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LECTIO DIVINA ENERO DE 2021 Si quiere recibirla diariamente, por favor, apúntese aquí
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El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-
Santa María, Madre de
Dios
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en la Octava de la Natividad del Señor y en el día de su Circuncisión. Los Padres del Concilio de Éfeso la aclamaron como <<Theotokos>>, porque en Ella la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros el Hijo de Dios, Príncipe de la Paz, cuyo nombre está sobre todo otro nombre. (elog. del Martiriologio Romano) |
Santos Basilio Magno y Gregorio Nacianceno
Basilio de Cesárea de Capadocia, su hermano Gregorio de Nisa y su amigo Gregorio de Nacianzo son conocidos como los «padres capadocios». Ellos llevaron a la práctica las enseñanzas del Concilio de Nicea sobre la doctrina trinitaria. Basilio (329-379) nació en una familia profundamente cristiana y recibió una esmerada preparación humanística. Hizo amistad en Atenas con Gregorio de Nacianzo y con él abandonó el mundo, dando origen a una nueva forma de vida comunitaria (monacato basiliano). Ordenado sacerdote y consagrado después obispo de Cesárea, se prodigó en obras caritativas y dio esplendor al culto divino. Ha dejado un rico patrimonio de obras teológicas, espirituales y homiléticas y un precioso epistolario. También Gregorio de Nacianzo (330-389/390), como Basilio, respiró el cristianismo desde su nacimiento, momento en el que su piadosísima madre lo ofreció al Señor. Fue educado en las mejores escuelas y se convirtió en un excelente retórico. Le esperaban los más altos cargos civiles cuando abandonó el mundo. Ordenado sacerdote y, después, obispo de Constantinopla, siguió siendo siempre, en primer lugar, un místico, cantor apasionado de la Santísima Trinidad; como poeta y teólogo, revela en sus escritos la experiencia y la inteligencia de los misterios de Cristo.
LECTIO Primera lectura: 1 Juan 2,22-28 Hermanos: 22 ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Mesías? Ése es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. 23 Todo el que niega al Hijo, se queda sin el Padre; y todo el que acepta al Hijo, tiene también al Padre. 24 Vosotros debéis permanecer fíeles a lo que oísteis desde el principio. Si sois fieles a lo que oísteis desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. 25 Y ésta es la promesa que él nos ha hecho: la vida eterna. 26 Os he escrito estas cosas para poneros en guardia contra los que intentan seduciros. 27 En cuanto a vosotros, el Espíritu que habéis recibido de él permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; antes bien, ese Espíritu, que es fuente de verdad y no de mentira, os enseña todas las cosas. Así pues, permaneced en él, conforme a lo que os enseñó. 28 Sí, hijos míos, permaneced en él, para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no nos veamos avergonzados ante él el día de su gloriosa venida.
** El fragmento revela las líneas esenciales de la falsa doctrina divulgada por los "anticristos" en una época atormentada del final del siglo primero: Jesús no es el Mesías, el Hijo de Dios. Esta herejía cristológica consideraba imposible que el Verbo se hubiese encarnado a la manera humana, auténtico escándalo para la mentalidad gnóstica. Pero para el apóstol Juan negar la divinidad de Jesús significaba no tener comunión con el Padre y la verdadera vida (w. 22-23); negar la unión de lo divino y lo humano en Jesús significaba ser "anticristo", porque lo humano en Jesús es el reflejo perfecto de lo divino, es el reflejo del Padre (cf. Jn 14,9). El cristiano debe permanecer fiel a la Palabra oída desde el principio, es decir, al misterio pascual en su integridad (muerte-resurrección) enseñado por los apóstoles. Sólo esta Palabra acogida en la fe, interiorizada y vivida en el Espíritu permite conservar la auténtica comunión con el Hijo y con el Padre (v. 24). Así pues, vivir en comunión con Dios significa poseer la promesa que Cristo ha hecho, es decir, «la vida eterna» (v. 25; 3,15; Jn 3,36). Y el creyente puede resistir al, seductor que enseña el error, vivir las radicales exigencias del evangelio y permanecer en la Palabra a la espera de la venida de Cristo porque ha recibido «la unción» del Espíritu Santo en el bautismo (v. 27). El Espíritu, fuerza interior que da la sabiduría, hace invencible y fuerte en la tentación al discípulo de Jesús, lo impulsa a la evangelización y lo hace confiado en el retorno del Señor (v. 28).
Evangelio: Juan 1,19-28 19 Los judíos de Jerusalén enviaron una comisión de sacerdotes y levitas para preguntar a Juan: -Tú, ¿quién eres? 20 Su testimonio fue éste: -Yo no soy el Mesías. 21 Ellos le preguntaron: -Entonces, ¿qué? ¿Eres tú, acaso, Elías? Juan respondió: -No soy Elías. Volvieron a preguntarle: -¿Eres el profeta que esperamos? Él contestó: -No. 22 De nuevo insistieron: -Pues, ¿quién eres? Tenemos que dar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? 23 Entonces él, aplicándose las palabras del profeta Isaías, se presentó así: -Yo soy la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor. 24 Algunos miembros de la comisión eran fariseos. 25 Éstos le preguntaron: -Si no eres ni el Mesías, ni Elías, ni el profeta esperado, ¿por qué razón bautizas? 26 Juan afirmó: -Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis. 27 Él viene detrás de mí, aunque yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. 28 Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.
*» El texto es el testimonio del Bautista ante la delegación enviada por las autoridades de Jerusalén a Betania, al otro lado del Jordán (v. 28). A la pregunta: «Tú, ¿quién eres?» (v. 19), el Bautista confiesa, evitando cualquier malentendido acerca de su propia persona y de su propia misión, que no es el Cristo, el Salvador escatológico esperado. Este testimonio negativo en boca del Bautista es una auténtica confesión de fe en el mesianismo de Jesús. Siguen otras preguntas de los enviados a las que el Testigo responde diciendo no ser ni Elías (cf. Mal 3,1-3.23; Me 9,11; Mt 7,10) ni el profeta (cf. Dt 18,15; 1 Mac 14,41), personajes esperados para el tiempo mesiánico. El desconcierto de sus interlocutores es grande. El Bautista continúa explicando su propia identidad, definiéndose a sí mismo con las palabras del Segundo Isaías: «Voz que clama en el desierto» (v. 23) y prepara el camino al Cristo (cf. Is 40,3). Él no es la luz, es sólo la lámpara que arde y que testimonia la luz verdadera. Él no es la Palabra encarnada, es sólo la voz que prepara el camino con la purificación de los pecados y la conversión del corazón. Y a la ulterior insistencia de los fariseos sobre el motivo de su bautismo, Juan replica: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis» (v. 26). El bautismo de Juan no es el del tiempo de la salvación, sino un rito de iniciación para prepararse a la acogida del Mesías, que se encuentra ya entre el pueblo. El Bautista acerca su propia persona a la de Cristo para poner de relieve la dignidad y grandeza de Jesús, cuya vida tiene dimensiones de eternidad: Juan no es digno de prestarle el más humilde de los servicios: desatarle las sandalias. El testimonio del Bautista pretende, pues, suscitar la fe en todo hombre hacia el gran desconocido, el portador de la salvación, que vive entre los hombres.
MEDITATIO Si es verdad que cada santo es una ilustración viva del Evangelio, esto vale de modo particular en el caso de los amigos capadocios Basilio y Gregorio, testigos de la fidelidad y de la belleza del ideal cristiano vivido y realizado en plenitud. Basilio, con su fuerte personalidad de líder, de hombre de acción, y Gregorio, elevadísimo poeta y teólogo, nos muestran con su vida qué significa asistir a la escuela de la verdadera sabiduría y recibir como don el Espíritu, que escruta también las profundidades de Dios. «El mundo tiene necesidad de santos dotados de genio» (S. Weil): los dos grandes amigos, a los que veneramos en esta memoria como obispos y doctores de la Iglesia, han alcanzado por la caridad de Cristo lo que les ha hecho obradores del bien al servicio de los hermanos y cantores admirados de la belleza de Dios. Desde su juventud habían afirmado: «Para nosotros era una cosa grande y un gran nombre ser cristianos y ser llamados cristianos», y mantuvieron durante toda su vida la fe en su amistad porque vivieron «acrecentando el misterio santo y nuevo de Cristo, de quien habían recibido el nombre con que eran llamados». Esto les convirtió de verdad en sal y luz no sólo para su tiempo, sino para toda la Iglesia, en todos los tiempos.
ORATIO «¡Oh tú, el más allá de todo!, ¿cómo llamarte con otro nombre? No hay palabra que te exprese ni espíritu que te comprenda. Ninguna inteligencia puede concebirte. Sólo tú eres inefable, y cuanto se diga ha salido de ti. Sólo tú eres incognoscible, y cuanto se piense ha salido de ti. Todos los seres te celebran, los que hablan y los que son mudos. Todos los seres te rinden homenaje, los que piensan y los que no piensan. El deseo universal, el gemido de todos, suspira por ti. Todo cuanto existe te ora, y hasta ti eleva un himno de silencio todo ser capaz de leer tu universo. Cuanto permanece, en ti solo permanece. En ti desemboca el movimiento del universo. Eres el fin de todos los seres; eres único. Eres todos y no eres nadie. No eres un ser solo ni el conjunto de todos ellos. ¿Cómo puedo llamarte, si tienes todos los nombres? ¡Oh tú, el único a quien no se puede nombrar!, ¿qué espíritu celeste podrá penetrar las nubes que velan el mismo cielo? Ten piedad, oh tú, el más allá de todo: ¿cómo llamarte con otro nombre?».
CONTEMPLATIO Hacia el Espíritu Santo dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos como un riego que les ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Por él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y quien, al comunicarse a ellos, los vuelve espirituales. Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la gracia a los demás (Basilio Magno, Sobre el Espíritu Santo IX, 22ss, passim).
ACTIO Repite con frecuencia hoy, orando con san Basilio: «Obremos fielmente la verdad en la caridad» (Basilio, Moraba, Reg. LXXX, 22).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Llevando en el corazón los interrogantes, las aspiraciones y las experiencias a las que he aludido, mi pensamiento se dirige al patrimonio cristiano de Oriente. No pretendo describirlo ni interpretarlo: me pongo a la escucha de las Iglesias de Oriente que sé que son intérpretes vivas del tesoro tradicional conservado por ellas. Al contemplarlo aparecen ante mis ojos elementos de gran significado para una comprensión más plena e íntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y mujeres de hoy. En efecto, con respecto a cualquier otra cultura, el Oriente cristiano desempeña un papel único y privilegiado, por ser el marco originario de la Iglesia primitiva. La tradición oriental cristiana implica un modo de acoger, comprender y vivir la fe en el Señor Jesús. En este sentido, está muy cerca de la tradición cristiana de Occidente que nace y se alimenta de la misma fe. Con todo, se diferencia también de ella, legítima y admirablemente, puesto que el cristiano oriental tiene un modo propio de sentir y de comprender, y, por tanto, también un modo original de vivir su relación con el Salvador. Quiero aquí acercarme con respeto y reverencia al acto de adoración que expresan esas Iglesias, sin tratar de detenerme en un punto teológico específico, surgido a lo largo de los siglos en oposición polémica durante el debate entre occidentales y orientales. Ya desde sus orígenes, el Oriente cristiano se muestra multiforme en su interior, capaz de asumir los rasgos característicos de cada cultura y con sumo respeto por cada comunidad particular. No podemos por menos de agradecer a Dios, con profunda emoción, la admirable variedad con la que nos ha permitido formar, con teselas diversas, un mosaico tan rico y hermoso. En la divinización y sobre todo en los sacramentos, la teología oriental atribuye un papel muy particular al Espíritu Santo: por el poder del Espíritu que habita en el hombre, la deificación comienza ya en la tierra, la criatura es transfigurada y se inaugura el Reino de Dios. La enseñanza de los padres capadocios sobre la divinización ha pasado a la tradición de todas las Iglesias orientales y constituye parte de su patrimonio común. Se puede resumir en el pensamiento ya expresado por san Ireneo al final del siglo II: Dios se ha hecho hijo del hombre para que el hombre llegue a ser hijo de Dios. Esta teología de la divinización sigue siendo uno de los logros más apreciados por el pensamiento cristiano oriental. En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo «muy semejantes» a Cristo: los mártires y los santos. Y entre éstos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cf. Is 11, 1). Su figura no es sólo la Madre que nos espera, sino también la Purísima que como realización de tantas prefiguraciones veterotestamentarias es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo (Juan Pablo II, Oriéntale lumen, nn. 5 y 6). |
Epifanía del Señor: 6 de enero Epifanía significa "manifestación". Jesús se da a conocer. Aunque Jesús se dio a conocer en diferentes momentos a diferentes personas, la Iglesia celebra como epifanías siete eventos: Su Epifanía ante sus tíos Zacarías y Santa Isabel, los pastores, los Reyes Magos, la profetisa Ana y el "visionario Simeón", a San Juan Bautista en el Jordán y su Epifanía a sus discípulos y comienzo de su vida pública con el milagro en Caná. La Epifanía que más celebramos en la Navidad es la tercera. La celebración gira en torno a la adoración a la que fue sujeto el Niño Jesús por parte de los tres Reyes Magos como símbolo del reconocimiento del mundo pagano de que Cristo es el salvador de toda la humanidad. Antes de presentarse al mundo, Dios se presentó a su familia: sus tíos. Y luego a los humildes y desheredados de la tierra hasta llegar a los Reyes Magos que hoy celebramos. Pensemos un poco en quién es nuestra familia, quiénes nos acogen en esta vida y quienes nos han conducido hasta que lleguemos a la Gloria Celestial. De acuerdo a la tradición de la Iglesia del siglo I, se relaciona a estos magos como hombres poderosos y sabios, posiblemente reyes de naciones al oriente del Mediterráneo, hombres que por su cultura y espiritualidad cultivaban su conocimiento de hombre y de la naturaleza esforzándose especialmente por mantener un contacto con Dios. Del pasaje bíblico sabemos que son magos, que vinieron de Oriente y que como regalo trajeron incienso, oro y mirra; de la tradición de los primeros siglos se nos dice que fueron tres reyes sabios: Melchor, Gaspar y Baltazar a los que se ha querido representar de distintas razas como representación de los tres continentes conocidos de la época
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Martes 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 2,5-12 5 Porque no fue a los ángeles a quienes sometió el mundo futuro del que hablamos. 6 Así lo ha testimoniado alguien en algún lugar de la Escritura: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te preocupes por él? 7 Lo hiciste un poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y honor; 8 todo lo sometiste bajo sus pies Al someterle todas las cosas, no dejó nada sin someter. Es cierto que ahora no vemos que le estén sometidas todas las cosas, 9 pero a aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto. Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos. 10 Pues era conveniente que Dios, que es origen y meta de todas las cosas, y que quiere conducir a la gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos al más alto grado de perfección al cabeza-de fila que los iba a llevar a la salvación. 11 Porque, santificador y santificados, todos proceden de uno mismo. Por eso Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos 12 cuando dice: Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.
*+• El primer tema desarrollado en la carta a los Hebreos es el de la superioridad de Cristo sobre los ángeles, una superioridad afirmada a partir de la filiación divina de Jesús (1,5-14) y puesta de manifiesto, en esta perícopa, considerando asimismo su condición humana. Sin embargo, esta demostración doctrinal se dilata a través de la contemplación y del anuncio del designio redentor de Dios (vv. 9-11). Esto pasa a través de la humillación del Hijo, que, por amor, se hace partícipe de la naturaleza humana -interior a la angélica, aunque objeto también de la bendición divina (cf. w. 5-8)- hasta las consecuencias extremas del sufrimiento y de la muerte, experimentadas en beneficio de todos. Aquí se revela la maravillosa «justicia» de Dios (v. 10): el que es creador y fin de todas las cosas ha considerado tan importante al hombre que ha querido atraerlo a la comunión filial consigo. Con tal objeto, se ha hecho solidario hasta el fondo con nosotros en su Unigénito, enviado para llevarnos a la «salvación», a la «gloria», al «mundo futuro» (vv. 5.10). Dios, en su infinita gratuidad, lleva a cabo nuestra santificación a través del humilde amor de Jesús, que se entrega a sí mismo para poder llamarnos «hermanos» y anunciarnos el nombre -la realidad- del Padre (w. 1 lss).
Evangelio: Marcos 1,21-28 En aquel tiempo, 21 llegaron a Cafarnaún y, cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar a la gente, 22 que estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la Ley. 23 Había en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso a gritar: 24 -¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios! 25 Jesús le increpó diciendo: -¡Cállate y sal de ese hombre! 26 El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él. 27 Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: -¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad! ¡Manda incluso a los espíritus inmundos y éstos le obedecen! 28 Pronto se extendió su fama por todas partes, en toda la región de Galilea.
**• Al presentarnos una jornada típica del ministerio de Jesús, Marcos nos hace acercarnos ál misterio de su persona a través del impacto que ésta produce en la gente. Jesús enseña los sábados en la sinagoga, como los rabinos, pero la sorprendente autoridad de sus palabras es muy diferente. Jesús no se limita a repetir y a comentar la tradición: la suya es «una doctrina nueva llena de autoridad», que socava las costumbres tranquilizadoras y suscita en los corazones una pregunta inquietante: «¿Qué es esto?...» (v. 27). Sin embargo, hay «alguien» que da muestras de conocer bien al nuevo Maestro y grita fuerte la identidad de Jesús para comprometer el desenlace de su misión forzando sus tiempos y sus modalidades. El «espíritu inmundo» había podido ocupar un hombre sin ser molestado y permanecer sin ser advertido en un lugar de culto hasta que entró en él «el Santo de Dios». Su venida desenmascara al «padre de la mentira» (Jn 8,44), que reconoce en Jesús a su enemigo, su ruina (Me 1,24). Con dos breves, órdenes Jesús libera al hombre poseído por el demonio: es su primer milagro y tiene un valor programático. De este modo indica Marcos que Jesús ha venido a traer el Reino de Dios venciendo el dominio de Satanás y caracteriza toda la misión de Cristo como un encuentro frontal -hasta la muerte y, aún más, hasta la resurrección- contra el mal. Los exorcistas judíos empleaban largas fórmulas, encantamientos, ritos; a Jesús le basta con una palabra para hacer callar el estrépito del demonio y devolverle al hombre su dignidad. Crece el estupor de los presentes y la maravilla inquieta a los corazones acostumbrados también a las cosas de Dios: ¿quién es, pues, Jesús?
