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LECTIO DIVINA DOMINGOS CICLO B

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El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-.

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2° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Samuel 3,3-10.19

En aquellos días,

3 Samuel estaba durmiendo en el santuario del Señor, donde estaba el  arca de Dios.

4 El Señor llamó a Samuel: -¡Samuel, Samuel! Él respondió: -Aquí estoy.

5 Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: -Aquí estoy, porque me has llamado. Elí respondió: -No te he llamado, vuelve a acostarte. Y Samuel fue a acostarse.

6 Pero el Señor lo llamó otra vez: -¡Samuel! Samuel se levantó, fue a  donde estaba Elí y le dijo: -Aquí estoy, porque me has llamado. Respondió Eli: -No te he llamado, hijo mío, vuelve a acostarte.

7 (Samuel no conocía todavía al Señor. No se le había revelado aún la Palabra del Señor.)

8 Por tercera vez llamó el Señor a Samuel:  -¡Samuel! Él se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo: -Aquí estoy, porque me has llamado.  Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven,

9 y le dijo: -Vete a acostarte y, si te llaman, dices: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Samuel fue y se acostó en su sitio.

10 Vino el Señor, se acercó y lo llamó como las otras veces: -¡Samuel, Samuel! Samuel respondió: -Habla, que tu siervo escucha.

11 Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse.

 

        **• En los versículos que preceden al fragmento litúrgico de hoy se dice que la Palabra profética era rara en aquellos tiempos en Israel (1 Sm 3,1), pero el narrador añade asimismo que la «la lámpara de Dios todavía no se había apagado» (v. 2). El hecho de que ésta arda incesantemente en el templo significa que Dios, a pesar de todo, continúa velando sobre el pueblo de Israel y que su fidelidad a las promesas no ha desaparecido.

        Sobre esa presencia indefectible de Dios reposa la verdadera esperanza de Israel. En estos tiempos oscuros, la misericordia de Dios está preparando, en efecto, una etapa nueva para el pueblo, una etapa de la que la llamada de Samuel constituye un momento importante.

        Mientras todos están durmiendo, la Palabra de vigila y llama a un hombre para que se convierta en instrumento suyo. La vocación de Samuel configura la relación entre Dios y el llamado como una relación «pedagógica» de maestro a discípulo, semejante, por consiguiente, a la relación que se instaurará en el Nuevo Testamento entre Jesús y sus discípulos.

        La pedagogía de Dios es admirable: procede por grados, permitiendo a Samuel, que todavía es muy joven, llegar a comprender la misión a la que YHWH le destina.

        En este camino que conduce al reconocimiento de la llamada del Señor, Samuel encuentra un guía en Eli.

        Éste muestra con el niño toda la prudencia requerida para la tarea; se comporta como un verdadero educador, como alguien capaz de intuir la naturaleza de la experiencia profunda por la que está pasando Samuel: «Comprendió entonces Elí que era el Señor quien llamaba al joven» (v. 8). Sin sustituirle, le ayuda a abrirse a la iniciativa de Dios. Nadie puede decidir por otro en lo que respecta a la vocación; por eso remite Elí al muchacho a la escucha dócil de la Palabra de Dios, y, de este modo, se abre el joven Samuel a la comprometedora misión profética: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (v. 9).

 

Segunda lectura: 1 Corintios 6,13c-15a. 17-20

Hermanos: El cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo.

13 Dios, por su parte, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros con su poder.

15 ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?

17 El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él.

18 Huid de la lujuria. Todo pecado cometido por el hombre queda fuera del cuerpo, pero el lujurioso peca contra su propio cuerpo.

19 ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros? Ya no os pertenecéis a vosotros mismos.

20 Habéis sido comprados a buen precio; dad, pues, gloria a Dios con vuestro cuerpo.

 

        **• En la comunidad de Corinto hay un grupo de cristianos que se consideran perfectos y maduros. Su presunción se expresa en dos direcciones opuestas en el plano operativo, aunque son convergentes por su aspiración profunda. Algunos proponen un ascetismo radical frente al sexo, proclamando la abstinencia sexual más absoluta e incondicionada (cf. 1 Cor 7). Otros optan, en cambio, por una sexualidad sin freno, en nombre de una pretendida irrelevancia de la misma respecto a la salvación que nos ha sido dada en Cristo. Pablo se dirige a estos últimos.

        Los «libertarios» de Corinto -en conformidad con la jactanciosa idea de un «yo» espiritual que domina sobre todo- han tomado como manifiesto de su desarreglo el eslogan de la libertad cristiana: «Todo me es lícito» (v. 12a). El apóstol no se opone -en la línea de principios- a la afirmación de la libertad cristiana, pero cambia en su raíz el sentido del manifiesto de los propios interlocutores, haciendo valer el criterio decisorio de lo que es ventajoso y constructivo, especialmente en el ámbito eclesial. Estos «libertarios» ostentan, en efecto, una libertad plena frente a las cosas de este mundo, ignorando, sin embargo, que su comportamiento debe ser coherente con el fundamento de la vida cristiana, con la redención que han recibido: «Habéis sido comprados a buen precio» (v. 20).

        La segunda objeción toca más de cerca al sentido de la sexualidad. Pablo, contra todo dualismo griego –que contrapone el alma al cuerpo-, afirma la densidad y la seriedad humana del acto sexual, que implica a toda la persona y no sólo a la corporeidad (v. 18). Más aún, el cuerpo está destinado a la resurrección y, en consecuencia, no puede ser para la lujuria, sino «para el Señor» (v. 13). Precisamente, la fe en la resurrección de Cristo y de toda la humanidad impulsa aquí a una elevadísima concepción de la corporeidad: a través de los gestos y de las relaciones con los otros se expresa y se potencia (o se contradice) la pertenencia del cristiano al Señor, algo que la resurrección final mostrará en plenitud.

        Hay también, por último, otra razón: el cristiano se ha convertido, con la totalidad de su propia persona, en un miembro del cuerpo eclesial de Cristo y es templo del Espíritu (vv. 15.19). Y, por eso, está llamado a decidir si usa su propio cuerpo a la manera de la «carne», de modo lujurioso, o bien para vivir de modo concreto la relación con Cristo, con quien forma un solo «espíritu», o sea, una unión misteriosa realizada por el Espíritu (v. 17).

 

Evangelio: Juan 1,35-42

35 Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos.

36 De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: -Éste es el Cordero de Dios.

37 Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron a Jesús.

38 Jesús se volvió y, viendo que le seguían, les preguntó: -¿Qué buscáis?

Ellos contestaron: -Rabí (que quiere decir Maestro), ¿dónde vives?

39 Él les respondió: -Venid y lo veréis. Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde.

40 Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro.

41 Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: -Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo).

42 Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: -Tú eres Simón, hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas (es decir, Pedro).

 

        *•• Juan sitúa la llamada de los primeros discípulos en el «tercer día» de la primera sección de su evangelio (Jn 1,19-2,11): la «semana inaugural» que culmina en las bodas de Cana. La organización del material narrativo en seis días remite al relato de la creación, con la aparición del hombre y de la mujer en el sexto día, y proclama de una manera implícita que la nueva misión de Jesús tiende a una nueva creación de la humanidad.

        El encuentro entre Jesús y los discípulos tiene lugar a través de la presencia de un testigo, el Bautista. Este último es capaz de ir más allá de las apariencias, abriéndose a una mirada de fe que sabe reconocer el misterio que mora en Jesús, una mirada que comunica a dos de sus discípulos que estaban allí presentes: «Éste es el Cordero de Dios» (v. 36).

        ¿Qué es lo que ha vislumbrado el Bautista en Jesús cuando le declara Cordero de Dios? El tema vuelve en la alusión al cordero pascual de Jn 19,36. En este hombre que está pasando reconoce, por tanto, el Bautista a aquel que derrama su propia sangre para hacer presente al Dios del Éxodo, al Dios de la renovación de la vida. Al oírle hablar así, los dos discípulos del Bautista siguieron a Jesús (v. 37), impulsados por una búsqueda que, sin embargo, debe acceder a una ulterior claridad. Esto tiene lugar cuando Jesús se vuelve y les pregunta: «Qué buscáis» (v. 38). Se trata de una pregunta que les plantea como consecuencia de haberlos «contemplado» (eso es lo que dice el texto griego al pie de la letra) en el acto de seguirle. El mismo Jesús se queda sorprendido y admirado del milagro del seguimiento. He aquí, por tanto, la justa petición del verdadero discípulo: «Rabí, ¿dónde vives?» (v. 38). Más que saber lo que enseña Jesús, es preciso estar con él allí donde mora. La morada de Jesús es su estar junto al Padre como Hijo amado.

        Ése es su secreto, y por la continuación del Evangelio se volverá evidente que convertirse en discípulo suyo significa entrar en la misma relación de amor que él mantiene con el Padre. Por eso les invita a «venir» y «ver», esto es, a tener experiencia de él y de la comunión con el Padre.

        De los dos discípulos queda aquí uno anónimo, aunque muchos exégetas se inclinan por reconocer en él al discípulo amado, mientras que el otro es Andrés. Éste es el discípulo «positivo», la persona de la escucha, el paradigma del auténtico seguimiento que se encarga de dar testimonio de cuanto vivieron el día en el que se detuvieron junto a Jesús (v. 39). Andrés conduce, pues, a Jesús a su hermano Simón (v. 42). El cambio del nombre de Simón por el de Cefas indica precisamente la profunda transformación de la persona gracias al amor de Jesús; sin embargo, Simón sigue, de momento, cerrado todavía a esa adhesión de fe que se llevará a cabo, trabajosamente, más tarde.

 

MEDITATIO

        La Palabra de Dios nos pone frente al misterio de la vocación, algo que no se produce nunca por nuestros méritos o por nuestras cualidades humanas, sino que brota únicamente de la libre y misericordiosa iniciativa divina respecto a nosotros. El encuentro con Jesús, aunque se decide en el secreto de nuestra libertad, postula, no obstante, la dinámica del testimonio. Ateniéndonos al relato evangélico, los encuentros con los primeros discípulos acaecen, en efecto, como en cadena: cada uno de ellos llega a Jesús a través de la mediación de otro, porque ésa es concretamente la dinámica de nuestra llegada a la fe. De ahí deriva una enseñanza preciosa sobre la importancia que tiene contar con auténticos testigos, que nos presenten a Jesús como el Señor esperado y favorezcan el encuentro con él, sin que el testigo quiera ligar al otro a su propia persona como si fuera una propiedad suya. El verdadero testigo está, por consiguiente, al servicio del camino hacia una madurez espiritual que es libertad de elección. En este sentido, son unos ejemplos excelentes el sacerdote Elí con Samuel y todavía más el Bautista con sus dos discípulos.

        Con todo, para llegar a ser testigos es menester haber encontrado ya al Señor y haber llegado, por ello, a ser capaz de ir más allá de las apariencias, accediendo a una profunda mirada de fe sobre la realidad. Dar testimonio es regalar a los otros esta mirada que, precedentemente, ya ha cambiado nuestra vida. Eso supone haber entrado en un nuevo tipo de existencia, en una comunión activa con Jesús, una comunión que puede ser expresada como un «habitar con él»; más aún, como un detenerse junto a él. A la fase de la búsqueda, en nuestros días frecuentemente enfatizada con exceso, debe sucederle la de nuestro detenernos, la del reconocer en Jesús la verdadera meta de nuestro corazón, la del ser capaces de perseverar en su compañía: «Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él».

        En este morar con él adquiere su vigor la contemplación y la escucha, el ponernos a su disposición con todas nuestras energías, como dijo Samuel, con la simplicidad de un niño: «Habla, que tu siervo escucha». Sólo permaneciendo con Jesús comprenderemos de verdad que hemos sido comprados a un precio elevado y nos hemos convertido en templo del Espíritu Santo.

 

ORATIO

        Señor, tú me has comprado, verdaderamente, a un precio elevado; me has convertido en uno de los miembros de tu cuerpo y en templo del Espíritu Santo. Te bendigo por la grandeza de la llamada con la que me has obsequiado y porque tu Palabra orienta de continuo mi búsqueda hacia un verdadero encuentro contigo.

        Pongo a tus pies todas las ambigüedades de mis expectativas y de mis proyectos, para que sea tu voz la que guíe mis pasos hacia ti. Ayúdame a detenerme junto a ti, a no temer el silencio de la contemplación, ese silencio que me permite experimentar de una manera profunda tu amistad. Haz que pueda conocerte no por lo que he oído de ti, sino por haberte encontrado de verdad, y que tu gracia me comprometa totalmente y renueve todas las fibras de mi ser, puesto que deseo morar contigo y permanecer en tu amor. Sólo así podré llegar a ser un testigo tuyo y regalar a mis hermanos y hermanas el precioso tesoro de la fe en ti.

        Me reconozco fácilmente en Pedro, reacio a reconocerte como su Maestro y Señor, pero deseo llegar a ser cada vez más parecido al discípulo amado y encontrar en mi corazón la disponibilidad y el entusiasmo con los que Samuel respondió a tu llamada. Como él, también yo deseo poder responder: «Habla, que tu siervo escucha». Por eso, hoy, quiero abrir mi corazón a una renovada  escucha de tu Palabra, oh Señor, para seguirte de manera concreta en las opciones que se me presenten en la vida.

 

CONTEMPLATIO

        «Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y lo llevó a Jesús.» Los que poco antes habían recibido el talento, lo hacen fructificar de inmediato y lo ofrecen al Señor.

        Estas almas, que están dispuestas a escuchar y aprender, no necesitan muchas palabras para ser instruidas, ni tampoco un prolongado período de años y meses para producir el fruto de la enseñanza. Al contrario, alcanzan la perfección desde el comienzo de su aprendizaje. «Da al sabio y se hará más sabio, instruye al justo y aumentará su ciencia» (Prov 9,9). Andrés, por tanto, salva a Pedro, su hermano, e indica, con pocas palabras, todo el gran misterio. Dice, en efecto: «Hemos encontrado al Mesías», o sea, «el tesoro escondido en el campo o la perla preciosa», según otra parábola del evangelio (cf. Mt 13,44ss). Entonces Jesús le miró a los ojos, como conviene a Dios, que conoce «las mentes y los corazones» (Sal 7,10) y prevé la gran piedad que alcanzará aquel discípulo, la excelsa virtud y la perfección a las que será elevado [...] Después, no queriendo que siguiera llamándose Simón, y considerándolo ya en su potestad, con una homonimia le llamó Pedro, de «piedra», mostrando de manera anticipada que sobre él fundaría su Iglesia (Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de Juan, II, 1, passim).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Aquí estoy, porque me has llamado» (1 Sm 3,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Señor Jesús, te miro, y mis ojos están fijos en tus ojos. Tus ojos penetran el misterio eterno de lo divino y ven la gloria de Dios. Y son los mismos ojos que vieron Simón, Andrés, Natanael y Leví [...]. Tus ojos, Señor, ven con una sola mirada el inagotable amor de Dios y la angustia, aparentemente sin fin, de los que han perdido la fe en este amor y son «como ovejas sin pastor».

