ha producido el milagro. Ahora es un hombre transformado: está de pie y ve. La transformación completa llega con la nota final. Bartimeo se pone a seguir a Jesús. Deja de ser el ciego sentado al margen del camino y es el vidente que sigue a Jesús por el camino. ¿Adonde? Por el camino que lleva a Jerusalén (cf. 11,1), donde Jesús morirá y resucitará a fin de permitir «verle» a todos los hombres, es decir, darse cuenta de que es él quien da al mundo el impulso de novedad.
MEDITATIO Hasta el hombre distraído y superficial se da cuenta de que el cielo estrellado, un jardín en flor, la extensión del mar o un pico rocoso son bellos de ver y suscitan admiración. No bastan ni una apreciación estética, ni un conocimiento natural. Es preciso ir más allá del fenomenólogo y del científico para abordar el origen de todo. Hacen falta unos ojos limpios que sean capaces de penetrar en el dato exterior y llegar al «misterio». La primera lectura nos enseña a percibir la realidad que se oculta bajo lo que se manifiesta. La belleza de lo creado es fruto de la Palabra de Dios y de su próvido amor, que mantiene, regula y hace vivir todo. Se trata de un concepto importante, fundamental, hasta tal punto que la idea de Dios creador abre nuestra profesión de fe: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Además de reconocer en él la causa del universo (que no se ha hecho por sí mismo, ni por simple evolución), afirmamos que es Padre. La creación es una obra de amor: es su Providencia, que lo rige todo y lo guía todo hacia la plenitud. La bondad misericordiosa de Jesús, que nos ha hecho comprender que Dios es Padre, nos ha abierto unos ojos limpios para reconocer todo esto. Jesús está dispuesto a abrirnos los ojos si, como Bartimeo, somos capaces de gritarle: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Este ciego, en realidad, «ha visto bien», puesto que se ha dirigido a aquel que podía resolver su problema. Lo ha hecho con insistencia, superando las resistencias de la gente. Obtiene la vista física, pero también un mayor conocimiento de quién es Jesús, al que sigue después: «Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino». Nosotros, antes que nada, debemos convencernos de que somos ciegos o, al menos, de que tenemos cataratas en los ojos. Necesitamos que el Señor nos restituya la vista para ver el bien, para admirar su obra de amor, para ser cada vez más poetas que cantan la vida y admiran el cielo, espejo de la belleza y del amor divinos.
ORATIO Bendice al Señor, alma mía: ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Vestido de majestad y de esplendor, envuelto en un manto de luz, tú despliegas los cielos como una tienda y construyes tus aposentos sobre las aguas; haces de las nubes tu carroza, avanzas sobre las alas del viento; tomas a los vientos por mensajeros, a las llamas ardientes por servidores. Asentaste la tierra sobre sus cimientos y permanecerá inconmovible por siempre; le pusiste el océano como vestido y las aguas cubrían los montes. Pero a tu bramido, las aguas huyeron; al fragor de tu trueno, se retiraron: subieron a los montes, bajaron por los valles, ocuparon el lugar que tú les señalaste. Les pusiste una frontera que no deben pasar, para que no vuelvan a cubrir la tierra. De los manantiales sacas los ríos que corren entre las montañas; en ellos beben todas las bestias del campo y los asnos salvajes apagan su sed. En sus riberas anidan las aves del cielo, que dejan oír su canto entre las frondas. Desde tus aposentos riegas las montañas, con tu acción fecundas la tierra. Haces brotar la hierba para el ganado y las plantas que el hombre cultiva para sacar el pan de la tierra y el vino que alegra a los hombres, el aceite que hace brillar su rostro y el alimento que los conforta. Los árboles del Señor quedan bien regados, los cedros del Líbano que él plantó. En ellos anidan los pájaros, en su copa pone su morada la cigüeña; en los riscos