MEDITATIO La Palabra nos abre hoy el corazón a la maravilla. Y la maravilla puede llegar a ser en nosotros -tal vez un poco habituados a las realidades de la gracia- un terreno virgen para un encuentro nuevo con Jesús. La autoridad de su persona nos ha sorprendido, y «autoridad» significa capacidad de hacer «crecer» (en latín, augere) a los otros. ¿Por qué tiene Cristo «autoridad»? La respuesta que se nos da en la carta a los Hebreos no es algo que pueda darse por descontado: «Lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto». En consecuencia, Jesús no tiene autoridad porque está por encima de los ángeles, sino porque, al aceptar el designio del Padre, se ha humillado hasta el extremo. Jesús es amor que entrega su vida para liberarnos y unirnos a él. Ha asumido toda la fragilidad de nuestra naturaleza porque sólo tomando sobre sí el peso aplastante de nuestro mal podía salvarnos Dios. La suya es una compasión sin reservas: es una lucha a muerte que derrota al artífice del pecado, causa del sufrimiento y de la muerte, y su victoria aparece como la pérdida más total. Sin embargo, de este modo nos santifica y nos vuelve a llevar a su mismo origen, al Padre, en cuyo amor «no se avergüenza de llamarlos hermanos». Esta humillación nos confunde y nos plantea interrogantes, y ya no nos es posible permanecer indiferentes: Jesús viene a esclarecer nuestras tinieblas, a introducirnos en la verdad. Podemos rebelarnos e intentar sofocar su voz con el alboroto que llevamos dentro o, bien, guardar silencio y acoger la Palabra que tiene autoridad para liberarnos de nuestras maldades y perezas, porque ha bajado a rescatarnos pagando las consecuencias que ello entraña. Dios se ha hecho compañero del sufrimiento y de la muerte del hombre para llevarlo, libre, a la gloria, al abrazo del Amor.
ORATIO Jesús, hermano y Señor nuestro, nos quedamos atónitos ante tu misterio de humillación en favor de nosotros... Adorando el designio del Padre, le damos gracias a él a través de ti. Danos, Señor, un corazón agradecido, para comprender todo el bien que constantemente recibimos de ti e intuir en el sufrimiento el camino de la gracia que tú nos has abierto y recorres con nosotros. Danos un corazón vigilante, para rechazar el entorpecimiento de la indiferencia y las insidias del mal, y acoger tu novedad en nuestra vida. Danos un corazón compasivo, capaz de hacerse cargo contigo de las penas de los otros. Entonces, una vez que hayamos alcanzado la humildad y la bondad, participaremos también de tu autoridad para hacer crecer en el bien a todos los hermanos y señalar a sus pasos la meta de la gloria, la casa del Padre.
CONTEMPLATIO Dios no tenía ninguna necesidad de salvar al hombre de este modo, sino que era la naturaleza humana la que necesitaba que Dios fuera satisfecho de este modo. Dios no tenía ninguna necesidad de soportar tantos dolores, sino que era el hombre el que necesitaba ser reconciliado de este modo con Dios. Dios no tenía ninguna necesidad de ser humillado hasta ese punto, sino que era el hombre el que necesitaba ser sacado de este modo de las profundidades del infierno. La naturaleza divina no tenía necesidad ni podía ser humillada o sufrir: sí era necesario que la naturaleza humana se humillara y sufriera, para ser llevada al fin para el que había sido creada. Pero ella, como cualquier otra cosa que no fuera el mismo Dios, no podía bastarse para este fin. El hombre no es reconducido a aquello para lo que fue creado si no es elevado a un nivel semejante al de los ángeles, en el que no hay pecado alguno. Ahora bien, esto es imposible que tenga lugar a no ser después de la plena remisión de todos los pecados, que se lleva a cabo sólo mediante su plena satisfacción. Sin embargo, puesto que la naturaleza humana no podía hacer esto por sí sola y, en consecuencia, no podía reconciliarse con Dios mediante la satisfacción debida, a fin de que la justicia de Dios no tuviera que permitir el desorden del pecado en su Reino, intervino la bondad divina y el hijo de Dios asumió en su persona la naturaleza humana, para ser hombre-Dios en esta persona. La naturaleza divina no ha sido humillada por todo esto; en cambio, la naturaleza humana se ha visto exaltada. Aquélla no quedó disminuida, ésta ha sido ayudada misericordiosamente. Y la naturaleza humana no sufrió nada en este hombre por constricción, sino sólo por su libre voluntad. Él no se sometió a la violencia de nadie; sólo por su bondad espontánea, para honor de Dios y para la utilidad de los otros hombres, sostuvo con su alabanza y por su misericordia lo que le fue impuesto con mala voluntad; pero lo hizo sin que nadie se lo impusiera por obediencia, sino con una sabiduría que lo dispone todo de manera poderosa (Anselmo de Canterbury, II Cristo, Milán 1989, III, pp. passim; existe edición de sus obras completas en castellano en la BAC).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú eres mi fortaleza, Dios fiel» (Sal 59,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Creer en la gracia de Dios significa no demorarse en hurgar en nuestra miseria, en nuestra culpa, sino salir de nosotros mismos y dirigir la mirada a la cruz, allí donde Dios tomó sobre sí y cargó con la miseria y la culpa, derramando así su amor sobre todos los que tienen que cargar con pesos difíciles de llevar. Miseria y culpa del hombre, gracia y amor misericordioso de Dios, son realidades que se reclaman mutuamente. Allí donde están presentes en gran cantidad la miseria y la culpa, precisamente allí, sobreabundan más que nunca la gracia y el amor de Dios. Allí donde el hombre se muestra pequeño y débil, allí ha manifestado Dios su propia gloria. Allí donde el corazón del hombre está destrozado, allí penetra Dios. Allí donde el hombre quiere ser grande, no quiere estar Dios; allí donde el hombre parece abismarse en las tinieblas, allí mismo instaura Dios el Reino de su gloria y de su amor. Cuanto más débil es el hombre, tanto más fuerte es Dios: esto es cierto; tan cierto como que en la cruz de Cristo se encuentran el amor de Dios y la infelicidad humana. Allí donde toda la desesperación de la humanidad, todo su atormentador deseo, toda su obligación de renunciar, se muestran con toda su crudeza, en la miseria y en el pecado de nuestras ciudades, en las casas de los publícanos y de los pecadores, en los asilos de la desesperación y de la miseria humana, en las tumbas de nuestros seres queridos, en el corazón de aquel a quien se ha arrebatado toda la alegría de vivir, en el pecho de quien ya no consigue levantarse de su propia culpa... allí es donde triunfa la Palabra de la gracia divina. Aquí no es posible descifrarla ni discernirla, allí se muestra espléndida; aquí es inverosímil, allí se muestra hecha realidad; aquí aparece como un relampaguear en el horizonte del tiempo, allí luce con el resplandor de la eternidad (D. Bonhoefrer, Memoria e fedeltá, Magnano 1995, pp. 191 ss, passim). |
Miércoles 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 2,14-18 Hermanos: 14 puesto que los hijos tenían en común la carne y la sangre, también Jesús las compartió, para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo, 15 y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida. 16 Porque ciertamente no venía en auxilio de los ángeles, sino en auxilio de la raza de Abrahán. 17 Por eso tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para ser ante Dios sumo sacerdote misericordioso y digno de crédito, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo. 18 Precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer ahora a los que están bajo la prueba.
**• El autor de la carta, profundizando en el significado de la solidaridad de Cristo con nosotros, explora, por así decirlo, los confines de la misericordia divina. Jesús ha asumido plenamente la realidad del hombre, marcada por la fragilidad y la muerte a causa del pecado. Aunque no conoció el pecado (cf. 4,5), cargó sobre sí las consecuencias del mismo. De este modo, pudo liberar a la humanidad -sometida al dominio del diablo, artífice del pecado y de la muerte- no desde fuera y desde arriba, sino desde el interior: una liberación «impuesta» no habría sido ni auténtica ni eficaz. El Hijo, sin embargo, se hizo partícipe de nuestra condición, a fin de que nosotros pudiéramos participar de la suya. Como buen samaritano, se inclinó sobre aquel que más necesidad tenía de sus curas: no los ángeles, sino la raza de Abrahán (v. 16); a saber, todos los peregrinos de la fe en este valle de lágrimas. Puesto que esta asimilación total con nosotros por parte de Cristo nos rescata del pecado, Cristo cumple perfectamente la función sacerdotal: él es el verdadero sumo sacerdote, «misericordioso» con los hombres –cuyos sufrimientos conoce por experiencia personal- y «digno de crédito» en las cosas relacionadas con Dios, puesto que ha sido enviado por el Padre para nuestra salvación.
Evangelio: Marcos 1,29-39 En aquel tiempo, 29 al salir de la sinagoga, Jesús se fue inmediatamente a casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan. 30 La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Le hablaron en seguida de ella, 31 y él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. La fiebre le desapareció y se puso a servirles. 32 Al atardecer, cuando ya se había puesto el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. 33 La población entera se agolpaba a la puerta. 34 Él curó entonces a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero a éstos no les dejaba hablar, pues sabían quién era. 35 Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar. 36 Simón y sus compañeros fueron en su busca. 37 Cuando lo encontraron, le dijeron: -Todos te buscan. 38 Jesús les contestó: -Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para predicar también allí, pues para esto he venido. 39 Y se fue a predicar en sus sinagogas por toda Galilea, expulsando los demonios.
**• El evangelista continúa la narración de una jornada típica de Jesús: las apremiantes demandas de los discípulos y de la gente, las muchas y acuciantes necesidades parecen «devorar» su tiempo... Sin embargo, cada uno es a sus ojos una persona única: lo muestra el primer milagro que sigue al primer exorcismo (w. 30ss). La Misericordia «se acerca» a la miseria de una mujer enferma -considerada en nada, según la mentalidad de la época y la «levanta» cogiéndola por la mano: con la ternura de este gesto, Jesús le restituye no sólo la salud, sino también la capacidad de servir, esto es, de amar humildemente. La noticia se difunde enseguida (cf. v. 28) y Jesús se encuentra cargado de trabajo: acabado el descanso sabático con el ocaso del sol, todos le llevan a sus enfermos y endemoniados. Se reúne una muchedumbre de menesterosos, de miserables, sedientos de vida. Y la Misericordia es como un río de gracia que da de su sobreabundancia a cada uno (w. 32-34). Pero ¿cuál es la fuente de este río? También Jesús es como un pobre, necesitado de alcanzar la sobreabundancia del Padre para poderla derramar sobre los otros; la oración nocturna, solitaria y prolongada, es su secreto. Un secreto al que se apega como al de su propia identidad, que los demonios quisieran revelar para forzar su misión haciendo palanca en las expectativas de la gente (un Mesías político, un reino poderoso). Pero Jesús no lo permite, y ni siquiera se deja seducir por su propio éxito (w. 37ss); la oración le mantiene en continua relación con el Padre, en adhesión a su designio. Ha «salido» (v. 38: al pie de la letra) del seno del Padre para manifestar su rostro a los hombres. Por eso, como siervo humilde, como Hijo obediente y amadísimo, no puede detenerse: continúa su peregrinación entre nosotros, dilatando los confines del Reino y venciendo a las fuerzas del mal (v. 39).
MEDITATIO A nosotros, atosigados por mil compromisos o angustiados por tantas tribulaciones, se nos ofrece hoy una Palabra que puede restaurarnos, confortarnos e indicarnos una dirección para la vida. Ésta nos hace detenernos un poco para contemplar la misericordia divina: un designio de amor que nos salva y nos libera de la esclavitud del Maligno a través de la encarnación redentora del Hijo de Dios. Jesús ha querido preocuparse por nosotros, pobres, compartiendo en todo nuestras miserias, nuestros sufrimientos, la fatiga de nuestro camino. Ha salido del seno del Padre para recorrer nuestras calles y anunciarnos este amor admirable, para entrar en nuestras casas y aliviar nuestras enfermedades, para bajar a nuestras plazas y ofrecernos la liberación del mal y de todas sus nefastas consecuencias. En algunas ocasiones, incluso hoy, lo hace con un milagro evidente. Pero, con mayor frecuencia, tiene lugar en lo secreto de las conciencias, tocadas por su gracia. A lo largo del discurrir de los tiempos, el Señor glorioso continúa revelándose en la humildad, en el silencio, en la oración. Y de este modo nos indica el camino: llegar a ser como él, con él, misericordia para los hermanos, ternura infinita que sabe dar, a cada uno de los mil rostros con que se encuentra, la dignidad de ser persona: un hijo amado de Dios, un hermano amado por mí. Jesús viene a dar aliento a nuestros mil compromisos, a dilatar el horizonte de nuestras múltiples angustias, ofreciéndonos el bálsamo de la misericordia para que sepamos darlo a los otros. Nuestras jornadas «más que repletas» tendrán entonces el aliento del amor; nuestro nuevo e infinito horizonte se llamará «compasión». Y será el horizonte de Dios.
ORATIO Te alabamos, oh Padre, porque es eterna tu misericordia: ayúdanos a comprender sus confines inconmensurables y a acoger con fe tu amor, que nos envuelve, nos libera, nos invita a la fiesta de la vida eterna en ti. Te damos gracias, oh Hijo, porque es eterna tu misericordia: ayúdanos a inclinarnos contigo sobre cada hermano que está pasando por la prueba, que sufre, que es humillado. Haz que unos seamos capaces de llevar las cargas de otros, reconociéndonos todos como llevados por tu compasión. Te invocamos, oh Espíritu Santo, porque es eterna tu misericordia: ven a abrirnos a tu gracia, ilumínanos con tu benevolencia, inflámanos con tu caridad. Entonces seremos testigos veraces de Cristo junto a cada hombre amado con el corazón de Dios.
CONTEMPLATIO En esta vida, cuanto más tiempo pueda ser herida la carne mortal por el padecer, tanto más tiempo puede ser tocado el ánimo, vulnerable, por el compadecer [...]. En efecto, así como la debilidad de la carne es padecer, así la debilidad del ánimo es compadecer. Por eso el Dios-hombre vino a suprimir ambas y cargó con ambas. Asumió el padecer en la carne, acogió el compadecer en el ánimo. En ambos quiso ser débil por nosotros, a fin de curarnos a nosotros, que somos débiles, de ambos. Enfermó por el padecer de su pasión; enfermó por el compadecer la miseria de los otros. Y cargó sobre sí el padecer hasta morir por los mortales. Y cargó sobre sí el compadecer hasta llorar por los que se encaminaban a la ruina. A causa de la miseria, entregó su carne a la pasión; a causa de la misericordia, dejó que su alma se turbara hasta la compasión. Sufrió en su carne padeciendo por nosotros; sufrió por nosotros en su ánimo compadeciendo [...]. Y así Jesús llevó, en la humanidad que había asumido, y durante todo el tiempo que quiso cargar con ella, según lo que es propio del ser humano, tanto la pasión en la carne como la compasión en el ánimo... «Pues mis días se disipan como humo, mis huesos se consumen como brasas» (Sal 102,4). Los días se disiparon por la pasión, los huesos ardieron por la compasión. A causa de la pasión, murió la carne; a causa de la compasión, ardió el alma. El dolor de la compasión fue como una quemazón del alma, en la que ardía de misericordia, era impulsada por la compasión, estaba desecada por la desesperación: digo desesperación, pero no a causa de sí misma, sino a causa de los que no podían ni corregirse en el mal ni liberarse de él (Hugo de San Víctor, Miscellanea I, CLXXX: en PL 177, cois. 577ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Alabad al Señor, porque es bueno: su misericordia es eterna» (Sal 135,1).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El conocimiento que tenías de mí como creador ha sido superado en «calidad» por el que has adquirido haciéndote hombre. Ahora sabes qué significa vivir como mortal en esta tierra: sabes qué son los vínculos de sangre, qué es la amistad, qué es el sueño, qué es cansarse con el trabajo, qué es poder lavarse cuando se está sudado y sucio, qué es participar en una fiesta, qué es rezar pronto por la mañana hasta ver blanquear el cielo y nacer el sol, qué es ser traicionado, qué es tener miedo, qué es ser amado por la gente, qué es enseñar, qué es comer o beber, qué es el dolor, qué es tener una madre y, por último, qué es morir. Gracias a todas estas experiencias, ahora me conoces, sabes qué es «ser hombre». Tú también quieres que yo te conozca, que también yo sepa un poco qué es «ser» Dios, qué es ser eterno, qué es ser libre, qué es ser amor, ser paz, ser alegría; qué es, en el fondo, simplemente «ser», y puesto que el Ser eres tú, qué es, en definitiva, «ser» tú (A. Marchesini, Vieni e vedi, Bolonia 1986, pp. 146ss). |
Jueves 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 3,7-14 Hermanos: 7 Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si escucháis hoy su voz, 8 no endurezcáis vuestros corazones, como sucedió en el lugar de la rebelión el día de la prueba en el desierto, 9 cuando vuestros antepasados me pusieron a prueba después de haber visto mi actuación durante cuarenta años. 10 Por eso me enojé contra aquella generación y dije: Su corazón anda siempre extraviado; jamás han conocido mis caminos. 11 Por eso juré airado: ¡No entrarán en mi descanso! 12 Mirad, hermanos, que no se halle en alguno de vosotros un corazón malo e incrédulo que le aleje del Dios vivo. 13 Al contrario, exhortaos mutuamente cada día, mientras dura este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca por la seducción del pecado. 14 Porque participamos de la suerte de Cristo siempre y cuando mantengamos firme hasta el final la confianza del principio.
*+• El Espíritu Santo habla siempre en el «hoy» del hombre para ayudarle a vivir el presente según la voluntad de Dios. Sin embargo, el hombre se encuentra siempre tentado de endurecer el corazón a esta voz y seguir sus propios caminos torcidos, imposibilitándose la alegría de la comunión con Dios (es decir, su «descanso», w. 7-11). El autor de la carta a los Hebreos, alternando las exhortaciones con la exposición doctrinal, amonesta a los destinatarios a permanecer vigilantes sobre esa actitud interior. En efecto, «los padres» del antiguo Israel cayeron en la obstinación y en la incredulidad aunque habían «visto» las maravillas obradas por el Señor. Si se enojó con aquella generación, que había recibido por medio de Moisés la Ley de la alianza, cuánto más grave será la responsabilidad de quien endurece su corazón después de haber encontrado a Cristo, muy superior a Moisés (3,1-6), en cuanto Hijo de Dios. Por consiguiente, es preciso renovar continuamente nuestra propia adhesión de fe: cada día se nos llama a decidir entre la docilidad a la voz del Señor o el hundimiento en el pecado que nos acecha (12,1). En esta buena batalla (cf. 1 Tim 1,18) por la fidelidad a Dios, los creyentes están invitados a apoyarse recíprocamente: es grande el consuelo que procede del testimonio recíproco, de la fe común en Jesús, cumplimiento supremo de las promesas de Dios y de las expectativas del hombre (w. 13ss).
Evangelio: Marcos 1,40-45 En aquel tiempo, 40 se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: -Si quieres, puedes limpiarme. 41 Jesús, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: -Quiero, queda limpio. 42 Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. 43 Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente: 44 -No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos. 45 Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes.