        Cuando miro en tus ojos me espantan, porque penetran como lenguas de fuego en lo más íntimo de mi ser, aunque también me consuelan, porque esas llamas son purificadoras y sanadoras. Tus ojos son muy severos, pero también muy amorosos; desenmascaran, pero protegen; penetran, pero acarician; son muy profundos, pero también muy íntimos; muy distantes, pero también invitadores.

        Me voy dando cuenta poco a poco de que, más que «ver», deseo «ser visto»: ser visto por ti. Deseo permanecer solícito bajo tu morada y crecer fuerte y suave a tu vista. Señor, hazme ver lo que tú ves -el amor de Dios y el sufrimiento de la gente-, a fin de que mis ojos se vuelvan cada vez más como los tuyos, ojos que puedan sanar los corazones heridos (H. J. M. Nouwen, In cammino verso l'alba c¡¡ un giorno nuovo, Brescia 1997, pp. 88ss).

 

Domingo ·3º del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Jonás 3,1-5.10

1 Por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo:

2 -Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré.

3 Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla.

4 Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida».

5 Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal.

10 Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con el que les había amenazado.

 

        **• El texto del profeta ha sido elegido por el liturgista porque la predicación de Jonás y la respuesta de los ninivitas a su mensaje anticipan los motivos presentes en la demanda de conversión que acompaña al alegre anuncio de Jesús. Los ninivitas respondieron a la predicación de Jonás con una fe dócil y con un cambio radical de conducta, gracias a lo cual recibieron el perdón y encontraron el camino de la vida. He aquí, pues, un aspecto de la «señal de Jonás», de la que nos hablará el mismo Jesús (cf. Mt 12,38-40): la llamada a la necesidad de la conversión.

        El librito de Jonás sondea de una manera sorprendente este importante motivo. Se trata, en efecto, de una obra intrigante, de una especie de novela corta en la que el primero que debe convertirse de verdad es el mismo Jonás. Éste debe abandonar su propia política de huida ante la Palabra de Dios, que ofrece el anuncio de su misericordia incluso a los enemigos de Israel, para regenerarse profundamente (cf. la estancia en el vientre del pez), a fin de comprender los planes de Dios, hasta aceptar que el perdón alcanza incluso a Nínive, responsable de tanto sufrimiento para el pueblo de Israel. La cosa parece tanto más paradójica si tenemos presente que el profeta Jonás, entendido como personaje histórico, había profetizado exclusivamente a favor de Israel: «Jeroboán restableció las fronteras de Israel desde la entrada de Jamat hasta el mar Muerto, según había dicho el Señor, Dios de Israel, por medio de su siervo el profeta Jonás, hijo de Amitay, de Gat Jefer. Porque el Señor había visto la amarguísima aflicción de Israel, que alcanzaba a todos, esclavos y libres» (2 Re 14,25ss).

 

Segunda lectura: 1 Corintios 7,29-31

29 Os digo, pues, hermanos, que el tiempo se acaba. En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran;

30 los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran;

31 los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar.

 

        **• Dos afirmaciones de principio enmarcan nuestro pasaje, dos afirmaciones que permiten aclarar la relación que el cristiano debe mantener con las realidades mundanas: «El tiempo se acaba» (v. 29), «la apariencia de este mundo está a punto de acabar» (v. 31).

        El tiempo se acaba. El apóstol habla también en otros lugares del «fin de los tiempos» ante el que se encuentra el cristiano (cf. 1 Cor 10,11). Al decir que el tiempo se acaba, Pablo no piensa en el tiempo en sentido cronológico, considerado como el fluir imparable de los instantes, sino más bien en el momento favorable, en el kairós, como ocasión repleta de nuevas oportunidades. Lo que pretende subrayar, más que una actitud de separación, de indiferencia respecto a las cosas, es que el tiempo ha sido «llenado» por la presencia de Cristo, de suerte que el tiempo de la vida del discípulo aparece concentrado, decisivo. La apariencia de este mundo está a punto de acabar.

        También este segundo principio hemos de leerlo en correspondencia con el precedente. ¿Qué es la apariencia de este mundo que está a punto de acabar? El término griego empleado es precisamente «esquema», esto es, una configuración privada de libertad, precisamente «esquemática». Se trata justamente de su configuración del mundo marcado por el pecado y por la muerte. No aparece, por tanto, ningún desconocimiento de la bondad del mundo creado por Dios, sino sólo un juicio dirigido contra esta precisa «configuración» que está a punto de acabar y está destinada a pasar (cf. Rom 8,18-22).

        Pablo no habla como un predicador apocalíptico que pretende infundir temor con la perspectiva del fin próximo de todas las cosas; su mensaje quiere ser más bien un mensaje de esperanza y de consuelo: el mundo, tal como aparece a nuestros ojos, con su sumisión al pecado y a la muerte, está marcado ya por la proximidad del mundo de Dios. Al cristiano se le pide que viva, permaneciendo vigilante, todas las realidades de esta tierra, asumiendo la perspectiva del «como si no», que se repite hasta cinco veces. Por una parte, el discípulo de Cristo debe ser capaz de tomar correctamente sus distancias respecto a las realidades en las que está inmerso -cosa que recuerda un tanto las posiciones de los estoicos- y, por otra, debe vivir todas las realidades y todo estado de vida participando en él con un estilo apropiado al señorío que ejerce Cristo sobre él {cf. 1 Cor 7,17-24).

 

Evangelio: Marcos 1,14-20

14 Después de que Juan fue arrestado, Jesús marchó a Galilea, proclamando la Buena Noticia de Dios.

15 Decía: -Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio.

16 Pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que estaban echando las redes en el lago, pues eran pescadores.

17 Jesús les dijo: -Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

18 Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron.

19 Un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan. Estaban en la barca reparando las redes.

20 Jesús los llamó también, y ellos, dejando a su padre, Zebedeo, en la barca con los jornaleros, se fueron tras él.

 

        **• El primer resumen del segundo evangelio nos brinda las coordenadas espacio-temporales de los comienzos de la misión de Jesús y sintetiza el contenido de la misma; sin embargo, para apreciar lo que Marcos nos dice sobre la predicación de Jesús, es bueno recordar que -hasta este punto de su escrito- el lector sólo conoce de Jesús dos cosas fundamentales: que Dios le ha declarado su Hijo amado en el bautismo en el Jordán y que, durante el período de prueba que ha venido después, Jesús ha permanecido fiel a su propia identidad de Hijo. En esa experiencia de la filiación reside el verdadero fundamento de la alegre noticia que Jesús difunde por los caminos de Galilea: «Se ha cumplido el plazo y está llegando el Reino de Dios» (v. 15).

        Si antes era la gente la que debía salir al desierto para escuchar al Bautista y hacerse bautizar (cf. Me 1,5), ahora es el mismo Jesús quien se dirige al lugar donde vive la gente, significando asimismo de este modo la venida de Dios a la humanidad. El hecho de que empiece por Galilea no se debe sólo a que ésta sea su tierra de origen, sino a que, dado su carácter de región con población mixta, Galilea representa una especie de puente entre Israel y los gentiles. Intuimos así el horizonte universal al que quiere extenderse el señorío de Dios, ese «Reino de Dios» que, para Jesús, no es ni una teocracia ni una nueva moral o una religiosidad más celosa, sino el encuentro de Dios con la humanidad.

        En consecuencia, lo que pide a quienes le escuchan no es tanto la observación de una serie de normas como, antes que nada, creer y convertirse. Creer es la certeza de que la venida de Dios es verdaderamente «Evangelio», es decir, noticia capaz de dar alegría.

        Este asentimiento se establece dando una forma nueva al ser y al obrar, como indica el otro verbo: convertirse Esto último supone cambiar no sólo el modo de obrar, sino también el de pensar y desear (metanoéin = «cambiar de mente»). El verbo arameo que subyace (shübh) es más concreto todavía y sugiere la idea de una inversión del camino o, mejor aún, de un «retorno». Viene, a continuación, el doble relato de la llamada de los primeros discípulos (vv. 16-20), de las dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. El Reino que anuncia Jesús convoca al pueblo de Dios al tiempo de la salvación. De estos estilizados relatos de vocación se desprende claramente que sólo se pide a los discípulos una obediencia pronta, no una cualidad humana particular. Todo su camino posterior será un seguir a Jesús, descubriendo lo que ha hecho de ellos sin mérito por su parte, aunque exigiéndoles su disponibilidad, que se manifiesta sobre todo en el desprendimiento de todo cuanto poseen y de todo lo que han sido hasta ese momento (vv. 18.20).

 

MEDITATIO

        El Evangelio es la buena noticia de que el Padre nos ama locamente. ¿Qué hemos de hacer entonces? Dios no nos pide cosas grandes, hiperbólicas, sino, simplemente, cambiar de vida, volver a él. Convertirse no es sólo cesar de hacer el mal -como pedía Jonás a los ninivitas-, sino reconocer en nuestras dificultades al Dios cercano a nosotros, que nos ama aun cuando las cosas no vayan como nosotros quisiéramos.

        Así pues, para convertirse es preciso saber apreciar nuestro tiempo como el kairós que Dios nos da, como el «tiempo oportuno» que se ofrece a nuestro presente. Todo es provisional, aunque no el sentido profundo de la realidad que la fe nos presenta. Apropiarnos de la gran oportunidad de llegar a ser hijos de Dios es saber hacerse con la ocasión propicia, es creer en el Evangelio del Reino, evitando detenernos en cosas inútiles, transitorias, sin someternos a los «esquemas» mundanos que nos aprisionan.

        Jesús también viene hoy, misteriosamente, a buscarnos a nosotros, que nos encontramos con un horizonte de vida comparable al que tenían delante los primeros que fueron llamados, unos hombres encerrados en su trabajo de echar las redes y arreglarlas después. Así pues, también nosotros, como los cuatro primeros discípulos, debemos convertirnos a él, reconociendo su paso por nuestra vida y la invitación incesante que nos hace para que le sigamos. Convertirnos en discípulos suyos supone renovar cada día nuestra opción por él, buscando dentro de nuestra historia esa voz suya que nos llama desde siempre. Así, entramos en la historia de la exaltadora promesa del «os haré pescadores de hombres», que no se agota a buen seguro en la tarea del ministerio eclesial, sino que coincide con la experiencia de todo cristiano auténtico.

        He aquí, por tanto, la rebosante alegría de la pesca mesiánica, que supone arrancar a la humanidad de las aguas venenosas del mal, para llevarla al refugio seguro en la vida del Reino. Indudablemente, ninguno de nosotros puede «salvar» a otro hombre, pero todos podemos colaborar con Jesús en el trabajo de echar las redes del Evangelio, a fin de que las personas disponibles se agarren a ellas y renazcan a la vida nueva.

 

ORATIO

        Señor Jesús, tú me llamas a la conversión, a saber aprovechar el tiempo oportuno que se me ha concedido.

        No me pides que huya de mis responsabilidades en el presente, sino que dirija mis opciones a lo que es conveniente para mi vida espiritual y me mantiene unido a ti, Señor, sin distracciones.

        Con tu ayuda, deseo mantener mi corazón indiviso, consagrado a ti, en el estado de vida en el que me has llamado. En efecto, quiero agradarte, porque comprendo que esto es lo único de lo que verdaderamente vale la pena preocuparse, con la determinación de tender con todas mis energías a ti, Dios mío, mi único fin. La «alegre noticia» de tu venida a nuestra humanidad alegra profundamente mi corazón y me hace vivir la conversión no como un esfuerzo frustrante, sino como la aventura de la reconquista de la verdadera libertad a la que me has llamado.

        Señor, deseo llegar a ser verdaderamente libre, para poder recibir tu llamada y responder con prontitud y generosidad, como tus primeros discípulos. Es hermoso poder escucharte, seguirte y servirte. Que tu gracia lleve a cumplimiento la obra buena que has iniciado en mí.

 

CONTEMPLATIO

        Me he sacudido de encima todas las pasiones, desde que me enrolé con Cristo, y ya no me atrae nada de lo que es agradable y buscan los otros: no me atrae la riqueza, que te arrastra a lo alto y te arrolla; ni los placeres del vientre o la embriaguez, madre de la arrogancia; ni los vestidos suaves y vaporosos, ni el esplendor y la gracia de las gemas, ni la fama seductora, ni el perfume afeminado, ni los aplausos de la gente y del teatro, que desde hace mucho tiempo habíamos abandonado a quien los quiera. No me atrae nada de lo que tiene su origen en la pecaminosa degustación que nos ha arruinado.

        En cambio, reconozco la gran simpleza de los que se dejan dominar por estas cosas y permiten que la nobleza de su alma sea devastada por tales mezquindades; todos ellos se entregan a realidades fugaces como si fueran realidades estables y duraderas (Gregorio Nacianceno, Alabanza de san Cipriano, 3).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Convertios y creed en el Evangelio» (Mc 1,15b).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Ser cristiano significa prestar atención al kairós, a este «momento especial» de la manifestación de Dios en nuestro aquí y ahora. En él se desarrolla la dimensión auténticamente profética de toda vida cristiana, en la atención [...] a todos los signos de la presencia del Reino en nuestra historia. Acoger el Reino de Dios implica una conducta: «Convertíos», precepto urgente, «el tiempo se acaba» (1 Cor 7,29), que acompaña al don del Reino y engendra una nueva actitud respecto a Dios y respecto a los hermanos. Jonás recibió la misión de llamar a la conversión a Nínive, la capital del imperio enemigo de Israel. El profeta, un judío amante de su patria, se niega a realizar esta tarea, pero al final acepta la voluntad de perdón del Señor, que carece de límites raciales o religiosos. El Reino es gracia, aunque para nosotros es también un deber.

        Los primeros discípulos escucharon la «Buena Noticia» y fueron llamados a asociarse a la misión de Jesús (Mc 1,16-20). El Evangelio marcó profundamente sus vidas. Así debe marcar también la nuestra (G. Gutiérrez, Condividere la Parola, Brescia 1996, pp. 170ss).

 

4º domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 18,15-20

Moisés habló al pueblo diciendo:

15 El Señor, tu Dios, suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo; a él lo escucharéis.

16 Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea, cuando le dijiste: No quiero escuchar más la voz del Señor, mi Dios, ni quiero volver a ver aquel gran fuego, para no morir.