habitan las cabras monteses, en las rocas tienen su madriguera los tejones. Hiciste la luna para marcar los tiempos y el sol que conoce el momento de su ocaso; derramas las tinieblas y llega la noche, en la que rondan las fieras de la selva; los leoncillos rugen por la presa, pidiéndole a Dios su comida. Sale el sol y ellos se retiran, van a sus guaridas a tumbarse. El hombre entonces se dirige a su faena, a su trabajo, hasta el caer de la tarde. ¡Cuántas son tus obras, Señor! Todas las hiciste con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas. Ahí está el vasto y anchuroso mar, hervidero de animales incontables, grandes y pequeños. Lo surcan los navíos y, también, el Leviatán, a quien formaste para que jugase en él. Todos, Señor, están pendientes de ti y esperan que les des la comida a su tiempo. Tú se la das y ellos la toman, abres tu mano y quedan saciados. Mas si ocultas tu rostro, se estremecen; si retiras tu soplo, expiran y vuelven al polvo. Envías tu espíritu, los creas y renuevas la faz de la tierra. Gloria al Señor por siempre, pues el Señor se alegra por sus obras. El Señor mira a la tierra y ella tiembla, toca las montañas y echan humo. Cantaré al Señor toda mi vida, tocaré para mi Dios mientras exista. ¡Ojalá le sea agradable mi canto! Yo pondré mi alegría en el Señor. ¡Que se acaben los pecadores en la tierra, que los malvados dejen de existir! ¡Bendice al Señor, alma mía! ¡Aleluya! (Salmo 104).
CONTEMPLATIO Amad al Señor, luz de la vida. Amad esta luz, digo, así como la amaba con un deseo infinito aquel que hizo llegar a Jesús su grito: «Hijo de David, ten piedad de mí» (Me 10,48). El ciego gritaba de este modo mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara el Mesías y no le sanara. ¡Y con qué fuerza gritaba! Hasta el punto de que, mientras que la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Al final, venció su voz sobre quienes se le oponían y él hizo detenerse al Salvador. Mientras la muchedumbre hacía estrépito y le quería impedir que hablara, Jesús se detuvo, hizo que le llamaran y le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él respondió: «Maestro, que recobre la vista» (Me 10,51). Amad, por tanto, a Cristo. Desead aquella luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz del cuerpo, ¡cuánto más debéis desear vosotros la luz del corazón! Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz del cuerpo como con nuestro recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, demos a las cosas del mundo sus justas dimensiones. Que lo efímero sea nada para vosotros [...]. Que nuestra misma vida sea como un grito lanzado hacia Cristo. Él se detendrá, porque, en efecto, él está aquí, inmutable (Agustín de Hipona, Sermón 349, 5).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Qué deseables son todas sus obras, Señor!» (cf. Eclo 42,22).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Los regalos que nos das colman nuestras necesidades, y, sin embargo, vuelven a ti sin perder nada. El río cumple su trabajo cotidiano, corriendo entre campos y aldeas; pero su corriente incesante serpentea hacia ti para lavarte los pies. La flor endulza el aire con su aroma; pero su último servicio es ofrecerse a ti. Tu culto no empobrece en nada el mundo. Las palabras del poeta dan a cada hombre el sentido que ellos quieren; pero su sentido definitivo va hacia ti. Día tras día, Señor de mi vida, ¿te podré yo mirar frente a frente? Juntas mis manos, ¿te miraré frente a frente, Señor de todos los mundos? Bajo tu cielo inmenso, en silencio y soledad, con humilde corazón, ¿te miraré frente a frente? En este trabajoso mundo tuyo, hirviente de luchas y fatigas, entre las presurosas muchedumbres, ¿te miraré frente a frente? Cuando mi obra haya sido cumplida en este mundo, Rey de reyes, solo ya y silencioso, ¿te miraré frente a frente? Te reconozco como mi Dios, y me estoy aparte. No te reconozco como mío, y me acerco a