**• Marcos, en cada episodio de su evangelio, nos ayuda a intuir cada vez mejor la personalidad de Jesús. A éste, que había sido presentado como el heraldo y como el que inaugura el reino de la vida (v. 39), se le acerca un leproso, considerado como un «muerto viviente», según la Ley, a causa de la descomposición anticipada de la carne. Y puesto que todo lo que tiene que ver con la muerte contamina al hombre, estos enfermos eran marginados por completo para evitar el doble peligro del contagio y de la impureza. Ellos mismos debían, gritar a distancia: «¡Leproso! ¡Leproso!», para advertir del riesgo a quien incautamente se les acercara. En este relato se rebasa la Ley continuamente: por lo demás, ésta sólo podía constatar la enfermedad, segregar al enfermo y certificar su curación cuando tuviera lugar. Sin embargo, el leproso sabe que puede confiar en algo más grande y más sagrado que la Ley: por eso se atreve a acercarse a Jesús con una humildad total, manifestándole la fe en su poder y el abandono sin pretensiones a su voluntad. También Jesús, con su «compasión visceral» (v. 41, al pie de la letra), va más allá de la Ley: toca al leproso y con ese contacto fraterno restituye al enfermo su dignidad. Ahora ya no se siente un excluido, un infectado que contamina, sino un ser amado. Tras mostrarle su solidaridad, Jesús expresa su voluntad y revela su poder curando al enfermo. A fin de evitar un entusiasmo prematuro y desorientador en la gente, Jesús le impone severamente al hombre que guarde el secreto y cumpla las prescripciones legales para certificar la curación. Sin embargo, con una ulterior transgresión, el «redivivo» se preocupa únicamente de divulgar el hecho. Una publicidad inoportuna que obliga al humilde Siervo de YHWH, venido a cargar con nuestras enfermedades, a quedarse fuera de las ciudades, como un leproso. A pesar de ello, todos acuden a él. Se intuye que Jesús posee una autoridad superior a la Ley {cf. 2,1-3,6), está movido por una inmensa compasión por el mal (dolor-pecado) del hombre, es portador de vida y quiere darla. Pero sabe por qué camino realizará el Padre este don: las muchedumbres, por ahora, no pueden comprenderlo.
MEDITATIO Como el antiguo Israel, como los primeros judeocristianos, también nosotros hemos contemplado las maravillas obradas por el Señor. Sin embargo, como todos, también nosotros corremos cada día el riesgo de acostumbrarnos a la gracia, de «endurecer el corazón», prefiriendo escuchar otras voces antes que la de Dios. El nos invita a examinarnos por dentro, «hoy»: este «hoy» es nuestro presente y, al mismo tiempo, es también el tiempo de la conversión concedido a la humanidad, un tiempo del que no podemos abusar. Miremos, pues, a la luz de la Palabra, si nuestro corazón no se encuentra pervertido, desviado, sin fe; en suma, alejado del Dios vivo. Si sólo buscamos de Dios favores y realizaciones humanas, si pretendemos convertirlo en instrumento y ponerlo al servicio de nuestros intereses, si estamos dispuestos a renegar de él cuando nos parece más oportuno mostrarnos como «librepensadores» o consumidores despreocupados de los bienes de la vida, entonces nuestro corazón esté, pervertido: si está vuelto hacia atrás, entonces sigue la lógica del Maligno, aunque mantenga a veces una fachada de religiosidad. Un corazón desviado no se da cuenta de que anda fuera del camino, no asimila la mentalidad evangélica, porque reorganiza a su propio gusto las exigencias y la gracia. Un corazón sin fe: ¿cómo se puede referir esta expresión a gente «practicante»? Sin embargo, también nuestro corazón puede carecer de fe cuando se aleja del Dios vivo y permanece encarcelado en una religión sólo formal, sin una relación vital con Cristo. El leproso va a Jesús superando las estrecheces de la Ley, pone en Jesús toda su esperanza y experimenta así el toque de su inefable misericordia, el poder del Dios-con-nosotros... Podemos alejarnos del Dios vivo de muchos modos, pero la Palabra nos sitúa en la verdad y nos anima: Dios es más grande que nuestro corazón. Si nos reconocemos leprosos en nuestro interior, portadores del pecado y de la muerte, vayamos con confianza a Jesús y supliquémosle humildemente: «Si quieres, puedes limpiarme».
ORATIO Señor Jesús, venimos a ti como leprosos entre muchos leprosos, como menesterosos entre muchos que necesitan, sobre todo, recuperar la voluntad de curar, la voluntad de redescubrir la bondad de la vida, aunque esté marcada por dolores y fatigas. Sufrimos, efectivamente, pero tal vez no sintamos verdaderos deseos de curar; estamos solos, excluidos, separados de los otros; nos lamentamos de ello, pero no deseamos a fondo volver a la responsabilidad de la convivencia fraterna, a los deberes de quienes están sanos, de quienes deben servir a los demás. Señor Jesús, todos nosotros, postrados, cual multitud de leprosos en el espíritu y en la carne, te suplicamos que suplas tú mismo con tu firme voluntad de salvación nuestra indecisión crónica. Si tú quieres, puedes limpiarnos. Sí, a pesar de nosotros mismos, tócanos con tu mano y pronuncia tu palabra: «¡Quiero, queda limpio!». Y suscita en nuestro corazón y en todo nuestro ser la gratitud y la alegría, el canto de la vida nueva, el canto de la salvación total. Amén.
CONTEMPLATIO La atención depende de la importancia que reconocemos al objeto que nos atrae, de la fascinación que ejerce. Si lo consideramos grande y bello, bueno y fuerte, si nos parece perfecto, rico en todo lo que puede saciarnos, entonces la atención es extrema. La atención que prestamos a Dios es rara, porque raras son las almas que le conocen. El pecado nos ha distraído de él; vivimos de cara a lo creado; las imágenes de las criaturas nos llenan el alma, nos retienen y hacen difícil la atención a Dios. Es necesario volver atrás: ése es el sentido del término «conversión». La conversión tiene muchos grados. Yo soy extremadamente débil; la atención de mi espíritu vacila como la llama de un cirio al viento; la energía de mi voluntad, dirigida por esta luz, disminuye a cada instante o se disipa en esfuerzos desordenados [...]. Instante tras instante, mi pobre vida va desapareciendo así, sin valor y sin resultados. ¡Desearía tanto establecerla en la firmeza y en la paz! ¿Cómo es posible? Mi impotencia es evidente: no encuentro, no encontraré nunca en mí mismo la fuerza necesaria. Y por eso vuelvo a ti. Tú me has hecho bajar a las profundidades de mi alma, allí donde reina la gran alegría calma de tu eterno amor. Deseo volver a hacer contigo este viaje. Deseo alcanzar en ti, a través de un coloquio corazón a corazón, la fuerza que me falta. ¿Acaso no eres tú la fuerza infinita? ¿No eres tú la luz de todo espíritu en este mundo, la luz verdadera, la luz que muestra todas las cosas en la verdad, la luz que quiere comunicarse a mí? Dios mío, derrama en mí este rayo amado que hace ver, que hace obrar y que es vida verdadera (A. Guillerand, «Scritti spirituali», en Un itinerario di contemplazione, Cinisello B. 1986, pp. 202-204, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Él perdona todas tus culpas, cura todas tus enfermedades» (Sal 102,3).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Afirma Efrén el Sirio: «La Iglesia no es la asamblea de los justos; la Iglesia es una muchedumbre de pecadores que se arrepienten », y la palabra clave en esta definición no es «muchedumbre», ni tampoco «pecadores», sino «que se arrepienten». Arrepentimiento, por otra parte, no significa lamentarnos de nuestra propia miseria, sino tener conciencia de lo que es el pecado: separación de Dios, separación de los otros, división interior, separación de las raíces profundas y auténticas de nuestro propio ser. «Pecadores que se arrepienten» son los que han tomado conciencia de esta situación, han comprendido que ningún esfuerzo humano puede ponerle remedio y, por consiguiente, se han dirigido a Dios. El término «conversión» significa «volverse», «cambiar de orientación». La Iglesia es un cuerpo de personas que, por muy impías y miserables que puedan ser tomadas una a una, miran ¡untas hacia Dios, se dirigen a Dios, se vuelven a Dios a través de la súplica, a través de Ya fe, a través de la esperanza, y dan los primeros pasos en el amor (A. Bloom, Vivere nella Chiesa, Magnano 1990, pp. 31 ss). |
Viernes 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 4,1-5.11 Hermanos: 1 Temamos, pues, no sea que, estando aún en vigor la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros quede sin entrar. 2 Porque también nosotros hemos recibido la Buena Nueva como ellos, sólo que a ellos el mensaje no les sirvió de nada, porque no estaban unidos mediante la fe a aquellos que lo escucharon. 3 Pero nosotros, si tenemos fe, podemos entrar en este descanso del que ha dicho: Por eso juré airado: ¡No entrarán en mi descanso! En realidad, sus trabajos terminaron cuando dio fin a la creación del mundo, 4 porque en cierto pasaje se dice acerca del día séptimo: Y Dios descansó de toda su obra el día séptimo. 5 Pero volvamos a nuestro pasaje: No entrarán en mi descanso. 11 Apresurémonos, por tanto, a entrar en este descanso, para que nadie caiga en aquella misma desobediencia.
*+• La Palabra nos exhorta hoy a vivir con santo temor el tiempo presente, tendidos hacia el futuro que Dios nos ofrece: la comunión con él, su «descanso» (v. 1). Esta promesa hecha a Israel es, no obstante, válida para los creyentes en Cristo, pero la «Buena Nueva» anunciada por Dios debe ser acogida con fe. El antiguo pueblo de la alianza se cerró el descanso del Señor precisamente por la incredulidad. Este riesgo amenaza también al nuevo pueblo de Dios: adherirse a Cristo no significa, efectivamente, asumir un conjunto de nociones teóricas, ni estipular de una vez para siempre un contrato ventajoso... Es, más bien, una opción dinámica que requiere un compromiso perseverante, tanto en el ámbito personal, dado que la fe en la Palabra ha de ser constantemente innovada y llevada a la vida (v. 3), como en el ámbito eclesial, puesto que es en la comunidad de los creyentes donde ha de ser transmitida la Palabra. Ésta ha de ser acogida, además, obedeciendo con fe a cuantos la comunican (v. 2b). Entonces podrá caminar el nuevo pueblo de Dios en la unidad, hacia la meta indicada por el Señor. Todos los que deseen entrar en su descanso, deberán vigilar constantemente para dar, con solicitud, los pasos que conducen a este descanso (v. 11).
Evangelio: Marcos 2,1-12 1 Después de algunos días entró de nuevo en Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa. 2 Acudieron tantos que no cabían ni delante de la puerta. Jesús se puso a anunciarles el mensaje. 3 Le llevaron entonces un paralítico entre cuatro. 4 Pero, como no podían llegar hasta él a causa del gentío, levantaron la techumbre por encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico. 5 Jesús, viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: -Hijo, tus pecados te son perdonados. 6 Unos maestros de la Ley que estaban allí sentados comenzaron a pensar para sus adentros: 7 -¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? 8 Jesús, percatándose en seguida de lo que estaban pensando, les dijo: -¿Por qué pensáis eso en vuestro interior? 9 ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados o decirle: Levántate, carga con tu camilla y vete? 10 Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados. Entonces se volvió hacia el paralítico y le dijo: 11 -Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. 12 El paralítico se puso en pie, cargó en seguida con la camilla y salió a la vista de todos, de modo que todos se quedaron maravillados y daban gloria a Dios diciendo: -Nunca hemos visto cosa igual.
*» Las obras de Jesús dejan aparecer cada vez con mayor claridad su misterio, un misterio que es verdadera «piedra de tropiezo». En efecto, éste suscita admiración, estupor, alabanza a Dios, en quien lo acoge, aunque no comprenda (v. 12), mientras que hace crecer la hostilidad en quien quisiera circunscribir su alcance (w. 6ss). De este modo, la fe activa de los cuatro acompañantes del paralítico se contrapone aquí al inmovilismo de los maestros de la Ley, «sentados» ante este rabí para valorar, juzgar y condenar sus palabras y sus gestos. De todos modos, la fe en Jesús requiere continuas superaciones, puesto que él va mucho más allá de las expectativas depositadas en él; más aún, esas expectativas quedan decepcionadas en un primer tiempo para poder ser trascendidas y -sólo así- plenamente realizadas. El primer milagro hecho al paralítico no es ni evidente ni deseado; sin embargo, es más grande (v. 7b) y más necesario, según el profundo conocimiento espiritual de Aquel que escruta los corazones (v. 8). El pecado es, efectivamente, la verdadera y grave parálisis que inmoviliza al hombre, impidiéndole caminar hacia Dios. ¿Cómo puede ir a Jesús quien está atado por estos «lazos de muerte» (Sal 114,3)? Es imposible. Por consiguiente, es necesario que la fe atenta de otros la supla (v. 5). Además, Cristo ha venido precisamente para liberarnos del pecado: por eso fue reo de pecado en favor de nosotros (2 Cor 5,21): se dejó clavar en el madero de la cruz. Los maestros de la Ley, que están delante de Jesús como jueces, no pueden comprender. Ven la blasfemia precisamente allí donde se revela la verdad más grande: el Hijo del hombre, el Juez apocalíptico de toda criatura (Dn 7,10b-14), no viene a la tierra a condenar, sino a perdonar los pecados. Para demostrar la verdad de sus palabras, realiza Jesús el segundo milagro, que, en este punto, manifiesta no sólo su poder, sino también de dónde procede (w. 9-11). De ahí que los presentes –probables testigos de otros milagros precedentes- puedan decir: «Nunca hemos visto cosa igual». Y el paralítico, libre en sus miembros y en su espíritu, puede recorrer ahora las calles de los hombres y el camino de Dios.
MEDITATIO La fe es un camino que conduce al descanso de Dios. Un camino arduo en ocasiones; sin embargo, quien lo recorre hace reposar, ya desde ahora, su propio corazón en el Corazón de Dios. Con todo, muchas veces nos sentimos incapaces de dar ni un paso: somos paralíticos espirituales, nos mostramos inertes a los estímulos de la gracia o estamos atados por compromisos estresantes, tal vez asumidos precisamente para colmar con el activismo el vacío del «estancamiento» interior. La fiesta preparada desde siempre para nosotros nos espera: ¿cómo llegar a ella? Hoy la Palabra nos anima: Si te sientes demasiado débil, únete a la cordada, permanece unido a los testigos de la fe, déjate conducir por la obediencia. También esta confianza en la fe eclesial es ya un paso -¡y cuan necesario!- de la fe. Tal vez nos encontremos precisamente impotentes, cautivos por los lazos del pecado; el orgullo y el egoísmo pueden atenazar también el alma de quien va diciendo: «Nunca he hecho nada malo»... También ahora viene en nuestra ayuda la Palabra: Déjate llevar a Cristo por la fe de los hermanos. Por su fe, él podrá desatarte, liberarte de los pecados, restituirte a una vida plena y responsable: «Levántate y anda». La experiencia del perdón nos volverá a poner en marcha. Corramos con perseverancia en la fe, apresurémonos a entrar en el descanso de la comunión con Dios. La alegría de sentirnos amados y perdonados por él dilatará nuestro corazón. Y desde ahora comenzará ya la fiesta.
ORATIO Gracias, Señor, por la fe de quien me ha llevado a ti. Gracias porque has conocido mi miseria, el pecado que me paraliza, sin haberme condenado. Gracias por la mirada de infinita ternura que has posado sobre mí, inerte. Gracias por esa palabra que no buscaba y que me ha vuelto a dar también la vida: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Gracias por la nueva libertad que ha «soltado» las cadenas que mantenían cautivo mi corazón y me ha dado un impulso antes desconocido. Gracias, Señor, por la alegría de la fe que tú mismo has suscitado en mí. Y ahora que me has dado la posibilidad de caminar, sostenme, para que no disminuya por el camino. Haz que, estrechamente unido a los hermanos en la fe, también aprenda yo a llevar a los otros a ti, hasta que lleguemos todos juntos a ese descanso eterno al que nos invitas, a la bienaventurada fiesta del Amor.
CONTEMPLATIO Hermanos y padres muy queridos: He aquí que pasamos de un año a otro, de una estación a otra, de una fiesta a otra, sin encontrar ninguna estabilidad en esta vida; debemos dejar esta vida nuestra para entrar en el descanso eterno. Leemos en la Escritura: «Y el que entre en el descanso de Dios descansará también él de sus trabajos, como Dios descansa de los suyos» (Heb 4,10). ¿Y cuál es este descanso? A buen seguro, el Reino de los Cielos. Mirad: del mismo modo que Dios prometió a los israelitas la entrada en la Tierra prometida, pero los que no creyeron y le exasperaron no pudieron entrar en ella, tampoco a nosotros, si no obedecemos sus preceptos, se nos abrirá la entrada del Reino de los Cielos. Pero ¿cuáles fueron las culpas que impidieron a los judíos la entrada en la Tierra prometida? La incredulidad, la murmuración, la calumnia, la contestación, la dureza de corazón, la soberbia, la fornicación: estos vicios fueron su ruina. Por eso, también nosotros, hermanos, debemos huir como del fuego de estos vicios mortíferos, no dudando de las promesas de Dios, sino creyendo firmemente «que Dios tiene poder para cumplir lo que promete» (cf. Rom 4,21). No murmuremos, no vituperemos a los otros, no nos opongamos, no endurezcamos nuestro corazón, no nos ensoberbezcamos; busquemos más bien «ser benévolos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos recíprocamente como Dios nos ha perdonado en Cristo». Si pasamos así nuestra vida, entraremos, sin duda, en la región de los mansos de corazón, donde desemboca la fuente de la vida y de la inmortalidad, donde resplandece la belleza de la Jerusalén celestial, donde reinan la alegría y la exultación (Teodoro Estudita, Piccola Catechesi, 34).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Ya que habéis acogido a Cristo Jesús, el Señor, vivid como cristianos. Enraizados y cimentados en él» (Col 2,6-7).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Nuestra fe es un movimiento hacia Dios, una fe que nos sacude y nos arrastra, una fe que es éxodo de nosotros mismos y penetración en Dios. Una fe semejante constituye un trastorno radical: el hombre está invitado a salir de sí mismo, aprende a olvidarse y a abandonarse para dejarse alcanzar por la palabra viva y omnipotente de Dios, con todas las consecuencias que esto implica. Una de ellas es que, en virtud de la fe, recibimos el mismo poder de Dios. La fe, en efecto, no es sólo el camino por el que podemos adherirnos a Dios y alcanzarle; es también el camino que Dios abre a su poder y a su fuerza para obrar maravillas en todo el mundo. Éste es el maravilloso diálogo de la fe entre Dios y el hombre: Dios es el primero en hablar y espera de nosotros que nos abandonemos a su Palabra cuando ésta nos haya asido. En cuanto esto tiene lugar, Dios se vuelve, por así decirlo, el humilde servidor de quien lo ha abandonado todo por él. Desde ese momento, Dios deja de ser el único omnipotente: quien cree y se confía a esta omnipotencia lo es igualmente. María fue la primera en abandonarse así a la Palabra de Dios que le fue dirigida por el ángel Gabriel: «Hágase en mí según tu palabra» (Le 1,38). Ahora bien, en el corazón del diálogo de fe, Dios le da la vuelta a esta frase y nos la envía: «Que os suceda según vuestra fe» (Mt 9,29); «Que te suceda lo que pides» (Mt 15,28). De este modo, nuestra fe se parece a un seno fecundado por el poder de la Palabra de Dios, que a su vez participa del poder de Dios en cuanto esta Palabra es acogida con un abandono total. Entonces ya nada es imposible; al contrario, «todo es posible para el que tiene fe» (A. Louf, Sotto la guida dello Spiríto, Magnano 1990, pp. 39-41, passim). |
Sábado 1ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 4,12-16 Hermanos: 12 La Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. 13 Así que no hay criatura que esté oculta a Dios. Todo está al desnudo y al descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas. 14 Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, mantengámonos firmes en la fe que profesamos. 15 Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado. 16 Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un socorro oportuno.
