«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc
22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su Última Cena y de
la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al
encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba
a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento
que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la
transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos,
para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo.
En el deseo
de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por
su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el
amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo
que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los
hijos de Dios (cf. Rom 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos
verdaderamente deseo de él? ¿Sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su
encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la
Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en
otras cosas?
Por las
parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que
hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su
cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin
excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una
realidad actual, precisamente en aquellos países en los que Él había mostrado su
particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que
vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su
cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas
completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se
preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial?
¿En qué consiste este traje y cómo se consigue? Su respuesta dice así: Los que
han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre
la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor
no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística
exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está
muerta.
Sabemos por
los cuatro Evangelios que la Última Cena de Jesús, antes de la Pasión, fue
también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los
elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están
indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró.
Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús
en el momento central de la Cena: «agradecer» y «bendecir». El movimiento
ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las
palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son
palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre
por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza
transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los
da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y
último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la
comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal
como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la
Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo
tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos.
Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús
repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en
su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por
nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta
súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino
que apunta a todos los que creerán en él. Pide que todos sean uno «como
tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17,20-21).
La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente
unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y
apertura a la unidad con él son esenciales. Esta unidad no es algo solamente
interior, místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el
mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica
tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en
la Primera carta a los Corintios: «El pan que
partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del
mismo pan» (1 Cor 10,16s). La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos
nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso
significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno entre
todos nosotros.
La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el
Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre todos. La Eucaristía es
sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario, y crea así a la vez
la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el
Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La
celebramos necesariamente juntos. En cada comunidad está el Señor en su
totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte
necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras: «y
con el Papa N.
y con nuestro Obispo N.». Esto no es un añadido exterior a lo que sucede
interiormente, sino expresión necesaria de la realidad eucarística misma. Y
nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la unidad es totalmente concreta,
tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte en signo para el
mundo y establece para nosotros mismos un criterio concreto.
Queridos
peregrinos, queridos hermanos y hermanas:
Cada día, la oración del Ángelus nos ofrece la posibilidad de meditar unos
instantes, en medio de nuestras actividades, en el misterio de la encarnación
del Hijo de Dios. A mediodía, cuando las primeras horas del día comienzan a
hacer sentir el peso de la fatiga, nuestra disponibilidad y generosidad se
renuevan gracias a la contemplación del "sí" de María. Ese "sí" limpio y sin
reservas se enraíza en el misterio de la libertad del María, libertad plena y
total ante Dios, sin ninguna complicidad con el pecado, gracias al privilegio de
su Inmaculada Concepción.
Este privilegio concedido a María, que la distingue de nuestra condición común,
no la aleja, más bien al contrario la acerca a nosotros. Mientras que el pecado
divide, nos separa unos de otros, la pureza de María la hace infinitamente
cercana a nuestros corazones, atenta a cada uno de nosotros y deseosa de nuestro
verdadero bien. Estáis viendo, aquí, en Lourdes, como en todos los santuarios
marianos, que multitudes inmensas llegan a los pies de María para confiarle lo
que cada uno tiene de más íntimo, lo que lleva especialmente en su corazón. Lo
que, por miramiento o por pudor, muchos no se atreven a veces a confiar ni
siquiera a los que tienen más cerca, lo confían a Aquella que es toda pura, a su
Corazón Inmaculado: con sencillez, sin fingimiento, con verdad. Ante María,
precisamente por su pureza, el hombre no vacila a mostrarse en su fragilidad, a
plantear sus preguntas y sus dudas, a formular sus esperanzas y sus deseos más
secretos. El amor maternal de la Virgen María desarma cualquier orgullo; hace al
hombre capaz de verse tal como es y le inspira el deseo de convertirse para dar
gloria a Dios.
María nos muestra de este modo la manera adecuada de acercarnos al Señor. Ella
nos enseña a acercarnos a Él con sinceridad y sencillez. Gracias a Ella,
descubrimos que la fe cristiana no es un fardo, sino que es como una ala que nos
permite volar más alto para refugiarnos en los brazos de Dios.
La vida y la fe del pueblo creyente manifiestan que la gracia de la Inmaculada
Concepción hecha a María no es sólo una gracia personal, sino para todos, una
gracia hecha al entero pueblo de Dios. En María, la Iglesia puede ya contemplar
lo que ella está llamada a ser. En Ella, cada creyente puede contemplar desde
ahora la realización cumplida de su vocación personal. Que cada uno de nosotros
permanezca siempre en acción de gracias por lo que el Señor ha querido revelar
de su designio salvador a través del misterio de María. Misterio en el que
estamos todos implicados de la más impresionante de las maneras, ya que desde lo
alto de la Cruz, que celebramos y exaltamos hoy, Jesús mismo nos ha revelado que
su Madre es Madre nuestra. Como hijos e hijas de María, aprovechemos todas las
gracias que le han sido concedidas, y la dignidad incomparable que le procura su
Concepción Inmaculada redunda sobre nosotros, sus hijos.
Aquí, muy cerca de la gruta, y en comunión especial con todos los peregrinos
presentes en los santuarios marianos y con todos los enfermos de cuerpo o alma
que buscan consuelo, bendecimos al Señor por la presencia de María en medio de
su pueblo y a Ella dirigimos con fe nuestra oración:
«Santa María, tú que te apareciste aquí, hace ciento
cincuenta años, a la joven Bernadette, "tú eres la verdadera fuente de
esperanza" (Dante). Como peregrinos confiados, llegados de todos los lugares,
venimos una vez más a sacar de tu Inmaculado Corazón fe y consuelo, gozo y amor,
seguridad y paz. Monstra Te esse Matrem. Muéstrate como una Madre para
todos, oh María. Danos a Cristo, esperanza del mundo. Amén».
Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles
13 de
abril de 2011
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,
En las Audiencias Generales de estos últimos dos años, nos han
acompañado las figuras de muchos Santos y Santas: hemos aprendido a
conocerles desde cerca y a entender que toda la historia de la
Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con
su caridad, con su vida fueron los faros de muchas generaciones, y
lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de muchos modos
la presencia potente y transformadora del Resucitado; dejaron que
Cristo tomase tan plenamente sus vidas que podían afirmar como san
Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí”
(Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en
comunión con ellos, “nos une a Cristo, del
cual, como de la Fuente y la Cabeza, emana toda la gracia y toda la
vida del mismo Pueblo de Dios” (Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm.
Lumen gentium 50. Al final de este ciclo de catequesis, quisiera
ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A
menudo se piensa que la santidad es un objetivo reservado a unos
pocos elegidos. San Pablo, sin embargo, habla del gran diseño de
Dios y afirma: “En él – Cristo – (Dios) nos ha
elegido antes de la creación del mundo, y para que fuéramos santos e
irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y
habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo,
en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los
siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo
dice después: “porque Dios quiso que en él
residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios
viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera
que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr
Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única
suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en
todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la
vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias,
sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer
nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La
medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que
Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu
Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos
a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a
los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la
imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva
será mi vida llena de Ti” (Confesiones, 10,28). El Concilio
Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad
de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está
excluido: “Una misma es la santidad que
cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los
que son guiados por el Espíritu de Dios ...siguen a Cristo pobre,
humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos
partícipes de su gloria” (nº41).
Pero permanece la pregunta: ¿Cómo podemos recorrer el camino de
santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas?
La respuesta está clara: una vida santa no es fruto principalmente
de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres
veces Santo ( (cfr Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del
Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior, es la vida
misma de Cristo Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos
transforma. Para decirlo otra vez según el Concilio Vaticano II: “Los
seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras,
sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el
Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe,
verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y,
por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que
con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la
santificación que recibieron” (ibid., 40). La santidad tiene,
por tanto, su raíz principal en la gracia bautismal, en el ser
introducidos en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos
comunica su Espíritu, su vida de Resucitado, san Pablo destaca la
transformación que obra en el hombre la gracia bautismal y llega a
acuñar una terminología nueva, forjada con la preposición “con”:
con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con
Cristo; nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo. “Por
el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como
Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos
una Vida nueva” (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra
libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que
comportan, pide que nos dejemos transformar por la acción del
Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones
se conviertan en el pensar y en el actuar con Cristo y de Cristo?
¿Cuál es el alma de la santidad? De nuevo el Concilio Vaticano II
precisa; nos dice que la santidad no es otra cosa que la caridad
plenamente vivida. “Nosotros hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que
permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él”
(1Jn 4,16). Ahora, Dios ha difundido ampliamente su amor en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cfr Rm
5,5); por esto el primer don y el más necesario es la caridad, con
la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a
Él. Para que la caridad como una buena semilla, crezca en el alma y
nos fructifique, todo fiel debe escuchar voluntariamente la Palabra
de Dios, y con la ayuda de su gracia, realizar las obras de su
voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo
en la Eucaristía y en la santa liturgia, acercarse constantemente a
la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio activo a los
hermanos y al ejercicio de toda virtud. La caridad, de hecho, es
vínculo de la perfección y cumplimiento de la ley (cfr Col 3,14; Rm
13, 10), dirige todos los medios de santificación, da su forma y la
conduce a su fin. Quizás también este lenguaje del Concilio Vaticano
II es un poco solemne para nosotros, quizás debemos decir las cosas
de un modo todavía más sencillo. ¿Qué es lo más esencial? Esencial
es no dejar nunca un domingo sin un encuentro con el Cristo
Resucitado en la Eucaristía, esto no es una carga, sino que es luz
para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al
menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida,
seguir las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado en el
Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la definición de la
caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la
verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro
con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al
final de la jornada; seguir, en las decisiones, las “señales del
camino” que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de la
caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo
sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen
gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad
de la vida cristiana, del ser santos.
He aquí el porqué de que San agustín, comentando el cuarto capítulo
de la 1ª Carta de San Juan puede afirmar una cosa sorprendente: "Dilige
et fac quod vis", “Ama y haz lo que
quieras”. Y continúa: “Si callas, calla
por amor; si hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor,
si perdonas, perdona por amor, que esté en ti la raíz del amor,
porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien”
(7,8: PL 35). Quien se deja conducir por el amor, quien vive la
caridad plenamente es Dios quien lo guía, porque Dios es amor. Esto
significa esta palabra grande: "Dilige et fac quod vis", “Ama y haz
lo que quieras”.
