Al concluir los
actos de esta inolvidable Jornada Mundial de la Juventud, he querido detenerme
aquí, antes de regresar a Roma, para daros las gracias muy vivamente por vuestro
inestimable servicio. Es un deber de justicia y una necesidad del corazón. Deber
de justicia, porque, gracias a vuestra colaboración, los jóvenes peregrinos han
podido encontrar una amable acogida y una ayuda en todas sus necesidades. Con
vuestro servicio habéis dado a la Jornada Mundial el rostro de la amabilidad, la
simpatía y la entrega a los demás.
Mi gratitud es
también una necesidad del corazón, porque no solo habéis estado atentos a los
peregrinos, sino también al Papa. En todos los actos en los que he participado,
allí estabais vosotros: unos visiblemente y otros en un segundo plano, haciendo
posible el orden requerido para que todo fuera bien. No puedo tampoco olvidar el
esfuerzo de la preparación de estos días. Cuántos sacrificios, cuánto cariño.
Todos, cada uno como sabía y podía, puntada a puntada, habéis ido tejiendo con
vuestro trabajo y oración el maravillo cuadro multicolor de esta Jornada. Muchas
gracias por vuestra dedicación. Os agradezco este gesto entrañable de amor.
Muchos de vosotros
habéis debido renunciar a participar de un modo directo en los actos, al tener
que ocuparos de otras tareas de la organización. Sin embargo, esa renuncia ha
sido un modo hermoso y evangélico de participar en la Jornada: el de la entrega
a los demás de la que habla Jesús. En cierto sentido, habéis hecho realidad las
palabras del Señor:
«Si uno quiere ser
el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc
9,35).
Tengo la certeza de que esta experiencia como voluntarios os ha enriquecido a
todos en vuestra vida cristiana, que es fundamentalmente un servicio de amor. El
Señor trasformará vuestro cansancio acumulado, las preocupaciones y el agobio de
muchos momentos en frutos de virtudes cristianas: paciencia, mansedumbre,
alegría en el darse a los demás, disponibilidad para cumplir la voluntad de
Dios. Amar es servir y el servicio acrecienta el amor. Pienso que es este uno de
los frutos más bellos de vuestra contribución a la Jornada Mundial de la
Juventud. Pero esta cosecha no la recogéis solo vosotros, sino la Iglesia entera
que, como misterio de comunión, se enriquece con la aportación de cada uno de
sus miembros.
Al volver ahora a
vuestra vida ordinaria, os animo a que guardéis en vuestro corazón esta gozosa
experiencia y a que crezcáis cada día más en la entrega de vosotros mismos a
Dios y a los hombres. Es posible que en muchos de vosotros se haya despertado
tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál
es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No
podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la grandeza de
su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha
surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al
servicio de Aquel que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida
como rescate por muchos» (Mc
10,45).
Vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada. Quizás alguno esté pensando:
el Papa ha venido a darnos las gracias y se va pidiendo. Sí, así es. Ésta es la
misión del Papa, Sucesor de Pedro.
Y no olvidéis que
Pedro, en su primera carta, recuerda a los cristianos el precio con que han sido
rescatados: el de la sangre de Cristo (cf. 1P 1, 18-19). Quien
valora su vida desde esta perspectiva sabe que al amor de Cristo solo se puede
responder con amor, y eso es lo que os pide el Papa en esta despedida: que
respondáis con amor a quien por amor se ha entregado por vosotros. Gracias de
nuevo y que Dios vaya siempre con vosotros.
“Los voluntarios” de la JMJ-2011-Madrid
han constituido un factor clave en la preparación y en el desarrollo de esta
gran celebración eclesial que Su Santidad quiso confiar a la Archidiócesis de
Madrid y a la Iglesia en España. El significado habitual y convencional de esta
palabra, “voluntarios”, usada y aplicada en los más variados contextos de la
vida de las sociedades de nuestro tiempo, es manifiestamente insuficiente para
poder comprender y expresar el esfuerzo, el sacrificio, el desprendimiento y el
estilo impreso por los Voluntarios de la JMJ.2011 de Madrid a su comportamiento
y al servicio por ellos prestado. La calidad humana, con la que lo han hecho, ha
sido excepcional. Les ha movido el amor: un amor ofrecido al Señor, a la Iglesia
y al Papa. Han querido ser unos verdaderos “apóstoles” de sus jóvenes
compañeros, ¡y lo han logrado!
Conmovidos por la exquisita
delicadeza verdaderamente paternal, que el Santo Padre les muestra al querer
despedirse personalmente de ellos, se lo agradecen de todo corazón y le piden su
última bendición.
Dispuestos a una respuesta en sus
vidas, vigorosa y gozosa, a lo que en el futuro el Papa, la Iglesia, ¡el Señor!
quieran pedirles, ¡le dan las gracias más sentidas querido Santo Padre!
La despedida se les hace difícil,
¡se nos hace difícil a todos! Ha oído estos días de sus labios juveniles
reiteradamente el “¡le queremos!”. Eso es: ¡le queremos, Santo Padre!
¡Bendíganos
Ahora vais a regresar
a vuestros lugares de residencia habitual. Vuestros amigos querrán saber qué
es lo que ha cambiado en vosotros después de haber estado en esta noble
Villa con el Papa y cientos de miles de jóvenes de todo el orbe: ¿Qué vais a
decirles? Os invito a que deis un audaz testimonio de vida cristiana ante
los demás. Así seréis fermento de nuevos cristianos y haréis que la Iglesia
despunte con pujanza en el corazón de muchos.
¡Cuánto he pensado en
estos días en aquellos jóvenes que aguardan vuestro regreso! Transmitidles
mi afecto, en particular a los más desfavorecidos, y también a vuestras
familias y a las comunidades de vida cristiana a las que pertenecéis.
No puedo dejar de
confesaros que estoy realmente impresionado por el número tan significativo
de Obispos y sacerdotes presentes en esta Jornada. A todos ellos doy las
gracias muy desde el fondo del alma, animándolos al mismo tiempo a seguir
cultivando la pastoral juvenil con entusiasmo y dedicación.
Encomiendo ahora a
todos los jóvenes del mundo, y en especial a vosotros, queridos amigos, a la
amorosa intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la nueva
evangelización y Madre de los jóvenes, y la saludamos con las mismas
palabras que le dirigió el Ángel del Señor.
[Después de rezar
el Ángelus, el Papa saludó en diferentes idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto al
Señor Arzobispo castrense y agradezco vivamente al Ejército del Aire el
haber cedido con tanta generosidad la Base Aérea de Cuatro Vientos,
precisamente en el centenario de la creación de la aviación militar
española. Pongo a todos los que la integran y a sus familias bajo el materno
amparo de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora de Loreto.
Asimismo, y al
conmemorarse ayer el tercer aniversario del grave accidente aéreo ocurrido
en el aeropuerto de Barajas, que ocasionó numerosas víctimas y heridos,
deseo hacer llegar mi cercanía espiritual y mi afecto entrañable a todos los
afectados por ese lamentable suceso, así como a los familiares de los
fallecidos, cuyas almas encomendamos a la misericordia de Dios.
Me complace anunciar
ahora que la sede de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en 2013,
será Río de Janeiro. Pidamos al Señor ya desde este instante que asista con
su fuerza a cuantos han de ponerla en marcha y allane el camino a los
jóvenes de todo el mundo para que puedan reunirse nuevamente con el Papa en
esa bella ciudad brasileña.
Queridos amigos,
antes de despedirnos, y a la vez que los jóvenes de España entregan a los de
Brasil la cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud, como Sucesor de
Pedro, confío a todos los aquí presentes este gran cometido: Llevad el
conocimiento y el amor de Cristo por todo el mundo. Él quiere que seáis sus
apóstoles en el siglo veintiuno y los mensajeros de su alegría. ¡No lo
defraudéis! Muchas gracias.
[En francés]
Queridos jóvenes de
lengua francesa, Cristo os pide hoy que estéis arraigados en Él y
construyáis con Él vuestra vida sobre la roca que es Él mismo. Él os envía
para que seáis testigos valientes y sin complejos, auténticos y creíbles. No
tengáis miedo de ser católicos, dando siempre testimonio de ello a vuestro
alrededor, con sencillez y sinceridad. Que la Iglesia halle en vosotros y en
vuestra juventud a los misioneros gozosos de la Buena Noticia.
[En inglés]
Saludo a todos los
jóvenes de lengua inglesa que están hoy aquí. Al regresar a vuestra casa,
llevad con vosotros la Buena Noticia del amor de Cristo, que habéis
experimentado en estos días inolvidables. Con los ojos fijos en Él,
profundizad en vuestro conocimiento del Evangelio y dad abundantes frutos.
Dios os bendiga hasta que nos encontremos nuevamente.
[En alemán]
Mis queridos amigos.
La fe no es una teoría. Creer significa entrar en una relación personal con
Jesús y vivir la amistad con Él en comunión con los demás, en la comunidad
de la Iglesia. Confiad a Cristo toda vuestra vida, y ayudad a vuestros
amigos a alcanzar la fuente de la vida: Dios. Que el Señor haga de vosotros
testigos gozosos de su amor.
[En italiano]
Queridos jóvenes de
lengua italiana. Os saludo a todos. La Eucaristía que hemos celebrado es
Cristo Resucitado, presente y vivo en medio de nosotros: Gracias a Él,
vuestra vida está arraigada y fundada en Dios, firme en la fe. Con esta
certeza, marchad de Madrid y anunciad a todos lo que habéis visto y oído.
Responded con gozo a la llamada del Señor, seguidlo y permaneced siempre
unidos a Él: daréis mucho fruto.
[En portugués]
Queridos jóvenes y
amigos de lengua portuguesa, habéis encontrado a Jesucristo. Os sentiréis
yendo contra corriente en medio de una sociedad donde impera la cultura
relativista que renuncia a buscar y a poseer la verdad. Pero el Señor os ha
enviado en este momento de la historia, lleno de grandes desafíos y
oportunidades, para que, gracias a vuestra fe, siga resonando por toda la
tierra la Buena Nueva de Cristo. Espero poder encontraros dentro de dos años
en la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, Brasil.
Hasta entonces, recemos unos por otros, dando testimonio de la alegría que
brota de vivir enraizados y edificados en Cristo. Hasta pronto, queridos
jóvenes. Que Dios os bendiga.
Saludo en polaco:
Queridos jóvenes
polacos, firmes en la fe, arraigados en Cristo. Que los talentos recibidos
de Dios en estos días produzcan en vosotros abundantes frutos. Sed sus
testigos. Llevad a los demás el mensaje del Evangelio. Con vuestra oración y
con el ejemplo de la vida, ayudad a Europa a encontrar sus raíces
cristianas.
Con la celebración de
la Eucaristía llegamos al momento culminante de esta Jornada Mundial de la
Juventud. Al veros aquí, venidos en gran número de todas partes, mi corazón
se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús os mira.
Sí, el Señor os quiere y os llama amigos suyos (cf. Jn15,15). Él
viene a vuestro encuentro y desea acompañaros en vuestro camino, para
abriros las puertas de una vida plena, y haceros partícipes de su relación
íntima con el Padre. Nosotros, por nuestra parte, conscientes de la grandeza
de su amor, deseamos corresponder con toda generosidad a esta muestra de
predilección con el propósito de compartir también con los demás la alegría
que hemos recibido. Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se
sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor. Perciben
que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién
es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra
hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?
En el evangelio que
hemos escuchado (cf. Mt 16, 13-20), vemos representados como dos
modos distintos de conocer a Cristo. El primero consistiría en un
conocimiento externo, caracterizado por la opinión corriente. A la pregunta
de Jesús: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los discípulos
responden: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o
uno de los profetas». Es decir, se considera a Cristo como un personaje
religioso más de los ya conocidos. Después, dirigiéndose personalmente a los
discípulos, Jesús les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Pedro responde con lo que es la primera confesión de fe: «Tú eres el Mesías,
el Hijo del Dios vivo». La fe va más allá de los simples datos empíricos o
históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su
profundidad.
Pero la fe no es
fruto del esfuerzo humano, de su razón, sino que es un don de Dios:
«¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Tiene su origen
en la iniciativa de Dios, que nos desvela su intimidad y nos invita a
participar de su misma vida divina. La fe no proporciona solo alguna
información sobre la identidad de Cristo, sino que supone una relación
personal con Él, la adhesión de toda la persona, con su inteligencia,
voluntad y sentimientos, a la manifestación que Dios hace de sí mismo. Así,
la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», en el fondo
está impulsando a los discípulos a tomar una decisión personal en relación a
Él. Fe y seguimiento de Cristo están estrechamente relacionados. Y, puesto
que supone seguir al Maestro, la fe tiene que consolidarse y crecer, hacerse
más profunda y madura, a medida que se intensifica y fortalece la relación
con Jesús, la intimidad con Él. También Pedro y los demás apóstoles tuvieron
que avanzar por este camino, hasta que el encuentro con el Señor resucitado
les abrió los ojos a una fe plena.