*•*• Este fragmento presenta dos consideraciones, que concluyen y sintetizan una sección de la carta a los Hebreos y abren desarrollos ulteriores. La primera (w. 12ss) está unida a las exhortaciones precedentes (3,7-4,11), que se apoyan en las promesas y en las amenazas contenidas en algunos pasajes de la Escritura. Tras haber mostrado su cumplimiento, el autor puede afirmar la incoercible energía de la Palabra de Dios. Ésta es «viva, eficaz» y discierne la verdad incluso en esas profundidades interiores que el hombre es incapaz de sondear. Aunque intentemos engañarnos a nosotros mismos y a los demás, no es posible mentir a Dios. Su Palabra tiene, por tanto, el poder de llegar a lo más íntimo de nosotros mismos para desenmascararnos e iluminarnos, a fin de que, «al vernos» con la mirada misma del Señor, podamos «enmendarnos», puesto que a él «hemos de rendir cuentas». La segunda consideración recupera el tema de Jesús «sumo sacerdote misericordioso» (señalado en 2,17ss): hasta ahora se ha explicado el alcance del adjetivo «misericordioso»; esta alusión prepara ahora otros desarrollos que van a seguir sobre el sacerdocio de Cristo. Estas dos breves reflexiones son dos aspectos de un único mensaje: estamos invitados a caminar con santo temor bajo la guía verdadera de la Palabra de Dios y, al mismo tiempo, con plena confianza, puesto que Cristo, constituido en sumo sacerdote en favor de nosotros, ha experimentado nuestra debilidad y puede compartirla plenamente. Por consiguiente, si a la luz de la Palabra nos reconocemos frágiles y pecadores, no por ello ha de disminuir nuestra confianza: el trono de Dios es «trono de gracia», su realeza es misericordiosa, y Cristo mismo, sentado a la diestra del Padre, pide por nosotros la ayuda necesaria en la hora de la prueba (v. 15).
Evangelio: Marcos 2,13-17 En aquel tiempo, 13 Jesús volvió a la orilla del lago. Toda la gente acudía a él, y él les enseñaba. 14 Al pasar vio a Leví, el hijo de Alfeo, que estaba sentado en su oficina de impuestos, y le dijo: -Sígueme. Él se levantó y le siguió. 15 Después, mientras Jesús estaba sentado a la mesa en casa de Leví, muchos publícanos y pecadores se sentaron con él y sus discípulos, pues eran ya muchos los que le seguían. 16 Los maestros de la Ley del partido de los fariseos, al ver que Jesús comía con pecadores y publícanos, decían a sus discípulos: -¿Por qué come con publícanos y pecadores? 17 Jesús lo oyó y les dijo: -No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.
**• La persona y la misión de Jesús figuran en el centro de cualquier pasaje del evangelio de Marcos como una provocación, como una invitación a tomar posición respecto a él y, en virtud de ello, a reconocernos a nosotros mismos en la verdad. Los episodios precedentes habían mostrado ya que Jesús ha venido a arrancar al hombre del mal y del pecado; la perícopa de hoy nos hace ver la perfecta libertad de que goza y que, en consecuencia, puede ofrecer a los otros. La muchedumbre acude a él porque intuye esta posibilidad de vida nueva y plena que ofrece Jesús, que es Jesús. Pero incluso los que no van a él advierten la fascinación de su paso, la fuerza de su presencia. Leví está «sentado», atento a cumplir su odioso oficio. Sin embargo, a la luz de la llamada de Jesús, al eco de su llamada, consigue liberarse de las cadenas interiores de la avidez, «se levantó» (en el griego original se emplea el mismo verbo que para designar la resurrección) y le siguió (v. 14), abriéndole el corazón, la casa y... un paso para llegar a muchos otros de su misma categoría. Se trata de gente sin escrúpulos, explotadores profesionales, vendidos al dominador extranjero. Sin embargo, Jesús, sin preocuparse de la contaminación ritual, comparte con ellos la comida, símbolo de la comunión de vida. Una libertad excesiva a los ojos de la élite religiosa, una provocación para todos: «¿Por qué come con Publiocanos y pecadores?» (v. 16). Jesús comparte la vida incluso con quienes no han optado aún por romper con el pecado: viene precisamente para dar la fuerza y la gracia necesarias para poder hacerlo, y, entretanto, busca al hombre allí donde se encuentra, acercándose a él, haciéndose hermano suyo, comensal. Sin embargo, el que se siente justo no ha comprendido que el médico se pone al servicio de los enfermos y que la misericordia se vierte sobre quien es miserable. La peor enfermedad, la mayor miseria, es el pecado; por eso Jesús busca, llama, cura a los pecadores con amor de predilección. ¿A qué categoría pertenezco yo?
MEDITATIO Verdad y misericordia: el mensaje de la liturgia de hoy se resume en estos dos términos y en otro que es como la resultante de ambos: libertad. «La Palabra de Dios es viva y eficaz»; la Palabra es Jesús mismo, que pasa siempre por nuestra vida, que ve siempre las oscuras profundidades de nuestro corazón y, sin embargo, nos invita: «Sígueme». La Palabra es «más cortante que una espada de dos filos», porque con la verdad corta nuestra mentira y con la misericordia expulsa todo orgullo y desaliento. Sí, Jesús nos hace reconocernos tal como somos, pecadores, y, después, nos envuelve con el manto de su compasión, nos reviste de su santidad. A menudo nos encontramos encadenados por malas costumbres, por inclinaciones al mal que ni siquiera queremos admitir o que mimamos, disfrazándolas según la moda. Nos mentimos a nosotros mismos y a los demás, aunque no conseguimos engañar al Señor. Y es a él «a quien hemos de rendir cuentas». Sin embargo, el Juez verdadero se hace comensal nuestro: si hoy nos decidimos a abrirle nuestro corazón y nuestra casa, su libertad nos liberará, su plenitud de vida hará de nosotros hombres y mujeres resucitados, su amistad se convertirá dentro de nosotros en fuente de alegría para muchos. «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia», donde Cristo está sentado junto al Padre y nos prepara un sitio: quiere tenernos como comensales suyos en el banquete eterno, en la fiesta de la misericordia. El Médico ha cargado con nuestras debilidades, y «por sus llagas hemos sido curados».
ORATIO Señor, Dios de verdad, ilumina nuestros corazones con tu Palabra. Penetra las profundidades de nuestro ser para acabar con la mentira que no queremos rechazar. No nos resulta fácil reconocernos y mostrarnos tal como somos: pecadores, enfermos en el espíritu. Cristo, Dios de misericordia, pasa hoy por nuestra vida y míranos: sentados, atados a nuestros mezquinos intereses, no somos capaces de levantarnos e ir a ti si tú no nos llamas. Señor, Dios de libertad, arráncanos de las insidias del Mal. Ven a compartir la mesa de nuestra vida cotidiana y danos plena confianza: gracias a tu perenne intercesión ante el trono de Dios, nos sentaremos un día junto a ti en el banquete eterno. Fiesta de pecadores perdonados, jolgorio del Amor que salva.
CONTEMPLATIO Jesús está con nosotros en sus palabras, pero eso significa, de un modo absolutamente claro y preciso, que está con nosotros en lo que quiere y en lo que piensa de nosotros. Está con nosotros con su voluntad en sus palabras, y sólo a través de la frecuentación de esta Palabra de Jesús presagiamos su proximidad. Ahora bien, la palabra es el medio expresivo más claro y significativo a través del cual pueden entrar en contacto entre sí los seres espirituales. Si poseemos la palabra de un hombre, conocemos su voluntad y toda su persona. La Palabra de Jesús es siempre una y siempre la misma y, no obstante, es siempre y nuevamente diferente. Nos dice: estás bajo el amor de Dios, Dios es santo y también vosotros debéis ser santos; Dios quiere daros el Espíritu Santo a fin de que seáis santos. Y dice esto de una manera diferente a cada uno y en todo momento; la Palabra de Dios es una para el niño y una para el adulto, una para el muchacho, una para la muchacha; una para el hombre, una para la mujer: tampoco hay edad, ni instante de la vida en la que la Palabra de Dios no tenga algo que decirnos. En la medida en que nuestra vida esté bajo su Palabra, será santificada por ella. La Palabra de la Iglesia acompaña a los hombres desde el bautismo hasta la tumba, pone al hombre bajo la certeza de la Palabra: «Mirad, yo estoy con vosotros» (D. Bonhoeffer, Lo straordinario sifa evento, Brescia 1998, pp. 121ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La misericordia y la verdad se encuentran» (Sal 85,11).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La Palabra es un espejo y una espada. En primer lugar, un espejo. ¿En qué sentido? En el sentido obvio de que la Palabra refleja nuestra imagen. Es el instrumento para realizar un diagnóstico despiadado de nuestra vida. Pone al desnudo nuestros pensamientos secretos y nos revela nuestro corazón. Junto al símbolo del espejo está el de la espada, que ratifica el primero. La imagen es de una rara eficacia. La Palabra debe herir: debe abrir una llaga, o sea, poner en crisis situaciones falsas, provocar un cambio de opinión, suscitar una metanoia. Una lectura en que la Palabra roce la epidermis del alma sin ni siquiera hacerle un rasguño al pensamiento, al corazón, a la vida, es una lectura que se resuelve en un formalismo. Es una Palabra que procede de los abismos de la vida divina y quiere aferrar nuestra vida, llegando a las raíces profundas del ser: a la «médula». Los profetas han dicho esto mismo haciendo gala de un gran realismo: «Hijo del hombre, come este libro». Esta manducación es el acto con el que queda sellada la vocación de Ezequiel (Ez 2). También Jeremías siente la Palabra «como un fuego devorador encerrado en mis huesos» (Jr 20,9); y allí se muestra como lava explosiva de volcán que se abre con una fuerza viva una vía de salida: «Intentaba sofocarlo y no podía». Una Palabra sufrida íntimamente, que va a traspasar el corazón de los otros, después de haber traspasado el mío: «Hablaré, sí, hablaré... para que la espada de la Palabra de Dios por medio de mí llegue a traspasar también el corazón del prójimo. Hablaré, pero oiré que la Palabra de Dios se dirige también contra mí»: son palabras de Gregorio Magno [Homilías sobre Ezequiel XI, 1,5]. De estas palabras se hace eco una novela moderna, en la que un sacerdote se dirige a un hermano en el sacerdocio de este modo: «La Palabra de Dios es un hierro al rojo vivo, y tú, que debes enseñarla a los otros, ¿quieres cogerla con las tenazas por miedo a que te queme? ¿No la cogerás más bien con las dos manos? [...]. Quiero que cuando el Señor saque de mi interior en cualquier ocasión una palabra útil para las almas, pueda sentirla por el mal que me hace dentro» [G. Bernanos, Diario de un cura rural] (M. Magrassi, Bibbia e preghiera, Milán 1980, pp. 154-157, passím). |
2° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: 1 Samuel 3,3-10.19 En aquellos días, 3 Samuel estaba durmiendo en el santuario del Señor, donde estaba el arca de Dios. 4 El Señor llamó a Samuel: -¡Samuel, Samuel! Él respondió: -Aquí estoy. 5 Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: -Aquí estoy, porque me has llamado. Elí respondió: -No te he llamado, vuelve a acostarte. Y Samuel fue a acostarse. 6 Pero el Señor lo llamó otra vez: -¡Samuel! Samuel se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo: -Aquí estoy, porque me has llamado. Respondió Eli: -No te he llamado, hijo mío, vuelve a acostarte. 7 (Samuel no conocía todavía al Señor. No se le había revelado aún la Palabra del Señor.) 8 Por tercera vez llamó el Señor a Samuel: -¡Samuel! Él se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo: -Aquí estoy, porque me has llamado. Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven, 9 y le dijo: -Vete a acostarte y, si te llaman, dices: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Samuel fue y se acostó en su sitio. 10 Vino el Señor, se acercó y lo llamó como las otras veces: -¡Samuel, Samuel! Samuel respondió: -Habla, que tu siervo escucha. 11 Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.
**• En los versículos que preceden al fragmento litúrgico de hoy se dice que la Palabra profética era rara en aquellos tiempos en Israel (1 Sm 3,1), pero el narrador añade asimismo que la «la lámpara de Dios todavía no se había apagado» (v. 2). El hecho de que ésta arda incesantemente en el templo significa que Dios, a pesar de todo, continúa velando sobre el pueblo de Israel y que su fidelidad a las promesas no ha desaparecido. Sobre esa presencia indefectible de Dios reposa la verdadera esperanza de Israel. En estos tiempos oscuros, la misericordia de Dios está preparando, en efecto, una etapa nueva para el pueblo, una etapa de la que la llamada de Samuel constituye un momento importante. Mientras todos están durmiendo, la Palabra de vigila y llama a un hombre para que se convierta en instrumento suyo. La vocación de Samuel configura la relación entre Dios y el llamado como una relación «pedagógica» de maestro a discípulo, semejante, por consiguiente, a la relación que se instaurará en el Nuevo Testamento entre Jesús y sus discípulos. La pedagogía de Dios es admirable: procede por grados, permitiendo a Samuel, que todavía es muy joven, llegar a comprender la misión a la que YHWH le destina. En este camino que conduce al reconocimiento de la llamada del Señor, Samuel encuentra un guía en Eli. Éste muestra con el niño toda la prudencia requerida para la tarea; se comporta como un verdadero educador, como alguien capaz de intuir la naturaleza de la experiencia profunda por la que está pasando Samuel: «Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven» (v. 8). Sin sustituirle, le ayuda a abrirse a la iniciativa de Dios. Nadie puede decidir por otro en lo que respecta a la vocación; por eso remite Elí al muchacho a la escucha dócil de la Palabra de Dios, y, de este modo, se abre el joven Samuel a la comprometedora misión profética: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (v. 9).
Segunda lectura: 1 Corintios 6,13c-15a. 17-20 Hermanos: El cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. 13 Dios, por su parte, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros con su poder. 15 ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? 17 El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. 18 Huid de la lujuria. Todo pecado cometido por el hombre queda fuera del cuerpo, pero el lujurioso peca contra su propio cuerpo. 19 ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros? Ya no os pertenecéis a vosotros mismos. 20 Habéis sido comprados a buen precio; dad, pues, gloria a Dios con vuestro cuerpo.
**• En la comunidad de Corinto hay un grupo de cristianos que se consideran perfectos y maduros. Su presunción se expresa en dos direcciones opuestas en el plano operativo, aunque son convergentes por su aspiración profunda. Algunos proponen un ascetismo radical frente al sexo, proclamando la abstinencia sexual más absoluta e incondicionada (cf. 1 Cor 7). Otros optan, en cambio, por una sexualidad sin freno, en nombre de una pretendida irrelevancia de la misma respecto a la salvación que nos ha sido dada en Cristo. Pablo se dirige a estos últimos. Los «libertarios» de Corinto -en conformidad con la jactanciosa idea de un «yo» espiritual que domina sobre todo- han tomado como manifiesto de su desarreglo el eslogan de la libertad cristiana: «Todo me es lícito» (v. 12a). El apóstol no se opone -en la línea de principios- a la afirmación de la libertad cristiana, pero cambia en su raíz el sentido del manifiesto de los propios interlocutores, haciendo valer el criterio decisorio de lo que es ventajoso y constructivo, especialmente en el ámbito eclesial. Estos «libertarios» ostentan, en efecto, una libertad plena frente a las cosas de este mundo, ignorando, sin embargo, que su comportamiento debe ser coherente con el fundamento de la vida cristiana, con la redención que han recibido: «Habéis sido comprados a buen precio» (v. 20). La segunda objeción toca más de cerca al sentido de la sexualidad. Pablo, contra todo dualismo griego –que contrapone el alma al cuerpo-, afirma la densidad y la seriedad humana del acto sexual, que implica a toda la persona y no sólo a la corporeidad (v. 18). Más aún, el cuerpo está destinado a la resurrección y, en consecuencia, no puede ser para la lujuria, sino «para el Señor» (v. 13). Precisamente, la fe en la resurrección de Cristo y de toda la humanidad impulsa aquí a una elevadísima concepción de la corporeidad: a través de los gestos y de las relaciones con los otros se expresa y se potencia (o se contradice) la pertenencia del cristiano al Señor, algo que la resurrección final mostrará en plenitud. Hay también, por último, otra razón: el cristiano se ha convertido, con la totalidad de su propia persona, en un miembro del cuerpo eclesial de Cristo y es templo del Espíritu (vv. 15.19). Y, por eso, está llamado a decidir si usa su propio cuerpo a la manera de la «carne», de modo lujurioso, o bien para vivir de modo concreto la relación con Cristo, con quien forma un solo «espíritu», o sea, una unión misteriosa realizada por el Espíritu (v. 17).
Evangelio: Juan 1,35-42 35 Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. 36 De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: -Éste es el Cordero de Dios. 37 Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron a Jesús. 38 Jesús se volvió y, viendo que le seguían, les preguntó: -¿Qué buscáis? Ellos contestaron: -Rabí (que quiere decir Maestro), ¿dónde vives? 39 Él les respondió: -Venid y lo veréis. Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. 40 Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. 41 Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: -Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo). 42 Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: -Tú eres Simón, hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas (es decir, Pedro).
