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HOMILÍAS JUAN PABLO II

 

 

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COMIENZO DEL PONTIFICADO

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA 1982

VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA, MÉXICO Y BAHAMAS

FESTIVIDADES

 

 

COMIENZO DEL PONTIFICADO

 

HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II EN EL COMIENZO DE SU PONTIFICADO Plaza de San Pedro

Domingo 22 de octubre de 1978

TOMA DE POSESIÓN DE LA CÁTEDRA DE OBISPO DE ROMA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN SAN JUAN DE LETRÁN Domingo 12 de noviembre de 1978

ENCUENTRO «EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA Domingo 19 de noviembre de 1978

ENCUENTRO CON EL LAICADO CATÓLICO DE ROMA Domingo 26 de noviembre de 1978

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN FRANCISCO JAVIER Domingo 3 de diciembre de 1978

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR Viernes 8 de diciembre de 1978

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DEL VATICANO Domingo 10 de diciembre de 1978

PRIMERA VISITA A LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS Domingo 17 de diciembre de 1978

MISA DE NOCHEBUENA Basílica de San Pedro Domingo 24 de diciembre de 1978

"TE DEUM" DE ACCIÓN DE GRACIAS EN LA IGLESIA "DEL GESÙ" Domingo 31 de diciembre de 1978

 

 

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA 1982

 

MISA EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SANTA TERESA DE JESÚS Solemnidad de Todos los Santos Ávila, 1 de noviembre de 1982

MISA PARA LOS DIFUNTOS EN EL CEMENTERIO DE LA "ALMUDENA" Madrid, 2 de noviembre de 1982

MISA PARA LAS FAMILIAS Madrid, 2 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA CON LOS JÓVENES Madrid, 3 de noviembre de 1982

MISA EN LA IGLESIA DE SAN BARTOLOMÉ DE ORCASITAS Madrid, 3 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE Guadalupe, 4 de noviembre de 1982

MISA PARA LOS LAICOS Toledo, 4 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA EN HONOR DE SAN JUAN DE LA CRUZ Segovia, 4 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LOS EDUCADORES EN LA FE Granada, 5 de noviembre de 1982

MISA DE BEATIFICACIÓN DE SOR ÁNGELA DE LA CRUZ Sevilla, 5 de noviembre de 1982

MISA PARA LAS ÓRDENES Y LAS CONGREGACIONES RELIGIOSAS DE ORIGEN ESPAÑOL Loyola, 6 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA CON LOS MISIONEROS Javier, 6 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA Y ACTO MARIANO NACIONAL Zaragoza, 6 de noviembre de 1982

MISA EN BARCELONA Barcelona, 7 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL SANTUARIO DE MONTSERRAT  7 de noviembre de 1982

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LAS RELIGIOSAS Y LOS MIEMBROS DE INSTITUTOS SECULARES Madrid, 8 de noviembre de 1982

MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES Valencia, 8 de noviembre de 1982

MISA DEL PEREGRINO Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982

ACTO EUROPEÍSTA Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982

VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA: MISA PARA LA NACIÓN ARGENTINA Buenos Aires, 12 de junio de 1982

VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA: MISA EN EL SANTUARIO DE LUJÁN Buenos Aires, 11 de junio de 1982

VIAJE APOSTÓLICO A NIGERIA, BENÍN, GABÓN Y GUINEA ECUATORIAL: SANTA MISA Bata (Guinea Ecuatorial), 18 de febrero de 1982

 

ACTO EUROPEÍSTA Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982

Majestades, excelentísimos e ilustrísimos señores, señoras, hermanos,

 

        1. Al final de mi peregrinación por tierras españolas, me detengo en esta espléndida catedral, tan estrechamente vinculada al Apóstol Santiago y a la fe de España. Permitidme que ante todo agradezca vivamente a Su Majestad el Rey las significativas palabras que me ha dirigido al principio de este acto.

        Este lugar, tan querido para los gallegos y españoles todos, ha sido en el pasado un punto de atracción y de convergencia para Europa y para toda la cristiandad. Por eso he querido encontrar aquí a distinguidos representantes de Organismos europeos, de los obispos y Organizaciones del continente. A todos dirijo mi deferente y cordial saludo, y con vosotros quiero reflexionar esta tarde sobre Europa.

        Mi mirada se extiende en estos instantes sobre el continente europeo, sobre la inmensa red de vías de comunicación que unen entre sí a las ciudades y naciones que lo componen, y vuelvo a ver aquellos caminos que, ya desde la Edad Media, han conducido y conducen a Santiago de Compostela —como lo demuestra el Año Santo que se celebra este año— innumerables masas de peregrinos, atraídas por la devoción al Apóstol.

        Desde los siglos XI y XII, bajo el impulso de los monjes de Cluny, los fieles de todos los rincones de Europa acuden cada vez con mayor frecuencia hacía el sepulcro de Santiago, alargando hasta el considerado «Fines terrae» de entonces aquel célebre «Camino de Santiago», por el que los españoles ya habían peregrinado. Y hallando asistencia y cobijo en figuras ejemplares de caridad, como Santo Domingo de la Calzada y San Juan Ortega, o en lugares como el santuario de la Virgen del Camino.

        Aquí llegaban de Francia, Italia, Centroeuropa, los Países Nórdicos y las Naciones Eslavas, cristianos de toda condición social, desde los reyes a los más humildes habitantes de las aldeas; cristianos de todos los niveles espirituales, desde santos, como Francisco de Asís y Brígida de Suecia (por no citar tantos otros españoles), a los pecadores públicos en busca de penitencia.

        Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la «memoria» de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de Europa ha nacido peregrinando.

        2. La peregrinación a Santiago fue uno de los fuertes elementos que favorecieron la comprensión mutua de pueblos europeos tan diferentes, como los latinos, los germanos, celtas, anglosajones y eslavos. La peregrinación acercaba, relacionaba y unía entre sí a aquellas gentes que, siglo tras siglo, convencidas por la predicación de los testigos de Cristo, abrazaban el Evangelio y contemporáneamente, se puede afirmar, surgían como pueblos y naciones.

        La historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con las de la penetración del Evangelio. Después de veinte siglos de historia, no obstante los conflictos sangrientos que han enfrentado a los pueblos de Europa, y a pesar de las crisis espirituales que han marcado la vida del continente — hasta poner a la conciencia de nuestro tiempo graves interrogantes sobre su suerte futura— se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo, y que precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes, de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria .

        Y todavía en nuestros días, el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan.

        3. Dirijo mi mirada a Europa como al continente que más ha contribuido al desarrollo del mundo, tanto en el terreno de las ideas como en el del trabajo, en el de las ciencias y las artes. Y mientras bendigo al Señor por haberlo iluminado con su luz evangélica desde los orígenes de la predicación apostólica, no puedo silenciar el estado de crisis en el que se encuentra, al asomarse al tercer milenio de la era cristiana.

        Hablo a representantes de Organizaciones nacidas para la cooperación europea, y a hermanos en el Episcopado de las distintas Iglesias locales de Europa. La crisis alcanza la vida civil como la religiosa. En el plano civil, Europa se encuentra dividida. Unas fracturas innaturales privan a sus pueblos del derecho de encontrarse todos recíprocamente en un clima de amistad; y de aunar libremente sus esfuerzos y creatividad al servicio de una convivencia pacífica, o de una contribución solidaria a la solución de problemas que afectan a otros continentes. La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de ideologías secularizadas, que van desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un «nihilismo» que desarma la voluntad de afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo.

        Europa está además dividida en el aspecto religioso: No tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos, cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza equilibrio a las personas y comunidades.

        4. Por esto, yo, Juan Pablo, hijo de la nación polaca que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo» .

        5. Si Europa es una, y puede serlo con el debido respeto a todas sus diferencias, incluidas las de los diversos sistemas políticos; si Europa vuelve a pensar en la vida social, con el vigor que tienen algunas afirmaciones de principio como las contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Declaración europea de los Derechos del Hombre, en el Acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa; sI Europa vuelve a actuar, en la vida específicamente religiosa, con el debido conocimiento y respeto a Dios, en el que se basa todo el derecho y toda la justicia; si Europa abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir a su poder salvífico los confines de los estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo (Cfr . Insegnamenti di Giovanni Paolo II , I (1978) 35 ss), su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor, antes bien se abrirá a un nuevo período de vida, tanto interior como exterior, benéfico y determinante para el mundo, amenazado constantemente por las nubes de la guerra y por un posible ciclón de holocausto atómico.

        6. En estos instantes vienen a mí mente los nombres de grandes personalidades: hombre y mujeres que han dado esplendor y gloria a este continente por su talento, capacidad y virtudes. La lista es tan numerosa entre los pensadores, científicos, artistas, exploradores, inventores, jefes de estado, apóstoles y santos, que no permite abreviaciones. Estos constituyen un estimulante patrimonio de ejemplo y confianza. Europa tiene todavía en reserva energías humanas incomparables, capaces de sostenerla en esta histórica labor de renacimiento continental y de servicio ala humanidad.

        Me es grato recordar ahora con sencillez la fuerza de espíritu de Teresa de Jesús, cuya memoria he querido especialmente honrar durante este viaje, y la generosidad de Maximiliano Kolbe mártir de la caridad en el campo de concentración de Auschwitz al que recientemente he proclamado santo.

        Pero merecen particular mención los Santos Benito de Nursia y Cirilo y Metodio, Patronos de Europa. Desde los primeros días de mi pontificado, no he dejado de subrayar mi solicitud por la vida de Europa, y de indicar cuáles son las enseñanzas que provienen del espíritu y acción del « patriarca de Occidente » y de los «dos hermanos griegos», apóstoles de los pueblos eslavos.

        Benito supo aunar la romanidad con el Evangelio, el sentido de la universalidad y del derecho con el valor de Dios y de la persona humana. Con su conocida frase «ora et labora» — reza y trabaja—, nos ha dejado una regla válida aún hoy para el equilibrio de la persona y de la sociedad, amenazadas por el prevalecer del tener sobre el ser.

        Los Santos Cirilo y Metodio supieron anticipar algunas conquistas, que han sido asumidas plenamente por la Iglesia en el Concilio Vaticano II, sobre la inculturación del mensaje evangélico en las respectivas civilizaciones, tomando la lengua, las costumbres y el espíritu de la estirpe con toda plenitud de su valor. Y esto lo realizaron en el siglo IX, con la aprobación y el apoyo de la Sede Apostólica, dando lugar así a aquella presencia del cristianismo entre los pueblos eslavos, que permanece todavía hoy insuprimible, a pesar de las actuales vicisitudes contingentes. A los tres Patronos de Europa he dedicado peregrinaciones, discursos, documentos pontificios y culto público, implorando sobre el continente su protección, y mostrando a la vez su pensamiento y su ejemplo a las nuevas generaciones.

        La Iglesia es además consciente del lugar que le corresponde en la renovación espiritual y humana de Europa. Sin reivindicar ciertas posiciones que ocupó en el pasado y que la época actual ve como totalmente superadas, la misma Iglesia se pone al servicio, como Santa Sede y como Comunidad católica, para contribuir a la consecución de aquellos fines, que procuren un auténtico bienestar material, cultural y espiritual a las naciones. Por ello, también a nivel diplomático, está presente por medio de sus Observadores en los diversos Organismos comunitarios no políticos; por la misma razón mantiene relaciones diplomáticas, lo más extensas posibles, con los Estados; por el mismo motivo ha participado, en calidad de miembro, en la Conferencia de Helsinki y en la firma de su importante Acta final, así como en las reuniones de Belgrado y de Madrid; esta última, reanudada hoy; y para la que formulo los mejores votos en momentos no fáciles para Europa.

        Pero es la vida eclesial la que es llamada principalmente en causa, con el fin de continuar dando un testimonio de servicio y de amor, para contribuir a la superación de las actuales crisis del continente, como he tenido ocasión de repetir recientemente en el Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas.

        7. La ayuda de Dios está con nosotros. La oración de todos los creyentes nos acompaña. La buena voluntad de muchas personas desconocidas artífices de paz y de progreso, está presente en medio de nosotros, como una garantía de que este Mensaje dirigido a los pueblos de Europa va a caer en un terreno fértil.

        Jesucristo, el Señor de la historia, tiene abierto el futuro a las decisiones generosas y libres de todos aquellos que, acogiendo la gracia de las buenas inspiraciones, se comprometen a una acción decidida por la justicia y la caridad, en el marco del pleno respeto a la verdad y la libertad.

        Encomiendo estos pensamientos a la Santísima Virgen, para que los bendiga y haga fecundos; y recordando el culto que se da a la Madre de Dios en los numerosos santuarios de Europa, desde Fátima a Ostra Brama, de Lourdes y Loreto a Czestochowa, le pido que acoja las plegarias de tantos corazones: para que el bien continúe siendo una gozosa realidad en Europa y Cristo tenga siempre unido nuestro continente a Dios.

 

 

MISA DEL PEREGRINO

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

        1. Llego hoy a la última etapa de mi viaje por tierras de España, precisamente en el lugar que los antiguos llamaban “Finis terrae” y que ahora es una ventana abierta hacia las nuevas tierras, también cristianas, que están más allá del Atlántico.

        He pasado ya por diversas Iglesias locales, diseminadas por la espléndida geografía de este querido país. He visitado también algunos santuarios, y en este momento me encuentro cerca de uno de los lugares sagrados más célebres en la historia, famoso en el mundo entero: la catedral basílica que encierra la tumba de Santiago, el Apóstol que —según la tradición— fue el evangelizador de España.

        Esta hermosa ciudad, Compostela, ha sido durante siglos la meta de un camino, trazado sobre la tierra de Europa por las pisadas de los peregrinos que, para no extraviarse, miraban los signos estelares del firmamento. Peregrino soy yo también. Peregrino-mensajero que quiere recorrer el mundo, para cumplir el mandato que Cristo dió a sus Apóstoles, cuando los envió a evangelizar a todos los hombres y a todos los pueblos. Peregrino traído a España por Teresa de Jesús, he admirado los frutos de la tarea evangelizadora que tantos miles de discípulos de Cristo han realizado a lo largo de veinte siglos de historia cristiana. Peregrino que ha recorrido las benditas tierras hispanas, sembrando a manos llenas la palabra del Evangelio, la fe y la esperanza.

        Ahora estoy con vosotros, queridos hermanos y hermanas, venidos de todas las diócesis de Galicia y de tantas partes de España. En esta Misa del peregrino, el Obispo de Roma os saluda a todos con afecto eclesial: a vuestros prelados y a todos los participantes. Me alegra veros aquí tan numerosos y saber que durante todo el Año Santo Compostelano, diversos millones de peregrinos —más que en los precedentes Años Santos— han venido a Santiago en busca de perdón y de encuentro con Dios.

        Vamos a celebrar la Eucaristía: el culmen y centro de nuestra vida cristiana, la meta a la que nos lleva la ruta de la penitencia, de la conversión, de la búsqueda incesante del Señor, actitud propia del cristiano, que siempre debe estar en camino hacia El.

        2. Depositada en el mausoleo de vuestra catedral, guardáis la memoria de un amigo de Jesús, de uno de los discípulos predilectos del Señor, el primero de los Apóstoles que con su sangre dio testimonio del Evangelio: Santiago el Mayor, el hijo de Zebedeo.

        Los representantes del Sinedrio pretendieron imponer la ley del silencio a Pedro y a los Apóstoles que “atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús, y gozaban todos ellos de gran favor” (Act. 4,33); “os hemos ordenado— les dijeron— que no enseñéis sobre este nombre, y habéis llenado Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre” (Ibíd.. 5, 28).

        Pero Pedro y los Apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo, que Dios otorgó a los que le obedecen”(Ibid. 5, 29-32).

        La misión de la Iglesia comenzó a realizarse precisamente gracias al hecho de que los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo recibido en el Cenáculo el día de Pentecostés, obedecieron a Dios antes que a los hombres.

        Esta obediencia la pagaron con el sufrimiento, con la sangre, con la muerte. La furia de los jerarcas del Sinedrio de Jerusalén se estrelló con una decisión inquebrantable, la decisión que a Santiago el Mayor le llevó al martirio, cuando Herodes— como nos dicen los Hechos de los Apóstoles— “echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Y dio muerte a Santiago, hermano de Juan, por la espada”.

        El fue el primero de los Apóstoles que sufrió el martirio. El Apóstol que desde hace siglos es venerado por toda España, Europa y la Iglesia entera, aquí en Compostela.

        3. Santiago era hermano de Juan Evangelista. Y éstos fueron los dos discípulos a quienes— en uno de los diálogos más impresionantes que registra el Evangelio— Jesús hizo aquella famosa pregunta: “¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber? Y ellos respondieron: Podemos”.

        Era la palabra de la disponibilidad, de la valentía; una actitud muy propia de los jóvenes, pero no sólo de ellos, sino de todos los cristianos, y en particular de quienes aceptan ser apóstoles del Evangelio. La generosa respuesta de los dos discípulos fue aceptada por Jesús. El les dijo: “Mi cáliz lo beberéis”.

        Estas palabras se cumplieron en Santiago, hijo de Zebedeo, que con su sangre dió testimonio de la resurrección de Cristo en Jerusalén. Jesús había hecho la pregunta sobre el cáliz que habían de beber los dos hermanos, cuando la madre de ellos, según hemos leído en el Evangelio, se acercó al Maestro, para pedirle un puesto de especial categoría para ambos en el Reino. Pero Cristo, tras constatar su disponibilidad a beber el cáliz, les dijo: “Beberéis mi cáliz; pero el sentarse a mi diestra o a mi siniestra no me toca a mí otorgarlo; es para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre”.

        La disputa para conseguir el primer puesto en el futuro reino de Cristo, que su comitiva se imaginaba de un modo demasiado humano, suscitó la indignación de los demás Apóstoles. Fue entonces cuando Jesús aprovechó la ocasión para explicar a todos que la vocación a su reino no es una vocación al poder sino al servicio, “así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”.

        En la Iglesia, la evangelización, el apostolado, el ministerio, el sacerdocio, el episcopado, el papado, son servicio. El Concilio Vaticano II, bajo cuya luz camina el Pueblo de Dios en esta recta final del siglo XX, nos ha explicado magníficamente, en varios de sus documentos, cómo se sirve, cómo se trabaja y cómo se sufre por la causa del Evangelio. Se trata de servir al hombre de nuestro tiempo como le sirvió Cristo, como le sirvieron los Apóstoles. Santiago el Mayor cumplió su vocación de servicio en el reino instaurado por el Señor, dando, como el Divino Maestro, “la vida en rescate por muchos”.

        4. Aquí, en Compostela, tenemos el testimonio de ello. Un testimonio de fe que, a lo largo de los siglos, enteras generaciones de peregrinos han querido como “tocar” con sus propias manos o “besar” con sus labios, viniendo para ello hasta la catedral de Santiago desde los países europeos y desde Oriente. Los Papas impulsaron por su parte este peregrinaje, que también tenía como metas Roma y Jerusalén.

        El sentido, el estilo peregrinante es algo profundamente enraizado en la visión cristiana de la vida y de la Iglesia. El camino de Santiago creó una vigorosa corriente espiritual y cultural de fecundo intercambio entre los pueblos de Europa. Pero lo que realmente buscaban los peregrinos con su actitud humilde y penitente era ese testimonio de fe al que me he referido antes: la fe cristiana que parecen rezumar las piedras compostelanas con que está construida la basílica del Santo. Esa fe cristiana y católica que constituye la identidad del pueblo español.

        Al final de mi visita pastoral a España, aquí, cerca del santuario del Apóstol Santiago, os invito a reflexionar sobre nuestra fe, en un esfuerzo para conectar de nuevo con los orígenes apostólicos de vuestra tradición cristiana. En efecto, la Iglesia de Cristo, nacida en El, crece y madura hacia Cristo a través de la fe transmitida por los Apóstoles y sus sucesores. Y desde esa fe ha de afrontar las nuevas situaciones, problemas y objetivos de hoy. Viviendo la contemporaneidad eclesial en actitud de conversión, en servicio a la evangelización, ofreciendo a todos el diálogo de la salvación, para consolidarse cada vez más en la verdad y en el amor.

        5. La fe es un tesoro que “llevamos en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra”.

        La fe de la Iglesia tiene su origen y fundamento en el mensaje de Jesús que los Apóstoles extendieron por todo el mundo. Por la fe, que se manifiesta como anuncio, testimonio y doctrina, se transmite sin interrupción histórica la revelación de Dios en Jesucristo a los hombres.

        Los Apóstoles, predicando el Evangelio, entablaron con los hombres de todos los pueblos un diálogo incesante que parece resonar con especiales acentos aquí, junto al testimonio del Apóstol Santiago y de su martirio. De este incesante diálogo nos habla la Carta a los Corintios en el pasaje que hemos leído hoy durante la proclamación de la Palabra.

        Dice San Pablo y parece decirlo aquí Santiago: “Llevamos siempre en el cuerpo el suplicio mortal de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos, estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal”.

        Los peregrinos parecen responder: “Creí, por eso hablé... sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros . . . para que la gracia difundida en muchos, acreciente la acción de gracias para gloria de Dios”.

        Así perdura en Compostela el testimonio apostólico y se realiza el diálogo de las generaciones a través del cual crece la fe, la fe auténtica de la Iglesia, la fe en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado para ofrecernos la salvación. El, rico en misericordia, es el Redentor del hombre.

        Una fe que se traduce en un estilo de vida según el Evangelio, es decir, un estilo de vida que refleje las bienaventuranzas, que se manifieste en el amor como clave de la existencia humana y que potencie los valores de la persona, para comprometerla en la solución de los problemas humanos de nuestro tiempo.

        6. Es la fe de los peregrinos que venían y siguen viniendo aquí de toda España y desde más allá de sus fronteras. La fe de las generaciones pasadas que “ayer” vinieron a Compostela, y de la generación actual que continúa viniendo también “hoy”. Con esta fe se construye la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.

        Así, pues, junto al Apóstol Santiago se construye en nosotros la Iglesia del Dios viviente. Esta Iglesia profesa su fe en Dios, anuncia a Dios, adora a Dios. Así lo proclamamos en el Santo responsorial de la liturgia que estamos celebrando:

        “El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros; / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación. / ¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben”.

        Mi peregrinación por tierras de España acaba aquí, en Santiago de Compostela. He pasado por vuestra patria predicando a Cristo Crucificado y Resucitado, difundiendo su Evangelio, actuando como “testigo de esperanza”, y he encontrado por todas partes apertura generosa, correspondencia entusiasta, afecto sincero, hospitalidad afable, capacidad creadora y afanes de renovación cristiana.

        Por eso, en este momento deseo proclamar y celebrar con las palabras del Salmista la gloria y alabanza del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

        Sea para la “mayor gloria de Dios”—ad maiorem Dei gloriam— todo este servicio del Obispo de Roma peregrino. Con tal espíritu lo comencé y os ruego que así lo recibáis.

        En este lugar de Compostela, meta a la que han peregrinado durante siglos tantos hombres y pueblos, deseo, junto con vosotros, hijos e hijas de la España católica, invitar a todas las naciones de Europa y del mundo— a los pueblos y hombres de toda la tierra— a la adoración y alabanza del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

        “¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben”. Amén.

 

 

 

MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Valencia, 8 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:

        1. Somos hoy testigos de un gran acontecimiento. 141 diáconos, procedentes de toda España, van a recibir la ordenación sacerdotal. A esta celebración eucarística se asocian numerosos sacerdotes de las diversas diócesis de vuestra Patria. Han sido invitados a esta ciudad para vivir de nuevo la jornada de su ordenación.

        Permitidme que salude ante todo al Pastor de esta Iglesia particular, a los obispos presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los que se han dedicado a Dios con una especial consagración, a todo el noble pueblo de Valencia, de su región y de toda España, y a cuantos os habéis reunido en este paseo de La Alameda. Saludo con afecto particular, junto con sus familiares, a todos los ordenandos. Pero permitidme sobre todo que renueve desde aquí mi más afectuoso recuerdo a las personas y familias que en los días pasados han sufrido las consecuencias de devastadoras inundaciones y han perdido seres queridos. Confío en que la necesaria solidaridad y ayuda cristiana les llegará eficazmente.

        Este día sacerdotal tiene como marco la ciudad de Valencia, de arraigadas tradiciones eucarísticas y sacerdotales, con su belleza y colorido, su personalidad y rica historia romana, árabe y cristiana; sobre todo en sus grandes figuras sacerdotales: San Vicente Ferrer, Santo Tomás de Villanueva, San Juan de Ribera. A ellos habría que añadir numerosos santos sacerdotes, entre ellos San Juan de Ávila, patrono del clero español. Todos ellos nos acompañan con su intercesión.

        2. ¿En qué consiste la gracia del sacerdocio que hoy van a recibir estos ordenandos?

        Lo sabéis bien vosotros, queridos diáconos, que os habéis preparado con esmero para este momento sacramental. Lo conocéis vosotros, queridos sacerdotes, que lleváis el peso gozoso y la carga ligera del sacerdocio. También lo sabéis vosotros, cristianos de Valencia y de España, que acompañáis a vuestros sacerdotes y con ellos vivís el gozo de vuestro sacerdocio común, distinto pero no separado del sacerdocio ministerial.

        En este acto hablaré ante todo a los ordenandos. Pero en ellos veo la ordenación, reciente o lejana, de cada uno de vosotros, sacerdotes de España, y os exhorto a revivir la gracia que tenéis por la imposición de las manos.

        El sacramento del orden está profundamente radicado en el misterio de la llamada que Dios hace al hombre. En el elegido se realiza el misterio de la vocación divina. Nos lo revela la primera lectura tomada del profeta Jeremías.

        Dios manifiesta al hombre su voluntad: “Antes que te formara en el vientre, te conocí; antes de que tú salieses del seno materno, te consagré y te designé para profeta de los gentiles”.

        La llamada del hombre está primero en Dios: en su mente y en la elección que Dios mismo realiza y que el hombre tiene que leer dentro de su corazón. Al percibir con claridad esta vocación que viene de Dios, el hombre experimenta la sensación de su propia insuficiencia. El trata de defenderse ante la responsabilidad de la llamada. Dice como el Profeta: “¡Ah, Señor Yavé! He aquí que no sé hablar, pues soy un niño”. Así, la llamada se convierte en el fruto de un diálogo interior con Dios, y es a veces como el resultado de una contienda con El.

        Ante las reservas y dificultades que con razón el hombre opone, Dios indica el poder de su gracia.

        Y con el poder de esta gracia consigue el hombre la realización de su llamada: “Irás a donde te envíe yo, y dirás lo que yo te mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte . . . He aquí que yo pongo en tu boca mis palabras”.

        Es necesario, mis queridos hermanos y amados hijos, meditar con el corazón este diálogo entre Dios y el hombre, para encontrar constantemente el entramado de vuestra vocación. Este diálogo ya se ha realizado en vosotros que vais a recibir la ordenación sacerdotal. Y tendrá que continuar, ininterrumpido, durante toda vuestra existencia a través de la oración, sello distintivo de vuestra piedad sacerdotal.

        3. En la conciencia de vuestra llamada por parte de Dios, radica a la vez el secreto de vuestra identidad sacerdotal. Las palabras del profeta Jeremías sugieren esa identidad del sacerdote como llamado por una elección, consagrado con una unción, enviado para una misión. Llamado por Dios en Jesucristo, consagrado por El con la unción de su Espíritu, enviado para realizar su misión en la Iglesia.

        Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca del sacerdocio, inspiradas en la Revelación, recogidas, por así decir, de los labios de Dios, pueden disipar cualquier duda acerca de la identidad sacerdotal.

        Ante todo, Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno Sacerdote, es el punto central de referencia.

        Hay un solo supremo sacerdote, Cristo Jesús, ungido y enviado al mundo por el Padre. De este único sacerdocio participan los obispos y los presbíteros, cada cual en su orden y grado, para continuar en el mundo la consagración y la misión de Cristo. Partícipes de la unción sacerdotal de Cristo y de su misión, los presbíteros actúan “in persona Christi”.

        Para ello reciben la unción del Espíritu Santo. Sí, vais a recibir el Espíritu de santidad, como dice la fórmula de la ordenación, para que un especial carácter sagrado os configure a Cristo sacerdote, para poder actuar en su nombre.

        Consagrados por medio del ministerio de la Iglesia, participaréis de su misión salvadora como “cooperadores del orden episcopal” y deberéis estar unidos a los obispos, según la hermosa expresión de San Ignacio de Antioquía, “como las cuerdas a la lira”. Enviados a una comunidad particular, congregaréis la familia de Dios, instruyéndola con la palabra, para hacerla “crecer en la unidad” y “llevarla por Cristo en el Espíritu al Padre”.

        4. Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis “puestos aparte”; “segregados”, pero “no separados”. Así os podéis dedicar plenamente a la obra que se os va a confiar: el servicio de vuestros hermanos.

        Comprended, pues, que la consagración que recibís os absorbe totalmente, os dedica radicalmente, hace de vosotros instrumentos vivos de la acción de Cristo en el mundo, prolongación de su misión para gloria del Padre.

        A ello responde vuestro don total al Señor. El don total que es compromiso de santidad. Es la tarea interior de “imitar lo que tratáis”, como dice la exhortación del Pontifical Romano de las ordenaciones. Es la gracia y el compromiso de la imitación de Cristo, para reproducir en vuestro ministerio y conducta esa imagen grabada por el fuego del Espíritu. Imagen de Cristo sacerdote y víctima, de redentor crucificado.

        En este contexto de entrega total, de unión a Cristo y de comunión con su dedicación exclusiva y definitiva a la obra del Padre, se comprende la obligación del celibato. No es una limitación, ni una frustración. Es la expresión de una donación plena, de una consagración peculiar, de una disponibilidad absoluta. Al don que Dios otorga en el sacerdocio, responde la entrega del elegido con todo su ser, con su corazón y con su cuerpo, con el significado esponsal que tiene, referido al amor de Cristo y a la entrega total a la comunidad de la Iglesia, el celibato sacerdotal.

        El alma de esta entrega es el amor. Por el celibato no se renuncia al amor, a la facultad de vivir y significar el amor en la vida; el corazón y las facultades del sacerdote quedan impregnados con el amor de Cristo, para ser en medio de los hermanos el testigo de una caridad pastoral sin fronteras.

        5. El secreto de esta caridad pastoral se encuentra en el diálogo que Cristo mantiene con cada uno de sus elegidos, como lo mantuvo con Pedro, según las palabras del Evangelio que hemos proclamado. Es la pregunta acerca del amor especial y exclusivo hacia Cristo, hecha a quien ha recibido una misión particular y ha podido experimentar el desencanto en su propia debilidad humana.

        El Señor Resucitado no se dirige a Pedro para amonestarlo o castigarlo por su debilidad o por el pecado que ha cometido al renegar de él. Viene para preguntarle por su amor. Y esto es de una enorme, elocuente importancia para cada uno de vosotros: “¿Me amas?”. ¿Me amas todavía? ¿Me amas cada vez más? Sí. Porque el amor es siempre más grande que la debilidad y que el pecado. Y sólo él, el amor, descubre siempre nuevas perspectivas de renovación interior y de unión con Dios, incluso mediante la experiencia de la debilidad del pecado.

        Cristo, pues, pregunta, examina acerca del amor. Y Pedro responde: “Sí, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. No responde: Sí, te quiero; más bien se confía al corazón del Maestro y a su conocimiento y le dice: “Tú sabes que te amo”.

        Así, por medio de este amor, confesado por tres veces, Jesús Resucitado confía a Pedro sus ovejas. Y del mismo modo os las confía a vosotros. Es necesario que vuestro ministerio sacerdotal se enraíce con vigor en el amor de Jesucristo.

        6. El amor indiviso a Cristo y al rebaño que El os va a confiar unifica la vida del sacerdote y las diversas expresiones de su ministerio.

        Ante todo, configurados con el Señor, debéis celebrar la Eucaristía, que no es un acto más de vuestro ministerio; es la raíz y la razón le ser de vuestro sacerdocio. Seréis sacerdotes, ante todo, para celebrar y actualizar el sacrificio de Cristo, “siempre vivo para interceder por nosotros”. Ese sacrificio, único e irrepetible, se renueva y hace presente en la Iglesia de manera sacramental, por el ministerio de los sacerdotes.

        La Eucaristía se convierte así en el misterio que debe plasmar interiormente vuestra existencia. Por una parte, ofreceréis sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por otra, unidos a El — “in persona Christi”—, ofreceréis vuestras personas y vuestras vidas, para que asumidas y como transformadas por la celebración del sacrificio eucarístico, sean exteriormente también transfiguradas con El, participando de las energías renovadoras de su Resurrección.

        Será la Eucaristía culmen de vuestro ministerio de evangelización, ápice de vuestra vocación orante, de glorificación de Dios y de intercesión por el mundo. Y por la comunión eucarística se irá consumando día tras día vuestro sacerdocio.

        San Vicente Ferrer, el apóstol y taumaturgo valenciano, decía que “la misa es el mayor acto de contemplación que pueda darse”. Sí, así es en verdad. Por ello todos vosotros estáis invitados a alimentar y vivificar la propia actividad con la “abundancia de la contemplación”, que encontrará un manantial inagotable en la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, en la liturgia de las horas, en la oración mental y cotidiana? y en la meditación amorosa de los misterios de Cristo y de la Virgen con el rezo del Rosario.

        7. La consagración que vais a recibir os habilita al servicio, al ministerio de salvación, para ser como Cristo los “consagrados del Padre” y los “enviados al mundo”.

        Os debéis a los fieles del Pueblo de Dios, para que también ellos sean “consagrados en la verdad”. El servicio a los hombres no es una dimensión distinta de vuestro sacerdocio: es la consecuencia de vuestra consagración.

        Ejerced vuestras tareas ministeriales como otros tantos actos de vuestra consagración, convencidos de que todas ellas se resumen en una: reunir la comunidad que os será confiada en la alabanza de Dios Padre, por Jesucristo y en el Espíritu, para que sea la Iglesia de Cristo, sacramento de salvación. Para eso evangelizaréis y os dedicaréis a la catequesis de niños y adultos; para eso estaréis disponibles en la celebración del sacramento de la reconciliación; para eso visitaréis a los enfermos y ayudaréis a los pobres, haciéndoos todo a todos para ganarlos a todos.

        No temáis así ser separados de vuestros fieles y de aquellos a quienes vuestra misión os destina.

        Más bien os separaría de ellos el olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más, en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vestir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos.

        Por eso, haced de vuestra total disponibilidad a Dios una disponibilidad para vuestros fieles. Dadles el verdadero pan de la palabra, en la fidelidad a la verdad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia.

        Facilitadles todo lo posible el acceso a los sacramentos, y en primer lugar al sacramento de la penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo, siendo vosotros mismos asiduos en su recepción. Amad a los enfermos, a los pobres, a los marginados; comprometeos en todas las justas causas de los trabajadores; consolad a los afligidos; dad esperanza a los jóvenes. Mostraos en todo “como ministros de Cristo”.

        8. En la liturgia de la Palabra han sido proclamadas esas conocidas expresiones de la Primera Carta de San Pedro, dirigidas a los más ancianos, a los “presbíteros”, a todos los sacerdotes aquí presentes.

        Precisamente vosotros aquí reunidos, sois los “presbíteros”, los “ancianos”. Y los jóvenes que hoy recibirán esta ordenación se convierten también en “ancianos”, responsables de la comunidad. Meditad bien qué es lo que os pide a vosotros Pedro, el anciano, “testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse”. ¿Qué es lo que os pide?

Os ruega que cumpláis el ministerio pastoral que se os ha confiado: “no por fuerza sino espontáneamente, según Dios; no por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo”. Sí; con una entrega generosa. Y como vivos modelos del rebaño.

He aquí el programa apostólico de la vida sacerdotal y del ministerio sacerdotal que un día Dios os confió. Nada ha perdido de su actualidad sustancial. Es un programa vivo, de hoy. Y habéis de ponerlo con frecuencia ante vuestros ojos, en vuestra alma, para ver reflejado en él, como en un espejo, vuestra propia vida y vuestro ministerio.

Si así lo hacéis, como os lo enseña la multitud de sacerdotes santos que en vuestra Patria han sido testigos de Cristo, recibiréis, cuando aparezca “el supremo Pastor”, esa “corona inmarcesible de la gloria”.

9. Mis queridos hermanos en el sacerdocio: El Sucesor de Pedro que os habla, os repite este mensaje; y quisiera que, en el día de esta gran ordenación sacerdotal y en esta celebración de la gracia del sacerdocio para toda España, se grabe en vuestros ánimos, en el corazón de cada sacerdote. ¡Sed fieles a este mensaje que viene de Cristo!

Que esta celebración traiga a toda la Iglesia en España una renovación de la gracia inagotable del sacerdocio católico; una mayor unidad entre todos los que han recibido la misma gracia del presbiterado; un aumento considerable de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes, atraídos por el ejemplo gozoso de vuestra entrega, y la de tantos seminaristas aquí presentes, a quienes saludo uno a uno para confirmarlos y animarlos en su vocación. A la vez que les anuncio que dejo para ellos un particular mensaje mío escrito.

La Virgen María, que Valencia venera con el dulce título de Madre de los Desamparados, se incline con amor sobre vosotros y os haga fieles discípulos del Señor. Acogedla como Madre, como Juan la acogió al pie de la Cruz. Que en la gracia del sacerdocio cada uno de vosotros pueda decir también a ella “Totus tuus”.

El Señor Resucitado, presente entre nosotros, os mira con amor, mis queridos sacerdotes y ordenandos, y os repite su pregunta acerca de vuestro amor sincero y leal: “¿Me amas?”. Que cada uno de vosotros pueda decir hoy y siempre: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Así vuestro ministerio será un fiel y fecundo servicio de amor en la Iglesia, para la salvación de los hombres.

Que el récord de esta solemne ordenación sacerdotal a la presencia del Papa aumente la vostra fe en Jesucrist, Sacerdot Etern, que comunica el Seu sacerdoci per a la salvaciò de tots els homens. Aixi siga.

 

 

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LAS RELIGIOSAS Y LOS MIEMBROS DE INSTITUTOS SECULARES

Madrid, 8 de noviembre de 1982

 

Queridas hermanas, religiosas y miembros de institutos seculares:

1. Doy gracias a la Divina Providencia que me procura esta ocasión de encontrarme con vosotras, consagradas españolas, en vuestra misma patria; y precisamente en medio de estas celebraciones del IV centenario de la gran Santa Teresa, en quien la Iglesia reconoce no solamente la religiosa incomparable, sino también uno de sus más eximios doctores.

    Aunque os hablo hoy por vez primera en territorio español, no es la primera vez que el Papa encuentra a consagradas españolas. Lo he hecho frecuentemente en Roma y en mis viajes apostólicos a través del mundo, en tantos lugares donde oráis y trabajáis con generosidad y eficacia. Os agradezco de corazón vuestro empeño misionero y espero que, siendo fieles a vuestra tradición de fe, España siga siendo lugar privilegiado de vocaciones, por su abundancia y calidad.

2. Quiero ante todo manifestaros mi aprecio y afecto por lo que sois y por lo que significáis en vuestro país y en la Iglesia entera. Conservad en vuestro corazón un amor inquebrantable a vuestra hermosa vocación, la voluntad de responder sin vacilar, cada día, a esa vocación, y de conformaros cada vez más perfectamente con vuestro Modelo y Señor, Jesucristo. Tened siempre presente vuestra responsabilidad frente a la vida cristiana de vuestros conciudadanos: vuestro fervor acrecienta la vitalidad de vuestra Iglesia, mientras que, por el contrario, vuestra tibieza provocaría bien pronto en el pueblo cristiano un proceso de decadencia.

3. Deseo, en primer lugar, dirigirme a las religiosas contemplativas, cuyas comunidades son tan numerosas y vivas en la tierra de Santa Teresa. Casi una tercera parte de los monasterios contemplativos del mundo están en vuestro país. Se puede afirmar que el ardor de la Santa Reformadora del Carmelo, su amor a Dios y a la Iglesia, se manifiestan aún en su Patria donde, más que en otros lugares, las religiosas contemplativas realizan la expresión más alta de la vida consagrada.

        Ellas son en verdad para las demás religiosas la estrella que marca sin cesar la ruta; su vida de oración, su holocausto cotidiano son apoyo potente para la labor apostólica de las demás religiosas, como lo son para la Iglesia visible, que sabe poder contar con su intercesión poderosa ante el Señor.

4. A vosotras, religiosas dedicadas al apostolado, expreso igualmente el profundo agradecimiento de la Iglesia por vuestra labor apostólica: el cuidado incansable de los enfermos y necesitados en hospitales, clínicas y residencias o en sus mismas casas; la actividad educativa en escuelas y colegios; las obras asistenciales que completan la obra pastoral de los sacerdotes; la catequesis y tantos otros medios, a través de los cuales dais realmente testimonio de la caridad de Cristo. Estad seguras de que esas actividades no sólo conservan su actualidad, sino que, debidamente adaptadas, demuestran ser, cada vez más, medios privilegiados de evangelización, de testimonio y de promoción humana auténtica.

        No os desaniméis, pues, ante las dificultades. Procurad en vuestro empeño responder cada vez mejor a las exigencias de los tiempos; que vuestra aportación brote armónicamente de la misma finalidad de vuestros institutos y que vaya marcada con el sello distintivo de la obediencia, de la pobreza y de la castidad religiosa.

        No permitáis que disminuya vuestra generosidad, cuando se trate de responder a las llamadas apremiantes de los países que esperan misioneras; estad seguras de que el Señor os recompensará con nuevas vocaciones.

5. Al entregaros generosamente a vuestras tareas, no olvidéis nunca que vuestra primera obligación es permanecer con Cristo. Es preciso que sepáis siempre encontrar tiempo para acercaros a El en la oración; sólo así podréis luego llevarle a aquellos con quienes os encontréis.

        La vida interior sigue siendo el alma de todo apostolado. Es el espíritu de oración el que guía hacia la donación de sí mismo; de ahí que sería un grave error oponer oración y apostolado. Quienes, como vosotras, han aprendido en la escuela de Santa Teresa de Jesús, pueden comprender fácilmente, sabiendo que cualquier actividad apostólica que no se funda en la oración, está condenada a la esterilidad.

        Es necesario, por tanto, que sepáis siempre reservar a la oración personal y comunitaria espacios diarios y semanales suficientemente amplios. Que vuestras comunidades tengan como centro la Eucaristía y que vuestra participación diaria en el Sacrificio de la Misa, así como vuestro orar en presencia de Jesús Sacramentado, sean expresión evidente de que habéis comprendido qué es lo único necesario.

6. Deseo recordaros también un elemento muy importante de vuestra vida religiosa y apostólica: me refiero a la vida fraterna en comunidad.

        Al hablar de los primeros cristianos, la Sagrada Escritura pone de relieve que “teniendo todos ellos un solo corazón y una sola alma”, esa misma caridad fraterna les llevaba a poner sus bienes en común, renunciando a considerar cosa alguna como propia. Sabéis perfectamente que esta y no otra es la definición exacta de vuestra pobreza religiosa, que constituye la base de vuestra vida fraterna en comunidad.

        Vuestra opción por la castidad perfecta y vuestra obediencia religiosa han venido a completar vuestra donación de amor, y a convertir vuestra vida comunitaria en una realidad teocéntrica y cultual; así toda vuestra vida queda consagrada y resulta un testimonio vivo del Evangelio. La Iglesia y el mundo necesitan poder ver el Evangelio vivo en vosotras.

        Cultivad, pues, en vuestras casas una vida verdaderamente fraterna, edificada sobre la caridad mutua, la humildad y la solicitud por las demás hermanas. Amad vuestra vida de familia y los diversos encuentros que constituyen la trama de vuestra vida diaria. Podéis estar seguras de que esa vida de comunidad, vivida en caridad y abnegación, es la mejor ayuda que podéis prestaros mutuamente y el mejor antídoto contra las tentaciones que insidian vuestra vocación.

        Además de vuestra vida en común, vuestro modo de comportaros y aun vuestro modo de vestir —que os distinga siempre como religiosas— son en medio del mundo una predicación constante e inteligente, aun sin palabras, del mensaje evangélico; os convierten no en meros signos de los tiempos, sino en signos de vida eterna en el mundo de hoy. Procurad, por lo mismo, que cuando las necesidades del apostolado o la naturaleza de determinadas obras os exijan formar pequeños grupos, permanezca siempre en ellos la realidad de la vida fraterna en común, fundada en el Evangelio, edificada sobre los tres votos religiosos y no sobre ideologías mudables o aspiraciones personales.

7. Finalmente, recordad que la comunidad religiosa está insertada en la Iglesia y que no tiene sentido sino en la Iglesia, participando de su misión salvadora en fidelidad filial a su Magisterio. Vuestro carisma habéis de entenderlo a la luz del Evangelio, de vuestra propia historia y del Magisterio de la Iglesia. Y cuando se trate de comunicar a los otros vuestro mensaje procurad transmitir siempre las certidumbres de la fe y no ideologías humanas que pasan.

8. He mencionado antes las múltiples tareas que lleváis a cabo en servicio de la Iglesia y por amor a vuestros hermanos, los hombres: hospitales, labores de asistencia o de enseñanza, etc. Desearía daros una palabra específica de aliento e impulso, pues todos los servicios que realizáis son necesarios, y debéis continuar haciéndolos.

        Por la especial importancia que en el momento presente tiene en España, quiero dirigirme ahora, con una referencia particular, a tantas de vosotras que tenéis como misión especial la enseñanza de la juventud en el ámbito escolar. Hermosa y exigente tarea, delicada y apasionante a la vez, que implica una grave responsabilidad. Continuad poniendo todos los medios para realizarla con gran espíritu de entrega. Hacéis algo muy grato a los ojos de Dios, y por lo que merecéis también el aplauso de los hombres, aunque vosotras no busquéis ese reconocimiento humano.

        Os aliento de todo corazón y os recuerdo la necesidad de que estimuléis a los hombres y mujeres del mañana a apreciar con recta conciencia los valores morales, prestándoles su adhesión personal; y que los incitéis a conocer y amar a Dios cada día más. Enseñadles a observar cuanto el Señor ha mandado y, a través de vuestras palabras y de vuestro comportamiento irreprochable, llevadlos a la plenitud de Cristo.

        Impartid la doctrina íntegra, sólida y segura; utilizad textos que presenten con fidelidad el Magisterio de la Iglesia. Los jóvenes tienen derecho a no ser inquietados por hipótesis o tomas de posición aventuradas, ya que aún no tienen la capacidad de juzgar.

        Estad seguras de que si actuáis con entera fidelidad a la Iglesia, Dios bendecirá vuestra vida con una generosa floración de vocaciones. Esforzaos por ser buenas educadoras y recordad que quienes, a lo largo de los siglos, más han enseñado a los otros han sido los santos. Por ello, vuestro primer deber apostólico como maestras, educadoras y religiosas es vuestra propia santificación.

9. Unas palabras de particular saludo y aprecio a vosotras, consagradas de institutos seculares, que habéis asumido los compromisos de la vida de consagración reconocidos por la Iglesia, en forma peculiar, diversa de la que caracteriza a las religiosas.

        Los institutos seculares constituyen ya en España una realidad muy significativa. La Iglesia los necesita para poder realizar un apostolado de hondo testimonio cristiano en los ambientes más diversos, “para contribuir a cambiar el mundo desde dentro, convirtiéndose en fermento vivificante”.

        Pido al Señor que sean muchas las que escuchen su voz y le sigan por este camino. Y os exhorto a permanecer fieles a vuestra vocación específica “caracterizada y unificada por la consagración, el apostolado y la vida secular”.

10. Desde el primer momento, la Iglesia puso en su propio centro a la Madre de Jesús, alrededor y en compañía de la cual los Apóstoles perseveraron en la oración, esperaron y recibieron el Espíritu Santo. Sabed también vosotras perseverar así, unidas íntimamente a María, la Madre de Jesús y nuestra; recibiendo y transmitiendo a los hermanos el Espíritu Santo y edificando de ese modo la Iglesia. Que Ella os acompañe, consuele y aliente siempre con sus cuidados maternales. Y os anime en el camino mi afectuosa Bendición. Así sea.

 

 

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL SANTUARIO DE MONTSERRAT 

 7 de noviembre de 1982

 

Benvolguts germans en el Episcopat: Us saludo amb afecte. Estimats germans i germanes: ¡Alabat sia Jesucrist!

1. Resuenan con plena actualidad en la liturgia las palabras del Profeta: “Y vendrán muchedumbres de pueblos, diciendo: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob y El nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé”.

En consonancia con la invitación bíblica, la visita a Montserrat asocia en unidad muy estrecha los valores de la peregrinación religiosa con los encantos de la meta mariana en la cumbre del monte, donde los cielos se funden con la tierra. La subida al santuario, en un marco orográfico sugestivo, invita a la evocación de una historia varias veces secular.

Impresiona saber que estamos en un lugar sagrado; que por estos mismos senderos, abiertos desde hace siglos, discurrieron multitud de peregrinos, ilustres muchos de ellos por su cuna o por su ciencia. Es un gozo, sobre todo, saber que seguimos las huellas de Juan de Mata, Pedro Nolasco, Raimundo de Peñafort, Vicente Ferrer, Luis de Gonzaga, Francisco de Borja, José de Calasanz, Antonio María Claret y muchos otros santos eminentes; sin olvidar aquel soldado que, depuestas sus armas a los pies de la Moreneta, bajó del monte para acaudillar la Compañía de Jesús.

2. Aflora aquí espontáneo el cántico de júbilo del peregrino al llegar a la meta. El Salmista evoca, ante todo, el gozo inicial de la marcha: “Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. Una alegría intensa, contagiosa, impaciente, en el sentir de San Agustín: “Corramos, corramos, porque iremos a la casa del Señor. Corramos y no nos cansemos, porque llegaremos adonde no nos fatigaremos... Iremos a la casa del Señor. Me regocijé con los profetas, me regocijé con los apóstoles. Todos éstos nos dijeron: Iremos a la casa del Señor”.