Quizás podríamos preguntarnos: ¿podemos nosotros, con nuestras
limitaciones, con nuestra debilidad, llegar tan alto? La Iglesia,
durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una fila de
santos, quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y
seguir a Cristo en su vida cotidiana. Ellos nos dicen que es posible
para todos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia
de la Iglesia, en toda latitud de la geografía del mundo, los santos
pertenecen a todas las edades y a todo estado de vida, son rostros
concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre
sí. En realidad, debo decir que también según mi fe personal muchos
santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la
historia. Y quisiera añadir que para mí no sólo los grandes santos
que amo y conozco bien son “señales en el camino”, sino que también
los santos sencillos, es decir las personas buenas que veo en mi
vida, que nunca serán canonizados. Son personas normales, por
decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero que en su
bondad de todos los días, veo la verdad de la fe. Esta bondad, que
han madurado en la fe de la Iglesia y para mi la apología segura del
cristianismo y la señal de donde está la verdad.
En la comunión con los santos, canonizados y no canonizados, que la
Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros
disfrutamos de su presencia y de su compañía y cultivamos la firme
esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida
beata, la vida eterna.
Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la
vocación cristiana vista desde esta luz! Todos estamos llamados a la
santidad: es la medida misma de la vida cristiana. Una vez más san
Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe: “Sin
embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la
medida que Cristo los ha distribuido... El comunicó a unos el don
de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del
Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos
para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de
Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la
madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4,7.11-13).
Quisiera invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo,
que transforma nuestra vida, para ser, también nosotros, como piezas
del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia,
para que el Rostro de Cristo resplandezca en la plenitud de su
fulgor. No tengamos miedo de mirar hacia lo alto, hacia la altura de
Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino que
dejemos guiarnos en todas las acciones cotidianas por su Palabra,
aunque si nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él el
que nos transforme según su amor. Gracias.
En el Evangelio de san Marcos hay un pasaje en el que se narra que, después de
días de estrés, el Señor dijo a los discípulos: «Venid
conmigo a un lugar solitario y descansad un poco» (Mc 6,31). Y como la
palabra de Cristo no está nunca vinculada solamente al momento en que la
pronuncia, he aplicado también a mí esta invitación a los discípulos y he venido
a este lugar hermoso y tranquilo [Bressanone] para descansar un poco. Debo dar
gracias...
El Evangelio de este domingo [Mt 14,22s; XIX del T. O., Ciclo A] nos lleva, de
este lugar de reposo, a la vida cotidiana. Narra cómo, después de la
multiplicación de los panes, el Señor va a la montaña para permanecer solo con
el Padre. Entretanto, los discípulos están en el lago y con su mísera barquita
se esfuerzan en vano por dominar el viento contrario. Este episodio tal vez se
le presenta al evangelista como una imagen de la Iglesia de su tiempo: cómo esta
barquita, que era la Iglesia de entonces, se hallaba en el viento contrario de
la historia y cómo parecía que el Señor la había olvidado.
También nosotros podemos ver allí una imagen de la Iglesia de nuestro tiempo,
que en muchas partes de la tierra fatiga por avanzar a pesar del viento
contrario y parece que el Señor está muy lejos. Pero el Evangelio nos da
respuesta, consolación y ánimo y al mismo tiempo nos indica un camino. En efecto
nos dice: sí, es verdad, el Señor está junto al Padre, pero precisamente por eso
no está lejos, sino que ve a cada uno, porque quien está con Dios no se marcha,
sino que está junto al prójimo. Y, en realidad, el Señor los ve y en el momento
oportuno va hacia ellos. Y cuando Pedro, yendo a su encuentro corre el riesgo de
ahogarse, él lo toma de la mano y lo pone a salvo, en la barca. El Señor también
a nosotros nos toma continuamente de la mano: lo hace mediante la belleza de un
domingo, mediante la liturgia solemne, en la oración con la que nos dirigimos a
él, en el encuentro con la palabra de Dios, en múltiples situaciones de la vida
diaria. Él nos toma de la mano. Y sólo si nosotros agarramos la mano del Señor,
si nos dejamos guiar por él, nuestro camino será justo y bueno.
Por esto queremos rezarle, para que logremos encontrar siempre nuevamente su
mano. Y al mismo tiempo esto implica una exhortación: que en su nombre, tendamos
nuestra mano a los demás, a los que tienen necesidad, para guiarlos a través de
las aguas de nuestra historia.
En estos días, queridos amigos, he vuelto a pensar también en la experiencia que
viví en Sydney [12-21-VII-2008], donde encontré los rostros alegres de tantos
muchachos y muchachas de todas las partes del mundo. Y así ha madurado en mí una
reflexión sobre este acontecimiento que quisiera compartir con vosotros. En la
gran metrópoli de la joven nación australiana aquellos jóvenes fueron un signo
de alegría auténtica, a veces rumorosa pero siempre pacífica y positiva. A pesar
de que fueron tantos, no causaron desórdenes ni ningún daño. Para estar alegres
no necesitaron recurrir a modos descomedidos y violentos, al alcohol y a
sustancias estupefacientes. Reinaba en ellos la alegría de encontrase y
descubrir juntos un mundo nuevo.
¿Cómo no hacer una comparación con sus coetáneos que, en busca de falsas
evasiones, consuman experiencias degradantes que desembocan no raramente en
tragedias desconcertantes? Este es un producto típico de la llamada actualmente
«sociedad del bienestar» que, para colmar un vacío interior y el aburrimiento
que lo acompaña, induce a probar experiencias nuevas, más emocionantes, más
«extremas». Incluso las vacaciones corren así el riesgo de disiparse siguiendo
en vano espejismos de placer. Pero de este modo el espíritu no reposa, el
corazón no experimenta alegría y no halla paz, al contrario, termina por estar
todavía más cansado y triste que antes. Me he referido a los jóvenes, porque son
los más sedientos de vida y experiencias nuevas, y por ello también los que
corren mayor riesgo. Pero la reflexión vale para todos nosotros: la persona
humana se regenera verdaderamente sólo en la relación con Dios, y a Dios se le
encuentra aprendiendo a escuchar su voz en la quietud interior y en el silencio
(cf. 1 R 19,12).
Recemos para que en una sociedad en la que se corre cada vez más, las vacaciones
sean días de verdadera distensión durante los cuales se sepa sacar momentos para
el recogimiento y la oración, indispensables para encontrarse profundamente a sí
mismos y a los demás. Lo pedimos por intercesión de María santísima, Virgen del
silencio y de la escucha.
La liturgia de hoy [Domingo XXI del T. O., Ciclo C] nos propone unas palabras de
Cristo iluminadoras y al mismo tiempo desconcertantes. Durante su última subida
a Jerusalén, uno le pregunta: «Señor, ¿serán pocos los que
se salven?». Y Jesús le responde: «Esforzaos en
entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán»
(Lc 13,23-24). ¿Qué significa esta «puerta estrecha»? ¿Por qué muchos no logran
entrar por ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos?
Si se observa bien, este modo de razonar de los interlocutores de Jesús es
siempre actual: nos acecha continuamente la tentación de interpretar la práctica
religiosa como fuente de privilegios o seguridades. En realidad, el mensaje de
Cristo va precisamente en la dirección opuesta: todos pueden entrar en la vida,
pero para todos la puerta es «estrecha». No hay privilegiados. El paso a la vida
eterna está abierto para todos, pero es «estrecho» porque es exigente, requiere
esfuerzo, abnegación, mortificación del propio egoísmo.
Una vez más, como en los domingos pasados, el evangelio nos invita a considerar
el futuro que nos espera y al que nos debemos preparar durante nuestra
peregrinación en la tierra. La salvación, que Jesús realizó con su muerte y
resurrección, es universal. Él es el único Redentor, e invita a todos al
banquete de la vida inmortal. Pero con una sola condición, igual para todos: la
de esforzarse por seguirlo e imitarlo, tomando sobre sí, como hizo él, la propia
cruz y dedicando la vida al servicio de los hermanos. Así pues, esta condición
para entrar en la vida celestial es única y universal.
En el último día -recuerda también Jesús en el evangelio- no seremos juzgados
según presuntos privilegios, sino según nuestras obras. Los «obradores de
iniquidad» serán excluidos y, en cambio, serán acogidos todos los que hayan
obrado el bien y buscado la justicia, a costa de sacrificios. Por tanto, no
bastará declararse «amigos» de Cristo, jactándose de falsos méritos: «Hemos
comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas» (Lc 13,26).
La verdadera amistad con Jesús se manifiesta en el modo de vivir: se expresa con
la bondad del corazón, con la humildad, con la mansedumbre y la misericordia,
con el amor por la justicia y la verdad, con el compromiso sincero y honrado en
favor de la paz y la reconciliación. Podríamos decir que este es el «carné de
identidad» que nos distingue como sus «amigos» auténticos; es el «pasaporte» que
nos permitirá entrar en la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, si también nosotros queremos pasar por la puerta
estrecha, debemos esforzarnos por ser pequeños, es decir, humildes de corazón
como Jesús, como María, Madre suya y nuestra. Ella fue la primera que, siguiendo
a su Hijo, recorrió el camino de la cruz y fue elevada a la gloria del cielo,
como recordamos hace algunos días. El pueblo cristiano la invoca como Ianua
caeli, Puerta del cielo. Pidámosle que, en nuestras opciones diarias, nos
guíe por el camino que conduce a la «puerta del cielo».
En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que tendrá
que “ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de
los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y
resucitar al tercer día” (Mt 16,21). ¡Todo parece
trastornarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que
“el Cristo, el Hijo de Dios vivo” pueda sufrir hasta la muerte? El
apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y
dice al maestro: “¡Lejos de ti, Señor! De
ningún modo te sucederá eso” (v. 22).
Aparece evidente la divergencia ente el designio del amor del Padre,
que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a
la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los
discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la
realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito
social, al bienestar físico y económico ya no se razona según la
voluntad de Dios sino según los hombres (v.23). Pensar según el
mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, es
casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a
Pedro una palabra particularmente dura: “¡Quítate
de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí!” (ibid). El
Señor enseña que “el camino de los discípulos es un seguirle a Él,
al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el
signo de la cruz… como el camino del “perderse a sí mismo”, que es
necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible
encontrarse a sí mismo” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 337).
Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la
invitación: “Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24).
El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, a
pesar de que a los ojos del mundo aparece como un fracaso y una
“pérdida de la vida” (cf. Ibid. 25-26), sabiendo que no la lleva
solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de donación.
Escribe el Siervo de Dios Pablo VI: “Misteriosamente,
el mismo Cristo, para erradicar del corazón del hombre el pecado de
la presunción y manifestar al Padre una obediencia íntegra y filial,
acepta… morir en una cruz” (Ex. Ap. Gaudete in Domino (9 mayo
1975), AAS 67, [1975], 300-301). Aceptando voluntariamente la
muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en
fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén
comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a
quien estaba ciego por la ignorancia, ha liberado a quien era
prisionero del pecado, ha llevado la redención a toda la humanidad”
(Catechesis Illuminandorum XIII,1: de Christo crucifixo et
sepulto: PG 33, 772 B).