Queridos jóvenes,
también hoy Cristo se dirige a vosotros con la misma pregunta que hizo a los
apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Respondedle con
generosidad y valentía, como corresponde a un corazón joven como el vuestro.
Decidle: Jesús, yo sé que Tú eres el Hijo de Dios que has dado tu vida por
mí. Quiero seguirte con fidelidad y dejarme guiar por tu palabra. Tú me
conoces y me amas. Yo me fío de ti y pongo mi vida entera en tus manos.
Quiero que seas la fuerza que me sostenga, la alegría que nunca me abandone.
En su respuesta a la
confesión de Pedro, Jesús habla de la Iglesia: «Y yo a mi vez te digo que tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». ¿Qué significa esto?
Jesús construye la Iglesia sobre la roca de la fe de Pedro, que confiesa la
divinidad de Cristo. Sí, la Iglesia no es una simple institución humana,
como otra cualquiera, sino que está estrechamente unida a Dios. El mismo
Cristo se refiere a ella como «su» Iglesia. No se puede separar a Cristo de
la Iglesia, como no se puede separar la cabeza del cuerpo (cf. 1Co 12,12).
La Iglesia no vive de sí misma, sino del Señor. Él está presente en medio de
ella, y le da vida, alimento y fortaleza.
Queridos jóvenes,
permitidme que, como Sucesor de Pedro, os invite a fortalecer esta fe que se
nos ha transmitido desde los Apóstoles, a poner a Cristo, el Hijo de Dios,
en el centro de vuestra vida. Pero permitidme también que os recuerde que
seguir a Jesús en la fe es caminar con Él en la comunión de la Iglesia. No
se puede seguir a Jesús en solitario. Quien cede a la tentación de ir «por
su cuenta» o de vivir la fe según la mentalidad individualista, que
predomina en la sociedad, corre el riesgo de no encontrar nunca a
Jesucristo, o de acabar siguiendo una imagen falsa de Él.
Tener fe es apoyarse
en la fe de tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de
otros. Os pido, queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha
engendrado en la fe, que os ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha
hecho descubrir la belleza de su amor. Para el crecimiento de vuestra
amistad con Cristo es fundamental reconocer la importancia de vuestra gozosa
inserción en las parroquias, comunidades y movimientos, así como la
participación en la Eucaristía de cada domingo, la recepción frecuente del
sacramento del perdón, y el cultivo de la oración y meditación de la Palabra
de Dios.
De esta amistad con
Jesús nacerá también el impulso que lleva a dar testimonio de la fe en los
más diversos ambientes, incluso allí donde hay rechazo o indiferencia. No se
puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás. Por tanto, no os
guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de
vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita
ciertamente a Dios. Pienso que vuestra presencia aquí, jóvenes venidos de
los cinco continentes, es una maravillosa prueba de la fecundidad del
mandato de Cristo a la Iglesia: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio
a toda la creación» (Mc 16,15). También a vosotros os incumbe la
extraordinaria tarea de ser discípulos y misioneros de Cristo en otras
tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más
grandes y, vislumbrando en sus corazones la posibilidad de valores más
auténticos, no se dejan seducir por las falsas promesas de un estilo de vida
sin Dios.
Queridos jóvenes,
rezo por vosotros con todo el afecto de mi corazón. Os encomiendo a la
Virgen María, para que ella os acompañe siempre con su intercesión maternal
y os enseñe la fidelidad a la Palabra de Dios. Os pido también que recéis
por el Papa, para que, como Sucesor de Pedro, pueda seguir confirmando a sus
hermanos en la fe. Que todos en la Iglesia, pastores y fieles, nos
acerquemos cada día más al Señor, para que crezcamos en santidad de vida y
demos así un testimonio eficaz de que Jesucristo es verdaderamente el Hijo
de Dios, el Salvador de todos los hombres y la fuente viva de su esperanza.
Amén.
Querido y Venerado Santo
Padre:
El Sol ha amanecido en Madrid luminoso y ardiente. Su luz baña la meseta
castellana que vemos extenderse por el Noroeste y el Norte hasta las
estribaciones de la no muy lejana Sierra madrileña como una cálida invitación a
mirar a lo alto, en búsqueda de los horizontes que iluminan el futuro definitivo
del hombre: ¡los del Cielo! Esta claridad esplendorosa de la mañana madrileña
presagia y augura la luz plena y definitiva de Jesucristo Resucitado, cuya
Pascua vuelve a actualizarse en la celebración del Sacramento de la Eucaristía,
presidida por el Sucesor de Pedro, el Apóstol que profesó el primero, entre los
doce, la clara e inequívoca confesión de Fe en su Maestro y Señor: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios Vivo”.
Santo Padre: Después de una noche de vigilia, transcurrida en intensa oración
eucarística y después de haber pasado toda la noche en “Cuatro Vientos”, los
jóvenes de la JMJ.2011, acompañados por sus sacerdotes, forman esta magna
Asamblea litúrgica de una solemnísima Eucaristía en la que la catolicidad de la
Iglesia brilla como en pocas otras. Es el momento culminante de la Jornada
Mundial de la Juventud. Es el momento del “sí” a Cristo: el sí de las vidas
convertidas, el sí de la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada, el sí a
la llamada para ser un apóstol seglar en medio del mundo tan convulso y
problemático de nuestro tiempo. ¡Un mundo indigente de verdadera y sólida
esperanza, de justicia y solidaridad! Con este inquietante panorama moral y
espiritual se encontrarán cuando retornen a sus países de origen. Urge su “sí”
al matrimonio y a la familia proyectada y realizada según el Plan de Dios, al
Evangelio de la Vida, ¡el Sí a una vida en “Dios que es Amor”! como tan
bellamente lo explica el Papa en la primera Encíclica de su Pontificado.
Los jóvenes, querido Santo Padre, que le han rodeado, estos días, de sus
cariñosas y constantes atenciones y muestras de veneración y afecto filial,
extraordinariamente receptivos para sus palabras y su mensaje, están dispuestos
a ofrecerle al Señor un nuevo −o un renovado− “Sí”, apoyados y confiados en el
Sí de Pedro que el Papa encarna y actualiza para ellos y con ellos en esta
solemnísima celebración de la Eucaristía. Unidos en la Comunión del Santísimo
Cuerpo y Sangre de Cristo, que van a recibir, marcharán a sus casas y ambientes
dispuestos a ser testigos valientes del Evangelio de Jesucristo con las palabras
y con las obras. Aceptan sin vacilar el envío misionero que el Santo Padre
quiera hacerles, porque saben muy bien que “caminan en Cristo, su hermano, su
amigo, su Señor” cuando lo hacen en la Comunión visible de la Iglesia presidida
por el Sucesor de Pedro y de la mano de María, la Santísima Virgen, la Reina de
los Cielos y Madre de la Iglesia, e imitando el ejemplo de los Santos. Los
Patronos de esta Jornada Mundial -San Isidro y Santa María de la Cabeza, San
Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, San Juan de Ávila y San Juan de la
Cruz, Santa Teresa de Jesús y Santa Rosa de Lima, San Rafael Arnáiz y el Beato
Juan Pablo II- les acompañarán en la nueva etapa de sus vidas que comienza hoy,
a fin de que sean “testigos de la verdadera alegría”: ¡de la alegría de Cristo
Resucitado! La única alegría que no perece, la única capaz de ganar el corazón
de sus jóvenes amigos y compañeros: ¡de salvar el mundo!
¡Cuente con ellos, Santo Padre!
Os saludo a todos,
pero en particular a los jóvenes que me han formulado sus preguntas, y les
agradezco la sinceridad con que han planteado sus inquietudes, que expresan
en cierto modo el anhelo de todos vosotros por alcanzar algo grande en la
vida, algo que os dé plenitud y felicidad.
Pero, ¿cómo puede un
joven ser fiel a la fe cristiana y seguir aspirando a grandes ideales en la
sociedad actual? En el evangelio que hemos escuchado, Jesús nos da una
respuesta a esta importante cuestión: «Como el Padre me ha amado, así os he
amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).
Sí, queridos amigos,
Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo
lo demás. No somos fruto de la casualidad o la irracionalidad, sino que en
el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios. Permanecer
en su amor significa entonces vivir arraigados en la fe, porque la fe no es
la simple aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima
con Cristo que nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a
vivir como personas que se saben amadas por Dios.
Si permanecéis en el
amor de Cristo, arraigados en la fe, encontraréis, aun en medio de
contrariedades y sufrimientos, la raíz del gozo y la alegría. La fe no se
opone a vuestros ideales más altos, al contrario, los exalta y perfecciona.
Queridos jóvenes, no os conforméis con menos que la Verdad y el Amor, no os
conforméis con menos que Cristo.
Precisamente ahora,
en que la cultura relativista dominante renuncia y desprecia la búsqueda de
la verdad, que es la aspiración más alta del espíritu humano, debemos
proponer con coraje y humildad el valor universal de Cristo, como salvador
de todos los hombres y fuente de esperanza para nuestra vida. Él, que tomó
sobre sí nuestras aflicciones, conoce bien el misterio del dolor humano y
muestra su presencia amorosa en todos los que sufren. Estos, a su vez,
unidos a la pasión de Cristo, participan muy de cerca en su obra de
redención. Además, nuestra atención desinteresada a los enfermos y
postergados, siempre será un testimonio humilde y callado del rostro
compasivo de Dios.
Queridos amigos, que
ninguna adversidad os paralice. No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni
a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la
historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la
tierra.
En esta vigilia de
oración, os invito a pedir a Dios que os ayude a descubrir vuestra vocación
en la sociedad y en la Iglesia y a perseverar en ella con alegría y
fidelidad. Vale la pena acoger en nuestro interior la llamada de Cristo y
seguir con valentía y generosidad el camino que él nos proponga.
A muchos, el Señor
los llama al matrimonio, en el que un hombre y una mujer, formando una sola
carne (cf. Gn 2, 24), se realizan en una profunda vida de comunión.
Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor verdadero
que se renueva y ahonda cada día compartiendo alegrías y dificultades, y que
se caracteriza por una entrega de la totalidad de la persona. Por eso,
reconocer la belleza y bondad del matrimonio, significa ser conscientes de
que solo un ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así como de apertura al
don divino de la vida, es el adecuado a la grandeza y dignidad del amor
matrimonial.
A otros, en cambio,
Cristo los llama a seguirlo más de cerca en el sacerdocio o en la vida
consagrada. Qué hermoso es saber que Jesús te busca, se fija en ti y con su
voz inconfundible te dice también a ti: «¡Sígueme!» (cf. Mc 2,14).
Queridos jóvenes,
para descubrir y seguir fielmente la forma de vida a la que el Señor os
llame a cada uno, es indispensable permanecer en su amor como amigos. Y,
¿cómo se mantiene la amistad si no es con el trato frecuente, la
conversación, el estar juntos y el compartir ilusiones o pesares? Santa
Teresa de Jesús decía que la oración es «tratar de amistad, estando muchas
veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (cf. Libro de la vida,
8).
Os invito, pues, a
permanecer ahora en la adoración a Cristo, realmente presente en la
Eucaristía. A dialogar con Él, a poner ante Él vuestras preguntas y a
escucharlo. Queridos amigos, yo rezo por vosotros con toda el alma. Os
suplico que recéis también por mí. Pidámosle al Señor en esta noche que,
atraídos por la belleza de su amor, vivamos siempre fielmente como
discípulos suyos. Amén.
Señor Cardenal
Arzobispo de Madrid,
Venerados hermanos en el Episcopado,
Queridos sacerdotes y religiosos,
Queridos rectores y formadores,
Queridos seminaristas,
Amigos todos
Me alegra
profundamente celebrar la Santa Misa con todos vosotros, que aspiráis a ser
sacerdotes de Cristo para el servicio de la Iglesia y de los hombres, y
agradezco las amables palabras de saludo con que me habéis acogido. Esta
Santa Iglesia Catedral de Santa María La Real de la Almudena es hoy como un
inmenso cenáculo donde el Señor celebra con deseo ardiente su Pascua con
quienes un día anheláis presidir en su nombre los misterios de la salvación.
Al veros, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos
para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la
Iglesia y la oferta del evangelio al mundo. Como seminaristas, estáis en
camino hacia una meta santa: ser prolongadores de la misión que Cristo
recibió del Padre. Llamados por Él, habéis seguido su voz y atraídos por su
mirada amorosa avanzáis hacia el ministerio sagrado. Poned vuestros ojos en
Él, que por su encarnación es el revelador supremo de Dios al mundo y por su
resurrección es el cumplidor fiel de su promesa. Dadle gracias por esta
muestra de predilección que tiene con cada uno de vosotros.