A renglón seguido describe el Salmista la experiencia incomparable de los peregrinos, una vez en la meta largamente suspirada: “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. Allá suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor”.

El primer sentimiento es de admiración ante la solidez de un edificio bien fundado. Montserrat figura felizmente en la serie de aquellos santuarios que el año pasado tuve el gusto de calificar como “signos de Dios, de su irrupción en la historia humana”, en cuanto representan “un memorial del misterio de la Encarnación y de la Redención”, en consonancia maravillosa con esa “vocación tradicional y siempre actualísima de todos los santuarios de ser una antena permanente de la buena nueva de nuestra salvación”.

Gloria de los beneméritos hijos de San Benito es haber convertido en realidad el sueño de San Agustín: “Ve cuál es la casa del Señor. En aquella es alabado el que edificó la casa. El es delicia de todos los que habitan en ella. El sólo es la esperanza aquí y la realidad allí”. Fieles a su carisma fundacional, los monjes de Montserrat viven a fondo su empeño de hacer de la basílica un dechado de oración litúrgica, embelleciendo la celebración con los encantos de su famosa escolanía, y proyectando su plegaria en dirección pastoral en favor de los innumerables devotos que se apiñan en torno a la “Mare de Déu”.

El ambiente invita irresistiblemente a la plegaria, que es una necesidad para peregrinos que ascendieron al monte, “según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor”. Es un gozo glorificar aquí sus grandezas, donde el cántico al Creador brota espontáneo en nuestros labios; es un deber agradecer con amor filial sus dones generosos, también en nombre de nuestros hermanos; es, en fin, una medida de prudencia solicitar provisión de energías en vista de ulteriores etapas.

Porque la peregrinación prosigue. No cabe pensar aquí en la tierra en “morada permanente”, y hemos de “aspirar a la futura”.

3. A ello invita la actitud ejemplar de la Señora, que es Madre y, por lo mismo, Maestra. Sentada en su trono de gloria en actitud hierática, cual corresponde a la Reina de cielos y tierra, con el Niño Dios en sus rodillas, la Virgen Morena desvela ante nuestros ojos la visión exacta del último misterio glorioso del Santo Rosario.

Es providencial, con todo, que la celebración litúrgica de la fiesta, gravite en torno al misterio gozoso de la Visitación, que constituye la primera iniciativa de la Virgen Madre. Montserrat encierra, por consiguiente, lecciones valiosísimas para nuestro caminar de peregrinos.

No hay que olvidar nunca la meta definitiva del último misterio de gloria. “Piensa - dirá San Agustín - cómo has de estar allí el día de mañana, y aun cuando todavía estés en el camino, piensa como si ya permanecieses allí, como si ya gozases indeficientemente entre los ángeles, y como si ya aconteciera en ti lo que se dijo: “Bienaventurados los que moran en tu casa, por los siglos de los siglos te alabarán””.

En la marcha hay que imitar el estilo de la Madre en la visita que hiciera a su prima: “En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá”. Su ritmo es rotundamente ejemplar en sentir de San Ambrosio: “Alegre en el deseo, religiosamente pronta al deber, presurosa en el gozo, fue a la montaña”.

Fuerza es observar que su itinerario no se ciñe a ese ascenso físico a la montaña. El Espíritu irrumpe en un momento fuerte: hizo saltar de gozo a Juan en el seno materno; inundó de luz divina la mente de Isabel; arrebató a la Reina de los Profetas, impulsándola en marcha ascensional hasta la cumbre del monte invisible del Señor. Lo hizo al compás de la ley maravillosa que “derriba a los potentados y ensalza a los humildes”. El “Magnificat” representa el eco de aquella experiencia sublime en su peregrinación paradigmática: “Mi alma magnifica al Señor, y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha mirado la humildad de su sierva: por esto todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. El cántico de María resuena indefectible a lo largo de los siglos. Aquí en Montserrat parece haberse cristalizado hasta el punto de constituir “un Magnificat de roca”. No es tan sólo signo fehaciente de la ascensión realizada; es además una flecha indicadora de ulteriores escaladas.

La virtud del peregrino es la esperanza. Aquí es posible hacer provisión; porque María la estrecha entre sus brazos y la pone maternalmente a nuestro alcance. Incluso sin darnos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea. Interviene siempre con solicitud y delicadeza de madre. Lo hizo en forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica, por tanto, que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la Depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos: Déu vos salve, vida, dolcesa i esperanza nostra.

4. El Salmista alude a una Jerusalén celestial que se vislumbra a través de la Jerusalén terrena.

¿Será forzado trasponer la imagen? La Virgen de Montserrat, sentada en su trono, con el Hijo en las rodillas, parece estar esperando poder abrazar con El a todos sus hijos. Nuestra peregrinación espiritual se cifra, en definitiva, en alcanzar en plenitud la filiación divina. Nuestra vocación es un hecho; por predilección incomprensible del Padre, nos hizo hijos en el Hijo: “Bendito sea Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos: por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por eso nos hizo gratos en su Amado”.

El Salmista describe la meta como una “Jerusalén que se edifica como ciudad”. Lo cual da pie a San Agustín para modular la filiación en otro registro: “Ahora se está edificando, y a ella concurren en su edificación piedras vivas, de las que dice San Pablo: “También vosotros, como piedras vivas, sois edificados en casa espiritual””. Ese monte aserrado en forma curiosa, que es Montserrat, aparece como una cantera incomparable. “Ahora se edifica la ciudad, ahora se cortan las piedras de los montes por mano de los que predican la verdad y se escuadran para que se acoplen en construcción eterna”. De aquí, de Montserrat, de la región catalana, de España entera hay que sacar los sillares señeros de la nueva construcción.

Sin olvidar que el fundamento es Cristo. Con las consecuencias que ello lleva consigo en arquitectura. Diríase que San Agustín, al comentar el Salmo, tenía una basílica como la de Montserrat ante sus ojos: “Cuando se pone al cimiento en la tierra se edifican las paredes hacia arriba, y el peso de ella gravita hacia abajo, porque abajo está colocado el cimiento. Pero si nuestro cimiento o fundamento está en el cielo, edificamos hacia el cielo. Los constructores edificaron la fábrica de esta basílica que veis se levanta majestuosa; mas como la edificaron hombres, colocaron los cimientos abajo; pero cuando espiritualmente somos edificados, se coloca el fundamento en la altura. Luego corramos hacia allí para que seamos edificados, pues de esta misma Jerusalén se dijo: Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén”. El templo que pisan nuestros pies es umbral de ese otro en construcción, del cual nos sentimos piedras vivas.

5. No es lícito ignorar la sugerencia ofrecida a los peregrinos: “Desead la paz a Jerusalén: “Vivan seguros los que te aman. Haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios”. Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: “La paz contigo”. Por la casa del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien”.

La paz resume en síntesis el acervo de bienes que puede un hombre desear. Una paz asentada firmemente en la alianza del Señor, que es fiel para con los escogidos. Desde esta montaña santa, oasis de serenidad y de paz, deseo la auténtica paz mesiánica para todos los hombres, que son hermanos y que la Moreneta mira con igual amor de Madre. Y que encomienda a su Hijo divino.

“El juzgará a las gentes y dictará sus leyes a numerosos pueblos, que de sus espadas harán rejas de arado, y de sus lanzas, hoces. No alzará la espada para la guerra. Venid, oh casa de Jacob, y caminemos a la luz de Yahvé”.

Que la montaña santa, Señor, sea bosque de olivos, sea “sacramento de paz”. Un signo de lo que son los hijos amantes a la vera de la Madre común; y un impulso eficaz a realizar de verdad lo que suena hoy a utopía. Y será realidad en la medida en que los hombres se plieguen dócilmente al único imperativo que los Evangelios recogieran de la boca de María: “Haced lo que El os diga”. Y El se llama “Príncipe de la Paz”.

6. Te damos gracias, Señor, por el gozo que nos ha procurado asentar nuestros pies aquí, en el santuario consagrado a la Madre, en donde nos hemos sentido confortados con impulso renovado para nuestro itinerario futuro.

Us preguem, oh Pare, que en aquesta basílica, a on demora el teu Fill Jesucrist, Fill de Maria, otorguis abundosament la pau, la concòrdia i el goig a totes les tribus peregrines del nou Israel.

Feu, Senyor, que tots els homes encertin a descobrir el profund sentit de la llur existència peregrina a la terra; que no confonguin les etapes i la meta; que modulin la marxa segons l’exemple de Maria.

Ella serà la llur Auxiliadora; perque aquí, a tot arreu i sempre, Maria es Reina poderosa i Mare piadosísima. Amén.

 

 

MISA EN BARCELONA

Barcelona, 7 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Ens trovem reunits en aquest estadi per celebrar el dia del Senyor. Units al vostre Pastor i a tants germans de Barcelona i de molts altres indrets.

La segunda lectura de esta Misa, tomada de la Carta a los Hebreos, presenta la importancia del acto interno de ofrecimiento de Jesús al Padre. Lo realizó, por primera vez, al entrar en el mundo por la Encarnación; su ofrecimiento se refiere entonces a su futuro sacrificio redentor.

Manteniendo siempre ese ofrecimiento interno, da unidad de sentido a toda su vida terrena. El ofrecimiento acompañó los dolores y sufrimientos de la cruz, y les dio el valor redentor que sin ese acto de oblación no habrían tenido. Pero aun después de la resurrección y ascensión, la vida de Cristo sigue teniendo unidad de sentido, ya que también ahora Jesús sigue ofreciendo al Padre los dolores ya pretéritos de la pasión.

La epístola utiliza la liturgia veterotestamentaria del día de la expiación, como esquema explicativo del misterio redentor. En ella las víctimas inmoladas se quemaban fuera del campamento. También Cristo fue inmolado en el Calvario, entonces fuera de la ciudad. El Sumo Sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum para ofrecer a Yahvé el sacrificio. También Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, resucitó y subió a los cielos, para entrar así en el santuario celeste y presentar al Padre perennemente la sangre que un día derramó sobre la cruz.

Es el mismo Cristo que viene al altar, repitiendo su ofrecimiento al Padre por nosotros. La pequeñez de nuestros deseos de entrega a Cristo y de llevar una vida cristiana, tienen que ser puestos sobre el altar, para que queden unidos al ofrecimiento de Jesús. Nuestra humilde entrega —insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viudaMezonzo se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús.

¿Y en qué ha de consistir nuestra entrega a Cristo? De inmediato os digo que lo primero que el Papa y la Iglesia esperan de vosotros es que, frente a vuestra propia existencia, frente a la misma Iglesia, frente a la problemática humana actual, adoptéis actitudes verdaderamente cristianas.

2. Vuestra vida como seres humanos tiene ya en sí una grandeza y dignidad únicas. Ellas imponen una recta valoración, para vivirla en coherente respeto de las exigencias de verdad, de honestidad, de uso correcto del magnífico don divino de la libertad en todas sus dimensiones.

Pero esta realidad espléndida no puede encerrarse en esos solos horizontes, por más que no pueda prescindir de ellos. Ha de abrirse a la novedad que Cristo vino a traer al mundo, enseñando a cada hombre que es hijo de Dios, redimido con la sangre del mismo Cristo, coheredero con El, destinado a una meta trascendente.

Sería la mayor mutilación privar al hombre de esa perspectiva, que lo eleva a la dimensión más alta que puede tener. Y que, en consecuencia, le ofrece el cauce más apto para desplegar sus mejores energías y entusiasmo.

Como escribí en la Encíclica “Redemptor Hominis”: «Esta unión de Cristo en el hombre es en sí misma un misterio, del que nace “el hombre nuevo”, llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y la verdad. La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: “Dioles Dios poder de venir a ser hijos”».

Aquí se halla el fundamento del conocimiento en profundidad del valor de la propia existencia. El fundamento de nuestra identidad como cristianos. De ahí ha de derivar una actitud práctica coherente, hecha de estima hacia todo lo humano que sea bueno e informada eficazmente por la fe.

3. Para un cristiano es parte muy importante la relación que establece con la Iglesia. Relación que puede ir de un polémico rechazo, a la aceptación parcial; de una crítica sistemática, a la fidelidad madura y responsable.

Un primer planteamiento que se impone, para evitar confusiones o perspectivas falsas, es considerar a la Iglesia en su naturaleza verdadera: una sociedad de tipo espiritual y con fines espirituales, encarnada en los hombres de cada tiempo. Sin afán alguno de entrar en competencia con los poderes civiles, para ocuparse de los asuntos meramente materiales o políticos, que ella reconoce gustosamente no ser de su incumbencia. Sin renunciar tampoco a su misión, que es mandato recibido de Cristo, de formar en la fe la conciencia de sus fieles. Para que ellos, en su doble faceta de ciudadanos y fieles, contribuyan al bien en todas las esferas de la vida, de acuerdo con sus propias convicciones y con el debido respeto a las ajenas.

La Iglesia fundada por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, misión continuada hoy en sus Sucesores, es sacramento universal de salvación, signo e instrumento de la gracia de Cristo en la que renacemos a vida nueva. Lo es por su figura visible, que recuerda a los hombres la presencia y acción divinas. Lo es por la predicación de la Palabra de Dios y la administración de los sacramentos, fuentes de salvación. Lo es a través de la vida de sus fieles, llamados a contribuir, cada uno según su condición, a extender el mensaje evangélico y hacer presente a Cristo en todos los ambientes de la sociedad.

De estas premisas deriva una actitud bien concreta para el cristiano. La Iglesia ha sido constituida por Cristo, y no podemos pretender hacerla según nuestros criterios personales. Tiene por voluntad de su Fundador una guía formada por el Sucesor de Pedro y de los Apóstoles: ello implica, por fidelidad a Cristo, fidelidad al Magisterio de la Iglesia.

Ella es Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas.

La Iglesia ofrece cada día la palabra de salvación y los sacramentos instituidos por Cristo y no depende de criterios de número o de moda; ello obliga al respeto a la voz de la Jerarquía, criterio y guía inmediatos en la fe. Ella está formada por todos nosotros, Pueblo de Dios; ello impone la colaboración responsable de cada cristiano o grupo, sus fuerzas, su capacidad vivencial, pero en leal escucha de los legítimos Pastores. Ella ama al hombre en su integridad, nada de lo humano de verdad le es indiferente; pero luchando por elevar al hombre, no olvida que su misión esencial propia es procurarle la salvación.

4. Frente a la problemática del mundo actual en el que vive inmerso, el cristiano no puede menos de adoptar una actitud que refleje el concepto que tiene de sí mismo, a la luz de su relación con la Iglesia.

Consciente de su deber de “dar un sentido más humano al hombre y a su historia”, el cristiano deberá estar en primera línea como testigo de la verdad, honestidad y justicia. Es la primera consecuencia del valor humanizador de la fe y del dinamismo creador de la misma.

Bien radicado en esa fe y desde una clara y valiente convicción evangélica, no dudará en asumir su parte de responsabilidad, para “instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales”. Nunca podrán olvidar los cristianos que deben ser “fermento y alma de la sociedad” y que en las tareas temporales “la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno”.

El hijo de la Iglesia ha de vivir la convicción de que ha de ser cristiano de la fidelidad a Cristo, para ser cristiano de la coherencia en el amor al hombre, en la defensa de sus derechos, en el compromiso por la justicia, en la solidaridad con cuantos buscan la verdad y elevación del hombre.

5. Estas actitudes comportan un profundo empeño y una gran capacidad de esfuerzo y valentía. Se abre ante los ojos del cristiano la necesidad de cambiar tantas cosas que son inadecuadas o injustas y que requieren la transformación desde dentro y desde fuera.

Pero hay un espejismo al que se puede sucumbir: querer cambiar la sociedad cambiando sólo las estructuras externas o buscando únicamente la satisfacción de las necesidades materiales del hombre. Y, en cambio, hay que empezar por cambiarse a sí mismo; por renovarse moralmente; por transformarse desde dentro, imitando a Cristo; por destruir las raíces del egoísmo y del pecado que anida en cada corazón. Personas transformadas colaboran eficazmente a transformar la sociedad.

6. Para vivir en esa actitud cristiana, el hijo de la Iglesia, que siente la propia debilidad y pecado, necesita un constante empeño de conversión y de retorno a las fuentes ideales que inspiran su conducta. Necesita un constante retorno a su conciencia y a Cristo. En su fe ha de hallar la fuerza y dinamismo para corregirse y confirmarse cada día en el bien. Sin abandonarse a esa pasividad resignada que serpea en tantos espíritus.

Un empeño de conversión que ha de ser personal y también comunitario. Capaz de orientar siempre hacia una mayor fidelidad a la propia condición cristiana y a superar, en metas más altas, los fallos o errores del pasado. Sin dejarse paralizar por ellos, en un inútil inmovilismo o sentimiento de culpabilidad. El fallo y el pecado anidan por desgracia en cada hombre, en cada sector humano u organismo compuesto por hombres, en la Iglesia y fuera de ella.

Pero Dios nos ayuda a renovarnos constantemente en su gracia y amor. La Palabra revelada, el ejemplo de Cristo, la gracia de los sacramentos son nuestros caminos de superación a través de la conversión.

7. Estas actitudes cristianas necesitan criterios y guías concretos que las orienten de modo seguro, evitando posibles desviaciones.

¿Queréis un criterio seguro, concreto, sistemático, que os guíe en el momento presente? Seguid la voz del Magisterio y sed fieles al Concilio de nuestro tiempo: el Vaticano II.

Sin reticencias, temores o resistencias, por una parte. Sin interpretaciones arbitrarias o confusiones de la enseñanza objetiva con las propias ideas, por otra. Arranque de ahí el camino de la necesaria unidad querida por Cristo.

Esa correcta aplicación de las enseñanzas conciliares constituye, como he dicho en repetidas ocasiones, uno de los objetivos principales de mi pontificado.

8. Así, queridos hermanos y hermanas, vivid vosotros e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo, conscientes de que esa fe no destruye nada auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva.

Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad y los demás valores del matrimonio, promoviendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana.

Sed también fuertes y generosos a la hora de contribuir a que desaparezcan las injusticias y las discriminaciones sociales y económicas; a la hora de participar en una tarea positiva de incremento y justa distribución de los bienes. Esforzaos por que las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida.

9. En el momento culminante de la Misa se hace presente en el altar el misterio del Calvario. Jesús mismo renueva la oblación de aquel día, la oblación que nos salva.

Junto a la cruz estuvo la Madre de Jesús, participando de su dolor. Que Ella, la Madre de la Merced, os ayude con su intercesión a renovar en esta Santa Misa vuestro compromiso de cristianos. Confiados en su patrocinio, desechad pasivismos y titubeos. Y sed fieles a vosotros mismos, a la Iglesia y a vuestro tiempo con coherentes actitudes cristianas. Así sea.

¡Que Déu us beneeixi!

 

 

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA Y ACTO MARIANO NACIONAL

Zaragoza, 6 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

1. Los caminos marianos me traen esta tarde a Zaragoza. En su viaje apostólico por tierras españolas, el Papa se hace hoy peregrino a las riberas del Ebro. A la ciudad mariana de España. Al santuario de Nuestra Señora del Pilar.

Veo así cumplirse un anhelo que, ya antes deseaba poder realizar, de postrarme como hijo devoto de María ante el Pilar sagrado. Para rendir a esta buena Madre mi homenaje de filial devoción, y para rendírselo unido al Pastor de esta diócesis, a los otros obispos y a vosotros, queridos aragoneses, riojanos, sorianos y españoles todos, en este acto mariano nacional.

Peregrino hasta este santuario, como en mis precedentes viajes apostólicos que me llevaron a Guadalupe, Jasna Góra, Knock, Nuestra Señora de África, Notre Dame, Altötting, La Aparecida, Fátima, Luján y otros santuarios, recintos de encuentro con Dios y de amor a la Madre del Señor y nuestra.

Estamos en tierras de España, con razón denominada tierra de María. Sé que, en muchos lugares de este país, la devoción mariana de los fieles halla expresión concreta en tantos y tan venerados santuarios. No podemos mencionarlos todos. ¿Pero cómo no postrarnos espiritualmente, con afecto reverente ante la Madre de Covadonga, de Begoña, de Aránzazu, de Ujué, de Montserrat, de Valvanera, de la Almudena, de Guadalupe, de los Desamparados, del Lluch, del Rocío, del Pino?

De estos santuarios y de todos los otros no menos venerables, donde os unís con frecuencia en el amor a la única Madre de Jesús y nuestra, es hoy un símbolo el Pilar. Un símbolo que nos congrega en Aquella a quien, desde cualquier rincón de España, todos llamáis con el mismo nombre: Madre y Señora nuestra.

2. Siguiendo a tantos millones de fieles que me han precedido, vengo como primer Papa peregrino al Pilar, como signo de la Iglesia peregrina de todo el mundo, a ponerme bajo la protección de nuestra Madre, a alentaros en vuestro arraigado amor mariano, a dar gracias a Dios por la presencia singular de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia en tierras españolas y a depositar en sus manos y en su corazón el presente y futuro de vuestra nación y de la Iglesia en España. El Pilar y su tradición evocan para vosotros los primeros pasos de la evangelización de España.

Aquel templo de Nuestra Señora, que, al momento de la reconquista de Zaragoza, es indicado por su obispo como muy estimado por su antigua fama de santidad y dignidad; que ya varios siglos antes recibe muestras de veneración, halla continuidad en la actual basílica mariana. Por ella siguen pasando muchedumbres de hijos de la Virgen, que llegan a orar ante su imagen y a venerar el Pilar bendito.

Esa herencia de fe mariana de tantas generaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un pasado, sino en punto de partida hacia Dios. Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana.

Porque en esa continuidad religiosa la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia. Y la presencia secular de Santa María, va arraigándose a través de los siglos, inspirando y alentando a las generaciones sucesivas. Así se consolida el difícil ascenso de un pueblo hacia lo alto.

3. Un aspecto característico de la evangelización en España, es su profunda vinculación a la figura de María. Por medio de Ella, a través de muy diversas formas de piedad, ha llegado a muchos cristianos la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios y de María. ¡Y cuántos cristianos viven hoy también su comunión de fe eclesial sostenidos por la devoción a María, hecha así columna de esa fe y guía segura hacia la salvación!

Recordando esa presencia de María, no puedo menos de mencionar la importante obra de San Ildefonso de Toledo “Sobre la virginidad perpetua de Santa María”, en la que expresa la fe de la Iglesia sobre este misterio. Con fórmula precisa indica: “Virgen antes de la venida del Hijo, virgen después de la generación del Hijo, virgen con el nacimiento del Hijo, virgen después de nacido el Hijo”.

El hecho de que la primera gran afirmación mariana española haya consistido en una defensa de la virginidad de María, ha sido decisivo para la imagen que los españoles tienen de Ella, a quien llaman “la Virgen”, es decir, la Virgen por antonomasia.

Para iluminar la fe de los católicos españoles de hoy, los obispos de esta nación y la misma comisión episcopal para la Doctrina de la Fe recordaban el sentido realista de esta verdad de fe. De modo virginal, “sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo”, María ha dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre. De modo virginal ha nacido de María un cuerpo santo animado de un alma racional, al que el Verbo se ha unido hipostáticamente.

Es la fe que el Credo amplio de San Epifanio expresaba con el término “siempre Virgen” y que el Papa Pablo IV articulaba en la fórmula ternaria de virgen “antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. La misma que enseña Pablo VI: “Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado”. La que habéis de mantener siempre en toda su amplitud.

El amor mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad. Impulsó a las gentes de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de las grandezas de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción. En ello porfiaban el pueblo, los gremios, cofradías y claustros universitarios, como los de esta ciudad, de Barcelona, Alcalá, Salamanca, Granada, Baeza, Toledo, Santiago y otros. Y es lo que impulsó además a trasplantar la devoción mariana al Nuevo Mundo descubierto por España, que de ella sabe haberla recibido y que tan viva la mantiene. Tal hecho suscita aquí, en el Pilar, ecos de comunión profunda ante la Patrona de la Hispanidad.

Me complace recordarlo hoy, a diez años de distancia del V centenario del descubrimiento y evangelización de América. Una cita a la que la Iglesia no puede faltar.

4. El Papa Pablo VI escribió que “en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El”. Ello tiene una especial aplicación en el culto mariano. Todos los motivos que encontramos en María para tributarle culto, son don de Cristo, privilegios depositados en Ella por Dios, para que fuera la Madre del Verbo. Y todo el culto que le ofrecemos, redunda en gloria de Cristo, a la vez que el culto mismo a María nos conduce a Cristo.

San Ildefonso de Toledo, el más antiguo testigo de esa forma de devoción que se llama esclavitud mariana, justifica nuestra actitud de esclavos de María por la singular relación que Ella tiene con respecto a Cristo: “Por eso soy yo tu esclavo, porque mi Señor es tu hijo. Por eso tú eres mi Señora, porque tú eres la esclava de mi Señor. Por eso soy yo el esclavo de la esclava de mi Señor, porque tú has sido hecha la madre de tu Señor. Por eso he sido yo hecho esclavo, porque tu has sido hecha la madre de mi Hacedor”.

Como es obvio, estas relaciones reales existentes entre Cristo y María hacen que el culto mariano tenga a Cristo como objeto último. Con toda claridad lo vio el mismo San Ildefonso: “Pues así se refiere al Señor lo que sirve a la esclava; así redunda al Hijo lo que se entrega a la Madre; así pasa al rey el honor que se rinde en servicio de la reina”. Se comprende entonces el doble destinatario del deseo que el mismo Santo formula, hablando con la Santísima Virgen: “Que me concedas entregarme a Dios y a Ti, ser esclavo de tu Hijo y tuyo, servir a tu Señor y a Ti”.

No faltan investigadores que creen poder sostener que la más popular de las oraciones a María —después del “Ave María”— se compuso en España y que su autor sería el obispo de Compostela, San Pedro de Mezonzo, a finales del siglo X; me refiero a la “Salve”.

Esta oración culmina en la petición “Muéstranos a Jesús”. Es lo que María realiza constantemente, como queda plasmado en el gesto de tantas imágenes de la Virgen, esparcidas por las ciudades y pueblos de España. Ella, con su Hijo en brazos, como aquí en el Pilar, nos lo muestra sin cesar como “el camino, la verdad y la vida”. A veces, con el Hijo muerto sobre sus rodillas, nos recuerda el valor infinito de la sangre del Cordero que ha sido derramada por nuestra salvación. En otras ocasiones, su imagen, al inclinarse hacia los hombres, acerca a su Hijo a nosotros y nos hace sentir la cercanía de quien es revelación radical de la misericordia, manifestándose así, Ella misma, como Madre de la misericordia.

Las imágenes de María recogen así una enseñanza evangélica de primordial importancia. En la escena de las bodas de Caná, María dijo a los criados: “Haced lo que El os diga”. La frase podría parecer limitada a una situación transitoria. Sin embargo, como subraya Pablo VI, su alcance es muy superior: es una exhortación permanente a que nos abramos a la enseñanza de Jesús. Se da así una plena consonancia con la voz del Padre en el Tabor: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle”.

Ello amplía nuestro horizonte hacia unas perspectivas insondables. El plan de Dios en Cristo era hacernos conformes a la imagen de su Hijo, para que El fuera “el primogénito entre muchos hermanos”. Cristo vino al mundo “para que recibiéramos la adopción”, para otorgarnos el “poder de llegar a ser hijos de Dios”. Por la gracia somos hijos de Dios y, apoyados en el testimonio del Espíritu, podemos clamar: Abba, Padre. Jesús ha hecho, por su muerte y resurrección, que su Padre sea nuestro Padre.

Y para que nuestra fraternidad con El fuera completa, quiso ulteriormente que su Madre Santísima fuera nuestra Madre espiritual. Esta Maternidad, para que no quedara reducida a un mero título jurídico, se realizó, por voluntad de Cristo, a través de una colaboración de María en la obra salvadora de Jesús, es decir, “en la restauración de la vida sobrenatural de las almas”.

5. Un padre y una madre acompañan a sus hijos con solicitud. Se esfuerzan en una constante acción educativa. A esta luz cobran su pleno sentido las voces concordes del Padre y de María: Escuchad a Jesús, haced lo que El os diga. Es el consejo que cada uno de nosotros debe tratar de asimilar, y del que desde el comienzo de mi pontificado quise hacerme eco: “No temáis; abrid de par en par las puertas a Cristo”.

María, por su parte, es ejemplo supremo de esta actitud. Al anuncio del ángel responde con un sí incondicionado: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Ella se abre a la Palabra eterna y personal de Dios, que en sus entrañas tomará carne humana. Precisamente esta acogida la hace fecunda: Madre de Dios y Madre nuestra, porque es entonces cuando comienza su cooperación a la obra salvadora.

Esa fecundidad de María es signo de la fecundidad de la Iglesia. Abriéndonos a la Palabra de Cristo, acogiéndole a El y su Evangelio, cada miembro de la Iglesia será también fecundo en su vida cristiana.

6. El Pilar de Zaragoza ha sido siempre considerado como el símbolo de la firmeza de fe de los españoles. No olvidemos que la fe sin obras está muerta. Aspiremos a “la fe que actúa por la caridad”. Que la fe de los españoles, a imagen de la fe de María, sea fecunda y operante. Que se haga solicitud hacia todos, especialmente hacia los más necesitados, marginados, minusválidos, enfermos y los que sufren en el cuerpo y en el alma.

Como Sucesor de Pedro he querido visitaros, amados hijos de España, para alentaros en vuestra fe e infundiros esperanza. Mi deber pastoral me obliga a exhortaros a una coherencia entre vuestra fe y vuestras vidas. María, que en vísperas de Pentecostés intercedió para que el Espíritu Santo descendiera sobre la Iglesia naciente, interceda también ahora. Para que ese mismo Espíritu produzca un profundo rejuvenecimiento cristiano en España. Para que ésta sepa recoger los grandes valores de su herencia católica y afrontar valientemente los retos del futuro.

7. Doy fervientes gracias a Dios por la presencia singular de María en esta tierra española donde tantos frutos ha producido. Y quiero finalmente encomendarte, Virgen Santísima del Pilar, España entera, todos y cada uno de sus hijos y pueblos, la Iglesia en España, así como también los hijos de todas las naciones hispánicas.

¡Dios te salve María,
Madre de Cristo y de la Iglesia!
¡Dios te salve,
vida, dulzura y esperanza nuestra!

A tus cuidados confío esta tarde
las necesidades de todas las familias de España,
las alegrías de los niños, la ilusión de los jóvenes,
los desvelos de los adultos, el dolor de los enfermos
y el sereno atardecer de los ancianos.

Te encomiendo la fidelidad
y abnegación de los ministros de tu Hijo,
la esperanza de quienes se preparan para ese ministerio,
la gozosa entrega de las vírgenes del claustro,
la oración y solicitud de los religiosos y religiosas,
la vida y empeño de cuantos trabajan por el reino de Cristo en estas tierras.

En tus manos pongo la fatiga
y el sudor de quienes trabajan con las suyas;
la noble dedicación de los que transmiten su saber
y el esfuerzo de los que aprenden;
la hermosa vocación de quienes con su ciencia
y servicio alivian el dolor ajeno;
la tarea de quienes con su inteligencia buscan la verdad.

En tu corazón dejo los anhelos de quienes,
mediante los quehaceres económicos,
procuran honradamente la prosperidad de sus hermanos;
de quienes, al servicio de la verdad,
informan y forman rectamente la opinión pública;
de cuantos, en la política, en la milicia,
en las labores sindicales o en el servicio del orden ciudadano,
prestan su colaboración honesta
en favor de una justa, pacífica y segura convivencia.

Virgen Santa del Pilar:
Aumenta nuestra fe,
consolida nuestra esperanza,
aviva nuestra caridad.

Socorre a los que padecen desgracias,
a los que sufren soledad, ignorancia,
hambre o falta de trabajo.

Fortalece a los débiles en la fe.

Fomenta en los jóvenes la disponibilidad
para una entrega plena a Dios.

Protege a España entera y a sus pueblos,
a sus hombres y mujeres.
Y asiste maternalmente, oh María,
a cuantos te invocan como Patrona de la Hispanidad.
Así sea.

 

 

 

 

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA CON LOS MISIONEROS

Javier, 6 de noviembre de 1982

 

Venerables hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

1. En este lugar donde todo nos habla de San Francisco Javier, ese gran Santo navarro y español universal, saludo ante todo al Pastor de la diócesis, a los obispos venidos de otras zonas de España, a los sacerdotes, misioneros y misioneras, junto con sus familias, y a la comunidad y escuela apostólica de la Compañía de Jesús que tan celosamente cuida este solar y santuario.

En este encuentro popular y misionero con vosotros, hijos todos de Navarra y de España, quiero rendir homenaje al patrimonio de recios valores humanos y sólidas virtudes cristianas de las gentes de esta tierra. Y expresar la profunda gratitud de la Santa Sede a la Iglesia de España por su magna obra de evangelización; obra a la que los hijos de Navarra han dado tan sobresaliente contribución.

Pionera en tantos campos de primera evangelización - no sólo los abiertos por Javier, sino sobre todo los de Hispanoamérica, Filipinas y Guinea Ecuatorial -, la Iglesia española continúa dando una destacada aportación a esa evangelización con sus actuales 23.000 misioneros y misioneras operantes en todas las latitudes.

La Iglesia española se ha hecho también acreedora de la gratitud de la Sede Apostólica por ser una de las que más apoya, con personal y ayuda material, la estrategia de la cooperación a la misión universal: y por su esfuerzo de animación misionera, en el que es iniciativa de alto significado y proyección el “Centro Misional Javier”, aquí existente. Artífices principales de esa cooperación y animación han sido las Obras Misionales Pontificias, expresión viva de la conciencia misionera de la Iglesia, con la colaboración de los institutos religiosos y misioneros. Por su parte, la Conferencia Episcopal, con el documento sobre la “Responsabilidad misionera de la Iglesia española”, de hace tres años, ha dado nuevo impulso a la animación misionera de la pastoral.

2. Sé que la campaña del reciente DOMUND, tuvo como consigna “El Papa primer misionero”.

Sí: en la Iglesia, esencialmente misionera, el Papa se siente el primer misionero y responsable de la acción misionera, como manifesté en mi mensaje desde Manaus, en Brasil.

Por eso, porque siento esa singular responsabilidad personal y eclesial, he querido venir a Javier, cuna y santuario del “Apóstol de las nuevas gentes” y “celestial Patrono de todos los misioneros y misioneras y de todas las misiones” y Patrono también de la Obra de la Propagación de la Fe.

Vengo a recoger su espíritu misionero, y a implorar su patrocinio sobre lo s planes misioneros de mi pontificado. Javier tiene, además, una particular relación con el Pastor y responsable de la Iglesia; pues si todo misionero, en cuanto enviado por la Iglesia es en cierto modo enviado del Papa, Javier lo fue con título especial como Nuncio o Delegado papal para el Oriente.

3. La liturgia de la Palabra que estamos celebrando para dar el crucifijo a los nuevos misioneros y misioneras, en presencia también de sus padres y familiares, renueva el encuentro y llamada de Jesús a sus Apóstoles —a Pedro y Andrés, Santiago y Juan— junto al mar de Galilea. Eran pescadores, y Jesús les dijo: “Seguidme, os haré pescadores de hombres”.

Cristo no les dio entonces la cruz misionera, como vamos a hacer ahora con estos nuevos misioneros. Oyeron sólo la llamada: “Seguidme”. Al término de su peregrinación terrena con Jesús, recibirían su cruz, como signo de salvación. Como testimonio del camino, de la verdad y de la vida; testimonio que habían de confirmar con su predicación, con su vida de servicio y con el holocausto de la propia muerte.

Los Apóstoles debían dar testimonio, y lo dieron, de que “Jesús es el Señor”, como recuerda San Pablo en la carta a los Romanos; y a esta fe debían conducir a todos los hombres, porque Jesús es el Señor de todos. ¿Cómo se actúa esta obra de salvación? Responde el Apóstol: “Con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación”.

Como los Apóstoles llamados en los orígenes, también vosotros, queridos misioneros, que, siguiendo las huellas del gran Francisco Javier, recibís hoy el crucifijo misionero, debéis asumir con él, plena y cordialmente, el servicio de la fe y de la salvación.

San Pablo pone unas preguntas de plena actualidad, refiriéndose a la obra de salvación: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán, sin haber oído de El? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?...”. “La fe —añade más adelante— depende de la predicación y la predicación se opera por la palabra de Cristo”.

¡Con qué disponibilidad y empeño respondiste a estas palabras tú, San Francisco Javier, hijo de esta tierra! ¡Y cuántos imitadores has tenido, a través de los siglos, entre tus compatriotas y entre los hijos de la Iglesia en otros pueblos! Verdaderamente “por toda la tierra se difundió su voz, y hasta los confines del orbe sus palabras”.

4. Queridos misioneros y misioneras que vais a recibir el crucifijo en el espíritu apostólico de Javier: ¡Haceos sus imitadores, como él lo fue de Cristo!

Javier es prototipo de misioneros en la línea de la misión universal de la Iglesia. Su motivación es el amor evangélico a Dios y al hombre, con atención primordial a lo que en él tiene valor prioritario: su alma, donde se juega el destino eterno del hombre: “¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?”.

Este principio evangélico estimula su vida interior. El celo por las almas es en él una apasionada impaciencia. Siente, como otro Pablo, el apremio incontenible de una conciencia plenamente responsable del mandato misionero y del amor de Cristo, pronto a dar la vida temporal por la salud espiritual de sus hermanos: “Quien quiere salvar su vida la perderá, y quien pierda la vida por mí y el Evangelio, ése la salvará”. Este es el resorte incontenible que anima el asombroso dinamismo misionero de Francisco Javier.

Tiene clara conciencia de que la fe es don de Dios, y funda su confianza en la oración, que practica con asiduidad, acompañándola con sacrificios y penitencias; y pide también a los destinatarios de sus cartas la ayuda de sus oraciones. Modela su identidad en la aceptación plena de la voluntad de Dios y en la comunión con la Iglesia y sus representantes, traducida en obediencia y fidelidad de mensajero, previo un exquisito discernimiento; y actúa siempre con visión y horizontes universales, en sintonía con la misión de la Iglesia, sacramento universal de salvación. Antepone al anuncio y la catequesis, que practica como labor fundamental, una vida santa con relieve pronunciado de humildad y de total confianza en Jesucristo y en la santa Madre Iglesia.

Su caridad y métodos de evangelización, y concretamente su sentido de adaptación local e enculturación, fueron propuestos por la Congregación “de Propaganda Fide”, al recomendar, en la Instrucción a los primeros vicarios apostólicos de Siam, Tonkin y Cochinchina, la vida y sobre todo las cartas de Francisco Javier, como segura orientación para la actividad misionera.

5. Vuestra confortadora presencia, padres y familiares de misioneros y misioneras, representa aquí a la familia católica que, coherente con su fe, ha de hacerse misionera. Al expresaros la entrañable gratitud de la Iglesia, quiero hacerla llegar también a las familias de todos los misioneros y misioneras que trabajan en la viña del Señor.

La familia cristiana, que actúa ya como misionera al presentar sus hijos a la Iglesia para el bautismo, debe continuar el ministerio de evangelización y de catequesis, educándolos desde su más tierna edad en la conciencia misionera y el espíritu de cooperación eclesial. El cultivo de la vocación misionera en los hijos e hijas será por parte de los padres la mejor colaboración a la llamada divina. Y cuántas veces esa toma de conciencia misionera de la familia cristiana la conduce a hacerse directamente misionera mediante servicios temporales, según sus posibilidades.

Familias cristianas: confrontaos con el modelo de la Sagrada Familia, que favoreció con delicado esmero la gradual manifestación de la misión redentora, misionera podemos decir, de Jesús. Y miraos también en la acción edificante de los padres de Javier, especialmente su madre, que hicieron de su hogar una “Iglesia doméstica” ejemplar. Las constituciones de aquel hogar reflejan atención profunda a la vida de fe, con devoción acentuada a la Santísima Trinidad, a la pasión de Cristo y a la Madre de Dios.

Siguiendo el ejemplo de la familia de Javier, las familias de esta Iglesia de San Fermín han sido hasta hace poco tiempo fecundo semillero de vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras.

¡Queridas familias de Navarra: debéis recobrar y conservar celosamente tan excelso patrimonio de virtud y servicio a la Iglesia y a la humanidad!

6. El Papa debe hacerse portavoz permanente del mandato misionero de Cristo. Pero siento el deber de recordarlo especialmente hoy, al constatar, junto al consolador desarrollo de la Iglesia en tantos pueblos de reciente tradición católica —ya a su vez misioneros— el horizonte de tres cuartas partes de la humanidad - en su mayoría jóvenes - que no conocen a Jesús ni su programa de vida y salvación para el hombre; y el espectáculo inquietante de muchos que han renunciado al mensaje cristiano o se han hecho insensibles a él. Este panorama y el ritmo de aumento de los no cristianos, casi al final del segundo milenario de vida de la Iglesia, interpelan a ésta con clamor creciente.

La reflexión conciliar del Vaticano II sobre la situación del hombre en el mundo actual, reavivó en la Iglesia la conciencia de su deber misionero; un deber que afecta a todos sus miembros y comunidades, respecto de todos los hombres y pueblos.

Al cumplirse el vigésimo aniversario del comienzo del Concilio, toda la Iglesia - el Papa, los obispos, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los laicos, todo el Pueblo de Dios - debe interrogarse sobre su respuesta al vigoroso reclamo misionero del Espíritu Santo a través de aquél. Nunca, por otra parte, han tenido los heraldos del Evangelio, más posibilidades y medios para evangelizar a la humanidad, aun en medio de no pequeñas dificultades.

7. La interpelación evangélica de Jesús “la mies es mucha, pero los obreros pocos”, preocupa hoy también a la Iglesia. La acentuada flexión de las vocaciones, estas últimas décadas, en tantas Iglesias particulares de rica tradición misionera, también en esta archidiócesis y en otras diócesis e institutos religiosos y misioneros de España y de otros países, debe mover a todos los Pastores y agentes de pastoral, así como a las familias cristianas, a sensibilizar a los jóvenes sobre su disponibilidad a colaborar al anuncio del Evangelio, ayudándoles a discernir la llamada de Jesús y a acogerla como gracia de predilección.

Porque vosotros, queridos jóvenes, sois la esperanza de la Iglesia. ¿Amáis la coherencia encarnada y actualizada de vuestra fe? Cuando un católico toma conciencia de su fe, se hace misionero.

Insertados como estáis en el Cuerpo místico de Cristo no os podéis sentir indiferentes ante la salvación de los hombres. Creer en Cristo es creer en su programa de vida para nosotros. Amar a Cristo es amar a los que El ama y como El los ama. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna. Y no hay otro nombre en el que los hombres y pueblos se puedan salvar.

¿Buscáis la motivación para la obra de mayor solidaridad humana hacia vuestros hermanos? No hay servicio al hombre que pueda equipararse al servicio misionero. Ser misionero es ayudar al hombre a ser artífice libre de su propia promoción y salvación.

¿Queréis un programa de vida que dé a ésta sentido pleno y llene vuestras más nobles aspiraciones? Aquí, joven como tantos de vosotros, Javier se abrió a los valores y encantos de la vida temporal, hasta que descubrió el misterio del supremo valor de la vida cristiana; y se hizo mensajero del amor y de la vida de Cristo entre sus hermanos de los grandes pueblos de Asia.

8. Jóvenes de Navarra: vuestra javierada anual y la cita también anual de los nuevos misioneros de España para recibir el crucifijo, han hecho el “Camino de Javier”; donde vuestro encuentro con el santo misionero universal es abrazo de reconciliación, renovación pascual y compromiso de vida y de colaboración —también misionera— con Jesucristo.

Jóvenes estudiantes y trabajadores, hijos e hijas de la entera familia católica: Los vastos horizontes del mundo no-cristiano son un reto a la fe y al humanismo de vuestra generación. El Espíritu de Dios llama hoy a todos a un esfuerzo misionero generoso y coordinado, de signo eclesial para hacer de todos los pueblos una familia, la Iglesia. Francisco Javier escribió también para vosotros el reclamo insistente de sus cartas a las universidades de su tiempo, pidiendo a profesores y estudiantes conciencia y colaboración misionera: “Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona...: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!”.

Jóvenes: Cristo necesita de vosotros y os llama, para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma y no cedáis a la tentación de ideologías de hedonismo, de odio y de violencia que degradan al hombre. Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor; sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedos a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso.

9. Al dar vuestra respuesta a la llamada del Espíritu a través de la Iglesia, no olvidéis lo que en el orden de valores y medios ocupa el primer puesto: la oración y la ofrenda de vuestros sacrificios.

La fe y salvación son un don de Dios, y hay que pedirlo. Unido a la oración, al esfuerzo y sacrificio para vivir diariamente las maravillas del amor cristiano.

En San Francisco Javier y Santa Teresa de Lisieux tenemos dos grandes intercesores. Si Santa Teresa, como ella misma confió a sus hermanas, consiguió mediante San Francisco Javier la gracia de seguir derramando desde el cielo una lluvia de rosas sobre la tierra, y ha ayudado tanto a la Iglesia en su actividad misionera, ¿cómo no hemos de esperar otro tanto del santo misionero?

Francisco Javier ofreció sin duda sus últimas plegarias en el mundo y el holocausto de su vida, en tierra china de Sancián, por el gran pueblo de China al que tanto amó, y se disponía a evangelizar con intrépida esperanza. Unamos nuestras oraciones a su intercesión por la Iglesia en China, objeto de especial solidaridad y esperanza de la entera familia católica.

A la potente intercesión de los dos Patronos de las Misiones encomendamos hoy: el propósito de un vigoroso impulso evangelizador de toda la Iglesia, el brote fecundo de vocaciones misioneras, y la noble disposición de todos los pueblos a experimentar el valor y esperanza supremos que Cristo y su Iglesia representan para todos los hombres.

10. A los misioneros émulos de Javier, prontos a partir; y a cuantos sienten la llamada de Cristo para trabajar en su misión; repito las palabras de San Pablo que han inspirado esta liturgia: “Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien”. Con estas palabras os envío al trabajo misionero.

El esfuerzo de anunciar la Buena Nueva es la tarea cotidiana de la Iglesia, que embellece a ésta como esposa, fiel sin reservas, a su Esposo. Aceptad, pues, una parte de ese esfuerzo que embellece a la Iglesia.

¡Id! ¡Difundid la Buena Nueva hasta los confines del mundo! Id y anunciad: “Jesús es el Señor”.

“Dios lo resucitó de entre los muertos”. ¡En El está la salvación! Que la Madre de Jesús y de la Iglesia acompañe siempre vuestros pasos. O os acompañe también mi cordial Bendición.

 

 

MISA PARA LAS ÓRDENES Y LAS CONGREGACIONES RELIGIOSAS DE ORIGEN ESPAÑOL

Loyola, 6 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

¡Alabado sea Jesucristo! Euskal Herriko kristau maiteok: Pakea zuei, eta zoriona!

1. Siento una gran alegría de haber podido venir hasta Loyola, en el corazón de la entrañable tierra vasca, para manifestar el amor del Papa por todos y cada uno de los hijos de esta Iglesia de Cristo. Saludo ante todo al Pastor de la diócesis y demás obispos presentes. Dentro del conjunto de mi viaje apostólico por España, los obispos han querido colocar aquí este significativo encuentro con los superiores generales y superiores mayores de las órdenes y congregaciones religiosas de origen español.

Era una manera de rendir también homenaje a un gran hijo de esta tierra, de proyección universal por sus anhelos y realizaciones: San Ignacio de Loyola. La figura que más ha hecho conocer este lugar en todo el mundo. La que más gloria le ha traído. Un hijo de la Iglesia que bien puede ser mirado con gozo y legítimo orgullo.

En este encuentro-homenaje, al fundador de la mayor orden religiosa eclesial, están asociados los otros fundadores de las demás familias religiosas nacidas en tierras españolas, y aquí representadas por sus respectivos superiores generales. Llegue a todos los miembros de las mismas el cordial saludo del Papa.

¡Qué amplio horizonte se abre ante nosotros, más allá de estas hermosas montañas verdes con sus creces y santuarios, al pensar en la panorámica eclesial que nos ofrecen! No podemos hacer una lista interminable. Pero, ¿cómo no nombrar a la familia de los hijos e hijas de Santo Domingo, a la carmelitana de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, a la franciscana descalza reformada por San Pedro de Alcántara, la trinitaria, mercedaria, hospitalaria, escolapia, claretiana?

Y a ellas hay que añadir las de las Adoratrices del Santísimo Sacramento, de Santa Ana, Compañía de Santa Teresa, Esclavas del Sagrado Corazón, Hermanitas de los Ancianos, Hijas de Jesús, Siervas de María, Hijas de María Inmaculada y tantas otras congregaciones no menos beneméritas. Todas ellas representan una buena parte de los alrededor de noventa y cinco mil miembros del mundo religioso español, a los que se unen los de diversos institutos seculares de raíz hispana.

¡Cuántos hijos e hijas de esta cristiana tierra vasca, noble y generosa, se cuentan entre ellos! ¡Y cuánto han aportado al bien de la Iglesia en tantos campos! A ellos envío mi afectuoso recuerdo, sobre todo a los que trabajan en países de Hispanoamérica, unidos a nosotros mediante la televisión.

Un fruto silencioso y de especial ejemplaridad es el admirable hermano Gárate, que esperamos ver pronto en la gloria de los altares, y cuya tumba está aquí en Loyola, junto con la de Dolores Sopeña.

2. Al hablar de San Ignacio en Loyola, cuna y lugar de su conversión, vienen espontáneamente a la memoria los ejercicios espirituales, un método tan probado de eficaz acercamiento a Dios, y la Compañía de Jesús, extendida por todo el mundo, y que tantos frutos ha cosechado y sigue haciéndolo, en la causa del Evangelio.

El supo obedecer cuando, recuperándose de sus heridas, la voz de Dios golpeó con fuerza en su corazón. Fue sensible a las inspiraciones del Espíritu Santo, y por ello comprendió qué soluciones requerían los males de su tiempo. Fue obediente en todo instante a la Sede de Pedro, en cuyas manos quiso dejar un instrumento apto para la evangelización. Hasta tal punto que esta obediencia la dejó como uno de los rasgos característicos del carisma de su Compañía.