Confiamos nuestra oración a la Virgen María y a San Agustín, de
quien hoy se celebra la memoria litúrgica, para que cada uno de
nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje
transformar por la gracia divina, renovando el modo de pensar para
poder “distinguir cuál la voluntad de Dios: lo
que es bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom.12, 2).
En el evangelio de este domingo [XX del T. O., Ciclo C] hay una expresión de
Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien.
Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo
dice a sus discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer al
mundo paz? No, sino división». Y añade: «En
adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra
tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la
madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la
nuera contra la suegra» (Lc 12,51-53). Quien conozca, aunque sea
mínimamente, el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por
excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, «es nuestra paz» (Ef 2,14),
muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino
de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras
suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice -según la redacción de san Lucas-
que ha venido a traer la «división», o -según la redacción de san Mateo- la
«espada»? (Mt 10,34).
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de
simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una
lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es
contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre,
contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y
al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas
persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en
favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán,
sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus
mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero
para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a
Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se
convierten en «instrumentos de su paz», según la célebre expresión de san
Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada
con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf.
Rm 12,21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha
de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los
tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre
testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
Me emociona celebrar aquí, una vez más, la Eucaristía, la Acción de Gracias, con
tanta gente llegada de distintas partes de Alemania y de los países limítrofes.
Dirijamos nuestro agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual vivimos y nos
movemos. También a todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de Pedro,
para que siga ejerciendo su ministerio con alegría y esperanza confiada,
confirmando a los hermanos en la fe.
"Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el
perdón y la misericordia…", hemos dicho en la oración colecta. En la
primera lectura, hemos escuchado cómo Dios ha manifestado en la historia de
Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en Babilonia había
hecho caer al pueblo en una crisis de fe: ¿Por qué sobrevino esta calamidad?
¿Acaso Dios no era verdaderamente poderoso?
Ante todas las cosas terribles que suceden hoy en el mundo, hay teólogos que
dicen que Dios no puede ser omnipotente. Frente a esto, profesamos nuestra fe en
Dios Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Nos alegramos y agradecemos
que Él sea todopoderoso. Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él
ejerce su poder de manera distinta a como suelen hacer los hombres. Él mismo ha
puesto un límite a su poder al reconocer la libertad de sus criaturas. Estamos
alegres y agradecidos por el don de la libertad. Sin embargo, cuando vemos las
cosas tremendas que suceden por su causa, nos asustamos. Confiemos en Dios, cuyo
poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Queridos
hermanos, no dudemos de que Dios desea la salvación de su pueblo. Desea nuestra
salvación. Siempre, y sobre todo en los tiempos de peligro y de cambio radical,
Él nos acompaña, su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre nosotros.
Para que el poder de su misericordia pueda alcanzar nuestros corazones, es
necesario que nos abramos a Él, que estemos dispuestos a abandonar el mal, a
superar la indiferencia y a dar cabida a su Palabra. Dios respeta nuestra
libertad. No nos coacciona.
Jesús retoma en el Evangelio este tema fundamental de la predicación profética.
Narra la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en la viña.
El primer hijo responde: "«No quiero».
Pero después se arrepintió y fue" (Mt 21, 29). El
otro, sin embargo, dijo al padre: "«Voy, señor». Pero no
fue" (Mt 21, 30). A la pregunta de Jesús, sobre quién de los dos ha hecho
la voluntad del padre, los que le escuchaban responden: "El
primero" (Mt 21, 31). El mensaje de la parábola es claro: no cuentan las
palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de fe. Jesús dirige este
mensaje a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a los que
entienden de religión en el pueblo de Israel. En un primer momento, ellos dicen
"sí" a la voluntad de Dios, pero su religiosidad acaba siendo una rutina, y Dios
ya no les inquieta. Por esto perciben el mensaje de Juan el Bautista y de Jesús
como una molestia. Así, el Señor concluye su parábola con palabras drásticas: "Los
publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios.
Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le
creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y, aun
después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis" (Mt 21,
31-32). Traducida al lenguaje de nuestro tiempo, la afirmación podría sonar más
o menos así: los agnósticos que no encuentran paz por la cuestión de Dios; las
personas que sufren a causa de nuestros pecados y tienen deseo de un corazón
puro, están más cercanos al Reino de Dios que los fieles rutinarios, que ya
solamente ven en la Iglesia el boato, sin que su corazón quede tocado por la fe.
De este modo, la palabra de Jesús nos debe hacer reflexionar, es más, nos debe
impactar a todos. Sin embargo, esto no significa en modo alguno que todos los
que viven en la Iglesia y trabajan en ella deban ser considerados alejados de
Jesús y del Reino de Dios. No, absolutamente no. En este momento, más bien
debemos dirigir una palabra de profundo agradecimiento a tantos colaboradores,
empleados y voluntarios, sin los cuales sería impensable la vida en las
parroquias y en toda la Iglesia. La Iglesia en Alemania tiene muchas
instituciones sociales y caritativas, en las cuales el amor por el prójimo se
lleva a cabo de una forma socialmente eficaz y que llega a los confines de la
tierra. Quisiera expresar mi gratitud y aprecio a todos aquellos que colaboran
en Caritas alemana o en otras organizaciones, o que generosamente ponen a
disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas de voluntariado en la
Iglesia. Este servicio requiere, ante todo, una competencia objetiva y
profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de Jesús se necesita algo más:
un corazón abierto, que se deja conmover por el amor de Cristo, y así presta al
prójimo que nos necesita más que un servicio técnico: amor, con el que se
muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces preguntémonos: ¿Cómo es mi
relación personal con Dios, en la oración, en la participación a la Misa
dominical, en la profundización de la fe mediante la meditación de la Sagrada
Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica? Queridos amigos, en
último término, la renovación de la Iglesia puede llevarse a cabo solamente
mediante la disponibilidad a la conversión y una fe renovada.
En el Evangelio de este domingo se habla de dos hijos, tras los cuales, está de
modo misterioso un tercero. El primer hijo dice no, pero hace lo que se le
ordena. El segundo dice sí, pero no cumple la voluntad del padre. El tercero
dice "sí" y hace lo que se le ordena. Este tercer hijo es el Hijo unigénito de
Dios, Jesucristo, que nos ha reunido a todos aquí. Jesús, entrando en el mundo,
dijo: "He aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu
voluntad" (Hb 10, 7). Este "sí", no solamente lo pronunció, sino que
también lo cumplió. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice: "El
cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al
contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho
semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se
humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz"
(Flp 2, 6-8). En la humildad y la obediencia, Jesús ha cumplido la voluntad del
Padre, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas y nos ha redimido de
nuestra soberbia y obstinación. Démosle gracias por su sacrificio, doblemos
nuestra rodilla ante su Nombre y proclamemos junto con los discípulos de la
primera generación: "Jesucristo es Señor, para gloria de
Dios Padre" (Flp 2, 10).
La vida cristiana debe medirse continuamente con Cristo: "Tened
entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús" (Flp 2, 5),
escribe san Pablo en la introducción al himno cristológico. Algunos versículos
antes, había exhortado: "Si queréis darme el consuelo de
Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis
entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con
un mismo amor y un mismo sentir" (Flp 2, 1-2). Como Cristo estaba
totalmente unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a
Dios y tener entre ellos un mismo sentir. Queridos amigos, con Pablo me atrevo a
exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo. La
Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del futuro y
seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las personas
consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación especifica,
colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los movimientos se
sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y confirmados, en
comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe inalterada y dejan que
ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades. La Iglesia en Alemania
seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial, si permanece
fielmente unida a los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, si de diversos
modos cuida la colaboración con los países de misión y se deja también
"contagiar" en esto por la alegría en la fe de las iglesias jóvenes.
Pablo une la llamada a la humildad con la exhortación a la unidad: "No
obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los
demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad
todos el interés de los demás" (Flp 2, 3-4). La vida cristiana es una pro-existencia:
un ser para el otro, un compromiso humilde para con el prójimo y con el bien
común. Queridos fieles, la humildad es una virtud que hoy no goza de gran
estima, pero los discípulos del Señor saben que esta virtud es, por decirlo así,
el aceite que hace fecundos los procesos de diálogo, fácil la colaboración y
cordial la unidad. Humilitas, la palabra latina para "humildad", está
relacionada conhumus, es decir con la adherencia a la tierra, a la realidad. Las
personas humildes tienen los pies en la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a
Cristo, la Palabra de Dios, que renueva sin cesar a la Iglesia y a cada uno de
sus miembros.
Pidamos a Dios el ánimo y la humildad de avanzar por el camino de la fe, de
alcanzar la riqueza de su misericordia y de tener la mirada fija en Cristo, la
Palabra que hace nuevas todas las cosas, que para nosotros es "Camino,
Verdad y Vida" (Jn 14, 6), que es nuestro futuro. Amén.
El Evangelio de este domingo se
cierra con una amonestación de Jesús, particularmente severa,
dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del Pueblo:
“Por eso os digo: Se os quitará el Reino de
Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt
21,43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de
quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor,
especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la
plena fidelidad a Cristo. Él es “la piedra que
los constructores desecharon”, (cf. Mt 21,42), porque lo han
juzgado enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero Él
mismo, rechazado y crucificado, ha resucitado, convirtiéndose en la
“piedra angular” en la que se pueden
apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de cada existencia
humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los
viñadores infieles, a los cuales un hombre había confiado su propia
viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario
de la viña representa a Dios mismo, mientras la viña simboliza a su
pueblo, así como la vida que Él nos dona para que, con su gracia y
nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que “Dios
nos cultiva como un campo para hacernos mejores” (Sermo 87,
1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por
desgracia la respuesta del hombre se orienta muy a menudo a la
infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo
impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su
Hijo unigénito. Cuando, de hecho, “les envió a
su hijo –escribe el evangelista Mateo- …
[los labradores] agarrándole, le echaron fuera
de la viña y le mataron” (Mt 21,37.39). Dios se pone en
nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y
manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor,
que al final prevé también la justa punición para los malvados. (cf.
Mt 21,41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo,
permanezcamos en Él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí
mismo si no permanece en la vid. Solamente en Él, por Él y con Él se
edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió
el Siervo de Dios Pablo VI: “El primer fruto de la conciencia
profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado
descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima,
pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y
exaltada”. (Enc. Ecclesiam suam, 6 agosto 1964: AAS 56 [1964], 622).