La primera lectura
que hemos escuchado nos muestra a Cristo como el nuevo y definitivo
sacerdote, que hizo de su existencia una ofrenda total. La antífona del
salmo se le puede aplicar perfectamente, cuando, al entrar en el mundo,
dirigiéndose a su Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39,
8-9). En todo buscaba agradarle: al hablar y al actuar, recorriendo los
caminos o acogiendo a los pecadores. Su vivir fue un servicio y su
desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el
Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los
Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que
estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Heb 10,14).
La Eucaristía, de
cuya institución nos habla el evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20),
es la expresión real de esa entrega incondicional de Jesús por todos,
también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y sangre para la
vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la
vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la
fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y
así destruirlo. El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir
su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la
nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la
promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes
futuros. Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia
el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de
promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio.
Queridos amigos, os
preparáis para ser apóstoles con Cristo y como Cristo, para ser compañeros
de viaje y servidores de los hombres. ¿Cómo vivir estos años de preparación?
Ante todo, deben ser años de silencio interior, de permanente oración, de
constante estudio y de inserción paulatina en las acciones y estructuras
pastorales de la Iglesia. Iglesia que es comunidad e institución, familia y
misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de
quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo
ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus
amigos e instrumentos para la redención del género humano. La santidad de la
Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de
su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto
que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una
contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos
significar.
Meditad bien este
misterio de la Iglesia, viviendo los años de vuestra formación con profunda
alegría, en actitud de docilidad, de lucidez y de radical fidelidad
evangélica, así como en amorosa relación con el tiempo y las personas en
medio de las que vivís. Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su
misión. Cada época tiene sus problemas, pero Dios da en cada tiempo la
gracia oportuna para asumirlos y superarlos con amor y realismo. Por eso, en
cualquier circunstancia en la que se halle, y por dura que esta sea, el
sacerdote ha de fructificar en toda clase de obras buenas, guardando para
ello siempre vivas en su interior las palabras del día de su Ordenación,
aquellas con las que se le exhortaba a configurar su vida con el misterio de
la cruz del Señor.
Configurarse con
Cristo comporta, queridos seminaristas, identificarse cada vez más con Aquel
que se ha hecho por nosotros siervo, sacerdote y víctima. Configurarse con
Él es, en realidad, la tarea en la que el sacerdote ha de gastar toda su
vida. Ya sabemos que nos sobrepasa y no lograremos cumplirla plenamente,
pero, como dice san Pablo, corremos hacia la meta esperando alcanzarla (cf.Flp 3,12-14).
Pero Cristo, Sumo
Sacerdote, es también el Buen Pastor, que cuida de sus ovejas hasta dar la
vida por ellas (cf. Jn 10,11). Para imitar también en esto al
Señor, vuestro corazón ha de ir madurando en el Seminario, estando
totalmente a disposición del Maestro. Esta disponibilidad, que es don del
Espíritu Santo, es la que inspira la decisión de vivir el celibato por el
Reino de los cielos, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la
austeridad de vida y la obediencia sincera y sin disimulo.
Pedidle, pues, a Él,
que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin
rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se
conviertan y vuelvan al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca
de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este
reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de
realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios
hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por
consiguiente, sus defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os
dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el
que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios
por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele
hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los
que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente
enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con
fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia.
Alentados por
vuestros formadores, abrid vuestra alma a la luz del Señor para ver si este
camino, que requiere valentía y autenticidad, es el vuestro, avanzando hacia
el sacerdocio solamente si estáis firmemente persuadidos de que Dios os
llama a ser sus ministros y plenamente decididos a ejercerlo obedeciendo las
disposiciones de la Iglesia.
Con esa confianza,
aprended de Aquel que se definió a sí mismo como manso y humilde de corazón,
despojándoos para ello de todo deseo mundano, de manera que no os busquéis a
vosotros mismos, sino que con vuestro comportamiento edifiquéis a vuestros
hermanos, como hizo el santo patrono del clero secular español, san Juan de
Ávila. Animados por su ejemplo, mirad, sobre todo, a la Virgen María, Madre
de los sacerdotes. Ella sabrá forjar vuestra alma según el modelo de Cristo,
su divino Hijo, y os enseñará siempre a custodiar los bienes que Él adquirió
en el Calvario para la salvación del mundo. Amén.
Miles de seminaristas de
todo el mundo se reúnen esta luminosa mañana madrileña en la Catedral de Santa
María la Real de La Almudena para celebrar la Eucaristía presidida por el Papa.
La Misa de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, tan arraigada en el Calendario
litúrgico propio de la Iglesia en España y en la espiritualidad más querida del
clero español, será la propia de la celebración. Se trata, Santo Padre, de una
nueva generación de seminaristas que han leído y meditado diligentemente con sus
formadores la Carta que les dirigió hace poco más de un año. Saben que no hay
otra alternativa en el itinerario formativo para el sacerdocio ministerial que
la que el Papa les mostraba: la de la santidad sacerdotal. Con corazón conmovido
agradecen al Vicario de Cristo que haya querido celebrar la Eucaristía con ellos
en la mañana de este sábado en el que la Jornada Mundial de la Juventud llega a
su cumbre.
Estos seminaristas de la
JMJ de Madrid quieren ser santos sacerdotes, porque quieren ser buenos y fieles
instrumentos de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote para la santificación de sus
jóvenes compañeros y del mundo entero. ¡Quieren ser los primeros apóstoles de la
juventud de su tiempo como el Papa y la Iglesia se lo piden! En la Misa diaria,
en la frecuente adoración eucarística y en la oración ante el Señor
Sacramentado, va configurándose su alma sacerdotal según la medida del Corazón
de Cristo, aprendiendo a hacerse sacerdotes y víctimas con Él para la salvación
de las almas. Esta Santa Misa marcará, sin duda, el inicio de un capítulo nuevo
en la maduración humana, espiritual y pastoral de su vocación sacerdotal. La
respuesta a Jesucristo, el Señor, que les llama a la identificación personal con
Él y a un seguimiento incondicional como ministros y apóstoles de su Evangelio,
adquirirá un nuevo ardor y una renovada firmeza en el compromiso contraído.
Ningún cálculo, ninguna ambición humana les apartará del gran ideal y del celo
que les anima: ¡la Gloria de Dios y la salvación del hombre! Entre los Patronos
de la JMJ.2011 de Madrid se encuentran figuras señeras de la espiritualidad
sacerdotal: San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Juan de la Cruz,
pero, sobre todo, San Juan de Ávila, patrono del Clero Español. Sus insignes
reliquias han sido traídas desde su Iglesia en Montilla (Córdoba) a Madrid para
que pudiesen ser veneradas durante estos días de la JMJ-2011 por los jóvenes
peregrinos, especialmente, por aquellos que sienten en su corazón la vocación al
Sacerdocio ministerial. Se encuentran ahora aquí colocadas debajo del altar de
la Virgen de La Almudena.
La persona del Beato Juan
Pablo II, les es a casi todos una figura extraordinariamente cercana. No nos
faltará su intercesión. No nos faltará la mediación de María, Nuestra Madre del
Cielo y Reina de todos los Santos. El ánimo, el afecto y la oración del Papa,
tampoco.
Con piedad y fervor
hemos celebrado este Vía Crucis, acompañando a Cristo en su Pasión y Muerte.
Los comentarios de las Hermanitas de la Cruz, que sirven a los más pobres y
menesterosos, nos han facilitado adentrarnos en el misterio de la Cruz
gloriosa de Cristo, que contiene la verdadera sabiduría de Dios, la que
juzga al mundo y a los que se creen sabios (cf. 1 Co 1,17-19).
También nos ha ayudado en este itinerario hacia el Calvario la contemplación
de estas extraordinarias imágenes del patrimonio religioso de las diócesis
españolas. Son imágenes donde la fe y el arte se armonizan para llegar al
corazón del hombre e invitarle a la conversión. Cuando la mirada de la fe es
limpia y auténtica, la belleza se pone a su servicio y es capaz de
representar los misterios de nuestra salvación hasta conmovernos
profundamente y transformar nuestro corazón, como sucedió a Santa Teresa de
Jesús al contemplar una imagen de Cristo muy llagado (cf. Libro de la
vida, 9,1).
Mientras avanzábamos
con Jesús, hasta llegar a la cima de su entrega en el Calvario, nos venían a
la mente las palabras de san Pablo: «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).
Ante un amor tan desinteresado, llenos de estupor y gratitud, nos
preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos?
San Juan lo dice claramente: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio
su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los
hermanos» (1 Jn 3,16). La pasión de Cristo nos impulsa a cargar
sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios
no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes. Al contrario,
se hizo uno de nosotros «para poder compadecer Él mismo con el hombre, de
modo muy real, en carne y sangre… Por eso, en cada pena humana ha entrado
uno que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento
la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así
aparece la estrella de la esperanza» (Spe salvi, 39).
Queridos jóvenes, que
el amor de Cristo por nosotros aumente vuestra alegría y os aliente a estar
cerca de los menos favorecidos. Vosotros, que sois muy sensibles a la idea
de compartir la vida con los demás, no paséis de largo ante el sufrimiento
humano, donde Dios os espera para que entreguéis lo mejor de vosotros
mismos: vuestra capacidad de amar y de compadecer. Las diversas formas de
sufrimiento que, a lo largo del Vía Crucis, han desfilado ante nuestros ojos
son llamadas del Señor para edificar nuestras vidas siguiendo sus huellas y
hacer de nosotros signos de su consuelo y salvación. «Sufrir con el otro,
por los otros, sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa
del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son
elementos fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre
mismo» (ibid.).
Que sepamos acoger
estas lecciones y llevarlas a la práctica. Miremos para ello a Cristo,
colgado en el áspero madero, y pidámosle que nos enseñe esta sabiduría
misteriosa de la cruz, gracias a la cual el hombre vive. La cruz no fue el
desenlace de un fracaso, sino el modo de expresar la entrega amorosa que
llega hasta la donación más inmensa de la propia vida. El Padre quiso amar a
los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor. La cruz en su
forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres.
En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo
que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la
esperanza al mundo.
Volvamos ahora
nuestros ojos a la Virgen María, que en el Calvario nos fue entregada como
Madre, y supliquémosle que nos sostenga con su amorosa protección en el
camino de la vida, en particular cuando pasemos por la noche del dolor, para
que alcancemos a mantenernos como Ella firmes al pie de la cruz.
Esperaba con ilusión
este encuentro con vosotros, jóvenes profesores de las universidades
españolas, que prestáis una espléndida colaboración en la difusión de la
verdad, en circunstancias no siempre fáciles. Os saludo cordialmente y
agradezco las amables palabras de bienvenida, así como la música
interpretada, que ha resonado de forma maravillosa en este monasterio de
gran belleza artística, testimonio elocuente durante siglos de una vida de
oración y estudio. En este emblemático lugar, razón y fe se han fundido
armónicamente en la austera piedra para modelar uno de los monumentos más
renombrados de España.
Saludo también con
particular afecto a aquellos que en estos días habéis participado en Ávila
en el Congreso Mundial de Universidades Católicas, bajo el lema: "Identidad
y misión de la Universidad Católica".
Al estar entre
vosotros, me vienen a la mente mis primeros pasos como profesor en la
Universidad de Bonn. Cuando todavía se apreciaban las heridas de la guerra y
eran muchas las carencias materiales, todo lo suplía la ilusión por una
actividad apasionante, el trato con colegas de las diversas disciplinas y el
deseo de responder a las inquietudes últimas y fundamentales de los alumnos.
Esta "universitas" que entonces viví, de profesores y estudiantes que buscan
juntos la verdad en todos los saberes, o como diría Alfonso X el Sabio, ese
"ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de
aprender los saberes" (Siete Partidas, partida II, tít. XXXI),
clarifica el sentido y hasta la definición de la Universidad.
En el lema de la
presente Jornada Mundial de la Juventud: "Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe" (cf. Col 2, 7), podéis también encontrar luz para
comprender mejor vuestro ser y quehacer. En este sentido, y como ya escribí
en el Mensaje a los jóvenes como preparación para estos días, los términos
"arraigados, edificados y firmes" apuntan a fundamentos sólidos para la vida
(cf. n. 2).
Pero, ¿dónde
encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad quebradiza
e inestable? A veces se piensa que la misión de un profesor universitario
sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que
satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que
lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la mera
capacitación técnica. Ciertamente, cunde en la actualidad esa visión
utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida
especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que
habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes,
sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las
dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y
el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas
pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá
de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente
cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En
cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva
de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano.
En efecto, la
Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la
verdad propia de la persona humana. Por ello, no es casualidad que fuera la
Iglesia quien promoviera la institución universitaria, pues la fe cristiana
nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue hecho (cf. Jn1,3),
y del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Esta buena noticia
descubre una racionalidad en todo lo creado y contempla al hombre como una
criatura que participa y puede llegar a reconocer esa racionalidad. La
Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por
ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica
utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor.
He ahí vuestra
importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis el honor y la
responsabilidad de transmitir ese ideal universitario: un ideal que habéis
recibido de vuestros mayores, muchos de ellos humildes seguidores del
Evangelio y que en cuanto tales se han convertido en gigantes del espíritu.