Acabamos de escuchar en San Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo . . .; como procuro yo agradar a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de todos para que se salven”.

Estas palabras del Apóstol podemos ponerlas en boca de San Ignacio hoy también, a distancia de siglos. En efecto, el carisma de los fundadores debe permanecer en las comunidades a las que han dado origen. Debe constituir en todo tiempo el principio de vida de cada familia religiosa. Por ello, justamente ha indicado el último Concilio: “Reconózcanse y manténganse fielmente el espíritu y propósitos propios de los fundadores, así como las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada instituto”.

Desde esa fidelidad a la propia vocación peculiar dentro de la Iglesia, vivida en el espíritu de adaptación al momento presente según las pautas que establece el mismo Concilio, cada instituto podrá desplegar las múltiples actividades que son más congeniales a sus miembros. Y podrá ofrecer a la Iglesia su riqueza específica, armónicamente conjuntada en el amor de Cristo, para un servicio más eficaz al mundo de hoy.

3. Loyola es una llamada a la fidelidad. No sólo para la Compañía de Jesús, sino indirectamente también para los otros institutos. Me encuentro aquí con los superiores mayores que hoy gobiernan tantas órdenes y congregaciones religiosas. Y quiero exhortaros a ejercer con generosa entrega vuestras funciones de servicio evangélico de comunión, de animación espiritual y apostólica, de discernimiento en la fidelidad y de coordinación.

Sé que no es fácil en nuestros días cumplir vuestra misión como superiores. Por eso os aliento a no abdicar de vuestro deber y del ejercicio de la autoridad; a ejercerla con profundo sentido de la responsabilidad que os incumbe ante Dios y ante vuestros hermanos. Con toda comprensión y fraternidad, no renunciéis a practicar, cuando fuere necesario, la paciente corrección; para que la vida de vuestros hermanos cumpla con la finalidad de la consagración religiosa.

Esas dificultades irrenunciables de vuestra misión son parte de la propia entrega vocacional. Cristo, a quien un día elegisteis como la mejor parte, sigue haciendo resonar en vuestros oídos las palabras del Evangelio que hemos escuchado antes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame”.

Estas palabras se refieren a cada cristiano. Y de manera particular a quien sigue la vocación religiosa. De ella habla Cristo en particular cuando dice: “Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí, la salvará”.

No podemos olvidar que la vocación religiosa proviene, en su raíz más profunda, de la jerarquía evangélica de las prioridades: “¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?”.

Ni podemos tampoco perder de vista que la vida religiosa es también una vocación a un testimonio particular. Precisamente en referencia a ese testimonio hemos de entender las palabras de Cristo: “Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre”.

Queridos hermanos y hermanas: Cristo quiere confesar delante del Padre a cada uno de vosotros. Tratad de merecerlo, dando “delante de los hombres” un testimonio digno de vuestra vocación.

4. Ese testimonio vuestro ha de ser personal y también como institutos: capaz de ofrecer modelos válidos de vida a la comunidad fiel que os contempla.

Esta necesita la fidelidad de vuestros institutos para calcar en ella su propia fidelidad. Necesita vuestra mirada de universalidad eclesial, para mantenerse abierta, resistiendo a la tentación de repliegues sobre sí misma que empobrecen. Necesita vuestra amplia fraternidad y capacidad de acogida, para aprender a ser fraterna y acogedora con todos. Necesita vuestro modelo de amor, hacia dentro y fuera del instituto, para vencer barreras de incomprensión o de odios. Necesita vuestro ejemplo y palabra de paz, para superar tensiones y violencias. Necesita vuestro modelo de entrega a los valores del Reino de Dios, para evitar los peligros del materialismo práctico y teórico que la acechan.

Una eficaz muestra de esa apertura y disponibilidad podréis darla con vuestra inserción en las comunidades de las Iglesias locales. Cuidando bien que vuestra exención religiosa no sea nunca una excusa para desentenderos de los planes pastorales diocesanos y nacionales. No olvidéis que vuestra aportación en este campo puede ser decisiva para la revitalización de las diócesis y comunidades cristianas.

Lo será si esta comunidad cristiana del país vasco, de España y fuera de ella, puede encontrar en vosotros una respuesta de vida. Si a la pregunta de Cristo: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, podéis contestar como un eco de los Apóstoles: Somos la prolongación en el mundo actual de tu presencia, del Ungido de Dios.

5. Esa doble vertiente de imitación de Cristo y de ejemplaridad en el mundo de hoy, han de ser las coordenadas de vuestros institutos religiosos. Para lograrlo, han de inculcar en sus miembros actitudes bien definidas.

En efecto, el mundo religioso vive inmerso en sociedades y ambientes, cuyos valores humanos y religiosos debe apreciar y promover. Porque el hombre y su dignidad son el camino de la Iglesia, y porque el Evangelio ha de penetrar en cada pueblo y cultura. Pero sin confusión de planos o valores. Los consagrados - como nos amaestra la liturgia de hoy - saben que su actividad no se centra en la realidad temporal. Ni en lo que es campo de los seglares y que deben dejar a éstos.

Han de sentirse, ante todo, al servicio de Dios y su causa: “Yo bendeciré a Yahvé en todo tiempo; su alabanza estará siempre en mi boca”.

Los caminos del mundo religioso no siguen los cálculos de los hombres. No usan como parámetro el culto al poder, a la riqueza, al placer. Saben, por el contrario, que su fuerza es la gracia de la aceptación divina de la propia entrega: “Clamó este pobre y Yahvé escuchó”. Esa misma pobreza se hace así apertura a lo divino, libertad de espíritu, disponibilidad sin fronteras.

Signos indicadores en los caminos del mundo, los religiosos marcan la dirección hacia Dios. Por eso hacen necesidad imperiosa la oración implorante: “Clamaron (los justos) y Yahvé los oyó”. En un mundo en el que peligra la aspiración a la trascendencia, hacen falta quienes se detienen a orar; quienes acogen a los orantes; quienes dan un complemento de espíritu a ese mundo; quienes se ponen cada día a la hora de Dios.

Por encima de todo, el mundo religioso ha de mantener la aspiración perseverante a la perfección.

Con una renovada conversión de cada día, para confirmarse en su propósito. ¡Qué capacidad elevadora y humanizante la de las palabras - auténtico programa - del Salmo responsorial: “Aléjate del mal y haz el bien, busca y persigue la paz”! Programa para cada cristiano; mucho más para quien hace profesión de entrega al bien, al Dios del amor, de la paz, de la concordia.

Vosotros, queridos superiores y superioras, queridos religiosos y religiosas todos, estáis llamados a vivir esta realidad espléndida. Es la gran lección a aprender en Iñigo de Loyola. Para sus hijos, para cada instituto, para cada religioso y religiosa.

La de la fidelidad absoluta a Dios, a un ideal sin fronteras, al hombre sin distinción. Sin renegar; más aún, amando entrañablemente la propia tierra y sus valores genuinos, con pleno respeto a los ajenos.

6. No puedo concluir esta homilía sin dirigir una palabra particular a los hijos de la Iglesia en el País Vasco, a los que también hablo desde los otros encuentros con el pueblo fiel de España.

Sois un pueblo rico en valores cristianos, humanos y culturales: vuestra lengua milenaria, las tradiciones e instituciones, el tesón y carácter sobrio de vuestras gentes, los sentimientos nobles y dulces plasmados en bellísimas canciones, la dimensión humana y cristiana de la familia, el ejemplar dinamismo de tantos misioneros, la fe profunda de estas gentes.

Sé que vivís momentos difíciles en lo social y en lo religioso. Conozco el esfuerzo de vuestras Iglesias locales, de los obispos, sacerdotes, almas de especial consagración y seglares, por dar una orientación cristiana a vuestra vida, desde la evangelización y catequesis. Os aliento de corazón en ese esfuerzo, y en el que realizáis en favor de la reconciliación de los espíritus. Es una dimensión esencial del vivir cristiano, del primer mandato de Cristo que es el amor. Un amor que une, que hermana, y que por tanto no admite barreras o distinciones. Porque la Iglesia, como único Pueblo de Dios, es y debe ser siempre signo y sacramento de reconciliación en Cristo. En El “no hay ya judío o griego, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús”.

No puedo menos de pensar especialmente en vuestros jóvenes. Tantos han vivido ideales grandes y han realizado obras admirables; en el pasado y en el presente. Son la gran mayoría. Quiero alabarlos y rendirles este homenaje ante posibles generalizaciones o acusaciones injustas. Pero hay también, desgraciadamente, quienes se dejan tentar por ideologías materialistas y de violencia.

Querría decirles con afecto y firmeza - y mi voz es la de quien ha sufrido personalmente la violencia - que reflexionen en su camino. Que no dejen instrumentalizar su eventual generosidad y altruismo. La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre, y a quien la practica.

Una vez más repito que el cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero prohíbe buscar soluciones por caminos de odio y de muerte.

Queridos cristianos todos del país vasco: Deseo aseguraros que tenéis un puesto en mis oraciones y afecto. Que hago mías vuestras alegrías y penas. Mirad adelante, no queráis nada sin Dios, y mantened la esperanza.

Desearía quedara en vuestras ciudades, en vuestros hermanos valles y montañas, el eco afectuoso y amigable de mi voz que os repitiera: ¡Guztioi nere agurrik beroena! ¡Pakea zuei! Sí, ¡mi más cordial saludo a todos vosotros. ¡Paz a vosotros!

Que la Virgen María, en sus tantas advocaciones de esta tierra os acompañe a todos siempre. Así sea.

 

 

MISA DE BEATIFICACIÓN DE SOR ÁNGELA DE LA CRUZ

Sevilla, 5 de noviembre de 1982

  

Señor Cardenal, Hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy tengo la dicha de encontrarme por vez primera bajo el cielo de Andalucía; esta región hermosa, la más extensa y poblada de España, centro de una de las más antiguas culturas de Europa. Aquí se dieron cita múltiples civilizaciones que configuraron las peculiares notas características del hombre andaluz.

Vosotros disteis al Imperio romano emperadores, filósofos y poetas; ocho siglos de presencia árabe os afinaron la sensibilidad poética y artística; aquí se forjó la unidad nacional; de las costas cercanas a este “Guadalquivir sonoro” partió la formidable hazaña del descubrimiento del Nuevo Mundo y la expedición de Magallanes y Encano hasta Filipinas.

Conozco el origen apostólico del cristianismo de la Bética, fecundado por vuestros Santos: Isidoro y Leandro, Fernando y Juan de Ribera, Juan de Dios y el beato Juan Grande, Juan de Ávila y Diego José de Cádiz, Francisco Solano, Rafaela María, el venerable Miguel de Mañara y otras muchas figuras insignes.

El recuerdo cariñoso de tanta riqueza histórica y espiritual, es mi mejor saludo a vuestro pueblo, a vuestro nuevo arzobispo, a los Pastores presentes y a todos los españoles, especialmente a los venidos de Canarias; pero, son sobre todo la voz prestada a quien tanto ha dado a vuestras gentes: a mi queridísimo hermano y vuestro amado cardenal que nos acompaña.

2. En este marco sevillano, envuelto como vuestros patios por la “fragancia rural” de Andalucía, vengo a encontrar a las gentes del campo de España. Y lo hago poniendo ante su vista una humilde hija del pueblo, tan cercana a este ambiente por su origen y su obra. Por eso he querido dejaros un regalo precioso, glorificando aquí a sor Ángela de la Cruz.

Hemos oído las palabras del Profeta Isaías que invita a partir el pan con el hambriento, albergar al pobre, vestir al desnudo, y no volver el rostro ante el hermano, porque “cuando des tu pan al hambriento y sacies el alma indigente, brillará tu luz en la oscuridad, y tus tinieblas serán cual mediodía”.

Parecería que las palabras del Profeta se refieren directamente a sor Ángela de la Cruz: cuando ejercita heroicamente la caridad con los necesitados de pan, de vestido, de amor; y cuando, como sucede hoy, ese ejercicio heroico de la caridad hace brillar su luz en los altares, como ejemplo para todos los cristianos.

Sé que la nueva Beata es considerada un tesoro común de todos los andaluces, por encima de cualquier división social, económica, política. Su secreto, la raíz de donde nacen sus ejemplares actos de amor, está expresado en las palabras del Evangelio que acabamos de escuchar: “El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará”.

Ella se llamaba Ángela de la Cruz. Como si quisiera decir que, según las palabras de Cristo, ha tomado su cruz para seguirlo. La nueva Beata entendió perfectamente esta ciencia de la cruz, y la expuso a sus hijas con una imagen de gran fuerza plástica. Imagina que sobre el monte Calvario existe, junto al Señor clavado en la cruz, otra cruz “a la misma altura, no a la mano derecha ni a la izquierda, sino enfrente y muy cerca”. Esta cruz vacía la quieren ocupar sor Ángela y sus hermanas, que desean “verse crucificadas frente al Señor”, con “pobreza, desprendimiento y santa humildad”.

Unidas al sacrificio de Cristo, sor Ángela y sus hermanas podrán realizar el testimonio del amor a los necesitados.

En efecto, la renuncia de los bienes terrenos y la distancia de cualquier interés personal, colocó a sor Ángela en aquella actitud ideal de servicio que gráficamente define llamándose “expropiada para utilidad pública”. De algún modo pertenece ya a los demás, como Cristo nuestro Hermano.

La existencia austera, crucificada, de las Hermanas de la Cruz, nace también de su unión al misterio redentor de Jesucristo. No pretenden dejarse morir variamente de hambre o de frío; son testigos del Señor, por nosotros muerto y resucitado. Así el misterio cristiano se cumple perfectamente en sor Ángela de la Cruz, que aparece “inmersa en alegría pascual”. Esa alegría dejada como testamento a sus hijas y que todos admiráis en ellas. Porque la penitencia es ejercida como renuncia del propio placer, para estar disponibles al servicio del prójimo; ello supone una gran reserva de fe, para inmolarse sonriendo, sin pasar factura, quitando importancia al sacrificio propio.

3. Sor Ángela de la Cruz, fiel al ejemplo de pobreza de Cristo, puso su instituto al servicio de los pobres más pobres, los desheredados, los marginados. Quiso que la Compañía de la Cruz estuviera instalada “dentro de la pobreza”, no ayudando desde fuera, sino viviendo las condiciones existenciales propias de los pobres. Sor Ángela piensa que ella y sus hijas pertenecen a la clase de los trabajadores, de los humildes, de los necesitados, “son mendigas que todo lo reciben de limosna”.

La pobreza de la Compañía de la Cruz no es puramente contemplativa, les sirve a las hermanas de plataforma dinámica para un trabajo asistencial con trabajadores, familias sin techo, enfermos, pobres de solemnidad, pobres vergonzantes, niñas huérfanas o sin escuela, adultas analfabetas. A cada persona intentan proporcionarle lo que necesite: dinero, casa, instrucción, vestidos, medicinas; y todo, siempre, servido con amor. Los medios que utilizan son un trabajo personal, y pedir limosna a quienes puedan darla.

De este modo, sor Ángela estableció un vínculo, un puente desde los necesitados a los poderosos, de los pobres a los ricos. Evidentemente, ella no puede resolver los conflictos políticos ni los desequilibrios económicos. Su tarea significa una “caridad de urgencia”, por encima de toda división, llevando ayuda a quien la necesite. Pide en nombre de Cristo, y da en nombre de Cristo.

La suya es aquella caridad cantada por el Apóstol Pablo en su primera Carta a los Corintios: “Paciente, benigna..., no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal...; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”.

4. Esta acción testimonial y caritativa de sor Ángela ejerció una influencia benéfica más allá de la periferia de las grandes capitales, y se difundió inmediatamente por el ámbito rural. No podía ser menos, ya que a lo largo del último tercio del siglo XIX, cuando sor Ángela funda su instituto, la región andaluza ha visto fracasar sus conatos de industrialización y queda sujeta a modos de vida mayoritariamente rurales.

Muchos hombres y mujeres del campo acuden sin éxito a la ciudad, buscando un puesto de trabajo estable y bien remunerado. La misma sor Ángela es hija de padre y madre venidos a Sevilla desde pueblos pequeños, para establecerse en la ciudad. Aquí trabajará durante unos años en un taller de zapatería.

También la Compañía de la Cruz se nutre mayoritariamente de mujeres vinculadas a familias campesinas, en sintonía perfecta con la sencilla gente del pueblo, y conserva los rasgos característicos de origen. Sus conventos son pobrecitos, pero muy limpios; y están amueblados con los útiles característicos de las viviendas humildes de los labriegos.

En vida de la Fundadora, las Hermanas abren casa en nueve pueblos de la provincia de Sevilla, cuatro en la de Huelva, tres en Jaén, dos en Málaga y una en Cádiz. Y su acción en la periferia de las capitales se despliega entre familias campesinas frecuentemente recién venidas del campo y asentadas en habitaciones miserables, sin los imprescindibles medios para afrontar una enfermedad, el paro, o la escasez de alimentos y de ropa.

5. Hoy, el mundo rural de sor Ángela de la Cruz ha presenciado la transformación de las sociedades agrarias en sociedades industriales, a veces con un éxito impresionante. Pero este atractivo del horizonte industrial, ha provocado de rechazo un cierto desprecio hacia el campo, “hasta el punto de crear entre los hombres de la agricultura el sentimiento de ser socialmente unos marginados, y acelerar en ellos el fenómeno de la fuga masiva del campo a la ciudad, desgraciadamente hacia condiciones de vida todavía más deshumanizadoras”.

Tal menosprecio parte de presupuestos falsos, ya que tantos engranajes de la economía mundial continúan pendientes del sector agrario, “que ofrece a la sociedad los bienes necesarios para el sustento diario”.

En esa línea de defensa del hombre del campo, la Iglesia contemporánea anuncia a los hombres de hoy las exigencias de la doctrina sobre la justicia social, tanto en lo referente a los problemas del campo como al trabajo de la tierra: el mensaje de justicia del Evangelio que arranca de los Profetas del Antiguo Testamento. El Profeta Isaías nos lo recordaba hace algunos momentos: si partes tu pan con el hambriento, “entonces brotará tu luz como la aurora ... e irá delante de ti tu justicia”.

Llamada actual entonces y hoy, porque la justicia y el amor al prójimo son siempre actuales.

A lo largo del siglo XX, el campo ha cambiado, por fortuna, algunas condiciones que lo hacían inhumano: salarios bajísimos, viviendas míseras, niños sin escuela, propiedad consolidada en pocas manos, extensiones poco o mal explotadas, falta de seguros que ofrecieran un mínimo de serenidad frente al futuro.

La evolución social y laboral ha mejorado sin duda este panorama tristísimo, en el mundo entero y en España. Pero el campo continúa siendo la cenicienta del desarrollo económico. Por eso los poderes públicos deben afrontar los urgentes problemas del sector agrario. Reajustando debidamente costos y precios que lo hagan rentable; dotándolo de industrias subsidiarias y de transformación que lo liberen de la angustiosa plaga del paro y de la forzosa emigración que afecta a tantos queridos hijos de esta y de otras tierras de España; racionalizando la comercialización de los productos agrarios, y procurando a las familias campesinas, sobre todo a los jóvenes, condiciones de vida que los estimulen a considerarse trabajadores tan dignos como los integrados en la industria.

Ojalá las próximas etapas de vuestra vida pública logren avanzar en esa dirección, alejándose de fáciles demagogias que aturden al pueblo sin resolver sus problemas, y convocando a todos los hombres de buena voluntad para coordinar esfuerzos en programas técnicos y eficaces.

6. Para progresar en ese camino es necesario que la fuerza espiritual y amor al hombre que animó a sor Ángela de la Cruz; que esa caridad que nunca tendrá fin, informe la vida humana y religiosa de todo cristiano.

Sé que Andalucía nutre las raíces culturales y religiosas de su pueblo, gracias a un depósito tradicional pasado de padres a hijos. Todo el mundo admira las hermosas expresiones piadosas o festivas que el pueblo andaluz ha creado para vestir plásticamente sus sentimientos religiosos. Por otra parte, las cofradías y hermandades creadas a lo largo de siglos, han obtenido influencia en el cuerpo social.

Esa religiosidad popular debe ser respetada y cultivada, como una forma de compromiso cristiano con las exigencias fundamentales del mensaje evangélico; integrando la acción de las hermandades en la pastoral renovada del Concilio Vaticano II, purificándolas de reservas ante el ministerio sacerdotal y alejándolas de cualquier tensión interesada o partidista. De este modo, esa religiosidad purificada podrá ser un válido camino hacia la plenitud de salvación en Cristo, como dije a vuestros Pastores.

7. Queridos andaluces y españoles todos: La figura de la nueva Beata se alza ante nosotros con toda su ejemplaridad y cercanía al hombre, sobre todo al humilde y del mundo rural. Su ejemplo es una prueba permanente de esa caridad que no pasa.

Ella sigue presente entre sus gentes con el testimonio de su amor. De ese amor que es su tesoro en la eterna comunión de los Santos, que se realiza por el amor y en el amor.

El Papa que ha beatificado hoy a sor Ángela de la Cruz, confirma en nombre de la Iglesia la respuesta de amor fiel que ella dio a Cristo. Y a la vez se hace eco de la respuesta que Cristo mismo da a la vida de su sierva: “El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras”.

Hoy veneramos este misterio de la venida de Cristo, que premia a sor Ángela “según sus obras”.

 

 

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LOS EDUCADORES EN LA FE

Granada, 5 de noviembre de 1982

 

“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo”.

1. Deseo, queridos hermanos y hermanas, pronunciar con vosotros estas palabras de bendición que Cristo Jesús dirige al Padre.

Lo bendice porque el Padre es “Señor del cielo y de la tierra”. Y lo bendice por el don de la revelación. En cierto sentido, la revelación es el primer fruto de la complacencia de Dios sobre los hombres. Dios se ha complacido desde la eternidad en el hombre, y por eso se ha revelado en el tiempo a sí mismo y los planes misericordiosos de su voluntad: “Dispuso Dios en su sabiduría —dicen las palabras del Concilio Vaticano II — revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres por medio de Cristo, Verbo Encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina ”.

Vosotros, “educadores en la fe”, cumplís un servicio especial a la revelación divina, sacando inspiración de esa eterna complacencia que reside en Dios mismo.

Sois a un tiempo discípulos y apóstoles de Cristo. A El, a El precisamente “ha sido entregado todo” por el Padre. En El ha manifestado el Padre todo cuanto debía ser revelado a la humanidad desde el tesoro de su divina complacencia: “Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”.

Queridos hermanos y hermanas: el Hijo desea revelaros toda la verdad del amor de Dios, para que vosotros la anunciéis a los demás hombres, puesto que sois educadores en la fe.

2. Unidos en ese amor del Padre, me encuentro hoy con los Pastores de esta región, con todos los que tenéis en España la misión importantísima de educar en la fe, y con vosotros los aquí presentes, que venís sobre todo de las diócesis de Andalucía Oriental y de Murcia.

Un marco estupendo para este encuentro nos lo ofrece la bella ciudad de Granada, una de las joyas artísticas de España, que evoca acontecimientos trascendentales en la historia de la nación y de su unidad.

Conozco la antiquísima tradición de la fe cristiana de estas Iglesias, el testimonio admirable de vuestros mártires, la vitalidad reflejada ya en el Concilio de Elvira, en los albores del siglo IV.

Aquella fe recibida en los primeros tiempos del cristianismo, sigue arraigada en la vida personal y familiar y en la religiosidad popular de vuestras gentes, expresada sobre todo en la devoción a los misterios de la Pasión del Señor, de la Eucaristía y en el amor filial a la Virgen Maria.

Para ayudar a mantener y fortificar esa fe, estas tierras han tenido la fortuna de disponer de ejemplares educadores cristianos. Entre ellos, fray Hernando de Talavera, el célebre arzobispo catequista que tan bien supo exponer los misterios cristianos a judíos y musulmanes. Y en tiempos recientes habéis dado a la educación en la fe maestros de gran talla como el obispo de Málaga, don Manuel González, el estupendo pedagogo don Andrés Manjón, fundador de las escuelas y seminario de Maestros del Ave María, y el insigne padre Poveda, fundador de la benemérita Institución Teresiana.

Ellos se unieron a otros admirables educadores cristianos procedentes de otras partes de España; entre ellos San Antonio María Claret y don Daniel Llorente. Figuras, todas ellas, luminosas y señeras, que se adelantaron a la renovación catequética de tiempos posteriores culminados en el último Concilio Ecuménico. Figuras que siguen siendo un ejemplo elocuente para todos los que hoy han de continuar la misión de educar en la fe a las nuevas generaciones.

3. Esa misión que es un deber eclesial: “Ay de mí si no evangelizare”, sigue teniendo en nuestros días una importancia trascendental, para poder conducir a los fieles —niños, jóvenes y adultos—, a través de las diversas formas de catequesis y educación cristiana, al centro de la revelación: Cristo. Por eso escribí en mi primera Encíclica: “El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con el hecho profundo de la Redención cumplida en Cristo Jesús”.

Tal misión no es privativa de los ministros sagrados o del mundo religioso, sino que debe abarcar los ámbitos de los seglares, de la familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar “que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone”.

Hoy sobre todo es necesaria y urgente dicha tarea, que ayude a cada cristiano a mantener y desarrollar su fe en la coyuntura de rápidas transformaciones sociales y culturales que la sociedad española está experimentando.

Para ello hay que potenciar la educación en la fe, impartiendo una formación religiosa a fondo; estableciendo la orgánica concatenación entre la catequesis infantil, juvenil y de adultos, y acompañando y promoviendo el crecimiento en la fe del cristiano durante toda la vida. Porque una “minoría de edad” cristiana y eclesial, no puede soportar las embestidas de una sociedad crecientemente secularizada.

Por estas razones, la catequesis de jóvenes y adultos debe ayudar a convertir en convicciones profundas y personales los sentimientos y vivencias quizá no suficientemente arraigados en la niñez.

Así halla la tarea educadora toda su panorámica y amplitud para llevar a todos a la novedad de la vida en Cristo. La fe cristiana, en efecto, comporta para el creyente una búsqueda y aceptación personal de la verdad, superando la tentación de vivir en la duda sistemática, y sabiendo que su fe “lejos de partir de la nada, de meras ilusiones, de opiniones falibles y de incertidumbre, se funda en la palabra de Dios, que ni engaña ni se engaña”. Por ello, la catequesis debe dar también “aquellas certezas, sencillas pero sólidas, que ayudan a buscar cada vez más y mejor, el conocimiento del Señor”.

Desde ahí ha de abrirse al cristiano la perspectiva nueva que abarque y oriente toda su existencia, ofreciéndole con el programa cristiano “razones para vivir y razones para esperar”. En esa línea puede encontrar su puesto de honor, en el momento presente, el educador católico, orientando su esfuerzo hacia una formación integral que dé las respuestas válidas que ofrece la Revelación sobre el sentido del hombre, de la historia y del mundo.

4. Aunque la educación en la fe es una tarea que abarca toda la vida, hay momentos del proceso cristiano que necesitan una particular atención, como los de la iniciación cristiana, la adolescencia, elección de estado y otras circunstancias de mayor relieve en la vida personal; tras una crisis religiosa o cuando se han vivido experiencias dolorosas. Son momentos que deberán seguirse con mayor cuidado para hacer oír oportunamente a cada uno la llamada de Dios.

Para poder ofrecer esa ayuda eficaz en la educación en la fe, es necesario e imprescindible que se forme sólidamente a los catequistas y educadores, dándoles una adecuada preparación bíblica, teológica, antropológica y que se les enseñe a vivir ante todo ellos mismos esa fe, para catequizar a los demás con la palabra y sobre todo con la profesión íntegra de la fe, asumida como estilo de vida.

Esta actitud exige, da una parte, la entrega total a la vivencia de la fe; y de otra, al servicio de la misma y de los demás. El Apóstol así lo subraya en la lectura que hemos escuchado: “Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos”. Utilizando la palabra “siervo”, San Pablo destaca la entrega total al servicio de la fe y de aquellos a quienes sirve.

Aún son más elocuentes sus palabras: “Me hago flaco con los flacos para ganar a los flacos, todo para todos para salvarlos a todos”. El Apóstol es un hombre realista; comprende que su fatiga sólo produce frutos parciales. Sin embargo, se da enteramente: “Todo lo hago por el Evangelio, para participar en él”.

Sí, el Evangelio no sólo se transmite, sino que se participa en él. Quien más participa, transmite de manera más madura; y quien más generosamente transmite, más profundamente participa. En definitiva, el anuncio del Evangelio, el servicio a la fe, es acercar Cristo a los hombres y acercar los hombres a Cristo. Entonces se cumplen sus palabras: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré”.

5. Dentro del vasto campo de la educación en la fe, los obispos españoles, en su última asamblea plenaria han elegido como tarea prioritaria el servicio a la fe, y han llamado la atención sobre la importancia de la transmisión del mensaje cristiano a través de la catequesis y de la educación religiosa escolar.

Es un campo que merece mucha solicitud pastoral. No cabe duda de que la parroquia debe continuar su misión privilegiada de formadora en la fe: no cabe duda de que los padres deben ser los primeros catequistas de sus hijos. Sin embargo, no puede dejar de tenerse en cuenta la transmisión del mensaje de salvación con la enseñanza religiosa en la escuela, privada y pública.

Sobre todo en un país, en el que la gran mayoría de los padres pide la enseñanza religiosa para sus hijos en el período escolar. Habrá de impartirse esa enseñanza con la debida discreción, con pleno respeto a la justa libertad de conciencia, pero respetando a la vez el derecho primordial de los padres, primeros responsables de la educación de sus hijos.

Por su parte, los maestros y educadores católicos pueden tener, también en el campo religioso, un papel de primera importancia. En ellos confían tantos padres y confía la Iglesia para lograr esa formación integral de la niñez y juventud, de lo que en definitiva depende que el mundo futuro esté más cerca o más lejos de Jesucristo.

6. “Yo te alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las revelaste a los pequeñuelos”. Estas palabras han abierto nuestro encuentro. A lo largo de él estaba siempre presente en nuestra mente la figura de un vasto e importantísimo sector de los educandos en la fe: los niños. A ellos quiero referirme ahora de modo directo.

Vosotros, queridos niños y niñas de España, sois los primeros en conocer tantas cosas de la Revelación que se ocultan a los mayores. Sois por ello los predilectos de Jesús. En vosotros, los pequeños, alabó El al Padre, porque os ha hecho partícipes de verdades y vivencias que están ocultas a los sabios. Ante vuestra bondad, sencillez, sinceridad y amor a todos, proclamaba El: “Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí, porque de ellos es el reino de los cielos”.

Vuestra inocencia y ausencia de mal hizo también decir a Jesús que “si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.

Al hablaros desde Granada, dentro de este acto dedicado a la educación en la fe, el Papa quiere deciros que os tiene muy presentes en su mente y en su corazón; y desea recomendaros que toméis con mucho empeño vuestra formación en la catequesis, tanto en la parroquia, como en la escuela o colegio y en la instrucción religiosa recibida de vuestros padres. Así, poco a poco, aprenderéis a conocer y amar a Jesús, a dirigiros cada día a El con las oraciones, a invocar a nuestra Madre del cielo la Virgen María, a comportaros bien en cada momento y agradar a Dios, que nos contempla siempre con mirada de Padre.

Yo rezo por vosotros, os mando un abrazo y bendición como amigo de los niños y os pido que recéis también por mí. ¿Verdad que lo haréis?

7. Queridos educadores en la fe: Ante este estupendo panorama de un mundo a catequizar, para acercarlo a Cristo. Ante tantos adultos, jóvenes y niños, que reclaman un entrega fiel a la causa del Evangelio, con qué vigor y convicción resuenan en este encuentro las palabras del Apóstol: “Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizare!”. Ojalá estas palabras se graben profundamente en vuestros corazones, queridos hermanos y hermanas.

El Apóstol continúa: “Si de mi voluntad lo hiciera, tendría recompensa; pero si lo hago por fuerza, es como si ejerciera una administración que me ha sido confiada”.

Sí, se trata de un encargo, confiado a administradores. Recordad esta expresión: “Dispensadores de la Revelación divina”. Y dado que esa Revelación arranca de la complacencia de Dios hacia los hombres, entonces, indirectamente, sois también dispensadores de aquella complacencia, de aquel amor eterno. Habréis de orar y esforzaros para que vuestros educandos en la fe acepten de vosotros no sólo la palabra de la verdad revelada, sino también ese amor del cual nace la Revelación y que en ella se expresa y realiza.

Por eso el Apóstol escribe luego a quienes cumplen el servicio de dispensadores: “¿En qué está, pues, mi mérito? En que al evangelizar lo hago gratuitamente, sin hacer valer mis derechos por la evangelización”. Porque el Evangelio les atribuye el derecho al sustento, si el servicio espiritual ocupa todo su tiempo y absorbe todas sus fuerzas. Sin embargo, la recompensa mayor, según el Apóstol, reside en poder anunciar el Evangelio. Poder ser dispensadores de las Palabras y del Amor de Dios, ser colaboradores y apóstoles de Jesucristo.

“¡Ay de mí si no evangelizare!”.

Queridos educadores en la fe: Sea Cristo la recompensa por vuestras fatigas, cumplidas con desinterés y magnanimidad en todas las Iglesias de España. Que esta fatiga produzca cosechas de ciento por uno. Así lo pido a la Virgen de las Angustias, Patrona de Granada.

 

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA EN HONOR DE SAN JUAN DE LA CRUZ

Segovia, 4 de noviembre de 1982

  

1. “En la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar a su Hacedor original . . . Y si se admiraron del poder y de la fuerza, debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su plasmador...; si fueron seducidos por su hermosura, ... debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas”.

Hemos proclamado estas palabras del libro de la Sabiduría, queridos hermanos y hermanas, en el curso de esta celebración en honor de San Juan de la Cruz, junto a su sepulcro. El libro de la Sabiduría habla del conocimiento de Dios por medio de las criaturas; del conocimiento de los bienes visibles que muestran a su Artífice; de la noticia que lleva hasta el Creador a partir de sus obras.

Bien podemos poner estas palabras en labios de Juan de la Cruz y comprender el sentido profundo que les ha dado el autor sagrado. Son palabras de sabio y de poeta que ha conocido, amado y cantado la hermosura de las obras de Dios; pero sobre todo, palabras de teólogo y de místico que ha conocido a su Hacedor; y que apunta con sorprendente radicalidad a la fuente de la bondad y de la hermosura, dolido por el espectáculo del pecado que rompe el equilibrio primitivo, ofusca la razón, paraliza la voluntad, impide la contemplación y el amor al Artífice de la creación.

2. Doy gracias a la Providencia que me ha concedido venir a venerar las reliquias, y a evocar la figura y doctrina de San Juan de la Cruz, a quien tanto debo en mi formación espiritual. Aprendí a conocerlo en mi juventud y pude entrar en un diálogo íntimo con este maestro de la fe, con su lenguaje y su pensamiento, hasta culminar con la elaboración de mi tesis doctoral sobre La fe en San Juan de la Cruz. Desde entonces he encontrado en él un amigo y maestro, que me ha indicado la luz que brilla en la oscuridad, para caminar siempre hacia Dios, “sin otra luz ni guía / que la que en el corazón ardía. / Acuesta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía”.

En esta ocasión saludo cordialmente a los miembros de la provincia y diócesis de Segovia, a su Pastor, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a las autoridades y a todo el Pueblo de Dios que vive aquí, bajo el cielo limpio de Castilla, así como a los venidos de las zonas cercanas y de otras partes de España.

3. El Santo de Fontiveros es el gran maestro de los senderos que conducen a la unión con Dios. Sus escritos siguen siendo actuales, y en cierto modo explican y complementan los libros de Santa Teresa de Jesús. El indica los caminos del conocimiento mediante la fe, porque sólo tal conocimiento en la fe dispone el entendimiento a la unión con el Dios vivo.

¡Cuántas veces, con una convicción que brota de la experiencia, nos dice que la fe es el medio propio y acomodado para la unión con Dios! Es suficiente citar un célebre texto del libro segundo de la “Subida del Monte Carmelo”: “La fe es sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios... Porque así como Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito; y así como es Trino y Uno, nos le propone Trino y Uno... Y así, por este solo medio, se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y por tanto cuanto más fe tiene el alma, más unida está con Dios”.

Con esta insistencia en la pureza de la fe, Juan de la Cruz no quiere negar que el conocimiento de Dios se alcance gradualmente desde el de las criaturas; como enseña el libro de la Sabiduría y repite San Pablo en la Carta a los Romanos. El Doctor Místico enseña que en la fe es también necesario desasirse de las criaturas, tanto de las que se perciben por los sentidos como de las que se alcanzan con el entendimiento, para unirse de una manera cognoscitiva con el mismo Dios. Ese camino que conduce a la unión, pasa a través de la noche oscura de la fe.

4. El acto de fe se concentra, según el Santo, en Jesucristo; el cual, como ha afirmado el Vaticano II, a es a la vez el mediador y la plenitud de toda la revelación”. Todos conocen la maravillosa página del Doctor Místico acerca de Cristo como Palabra definitiva del Padre y totalidad de la revelación, en ese diálogo entre Dios y los hombres: “El es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio”.

Y así, recogiendo conocidos textos bíblicos, resume: “Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no tiene más que hablar”. Por eso la fe es la búsqueda amorosa del Dios escondido que se revela en Cristo, el Amado.

Sin embargo, el Doctor de la fe no se olvida de puntualizar que a Cristo lo encontramos en la Iglesia, Esposa y Madre; y que en su magisterio encontramos la norma próxima y segura de la fe, la medicina de nuestras heridas, la fuente de la gracia: “Y así, escribe el Santo, en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre y de la Iglesia y sus ministros, humana y visiblemente, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales; que para todo hallaremos abundante medicina por esta vía”.

5. En estas palabras del Doctor Místico encontramos una doctrina de absoluta coherencia y modernidad.

Al hombre de hoy angustiado por el sentido de la existencia, indiferente a veces ante la predicación de la Iglesia, escéptico quizá ante las mediaciones de la revelación de Dios, Juan de la Cruz invita a una búsqueda honesta, que lo conduzca hasta la fuente misma de la revelación que es Cristo, la Palabra y el Don del Padre. Lo persuade a prescindir de todo aquello que podría ser un obstáculo para la fe, y lo coloca ante Cristo. Ante El que revela y ofrece la verdad y la vida divinas en la Iglesia, que en su visibilidad y en su humanidad es siempre Esposa de Cristo, su Cuerpo Místico, garantía absoluta de la verdad de la fe.

Por eso exhorta a emprender una búsqueda de Dios en la oración, para que el hombre caiga en la cuenta de su finitud temporal y de su vocación de eternidad. En el silencio de la oración se realiza el encuentro con Dios y se escucha esa Palabra que Dios dice en eterno silencio y en silencio tiene que ser oída. Un grande recogimiento y un desasimiento interior, unidos al fervor de la oración, abren las profundidades del alma al poder purificador del amor divino.

6. Juan de la Cruz siguió las huellas del Maestro, que se retiraba a orar en parajes solitarios. Amó la soledad sonora donde se escucha la música callada, el rumor de la fuente que mana y corre aunque es de noche. Lo hizo en largas vigilias de oración al pie de la Eucaristía, ese “vivo pan” que da la vida, y que lleva hasta el manantial primero del amor trinitario.

No se pueden olvidar las inmensas soledades de Duruelo, la oscuridad y desnudez de la cárcel de Toledo, los paisajes andaluces de la Peñuela, del Calvario, de los Mártires, en Granada. Hermosa y sonora soledad segoviana la de la ermita-cueva, en las peñas grajeras de este convento fundado por el Santo. Aquí se han consumado diálogos de amor y de fe; hasta ese último, conmovedor, que el Santo confiaba con estas palabras dichas al Señor que le ofrecía el premio de sus trabajos: “Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco”. Así hasta la consumación de su identificación con Cristo Crucificado y su pascua gozosa en Úbeda, cuando anunció que iba a cantar maitines al cielo.

7. Una de las cosas que más llaman la atención en los escritos de San Juan de la Cruz es la lucidez con que ha descrito el sufrimiento humano, cuando el alma es embestida por la tiniebla luminosa y purificadora de la fe.

Sus análisis asombran al filósofo, al teólogo y hasta al psicólogo. El Doctor Místico nos enseña la necesidad de una purificación pasiva, de una noche oscura que Dios provoca en el creyente, para que más pura sea su adhesión en fe, esperanza y amor. Sí, así es. La fuerza purificadora del alma humana viene de Dios mismo. Y Juan de la Cruz fue consciente, como pocos, de esta fuerza purificadora. Dios mismo purifica el alma hasta en los más profundos abismos de su ser, encendiendo en el hombre la llama de amor viva: su Espíritu.

El ha contemplado con una admirable hondura de fe, y desde su propia experiencia de la purificación de la fe, el misterio de Cristo Crucificado; hasta el vértice de su desamparo en la cruz, donde se nos ofrece, como él dice, como ejemplo y luz del hombre espiritual. Allí, el Hijo amado del Padre “fue necesitado de clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío! por qué me has desamparado?

Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios”.

8. El hombre moderno, no obstante sus conquistas, roza también en su experiencia personal y colectiva el abismo del abandono, la tentación del nihilismo, lo absurdo de tantos sufrimientos físicos, morales y espirituales. La noche oscura, la prueba que hace tocar el misterio del mal y exige la apertura de la fe, adquiere a veces dimensiones de época y proporciones colectivas.

También el cristiano y la misma Iglesia pueden sentirse identificados con el Cristo de San Juan de la Cruz, en el culmen de su dolor y de su abandono. Todos estos sufrimientos han sido asumidos por Cristo en su grito de dolor y en su confiada entrega al Padre. En la fe, la esperanza y el amor, la noche se convierte en día, el sufrimiento en gozo, la muerte en vida.

Juan de la Cruz, con su propia experiencia, nos invita a la confianza, a dejarnos purificar por Dios; en la fe esperanzada y amorosa, la noche empieza a conocer “los levantes de la aurora”; se hace luminosa como una noche de Pascua —“O vere beata nox!”, “¡Oh noche amable más que la alborada!”— y anuncia la resurrección y la victoria, la venida del Esposo que junta consigo y transforma al cristiano: “Amada en el Amado transformada”.

¡Ojalá las noches oscuras que se ciernen sobre las conciencias individuales y sobre las colectividades de nuestro tiempo, sean vividas en fe pura; en esperanza “que tanto alcanza cuanto espera”; en amor llameante de la fuerza del Espíritu, para que se conviertan en jornadas luminosas para nuestra humanidad dolorida, en victoria del Resucitado que libera con el poder de su cruz!

9. Hemos recordado en la lectura del Evangelio las palabras del profeta Isaías, asumidas por Cristo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor”.

También el “santico de Fray Juan” —como decía la madre Teresa— fue, como Cristo, un pobre que evangelizó con inmenso gozo y amor a los pobres; y su doctrina es como una explicación de ese evangelio de la liberación de esclavitudes y opresiones del pecado, de la luminosidad de la fe que cura toda ceguera. Si la Iglesia lo venera como Doctor Místico desde el año 1926, es porque reconoce en él al gran maestro de la verdad viva acerca de Dios y del hombre.

La Subida del Monte y la Noche oscura culminan en la gozosa libertad de los hijos de Dios en la participación en la vida de Dios y en la comunión con la vida trinitaria. Sólo Dios puede liberar al hombre; éste sólo adquiere totalmente su dignidad y libertad, cuando experimenta en profundidad, como Juan de la Cruz indica, la gracia redentora y transformante de Cristo. La verdadera libertad del hombre es la comunión con Dios.

10. El texto del libro de la Sabiduría nos advertía: “Si pueden alcanzar tanta ciencia y son capaces de investigar el universo, ¿cómo no conocen más fácilmente al Señor de él?”. He aquí un noble desafío para el hombre contemporáneo que ha explorado los caminos del universo. Y he aquí la respuesta del místico, que desde la altura de Dios descubre la huella amorosa del Creador en sus criaturas y contempla anticipada la liberación de la creación.

Toda la creación, dice San Juan de la Cruz, está como bañada por la luz de la encarnación y de la resurrección: “En este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su Resurrección según la carne no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad”. El Dios que es “Hermosura” se refleja en sus criaturas.

En un abrazo cósmico que en Cristo une el cielo y la tierra, Juan de la Cruz ha podido expresar la plenitud de la vida cristiana: “No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo en quien me diste todo lo que quiero... Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes; los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí”.

11. Hermanos y hermanas: He querido rendir con mis palabras un homenaje de gratitud a San Juan de la Cruz, teólogo y místico, poeta y artista, “hombre celestial y divino” —como lo llamó Santa Teresa de Jesús—, amigo de los pobres y sabio director espiritual de las almas. El es el padre y maestro espiritual de todo el Carmelo Teresiano, el forjador de esa fe viva que brilla en los hijos más eximios del Carmelo: Teresa de Lisieux, Isabel de la Trinidad, Rafael Kalinowski, Edith Stein.

Pido a las hijas de Juan de la Cruz, las carmelitas descalzas, que sepan vivir las esencias contemplativas de ese amor puro que es eminentemente fecundo para la Iglesia. Recomiendo a sus hijos, los carmelitas descalzos, fieles custodios de este convento y animadores del Centro de Espiritualidad dedicado al Santo, la fidelidad a su doctrina y la dedicación a la dirección espiritual de las almas, así como al estudio y profundización de la teología espiritual.

Para todos los hijos de España y de esta noble tierra segoviana, como garantía de revitalización eclesial, dejo estas hermosas consignas de San Juan de la Cruz que tienen alcance universal: clarividencia en la inteligencia para vivir la fe: “Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él”. Valentía en la voluntad para ejercitar la caridad: “Donde no hay amor, ponga amor y sacará amor”. Una fe sólida e ilusionada, que mueva constantemente a amar de veras a Dios y al hombre; porque al final de la vida, “a la tarde te examinarán en el amor”. Con mi Bendición Apostólica para todos.

 

 

MISA PARA LOS LAICOS

Toledo, 4 de noviembre de 1982

  

Señor cardenal, queridos hermanos y hermanas:

1. En las Palabras del Evangelio que hemos proclamado, Cristo mismo pone en evidencia a la vez la dignidad y la responsabilidad del cristiano. Cuando el Señor exclama: “Vosotros sois la sal de la tierra”, subraya al mismo tiempo que la sal no debe perder su sabor si tiene que ser útil para el hombre. Y cuando afirma: “Vosotros sois la luz del mundo”, plantea como consecuencia la necesidad de que esta luz “alumbre a todos los de casa”. Y todavía insiste a continuación: “Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos”.

Es difícil encontrar una metáfora evangélica más adecuada y bella para expresar la dignidad del discípulo de Cristo y su consecuente responsabilidad. El mismo Concilio Vaticano II se ha inspirado en este texto evangélico, al hablar del apostolado de los seglares; es decir, de su misión con la que participan en la vida de la Iglesia y en el servicio a la sociedad.

¡Vosotros sois la sal de la tierra!

¡Vosotros sois la luz del mundo!

“La vocación cristiana es, por su naturaleza misma vocación al apostolado”.

2. A la luz de esta dignidad y responsabilidad, proclamada por el Evangelio y el Magisterio de la Iglesia, deseo saludar a todos los representantes del laicado de España y dirigirles desde esta histórica sede primada de Toledo un mensaje que ilumines los caminos del apostolado seglar en esta hora de gracia.

Saludo, ante todo, al señor cardenal arzobispo de esta diócesis, así como a los Pastores y a todo el Pueblo de Dios de Toledo y de su provincia eclesiástica aquí presentes.

La sede de Toledo es lugar propicio para este encuentro, por estar íntimamente vinculada a momentos importantes de la fe y de la cultura de la Iglesia en España. No podemos olvidar los Concilios Toledanos que supieron encontrar fórmulas adecuadas para la profesión de la fe cristiana en sus fundamentales contenidos trinitarios y cristológicos.

Toledo fue un centro de diálogo y de convivencia entre gentes de raza y religión distintas. Fue también encrucijada de culturas que desbordaron las fronteras de España, para influir poderosamente en la cultura del Occidente europeo. Es ciudad de gran tradición cristiana, reflejada en sus monumentos artísticos y en la expresión pictórica de artistas de talla universal como el Greco.

Estos valores tradicionales siguen influyendo positivamente en la vida del pueblo toledano, que mantiene el recuerdo de sus grandes pastores medievales como San Eugenio y San Ildefonso. Es la memoria de una tradición que se alarga a través de muchas generaciones de cristianos que se han extendido por todo el país, y han participado en generosos movimientos misioneros en otros continentes.

Al respecto, no puedo dejar de saludar aquí, en esta ciudad imperial, a su ilustre comunidad mozárabe, heredera de los heroicos cristianos de hace siglos y cuyos feligreses mantienen vivo, bajo la directa responsabilidad del señor cardenal primado, el patrimonio espiritual de su venerable liturgia, de gran riqueza teológica y pastoral, sin olvidar que en la liturgia posconciliar el canto del Padrenuestro en toda España es precisamente el de la liturgia mozárabe.

3. Desde esa viva tradición que alimenta vuestra fe e impulsa vuestra responsabilidad de cristianos, volvemos a las fuentes de la Palabra proclamada en esta celebración. Es el mismo Apóstol de las gentes quien nos habla para enseñarnos lo que significa ser apóstoles de Cristo; nos interpela para indicarnos lo que exige la participación en la misión de la Iglesia.

Pablo enseña con un vigor especial que somos testigos de Dios en Jesucristo, y éste “crucificado”.

Quien lo reconoce y confiesa como Señor está bajo la manifestación y el poder del Espíritu.

Todos los cristianos están llamados a renovar constantemente su profesión de fe, con la palabra y con la vida, como una adhesión plena a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, crucificado para nuestra salvación y resucitado por el poder de Dios.