Queridos amigos, el Señor es siempre cercano y operante en la
historia de la humanidad, y nos acompaña también con la singular
presencia de sus Ángeles, que hoy la Iglesia venera como
“Custodios”, es decir, ministros de la divina premura por cada
hombre. Desde el inicio hasta la hora de la muerte, la vida humana
está rodeada de su incesante protección. Y los Ángeles coronan a la
Augusta Reina de las Victorias, la Bienaventurada Virgen María del
Rosario, que en el primer domingo de octubre, precisamente en estos
momentos, desde el Santuario de Pompeya y desde el mundo entero,
acoge la súplica ferviente para que sea abatido el mal y se revele,
en plenitud, la bondad de Dios.
DIOS HABLA EN EL SILENCIO De la catequesis de S. S. Benedicto XVI en la
audiencia general del miércoles 10 de agosto de 2011
Queridos
hermanos y hermanas:
En cada época, hombres y mujeres que consagraron su vida a Dios en la oración
-como los monjes y las monjas- establecieron sus comunidades en lugares
particularmente bellos, en el campo, sobre las colinas, en los valles de las
montañas, a la orilla de lagos o del mar, o incluso en pequeñas islas. Estos
lugares unen dos elementos muy importantes para la vida contemplativa: la
belleza de la creación, que remite a la belleza del Creador, y el silencio,
garantizado por la lejanía respecto a las ciudades y a las grandes vías de
comunicación.
El silencio es la condición ambiental que mejor favorece el recogimiento, la
escucha de Dios y la meditación. Ya el hecho mismo de gustar el silencio, de
dejarse, por decirlo así, «llenar» del silencio, nos predispone a la oración. El
gran profeta Elías, sobre el monte Horeb -es decir, el Sinaí- presencia un
huracán, luego un terremoto, y, por último, relámpagos de fuego, pero no
reconoce en ellos la voz de Dios; la reconoce, en cambio, en una brisa suave
(cf. 1 Re 19,11-13). Dios habla en el silencio, pero es necesario saberlo
escuchar. Por eso los monasterios son oasis en los que Dios habla a la
humanidad; y en ellos se encuentra el claustro, lugar simbólico, porque es un
espacio cerrado, pero abierto hacia el cielo.
Mañana, queridos amigos, haremos memoria de santa Clara de Asís. Por ello me
complace recordar uno de estos «oasis» del espíritu apreciado de manera especial
por la familia franciscana y por todos los cristianos: el pequeño convento de
San Damián, situado un poco más abajo de la ciudad de Asís, en medio de los
olivos que descienden hacia Santa María de los Ángeles. Junto a esta pequeña
iglesia, que san Francisco restauró después de su conversión, Clara y las
primeras compañeras establecieron su comunidad, viviendo de la oración y de
pequeños trabajos. Se llamaban las «Hermanas pobres», y su «forma de vida» era
la misma que llevaban los Frailes Menores: «Observar el santo Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo» (RCl 1,1), conservando la unión de la caridad
recíproca (cf. RCl 10,7) y observando en particular la pobreza y la humildad
vividas por Jesús y por su santísima Madre (cf. RCl 12,13).
El silencio y la belleza del lugar donde vive la comunidad monástica -belleza
sencilla y austera- constituyen como un reflejo de la armonía espiritual que la
comunidad misma intenta realizar. El mundo está lleno de estos oasis del
espíritu, algunos muy antiguos, sobre todo en Europa, otros recientes, otros
restaurados por nuevas comunidades. Mirando las cosas desde una perspectiva
espiritual, estos lugares del espíritu son la estructura fundamental del mundo.
Y no es casualidad que muchas personas, especialmente en los períodos de
descanso, visiten estos lugares y se detengan en ellos durante algunos días:
¡también el alma, gracias a Dios, tiene sus exigencias!
Recordemos, por tanto, a santa Clara. Pero recordemos también a otras figuras de
santos que nos hablan de la importancia de dirigir la mirada a las «cosas del
cielo», como santa Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, carmelita,
copatrona de Europa, que celebramos ayer.
Y hoy, 10 de agosto, no podemos olvidar a san Lorenzo, diácono y mártir, con una
felicitación especial a los romanos, que desde siempre lo veneran como uno de
sus patronos. Por último, dirijamos nuestra mirada a la santísima Virgen María,
para que nos enseñe a amar el silencio y la oración.
Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior,
siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste.
Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la
capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no
esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y
que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente
distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como
el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien
me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que
conoce la verdad.
¡Oh
eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti
suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me
elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún
capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza
sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia
que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si
oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y
podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la
comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».
Y yo
buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y
no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres,
el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los
siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino, la verdad y la vida,
y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que
la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de
infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las
cosas.
¡Tarde
te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de
mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba
sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba
contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora
te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé
con ansia la paz que procede de ti.
Cuando ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros
ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que
nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín
interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde,
apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos
a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando
lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos
preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de
los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede
pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de
tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin
embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas -y
mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus
placeres-, ella dijo:«Hijo, por lo que a mí respecta, ya
nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí,
lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear
que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico,
antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en
uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en
este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más,
cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y
perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró
el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en
tono de interrogación:«¿Dónde estaba?». Después,
viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:«Enterrad
aquí a vuestra madre».Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo
algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en
país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por
pensar así, y, mirándome a mí, dijo: «Mira lo que dice».
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió: «Sepultad este cuerpo
en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido
es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde
estéis».
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó
silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba. Nueve días después,
a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de
este mundo aquella alma piadosa y bendita.
Siempre que contemplo el gozo que me espera, desfallezco de admiración, porque
«este gozo lo encuentro dentro, fuera, debajo, arriba, rodeándome por todas
partes». Gozarás de todo, gozarás en todo. Tu gozo, según creo, fue anunciado,
por el Apocalipsis en aquella bendita mujer, rodeada del sol, con la luna a sus
pies y coronada de doce estrellas. Esta mujer, pienso, es el alma devota, hija
del Rey eterno y esposa y reina: hija en la creación, esposa en la adopción de
la gracia, reina en la perfección de la gloria. Se la nombra rodeada del sol por
hallarse adornada del esplendor de la caridad divina, y está coronada por la
magnificencia de la eterna felicidad; a esta felicidad le pertenecen los doce
placeres figurados en las doce estrellas del Apocalipsis, que embellecen y
complementan su dicha imperecedera.
Alma
devota, busca incansable este placer divino, despreciando toda consolación
humana, y aprende a soportar con paz toda contradicción de este mundo, en la
esperanza del disfrute seguro de aquella dicha celestial.
Escribe
Bernardo: «Corre veloz, alma, con la premura del ardiente deseo del espíritu y
el afecto del corazón, ya que al encuentro te sale el Señor de los
bienaventurados y tu Maestro, y no sólo el coro de los ángeles ni el de los
bienaventurados del cielo. Te espera el Dios Padre como a su hija queridísima,
el Dios Hijo como a su predilecta esposa, el Dios Espíritu Santo como a su
compañera entrañable. Te espera impaciente el Padre Dios, para constituirte
heredera universal de sus bienes; el Hijo de Dios, para ofrecerte al Padre como
conquista de su encarnación y recompensa de su sangre preciosísima; el Dios
Espíritu Santo, para que participes de su misma dulzura y bondad permanentes.
Toda la familia celestial del eterno Rey de los santos y de los espíritus
bienaventurados te espera para nombrarte conciudadano suyo».
Alma
devota, créeme: si eres capaz de saturarte desde ahora de tanto gozo divino como
te espera, juzgarás las dichas humanas como el suburbio de la ciudad celeste, y
te remontarás con veloz vuelo en el deseo de aquel disfrute permanente y seguro
de las dulzuras de la eterna bienaventuranza del cielo.
Fray
Junípero Serra, para no apenar a ancianos sus padres, emprendió el viaje a
América sin despedirse de ellos. Mientras esperaba en Cádiz el momento de
embarcar, les escribió esta carta, pero, por no saber ellos leer, la envió a un
fraile residente en Petra, el P. Francisco Serra, que no es familiar suyo, para
que éste se la leyera.
Amigo de mi corazón, me faltan en ésta palabras, aunque me sobren afectos para
despedirme y para repetiros la súplica del consuelo de mis padres, a quienes no
dudo no les faltará su aflicción. Yo quisiera poder infundirles la gran alegría
en que me encuentro, y pienso que me instarían a seguir adelante y no retroceder
nunca.
Deben advertir que el cargo de Predicador Apostólico, y máxime adjunto con el
actual ejercicio, es lo más que ellos podían desear para verme bien establecido.
Que su vida, como son ya tan viejos, es ya muy deleznable, y casi preciso que
sea breve. Y si la saben comparar a la eternidad verán claramente que no puede
ser más que un instante. Y siendo así, será muy del caso y muy conforme a la
santísima voluntad de Dios que reparen poco en la poquísima ayuda que yo les
pueda hacer en las conveniencias de esta vida para merecer de Dios nuestro Señor
que, si no nos volvemos a ver en esta vida, estemos juntos para siempre en la
Gloria.
Decirles que yo no dejo de sentir el no poder estar más cerca de ellos, como
estaba antes, para consolarles, pero pensando también que lo primero es lo
primero, y que antes que ninguna otra, lo primero es hacer la voluntad de Dios
cumpliéndola; por amor de Dios los he dejado, y si yo por amor de Dios y con su
gracia, tengo fuerza de voluntad para dejarlos, del caso será que también ellos,
por amor de Dios, estén contentos al quedar privados de mi compañía.
Que se hagan cargo de lo que sobre esto les dirá el confesor y verán que, en
verdad, ahora les ha entrado Dios por su casa. Con santa paciencia y resignación
ante la divina voluntad, poseerán sus almas, porque alcanzarán la vida eterna.
Que no atribuyan a nadie, sino sólo a Dios Nuestro Señor, lo que lamentan, y
verán cómo les será suave su yugo y se les mudará en gran consuelo lo que ahora
tal vez padecen como una aflicción. No es hora ya de alterarse ni afligirse por
ninguna cosa de esta vida, y así de conformarse en un todo con la voluntad de
Dios, procurando prepararse para bien morir, que es lo único que importa de
cuantas cosas pueda haber en esta vida, pues alcanzando aquélla, poco importa
que se pierda todo lo demás; y si no se alcanza, nada aprovecha todo lo demás.
Que se alegren de tener un sacerdote, aunque malo y pecador, que todos los días,
en el Santo Sacrificio de la Misa, ruega por ellos con todas sus fuerzas y
muchísimos días aplica por ellos solamente la Misa, porque el Señor los asista,
porque no les falte lo necesario para el sustento, les dé paciencia en los
trabajos, resignación a su santa voluntad, paz y unión con todo el mundo, valor
para resistir a las tentaciones del demonio y, finalmente, cuando convenga, una
muerte lúcida y en su santa gracia.