ti. Te miro como padre, y me inclino ante tus pies. No cojo tu mano como la de un amigo. Yo no estoy allí donde tú desciendes, y te llamas mío; no voy a abrazarte contra mi corazón, a tratarte como compañero. Eres mi Hermano entre mis hermanos; pero a ellos no les atiendo, ni divido con ellos mi ganancia, sino que comparto mi todo contigo. Ni en el placer ni en el dolor estoy con los hombres, sino contigo sólo. Soy tímido para dar mi vida, y así no me echo en las grandes aguas de la vida. Permite, Dios mío, que mis sentidos se dilaten sin fin, en una salutación a ti, y toquen este mundo a tus pies. Como una nube baja de julio, cargada de chubascos, permite que mi entendimiento se postre a tu puerta, en una salutación a ti. Que todas mis canciones unan su acento diverso en una sola corriente, y se derramen en el mar del silencio, en una salutación a ti. Como una bandada de cigüeñas que vuelan, día y noche, nostálgicas de sus nidos de la montaña, permite, Dios mío, que toda mi vida emprenda su vuelo a su hogar eterno, en una salutación a ti (R. Tagore, Ofrenda lírica [Gitanjali], en Obra escojida, trad. Zenobia Comprubí, Aguilar, Madrid "1975, pp. 135-147 passim). |
La Visitación de la Virgen
La fiesta de la Visitación viene siendo celebrada por los franciscanos desde finales del siglo XIII. El papa Bonifacio IX (1389-1404) la introdujo en el calendario universal de la Iglesia. Clemente VIII (1592-1605) compuso los textos litúrgicos del oficio que precedió a la última reforma. Sólo dos años después de que éste empezara a usarse (1608), san Francisco de Sales ponía el nombre de Visitación a la orden monástica fundada por él en Annecy. Esta fiesta, que tradicionalmente se celebraba el 2 de julio, ha sido anticipada por el nuevo calendario a fin de armonizarla con la memoria de los acontecimientos del Evangelio a lo largo del año litúrgico, situándola entre la Anunciación, 25 de marzo, y el nacimiento de Juan el Bautista, 24 de junio.
LECTIO Primera lectura: Sofonías 3,14- 18a 14 ¡Da gritos de alegría, Sión; exulta de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén! 15 El Señor ha anulado la sentencia que pesaba sobre ti, ha barrido a tus enemigos; el Señor es rey de Israel en medio de ti, no tendrás que temer ya ningún mal. 16 Aquel día dirán a Jerusalén: «No tengas miedo, Sión, que tus brazos no flaqueen; 17 el Señor, tu Dios, en medio de ti, es un salvador poderoso. Dará saltos de alegría por ti, su amor te renovará, por tu causa danzará y se regocijará, 18 como en los días de fiesta».
»*• Con el profeta Sofonías nos encontramos en el siglo VI antes de Cristo, en tiempos del rey Josías. Es un período marcado por continuas infidelidades a Dios por parte de Israel, que se ata a alianzas humanas y cede a las modas y a los cultos de los extranjeros. El profeta tiene ante sus ojos esta situación tan amarga y, aunque proclama «el día terrible de YHWH» sobre todas las naciones -incluida Judá- y sabe que el juicio de Dios pone al desnudo el pecado, es siempre una invitación a la conversión. Sofonías abre así un claro de luz y de esperanza: la «hija de Sión» es invitada a alegrarse y a exultar en vistas de «aquel día» (v. 16b), día mesiánico. Ya no es el día de la ira, sino el día de la misericordia, el día del nuevo amor entre Dios y su pueblo. Israel está llamado ahora a ver que «el Señor es rey de Israel en medio de ti» (v. 15). La hija de Sión debe exultar, alegrarse «de todo corazón», es decir, con todo su ser, porque -¡gran misterio!- el Dios que parecía alejado ha revocado la condena. Y él goza ya con esto. Dios exulta, Dios realizará el milagro de hacer cosas nuevas, Dios se alegrará por la hija de Sión. Sólo la presencia de YHWH en medio de su pueblo es fuente y motivo de una renovada esperanza. «No tengas miedo, Sión, que tus brazos no flaqueen» (v. 16), porque Dios «es un salvador poderoso» (v. 17), «el Señor, tu Dios, en medio de ti», es el Emmanuel.