Tal es la “sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria”. Este es el núcleo fundamental del Evangelio que Cristo ha confiado a su Iglesia y que ésta transmite en la viva tradición y enseña en el magisterio de la sucesión apostólica, enriqueciendo así el patrimonio del Pueblo de Dios que posee el “sentido de la fe”, bajo la asistencia solícita del Espíritu Santo.

Aquí radica el centro del anuncio y testimonio de la fe cristiana. Por eso, la primera actitud del testigo de la fe es profesar esa misma fe que predica, dejándose convertir dócilmente por el Espíritu de Dios y conformando su vida a esa Sabiduría divina.

4. En cuanto testigos de Dios, no somos propietarios discrecionales del anuncio que recibimos; somos responsables de un don que hay que transmitir con fidelidad. Con el temor y temblor de la propia fragilidad, el apóstol confía en “la manifestación del Espíritu”, en la fuerza persuasiva del “poder de Dios”.

No se trata de amoldar el Evangelio a la sabiduría del mundo. Con palabras que podrían traducir la experiencia de Pablo, hoy se podría afirmar: no son los análisis de la realidad, o el uso de las ciencias sociales, o el manejo de la estadística, o la perfección de métodos y técnicas organizativas —medios útiles e instrumentos valiosos a veces— los que determinarán los contenidos del Evangelio recibido y profesado. Y tanto menos será la connivencia con ideologías seculares la que abra los corazones al anuncio de la salvación. Como tampoco deberá dejarse seducir el apóstol por la pretendida sabiduría de “los príncipes de este siglo”, cifrada en el poder, en la riqueza y en el placer, que al proponer el espejismo de una felicidad humana, de hecho aboca, a los que sucumben a su culto, a una total destrucción.

¡Sólo Cristo! Lo proclamamos agradecidos y maravillados. En El está ya la plenitud de lo que “Dios ha preparado para los que le aman”. Es el anuncio que la Iglesia confía a todos los que están llamados a proclamar, celebrar, comunicar y vivir el Amor infinito de la Sabiduría divina. Es ésta la ciencia sublime que preserva el sabor de la sal para que no se vuelva insípida, que alimenta la luz de la lámpara para que alumbre lo más profundo del corazón humano y guíe sus secretas aspiraciones, sus búsquedas y esperanzas.

5. El Papa exhorta a todos los seglares a asumir con coherencia y vigor su dignidad y responsabilidad. ¡El Papa confía en los seglares españoles y espera grandes cosas de todos ellos para gloria de Dios y para el servicio del hombre! Sí, como he recordado ya, la vocación cristiana es esencialmente apostólica; sólo en esta dimensión de servicio al Evangelio, el cristiano encontrará la plenitud de su dignidad y responsabilidad.

En efecto, los laicos “incorporados a Cristo por el bautismo, integrados en el Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo” están llamados a la santidad y son enviados a anunciar y realizar el reino de Cristo hasta que El vuelva.

Si queréis ser fieles a esa dignidad, no es suficiente acoger pasivamente las riquezas de fe que os han legado vuestra tradición y vuestra cultura. Se os confía un tesoro, se os otorgan talentos que han de ser asumidos con responsabilidad para que fructifiquen con abundancia.

La gracia del bautismo y de la confirmación que la Eucaristía renueva y la penitencia restaura, posee vivas energías para revitalizar la fe y para orientar, con el dinamismo creador del Espíritu Santo, la actividad de los miembros del Cuerpo místico. También los seglares están llamados a ese crecimiento espiritual interior que conduce a la santidad, y a esa entrega apostólica creadora, que los hace colaboradores del Espíritu Santo, el cual con sus dones renueva, rejuvenece y leva a perfección la obra de Cristo.

6. ¿Será necesario confirmar, una vez más, que el crecimiento en la afirmación de la identidad cristiana del seglar no menoscaba o limita sus posibilidades; antes bien define, alimenta y potencia esa presencia y esa actividad específica y original que la Iglesia confía a sus hijos en los diversos campos de la actividad personal, profesional, social?

El mismo Evangelio nos apremia a compartir toda situación y condición del hombre, con un amor apasionado por todo lo que concierne a su dignidad y sus derechos, fundados en su condición de criatura de Dios, “hecho a su imagen y semejanza”, partícipe por la gracia de Cristo de la filiación divina.

El Concilio Vaticano II subrayó justamente que la tarea primordial de los seglares católicos es la de impregnar y transformar todo el tejido de la convivencia humana con los valores del Evangelio, con el anuncio de una antropología cristiana que de estos valores deriva.

Pablo VI, en su exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi”, especifica así los campos del apostolado seglar: “El camino propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, pero también de la cultura, de las ciencias, de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social, así como otras realidades abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento...”. No hay actividad humana alguna que sea ajena a la solidaria tarea evangelizadora de los laicos.

7. De entre los cometidos más apremiantes del apostolado de los seglares quiero resaltar algunos de mayor importancia.

Pienso concretamente en el testimonio de vida y en el esfuerzo evangelizador que requiere la familia cristiana; que los cónyuges cristianos vivan el sacramento del matrimonio como una participación de la unión fecunda e indisoluble entre Cristo y la Iglesia; que sean los fundadores y animadores de la iglesia doméstica, la familia, con el compromiso de una educación integral ética y religiosa de sus hijos; que abran a los jóvenes los horizontes de las diversas vocaciones cristianas, como un desafío de plenitud a las alternativas del consumismo hedonista o del materialismo ateo.

Dirijo mi mirada al vasto campo del apostolado laical en el mundo del trabajo, sacudido por fuertes crisis y movido noblemente por aspiraciones de dignidad, de solidaridad, de fraternidad, que están llamadas, desde sus innegables y tal vez inconscientes raíces cristianas, a dar frutos de justicia y de desarrollo auténticamente humanos.

Veo también abierto al laico católico el campo de la política, en el que con frecuencia se toman las decisiones más delicadas que afectan a los problemas de la vida, de la educación, de la economía; y por lo tanto, de la dignidad y de los derechos del hombre, de la justicia y de la convivencia pacífica en la sociedad. El cristiano sabe que desde las enseñanzas luminosas de la Iglesia, y sin necesidad de seguir una fórmula política unívoca o partidista, debe contribuir a la formación de una sociedad más digna y respetuosa de los derechos humanos, asentada en los principios de justicia y de paz.

Pienso, finalmente, en el mundo de la cultura. Los laicos católicos, en sus tareas de intelectuales y de científicos, de educadores y de artistas, están llamados a crear de nuevo, desde la inmensa riqueza cultural de los pueblos de España, una auténtica cultura de la verdad y del bien, de la belleza y del progreso, que pueda contribuir al diálogo fecundo entre ciencia y fe, cultura cristiana y civilización universal.

8. Ningún cristiano está exento de su responsabilidad evangelizadora. Ninguno puede ser sustituido en las exigencias de su apostolado personal. Cada laico tiene un campo de apostolado en su experiencia personal.

El Concilio Vaticano II ha recomendado vivamente las formas asociadas del apostolado seglar.
El apostolado asociado resulta fundamental para coagular y desplegar todas las energías insitas en la vocación cristiana, para despertar y fortalecer la presencia y el testimonio de la vida cristiana en los diversos espacios y ambientes de la sociedad. A este apostolado asociado le incumbe la sensibilización y educación de todas esas energías vitales, ricas de fe y religiosidad, que están en el alma y en la cultura de vuestro pueblo.

Sé que se han ido superando entre vosotros situaciones críticas de identidad asociativa. Ha llegado la hora de superar definitivamente esas situaciones con un análisis lúcido que permita conocer las causas, y sobre todo rechazar los errores que se hayan podido infiltrar entre nosotros. Pienso, sin embargo, que son mucho más fuertes las fidelidades y renovados entusiasmos cristianos de vuestras asociaciones, que el Papa quiere alentar hoy con su presencia, con su afecto y con su oración.

9. Numerosos y varios son los grupos que hoy estáis aquí presentes, signo de la vitalidad y fecundidad de la fe de esta tierra de España. Está presente la Acción Católica en sus varias expresiones; están representados los movimientos de espiritualidad, las agrupaciones familiares, los grupos juveniles... Un vasto panorama que enriquece la vitalidad del Cuerpo de Cristo. Saludo a todos y a cada uno de los movimientos y asociaciones aquí representados. Y ante la imposibilidad de decir una palabra específica para cada uno, quiero ofreceros unas reflexiones centradas sobre lo que os caracteriza y a la vez os une: vuestra eclesialidad.

¡Sois Iglesia! De esa nota fundamental brotan las características de una vida, de un amor, de un servicio y de una presencia que tienen que ser auténticamente eclesiales. De ahí la necesidad de una comunión sin fisuras con la de la Iglesia, de una vida nutrida en las fuentes de los sacramentos, de una obediencia impregnada de amor y responsabilidad hacia los pastores de la Iglesia.

¡Sois Iglesia! Debéis demostrarlo también en una abierta comunión y colaboración entre vuestros diversos carismas, apostolados y servicios, promoviendo vuestra integración en las Iglesias particulares y en las comunidades parroquiales, donde se reúne y congrega visiblemente la familia de Dios.

Los sacerdotes a quienes se encomienda la tarea de animación espiritual de los grupos y movimientos, deben ser en medio de vosotros esa garantía de eclesialidad y de comunión. A vosotros, consiliarios y asistentes del apostolado laical, queridísimos sacerdotes que trabajáis en fraterna comunión con los seglares, os digo: Sentíos plenamente identificados con la asociación o grupo que se os ha encomendado; participad en sus afanes y preocupaciones; sed signo de unidad y de comunión eclesial, educadores de la fe, animadores del auténtico espíritu apostólico y misionero de la Iglesia.

10. Quiero terminar con una recomendación especial que confío al corazón cristiano de todos los seglares de España.

No existe, no puede existir apostolado alguno (tanto para los sacerdotes como para los seglares) sin la vida interior, sin la oración, sin una perseverante aspiración a la santidad. Esta santidad, en las palabras que hemos proclamado en esta celebración, es el don de la Sabiduría, que para el cristiano es una particular actuación del Espíritu Santo recibido en el bautismo y en la confirmación: “Concédame Dios hablar juiciosamente y pensar dignamente de los dones recibidos, porque El es el guía de la sabiduría y el que corrige a los sabios. Porque en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras y toda la prudencia y la pericia de nuestras obras”.

¡Estáis llamados todos a la santidad! Así como florecieron magníficos testimonios de santidad en la España del Siglo de Oro por la reforma católica y el Concilio de Trento, florezcan ahora, en la época de la renovación eclesial del Vaticano II, nuevos testimonios de santidad, especialmente entre los seglares de España.

¡Necesitáis la abundancia del Espíritu Santo para realizar con su sabiduría la tarea nueva y original del apostolado laical! Por eso, debéis estar unidos a Cristo, para participar de su función sacerdotal, profética y real, en las difíciles y maravillosas circunstancias de la Iglesia y del mundo de hoy.

11. Sí. ¡Debemos estar en sus manos, para poder realizar la propia vocación cristiana!

¡En sus manos para llevar a todos a Dios!

¡En manos de la Sabiduría eterna para participar fructuosamente de la misión del mismo Cristo!

¡En las manos de Dios para construir su reino en las realidades temporales de este mundo!

Queridos hermanos y hermanas:

Pido hoy al Señor, para todos vosotros, para todos los seglares, una santidad que florezca en un apostolado original y creador, impregnado de sabiduría divina.

Lo imploro por la intercesión de la Virgen, Nuestra Señora, que aquí en Toledo tiene, entre otras advocaciones, el hermoso título evangélico de la Paz, para que seáis en el mundo constructores de la paz de Cristo.

Con El os recuerdo vuestra dignidad y responsabilidad:
¡Vosotros sois la sal de la tierra!

¡Vosotros sois la luz del mundo!

Antes de terminar mis palabras, quiero invitaros a elevar nuestra oración por la última víctima y por todas las víctimas del terrorismo en España, para que la nación, que se siente herida en sus profundas aspiraciones de paz y concordia, obtenga del Señor verse libre del doloroso fenómeno del terrorismo, y todos comprendan que la violencia no es camino de solución a los problemas humanos, además de ser siempre anticristiana. Amén.

 

 

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

Guadalupe, 4 de noviembre de 1982

         

Queridos hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de escuchar la palabra de Yahvé dirigida a Abraham: “Sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré. Yo te haré un gran pueblo”.

Abraham respondió a esta llamada divina y afrontó las incertidumbres de un largo viaje que iba a convertirse en signo característico del Pueblo de Dios.

La promesa mesiánica hecha a Abraham va unida al mandato de abandonar su país natal. En su camino hacia la tierra prometida, comienza también el inmenso cortejo histórico de la humanidad entera hacia la meta mesiánica. La promesa se cumplirá precisamente entre los descendientes de Abraham, y por eso a ellos correspondió la misión de preparar, dentro del género humano, el lugar para el Ungido de Dios, Jesucristo. Haciéndose eco de estas imágenes bíblicas, el Concilio Vaticano II explica que “la comunidad cristiana se compone de hombres que, reunidos en torno a Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en peregrinación hacia el reino del Padre”.

Escuchada aquí, junto al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, esta lectura del Antiguo Testamento evoca la imagen de tantos hijos de Extremadura y de España entera salidos como emigrantes desde su lugar de origen hacia otras regiones y países.

2. En la Encíclica “Laborem Exercens” he subrayado que “este fenómeno antiguo” de los movimientos migratorios ha continuado a lo largo de los siglos y ha adquirido en los últimos tiempos mayores dimensiones a causa de las “grandes implicaciones en la vida contemporánea”.

El trabajador tiene derecho a abandonar el propio país en búsqueda de mejores condiciones de vida, como también a volver a él. Pero la emigración comporta aspectos dolorosos. Por eso la he llamado “un mal necesario”, pues constituye una pérdida para el país que ve marchar hombres y mujeres en la plenitud de su vida.

Ellos abandonan su comunidad cultural y se ven trasplantados a un ambiente nuevo con tradiciones diferentes y a veces lengua distinta. Y a sus espaldas, dejan quizá lugares condenados a un envejecimiento rápido de la población, como sucede en algunas de las provincias españolas.

Sería tantas veces más humano que los responsables del orden económico, como indicaba mi predecesor el Papa Juan XXIII, procuraran que el capital buscara al trabajador, y no viceversa, “para ofrecer a muchas personas la posibilidad concreta de crearse un porvenir mejor, sin verse obligadas a pasar de su ambiente propio a otro distinto, mediante un trasplante que es casi imposible se realice sin rupturas dolorosas y sin períodos difíciles de acoplamiento humano y de integración social”.

Tal objetivo representa un verdadero desafío a la inteligencia y eficacia de los gobernantes, para tratar de evitar graves sacrificios a tantas familias, obligadas “a una separación forzosa que pone a veces en peligro la estabilidad y cohesión de la familia, y con frecuencia las coloca frente a situaciones de injusticia”. Un desafío para los responsables del orden nacional o internacional, que han de acometer programas de equilibrio entre regiones ricas y pobres.

3. Hay que tener en cuenta que el sacrificio de los emigrantes representa también una contribución positiva para los lugares receptores y aun para la pacífica convivencia internacional, pues abre posibilidades económicas a grupos sociales deprimidos y descarga la presión social que el paro produce, cuando alcanza cotas elevadas.

Desgraciadamente, los reajustes de mano de obra no se ven muchas veces impulsados por propósitos noblemente humanos, ni buscan el bien de la comunidad nacional e internacional; sólo responden con frecuencia a movimientos incontrolados según la ley de la oferta y la demanda.

Las regiones o países receptores olvidan con demasiada frecuencia que los trabajadores inmigrantes son seres que vienen arrancados, por las necesidades, de su tierra natal. No les ha movido el mero derecho a emigrar, sino el juego de unos factores económicos ajenos al propio emigrante. En muchas ocasiones se trata de personas culturalmente desvalidas, que han de pasar graves dificultades antes de acomodarse al nuevo ambiente, donde quizá ignoran hasta el idioma. Si se les somete a discriminaciones o vejaciones, caerán víctimas de peligrosas situaciones morales.

Por otra parte, las autoridades políticas y los mismos empresarios tienen la obligación de no colocar a los emigrantes en un nivel humano y laboral inferior a los trabajadores del lugar o país receptor. Y la población general ha de evitar muestras de hostilidad o rechazo, respetando las peculiaridades culturales y religiosas del emigrante. A veces éste es forzado a ocupar viviendas indignas, a recibir retribuciones salariales discriminatorias o a soportar una segregación social y afectiva penosa, que le hace sentirse ciudadano de segunda categoría. De modo que pasan meses, incluso años, antes de que la nueva sociedad le muestre un rostro verdaderamente humano. Esta crisis existencial incide fuertemente sobre la religiosidad de los emigrantes, cuya fe cristiana disponía quizá de apoyos sólo sentimentales, que fácilmente se desmoronan en un clima adverso.

4. Ante estos peligros y amenazas, la Iglesia debe tratar de ofrecer su colaboración para que se halle una respuesta eficaz.

Las soluciones no dependen principalmente de ella. Pero puede y debe ayudar mediante el trabajo coordinado de la comunidad eclesial del lugar de destino. Yo mismo, en años anteriores, tuve la oportunidad de encontrarme con muchos compatriotas míos emigrados a varios países del mundo; y pude comprobar cuánto les ayuda y consuela una asistencia religiosa venida con el calor de la patria lejana.

Considero por ello fundamental que los emigrantes se vean acompañados por capellanes, a ser posible de su propio lugar o país, sobre todo en los sitios donde existe la barrera lingüística: El sacerdote constituye para los inmigrantes, sobre todo los recién llegados, una referencia confortante y además puede prestarles orientaciones valiosas en los inevitables conflictos iniciales.

A este propósito, quiero alentar asimismo el esfuerzo que la Iglesia en España realiza, por medio de los secretariados de pastoral especializada, para integrar la comunidad gitana y eliminar cualquier huella de discriminación.

A las autoridades de la nación o lugar de origen, corresponde prestar el apoyo posible a los ciudadanos emigrados, especialmente si han ido a países extranjeros. Un porcentaje grande de los emigrados al extranjero, tarde o temprano regresarán a la patria, y nunca deben sentirse desamparados por la nación a la que pertenecen y a la cual proyectan volver. Entre los medios imprescindibles para el cultivo de este contacto patrio destacan las remesas de material informativo, el sistema de enseñanza bilingüe para los niños, la facilidad en el ejercicio del voto, las visitas bien organizadas de grupos culturales o artísticos y otras iniciativas semejantes.

Pero, más que nadie, los responsables del país receptor han de volcar generosamente sus iniciativas en favor de los emigrantes, con auxilios laborales, económicos y culturales; evitando que se conviertan en simples ruedas del engranaje industrial, sin referencia a valores humanos. Apenas hay una señal más eficaz para medir la verdadera estatura democrática de una nación moderna que ver su comportamiento con los inmigrados.

5. Desde luego, también al emigrante le toca poner por su parte un esfuerzo leal para la convivencia en el nuevo ambiente, en el que se le ofrezca la posibilidad de trabajo estable y justamente retribuido. Muchas veces, de su comportamiento depende disipar recelos y tender puentes de diálogo y simpatía.

Con un cuidado particular deben coordinar su conducta, el emigrante y las autoridades locales, en el caso de familias que, llegadas de otra región española, tengan el propósito de quedar definitivamente asentadas en su territorio. Las dificultades pueden aparecer cuando entre el lugar de origen y el receptor existe diferencia de lengua.

Al emigrante corresponde aceptar con lealtad su situación real, exponer su voluntad de permanencia, y procurar insertarse en los modos culturales del lugar o región que le acoge. Por su parte, a las autoridades incumbe no forzar el ritmo de inserción de estas familias, ofrecer la posibilidad de una entrada gradual y serena en la nueva atmósfera, mostrar voluntad pública de no discriminar por motivos de idioma, prestar las facilidades escolares precisas para que los niños no se sientan desamparados o humillados en la escuela, ofreciéndoles enseñanza bilingüe, sin imposiciones; y respaldar iniciativas que permitan a los emigrados conservar la savia cultural de su región de origen. De este modo, en vez de enfrentamientos penosos e inútiles, el acervo cultural de la zona receptora, a la vez que da, se enriquecerá silenciosamente con matices aportados desde otros ambientes.

Una especial palabra merece el nuevo drama que plantea a los emigrantes la crisis económica mundial, forzándoles a regresar despedidos antes de tiempo. Las naciones poderosas deben un justo trato a estos trabajadores, que con gran sacrificio han contribuido al desarrollo común. Han sido especialmente útiles, más allá de lo que pueda pagarse con un simple salario. Ellos, que son los más débiles, merecen una atención particular que evite cerrar un capítulo de su vida con un fracaso.

Al pensar en tantas personas lejanas de su hogar, me viene al recuerdo la situación de los detenidos en centros penitenciarios. Muchos de ellos me escribieron antes de mi viaje a España.

Deseo enviarles mi cordial saludo y asegurarles mi oración por ellos, sus intenciones y necesidades.

6. La liturgia de la Palabra - como hemos escuchado antes - nos coloca delante de la figura de Abraham, nuestro padre en la fe. Y también a María, que se pone en camino desde Nazaret a Galilea, a “una ciudad de Juda” llamada Ain Karin, según la tradición. Allí, entrada “en casa de Zacarías, saludó a Isabel”, que pronunció las palabras de la conocida bendición.

Junto con los hombres, junto con las generaciones de esta tierra extremeña y de España, caminaba también María, la Madre de Cristo. En los nuevos lugares de habitación Ella saludaba, en el poder del Espíritu Santo, a los nuevos pueblos, que respondían con la fe y la veneración a la Madre de Dios.

De esta manera, la promesa mesiánica hecha a Abraham se difundía en el Nuevo Mundo y en Filipinas. ¿No es significativo que hoy nos encontremos en el santuario mariano de Guadalupe de la tierra española, y que contemporáneamente el santuario homónimo de México se haya convertido en el lugar de peregrinación para toda Hispanoamérica? También yo he tenido la dicha de ir como peregrino al Guadalupe mexicano al principio de mi servicio en la Sede de Pedro.

Y he aquí que, como en otras lenguas, pero sobre todo en español - ya que en esta lengua se expresa la gran familia de los pueblos hispánicos - resuenan constantemente las palabras con las que un día Isabel saludó a María:

“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó el niño en mi seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor”.

¡Bendita tú! Este saludo une a millones de corazones; de estas tierras, de España, de otros continentes, acomunados en torno a María, a Guadalupe, en tantas partes del mundo.

Y así María no es sólo la Madre solícita de los hombres, de los pueblos, de los emigrantes. Es también el modelo en la fe y en la virtudes que hemos de imitar durante nuestra peregrinación terrena. Que así sea, con mi bendición apostólica para todos.

 

 

MISA EN LA IGLESIA DE SAN BARTOLOMÉ DE ORCASITAS

Madrid, 3 de noviembre de 1982

 

Señor cardenal, hermanos en el episcopado, queridos hermanos y hermanas:

1. “La piedra que los constructores desecharon es ahora la piedra angular ...”.

Con estas aleccionadoras palabras, tomadas del salmista y que San Marcos pone en labios de Jesús, la primitiva comunidad cristiana celebraba gozosa la gloria del Resucitado, alegría expansiva de quienes se sentían a salvo y felices en la nueva construcción de Dios: la Iglesia.

La piedra, dice San Pablo, “era Cristo”. Y añade: “Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que está puesto, que es Jesucristo”.

Jesucristo es, pues, la piedra fundamental del nuevo templo de Dios. Rechazado, desechado, dejado a un lado, dado por muerto —entonces como ahora—, el Padre lo hizo y hace siempre la base sólida e inconmovible de la nueva construcción. Y lo hace tal por su resurrección gloriosa. “Esta es la obra de Yahvé, admirable a nuestros ojos”.

Sobre El, por la fe en su resurrección, somos edificados los cristianos. Así nos lo enseña el apóstol Pedro, en su primera carta: “A El habéis de allegaros, como a piedra viva rechazada por los hombres, pero por Dios escogida, preciosa. Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo ...”.

El nuevo templo, cuerpo de Cristo, espiritual, invisible, está construido por todos y cada uno de los bautizados sobre la viva “piedra angular”, Cristo, en la medida en que a El se adhieren y en El “crecen” hasta “la plenitud de Cristo”. En este templo y por él, “morada de Dios en el Espíritu”, El es glorificado, en virtud del “sacerdocio santo”, que ofrece “sacrificios espirituales”, y su Reino se establece en el mundo.

La cima de este nuevo templo penetra en el cielo, mientras sobre la tierra, Cristo, la piedra angular, lo sostiene mediante el “fundamento que El mismo ha elegido y dispuesto: los apóstoles y los profetas”, y quienes a ellos suceden, es decir, en primer término, el Colegio de los obispos, y la “piedra” que es Pedro.

De esta espléndida realidad eclesial, llena de lecciones y significado para cada cristiano, es símbolo cada templo visible, como éste ante el que nos hallamos, y que congrega a los miembros de la herencia de Cristo que constituyen una parroquia en una Iglesia local.

2. Han pasado muchos siglos desde Cristo. La heredad de Dios ha ido creciendo maravillosamente —no sin que se repitan los rechazos, las incomprensiones y luchas— sobre la piedra angular: Cristo muerto y resucitado. Cada día son más los hombres y pueblos que lo aceptan con fe y con amor, que buscan en El el fundamento sólido para construir un mundo mejor y más unido, donde se sientan a salvo bajo la mirada bondadosa de un solo Dios y Padre. Entre todos esos pueblos que no rechazaron, sino que hicieron de la fe en Jesús el centro de su historia, está la querida España, profundamente cristiana; entre esos hombres, herederos de Dios por el bautismo que asimila al hijo muerto y resucitado, os contáis también vosotros, hermanos y hermanas de esta parroquia madrileña de Orcasitas, reunidos junto al altar del mismo Cristo. A todos os siento muy dentro de mí y os acojo como miembros queridísimos de su Iglesia.

Este encuentro me llena de íntima satisfacción, porque me hace revivir aquí mis visitas periódicas a las parroquias de Roma, diócesis del sucesor de Pedro; parroquias situadas muchas veces, al igual que la vuestra, en zonas periféricas de la ciudad o de nueva construcción. No sin cierta nostalgia me recuerda también mi trabajo ministerial en las parroquias de mi tierra natal como sacerdote, y posteriormente mis visitas pastorales como arzobispo de Cracovia.

3. Sé que esta parroquia se ha ido formando gradualmente con habitantes venidos de diversos lugares. Conozco asimismo vuestros esfuerzos en cuanto trabajadores. Mi gran deseo es que crezca también vuestra vida de ciudadanos y que se hagan realidad las ilusiones que os han animado a venir, y las mejoras con que soñáis y a las que tenéis pleno derecho. Al mismo tiempo me hago cargo de los numerosos y graves problemas que se plantean en un barrio nuevo, y casi siempre con penosas consecuencias no sólo de orden laboral, sino también familiar, religioso y moral. Son problemas humanos, suscitados en buena parte por la urbanización acelerada y la creación de poblaciones periféricas de aluvión, que al alterar muchas veces el ritmo sosegado de las habituales ocupaciones condicionan notablemente la vida diaria, ofuscando quizá las vivencias religiosas, incluso las más arraigadas.

La Iglesia, esa heredad de Dios solidaria con la suerte del hombre en todo momento histórico, no considera tales condicionamientos como obstáculos insuperables para llevar a cabo su misión; al contrario, ve en ellos un llamamiento a prodigarse con abnegación y entrega, pareja a las dificultades y a las necesidades, para que no sufra mengua alguna la obra redentora de Cristo. Este nuevo templo os invita encarecidamente a dar testimonio, como personas y como comunidad parroquial, de que estáis unidos en Cristo en una misma fe y en una misma esperanza. Este templo va a ser signo de la construcción permanente del Reino de Dios en vosotros y en vuestro país. Es casa de Dios y casa vuestra. Apreciadlo, pues, como lugar de encuentro con el Padre común. Me alegro de saber que bajo el impulso del señor cardenal arzobispo se desarrolla en Madrid un vasto programa de construcción de templos parroquiales. Felicito a cuantos participan en ese empeño eclesial.

Permitid que me detenga ahora en algunos puntos concretos que, en cuanto Pastor y responsable de la Iglesia universal, considero de particular importancia para que siga creciendo, en bien vuestro y de la entera familia eclesial, el edificio espiritual de esta comunidad.

4. No me encuentro con vosotros simplemente ante un templo, sino en una parroquia y, en cuanto tal, estáis llamados a formar una sola cosa en Cristo, y obligados a testimoniar vuestra vocación comunitaria.

Una parroquia es, en efecto, una comunidad de hombres que, por el bautismo, están personal y socialmente conectados al sacerdocio de Cristo: a la dedicación plena que Cristo hizo de sí mismo al culto y alabanza de Dios, Creador y Padre. Vosotros sois una parroquia ante todo, gracias al hecho de que Cristo está aquí: en medio de vosotros, con vosotros, en vosotros. Vosotros sois parroquia porque estáis unidos a Cristo, de modo especial gracias al memorial de su único Sacrificio ofrecido en el propio Cuerpo y Sangre en la cruz; que se hace presente y se renueva en la Iglesia como el sacrificio sacramental del pan y del vino. Este sacrificio eucarístico traza el constante ritmo de la vida de la Iglesia, también de vuestra parroquia. ¡Centrad vuestras actividades parroquiales en la Sagrada Eucaristía, en el encuentro personal con Cristo, perenne huésped nuestro! Deseo, en especial, recordaros la necesidad de que participéis en la santa misa los domingos y días festivos.

La unión con Jesús en la-Eucaristía influirá en vuestra vida y enriquecerá vuestra parroquia, pues la comunidad cristiana crece y se consolida gracias al testimonio de vida que sus miembros saben ofrecer. A este respecto, es fundamental que los padres den en sus familias un ejemplo de vida coherente y que los miembros de los varios grupos y asociaciones sepan ser buenos discípulos de Cristo, generosos con todos, incluso con aquellos que se muestran aún refractarios al mensaje cristiano. Particular importancia tiene el compromiso de caridad hacia aquellos que, por una u otra razón, se hallan en necesidad. Los pobres, las personas enfermas, los ancianos, los minusválidos, representan otras tantas “llamadas” con las que Dios pulsa a la puerta de vuestro corazón. Pedidle a El la generosidad necesaria para responder con entrega, de la forma adecuada en cada caso.

5. “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”, cantáis con frecuencia, gozosos ante el misterio de la unidad de la Iglesia universal.

Papel privilegiado de la parroquia es mantener y hacer visible esta unidad. Ella ha de ser acogedora para todos, colaborando a la “unidad de todo el género humano”. Nadie ha de sentirse extraño entre vosotros. Reflejad en todas las manifestaciones de la vida parroquial que, como porción de la Iglesia, sois instrumento de unión con Dios y de unidad entre los hombres.

No hay más que una Iglesia de Jesucristo, la cual es como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda, vital, que es don de Dios. No es solamente ni sobre todo unir dad exterior; es un misterio y un don.

Sería empeño inútil e injusto pretender la unidad a nivel de pequeña comunidad mientras en ella se descuidase la unidad profunda en la fe, en los sacramentos de la fe, en la caridad. Es en Cristo, cabeza de la Iglesia, en su doctrina, en sus sacramentos, en sus mandatos, en la unión con Cristo donde se realiza y de donde brota la unidad.

La gracia de Cristo sigue llegando sin cesar a través de la Iglesia visible. Recordáis bien cómo el Señor indica a sus apóstoles: “Quien a vosotros oye, a mí me oye”, y entrega a Pedro y a los apóstoles la potestad de atar y desatar.

La unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido constituido Pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en torno al Papa, sucesor de Pedro, “principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, así de los obispos como de los fieles”. Otra forma de proceder, bien sea personalmente, bien en grupo, no sería otra cosa que desgajarse de la vida.
Vivid, pues, con delicada fidelidad lo que prescribe la autoridad eclesiástica, evitando particularismos que separan y pueden romper la comunión con la Iglesia.

Sois una parroquia joven, recién nacida, necesitada. aún de muchas cosas. Sin embargo, debéis pensar no sólo en vosotros mismos, sino también en los demás. Debéis contribuir con vuestra oración y con vuestro empeño al desarrollo del cristianismo en esta ciudad y en el mundo entero. Pedid fervientemente que entre vuestros jóvenes surjan vocaciones sacerdotales que puedan llevar la voz de Cristo a otras parroquias y —¿por qué no?— también a otras tierras y naciones.

6. Al terminar nuestro encuentro, quiero bendecir de corazón esta obra y las demás iglesias que se están construyendo o se construirán en esta zona, en los barrios más poblados de la archidiócesis madrileña y de las otras ciudades de España.

Bastantes de los aquí presentes habéis vivido las dificultades de la construcción de este templo, y participasteis luego de la alegría de su inauguración, de su dedicación al culto de Dios. Y hoy participáis conmigo de la alegría de este encuentro. Así ocurre también con la construcción de ese templo de Dios que somos cada uno de nosotros. Cuesta construirlo, porque esa construcción exige superar el egoísmo, la ira, vivir la paciencia, la fidelidad, la castidad, la laboriosidad, la hombría de bien. Pero también al final de ese esfuerzo nos espera la alegría que acompaña a los que son buenos hijos de Dios.

No lo olvidéis: la parroquia no es solamente un lugar donde se celebran algunas ceremonias y se enseña el catecismo; es además ambiente vivo en que ese catecismo debe actuarse. Las piedras materiales o la estructura externa del templo deben siempre recordaros que sois “piedras vivas”, que debéis construiros constantemente en Cristo, a la medida y ejemplo de Cristo, en lo personal, familiar y social. Ya está construido este edificio. Edificad ahora vuestras vidas según el querer de Dios.

Para esto, permaneced siempre cerca de la Virgen Santísima. Ella, que engendró en su seno virginal a Nuestro Señor y Salvador, lo engendrará igualmente en vuestras almas si pedís confiadamente su ayuda. Que interceda también por vosotros San Bartolomé, vuestro Patrono. Así sea.

 

 

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA CON LOS JÓVENES

Madrid, 3 de noviembre de 1982

 

Queridos jóvenes,

1. Es éste uno de los encuentros que más esperaba en mi visita a España. Y que me permite tener un contacto directo con la juventud española, en el marco del estadio Santiago Bernabéu, testigo de tantos acontecimientos deportivos.

En todas mis visitas pastorales, en las diversas partes del mundo, he querido siempre reunirme con los jóvenes. Lo hago por la gran estima que nutro hacia vosotros y porque sois la esperanza de la Iglesia, no menos que de la sociedad. Ellas, en efecto, dentro de no muchos años descansarán en gran parte sobre vosotros. Sobre vosotros y tantos miles de compañeros vuestros que están unidos a vosotros en este momento. Desde todos los lugares de España de los que venís.

Sé que muchos de ellos - la noticia me llegó a Roma antes de mi salida - querían estar también aquí esta tarde. Y que ante la dificultad de encontrar puesto para todos, os mandaron como sus representantes.

Sé también que tantos de ellos os encargaron expresamente que trajeseis su saludo al Papa y le dijerais que están con nosotros en la oración, ante la radio y la televisión, porque tienen sed de verdad, de ideales grandes, de Cristo.

Queridos jóvenes: esto me emocionó; os lo digo como una confidencia que se hace al amigo. Los jóvenes sois capaces de ganar el corazón con tantos de vuestros gestos, con vuestra generosidad y espontaneidad.

Era vuestra primera respuesta, antes de vernos, a un interrogante mío.

En efecto, alguna vez me había preguntado: los jóvenes españoles, ¿serán capaces de mirar con valentía y constancia hacia el bien; ofrecerán un ejemplo de madurez en el uso de su libertad, o se replegarán desencantados sobre sí mismos? La juventud de un país rico de fe, de inteligencia, de heroísmo, de arte, de valores humanos, de grandes empresas humanas y religiosas, ¿querrá vivir el presente abierta a la esperanza cristiana y con responsable visión de futuro?

La respuesta me la dieron las noticias que me llegaban de vosotros. Me la ha dado, sobre todo, lo que he visto en tantos de vosotros en estos días y vuestra presencia y actitud esta tarde.

Quiero decíroslo: no me habéis desilusionado, sigo creyendo en los jóvenes, en vosotros. Y creo, no para halagaros, sino porque cuento con vosotros para difundir un sistema nuevo de vida. Ese que nace de Jesús, hijo de Dios y de María, cuyo mensaje os traigo.

2. Hace unos momentos se nos invitaba a reflexionar sobre el texto de las bienaventuranzas. En la base de ellas se halla una pregunta que vosotros os ponéis con inquietud: ¿por qué existe el mal en el mundo?

Las palabras de Cristo hablan de persecución, de llanto, de falta de paz y de injusticia, de mentira y de insultos. E indirectamente hablan del sufrimiento del hombre en su vida temporal.

Pero no se detienen ahí. Indican también un programa para superar el mal con el bien.

Efectivamente, los que lloran, serán consolados; los que; sienten la ausencia de la justicia y tienen hambre y sed de ella, serán saciados; los operadores de paz, serán llamados hijos de Dios; los misericordiosos, alcanzarán misericordia; los perseguidos por causa de la justicia, poseerán el reino de los cielos.

¿Es ésta; solamente una promesa de futuro? Las certezas admirables que Jesús da a sus discípulos ¿se refieren sólo a la vida eterna, a un reino de los cielos situado más allá de la muerte?

Sabemos bien, queridos jóvenes, que ese “reino de los cielos” es el “reino de Dios”, y que “está cerca”. Porque ha sido inaugurado con la muerte y resurrección de Cristo. Sí, está cerca, porque en buena parte depende de nosotros, cristianos y “discípulos” de Jesús.

Somos nosotros, bautizados y confirmados en Cristo, los llamados a acercar ese reino, a hacerlo visible y actual en este mundo, como preparación a su establecimiento definitivo.

Y esto se logra con nuestro empeño personal, con nuestro esfuerzo y conducta concorde con los preceptos del Señor, con nuestra fidelidad a su persona, con nuestra imitación de su ejemplo, con nuestra dignidad moral.

Así, el cristiano vence el mal; y vosotros, jóvenes españoles, vencéis el mal con el bien cada vez que, por amor y a ejemplo de Cristo, os libráis de la esclavitud de quienes miran a tener más y no a ser más.

Cuando sabéis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder; cuando sois limpios de corazón entre quien juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía; cuando construís la paz, en un mundo de violencia y de guerra; cuando lucháis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por la otra; cuando con la misericordia generosa no buscáis la venganza, sino que llegáis a amar al enemigo; cuando en medio del dolor y las dificultades, no perdéis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano. Entonces os convertís en transformadores eficaces y radicales del mundo y en constructores de la nueva civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como mensaje.

3. De esta forma, el hombre —y sobre todo el joven— que se acerca a la lectura de la palabra de Cristo con la pregunta de “por qué existe el mal en el mundo”, cuando acepta la verdad de las bienaventuranzas, termina poniéndose otra pregunta: ¿qué hacer para vencer el mal con el bien?

Más aún: acaba ya con una respuesta a esa pregunta, que es fundamental en la existencia humana.

Y bien podemos decir que quien halla esta respuesta y sabe orientar coherentemente su conducta ha logrado hacer penetrar el Evangelio en su vida. Entonces es verdaderamente cristiano.

Con los criterios sólidos que saca de su convicción cristiana, el joven sabe reaccionar debidamente ante un mundo de apariencias, de injusticia y materialismo que le rodea.

Ante la manipulación de la que puede sentirse objeto mediante la droga, el sexo exasperado, la violencia, el joven cristiano no buscará métodos de acción que le lleven a la espiral del terrorismo; éste le hundiría en el mismo o mayor mal que critica y depreca. No caerá en la inseguridad y la desmoralización, ni se refugiará en vacíos paraísos de evasión o de indiferentismo. Ni la droga, ni el alcohol, ni el sexo, ni un resignado pasivismo acrítico —eso que vosotros llamáis “pasotismo”— son una respuesta frente al mal. La respuesta vuestra ha de venir desde una postura sanamente crítica; desde la lucha contra una masificación en el pensar y en el vivir que a veces se os trata de imponer; que se ofrece en tantas lecturas y medios de comunicación social.

¡Jóvenes! ¡Amigos! Habéis de ser vosotros mismos, sin dejaros manipular; teniendo criterios sólidos de conducta. En una palabra: con modelos de vida en los que se pueda confiar, en los que podáis reflejar toda vuestra generosa capacidad creativa, toda vuestra sed de sinceridad y mejora social, sed de valores permanentes dignos de elecciones sabias. Es el programa de lucha, para superar con el bien el mal. El programa de las bienaventuranzas que Cristo os propone.

4. Unamos ahora la reflexión sobre las bienaventuranzas con las palabras antes escuchadas de San Juan.

El Apóstol indica que quien ama a su hermano está en la luz, y el que le aborrece está en las tinieblas; él escribe a las dos generaciones: a los padres, que han conocido a Aquel que existe desde siempre; y a los hijos, a vosotros los jóvenes, a que sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”.

¿Qué sentido tienen estas palabras? San Juan habla dos veces de victoria sobre el maligno; es decir, de la victoria sobre el instigador del mal en el mundo. Es idéntico tema al encontrado en las bienaventuranzas.

Ahora bien, sabemos que es Jesús quien nos da esa “victoria que vence el mundo” y el mal que hay en él, que lo caracteriza, porque “el mundo todo está bajo el maligno”.

Pero notemos bien las dos condiciones o dimensiones esenciales que el Evangelio pone para esa victoria: la primera es el amor; la segunda, el conocimiento de Dios como Padre.

El amor a Dios y al prójimo es el distintivo del cristiano; es el precepto “antiguo” y “nuevo” que caracteriza la revelación de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento. Es la “fuerza” que vigoriza nuestra capacidad humana de amar, elevándola, por amor a Dios, en el amor al “hermano”. El amor tiene una enorme capacidad transformadora: cambia las tinieblas del odio en luz.

Imaginaos por un momento este magnífico estadio sin luz. No nos veríamos ni oiríamos. ¡Qué triste espectáculo sería! ¡Qué cambio, por el contrario, estando bien iluminado! Con razón puede decirnos San Juan que “el que ama a su hermano está en la luz”, mientras que el que le aborrece “está en las tinieblas”. Con esa transformación interior se vence el mal, el egoísmo, las envidias, la hipocresía y se hace prevalecer el bien.

Lo hace prevalecer nuestro conocimiento de Dios como Padre. Y, por lo tanto, la visión del hombre como objeto del amor divino, como imagen de Dios, con destino eterno, como ser redimido por Cristo, como hijo del mismo Padre del cielo.

Por ello, no como antagonista, no como adversario, sino como “hermano”. ¡Cuántas fuerzas del mal, de desunión, de muerte e insolidaridad se vencerían si esa visión del hombre, no lobo para el hombre, sino hermano, se implantara eficazmente en las relaciones entre personas, grupos sociales, razas, religiones y naciones!

5. Para ello hace falta que, frente a la pregunta existencial del “por qué el mal en el mundo”, descubramos en nosotros el amor como deseo de bien; más aún: como exigencia de bien; como exigencia “antigua” y “nueva”, actual, orientada hacia los coeficientes únicos e irrepetibles de nuestra vida, de nuestro momento histórico, de nuestros compañeros de camino hacia el Padre. Así entraremos en el ámbito de quienes dan una respuesta evangélica al problema del mal y su superación en el bien. Así contribuiremos, desde la fidelidad a nuestra relación con Dios-Padre y al “nuevo mandamiento” de Cristo, que “es verdadero en El y en nosotros”, a que pasen las tinieblas y aparezca la luz.

Ese es el camino para la construcción del reino de Cristo; donde tienen cabida prevalente los pobres, los enfermos, los perseguidos, porque el hombre es visto en su capacidad y tendencia hacia la plenitud de Dios.

Un reino donde impere la verdad, la dignidad del hombre, la responsabilidad, la certeza de ser imagen de Dios. Un reino en el que se realice el proyecto divino sobre el hombre, basado en el amor, la libertad auténtica, el servicio mutuo, la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí. Un reino al que todos sois llamados, para construirlo no sólo aisladamente, sino también asociados en grupos o movimientos que hagan presente el Evangelio y sean luz y fermento para los demás.

6. Mis queridos jóvenes: la lucha contra el mal se plantea en el propio corazón y en la vida social. Cristo, Jesús de Nazaret, nos enseña cómo superarlo en el bien. Nos lo enseña y nos invita a hacerlo con acento de amigo; de amigo que no defrauda, que ofrece una experiencia de amistad de la que tanto necesita la juventud de hoy, tan ansiosa de amistades sinceras y fieles. Haced la experiencia de esta amistad con Jesús. Vividla en la oración con El, en su doctrina, en la enseñanza de la Iglesia que os la propone.

María Santísima, su Madre y nuestra, os introduzca en ese camino. Y os dé valentía el ejemplo de Santa Teresa, esa extraordinaria mujer y santa; de San Francisco Javier, el del gran corazón para el bien, y de tantos otros compatriotas vuestros que consumieron su vida en hacer el bien, a costa de todo, aun de sí mismos.

Jóvenes españoles: el mal es una realidad. Superarlo en el bien es una gran empresa. Brotará de nuevo con la debilidad del hombre pero no hay que asustarse. La gracia de Cristo y sus sacramentos están a nuestra disposición. Mientras marchemos por el sendero transformador de las bienaventuranzas, estamos venciendo el mal; estamos convirtiendo las tinieblas en luz.

Sea éste vuestro camino; con Cristo, nuestra esperanza, nuestra Pascua. Y acompañados siempre por la Madre común, la Virgen María. Así sea.

 

 

MISA PARA LAS FAMILIAS

Madrid, 2 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos y hermanas, esposos y padres:

1. Permitidme que, siguiendo la Palabra de Dios proclamada en la liturgia de hoy, os recuerde el momento en que, mediante el sacramento de la Iglesia, os habéis convertido en esposos ante Dios y ante los hombres. En momento tan importante, la Iglesia sobre todo invitó e invocó solemnemente al Espíritu Santo para que esté con vosotros, conforme a la promesa que los Apóstoles recibieron de Cristo: “El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho”.

El trae consigo el amor y la paz, y por esto dice Cristo: “La paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo, os la doy yo”.

El, el Espíritu Santo, es el Espíritu de fortaleza y por esto mismo dice Cristo: “No se turbe vuestro corazón ni se atemorice”.

Así, pues, al mismo tiempo que por la oración al Espíritu Santo os habéis convertido en cónyuges en virtud del sacramento de la Iglesia —y en este sacramento permaneceréis durante los días, las semanas y los años de vuestra vida—, en este sacramento, en cuanto cónyuges, os convertís en padres y formáis la comunidad fundamental, humana y cristiana, compuesta por padres e hijos, comunidad de vida y de amor. Hoy me dirijo ante todo a vosotros, quiero orar con vosotros y también bendeciros, renovando la gracia en la que participáis mediante el sacramento del matrimonio.

2. Antes de dejar visiblemente este mundo, Cristo nos prometió y nos hizo don de su Espíritu, para que no olvidásemos sus palabras. Hemos sido confiados al Espíritu, para que las palabras del Señor acerca del matrimonio quedasen para siempre en el corazón de todo hombre y de toda mujer unidos en matrimonio.

Hoy más que nunca es necesaria esta presencia del Espíritu: una presencia que siga corroborando entre vosotros el tradicional sentido de familia y que os haga experimentar dichosamente, en lo más profundo de vuestro ser, un impulso constante a orientar el matrimonio y la misma vida de familia según las palabras y el don de Cristo.

Hoy más que nunca se hace también necesario este impulso interior del Espíritu. Para que con él, vosotros, los esposos cristianos, aun viviendo en ambientes donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la justa consideración o puedan no hallar el debido eco en la vida social o en los medios de comunicación más accesibles al hogar, seáis capaces de realizar el proyecto cristiano de la vida familiar. Resistiendo y superando con el dinamismo de vuestra fe cualquier presión contraria que pueda presentarse. Sabiendo discernir entre el bien y el mal: no faltando a la obediencia debida a los preceptos del Señor, continuamente recordados por el Espíritu a través del Magisterio de la Iglesia.

Hablando del matrimonio, Jesús nuestro Señor hizo referencia “al principio”, es decir, al proyecto original de Dios, a la verdad del matrimonio.

Según este proyecto, el matrimonio es una comunión de amor indisoluble. “Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad”. Por ello cualquier ataque a la indisolubilidad conyugal, a la par que es contrario al proyecto original de Dios, va también contra la dignidad y la verdad del amor conyugal. Se comprende, pues, que el Señor, proclamando una norma válida para todos, enseñe que no le es lícito al hombre separar lo que Dios ha unido.

Confiados como estáis al Espíritu, que os recuerda continuamente todo lo que Cristo nos dejó dicho, vosotros, esposos cristianos, estáis llamados a dar testimonio de estas palabras del Señor: “No separe el hombre lo que Dios ha unido”.

Estáis llamados a vivir ante los demás la plenitud interior de vuestra unión fiel y perseverante, aun en presencia de normas legales que puedan ir en otra dirección. Así contribuiréis al bien de la institución familiar; y daréis prueba —contra lo que alguno pueda pensar— de que el hombre y la mujer tienen la capacidad de donarse para siempre; sin que el verdadero concepto de libertad impida una donación voluntaria y perenne. Por esto mismo os repito lo que ya dije en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”: “Testimoniar el valor inestimable de la indisolubilidad y de la fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo”.

Además, según el plan de Dios, el matrimonio es una comunidad de amor indisoluble ordenado a la vida como continuación y complemento de los mismos cónyuges. Existe una relación inquebrantable entre el amor conyugal y la transmisión de la vida, en virtud de la cual, como enseñó Pablo VI, “todo acto conyugal debe permanecer abierto a la transmisión de la vida”. Por el contrario, —como escribí en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”— “al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal”.

Pero hay otro aspecto, aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad.

¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas? ¡Queridos esposos! Cristo os ha confiado a su Espíritu para que no olvidéis sus palabras. En este sentido sus palabras son muy serias: “¡Ay de aquel que escandaliza a uno de estos pequeñuelos! ... sus ángeles en el cielo contemplan siempre el rostro del Padre”. El quiso ser reconocido, por primera vez, por un niño que vivía aún en el vientre de su madre, un niño que se alegró y saltó de gozo ante su presencia.