17 Entonces, el Señor me respondió: «Dicen bien.

18 Yo les suscitaré en medio de sus hermanos un profeta como tú; pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande.

19 Al que no escuche las palabras que él diga en mi nombre yo mismo le pediré cuentas.

20 Pero el profeta que tenga la osadía de anunciar en mi nombre lo que yo no le haya ordenado decir o hable en nombre de otros dioses morirá».

 

        *»• Una tradición bíblica bien atestiguada, compartida por el Deuteronomio, hace de la «profecía» uno de los tres tipos de comunicación de la revelación divina: Ley, profecía, sabiduría. Profeta no es quien predice el futuro, sino alguien que habla en nombre de Dios, como portavoz de su Palabra, con su predicación y con su propia persona. La presencia del profeta es, por consiguiente, incómoda, puesto que frecuentemente acusa y denuncia el mal, pero precisamente por eso constituye un signo privilegiado de la presencia del Dios de la alianza en medio de su pueblo.

        Ésa es la razón de que la iniciativa de hacer surgir un profeta corresponda en exclusiva a Dios y no sea fruto de cualidades particulares o de preparación humana: el profeta surge en el seno de la comunidad por acción directa de Dios: «El Señor, tu Dios, suscitará en medio de tus hermanos un profeta» (v. 15). Éste recibe de Dios un carisma que le separa de los modos de vivir habituales y le pone al servicio de Dios para su pueblo, a fin de realizar el designio divino en la vida concreta del pueblo del Pacto, con una disponibilidad plena a la Palabra de YHWH. Por eso las palabras del profeta son «palabras de Dios»; y de eso es garante el mismo YHWH: «Pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande» (v. 18).

        Para el Deuteronomio es tan elevada la función de mediación «profética» de Moisés (cf. asimismo Dt 34,10-12) que de él parte la espera -muy presente en el judaísmo medio- de la llegada de «un profeta como Moisés» (cf. Jn 1,21). De ahí que este pasaje deuteronómico sea leído por el Nuevo Testamento como profecía de Jesús, el nuevo Moisés para el pueblo de los tiempos mesiánicos.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 7,32-35

Hermanos:

32 Quiero que estéis libres de preocupaciones. Y mientras el soltero está en situación de preocuparse de las cosas del Señor y de cómo agradar a Dios,

33 el casado ha de preocuparse de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer

34 y, por tanto, está dividido. Igualmente, la mujer no casada y la doncella están en situación de preocuparse de las cosas del Señor, consagrándose a él en cuerpo y alma. La que está casada, en cambio, se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su marido.

35 Os digo esto no para tenderos una trampa, sino para vuestra utilidad, mirando a lo que es decoroso y facilita el trato asiduo con el Señor.

 

        *+• El apóstol empieza diciendo que desearía para todos sus fieles un modo sereno de vivir la fe, hecho a base de adhesión plena al Señor (v. 32). Y en esta dirección se inserta la predilección que muestra por la opción de la vida célibe. Con todo, no hay en Pablo desprecio alguno por la vida matrimonial, a causa de las tensiones que necesariamente impone, ni existe en Pablo un ideal de santidad «en dos planos»: uno para los casados y otro para los célibes. Tampoco afirma esas cosas para poner a las personas más ansiosas en su vida de fe, haciéndoles pensar, por ejemplo, que sólo se puede vivir la adhesión al Señor en la vida célibe.

        Pablo pretende, más bien, conducir a los corintios a la serenidad de la conciencia y del juicio, como muestra la conclusión de la lectura, en donde Pablo recuerda que todas las indicaciones de vida dadas por él son para su bien, no para «tenderos una trampa» (v. 35a). Desea iluminar positivamente las conciencias para que las opciones de vida de los fieles, sean cuales sean, estén dirigidas «a lo que es decoroso y facilita el trato asiduo con el Señor» (v. 35b).

        La única preocupación a la que debe tender el corazón es «agradar a Dios» (v. 32), o sea, buscar la actitud con la que el Antiguo Testamento sintetiza la experiencia de fe de los justos. Esto va dirigido a todos, a solteros y casados; sin embargo, el apóstol recuerda que -siendo realista- el esfuerzo encaminado a agradar a Dios debe compaginarse, en el caso de los casados, con el cumplimiento del deber de atención recíproca de los cónyuges, y esto puede crear objetivamente en ocasiones algunas tensiones (v. 34).

        Por lo que respecta al estado de vida célibe, Pablo expresa un aprecio especial por esta vocación en la Iglesia, como ha mostrado ya algunos versículos antes, donde califica a la virginidad con el término de «carisma» (1 Cor 7,7). El soltero está llamado a dar testimonio, con la ascesis y pobreza particular que implica su elección, de la esperanza escatológica en el Reino de Dios y de la necesidad de servir sólo a Dios.

 

Evangelio: Marcos 1,21-28

21 Llegaron a Cafarnaún y, cuando llegó el sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar a la gente,

22 que estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la Ley.

23 Había en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso a gritar:

24 -¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!

25 Jesús le increpó diciendo: -¡Cállate y sal de ese hombre!

26 El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él.

27 Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: -¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad! ¡Manda incluso a los espíritus inmundos y éstos le obedecen!

28 Pronto se extendió su fama por todas partes, en toda la región de Galilea.

 

        *•• Jesús empieza a enseñar en las sinagogas de Galilea. Está rodeado, como los maestros de la Ley, de un grupo de discípulos y, como ellos, también les explica las Escrituras durante la liturgia sinagogal del sábado (v. 21); sin embargo, algo sorprende en su manera de hablar, una novedad que no consiste en recursos retóricos y que induce a la gente a afirmar que Jesús no es un maestro como los otros rabinos (v. 22).

        La novedad no está sólo en el hecho de que la predicación de Jesús se parezca más a la profecía que a la enseñanza sapiencial, fruto del estudio y de la reflexión sobre el patrimonio de la tradición; la novedad consiste más bien, fundamentalmente, en la irresistible autoridad de la enseñanza (vv. 22.27). La «autoridad» de sus palabras le viene, en efecto, de su experiencia bautismal: Dios es un Padre atento y muy próximo a la humanidad, a pesar de que esté herida por el pecado.

        La curación de un enfermo presente en la sinagoga («un hombre con espíritu inmundo»: v. 23) hace visible esa íntima certeza de Jesús y es -según la teología de Marcos- un comentario en acción a su Palabra, que debe comunicar con la fuerza de los hechos la verdad de la venida del Reino de Dios como liberación de la humanidad. El evangelio presenta a este enfermo como un «endemoniado»: la cultura de aquel tiempo atribuía con frecuencia las enfermedades psíquicas y físicas al influjo de alguna fuerza misteriosa, diabólica. La atención del relato evangélico no se dirige en todo caso a clarificar la identidad de esa fuerza maligna, sino que se concentra en Jesús y en su firme voluntad de derrotar al mal presente en el hombre. La curación del «endemoniado», más allá de comunicar algo de las extraordinarias dotes taumatúrgicas de Jesús, revela la realidad del Reino que anuncia como victoria sobre el mal en sus diferentes formas, precisamente tal como aparece en el plural usado por el «demonio»: «¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?» (v. 24). Nótese, por último, que el demonio daría la impresión de tener ventaja sobre Jesús, una ventaja puesta de manifiesto por el «saber»: «¡Sé quién eres: el Santo de Dios!»; sin embargo, no sabe precisamente lo esencial: Dios quiere comunicar su santidad justamente a la humanidad lacerada y dominada por fuerzas alienantes. Ésta es la «doctrina nueva llena de autoridad» que sorprende y muestra en Jesús al «más fuerte», anunciado previamente por el Bautista (cf. Me 1,7).

 

MEDITATIO

        Un aspecto de la victoria sobre el mal, que anuncia y produce el Evangelio del Reino, es también la superación de los «juicios universales», con los que nos inclinamos a hacer coincidir a los otros y a nosotros mismos con nuestros problemas y fracasos o con el mal que se ha cometido. Ésta era, por lo demás, la tentación que asediaba asimismo a la muchedumbre que se encontraba presente en la sinagoga frente al pobre endemoniado.

        Jesús, en cambio, da por sentada una certeza, una certeza para la que ni siquiera los gritos descompuestos y desgarradores del endemoniado suponen un obstáculo: éste sigue siendo un hombre (v. 25), una criatura a la que Dios ha revestido de su gloria. Así, si en nuestro corazón se levantan alguna vez voces descompuestas que nos echan en cara nuestros límites y quieren hacernos perder de vista nuestra dignidad y libertad, aquí está la Palabra de Jesús, que se levanta para hacer callar de nuevo nuestras dudas y la vergüenza paralizadora.

        También hoy sigue actuando el poder de su amor, del mismo modo que cuando redujo al silencio al demonio que atormentaba al pobre enfermo en la sinagoga de Cafarnaún. Esa misma Palabra no cesa de recordarnos la verdad celebrada por tantos pasajes bíblicos, en particular por el salmo 8: Dios revela en la humanidad su propia gloria, imponiendo silencio a las fuerzas del caos («para hacer callar al enemigo y al rebelde»), porque hace de nosotros, hombres y mujeres, sus criaturas amadas. Jesús nos atestigua que Dios está siempre de nuestra parte y no deja que nos arrebate ningún espíritu inmundo. Estar seguros de esta grandeza nuestra, que nos ha sido otorgada por el inmerecido amor divino, y vivir la experiencia de la vida en Cristo nos libera asimismo de la tentación de entender la religión como un perderse en una selva de reglas y preceptos que hemos de conciliar con las siempre cambiantes situaciones de la existencia. Respiramos entonces ese sentido de novedad y libertad que la gente advertía en las palabras y las acciones de Jesús. En efecto, vivir en la libertad a la que nos ha llamado Cristo nos hace reapropiarnos de la economía profética y nos lleva a comprender que también hoy irrumpe la Palabra de Dios con toda su fuerza para consolar y amonestar, justamente como cuando los profetas se levantaban en Israel para hablar en nombre del Dios vivo.

 

ORATIO

        Señor Jesús, te reconozco como el salvador de mi vida y como el único maestro de Sabiduría que tiene palabras de vida eterna. Cuando las fuerzas del mal quisieran reprenderme, mi fe manda nuevamente con el poder de tu Palabra que se callen y se implante la bonanza en mi corazón. Fortalece mi fe para que pueda confiarme siempre a ti, porque no me dejas en manos del Maligno, sino que has venido precisamente para liberarme y para mostrarme que el amor de tu Padre no nos identifica nunca con nuestros pecados, errores y problemas.

        Por eso te doy gracias y te bendigo, mientras invoco tu ayuda a fin de que yo sepa apreciar cada día más todo lo que haces por mí y gozar de la novedad de tu Evangelio. Te pido que enriquezcas nuestras comunidades con el carisma de la profecía, suscitando personas que tengan un vivo sentido de tu presencia, que nos ayuden a discernir tu voluntad y nos acompañen en el descubrimiento de la fuerza y de la novedad que tu Evangelio sigue conservando también en nuestro tiempo. Oh Señor, suscita también en medio de nosotros el don de la virginidad, el carisma profético que atraiga a jóvenes y a muchachas fascinados por una vida de plena consagración a ti e impulsados por el ideal de una comunión contigo sin distracciones.

 

CONTEMPLATIO

        Dijo el padre Antonio: «Vi tendidas sobre la tierra todas las redes del Maligno y dije gimiendo: "¿Quién podrá escapar de ellas?". Y oí una voz que me dijo: "La humildad"» (Vida y dichos de los padres del desierto, vol. I, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996, p. 85).

        Sin la tentación, no experimentamos las atenciones que tiene Dios con nosotros, no ganamos la confianza en él, no aprendemos la sabiduría del Espíritu, ni el amor de Dios arraiga en nuestras almas. Ante las tentaciones, el hombre ora a Dios como un extranjero; sin embargo, después de que él, gracias al amor que Dios le tiene, ha hecho frente a la tentación sin dejarse desviar por la misma tentación, Dios le mira como a alguien que le ha amado y puede recibir legítimamente de él la recompensa: le considera como un amigo que, por su amor, ha combatido contra el poder de los enemigos, los demonios (Isaac de Nínive, citado en A. Grün, Il cielo comincia in te, Brescia 22000, pp. 57ss).

 

ACTIO

    Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Haz, Señor, que escuchemos tu voz».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        «Había en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo» (Mc 1,23). ¿Y yo? ¿Cuánto tiempo llevo formando parte de los que asisten fielmente a misa, cada domingo, año tras año...? Pero ¿soy consciente de mi verdadera condición de hombre poseído por un «espíritu inmundo»? Hasta ahora nadie me había hablado de ello, por la enorme facilidad con que podía esconder mi verdadera condición bajo la máscara religiosa. A buen seguro, ha habido horas y días en que me daba cuenta de que «algo no funcionaba»... «¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret?» (Mc 1,24). ¿Advertimos la carga de agresión aue irrumpe desde lo más hondo de nosotros mismos sólo al oír la palabra santo? Esta palabra por sí sola hace añicos nuestra idea de vida que - a pesar de todo- nos ha ayudado bien o mal a hacer frente al orden cotidiano. El «Santo» lo dejamos nosotros a los «santos», quienes, no obstante -fíjate tú - , eran hombres, ¡y qué hombres! En lo más profundo de nuestro interior advertimos que Jesús, «el Santo de Dios», nos está pidiendo una conversión, un modo de entender la vida completamente nuevo... «¡Cállate y sal de ese hombre!» (Mc 1,25). Sólo una cosa es segura: sin la Palabra poderosa de Jesús, nunca podrá ser destrozado el dominio tiránico del «espíritu inmundo». Sentimos entonces toda nuestra impotencia e incapacidad para cambiar las cosas nosotros solos, para denunciar la soberanía del «espíritu inmundo». Jesús pronuncia la palabra poderosa. Señor, nosotros queremos, ayuda a nuestra falta de voluntad (H. Jaschke, Cesü, ¡I guaritore, Brescia 1997, pp. 254ss, 260, passim).

 

5º domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Job 7,1-4.6ss

Habló Job y dijo:

1 La vida del hombre sobre la tierra es como un servicio militar, y sus días, como los de un jornalero;

2 como esclavo, suspira por la sombra, como jornalero, espera su salario.

3 Meses de desengaño me han tocado, y noches de sufrimiento me han caído en suerte.

4 Al acostarme digo: «¿Cuándo será de día?». La noche se me hace interminable y las pesadillas me acosan hasta el amanecer.

6 Mis días corren más que la lanzadera, se han acabado sin esperanza.

7 Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no volverán a ver la dicha.