*•• Juan sitúa la llamada de los primeros discípulos en el «tercer día» de la primera sección de su evangelio (Jn 1,19-2,11): la «semana inaugural» que culmina en las bodas de Cana. La organización del material narrativo en seis días remite al relato de la creación, con la aparición del hombre y de la mujer en el sexto día, y proclama de una manera implícita que la nueva misión de Jesús tiende a una nueva creación de la humanidad. El encuentro entre Jesús y los discípulos tiene lugar a través de la presencia de un testigo, el Bautista. Este último es capaz de ir más allá de las apariencias, abriéndose a una mirada de fe que sabe reconocer el misterio que mora en Jesús, una mirada que comunica a dos de sus discípulos que estaban allí presentes: «Éste es el Cordero de Dios» (v. 36). ¿Qué es lo que ha vislumbrado el Bautista en Jesús cuando le declara Cordero de Dios? El tema vuelve en la alusión al cordero pascual de Jn 19,36. En este hombre que está pasando reconoce, por tanto, el Bautista a aquel que derrama su propia sangre para hacer presente al Dios del Éxodo, al Dios de la renovación de la vida. Al oírle hablar así, los dos discípulos del Bautista siguieron a Jesús (v. 37), impulsados por una búsqueda que, sin embargo, debe acceder a una ulterior claridad. Esto tiene lugar cuando Jesús se vuelve y les pregunta: «Qué buscáis» (v. 38). Se trata de una pregunta que les plantea como consecuencia de haberlos «contemplado» (eso es lo que dice el texto griego al pie de la letra) en el acto de seguirle. El mismo Jesús se queda sorprendido y admirado del milagro del seguimiento. He aquí, por tanto, la justa petición del verdadero discípulo: «Rabí, ¿dónde vives?» (v. 38). Más que saber lo que enseña Jesús, es preciso estar con él allí donde mora. La morada de Jesús es su estar junto al Padre como Hijo amado. Ése es su secreto, y por la continuación del Evangelio se volverá evidente que convertirse en discípulo suyo significa entrar en la misma relación de amor que él mantiene con el Padre. Por eso les invita a «venir» y «ver», esto es, a tener experiencia de él y de la comunión con el Padre. De los dos discípulos queda aquí uno anónimo, aunque muchos exégetas se inclinan por reconocer en él al discípulo amado, mientras que el otro es Andrés. Éste es el discípulo «positivo», la persona de la escucha, el paradigma del auténtico seguimiento que se encarga de dar testimonio de cuanto vivieron el día en el que se detuvieron junto a Jesús (v. 39). Andrés conduce, pues, a Jesús a su hermano Simón (v. 42). El cambio del nombre de Simón por el de Cefas indica precisamente la profunda transformación de la persona gracias al amor de Jesús; sin embargo, Simón sigue, de momento, cerrado todavía a esa adhesión de fe que se llevará a cabo, trabajosamente, más tarde.
MEDITATIO La Palabra de Dios nos pone frente al misterio de la vocación, algo que no se produce nunca por nuestros méritos o por nuestras cualidades humanas, sino que brota únicamente de la libre y misericordiosa iniciativa divina respecto a nosotros. El encuentro con Jesús, aunque se decide en el secreto de nuestra libertad, postula, no obstante, la dinámica del testimonio. Ateniéndonos al relato evangélico, los encuentros con los primeros discípulos acaecen, en efecto, como en cadena: cada uno de ellos llega a Jesús a través de la mediación de otro, porque ésa es concretamente la dinámica de nuestra llegada a la fe. De ahí deriva una enseñanza preciosa sobre la importancia que tiene contar con auténticos testigos, que nos presenten a Jesús como el Señor esperado y favorezcan el encuentro con él, sin que el testigo quiera ligar al otro a su propia persona como si fuera una propiedad suya. El verdadero testigo está, por consiguiente, al servicio del camino hacia una madurez espiritual que es libertad de elección. En este sentido, son unos ejemplos excelentes el sacerdote Elí con Samuel y todavía más el Bautista con sus dos discípulos. Con todo, para llegar a ser testigos es menester haber encontrado ya al Señor y haber llegado, por ello, a ser capaz de ir más allá de las apariencias, accediendo a una profunda mirada de fe sobre la realidad. Dar testimonio es regalar a los otros esta mirada que, precedentemente, ya ha cambiado nuestra vida. Eso supone haber entrado en un nuevo tipo de existencia, en una comunión activa con Jesús, una comunión que puede ser expresada como un «habitar con él»; más aún, como un detenerse junto a él. A la fase de la búsqueda, en nuestros días frecuentemente enfatizada con exceso, debe sucederle la de nuestro detenernos, la del reconocer en Jesús la verdadera meta de nuestro corazón, la del ser capaces de perseverar en su compañía: «Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él». En este morar con él adquiere su vigor la contemplación y la escucha, el ponernos a su disposición con todas nuestras energías, como dijo Samuel, con la simplicidad de un niño: «Habla, que tu siervo escucha». Sólo permaneciendo con Jesús comprenderemos de verdad que hemos sido comprados a un precio elevado y nos hemos convertido en templo del Espíritu Santo.
ORATIO Señor, tú me has comprado, verdaderamente, a un precio elevado; me has convertido en uno de los miembros de tu cuerpo y en templo del Espíritu Santo. Te bendigo por la grandeza de la llamada con la que me has obsequiado y porque tu Palabra orienta de continuo mi búsqueda hacia un verdadero encuentro contigo. Pongo a tus pies todas las ambigüedades de mis expectativas y de mis proyectos, para que sea tu voz la que guíe mis pasos hacia ti. Ayúdame a detenerme junto a ti, a no temer el silencio de la contemplación, ese silencio que me permite experimentar de una manera profunda tu amistad. Haz que pueda conocerte no por lo que he oído de ti, sino por haberte encontrado de verdad, y que tu gracia me comprometa totalmente y renueve todas las fibras de mi ser, puesto que deseo morar contigo y permanecer en tu amor. Sólo así podré llegar a ser un testigo tuyo y regalar a mis hermanos y hermanas el precioso tesoro de la fe en ti. Me reconozco fácilmente en Pedro, reacio a reconocerte como su Maestro y Señor, pero deseo llegar a ser cada vez más parecido al discípulo amado y encontrar en mi corazón la disponibilidad y el entusiasmo con los que Samuel respondió a tu llamada. Como él, también yo deseo poder responder: «Habla, que tu siervo escucha». Por eso, hoy, quiero abrir mi corazón a una renovada escucha de tu Palabra, oh Señor, para seguirte de manera concreta en las opciones que se me presenten en la vida.
CONTEMPLATIO «Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y lo llevó a Jesús.» Los que poco antes habían recibido el talento, lo hacen fructificar de inmediato y lo ofrecen al Señor. Estas almas, que están dispuestas a escuchar y aprender, no necesitan muchas palabras para ser instruidas, ni tampoco un prolongado período de años y meses para producir el fruto de la enseñanza. Al contrario, alcanzan la perfección desde el comienzo de su aprendizaje. «Da al sabio y se hará más sabio, instruye al justo y aumentará su ciencia» (Prov 9,9). Andrés, por tanto, salva a Pedro, su hermano, e indica, con pocas palabras, todo el gran misterio. Dice, en efecto: «Hemos encontrado al Mesías», o sea, «el tesoro escondido en el campo o la perla preciosa», según otra parábola del evangelio (cf. Mt 13,44ss). Entonces Jesús le miró a los ojos, como conviene a Dios, que conoce «las mentes y los corazones» (Sal 7,10) y prevé la gran piedad que alcanzará aquel discípulo, la excelsa virtud y la perfección a las que será elevado [...] Después, no queriendo que siguiera llamándose Simón, y considerándolo ya en su potestad, con una homonimia le llamó Pedro, de «piedra», mostrando de manera anticipada que sobre él fundaría su Iglesia (Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de Juan, II, 1, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Aquí estoy, porque me has llamado» (1 Sm 3,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Señor Jesús, te miro, y mis ojos están fijos en tus ojos. Tus ojos penetran el misterio eterno de lo divino y ven la gloria de Dios. Y son los mismos ojos que vieron Simón, Andrés, Natanael y Leví [...]. Tus ojos, Señor, ven con una sola mirada el inagotable amor de Dios y la angustia, aparentemente sin fin, de los que han perdido la fe en este amor y son «como ovejas sin pastor». Cuando miro en tus ojos me espantan, porque penetran como lenguas de fuego en lo más íntimo de mi ser, aunque también me consuelan, porque esas llamas son purificadoras y sanadoras. Tus ojos son muy severos, pero también muy amorosos; desenmascaran, pero protegen; penetran, pero acarician; son muy profundos, pero también muy íntimos; muy distantes, pero también invitadores. Me voy dando cuenta poco a poco de que, más que «ver», deseo «ser visto»: ser visto por ti. Deseo permanecer solícito bajo tu morada y crecer fuerte y suave a tu vista. Señor, hazme ver lo que tú ves -el amor de Dios y el sufrimiento de la gente-, a fin de que mis ojos se vuelvan cada vez más como los tuyos, ojos que puedan sanar los corazones heridos (H. J. M. Nouwen, In cammino verso l'alba c¡¡ un giorno nuovo, Brescia 1997, pp. 88ss). |
Lunes 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 5,1-10 Hermanos: 1 Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. 2 Es capaz de ser comprensivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas, 3 y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios, a la vez que por los del pueblo. 4 Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón. 5 Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy 6 O como dice también en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec. 7 El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente, 8 y precisamente porque era Hijo aprendió a obedecer a través del sufrimiento. 9 Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen 10 y ha sido proclamado por Dios sumo sacerdote a la manera de Melquisedec.
*•• El pasaje cuya lectura se nos propone hoy está construido con un gran esmero. En primer lugar, señala las características del sumo sacerdote del Antiguo Testamento. De él sabemos que estaba llamado a intervenir en favor de los hombres en sus relaciones con Dios (v. 1); los comprende profundamente porque es uno de ellos (v. 2); debe recibir este encargo de parte de Dios. A continuación, empezando por la última y ascendiendo hasta la primera, aplica el autor estas características a Jesús, mostrando que él es verdaderamente el único y sumo sacerdote. En cuanto elegido por Dios, es también el Hijo, depositario de un sacerdocio que dura para siempre; es misericordioso con los hombres hasta el punto de ofrecer, aunque no tenía pecado, no sacrificios externos, sino a sí mismo, abriendo así el camino a todos los hombres a la salvación eterna. Nos encontramos en el punto central de la carta a los Hebreos, que nos muestra a Cristo en el momento en que ofrece al Padre su voluntad de compartir el sufrimiento humano hasta la muerte en la cruz. Cristo, con «oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas» (v. 7a), presentó su ofrenda y agradó al Padre por su respetuosa sumisión a su divina voluntad. Así alcanzó «la perfección» (v. 9) y pudo obtener la salvación para todos los que acogen su Palabra.
Evangelio: Marcos 2,18-22 18 Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decir a Jesús: -¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y los tuyos no? 19 Jesús les contestó: -¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras el novio está con ellos, no tiene sentido que ayunen. 20 Llegará un día en que el novio les será arrebatado. Entonces ayunarán. 21 Nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, porque lo añadido tirará de él, lo nuevo de lo viejo, y el rasgón se hará mayor. 22 Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque el vino reventará los odres, y se perderán vino y odres. El vino nuevo en odres nuevos.
*>•• El comportamiento de los discípulos ofrece el motivo para una polémica ulterior de los maestros de la Ley contra Jesús. ¿Por qué no ayunan ellos como hacen, en cambio, los discípulos de Juan y de los fariseos? El ataque lanzado contra Jesús, en vez de perjudicarle, le brinda una nueva posibilidad de revelarnos su misterio. Jesús es «el Esposo», extensamente prefigurado en el Antiguo Testamento (Is 62,5; 61,10; Os; Cant; Ez 16), que, por fin, está en medio de su pueblo. Por consiguiente, ha llegado el tiempo de la salvación, y el tiempo del ayuno ha dejado de tener sentido, puesto que la presencia de Cristo abre el tiempo de la fiesta y de la alegría. Habrá todavía días en que será arrebatado el Esposo, con violencia, a la compañía de sus hermanos (cf. Me 14,43ss), pero ahora ha hecho irrupción en la historia la novedad absoluta. Con la presencia de Jesús ha entrado en el tiempo algo irreductiblemente diferente. El vestido de la ley no puede tolerar el paño nuevo representado por Jesús. En el banquete de bodas de Dios con la humanidad, del que Cristo nos ha hecho partícipes, está ahora el vino nuevo del Espíritu, que rompe los odres viejos de los corazones endurecidos.
MEDITATIO Las dos lecturas que nos han sido propuestas constituyen una clara invitación a fijar la mirada de nuestro corazón en Jesús. Él es el sumo sacerdote que, verdaderamente, puede sentir justa compasión por nosotros, dado que pagó con «con grandes gritos y lágrimas» su solidaridad con nosotros y «aprendió a obedecer a través del sufrimiento». Por eso permanece ahora siempre vivo en presencia del Padre como memorial santo y agradable a Dios por todos nosotros. Se nos ha abierto, por fin, el camino para acceder al corazón del Padre, con la certeza de que seremos escuchados más allá de nuestro deseo. En efecto, no sólo él nos representa a todos ante Dios, sino que es también la presencia viva de Dios en medio de los hombres, es el Esposo que nos hace sentar a cada uno de nosotros en su banquete de alegría y de fiesta, donde no está permitido ayunar, porque ahora está con nosotros para siempre, hasta el final de los días. Estamos, por tanto, ante una palabra que nos afecta profundamente y constituye un verdadero «evangelio», la Buena Noticia que esperábamos. Nuestra ignorancia y nuestro error -nuestro extravío- han encontrado al final a alguien que está en condiciones de darles un nombre y cambiarlos, con la certeza de que nada de cuanto es nuestro carece de valor. Dios nos ama, Dios me ama. Él es quien recoge nuestras lágrimas en su odre -pues son preciosas para él- y cambia nuestro lamento en danza (cf. Sal 55,9; 29,12).
ORATIO Señor Jesús, tu recuerdo irrumpe en la monotonía de nuestras jornadas como un toque de fiesta. Mientras a nuestro alrededor parece imperar la mordaza de un despiadado egoísmo, tú sabes decir aún la palabra que abre los corazones a la alegría y a la esperanza. Tú eres la novedad absoluta, el vino nuevo y espumoso que rompe los odres endurecidos de nuestras presuntas certezas. Hoy quisiéramos no sentirnos bien en el vestido viejo de nuestras ideas preconcebidas. Envía de nuevo al Espíritu del Padre para que permitamos al paño nuevo y robusto de tu divina humanidad revestirnos con los vestidos de la salvación. Será el vestido festivo que nos permitirá sentarnos contigo en el banquete de bodas, saborear el vino de la alegría, comer ese pan que no tiene otra cosa sino la perpetuación de tu entrega de amor por nosotros. Haz que tengamos parte en tu mesa, conscientes del precio de los «gritos y lágrimas» que tú derramaste por nosotros. Haz que también nosotros, viviendo contigo y en el Espíritu en obediencia al Padre, llevemos a cumplimiento su designio de salvación y lleguemos a ser testigos de su amor eterno para todos los hermanos.
CONTEMPLATIO La mortificación del alma consiste en que uno no desee en su corazón los bienes de este mundo y sus satisfacciones pasajeras, ni se complazca en vagar con su pensamiento en la codicia de las cosas terrenas, sino que su espíritu anhele continuamente, con impaciencia y con una expectativa incesante, la esperanza de las realidades futuras, de la vida nueva. En verdad es ésta la mortificación de quien está muerto con Cristo, nuestra resurrección. Con todo, no es posible alcanzar esta mortificación sin la ayuda del Espíritu Santo. Oh Cristo, que en tu amor moriste por mí, hazme morir al pecado y despójame del hombre viejo, a fin de que me encuentre en todo momento en novedad de vida ante ti, como en el mundo nuevo. Tú, el Dios a quien los cielos y los cielos de los cielos no pueden contener; tú, que has elegido un templo entre nosotros para morada, hazme digno de convertirme en lugar donde habite tu caridad. Los santos, atraídos por tu amor, se olvidaron de sí mismos, se volvieron locos detrás de ti y, en su ebriedad, se unieron a ti en todo momento sólo por amor, y ya nunca se volvieron atrás. Tú has embriagado, en efecto, con el estupor de tus misterios a quienes habían bebido de esta dulce fuente, para que tuvieran sed de tu caridad (Isaac de Nínive, Capitoli sulla conoscenza di Dio I, 87ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Has cambiado mi lamento en danza» (Sal 29,12).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La eucaristía protege al mundo y, de una manera secreta, lo ilumina. El hombre encuentra en ella su filiación perdida, alcanza su propia vida en la de Cristo, el amigo fiel que comparte con él el pan de la necesidad y el vino de la fiesta. El pan es su cuerpo, y el vino es su sangre; y en esta unidad ya nada nos separa de nada ni de nadie. ¿Qué puede ser más grande? Es la alegría de la pascua, la alegría de la transfiguración del universo. Y nosotros recibimos esta alegría en comunión con todos nuestros hermanos, vivos y muertos, en la comunión de los santos y con la ternura de la Madre. Por eso ahora ya nada puede darnos miedo. Hemos conocido el amor que Dios siente por nosotros, hemos llegado a ser «dioses». Ahora todo tiene un sentido. Tú, tú también, tienes un sentido. No morirás. Aquellos a quienes amas, aunque los creas muertos, no morirán. Todo lo que vive, todo lo que es bello, hasta la última brizna de hierba, incluso ese breve momento en que has sentido palpitar la vida en tus venas, todo estará vivo, para siempre. Hasta el dolor, hasta la muerte, tienen un sentido, se convierten en senderos de la vida. Todo está ya vivo. Porque Cristo ha resucitado. Existe aquí abajo un lugar en el que ya no hay separación, sino sólo el gran amor, la magna alegría. Ese lugar es el cáliz, en el corazón de la Iglesia. Y desde allí también en tu corazón (Patriarca Atenágoras I, cit. en Dialoghi con Atenagora, entrevista realizada por O. Clément, Turín 1972, p. 337). |
Miércoles 2ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Hebreos 7,1-3.15-17 Hermanos: 1 Melquisedec era rey de Salem y sacerdote del Dios altísimo. Cuando Abrahán volvía de vencer a los reyes, Melquisedec le salió al encuentro y lo bendijo. 2 Abrahán, por su parte, le dio el diezmo de todo. Melquisedec, cuyo nombre significa en primer lugar rey de justicia y luego rey de Salen, es decir, rey de paz, 3 se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados; no se conoce el comienzo ni el fin de su vida, y así, a semejanza del Hijo de Dios, es sacerdote para siempre. 15 Esto es aún más evidente si surge otro sacerdote que, a semejanza de Melquisedec, 16 no lo es en virtud de un sistema de leyes terrenas, sino por la fuerza de una vida indestructible, 17 pues así está testificado: Tú eres sacerdote para siempre, igual que Melquisedec.
*•• En el pasaje que nos propone la liturgia de hoy sobresale un personaje misterioso: Melquisedec. Su nombre significa «rey de justicia» y se le califica de «sacerdote del Dios altísimo». A diferencia de los protagonistas del Antiguo Testamento, cuya ascendencia siempre se detalla de una manera minuciosa, Melquisedec «se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados». ¿Quién es, pues, este rey de paz {Salem), superior incluso a Abrahán, a cuyo encuentro sale en el valle del Rey y a quien bendice ofreciendo pan y vino, y al que Abrahán paga el diezmo? Es «figura», es decir, casi un esbozo y una anticipación, que perfila los rasgos de Jesús, nuestro único, sumo y santo sacerdote, constituido como tal para siempre no según una descendencia carnal, sino porque es Hijo de Dios. Su sacerdocio le hará para siempre único auténtico mediador entre la humanidad y su Creador; como verdadero hombre y verdadero Dios, le habla al Padre con palabras de hombre y le es acepto porque es el único santo e inmaculado. Su sacerdocio, en efecto, y su culto al Padre son tan nuevos que llevan a su consumación, de un modo inesperado, tanto la realeza de David - a cuya descendencia pertenece Jesús según la carne- como el más antiguo sacerdocio del Antiguo Testamento, representado por Melquisedec. Ahora, en Cristo, todo el pueblo de Dios puede acceder al culto nuevo y perfecto inaugurado por Jesús en su cuerpo inmolado en la cruz.