3. Pero vuestro servicio a la vida no se limita a su transmisión física. Vosotros sois los primeros educadores de vuestros hijos. Como enseñó el Concilio Vaticano II, “los padres, puesto que han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse”.

Tratándose de un deber fundado sobre la vocación primordial de los cónyuges a cooperar con la obra creadora de Dios, le compete el correspondiente derecho de educar a los propios hijos.

Dado su origen, es un deber-derecho primario en comparación con la incumbencia educativa de otros; insustituible e inalienable, esto es, que no puede delegarse totalmente en otros ni otros pueden usurparlo.

No hay lugar a dudas de que, en el ámbito de la educación, a la autoridad pública le competen derechos y deberes, en cuanto debe servir al bien común. Ella, sin embargo, no puede sustituirse a los padres, ya que su cometido es el de ayudarles, para que puedan cumplir su deber-derecho de educar a los propios hijos de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas.

La autoridad pública tiene en este campo un papel subsidiario y no abdica sus derechos cuando se considera al servicio de los padres; al contrario, ésta es precisamente su grandeza: defender y promover el libre ejercicio de los derechos educativos. Por esto vuestra Constitución establece que “los poderes públicos garantizan el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que está en conformidad con sus propias convicciones”.

Concretamente, el derecho de los padres a la educación religiosa de sus hijos debe ser particularmente garantizado. En efecto, por una parte, la educación religiosa es el cumplimiento y el fundamento de toda educación que tiene por objeto —como dice también vuestra Constitución— “el pleno des arrollo de la personalidad humana”. Por otra parte, el derecho a la libertad religiosa quedaría desvirtuado en gran medida, si los padres no tuviesen la garantía de que sus hijos, sea cual fuere la escuela que frecuentan, incluso la escuela pública, reciben la enseñanza y la educación religiosa.

4. Queridos hermanos y hermanas, queridos esposos y padres: He recordado algunos puntos esenciales del proyecto de Dios sobre el matrimonio, con el fin de facilitaros el que escuchéis en vuestro corazón las palabras dirigidas a vosotros por Cristo y que el Espíritu os recuerda continuamente.

“La ley de Dios es perfecta, corrobora los ánimos . . . hace sabio al sencillo. Los preceptos del Señor son justos”. La ley del Señor que debe gobernar vuestra vida conyugal y familiar, es el único camino de la vida y de la paz. Es la escuela de la verdadera sabiduría: “El que la observa obtendrá grandes frutos”. No obstante, no basta reconocer como justa la ley sobre la que se constituye el matrimonio y la familia. ¿Quién no ve descrita la propia experiencia cristiana cuando oye decir a San Pablo: “Me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente”?

Es necesaria una constante conversión del corazón, una constante apertura del espíritu humano, para que toda la vida se identifique con el bien custodiado por la autoridad de la ley. Por esto, en la liturgia de hoy, hemos escuchado de labios del Profeta Ezequiel estas palabras: “Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos”.

El Espíritu escribe en vuestros corazones la ley de Dios sobre el matrimonio. No está escrita solamente fuera: en la Sagrada Escritura, en los documentos de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Está escrita también dentro de vosotros. Es ésta la Nueva y Eterna Alianza, de la que habla el Profeta, que sustituye a la Antigua y devuelve a su primitivo esplendor a la Alianza original con la Sabiduría creadora, inscrita en la humanidad de todo hombre y de toda mujer. Es la Alianza en el Espíritu, de la que dice Santo Tomás que la Ley Nueva es la misma gracia del Espíritu Santo.

La vida de los cónyuges, la vocación de los padres exige una perseverante y permanente cooperación con la gracia del Espíritu que os ha sido donada mediante el sacramento del matrimonio; para que esta gracia pueda fructificar en el corazón y en las obras; para que puedan dar frutos sin cesar y no marchitarse a causa de nuestra pusilanimidad, infidelidad o indiferencia.

En la Iglesia de España son numerosos los Movimientos de espiritualidad familiar. Su cometido es precisamente el de ayudar a sus miembros a ser fieles a la gracia del sacramento del matrimonio; para realizar su comunidad conyugal y familiar según el proyecto de Dios, custodiado por su ley, escrita por el Espíritu en los corazones de los esposos. Esta propia finalidad ha de conjugarse en todo momento con la tarea más amplia de colaborar a hacer real y operante la comunión eclesial; en este sentido se hace necesario que toda actividad de apostolado sepa asimilar y poner en práctica los criterios pastorales emanados de la Iglesia, y a los que todo agente de la pastoral debe ser fiel.

5. Cuando los esposos caminan en la verdad del proyecto de Dios sobre su matrimonio, se obtiene la unidad de espíritus, de comunión en la caridad, de que habla San Pablo a los cristianos de Filipo.

Hago ahora mías las palabras del Apóstol: “No hagáis nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino que cada uno de vosotros, con toda humildad, considere a los demás superiores a sí mismo. Que no busque cada uno solamente su interés, sino también el de los demás”.

Sí, el marido no busque únicamente sus intereses, sino también los de su mujer, y ésta los de su marido; los padres busquen los intereses de sus hijos, y éstos a su vez busquen los intereses de sus padres. La familia es la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es y no por lo que tiene. La norma fundamental de la comunidad conyugal no es la de la propia utilidad y del propio placer. El otro no es querido por la utilidad o placer que puede procurar: es querido en sí mismo y por sí mismo. La norma fundamental es pues la norma personalística; toda persona (la persona del marido, de la mujer, de los hijos, de los padres) es afirmada en su dignidad en cuanto tal, es querida por sí misma.

El respeto de esta norma fundamental explica, como enseña el mismo Apóstol, que no se haga nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino con humildad, por amor. Y este amor, que se abre a los demás, hace que los miembros de la familia sean auténticos servidores de la Iglesia “doméstica”, donde todos desean el bien y la felicidad a cada uno; donde todos y cada uno dan vida a ese amor con la premurosa búsqueda de tal bien y tal felicidad.

6. Comprendéis por qué la Iglesia ve ante sí, como un campo a cultivar con todo el empeño posible, la institución del matrimonio y de la familia. ¡Cuán grande es la verdad de la vocación y de la vida matrimonial y familiar, según las palabras de Cristo y según el modelo de la Sagrada Familia! Que sepamos ser fieles a esta palabra y a este modelo. Se expresa contemporáneamente el verdadero amor a Cristo, el amor de que El nos habla en el Evangelio de hoy: “Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada . . . la palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado”.

Este amor a Dios desde la familia debe ir más allá de la muerte. Hoy, día de los Difuntos, recordamos a los miembros de nuestras familias que nos han dejado: padres, esposos, hijos, hermanos ... Que ellos alienten hacia el Padre a los huérfanos, a las viudas y a cuantos lloran la ausencia de seres queridos de su familia.

Queridos hermanos y hermanas, maridos y mujeres, padres y madres, familias de la noble España, de la nación y de la Iglesia. Conservad en vuestra vida las enseñanzas del Padre que os ha proclamado el Hijo; las enseñanzas que el Hijo ha confirmado con su cruz y con su resurrección.

Conservad estas enseñanzas sagradas con la fuerza del Espíritu Santo que os ha sido dado en el sacramento del matrimonio.

El Padre que ha venido a vosotros en el Espíritu, habite en vuestras familias mediante este sacramento, junto con Cristo su Eterno Hijo. Mediante estas familias españolas, siga desarrollándose la gran causa divina de la salvación del hombre sobre la tierra. Amén.

 

 

 

MISA PARA LOS DIFUNTOS EN EL CEMENTERIO DE LA "ALMUDENA"

Madrid, 2 de noviembre de 1982

 

Nos disponemos a celebrar la Eucaristía en este lugar sagrado, en el que están sepultados los restos mortales de vuestros difuntos, queridos hermanos y hermanas de Madrid. Aquí reposan personas que han tenido un significado determinante en vuestra existencia. Muchos de vosotros tenéis quizás aquí parientes muy cercanos, acaso los mismos padres de los que habéis recibido la vida. Ellos vuelven en este momento a la memoria de cada uno, emergiendo del pasado, como con el deseo de reanudar un diálogo que la muerte interrumpió bruscamente. Así, en este cementerio de la “Almudena” —como sucede hoy, día de los Difuntos, en los otros cementerios cristianos de cualquier parte del mundo— se forma una admirable asamblea, en la que los vivos encuentran a sus difuntos, y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido romper.

Comunión real, no ilusoria. Garantizada por Cristo, el cual ha querido vivir en su carne la experiencia de nuestra muerte, para triunfar sobre ella, incluso con ventaja para nosotros, con el acontecimiento prodigioso de la resurrección. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado”. El anuncio de los Ángeles, proclamado en aquella mañana de Pascua junto al sepulcro vacío, ha llegado a través de los siglos hasta nosotros. Ese anuncio nos propone, también en esta asamblea litúrgica, el motivo esencial de nuestra esperanza. En efecto, “si hemos muerto con Cristo —nos recuerda San Pablo, aludiendo a lo que ha tenido lugar en el bautismo— creemos que también viviremos con El”.

Corroborados en esta certeza, elevamos al cielo —aun entre las tumbas de un cementerio— el canto gozoso del Aleluya, que es el canto de la victoria. Nuestros difuntos “viven con Cristo”, después de haber sido sepultados con El en la muerte. Para ellos el tiempo de la prueba ha terminado, dejando el puesto al tiempo de la recompensa. Por esto —a pesar de la sombra de tristeza provocada por la nostalgia de su presencia visible— nos alegramos al saber que han llegado ya a la serenidad de la “patria”.

Sin embargo, como también ellos han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber —que es a la vez una necesidad del corazón— de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado. Con esta intención vamos a celebrar ahora la Eucaristía por todos los difuntos que reposan en este cementerio, incluyendo también en nuestro sufragio a los difuntos de los cementerios de Madrid y de España entera, así como los de todas las naciones del mundo.

 

MISA EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SANTA TERESA DE JESÚS

Solemnidad de Todos los Santos Ávila, 1 de noviembre de 1982

 

Venerables hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

1. “Oré y me fue dada la prudencia. Invoqué al Señor y vino sobre mí el espíritu de la sabiduría . . .

La amé más que la salud y la hermosura . . . Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable. Yo me gocé en todos estos bienes, porque es la sabiduría quien los trae”.

        He venido hoy a Ávila para adorar la Sabiduría de Dios. Al final de este IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, que fue hija singularmente amada de la Sabiduría divina. Quiero adorar la Sabiduría de Dios, junto con el Pastor de esta diócesis, con todos los obispos de España, con las autoridades abulenses y de Alba de Tormes presididas por Sus Majestades y miembros del Gobierno, con tantos hijos e hijas de la Santa y con todo el Pueblo de Dios aquí congregado, en esta festividad de Todos los Santos.

    Teresa de Jesús es arroyo que lleva a la fuente, es resplandor que conduce a la luz. Y su luz es Cristo, el “Maestro de la Sabiduría”, el “Libro vivo” en que aprendió las verdades; es esa “luz del cielo”, el Espíritu de la Sabiduría, que ella invocaba para que hablase en su nombre y guiase su pluma. Vamos a unir nuestra voz a su canto eterno de las misericordias divinas, para dar gracias a ese Dios que es “la misma Sabiduría”.

2. Y me alegra poder hacerlo en esta Ávila de Santa Teresa que la vio nacer y que conserva los recuerdos más entrañables de esta virgen de Castilla. Una ciudad célebre por sus murallas y torres, por sus iglesias y monasterios. Que con su complejo arquitectónico evoca plásticamente ese castillo interior y luminoso que es el alma del justo, en cuyo centro Dios tiene su morada. Una imagen de la ciudad de Dios con sus puertas y murallas, alumbrada por la luz del Cordero.

        Todo en esta ciudad conserva el recuerdo de su hija predilecta. “La Santa”, lugar de su nacimiento y casa solariega; la parroquia donde fue bautizada; la catedral, con la imagen de la Virgen de la Caridad que aceptó su temprana consagración; la Encarnación, que acogió su vocación religiosa y donde llegó al culmen de su experiencia mística; San José, primer palomarcito teresiano, de donde salió Teresa, como “andariega de Dios”, a fundar por toda España.

        Aquí también yo deseo estrechar todavía más mis vínculos de devoción hacia los Santos del Carmelo nacidos en estas tierras, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. En ellos no sólo admiro y venero a los maestros espirituales de mi vida interior, sino también a dos faros luminosos de la Iglesia en España, que han alumbrado con su doctrina espiritual los senderos de mi patria, Polonia, desde que al principio del siglo XVII llegaron a Cracovia los primeros hijos del Carmelo teresiano.

        La circunstancia providencial de la clausura del IV centenario de la muerte de Santa Teresa me ha permitido realizar este viaje que deseaba desde hace tanto tiempo.

3. Quiero repetir en esta ocasión las palabras que escribí al principio de este año centenario: “Santa Teresa de Jesús está viva, su voz resuena todavía hoy en la Iglesia”. Las celebraciones del año jubilar, aquí en España y en el mundo entero, han ratificado mis previsiones.

        Teresa de Jesús, primera Doctora de la Iglesia universal, se ha hecho palabra viva acerca de Dios, ha invitado a la amistad con Cristo, ha abierto nuevas sendas de fidelidad y servicio a la Santa Madre Iglesia. Sé que ha llegado al corazón de los obispos y sacerdotes, para renovar en ellos deseos de sabiduría y de santidad, para ser “luz de su Iglesia”. Ha exhortado a los religiosos y religiosas a “seguir los consejos evangélicos con toda la perfección” para ser “siervos del amor”.

        Ha iluminado la experiencia de los seglares cristianos con su doctrina acerca de la oración y de la caridad, camino universal de santidad; porque la oración, como la vida cristiana, no consiste “en pensar mucho, sino en amar mucho” y “todos son hábiles de su natural para amar”.

        Su voz ha resonado más allá de la Iglesia católica, suscitando simpatías a nivel ecuménico, y trazando puentes de diálogo con los tesoros de espiritualidad de otras culturas religiosas. Me alegra sobre todo saber que la palabra de Santa Teresa ha sido acogida con entusiasmo por los jóvenes. Ellos se han apoderado de esa sugestiva consigna teresiana que yo quiero ofrecer como mensaje a la juventud de España: “En este tiempo son menester amigos fuertes de Dios”.

        Por todo ello quiero expresar mi gratitud al Episcopado Español, que ha promovido este acontecimiento eclesial de renovación. Agradezco también el esfuerzo de la junta nacional del centenario y el de las delegaciones diocesanas. A todos los que han colaborado en la realización de los objetivos del centenario, la gratitud del Papa, que es el agradecimiento en nombre de la Iglesia.

4. Las palabras del Salmo responsorial traen a la memoria la gran empresa fundacional de Santa Teresa: “Bienaventurados los que moran en tu casa y continuamente te alaban . . . Porque más que mil vale un día en tus atrios . . . Y da Yahvé la gracia y la gloria y no niega los bienes . . . Bienaventurado el hombre que en ti confía”.

        Aquí en Ávila se cumplió, con la fundación del monasterio de San José, al que siguieron las otras 16 fundaciones suyas, un designio de Dios para la vida de la Iglesia. Teresa de Jesús fue el instrumento providencial, la depositaria de un nuevo carisma de vida contemplativa que tantos frutos tenia que dar.

        Cada monasterio de carmelitas descalzas tiene que ser “rinconcito de Dios”, “morada” de su gloria y “paraíso de su deleite”. Ha de ser un oasis de vida contemplativa, “un palomarcito de la Virgen Nuestra Señora”. Donde se viva en plenitud el misterio de la Iglesia que es Esposa de Cristo; con ese tono de austeridad y de alegría característico de la herencia teresiana. Y donde el servicio apostólico en favor del Cuerpo místico, según los deseos y consignas de la Madre Fundadora, pueda siempre expresarse en una experiencia de inmolación y de unidad: “Todas juntas se ofrecen en sacrificio por Dios”. En fidelidad a las exigencias de la vida contemplativa que he recordado recientemente en mi Carta a las carmelitas descalzas, serán siempre el honor de la Esposa de Cristo; en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares donde están presentes como santuarios de oración.

        Y lo mismo vale para los hijos de Santa Teresa, los carmelitas descalzos, herederos de su espíritu contemplativo y apostólico, depositarios de las ansias misioneras de la Madre Fundadora. Que las celebraciones del centenario infundan también en vosotros propósitos de fidelidad en el camino de la oración y de fecundo apostolado en la Iglesia. Para mantener siempre vivo el mensaje de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz.

5. Las palabras de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura de esta Eucaristía, nos llevan hasta ese profundo hontanar de la oración cristiana, de donde brota la experiencia de Dios y el mensaje eclesial de Santa Teresa. Hemos recibido “el espíritu de adopción, por el que clamamos ¡Abbá! (Padre) . . . Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados”.

        La doctrina de Teresa de Jesús está en perfecta sintonía con esa teología de la oración que presenta San Pablo, el Apóstol con el que ella se identificaba tan profundamente. Siguiendo al Maestro de la oración, en plena consonancia con los Padres de la Iglesia, ha querido enseñar los secretos de la plegaria comentando la oración del Padre nuestro.

        En la primera palabra, ¡Padre!, la Santa descubre la plenitud que nos confía Jesucristo, maestro y modelo de la oración. En la oración filial del cristiano se encuentra la posibilidad de entablar un diálogo con la Trinidad que mora en el alma de quien vive en gracia, como tantas veces experimentó la Santa: “Entre tal hijo y tal Padre - escribe -, forzado ha de estar el Espíritu Santo que enamore vuestra voluntad y os la ate tan grandísimo amor . . .”. Esta es la dignidad filial de los cristianos: poder invocar a Dios como Padre, dejarse guiar por el Espíritu, para ser en plenitud hijos de Dios.

6. Por medio de la oración Teresa ha buscado y encontrado a Cristo. Lo ha buscado en las palabras del Evangelio que va desde su juventud “hacían fuerza en su corazón”; lo ha encontrado “trayéndolo presente dentro de sí”; ha aprendido a mirarlo con amor en las imágenes del Señor de las que era tan devota; con esta Biblia de los pobres —las imágenes— y esta Biblia del corazón —la meditación de la palabra— ha podido revivir interiormente las escenas del Evangelio y acercarse al Señor con inmensa confianza.

        ¡Cuántas veces ha meditado Santa Teresa aquellas escenas del Evangelio que narran las palabras de Jesús a algunas mujeres! ¡Qué gozosa libertad interior le ha procurado, en tiempos de acentuado antifeminismo, esta actitud condescendiente del Maestro con la Magdalena, con Marta y María de Betania, con la Cananea y la Samaritana, esas figuras femeninas que tantas veces recuerda la Santa en sus escritos! No cabe duda que Teresa ha podido defender la dignidad de la mujer y sus posibilidades de un servicio apropiado en la Iglesia desde esta perspectiva evangélica: “No aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andabais por el mundo, las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad...”.

        La escena de Jesús con la Samaritana junto al pozo de Sicar que hemos recordado en el Evangelio, es significativa. El Señor promete a la Samaritana el agua viva: “Quien bebe de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere, no tendrá jamás sed, que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”.

        Entre las mujeres santas de la historia de la Iglesia, Teresa de Jesús es sin duda la que ha respondido a Cristo con el mayor fervor del corazón: ¡Dame de esta agua! Ella misma nos lo confirma cuando recuerda sus primeros encuentros con el Cristo del Evangelio: “¡Oh, qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!, y así soy muy aficionada a aquel Evangelio”. Teresa de Jesús, como una nueva Samaritana, invita ahora a todos a acercarse a Cristo, que es manantial de aguas vivas.

        Cristo Jesús, el Redentor del hombre, fue el modelo de Teresa. En El encontró la Santa la majestad de su divinidad y la condescendencia de su humanidad: “Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos, traerle humano”; “veía que aunque era Dios, que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres”. ¡Qué horizontes de familiaridad con Dios nos descubre Teresa en la humanidad de Cristo! ¡Con qué precisión afirma la fe de la Iglesia en Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre! ¡Cómo lo experimenta cercano, “compañero nuestro en el Santísimo Sacramento”!

        Desde el misterio de la Humanidad sacratísima que es puerta, camino y luz, ha llegado hasta el misterio de la Santísima Trinidad, fuente y meta de la vida del hombre, “espejo adonde nuestra imagen está esculpida”. Y desde la altura del misterio de Dios ha comprendido el valor del hombre, su dignidad, su vocación de infinito.

7. Acercarse al misterio de Dios, a Jesús, “traer a Jesucristo presente” constituye toda su oración.

        Esta consiste en un encuentro personal con aquel que es el único camino para conducirnos al Padre. Teresa reaccionó contra los libros que proponían la contemplación como un vago engolfarse en la divinidad o como un “no pensar nada” viendo en ello un peligro de replegarse sobre uno mismo, de apartarse de Jesús del cual nos “vienen todos los bienes”. De aquí su grito: “Apartarse de Cristo . . . no lo puedo sufrir”. Este grito vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el camino, la verdad y la vida.
        Bien es verdad que el Cristo de la oración teresiana va más allá de toda imaginación corpórea y de toda representación figurativa; es Cristo resucitado, vivo y presente, que sobrepasa los límites de espacio y lugar, siendo a la vez Dios y hombre. Pero a la vez es Jesucristo, Hijo de la Virgen que nos acompaña y nos ayuda.

        Cristo cruza el camino de la oración teresiana de extremo a extremo, desde los primeros pasos hasta la cima de la comunión perfecta con Dios. Cristo es la puerta por la que el alma accede al estado místico. Cristo la introduce en el misterio trinitario. Su presencia en el desenvolvimiento de este “trato amistoso” que es la oración es obligado y necesario: El lo actúa y genera. Y El es también objeto del mismo. Es el “libro vivo”, Palabra del Padre. El hombre aprende a quedarse en profundo silencio, cuando Cristo le enseña interiormente “sin ruido de palabras”; se vacía dentro de sí “mirando al Crucificado”. La contemplación teresiana no es búsqueda de escondidas virtualidades subjetivas por medio de técnicas depuradas de purificación interior, sino abrirse en humildad a Cristo y a su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

8. En mi ministerio pastoral he afirmado con insistencia los valores religiosos del hombre, con quien Cristo mismo se ha identificado; ese hombre que es el camino de la Iglesia, y por lo tanto determina su solicitud y su amor, para que todo hombre alcance la plenitud de su vocación.

Santa Teresa de Jesús tiene una enseñanza muy explícita sobre el inmenso valor del hombre: “¡Oh Jesús mío! —exclama en una hermosa oración—, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el mejor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y entonces sois poseído más enteramente... Quien no amare al prójimo, no os ama, Señor mío; pues con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos de Adán”. Amor de Dios y amor del prójimo, unidos indisolublemente; son la raíz sobrenatural de la caridad, que es el amor de Dios, y con la manifestación concreta del amor del prójimo, esa “más cierta señal” de que amamos a Dios.

9. El eje de la vida de Teresa como proyección de su amor por Cristo y su deseo de la salvación de los hombres fue la Iglesia. Teresa de Jesús “sintió la Iglesia”, vivió “la pasión por la Iglesia” como miembro del Cuerpo místico.

Los tristes acontecimientos de la Iglesia de su tiempo, fueron como heridas progresivas que suscitaron oleadas de fidelidad y de servicio. Sintió profundamente la división de los cristianos como un desgarro de su propio corazón. Respondió eficazmente con un movimiento de renovación para mantener resplandeciente el rostro de la Iglesia santa. Se fueron ensanchando los horizontes de su amor y de su oración a medida que tomaba conciencia de la expansión misionera de la Iglesia católica; con la mirada y el corazón fijos en Roma, el centro de la catolicidad, con un afecto filial hacia “el Padre Santo”, como ella llama al Papa, que le llevó incluso a mantener una correspondencia epistolar con mi predecesor el Papa Pío V. Nos emociona leer esa confesión de fe con la que rubrica el libro de las Moradas: “En todo me sujeto a lo que tiene la Santa Iglesia Católica Romana, que en esto vivo y protesto y prometo vivir y morir”.

En Ávila se encendió aquella hoguera de amor eclesial que iluminaba y enfervorizaba a teólogos y misioneros. Aquí empezó aquel servicio original de Teresa en la Iglesia de su tiempo; en un momento tenso de reformas y contrarreformas optó por el camino radical del seguimiento de Cristo, por la edificación de la Iglesia con piedras vivas de santidad; levantó la bandera de los ideales cristianos para animar a los capitanes de la Iglesia. Y en Alba de Tormes, al final de una intensa jornada de caminos fundacionales, Teresa de Jesús, la cristiana verdadera y la esposa que deseaba ver pronto al Esposo, exclama: “Gracias... Dios mío..., porque me hiciste hija de tu Santa Iglesia católica”. O como recuerda otro testigo: “Bendito sea Dios..., que soy hija de la Iglesia”.

¡Soy hija de la Iglesia! He aquí el título de honor y de compromiso que la Santa nos ha legado para amar a la Iglesia, para servirla con generosidad.

10. Queridos hermanos y hermanas: Hemos recordado la figura luminosa y siempre actual de Teresa de Jesús, la hija singularmente amada de la divina Sabiduría, la andariega de Dios, la Reformadora del Carmelo, gloria de España y luz de la Santa Iglesia, honor de las mujeres cristianas, presencia distinguida en la cultura universal.

Ella quiere seguir caminando con la Iglesia hasta el final de los tiempos. Ella que en el lecho de muerte decía: “Es hora de caminar”. Su figura animosa de mujer en camino, nos sugiere la imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, que camina en el tiempo ya en el alba del tercer milenio de su historia.

Teresa de Jesús que supo de las dificultades de los caminos, nos invita a caminar llevando a Dios en el corazón. Para orientar nuestra ruta y fortalecer nuestra esperanza nos lanza esa consigna, que fue el secreto de su vida y de su misión: “Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien”, para abrirle de par en par las puertas del corazón de todos los hombres. Y así el Cristo luminoso de Teresa de Jesús será, en su Iglesia, “Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia”.

¡Los ojos en Cristo! Para que en el camino de la Iglesia, como en los caminos de Teresa que partieron de esta ciudad de Ávila, Cristo sea “camino, verdad y vida”. Así sea.

 

 

VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA

MISA PARA LA NACIÓN ARGENTINA

Buenos Aires, 12 de junio de 1982

 

 Queridos hermanos y hermanas,

1. En este lindo lugar del monumento a los españoles, en Buenos Aires, nos encontramos reunidos para tributar un homenaje de fe y veneración a Cristo en la Eucaristía; al amor que une, reconcilia y eleva la dignidad del hombre.

Es un lugar que no sólo está ligado al recuerdo del primer centenario de vuestra independencia o que constituye un centro importante en la vida cotidiana de los habitantes, adultos y chicos, de la ciudad capital de la nación.

Por encima de todo ello, esta plaza está unida a la memoria del XXXII Congreso Eucarístico Internacional del año 1934. Un acontecimiento que tanto significó para el resurgimiento de la vida católica en Argentina. Y que vio la presencia, como Legado a Latere, del entonces cardenal Eugenio Pacelli, luego Pío XII.

La gran cruz que tanto se recuerda, y que cubría con sus brazos este monumento, era un símbolo elocuente de la cruz de Cristo que se ha elevado sobre vuestra historia, en los momentos alegres y difíciles, como señal de redención y esperanza.

En este lugar nos disponemos a celebrar hoy la conmemoración del misterio del amor del Cuerpo y Sangre del Señor.

2. Pange lingua gloriosi
Corporis mysterium,
Sanguinisque pretiosi . . .

Ayer, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina, hemos meditado, siguiendo la palabra de la liturgia, sobre el misterio de la elevación del hombre en la cruz de Cristo.

Desde lo alto de la cruz llegan a cada uno de nosotros las palabras: “Mujer, he ahí a tu hijo” - “He ahí a tu Madre”; y hemos escuchado estas palabras en los corazones, como preparación a la solemnidad de hoy:
La solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

Una vez más miramos a la cruz: al cuerpo de Cristo que sufre con las contracciones de la muerte; y trasladamos nuestra mirada a la Madre: a esta Madre, que los hijos e hijas de la tierra argentina veneran en el santuario de Luján.

Ave verum Corpus natum
de Maria Virgine,
vere passum immolatum
in Cruce pro homine . . .

Hoy veneramos precisamente este Cuerpo: Cuerpo Divino del Hijo del hombre, del Hijo de María.

El Santísimo Sacramento de la Nueva Alianza. El mayor tesoro de la Iglesia. El tesoro de la fe de todo el Pueblo de Dios.

3. La solemnidad de este día nos invita a volver al cenáculo del Jueves Santo “¿Dónde está el lugar, en que pueda comer la Pascua con mis discípulos?”. Así preguntaron los discípulos de Jesús de Nazaret a un hombre que encontraron por el camino. Lo hicieron siguiendo las instrucciones del Maestro. Y también según las instrucciones “prepararon la Pascua”. Mientras comían, Jesús “tomó el pan y bendiciéndolo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, esto es mi cuerpo . . .”.

En aquel momento, al obrar según su orden, ¿aparecerían quizás en su memoria las palabras que Jesús pronunció un día cerca de Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre”?

Aquel día santo, en el Cenáculo, ¿se dieron quizá cuenta de que había llegado el tiempo del cumplimiento de aquella promesa hecha junto a Cafarnaúm, promesa que a tantos parecía muy difícil de aceptar?

Cristo dice: “Tomad, éste es mi cuerpo . . .”, dándoles a comer el Pan. Este Pan se convierte en su Cuerpo, Cuerpo que al día siguiente será entregado en el sacrificio de la cruz. Cuerpo martirizado que destilará Sangre.

Cristo en el cenáculo toma el cáliz, y después de haber dado gracias se lo da a beber diciendo: “Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos”.

Bajo la especie del vino los discípulos reciben la Sangre del Señor, y al mismo tiempo participan de la nueva y Eterna Alianza, que es estipulada con la Sangre del Cordero de Dios.

La fiesta del “Corpus Christi” - solemnidad de la Eucaristía - es, al mismo tiempo, la fiesta de la Nueva y Eterna Alianza, que Dios ha sellado con la humanidad en la Sangre de su Hijo.

4. Esta Alianza - Nueva y Eterna - fue anunciada e iniciada en la Alianza Antigua, de la que habla la lectura de hoy, tomada del libro del Éxodo.

Tal Alianza fue establecida mediante la sangre de los animales sacrificados con la que Moisés roció a los hijos de Israel. El pueblo, rociado con esa sangre, prometió fidelidad a la palabra del Señor, contenida en el libro de la Alianza: “Todo cuanto dice el Señor lo cumpliremos y obedeceremos”.

La Nueva y Eterna Alianza, cuyo Sacramento ha sido instituido en el cenáculo pascual, no se funda sobre la palabra escrita en el Libro.

El Verbo se hizo Carne. La Nueva Alianza se cumple por medio del Divino Cuerpo del Hijo del hombre. Se cumple por medio de la Sangre derramada en la cruz y durante la pasión. La Nueva Alianza se convierte en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. El Cuerpo entregado a la pasión y a la muerte, y la Sangre derramada, son el sacrificio expiatorio. En este sacrificio del Hijo Predilecto ha sido sellada la Alianza definitiva con Dios: Alianza nueva y eterna.

Hoy celebramos, de manera particular, los signos de esta Alianza: el Cuerpo y la Sangre del Señor.

5. Aquella Alianza realizada una sola vez en la cruz, instituida una sola vez como Sacramento en el cenáculo, permanece incólume.

Jesucristo - como proclama el autor de la Carta a los Hebreos - entró de una vez para siempre en el santuario . . . después de habernos conseguido una redención eterna.

Se puede decir también que Jesucristo entra incesantemente en este santuario en el que se decide el destino eterno del hombre en Dios, en el cual se completa su elevación definitiva a la dignidad de hijo adoptivo. En esto consiste realmente la “redención eterna”.

Mucho más que cualquier otro sacrificio; exclama a continuación el autor de la Carta a los Hebreos: “¡Cuanto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!”.

El Cuerpo Divino lleva consigo la Nueva Alianza en la sangre de Cristo. Esta Sangre, brotando del Cuerpo crucificado en el Gólgota, lleva la muerte y al mismo tiempo da la Vida. ¡La muerte da la Vida! Esta vida tiene su origen, no en el cuerpo que muere, sino en el Espíritu inmortal: en el Espíritu Eterno.

El, que es Dios, de la misma sustancia del Padre y del Hijo, “da la vida” (como profesamos en el Credo desde la época del Concilio de Constantinopla). Con su influjo vivificador se hacen vivas las obras de las conciencias humanas: vivas ante el Dios viviente. De este modo, la sangre del Cordero de Dios derramada una vez en el Gólgota, se convierte en el Santuario eterno de los destinos divinos del hombre; la fuente de la Vida.

Por ello, El: Cristo (Cristo: su Cuerpo y Sangre divinos) es el Mediador de la Nueva Alianza, para que por la muerte (sufrida en el Gólgota) “reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna”.

6. He aquí el misterio del Cuerpo de Dios y de su Santísima Sangre. El misterio sobre el que he tenido la gracia de meditar junto a vosotros, queridos hijos e hijas de la nación argentina.

Ayer, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, hemos meditado, siguiendo la palabra de la liturgia, sobre la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo: la elevación y la dignidad del hijo de la adopción divina.

Hoy, a través de la liturgia del Corpus Christi, encontramos el mismo misterio en el centro de la Nueva y Eterna Alianza. Este misterio es una realidad que permanece siempre y está siempre entre Dios Infinito y cada hombre, sin excepción alguna. Todos somos abrazados por El.

Y todos somos llamados e invitados a recibir el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre en el que está escrita toda la verdad y la realidad de la Nueva y Eterna Alianza.

La elevación del hombre en la cruz de Cristo está ratificada por la comida y bebida, que dan la medida de esta elevación. La Eucaristía nos habla cada vez que se realiza esta elevación en el signo sacramental de la Alianza con el hombre, cuyo precio ha pagado Jesucristo con su propio Cuerpo y Sangre.

Y en la pasión y en la muerte ha puesto el principio de la resurrección y de la vida.

7. ¡Queridos hijos e hijas de la tierra argentina! Medito con vosotros - como peregrino - estas verdades perennes de nuestra fe. Qué hermoso es que nuestro breve encuentro en esta ocasión tenga lugar en el marco de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

He deseado mucho tener este encuentro - independientemente de una normal visita pastoral a la Iglesia en Argentina en la que continúo pensando -; mucho lo he deseado, a la luz de los difíciles e importantes acontecimientos de las últimas semanas.

La verdad sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo - signo de la Nueva y Eterna Alianza - sea luz para todos aquellos hijos e hijas, tanto de Argentina como también de Gran Bretaña, que en el curso de las actividades bélicas han sufrido la muerte, derramado su propia sangre.

Que esta verdad vivificadora y unida a la certeza de la elevación del hombre en la cruz de Cristo, no cese jamás de servir de inspiración a todos los vivientes, hijos e hijas de esta tierra, que desean construir su presente y futuro con la mejor buena voluntad.

Que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no cesen de ser el alimento de todos a lo largo de estos caminos, que os conduzcan por la patria terrena en un espíritu de amor y de servicio, para que la dignidad de la nación se base, siempre y en todas partes, en la dignidad de cada hombre como hijo de la adopción divina.

Con este deseo de amor y servicio, antes de terminar este encuentro de fe, no puedo menos de dirigir una palabra especial a los jóvenes argentinos.

Queridos amigos: Ustedes han estado constantemente en mi ánimo durante estos días. He apreciado de manera particular su acogida y actitud. He visto en sus ojos la ardiente imploración de paz que brota de su espíritu.

Únanse también a los jóvenes de Gran Bretaña, que en los pasados días han aplaudido y sido igualmente sensibles a toda invocación de paz y concordia. A este propósito, muy gustoso les transmito un encargo recibido. Ya que ellos mismos me pidieron, sobre todo en el encuentro de Cardiff, que hiciera llegar a ustedes un sentido deseo de paz.

No dejen que el odio marchite las energías generosas y la capacidad de entendimiento que todos llevan dentro. Hagan con sus manos unidas - junto con la juventud latinoamericana, que en Puebla confié de modo particular al cuidado de la Iglesia - una cadena de unión más fuerte que las cadenas de la guerra. Así serán jóvenes y preparadores de un futuro mejor; así serán cristianos.

Y que desde este lugar, donde con el himno del gran Congreso Eucarístico suplicasteis al Dios de los corazones que enseñara su amor a las naciones, se irradie también ahora, a cada corazón argentino y a toda la sociedad, el amor, el respeto a cada persona, la comprensión y la paz. Así sea.

 

 

VISITA PASTORAL A RÍO DE JANEIRO Y ARGENTINA: MISA EN EL SANTUARIO DE LUJÁN 

Buenos Aires, 11 de junio de 1982

 

Amadísimos hermanos y hermanas,

1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor.

A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz.

A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

2. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar, donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la vista de todos la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena”.

Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles, quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia, pero asumen una elocuencia diversa.

Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla aL Discípulo; dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

Este destino se explica con la cruz en el calvario.

3. De este destino eterno y más elevado del hombre, inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los Efesios:
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.

A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.

En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es la “bendición espiritual”.

La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera: solamente por medio del otro.

Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor del Padre y la donación del Hijo.

Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.

4. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.

Esta elección significa el destino eterno en el amor.

Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos adoptivos.

Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto se manifiesta la “gloria de su gracia”.

Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el santuario de Luján.

Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.

5. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.

“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.

Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad”.

La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.

Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre: la agonía de Cristo.

La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de su dignidad.

6. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “He ahí a tu Madre”.

Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino también a todos los hombres.

7. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.

Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina.

8. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad, repito con vosotros las palabras de Maria:
Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso,
“cuyo nombre es santo.

Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.

Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón.

Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia.

Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.
 

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!

¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!

Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre.

Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!

En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a Ti, a todos y cada uno.

Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de esa entrega. Y yo - Obispo de Roma - vengo también para pronunciar este acto de ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.

De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se sientan confortados.

Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.

Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación.
Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.

 

VIAJE APOSTÓLICO A NIGERIA, BENÍN, GABÓN Y GUINEA ECUATORIAL

SANTA MISA 

Bata (Guinea Ecuatorial), 18 de febrero de 1982

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. En esta Plaza de la Libertad nos hallamos congregados en el nombre de Jesús, para escuchar su palabra, que sigue trayéndonos la Buena Nueva de salvación, para confesar nuestra fe común en El y celebrar su presencia renovada en la Eucaristía, que se hace alimento en nuestro peregrinar hacia la patria definitiva.

Es consolador pensar que aquí, en medio de nosotros, está el Maestro, Cristo. Con el Papa que gustosamente viene a vosotros por vez primera; con vuestro querido Pastor Monseñor Rafael María Nzé, que tanto ha sufrido por la Iglesia; con los sacerdotes, religiosos y religiosas nativos de Guinea Ecuatorial; con los misioneros que han venido a ayudaros fraternalmente en la causa del Evangelio; con todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas ecuatoguineanos, tanto del continente como de las islas. Los que estáis aquí o los que se unen a nosotros a través de los medios de comunicación social. A todos saludo con el Apóstol San Pablo, deseándoos “la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo”.

2. Sí, aquí está el Señor con nosotros, unidos en el amor al Padre común y movidos por la gracia de su Espíritu. El nos acompaña a cuantos somos miembros de la Iglesia universal de Cristo, ya que “el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial”.

Es un primer sentimiento que a todos nos alegra profundamente y nos da una nueva confianza.

Porque esta comunidad eclesial tiene en sí una dimensión de catolicidad que le es esencial, que nunca puede olvidarse y que trasciende los confines geográficos en los que se manifiesta visiblemente. Por esto mismo, si vivís en esa actitud eclesial, nunca vuestro horizonte espiritual podrá reducirse a límites de grupo, de diócesis o de territorio, sino que habrá de estar abierto a esa gran amplitud fraterna en Cristo “cabeza de todas las cosas en la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo acaba todo en todos”.

3. El Papa ha querido venir hasta vosotros, para promover la empresa de evangelización también en vuestras tierras. Esa evangelización que quiere decir crecimiento en la fe, entrega generosa a la mayor dignificación de todo hombre y fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

Vengo a visitaros como hermano y amigo, como representante de Cristo en quien ya creéis, como pregonero de su mensaje de salvación y sembrador de aliento para vuestra comunidad cristiana.

Apremiado por el deber evangelizador que me incumbe a mí mismo, llego a esta Iglesia que es parte de la grey de Cristo, a mí confiada como Sucesor de Pedro. Por ello deseo imitar al Apóstol Pablo y tener el gozo de vuestra perseverancia en el Evangelio “que habéis recibido, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal como yo os lo anuncié”.

4. Hoy queremos dar gracias a Dios, porque la semilla que los primeros misioneros sembraron en 1645, y que sólo bastante más tarde fue esparcida de manera más continua y amplia, ha dato frutos abundantes. Estos se reflejan en la composición mayoritariamente católica de los miembros de las diócesis de Bata y Malabo.

Nuestra mente puede imaginar cuántas fatigas y sacrificios han ido afrontando los sucesivos misioneros capuchinos, sacerdotes diocesanos, jesuitas y sobre todo claretianos, que fieles al mandato del Maestro de enseñar a todas las gentes, se han esforzado por mostrar a los hermanos el camino de salvación. Justo es, pues, que rindamos aquí un tributo de gratitud y aprecio a esa larga labor evangelizadora, que poco a poco ha ido implantando la Iglesia entre vosotros.

5. Pero en este momento debemos dar doblemente gracias al Señor, porque no sólo el número de los creyentes en Jesucristo ha logrado las metas actuales, sino porque esta Iglesia local está regida por un Pastor nativo de vuestra tierra, que goza de mi confianza y de vuestro afecto, y porque las diócesis de Malabo y Bata cuentan ya con catorce sacerdotes y ocho religiosos ecuatoguineanos, además de numerosas religiosas.

Mas esto no llega a cubrir las necesidades que la situación entraña, y por eso se unen a ellos casi una veintena de misioneros claretianos y más de un centenar de religiosos y religiosas enviados por las Federaciones de religiosos españoles de la enseñanza y de la sanidad, los cuales prestan su válida ayuda en servicios educativos y asistenciales.

A todos vosotros, queridos hermanos de Guinea Ecuatorial o venidos de fuera, quiero daros las más profundas gracias por el empeño puesto en vuestra tarea evangelizadora. Pido al Señor fervientemente que ilumine vuestro corazón “para que entendáis cuál es la esperanza a que os ha llamado, cuáles las riquezas y la gloria de su herencia otorgada a los santos”.

6. Estáis comprometidos, guineanos de origen o de adopción, en una empresa a la que Dios os llama indistintamente. En efecto, esa Iglesia a la que dedicáis generosamente vuestra vida, es el redil cuya puerta es Cristo, es la labranza de Dios, es la edificación de Dios, es la esposa de Cristo, es su cuerpo místico, es el Pueblo de Dios.

Esta consideración debe suscitar el entusiasmo y entrega de que sois capaces, seguros de servir a Dios y no a los hombres. Unidos, por ello, en la tarea que es de todos y que a nadie excluye, buscad por encima de todo el mayor bien de la Iglesia, y el mejor servicio a los demás. Estoy seguro, por mi parte, de que, obedientes al “mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros” (como nos recuerda San Juan en la primera lectura de esta Misa), recibiréis con generosidad a los colaboradores en la misión evangelizadora que viene de fuera, y de que éstos ofrecerán su ayuda con disponibilidad, en espíritu de servicio y promoción de los genuinos valores autóctonos.

La labor de evangelización tiende por sí misma a capacitar cada Iglesia a valerse por sus propias fuerzas. No para cerrarse luego, sino para llegar a ser ella misma evangelizadora de las demás Iglesias. Así, cada una demuestra su plena madurez en la fe, devolviendo lo que recibió durante la fase de su crecimiento. Quiera Dios que pronto llegue ese día para la Iglesia en Guinea Ecuatorial.

7. Pero en espera de llegar a una mayor consolidación en sus agentes evangelizadores, vuestra Iglesia ha dado ya pruebas consoladoras de madurez y fidelidad al Señor. No son pocos los hermanos vuestros que han sabido testimoniar valientemente, aun en medio de la persecución, su fe cristiana. Y si ha habido casos de debilidad, han prevalecido con mucho los ejemplos admirables de constancia en sus íntimas convicciones religiosas.

Estos ejemplos han de serviros de aliento y estimularos a seguir con renovado vigor las enseñanzas del Evangelio: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó”.

Con la ayuda pues del Señor, en quien todo lo podéis, dad nuevo impulso a la vida cristiana integral. Como nos recuerda San Pablo en la epístola leída hace unos momentos, no viváis en la fornicación, el libertinaje, la idolatría, los rencores o rivalidades, las envidias o partidismos, sino caminad dando frutos del Espíritu, en el amor, en la concordia, la servicialidad recíproca.

Y puesto que sois cristianos, sed los primeros en vivir el sentido de las bienaventuranzas, haciéndoos en vuestra vida promotores decididos de misericordia, de justicia, de moralidad, de obras en favor de la paz.

Que nadie os pueda recriminar por vuestra conducta, por falta de honestidad, por abuso de los demás, por despreocupación en vuestros deberes individuales, familiares o sociales; pero si se os calumnia mientras obráis el bien, por encima de la defensa de vuestros legítimos derechos con todo medio honesto, estad seguros de que grande será vuestra recompensa en el cielo. Es la palabra de Cristo que hemos escuchado en el evangelio de hoy la que nos da la certeza.

8. No quiero concluir esta homilía sin invitar a cada sector eclesial a una renovada fidelidad en el empeño evangelizador.

Vosotros, sacerdotes y religiosos, sed cada vez más conscientes de vuestra responsabilidad y alta misión en la Iglesia, que depende en gran parte de vuestra actuación y celo. Resucitad por ello cada día la gracia que está en vosotros por la imposición de las manos y por la entrega generosa que hicisteis de vosotros mismos a un ideal, que vale la pena seguir viviendo. Convencidos, pues, de vuestra propia identidad y de los motivos en que se funda, no dudéis en consagrar una parte preferencial de vuestro empeño a fomentar, con todos los medios, vocaciones de seminaristas y almas de especial consagración que puedan tomar vuestro relevo en la obra salvadora.

Vosotros, religiosos no sacerdotes, podéis prestar igualmente una ayuda preciosa a la Iglesia, a través de la multiforme inserción en tantos campos de apostolado y testimonio, a los que debe llegar la meritoria aportación vuestra.

Vosotras, religiosas, tenéis un campo vasto en el que desplegar las mejores energías y capacidades de vuestra condición femenina. Muchas realizaciones pueden depender de vosotras. Por eso, con nueve amor a Cristo, renovad vuestro propósito de entrega fiel a la Iglesia, a esta Iglesia en vuestro País. Obedeciendo siempre a las indicaciones de vuestro Pastor, a quien he encomendado que siga con particular interés lo que se refiere a vuestra vida e inserción en la Iglesia local.

Vosotros, seglares todos comprometidos en los movimientos apostólicos, particularmente en el de Cursillos de Cristiandad, ofreced una contribución cada vez más decidida a la vida eclesial, sin desalentaros ante las dificultades que se interponen en vuestro camino.

Vosotros, catequistas y animadores de comunidades o sectores eclesiales, seguid colaborando al bien de la Iglesia, que tanto beneficio recibe de vuestra responsabilidad y deseo de ayuda a la fe de vuestros hermanos. Esa es la mejor manera de ahondar el sentido de vuestra vocación cristiana, al comprometeros en sostener o alimentar la vida religiosa de los demás.

Vosotros, padres y madres de familia, que vivís con alegría la vocación de colaboradores de Dios en la transmisión de la vida, dad ejemplo, ante vuestros hijos y ante la sociedad, de estima hacia los valores religiosos y humanos que han de manifestarse con particular nitidez en vuestro ambiente. Cultivad una moralidad acrisolada, dentro y fuera del hogar, guardando fielmente la unidad permanente del matrimonio, tal como el Señor lo proclamó. Sea cada una de vuestras casas una verdadera Iglesia doméstica, donde brillen los valores y actitudes que he indicado en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”.

Queridos hermanos y hermanas todos en el amor de Cristo: Desechando temores e incertidumbres, construid cada vez más sólidamente, en vuestra tierra y en vuestros corazones, la Iglesia de la fidelidad, la Iglesia de la concordia, la Iglesia de la esperanza. María Santísima, Madre nuestra, os ayude siempre en ese propósito. Así sea.

 

 

 

HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II EN EL COMIENZO DE SU PONTIFICADO

Plaza de San Pedro
Domingo 22 de octubre de 1978

 

1. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

        Estas palabras fueron pronunciadas por Simón, hijo de Jonás, en la región de Cesarea de Filipo. Las dijo, sí, en la propia lengua, con una convicción profunda, vivida, sentida; pero no tenían dentro de él su fuente, su manantial: «...porque no es la carne, ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Eran palabras de fe.

        Ellas marcan el comienzo de la misión de Pedro en la historia de la salvación, en la historia del Pueblo de Dios. Desde entonces, desde esa confesión de fe, la historia sagrada de la salvación y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión: expresarse en la histórica dimensión de la Iglesia. Esta dimensión eclesial de la historia del Pueblo de Dios tiene sus orígenes, nace de hecho, de estas palabras de fe y sigue vinculada al hombre que las pronunció: «Tú eres Pedro —roca, piedra— y sobre ti, como sobre una piedra, edificaré mi Iglesia».

2. Hoy y aquí, en este lugar, es necesario pronunciar y escuchar de nuevo las mismas palabras: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Sí, hermanos e hijos, ante todo estas palabras. Su contenido revela a nuestros ojos el misterio de Dios vivo, misterio que el Hijo conoce y que nos ha acercado. En efecto, nadie ha acercado el Dios vivo a los hombres, ninguno lo ha revelado como lo ha hecho el Hijo mismo. En nuestro conocimiento de Dios, en nuestro camino hacia Dios estamos totalmente ligados a la potencia de estas palabras: «Quien me ve a mí, ve también al Padre». El que es infinito, inescrutable, inefable, se ha acercado a nosotros en Cristo Jesús, el Hijo unigénito, nacido de María Virgen en el portal de Belén.