 

        **• El problema del mal y, en particular, el del dolor inocente ha puesto al hombre en crisis desde siempre: se trata de un problema que somete la fe a una dura prueba. Su impacto resulta todavía más escandaloso cuando la fe invoca el sendero de la teoría tradicional de la retribución, como sostienen los amigos de Job. Al responderles, Job recuerda que el dolor aparece en la crisis como castigo por el pecado; la fatiga aparece como utensilio necesario del trabajo servil del hombre; la muerte, como desenlace liberador de los «días» que corren más que la lanzadera y «sin esperanza».

        Con todo, Job se niega a concebir a Dios siguiendo una lógica de pensamiento humano, de racionalidad meritocrática: Dios no es ni puede ser así. Job llega a pedirle a Dios que se revele, que se anuncie como presente incluso allí donde parecen faltar los signos de su bendición. No le pide que le explique su incomprensible lógica, sino que le haga sentir su proximidad: para él serían sólo «meses de desengaño» (v. 3) pretender enfrentarse a una lógica que la debilidad humana no puede comprender. Pese a estar atormentado por la noche, que se le hace interminable, y las pesadillas que le acosan hasta el amanecer, consigue intuir que un Dios más misterioso, una lógica divina, se aproxima al hombre.

        Este fragmento puede ser leído como un contrapunto judío de la filosofía popular helenística, que modulaba en variaciones dispares el tema de la caducidad de la vida y del incomprensible dolor que atenaza a la humanidad. El sentimiento trágico de la vida, típico del mundo griego, también está presente en Job con toda su virulencia y eficacia; sin embargo, escapa en cierto modo a una solución fatalista, porque, mientras los griegos carecen de intimidad y de diálogo con sus dioses, Job puede «hablar» con su Dios o al menos invocarle, hasta atreverse a citarle ajuicio. El «recuerda» (v. 7) dirigido a Dios establece la verdadera diferencia entre la tragedia griega y la pregunta del hombre bíblico ante el mal.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 9,16-19.22ss

Hermanos:

16 anunciar el Evangelio no es para mí un motivo de gloria; es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí si no anunciara el Evangelio!

17 Merecería recompensa si hiciera esto por propia  iniciativa, pero si cumplo con un encargo que otro me ha confiado

18 ¿dónde está mi recompensa? Está en que, anunciando el Evangelio, lo hago gratuitamente, no haciendo valer mis derechos por la evangelización.

19 Siendo como soy plenamente libre, me he hecho esclavo de todos para ganar a todos los que pueda.

22 Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. He tratado de adaptarme lo más posible a todos para salvar como sea a algunos.

21 Y todo esto lo hago por el Evangelio, del cual espero participar.

 

        **• Pablo trata en esta parte de la carta el problema de los idolotitos, es decir, el problema de si podían comer los cristianos la carne sacrificada a los ídolos y vendida después en los mercados de la ciudad. El apóstol, partiendo de la base de la inexistencia de los ídolos, deduce la legitimidad de tal comportamiento; sin embargo, este punto de vista debe responder también a las exigencias de la caridad, respetar la conciencia de los «débiles », es decir, de los que se escandalizarían de esto por interpretar semejante comportamiento como idolatría (1 Cor 8,9). Pablo exhorta, por tanto, a los «fuertes» a que renuncien al derecho a comer los idolotitos por respeto al camino de fe de los «débiles».

        En este contexto, recuerda Pablo un ejemplo afín tomado de su propio ministerio: como «apóstol» hubiera podido gozar del derecho a ser mantenido por la comunidad, pero ha renunciado a ello movido precisamente por su caridad para con los corintios. En efecto, quería favorecer su adhesión al Evangelio, evitando de cualquier manera la posibilidad de ser confundido con alguno de los muchos predicadores asalariados. En consecuencia, ahora puede pedir a los corintios que muestren, respecto a sus hermanos más débiles, la misma caridad que él uso antes con ellos: «Me he hecho débil con los débiles» (y. 22). El apóstol aduce aquí, en definitiva, el ejemplo de su ministerio como demostración de un tema más amplio y decisivo: el de la caridad que edifica (cf. 1 Cor 8,2). «Anunciar el Evangelio no es para mí un motivo de gloria; es una obligación que tengo» (v. 16): es la urgencia propia de la caridad. La caridad de la predicación es resultado de la libre decisión del que es llamado, pero también de la necesidad de responder de manera adecuada a la vocación divina. Por eso afirma Pablo que se ha hecho libremente «siervo» de la causa del Evangelio: «Siendo como soy plenamente libre, me he hecho esclavo de todos para ganar a todos los que pueda» (v. 19). De ahí se sigue la renuncia al derecho a obtener una recompensa por su propio empeño apostólico, porque es esclavo del Evangelio, y al esclavo se le exige que trabaje sin una verdadera paga. Por eso no exige Pablo una recompensa económica a los fieles. En efecto, para él es premio suficiente haber sido tomado para el servicio del Evangelio. He aquí, pues, la indicación que brota de su ejemplo apostólico, que los «fuertes» de Corinto deben tomar como modelo, de suerte que sepan renunciar, con generosidad, a un derecho que les corresponde en favor de los débiles: «Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. He tratado de adaptarme lo más posible a todos» (v. 22).

 

Evangelio: Marcos 1,29-39

En aquel tiempo,

29 al salir de la sinagoga, Jesús se fue inmediatamente a casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan.

30 La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Le hablaron en seguida de ella,

31 y él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. La fiebre le desapareció y les servía.

32 Al atardecer, cuando ya se había puesto el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados.

33 La población entera se agolpaba a la puerta.

34 El curó entonces a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero a éstos no les dejaba hablar, pues sabían quién era.

35 Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar.

36 Simón y sus compañeros fueron en su busca.

37 Cuando lo encontraron, le dijeron: -Todos te buscan.

38 Jesús les contestó: -Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para predicar también allí, pues para esto he venido.

39 Y se fue a predicar en sus sinagogas por toda Galilea, expulsando a los demonios.

 

        *»• Este pasaje evangélico está compuesto por tres pequeñas perícopas (vv. 29-31; 32-34; 35-39). Estos momentos de la jornada de Cafarnaún, la «jornada-tipo» de la misión de Jesús en Galilea, están enmarcados en dos escenarios opuestos: por una parte, está el interior de una casa, la morada de la suegra de Pedro; por otra, está el desierto, el lugar de la soledad, de la ausencia, aunque también del diálogo con el Padre.

        El rasgo sobresaliente en el relato de la curación de la suegra de Pedro consiste en la construcción, bastante extraña, de esta frase: «El se acercó, la cogió de la mano y la levantó. La fiebre le desapareció» (v. 31). Para Marcos, la enfermedad y la muerte manifiestan el imperio del demonio, y toda curación es una victoria mesiánica contra las fuerzas del mal, un anticipo de la fuerza de la resurrección (cf «la levantó»). Por último, el evangelista muestra a la mujer, que, liberada de la fiebre, se levanta para servir a Jesús y a los discípulos. El mensaje que de ahí resulta es claro: si Jesús libera, cura, resucita, es para hacer al hombre capaz de servir, y de hacerlo de una manera duradera, como manifiesta el verbo griego en imperfecto («les servía»: v. 31).

        Viene después un resumen de las curaciones realizadas por Jesús al final del reposo sabático, junto a la puerta de la ciudad de Cafarnaún. Aquí aparece el llamado «secreto mesiánico» (v. 34), mediante el que Jesús impone la consigna del silencio sobre su persona a los demonios, a los beneficiarios de milagros y a los mismos discípulos. La obligación de guardar silencio tiene un doble motivo: evitar los fáciles entusiasmos y los malentendidos que se originan cuando los testigos no están guiados por una fe verdadera, y ayudar a comprender que el misterio del poder del Hijo de Dios se esconde en la debilidad de la cruz, máximo secreto mesiánico, pero también cima de la revelación.

        Por último, Marcos habla de la oración de Jesús por la noche en un lugar desierto. No sabemos los contenidos de esta oración. En todo caso, está claro que la oración es un punto firme de la actividad de Jesús, y precisamente gracias a ella consigue adherirse a la difícil voluntad de Dios, sustrayéndose a la tentación de la búsqueda entusiasta de las muchedumbres y de los propios discípulos. Por eso puede responder Jesús a Simón: «Vamos a otra parte» (v. 38). Abandona aquí el modelo rabínico, que quería que el maestro estuviera ligado a una sede fija, para convertirse en un predicador itinerante, próximo al modelo de los antiguos profetas.

 

MEDITATIO

        El primer episodio que nos cuenta el evangelio nos muestra a Jesús entrando en una casa privada, en la casa de la suegra de Pedro. En él podemos contemplar el Reino de Dios, que viene a nuestra humanidad para reconfigurarla también allí donde entran en juego los afectos, las relaciones de proximidad y las adhesiones profundas. El Reino es la venida a nosotros de un Dios que quiere llevar a cabo un intercambio íntimo con cada uno, estableciendo una relación de proximidad, de comunión. Los gestos realizados por Jesús se caracterizan precisamente por este rasgo de la proximidad; así se explica su visita a la suegra de Pedro, que está enferma; el hecho de escuchar a quienes le hablan de ella, el cogerla por la mano y levantarla.

        Se nota en él un amor que se aproxima a nosotros en el momento del dolor, que nos coge por la mano, infundiéndonos una renovada seguridad; se advierte sobre todo una proximidad que reanima. Se realiza aquí, de modo sumo, esa caridad que la Palabra de Dios nos pide que hagamos nuestra, proponiéndonos asimismo el  ejemplo de Pablo y sus demandas a los cristianos «maduros» de Corinto. Nuestra verdadera madurez en la fe se muestra en la acogida del camino de la caridad, esa caridad que Dios ha usado en Cristo con nosotros, respondiendo a nuestro grito como a Job, porque nuestra vida es como un soplo (Job 7,7).

        Con todo, el rasgo de la proximidad no debe hacernos perder el sentido del misterio ni la conciencia de que Dios, aunque se aproxima a nosotros, no puede ser manipulado por nuestros deseos ni circunscrito a nuestros conocimientos y a nuestras vivencias. Nos ilumina el ejemplo de Jesús, que «salió» hacia el desierto para orar cuando aún era de noche. Jesús no sucumbe a la tentación del éxito y de la notoriedad como nosotros, a riesgo de ser devorado por quien reclama una «proximidad » que se convierte en pretensión de poseer a Dios y domesticarlo. Jesús, por el contrario, «salió» para retirarse a orar; no se pone en el centro a sí mismo, sino al Padre. Jesús realiza verdaderamente su propio «éxodo» desde las expectativas de la gente, aceptando, en cambio, la difícil voluntad del Padre. Nuestra plegaria debe ser, por eso, una búsqueda de la voluntad de Dios a ejemplo y con la ayuda de Jesús.

 

ORATIO

        Oh Señor, tu Palabra me presenta hoy a ti como modelo y maestro de oración. Deseo aprender de ti el arte de la oración y cómo configurar mis decisiones a la voluntad del Padre. Mirándote a ti -que oras al Padre durante la noche y en la soledad- también yo podré encontrar con la oración el valor necesario para ir «a otra parte», para poner en el centro de mis preocupaciones las necesidades de mis hermanos. Entonces podré hacer frente a los comprometedores «traslados» que la voluntad divina me pide y dejarme llevar adelante por el camino, hasta encontrarme allí donde no pensaba poder llegar.

        En la oración advierto vivamente tu proximidad: esa que hiciste sentir a la suegra de Pedro y a los enfermos que curaste junto a las puertas de la ciudad. Te bendigo así por todas las veces que -lleno de comprensión- te has dejado encontrar por mí y por mis hermanos y hermanas, confortándonos en los momentos difíciles de nuestra vida. Haz que, habiendo experimentado la dulce y poderosa proximidad de tu amor, lleguemos a ser más fuertes y, a ejemplo de Cristo, también nosotros aprendamos a compartir con los otros el misterio del dolor, iluminados por la esperanza que nos salva.

 

CONTEMPLATIO

        Si os resulta difícil interesaros por el prójimo, reflexionad sobre el hecho de que no podéis alcanzar la bienaventuranza de ningún otro modo. Suponed que se declara un incendio en una casa: algunos vecinos, preocupados sólo por sus cosas, no se preocupan de alejar el peligro. Cierran la puerta y se quedan en sus casas, temiendo que entre alguien y les robe. Pues bien, sufrirán un gran castigo. El fuego crecerá y quemará todos sus bienes. Y ellos, por no haberse interesado por el prójimo, perderán también lo que tienen.

        Dios ha querido unir entre sí a los hombres, y para ello ha imprimido en las cosas la ley de que el beneficio del prójimo vaya ligado al de cada uno. Y, de este modo, subsiste todo el mundo. Así sucede también en la nave si el capitán, al estallar la tempestad, sacrifica el bien de muchos buscando sólo su propia salvación: en seguida se ahogarán tanto los otros como él mismo. Así sucede en todas las ocasiones: si se tiene en cuenta únicamente el propio interés, no podrán sostenerse ni la vida ni el mismo arte (Juan Crisóstomo, Homilías sobre la primera carta a los Corintios, 25,4).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón» (Sal 146,3a).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        La compasión es una cosa diferente a la piedad. La piedad sugiere distancia, incluso una cierta condescendencia. Yo actúo frecuentemente con piedad: doy dinero a un mendigo en las calles de Toronto o de Nueva York, pero no le miro a los ojos, no me siento a su lado, no le hablo. Mi dinero sustituye a mi atención personal y me proporciona una excusa para proseguir mi camino. La compasión, en cambio, es un movimiento de solidaridad hacia abajo. Significa hacerse próximo a quien sufre. Ahora bien, sólo podemos estar cerca de otra persona si estamos dispuestos a volvernos vulnerables nosotros mismos. Una persona compasiva dice: «Soy tu hermano; soy tu hermana; soy humano, frágil y mortal, justamente como tú. No me producen escándalo tus lágrimas. No tengo miedo de tu dolor. También yo he llorado. También yo he sufrido». Podemos estar con el otro sólo cuando el otro deja de ser «otro» y se vuelve como nosotros.

        Tal vez sea ésta la razón principal por la que, en ciertas ocasiones, nos parece más fácil mostrar piedad que compasión. La persona que sufre nos invita a llegar a ser conscientes de nuestro propio sufrimiento. ¿Cómo puedo dar respuesta a la soledad de alguien si no tengo contacto con mi propia experiencia de la soledad? ¿Cómo puedo estar cerca de un minusválido si me niego a reconocer mis minusvalías? ¿Cómo puedo estar con el pobre si no estoy dispuesto a confesar mi propia pobreza? Debemos reconocer que hay mucho sufrimiento y mucho dolor en nuestra vida, pero ¡qué bendición cuando no tenemos que vivir solos nuestro dolor y nuestro sufrimiento! Estos momentos de verdadera compasión son a menudo, además, momentos sin palabras, momentos de profundo silencio.