Evangelio: Marcos 3,1-6 En aquel tiempo, 1 entró de nuevo Jesús en la sinagoga y había allí un hombre que tenía la mano atrofiada. 2 Le estaban espiando para ver si lo curaba en sábado y tener así un motivo para acusarlo. 3 Jesús dijo entonces al hombre de la mano atrofiada: -Levántate y ponte ahí en medio. 4 Y a ellos les preguntó: -¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o destruirla? Ellos permanecieron callados. 5 Mirándoles con indignación y apenado por la dureza de su corazón, dijo al hombre: -Extiende la mano. Él la extendió, y su mano quedó restablecida. 6 En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para planear el modo de acabar con él.
*• Es sábado. Jesús entra en la sinagoga. Hay un hombre enfermo, pero, sobre todo, hay alguien que espera coger al Rabí en algún fallo. El Maestro bueno que pasa haciendo el bien está siendo espiado en realidad por quienes desean desembarazarse de aquel incómodo personaje. Jesús advierte la hostilidad contra su persona -una hostilidad enmascarada por el amor a la Ley de Dios- y les hace frente a rostro descubierto. Hace poner en medio al hombre que tiene la mano atrofiada y lanza una pregunta a sus adversarios sobre la licitud de hacer el bien o el mal en sábado. Se produce un silencio muy elocuente después de su pregunta. Jesús se apena, se indigna frente a la doblez y la dureza de corazón de los que buscan atrincherarse detrás de aquel silencio hostil. Jesús restablece la mano de aquel hombre: hace el bien a pesar de todo. Sabe que eso le costará la vida, pero ha venido precisamente para asumir nuestras durezas, nuestras flaquezas, nuestras lepras, y para quemarlas en el don supremo de un amor que no se detiene frente a ninguna ingratitud.
MEDITATIO Nuestro corazón tiene sed de comunión con Dios; quisiéramos encontrarle, hallarle, hablarle; recuperar la unidad y la armonía con los otros, con el orden creado. No hay ningún hombre que no haya sentido, al menos de una manera fugaz, un resplandor de estos deseos buenos y santos. Y no hay deseo humano que no encuentre en Jesús su cumplimiento y su realización. Él vino a nosotros para ser el santo y sumo sacerdote -prefigurado misteriosamente por Melquisedec- y para darnos su maravillosa dignidad, Ahora, después de haber consumado Jesús en la cruz su santo sacrificio, todo hombre puede ofrecer al Padre, por medio de él y participando de su sacerdocio, el único y perfecto sacrificio. Cada hombre ha recuperado la inesperada dignidad que le permite hablar con Dios, ofrecerle toda la creación y, lo que es aún más, ser a sus ojos una viva imagen del Hijo amado en el que ha puesto su complacencia. Para eso ha venido Jesús, en efecto.
ORATIO Señor Jesús, gracias por haber venido a nosotros para abrirnos de nuevo el camino hacia el Padre. No te canses de nuestra ingrata dureza, de nuestros rechazos. Ten piedad de la parálisis que nos atrofia la mano y, todavía más, el corazón. Siempre nos pones en el centro de tu atención y vuelves a dar soltura a nuestras manos encogidas, para que podamos abrirlas por fin y acoger el don que eres tú mismo, convertido por nuestro amor en pan y vino. Con tu ejemplo nos enseñas a no cerrar más nuestra mano como una garra sobre tus dones, aferrándolos y poseyéndolos sólo para nosotros mismos, y con el poder de tu Espíritu de amor nos haces entrar contigo en el movimiento de gratuidad y de ofrenda que nos hace libres y felices.
CONTEMPLATIO Que, como en la ley vieja, sobre la cabeca de aquel animal con que limpiava sus peccados el pueblo, en nombre del, ponía las manos el sacerdote y dezía que cargava en ella todo lo que su gente peccava, ansi él, porque era también sacerdote, puso sobre sí mismo las culpas y las personas culpadas, y las ajuntó con su alma, como en lo passado se dixo, por una manera de unión espiritual e ineffable, con que suele Dios juntar muchos en uno, de que los hombres espirituales tienen mucha noticia. Con la cual unión encerró Dios en la humanidad de su hijo a los que, según su ser natural, estavan della muy fuera; y los hizo tan unos con él que se comunicaron entre sí y a vezes sus males y sus bienes y sus condiciones; y muriendo él, morimos de fuerca nosotros; y padeciendo el Cordero, padecimos en él y pagamos la pena que devíamos por nuestros peccados, los cuales peccados, juntándonos Cristo consigo, por la manera que he dicho, los hizo como suyos proprios, según que en el psalmo dize: Cuan lexos de mi salud las vozes de mis delictos; que llama delitos suyos los nuestros, porque se echó ansi a ellos, como a los autores dellos tenía sobre los hombros puestos, y tan allegados a sí mismo y tan juntos, que se le pegaron las culpas dellos, y le sujetaron al agote y al castigo y a la sentencia contra ellos dada por la justicia divina. Y pudo tener en él assiento lo que no podía ser hecho ni obrado por él. En que se consideran con nueva maravilla dos cosas: la fuerca del amor y la grandeca de la pena y dolor. [...] Y esso mismo, que fue hazerse Cordero de sacrificio, y poner en sí las condiciones y cualidades devidas al Cordero, que, sacrificado, limpiava, fue en cierta manera un gran sacrificio, y disponiéndose para ser sacrificado, se sacrificava de hecho con el fuego de la congoxa, que de tan contrarios extremos en su alma nascía, y antes de subir a la cruz le era cruz essa misma carga que para subir a ella sobre sus hombros ponía. Y subido y enclavado en ella, no le rasgavan lauto ni lastimavan sus tiernas carnes los clavos cuanto traspassavan con pena el coracón la muchedumbre de malvados y de maldades, que, ayuntados consigo y sobre sus hombros tenía; y le era menos tormento el desatarse su cuerpo que el aj untarse en el mismo templo de la sanctidad tanta y tan grande torpeza. A la cual, por una parte, su sancta ánima la abracava y recogía en sí para deshazerla por el infinito amor que nos tiene, y por otra esquivava y rehuya su vezindad y su vista, movido de su infinita limpieza, y ansi peleava y agonizava y ardía como sacrificio aceptíssimo, y en el fuego de su pena consumía esso mismo que con su vezindad le penava, ansi como lavava con la sangre que por tantos vertía esas mismas manzillas que la vertían, a que, como si fueran proprias, dio entrada y assiento en su casa. De suerte que, ardiendo él, ardieron en él nuestras culpas, y bañándose su cuerpo de sangre, se bañaron en sangre los peccadores, y muriendo el Cordero, todos los que estavan en él por la misma razón, pagaron lo que el rigor de la ley requería. Que como fue justo que la comida de Adam, porque en sí nos tenía, fuesse comida nuestra, y que su peccado fuesse nuestro peccado, y que emponzoñándose él, nos emponzoñásemos todos, ansi fue justíssimo que, ardiendo en la ara de la cruz, y sacrificándose este dulce Cordero, en quien estavan encerrados y como hechos uno todos los suyos, cuanto es de su parte quedassen abrasados todos y limpios (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, Espasa-Calpe, Clásicos castellanos, vol. III, Madrid 1969, pp. 243-247).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Te compadeces de todos, oh Señor, amante de la vida»
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Sólo Cristo se ofreció perfectamente como hostia viva, como sumando su vida por amor en el misterio de la cruz; únicamente él realizó perfectamente el culto espiritual, que nosotros mismos podemos ofrecer en unión con él. ¿Qué es, pues, este culto? 1. Es exigente y pascual. El creyente no puede eludir la exigencia de la cruz, muerte al egoísmo y vida para Dios. Del mismo modo que el muchacho prueba su amor a su amada aceptando por ella exigencias y una constante conversión, con mayor razón el que piensa haber descubierto a Dios le alcanza mediante la muerte a sí mismo y la vida ofrecida gozosamente. El sacerdocio del creyente se consuma en sacrificio, es decir, en don de sí por amor. El Cristo resucitado hace brillar la luz a la salida del paso estrecho de la pascua. El encuentro brilla como un rayo de luz a través del bosque, esta luz guía nuestros pasos, sin que por ello nuestra marcha se vuelva menos fatigosa. No habrá nunca ningún manual para alcanzar «la santidad sin esfuerzo»; la vía de la infancia espiritual que nos propone santa Teresa de Lisieux no es un camino de facilidades. Hace falta mucho coraje para volverse niño. 2. El culto espiritual es liberador y fuente de humanización. Rebasa las rigideces del ritualismo. Sabe elegir lo que es posible en cada circunstancia y somete las observancias, ya sea la de una reala escrita o la de un ideal personal, a la exigencia superior de la caridad. Nos libera también de una falsa comprensión el pecado relativizando todas as cosas frente a la verdad del amor: «En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,19-20). 3. El culto espiritual es crístico y espiritual. Es entrar en comunión con las actitudes de Cristo en la libertad innovadora del Espíritu. No soporta ni un apego demasiado rígido al testimonio de Jesús, ni un olvido de Cristo en beneficio de una edad del Espíritu que justificara la fantasía. El creyente consagrado al culto espiritual sabe que tiene que atarse a Cristo y, al mismo tiempo, dejarse guiar por el Espíritu de libertad. 4. El culto espiritual es filial y eterno. Como vinculación a Cristo y como docilidad al Espíritu, planifica al hombre que busca a Dios a través de la aceptación del misterio del Padre. El buscador llega al término de su búsqueda reconociendo que este ser absoluto, creador y providencia, es el Padre amantísimo. Yo soy criatura, por supuesto, y no existo más que a partir de la potencia vivificante del Ser, pero soy el hijo que subsiste en las palabras dichas al Hijo: tú eres mi hijo bienamado, tú tienes todo mi favor. Estas palabras son eternas, puesto que se apoyan en el diálogo trinitario; lo son también en el sentido de que nuestra vocación se realizará a través de la aceptación bienaventurada de esta verdad. En el cielo no se nos dirán palabras diferentes a las de la tierra. Pero tomaremos plena conciencia de ellas, las aceptaremos y nos gozaremos con ellas. Toda nuestra búsqueda se verá colmada no en una satisfacción beata y perezosa, sino cuando dancemos de alegría con todos nuestros hermanos junto a la fuente de la vida (Ph. Ferlay, Compendio de la vida espiritual, Edicep, Valencia 1990, pp. 212-213). |
Jueves 2ª semana del Tiempo ordinario o 21 de Enero, conmemoración de Santa Inés La Depositio martyrum es el primer documento donde se menciona el culto a santa Inés en Roma, en la vía Nomentana, el 21 de enero. Impaciente por sacrificarse a Cristo, la niña murió mártir cuando apenas tenía doce años de edad, en ía segunda mitad del siglo (ti o, más probablemente, a comienzos del IV. Su nombre, Inés, que viene de Agnes («agnella», «corderita») y es la transcripción latina del adjetivo griego hagné («pura», «casta»), fue presagio de su mismo martirio. San Ambrosio en el De Virginibus y en el carmen, el papa Dámaso en el célebre epígrafe y Prudencio en el XIV himno del Perístéphanon presentan versiones que contrastan sobre el suplicio que se le infligió, aunque están de acuerdo en la edad y en el doble mérito de la joven santa. LECTIO Primera lectura: Hebreos 7,25-8,6 Hermanos: Cristo 7.25 puede perpetuamente salvar a los que por su medio se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos. 26 Tal es el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y más sublime que los cielos. 27 Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados antes de ofrecerlos por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo. 28 Y es que la ley constituye sumos sacerdotes a hombres débiles, pero la palabra del juramento, que vino después de la ley, hace al Hijo perfecto para siempre. 8.1 Esto es lo más importante de lo que venimos diciendo: que tenemos un sumo sacerdote que está sentado en los cielos a la derecha del trono de Dios, 2 como ministro del santuario y de la verdadera tienda de la presencia erigida por el Señor, y no por el hombre. 3 Todo sumo sacerdote, por haber sido instituido para ofrecer oblaciones y sacrificios, necesariamente debe tener algo que ofrecer. 4 Si sólo fuera para la tierra, Jesús no sería ni siquiera sacerdote, pues ya existen sacerdotes encargados por la ley de ofrecer oblaciones. 5 Estos sacerdotes celebran un culto que es sólo una imagen, una sombra de las realidades celestes, según la advertencia divina hecha a Moisés cuando se disponía a construir la tienda de la presencia: Mira -le dijo- hazlo todo conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte. 6 Por eso, Jesús ha recibido un ministerio tanto más elevado cuanto que es mediador de una alianza superior y fundada en promesas mejores.
**• Ocupándose de un tema aparentemente lejano y obsoleto, el autor de la carta a los Hebreos nos presenta un pasaje repleto de contenidos que nos afectan de cerca. Jesús es el sumo sacerdote que necesitamos, «santo, inocente, inmaculado» (7,26). En efecto, a diferencia de los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento, Jesús no tiene que ofrecer, antes, nada por sus propios pecados y, después, por los nuestros, porque se ha ofrecido a sí mismo, de una manera perfecta y cumplida, de una vez por todas, inmolándose en la cruz. Estamos en el punto capital de lo que se va diciendo en la carta: Jesús, que ha asumido en plenitud la naturaleza humana, es y sigue siendo para siempre el Hijo sentado a la diestra del Padre, siempre vivo para interceder a favor nuestro. Todo lo que en el Antiguo Testamento era sólo sombra y figura ha encontrado, finalmente, una realización inesperada, porque, en Jesús, Dios mismo nos ha salido al encuentro para acercarnos a él. En Cristo coinciden el que ofrece el sacrificio y lo que se ofrece como tal, y con ello realiza una mediación única y extraordinaria entre Dios y el hombre.
Evangelio: Marcos 3,7-12 En aquel tiempo, 7 Jesús se retiró con sus discípulos hacia el lago y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, 8 de Jerusalén, de Idumea, de TransJordania y de la región de Tiro y Sidón acudió a él una gran multitud, al oír hablar de lo que hacía. 9 Como había mucha gente, encargó a sus discípulos que le preparasen una barca, para que no lo estrujaran. 10 Pues había curado a muchos, y cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. 11 Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban: -Tú eres el Hijo de Dios. 12 Pero él les prohibía enérgicamente que lo descubriesen.
*•• El texto se abre con uno de los llamados «resúmenes», esto es, una síntesis de muchos hechos que hace de charnela entre diferentes pasajes. Estas conexiones son importantes porque el autor nos revela en ellas sus intenciones teológicas y nos ofrece la clave interpretativa del relato. En este resumen vemos a una gran multitud que acude a Jesús. Éste se retira con los discípulos junto al mar. La multitud se le echa encima hasta el punto de poner en peligro la incolumidad de Jesús, lo que le obliga a pedir a los discípulos que pongan a su disposición una barca para liberarse del asalto del gentío. Se trata de enfermos de todo tipo que se le echan literalmente encima (v. 9), casi para arrancarle, tocándole, una energía benéfica y sanadora. La fama de las curaciones que había realizado se había difundido rápidamente por las regiones que Marcos enumera al comienzo del relato. Es el mejor momento para que los espíritus inmundos pongan en escena una gran propaganda sobre Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», proclaman. Es la verdad, pero anunciada de una manera que la hace vana. En efecto, Satanás quiere anticipar la gloria de Jesús para hacerle evitar la cruz, que es lo único que la hace verdadera. También Pedro, más tarde y por una amistad mal entendida, intentará ahorrar al Maestro la prueba suprema y recibirá una dura reprimenda de Jesús: «¡Aléjate de mí, Satanás!» (cf. 8,31-33). También cuando nosotros intentamos huir de la cruz servimos de obstáculo a la realización del designio divino de salvación. Ahora bien, Jesús quiere ser fiel al Padre, que le llama a convertirse en el Siervo de YHWH; por eso resiste con firmeza a los que le tientan y les impide manifestar su identidad. Y es que todo conocimiento de Jesús sin amor a la cruz se vuelve una mentira tergiversadora.
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MEDITATIO
Las lecturas que nos ofrece la memoria litúrgica de hoy pueden ser consideradas con toda justicia como los «fundamentos» sobre los que se injertó el breve eje cronológico de la vida de quien sigue siendo hoy la más célebre y popular de las mártires romanas: santa Inés.
Devotio supra aetatem, virtus supra natura, dice de ella el obispo Ambrosio en el De Virginibus: su consagración fue muy superior a la edad, su virtud fue muy superior a la naturaleza. Es ineluctable, pues, que aparezca la pregunta: ¿cómo es posible apresurarse a tan tierna edad, con seguridad, libertad, coraje y celo ardiente, a comprar el «campo del cielo» sin temer «la persecución, el peligro y la espada»? Pero quien no tenía sitio en su pequeño cuerpo para recibir un golpe de la espada tuvo fuerza para vencer a la espada. La alegría de haber encontrado a Jesús como su tesoro, el descubrimiento de su inefable belleza, suscitó en ella una poderosa proyección que se tradujo en su total entrega con la efusión de la sangre hasta la muerte cruenta. En alguna ocasión, las pruebas pueden alejar de Dios; sin embargo, Inés nos enseña que no es así, que no puede ser así: a quien ha saboreado a Cristo, Señor y Salvador, nada puede separarle de él, ni siquiera la muerte.
La mirada pura, sencilla y plena de fe permitió a Inés descubrir la Verdad y abandonarse a ella con plena entrega: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). ¿Qué otro testimonio de amor parecerá tan grande y podrá igualar en una comparación la sublimidad de semejante entrega? En esta pequeña gran santa encontramos una especie de fermento, de método, de camino, que nos llevan más allá de la frontera de toda condición de muerte y nos dan la ocasión de volver a escoger al Señor haciéndonos desear, buscar y pedir que venga el Reino de los Cielos al mundo y a nosotros.
ORATIO
Padre, gracias por haber dado a tu Iglesia a la virgen Inés. Ella, que no se dejó atraer por las fatuas luces de la idolatría, segura de conquistar la «perla preciosa» de la gloria del cielo, hizo frente con coraje a la prueba del martirio y se entregó espontáneamente a sus verdugos.
Haz que nosotros, sostenidos por su ejemplo, no desfallezcamos en las tentaciones, en las fatigas y en cualquier género de tribulaciones de la vida. Haz firme y cierta en nosotros la fe de que nada ni nadie podrá separarnos de tu amor, a no ser nosotros mismos. Tú, que para nuestra justificación no perdonaste a tu Hijo, sino que lo entregaste por nosotros, nos lo darás todo en él. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor, muerto y resucitado, en quien has manifestado tu realeza sobre todas las cosas.
CONTEMPLATIO
Hoy es el día del nacimiento de la bienaventurada virgen Inés en el que, consagrada por su sangre, entregó el espíritu al cielo al que pertenecía. Se mostró dispuesta para el martirio cuando todavía no lo estaba para las nupcias. Vacilaba en los adultos la fe y se plegaba también el viejo cansado.