        Vosotros todos, los que tenéis ya la inestimable suerte de creer, vosotros todos, los que todavía buscáis a Dios, y también vosotros, los que estáis atormentados por la duda: acoged de buen grado una vez más —hoy y en este sagrado lugar— las palabras pronunciadas por Simón Pedro. En esas palabras está la fe de la Iglesia. En ellas está la nueva verdad, es más, la verdad última y definitiva sobre el hombre: el Hijo de Dios vivo. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

        3. El nuevo Obispo de Roma comienza hoy solemnemente su ministerio y la misión de Pedro. Efectivamente, en esta ciudad desplegó y cumplió Pedro la misión que le había confiado el Señor. El Señor se dirigió a él diciendo: «...Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras« (Jn 21, 18). ¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí. Según una antigua tradición (que ha tenido magnífica expresión literaria en una novela de Henryk Sienkiewicz), durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.

        Sí, hermanos e hijos, Roma es la Sede de Pedro. A lo largo de los siglos le han sucedido siempre en esta sede nuevos Obispos. Hoy, un nuevo Obispo sube a la Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temblor, consciente de su indignidad. ¡Y, cómo no temblar ante la grandeza de tal llamada y ante la misión universal de esta Sede Romana!

        A la Sede de Pedro en Roma sube hoy un Obispo que no es romano. Un Obispo que es hijo de Polonia. Pero desde este momento, también él se hace romano. Si, ¡romano! También porque es hijo de una nación cuya historia, desde sus primeros albores, y cuyas milenarias tradiciones están marcadas por un vínculo vivo, fuerte, jamás interrumpido, sentido y siempre vivido, con la Sede de Pedro; una nación que ha permanecido siempre fiel a esta Sede de Roma. ¡Oh, el designio de la Divina Providencia es inescrutable!

        4. En los siglos pasados, cuando el Sucesor de Pedro tomaba posesión de su Sede, se colocaba sobre su cabeza la tiara. El último Papa coronado fue Pablo VI en 1963, el cual, sin embargo, después del solemne rito de la coronación, no volvió a usar la tiara, dejando a sus sucesores libertad para decidir al respecto.

        El Papa Juan Pablo I, cuyo recuerdo está tan vivo en nuestros corazones, no quiso la tiara, y hoy no la quiere su sucesor. No es tiempo, realmente, de volver a un rito que ha sido considerado, quizás injustamente, como símbolo del poder temporal de los Papas.

        Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.

        El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero —como se le consideraba—, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».

        El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.

        La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.

        El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potes­tad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.

        5. ¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!

        ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!

        ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!

        Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!

        Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!

        6. Precisamente hoy toda la Iglesia celebra su "Jornada Misionera mundial": es decir, ora, medita, trabaja para que las palabras de vida de Cristo lleguen a todos los hombres y sean escuchadas como mensaje de esperanza, de salvación, de liberación total.

        Doy las gracias a todas los aquí presentes que han querido participar en esta solemne inauguración del ministerio del nuevo Sucesor de Pedro. Doy las gracias de corazón a los Jefes de Estado, a los Representantes de las Autoridades, a las Delegaciones de los Gobiernos por su presencia que tanto me honra.

¡Gracias a vosotros, eminentísimos cardenales de la Santa Iglesia Romana!

¡Os doy las gracias, amados hermanos en el Episcopado!

¡Gracias a vosotros, sacerdotes!

¡A vosotros, hermanas y hermanos, religiosas y religiosos de las órdenes y de las congregaciones! ¡Gracias!

¡Gracias a vosotros, romanos! ¡Gracias a los peregrinos que han venido de todo el mundo!

¡Gracias a cuantos seguís este sagrado rito a través de la radio y de la televisión!

        7. Me dirijo a vosotros, queridos compatriotas, peregrinos de Polonia, hermanos obispos presididos por vuestro magnífico primado, sacerdotes, religiosos y religiosas de las diversas congregaciones polacas, y a vosotros representantes de esa "Polonia" esparcida por todo el mundo.

        ¿Y qué os diré a vosotros que habéis venido de mi Cracovia, la sede de San Estanislao, de quien he sido indigno sucesor durante 14 años? ¿Qué os puedo decir? Todo lo que pudiera deciros sería un pálido reflejo de lo que siento en estos momentos en mi corazón y de lo que sienten vuestros corazones.

        Dejemos pues a un lado las palabras. Quede sólo un gran silencio ante Dios, el silencio que se convierte en plegaria.

        Una cosa os pido: estad cercanos a mí. En Jasna Gora y en todas partes. No dejéis de estar con el Papa, que hoy reza con las palabras del poeta: «Madre de Dios, que defiendes la Blanca Czestochowa y resplandeces en la "Puerta Aguda"». Esas son las palabras que dirijo a vosotros en este momento particular.

        Con las palabras pronunciadas en lengua polaca, he querido hacer una llamada e invitación a la plegaria por el nuevo Papa. Con la misma llamada me dirijo a todos los hijos e hijas de la Iglesia católica. Recordadme hoy y siempre en vuestra ora­ción.

        8. A los católicos de los países de lengua francesa manifiesto todo mi afecto y simpatía. Y me permito contar con vuestro apoyo filial y sin reservas.

        A quienes no participan de nuestra fe dirijo también un saludo respetuoso y cordial. Espero que sus sentimientos de benevolencia facilitarán la misión espiritual que me incumbe y que no se lleva a cabo sin repercusión en la felicidad y la paz del mundo.

        A todos los que habláis inglés ofrezco mi saludo cordial en el nombre de Cristo. Cuento con la ayuda de vuestras oraciones y de vuestra buena voluntad para desempeñar mi misión al servicio de la Iglesia y de la hu­manidad. Que Cristo os dé su gracia y su paz, derribando las barreras de división y haciendo de todas las cosas una en El.

Dirijo un cordial saludo a los representantes y a todas las personas de los países de habla alemana. Repetidas veces, e incluso recientemente durante mi visita a la República Federal de Alemania, he tenido oportunidad de conocer y apreciar personalmente la gran obra de la Iglesia y de sus fieles. Que vuestra acción abnegada en favor de Cristo resulte fructífera también en el futuro de cara a todos los grandes problemas y a todas las necesidades de la Iglesia en el mundo entero. Por eso encomiendo espiritualmente a vuestra oración mi servicio apostólico.

Mi pensamiento se dirige ahora hacia el mundo de lengua española, una porción tan considerable de la Iglesia de Cristo.A vosotros, hermanos e hijos queridos, llegue en este momento solemne el afectuoso saludo del nuevo Papa. Unidos por los vínculos de una común fe católica, sed fieles a vuestra tradición cristiana, hecha vida en un clima cada vez más justo y solidario, mantened vuestra conocida cercanía al Vicario de Cristo y cultivad intensamente la devoción a nuestra Madre, María Santísima.

Hermanos e hijos de lengua portuguesa: Os saludo afectuosamente en el Señor en cuanto "siervo de los siervos de Dios". Al bendeciros confío en la caridad de vuestras oraciones y en vuestra fidelidad para vivir siempre el mensaje de este día y de esta ceremonia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Que el Señor esté con vosotros con su gracia y su misericordioso amor hacia la humanidad.

Cordialmente saludo y bendigo a los checos y eslovacos, a los que siento tan cercanos.

De todo corazón doy la bienvenida y bendigo a todos los ucranios y rutenos del mundo.

Mi afectuoso saludo a los hermanos lituanos. Sed siempre felices y fieles a Cristo.

        Abro mi corazón a todos los hermanos de las Iglesias y comunidades cristianas, saludando de manera particular a los que estáis aquí presentes, en espera de un próximo encuentro personal; pero ya desde ahora os expreso mi sincero aprecio por haber querido asistir a este solemne rito.

        Y me dirijo una vez más a todos los hombres, a cada uno de los hombres, (¡y con qué veneración el apóstol de Cristo debe pronunciar esta palabra: hombre!).

¡Rogad por mí!  ¡Ayudadme para que pueda serviros! Amén.

 

 

TOMA DE POSESIÓN DE LA CÁTEDRA DE OBISPO DE ROMA

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN SAN JUAN DE LETRÁN

Domingo 12 de noviembre de 1978

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Ha llegado el día en que el Papa Juan Pablo II viene a la basílica de San Juan de Letrán a tomar posesión de la cátedra de Obispo de Roma. Deseo arrodillarme en este lugar y besar el umbral de este templo que desde hace tantos siglos es «morada de Dios entre los hombres» (Ap 21, 3), Dios Salvador con el Pueblo de la Ciudad Eterna, Roma. Con todos los aquí presentes repito las palabras del Salmo:

«Alegréme cuando me dijeron: / "Vamos a la casa de Yavé". / Estuvieron nuestros pies / en tus puertas, ¡oh Jerusalén! / Jerusalén, edificada como ciudad, / bien unida y compacta; / adonde suben las tribus, / las tribus de Yavé. / según la norma (dada) a Israel / para celebrar el nombre de Yavé» (Sal 122/121).

¿No es ésta una imagen del acontecimiento de hoy? Las generaciones antiguas llegaban a este lugar; generaciones de romanos y generaciones de Obispos de Roma, Sucesores de San Pedro; y cantaban este himno de gozo que repito hoy aquí con vosotros. Me uno a estas generaciones yo, nuevo Obispo de Roma Juan Pablo II, polaco de origen. Me detengo en el umbral de este templo y os pido que me acojáis en el nombre del Señor. Os ruego que me acojáis como habéis acogido a mis predecesores a lo largo de todos los siglos; como habéis acogido apenas hace unas semanas a Juan Pablo I, tan amado del mundo entero. Os ruego que me acojáis también a mí.

Dice el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16). Esto es todo lo que puedo apelar: no estoy aquí por mi voluntad. El Señor me ha elegido. Por tanto, en el nombre del Señor os pido: ¡acogedme!

2. Al mismo tiempo dirijo un saludo cordial a todos. Saludo a los señores cardenales y a los hermanos en el Episcopado que han querido tomar parte en esta ceremonia; y deseo saludar en particular a ti, querido hermano cardenal Vicario, a mons. vicegerente, a los obispos auxiliares de Roma; a vosotros, queridos sacerdotes de esta diócesis mía; a vosotros, hermanas y hermanos de tantas órdenes y congregaciones religiosas. Dirijo un saludo respetuoso a las autoridades gubernativas y civiles, con agradecimiento especial a las delegaciones aquí presentes. Os saludo a todos, y este "todos". quiere decir "a cada uno en particular". Aunque no pronuncie vuestros nombres uno por uno, quiero saludar a cada uno llamándole por su nombre. ¡Vosotros, romanos! ¿A cuántos siglos se remonta este saludo? Es un saludo que nos lleva a los difíciles comienzos de la fe y de la Iglesia, la cual precisamente aquí, en la capital del antiguo Imperio, durante tres siglos superó su prueba de fuego: prueba de vida. Y de ella salió victoriosa. ¡Gloria a los mártires y confesores! ¡Gloria a Roma santa! ¡Gloria a los Apóstoles del Señor! ¡Gloria a las catacumbas y a las basílicas de la Ciudad Eterna!

3. Entrando hoy en la basílica de San Juan de Letrán se me presenta ante los ojos el momento en que María traspasa el umbral de la casa de Zacarías para saludar a Isabel, madre de Juan. Escribe el Evangelista que ante este saludo «el niño... exultó en su seno» (Lc 1, 41); y ya desde los tiempos más remotos, muchos Padres y escritores añaden que en aquel instante. Juan recibió la gracia del Salvador. Y por ello, él mismo lo anunció el primero. El, el primero con todo el pueblo de Israel, le esperó a orillas del Jordán. Y ha sido él quien lo ha mostrado al pueblo con las palabras: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Cordero de Dios significa Redentor, significa ¡Salvador del mundo!

Es muy acertado que esta basílica dedicada a San Juan Bautista, además de a San Juan Evangelista, esté consagrada al Santísimo Salvador. Es como si también hoy oyéramos resonar esta voz a orillas del Jordán, al igual que a través de los siglos. La voz del Precursor, la voz del Profeta, la voz del Amigo, del Esposo. Así dijo Juan: «Preciso es que El crezca y yo mengüe» (Jn 3, 30). Esta primera confesión de la fe en Cristo Salvador fue como la llave que cerró la Antigua Alianza, tiempo de esperanza, y abrió la Alianza Nueva, tiempo de cumplimiento. Esta primera confesión fundamental de la fe en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la habían oído ya a orillas del Jordán los futuros Apóstoles de Cristo. También la oyó probablemente Simón Pedro. Ello le ayudó a proclamar más tarde en los comienzos de la Nueva Alianza: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Es justo, por tanto, que los Sucesores de Pedro se lleguen a este lugar para recibir la confesión de Juan, como una vez la recibió Pedro: «He aquí el Cordero de Dios», y transmitirla a la nueva era de la Iglesia proclamando: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

4. En el marco de este maravilloso encuentro de lo antiguo con lo nuevo, hoy, como nuevo Obispo de Roma, deseo dar comienzo a mi ministerio para con el Pueblo de Dios de esta Ciudad y de esta diócesis, que por la misión de Pedro ha llegado a ser la primera en la gran familia de la Iglesia, en la familia de las diócesis hermanas. El contenido esencial de este ministerio es el mandamiento de la caridad: este mandamiento que hace de nosotros los hombres, los amigos de Cristo: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14). «Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).

¡Oh Ciudad Eterna, oh queridos hermanos y hermanas, oh ciudadanos de Roma! Vuestro nuevo Obispo desea sobre todo que permanezcamos en el amor de Cristo y que este amor sea siempre más fuerte que nuestras debilidades. Que este amor nos ayude a modelar el rostro espiritual de nuestra comunidad para que ante él desaparezcan los odios y envidias, toda malicia y perversidad, en las cosas grandes y en las pequeñas, en las cuestiones sociales y en las interpersonales. Que lo más fuerte sea el amor. Con qué alegría y cuánto agradecimiento a la vez, he seguido estos últimos días los muchos episodios (la televisión me los ha hecho cercanos) en los que a consecuencia de falta de personal en los hospitales, muchos se ofrecieron voluntarios, adultos y jóvenes en especial, para servir con generosidad a los enfermos. Si tiene su valor la búsqueda de la justicia en la vida profesional, tanto más atento debe estar el amor social. Por tanto, deseo para esta nueva diócesis mía, para Roma, este amor que Cristo ha querido para sus discípulos.

El amor construye, ¡sólo el amor construye!

El odio destruye. El odio no construye nada. Lo único que puede hacer es disgregar. Puede desorganizar la vida social: a lo más. puede hacer presión en los débiles, pero sin edificar nada.

Para Roma, para mi nueva diócesis y, al mismo tiempo, para toda la Iglesia y para el mundo, deseo amor y justicia. Justicia y amor para que podamos construir.

En relación con esta construcción, en la segunda lectura de hoy San Pablo nos enseña, como enseñó hace tiempo a los cristianos de Efeso cuando escribía: «(Cristo) constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores... para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12). Y continuando este pensamiento a la luz del Concilio Vaticano II, con referencia en particular al Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, yo añadiría que Cristo nos llama para que lleguemos a ser padres, madres de familia, hijos e hijas. ingenieros, abogados, técnicos, científicos, educadores, estudiantes, alumnos. ¡Lo que sea! Cada uno tiene su puesto en esta construcción del Cuerpo de Cristo, del mismo modo que cada uno tiene su puesto y su tarea en la construcción del bien común de los hombres, de la sociedad, la nación, la humanidad. La Iglesia se construye en el mundo. Se construye con hombres vivos. Al dar comienzo a mi servicio episcopal, pido a cada uno de vosotros que encuentre y defina su propio puesto en la empresa de esta construcción.

Y pido además a todos vosotros romanos, sin excepción, a cuantos estáis aquí presentes hoy, y a todos aquellos a quienes llegará la voz de vuestro nuevo Obispo: Acudid en espíritu a orillas del Jordán, allí donde Juan Bautista enseñaba; Juan, Patrono precisamente de esta basílica, catedral de Roma. Escuchad una vez más lo que dijo señalando a Cristo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».

¡He aquí el Salvador!

Creed en El con fe renovada, con una fe tan ardiente como la de los primeros cristianos romanos que aquí han perseverado durante tres siglos de pruebas y persecuciones.

Creed con fe renovada, como es necesario que creamos nosotros, cris­tianos del segundo milenio que está para terminar; creed en Cristo Salvador del mundo. Amén.

 

 

ENCUENTRO «EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA

Domingo 19 de noviembre de 1978

 

1. Nuestro encuentro de hoy tiene el carácter de una audiencia especial. Es —si se puede decir así— una audiencia eucarística. No la "damos", pero la "celebramos". Esta es una sagrada liturgia. Concelebran conmigo, nuevo Obispo de Roma, y con el señor cardenal Vicario, los superiores de los seminarios de esta diócesis y participan en esta Eucaristía los alumnos del Seminario Romano, del Seminario Capránica y del Seminario Menor.

El Obispo de Roma desea visitar sus seminarios; pero, mientras tanto, hoy habéis venido vosotros a él para esta sagrada audiencia.

La Santa Misa es también una audiencia. Quizá la comparación sea muy atrevida, quizá poco conveniente, quizá demasiado "humana"; sin embargo, me permito emplearla: ésta es una audiencia que el mismo Cristo concede continuamente a toda la humanidad —que Él concede a una determinada comunidad eucarística— y a cada uno de nosotros que constituimos esta asamblea.

2. Durante la audiencia escuchamos al que habla. Y también nosotros intentamos hablarle de modo que Él pueda escucharnos.

En la liturgia eucarística Cristo habla ante todo con la fuerza de su Sacrificio. Es un discurso muy conciso y a la vez muy ardiente. Se puede decir que sabernos de memoria este discurso; sin embargo, cada vez resulta nuevo, sagrado, revelador. Contiene en sí todo el misterio del amor y de la verdad, porque la verdad vive del amor y el amor de la verdad. Dios, que es Verdad y Amor, se ha manifestado en la historia de la creación y en la historia de la salvación; Él propone de nuevo esta historia mediante el sacrificio redentor que nos ha transmitido en el signo sacramental, no sólo para que lo meditemos en el recuerdo, sino para que lo renovemos, lo volvamos a celebrar.

Celebrando el sacrificio eucarístico, somos introducidos cada vez en el misterio de Dios mismo y también en toda la profundidad de la realidad humana. La Eucaristía es anuncio de muerte y de resurrección. El misterio pascual se expresa en ella como comienzo de un tiempo nuevo y como esperanza final.

Es Cristo mismo el que habla, y nosotros no cesamos jamás de escucharle. Deseamos continuamente esta fuerza suya de salvación, que se ha convertido en "garantía" divina de las palabras de vida eterna.

Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6. 68).

3. Lo que nosotros queremos decirle a Él es siempre nuestro, porque brota de nuestras experiencias humanas, de nuestros deseos; pero también de nuestras penas. Es frecuentemente un lenguaje de sufrimiento, pero también de esperanza. Le hablamos de nosotros mismos, de todos los que esperan de nosotros que los recordemos ante el Señor.

Esto que decimos se inspira en la Palabra de Dios. La liturgia de la palabra precede a la liturgia eucarística. En relación a la palabra escuchada hoy, tendremos muchísimas cosas que decir a Cristo, durante esta sagrada audiencia.

Queremos, pues, hablarle ante todo del talento singular —y quizá no uno solo, sino cinco— que hemos recibido: la vocación sacerdotal, la llamada a encaminarnos hacia el sacerdocio, entrando en el seminario. Todo talento es una obligación. ¡Cuánto más nos sentiremos obligados por este talento, para no echarlo a perder, no "esconderlo bajo tierra", sino hacerlo fructificar! Mediante una seria preparación, el estudio, el trabajo sobre el propio yo, y una sabia formación del "hombre nuevo" que, dándose a Cristo sin reserva en el servicio sacerdotal, vivido en el celibato, podrá llegar a ser de modo particular "un hombre nuevo para los demás".

Queremos hablar también a Cristo del camino que nos conduce a cada uno al sacerdocio, hablarle cada uno de su propia vida. En ella buscamos perseverar con temor de Dios, como nos invita a hacer el Salmista. Este es el camino que nos hace salir de las tinieblas para llevarnos hacia la luz, como escribe San Pablo. Queremos ser "hijos de la luz". Queremos velar, queremos ser moderados, sobrios y responsables para nosotros y para los demás.

Ciertamente cada uno de nosotros tendrá todavía muchas cosas que decir durante esta audiencia —cada uno de vosotros, superiores, y cada uno de vosotros, queridísimos alumnos—.

Y, ¿qué diré a Cristo yo, vuestro Obispo?

Antes de nada, quiero decirle: Te doy gracias por todos los que me has dado.

Quiero decirle una vez más (se lo repito continuamente): ¡La mies es mucha! ¡Envía obreros a tu mies!

Y además quiero decirle: Guárdalos en la verdad y concédeles que maduren en la gracia del sacramento del sacerdocio, para el que se preparan.

Todo esto quiero decírselo por medio de su Madre, a la que veneráis en el Seminario Romano, contemplando la imagen de la "Virgen de la Confianza", de la cual el siervo de Dios Juan XXIII era especialmente devoto.

Os confío, pues, a esta Madre: a cada uno de vosotros y a todos y a los tres Seminarios de mi nueva diócesis. Amén.

 

 

ENCUENTRO CON EL LAICADO CATÓLICO DE ROMA

Domingo 26 de noviembre de 1978

 

1. Deseo ante todo expresar mi gran alegría por este encuentro de hoy. Doy las gracias al cardenal Vicario de Roma, que junto con los obispos auxiliares ha organizado este encuentro, en el que participan los representantes del laicado de esta primera diócesis en la Iglesia, de la que, por voluntad de Cristo, he llegado a ser Obispo desde hace poco. Todas las organizaciones del apostolado de los laicos en la diócesis de Roma están presentes aquí en la persona de sus representantes, acompañados de los consiliarios espirituales de cada organización. Al hacerme cargo del servicio episcopal en Roma, después de la experiencia de veinte años en la archidiócesis de Cracovia debo declarar, antes de nada, que doy mucha importancia al apostolado de los laicos, respecto al cual procuraba hacer lo más posible, en aquellas circunstancias anteriores bien diversas de las que encuentro aquí.

Un motivo particular de mi alegría es el hecho de que nos reunimos en la fiesta de Cristo Rey del universo, que entre los días del año litúrgico, es quizá el más apto, también por algunas tradiciones, para asumir el deber de nuestra colaboración.

Continuamos esta colaboración nuestra, queridos hermanos y hermanas, en la celebración del Santísimo Sacrificio para retornar así al Cenáculo, que ha venido a ser el lugar privilegiado para "enviar a los Apóstoles", ya en el jueves Santo, ya en el día de Pentecostés.

2. La Palabra divina de la liturgia de hoy, que escuchamos con la mayor atención, nos introduce en la profundidad del misterio de Cristo Rey. De El hablan todas las lecturas. Quiero llamar vuestra atención de modo particular sobre las palabras de San Pablo a los corintios; hace un parangón entre las dos dimensiones de la existencia humana: la de nuestra participación en Adán, y la que obtenemos en Cristo.

La participación del hombre en Adán quiere decir desobediencia: «Non serviam, no serviré».

Y precisamente aquel «no serviré», en el que parecía sentir el hombre la señal de su liberación y el desafío de la propia grandeza, midiéndose con Dios mismo, vino a ser la fuente del pecado y de la muerte. Y todavía somos testigos de cómo aquel antiguo «no serviré» lleva consigo una múltiple dependencia y esclavitud del hombre. Es tema para un análisis profundo que ahora es difícil hacerlo en toda su extensión. Debemos contentarnos con una simple alusión.

Cristo, el nuevo Adán, es el que entra en la historia del hombre precisamente "para servir". «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida» (Mt 20, 28): en cierto sentido, ésta es la definición fundamental de su reino. En este servicio, según el modelo de Cristo, el hombre vuelve a encontrar su plena dignidad, su maravillosa vocación, su realeza. Vale la pena recordar aquí las palabras de la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, en el capítulo IV, que está dedicado a los laicos en la Iglesia y a su apostolado: «El Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, queriendo continuar también su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta. Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su función sacerdotal, con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salva­ción de los hombres... De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente. consagran el mundo mismo a Dios» (Lumen gentium, 34).

Servir a Dios quiere decir reinar. En esta tarea, que manifiesta la actitud del mismo Cristo y de sus seguidores, se destruye la herencia del pecado. Y se inicia el «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio para la fiesta de Cristo Rey).

3. La liturgia de hoy nos hace ver como dos etapas del reinar-servir. La primera etapa es la vida de la Iglesia sobre la tierra; la segunda es el juicio. El verdadero sentido de la primera etapa se hace comprensible a través del significado de la segunda. Antes de que el Hijo del hombre se presente delante de cada uno de nosotros, y delante de todos, como Juez que separará «las ovejas de los cabritos», está siempre con nosotros como Pastor que cuida de sus ovejas. El quiere compartir con nosotros, con cada uno de nosotros, esa misma solicitud. Quiere que su servicio venga a ser nuestro servicio en el significado más amplio de la palabra. "Nuestro" quiere decir no sólo de los obispos, sacerdotes, religiosos, sino también de los laicos, en el sentido más amplio de la palabra. De todos. Porque este servicio-solicitud reclama la participación de todos. «Tuve hambre... tuve sed... era forastero... desnudo... enfermo... encarcelado... perseguido», oprimido, apenado, ignorante, dudoso, abandonado, amenazado (quizá ya en el seno materno). Enorme es el círculo de necesidades y deberes que debemos entrever y que debemos poner ante los ojos, si queremos ser "solidarios con Cristo". Porque, en resumidas cuentas, se trata de esto: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Cristo está de parte del hombre; y lo está por ambos lados: de parte de quien espera la solicitud, el servicio y la caridad, y de parte de quien presta el servicio, lleva la solicitud, demuestra el amor.

Por tanto, hay un gran espacio para nuestra solidaridad con Cristo, un gran espacio para el apostolado de todos, particularmente para el apostolado de los laicos. A mi pesar, es imposible someter este tema a un análisis más detallado en el cuadro de esta breve homilía. Sin embargo, las palabras de la liturgia de hoy nos incitan a leerlas de nuevo, a meditar sobre ellas más profundamente y a poner en práctica todo lo que, en dimensiones tan amplias, ha sido objeto de las enseñanzas del Concilio sobre el apostolado de los laicos. Antes, el concepto de apostolado parecía estar como reservado sólo a quienes "por oficio" son los sucesores de los Apóstoles, que expresan y garantizan la apostolicidad de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha descubierto qué campos tan grandes de apostolado han sido siempre accesibles a los laicos. Al mismo tiempo ha estimulado de nuevo a tal apostolado. Basta recoger una sola frase del Decreto Apostolicam Actuositatem que, en cierto sentido, contiene y resume todo: «La vocación cristiana... es por su naturaleza vocación también al apostolado» (núm. 2).

4. ¡Mis queridos hermanos y hermanas! Quiero expresar mi alegría singular por este encuentro con vosotros, que, aquí en Roma, habéis hecho de la verdad sobre la vocación cristiana, comprendida como una llamada al apostolado de los laicos, el programa de vuestra vida. Estoy contento y espero que me tendréis al corriente de vuestros problemas, y me introduciréis en los diversos campos de vuestra actividad. Me alegro de poder entrar en esos caminos por los que vosotros ya camináis, de poderos acompañar por ellos y guiaros también como Obispo vuestro.

Precisamente por esto deseaba tanto que pudiéramos encontrarnos en la solemnidad de Cristo Rey del universo. Deseo que El mismo nos reciba. Es necesario quizá que nos oiga esta pregunta que le han hecho muchas veces tantos interlocutores: «¿Qué debo hacer?» (Lc 18, 18). ¿Qué debemos hacer nosotros?

Recordaré todavía lo que su Madre dijo a los siervos del maestresala en Caná de Galilea: «Haced lo que El os diga» (Jn 2, 5). Volvamos nuestros ojos a esta Madre; renace en nosotros la esperanza y respondemos: ¡Estamos dispuestos!

 

 

 

VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN FRANCISCO JAVIER

Domingo 3 de diciembre de 1978

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Me encuentro aquí hoy para visitar vuestra parroquia dedicada a San Francisco Javier; lo hago con gran emoción e íntima alegría. Esta es mi primera visita a una parroquia en la diócesis de Roma, que Cristo me ha confiado, mediante la elección para Obispo de Roma, acaecida el 16 de octubre como consecuencia de la votación de los cardenales reunidos en Cónclave.

Al tomar posesión de la basílica de San Juan de Letrán, catedral del obispo de esta ciudad, dije que en aquel momento entraba, en cierto modo, en todas las parroquias de la diócesis de Roma. Naturalmente, esta entrada en las parroquias de Roma, durante las ceremonias de Letrán el 12 de noviembre, era más bien intencional. Las visitas efectivas a las parroquias romanas deben hacerse gradualmente y a su debido tiempo. Espero que todos lo comprendan y sepan ser indulgentes conmigo, en consideración a la ingente mole de obligaciones anejas a mi ministerio.

Es para mí una gran alegría poder visitar como primera parroquia romana, precisamente la vuestra, a la que me une un recuerdo particular. Efectivamente, en los años de la última postguerra, siendo estudiante en Roma, casi todos los domingos venía precisamente a la Garbatella, para ayudar en el servicio pastoral. Todavía están vivos en mi memoria algunos momentos de aquella época, aunque en el curso de más de treinta años, me parece que las cosas han cambiado aquí enormemente.

2. Roma entera ha cambiado. Entonces aquí había unos pocos caseríos. Hoy nos encontramos en el centro de un gran barrio habitado. Ahora ya los edificios ocupan todo el terreno del campo suburbano. Ellos mismos hablan de la gente que los habita.

Vosotros, queridos parroquianos, sois estos habitantes. Formáis el vecindario de Roma y, a la vez, una determinada comunidad del Pueblo de Dios.

Precisamente la parroquia es esta comunidad. Lo es y lo viene a ser siempre a través del Evangelio, la Palabra de Dios, que se anuncia aquí con toda regularidad, y también por el hecho de que se vive aquí la vida sacramental.

Al venir hoy entre vosotros, en el nombre de Cristo, pienso sobre todo en lo que el mismo Cristo os transmite por medio de sus sacerdotes, vuestros Pastores. Pero no sólo por medio de ellos. Pienso en cuanto Cristo obra por medio de todos vosotros.

3. ¿A quiénes va de modo particular mi pensamiento y a quiénes me dirijo?

Me dirijo a todas las familias que viven en esta comunidad parroquial y que constituyen una parte de la Iglesia de Roma.

Para visitar las parroquias, como parte de la Iglesia-diócesis, es necesario reunir a todas las "iglesias domésticas", esto es, a todas las familias; de hecho, así llamaban a las familias los Padres de la Iglesia. "Haced de vuestra casa una iglesia", recomendaba a sus fieles en un sermón San Juan Crisóstomo. Y al día siguiente repetía: "Cuando ayer os dije: haced de vuestra casa una iglesia, prorrumpisteis en aclamaciones de júbilo y manifestasteis de manera elocuente cuánta alegría inundó vuestra alma al escuchar estas palabras" (In Genesim Ser. VI, 2; VII, 1; PG 54, 607 ss.; cf. también Lumen gentium, 11; Apostolicam Actuositatem, 11). Por eso, al encontrarme hoy entre vosotros, delante de este altar, como Obispo de Roma, me traslado en espíritu a todas las fa­milias. Ciertamente, muchas están aquí presentes: les dirijo mi saludo cordial; pero busco a todas con el pensamiento y con el corazón.

Digo a todos los esposos y padres, jóvenes y mayores: Daos las manos como hicisteis el día de vuestra boda, al recibir gozosamente el sacramento del matrimonio. Imaginaos que vuestro Obispo os pide hoy otra vez el consentimiento, y que vosotros pronunciáis, como entonces, las palabras de la promesa matrimonial, el juramento de vuestro matrimonio.

¿Sabéis por qué os lo recuerdo? Porque de la observancia de estos compromisos depende la "iglesia doméstica", la calidad y santidad de la familia, la educación de vuestros hijos. Todo esto Cristo os lo ha confiado, queridos esposos, el día en que, mediante el ministerio del sacerdote, unió para siempre vuestras vidas, en el momento en que pronunciasteis las palabras que no debéis olvidar jamás: "hasta la muerte". Si las recordáis, si las observáis, mis queridos hermanos y hermanas, también sois apóstoles de Cristo y contribuís a la obra de la salvación (cf. Lumen gentium, 35, 41; Gaudium et spes, 52).

4. Ahora mi pensamiento va también a vosotros, niños, a vosotros, jóvenes.

El Papa tiene una predilección especial por vosotros porque no sólo representáis, sino que sois el porvenir de la Iglesia y, por lo tanto, el porvenir de vuestra parroquia.

Sed profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a la escuela, al barrio, el ejemplo de vuestra vida cristiana, límpida y alegre.

Sed siempre jóvenes cristianos, verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed portadores de Cristo en esta sociedad perturbada, hoy más que nunca necesitada de El. Anunciad a todos con vuestra vida que sólo Cristo es la verdadera salvación de la humanidad.

5. Además, me dirijo, en esta visita, a los enfermos, a los que sufren, a las personas que se encuentran en soledad, abandonadas, que necesitan comprensión, sonrisa, ayuda, solidaridad de los hermanos.

En este momento va también mi pensamiento a todos los moradores —enfermos, médicos, personal de asistencia, capellanes, hermanas— del gran hospital que se encuentra dentro de los límites de esta parroquia, el Centro Traumatológico Ortopédico.

A todos mi estímulo más afectuoso y la seguridad de mi oración.

6. Ahora que hemos abrazado con el pensamiento y el corazón a toda vuestra comunidad, quiero ocuparme de quienes en ella, de modo particular, se han entregado a Cristo.

Quiero manifestar un aprecio especial a las religiosas que viven y trabajan en esta populosa parroquia: las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, que se dedican al cuidado de los pequeños y de los pobres; las Hermanas Esclavas del Santuario, que están consagradas al apostolado de la escuela; las Hermanas Discípulas de Jesús Eucarístico, que unen a la adoración continua a Jesús Eucaristía la tarea de la educación de los muchachos; las Clarisas Capuchinas, que desde hace cuatrocientos años oran y se ofrecen por la Iglesia y por el mundo, en el silencio y en la pobreza.

¡Gracias, gracias, queridas hermanas! ¡Vuestro Esposo Jesús os recompensará el bien que hacéis! Continuad sirviendo al Señor "con alegría" y con generosa e intensa constancia.

7. Las últimas palabras os las dirijo a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, a usted, querido párroco, y a todos sus colaboradores. Ya he tenido ocasión de encontrarme con vosotros aparte y reflexionar juntos sobre varios problemas de vuestra parroquia. Os agradezco mucho vuestra colaboración conmigo, con el cardenal Vicario de Roma, con el obispo auxiliar de vuestro sector.

Mediante vuestro ministerio Cristo mismo viene y vive en esta comunidad, enseña, santifica, absuelve y, sobre todo, hace un don de todos y de todo al Padre, como dice la tercera Plegaria eucarística.

No os canséis del santo ministerio, no os canséis del trabajo por vuestro Maestro. A través de vosotros llegue a todos la voz del Adviento, que suena tan clara en las palabras del Evangelio: "¡Vigilad!".

8. Vuestra parroquia celebra hoy la fiesta de su titular: San Francisco Javier, apóstol del Extremo Oriente, misionero y patrono de las misiones.

¡Cuánto mereció por esta única causa: llevar el adviento de Cristo a los corazones de quienes lo ignoraban, de aquellos a quienes no había llegado todavía su Evangelio! Vuestra parroquia piensa seguir a su Patrón, y hoy celebra su jornada misionera.

¡Que la Palabra de Dios pueda llegar a todos los confines de la tierra! ¡Que pueda abrirse camino en cada corazón humano!

Esta es la oración que elevo, jun­to con vosotros, por intercesión de San Francisco Javier, yo, vuestro Obispo: ¡Ven, Señor Jesús, Maranatha! Amén.

 

 

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR

Viernes 8 de diciembre de 1978

 

1. Mientras cruzo el umbral de la basílica de Santa María la Mayor. por primera vez, como Obispo de Roma, se me presenta ante los ojos el acontecimiento que viví aquí, en este mismo lugar, el 21 de noviembre de 1964. Era la clausura de la III Sesión del Concilio Vaticano II, después de la solemne proclamación de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, que comienza con las palabras Lumen gentium (Luz de las gentes). Ese mismo día el Papa Pablo VI había invitado a los padres conciliares a encontrarse precisamente aquí, en el más venerado templo mariano de Roma, para manifestar el gozo y la gratitud por la obra terminada en aquel día.

La Constitución Lumen gentium es el documento principal del Conci­lio. documento "clave" de la Iglesia de nuestro tiempo, piedra angular de toda la obra de renovación que el Vaticano II emprendió y de la que trazó las directrices.

El último capítulo de esta Cons­titución lleva como título: "La Santísima Virgen María Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia". Pablo VI, hablando aquella mañana en la basílica de San Pedro, con el pensamiento fijo en la importancia de la doctrina expresada en el último capítulo de la Constitución Lumen gentium. llamó por primera vez a María "Madre de la Iglesia". La llamó así de modo solemne, y comenzó a llamarla con este nombre, con este título; pero, sobre todo, a invocarla para que participase como Madre en la vida de la Iglesia, de esta Iglesia que, durante el Concilio, tomó conciencia más profunda de su propia naturaleza y de su propia misión.

Para dar mayor realce a la citada expresión, Pablo VI, junto con los padres conciliares, vino precisamente aquí, a la basílica de Santa María la Mayor, donde desde hace tantos siglos María está rodeada de particular veneración y amor, bajo la advocación de Salus Populi romani.

2. También yo vengo aquí, siguiendo las huellas de este gran predecesor, que fue para mí un verdadero padre. Después del solemne acto de la plaza de España, cuya tradición se remonta al 1856, llego aquí secundando la cordial invitación que me hicieron el eminentísimo arcipreste de esta basílica, el cardenal Confalonieri, Decano del Sacro Colegio, y el cabildo entero.

Pero pienso que, juntamente con él, me invitan a venir aquí todos mis predecesores en la Cátedra de San Pedro: el Siervo de Dios Pío XII, el Siervo de Dios Pío IX; todas las generaciones de romanos; todas las generaciones de cristianos y todo el Pueblo de Dios. Parecen decirme: ¡Ve! Honra el gran misterio escondido desde la eternidad en Dios mismo. ¡Ve, y da testimonio de Cristo, Salvador nuestro, Hijo de María! Ve, y anuncia este momento tan especial; el momento que señala en la historia el rumbo nuevo de la salvación del hombre.

Este momento decisivo en la historia de la salvación es precisamente la "Inmaculada Concepción". Dios en su amor eterno eligió desde la eternidad al hombre: lo eligió en su Hijo. Dios eligió al hombre para que pueda alcanzar la plenitud del bien, mediante la participación en su misma vida: Vida divina, a través de la gracia. Lo eligió desde la eternidad, e irreversiblemente. Ni el pecado original, ni toda la historia de culpas personales y de pecados sociales han podido disuadir al Eterno Padre de este plan de amor. No han podido anular la elección de nosotros en el Hijo, Verbo consustancial al Padre. Porque esta elección debía tomar forma en la Encarnación y porque el Hijo de Dios debía hacerse hombre por nuestra salvación; precisamente por eso el Padre Eterno eligió para El, entre los hom­bres, a su Madre. Cada uno de nosotros es hombre por ser concebido y nacer del seno materno. El Padre Eterno eligió el mismo camino para la humanidad de su Hijo Eterno. Eligió a su Madre del pueblo al que, desde siglos, había confiado particularmente sus misterios y promesas. La eligió de la estirpe de David y al mismo tiempo de toda la humanidad. La eligió de estirpe real y a la vez de entre la gente pobre.

La eligió desde el principio, desde el primer momento de su concepción, haciéndola digna de la maternidad divina, a la que sería llamada en el tiempo establecido. La hizo la primera heredera de la santidad de su propio Hijo. La primera entre los redimidos con su Sangre, recibida de Ella, humanamente hablando. La hizo inmaculada en el momento mismo de la concepción.

La Iglesia entera contempla hoy el misterio de la Inmaculada Concepción y se alegra en él. Este es un día singular en el tiempo de Adviento.

3. La Iglesia romana exulta con este misterio y yo, como nuevo Obispo de esta Iglesia, participo por vez primera de tal alegría.

Por eso deseaba tanto venir aquí, a este templo, donde desde hace siglos María es venerada corno Salus Populi romani. Este título, esta advocación, ¿no nos dice, quizá, que la salvación (salus) ha sido herencia singular del Pueblo romano (Populi rornani)? ¿No es ésta, quizá, la salvación que Cristo nos ha traído y que Cristo, El sólo, nos trae constantemente? Y su Madre, que precisamente como Madre, ha sido redimida de modo excepcional "más eminente" (Pablo VI, Credo), por El, su Hijo, ¿no está llamada Ella, quizá —por El, su Hijo—, de modo más explícito, sencillo y poderoso a la vez, a participar en la salvación de los hombres, del Pueblo romano, de toda la humanidad?

María está llamada a llevar a todos al Redentor. A dar testimonio de El, aun sin palabras, sólo con el amor, en el que se manifiesta "la índole de la madre". A acercar incluso a quienes oponen más resistencia, para los que es más difícil creer en el amor; que juzgan al mundo como un gran campo "de lucha de todos contra todos" (como ha dicho uno de los filósofos del pasado). Está llamada para acercar a todos, es decir, a cada uno, a su Hijo. Para revelar el primado del amor en la historia del hombre. Para anunciar la victoria final del amor. ¿Acaso no piensa la Iglesia en esta victoria cuando nos recuerda hoy las palabras del libro del Génesis: "Este (el linaje de la mujer) aplastará la cabeza de la serpiente" (cf. Gén 3, 15)?

4. Salus Populi romani!

El nuevo Obispo de Roma cruza hoy el umbral del templo mariano de la Ciudad Eterna, consciente de la lucha entre el bien y el mal, que invade el corazón de cada hombre, que se desarrolla en la historia de la humanidad y también en el alma del "pueblo romano". He aquí lo que a este respecto nos dice el último Concilio: "Toda la historia humana está invadida por una tremenda lucha contra el poder de las tinieblas que, iniciada desde el principio del mundo, durará hasta el último día, como dice el Señor. Metido en esta batalla el hombre debe luchar sin tregua para adherirse al bien, y no puede conseguir su ínti­ma unidad sino a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de Dios" (Gaudium et spes, 37).

Y por esto el Papa, en los comienzos de su servicio episcopal en la Cátedra de San Pedro en Roma, desea confiar la Iglesia de modo particular a Aquella en quien se ha cumplido la estupenda y total victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la gracia sobre el pecado; a Aquella de quien dijo Pablo VI que es "inicio del mundo mejor", a la Inmaculada. El Papa confía a la Virgen su propia persona, como siervo de los siervos, y le confía a todos a quienes sirve y a todos los que sirven con él. Le confía la Iglesia romana, como prenda y principio de todas las Iglesias del mundo, en su universal unidad. ¡Se la confía y se la ofrece como propiedad suya!

Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia (Soy todo tuyo, y todas mis cosas tuyas son. Sé Tú mi guía en todo).

Con este sencillo y a la vez solemne acto de ofrecimiento, el Obispo de Roma, Juan Pablo II, desea reafirmar una vez más su propio servicio al Pueblo de Dios, que no puede ser otra cosa que la humilde imitación de Cristo y de Aquella que dijo de Sí misma: "He aquí a la sierva del Señor" (Lc 1, 38).

Sea este acto signo de esperanza, como signo de esperanza es el día de la Inmaculada Concepción sobre la perspectiva de todos los días de nuestro Adviento.

 

 

 

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DEL VATICANO
Domingo 10 de diciembre de 1978

 

1. "Vobis... sum Episcopus, vobiscum sum christianus: Para vosotros... soy Obispo, con vosotros soy cristiano". Estas palabras de San Agustín hallaron eco profundo en los textos del Concilio Vaticano II, en su Magisterio. Me vienen a la mente precisamente hoy, mientras visito la parroquia de Santa Ana, parroquia de la Ciudad del Vaticano. En efecto, ésta es mi parroquia. Tengo residencia fija en este territorio, como mis venerados predecesores, y también como vosotros, venerables hermanos cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, y vosotros, queridos hermanos y hermanas, coparroquianos míos. Aquí, en esta iglesia, puedo repetir de modo muy particular las palabras que S. Agustín dirigía a sus fieles en el aniversario de su ordenación episcopal: "Pero vosotros ayudadme a mí, para que, según el precepto del Apóstol, llevemos los unos las cargas de los otros, y así cumplamos la ley de Cristo (Gál 6, 2)... Si me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste, una gracia; aquél indica un peligro, éste, la salvación" (Serm. 340, 1; PL 38, 1483).

Efectivamente, la verdad de que cada uno de nosotros —vosotros, venerables hermanos y queridos hijos, y yo— seamos "cristianos", es el primer manantial de nuestra alegría, de nuestro noble y sereno orgullo, de nuestra unión y comunión.

"¡Cristiano!": ¡Qué significado tan grande tiene esta palabra y qué riqueza contiene! Los discípulos fueron llamados por vez primera cristianos, en Antioquía, como leemos en los Hechos de los Apóstoles, cuando describen los sucesos del período apostólico en aquella ciudad (cf. Hch 11, 26). Cristianos son los que han recibido el nombre de Cristo; los que llevan en sí su misterio; los que le pertenecen con su humanidad entera; los que con plena conciencia y libertad "consienten" que El grabe en su ser humano la dignidad de hijos de Dios. ¡Cristianos!

La parroquia es una comunidad de cristianos. Comunidad fundamental.

2. Nuestra parroquia vaticana está dedicada a Santa Ana. Como es sabido, fue nuestro predecesor Pío XI, con la Constitución Apostólica Ex Lateranensi pacto de fecha del 30 de mayo de 1929, quien dio una peculiar fisonomía religiosa a la Ciudad del Vaticano: el Obispo Sacristán, cargo que desde 1352 fue confiado por Clemente VI a la Orden de San Agustín, era nombrado Vicario General de la Ciudad del Vaticano; la iglesia de Santa Ana, ya desde hace tiempo encomendada a los solícitos padres agustinos, fue erigida parroquia. Más tarde, Su Santidad Pablo VI, de venerada memoria, con el "Motu proprio" Pontificalis domus, del 28 de marzo de 1968, abolía el título de "Sacristán", dejando, con todo, intacta la función que se conserva con el nombre de "Vicario General de Su Santidad para la Ciudad del Vaticano".

Por tanto, deseo dirigir un paternal y afectuoso saludo a mi Vicario General y a sus inmediatos colaboradores; al párroco, a los celosos padres que tanto se dedican al cuidado de la parroquia y al decoro de las distintas capillas del Vaticano; a los demás religiosos y religiosas que desarrollan su laborioso y meritorio servicio a la Santa Sede; a todos los feligreses, hombres y mujeres, de esta especial comunidad.

Ya desde el comienzo de mi pontificado, tenía mucho deseo de visitar "mi parroquia", como una de las primeras parroquias de la diócesis de Roma. Estoy contento de que esto se realice precisamente en el tiempo de Adviento.

La figura de Santa Ana, en efecto, nos recuerda la casa paterna de María, Madre de Cristo. Allí vino María al mundo, trayendo en Sí el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción. Allí estaba rodeada del amor y la solicitud de sus padres Joaquín y Ana. Allí "aprendía" de su madre precisamente, de Santa Ana, a ser madre. Y, aunque desde el punto de vista humano, Ella hubiese renunciado a la maternidad, el Padre celestial, aceptando su donación total, la gratificó con la maternidad más perfecta y más santa. Cristo, desde lo alto de la cruz, traspasó, en cierto sentido, la maternidad de su Madre al discípulo predilecto, y asimismo la extendió a toda la Iglesia, a todos los hombres. Así, pues, cuando como `"herederos de la promesa" divina (cf. Gál 4, 28. 31), nos encontramos en el radio de esta maternidad y cuando sentimos de nuevo su santa profundidad y plenitud, pensamos entonces que fue precisamente Santa Ana la primera que enseñó a María, su Hija, a ser Madre.

"Ana" en hebreo significa "Dios (sujeto sobreentendido) realizó la gracia". Reflexionando sobre este significado del nombre de Santa Ana, exclamaba así San Juan Damasceno: "Ya que debía suceder que la Virgen Madre de Dios naciese de Ana, la naturaleza no se atrevió a preceder al germen de la gracia, sino que quedó sin el propio fruto para que la gracia produjera el suyo. En efecto, debía nacer la primogénita, de la que nacería el Primogénito de toda criatura" (Serm. VI, De nativa B. V. M., 2; PG 96, 663).

Mientras hoy venimos aquí todos nosotros, feligreses de Santa Ana en el Vaticano, dirijamos nuestros corazones a ella y, por medio de ella, a María, Hija y Madre, y repitamos: "Mostra Te esse Matrem / sumat per te preces / qui pro nobis natus / tulli esse tuus: Muestra que eres Madre, reciba por tu medio nuestras súplicas, el que nacido por nosotros, quiso ser tu Hijo".

En el segundo domingo de Adviento estas palabras parecen recobrar un particular significado.

 

 

PRIMERA VISITA A LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS
Domingo 17 de diciembre de 1978

 

1. Después de la toma de posesión de la basílica de San Juan de Letrán, que es la catedral del Obispo de Roma, después de la emocionante visita a la basílica de Santa María la Mayor en el Esquilino, donde he podido expresar, en los comienzos de mi pontificado, toda mi confianza y completo abandono en manos de María, Madre de la Iglesia, hoy me ha sido dado venir aquí.