        Recuerdo haber pasado por una experiencia en la que me sentía totalmente abandonado: mi corazón estaba sumido en la angustia, mi mente enloquecía por la desesperación, mi cuerpo se debatía con violencia. Lloraba, gritaba, pataleaba contra el suelo y me daba contra la pared. Como en el caso de Job, tenía a dos amigos conmigo. No me dijeron nada: simplemente, estaban allí. Cuando, algunas horas más tarde, me calmé un poco, todavía estaban allí. Me echaron encima sus brazos y me tuvieron abrazado, meciéndome como a un niño (H. J. M. Nouwen, Vivere nello spiríto, Brescia 41998, pp. 101-103, passim).

 

6° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Levítico 13,1-2.45ss

1 El Señor dijo a Moisés y Aarón:

2 -Cuando alguno tenga en la piel un tumor, una pústula o mancha reluciente y se le forme en la piel una llaga como de lepra, será llevado al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos sacerdotes.

45 El leproso llevará las vestiduras rasgadas, la cabeza desgreñada y el bigote tapado, e irá gritando: «¡Impuro, impuro!».

46 Mientras le dura la lepra, será impuro. Vivirá aislado y tendrá su morada fuera del campamento.

 

        *» El ritual de la lepra está contenido en dos capítulos del libro del Levítico (capítulos 13 y 14), y el término hebreo que designa esta enfermedad, que en su raíz significa «estar golpeado por Dios», implica un juicio sobre la misma. Para los judíos, el que era golpeado por este mal contagioso tenía que ser apartado, porque la lepra era sinónimo de separación, de impureza religiosa y de castigo de Dios; era una situación sin esperanza humana, llaga reservada a los pecadores, como lo fue con los egipcios (Ex 9). El leproso, marcado con esa señal, era considerado impuro, segregado de la comunidad y «excomulgado», a fin de preservar la santidad del pueblo de Dios. Además, el hecho de que, en caso de sanación, el que se curaba de la lepra tuviera que hacer un sacrificio de expiación (14,33ss) para ser readmitido en la sociedad pone de manifiesto el estrecho vínculo que había entre la lepra y el pecado (cf. Nm 12,10-15; Dt 28,27.35; 2 Cr 26,19-23). En el relato de María, víctima de este mal por haber hablado contra Moisés, aparece un ejemplo elocuente de lo que decimos: «El Señor se irritó contra ellos y se fue. Apenas había desaparecido la nube de encima de la tienda, María apareció cubierta de lepra, blanca como la nieve» (Nm 12,9ss).

        Por esa razón, los evangelios, cuando narran las curaciones de lepra, las presentan como símbolo de la liberación del mal y del pecado, como signo y prueba del poder de Dios, que ha venido a los hombres no para los sanos, sino para los enfermos. En tiempos de Jesús, los leprosos sufrían doblemente: en el cuerpo y en el espíritu por la ausencia de Dios. Sobre este fondo debemos leer el pasaje evangélico de hoy, sin olvidar que Jesús muere en la cruz como un leproso, desfigurado y rechazado por el pueblo, para que en el mundo deje de haber leprosos.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 10,31-32,33-34

Hermanos:

31 En cualquier caso, ya comáis, bebáis o hagáis otra cosa cualquiera, hacedlo todo para gloria de Dios.

32 Y no seáis ocasión de pecado ni para judíos ni para paganos, ni para la Iglesia de Dios.

33 Ya veis cómo procuro yo complacer a todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de los demás, para que se salven.

34 Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo.

 

        **• Este breve pasaje paulino recuerda tres normas que deben iluminar la vida del cristiano: hacerlo todo para gloria de Dios; no ser ocasión de pecado o de escándalo para nadie, ni dentro ni fuera de la comunidad; imitar en nuestra propia conducta de vida el obrar y las enseñanzas de Jesús. El pasaje se sitúa en el contexto en el que Pablo enseña a la comunidad cómo vivir con sencillez cada día sin moralismos y sin dar escándalo. El caso del que habla aquí tiene que ver con el hecho de comer la carne inmolada a los ídolos: ¿es lícito o no es lícito alimentarse con ella? Hay quienes están persuadidos de que los ídolos no existen y, en consecuencia, para ellos la carne inmolada es igual a cualquier otra carne: por tanto, es lícito comerla. El hecho tenía una gran repercusión en la comunidad, porque la carne de los animales inmolados en los templos se vendía muy barata.

        Pero había también en la comunidad quienes no pensaban así, por ser esclavos aún de sus supersticiones, y se escandalizaban de ello. El pensamiento de Pablo en este asunto está claro: no hay diferencia entre alimento y alimento; con todo, si un alimento o cualquier otra cosa escandaliza a los hermanos, he de evitar comer carne (cf. 8,13). Entre nuestra propia libertad y la edificación común, debe tener prioridad esta última: «"¡Todo es lícito!", dicen algunos. Sí, pero no todo es conveniente. Y aunque "todo sea lícito", no todo aprovecha a los demás» (10,23ss). La enseñanza de Pablo enlaza, sin duda, con el estilo de vida del Señor Jesús, que entregó toda su propia vida no para buscarse a sí mismo, sino para atender y entregarse él mismo a los otros.

 

Evangelio: Marcos 1,40-45

En aquel tiempo,

40 se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: -Si quieres, puedes limpiarme.

41 Jesús, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: -Quiero, queda limpio.

42 Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio.

43 Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente:

44 -No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos.

45 Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes.

 

        **• El evangelista narra el relato de la curación del leproso por Jesús siguiendo un esquema sencillo: presentación del caso (v. 40); gesto de Jesús, que obra la curación (v. 41); constatación de que el milagro implorado por el enfermo se ha llevado a cabo (v. 42). La catequesis del texto resulta bastante sencilla: la curación del mal va ligada siempre a la fe de la persona del enfermo. Éste debe tomar conciencia primero de su propia situación de impotencia y, en consecuencia, debe confiarse al poder del Señor. Todo es siempre don de Dios; la propia salvación, aunque requiere la colaboración humana, es obra de Dios, que actúa en virtud de la fe del hombre.

        El hecho de que se trate, además, de la curación de un leproso reviste un significado particular: la curación de la lepra era uno de los grandes signos esperados para los tiempos mesiánicos (cf. Mt 11,5). Había llegado el tiempo de la venida del Mesías, en el que el hombre debía ser restituido por completo en su dignidad humana, en su integridad de cuerpo y de espíritu. Ahora bien, Jesús, con el generoso gesto con el que toca y cura al enfermo, quiere enseñar asimismo que el leproso no es un maldito o alguien castigado por Dios, sino una criatura amada por su Señor. Y es que la verdadera lepra o impureza no es la física, sino la del corazón. Jesús no hace acepción de personas. Llama a todos indistintamente a su amor misericordioso, porque todos los hombres son hijos de Dios y dignos de salvación y de amor.

 

MEDITATIO

        Cristo se nos presenta en la curación del leproso como alguien que «rompe» y abate con autoridad todas las barreras que suponen un obstáculo para una encarnación de amor más completa y total. El término griego que emplea el evangelista invita a la meditación. Expresa una ternura, una compasión, una sensibilidad «materna » y «de mujeres»: la que siente la madre por su hijo. Las vibraciones del corazón de Cristo respecto a los dolores y las tribulaciones que afligen al hombre son «sentidas» hasta tal punto que se parecen más a las de la Mujer, que se hace víctima-esclava, sierva del Hijo que sufre. Ninguna madre ha sufrido y se ha dejado implicar por el sufrimiento humano más profundamente que Jesús.

        Nos viene a la mente el célebre capítulo 53 de Isaías, donde describe el profeta -en una de sus páginas más sugestivas- al «abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento», que verdaderamente «llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos» y nuestras angustias. De este modo, el dolor, «tocado» por Cristo, se vuelve -por así decirlo- un hecho «sacramental» y un acontecimiento de gracia: útil y santificador no sólo para quien sufre, sino también para todo el cuerpo de la comunidad eclesial. Se convierte en acontecimiento de salvación y de resurrección «personal-colectivo»: el «toque» de Cristo lo ha cargado de energía divina.

 

ORATIO

        Cristo, tú has santificado el dolor humano con tu vida y con tu Palabra. Tú, cansado por el caminar y abatido por la fatiga, te sentaste para reposar en el borde del pozo de Sicar. Tú has dicho: «Si el grano de trigo, confiado a la tierra, no muere, se queda solo...». Has dicho: «Lloraréis y sentiréis tribulaciones; el mundo, en cambio, se divertirá». Has dicho también: «Si alguien quiere venir detrás de mí, que deje de pensar sólo en sí mismo, coja a diario su cruz en santa paz y me siga». Por medio de tus apóstoles nos has repetido: para ser menos indignos de entrar en el Reino de la vida, es menester pasar por muchas tribulaciones. Jesús, tus seguidores han confirmado este camino como el «camino real» para entrar en la eternidad, donde volveremos a encontrar las tribulaciones de la vida presente transformadas en gloria, y nos has asegurado: «Tened ánimo, nadie os podrá arrebatar esta gloria eterna». Lo creemos, Jesús. Pero ayúdanos a seguir adelante en las muchas tribulaciones y cansancios cotidianos.

        Ayúdanos, por lo menos, a ser capaces de soportar la pesadez, el «martirio blanco» de la vida cotidiana.

        Ayúdanos a ser capaces de soportar la vida, con sus derrotas y decepciones, con sus angustias y problemas.

        Creemos, Señor, pero aumenta la fe en nosotros, para que, creyendo cada vez más, esperemos también cada vez más y, esperando cada vez más, amemos también más.

¡Que así sea!

 

CONTEMPLATIO

        ¿Por qué, pues, temes tomar la cruz por la cual se va al Reino? En la cruz está la salud; en la cruz, la vida. En la cruz está la defensa contra los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad.

        No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la cruz. Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús, e irás a la vida eterna.

        Él fue delante «llevando su cruz» (Jn 19,7) y murió en la cruz por ti, para que tú también lleves tu cruz y desees morir en ella. Porque si murieres juntamente con Él, vivirás con Él. Y si le fueres compañero de la pena, lo serás también de la gloria.

        Mira que todo consiste en la cruz y todo está en morir en ella. Y no hay otro camino para la vida, y para la verdadera entrañable paz, sino el de la santa cruz y continua mortificación. Ve donde quisieres, busca lo que quisieres y no hallarás más alto camino en lo alto, ni más seguro en lo bajo, sino la vía de la santa cruz. Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la cruz. Pues o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás la tribulación en el espíritu. A veces te dejará Dios, a veces te perseguirá el prójimo y, lo que peor es, muchas veces te descontentarás de ti mismo y no serás aliviado ni refrigerado con ningún remedio ni consuelo, mas conviene que sufras hasta cuando Dios quisiere.

        Porque quiere Dios que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del todo a Él y te hagas más humilde con la tribulación. Ninguno siente así de corazón la pasión de Cristo como aquel a quien acaece sufrir cosas semejantes. Así que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar; no puedes huir dondequiera que fueres, porque dondequiera que vayas llevas a ti contigo y siempre te hallarás a ti mismo. Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuera, vuélvete dentro, y en todo esto hallarás cruz. Y es necesario que en todo lugar tengas paciencia, si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona. Si de buena voluntad llevas la cruz, ella te llevará y guiará al fin deseado, a donde será el fin del padecer, aunque aquí no lo sea (La imitación de Cristo, II, 12).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1,40b).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Me complace proponer a la contemplación del creyente una oración compuesta por Valeria, una niña de nueve años, el día de su primera comunión (corría el año 1989). La cruz de Cristo la tocó pronto con su sombra benéfica: se vio privada en seguida del afecto de su madre, Gisella, que debía asistir a una hermanita nacida con síndrome de Down y padeció 31 operaciones. Valeria reza así:

        «Jesús, te doy gracias porque hoy te recibo con alegría en mi corazón; te doy gracias porque, cada día y cada minuto, me ayudas a vencer la tristeza y me la cambias en alegría; te doy gracias porque, en cada momento de melancolía, me ayudas a ser feliz y a sonreír y, en las dificultades, me haces comprender todo lo que debo hacer. También a mí, que sólo soy una niña, me das la fuerza necesaria para llevar mi cruz con serenidad.

        Te doy gracias porque he comprendido que, sin una cruz, nadie puede ser feliz y porque, viviendo en medio del sufrimiento, se aprende que en cada experiencia bella o fea de nuestra vida hay siempre muchos motivos para ser felices. Yo soy feliz, aunque también llevo mi cruz, y te agradezco, Señor, de todo corazón esta cruz que me has dado. Amén».

 

7° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 43,18-19.21-22.24b-25

Así dice el Señor:

18 No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo.

19 Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? Trazaré un camino en el desierto, senderos en la estepa.

21 El pueblo que yo constituí para que proclamara mi alabanza.

22 Pero tú no me has invocado, Jacob; porque te cansaste de mí, Israel.

24 Al contrario, me has agobiado con tus pecados y me has cansado con tus culpas.

25 Soy yo, y sólo yo, quien por mi cuenta borro tus culpas y dejo de recordar tus pecados.

 

        *• El Segundo Isaías da la impresión de ser el fundador de la escuela del gran profeta de Jerusalén. Escribe durante el exilio de Babilonia, por haber sido deportado él mismo a aquella tierra con la caída de la Ciudad santa. Estamos en el siglo VI a. de C. La psicología de los deportados ha sido bastante probada por el sufrimiento espantoso, por la frustración, por el odio contra sí mismos y contra los vencedores, después de todo lo que ha pasado con la caída del reino de Judá y de su capital.

        Las insistentes recomendaciones de Jeremías para que abrieran los ojos a la realidad religiosa y política del tiempo fueron rechazadas repetidamente, y ahora un sentimiento de culpa y confusión oprime a los exiliados, alejados de su patria y del Templo. Pero he aquí que, desde el fondo de la tragedia, se alza una voz vigorosa, se oye un grito de esperanza que rompe la desolación y la amargura de los deportados. La palabra del profeta, como voz de Dios, quiere cancelar un pasado de oprobio. Una mirada lanzada a un futuro próximo cambiará de manera radical la situación presente. «No recordéis las cosas pasadas», esas que martillean la conciencia y la memoria de los exiliados.