Aterrorizados por el temor, los padres aumentaron la vigilancia del pudor; mas la fe, que no puede ser contenida, abrió las puertas de la custodia. Podría creerse que se encamina a las nupcias, al ver su rostro sonriente, llevando al esposo una singular riqueza dotada del tributo de la sangre. Quieren obligarla a encender las lámparas ante los altares de la nefanda divinidad. Ella responde: «¡Ah! No son ésas las lámparas que presentaron las vírgenes de Cristo». «Este fuego apaga la fe, esta llama quita la luz; aquí, herid aquí, a fin de que con la sangre que corra pueda yo apagar los fuegos».
Y, herida, ¡qué decoro mostró! En efecto, cubriéndose toda con el vestido, aseguró el cuidado del pudor a fin de que nadie la viera descubierta. En la muerte estaba vivo el pudor: se había cubierto el rostro con la mano, hincó la rodilla en tierra, cayendo pudorosa.
(Ambrosio de Milán, «Inno per il natale di Agnese», en Inni, Milán 1992, pp. 211ss).
ACTIO
Repite hoy con frecuencia, orando con santa Inés: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? » (Rom 8,31).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La serenidad con la que Inés afronta el martirio [en el himno ambrosiano], como si fuera al encuentro de Cristo, deja intuir su profunda interioridad y el amor al esposo celestial [...]. De la joven mártir encaminada al encuentro con Cristo, su esposo, se exalta la dote constituida no por bienes patrimoniales, sino por riquezas espirituales, así como las virtudes y los valores evangélicos ligados al «tributo de la sangre», la sangre de los mártires, considerada como la herencia más preciosa que pueda ofrecerse a Dios.
La jovencita «es obligada a encender lámparas ante los altares». Y como respuesta a las absurdas pretensiones idólatras, Inés, apoyándose en sus convicciones personales, se niega a realizar el rito sacrílego y se refiere a las lámparas nupciales de las vírgenes cristianas (cf. Mt 25,1-13). Su resistencia a dejarse conducir ante los altares profanos está atestiguada igualmente en el tratado La vírgenes: «Arrastrada contra su voluntad a los altares, tiende entre las llamas las manos a Cristo e incluso en medio de aquel fuego sacrílego traza el signo del Señor glorioso».
Al fuego en honor de la divinidad pagana, Inés contrapone la luz de la fe. «La fe es una lámpara -afirma Ambrosio-, una lámpara [que] no puede dar luz si no toma la luz de otra fuente», la Palabra de Dios, aue es el mismo Verbum Dei lux [...].
Inés apaga con la sangre los fuegos del culto pagano; una actitud semejante anima a la virgen antioquena Pelagia. Sigue, a continuación, la escena de la adolescente dispuesta a desafiar a sus verdugos: «Aquí, herid aquí...», exclama indicando el pecho donde herir [...]. Se exalta, por último, la intrépida confesión de fe de la niña. Dada su joven edad, el testimonio de Inés en el proceso no habría podido obtener reconocimiento jurídico; lo pudo su heroico coraje, que la impulsó a afrontar el martirio. Antes de caer bajo los golpes del verdugo, Inés se cubre con el vestido las partes descubiertas y, nada preocupada por los tormentos y por la muerte inminente, se muestra solícitaa recogerse la cabellera y a tapar los miembros desnudos a las miradas indiscretas [...].
Inés encuentra en la oración la fuerza para no retroceder frente a la prueba suprema, conservando la dignidad y la compostura propias de una verdadera mártir. La heroína muere de modo ejemplar, como las grandes figuras que la han precedido; apoyadas por la ayuda del Espíritu, no fueron vencidas, sino que se entregaron voluntariamente a los perseguidores, ofreciendo un gran ejemplo de libertad cristiana incluso ante la muerte. La virgen Inés cae casta y reservada. En ella triunfa el casto pudor, y su martirio lleva en sí el germen de la vida nueva (A. Bonato en S. Ambrogio, Inni, Milán 1992, pp. 216-221, passim).
Sábado 2ª semana del Tiempo ordinario o 23 de enero, conmemoración de San Ildefonso
Nació
en Toledo, España.
Su tío era Eugenio,
también de Toledo. Estudió
en Sevilla bajo San Isidoro. Entró
a la vida monástica y fue elegido abad de Agalia, en el río Tajo, cerca de
Toledo. En el 657 fue elegido arzobispo
de esa ciudad.
Unificó la liturgia en España; escribió muchas obras importantes,
particularmente sobre la Virgen María. San Ildefonso tenía una profunda devoción
a la Inmaculada
Concepción XII siglos antes de que se proclamara dogmáticamente. Ella le
favoreció con grandes milagros.
LECTIO Primera lectura: Hebreos 9,2-3.11-14 Hermanos: 2 La tienda de la presencia tenía una estancia anterior en la que se hallaban el candelabro, la mesa y los panes ofrecidos: se le llama el Santo. 3 Detrás del segundo velo estaba la parte de la tienda de la presencia llamada el Santo de los santos. 11 Cristo, en cambio, ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Es la suya una tienda de la presencia más grande y más perfecta que la antigua, y no es hechura de hombres, es decir, no es de este mundo. 12 En ese santuario entró Cristo de una vez para siempre no con sangre de machos cabríos ni de toros, sino con su propia sangre, y así nos logró una redención eterna. 13 Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros y las cenizas de una ternera con las que se rocía a las personas en estado de impureza tienen poder para restaurar la pureza exterior, 14 ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a Dios como víctima sin defecto, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas para que podamos dar culto al Dios vivo!
>•* El autor de la carta continúa sus propias reflexiones sobre el sacerdocio de Jesús, esto es, sobre su facultad para hacer de camino entre la humanidad y Dios. Eso no se ha realizado, como en el Antiguo Testamento, penetrando en un lugar material, la tienda del templo de Jerusalén, en cuyo interior había otro ámbito, el Santo de los santos, en el que sólo se permitía entrar al sumo sacerdote una vez al año. Con Jesús, el culto cambia radicalmente: de exterior se convierte en interior, porque Cristo entra una sola vez y para siempre en el santuario del cielo, ofreciendo su cuerpo santísimo como ofrenda viva y agradable a Dios, obteniéndonos la salvación con su preciosa sangre. Éste es precisamente el precio del culto perfecto del que también nosotros hemos sido hechos partícipes. En efecto, el sacrificio de Jesús, que se ha ofrecido en el Espíritu al Padre como víctima pura, nos abre también a nosotros la posibilidad de entrar en la fiesta trinitaria del don recíproco entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El culto ya no es un cúmulo de ritos externos, sino un movimiento festivo de honor rendido y recibido entre las personas de la Santísima Trinidad.
Evangelio: Marcos 3,20ss En aquel tiempo, 20 volvió Jesús a casa y, de nuevo, se reunió tanta gente que no podían ni comer. 21 Sus parientes, al enterarse, fueron para llevárselo, pues decían que estaba trastornado.
**• Sólo dos versículos, y desconcertantes. Jesús entra en una casa y la gente, una vez más, se apiña hasta tal punto que ni siquiera le permiten comer. Jesús está en el momento culminante de su actividad de Maestro, que enseña y se entrega a manos llenas a cuantos están dispuestos a escucharle o le buscan para que los cure. Pero están asimismo «sus parientes» más allegados (¿no se nos describe aquí también a nosotros?), que, «al enterarse», fueron para llevárselo porque, según su valoración y su juicio, «estaba trastornado». Por una parte, Jesús vive la entrega plena y total a todos, educando en este sentido también a los discípulos; por otra parte, están los más íntimos, que, en vez de secundarle y seguirle, quieren que sea Jesús quien adopte lo que ellos consideran como el sentido común, sus medidas y prudencias humanas. En el fondo, nos encontramos frente a la acostumbrada opción radical impuesta por la vida cristiana: o seguir a Jesús, que se entrega sin cálculos, hasta no reservarse ya nada para sí, o tratar de apoderarse de él de algún modo, como harán sus enemigos, intentando que se pliegue a nuestros mezquinos puntos de vista, cambiándole o incluso vendiéndole a bajo precio.
MEDITATIO Las lecturas que nos ofrece la memoria litúrgica de hoy pueden ser consideradas con toda justicia como los «fundamentos» sobre los que se injertó el breve eje cronológico de la vida de quien sigue siendo hoy la más célebre y popular de las mártires romanas: santa Inés. Devotio supra aetatem, virtus supra natura, dice de ella el obispo Ambrosio en el De Virginibus: su consagración fue muy superior a la edad, su virtud fue muy superior a la naturaleza. Es ineluctable, pues, que aparezca la pregunta: ¿cómo es posible apresurarse a tan tierna edad, con seguridad, libertad, coraje y celo ardiente, a comprar el «campo del cielo» sin temer «la persecución, el peligro y la espada»? Pero quien no tenía sitio en su pequeño cuerpo para recibir un golpe de la espada tuvo fuerza para vencer a la espada. La alegría de haber encontrado a Jesús como su tesoro, el descubrimiento de su inefable belleza, suscitó en ella una poderosa proyección que se tradujo en su total entrega con la efusión de la sangre hasta la muerte cruenta. En alguna ocasión, las pruebas pueden alejar de Dios; sin embargo, Inés nos enseña que no es así, que no puede ser así: a quien ha saboreado a Cristo, Señor y Salvador, nada puede separarle de él, ni siquiera la muerte. La mirada pura, sencilla y plena de fe permitió a Inés descubrir la Verdad y abandonarse a ella con plena entrega: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). ¿Qué otro testimonio de amor parecerá tan grande y podrá igualar en una comparación la sublimidad de semejante entrega? En esta pequeña gran santa encontramos una especie de fermento, de método, de camino, que nos llevan más allá de la frontera de toda condición de muerte y nos dan la ocasión de volver a escoger al Señor haciéndonos desear, buscar y pedir que venga el Reino de los Cielos al mundo y a nosotros.
ORATIO Padre, gracias por haber dado a tu Iglesia a la virgen Inés. Ella, que no se dejó atraer por las fatuas luces de la idolatría, segura de conquistar la «perla preciosa» de la gloria del cielo, hizo frente con coraje a la prueba del martirio y se entregó espontáneamente a sus verdugos. Haz que nosotros, sostenidos por su ejemplo, no desfallezcamos en las tentaciones, en las fatigas y en cualquier género de tribulaciones de la vida. Haz firme y cierta en nosotros la fe de que nada ni nadie podrá separarnos de tu amor, a no ser nosotros mismos. Tú, que para nuestra justificación no perdonaste a tu Hijo, sino que lo entregaste por nosotros, nos lo darás todo en él. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor, muerto y resucitado, en quien has manifestado tu realeza sobre todas las cosas.
CONTEMPLATIO Hoy es el día del nacimiento de la bienaventurada virgen Inés en el que, consagrada por su sangre, entregó el espíritu al cielo al que pertenecía. Se mostró dispuesta para el martirio cuando todavía no lo estaba para las nupcias. Vacilaba en los adultos la fe y se plegaba también el viejo cansado. Aterrorizados por el temor, los padres aumentaron la vigilancia del pudor; mas la fe, que no puede ser contenida, abrió las puertas de la custodia. Podría creerse que se encamina a las nupcias, al ver su rostro sonriente, llevando al esposo una singular riqueza dotada del tributo de la sangre. Quieren obligarla a encender las lámparas ante los altares de la nefanda divinidad. Ella responde: «¡Ah! No son ésas las lámparas que presentaron las vírgenes de Cristo». «Este fuego apaga la fe, esta llama quita la luz; aquí, herid aquí, a fin de que con la sangre que corra pueda yo apagar los fuegos». Y, herida, ¡qué decoro mostró! En efecto, cubriéndose toda con el vestido, aseguró el cuidado del pudor a fin de que nadie la viera descubierta. En la muerte estaba vivo el pudor: se había cubierto el rostro con la mano, hincó la rodilla en tierra, cayendo pudorosa. (Ambrosio de Milán, «Inno per il natale di Agnese», en Inni, Milán 1992, pp. 211ss).
ACTIO Repite hoy con frecuencia, orando con santa Inés: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? » (Rom 8,31).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La serenidad con la que Inés afronta el martirio [en el himno ambrosiano], como si fuera al encuentro de Cristo, deja intuir su profunda interioridad y el amor al esposo celestial [...]. De la joven mártir encaminada al encuentro con Cristo, su esposo, se exalta la dote constituida no por bienes patrimoniales, sino por riquezas espirituales, así como las virtudes y los valores evangélicos ligados al «tributo de la sangre», la sangre de los mártires, considerada como la herencia más preciosa que pueda ofrecerse a Dios. La jovencita «es obligada a encender lámparas ante los altares». Y como respuesta a las absurdas pretensiones idólatras, Inés, apoyándose en sus convicciones personales, se niega a realizar el rito sacrílego y se refiere a las lámparas nupciales de las vírgenes cristianas (cf. Mt 25,1-13). Su resistencia a dejarse conducir ante los altares profanos está atestiguada igualmente en el tratado La vírgenes: «Arrastrada contra su voluntad a los altares, tiende entre las llamas las manos a Cristo e incluso en medio de aquel fuego sacrílego traza el signo del Señor glorioso». Al fuego en honor de la divinidad pagana, Inés contrapone la luz de la fe. «La fe es una lámpara -afirma Ambrosio-, una lámpara [que] no puede dar luz si no toma la luz de otra fuente», la Palabra de Dios, aue es el mismo Verbum Dei lux [...]. Inés apaga con la sangre los fuegos del culto pagano; una actitud semejante anima a la virgen antioquena Pelagia. Sigue, a continuación, la escena de la adolescente dispuesta a desafiar a sus verdugos: «Aquí, herid aquí...», exclama indicando el pecho donde herir [...]. Se exalta, por último, la intrépida confesión de fe de la niña. Dada su joven edad, el testimonio de Inés en el proceso no habría podido obtener reconocimiento jurídico; lo pudo su heroico coraje, que la impulsó a afrontar el martirio. Antes de caer bajo los golpes del verdugo, Inés se cubre con el vestido las partes descubiertas y, nada preocupada por los tormentos y por la muerte inminente, se muestra solícitaa recogerse la cabellera y a tapar los miembros desnudos a las miradas indiscretas [...]. Inés encuentra en la oración la fuerza para no retroceder frente a la prueba suprema, conservando la dignidad y la compostura propias de una verdadera mártir. La heroína muere de modo ejemplar, como las grandes figuras que la han precedido; apoyadas por la ayuda del Espíritu, no fueron vencidas, sino que se entregaron voluntariamente a los perseguidores, ofreciendo un gran ejemplo de libertad cristiana incluso ante la muerte. La virgen Inés cae casta y reservada. En ella triunfa el casto pudor, y su martirio lleva en sí el germen de la vida nueva (A. Bonato en S. Ambrogio, Inni, Milán 1992, pp. 216-221, passim). |
3° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Jonás 3,1-5.10 1 Por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: 2 -Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré. 3 Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. 4 Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida». 5 Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. 10 Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con el que les había amenazado.
**• El texto del profeta ha sido elegido por el liturgista porque la predicación de Jonás y la respuesta de los ninivitas a su mensaje anticipan los motivos presentes en la demanda de conversión que acompaña al alegre anuncio de Jesús. Los ninivitas respondieron a la predicación de Jonás con una fe dócil y con un cambio radical de conducta, gracias a lo cual recibieron el perdón y encontraron el camino de la vida. He aquí, pues, un aspecto de la «señal de Jonás», de la que nos hablará el mismo Jesús (cf. Mt 12,38-40): la llamada a la necesidad de la conversión. El librito de Jonás sondea de una manera sorprendente este importante motivo. Se trata, en efecto, de una obra intrigante, de una especie de novela corta en la que el primero que debe convertirse de verdad es el mismo Jonás. Éste debe abandonar su propia política de huida ante la Palabra de Dios, que ofrece el anuncio de su misericordia incluso a los enemigos de Israel, para regenerarse profundamente (cf. la estancia en el vientre del pez), a fin de comprender los planes de Dios, hasta aceptar que el perdón alcanza incluso a Nínive, responsable de tanto sufrimiento para el pueblo de Israel. La cosa parece tanto más paradójica si tenemos presente que el profeta Jonás, entendido como personaje histórico, había profetizado exclusivamente a favor de Israel: «Jeroboán restableció las fronteras de Israel desde la entrada de Jamat hasta el mar Muerto, según había dicho el Señor, Dios de Israel, por medio de su siervo el profeta Jonás, hijo de Amitay, de Gat Jefer. Porque el Señor había visto la amarguísima aflicción de Israel, que alcanzaba a todos, esclavos y libres» (2 Re 14,25ss).
Segunda lectura: 1 Corintios 7,29-31 29 Os digo, pues, hermanos, que el tiempo se acaba. En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; 30 los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; 31 los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar.
**• Dos afirmaciones de principio enmarcan nuestro pasaje, dos afirmaciones que permiten aclarar la relación que el cristiano debe mantener con las realidades mundanas: «El tiempo se acaba» (v. 29), «la apariencia de este mundo está a punto de acabar» (v. 31). El tiempo se acaba. El apóstol habla también en otros lugares del «fin de los tiempos» ante el que se encuentra el cristiano (cf. 1 Cor 10,11). Al decir que el tiempo se acaba, Pablo no piensa en el tiempo en sentido cronológico, considerado como el fluir imparable de los instantes, sino más bien en el momento favorable, en el kairós, como ocasión repleta de nuevas oportunidades. Lo que pretende subrayar, más que una actitud de separación, de indiferencia respecto a las cosas, es que el tiempo ha sido «llenado» por la presencia de Cristo, de suerte que el tiempo de la vida del discípulo aparece concentrado, decisivo. La apariencia de este mundo está a punto de acabar. También este segundo principio hemos de leerlo en correspondencia con el precedente. ¿Qué es la apariencia de este mundo que está a punto de acabar? El término griego empleado es precisamente «esquema», esto es, una configuración privada de libertad, precisamente «esquemática». Se trata justamente de su configuración del mundo marcado por el pecado y por la muerte. No aparece, por tanto, ningún desconocimiento de la bondad del mundo creado por Dios, sino sólo un juicio dirigido contra esta precisa «configuración» que está a punto de acabar y está destinada a pasar (cf. Rom 8,18-22). Pablo no habla como un predicador apocalíptico que pretende infundir temor con la perspectiva del fin próximo de todas las cosas; su mensaje quiere ser más bien un mensaje de esperanza y de consuelo: el mundo, tal como aparece a nuestros ojos, con su sumisión al pecado y a la muerte, está marcado ya por la proximidad del mundo de Dios. Al cristiano se le pide que viva, permaneciendo vigilante, todas las realidades de esta tierra, asumiendo la perspectiva del «como si no», que se repite hasta cinco veces. Por una parte, el discípulo de Cristo debe ser capaz de tomar correctamente sus distancias respecto a las realidades en las que está inmerso -cosa que recuerda un tanto las posiciones de los estoicos- y, por otra, debe vivir todas las realidades y todo estado de vida participando en él con un estilo apropiado al señorío que ejerce Cristo sobre él {cf. 1 Cor 7,17-24).