La basílica de San Pablo Extramuros —uno de los cuatro templos más importantes de la Ciudad Eterna— evoca pensamientos y sentimientos especiales en el corazón de quien, como Obispo de Roma, ha llegado a ser el Sucesor de San Pedro. La vocación de Pedro —única por voluntad del mismo Cristo— está unida con vínculo singular a la persona de Pablo de Tarso. Ambos, Pedro y Pablo, se encontraron aquí, en Roma, al final de su peregrinar terreno; ambos vinieron aquí para el mismo fin: dar testimonio de Cristo. Ambos sufrieron la muerte aquí por la misma causa y, como cuenta la tradición, el mismo día. Los dos constituyen el fundamento de esta Iglesia que los invoca, recordándolos juntos como sus Patronos. Y aunque Roma sea la Cátedra de Pedro, todos nos damos cuenta de lo profundamente que está inserto Pablo en los comienzos de esta Cátedra, en sus fundamentos: su conversión, su persona, su misión.

El hecho de que San Pedro se haya encontrado en Roma, que haya venido de Jerusalén, a través de Antioquía, que aquí haya cumplido su mandato pastoral, que aquí haya terminado su vida, era expresión de la universalidad del Evangelio, de la cristiandad, de la Iglesia, de la que San Pablo fue heraldo intrépido y decidido desde sus comienzos. En el momento de su conversión de perseguidor, oímos resonar las palabras: «Es éste para mí vaso de elección, para que lleve mi nombre ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel» (Act 9, 15).

 Roma no fue la única meta de la vida apostólica y del peregrinar de Pablo de Tarso. Hay que decir sobre todo que su objetivo fue el universum del Imperio Romano de entonces (como atestiguan sus viajes y sus cartas). Roma fue la última etapa de estos viajes. Pablo llegó aquí ya como prisionero, metido en la cárcel por la causa a la que se había dedicado totalmente: la causa del universalismo, aquella causa que conmovía las bases mismas de cierta visión rabínica del Pueblo elegido y de su Mesías. Sometido a juicio precisamente por causa de su actividad, Pablo había apelado al César como ciudadano romano: «Has apelado al César; al César irás» (Act 25, 12). Y así Pablo se encontró en Roma como prisionero en espera de la sentencia del César. Se encontró aquí cuando el principio de la universalidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios de la Nueva Alianza, estaba ya suficientemente afirmado, más aún, consolidado de manera irreversible en la vida de la misma Iglesia. Y entonces Pablo, que al principio de su misión, después de la conversión, había juzgado su deber particular «videre Petrum, ver a Pedro», podía llegar aquí, a Roma, para encontrarse de nuevo con Pedro: aquí, en esta ciudad, en la que la universalidad de la Iglesia ha encontrado en la Cátedra de Pedro su baluarte por siglos y milenios.

Bien poco es cuanto he dicho sobre Pablo de Tarso, Apóstol de las Gentes y gran Santo. Se podría y debería decir mucho más, pero por necesidad debo limitarme a estas alusiones.

2. Y ahora, séame permitido hablar del Pontífice que eligió el nombre del Apóstol de las Gentes: de Pablo VI. Las circunstancias del tiempo y del lugar me impulsan de modo particular a hablar de él. Pero, sobre todo, es una exigencia del corazón: efectivamente, deseo hablar de quien con todo derecho considero no sólo como mi predecesor, sino como verdadero Padre. Y de nuevo siento que podría y debería hablar largamente, pero también ahora, por la tiranía del tiempo, mi discurso deberá ser breve. Deseo dar las gracias a todos los que honran la memoria de este gran Pontífice. Deseo dar las gracias a sus conciudadanos de Brescia por el reciente acto solemne dedicado a su memoria, y deseo dar las gracias al cardenal Pignedoli por haber participado en él. Más de una vez volveremos sobre cuanto él hizo y sobre lo que era.

¿Por qué eligió el nombre de Pablo? (después de muchos siglos volvió a entrar este nombre en el anuario de los Obispos de Roma). Ciertamente porque intuyó una gran afinidad con el Apóstol de las Gentes. ¿Acaso no testimonia el pontificado de Pablo VI cómo él fue profundamente consciente, a semejanza de San Pablo, de la nueva llamada de Cristo al universalismo de la Iglesia y de la cristiandad según la medida de nuestros tiempos? ¿Acaso no escrutaba él, con penetración extraordinaria, los signos de los tiempos de esta época difícil, como lo hizo Pablo de Tarso? ¿No se sentía él llamado, como este Apóstol, a llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra? ¿Acaso no conservaba, como San Pablo, la paz interior también cuando «la nave fue arrastrada por la tempestad, sin que pudiera resistir al viento» (cf. Act 27, 15)?

Pablo VI, Siervo de los siervos de Dios, Sucesor de Pedro, que había elegido el nombre del Apóstol de las Gentes, había heredado con el nombre su carisma.

3. Al venir hoy a la basílica de San Pablo deseo unirme con nuevos vínculos de amor y de unidad eclesial a la comunidad de padres benedictinos que, desde hace siglos, cuidan este lugar con la oración y el trabajo.

Deseo, además, como nuevo Obispo de Roma, visitar la parroquia que tiene su sede en la basílica de San Pablo.

En efecto, esta antigua y venerada basílica que, a lo largo de los siglos y siempre, ha sido meta de peregrinaciones y que estaba fuera de los muros de Roma, en estos últimos decenios —a consecuencia del desarrollo urbanístico de la ciudad— ha sido erigida parroquia, viniendo a ser de este modo el centro de la vida religiosa de los habitantes de este sector.

Y así tenemos aquí tres aspectos que, aunque bien distintos entre sí, constituyen otras tantas facetas de la misma realidad: abadía, basílica, parroquia, tres entidades que se nutren recíprocamente, dando a los fieles copiosos frutos espirituales.

Extiendo, pues, mi saludo a las distintas asociaciones que colaboran con la parroquia en el plano pastoral; saludo a los catequistas, saludo, con paternal afecto, a los religiosos y a las religiosas que desarrollan su actividad en el ámbito de la parroquia, con especial atención a quienes prestan su colaboración en el Pontificio Oratorio de San Pablo, que promueve una acción interparroquial en favor de la juventud.

A todos los fieles mi más cordial saludo, mi bendición y mi estímulo para que amen a su parroquia. Finalmente dirijo mi pensamiento particular a los que sufren, bien sea afligidos por la enfermedad, bien sea angustiados por la falta de trabajo, asegurándoles mi recuerdo especial en la oración.

4. «Gaudete in Domino semper: iterum dico vobis, gaudete... Alegraos siempre en el Señor: de nuevo os digo, alegraos». Estas palabras de la liturgia de hoy, es decir, del III domingo de Adviento, están tomadas de San Pablo. Estas mismas palabras repitió Pablo V1 en la Exhortación que publicó sobre la alegría cristiana (cf. Gaudete in Domino; AAS 67, 1975, págs. 289-322 L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 de mayo de 1975, págs. 1-7).

Hoy me uno a los dos con todo el corazón y os grito a vosotros queridos hermanos y hermanas: «Iterum dico vobis, gaudete, Os lo repito, alegraos».

«Dominus... prope est, ¡El Señor está cerca!».

 

 

MISA DE NOCHEBUENA
Basílica de San Pedro Domingo 24 de diciembre de 1978

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Nos hallamos en la basílica de San Pedro, a esta hora insólita. Nos hace de marco la arquitectura dentro de la cual enteras generaciones, a través de los siglos, han expresado su fe en el Dios encarnado, siguiendo el mensaje traído aquí a Roma por los Apóstoles Pedro y Pablo. Todo cuanto nos rodea habla con la voz de los dos milenios que nos separan del nacimiento de Cristo. El segundo milenio se está acercando rápidamente a su fin. Permitidme que, así como estamos, en este contexto de tiempo y de lugar, yo vaya con vosotros a aquella gruta en las cercanías de la ciudad de Belén, situada al sur de Jerusalén. Hagámoslo de manera que estemos todos juntos más allí que aquí: allí, donde "en el silencio de la noche" se ha oído el vagido del recién nacido, expresión perenne de los hijos de la tierra. En este mismo tiempo se ha hecho oír el cielo, "mundo" de Dios que habita en el tabernáculo inaccesible de la gloria. Entre la majestad de Dios eterno y la tierra-madre, que se hace presente con el vagido del Niño recién nacido, se deja entrever la perspectiva de una nueva paz, de la reconciliación, de la Alianza:

«Nos ha nacido el Salvador del mundo: todos los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios».

2. No obstante, en este momento, a esta hora insólita, los confines de la tierra quedan distantes. Están invadidos por un tiempo de espera, lejos de la paz. El cansancio llena más bien los corazones de los hombres que se han adormecido, lo mismo que se habían adormecido no lejos los pastores, en los valles de Belén. Lo que ocurre en el establo, en la gruta de roca, tiene una dimensión de profunda intimidad: es algo que ocurre entre la Madre y el Niño que va a nacer. Nadie de fuera tiene entrada. Incluso José, el carpintero de Nazaret, permanece como un testigo silencioso. Ella sola es plenamente consciente de su Maternidad. Y sólo Ella capta la expresión propia del vagido del Niño. El nacimiento de Cristo es ante todo su misterio, su gran día. Es la fiesta de la Madre.

Es una fiesta extraña: sin ningún signo de la liturgia de la sinagoga, sin lecturas proféticas y sin canto de los Salmos. «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo» (Heb 10, 5), parece decir, con su vagido, el que siendo Hijo Eterno, Verbo consustancial al Padre, «Dios de Dios, Luz de luz», se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14). El se revela en aquel cuerpo como uno de nosotros, pequeño infante, en toda su fragilidad y vulnerabilidad. Sujeto a la solicitud de los hombres, confiado a su amor, indefenso. Llora y el mundo no lo siente, no puede sentirlo. El llanto del niño recién nacido apenas puede oírse a pocos pasos de distancia.

3. Os ruego por tanto, hermanos y hermanas que llenáis esta basílica: tratemos de estar más presentes allí que aquí. No hace muchos días manifesté mi gran deseo de hallarme en la gruta de la Navidad, para celebrar precisamente allí el comienzo de mi pontificado. Dado que las circunstancias no me lo consienten, y encontrándome aquí con todos vosotros, trato de estar más allí espiritualmente con vosotros todos, para colmar esta liturgia con la profundidad, el ardor, la autenticidad de un intenso sentimiento interior. La liturgia de la noche de Navidad es rica en un realismo particular: realismo de aquel momento que nosotros renovamos y también realismo de los corazones que reviven aquel momento. Todos, en efecto, nos sentimos profundamente emocionados y conmovidos, por más que lo que celebramos haya ocurrido hace casi dos mil años.

Para tener un cuadro completo de la realidad de aquel acontecimiento, para penetrar aún más en el realismo de aquel momento y de los corazones humanos, recordemos que Esto sucedió tal como sucedió: en el abandono, en la pobreza extrema. en el establo-gruta, fuera de la ciudad, porque los hombres, en la ciudad, no quisieron acoger a la Madre y a José en ninguna de sus casas. En ninguna parte había sitio. Desde el comienzo, el mundo se ha revelado inhospitalario hacia Dios que debía nacer como Hombre

4. Reflexionemos ahora brevemente sobre el significado perenne de esta falta de hospitalidad del hombre respecto a Dios. Todos nosotros, los que aquí estamos, queremos que sea diversamente. Queremos que a Dios, que nace como hombre, le esté abierto todo en nosotros los hombres. Con este deseo hemos venido aquí.

Pensemos por tanto esta noche en todos los hombres que caen víctima de la humana inhumanidad, de la crueldad, de la falta de todo respeto, del desprecio de los derechos objetivos de cada uno de los hombres. Pensemos en aquellos que están solos, en los ancianos, en los enfermos; en aquellos que no tienen casa, que sufren el hambre y cuya miseria es consecuencia de la explotación y de la injusticia de los sistemas económicos. Pensemos también en aquellos, a los que no les está permitido esta noche participar en la liturgia del nacimiento de Dios y que no tienen un sacerdote que pueda celebrar la Misa. Vayamos también con el pensamiento a aquellos cuyas almas y cuyas conciencias se sienten atormentadas no menos que su propia fe.

El establo de Belén es el primer lugar de la solidaridad con el hombre: de un hombre para con otro y de todos para con todos, sobre todo con aquellos para quienes «no hay sitio en el mesón» (cf. Lc 2, 7), a quienes no se les reconocen los propios derechos.

5. El Niño recién nacido llora.

¿Quién siente el vagido del Niño?

Pero el cielo habla por El y es el cielo el que revela la enseñanza propia de este nacimiento. Es el cielo el que la explica con estas palabras:

«Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14).

Es necesario que nosotros, impresionados por el hecho del nacimiento de Jesús, sintamos este grito del cielo.

Es necesario que llegue ese grito a todos los confines de la tierra, que lo oigan nuevamente todos los hombres.

Un Hijo se nos ha dado.

Cristo nos ha nacido. Amén.

 

 

"TE DEUM" DE ACCIÓN DE GRACIAS EN LA IGLESIA "DEL GESÙ"
Domingo 31 de diciembre de 1978

 

Carísimos hermanos y hermanas:

Quiero saludar antes de nada a todos los presentes, romanos y huéspedes, que han venido para celebrar la clausura del año 1978, celebrarla religiosamente. Dirijo mi saludo cordial al cardenal Vicario, a los hermanos obispos, a los representantes de la autoridad civil, a los sacerdotes, religiosas y religiosos, sobre todo a la Compañía de Jesús, con su padre general.

1. El domingo infraoctava del nacimiento del Señor, es decir, este domingo, une en la liturgia la solemne memoria de la Santa Familia de Jesús, María y José. El nacimiento de un niño, siempre inicia una familia. El nacimiento de Jesús en Belén introdujo a esta Familia única y excepcional en la historia de la humanidad; en esta Familia vino al mundo, creció y fue educado el Hijo de Dios, concebido y nacido de la Madre-Virgen, y encomendado al mismo tiempo, desde el principio, a los cuidados auténticamente paternales de José, el carpintero de Nazaret, quien ante la ley hebrea fue esposo de María, y ante el Espíritu Santo, digno esposo y tutor, verdaderamente paternal, del materno misterio de su Esposa.

La Familia de Nazaret que la Iglesia, especialmente en la liturgia de hoy, presenta a todas las familias, constituye efectivamente aquel punto culminante de referencia para la santidad de cada familia humana. Las páginas del Evangelio describen muy concisamente la historia de esta Familia. Apenas logramos conocer algunos acontecimientos de su vida. Sin embargo, aquello que sabemos es suficiente para comprometer los momentos fundamentales en la vida de cada familia, y para que aparezca aquella dimensión a la que están llamados todos los hombres que viven la vida familiar: padres, madres, esposos, hijos. El Evangelio nos muestra, con gran claridad, el perfil educativo de la familia. «Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto,...» (Lc 2, 51). Es necesaria, en los niños y en la edad juvenil, esta "sumisión", obediencia, prontitud para aceptar los maduros consejos de la conducta humana familiar. De esta manera también "se sometió" Jesús. Y con esta "sumisión", con esta prontitud de niño para aceptar los ejemplos del comportamiento humano, deben medir los padres toda su conducta. Este es el punto particularmente delicado de su responsabilidad paterna, de su responsabilidad en relación con el hombre, de este pequeño hombre que irá creciendo progresivamente, confiado a ellos por el mismo Dios. Deben tener presente también todos los acontecimientos acaecidos en la Familia de Nazaret cuando Jesús tenía doce años; esto es, ellos educaron a su Hijo no sólo para ellos, sino para El, para los deberes que posteriormente asumiría. Jesús a la edad de doce años respondió a María y a José: «¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Le 2, 49).

2. Los problemas humanos más profundos están relacionados con la familia. Esta constituye la primera comunidad, fundamental e insustituible para el hombre. «La familia ha recibido de Dios esta misión. ser la primera y vital célula de la sociedad», afirma el Concilio Vaticano II (Apostolicam Actuositatem, 11). De esto también quiere la Iglesia dar un testimonio especial durante la octava de la Navidad del Señor mediante la fiesta de la Sagrada Familia. Quiere recordar que a la familia van unidos los valores fundamentales, que no se pueden violar sin daños incalculables de naturaleza moral. Con frecuencia las perspectivas de orden material y el aspecto "económico-social" prevalecen sobre los principios de la moralidad cristiana y hasta de la humana. No basta, pues, con lamentarse. Es necesario defender estos valores fundamentales con tenacidad y firmeza, porque su quebranto lleva consigo daños incalculables para la sociedad y, en último término, para el hombre. La experiencia de las distintas naciones en la historia de la humanidad, igual que nuestra experiencia contemporánea, pueden servir de argumento para reafirmar esta verdad dolorosa, que es fácil, en el ámbito fundamental de la existencia humana en la cual es decisivo el papel de la familia: destruir los valores esenciales, mientras es muy difícil reconstruirlos.

¿De qué valores se trata? Si debiéramos responder adecuadamente a esta pregunta, sería necesario indicar toda la jerarquía y el conjunto de valores que recíprocamente se definen y se condicionan. Sin embargo, intentando expresarnos concisamente, decimos que aquí se trata de dos valores fundamentales que entran rigurosamente en el contexto de aquello que llamamos "amor conyugal". El primero es el valor de la persona, que se expresa en la fidelidad mutua absoluta hasta la muerte: fidelidad del marido en relación con la esposa, y de la mujer en relación con el esposo. La consecuencia de esta afirmación del valor de la persona, que se manifiesta en la recíproca relación entre los cónyuges, debe ser también el respeto al valor personal de la nueva vida, es decir, del niño, desde el primer momento de su concepción.

La Iglesia jamás puede dispensarse de la obligación de salvaguardar estos dos valores fundamentales, unidos con la vocación de la familia. Su custodia ha sido confiada a la Iglesia de Cristo, de tal forma que no cabe la menor duda. Al mismo tiempo, la evidencia —humanamente comprendida— de estos valores hace que la Iglesia, defendiéndolos, se vea a sí misma como portavoz de la auténtica dignidad del hombre: del bien de la persona, de la familia, de las naciones. Aun respetando a cuantos piensan de distinta manera, es muy difícil reconocer, desde el punto de vista objetivo e imparcial, que se comporte a medida de la verdadera dignidad humana quien traiciona la fidelidad matrimonial, o bien quien permite que se aniquile o se destruya la vida concebida en el seno materno. En consecuencia, no se puede admitir que los programas que sugieren, facilitan o admiten tal comportamiento sirvan al bien objetivo del hombre, al bien moral, y que contribuyan a hacer la vida humana verdaderamente más humana, verdaderamente más digna del hombre; que sirvan a la cons­trucción de una sociedad mejor.

3. Este domingo coincide con el último día del año 1978. Estamos aquí reunidos, en esta liturgia, para dar gracias a Dios por todo el bien que nos ha concedido y por el don de realizarlo durante el año pasado, así como para pedirle perdón por cuanto, siendo contrario al bien, es también contrario a su divina vo­luntad.

Permitid que en esta acción de gracias y en esta petición de perdón, me sirva también del concepto de la familia, esta vez empero en el más amplio sentido. Como Dios es Padre, así el concepto de la familia comprende también esta dimensión; abarca toda la comunidad humana, la sociedad, las naciones, los países; se refiere a la Iglesia y a la humanidad.

Terminando así el año, demos gracias a Dios por todo aquello mediante lo cual los hombres —en los distintos ambientes de la existencia terrena— se hacen todavía más "familia". esto es, más hermanos y hermanas que tienen en común un solo Padre. Al mismo tiempo, pidamos perdón por cuanto es ajeno a la común fraternidad de los hombres, lo que destruye la unidad de la familia humana, lo que la amenaza, lo que la impide.

Por eso, teniendo siempre presente a mi gran predecesor Pablo VI y al amadísimo Papa Juan Pablo I, yo, sucesor de ellos, en el año de la muerte de ambos, digo hoy: «¡Pa­dre nuestro que estás en los cielos, acéptanos en este último día del año 1978 en Cristo Jesús, tu Hijo Eterno, y en El llévanos adelante en el futuro. En el futuro que Tú mismo deseas: Dios del Amor, Dios de la Verdad, Dios de la Vida!».

Con esta oración en los labios, yo, sucesor de los dos Pontífices fallecidos en este año, paso, unido con vosotros, la frontera que dentro de pocas horas dividirá el año 1978 del 1979.

 

 

 

VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA, MÉXICO Y BAHAMAS

 

Santo Domingo, Plaza de la Independencia Jueves 25 de enero de 1979

MISA PARA EL CLERO, RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS Santo Domingo, Catedral, Viernes 26 de enero de 1979

Ciudad de México, Catedral, Viernes 26 de enero de 1979

INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Santuario de la Virgen de Guadalupe Sábado 27 de enero de 1979

MISA CELEBRADA EN PUEBLA DE LOS ÁNGELES Puebla de Los Ángeles, Domingo 28 de enero de 1979

Catedral de Oaxaca, Lunes 29 de enero de 1979

SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE ZAPOPÁN, Guadalajara, martes 30 de enero de 1979

 

 

Santo Domingo, Plaza de la Independencia Jueves 25 de enero de 1979

Hermanos en el Episcopado, amadísimos hijos:

1. En esta Eucaristía en la que compartimos la misma fe en Cristo, el Obispo de Roma y de la Iglesia universal, presente entre vosotros, os da su saludo de paz: “La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de Nuestro Señor Jesucristo” (Ga 1, 39.

Vengo hasta estas tierras americanas como peregrino de paz y esperanza, para participar en un acontecimiento eclesial de evangelización, acuciado a mi vez por las palabras del Apóstol Pablo: “Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone por necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!” (1Co 9, 16).

El actual período de la historia de la humanidad requiere una transmisión reavivada de la fe, para comunicar al hombre de hoy el mensaje perenne de Cristo, adaptado a sus condiciones concretas de vida.

Esa evangelización es una constante y exigencia esencial de la dinámica eclesial. Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi afirmaba que “evangelizar constituye la dicha y la vocación de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Evangelii nuntiandi, 14).

Y el mismo Pontífice precisa que “Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de Dios”; “Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, sobre todo, liberación del pecado y del Maligno” (Evangelii nuntiandi, 8-9).

2. La Iglesia, fiel a su misión, continúa presentando a los hombres de cada tiempo, con la ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Papa, el mensaje de salvación de su divino Fundador.

Esta tierra dominicana fue un día la primera destinataria, y luego propulsora, de una gran empresa de evangelización, que merece gran admiración y gratitud.

Desde finales del siglo XV esta querida nación se abre a la fe de Jesucristo, a la que ha permanecido fiel hasta hoy. La Santa Sede, por su parte, crea las primeras sedes episcopales de América, precisamente en esta isla, y posteriormente la sede arzobispal y primada de Santo Domingo.

En un período relativamente corto, los senderos de la fe van surcando la geografía dominicana y continental, poniendo los fundamentos del legado hecho vida que hoy contemplamos en lo que fue llamado el Nuevo Mundo.

Desde los primeros momentos del descubrimiento, la preocupación de la Iglesia se pone de manifiesto, para hacer presente el reino de Dios en el corazón de los nuevos pueblos, razas y culturas, y en primer lugar entre vuestros antepasados.

Si queremos tributar un merecido agradecimiento a quienes transplantaron las semillas de la fe, ese homenaje hay que rendirlo en primer lugar a las órdenes religiosas, que se destacaron, aun a costa de ofrendar sus mártires, en la tarea evangelizadora; sobre todo los religiosos dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y luego los jesuitas, que hicieron árbol frondoso lo que había brotado de tenues raíces. Y es que el suelo de América estaba preparado por corrientes de espiritualidad propia para recibir la nueva sementera cristiana.

No se trata, por otra parte, de una difusión de la fe, desencarnada de la vida de sus destinatarios, aunque siempre debe mantener su esencial referencia a Dios. Por ello la Iglesia en esta isla fue la primera en reivindicar la justicia y en promover la defensa de los derechos humanos en las tierras que se abrían a la evangelización.

Son lecciones de humanismo, de espiritualidad y de afán por dignificar al hombre, las que nos enseñan Antonio Montesinos, Córdoba, Bartolomé de las Casas, a quienes harán eco también en otras partes Juan de Zumárraga, Motolinia, Vasco de Quiroga, José de Anchieta, Toribio de Mogrovejo, Nóbrega y tantos otros. Son hombres en los que late la preocupación por el débil, por el indefenso, por el indígena, sujetos dignos de todo respeto como personas y como portadores de la imagen de Dios, destinados a una vocación transcendente. De ahí nacerá el primer Derecho Internacional con Francisco de Vitoria.

3. Y es que no pueden disociarse –es la gran lección, válida hoy también– anuncio del Evangelio y promoción humana; pero para la Iglesia, aquél no puede confundirse ni agotarse –como algunos pretenden– en ésta última. Sería cerrar al hombre espacios infinitos que Dios le ha abierto. Y sería falsear el significado profundo y completo de la evangelización, que es ante todo anuncio de la Buena Nueva del Cristo Salvador.

La Iglesia, experta en humanidad, fiel a los signos de los tiempos, y en obediencia a la invitación apremiante del último Concilio, quiere hoy continuar su misión de fe y de defensa de los derechos humanos. Invitando a los cristianos a comprometerse en la construcción de un mundo más justo, humano y habitable, que no se cierra en sí mismo, sino que se abre a Dios.

Hacer ese mundo más justo significa, entre otras cosas, esforzarse porque no haya niños sin nutrición suficiente, sin educación, sin instrucción; que no haya jóvenes sin la preparación conveniente; que no haya campesinos sin tierra para vivir y desenvolverse dignamente; que no haya trabajadores maltratados ni disminuidos en sus derechos; que no haya sistemas que permitan la explotación del hombre por el hombre o por el Estado; que no haya corrupción; que no haya a quien le sobra mucho, mientras a otros inculpablemente les falte todo; que no haya tanta familia mal constituida, rota, desunida, insuficientemente atendida; que no haya injusticia y desigualdad en el impartir la justicia; que no haya nadie sin amparo de la ley y que la ley ampare a todos por igual; que no prevalezca la fuerza sobre la verdad y el derecho, sino la verdad y el derecho sobre la fuerza; y que no prevalezca jamás lo económico ni lo político sobre lo humano.

4. Pero no os contentéis con ese mundo más humano. Haced un mundo explícitamente más divino, más según Dios, regido por la fe y en el que ésta inspire el progreso moral, religioso y social del hombre. No perdáis de vista la orientación vertical de la evangelización. Ella tiene fuerza para liberar al hombre, porque es la revelación del amor. El amor del Padre por los hombres, por todos y cada uno de los hombres, amor revelado en Jesucristo.“Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16).

Jesucristo ha manifestado ese amor ante todo en su vida oculta –“Todo lo ha hecho bien”(Mc 7, 37)– y anunciando el Evangelio; después, con su muerte y resurrección, el misterio pascual en el que el hombre encuentra su vocación definitiva a la vida eterna, a la unión con Dios. Es la dimensión escatológica del amor.

Amados hijos: termino exhortándoos a ser siempre dignos de la fe recibida. Amad a Cristo, amad al hombre por El y vivid la devoción a nuestra querida Madre del cielo, a quien invocáis con el hermoso nombre de Nuestra Señora de la Altagracia, a la que el Papa quiere dejar como homenaje de devoción una diadema. Ella os ayude a caminar hacia Cristo, conservando y desarrollando en plenitud la semilla plantada por vuestros primeros evangelizadores. Es lo que el Papa espera de todos vosotros. De vosotros, hijos de Cuba, aquí presentes, de Jamaica, de Curaçao y Antillas, de Haití, de Venezuela y Estados Unidos. Sobre todo de vosotros, hijos de la tierra dominicana. Así sea.

 

MISA PARA EL CLERO, RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS

Santo Domingo, Catedral, Viernes 26 de enero de 1979

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

Bendito sea el Señor que me ha traído aquí, a este suelo de la República Dominicana, donde venturosamente, para gloria y alabanza de Dios en este Nuevo Continente, amaneció también al día de la salvación. Y he querido venir a esta Catedral de Santo Domingo para estar entre vosotros, amadísimos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y seminaristas, para manifestaros mi especial afecto a vosotros en los que el Papa y la Iglesia depositan sus mejores esperanzas, para que os sintáis más alegres en la fe, de modo que vuestro orgullo de ser lo que sois rebose por causa mía (cf Flp 1, 25).

Pero sobre todo quiero unirme a vosotros en la acción de gracias a Dios. Gracias por el crecimiento y celo de esta Iglesia, que tiene en su haber tantas y tan bellas iniciativas y que muestra tanta entrega en el servicio de Dios y de los hombres. Doy gracias con inmensa alegría –para decirlo con palabras del Apóstol– “por la parte que habéis tomado en anunciar la buena nueva desde el primer día hasta hoy; seguro además de una cosa: de que aquél que dio principio a la buena empresa, le irá dando remate hasta el día del Mesías, Jesús” (Flp 1, 33).

Me gustaría de verdad disponer de mucho tiempo para estar con vosotros, aprender vuestros nombres y escuchar de vuestros labios “lo que rebosa del corazón” (Mt 12, 34), lo que de maravilloso habéis experimentado en vuestro interior – “fecit mihi magna qui potens est”... (Lc 1, 49)–, habiendo sido fieles el encuentro con el Señor. Un encuentro de preferencia por su parte. 

Es esto precisamente: el encuentro pascual con el Señor, lo que deseo proponer a vuestra reflexión para reavivar más vuestra fe y entusiasmo en esta Eucaristía; un encuentro personal, vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante, con Cristo resucitado (cf.  Lc 24, 30), el objetivo de vuestro amor y de toda vuestra vida.

Sucede a veces que nuestra sintonía de fe con Jesús permanece débil o se hace tenue –cosa que el pueblo fiel nota en seguida, contagiándose por ello de tristeza– porque lo llevamos dentro, sí, pero confundido a la vez con nuestras propensiones y razonamientos humanos (cf ib., 15) sin hacer brillar toda la grandiosa luz que El encierra para nosotros. En alguna ocasión hablamos quizá de El amparados en alguna premisa cambiante o en datos de sabor sociológico, político, psicológico, lingüístico, en vez de hacer derivar los criterios básicos de nuestra vida y actividad de un Evangelio vivido con integridad, con gozo, con la confianza y esperanza inmensas que encierra la cruz de Cristo.

Una cosa es clara, amadísimos hermanos: la fe en Cristo resucitado no es resultado de un saber técnico o fruto de un bagaje científico (cf. 1Co 1, 26). Lo que se nos pide es que anunciemos la muerte de Jesús y proclamemos su resurrección (S. Liturgia). Jesús vive. “Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte” (Act 2, 24). Lo que fue un trémulo murmullo entre los primeros testigos, se convirtió pronto en gozosa experiencia de la realidad de aquél “con el que hemos comido y bebido... después que resucitó de la muerte” (Act 10, 41-42). Sí, Cristo vive en la Iglesia, está en nosotros, portadores de esperanza e inmortalidad.

Si habéis encontrado pues a Cristo, ¡vivid a Cristo, vivid con Cristo! Y anunciadlo en primera persona, como auténticos testigos: “para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21). He ahí también la verdadera liberación: proclamar a Jesús libre de ataduras, presente en unos hombres transformados, hechos nueva creatura. ¿Por qué nuestro testimonio resulta a veces vano? Porque presentamos a un Jesús sin toda la fuerza seductora que su Persona ofrece; sin hacer patentes las riquezas del ideal sublime que su seguimiento comporta; porque no siempre llegamos a mostrar una convicción hecha vida acerca del valor estupendo de nuestra entrega a la gran causa eclesial que servimos.

Hermanos y hermanas: Es preciso que los hombres vean en nosotros a los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1Co 4, 1), testigos creíbles de su presencia en el mundo. Pensemos frecuentemente que Dios no nos pide, al llamarnos, parte de nuestra persona, sino toda nuestra persona y energías vitales, para anunciar a los hombres la alegría y la paz de la nueva vida en Cristo y guiarlos a su encuentro. Para ello sea nuestro afán primero buscar al Señor, y una vez encontrado, comprobar dónde y cómo vive, quedándonos con El todo el día (cf. Jn 1, 39). Quedándonos con El de manera especial en la Eucaristía, donde Cristo se nos da, y en la oración, mediante la cual nos damos a El.

La Eucaristía ha de complementarse y prolongarse a través de la oración en nuestro quehacer cotidiano como un “sacrificio de alabanza” (Misal Romano, Plegaria Eucarística, I). En la oración, en el trato confiado con Dios nuestra Padre, discernimos mejor dónde está nuestra fuerza y dónde está nuestra debilidad, porque el Espíritu viene en nuestra ayuda (cf Rm 8, 26). El mismo Espíritu nos habla y nos va sumergiendo poco a poco en los misterios divinos, en los designios de amor a los hombres que Dios realiza mediante nuestra ofrenda a su servicio.

Lo mismo que Pablo durante una reunión en Tróade para partir el pan, seguiría hablando con vosotros hasta la medianoche (cf Act 20, 6ss). Tendría muchas cosas que deciros, y que no puedo hacer ahora. Entretanto os recomiendo que leáis atentamente lo que he dicho recientemente al clero, a los religiosos, religiosas y seminaristas en Roma. Ello alargará este encuentro, que continuará espiritualmente con otros semejantes en los próximos días. Que el Señor y nuestra dulce Madre, María Santísima, os acompañen siempre y llenen vuestra vida de un gran entusiasmo en el servicio de vuestra altísima vocación eclesial.

Vamos a continuar la Misa, poniendo en la mesa de las ofrendas nuestros anhelos de vivir la nueva vide, nuestras necesidades y nuestras súplicas, las necesidades y súplicas de la Iglesia y nación dominicana. Pongamos también de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla.

 

 

Ciudad de México, Catedral, Viernes 26 de enero de 1979

 

Queridos hermanos en el Episcopado y amadísimos hijos:

Hace apenas unas horas que pisé por vez primera, con honda conmoción, esta bendita tierra. Y ahora tengo la dicha de este encuentro con vosotros, con la Iglesia y el pueblo mexicanos, en este que quiere ser el día de México.

Es un encuentro que se inició con mi llegada a esta hermosa ciudad; se extendió mientras atravesaba las calles y plazas, se ha intensificado al ingresar en esta Catedral. Pero es aquí, en la celebración del Sacrificio eucarístico, donde halla su culminación.

Pongamos este encuentro bajo la protección de la Madre de Dios, la Virgen de Guadalupe, a la que el pueblo mexicano ama con la más arraigada devoción.

A vosotros, obispos de esta Iglesia; a vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de los institutos seculares, laicos de los movimientos católicos y de apostolado; a vosotros niños, jóvenes, adultos, ancianos; a vosotros todos, mexicanos, que tenéis un pasado espléndido de amor a Cristo, aun en medio de las pruebas; a vosotros que lleváis en lo hondo del corazón la devoción a la Virgen de Guadalupe, el Papa quiere hablaros hoy de algo que es, y debe ser más, una esencia vuestra, cristiana y mariana: la fidelidad a la Iglesia.

De entre tantos títulos atribuidos a la Virgen, a lo largo de los siglos, por el amor filial de los cristianos, hay uno de profundísimo significado: Virgo fidelis, Virgen fiel. ¿Qué significa esta fidelidad de María?¿Cuáles son las dimensiones de esa fidelidad?

La primera dimensión se llama búsqueda. María fue fiel ante todo cuando, con amor se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo. “ Quomodo fiet?: ¿Cómo sucederá esto? ”, preguntaba Ella al Ángel de la Anunciación. Ya en el Antiguo Testamento el sentido de esta búsqueda se traduce en una expresión de rara belleza y extraordinario contenido espiritual: “buscar el rostro del Señor”. No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta.

La segunda dimensión de la fidelidad se llama acogida, aceptación. El quomodo fiet se transforma, en los labios de María, en un fiat. Que se haga, estoy pronta, acepto: éste es el momento crucial de la fidelidad, momento en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente el cómo; que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia; que, por más que haga, jamás logrará captarlo todo. Es entonces cuando el hombre acepta el misterio, le da un lugar en su corazón así como “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19; cf. ib. 3, 15). Es el momento en el que el hombre se abandona al misterio, no con la resignación de alguien que capitula frente a un enigma, a un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo –¡por Alguien!– más grande que el propio corazón. Esa aceptación se cumple en definitiva por la fe que es la adhesión de todo el ser al misterio que se revela.

Coherencia, es la tercera dimensión de la fidelidad. Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree: esta es la coherencia. Aquí se encuentra, quizás, el núcleo más intimo de la fidelidad.

Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración. Por eso la cuarta dimensión de la fidelidad es la constancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida. El  fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público.

De todas las enseñanzas que la Virgen da a sus hijos de México, quizás la más bella e importante es esta lección de fidelidad. Esa fidelidad que el Papa se complace en descubrir y que espera del pueblo mexicano.

De mi Patria se suele decir: “Polonia semper fidelis”. Yo quiero poder decir también: ¡Mexicum semper fidele, siempre fiel!

De hecho la historia religiosa de esta nación es una historia de fidelidad; fidelidad a las semillas de fe sembradas por los primeros misioneros; fidelidad a una religiosidad sencilla pero arraigada, sincera hasta el sacrificio; fidelidad a la devoción mariana; fidelidad ejemplar al Papa. Yo no tenía necesidad de venir hasta México para conocer esta fidelidad al Vicario de Jesucristo, pues desde hace mucho lo sabía; pero agradezco al Señor poder experimentarla en el fervor de vuestra acogida.

En esta hora solemne querría invitaros a consolidar esa fidelidad, a robustecerla. Querría invitaros a traducirla en inteligente y fuerte fidelidad a la Iglesia hoy. ¿Y cuáles serán las dimensiones de esta fidelidad sino las mismas de la fidelidad de María?

El Papa que os visita espera de vosotros un generoso y noble esfuerzo por conocer siempre mejor a la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha querido ser por encima de todo un Concilio sobre la Iglesia. Tomad en vuestras manos los documentos conciliares, especialmente la Lumen gentium, estudiadlos con amorosa atención, en espíritu de oración, para ver lo que el Espíritu ha querido decir sobre la Iglesia. Así podréis daros cuenta de que no hay –como algunos pretenden– una “nueva Iglesia” diversa u opuesta a la “vieja Iglesia”, sino que el Concilio ha querido revelar con más claridad la única Iglesia de Jesucristo, con aspectos nuevos, pero siempre la misma en su esencia.

El Papa espera de vosotros, además, una leal aceptación de la Iglesia. No serían fieles en este sentido quienes quedasen apegados a aspectos accidentales de la Iglesia, válidos en el pasado, pero ya superados. Ni serían tampoco fieles quienes, en nombre de un profetismo poco esclarecido, se lanzaran a la aventurera y utópica construcción de una Iglesia así llamada del futuro, desencarnada de la presente. Debemos ser fieles a la Iglesia que nacida una vez por todas del designio de Dios, de la cruz, del sepulcro abierto del Resucitado y de la gracia de Pentecostés, nace de nuevo cada día, no del pueblo o de otras categorías racionales, sino de las mismas fuentes de las cuales nació en su origen. Ella nace hoy para construir con todas las gentes un pueblo deseoso de crecer en la fe, en la esperanza, en el amor fraterno.

El Papa espera asimismo de vosotros la plena coherencia de vuestra vida con vuestra pertenencia a la Iglesia. Esa coherencia significa tener conciencia de la propia identidad de católicos y manifestarla, con total respeto, pero sin vacilaciones ni temores. La Iglesia tiene hoy necesidad de cristianos dispuestos a dar claro testimonio de su condición y que asuman su parte en la misión de la Iglesia en el mundo, siendo fermento de religiosidad, de justicia, de promoción de la dignidad del hombre, en todos los ambientes sociales, y tratando de dar al mundo un suplemento de alma, para que sea un mundo más humano y fraterno, desde el que se mira hacia Dios.

El Papa espera a la vez que vuestra coherencia no sea efímera, sino constante y perseverante. Pertenecer a la Iglesia, vivir en la Iglesia, ser Iglesia es hoy algo muy exigente. Tal vez no cueste la persecución clara y directa, pero podrá costar el desprecio, la indiferencia, la marginación. Es entonces fácil y frecuente el peligro del miedo, del cansancio, de la inseguridad. No os dejéis vencer por estas tentaciones. No dejéis desvanecerse por alguno de estos sentimientos el vigor y la energía espiritual de vuestro “ser Iglesia”, esa gracia que hay que pedir y estar prontos a recibirla con una gran pobreza interior, y que hay que comenzar a vivirla cada mañana. Y cada día con mayor fervor e intensidad.

Queridos hermanos e hijos: en esta Eucaristía que sella un encuentro del siervo de los siervos de Dios col el alma y la conciencia del pueblo mexicano, el nuevo Papa quisiera recoger de vuestros labios, de vuestras manos y vuestras vidas un compromiso solemne para brindarlo al Señor. Compromiso de las almas consagradas, de los niños, jóvenes, adultos y ancianos, de personas cultivadas, de gente sencilla, de hombres y mujeres, de todos: el compromiso de la fidelidad a Cristo, a la Iglesia de hoy. Pongamos sobre el altar esta intención y compromiso.

La Virgen fiel, la Madre de Guadalupe, de quien aprendemos a conocer el Designio de Dios, su promesa y alianza, nos ayude con su intercesión a firmar este compromiso y a cumplirlo hasta el final de nuestra vida, hasta el día en que la voz del Señor nos diga: “Ven, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21-23), Así sea.

 

 

 

INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO

Santuario de la Virgen de Guadalupe Sábado 27 de enero de 1979

 

1. ¡Salve, María! 

Cuán profundo es mi gozo, queridos hermanos en el Episcopado y amadísimos hijos, porque los primeros pasos de mi peregrinaje, como Sucesor de Pablo VI y de Juan Pablo I, me traen precisamente aquí. Me traen a Ti, María, en este Santuario del pueblo de México y de toda América Latina, en el que desde hace tantos siglos se ha manifestado tu maternidad. 

¡Salve, María! 

Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo más estupendo que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación. Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Repito estas palabras que tantos corazones guardar y tantos labios pronuncian en todo el mundo. Nosotros aquí presentes les repetimos juntos, conscientes de que éstas son les palabras con les que Dios mismo, a través de su mensajero, ha saludado a Ti, la Mujer prometida en el Edén, y desde la eternidad elegida como Madre del Verbo, Madre de la divina Sabiduría, Madre del Hijo de Dios. 

¡Salve, Madre de Dios! 

2. Tu Hijo Jesucristo es nuestro Redentor y Señor. Es nuestro Maestro. Todos nosotros aquí reunidos somos sus discípulos. Somos los sucesores de los Apóstoles, de aquellos a quienes el Señor dijo: “Id, pues, enseñad a todas les gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 19-20).  

Congregados aquí el Sucesor de Pedro y los sucesores de los Apóstoles, nos damos cuenta de cómo esas palabras se han cumplido, de manera admirable, en esta tierra. 

En efecto, desde que en 1492 comienza la gesta evangelizadora en el Nuevo Mundo, apenas una veintena de años después llega la fe a México. Poco más tarde se crea la primera sede arzobispal regida por Juan de Zumárraga, a quien secundarán otras grandes figuras de evangelizadores, que extenderán el cristianismo en muy amplias zonas. 

Otras epopeyas religiosas no menos gloriosas escribirán en el hemisferio sus hombres como Santo Toribio de Mogrovejo y otros muchos que merecerían ser citados en larga lista. Los caminos de la fe van alargándose sin cesar, y a finales del primer siglo de evangelización les sedes episcopales en el nuevo Continente son más de 70 con unos cuatro millones de cristianos. Una empresa singular que continuará por largo tiempo, hasta abarcar hoy en día, tras cinco siglos de evangelización, casi la mitad de la entera Iglesia católica, arraigada en la cultura del pueblo latino-americano y formando parte de su identidad propia. 

Y a medida que sobre estas tierras se realizaba el mandato de Cristo, a medida que con la gracia del bautismo se multiplicaban por doquier los hijos de la adopción divina, aparece también la Madre. En efecto, a Ti, María, el Hijo de Dios y a la vez Hijo Tuyo, desde lo alto de la cruz indicó a un hombre y dijo “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), y en aquel hombre te ha confiado a cada hombre, te ha confiado a todos. Y Tú que en el momento de la Anunciación, en estas sencillas palabras: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), has concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos, te acercas a todos, buscas maternalmente a todos. De esta manera se cumple lo que el último Concilio ha declarado acerca de tu presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Perseveras de manera admirable en el misterio de Cristo, tu Hijo unigénito, porque estás siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera está la Iglesia. 

2a. De hecho los primeros misioneros llegados a América, provenientes de tierras de eminente tradición mariana, junto con los rudimentos de la fe cristiana van enseñando el amor a Ti, Madre de Jesús y de todos los hombres. Y desde que el indio Juan Diego hablara de la dulce Señora del Tepeyac, Tú, Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida cristiana del pueblo de México. No menor ha sido tu presencia en otras partes, donde tus hijos te invocan con tiernos nombres, como Nuestra Señora de la Altagracia, de la Aparecida, de Luján y tantos otros no menos entrañables, para no hacer una lista interminable, con los que en cada nación y aun en cada zona los pueblos latinoamericanos te expresan su devoción más profunda y Tú les proteges en su peregrinar de fe. 

El Papa –que proviene de un país en el que tus imágenes, especialmente una: la de Jasna Góra, son también signo de tu presencia en la vida de la nación, en su azarosa historia– es particularmente sensible a este signo de tu presencia aquí, en la vida del Pueblo de Dios en México, en su historia, también ella no fácil y a veces hasta dramática. Pero estás igualmente presente en la vida de tantos otros pueblos y naciones de América Latina, presidiendo y guiando no sólo su pasado remoto o reciente, sino también el momento actual, con sus incertidumbres y sombras. Este Papa percibe en lo hondo de su corazón los vínculos particulares que te unen a Ti con este pueblo y a este pueblo contigo. Este pueblo, que afectuosamente te llama “ la Morenita ”. Este pueblo –e indirectamente todo este inmenso continente– vive su unidad espiritual gracias al hecho de que Tú eres la Madre. Una Madre que, con su amor, crea, conserva, acrecienta espacios de cercanía entre sus hijos. 

¡Salve, Madre de México! 

¡Madre de América Latina! 

3. Nos encontramos aquí en esta hora insólita y estupenda de la historia del mundo. Llegamos a este lugar, conscientes de hallarnos en un momento crucial. Con esta reunión de obispos deseamos entroncar con la precedente Conferencia del Episcopado Latinoamericano que tuvo lugar hace diez años en Medellín, en coincidencia con el Congreso Eucarístico de Bogotá, y en la que participó el Papa Pablo VI, de imborrable memoria. Hemos venido aquí no tanto para volver a examinar, al cabo de 10 años, el mismo problema, cuanto para revisarlo en modo nuevo, en lugar nuevo y en nuevo momento histórico. 

Queremos tomar como punto de partida lo que se contiene en los documentos y resoluciones de aquella Conferencia. Y queremos a la vez, sobre la base de les experiencias de estos 10 años, del desarrollo del pensamiento y a luz de les experiencias de toda la Iglesia, dar un justo y necesario paso adelante. 

La Conferencia de Medellín tuvo lugar poco después de la clausura del Vaticano II, el Concilio de nuestro siglo, y ha tenido por objetivo recoger los planteamientos y contenidos esenciales del Concilio, para aplicarlos y hacerlos fuerza orientadora en la situación concreta de la Iglesia Latinoamericana. 

Sin el Concilio no hubiera sido posible la reunión de Medellín, que quiso ser un impulso de renovación pastoral, un nuevo “ espíritu ” de cara al futuro, en plena fidelidad eclesial en la interpretación de los signos de los tiempos en América Latina. La intencionalidad evangelizadora era bien clara y queda patente en los 16 temas afrontados, reunidos en torno a tres grandes áreas, mutuamente complementarias: promoción humana, evangelización y crecimiento en la fe, Iglesia visible y sus estructuras. 

Con su opción por el hombre latinoamericano visto en su integridad, con su amor preferencial pero no exclusivo por los pobres, con su aliento a una liberación integral de los hombres y de los pueblos, Medellín, la Iglesia allí presente, fue una llamada de esperanza hacia metas más cristianas y más humanas. 

Pero han pasado 10 años. Y se han hecho interpretaciones, a veces contradictorias, no siempre correctas, no siempre beneficiosas para la Iglesia. Por ello, la Iglesia busca los caminos que le permitan comprender más profundamente y cumplir con mayor empeño la misión recibida de Cristo Jesús. 

Grande importancia han tenido a tal respecto les sesiones del Sínodo de los Obispos que se han celebrado en estos años, y sobre todo la del año 1974, centrada sobre la Evangelización, cuyas conclusiones ha recogido después, de modo vivo y alentador, la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI. 

Este es el tema que colocamos hoy sobre nuestra mesa de trabajo, al proponernos estudiar “La Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”. 

Encontrándonos en este lugar santo para iniciar nuestros trabajos, se nos presenta ante los ojos el Cenáculo de Jerusalén, lugar de la institución de la Eucaristía. Al mismo Cenáculo volvieron los Apóstoles después de la Ascensión del Señor, para que, permaneciendo en oración con María, la Madre de Cristo, pudieran preparar sus corazones para recibir al Espíritu Santo, en el momento del nacimiento de la Iglesia. 

También nosotros venimos aquí para ello, también nosotros esperamos el descenso del Espíritu Santo, que nos hará ver los caminos de la evangelización, a través de los cuales la Iglesia debe continuar y renacer en nuestro gran continente. También nosotros hoy, y en los próximos días, deseamos perseverar en la oración con María, Madre de Nuestro Señor y Maestro: contigo, Madre de la esperanza, Madre de Guadalupe. 

4. Permite pues que yo, Juan Pablo II, Obispo de Roma y Papa, junto con mis hermanos en el Episcopado que representan a la Iglesia de México y de toda la América Latina, en este solemne momento, confiemos y ofrezcamos a Ti, sierva del Señor, todo el patrimonio del Evangelio, de la Cruz, de la Resurrección, de los que todos nosotros somos testigos, apóstoles, maestros y obispos. 