Si yo, con la ayuda de la gracia de Dios, llegase a ser un buen religioso,
serían más eficaces mis oraciones y no serían ellos poco interesados en esta
ganancia; y lo mismo digo de mi querida hermana en Cristo, Juana, y Miguel mi
cuñado: que no piensen en mí por ahora sino para encomendarme a Dios para que yo
sea un buen sacerdote y un buen ministro de Dios; que en esto estamos todos muy
interesados, y esto es lo que importa. Recuerdo que mi padre, cuando tuvo
aquella enfermedad, tan grave que lo extremaunciaron, y yo, que ya era
religioso, lo asistía, pensando que ya se moría, estando él y yo a solas, me
dijo: «Hijo mío, lo que te encargo es que seas un buen
religioso del Padre S. Francisco». Pues, padre mío, sabed que tengo
aquellas palabras tan presentes como si en este mismo instante las oyera de
vuestra boca. Y sabed también que para procurar ser un buen religioso emprendí
este camino.
No estéis afligidos porque yo haga vuestra voluntad, que es también la voluntad
de Dios.
De mi madre sé también que nunca se descuidó de encomendarme a Dios con el mismo
cariño para que yo fuese un buen religioso. Pues, madre mía, si tal vez por
vuestras oraciones Dios me ha puesto en este camino, estad contenta de lo que
Dios dispone y decid siempre en todos los trabajos: «Bendito
sea Dios y hágase su santa voluntad».
Quisiera llevar a sus corazones, Hermanitas, abundancia de los consuelos
espirituales, que les hicieran más gratos todavía de lo que ya son de ordinario
los presentes días. Pero qué les voy a decir para ello sino que acudan a la cuna
del Divino Niño con toda confianza y le ofrezcan, bien limpio y sencillo, su
corazón, para que quiera entrar en él; dispuestas a seguir sus santas
inspiraciones y compartir con él, sin reserva, así las glorias como las fatigas.
Por nosotras viene. Miren si es poco lo que nos quiere.
¿Y nosotras a él? Yo no lo sé, pero, si he de juzgar por mis obras y las de
algunas otras como yo, está nuestro amor muy resfriado. Por Dios, que pongamos
en ello remedio, y ofrezcamos con verdad al Niño que, de hoy en adelante, al
cumplir con nuestros deberes, hemos de imitar las virtudes del que, en su
nacimiento, se nos presenta como modelo. Y para que todas sepan a lo que nos
obligamos y a una trabajemos por lo mismo, apuntaré cuáles sean, a mi ver, estas
virtudes.
La obediencia a los designios del Padre celestial le trae al mundo, y la
obediencia a las potestades de la tierra le llevan, con sus padres, a nacer en
Belén. Correspondamos nosotras marchando sumisas a donde quiera que se nos envíe
y sujetándonos gustosas a la Regla y al trabajo que se nos imponga.
Acredita su humildad sometiéndose a los desprecios; sus parientes no le reciben:
para él no hay lugar en la posada. Mortifiquemos nuestro amor propio y no
obremos por bien parecer; que ni la vanidad nos seduzca, ni el resentimiento nos
consuma.
Su pobreza se manifiesta en los pañales con que se le envuelve en el pesebre que
le sirve de cuna y en el sitio que nace, un desmantelado establo. ¿Por qué
nosotras nos hemos de lastimar de que el hábito sea más o menos viejo, más o
menos remendada la toca, más o menos pobre la casa o mesa?
Su paciencia se demuestra en cómo acepta risueño los sufrimientos a que se
somete con su obediencia, humildad y pobreza; la hora de medianoche y la
estación fría en que nace, y, para que también al espíritu los sufrimientos
alcancen, sufre por sus padres que ve despreciados y padeciendo privaciones por
él y por lo que sabe le espera toda su vida y, muy especialmente, en su pasión y
muerte, que tiene a la vista.
Pero todas estas virtudes suponen otra más principal que les da realce, la de su
ardentísima caridad. Es tan grande, que dice: He venido
a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Por eso,
su Corazón arde en llamas de purísimo amor; con ese purísimo amor es menester
que amemos y tratemos a nuestros pobres, interesándonos muchísimo por su
bienestar temporal y eterno.
El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una
íntima unión con él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando
contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su
inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de
corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas,
sino que se prolongue día y noche sin interrupción.
Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos
expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones,
como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas
las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas
nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se
conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar
perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.
La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios
y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con
inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando,
llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe
dones mejores que toda la naturaleza visible.
Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra
nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de
verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una
inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia
divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que
nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos
inefables.
El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza
inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se
enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que
inflama su alma.
Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer
hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la
luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y
embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por
encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la
oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella
como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es
como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma.
¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del
Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es
posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que
hubiera preferido quedarse allá, a orillas del lago de Genesaret, con su barca,
con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta
aquí.
Según una antigua tradición durante la persecución de Nerón, Pedro quería
abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió
a Él preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde
vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy
a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y
permaneció aquí hasta su crucifixión.
Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a
sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema
potestad del mismo Cristo.
El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero -como se le consideraba-,
el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un
reino de sacerdotes».
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho
de que la misión de Cristo -Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey- continúa en la
Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás
en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona,
para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia,
es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su «sagrada
potestad» ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene
un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de
Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen
no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de
la cruz y de la resurrección.
La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más
profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la
voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino
que se expresa en la caridad y en la verdad.
El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa,
humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta
en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad!
¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más
aún, siervo de tus siervos.
¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su
potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de
Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid
a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y
los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del
desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre».
¡Sólo Él lo conoce!
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de
su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su
vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en
desesperación. Permitid, pues, -os lo ruego, os lo imploro con humildad y con
confianza- permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo Él tiene palabras de vida,
sí, de vida eterna!
Con la celebración
del 50º aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II se concluyó la
primera fase del “después del Concilio” y se abre otra. Si la primera fase ha
estado caracterizada por los problemas relativos a la “recepción” del Concilio,
esta nueva se caracterizará, creo, por el completar e integrar el Concilio; en
otras palabras, el releer el Concilio a la luz de los frutos producidos, dando
luz también a lo que falta, o que estaba presente solo en la fase seminal.
La mayor novedad del post
Concilio, en la teología y en la vida de la Iglesia, tiene un nombre precioso:
el Espíritu Santo. El Concilio no había ignorado su acción en la Iglesia, pero
había hablado casi siempre en passant, mencionándolo a menudo, pero sin
dar luz al rol central, ni tampoco en la constitución sobre la Liturgia. En una
conversación, en el tiempo en el que estábamos juntos en la Comisión Teológica
Internacional, recuerdo que el padre Yves Congar usó una imagen fuerte respecto
a esto; habló de un Espíritu Santo, esparcido aquí y allí en los textos, como se
hace con el azúcar sobre los dulces que, sin embargo, no entra a formar parte de
la composición de la masa.
El deshielo sin embargo había
comenzado. Podemos decir que la esperanza de san Juan XXIII del concilio como de
“un nuevo Pentecostés para la Iglesia” ha encontrado su actuación solo después,
con el concilio concluido, como ha sucedido a menudo, por otro lado, en la
historia de los concilios.
En el año entrante se celebra el
50º aniversario del inicio, en la Iglesia católica, de la Renovación
Carismática. Es uno de los muchos signos -el más evidente por la vastedad del
fenómeno- del despertar del Espíritu y de los carismas en la Iglesia. El
Concilio había allanado el camino a su acogida, hablando, en la Lumen
gentium, de la dimensión carismática de la Iglesia, junto a esa
institucional y jerárquica, e insistiendo en la importancia de los carismas. En
la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmó:
“Mirando a la historia de la época
post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que
frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y
que hacen casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la
acción eficaz del Espíritu Santo”.
Contemporáneamente, la renovada
experiencia del Espíritu Santo ha estimulado la reflexión teológica. Después del
concilio se han multiplicado los tratados sobre el Espíritu Santo: entre los
católicos, el del mismo Congar, de K. Rahner, de H.Mühlen y de von Balthasar;
entre los luteranos el de J. Moltmann y de M. Welker, y de muchos otros. Por
parte del magisterio ha estado la encíclica de san Juan Pablo II “Dominum et
vivificantem”. Con ocasión del XVI centenario del concilio de
Constantinopla del 381, el mismo Sumo Pontífice promovió un congreso
internacional de Pneumatología en el Vaticano, cuyos actos fueron publicados por
la Librería Editrice Vaticana, en dos grandes volúmenes titulados
“Credo in Spiritum Sanctum” .
En los últimos años estamos
asistiendo a un paso decidido hacia delante en esta dirección. Hacia el final de
su carrera, Karl Barth hizo una afirmación provocadora que era, en parte,
también una autocrítica. Dijo que en un futuro se desarrollaría una teología
diferente, la “teología del tercer artículo”. En el mismo sentido se expresó
Karl Rahner. Por “tercer artículo” se entiende, naturalmente, el artículo del
credo sobre el Espíritu Santo. La sugerencia no cayó en el vacío. De aquí se
inició la actual corriente denominada, precisamente, “Teología del tercer
artículo”.
No creo que tal corriente quiera
sustituir a la teología tradicional (sería un error si lo pretendiera), sino más
bien estar a su lado y vivificarla. Esta se propone hacer del Espíritu Santo no
solo el objeto del tratado que a él se refiere, la Pneumatología, sino por así
decir la atmósfera en la que se desarrolla toda la vida de la Iglesia y cada
búsqueda teológica, la “luz de los dogmas”, como un antiguo Padre de la Iglesia
definía al Espíritu Santo.
La exposición más completa de esta
reciente corriente teológica es el volumen de ensayos que apareció en inglés el
pasado octubre, con el título “Teología del tercer artículo. Para una dogmática
pneumatológica”. En él, partiendo de la doctrina trinitaria de la gran
tradición, teólogos de diferentes Iglesias cristianas ofrecen su contribución,
como premisa a una teología sistemática más abierta al Espíritu y que responde
más a las exigencias actuales. Se me ha pedido también a mí, como católico,
contribuir con un ensayo sobre “Cristología y pneumatología en los primeros
siglos de la Chiesa”.
El credo leído desde
abajo
Las razones que
justifican esta nueva orientación teológica no son solamente de orden dogmático,
sino también histórico. En otras palabras, se entiende mejor qué es, y qué se
propone, la teología del tercer artículo si se tienen en cuenta cómo se ha
formado el símbolo actual Niceno-Constantinopolitano. De esta historia emerge
clara la utilidad de leer una vez tal símbolo “a la inversa”, es decir,
empezando por el final en vez de que desde el principio.
Trato de explicar qué pretendo
decir. El símbolo Niceno-Constantinopolitano refleja la fe cristiana en su fase
final, después de todas las declaraciones y las definiciones conciliares,
terminadas en el siglo V. Refleja el orden alcanzado al final del proceso de
formulación del dogma, pero no refleja el proceso mismo. No corresponde, en
otras palabras, al proceso con el que de hecho la fe de la Iglesia se ha formado
históricamente, y tampoco corresponde al proceso con el que se añade hoy a la
fe, entendida con fe viva en un Dios vivo.