        Dios rehará la situación, la transformará en una realidad totalmente nueva e impensable. El anuncio del profeta adquiere el aspecto de un nuevo éxodo, de un retorno a la Tierra prometida; un éxodo todavía más grandioso y repleto de intervenciones divinas de lo que fue el éxodo de Egipto. El profeta emplea un estilo vibrante e hiperbólico, el único capaz de despertar, en aquellas circunstancias, la somnolencia de los deportados y sacudir el pesimismo y la postración en que se encontraban. Esperanza, resurrección, retorno a la patria..., son imágenes semejantes a las que emplea Ezequiel, exiliado también en Babilonia y portavoz de Dios para la salvación del pueblo. Estas imágenes anuncian la apertura de la cárcel, el camino del retorno, los prodigios de Dios en favor del pueblo, que, liberado, volverá a tener su tierra.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 1,18-22

Hermanos:

18 Dios es testigo de que nuestras palabras no son un ambiguo juego de síes y noes.

19 Como tampoco Jesucristo, el Hijo de Dios, a quien os hemos anunciado Silvano, Timoteo y yo, ha sido un sí y un no; en él todo ha sido sí,

20 pues todas las promesas de Dios se han cumplido en él. Por eso el amén con que glorificamos a Dios lo decimos por medio de él.

21 Y es Dios quien a nosotros y a vosotros nos mantiene firmemente unidos a Cristo, quien nos ha consagrado,

22 nos ha marcado con su sello y nos ha dado su Espíritu como prenda de salvación.

 

        **• Los susceptibles corintios acusan a Pablo de cambiar de vez en cuando sus planes, como el del viaje hacia Macedonia. El apóstol, en primer lugar, responde que para ese proyecto existían motivaciones pastorales válidas y que no se hizo a la ligera, «según la carne», esto es, con miras humanas y egoístas, sino por voluntad de Dios. A continuación, trata un tema importante, el de la solidez de su doctrina, en la que no hay contradicciones o variaciones, «un ambiguo juego de síes y noes», sino únicamente palabras de autenticidad y de verdad derivadas del «SÍ» de Cristo. Y en este punto, Pablo, hablando de su sinceridad, deja a la comunidad de Corinto una estupenda descripción del obrar de Cristo y de su realización según las promesas de Dios, afirmando que en él hubo siempre un «sí» obediente al Padre. Esa afirmación sobre Cristo ratifica también el «sí» del apóstol a la fe y a la doctrina del Evangelio.

        Por otra parte, añade un aspecto sobre el Cristo mediador afirmando que, a través de Cristo, el verdadero amén de Dios (Ap 3,14), sube al Padre nuestro amén, esto es, nuestra alabanza y nuestra conformidad a su voluntad. En efecto, hemos recibido de Dios la confirmación de nuestra identificación con Cristo, habiéndonos dado él mismo para este fin la unción del Espíritu (v. 21), el «sello» eterno de su posesión, que es, al mismo tiempo, la «prenda» de la vida eterna que los bautizados conservamos en nuestros corazones. Con esto nos regala Pablo una extraordinaria descripción del misterio trinitario, fruto espontáneo de la profunda experiencia de Dios que hace al creyente otro Cristo y apoyo para los hermanos.

 

Evangelio: Marcos 2,1-12

1 Después de algunos días entró Jesús de nuevo en Cafarnaún y se corrió la voz de que estaba en casa.

2 Acudieron tantos que no cabían ni delante de la puerta. Jesús se puso a anunciarles el mensaje.

3 Le llevaron entonces un paralítico entre cuatro.

4 Pero como no podían llegar hasta él a causa del gentío, levantaron la techumbre por encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla en que yacía el paralítico.

5 Jesús, viendo la le que tenían, dijo al paralítico: -Hijo, tus pecados te son perdonados.

6 Unos maestros de la Ley que estaban allí sentados comenzaron a pensar para sus adentros:

7 -¿Cómo habla éste así? ¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?

8 Jesús, percatándose en seguida de lo que estaban pensando, les dijo:

-¿Por qué pensáis eso en vuestro interior?

9 ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, carga con tu camilla y vete?

10 Pues vais a ver que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados. Entonces se volvió hacia el paralítico y le dijo:

11 -Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

12 El paralítico se puso en pie, cargó en seguida con la camilla y salió a la vista de todos, de modo que todos se quedaron maravillados y daban gloria a Dios diciendo: -Nunca hemos visto cosa igual.

 

        **• El pasaje de la curación del paralítico se encuentra en la sección de Marcos que lleva como nombre «sección de las controversias», donde aparecen cinco debates entre los judíos y Jesús (cf. Me 2,1-3,6). Se trata de una serie de dichos y hechos en los que aparece la novedad del obrar de Jesús, que refleja una personalidad excepcional, un hombre enviado por Dios como Mesías o el gran Profeta anunciado, tanto por los poderes que posee como por la elevación de la doctrina que propone.

        En ciertos aspectos, es posible comparar esta sección con el «sermón del monte» de Mateo (capítulos 5-7), dado que se refiere a la novedad cristiana y a la liberación del hombre. Marcos, en su visión religiosa, considera el pecado como principio de todo mal. Jesús ha venido para perdonar el pecado y para curar todo mal: un remedio radical que deja sin palabras a sus oyentes y suscita la envidia y la altivez de sus adversarios. Jesús, en el proceso de curación y de liberación del hombre, encausa la fe, tanto la fe individual como la colectiva y comunitaria (v. 5). Él es quien puede suprimir todas las opresiones del hombre, las internas (los pecados) y las externas (las enfermedades). Frente a la cerrazón de los maestros de la Ley, el Señor manifiesta su novedad absoluta y su doble poder de perdonar y de curar. Algunos textos antiguos otorgaban al «hijo del hombre» el poder de juzgar (cf. Enoc 61,8; 62,3), pero nunca el de perdonar los pecados. Era éste un atributo reservado sólo a Dios. En Dn 7,13ss se da al «hijo del hombre» el poder, la gloria y el Reino, pero no la posibilidad de perdonar los pecados.

        Sólo Jesús, Mesías e Hijo de Dios, se muestra como liberador del hombre y se revela como alguien que perdona el pecado y cura de todo mal.

 

MEDITATIO

        «Nunca hemos visto cosa igual», exclama la gente, y alaban a Dios por la prodigiosa curación del paralítico y el milagro -superior incluso- del perdón de los pecados.

        Sí, porque sólo Dios puede perdonar los pecados.

        Se trata de un prodigio cualitativamente superior a la resurrección de un muerto: con la condición de que -como sucede en nuestro caso- la culpa no sea sólo «cubierta», sino «suprimida de manera radical», de forma que el pecador vuelva a ser inocente e inmaculado como la lana, para usar la imagen de Isaías. De ahí que remitir el pecado sea una obra exclusivamente «divina»: es el milagro del amor creativo, preveniente y gratuito de Dios, como de un modo muy eficaz se dice con una frase que debería dejarnos pasmados por su fuerza y -¿cómo diríamos?- por su «nervio»: «Soy yo, y sólo yo, quien por mi cuenta borro tus culpas, oh Israel, y dejo de recordar tus pecados», aunque fueran rojos como la escarlata y negros como la pez.

        Por desgracia, el hombre, hipnotizado por lo sensible, siente pronto y con facilidad sólo las enfermedades que golpean a los sentidos del cuerpo: las visibles y tangibles, pero no ve la sucia podredumbre negra que se imprime «psicofísicamente» en el alma con la práctica de los egoísmos -tener-gozar-poder- y con las porquerías de los siete vicios capitales; esa podredumbre, lamentablemente, le cuesta bastante notarla. Oh hombre infeliz, exclamaría Agustín con Pablo, ¿quién me liberará de este cuerpo de muerte?

 

ORATIO

        Oh Espíritu de la verdad, que eres luz, haz que yo vea lo sucias que son las siete manchas de los siete vicios capitales.

        Cómo quisiera hacer mía la ardiente exclamación de los ciegos del evangelio: «Cristo, hijo de David, haz que vea». Oh Espíritu de la verdad, que eres luz, infunde en mí esa iluminación interior que me permita distinguir el bien del mal, la verdadera felicidad de la falsa, la verdadera belleza-grandeza de las falsas. Oh Espíritu de la verdad, que eres luz, hazme comprender que existe también una belleza invisible, bastante más bella y fascinante que la visible; hazme comprender que puede existir una salud espiritual incluso bajo un cuerpo enfermo, una riqueza espiritual bajo una envoltura de andrajos.

        Oh Padre, infunde en mí tu Espíritu, a fin de que yo comprenda con mayor claridad que es justamente verdad que vale muy poco ganar todo el mundo y perder los verdaderos bienes, que son los invisibles; hazme comprender que son liberadoras estas palabras de Jesús: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura». Oh Espíritu de la verdad, que yo vea.

 

CONTEMPLATIO

        Mas ahora me es grata la necesidad y tengo que lidiar contra esta dulzura para no ser esclavo de ella, y la combato todos los días con muchos ayunos, reduciendo a servidumbre a mi cuerpo; mas mis molestias se ven arrojadas por el placer. Porque el hambre y la sed son molestias, queman y, como la fiebre, dan muerte si el remedio de los alimentos no viene en su ayuda; y como éste está pronto, gracias al consuelo de tus dones, entre los cuales están la tierra, el agua y el cielo, que haces que sirvan a nuestra flaqueza, llámase delicias a semejante calamidad.

        Tú me enseñaste esto: que me acerque a los alimentos que he de tomar como si fueran medicamentos. Mas he aquí que cuando paso de la molestia de la necesidad al descanso de la saciedad, en el mismo paso me tiende insidias el lazo de la concupiscencia, porque el mismo paso es ya un deleite, y no hay otro paso por donde pasar que aquel por donde nos obliga a pasar la necesidad.

        Y siendo la salud la causa del comer y beber, júntasele una peligrosa delectación, y muchas veces pretende ir delante para que se haga por ella lo que por causa de la salud digo o quiero hacer.

        Ni es el mismo el modo de ser de ambas cosas, porque lo que es bastante para la salud es poco para la delectación, y muchas veces no se sabe si el necesario cuidado del cuerpo es el que pide dicho socorro o es el deleitoso engaño del apetito quien solicita que se le sirva.

        Ante esta incertidumbre, alégrase la infeliz alma y con ella prepara la defensa de su excusa, gozándose de que no aparezca qué es lo que basta para la conservación de la buena salud, a fin de encubrir con pretexto de ésta la satisfacción del deleite. A tales tentaciones procuro resistir todos los días, e invoco tu diestra y te confieso mis perplejidades, porque mi parecer sobre este asunto no es aún suficientemente sólido (Agustín, Confesiones, X, 31).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (cf. Mt 6,33).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Cuan verdaderos son los gemidos y las lágrimas de Juan de la Cruz, que, con Agustín, exclama afligido: «¡Ay, miserable condición de la vida humana, que a menudo persigue, abraza y mantiene bienes estrictos que, sin embargo, son malos» y, horrorizado, huye de males que, sin embargo, son verdaderos bienes.

        Así le sorprende la horrible desgracia de rechazar, a cualquier precio y por prejuicios, las bienaventuranzas que nos aseguran la verdadera felicidad-paz-alegría, y de perseguir de manera afanosa bienes efímeros y falaces, precarios y pasajeros, que cansan y maltratan, agotan y extenúan al mismo órgano físico del corazón, provocando ansiedad y preocupaciones, angustias y depresiones, fatigas y desconciertos, somníferos y tranquilizantes. Los bienes terrenos, amados de una manera desordenada, introducen en una espiral interminable y agotadora de bienes pasajeros, que nacen, duran apenas un poco y -fatalmente- terminan, dejando el alma más cansada y colapsada.

        Sólo así se explican los estados de depresión de los que hablan los periódicos, que sólo en Cristo pueden tener su tratamiento y curación magistral y definitiva. Jesús nos dice: «Todo el que bebe de este agua volverá a tener sed; en cambio, el- que beba del agua que yo quiero darle nunca más volverá a tener sed». Oremos con la samaritana: «¡Oh Señor, danos siempre de este agua!».

 

8º domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Oseas 2,16.17b.21ss

Así dice el Señor:

16 Pero yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y le hablaré al corazón.

17 Y ella me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que salió de Egipto.

21 Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura;

22 te desposaré en fidelidad y tú conocerás al Señor.

 

        *•*• El profeta Oseas nos ofrece en unos cuantos versículos una pequeña joya en la que eleva el desierto a lugar de encuentro con Dios, a lugar de diálogo, de amor y de conversión. Estamos ante una evocación de la experiencia del éxodo, ante una vigorosa invocación de Dios y de su Palabra. El profeta, duramente probado por la infidelidad y el fracaso de su matrimonio, proyecta su caso como comparación de la infidelidad de Israel respecto al esposo fiel, el Dios de la alianza. El amor sincero que profesa Oseas a su esposa le impulsa a llamarla una vez más para empezar nuevamente la vida de unión y fidelidad prometidas antaño. La amargura desaparecerá, la separación se convertirá en encuentro, la infidelidad en amor. Todo el pasado, triste y desolado como el valle de Acor, se transformará en una «puerta de esperanza» (versículo suprimido en el texto litúrgico). Esta actitud generosa y magnánima está considerada como figura del amor sin límites del Esposo divino, que llama una y mil veces a la esposa descarriada, Israel, a una auténtica conversión y a renovar el vínculo de su amor.

        Este breve fragmento de Oseas se convierte en un resumen significativo de lo que será, más tarde, el Cantar de los cantares, esto es, la incomparable descripción del amor matrimonial entre Dios y el pueblo. Y para llevarlo a cabo se evoca el desierto, sinónimo de los orígenes de Israel, donde la escucha de la Palabra de Dios y la fidelidad a su voluntad son considerados como modelos de vida y de conversión válidos: «Recuerdo tu amor de juventud, tu cariño de joven esposa, cuando me seguías por el desierto» (Jr 2,2).

 

Segunda lectura: 2 Corintios 3,1b-6

Hermanos:

1 Acaso necesitamos, como algunos, cartas de recomendación para vosotros o recibirlas de vosotros?

2 Nuestra carta de recomendación sois vosotros, una carta que llevamos escrita en el corazón y que es conocida y leída por todos los hombres.

3 A la vista está que sois una carta de Cristo redactada por nosotros y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, es decir, en el corazón.

4 Esta confianza que tenemos en Dios nos viene de Cristo.

5 Y no presumimos de poder pensar algo por nosotros mismos; si algo podemos, a Dios se lo debemos.

6 Dios que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva, basada no en la letra de la Ley, sino en la fuerza del Espíritu, porque la letra mata, mientras que el Espíritu da vida.

 

        **• El Nuevo Testamento sólo se comprende bien si lo miramos desde la óptica correcta: la de la novedad de la «nueva alianza». Ésta es el paso y desarrollo de lo antiguo a lo nuevo, de la ley a la gracia, de la letra al Espíritu.