Debemos sentirnos sus continuadores en una historia bien distinta de la
suya, pero en la que las cuestiones esenciales del ser humano siguen
reclamando nuestra atención e impulsándonos hacia adelante. Con ellos nos
sentimos unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a
proponer y acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de
hacerlo no solo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo, como también el
Logos se encarnó para poner su morada entre nosotros. En este sentido, los
jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total
en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio
interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de
la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es
tiempo privilegiado para la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya
dijo Platón: "Busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces,
después se te escapará de entre las manos" (Parménides, 135d). Esta
alta aspiración es la más valiosa que podéis transmitir personal y
vitalmente a vuestros estudiantes, y no simplemente unas técnicas
instrumentales y anónimas, o unos datos fríos, usados sólo funcionalmente.
Por tanto, os animo
encarecidamente a no perder nunca dicha sensibilidad e ilusión por la
verdad; a no olvidar que la enseñanza no es una escueta comunicación de
contenidos, sino una formación de jóvenes a quienes habéis de comprender y
querer, en quienes debéis suscitar esa sed de verdad que poseen en lo
profundo y ese afán de superación. Sed para ellos estímulo y fortaleza.
Para esto, es preciso
tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad completa
compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia
y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de
algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos
racionalidad: pues "no existe la inteligencia y después el amor: existe el
amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor" (Caritas in
veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están
conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y
pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador.
En segundo lugar, hay
que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro
alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del
todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva. En
el ejercicio intelectual y docente, la humildad es asimismo una virtud
indispensable, que protege de la vanidad que cierra el acceso a la verdad.
No debemos atraer a los estudiantes a nosotros mismos, sino encaminarlos
hacia esa verdad que todos buscamos. A esto os ayudará el Señor, que os
propone ser sencillos y eficaces como la sal, o como la lámpara, que da luz
sin hacer ruido (cf. Mt 5,13-15).
Todo esto nos invita
a volver siempre la mirada a Cristo, en cuyo rostro resplandece la Verdad
que nos ilumina, pero que también es el Camino que lleva a la plenitud
perdurable, siendo Caminante junto a nosotros y sosteniéndonos con su amor.
Arraigados en Él, seréis buenos guías de nuestros jóvenes. Con esa
esperanza, os pongo bajo el amparo de la Virgen María, Trono de la
Sabiduría, para que Ella os haga colaboradores de su Hijo con una vida
colmada de sentido para vosotros mismos y fecunda en frutos, tanto de
conocimiento como de fe, para vuestros alumnos.
Dentro de la Jornada
Mundial de la Juventud que estamos celebrando en Madrid, es un gozo grande
poder encontrarme con vosotras, que habéis consagrado vuestra juventud al
Señor, y os doy las gracias por el amable saludo que me habéis dirigido.
Agradezco al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid que haya previsto este
encuentro en un marco tan evocador como es el Monasterio de San Lorenzo de
El Escorial. Si su célebre Biblioteca custodia importantes ediciones de la
Sagrada Escritura y de Reglas monásticas de varias familias religiosas,
vuestra vida de fidelidad a la llamada recibida es también una preciosa
manera de guardar la Palabra del Señor que resuena en vuestras formas de
espiritualidad.
Queridas hermanas,
cada carisma es una palabra evangélica que el Espíritu Santo recuerda a su
Iglesia (cf. Jn 14, 26). No en vano, la Vida Consagrada «nace de la
escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. En
este sentido, el vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se
convierte en "exégesis" viva de la Palabra de Dios... De ella ha brotado
cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a
itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica» (Exh.
apostólica Verbum Domini, 83).
La radicalidad
evangélica es estar "arraigados y edificados en Cristo, y firmes en la fe"
(cf. Col, 2,7), que en la Vida Consagrada significa ir a la raíz
del amor a Jesucristo con un corazón indiviso, sin anteponer nada a ese amor
(cf. San Benito, Regla, IV, 21), con una pertenencia esponsal como
la han vivido los santos, al estilo de Rosa de Lima y Rafael Arnáiz, jóvenes
patronos de esta Jornada Mundial de la Juventud. El encuentro personal con
Cristo que nutre vuestra consagración debe testimoniarse con toda su fuerza
transformadora en vuestras vidas; y cobra una especial relevancia hoy,
cuando «se constata una especie de "eclipse de Dios", una cierta amnesia,
más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de
la fe recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos
caracteriza» (Mensaje para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud 2011,
1). Frente al relativismo y la mediocridad, surge la necesidad de esta
radicalidad que testimonia la consagración como una pertenencia a Dios
sumamente amado.
Dicha radicalidad
evangélica de la Vida Consagrada se expresa en la comunión filial con la
Iglesia, hogar de los hijos de Dios que Cristo ha edificado. La comunión con
los Pastores, que en nombre del Señor proponen el depósito de la fe recibido
a través de los Apóstoles, del Magisterio de la Iglesia y de la tradición
cristiana. La comunión con vuestra familia religiosa, custodiando su genuino
patrimonio espiritual con gratitud, y apreciando también los otros carismas.
La comunión con otros miembros de la Iglesia como los laicos, llamados a
testimoniar desde su vocación específica el mismo evangelio del Señor.
Finalmente, la
radicalidad evangélica se expresa en la misión que Dios ha querido
confiaros. Desde la vida contemplativa que acoge en sus claustros la Palabra
de Dios en silencio elocuente y adora su belleza en la soledad por Él
habitada, hasta los diversos caminos de vida apostólica, en cuyos surcos
germina la semilla evangélica en la educación de niños y jóvenes, el cuidado
de los enfermos y ancianos, el acompañamiento de las familias, el compromiso
a favor de la vida, el testimonio de la verdad, el anuncio de la paz y la
caridad, la labor misionera y la nueva evangelización, y tantos otros campos
del apostolado eclesial.
Queridas hermanas,
este es el testimonio de la santidad a la que Dios os llama, siguiendo muy
de cerca y sin condiciones a Jesucristo en la consagración, la comunión y la
misión. La Iglesia necesita de vuestra fidelidad joven arraigada y edificada
en Cristo. Gracias por vuestro "sí" generoso, total y perpetuo a la llamada
del Amado. Que la Virgen María sostenga y acompañe vuestra juventud
consagrada, con el vivo deseo de que interpele, aliente e ilumine a todos
los jóvenes.
Con estos
sentimientos, pido a Dios que recompense copiosamente la generosa
contribución de la Vida Consagrada a esta Jornada Mundial de la Juventud, y
en su nombre os bendigo de todo corazón. Muchas gracias.
Agradezco las
cariñosas palabras que me han dirigido los jóvenes representantes de los
cinco continentes. Y saludo con afecto a todos los que estáis aquí
congregados, jóvenes de Oceanía, África, América, Asia y Europa; y también a
los que no pudieron venir. Siempre os tengo muy presentes y rezo por
vosotros. Dios me ha concedido la gracia de poder veros y oíros más de
cerca, y de ponernos juntos a la escucha de su Palabra.
En la lectura que se
ha proclamado antes, hemos oído un pasaje del Evangelio en que se habla de
acoger las palabras de Jesús y de ponerlas en práctica. Hay palabras que
solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la
mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al
corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y
se vuelven efímeras. No nos acercan a Él. Y, de este modo, Cristo sigue
siendo lejano, como una voz entre otras muchas que nos rodean y a las que
estamos tan acostumbrados. El Maestro que habla, además, no enseña lo que ha
aprendido de otros, sino lo que Él mismo es, el único que conoce de verdad
el camino del hombre hacia Dios, porque es Él quien lo ha abierto para
nosotros, lo ha creado para que podamos alcanzar la vida auténtica, la que
siempre vale la pena vivir en toda circunstancia y que ni siquiera la muerte
puede destruir. El Evangelio prosigue explicando estas cosas con la
sugestiva imagen de quien construye sobre roca firme, resistente a las
embestidas de las adversidades, contrariamente a quien edifica sobre arena,
tal vez en un paraje paradisíaco, podríamos decir hoy, pero que se desmorona
con el primer azote de los vientos y se convierte en ruinas.
Queridos jóvenes,
escuchad de verdad las palabras del Señor para que sean en vosotros
«espíritu y vida» (Jn 6,63), raíces que alimentan vuestro ser,
pautas de conducta que nos asemejen a la persona de Cristo, siendo pobres de
espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón,
amantes de la paz. Hacedlo cada día con frecuencia, como se hace con el
único Amigo que no defrauda y con el que queremos compartir el camino de la
vida. Bien sabéis que, cuando no se camina al lado de Cristo, que nos guía,
nos dispersamos por otras sendas, como la de nuestros propios impulsos
ciegos y egoístas, la de propuestas halagadoras pero interesadas, engañosas
y volubles, que dejan el vacío y la frustración tras de sí.
Aprovechad estos días
para conocer mejor a Cristo y cercioraros de que, enraizados en Él, vuestro
entusiasmo y alegría, vuestros deseos de ir a más, de llegar a lo más alto,
hasta Dios, tienen siempre futuro cierto, porque la vida en plenitud ya se
ha aposentado dentro de vuestro ser. Hacedla crecer con la gracia divina,
generosamente y sin mediocridad, planteándoos seriamente la meta de la
santidad. Y, ante nuestras flaquezas, que a veces nos abruman, contamos
también con la misericordia del Señor, siempre dispuesto a darnos de nuevo
la mano y que nos ofrece el perdón en el sacramento de la Penitencia.
Al edificar sobre la
roca firme, no solamente vuestra vida será sólida y estable, sino que
contribuirá a proyectar la luz de Cristo sobre vuestros coetáneos y sobre
toda la humanidad, mostrando una alternativa válida a tantos como se han
venido abajo en la vida, porque los fundamentos de su existencia eran
inconsistentes. A tantos que se contentan con seguir las corrientes de moda,
se cobijan en el interés inmediato, olvidando la justicia verdadera, o se
refugian en pareceres propios en vez de buscar la verdad sin adjetivos.
Sí, hay muchos que,
creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que
ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que
es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o
puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un
paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada
momento. Estas tentaciones siempre están al acecho. Es importante no
sucumbir a ellas, porque, en realidad, conducen a algo tan evanescente como
una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios. Nosotros, en cambio,
sabemos bien que hemos sido creados libres, a imagen de Dios, precisamente
para que seamos protagonistas de la búsqueda de la verdad y del bien,
responsables de nuestras acciones, y no meros ejecutores ciegos,
colaboradores creativos en la tarea de cultivar y embellecer la obra de la
creación. Dios quiere un interlocutor responsable, alguien que pueda
dialogar con Él y amarle. Por Cristo lo podemos conseguir verdaderamente y,
arraigados en Él, damos alas a nuestra libertad. ¿No es este el gran motivo
de nuestra alegría? ¿No es este un suelo firme para edificar la civilización
del amor y de la vida, capaz de humanizar a todo hombre?
Queridos amigos: sed
prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es
Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará
temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis
bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se
preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que
sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia
es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de
Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo. Él murió por
nosotros y resucitó para que tuviéramos vida, y ahora, desde el trono del
Padre, sigue vivo y cercano a todos los hombres, velando continuamente con
amor por cada uno de nosotros.
Encomiendo los frutos
de esta Jornada Mundial de la Juventud a la Santísima Virgen María, que supo
decir «sí» a la voluntad de Dios, y nos enseña como nadie la fidelidad a su
divino Hijo, al que siguió hasta su muerte en la cruz. Meditaremos todo esto
más detenidamente en las diversas estaciones del Via crucis. Y
pidamos que, como Ella, nuestro «sí» de hoy a Cristo sea también un «sí»
incondicional a su amistad, al final de esta Jornada y durante toda nuestra
vida. Muchas gracias.
Y tomando pan, después
de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: ”Esto es mi
cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Después de
cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: ”Este cáliz es la nueva alianza en
mi sangre, que es derramada por vosotros”. (Lc 22, 19-20).
Comentario:
Jesús, antes de tomar
entre sus manos el pan, acoge con amor a todos los que están sentados en su
mesa. Sin excluir a ninguno: ni al traidor, ni al que lo va a negar, ni a los
que huirán. Los ha elegido como nuevo pueblo de Dios. La Iglesia, llamada a ser
una.
Jesús muere para reunir
a los hijos de Dios dispersos (Jn 11, 52). “No solo por ellos ruego, sino
también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean
uno” (Jn 17, 20-21). El amor fortalece la unidad. Y les dice: “Que os améis
unos a otros” (Jn 13,34). El amor fiel es humilde: “También vosotros debéis
lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14).
Unidos a la oración de
Cristo, oremos para que la Iglesia viva unida y en paz en la Tierra del Señor;
para que cese toda persecución y discriminación por causa de la fe; y para que
todos los que creen en un único Dios vivan en justicia la fraternidad, hasta que
Dios nos conceda
sentarnos en torno a su única mesa.