En el credo actual, se parte de
Dios Padre y creador, de Él se pasa al Hijo y a su obra redentora, y finalmente
al Espíritu Santo operante en la Iglesia. En la realidad, la fe siguió el camino
inverso. Fue la experiencia pentecostal del Espíritu que llevó a la Iglesia a
descubrir quién era verdaderamente Jesús y cuál había sido su enseñanza. Con
Pablo y sobre todo con Juan, se llega a subir de Jesús al Padre. Es el Paráclito
que, según la promesa de Jesús, conduce a los discípulos a la “plena vedad”
sobre Él y el Padre (Jn 16, 13).
San Basilio de Cesárea resume en
estos términos el desarrollo de la revelación y de la historia de la salvación:
“El camino del conocimiento de
Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre;
inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la
dignidad real se difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el
Espíritu” .
En otras palabras, en el orden de
la creación y del ser, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros
en el Espíritu; en el orden de la redención y del conocimiento, todo comienza
con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. ¡Podemos
decir que san Basilio es el verdadero iniciador de la teología del tercer
artículo! En la tradición occidental todo esto está expresado sintéticamente en
la estrofa final del himno del Veni creator. Dirigiéndose al Espíritu Santo, en
esta la Iglesia reza diciendo:
Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium,
te utriusque Spiritum
credamus omni tempore.
Haz que por ti conozcamos al Padre
y sabemos también quien es el Hijo
y que en ti, Espíritu de ambos,
creamos ahora y eternamente.
Esto no significa mínimamente que
el credo de la Iglesia no sea perfecto o que deba ser reformado. Es la manera de
leerlo que de vez en cuando es útil cambiar, para rehacer el camino con el que
se ha formado. Entre las dos formas de utilizar el credo – como producto
cumplido, o en su mismo hacerse -, está la misma diferencia que hacer
personalmente, de buena mañana, la escalada del Monte Sinaí partiendo del
monasterio de Santa Caterina, o leer el relato de uno que ha hecho la escalada
antes que nosotros.
Un comentario sobre
el “tercer artículo”
Intentaré por lo
tanto, en las tres meditaciones de Adviento, proponer reflexiones sobre algunos
aspectos de la acción del Espíritu Santo, partiendo justamente del tercer
artículo del credo que se refiere a esto. Esto comprende tres grandes
afirmaciones: partamos de la primera:
a.“Creo en el Espíritu Santo
que es Señor y da la vida”.
El credo no dice que el Espíritu
Santo es “el” Señor (un poco antes, en el credo se proclama: “creo en un solo
Señor Jesucristo”. Señor (en el texto original, to kyrion, neutro!)
indica aquí la naturaleza, no la persona; dice qué cosa es, no
quién es el Espíritu Santo. “Señor” quiere decir que el Espíritu Santo
comparte la Señoría de Dios, que está de la parte del Creador, no de las
criaturas; en otras palabras que es de naturaleza divina.
A esta certeza la Iglesia había
llegado basándose no solamente en la Escritura, pero también en la propia
experiencia de salvación. El Espíritu, escribía ya san Atanasio, no puede ser
una creatura porque cuando somos tocados por él (en los sacramentos, en la
Palabra, en la oración) sentimos la experiencia de entrar en contacto con Dios
en persona, no con un intermediario suyo. Si nos diviniza, quiere decir que es
el mismo Dios.
¿No se podía, en el símbolo de la
fe, decir la misma cosa de una manera más explícita, definiendo al Espíritu
Santo pura y simplemente “Dios y consustancial con el Padre”, como se había
hecho con el Hijo en el concilio de Nicea? Seguramente y fue justamente esta la
crítica hecha por algunos obispos, entre los cuales san Gregorio Nazianzeno, a
la definición. Por motivos de oportunidad y de paz, se prefirió decir la misma
cosa con expresiones equivalentes, atribuyendo al Espíritu, además que el título
de Señor, también la isotimia, o sea la igualdad con el Padre y el Hijo
en la adoración y en la glorificación de la Iglesia.
La expresión sucesiva, según la
cual el Espíritu Santo “da la vita”, es traída de diversos pasajes del
Nuevo Testamento: “Es el Espíritu que da la vida” (Jn 6, 63); “La ley del
Espíritu da la vida en Cristo Jesús” (Rm 8, 2); “El último Adan se volvió
espíritu dador de vida” (1 Cor 15, 45); “La letra mata, el Espíritu vivifica” (2
Cor 3, 6).
Nos ponemos tres preguntas.
Primero, ¿qué vida da el Espíritu Santo? Respuesta: da la vida divina,
la vida de Cristo. Una vida sobre-natural, no una super-vida natural; crea al
hombre nuevo, no al superhombre de Nietzsche “inflado de vida”. Segundo, ¿dónde
nos da tal vida? Respuesta: en el bautismo, que es presentado de hecho como un
“renacer del Espíritu” (Jn 3, 5), en los sacramentos, en la palabra de Dios, en
la oración, en la fe, en el sufrimiento aceptado en unión con Cristo. Tercero,
¿cómo nos da la vida, el Espíritu? Respuesta: haciendo morir las obras de la
carne. “Si con la ayuda del Espíritu hacen morir las obras de la carne vivirán”
dice san Pablo en Romanos 8,13.
b.“… y procede del Padre (y
del Hijo) y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado”.
Pasemos ahora a la segunda
afirmación del credo sobre el Espíritu Santo. Hasta ahora el símbolo de fe nos
ha hablado de la naturaleza del Espíritu, no aún de la persona;
nos ha dicho que es, no quien es el Espíritu, nos ha hablado
de lo que acomuna al Espíritu Santo al Padre y al Hijo – el hecho de ser Dios y
de dar la vida. Con la presente afirmación se pasa a lo que distingue al
Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Lo que lo distingue del Padre es que
procede de él (otro es aquel que procede, otro aquel del que procede); lo
que lo distingue del Hijo es que procede del Padre no por generación, pero por
espiración, para expresarnos en términos simbólicos, no como el
concepto (logos) que procede de la mente, pero como el soplo procede de
la boca.
Es el elemento central del
artículo del credo, aquello con lo que se entendía definir el lugar que el
Paráclito ocupa en la Trinidad. Esta parte del símbolo es conocida sobre todo
por el problema del Filioque, que fue por un milenio el objeto
principal del desacuerdo entre Oriente y Occidente. No me detengo sobre este
problema que fue incluso demasiado discutido, también porque yo mismo he hablado
de él en esta sede, abordando el tema de la comunión de fe entre Oriente y
Occidente, en la cuaresma del año pasado.
Me limito a poner en claro aquello
que podemos recoger de esta parte del símbolo y que enriquece nuestra fe común,
dejando de lado las disputas teológicas. Esto nos dice que el Espíritu Santo no
es un pariente pobre de la Trinidad. No es un simple “modo de actuar” de Dios,
una energía o un fluido que atraviesa el universo como pensaban los estoicos; es
una “relación subsistente”, por lo tanto una persona.
No tanto la “tercera persona
singular”, sino más bien “la primera persona plural”. El “Nosotros” del Padre y
del Hijo. Cuando, para expresarnos de manera humana, el Padre y el Hijo hablan
del Espíritu Santo, no dicen “él”, sino “nosotros”, porque él es la unidad del
Padre y del Hijo. Aquí se ve la fecundidad extraordinaria de la intuición de san
Agustín para quien el Padre es quien ama, el Hijo el amado y el Espíritu el amor
que los une, el don intercambiado. Sobre esto se basa la creencia de la Iglesia
occidental, según la cual el Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”.
El Espíritu Santo, a pesar de
todo, quedará siempre el Dios escondido, también si logramos conocer los
efectos. Él es como el viento: no se sabe de donde viene y adonde va, pero se
ven los efectos cuando pasa. Es como la luz que ilumina todo lo que está
delante, quedando esa escondida. Por esto es la persona menos conocida y amada
de los Tres, a pesar de que sea el Amor en persona. Nos resulta más fácil pensar
en el Padre y en el Hijo como “personas”, pero es más difícil para el Espíritu.
No existen categorías humanas que
puedan ayudarnos a entender este misterio. Para hablar de Dios Padre nos ayuda
la filosofía que se ocupa de la causa primera (el “Dios de los filósofos”); para
hablar del Hijo tenemos la analogía humana de la relación padre – hijo y tenemos
también la historia, porque el Verbo se hizo carne. Para hablar del Espíritu no
tenemos sino la revelación y la experiencia. La misma Escritura nos habla de él
sirviéndose casi siempre de símbolos naturales: la luz, el fuego, el viento, el
agua, el perfume, la paloma.
Comprenderemos plenamente quién es
el Espíritu Santo solamente en el paraíso. Más aún, lo viviremos en una vida que
no tendrá fin, en una profundidad que nos dará inmensa alegría. Será como un
fuego dulcísimo que inundará nuestra alma y la colmará de gozo, como cuando el
amor arrolla el corazón de una persona y esta se siente feliz.
c.“… y ha hablado por medio de
los profetas”
Estamos en la tercera y última
gran afirmación sobre el Espíritu Santo. Después de haber profesado nuestra fe
en la acción vivificadora y santificadora del Espíritu Santo en la primera parte
del artículo (el Espíritu que es Señor y da la vida), ahora se indica también su
acción carismática. De ella se nombra un carisma para todos, aquel que Pablo
considera el primero por importancia, o sea la profecía. (cf 1 Cor 14).
También del carisma profético se
menciona solamente una etapa: el Espíritu que “ha hablado por medio de los
profetas”, o sea en el Antiguo Testamento. La afirmación se basa sobre diversos
textos de la Escritura, y en particular en 2 Pedro 21: “Movidos por el Espíritu
Santo, hablaron algunos hombres de parte de Dios”.
Un artículo que es
necesario completar
La Carta a los
Hebreos dice que “después de haber hablado un tiempo por medio de los profetas,
en los últimos tiempos Dios nos ha hablado en el Hijo” (cf Hb 1,1-2). El
Espíritu no ha dejado por lo tanto de hablar por medio de los profetas; lo ha
hecho con Jesús y lo hace también hoy en la Iglesia. Esta y otras lagunas del
símbolo fueron colmadas poco a poco en la práctica de la Iglesia, sin necesidad,
por esto, de cambiar el texto del credo (como sucedió lamentablemente en el
mundo latino con el añadido del Filioque). Tenemos un ejemplo en la
epiclesi de la liturgia ortodoxa llamada de San Jacobo, que dice así:
“Manda tu santísimo Espíritu,
Señor y vivificador, que está sentado contigo, Dios y Padre, y con tu Hijo
unigénito; que reina, consustancial y coeterno. Él ha hablado en la Ley, en los
profetas del Nuevo Testamento; ha bajado en forma de paloma sobre Nuestro Señor
Jesucristo en el río Jordán, reposando sobre él, y bajó sobre los santos
apóstoles el día de la santa Pentecostés”.