        La segunda carta a los Corintios, un escrito polémico en el que Pablo tiene que defenderse con frecuencia de falsas acusaciones o de falsas interpretaciones sobre la doctrina y sobre el trabajo apostólico, presenta la contestación de la comunidad a su ministerio. Pablo recuerda entonces cuál ha sido su actividad apostólica, la autenticidad de su comportamiento y la magnífica realidad que constituye su fruto, a saber: la misma comunidad de Corinto: «Mis credenciales sois vosotros mismos. Si la comunidad cristiana está animada por el Espíritu, si está en comunión con Dios, eso significa que mi ministerio es fruto de vida y no de muerte».

        Pablo, consciente de sus límites y de sus incapacidades, ve en lo que ha hecho la acción de Dios, que ha dado el incremento a la semilla y ha hecho de él un ministro apto de la nueva alianza. En esta novedad no ha de ser la ley o la prescripción escrita la que ha de llevar las de ganar, sino el Espíritu de Dios. Y la explicación es esta: «la letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (v. 6). La novedad cristiana aparece descrita como fermento interior, que es el Espíritu de Cristo, su Palabra creadora, su Evangelio. La comparación paulina, que ve en los corintios «una carta que llevamos escrita en el corazón» es una enseñanza alentadora para toda comunidad o individuo cristiano. La vida espiritual de una comunidad cristiana ha de estar escrita «no en tablas de piedra», sino en el corazón vivo y palpitante de sus miembros, que han recibido la gracia de la fe y han sido capaces de dar frutos de vida.

 

Evangelio: Marcos 2,18-22

2,18 Un día en el que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decir a Jesús: -¿Por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y los tuyos no?

19 Jesús les contestó: -¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras el novio está con ellos, no tiene sentido que ayunen.

20 Llegará un día en el que el novio les será arrebatado. Entonces ayunarán.

21 Nadie cose un remiendo de paño nuevo en un vestido viejo, porque lo añadido tirará de él, lo nuevo de lo viejo, y el rasgón se liará mayor.

22 Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque el vino reventará los odres y se perderán vino y odres. El vino nuevo en odres nuevos.

 

        *•• Seguimos en el mismo contexto de las «controversias » entre Jesús y los judíos. Jesús, con sus palabras y sus hechos, saca al hombre de la red que le oprime y le somete al inmovilismo y al determinismo legal, cultural, religioso, social y psicológico. Ante el culto estéril a las devociones, hecho de observancias externas y superficiales, Jesús se muestra como el Mesías-Esposo (v. 19). Con él comienza una época nueva, una etapa nueva de la historia de la salvación, y crea una nueva comunidad que vive en él la experiencia de la novedad absoluta.

        Una de las cosas a las que más se apegaban los fariseos era el ayuno, una práctica que les daba seguridad de justicia y mérito ante Dios, además de fama de observancia y piedad. La privación del alimento o la bebida puede tener su valor espiritual, pero sólo cuando va acompañada de otras actitudes espirituales sinceras, según la voluntad de Dios. Basta con recordar el ataque lanzado por Isaías contra el ayuno en el capítulo 58 de su libro. El mismo ayuno se convierte, desde la perspectiva de Jesús, en algo marginal, secundario. Lo importante es el corazón y la docilidad a la Palabra de Dios. Todo eso supone una nueva mentalidad, nuevas actitudes, nuevos valores, que proceden de la seguridad de la salvación y de la experiencia del amor de Dios, vivido en Cristo. Las perspectivas de la vida, de la esperanza y de la respuesta a Dios no son comparables con las antiguas (comparación entre los odres nuevos y los viejos). La novedad cristiana no puede ser encerrada en esquemas legalistas o esclavos de la letra. Con Jesús ha subintrado el mundo del Espíritu, en el que existe una nueva situación religiosa, donde ya han sido superadas las antiguas prácticas, porque él es la novedad y la regla de vida.

 

MEDITATIO

        Las lecturas hablan de un pacto de amor de Israel con Dios y del bautizado con Cristo: el género literario usado por la Biblia es, evidentemente, «matrimonial». Se trata de una alianza que no tiene lugar por «yuxtaposición » o por «acercamiento», como las hojas de un libro, sino mediante una «inserción» recíproca y viva en el círculo de la vida trinitaria, que se lleva a cabo mediante la fe-esperanza-caridad, que permiten una participación verdadera en la naturaleza de Dios y «arraigar» en el misterio de la Trinidad. Esa participación es vertida de una manera eficaz por las teologías de Pablo y de Juan con las vividas imágenes del óleo y de la unción, del agua y de la luz, de la incisión y del sello que marca. Esta marca es suave y profunda. Dice Pablo: «El que os ha ungido, el que os ha marcado y ha imprimido en vosotros su sello y os ha dado de beber hasta saciaros...». Estos términos bíblicos, que -como sabemos- producen lo que significan, porque están «informados» por el Espíritu, conducen lógicamente al creyente a sentir-tocar-gustar la presencia de la Trinidad, que, justamente, es cantada por la liturgia como «dulce huésped de las almas» y «dulcísimo refrigerio».

        En virtud de estas realísimas realidades, el bautizado pertenece de un modo más verdadero y más profundo a Cristo que a sus padres según la carne: hasta el punto de que Ezequiel, en el célebre «Canto de la expósita», dice: « Yo pase' junto a ti y te vi; estabas ya en la edad del amor; extendí mi manto sobre ti y cubrí tu desnudez; me uní a ti con juramento, hice alianza contigo, oráculo del Señor, y fuiste mía». Y Pablo, el gran teólogo del bautismo, exclamará, con un cierto nerviosismo: «Non estis vestri. Ya no os pertenecéis». Hasta el punto de que todo afecto-pensamiento- acción no «referible» a Cristo, desde el bautismo en adelante, saben a divorcio-adulterio-traición.

 

ORATIO

        Oh Espíritu de Cristo, que por medio del bautismo-confirmación- eucaristía te haces más presente a mí que yo a mí mismo; que vienes a mí no para atarme ni para oponerte a mi voluntad, sino, al contrario, para liberarla de las esquizofrenias y de las esclavitudes de los egoísmos del tener-gozar-poder, haz que cada uno de mis pensamientos-afectos-acciones estén potenciados por la presencia sublimatoria de Cristo: que su influjo benéfico resane todo, purifique todo, repare todo. Sé verdaderamente, con tu acción «cristificante», más presente a mí de lo que es mi yo a mí mismo. Por medio del discípulo «que amabas» me enseñas a «permanecer en ti, a fin de que pueda dar mucho fruto», porque sin ti no podemos hacer verdaderamente nada.

        Oh Jesús, ayúdame a hablar y a discutir, a trabajar y a pensar, a escribir y a actuar permaneciendo en ti: porque estoy más que convencido de que sólo tú eres mi luz, mi verdad, mi vida, y de que sólo tú eres el Verbo de la vida. Estoy más que convencido por eso de que, sin ti, no es que no pueda hacer algo, sino que no puedo hacer nada. Estoy más que convencido de que, hasta como hombre, no seré nunca tan auténticamente «grande» como cuando pueda gloriarme, con Pablo, de ser tu «siervo-esclavo» y como cuando pueda decir con él: «Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí», y: «Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza» Ésa es la meta normal de la normal-suprema glorificación del hombre.

 

CONTEMPLATIO

        Ha habido justamente algunos verdaderos «grandes» que han tenido la más alta y feliz intuición: la de comprender que su definitiva grandeza no depende de hacer gravitar sus esfuerzos sobre su propio yo, a la manera de Napoleón, sino sobre el «super yo» de Cristo. Por eso se han armado de un santo odio contra su propio egoísmo para sustituirlo por el «super yo» de Cristo: esta divina osmosis ha sido la intuición resolutoria y la explicación de su éxito, porque este cambio les ha permitido convertirse verdaderamente en un quid Dei, en «algo de Dios», en el sentido de que les ha permitido apropiarse del «superpoder» de Cristo y sublimar hasta tal punto su personalidad que han podido hacer todo lo que han hecho, todo lo que han querido, y han dejado en la sociedad una huella indeleble. Y mientras el sol brille sobre las desgracias humanas, se guardará el recuerdo de un Francisco de Asís y de una Teresa de Calcuta.

        Sólo los santos son esos verdaderos grandes a los que canta B. Pascal, que -según dice- tienen su imperio, su majestad y su mando: son los únicos a los que no se puede añadir o quitar nada. Se bastan a sí mismos. Se han apoderado, por así decirlo, de la inmovilidad del Dios inmóvil, que «está» en el instante inmoto de su eternidad contemplando el «pasar» indefinido de Abrahán, Isaac, Jacob, que murieron y fueron sepultados con sus padres, mientras que él sigue siendo «el Dios de los vivos y los muertos», que da vida a todos y todos viven por él.

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Te desposaré conmigo para siempre» (Os 2,21).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Nuestras obras, pues, como el granito de mostaza, no son de ninguna manera comparables, en grandeza, con el árbol de gloria que producen, pero tienen el vigor y la virtud de producirlo porque proceden del Espíritu Santo, el cual, por una admirable infusión de su gracia en nuestros corazones, nace suyas nuestras obras, pero dejando, a la vez, que sean nuestras, porque somos miembros de una cabeza, de la cual él es el espíritu, y estamos injertados en un árbol, del cual él es la savia divina. Y porque de esta suerte opera, en nuestras obras, y porque nosotros obramos con él o cooperamos a su acción, deja para nosotros todo el mérito y provecho de nuestros servicios y obras buenas, y nosotros dejamos para él todo el honor y toda la alabanza, reconociendo que el comienzo, el progreso y el fin de todo el bien que hacemos dependen de su misericordia, por la cual ha venido a nosotros y nos ha prevenido; ha venido con nosotros y nos ha guiado, acabando lo que había comenzado (Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, XI, 6, Balmes, Barcelona 1945, p. 657).

 

9° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 5,12-15

Así dice el Señor:

12 Guarda el sábado, santifícalo como el Señor, tu Dios, te ha mandado.

13 Trabajarás seis días y en ellos harás tus faenas,

14 pero el séptimo es día de descanso consagrado al Señor, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el emigrante que vive en tus ciudades, de modo que tu esclavo y tu esclava descansen lo mismo que tú.

15 Acuérdate de que tú también fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor, tu Dios, te sacó de allí con mano fuerte y brazo poderoso. Por eso el Señor, tu Dios, te manda guardar el sábado.

 

        **• Este pasaje forma parte de la versión deuteronómica del Decálogo (Dt 5,6-21), la más extensa y mejor construida (comparada con Ex 20,1-17), donde el autor introduce también una práctica tradicional como la del sábado en su síntesis teológica. El «séptimo día» está presentado aquí menos como día de reposo que como «día sagrado» «en honor del Señor» (según una traducción más literal), que él mismo se reserva, del mismo modo que se reservó un pueblo, para que el hombre encuentre tiempo para vivir con su Dios, en la alegría de una fiesta que celebra su libertad. El sábado es, en efecto, sobre todo una fiesta, mientras que el reposo es sólo consecuencia de este carácter festivo, y la ausencia de beneficio es su elemento esencial: en el día del Señor no se gana ni se produce nada.

        La interpretación del reposo humano como imitación del divino al final de la creación no figura sino en textos relativamente tardíos y parece artificiosa. Sí parece, en cambio, más convincente la conexión del sábado con la ofrenda de las primicias: del mismo modo que se ofrecían a Dios los primogénitos y los primeros frutos, así se consagra a Dios el primer día de la semana para expresar la ofrenda de todo el tiempo, y al renunciar a la productividad de este tiempo se reconoce que éste es don gratuito de Dios.

        Es, por último, muy interesante la conexión entre el sábado y la liberación de Egipto (como entre la esclavitud y el trabajo), explicitada en el v. 15: para afirmar que fueron liberados y celebrar el acontecimiento, se liberan hoy del trabajo cotidiano (en unos tiempos en los que todavía era muy fuerte la acentuación servil del trabajo), y para revivir de una manera coherente ese acontecimiento se permite incluso a los propios siervos tener su reposo, su sábado. La memoria del gesto liberador de YHWH confiere así al sábado el valor de una ley de libertad, lo convierte en el documento fundamental de un pueblo liberado y en la garantía de la verdad de su camino en el tiempo hacia el domingo sin ocaso.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 4,6-11

Hermanos:  

6 el Dios que ha dicho: Brille la luz de entre las tinieblas es el que ha encendido esa luz en nuestros corazones para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo.

7 Pero este tesoro lo llevamos en vasijas de barro para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros.

8 Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados;

9 somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos.

10 Por todas partes vamos llevando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

11 Porque nosotros, mientras vivimos, estamos siempre expuestos a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.

 

        **• En la dialéctica que se instaura entre el apóstol y la comunidad de Corinto se vuelven objeto de discusión las credenciales de Pablo en cuanto anunciado del Evangelio. La tesis con que se defiende Pablo afirman una gran verdad teológica: la presencia de Cristo se manifiesta, además de en la comunidad, en la persona del ministro y, de modo particular, en su cuerpo que sufre, que se convierte en algo así como en la epifanía de la vida de Jesús (v. 10).

        En realidad, la misma revelación es toda una serie de manifestaciones progresivas en virtud de la Palabra de Dios, que está en el origen de la creación y obra ahora en el Evangelio, como luz que brilla en las tinieblas y que resplandece sobre todo en el rostro de Cristo (v. 6).

        El apóstol representa el eslabón débil en esta cadena de pasos sucesivos: es la «vasija de barro» que, pese a que lleva un «tesoro» (v. 7), está afligido por muchas tribulaciones, aunque a pesar de todo no tienen el poder de aniquilarlo. Más aún, los sufrimientos apostólicos, las angustias y distintas debilidades se convierten en la auténtica manifestación de la vida de Jesús y de su muerte, puesto que ambas -la vida y la muerte del Señor forman parte de la existencia personal del apóstol. Pablo descubre en la experiencia de su propia humanidad atribulada la humanidad del mismo Cristo, y como tal la presenta a los corintios, combatiendo de este modo la idea gnóstica que tendía a dividir y contraponer la cruz y la resurrección, como si fueran dos mundos incompatibles y ligados a dos dioses diferentes: la cruz como manifestación de los demonios, la resurrección como manifestación del poder divino. Quienes pensaran de este modo sólo podían aceptar el aspecto triunfal del ministerio apostólico, y precisamente a ésos responde Pablo mostrando en su propia carne los signos de la vida y de la muerte de Jesús, de esa muerte que él «lleva» por todas partes en y con su cuerpo (v. 10). Los «vivos», esto es, aquellos por quienes ha muerto Cristo, están llamados a vivir no ya para ellos mismos, sino para él (v. 11) o a vivir su propia muerte para vida de los otros (mors mea vita tua). Tal como hizo Cristo.