Y, untando el pan, se lo
dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás. (Jn
13, 26). Se acercó a Jesús… y le besó. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿a qué
vienes?” (Mt 26, 49-50).
Comentario:
En la Cena se respira un
hálito de Misterio sagrado. Cristo está sereno, pensativo, sufriente. Había
dicho: “He deseado comer esta Pascua con vosotros” (Lc 22,15).Y ahora, a media
voz, deja escapar su sentimiento más profundo: “en verdad os digo que uno de
vosotros me entregará” (Jn 13, 21).
Judas se siente mal. Su
ambición ha cambiado, a precio de traición, al Dios del Amor por el ídolo del
dinero. Jesús lo mira y él desvía la mirada.
El Señor le llama la
atención ofreciéndole pan con salsa, y le dice: “lo que vas a hacer, hazlo
pronto” (Jn 13, 27). El corazón de Judas se había envilecido y se fue a contar
su dinero, para entregar poco después a Jesús con un beso.
Cristo, al sentir el
frío del beso traidor, no se lo reprocha; le dice: “Amigo”.
Si estás sintiendo en tu
carne el frío de la traición, o el terrible sufrimiento que provoca la división
entre hermanos o la lucha fratricida… ¡acude a Jesús! Él asumió las traiciones
más dolorosas en el beso de Judas.
“Es reo de muerte” (Mt
26, 66). Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. (Jn 19, 16).
Comentario:
La mayor injusticia es
condenar a un inocente indefenso. Y un día la maldad juzgó y condenó a muerte a
la misma inocencia.
¿Por qué condenaron a
Jesús? Porque hizo suyo todo el dolor del mundo. Al encarnarse, asumió nuestra
humanidad y con ella, las heridas del pecado. “Las culpas de ellos él soportará”
(Is 53, 11), para curarnos por el sacrificio de la Cruz. “Conocedor de todos los
quebrantos” (Is 53, 3 ) “indefenso se entregó a la muerte...” (Is
53, 11). Nos impresiona
el silencio de Jesús. No se disculpa: “es el cordero de Dios que quita el pecado
del mundo” ( Jn 1, 29) Fue azotado, machacado, sacrificado. No abrió la boca
para defenderse (Is 52, 7).
En el silencio de Dios
están presentes todas las víctimas inocentes de las guerras que arrasan los
pueblos, dejando en ellos una semilla de odio difícil de curar. Jesús calla en
el corazón de muchas personas que esperan en silencio la salvación de Dios.
¿Con que darás tu vida
por mí? En verdad en verdad te digo: no cantará el gallo antes que me hayas
negado tres veces (Jn13,37). Y saliendo afuera, lloró amargamente (Lc 22, 62).
Comentario:
El cristiano valiente no
se esconde por vergüenza, o por miedo a manifestar en público su fe. Jesús avisó
a Pedro: “Satanás quiere cribaros como trigo... (Lc 22, 31), y yo he rogado por
vosotros porque hoy, antes de que cante el gallo, tú me negarás tres veces”.
El apóstol, por temor a
unos criados, lo negó diciendo: “No lo conozco” (Lc 22, 57).
Al pasar Jesús por uno
de los patios, lo mira... Pedro se estremece recordando sus palabras... y llora
con amargura su traición.
La mirada de Dios cambia
el corazón. Pero hay que dejarse mirar.
Con la mirada de Pedro,
el Señor ha puesto sus ojos en los cristianos que se avergüenzan de su fe; en
los que se mueven por respetos humanos y les falta valentía para defender la
vida desde su inicio hasta su término natural; y en los que quieren quedar bien
con criterios no evangélicos... para que, como Pedro, recobren la valentía y
sean testigos convencidos de lo que creen.
Terminada la burla, le
quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo (Mc
15, 20).
Y cargando Él mismo con
la Cruz, salió al sitio llamado “de la calavera” (Jn 19, 17).
Comentario:
Cruz no sólo significa
madero. Cruz es todo lo que nos hace difícil la vida. Entre las diversas cruces
que existen, hay una, la más profunda y dolorosa, que está muy arraigada en el
interior del hombre: es la cruz del pecado, que endurece el corazón y pervierte
las relaciones humanas.
Del corazón salen todos
los males (Mt 15, 19). La Cruz que ha cargado Jesús sobre sus hombros para morir
en ella, es la sobrecarga de todos los pecados de todos los hombres. “Los míos
también”. “Llevó nuestros pecados en su cuerpo” (1Pe 2, 24).
Jesús muere para
reconciliar a los hombres con Dios. Por eso hace a la Cruz “Redentora”. Pero la
cruz, por sí sola, no nos salva. Nos salva el Crucificado.
Él hizo suyo el
cansancio y el agotamiento de los que no encuentran trabajo; hizo suyo el dolor
de los inmigrantes que reciben ofertas laborales indignas; y el sufrimiento de
los que padecen actitudes racistas, o de los que mueren en el empeño, intentando
conseguir una vida más justa y más humana.
Triturado por nuestros
crímenes (Is, 53,5). Jesús cayó bajo el peso de la Cruz varias veces en el
camino del Calvario (Tradición de la Iglesia de Jerusalén).
Comentario:
La Sagrada Escritura no
hace referencia a las caídas de Jesús, pero es lógico que perdiera el equilibrio
muchas veces. La pérdida de sangre por el desgarramiento de la piel en los
azotes, los dolores musculares insoportables, la tortura de la corona, el peso
del madero… no hay palabras para describir tanto sufrimiento.
Todos tenemos
experiencia de haber tropezado y caído al suelo. ¡Con que rapidez nos
levantamos, para no hacer el ridículo!
Contempla a Jesús en el
suelo y a los que le rodean: le miran con sorna y alguno le da un puntapié para
que se levante por sí mismo. ¡Qué ridículo, qué humillación!
Dice el salmo: “Y yo
gusano, que no hombre, vergüenza de la gente, asco del pueblo; al verme se
burlan de mí, hacen muecas, menean la cabeza” (Sal.22.7-8).
Jesús sufre con todos
los que tropiezan en la misma piedra y se desploman sin fuerzas, víctimas del
alcohol, de las drogas o de otras dependencias que los esclavizan; para que
-apoyados en Él, y en quienes los socorren- se levanten.
Mientras lo conducían,
echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo (Lc 23, 26).
Y lo forzaron a llevar
su Cruz (Mat, 27,32).
Comentario:
Simón era un agricultor
joven y fuerte que venía de trabajar en el campo. Los soldados le obligaron a
llevar la Cruz de Nuestro Señor, no movidos por la compasión, sino por temor a
que se les muriese en el camino.
Simón se resistió, pero
tuvo que aceptar a la fuerza. Y al encontrarse con Jesús su corazón fue
cambiando, hasta terminar compartiendo los sufrimientos de aquel ajusticiado
desconocido que llevaba en silencio un peso muy superior a sus débiles fuerzas.
¡Qué importante es que
los cristianos sepamos descubrir los sufrimientos de las personas que pasan a
nuestro lado y nos necesitan!
Jesús se siente aliviado
con la ayuda del Cirineo. También miles de jóvenes de nuestro tiempo, de toda
raza, credo y condición, marginados de la sociedad, encuentran cada día a
cireneos que se entregan generosamente, se abrazan a la cruz con abnegación y se
disponen a caminar a su lado.
Jesús se volvió hacia
ellas y les dijo:” Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y
por vuestros hijos” (Luc 23, 27-28).
El Señor lo guarda y lo
conserva en vida, para que sea dichoso en la tierra, y no lo entrega a la saña
de sus enemigos (Sal, 41,3).
Comentario:
Le seguía una multitud
del pueblo y un grupo de mujeres que se golpeaban el pecho y se lamentaban
llorando. Jesús se volvió y les dijo: “No lloréis por mí, llorad por vosotras y
por vuestros hijos” (Luc 23, 28).
Llorad –les dice el
Señor-, no con ese llanto de tristeza que endurece el corazón y lo predispone
para cometer nuevos crímenes... Llorad, con un llanto suave de súplica al cielo,
pidiendo misericordia y perdón.
Una de aquellas mujeres,
conmovida al ver el rostro del Señor lleno de sangre, tierra y salivazos,
atravesó valiente por entre los soldados y se acercó hasta Él. Se quitó el velo
y le limpió la cara suavemente.
Un soldado la retiró con
violencia, pero, al mirar el velo, vio que llevaba plasmado el rostro
ensangrentado y doliente de Cristo.
Jesús se compadece de
las mujeres de Jerusalén y deja impresas sus facciones en el paño de la
Verónica. Esas facciones nos recuerdan las de tantas personas que viven bajo
regímenes ateos que las destruyen y desfiguran, privándolas de su dignidad.
Lo crucifican y se
reparten sus ropas, echándolas a suerte (Mc 25, 24).
De la planta del pie a
la cabeza no queda parte ilesa (Is 1,6).
Comentario:
Mientras preparan los
clavos y las cuerdas para crucificarle, Jesús permanece de pie. Un soldado
despiadado se le acerca y le quita la túnica, dando un fuerte tirón. Las heridas
comienzan a sangrar de nuevo, causándole un terrible dolor. Más tarde, los
soldados se repartirán sus vestidos.
Jesús queda desnudo ante
la plebe. Le han despojado de todo, como a un objeto de burla. No cabe mayor
humillación y desprecio. Los vestidos no sólo cubren el cuerpo, sino también lo
que cada uno guarda en su interior: la intimidad, la dignidad. Jesús pasó por
este bochorno y quiso cargar con todos los pecados que van contra la integridad
y la pureza. “Cargó en su cuerpo con nuestros pecados” (1Pe.2, 24).
Jesús padece con todos
los que sufren; con los que son víctimas de genocidios, violencias, violaciones
y abusos sexuales, crímenes contra niños y adultos… ¡Cuántas personas desnudadas
de su dignidad, de su inocencia, de su confianza en el hombre!
Y cuando llegaron al
lugar llamado“ La Calavera”, lo crucificaron allí, a Él y a los malhechores, uno
a la derecha y otro a la izquierda (Lc 23,33).
Comentario:
Han conducido a Jesús
hasta el Gólgota. No va solo: le acompañan dos ladrones, que también son
crucificados. “Y con Él a otros dos, uno a cada lado” (Jn 19, 18).
El Cordero que quita el
pecado del mundo se hace pecado y paga por los pecados de los demás; por
nuestros pecados. El gran pecado del mundo es “la mentira de Satanás”. A Jesús
lo condenan por declarar la Verdad: es el Hijo de Dios. La verdad es el
argumento para justificar su crucifixión. Es imposible describir lo que padeció
físicamente el cuerpo de Cristo al ser colgado en la Cruz. Sufrió también
moralmente, al verse allí, desnudo, entre dos malhechores y abandonado de los
suyos.
Jesús clavado en la Cruz
acoge el sufrimiento de todos los que viven clavados a situaciones dolorosas:
tantos padres y madres de familia; tantos jóvenes que, por falta de trabajo,
viven en la precariedad, sumidos en la pobreza y la desesperanza, sin recursos
necesarios para sacar adelante a sus familias y llevar una vida digna.
Jesús, clamando con voz
potente, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y dicho esto,
expiró (Lc 23, 46).
Pero al llegar a Jesús,
viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas (Jn 19, 33).
Comentario:
Era sábado, el día de la
preparación para la fiesta de la Pascua. Pilato dispuso que quebraran las
piernas de los ajusticiados para acelerar su muerte, de forma que no quedaran
pendientes de las cruces durante la fiesta.
Cuando uno de los
soldados se acercó a Jesús vio que estaba muerto y, para asegurarse, le traspasó
el corazón con una lanza. Así se cumplieron las Escrituras: “no le quebraron
hueso alguno” (Jn19, 16).
El sol se oscureció y el
velo del Templo se rasgó por la mitad. Tembló la tierra... Es momento sagrado de
contemplación. Momento de adoración... y de situarse frente al cuerpo de nuestro
Redentor: sin vida, machacado, triturado, clavado en una Cruz... Ha pagado el
precio de nuestras maldades, de mis maldades...
¡Señor, pequé, ten
misericordia de mí, pecador!
Jesús muere por mí.
Jesús me alcanza la Misericordia del Padre. Jesús paga todo lo que yo debía. ¿Y
yo? ¿Qué hago por Él?
Ante el drama de tantas
personas que viven en el mundo crucificadas por diferentes discapacidades…
¿estoy luchando por extender y proclamar la dignidad de la persona y el
evangelio de la Vida?
José, tomando el cuerpo
de Jesús, lo envolvió en una sabana limpia (Mt 27, 59).
Comentario:
Acerquémonos a la Virgen
y compartamos su dolor. Cristo ha muerto y hay que bajarlo de la Cruz.
¿Qué pasaría por la
mente de su Madre? ¿Quién me lo bajará? ¿Dónde lo colocaré?
María diría, dentro de
su alma, lo mismo que en Nazaret: ¡Hágase!; unida a la entrega incondicional de
su Hijo: “Todo está consumado”.