Evangelio: Marcos 1,14-20 14 Después de que Juan fue arrestado, Jesús marchó a Galilea, proclamando la Buena Noticia de Dios. 15 Decía: -Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio. 16 Pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que estaban echando las redes en el lago, pues eran pescadores. 17 Jesús les dijo: -Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. 18 Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron. 19 Un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan. Estaban en la barca reparando las redes. 20 Jesús los llamó también, y ellos, dejando a su padre, Zebedeo, en la barca con los jornaleros, se fueron tras él.
**• El primer resumen del segundo evangelio nos brinda las coordenadas espacio-temporales de los comienzos de la misión de Jesús y sintetiza el contenido de la misma; sin embargo, para apreciar lo que Marcos nos dice sobre la predicación de Jesús, es bueno recordar que -hasta este punto de su escrito- el lector sólo conoce de Jesús dos cosas fundamentales: que Dios le ha declarado su Hijo amado en el bautismo en el Jordán y que, durante el período de prueba que ha venido después, Jesús ha permanecido fiel a su propia identidad de Hijo. En esa experiencia de la filiación reside el verdadero fundamento de la alegre noticia que Jesús difunde por los caminos de Galilea: «Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios» (v. 15). Si antes era la gente la que debía salir al desierto para escuchar al Bautista y hacerse bautizar (cf. Me 1,5), ahora es el mismo Jesús quien se dirige al lugar donde vive la gente, significando asimismo de este modo la venida de Dios a la humanidad. El hecho de que empiece por Galilea no se debe sólo a que ésta sea su tierra de origen, sino a que, dado su carácter de región con población mixta, Galilea representa una especie de puente entre Israel y los gentiles. Intuimos así el horizonte universal al que quiere extenderse el señorío de Dios, ese «Reino de Dios» que, para Jesús, no es ni una teocracia ni una nueva moral o una religiosidad más celosa, sino el encuentro de Dios con la humanidad. En consecuencia, lo que pide a quienes le escuchan no es tanto la observación de una serie de normas como, antes que nada, creer y convertirse. Creer es la certeza de que la venida de Dios es verdaderamente «Evangelio», es decir, noticia capaz de dar alegría. Este asentimiento se establece dando una forma nueva al ser y al obrar, como indica el otro verbo: convertirse Esto último supone cambiar no sólo el modo de obrar, sino también el de pensar y desear (metanoéin = «cambiar de mente»). El verbo arameo que subyace (shübh) es más concreto todavía y sugiere la idea de una inversión del camino o, mejor aún, de un «retorno». Viene, a continuación, el doble relato de la llamada de los primeros discípulos (vv. 16-20), de las dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. El Reino que anuncia Jesús convoca al pueblo de Dios al tiempo de la salvación. De estos estilizados relatos de vocación se desprende claramente que sólo se pide a los discípulos una obediencia pronta, no una cualidad humana particular. Todo su camino posterior será un seguir a Jesús, descubriendo lo que ha hecho de ellos sin mérito por su parte, aunque exigiéndoles su disponibilidad, que se manifiesta sobre todo en el desprendimiento de todo cuanto poseen y de todo lo que han sido hasta ese momento (vv. 18.20).
MEDITATIO El Evangelio es la buena noticia de que el Padre nos ama locamente. ¿Qué hemos de hacer entonces? Dios no nos pide cosas grandes, hiperbólicas, sino, simplemente, cambiar de vida, volver a él. Convertirse no es sólo cesar de hacer el mal -como pedía Jonás a los ninivitas-, sino reconocer en nuestras dificultades al Dios cercano a nosotros, que nos ama aun cuando las cosas no vayan como nosotros quisiéramos. Así pues, para convertirse es preciso saber apreciar nuestro tiempo como el kairós que Dios nos da, como el «tiempo oportuno» que se ofrece a nuestro presente. Todo es provisional, aunque no el sentido profundo de la realidad que la fe nos presenta. Apropiarnos de la gran oportunidad de llegar a ser hijos de Dios es saber hacerse con la ocasión propicia, es creer en el Evangelio del Reino, evitando detenernos en cosas inútiles, transitorias, sin someternos a los «esquemas» mundanos que nos aprisionan. Jesús también viene hoy, misteriosamente, a buscarnos a nosotros, que nos encontramos con un horizonte de vida comparable al que tenían delante los primeros que fueron llamados, unos hombres encerrados en su trabajo de echar las redes y arreglarlas después. Así pues, también nosotros, como los cuatro primeros discípulos, debemos convertirnos a él, reconociendo su paso por nuestra vida y la invitación incesante que nos hace para que le sigamos. Convertirnos en discípulos suyos supone renovar cada día nuestra opción por él, buscando dentro de nuestra historia esa voz suya que nos llama desde siempre. Así, entramos en la historia de la exaltadora promesa del «os haré pescadores de hombres», que no se agota a buen seguro en la tarea del ministerio eclesial, sino que coincide con la experiencia de todo cristiano auténtico. He aquí, por tanto, la rebosante alegría de la pesca mesiánica, que supone arrancar a la humanidad de las aguas venenosas del mal, para llevarla al refugio seguro en la vida del Reino. Indudablemente, ninguno de nosotros puede «salvar» a otro hombre, pero todos podemos colaborar con Jesús en el trabajo de echar las redes del Evangelio, a fin de que las personas disponibles se agarren a ellas y renazcan a la vida nueva.
ORATIO Señor Jesús, tú me llamas a la conversión, a saber aprovechar el tiempo oportuno que se me ha concedido. No me pides que huya de mis responsabilidades en el presente, sino que dirija mis opciones a lo que es conveniente para mi vida espiritual y me mantiene unido a ti, Señor, sin distracciones. Con tu ayuda, deseo mantener mi corazón indiviso, consagrado a ti, en el estado de vida en el que me has llamado. En efecto, quiero agradarte, porque comprendo que esto es lo único de lo que verdaderamente vale la pena preocuparse, con la determinación de tender con todas mis energías a ti, Dios mío, mi único fin. La «alegre noticia» de tu venida a nuestra humanidad alegra profundamente mi corazón y me hace vivir la conversión no como un esfuerzo frustrante, sino como la aventura de la reconquista de la verdadera libertad a la que me has llamado. Señor, deseo llegar a ser verdaderamente libre, para poder recibir tu llamada y responder con prontitud y generosidad, como tus primeros discípulos. Es hermoso poder escucharte, seguirte y servirte. Que tu gracia lleve a cumplimiento la obra buena que has iniciado en mí.
CONTEMPLATIO Me he sacudido de encima todas las pasiones, desde que me enrolé con Cristo, y ya no me atrae nada de lo que es agradable y buscan los otros: no me atrae la riqueza, que te arrastra a lo alto y te arrolla; ni los placeres del vientre o la embriaguez, madre de la arrogancia; ni los vestidos suaves y vaporosos, ni el esplendor y la gracia de las gemas, ni la fama seductora, ni el perfume afeminado, ni los aplausos de la gente y del teatro, que desde hace mucho tiempo habíamos abandonado a quien los quiera. No me atrae nada de lo que tiene su origen en la pecaminosa degustación que nos ha arruinado. En cambio, reconozco la gran simpleza de los que se dejan dominar por estas cosas y permiten que la nobleza de su alma sea devastada por tales mezquindades; todos ellos se entregan a realidades fugaces como si fueran realidades estables y duraderas (Gregorio Nacianceno, Alabanza de san Cipriano, 3).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Convertios y creed en el Evangelio» (Mc 1,15b).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Ser cristiano significa prestar atención al kairós, a este «momento especial» de la manifestación de Dios en nuestro aquí y ahora. En él se desarrolla la dimensión auténticamente profética de toda vida cristiana, en la atención [...] a todos los signos de la presencia del Reino en nuestra historia. Acoger el Reino de Dios implica una conducta: «Convertíos», precepto urgente, «el tiempo se acaba» (1 Cor 7,29), que acompaña al don del Reino y engendra una nueva actitud respecto a Dios y respecto a los hermanos. Jonás recibió la misión de llamar a la conversión a Nínive, la capital del imperio enemigo de Israel. El profeta, un judío amante de su patria, se niega a realizar esta tarea, pero al final acepta la voluntad de perdón del Señor, que carece de límites raciales o religiosos. El Reino es gracia, aunque para nosotros es también un deber. Los primeros discípulos escucharon la «Buena Noticia» y fueron llamados a asociarse a la misión de Jesús (Mc 1,16-20). El Evangelio marcó profundamente sus vidas. Así debe marcar también la nuestra (G. Gutiérrez, Condividere la Parola, Brescia 1996, pp. 170ss). |
Martes 3ª semana del Tiempo ordinario o día 26 de enero, conmemoración de San Timoteo y San Tito
Las noticias que de ellos tenemos vienen de las Cartas de San Pablo, ya que se
trata de dos de sus más cercanos discípulos. También nos hablan de ellos los
Hechos delos Apóstoles.
LECTIO Primera lectura: 2 Timoteo 1,1-8 1 Pablo, apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, para anunciar la promesa de la vida que está en Jesucristo, 2 a Timoteo, mi hijo querido; gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo. 3 Doy gracias a Dios, a quien sirvo con una conciencia limpia, según me enseñaron mis mayores, y me acuerdo de ti constantemente, noche y día, en mis oraciones. 4 Al recordar tus lágrimas, siento un gran deseo de verte para llenarme de alegrías pues guardo el recuerdo de la sinceridad de tu fe, 5 esa fe que tuvo primero tu abuela Loida y tu madre Eunice y que, estoy seguro, tienes tú también. 6 Por ello te aconsejo que reavives el don de Dios que te fue conferido cuando te impuse las manos. 7 Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación. 8 No te avergüences, pues, de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; antes bien, con la confianza puesta en el poder de Dios, sufre conmigo por el Evangelio.
**• La segunda Carta a Timoteo, que puede ser fechada a finales del siglo I y pertenece a la escuela paulina, se presenta como el testamento espiritual del apóstol en vísperas del martirio. El autor conoce bien tanto las cartas auténticas de Pablo como las llamadas «deuteropaulinas», y sentimos el eco de las mismas desde el saludo inicial (v. 1) hasta la repetición de motivos entrañables al apóstol: el «espíritu de temor» (v. 7) recuerda el «espíritu de esclavos» de Rom 8,15; se exhorta a Timoteo a no avergonzarse de dar testimonio del Señor (v. 8), del mismo modo que Pablo no se avergüenza del Evangelio (Rom 1,16). La carta se abre con expresiones de afecto y de estima, pero, sobre todo, de gratitud al Señor. Pablo reivindica para sí el título de «apóstol», que es consciente de merecer porque se ha hecho anunciador del Evangelio y porque ha sido fiel desde siempre al servicio de Dios «según me enseñaron mis mayores» (v. 3), subrayando la continuidad entre el seguimiento de Jesús y la fidelidad a la Ley judía. Es la misma continuidad señalada y aprobada con vigor en la experiencia de Timoteo, encaminado a la fe por su abuela y su madre judías, antes de ser cristiano. También es característico de las cartas pastorales poner el acento en el carisma del pastor de almas, personificado idealmente por Timoteo y transmitido por el apóstol a través de la imposición de las manos (v. 6). Domina sobre el conjunto el tema del testimonio, dado por Pablo en las tribulaciones y en la cárcel, hasta el martirio, y confiado al discípulo Timoteo para que continúe el servicio «con la confianza puesta en el poder de Dios» (v. 8).
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Evangelio: Marcos 3,31-35
En aquel tiempo,
31 llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar.
32 La gente estaba sentada a su alrededor y le dijeron: - ¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.
33 Jesús les respondió: - ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?
34 Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: - Éstos son mi madre y mis hermanos.
35 El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.
*• En el capítulo 3 del evangelio de Marcos se agrupa en torno a Jesús un movimiento en cuyo interior, con la elección de los Doce, se va caracterizando cada vez más el grupo de los discípulos. Nuestra perícopa va precedida por una clara distinción entre aquellos a quienes elige Jesús y aquellos que se le oponen: sus enemigos, que «le acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo» (Mc 3,30). En los w. 31-35 vienen a buscarlo «su madre y sus hermanos»: éste es el único pasaje de Marcos en el que aparece la madre del Señor, a la que ni siquiera se cita de una manera explícita entre las mujeres que estaban presentes en la crucifixión y en el sepulcro. Se habla asimismo, de manera genérica, de «hermanos», un término más bien vago que puede designar simplemente a personas de la misma parentela. La indeterminación de la expresión parece atribuirle un valor especialmente simbólico: poco importa la identificación de los personajes y la historicidad o no historicidad del hecho de que algunos miembros de la familia de Jesús hubieran venido en un determinado momento a buscarlo, no sabemos bien por qué motivo; en cambio, sí importa, y mucho, establecer en virtud de qué características se entra a formar parte de su verdadera familia. Bajo esta luz, la dureza de la respuesta de Jesús (v. 33) se suaviza mucho: no se trata de una ingratitud con su madre, ni de un despego respecto a los afectos humanos. Marcos no se ocupa de estos afectos; se apoya simplemente en ellos para crear una situación paradójica que proporciona mayor relieve a los w. 34ss, cima del episodio.
Madre y hermanos de Jesús son todos lo que le rodean; ahora bien, entre ellos hay simples curiosos, discípulos titubeantes, apóstoles que se esforzarán por comprender hasta el final, traidores... Ser hermano de Jesús no es una cuestión de sangre ni de mérito, sino de gracia: «cumplir la voluntad de Dios» es algo que está al alcance de todos y que habilita para convertirse en «hijos de Dios».
MEDITATIO
En la primera lectura, la acogida del arca atrae la bendición divina sobre la casa de Obededón, un extranjero, alguien que no es israelita; en la segunda lectura, la acogida obediente y activa del Evangelio da lugar a una familiaridad con Jesús más fuerte que cualquier vínculo de sangre (cf. Jn 1,13). No podemos tener a Jesús encadenado a nuestras categorías. «Oye, tu madre y tus hermanos te buscan»: bajo estas sencillas palabras se esconde una visión mezquina y estrecha del anuncio evangélico. Es como si le dijéramos: «Mira, Señor, nosotros somos buenos cristianos, estamos comprometidos con nuestra Iglesia, seguimos los preceptos. Ven, por tanto, a poner un sello de calidad a nuestras iniciativas, autorízanos a poner la etiqueta de denominación de origen sobre nuestros productos».
Los papeles que ejercemos en la sociedad y en la Iglesia tienden a endurecerse y a prevalecer sobre todo lo demás. Hemos construido estructuras, necesarias ciertamente para la humanidad, pero corremos el riesgo de olvidar que el Espíritu sopla donde quiere, incluso fuera de las estructuras. La sencillez de corazón de David, que sabe reconocer sin celos el signo de la gracia del Señor descendida sobre la casa de Obededón, y la claridad con que define Jesús a sus familiares, deben hacer que estemos atentos a lo esencial y también disponibles a subvertir los papeles: el rey danza en la calle como un hombre cualquiera, cualquier persona puede ser «hermana, hermano y madre» de Jesús.
ORATIO
Señor, líbranos de la presunción de considerarnos siempre justos. Tú nos has convertido en tu familia: que esto no sea motivo de orgullo y de discriminación respecto a los otros. Concédenos un corazón acogedor y una mente limpia de prejuicios, a fin de que seamos capaces de reconocer tu presencia y tu voz incluso fuera del círculo de los «nuestros».
Haznos capaces de abrirnos con alegría a la escucha de tu Palabra y de reservar en nosotros el sitio de honor al Evangelio, del mismo modo que David y toda la ciudad festejaron con música, danzas y banquetes la llegada del arca.
Ayúdanos, Señor, a reconocer como hermanas y hermanos a todos los que cumplen la voluntad de Dios, sin detenernos en las apariencias exteriores, en los nombres, en los vínculos construidos por el hombre. Los confines de tu familia, de tu Iglesia, están verdaderamente exterminados y no podemos delimitarlos nosotros: enséñanos a ser compañeros de camino hacia la unidad de tu amor.
CONTEMPLATIO
¡Hijos! ¡Hermanos! ¡Amigos! Hombres desconocidos y ya amados por nosotros como ligados recíprocamente -vosotros a nosotros y nosotros a vosotros- por un parentesco superior al de la sangre, al del territorio, al de la cultura; un parentesco que es una solidaridad de destinos, una comunión de fe -ya existente o que debemos suscitar-, una unidad misteriosa que nos hace cristianos, una sola cosa en Cristo.
Todas las distancias están superadas, caen las diferencias, se disuelven las desconfianzas y las reservas; estamos juntos, como si no fuéramos extraños los unos a los otros (Insegnamenti di Paolo VI, Ciudad del Vaticano 1968, VI, p. 693).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,35).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Cristo, enviado por el Padre, concede al hombre -de manera individual o en grupos, por categorías de edades, según las distintas épocas, etc.- citas de amor. Ahora bien, para estas citas, es éí quien elige, por medio del Espíritu Santo, lugares y momentos diferentes. Es preciso respetarlos. No le corresponde al hombre elegir, ni siquiera a los teólogos. Si bien es preciso querer con todas nuestras fuerzas encontrar al Cristo total, para llegar a una vida de fe equilibrada y firme, también es preciso respetar los itinerarios de cada uno. [...]
Desde hace varias decenas de años estamos admirando a muchos jóvenes y adultos que se han ido poniendo, de manera progresiva, al servicio de sus hermanos, en especial al de los más pobres. Comprometidos en su ambiente social, en su profesión, en su barrio, en los grupos humanos en que estaban insertos de una manera natural, han descubierto poco a poco en el curso de su vida militante al Cristo vivo. Aunque han empleado mucho tiempo en identificarlo, los que han sido testigos de su lucha generosa y de su ascenso espiritual no han tenido la menor duda de que, desde el principio de su actividad y en el corazón de la misma, estaba Cristo misteriosamente presente. Hace falta tener mala fe para no admitirlo, para no arrodillarse delante de ciertas vidas militantes que arden de amor por sus hermanos.
«Ahora bien, ¿se trata de verdadera caridad?», se preguntan inquietos algunos, desconcertados al ver florecer rosas fuera de los parterres bien rastrillados. Es cierto que hemos encontrado militantes que no «practicaban» de una manera regular o no practicaban en absoluto al comienzo de su vida militante. ¿Por qué sorprenderse? ¿Debemos cortar el amor a rebanadas? No hay más que un solo amor. Amar es siempre abandonarse, olvidarse, por el otro, por los otros, «Dios está presente en todo amor auténtico» (1 Jn 4).
Los teólogos discuten también y estudian la naturaleza de esta presencia: es tarea suya. Pero que se abstengan ellos, y también nosotros, de asignar o negar a sus hermanos carnets de identidad cristiana. El Evangelio nos enseña que es preciso desconfiar de las categorías demasiado definidas. El Amor no sabe qué hacer con ellas (M. Quoist, Cristo é vivo, Turín 91980, pp. 155-157).