Evangelio: Lucas 1,39-56 39 Por aquellos días, María se puso en camino y se fue deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá. 40 Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41 Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño empezó a dar saltos en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, 42 exclamó a grandes voces: -Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. 43 Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? 44 Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno. 45 ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá. 46 Entonces María dijo: 47 Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador, 48 porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, 49 porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso. Su nombre es santo, 50 y es misericordioso siempre con aquellos que le honran. 51 Desplegó la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio. 52 Derribó de sus tronos a los poderosos y ensalzó a los humildes. 53 Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. 54 Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, 55 como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre. 56 María estuvo con Isabel unos tres meses; después volvió a su casa.
*•• Los dos fragmentos del anuncio del nacimiento de Juan el Bautista y de Jesús, en Lucas, convergen en la narración de la visita de María a Isabel. María, como Abrahán, nuestro padre en la fe, se levanta y se apresura a ir hacia la montaña (v. 39). María e Isabel son las dos mujeres que acogen la acción de Dios: la primera de modo activo, con su consentimiento; la segunda de modo pasivo. Ambas, agraciadas, experimentan la acción poderosa del Espíritu Santo. Isabel lleva en su seno al Precursor y, en virtud de esta presencia en ella, da voz al hijo que lleva en sus entrañas indicando ya en la Madre al Hijo. Proclama lo que la ha hecho grande y bienaventurada a María, la fe: «¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (v. 45). Al cántico de Isabel (vv. 42-45) le sigue el cántico de María, que revela la acción poderosa de Dios en ella, la misma que da cumplimiento a las antiguas promesas hechas a Abrahán en favor de Israel. Dios hace maravillas y despliega su poder a partir de la humildad -que es reconocimiento de la propia pobreza radical- de su criatura y de su pueblo (v. 48). El Magníficat es la primera manifestación pública de Jesús, de esta realidad aún escondida pero que se impone ya y obra en los que la acogen, como María: la realidad viva del Verbo encarnado en ella la impulsa a no detenerse en sí misma y la abre a la dimensión del servicio: «María estuvo con Isabel unos tres meses» (v. 56).
MEDITATIO La hija de Sión de la que habla Sofonías y que experimenta la revocación de la condena es figura de María. Ésta ha sido agraciada por Dios, ha sido alcanzada en su pobreza de criatura. Así como Dios interviene con su omnipotencia en favor del pueblo de Israel a partir de la pobreza, así ocurre también con nosotros: Dios despliega su omnipotencia a partir de nuestra pobreza. María no ve aún la realidad de Jesús presente en ella, pero lo cree ya, igual que el profeta Sofonías no veía aún la realidad de la revocación de la condena, pero la creía ya presente, dentro de la historia de Israel. Son miradas de fe, y también nosotros necesitamos esta mirada, una capacidad visual que penetre en lo hondo de los acontecimientos que vivimos. Un ojo que sepa reconocer que la fe, la alegría que viene del Espíritu y el servicio -los elementos que emergen de las lecturas- son como la punta de un iceberg. Indican que debajo hay algo grande, enorme: «Aquel a quien los cielos no pueden contener». Es la presencia de Dios lo que motiva y alimenta la fe, la alegría y el servicio. Sin embargo, si dejamos que las tibias aguas de la indiferencia, de la prisa, de los afanes, de nuestra propia realización, se suelten y quiten espacio en nosotros a la presencia de Dios, entonces todo se pone al revés: la fe se convierte en ideología o huida de la realidad; la exultación en el espíritu, en euforia o alegría pasajera y superficial; el servicio, en búsqueda de nosotros mismos o autoafirmación. Como María, verdadero modelo de discipulado, abramos la mente, el corazón, la vida, a la acogida de la Palabra en nosotros. Entonces también nosotros podremos vislumbrar y cantar con admiración la acción de Dios, que actúa en la historia de la humanidad y en nuestra historia personal. Y podremos decir, en esa caridad mutua que es servicio, que el Reino de Dios, en Cristo, está ya en medio de nosotros.
ORATIO Daré gracias al Señor con todo el corazón (Sal 111,1a). ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones e inescrutables sus caminos! (Rom 11,33). Justo es el Señor en todos sus caminos, santo en todas sus obras (Sal 145,17). ¿Qué devolveré al Señor por todo lo que me ha dado? (Sal 115,12, Vulgata). Entonces yo digo: Aquí estoy, para hacer lo que está escrito en el libro sobre mí. Amo tu voluntad, Dios mío, llevo tu ley en mis entrañas (Sal 40,8ss). Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén (Ap 7,12).