Uno quedaría desilusionado por lo
tanto si quisiera encontrar en el artículo sobre el Espíritu Santo todo o
también solamente lo mejor de la revelación bíblica sobre él. Esto pone en
evidencia la naturaleza y el límite de cada definición dogmática. Su finalidad
no es decir todo sobre un dato de la fe, sino trazar un perímetro dentro del
cual se debe colocar cada afirmación y que ninguna afirmación puede contradecir.
A esto se añade en nuestro caso, el hecho que el artículo fue compuesto en un
momento en el cual la reflexión sobre el Paráclito había apenas iniciado y, por
añadidura, razones históricas contingentes (el deseo de paz del emperador)
imponía un compromiso entre las partes.
Pero nosotros no tenemos solamente
las pocas palabras del credo sobre el Paráclito. La teología, la liturgia y la
piedad cristiana, sea en Occidente que en Oriente, han revestido de “carne y
sangre” las escarzas afirmaciones del símbolo de la fe. En la secuencia de
Pentecostés la íntima relación y personal del Espíritu Santo con cada alma – una
dimensión completamente ausente en el símbolo – ha sido expresada con títulos
como padre de los pobres, luz de los corazones, dulce huésped del alma,
dulcísimo alivio.
La misma secuencia dirige al
Espíritu Santo una serie de oraciones que sentimos particularmente bellas y
necesarias. Concluimos proclamándolas juntas, buscando de individuar entre ellas
aquella que sentimos más necesaria para nosotros:
Lava quod ests órdidum,
Riga quod est áridum,
sana quod est sáucium.
Flecte quod est rígidum,
fove quod est frígidum,
rege quod est dévium.
Lava lo que está sucio,
riega lo que está árido,
sana lo que sangra.
Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está gélido,
endereza lo que está desviado.
Continuamos nuestras reflexiones
sobre la obra del Espíritu Santo en la vida del cristiano. San Pablo menciona un
carisma particular llamado “discernimiento de espíritus” (1 Cor 12, 10). En su
origen esta expresión tiene un sentido muy preciso: indica el don que permite
distinguir, entre las palabras inspiradas o proféticas pronunciadas durante una
asamblea, las que vienen del Espíritu Santo y las que vienen de otros espíritus,
o sea del espíritu del hombre, o del espíritu demoníaco, o del espíritu del
mundo.
También para el evangelista Juan
este es el sentido fundamental. El discernimiento consiste en “poner a la prueba
las inspiraciones para saber si provienen realmente de Dios” (1 Jn 4,1-6). Para
Pablo el criterio fundamental de discernimiento es confesar a Cristo como
“Señor” (1 Cor 12, 3); para Juan es la confesión que Jesús “vino en la carne”, o
sea la encarnación. Ya con él el discernimiento inicia a ser usado en función
teológica como criterio para discernir las verdaderas de las falsas doctrinas,
la ortodoxia de la herejía, lo que se volverá central a continuación.
El discernimiento en
la vida eclesiástica
Existen dos campos
en los que se debe ejercitar este don del discernimiento de la voz del Espíritu:
el eclesial y el personal. En el campo eclesiástico el discernimiento de los
espíritus es ejercitado con autoridad por el magisterio, que entretanto debe
tener en cuenta entre otros criterios, también el del “sentido de los fieles”,
el “sensus fidelium”.
Quisiera detenerme sobre un punto
en particular que puede ser una ayuda en la discusión en acto en la Iglesia
sobre algunos problemas particulares. Se trata del discernimiento de los signos
de los tiempos. El Concilio ha declarado:
“Es un deber permanente de la
Iglesia escuchar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del
evangelio, para que, de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los
perennes interrogativos de los hombres sobre el sentido de la vida presente y
futura y su recíproca relación”.
Queda claro que si la Iglesia
tiene que escuchar los signos de los tiempos a la luz del Evangelio, no es para
aplicar a los ‘tiempos’, o sea a las situaciones y a los problemas nuevos que
emergen en la sociedad, los remedios y las reglas de siempre, sino para dar a
estos respuestas nuevas “aptas para cada generación”, como dice el texto apenas
citado del Concilio. Las dificultad que se encuentra en este camino -y que debe
ser tomada en toda su seriedad- es el miedo de comprometer la autoridad del
magisterio, al admitir cambios en sus pronunciamientos.
Hay una consideración que puede
ayudar, creo, para superar en espíritu de comunión esta dificultad. La
infalibilidad que la Iglesia y el Papa reivindican para sí, no es seguramente
superior a la que se atribuye a la misma Escritura revelada. Ahora la inerrancia
bíblica asegura que el escritor sacro expresa la verdad de la manera y en el
grado en la cual esa podía ser expresada y entendida en el momento en el cual
escribe. Vemos que muchas verdades se forman lentamente y progresivamente, como
la del más allá y de la vida eterna. También en el ámbito moral muchos usos y
leyes anteriores son abandonados a continuación, para dar lugar a leyes y
criterios más consonantes al espíritu de la Alianza. Un ejemplo entre todos: en
el Éxodo se afirma que Dios castiga las culpas de los padres en los hijos (cf.
Ex 34, 7), pero Jeremías y Ezequiel dirán lo contrario o sea que Dios no castiga
las culpas de los padres en los hijos, porque cada uno deberá responder de las
propias acciones (cf. Jer 31, 29-30; Ez 18, 1 ss.).
En el Antiguo Testamento el
criterio en base al cual se superan las prescripciones anteriores es aquel de
una mejor comprensión del espíritu de la Alianza y de la Torá; en la Iglesia el
criterio es aquel de un continuo releer el Evangelio a la luz de las preguntas
nuevas que a este se plantean. “Scriptura cum legentibus crescit”, decía san
Gregorio Magno: la Escritura crece junto a quienes la leen.
Entretanto nosotros sabemos que la
regla constante del actuar de Jesús en el Evangelio, en materia moral se resume
en pocas palabras: “No al pecado, sí al pecador”. Nadie es más severo que Él al
condenar la riqueza inicua, pero se auto-invita a la casa de Zaqueo y con su
simple venirle al encuentro lo cambia. Condena el adulterio incluso aquel del
corazón, pero perdona a la adúltera y le da nueva esperanza. Reafirma la
indisolubilidad del matrimonio pero se detiene con la Samaritana que había
tenido cinco maridos y le revela el secreto que no había dicho a nadie, de
manera así explícita: “Soy yo (el Mesías) que te hablo” (Jn 4, 26).
Si nos preguntamos cómo se
justifica teológicamente una distinción tan neta entre el pecado y el pecador,
la respuesta es simplísima: el pecador es una criatura de Dios, hecho a su
imagen, y que conserva toda su dignidad a pesar de todas las aberraciones; el
pecado, en cambio, no es obra de Dios, no viene de él sino del enemigo. Es el
mismo motivo por el cual Cristo se ha hecho similar en todo a nosotros “excepto
en el pecado” (cf. Heb 4,15).
Un factor importante para realizar
esta tarea de discernimiento de los signos de los tiempos es la colegialidad de
los obispos. Esa, dice un texto de la Lumen Gentium, consiente “decidir en común
todos los temas más importantes, mediante una decisión que la opinión del
conjunto permite equilibrar” . El ejercicio efectivo de la colegialidad aporta
el discernimiento a la solución de los problemas la variedad de las situaciones
locales y de los puntos de vista, las luces y los dones diversos, del cual cada
Iglesia y cada obispo es portador.
Tenemos una conmovedora
ilustración de esto en el primer “Concilio” de la Iglesia, el de Jerusalén. Allí
se dio amplio espacio a dos puntos de vista contrarios, el de los judaizantes y
el favorable a la apertura a los paganos; hubo una “encendida discusión” pero
que al final esto les consintió anunciar la decisión con aquella extraordinaria
fórmula: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 6 ss.).
Se ve aquí como el Espíritu guía a
la Iglesia en dos maneras diversas: a veces directamente y carismáticamente, a
través de revelación e inspiración profética; otras veces colegialmente, a
través de la paciencia y el difícil confrontarse, e incluso el compromiso, entre
las partes y los puntos de vista diversos. El discurso de Pedro el día de
Pentecostés y en la casa de Cornelio es muy distinto del realizado a
continuación para justificar su decisión delante de los ancianos (cf. Hch 11,
4-18; 15, 14); el primero es de tipo carismático, el segundo es de tipo
colegiado.
Es necesario por lo tanto tener
confianza en la capacidad del Espíritu de operar, al final, el acuerdo, aunque
si a veces puede parece que el entero proceso se escape de las manos. Cada vez
que los pastores de las Iglesia cristianas, a nivel local o universal, se reúnen
para tener discernimiento o tomar decisiones importantes, debería estar en el
corazón de cada uno la certeza confiada que el Veni Creator contiene en dos
versos: Ductore sic te praevio – vitemus omne noxium, “teniéndote a ti
como guía, evitaremos todo mal”.
El discernimiento en
la vida personal
Pasemos ahora al
discernimiento en la vida personal. Como carisma aplicado a las personas
individualmente, el discernimiento de los espíritus ha tenido en los siglos una
notable evolución. En el origen hemos visto que el don debía servir para
discernir las inspiraciones de los otros, de quienes habían hablado o
profetizado en la asamblea; a continuación esto ha servido sobre todo para
discernir las propias inspiraciones.
La evolución no es arbitraria; se
trata de hecho del mismo don, si bien aplicado a objetos diversos. Gran parte de
aquello que los autores espirituales han escrito sobre el “don del consejo”, se
aplica también al carisma del discernimiento. Por medio del don o el carisma del
consejo, el Espíritu Santo ayuda a evaluar las situaciones y orientar las
decisiones, no solamente en base a criterios de sabiduría y prudencia humana,
sino también a la luz de los principios sobrenaturales de la fe.
El primer y fundamental
discernimiento de los espíritus es el que permite distinguir “el Espíritu de
Dios” del “espíritu del mundo” (cf. 1 Cor 2, 12). San Pablo da un criterio
objetivo de discernimiento, el mismo que ha dado Jesús: el de los frutos. Las
“obras de la carne” revelan que un cierto deseo viene desde el hombre viejo
pecaminoso; “los frutos del Espíritu” revelan que vienen desde el Espíritu (cf.
Gal 5, 19-22). “La carne de hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el
Espíritu tiene deseos contrarios a la carne” (Gal 5, 17).