Llegó entonces José de
Arimatea junto con Nicodemo. Aunque los dos pertenecían al Sanedrín, no habían
tenido parte en la muerte del Señor. Le habían pedido a Pilato el cuerpo del
Maestro para colocarlo en un sepulcro nuevo que tenía José de Arimatea en un
campo de su propiedad, muy cerca del Calvario.
Cristo ha fracasado, y
ha hecho suyos todos los fracasos de los hombres. El Hijo del Hombre comparte la
suerte de los que son considerados, por distintas razones, como la escoria de la
humanidad: porque no saben, porque no pueden, porque no valen… Y comparte la
suerte de las víctimas del Sida, que -con las llagas de su cruz- esperan que
alguien se ocupe de ellas.
Una espada te traspasará
el alma (Lc 2,34). Ved si hay dolor como el dolor que me atormenta (Lam 2, 12).
Comentario:
Aunque todos somos
culpables de la muerte de Jesús, en estos momentos tan dolorosos la Virgen
necesita nuestro amor y cercanía. Nuestra conciencia de pecadores arrepentidos
le servirá de consuelo.
Situémonos con actitud
filial a su lado y aprendamos a recibir a Jesús cada día con la ternura y amor
con que Ella recibió en sus brazos el cuerpo destrozado y sin vida de su Hijo.
¿Hay dolor semejante a mi dolor?
Mientras preparaban
“conforme a la costumbre judía” (Jn 19,40) el cuerpo del Señor para darle
sepultura, María -adorando el Misterio que había guardado en su corazón sin
entenderlo- repetiría conmovida, con el profeta: “pueblo mío, ¿qué te he hecho?
(Mq 6, 3).
Al contemplar el dolor
de la Virgen hacemos memoria del dolor y de la soledad de tantos padres y madres
que han perdido a sus hijos a causa del hambre, mientras que las sociedades
opulentas, engullidas por el dragón del consumismo y de la perversión
materialista, se hunden en el nihilismo de sus vidas vacías.
Y como para los judíos
era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
(Jn 19, 42). José de Arimatea rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y
se marchó (Mt 27, 60).
Comentario:
En vista de la
proximidad de la fiesta, prepararon con rapidez el cuerpo del Señor para
colocarlo en el sepulcro. Era un sepulcro nuevo en el que nadie había enterrado.
Una vez que hubieron dispuesto el cuerpo en su interior, hicieron rodar la
piedra de la puerta, dejando la entrada completamente cerrada. Si el grano de
trigo no muere...
María, en el silencio de
su soledad, aprieta la espiga que lleva en su corazón como primicia de la
Resurrección.
Esa espiga recuerda el
trabajo humilde y sacrificado de tantas personas que se entregan generosamente
al servicio de Dios y del prójimo; sus vidas dan fruto en la medida en que se
unen a la muerte de Jesús.
Y esa espiga evoca
también la acción de los buenos samaritanos que, cuando se desatan las fuerzas
de la naturaleza -tsunamis, terremotos, huracanes- saben compartir con corazón
grande los sufrimientos de quienes les rodean.
Madre y Señora nuestra,
que permaneciste firme en la fe, unida a la Pasión de tu Hijo, al concluir este
Vía Crucis, ponemos en ti nuestra mirada y nuestro corazón.
Aunque no somos dignos,
te acogemos en nuestra casa, como hizo el apóstol Juan, y te recibimos como
Madre nuestra.
Te acompañamos en tu
soledad y te ofrecemos nuestra compañía para seguir sosteniendo el dolor de
tantos hermanos nuestros que completan en su carne lo que falta a la pasión de
Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia.
Míralos con amor de
Madre, enjuga sus lágrimas, sana sus heridas y acrecienta su esperanza para que
experimenten siempre que la Cruz es el camino hacia la gloria y la Pasión el
preludio de la Resurrección. Amén
Majestades, Señor
Cardenal Arzobispo de Madrid, Señores Cardenales, Venerados hermanos en el
Episcopado y el Sacerdocio, Distinguidas Autoridades Nacionales, Autonómicas y
Locales, Querido pueblo de Madrid y de España entera
Gracias, Majestad,
por su presencia aquí, junto con la Reina, y por las palabras tan deferentes y
afables que me ha dirigido al darme la bienvenida. Palabras que me hacen revivir
las inolvidables muestras de simpatía recibidas en mis anteriores visitas
apostólicas a España, y muy particularmente en mi reciente viaje a Santiago de
Compostela y Barcelona. Saludo muy cordialmente a los que estáis aquí reunidos
en Barajas, y a cuantos siguen este acto a través de la radio y la televisión. Y
también una mención muy agradecida a los que con tanta entrega y dedicación,
desde instancias eclesiales y civiles, han contribuido con su esfuerzo y trabajo
para que esta Jornada Mundial de la Juventud en Madrid se desarrolle felizmente
y obtenga frutos abundantes.
Deseo también
agradecer de todo corazón la hospitalidad de tantas familias, parroquias,
colegios y otras instituciones que han acogido a los jóvenes llegados de todo el
mundo, primero en diferentes regiones y ciudades de España, y ahora en esta gran
Villa de Madrid, cosmopolita y siempre con las puertas abiertas.
Vengo aquí a
encontrarme con millares de jóvenes de todo el mundo, católicos, interesados por
Cristo o en busca de la verdad que dé sentido genuino a su existencia. Llego
como Sucesor de Pedro para confirmar a todos en la fe, viviendo unos días de
intensa actividad pastoral para anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad
y la Vida. Para impulsar el compromiso de construir el Reino de Dios en el
mundo, entre nosotros. Para exhortar a los jóvenes a encontrarse personalmente
con Cristo Amigo y así, radicados en su Persona, convertirse en sus fieles
seguidores y valerosos testigos.
¿Por qué y para
qué ha venido esta multitud de jóvenes a Madrid? Aunque la respuesta deberían
darla ellos mismos, bien se puede pensar que desean escuchar la Palabra de Dios,
como se les ha propuesto en el lema para esta Jornada Mundial de la Juventud, de
manera que, arraigados y edificados en Cristo, manifiesten la firmeza de su fe.
Muchos de ellos
han oído la voz de Dios, tal vez solo como un leve susurro, que los ha impulsado
a buscarlo más diligentemente y a compartir con otros la experiencia de la
fuerza que tiene en sus vidas. Este descubrimiento del Dios vivo alienta a los
jóvenes y abre sus ojos a los desafíos del mundo en que viven, con sus
posibilidades y limitaciones. Ven la superficialidad, el consumismo y el
hedonismo imperantes, tanta banalidad a la hora de vivir la sexualidad, tanta
insolidaridad, tanta corrupción. Y saben que sin Dios sería arduo afrontar esos
retos y ser verdaderamente felices, volcando para ello su entusiasmo en la
consecución de una vida auténtica. Pero con Él a su lado, tendrán luz para
caminar y razones para esperar, no deteniéndose ya ante sus más altos ideales,
que motivarán su generoso compromiso por construir una sociedad donde se
respete la
dignidad humana y la fraternidad real. Aquí, en esta Jornada, tienen una ocasión
privilegiada para poner en común sus aspiraciones, intercambiar recíprocamente
la riqueza de sus culturas y experiencias, animarse mutuamente en un camino de
fe y de vida, en el cual algunos se creen solos o ignorados en sus ambientes
cotidianos. Pero no, no están solos. Muchos coetáneos suyos comparten sus mismos
propósitos y, fiándose por entero de Cristo, saben que tienen realmente un
futuro por delante y no temen los compromisos decisivos que llenan toda la vida.
Por eso me causa inmensa alegría escucharlos, rezar juntos y celebrar la
Eucaristía con ellos. La Jornada Mundial de la Juventud nos trae un mensaje de
esperanza, como una brisa de aire puro y juvenil, con aromas renovadores que nos
llenan de confianza ante el mañana de la Iglesia y del mundo.
Ciertamente, no
faltan dificultades. Subsisten tensiones y choques abiertos en tantos lugares
del mundo, incluso con derramamiento de sangre. La justicia y el altísimo valor
de la persona humana se doblegan fácilmente a intereses egoístas, materiales e
ideológicos. No siempre se respeta como es debido el medio ambiente y la
naturaleza, que Dios ha creado con tanto amor. Muchos jóvenes, además, miran con
preocupación el futuro ante la dificultad de encontrar un empleo digno, o bien
por haberlo perdido o tenerlo muy precario e inseguro. Hay otros que precisan de
prevención para no caer en la red de la droga, o de ayuda eficaz, si por
desgracia ya cayeron en ella. No pocos, por causa de su fe en Cristo, sufren en
sí mismos la discriminación, que lleva al desprecio y a la persecución abierta o
larvada que padecen en determinadas regiones y países. Se les acosa queriendo
apartarlos de Él, privándolos de los signos de su presencia en la vida pública,
y silenciando hasta su santo Nombre. Pero yo vuelvo a decir a los jóvenes, con
todas las fuerzas de mi corazón: que nada ni nadie os quite la paz; no os
avergoncéis del Señor. Él no ha tenido reparo en hacerse uno como nosotros y
experimentar nuestras angustias para llevarlas a Dios, y así nos ha salvado.
En este contexto,
es urgente ayudar a los jóvenes discípulos de Jesús a permanecer firmes en la fe
y a asumir la bella aventura de anunciarla y testimoniarla abiertamente con su
propia vida. Un testimonio valiente y lleno de amor al hombre hermano, decidido
y prudente a la vez, sin ocultar su propia identidad cristiana, en un clima de
respetuosa convivencia con otras legítimas opciones y exigiendo al mismo tiempo
el debido respeto a las propias.
Majestad, al
reiterar mi agradecimiento por la deferente bienvenida que me habéis dispensado,
deseo expresar también mi aprecio y cercanía a todos los pueblos de España, así
como mi admiración por un País tan rico de historia y cultura, por la vitalidad
de su fe, que ha fructificado en tantos santos y santas de todas las épocas, en
numerosos hombres y mujeres que dejando su tierra han llevado el Evangelio por
todos los rincones del orbe, y en personas rectas, solidarias y bondadosas en
todo su territorio. Es un gran tesoro que ciertamente vale la pena cuidar con
actitud constructiva, para el bien común de hoy y para ofrecer un horizonte
luminoso al porvenir de las nuevas generaciones. Aunque haya actualmente motivos
de preocupación, mayor es el afán de superación de los españoles, con ese
dinamismo que los caracteriza, y al que tanto contribuyen sus hondas raíces
cristianas, muy fecundas a lo largo de los siglos.
Saludo desde aquí
muy cordialmente a todos los queridos amigos españoles y madrileños, y a los que
han venido de tantas otras tierras. Durante estos días estaré junto a vosotros,
teniendo también muy presentes a todos los jóvenes del mundo, en particular
a los que pasan por pruebas de diversa
índole. Al confiar este encuentro a la Santísima Virgen María, y a la
intercesión de los santos protectores de esta Jornada, pido a Dios que bendiga y
proteja siempre a los hijos de España. Muchas gracias.
Majestades,
Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, Señores Cardenales, Venerados hermanos en el
Episcopado y el Sacerdocio, Distinguidas Autoridades Nacionales, Autonómicas y
Locales, Querido pueblo de Madrid y de España entera
Gracias, Majestad,
por su presencia aquí, junto con la Reina, y por las palabras tan deferentes y
afables que me ha dirigido al darme la bienvenida. Palabras que me hacen revivir
las inolvidables muestras de simpatía recibidas en mis anteriores visitas
apostólicas a España, y muy particularmente en mi reciente viaje a Santiago de
Compostela y Barcelona. Saludo muy cordialmente a los que estáis aquí reunidos
en Barajas, y a cuantos siguen este acto a través de la radio y la televisión. Y
también una mención muy agradecida a los que con tanta entrega y dedicación,
desde instancias eclesiales y civiles, han contribuido con su esfuerzo y trabajo
para que esta Jornada Mundial de la Juventud en Madrid se desarrolle felizmente
y obtenga frutos abundantes.
Deseo también
agradecer de todo corazón la hospitalidad de tantas familias, parroquias,
colegios y otras instituciones que han acogido a los jóvenes llegados de todo el
mundo, primero en diferentes regiones y ciudades de España, y ahora en esta gran
Villa de Madrid, cosmopolita y siempre con las puertas abiertas.
Vengo aquí a
encontrarme con millares de jóvenes de todo el mundo, católicos, interesados por
Cristo o en busca de la verdad que dé sentido genuino a su existencia. Llego
como Sucesor de Pedro para confirmar a todos en la fe, viviendo unos días de
intensa actividad pastoral para anunciar que Jesucristo es el Camino, la Verdad
y la Vida. Para impulsar el compromiso de construir el Reino de Dios en el
mundo, entre nosotros. Para exhortar a los jóvenes a encontrarse personalmente
con Cristo Amigo y así, radicados en su Persona, convertirse en sus fieles
seguidores y valerosos testigos.