¡Oh Madre! Ayúdanos a ser fieles dispensadores de los grandes misterios de Dios. Ayúdanos a enseñar la verdad que tu Hijo ha anunciado y a extender el amor, que es el principal mandamiento y el primer fruto del Espíritu Santo. Ayúdanos a confirmar a nuestros hermanos en la fe, ayúdanos a despertar la esperanza en la vida eterna. Ayúdanos a guardar los grandes tesoros encerrados en las almas del Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado. 

Te ofrecemos todo este Pueblo de Dios. Te ofrecemos la Iglesia de México y de todo el Continente. Te la ofrecemos como propiedad Tuya. Tú que has entrado tan adentro en los corazones de los fieles a través de la señal de Tu presencia, que es Tu imagen en el Santuario de Guadalupe, vive como en Tu casa en estos corazones, también en el futuro. Sé uno de casa en nuestras familias, en nuestras parroquias, misiones, diócesis y en todos los pueblos. 

Y hazlo por medio de la Iglesia Santa, la cual, imitándote a Ti, Madre, desea ser a su vez una buena madre, cuidar a las almas en todas sus necesidades, enunciando el Evangelio, administrando los sacramentos, salvaguardando la vida de las familias mediante el sacramento del matrimonio, reuniendo a todos en la comunidad eucarística por medio del santo sacramento del altar, acompañándolos amorosamente desde la cuna hasta la entrada en la eternidad. 

¡Oh Madre! Despierta en las jóvenes generaciones la disponibilidad al exclusivo servicio a Dios. Implora para nosotros abundantes vocaciones locales al sacerdocio y a la vida consagrada. 

¡Oh Madre! Corrobora la fe de todos nuestros hermanos y hermanas laicos, para que en cada campo de la vida social, profesional, cultura! y política, actúen de acuerdo con la verdad y la ley que tu Hijo ha traído a la humanidad, para conducir a todos a la salvación eterna y, al mismo tiempo, para hacer la vida sobre la tierra más humana, más digna del hombre. 

La Iglesia que desarrolla su labor entre las naciones americanas, la Iglesia en México, quiere servir con todas sus fuerzas esta causa sublime con un renovado espíritu misionero. ¡Oh Madre! haz que sepamos servirla en la verdad y en la justicia. Haz que nosotros mismos sigamos este camino y conduzcamos a los demás, sin desviarnos jamás por senderos tortuosos, arrastrando a los otros. 

Te ofrecemos y confiamos todos aquellos y todo aquello que es objeto de nuestra responsabilidad pastoral, confiando que Tú estarás con nosotros, y nos ayudarás a realizar lo que tu Hijo nos ha mandado (cf. Jn 2,5). Te traemos esta confianza ilimitada y con ella, yo, Juan Pablo II, con todos mis hermanos en el Episcopado de México y de América Latina, queremos vincularte de modo todavía más fuerte a nuestro ministerio, a la Iglesia y a la vida de nuestras naciones. Deseamos poner en tus manos nuestro entero porvenir, el porvenir de la evangelización de América Latina. 

¡Reina de los Apóstoles! Acepta nuestra prontitud a servir sin reserva la causa de tu Hijo, la causa del Evangelio y la causa de la paz, basada sobre la justicia y el amor entre los hombres y entre los pueblos. 

¡Reina de la Paz! Salva a las naciones y a los pueblos de todo el continente, que tanto confían en Ti, de las guerras, del odio y de la subversión. 

Haz que todos, gobernantes y súbditos, aprendan a vivir en paz, se eduquen para la paz, hagan cuanto exige la justicia y el respeto de los derechos de todo hombre, para que se consolide la paz. 

Acepta esta nuestra confiada entrega, oh sierva del Señor. Que tu materna! presencia en el misterio de Cristo y de la Iglesia se convierta en fuente de alegría y de libertad para cada uno y para todos; fuente de aquella libertad por medio de la cual “Cristo nos ha liberado” (Ga 5, 1), y finalmente fuente de aquella paz que el mundo no puede dar, sino que sólo la da El, Cristo (cf. Jn 14, 27).

Finalmente, oh Madre, recordando y confirmando el gesto de mis Predecesores Benedicto XIV y Pío X, quienes te proclamaron Patrona de México y de toda la América Latina, te presento una diadema en nombre de todos tus hijos mexicanos y latinoamericanos, para que los conserves bajo tu protección, guardes su concordia en la fe y su fidelidad a Cristo, tu Hijo. Amén.

 

MISA CELEBRADA EN PUEBLA DE LOS ÁNGELES

Puebla de Los Ángeles, Domingo 28 de enero de 1979

Amadísimos hijos e hijas:

Puebla de los Ángeles: el nombre sonoro y expresivo de vuestra ciudad se encuentra hoy día en millones de labios a lo largo de América Latina y en todo el mundo. Vuestra ciudad se vuelve símbolo y señal para la Iglesia latinoamericana. Es aquí, de hecho, que se congregan a partir de hoy, convocados por el Sucesor de Pedro, los obispos de todo el continente para reflexionar sobre la misión de los Pastores en esta parte del mundo, en esta hora singular de la historia.

El Papa ha querido subir hasta esta cumbre desde donde parece abrirse toda América Latina. Y es con la impresión de contemplar el diseño de cada una de las Naciones que, en este altar levantado sobre las montañas, el Papa ha querido celebrar este Sacrificio Eucarístico para invocar sobre esta Conferencia, sus participantes y sus trabajos, la luz, el calor, todos los dones del Espíritu de Dios, Espíritu de Jesucristo.

Nada más natural y necesario que invocarlo en esta circunstancia. La grande Asamblea que se abre es, en efecto, en su esencia más profunda una reunión eclesial: eclesial por aquellos que aquí se reúnen, Pastores de la Iglesia de Dios que está en América Latina; eclesial por el tema que estudia, la misión de la Iglesia en el continente; eclesial por sus objetivos de hacer siempre más viva y eficaz la contribución original que la Iglesia tiene el deber de ofrecer al bienestar, a la armonía, a la justicia y a la paz de estos pueblos. Ahora bien, no hay asamblea eclesial si ahí no está en la plenitud de su misteriosa acción el Espíritu de Dios.

El Papa lo invoca con todo el fervor de su corazón. Que el lugar donde se reúnen los obispos sea un nuevo Cenáculo, mucho más grande que el de Jerusalén, donde los Apóstoles eran apenas Once en aquella mañana, pero, como el de Jerusalén, abierto a las llamas del Paráclito y a la fuerza de un renovado Pentecostés. Que el Espíritu cumpla en vosotros, obispos, aquí congregados, la multiforme misión que el Señor Jesús le confió: intérprete de Dios para hacer comprender su designio y su palabra inaccesibles a la simple razón humana (cf. Jn 14, 26), abra la inteligencia de estos Pastores y los introduzca en la verdad (cf. Jn 16, 13); testigo de Jesucristo, dé testimonio en la conciencia y en el corazón de ellos y los transforme a su vez en testigos coherentes, creíbles, eficaces durante sus trabajos (cf. Jn 15, 26); Abogado o Consolador, infunda ánimo contra el pecado del mundo (cf. Jn 16, 8), y les ponga en los labios lo que habrán de decir, sobre todo en el momento en que el testimonio costará sufrimiento y fatiga.

Os ruego, pues, amados hijos e hijas, que os unáis a mí en esta Eucaristía, en esta invocación al Espíritu. No es para sí mismos ni por intereses personales que los obispos, venidos de todos los ambientes del continente se encuentran aquí; es para vosotros, Pueblo de Dios en estas tierras, y para vuestro bien. Participad pues en esta III Conferencia también de esta manera: pidiendo cada día para todos y cada uno de ellos la abundancia del Espíritu Santo.

Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en su misterio más intimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. El tema de la familia no es pues ajeno al tema del Espíritu Santo. Permitid que sobre este tema de la familia –que ciertamente ocupará a los obispos durante estos días– os dirija el Papa algunas palabras.

Sabéis que con términos densos y apremiantes la Conferencia de Medellín habló de la familia. Los obispos, en aquel año de 1968, vieron, en vuestro gran sentido de la familia, un rasgo primordial de vuestra cultura latinoamericana. Hicieron ver que, para el bien de vuestros países, las familias latinoamericanas deberían tener siempre tres dimensiones: ser educadoras en la fe, formadoras de personas, promotoras de desarrollo. Subrayaron también los graves obstáculos que las familias encuentran para cumplir con este triple cometido. Recomendaron “por eso” la atención pastora! a las familias, como una de las atenciones prioritarias de la Iglesia en el continente.

Pasados diez años, la Iglesia en América Latina se siente feliz por todo lo que ha podido hacer en favor de la familia. Pero reconoce con humildad cuánto le falta por hacer, mientras percibe que la pastoral familiar, lejos de haber perdido su carácter prioritario, aparece hoy todavía más urgente, como elemento muy importante en la evangelización.

La Iglesia es consciente, en efecto, de que en estos tiempos la familia afronta en América Latina serios problemas. Últimamente algunos países han introducido el divorcio en su legislación, lo cual conlleva una nueva amenaza a la integridad familiar. En la mayoría de vuestros países se lamenta que un número alarmante de niños, porvenir de esas naciones y esperanzas para el futuro, nazcan en hogares sin ninguna estabilidad o, como se les suele llamar, en “familias incompletas”. Además, en ciertos lugares del “Continente de la esperanza”, esta misma esperanza corre el riesgo de desvanecerse, pues ella crece en el seno de las familias muchas de las cuales no pueden vivir normalmente, porque repercuten particularmente en ellas los resultados más negativos del desarrollo: índices verdaderamente deprimentes de insalubridad, pobreza y aún miseria, ignorancia y analfabetismo, condiciones inhumanas de vivienda, subalimentación crónica y tantas otras realidades no menos tristes.

En defensa de la familia, contra estos males, la Iglesia se compromete a dar su ayuda e invita a los Gobiernos para que pongan como punto clave de su acción: una política sociofamiliar inteligente, audaz, perseverante, reconociendo que ahí se encuentra sin duda el porvenir –la esperanza– del continente. Habría que añadir que tal política familiar no debe entenderse como un esfuerzo indiscriminado para reducir a cualquier precio el índice de natalidad –lo que, mi predecesor Pablo VI llamaba “disminuir el número de los invitados al banquete de la vida”– cuando es notorio que aun para el desarrollo un equilibrado índice de población es indispensable. Se trata de combinar esfuerzos para crear condiciones favorables a la existencia de familias sanas y equilibradas: “aumentar la comida en la mesa”, siempre en expresión de Pablo VI.

Además de la defensa de la familia, debemos hablar también de promoción de la familia. A tal promoción han de contribuir muchos organismos: gobiernos y organismos gubernamentales, la escuela, los sindicatos, los medios de comunicación social, las agrupaciones de barrios, las diferentes asociaciones voluntarias o espontáneas que florecen hoy día en todas partes.

La Iglesia debe ofrecer también su contribución en la línea de su misión espiritual de anuncio del Evangelio y conducción de los hombres a la salvación, que tiene también una enorme repercusión sobre el bienestar de la familia. ¿Y qué puede hacer la Iglesia uniendo sus esfuerzos a los de los otros? Estoy seguro de que vuestros obispos se esforzarán por dar a esta cuestión respuestas adecuadas, justas, valederas. Os indico cuánto valor tiene para la familia lo que la Iglesia hace ya en América Latina, por ejemplo, para preparar los futuros esposos al matrimonio, para ayudar a las familias cuando atraviesan en su existencia crisis normales que, bien encaminadas, pueden ser hasta fecundas y enriquecedoras, para hacer de cada familia cristiana una verdadera ecclesia domestica, con todo el rico contenido de esta expresión, para preparar muchas familias a la misión de evangelizadora de otras familias para poner de relieve todos los valores de la vida familiar, para venir en ayuda a las familias incompletas, para estimular los gobernantes a suscitar en sus países esa política socio-familiar de la que hablábamos hace un momento. La Conferencia de Puebla ciertamente apoyará estas iniciativas y quizás sugerirá otras. Alégranos pensar que la historia de Latinoamérica tendrá así motivos para agradecer a la Iglesia lo mucho que ha hecho, hace y hará por la familia en este vasto continente.

Hijos e hijas muy amados: el Sucesor de Pedro se siente ahora, desde este altar, singularmente cercano a todas las familias de América Latina. Es como si, cada hogar se abriera y el Papa pudiese penetrar en cada uno de ellos; casas donde no falta el pan ni el bienestar pero falta quizás concordia y alegría; casas donde las familias viven más bien modestamente y en la inseguridad del mañana, ayudándose mutuamente a llevar una existencia difícil pero digna; pobres habitaciones en las periferias de vuestras ciudades, donde hay mucho sufrimiento escondido aunque en medio de ellas existe la sencilla alegría de los pobres; humildes chozas de campesinos, de indígenas, de emigrantes, etc. Para cada familia en particular el Papa quisiera poder decir una palabra de aliento y de esperanza. Vosotras, familias que podéis disfrutar del bienestar, no os cerréis dentro de vuestra felicidad; abríos a los otros para repartir lo que os sobra y a otros les falta. Familias oprimidas por la pobreza, no os desaniméis y, sin tener el lujo por ideal, ni la riqueza como principio de felicidad, buscad con la ayuda de todos superar los pesos difíciles en la espera de días mejores. Familias visitadas y angustiadas por el dolor físico o moral, probadas por la enfermedad o la miseria, no acrecentéis a tales sufrimientos la amargura o la desesperación, sino sabed amortiguar el dolor con la esperanza. Familias todas de América Latina, estad seguras de que el Papa os conoce y quiere conoceros aún más porque os ama con delicadezas de Padre.

Esta es, en el cuadro de la visita del Papa a México, la Jornada de la Familia. Acoged pues, familias latinoamericanas, con vuestra presencia aquí, alrededor del altar, a través de la radio o la televisión, acoged la visita que el Papa quiere hacer a cada una. Y dadle al Papa la alegría de veros crecer en los valores cristianos que son los vuestros, para que América Latina encuentre en sus millones de familias razones para confiar, para esperar, para luchar, para construir.

 

 

Catedral de Oaxaca, Lunes 29 de enero de 1979

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

Esta ceremonia, en la que con inmenso gozo voy a conferir algunos ministerios sagrados a descendientes de las antiguas estirpes de esta tierra de América, confirma la verdad de lo dicho por una alta personalidad de vuestro país a mi venerado predecesor Pablo VI: Desde el comienzo de la historia de las naciones americanas, fue sobre todo la Iglesia quien protegió a los más humildes, su dignidad y valor como personas humanas.

La verdad de tal afirmación recibe hoy una nueva confirmación, ya que el Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal llamará a algunos de entre ellos a colaborar con los propios Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para su mayor crecimiento y vitalidad (cf. Evangelii nuntiandi, 73).

1. Es sabido que estos ministerios no transforman a los laicos en clérigos: quienes los reciben siguen siendo laicos, o sea, no dejan el estado en que vivían cuando fueron llamados (cf. 1Co 7, 20). También cuando cooperan, como suplentes o ayudantes, con los ministros sagrados, estos laicos son, sobre todo, colaboradores de Dios (cf. 1Co 3, 9), que se vale también de ellos para dar cumplimiento a su voluntad de salvar a todos los hombres (cf. 1Tm 2, 4).

Más aún, precisamente porque estos laicos se comprometen de manera deliberada con tal designio salvífico, a tal punto que ese compromiso es para ellos la razón última de su presencia en el mundo (cf. San Juan Crisóstomo In Act. Ap., 20,4), deben ser considerados como arquetipos de la participación de todos los fieles en la misión salvífica de la Iglesia.

2. En realidad todos los fieles, en virtud del propio bautismo y del sacramento de la confirmación, tienen que profesar públicamente la fe recibida de Dios por medio de la Iglesia, difundirla y defenderla como verdaderos testigos de Cristo (cf. Lumen gentium, 11). O sea, están llamados a la evangelización, que es un deber fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios (cf. Ad gentes, 35), tengan o no tengan particulares funciones vinculadas más íntimamente con los deberes de los Pastores (Apostolicam Actuositatem, 24).

A este propósito dejad que el Sucesor de Pedro haga un ferviente llamado, a todos y cada uno, a asimilar y practicar las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II, que ha dedicado a los laicos el capítulo IV de la Constitución dogmática Lumen gentium y el Decreto Apostolicam Actuositatem.

3. Deseo además, como recuerdo de mi paso entre vosotros, aunque también con la mirada puesta en los fieles del mundo entero, aludir brevemente a cuanto es peculiar de la cooperación de los laicos en el único apostolado, sus expresiones, ya individuales, ya asociadas, su característica determinante. Para ello voy a inspirarme en la invocación a Cristo, que leemos en la plegaria de Laudes de este lunes de la cuarta semana del tiempo litúrgico ordinario: “Tú que actúas con el Padre en la historia de la humanidad, renueva los hombres y las cosas con la fuerza de tu Espíritu”.

En efecto, los laicos, que por vocación divina comparten toda la realidad mundana, inyectando en ella su fe, hecha realidad en la propia vida pública y privada (cf. St 2, 17), son los protagonistas más inmediatos de la renovación de los hombres y de las cosas. Con su presencia activa de creyentes, trabajan en la progresiva consagración del mundo a Dios (cf. Lumen gentium, 34). Esta presencia se compagina con toda la economía de la religión cristiana, la cual, es una doctrina, pero es sobre todo un acontecimiento: el acontecimiento de la Encarnación, Jesús hombre-Dios que ha recapitulado en sí el universo (cf. Ef 1, 10); corresponde al ejemplo de Cristo, quien ha hecho también del contacto físico un vehículo de comunicación de su poder restaurador (cf. Mc 1, 41 et 7, 33; Mt 9, 29 ss y 20, 34; Lc 7, 14 y 8, 54); es inherente a la índole sacramental de la Iglesia, la cual, hecha signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf, Lumen gentium, 1) ha sido llamada por Dios a estar en permanente comunión con el mundo para ser en él la levadura que lo transforma desde dentro (cf. Mt 13, 33).

El apostolado de los laicos, así entendido y puesto en práctica, confiere pleno sentido a todas las manifestaciones de la historia humana, respetando su autonomía y favoreciendo el progreso exigido por la naturaleza propia de cada una de ellas. Al mismo tiempo, nos da la clave para interpretar en plenitud el sentido de la historia, ya que todas las realidades temporales, como los acontecimientos que las manifiestan, adquieren su significado más profundo en la dimensión espiritual que establece la relación entre el presente y el futuro (cf Hb 13, 14). El desconocimiento o la mutilación de esta dimensión, se convertiría, de hecho, en un atentado contra la esencia misma del hombre.

4. Al dejar esta tierra, me llevo de vosotros un grato recuerdo, el de haberme encontrado con almas generosas que desde ahora ofrecerán su vida por la difusión del Reino de Dios Y al mismo tiempo, estoy seguro de que, como árboles plantados junto a ríos de agua, darán frutos abundantes a su tiempo (cf. Sal 1, 3) para la consolidación del Evangelio.

¡Animo! ¡Sed levadura dentro de la masa (Mt 13, 33), haced Iglesia! Que vuestro testimonio vaya despertando por doquier otros anunciadores de la salvación: “cuán hermosos son los pies de los que evangelizan el bien” (Rm 10, 15). Demos gracias a Dios que “ha comenzado esta obra buena y la llevará a cumplimiento hasta el día de Jesucristo” (Flp 1, 6).

 

SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE ZAPOPÁN

Guadalajara, martes 30 de enero de 1979

Queridos hermanos y hermanas:

1. Henos aquí reunidos hoy en este hermoso santuario de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción de Zapopán, en la gran arquidiócesis de Guadalajara. No quería ni podía omitir este encuentro en torno al altar de Jesús y a los pies de María Santísima, con el Pueblo de Dios que peregrina en este lugar. Este santuario de Zapopán es, en efecto, una prueba más, palpable y consoladora, de la intensa devoción que, desde hace siglos, el pueblo mexicano, y con él, todo el pueblo latinoamericano, profesa a la Virgen Inmaculada.

Como el de Guadalupe, también este santuario viene de la época de la colonia; como aquél, sus orígenes se remontan al valioso esfuerzo de evangelización de los misioneros (en este caso, los hijos de San Francisco) entre los indios, tan bien dispuestos a recibir el mensaje de la salvación en Cristo y a venerar a su Santísima Madre, concebida sin mancha de pecado. Así, estos pueblos perciben el lugar único y excepcional de María en la realización del plan de Dios (cf. Lumen gentium, 53 ss.),su santidad eminente y su relación maternal con nosotros (ib., 61, 66).De aquí en adelante, ella, la Inmaculada, representada en esta pequeña y sencilla imagen, queda incorporada a la piedad popular del pueblo de la arquidiócesis de Guadalajara, de la nación mexicana y de toda América Latina. Como María misma dice proféticamente en su cántico del “Magnificat”: “Me llamarán feliz todas las generaciones” (Lc 1, 48).

2. Si esto es verdad de todo el mundo católico, cuánto más lo es de México y de América Latina. Se puede decir que la fe y la devoción a María y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular, de la cual hablaba mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. Esta piedad popular no es necesariamente un sentimiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada por el encuentro feliz entre la obra de evangelización y la cultura local, de lo cual habla también la Exhortación recién citada (núm. 20). Así, guiada y sostenida, y, si es el caso, purificada, por la acción constante de los pastores, y ejercida diariamente en la vida del pueblo la piedad popular es de veras la piedad de los “pobres y sencillos” (Evangelii nuntiandi, 48). Es la manera cómo estos predilectos del Señor viven y traducen en sus actitudes humanas y en todas las dimensiones de la vida, el misterio de la fe que han recibido.

Esta piedad popular, en México y en toda América Latina, es indisolublemente mariana En ella, María Santísima ocupa el mismo lugar preeminente que ocupa en la totalidad de la fe cristiana. Ella es la madre, la reina, la protectora y el modelo. A ella se viene para honrarla, para pedir su intercesión para aprender a imitarla, es decir para aprender a ser un verdadero discípulo de Jesús. Porque como el mismo Señor dice: “Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 35).

Lejos de empañar la mediación insustituible y única de Cristo, esta función de María, acogida por la piedad popular la pone de relieve y “sirve para demostrar su poder”, como enseña el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 60.), porque todo lo que ella es y tiene le viene de la “superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación” y a él conduce (ib.). Los fieles que acceden a este santuario bien lo saben y lo ponen en práctica, al decir siempre con ella, mirando a Dios Padre, en el don de su Hijo amado, hecho presente entre nosotros por el Espíritu: “Glorifica mi alma al Señor” (Lc 1, 46).

3. Precisamente, cuando los fieles vienen a este santuario, como he querido venir yo también hoy, peregrino en esta sierra mexicana, ¿qué otra cosa hacen sino alabar y honrar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la figura de María, unida por vínculos indisolubles con las tres personas de la Santísima Trinidad, como también enseña el Concilio Vaticano II? (cf. Lumen gentium, 53).  Nuestra visita al santuario de Zapopán, la mía hoy, la vuestra tantas veces, significa por el hecho mismo la voluntad y el esfuerzo de acercarse a Dios y de dejarse inundar por él, mediante la intercesión, el auxilio y el modero de María.

En estos lugares de gracia, tan característicos de la geografía religiosa mexicana y latinoamericana, el Pueblo de Dios, convocado en la Iglesia, con sus pastores, y en esta feliz ocasión, con quien humildemente preside en la Iglesia a la caridad (cf. San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, Prol.), se reúne en torno al altar y bajo la mirada materna de María, para dar testimonio de que lo que cuenta en este mundo y en la vida humana es la apertura al don de Dios, que se comunica en Jesús, nuestro Salvador, y nos viene por María. Esto es lo que da a nuestra existencia terrena su verdadera dimensión trascendente, como Dios la quiso desde el principio, como Jesucristo la ha restaurado con su Muerte y su Resurrección, y como resplandece en la Virgen Santísima.

Ella es el refugio de los pecadores (Refugium peccatorum ). El Pueblo de Dios es consciente de la propia condición de pecado. Por eso, sabiendo que necesita una purificación constante “busca sin cesar la penitencia y la reconciliación” (Lumen gentium, 8). Cada uno de nosotros es consciente de ello: Jesús buscaba a los pecadores: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5, 31-32). Al paralítico, antes de curarlo le dijo: “Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lc, 5, 20); y a una pecadora: “Vete y no peques más” (Jn 8, 11).

Si la conciencia del pecado nos oprime, buscamos instintivamente a Aquel que tiene el poder de perdonar los pecados (cf. Lc 5, 24) y lo buscamos por medio de María, cuyos Santuarios son lugares de conversión, de penitencia, de reconciliación con Dios.

Ella despierta en nosotros la esperanza de la enmienda y de la perseverancia en el bien, aunque a veces pueda parecer humanamente imposible.

Ella nos permite superar las múltiples “estructuras de pecado” en las que está envuelta nuestra vida personal, familiar y social. Nos permite obtener la gracia de la verdadera liberación, con esa libertad con la que Cristo ha liberado a todo hombre.

4. De aquí parte también, como de su verdadera fuente, el compromiso auténtico por los demás hombres, nuestros hermanos, especialmente con los más pobres y necesitados, y por la necesaria transformación de la sociedad. Porque esto es lo que Dios quiere de nosotros y a esto nos envía, con la voz y la fuerza de su Evangelio al hacernos responsables los unos de los otros. María, como enseña mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Marialis cultus (núm. 37) es también modelo, fiel cumplidora de la voluntad de Dios, para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni son víctimas de la “alienación”, como hoy se dice, sino que proclaman con ella que Dios es “vindicador de los humildes” y, si es el caso “depone del trono a los soberbios” para citar de nuevo el Magnificat (cf.Lc 1, 51-53). Porque ella es así “tipo del perfecto discípulo de Cristo, que es artífice de la ciudad terrena y temporal, pero tiende al mismo tiempo a la celestial y eterna, que promueve la justicia, libera a los necesitados, pero sobre todo es testigo de aquel amor activo que construye a Cristo en las almas” (Marialis cultus, 37).

Esto es María Inmaculada para nosotros en este santuario de Zapopán. Esto es lo que hemos venido a aprender hoy de ella, a fin de que ella sea siempre para estos fieles de Guadalajara, para la nación mexicana y para toda América Latina, con su ser cristiano y católico, la verdadera “estrella de la Evangelización”.

5. Pero no quería acabar este coloquio sin añadir algunas palabras que considero importantes en el contexto de cuanto antes indicado.

Este santuario de Zapopán, y tantos otros diseminados por toda la geografía de México y América Latina, donde acuden anualmente millones de peregrinos con un profundo sentido de religiosidad, pueden y deben ser lugares privilegiados para el encuentro de una fe cada vez más purificada, que les conduzca a Cristo.

Para ello será necesario cuidar con gran atención y celo la pastoral en los santuarios marianos, mediante una liturgia apropiada y viva, mediante la predicación asidua y de sólida catequesis, mediante la preocupación por el ministerio del sacramento de la penitencia y la depuración prudente de eventuales formas de religiosidad que presenten elementos menos adecuados.

Hay que aprovechar pastoralmente estas ocasiones, acaso esporádicas, del encuentro con almas que no siempre son fieles a todo el programa de una vida cristiana, pero que acuden guiadas por una visión a veces incompleta de la fe, para tratar de conducirlas al centro de toda piedad sólida, Cristo Jesús, Hijo de Dios Salvador.

De este modo la religiosidad popular se irá perfeccionando, cuando sea necesario, y la devoción mariana adquirirá su pleno significado en una orientación trinitaria, cristocéntrica y eclesial, como tan acertadamente enseña la Exhortación Apostólica Marialis cultus (núms. 25-27).

A los sacerdotes encargados de los santuarios, a los que hasta ellos conducen peregrinaciones, les invito a reflexionar maduramente acerca del gran bien que pueden hacer a los fieles, si saben poner en obra un sistema de evangelización apropiado.

No desaprovechéis ninguna ocasión de predicar a Cristo, de esclarecer la fe del pueblo, de robustecerla, ayudándolo en su camino hacia la Trinidad Santa. Sea María el camino. A ello os ayude la Virgen Inmaculada de Zapopán. Así sea.

 

 

 

FESTIVIDADES

 

FESTIVIDAD DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO, Viernes 2 de febrero de 1979

FESTIVIDAD DE LA VIRGEN DE LOURDES, Domingo 11 de febrero de 1979

MIÉRCOLES DE CENIZA, 28 de febrero de 1979

DOMINGO DE RAMOS, 8 de abril de 1979

 
 
 

 

 

 

 

FESTIVIDAD DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO, Viernes 2 de febrero de 1979

 

1. «Lumen ad revelationem gentium: Luz para iluminación de las gentes».

La liturgia de la fiesta de hoy nos recuerda en primer lugar las palabras del Profeta Malaquías: «He aquí que entrará en su templo el Señor a quien buscáis..., he aquí que viene». De hecho estas palabras se hacen realidad en este momento: entra por primera vez en su templo el que es su Señor. Se trata del templo de la Antigua Alianza que constituía la preparación de la Nueva Alianza. Dios cierra esta Nueva Alianza con su pueblo en Aquel que «ha ungido y enviado al mundo», esto es, en su Hijo. El templo de la Antigua Alianza espera al Ungido, al Mesías. Esta espera es, por así decirlo; la razón de su existencia.

Y he aquí que entra. Llevado por las manos de María y José. Entra como un niño de 40 días para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan al templo como a tantos otros niños israelitas: el niño de padres pobres. Entra, pues, desapercibido y —casi en contraste con las palabras del Profeta Malaquías— nadie lo espera. «Deus absconditus: Dios escondido» (cf. Is 45, 15). Oculto en su carne humana. nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén. Sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación.

Aunque todo parezca indicar que nadie lo espera en este momento, que nadie lo divisa, en realidad no es así. El anciano Simeón va al encuentro de María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia las palabras que son eco vivo de la profecía de Isaías: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de los pueblos: luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 29-32; cf. Is 2, 2-5; 25, 7).

Estas palabras son la síntesis de toda la espera, la síntesis de la Antigua Alianza. El hombre que las dice no habla por sí mismo. Es Profeta: habla desde lo profundo de la revelación y de la fe de Israel. Anuncia el final del Antiguo Testamento y el comienzo del Nuevo.

2. La luz.

Hoy la Iglesia bendice las candelas que dan luz. Estas candelas son al mismo tiempo símbolo de otra luz, de la luz que es precisamente Cristo. Comenzó a serlo desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, y el período de su enseñanza fue breve. Dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8, 12). Cuando fue crucificado «se extendieron las tinieblas sobre la tierra» (Mt 27, 45 y par.), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección.

¡La luz está con nosotros!

¿Qué ilumina?

Ilumina las tinieblas de las almas humanas, las tinieblas de la existencia. Es perenne e inmenso el esfuerzo del hombre para abrirse camino y llegar a la luz; luz de la conciencia y de la existencia. Cuántos años, a veces, dedica el hombre para aclararse a sí mismo cualquier hecho, para encontrar respuesta a una pregunta determinada. Y cuánto trabajo pesa sobre nosotros mismos, sobre cada uno de nosotros, para poder desvelar, a través de lo que hay en nosotros de "oscuro", tenebroso, a través de nuestro "yo peor", a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2, 16), lo que es luminoso: el hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado; los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter. «Las tinieblas pasan y aparece ya la luz verdadera», escribe San Juan (1Jn 2, 8).

Si preguntarnos qué es lo que ilumina esta luz reconocida por Simeón en el Niño de 40 días, he aquí la respuesta. Es la respuesta de la experiencia interior de tantos hombres que han decidido seguir esta luz. Es la respuesta de vuestra vida, mis queridos hermanos y hermanas, religiosos y religiosas, que participáis en la liturgia de esta festividad, teniendo en vuestras manos las velas encendidas. Es como un pregustar la vigilia pascual cuando la Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, llevando en alto la vela encendida cruzará los umbrales del templo cantando «Lumen Christi: Luz de Cristo». Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre. Individualmente y profundamente. y a la vez con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. Es el Maestro de nuestras vocaciones. Sin embrago, El, precisamente El, el único, ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo» (cf. Lc 17, 33; Gaudium et spes, 24).

Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».

3. Por fin, Simeón dice a María. primero mirando a su Hijo: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción». Después, mirando a Ella misma: «Y una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).

Este día es su fiesta: la fiesta de Jesucristo, a los 40 días de su vida, en el templo de Jerusalén según las prescripciones de la ley de Moisés (cf. Lc 2. 22-24). Y es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos El es la luz de nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas de la conciencia y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.

Los pensamientos de muchos corazones se descubren cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la acercan al hombre.

¡Ave, Tú que has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!

4. Finalmente, séame permitido hoy, al día siguiente de mi regreso de México, darte gracias, oh Virgen de Guadalupe, por esta Luz que es tu Hijo para los hijos e hijas de aquel país y también de toda América Latina. La III Conferencia General del Episcopado de aquel continente, iniciada solemnemente a tus pies, oh María, en el santuario de Guadalupe, está desarrollando sus trabajos en Puebla sobre el tema de la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, desde el 28 de enero, y se esfuerza para mostrar caminos por los que la luz de Cristo deba alcanzar a la generación contemporánea en aquel continente grande y prometedor.

Encomendamos a la oración tales trabajos, mirando hoy a Cristo en brazos de su Madre y escuchando las palabras de Simeón: Lumen ad revelationem gentium.

 

 

FESTIVIDAD DE LA VIRGEN DE LOURDES

Basílica de San Pedro, Domingo 11 de febrero de 1979

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Os saludo a todos los que hoy estáis aquí presentes. Os saludo de modo particularmente cordial y con gran emoción. Precisamente hoy, 11 de febrero, día en que la liturgia de la Iglesia recuerda cada año la aparición de la Virgen en Lourdes, os saludo a vosotros que soléis trasladaros en peregrinación a aquel santuario y a vosotros que ayudáis a los peregrinos enfermos: sacerdotes, médicos, enfermeras, miembros del servicio de sanidad, de transporte, de asistencia. Os doy las gracias porque hoy habéis llenado la basílica de San Pedro y con vuestra presencia honráis al Papa haciéndole como partícipe de vuestras peregrinaciones anuales a Lourdes, de vuestra comunidad, de vuestra oración, de vuestra esperanza y también de cada una de vuestras renuncias personales y de la recíproca donación y sacrificio que caracterizan vuestra amistad y solidaridad. Esta basílica y la Cátedra de San Pedro necesitan vuestra presencia. Esta presencia vuestra es necesaria a toda la Iglesia, a toda la humanidad. El Papa os está muy reconocido por esto, inmensamente reconocido. En efecto, el encuentro de hoy está unido sin duda a la alegría que mana de una fe viva, pero también a molestias y sacrificios no pequeños.

2. El Señor Jesús, en el Evangelio de hoy, encuentra a un hombre gravemente enfermo: un leproso que le pide: "Si quieres puedes limpiarme" (Mc 1, 40). E inmediatamente después Jesús le prohíbe divulgar el milagro realizado, es decir, hablar de su curación. Y aunque sepamos que " Jesús iba... predicando el, Evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9, 35), sin embargo la restricción, "la reserva" de Cristo respecto a la curación que El había realizado es significativa. Quizá hay aquí una lejana previsión de aquella "reserva", de aquella cautela con que la Iglesia examina todas las presuntas curaciones milagrosas, por ejemplo, las que desde hace más de cien años se realizan en Lourdes. Es sabido a qué severos controles médicos se somete cada una de ellas.

La Iglesia ruega por la salud de todos los enfermos, de todos los que sufren, de todos los incurables humanamente condenados a invalidez irreversible. Ruega por los enfermos y ruega con los enfermos. Acoge cada curación, aunque sea parcial y gradual, con el mayor reconocimiento. Y al mismo tiempo con toda su actitud hace comprender —como Cristo— que la curación es algo excepcional, que desde el punto de vista de la "economía" divina de la salvación es un hecho extraordinario y casi "suplementario".

3. Esta economía divina de la salvación —como la ha revelado Cristo— se manifiesta indudablemente en la liberación del hombre de ese mal que es el sufrimiento "físico". Pero se manifiesta aún más en la transformación interior de ese mal que es el sufrimiento espiritual, en el bien "salvífico", en el bien que santifica al que sufre y también, por medio de él, a los otros. Por lo mismo, el texto de la liturgia de hoy en el que debemos detenernos sobre todo, no son las palabras: "Quiero, sana", queda purificado, sino las palabras: "Sed imitadores míos". San Pablo se dirige con estas palabras a los corintios: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Cor 11, 1). El mismo Cristo había dicho muchas veces antes que él: "Ven y sígueme" (cf. Mt 8, 22; 19, 21; Mc 2, 14; Lc 18, 22; Jn 21, 22).

Estas palabras no tienen la fuerza de curar, no libran del sufrimiento. Pero tienen una fuerza transformante. Son una llamada a ser un hombre nuevo, a ser particularmente semejante a Cristo, para encontrar en esta semejanza, a través de la gracia, todo el bien interior en lo que de por sí mismo es un mal que hace sufrir, que limita, que quizá humilla o trae malestar. Cristo que dice al hombre que sufre "ven y sígueme", es el mismo Cristo que sufre Cristo de Getsemaní, Cristo flagelado, Cristo coronado de espinas, Cristo caminando con la cruz, Cristo en la cruz... Es el mismo Cristo que bebió hasta el fondo el cáliz del sufrimiento humano "que le dio el Padre" (cf. Jn 18, 11). El mismo Cristo que asumió todo el mal de la condición humana sobre la tierra, excepto el pecado, para sacar de él el bien salvífico: el bien de la redención, el bien de la purificación, y de la reconciliación con Dios, el bien de la gracia.

Queridos hermanos y hermanas, si el Señor dice a cada uno de vosotros: "ven y sígueme", os invita y os llama a participar en la misma transformación, en la misma transmutación del mal del sufrimiento en el bien salvífico: de la redención, de la gracia, de la purificación, de la conversión... para sí y para los demás.

Precisamente por esto San Pablo, que quería tan apasionadamente ser imitador de Cristo, afirma en otro lugar: "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1, 24).

Cada uno de vosotros puede hacer de estas palabras la esencia de la propia vida y de la propia vocación.

Os deseo una transformación tal que es "un milagro interior", todavía mayor que el milagro de la curación; esta transformación que corresponde a la vía normal de la economía salvífica de Dios como nos la ha presentado Jesucristo. Os deseo esta gracia y la imploro para cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas.

4. "Estaba enfermo y me visitasteis" (Mt 25, 36), dice Jesús de Sí mismo. Según la lógica de la misma economía de la salvación, El, que se identifica con cada uno que sufre, espera —en este hombre— a otros hombres que "vengan a visitarlo". Espera que brote con ímpetu la compasión humana, la solidaridad, la bondad, el amor, la paciencia, la solicitud en todas sus diversas formas. Espera que brote con ímpetu lo que hay de noble, de elevado en el corazón humano: "me visitasteis".

Jesús, presente en nuestro prójimo que sufre, quiere estar presente en cada uno de nuestros actos de caridad y de servicio, que se manifiesta incluso en cada vaso de agua que damos "en su nombre" (cf. Mc 9, 41). Jesús quiere que por el sufrimiento y en torno al sufrimiento crezca el amor, la solidaridad de amor, esto es, la suma de aquel bien que es posible en nuestro mundo humano. Bien que no se desvanece jamás.

El Papa, que quiere ser siervo de este amor, besa la frente y besa las manos de cuantos contribuyen a la presencia de este amor y a su crecimiento en nuestro mundo. El sabe, en efecto, y cree besar las manos y la frente del mismo Cristo que está místicamente presente en quienes sufren y en quienes, por amor, sirven al que sufre.

Con este "beso espiritual" de Cristo dispongámonos, queridos hermanos y hermanas, a celebrar y participar en este sacrificio en el que desde la eternidad está inserto el sacrificio de cada uno de vosotros. Y quizá hoy conviene recordar de manera especial que, según la Carta a los hebreos, celebrando este sacrificio y suplicando "con poderosos clamores" (Heb 5, 7), Cristo es escuchado por el Padre:

el Cristo de nuestros sufrimientos,
el Cristo de nuestros sacrificios,
el Cristo de nuestro Getsemaní,
el Cristo de nuestras difíciles transformaciones,
el Cristo de nuestro servicio fiel al prójimo,
el Cristo de nuestras peregrinaciones a Lourdes,
el Cristo de nuestra comunidad, hoy, en la basílica de San Pedro,
el Cristo nuestro Redentor,
el Cristo nuestro Hermano.

Amén.

 

ESTACIÓN CUARESMAL EN SANTA SABINA

Miércoles de ceniza 28 de febrero de 1979

 

1. «Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno... Convertíos a Yavé, vuestro Dios» (Jl 2, 12. 13).

He aquí que hoy anunciamos la Cuaresma con las palabras del Profeta Joel, y la comenzarnos con toda la Iglesia. Anunciamos la Cuaresma del año del Señor 1979 con un rito que es aún más elocuente que las palabras del Profeta. La Iglesia bendice hoy la ceniza obtenida de las palmas bendecidas el Domingo de Ramos del año pasado, para imponerla sobre cada uno de nosotros. Inclinemos, pues, nuestras cabezas. y reconozcamos en el signo de la ceniza toda la verdad de las palabras dirigidas por Dios al primer hombre: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3, 19).

¡Sí! Recordemos esta realidad, sobre todo, durante el tiempo de Cuaresma, al que nos introduce hoy la liturgia de la Iglesia. Es un "tiempo fuerte". En este período las verdades divinas deben hablar a nuestros corazones con una fuerza muy particular. Deben encontrarse con nuestra experiencia humana, con nuestra conciencia. La primera verdad proclamada hoy recuerda al hombre su caducidad, la muerte, que es el fin de la vida terrena para cada uno de nosotros. La Iglesia insiste mucho hoy sobre esta verdad, comprobada por la historia de cada hombre: Acuérdate de que "al polvo volverás". Acuérdate de que tu vida sobre la tierra tiene un límite.

2. Pero el mensaje del miércoles de ceniza no acaba aquí. Toda la liturgia de hoy advierte: Acuérdate de aquel límite; pero al mismo tiempo: ¡No te quedes en ese límite! La muerte no es sólo una necesidad "natural". La muerte es un misterio. Ciertamente, entramos en el tiempo particular en el que toda la Iglesia. más que nunca, quiere meditar sobre la muerte como misterio del hombre en Cristo. Cristo-Hijo de Dios aceptó la muerte como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la tierra. Jesucristo aceptó la muerte como consecuencia del pecado. Desde el principio, la muerte está unida al pecado: la muerte del cuerpo («al polvo volverás») y la muerte del espíritu humano a causa de la desobediencia a Dios, al Espíritu Santo. Jesucristo aceptó la muerte en señal de obediencia a Dios, para restituir al espíritu humano el don pleno del Espíritu Santo. Jesucristo aceptó la muerte para vencer al pecado. Jesucristo aceptó la muerte para vencer a la muerte en la esencia misma de su misterio perenne.

3. Por esto el mensaje del miércoles de ceniza se expresa con las palabras de San Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios» (2Cor 5, 20-21).

¡Colaborad con El!

El significado del miércoles de ceniza no se limita a recordarnos la muerte y el pecado; es también una fuerte llamada a vencer el pecado, a convertirnos. Lo uno y lo otro expresan la colaboración con Cristo. ¡Durante la Cuaresma tenemos ante los ojos toda la "economía" divina de la gracia y de la salvación! En este tiempo de Cuaresma acordémonos de «no recibir en vano la gracia de Dios» (2Cor 6, 1).

Jesucristo mismo es la gracia más sublime de la Cuaresma. Es El mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio: de su palabra y de sus obras. Nos habla con la fuerza de su Getsemaní, del juicio ante Pilato, de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, de su crucifixión, con todo aquello que puede conmover al corazón del hombre.

Toda la Iglesia desea estar particularmente unida a Cristo en este período cuaresmal, para que su predicación y su servicio sean aún más fecundos. «Este es el tiempo propicio, éste es el día de la salud» (2Cor 6. 2).

4. Vencido por la profundidad de la liturgia de hoy, te digo, pues, a Ti, Cristo, yo, Juan Pablo II, Obispo de Roma, con todos mis hermanos y hermanas en la única fe de tu Iglesia, con todos los hermanos y hermanas de la inmensa familia humana:

«Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu benignidad. / Por vuestra gran misericordia borra mi iniquidad. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro / y renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia / y no quites de mí tu santo espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, / sosténgame un espíritu generoso» (Sal 50).

«Entonces Yavé, encendido en celo por su tierra, perdonó a su pueblo» (Jl 2, 18).

Amén.

 

DOMINGO DE RAMOS, 8 de abril de 1979

 

1. Durante la próxima semana, la liturgia quiere ser estrictamente obediente a la sucesión de los acontecimientos. Precisamente los acontecimientos, que se desarrollaron en Jerusalén hace poco menos de dos mil años, deciden que ésta sea la Semana Santa, la Semana de la Pasión del Señor.

El domingo de hoy permanece estrechamente unido con el acontecimiento que tuvo lugar cuando Jesús se acercó a Jerusalén para cumplir allí todo lo que había sido anunciado por los Profetas. Precisamente en este día los discípulos, por orden del Maestro, le llevaron un borriquillo, después de haber solicitado poderlo tomar prestado por cierto tiempo. Y Jesús se sentó sobre él para que se cumpliese también aquel detalle de los escritos proféticos. En efecto, así dice el Profeta Zacarías: "Alégrate sobremanera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino de asna" (9, 9).

Entonces, también la gente que se trasladaba a Jerusalén con motivo de las fiestas —la gente que veía los hechos que Jesús realizaba y escuchaba sus palabras— manifestando la fe mesiánica que El había despertado, gritaba: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro Padre! ¡Hosanna en las alturas!" (Mc 11, 9-10).

Nosotros repetimos estas palabras en cada Misa cuando se acerca el momento de la transustanciación.

2. Así, pues, en el camino hacia la Ciudad Santa, cerca de la entrada de Jerusalén, surge ante nosotros la escena del triunfo entusiasmante: "Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos" (Mc 11, 8).

El pueblo de Israel mira a Jesús con los ojos de la propia historia; ésta es la historia que llevaba al pueblo elegido, a través de todos los caminos de su espiritualidad, de su tradición, de su culto, precisamente hacia el Mesías. Al mismo tiempo, esta historia es difícil. El reino de David representa el punto culminante de la prosperidad y de la gloria terrestre del pueblo, que desde los tiempos de Abraham, varias veces, había encontrado su alianza con Dios-Yavé, pero también más de una vez la había roto.

Y ahora, ¿cerrará esta alianza de manera definitiva? ¿O acaso perderá de nuevo este hilo de la vocación, que ha marcado desde el comienzo el sentido de su historia?

Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos: "¡Hosanna!" "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!", parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna Elección no sucederá mediante los "hosannas", sino mediante la cruz.

Antes de que viniese a Jerusalén, acompañado por la multitud de sus paisanos, peregrinos para las fiestas de Pascua, otro lo había dado a conocer y había definido su puesto en medio de Israel. Fue precisamente Juan Bautista en el Jordán. Pero Juan, cuando vio a Jesús, al que esperaba, no gritó "hosanna", sino señalándolo con el dedo, dijo: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).

Jesús siente el grito de la multitud el día de su entrada en Jerusalén, pero su pensamiento está fijo en las palabras de Juan junto al Jordán: "He aquí el que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).

3. Hoy leemos la narración de la Pasión del Señor, según Marcos. En ella está la descripción completa de los acontecimientos que se irán sucediendo en el curso de esta semana. Y en cierto sentido, constituyen su programa.

Nos detenemos con recogimiento ante esta narración. Es difícil conocer estos sucesos de otro modo. Aunque los sepamos de memoria, siempre volvemos a escucharlos con el mismo recogimiento. Recuerdo con qué atención escuchaban los niños cuando siendo yo todavía joven sacerdote les contaba la Pasión del Señor. Era siempre una catequesis completamente distinta de las otras. La Iglesia, pues, no cesa de leer nuevamente la narración de la Pasión de Cristo, y desea que esta descripción permanezca en nuestra conciencia y en nuestro corazón. En esta semana estamos llamados a una solidaridad particular con Jesucristo: "Varón de dolores" (Is 53, 3).

4. Así, pues, junto a la figura de este Mesías, que el Israel de la Antigua Alianza esperaba y, más aún, que parecía haber alcanzado ya con la propia fe en el momento de la entrada en Jerusalén, la liturgia de hoy nos presenta al mismo tiempo otra figura. La descrita por los Profetas, de modo particular por Isaías:

«He dado mis espaldas a los que me herían... sabiendo que no sería confundido» (Is 50, 6-7).

Cristo viene a Jerusalén para que se cumplan en El estas palabras, para realizar la figura del "Siervo de Yavé", mediante la cual el Profeta, ocho siglos antes, había revelado la intención de Dios. El "Siervo de Yavé": el Mesías, el descendiente de David, pero en quien se cumple el "hosanna" del pueblo, pero el que es sometido a la más terrible prueba:

«Búrlanse de mí cuantos me ven..., líbrele, sálvele, pues dice que le es grato» (Sal 21, 8-9).

En cambio, no mediante la "liberación" del oprobio, sino precisamente mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, debía realizarse el designio eterno del amor.

Y he aquí que habla ahora no ya el Profeta, sino el Apóstol, habla Pablo, en quien "la palabra de la cruz" ha encontrado un camino particular. Pablo, consciente del misterio de la redención, da testimonio de quien "existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo..., se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 6-8).

He aquí la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del hijo de Dios, del Siervo de Yavé. Jesús con esta figura entraba en Jerusalén, cuando los peregrinos, que lo acompañaban por el caminó, cantaban: "Hosanna". Y extendían sus mantos y los ramos de los árboles en el camino por el que pasaba.

5. Y nosotros hoy llevamos en nuestras manos los ramos de olivo. Sabernos que después estos ramos se secarán. Con su ceniza cubriremos nuestras cabezas el próximo año, para recordar que el Hijo de Dios, hecho hombre, aceptó la muerte humana para merecernos la Vida.