CONTEMPLATIO He aquí cómo la humildad está unida a la caridad en la Señora y cómo su humildad hace que se la exalte. En efecto, «Dios mira las cosas bajas» para levantarlas (Sal 93,6; 138,6); por esta razón, al ver a la santa Virgen humillarse por debajo de todas las criaturas, proyectó sus ojos sobre ella y la levantó por encima de todas. Cosa que nos manifiesta ella misma con las palabras del sagrado cántico (Le 1,48): «Puesto que el Señor ha mirado mi pobreza, mi bajeza y mi miseria, todas las naciones me llamarán dichosa». Es como si hubiera querido decir a santa Isabel: «Tú me proclamas dichosa, y lo soy verdaderamente, pero toda mi felicidad procede del hecho de que Dios ha mirado mi nada y mi abyección ». Sin embargo, nuestra Señora no se contentó con haberse humillado hasta ese punto en presencia de la divina Majestad, porque sabía bien que la humildad y la caridad no alcanzan el nivel de la perfección si no se derraman sobre el prójimo. Del amor a Dios deriva el amor al prójimo, y el santo apóstol decía (Rom 13,8; Gal 5,14; Ef 5,lss) que en la medida en que tu amor a Dios sea grande lo será también tu amor al prójimo. Esto es lo que nos enseña san Juan cuando dice (1 Jn 4,20): «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve». Así pues, si queremos demostrar que amamos mucho a Dios y queremos que nos crean cuando lo afirmamos, debemos amar mucho a nuestros hermanos, servirles y ayudarles en sus necesidades. Así, la santa Virgen, conociendo esta verdad, «se levantó» con prontitud, dice el evangelista (Le 1,39), y «se fue deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» [...], para servir a su prima Isabel en su vejez y en su espera (Francisco de Sales, Le esortazioni, Roma 1992, pp. 502ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy las palabras de Isabel: «¡Dichosa tú, que has creído!» (ce 1,45).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL En la narración evangélica relativa a María hemos de señalar una circunstancia muy importante: ella fue, a buen seguro, iluminada interiormente por un carisma de luz extraordinario, como su inocencia y su misión debían asegurarle; en el evangelio se manifiesta la limpidez cognoscitiva y la intuición profética de las cosas divinas que inundaban su privilegiada alma. Y, sin embargo, la Señora tuvo fe, la cual supone no la evidencia directa del conocimiento, sino la aceptación de la verdad a causa de la palabra reveladora de Dios. «También la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe», dice el Concilio (LG 58). Es el evangelio el que indica su meritorio camino, que nosotros recordaremos y celebraremos con el único elogio de Isabel, elogio estupendo y revelador de la psicología y de la virtud de María: «¡Dichosa tú, que has creído!» (Lc 1,45). Y podremos encontrar la confirmación de esta virtud fundamental de la Señora en todas las páginas del evangelio donde aparece lo que ella era, lo que dijo, lo que hizo, de suerte que nos sintamos obligados a sentarnos en la escuela de su ejemplo y a encontrar en las actitudes que definen la incomparable figura de María ante el misterio de Cristo, que en ella se realiza, las formas típicas para los espíritus que quieren ser religiosos según el plan divino de nuestra salvación; son formas de escucha, de exploración, de aceptación, de sacrificio; y, a continuación, también de meditación, de espera y de interrogación, de posesión interior, de seguridad calma y soberana en el juicio y en la acción, y, por último, de plenitud de oración y de comunión, propias, ciertamente, de aquella alma única llena de gracia y envuelta por el Espíritu Santo, pero formas también de re, y por eso próximas a nosotros, no sólo admirables por nosotros, sinoimitables (Pablo VI, «Audiencia general del 10 de mayo de 1967», en id., Ave María, Madre della Chiesa, Cásale Monf. 1988, pp. 140ss). |