¿Por qué y para
qué ha venido esta multitud de jóvenes a Madrid? Aunque la respuesta deberían
darla ellos mismos, bien se puede pensar que desean escuchar la Palabra de Dios,
como se les ha propuesto en el lema para esta Jornada Mundial de la Juventud, de
manera que, arraigados y edificados en Cristo, manifiesten la firmeza de su fe.
Muchos de ellos
han oído la voz de Dios, tal vez solo como un leve susurro, que los ha impulsado
a buscarlo más diligentemente y a compartir con otros la experiencia de la
fuerza que tiene en sus vidas. Este descubrimiento del Dios vivo alienta a los
jóvenes y abre sus ojos a los desafíos del mundo en que viven, con sus
posibilidades y limitaciones. Ven la superficialidad, el consumismo y el
hedonismo imperantes, tanta banalidad a la hora de vivir la sexualidad, tanta
insolidaridad, tanta corrupción. Y saben que sin Dios sería arduo afrontar esos
retos y ser verdaderamente felices, volcando para ello su entusiasmo en la
consecución de una vida auténtica. Pero con Él a su lado, tendrán luz para
caminar y razones para esperar, no deteniéndose ya ante sus más altos ideales,
que motivarán su generoso compromiso por construir una sociedad donde se
respete la
dignidad humana y la fraternidad real. Aquí, en esta Jornada, tienen una ocasión
privilegiada para poner en común sus aspiraciones, intercambiar recíprocamente
la riqueza de sus culturas y experiencias, animarse mutuamente en un camino de
fe y de vida, en el cual algunos se creen solos o ignorados en sus ambientes
cotidianos. Pero no, no están solos. Muchos coetáneos suyos comparten sus mismos
propósitos y, fiándose por entero de Cristo, saben que tienen realmente un
futuro por delante y no temen los compromisos decisivos que llenan toda la vida.
Por eso me causa inmensa alegría escucharlos, rezar juntos y celebrar la
Eucaristía con ellos. La Jornada Mundial de la Juventud nos trae un mensaje de
esperanza, como una brisa de aire puro y juvenil, con aromas renovadores que nos
llenan de confianza ante el mañana de la Iglesia y del mundo.
Ciertamente, no
faltan dificultades. Subsisten tensiones y choques abiertos en tantos lugares
del mundo, incluso con derramamiento de sangre. La justicia y el altísimo valor
de la persona humana se doblegan fácilmente a intereses egoístas, materiales e
ideológicos. No siempre se respeta como es debido el medio ambiente y la
naturaleza, que Dios ha creado con tanto amor. Muchos jóvenes, además, miran con
preocupación el futuro ante la dificultad de encontrar un empleo digno, o bien
por haberlo perdido o tenerlo muy precario e inseguro. Hay otros que precisan de
prevención para no caer en la red de la droga, o de ayuda eficaz, si por
desgracia ya cayeron en ella. No pocos, por causa de su fe en Cristo, sufren en
sí mismos la discriminación, que lleva al desprecio y a la persecución abierta o
larvada que padecen en determinadas regiones y países. Se les acosa queriendo
apartarlos de Él, privándolos de los signos de su presencia en la vida pública,
y silenciando hasta su santo Nombre. Pero yo vuelvo a decir a los jóvenes, con
todas las fuerzas de mi corazón: que nada ni nadie os quite la paz; no os
avergoncéis del Señor. Él no ha tenido reparo en hacerse uno como nosotros y
experimentar nuestras angustias para llevarlas a Dios, y así nos ha salvado.
En este contexto,
es urgente ayudar a los jóvenes discípulos de Jesús a permanecer firmes en la fe
y a asumir la bella aventura de anunciarla y testimoniarla abiertamente con su
propia vida. Un testimonio valiente y lleno de amor al hombre hermano, decidido
y prudente a la vez, sin ocultar su propia identidad cristiana, en un clima de
respetuosa convivencia con otras legítimas opciones y exigiendo al mismo tiempo
el debido respeto a las propias.
Majestad, al
reiterar mi agradecimiento por la deferente bienvenida que me habéis dispensado,
deseo expresar también mi aprecio y cercanía a todos los pueblos de España, así
como mi admiración por un País tan rico de historia y cultura, por la vitalidad
de su fe, que ha fructificado en tantos santos y santas de todas las épocas, en
numerosos hombres y mujeres que dejando su tierra han llevado el Evangelio por
todos los rincones del orbe, y en personas rectas, solidarias y bondadosas en
todo su territorio. Es un gran tesoro que ciertamente vale la pena cuidar con
actitud constructiva, para el bien común de hoy y para ofrecer un horizonte
luminoso al porvenir de las nuevas generaciones. Aunque haya actualmente motivos
de preocupación, mayor es el afán de superación de los españoles, con ese
dinamismo que los caracteriza, y al que tanto contribuyen sus hondas raíces
cristianas, muy fecundas a lo largo de los siglos.
Saludo desde aquí
muy cordialmente a todos los queridos amigos españoles y madrileños, y a los que
han venido de tantas otras tierras. Durante estos días estaré junto a vosotros,
teniendo también muy presentes a todos los jóvenes del mundo, en particular a
los que pasan por pruebas de diversa índole. Al confiar este encuentro a la
Santísima Virgen María, y a la intercesión de los santos protectores de esta
Jornada, pido a Dios que bendiga y proteja siempre a los hijos de España. Muchas
gracias.
Aquí estamos, llegó el día tan esperado: la
inauguración de la vigésimo sexta Jornada Mundial de la Juventud. Tras un largo
camino de preparación finalmente estáis aquí, en Madrid, bellísima y moderna
metrópolis que en estos días será la capital de la juventud católica del mundo
entero… «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Sal 118, 26). Con estas
palabras del salmista os doy una cordial bienvenida y un saludo afectuoso de
parte del Pontificio Consejo para los Laicos, el dicasterio de la Santa Sede al
cual el Papa confía la organización de estas reuniones mundiales de jóvenes. Un
saludo agradecido a vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así
como a los formadores laicos que os han acompañado y guiado en el proceso de
preparación espiritual para la gran aventura de la fe que viviremos juntos en
estos días.
Habéis traído a esta cita con el Santo Padre
Benedicto XVI vuestros proyectos, vuestras esperanzas y también vuestras
inquietudes, la preocupación por las decisiones que os esperan… Serán días
inolvidables de importantes descubrimientos y de decisiones determinantes para
vuestra vida…
Nuestra reflexión y nuestra oración en estos
días estarán guiadas por la palabra de San Pablo que ya todos conocéis:
«Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe…» (Col. 2,7). ¡Es una
palabra que nos compromete porque contiene un claro programa de vida para cada
uno de nosotros! En estos días la fe estará en el centro de nuestra reflexión;
porque la fe es un factor decisivo en la vida de cada hombre. ¡Si Dios existe o
no existe, todo cambia! La fe es la raíz que nos nutre con la savia vital de la
Palabra de Dios y los sacramentos; es el fundamento, la roca sobre la cual
construir la vida, la brújula segura que guía nuestras decisiones y da a nuestra
vida la orientación decisiva.
Sin embargo, muchos hoy se preguntan: en
nuestro mundo, que tan a menudo rechaza a Dios y vive como si Dios no existiera,
¿es aún posible la fe? … ¡Queridísimos jóvenes! Os habéis reunido aquí, en
Madrid, desde los rincones más remotos del planeta, para decir en voz alta a
todo el mundo – y en particular a esta Europa que está dando signos de profunda
desorientación – para decir vuestro firme “sí”! “Si”, ¡la fe es posible! Es más,
es una aventura maravillosa que nos permite descubrir toda la grandeza y la
belleza de nuestra vida. Porque Dios, que se ha revelado en el rostro de
Jesucristo, no disminuye al hombre sino que lo enaltece mas allá de toda medida,
mas allá de toda imaginación! En estos días, junto con los Apóstoles, queremos
todos gritar al Señor: «¡Aumenta nuestra fe!» (Lc 17,5)… Queremos también
nosotros orar con las palabras de San Anselmo: Señor, «enséñame a buscarte,
muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas el camino.
No puedo encontrarte si no te haces presente.» (Proslogion 1,1)
Mientras esperamos la llegada del Papa
Benedicto XVI hemos acogido esta noche a un huésped especial de la JMJ de
Madrid: el Beato Juan Pablo II. Él ha regresado entre vosotros, los jóvenes a
los que tanto amó y que tanto lo han amado: ha regresado como Beato patrón
vuestro y como protector al que podéis confiaros; ha regresado como amigo – un
amigo exigente, como le gustaba a él mismo definirse… Ha venido a deciros una
vez más, con muchísimo afecto: ¡No tengáis miedo! ¡Optar por Cristo en la vida
es adquirir la perla preciosa del Evangelio por la cual vale la pena darlo todo!
¡Queridísimos jóvenes! ¡La JMJ de Madrid ha
empezado!
1. ¡Bienvenidos a
Madrid para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud convocada por nuestro Santo
Padre Benedicto XVI hace tres años en Sydney y que se inicia con la solemne
celebración eucarística en esta céntrica Plaza madrileña de la Cibeles!
¡Bienvenidos
Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos! ¡Os saludo con afecto fraterno en el
Señor! Os acompañan numerosos sacerdotes, consagrados y consagradas y una
ingente multitud de jóvenes, esperanza y futuro de nuestras Iglesias
particulares, de nuestros pueblos y naciones, ¡de la Iglesia entera!
2. Permitidme que
me dirija a ellos directamente como Pastor de la Iglesia Diocesana de Madrid y
como Presidente de la Conferencia Episcopal Española y que les diga con todo el
corazón:
Queridos jóvenes
del mundo: ¡Bienvenidos a España! Muchos de vosotros habéis experimentado y
apreciado ya en los días de la semana previa en vuestro recorrido por las
Diócesis españolas la cordial acogida y el amor fraterno de vuestros hermanos
los jóvenes de España, de sus familias, de sus comunidades y de sus Pastores.
Habéis podido comprobar que esa actitud de brazos abiertos y de cálida simpatía
tiene que ver profundamente con el hecho vivo de un viejo país formado por una
comunidad de pueblos: ¡España!, cuya principal seña de identidad histórica, ¡de
su cultura y modo de ser!, es la profesión de la fe cristiana de sus hijas e
hijos en la comunión de la Iglesia Católica. La personalidad histórica de España
se forja con rasgos inconfundibles en torno a la visión cristiana del hombre y
de la vida desde los albores mismos de su historia, iniciada en gran medida con
la primera andadura de la predicación apostólica en suelo español hace casi dos
mil años. Uno de los más lúcidos escritores e intérpretes de la España
contemporánea pudo decir: “España se constituye animada por un proyecto
histórico que es su identificación con el cristianismo”.
3. ¡Bienvenidos a
España y bienvenidos a Madrid, su Capital! La Iglesia metropolitana de Madrid
con sus Diócesis sufragáneas, Alcalá de Henares y Getafe, os abren no sólo las
puertas físicas de sus parroquias, de sus colegios, de sus más variados
edificios e instalaciones culturales y deportivas, junto con las cedidas
generosamente por las instituciones públicas y privadas para este acontecimiento
singular, sino, también, esos ámbitos más humana y cristianamente cálidos que
son sus familias y sus comunidades. Es decir: ¡os abren las puertas de su
corazón! ¡Sentíos como en vuestra propia casa, como en vuestro propio hogar! La
Iglesia y el pueblo de Madrid quiso −y quiere− ser para todos vosotros desde
ayer mismo, en ese siempre difícil momento de la llegada y del alojamiento de
los peregrinos y durante los días de la Jornada que culminan el domingo, lugar
propicio para vivir la amistad y la fraternidad cristiana en el marco a la vez
humano y divino de la Iglesia Universal, que es Casa y Familia de los hijos de
Dios esparcidos por toda la faz de la tierra. Y así como España no es
inteligible sin su bimilenaria tradición católica, Madrid, residencia real y su
Capital desde la segunda mitad del siglo XVI, en plena irrupción de la
Modernidad, tampoco. Las raíces cristianas de esta ciudad, muy antiguas, bien
identificadas al iniciarse el segundo milenio del cristianismo, siguen vivas y
vigorosas influyendo en la configuración de su fisonomía social, cultural y
humana, pero, sobre todo, de su alma: ¡el alma de sus hijos e hijas! ¡Madrid es
una ciudad acogedora y cordial de todos los que la visitan, vengan de donde
vengan!