A veces este criterio objetivo no
es suficiente porque la decisión no es entre el bien y el mal, sino entre un
bien y otro bien y se trata de entender qué cosa Dios quiere en una precisa
circunstancia. Fue sobre todo para responder a esta exigencia que san Ignacio de
Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento. Él invita a mirar sobre
todo una cosa: las propias disposiciones interiores, las intenciones (los
‘espíritus’) que están detrás de una determinada decisión. En esto él se inserta
en una tradición ya afirmada. Un autor medieval había escrito:
“¿Podría alguien examinar las
inspiraciones, si vienen de Dios, si no le ha sido dado por Dios el
discernimiento, para poder así examinar exactamente y con recto juicio los
pensamientos, las disposiciones, las intenciones del espíritu? El discernimiento
es como la madre de todas las virtudes y es necesario para todos al dirigir la
vida, sea propia que de los otros… Este es por lo tanto el discernimiento: la
unión del recto juicio y de la virtuosa intención” .
San Ignacio ha sugerido medios
prácticos para aplicar estos criterios . Uno es este: cuando se está delante de
dos posibles decisiones, es bueno detenerse sobre una como si sin lugar a dudas
tuviera que seguir a esta, quedarse en tal estado por un día o más; evaluar
entonces las reacciones del corazón delante de tal decisión: si da paz, si se
armoniza con el resto de las propias decisiones; si algo dentro de ti de anima
en aquella dirección, o al contrario si la cosa deja un velo de inquietud.
Repetir el proceso con la segunda hipótesis. Todo en un clima de oración, de
abandono a la voluntad de Dios, de apertura al Espíritu Santo.
En la base del discernimiento, en
San Ignacio de Loyola está su doctrina de la “santa indiferencia” . Esta
consiste en ponerse en un estado de total disponibilidad a aceptar la voluntad
de Dios, renunciando, desde el comienzo, a toda preferencia personal, como una
balanza preparada para inclinarse del lado en donde estará el peso mayor. La
experiencia de la paz interior se vuelve así el criterio principal de cada
discernimiento. Hay que considerar conforme a la voluntad de Dios la decisión
que después de prolongada evaluación y oración está acompañada por una mayor paz
en el corazón.
En el fondo se trata de poner en
práctica el viejo consejo que el suegro Jetro le dio a Moisés: “presentar las
cuestiones a Dios” y esperar en oración su respuesta (cf. Ex 18, 19). Hay que
tener en cada caso la disposición habitual de seguir la voluntad de Dios, como
la condición más favorable para un buen discernimiento. Jesús decía: “Mi juicio
es justo porque no busco mi voluntad, sino la voluntad de quien me ha mandado” (Jn
5, 30).
El peligro de algunos modos
modernos de entender y practicar el discernimiento es acentuar a tal punto los
aspectos psicológicos, que llevan a olvidar el agente primario de cada
discernimiento que es el Espíritu Santo. El evangelista Juan ve, como factor
decisivo en el discernimiento, “la unción que viene del Santo” (1 Jn 2,20).
También San Ignacio recuerda que en ciertos casos es solamente la unción del
Espíritu Santo la que permite discernir lo que hay que hacer .
Hay una profunda razón teológica
en esto. El Espíritu Santo es él mismo la voluntad sustancial de Dios y cuando
entra en un alma “se manifiesta como la voluntad misma de Dios para aquel en el
cual se encuentra” . El discernimiento no es en fondo ni un arte ni una técnica,
sino un carisma, o sea un don del Espíritu. Los aspectos psicológicos tienen una
gran importancia, pero ‘secundaria’, o sea que vienen en segundo lugar. Un Padre
antiguo escribía:
“Purificar el intelecto es solo
del Espíritu Santo. Es necesario por lo tanto con todo los medios, especialmente
con la paz del alma, hace ‘reposar’ sobre nosotros el Espíritu Santo, para tener
junto a nosotros siempre encendida la lámpara del conocimiento. Si esa
resplandece sin interrupción en el hondo del alma, no solamente los mezquinos y
tenebrosos asaltos del demonio se vuelve manifiestos al intelecto, sino que
además pierden su fuerza, son desenmascarados por aquella santa y gloriosa luz.
Por ello el Apóstol dice: No apaguen el Espíritu (1 Ts 5,19)” .
El Espíritu Santo no difunde
habitualmente en el alma esta luz suya de manera milagrosa y extraordinaria,
sino simplemente a través de la Escritura. Los discernimientos más importantes
de la historia de la Iglesia sucedieron así. Fue escuchando la palabra del
Evangelio: “Si quieres ser perfecto…”, que Antonio entendió lo que debía hacer e
inició el monaquismo. Fue también así que Francisco de Asís recibió la luz para
iniciar su movimiento de retorno al evangelio. “Después que el Señor me dio a
los frailes -escribe en su testamento- nadie me mostraba qué cosa debía hacer,
pero el mismo Altísimo me reveló que tenía que vivir de acuerdo a la forma del
santo evangelio”. El Altísimo se lo reveló escuchando, durante una misa, el
pasaje evangélico en el cual Jesús le dice a los discípulos de ir por el mundo
“sin llevar nada para el viaje: ni bastón ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni dos
túnicas” (cf. Lc 9,3) .
Recuerdo un pequeño caso parecido
de que fue yo mismo testigo: un hombre se me acercó durante una misión
presentándome su problema. Tenía un joven de once años aún no bautizado. “Si lo
bautizo, decía, se arma un drama en mi familia, porque mi mujer se ha vuelto
testimonio de Jehová y no quiere oír hablar de bautizarlo en la Iglesia; si no
lo bautizo no me siento tranquilo en mi conciencia, porque cuando nos casamos
éramos ambos católicos y hemos prometido bautizar a nuestros hijos”. Un caso
clásico de discernimiento. Le dije que volviera el día después, para darme
tiempo para rezar y reflexionar. El día después veo que viene a verme y radiante
me dice: “He encontrado la solución padre. He leído en la biblia el episodio de
Abraham y he visto que cuando Abraham llevó para inmolar a su hijo Isaac ¡no le
dijo nada a su esposa!”. La palabra de Dios lo había iluminado mejor que
cualquier consejo humano. Bauticé yo mismo al joven y fue una gran alegría para
todos.
Al lado de la escucha de la
Palabra, la práctica más común para ejercitar el discernimiento a nivel personal
es el examen de conciencia. Esto pero no debería limitarse solamente a la
preparación para la confesión, pero volverse una capacidad constante de ponerse
bajo la luz de Dios y dejarse ‘escrutar’ en el íntimo por Él. A causa de un
examen de conciencia no practicado o no hecho bien, también la gracia de la
confesión se vuelve problemática: o no se sabe que confesar, o se carga
demasiado con un peso psicológico y moralizador, interesado solamente a mejorar
al vida.
Un examen de conciencia reducido
solamente a la preparación de la confesión hace individuar algunos pecados, pero
no lleva a una relación auténtica, a tu per tu con Cristo. Se vuelve fácilmente
una lista de imperfecciones confesadas para sentirse más tranquilos, sin aquella
actitud de real arrepentimiento que hace sentir la alegría de tener en Jesús “un
tan Redentor tan grande”.
Dejarse guiar por el
Espíritu Santo
El fruto concreto
de esta meditación tendría que ser una renovada decisión de confiarse todo y
enteramente a la guía interior del Espíritu Santo, como en una especie de
“dirección espiritual”. Está escrito que “cuando la nube se elevaba y dejaba la
Morada, los israelitas levantaban el campamento, y si la nube no se levantaba,
ellos no partían” (Ex 40, 36-37). También nosotros no tenemos que emprende nada
si no es el Espíritu Santo (del cual la nube, según los Padres era figura ),
quien nos mueve, o sin haberlo consultado antes de cada acción.
Tenemos el ejemplo más luminoso en
la vida misma de Jesús. Él no inicia nunca nada sin el Espíritu Santo. Con el
Espíritu Santo anduvo por el desierto; con la potencia del Espíritu Santo volvió
e inició su predicación; “en el Espíritu Santo” eligió a sus apóstoles (cf Hch
1,2); en el Espíritu Santo rezó y se ofreció él mismo al Padre (cf. Heb 9, 14).
Tenemos que protegernos de una
tentación: la de querer dar consejos al Espíritu Santo, en cambio de recibirlos.
“¿Quién ha dirigido al Espíritu del Señor y como su consejero le ha dado
sugerencias? (Is 40,13). El Espíritu Santo nos dirige a todos y no es dirigido
por nadie; guía y no es guiado. Hay un modo sutil de sugerirle al Espíritu Santo
lo que debería hacer con nosotros y cómo debería guiarnos. A veces incluso,
nosotros tomamos decisiones y las atribuimos con desenvoltura al Espíritu Santo.
Santo Tomás de Aquino habla de
esta guía interior del Espíritu como de una especie de “instinto propio de los
justos”: “Como en la vida corporal -escribe- el cuerpo no es movido sino por el
alma que lo vivifica, así en la vida espiritual cada movimiento nuestro debería
venir des Espíritu Santo” . Es así que actúa la “ley del Espíritu”, esto es lo
que el Apóstol llama “dejarse guiar por el Espíritu” (Gal 5,18).
Tenemos que abandonarnos al
Espíritu Santo como las cuerdas del arpa a los dedos de quien las mueve. Como
buenos actores tener el oído abierto a la voz del sugeridor escondido, para
recitar fielmente nuestra parte en la escena de la vida. Es más fácil de lo que
se piensa, porque nuestro sugeridor nos habla adentro, nos enseña cada cosa, nos
instruye en todo. Es suficiente a veces una simple ojeada interior, un
movimiento del corazón, una oración. De un santo obispo del II siglo, Melitón de
Sardi, se lee este este hermoso elogio que ojalá se pudiera hacer de cada uno de
nosotros después de la muerte: “En su vida hizo cada cosa en el Espíritu Santo”
.
Pidamos al Paráclito de dirigir
nuestra mente y toda nuestra vida con las palabras de una oración que se recita
en el Oficio de Pentecostés de las Iglesias del rito sirio:
“Espíritu que distribuyes a cada
uno los carismas;
Espíritu de sabiduría y de ciencia,
enamorado de los hombres;
que llenas a los profetas,
perfeccionas a los apóstoles,
fortificas a los mártires, inspiras
las enseñanzas de los doctores.
Es a ti Dios Paráclito, a quien
dirigimos nuestra súplica.
Te pedimos renovarnos con tus
santos dones,
de posarte en nosotros como sobre
los apóstoles en el Cenáculo.
Infunde en nosotros tus carismas,
llénanos de la sabiduría de tu
doctrina;
haz de nosotros templos de tu
gloria,
inebrianos con la bebida de tu
gracia.
Danos el don de vivir para ti, de
consentirte y de adorarte,