4. Las Jornadas
Mundiales de la Juventud, con su ya larga trayectoria de más de un cuarto de
siglo, son inseparables del Beato, en cuya memoria celebramos esta tarde la
Eucaristía en la Plaza de la Cibeles madrileña; muy cerca, por cierto, del lugar
en que él mismo presidió tres grandes celebraciones en los años 1982, 1993 y
2003. Os estoy hablando del inolvidable, venerado y querido Juan Pablo II. ¡El
Papa de los jóvenes! Con Juan Pablo II se inicia un periodo histórico nuevo,
¡inédito!, en la relación del Sucesor de Pedro con la juventud, y,
consecuentemente, una hasta entonces desconocida relación de la Iglesia con sus
jóvenes: relación directa, inmediata, de corazón a corazón, impregnada de una fe
en el Señor, en Jesucristo, entusiasta, esperanzada, alegre, contagiosa. Desde
aquella convocatoria primera de la Jornada de 1985 en Roma hasta esta Jornada de
Madrid se ha ido desgranando una bella historia de fe, esperanza y amor en tres
generaciones de jóvenes católicos y no católicos, que han visto cómo se
transformaba su vida en Cristo y cómo surgían entre ellos innumerables
vocaciones para el sacerdocio, la vida consagrada, el matrimonio cristiano y el
apostolado. La santidad personal de Juan Pablo II brilla con un atractivo
singular precisamente en este aspecto de la evangelización de los jóvenes
contemporáneos. Nuestro Santo Padre Benedicto XVI no ha dudado en resaltar el
amor a los jóvenes de Juan Pablo II en la Homilía de su Beatificación el primero
de Mayo en la Plaza de San Pedro.
5. El secreto de
esa luminosa personalidad, moldeada en la perfección de la caridad, se desvela
fácilmente a la luz de la Palabra de Dios que ha sido proclamada. La clave de
explicación de toda su vida, consagrada al Señor, a la Iglesia y al hombre, no
es otra que su encendido amor a Jesucristo, del que, como San Pablo, no quiso
apartarse nunca. Juan Pablo II pasó también en su vida por la aflicción, por la
angustia, por la persecución, por las carencias más elementales en los años de
la II Guerra Mundial, de la ocupación implacable y cruel de su patria, del
despojo inhumano de los suyos… Sufrió el dolor de los perseguidos por la causa
de Cristo antes y después de su elección a la Sede de Pedro: literalmente, hasta
la sangre. Testigo indomable de la verdad y de la esperanza cristiana, vivió la
verdad del “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”, sin
miedo a ninguna oposición interna o externa a la Iglesia. ¡Fue un valiente de
Cristo! Nada pudo apartarle de su amor. ¡Que emocionante resulta imaginarse y
revivir los momentos de su diálogo íntimo con el Señor cuando le pregunta si “le
ama más que éstos”!
¡Cuántas veces le
habrá respondido en las más críticas, doloridas y decisivas circunstancias de
sus años de Pastor de la Iglesia Universal: “Señor, tú conoces todo, tú sabes
que te quiero”! El Papa sabía muy bien que apacentar las ovejas de Jesús
comportaba dejase “ceñir” por otro y ser llevado adonde uno no quisiera.
6. Este amor
apasionado a Jesucristo es precisamente lo que fascinaba y cautivaba a los
jóvenes. Comprendían que de este modo ellos eran queridos y amados por el Papa
de verdad: sin halagos, ni disimulos; ni interesada, engañosa o
superficialmente; sino con toda la autenticidad del que sólo buscaba su bien, el
bien de sus vidas: ¡su felicidad!, ¡su salvación! Y lo buscaba entregando, sin
reservarse nada, la propia vida. Lo intuían con el corazón más que lo razonaban
con la cabeza. No es extraño, pues, que viesen en el Papa a aquel mensajero de
la gracia y de la paz de Jesucristo, anunciado por el Profeta Isaías, cuando
decía: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la
paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios
es rey»!”. Quien quiera que haya vivido las Jornadas Mundiales de Buenos Aires,
Santiago de Compostela, Czestochowa, Denver, Manila, Paris, Roma, Toronto… habrá
podido constatar que en la forma de recibir al Papa, con aquella mezcla tan
entrañable de júbilo y respetuosa ternura, los jóvenes demostraban que le
estaban reconociendo como aquel que venía a su encuentro en el nombre del Señor.
7. A partir de la
IV Jornada Mundial de la Juventud en Santiago de Compostela en 1989 las Jornadas
se conciben y viven como el final gozoso de una peregrinación, fuese cual fuese
el lugar de su celebración, sintonizando con el estilo atrayente de la tradición
cristiana. Al invitaros a participar en esta Jornada de Madrid, la vigésimo
sexta, el Papa os está diciendo: poneos en camino para un nuevo encuentro con el
Señor, el amigo, el hermano, ¡Jesucristo! El es el único que puede comprenderos
y conduciros a la verdad; daros la vida que no acaba nunca; daros la felicidad:
¡el Amor verdadero! Sí, los jóvenes de las Jornadas Mundiales de la Juventud han
sido desde Santiago de Compostela y para siempre peregrinos de la Iglesia.
Recorren en comunión con ella un excepcional itinerario espiritual de
consecuencias decisivas para el futuro de sus vidas. Comprueban que la senda
señalada por el Sucesor de Pedro les lleva efectivamente a Cristo sin que ningún
poder humano pueda impedirlo. Senda para su búsqueda; pero sobre todo, camino
para su encuentro. Él es el que toma la iniciativa. Juan Pablo II nos recordaba
en “el Monte del Gozo” compostelano en la vigilia de la noche del 19 de agosto
de 1989 que “la tradición espiritual del Cristianismo no sólo subraya la
importancia de nuestra búsqueda de Dios. Resalta algo todavía más importante: es
Dios que nos busca. Él nos sale al encuentro”. ¡Cristo es, queridos jóvenes, el
que os busca y sale al encuentro en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid
2011! Dejarse encontrar por Él es la clave del éxito de toda Jornada Mundial de
la Juventud. Y, por supuesto, también de ésta que hoy comenzamos. ¡Será vuestro
éxito!
8. Benedicto XVI,
nuestro Santo Padre, ha presidido las Jornadas de Colonia en agosto de 2005 y de
Sydney en julio del 2008 en continuidad creativa con Juan Pablo II.
¡Inolvidables ambas! Pasado mañana, día 18 de agosto, llegará D.m. a Madrid,
para presidir la que hoy y ahora se inicia con la Acción de Gracias y la
Plegaria Eucarística de este atardecer madrileño en la Plaza de la Cibeles. En
su llamada dirigida a vosotros, jóvenes del avanzado comienzo del Tercer
Milenio, resuenan con nuevos y sugestivos acentos la misma solicitud paternal y
el mismo amor que movió al Beato Juan Pablo II a instituir las Jornadas
Mundiales de la Juventud.
Vosotros, los
jóvenes que os encontráis aquí, y otros muchos que hubieran deseado participar
en nuestra Jornada de Madrid y no han podido o no han querido, sois la
generación de Benedicto XVI. No es la misma que la de Juan Pablo II.
Vuestro “sitio en la vida” tiene sus peculiaridades. Vuestros problemas y
circunstancias vitales se han modificado. La globalización, las nuevas
tecnologías de la comunicación, la crisis económica, etc., os condicionan para
bien y, en muchas ocasiones, para mal. A los jóvenes de hoy, con raíces
existenciales debilitadas por un rampante relativismo espiritual y moral,
“encerrados por el poder dominante” (Benedicto XVI. Mensaje para la
JMJ 2011, 1), y sin hallar sólidos fundamentos para vuestras vidas en la cultura
y la sociedad actuales, incluso, no rara vez, en la propia familia…, se os
tienta poderosamente hasta los límites de haceros perder la orientación en el
camino de la vida: ¿Cómo no va a vacilar a veces vuestra fe? La juventud del
siglo XXI necesita, tanto o más que las generaciones precedentes, encontrar al
Señor por la única vía que se ha demostrado espiritualmente eficaz: la del
peregrino humilde y sencillo que busca su rostro. El joven de hoy necesita ver a
Jesucristo cuando Él le sale al encuentro en la Palabra, en los Sacramentos,
“también, muy especialmente, en la Eucaristía y en el Sacramento de la
Penitencia, en los pobres y enfermos, en los hermanos que están en dificultad y
necesitan ayuda” (Benedicto XVI. Mensaje, 4). Necesita verle y entrar en diálogo
íntimo con Él, que le ama sin pedirle nada a cambio, salvo la respuesta de su
amor. La intención del Papa, que tanto os quiere, va justamente en esta
dirección: que experimentéis en la Comunión Católica de la Iglesia la verdad y
la imperiosa urgencia de hacer vida vuestra el lema de la Jornada Mundial de la
Juventud 2011: “arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (Cf. Col
2,7).
9. Juan Pablo II
concebía las Jornadas Mundiales de la Juventud como un valiosísimo instrumento
de la nueva evangelización. También, nuestro Santo Padre Benedicto XVI.
Queridos jóvenes:
¡vivid, pues, esta celebración eucarística de la inauguración de la Jornada
Mundial de la Juventud agradeciendo al Señor el sentiros llamados desde este
mismo momento a ser sus discípulos y testigos! ¡No lo dudéis! Jesucristo os
muestra el camino y la meta de la verdadera felicidad. No sólo a vosotros;
también a vuestros compañeros y amigos alejados de la práctica religiosa e,
incluso, de la fe o desconocedores de la misma. Jesús os busca para enraizarse
en vuestro corazón de jóvenes del Tercer Milenio. Vivid la celebración como la
gran Plegaria de la Iglesia que ofrece el Sacrificio de Jesucristo Crucificado y
Resucitado al Padre como suyo propio por la salvación de todos los hombres; y en
la Comunión eucarística de su Cuerpo y de su Sangre no rehuyáis que os haga
enteramente suyos. Tened presente estos días que el Señor, por medio del Papa,
os va a preguntar: ¿aceptáis el formidable y hermoso reto de “la nueva
evangelización” de vuestros jóvenes coetáneos?
Respondedle que
sí, recordando aquella vibrante y valiente llamada de Juan Pablo II en la
Homilía del Monte del Gozo el 20 de agosto de 1989: ¡“No tengáis miedo a ser
santos”! ¡“dejad que Cristo reine en vuestros corazones”! Respondedle que sí con
toda la capacidad de ilusión y apertura generosa a los grandes ideales de la
vida que os es tan propia. ¡Responded a la renovada llamada de Benedicto XVI con
un claro y coherente compromiso de vida! Se evangeliza con las palabras y con
las obras, hoy más que nunca. Juan Pablo II decía a los jóvenes españoles en la
Vigilia Mariana de “Cuatro Vientos”, el 3 de mayo de 2003, que la nueva
evangelización es una tarea de todos en la Iglesia: “En ella los laicos tienen
un papel protagonista, especialmente los matrimonios y las familias cristianas,
sin embargo, la evangelización requiere hoy con urgencia sacerdotes y personas
consagradas. Por lo tanto, si en estos días oyes la llamada de Dios “que te
dice: «¡Sígueme!» (Mc 2, 14; Lc 5.22), no lo acalles. Sé generoso, responde como
María ofreciendo el sí gozoso de tu persona y de tu vida”.
10. Al cuidado
maternal de la Virgen María, Madre del Señor y Madre de la Iglesia, nos
confiamos al iniciar la Jornada Mundial de la Juventud 2011. Los madrileños la
invocan como su Patrona bajo la advocación de “Santa María, la Real de la
Almudena”. María ha velado siempre por la firmeza de la fe, por la certeza de la
esperanza y por el ardor de la caridad de todas sus hijas e hijos de Madrid.
¡Que vele muy especialmente estos días por vosotros, los jóvenes de esta Jornada
Mundial de la Juventud del 2011, peregrinos a esta ciudad eminentemente mariana
que es Madrid para el encuentro con el Santo Padre! ¡Que os cuide como sólo ella
sabe hacerlo!, ¡que cuide a nuestro Santo Padre Benedicto XVI, a los Obispos y
sacerdotes, a todos vuestros Pastores y acompañantes! ¡que cuide y proteja a
vuestras familias! Rememorando la oración de Juan Pablo II, recitada al
finalizar la inolvidable Vigilia del Rosario, ya mencionada −¡su broche de
oro!−, os invito a implorar esta noche a María con sus mismas palabras: “Dios te
salve, María, llena de gracia. Esta noche te pido por los jóvenes venidos a
Madrid desde todos los rincones de la tierra, jóvenes llenos de sueños y
esperanzas. Ellos son los centinelas del mañana, el pueblo de las
Bienaventuranzas: son la esperanza viva de la Iglesia y del Papa.
Santa María,
Madre de los jóvenes, intercede para que sean testigos de Cristo Resucitado,
apóstoles humildes y valientes del tercer milenio, heraldos generosos del
Evangelio.
Santa María,
Virgen Inmaculada, reza con nosotros, reza por nosotros”. Amén.
Santos
Patronos de la JMJ 2011 −San Isidro Labrador y Santa María de la Cabeza, San
Ignacio de Loyola, San Juan de Ávila, San Francisco Javier, San Juan de la Cruz,
Santa Rosa de Lima, San Rafael Arnáiz− ¡rogad por nosotros!
¡Beato Juan Pablo
II ruega por nosotros, ruega por los jóvenes de la JMJ 2011 para que abran de
par en par sus corazones a la gracia salvadora de Cristo, el único Redentor del
hombre, en estos extraordinarios días del Espíritu en los que queremos “contar
las maravillas del Señor a todas las naciones”!