 

Evangelio: Marcos 2,23-3,6

2,23 Un sábado pasaba Jesús por entre los sembrados, y sus discípulos comenzaron a arrancar espigas según pasaban.

24 Los fariseos le dijeron: -¿Te das cuenta de que hacen en sábado lo que no está permitido?

25 Jesús les respondió: -¿No habéis leído nunca lo que hizo David cuando tuvo necesidad y sintieron hambre él y los que le acompañaban?

26 ¿Cómo entró en la casa de Dios en tiempos del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes de la ofrenda, que sólo a los sacerdotes les era permitido comer, y se los dio además a los que iban con él?

27 Y añadió: - El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado.

28 Así que el Hijo del hombre también es señor del sábado.

3,1 Entró de nuevo en la sinagoga y había allí un hombre que tenía la mano atrofiada.

2 Le estaban espiando para ver si lo curaba en sábado y tener así un motivo para acusarle.

3 Jesús dijo entonces al nombre de la mano atrofiada: -Levántate y ponte ahí en medio.

4 Y a ellos les preguntó: -¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o destruirla? Ellos permanecieron callados.

5 Mirándoles con indignación y apenado por la dureza de su corazón, dijo al hombre: -Extiende la mano. Él la extendió, y su mano quedó restablecida.

6 En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para planear el modo de acabar con él.

 

        **• Nos encontramos en las dos últimas de una serie de cinco controversias que ponen de manifiesto las primeras oposiciones a la persona de Jesús. Estas oposiciones, puestas como están al comienzo de su ministerio público, adquieren una importancia especial por la atmósfera de lucha que las invade y se resuelven, por ahora, con la afirmación de Jesús, que tiene en ambas la última palabra. Marcos pone en boca de Jesús, en el episodio de las espigas cogidas en sábado (2,23-28), un principio revolucionario en aquellos tiempos: el sábado (a saber: toda ley que venga de Dios o de los hombres) está al servicio del hombre, y no viceversa (v. 27), interpretando para su comunidad, de orígenes paganos, la actitud de Jesús hacia las instituciones judaicas (este versículo falta tanto en Mateo como en Lucas). Inmediatamente después se presenta Jesús como «Hijo del hombre... también señor del sábado» (v. 28), es decir, como alguien que nos brinda la posibilidad de encontrar a Dios más allá del miedo a nuestro propio pecado y de la presunción de nuestras propias observancias, y permite así a cada hombre vivir en libertad ante Dios.

        La misma temática vuelve, de modo sustancial, en el episodio posterior (3,1-6), donde Jesús aparece todavía más como un hombre con absoluta libertad ante sus enemigos y ante sus insistencias, así como respecto a las instituciones más sagradas. Pero también es alguien cuyo poder nos aporta salud y nos libera de una ley que mata. Por último, mientras salva, su libertad desenmascara la dure/a de corazón de sus enemigos, los fariseos, que optan por la muerte, porque prefieren dejar al enfermo sin curarlo y deciden matar a Jesús. De hecho, éstos ya están juzgados por su mirada indignada y amargada.  Por eso el librito de las controversias es ya un evangelio en miniatura que anticipa todo el drama de la pasión y muerte de Jesús, acontecimiento que juzgará a todas las conciencias.

 

MEDITATIO

        «¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o destruirla?» (Mc 3,4): Jesús exige una respuesta a esta pregunta, no soporta el silencio ambiguo de los fariseos, ante el que reacciona con violencia y tristeza, y espera de sus discípulos de ayer y de hoy una plena toma de posición, una respuesta que comprometa su vida y su fe, su relación con Dios y con el prójimo, la observancia de la ley y el precepto de la caridad. Espera, sobre todo, esa inteligencia del espíritu que permite distinguir lo que es esencial de lo que no lo es y reconocer cuándo el respeto de la norma se convierte en coartada para el egoísmo.

           Se trata de la inteligencia de quien escoge la dureza del corazón adorando al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24) y sabe que nada le resulta más agradable a Dios que el amor al prójimo. Eso implica que el creyente debe estar atento constantemente a no ponerse a sí mismo y sus propios intereses, su propio reposo y su propio trabajo, en el centro de su vida, sino que ha de poner al Dios de la vida en el centro de su ser, y el bien del hermano en el centro de su obrar. Si el sábado es un día que pertenece a Dios, el amor fraterno es la «liturgia » sencilla y solemne, ferial y festiva, laboriosa y descansada de este día sagrado.

 

ORATIO

        Hijo del hombre y Señor del sábado, te damos gracias porque nos has liberado con la sangre de tu cruz y has puesto en nuestro corazón un gran e irreprimible anhelo de libertad como vocación; sin embargo, con mucha frecuencia tenemos miedo a ser libres, buscamos la libertad y al mismo tiempo la tememos, nos rebelamos si alguien nos la quiere quitar y no nos damos cuenta de que somos nosotros mismos quienes nos atamos de pies y manos. Precisamente por eso nos da miedo, en ocasiones, tu Palabra, porque abre ante nosotros horizontes infinitos; nos da miedo tu amor, porque nos entrega y nos pide amar a la manera divina, sin límites ni restricciones, sin excepciones ni selecciones. Por eso nos infunde miedo tu proyecto, porque nos hace entrar en el mundo de los deseos divinos, donde todo se mide según tu amor y ya nada es imposible. Y entonces nos aplicamos a reducir las pretensiones y las gracias divinas, para construirnos un mundo a nuestras dimensiones, pequeño, con reglas y prohibiciones, cómodos rigorismos y sábados innegables.

        Tú, oh Dios, creaste al hombre para que viva, y el hombre ha creado el sábado para suprimir la vida en nombre de ídolos viejos y nuevos. Perdónanos, Señor, y no te canses de recordarnos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado», puesto que el hombre ha sido creado por ti, y «está inquieto hasta que no reposa en ti»...

 

CONTEMPLATIO

        Pero ¿dónde estaba durante aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no fue en un momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a tu carga ligera, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío?

        ¡Oh, qué dulce fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales cuanto temía entonces perderlas tanto gustaba ahora de dejarlas!

        Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y suma dulzura!, tú las arrojabas y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí.

        Libre estaba ya mi alma de los devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho ante ti, ¡oh Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y salud mía (Agustín, Confesiones, IX, 1).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Guarda el sábado, santifícalo» (Dt 5,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        ¿Qué es el domingo? Es un fragmento de tiempo, así como la hostia es un fragmento de espacio, de realidad cósmica. El domingo es también un sacramento. Es un signo que tiene tres dimensiones: evocativa, indicativa y escatológica o profética.

        Como prueba de esto, los textos del Nuevo Testamento llaman al domingo primer día, séptimo día, octavo día, o sea, un día fuera de la semana, que se escabulle fuera del circuito del tiempo.

        Está la función evocativa: el domingo es memoria. Es un día dirigido al pasado. Nos recuerda la creación del mundo, «primo die quo Trinitas beata mundum condidit». Dios creó el mundo el primer día de la semana: es la primera creación. Pero es asimismo el día de la segunda creación, es decir, de la resurrección (dies dominica), y es el día de nuestro bautismo, tercera creación. El domingo es un signo no constituido ya de espacio, sino de tiempo. Es este fragmento de tiempo el que –como un cristal de aumento- concentra todo un pasado en el que evocamos las mirabilia Dei, las obras maravillosas del Señor realizadas con la creación, con la resurrección, con el bautismo.

        Pero hay aquí también una función indicativa. Además de una memoria, existe una presencia: es el día de la presencia del Señor. Se trata de una presencia plena, que rebosa no sólo de nuestras iglesias, de nuestras asambleas, de la Palabra, de la eucaristía, sino también de los arroyuelos del tiempo. El domingo, antes de ser el día que los cristianos dedican al Señor, es el día que Dios decidió dedicar a su pueblo, a fin de enriquecerlo de dones y de gracia. Se trata de un cambio de perspectiva respecto a lo que estábamos acostumbrados a considerar antes: es Dios quien viene a visitar nuestra casa. Y esta visita suya no se concreta sólo durante el lapso de tiempo que dura la misa. Es todo el día el que debe adquirir una plenitud nueva [...].

        Es el día de la Iglesia. Es el día de la Iglesia dedicado a la Iglesia, a su misión en el mundo. En virtud de esta perspectiva podemos constatar ya cómo rechinan nuestros domingos, congestionados completamente por el culto, casi prisioneros. Es el día de la libertad, de la liberación, El domingo tiene asimismo una dimensión profética. Ésa es la razón de que se le llame «octavo día», día que está fuera del circuito de la semana. Es el octavo día porque anticipa un poco el domingo eterno, la fiesta eterna. Es el día en que vendrá Cristo.

        En la mesa eucarística consumada el día del Señor se anticipa el banquete escatológico del mundo futuro. ¡Se anticipa! ¡Si se pudiera subrayar más estas dimensiones escatológicas! Y es que de la escatología parten todos los vientos de esperanza del mundo de hoy [...]. El domingo debe expresar de modo evidente sus notas características: la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad. Son las mismas notas de la Iglesia. Por eso hemos de preguntarnos si esas expresiones son evidentes en nuestras comunidades.

        Una: ¿expresan nuestras misas dominicales la unidad de la familia de Dios? Santa: ¿es una asamblea santificada, que se ha renovado en la reconciliación con Dios y con los hermanos? Católica: ¿extiende verdaderamente sus confines a todo el mundo, aunque se encierre en una pequeña iglesia? ¿Se abre a los horizontes ilimitados de la Providencia? Existe una mentalidad parroquiana exasperada que da miedo: no nos dejemos aprisionar por nuestras pequeñas necesidades de contar con una madriguera [...]. Apostólica: la Iglesia local se construye en torno a Jesús, hecho presente por la persona del obispo, a quien se cita durante el canon [...]. No es afán de reagrupamiento. No es reagrupamiento lo que necesitamos. La razón de ello es que nosotros queremos crecer como personas libres, responsables, que otorgan su contribución alegre y responsable (A. Bello, Affíiggere i consolatí. Lo scandalo deWeucaristía, Molfetta 1997, pp. 26-28).

 

10° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 3,9-15

Después de que Adán hubiera comido del árbol,

9 el Señor Dios llamó al hombre diciendo: -¿Dónde estás? El hombre respondió:

10 -Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo.

11 El Señor Dios replicó: -¿Quién te hizo saber que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?

12 Respondió el hombre: -La mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol, y comí.

13 Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: -¿Qué es lo que has hecho? Y ella respondió: -La serpiente me engañó, y comí.

14 Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho eso, serás maldita entre todos los animales y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida.

15 Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, pero tú sólo herirás su talón.

 

        *» ¿Quién es el hombre? La visión religiosa de los «comienzos» lo presenta ya como un ser «dividido», en sí mismo y fuera de sí, respecto al otro-mujer y al Otro Dios. Su historia aparece desde los orígenes como historia de engaño y de hostilidad. Y aquí aparece tratada de nuevo la condición de «pecado» en la que cada persona se encuentra desde su nacimiento y que marca su experiencia de la vida. Frente a la llamada de Dios («¿Dónde estás?), surge en el hombre el miedo («Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y...»), la debilidad («estaba desnudo»), que le lleva a esconderse de los ojos del Señor («me escondí»). El desconcierto producido entre el hombre y la mujer por el pecado es evidente: ambos se acusan recíprocamente, descargan la responsabilidad de sus propias acciones en el otro.

        La presencia misteriosa del «tentador» (satanás, el adversario), de «aquel que divide» (diábolos), en la historia de los hombres y de cada persona es, para el texto del Génesis, una experiencia real y constante: de nuestra historia forma parte un misterio de iniquidad; sin embargo, la lectura bíblica no concluye en el pesimismo trágico o en la desesperación, sino en una visión abierta a la esperanza: las palabras pronunciadas por Dios, que condenan el mal y dejan entrever que a este mal se le «herirá en la cabeza», SL pesar de su continua asechanza, provocan al hombre a la confesión, o sea, al reconocimiento  simultáneo del «poder» de Dios y del propio «pecado». Ésta es la premisa necesaria para pedir y acoger el perdón que salva.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 4,13-5,1

Hermanos:

13 Pero como tenemos aquel mismo espíritu de fe del que dice la Escritura: Creí y por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos,

14 sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos dará un puesto junto a él en compañía de vosotros.

15 Porque todo esto es para vuestro bien, para que la gracia, difundida abundantemente en muchos, haga crecer la acción de gracias para gloria de Dios.

16 Por eso no desfallecemos; al contrario, aunque nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día.

17 Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria;

18 a nosotros, que hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.

5,1 Sabemos, en efecto, que aunque se desmorone esta tienda que nos sirve de morada terrenal, tenemos una casa hecha por Dios, una morada eterna en los cielos, que no ha sido construida por mano de hombres.

 

        **• Pablo prosigue y ahonda en esta lectura el desarrollo del motivo por el que quien se pone a seguir a Jesucristo acepta con alegría la lógica de la cruz: Cristo nos salva a través de su muerte.

        La victoria sobre el mal es, para el cristiano, una obra exclusiva de Dios: el hombre, por sí solo, sería herido inevitablemente por el misterio de iniquidad que marca su historia. Es el amor de Dios Padre el único que está en condiciones de «destruir con su muerte [Cristo] al que tenía poder para matar, es decir, al diablo» (Heb 2,14). La lectura recuerda desde el comienzo el centro de la fe y de la esperanza de los cristianos: «Sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos dará un puesto junto a él en compañía de vosotros» (v. 14). ¿Cómo no pensar aquí en la certeza que el apóstol Juan pretende transmitir de manera vigorosa en su evangelio cuando, al describir el momento en el que el mal parece llevar las de ganar, es decir, en el momento de la muerte de Jesús, afirma que precisamente en ese momento «el que tiraniza a este mundo va a ser arrojado fuera» (Jn 12,31)?

        La presente lectura comunica esta confiada certeza a todos los creyentes: aunque nuestro hombre exterior, o sea, nuestra condición física, frágil y provisional, «se vaya deteriorando» inevitablemente, el «interior» se puede renovar de día en día; sin embargo, es preciso no fijar la mirada en las «cosas que se ven», sino orientarla hacia «las que no se ven», que «son eternas». En efecto, la asimilación a Cristo nos hace esperar recibir «una casa hecha por Dios, una morada eterna en los cielos, que no ha sido construida por mano de hombres».

 

Evangelio: Marcos 3,20-35

En aquel tiempo,

20 volvió a casa y de nuevo se reunió tanta gente que no podían ni comer. 21 Sus parientes, al enterarse, fueron para llevárselo, pues decían que estaba trastornado.

22 Los maestros de la Ley que habían bajado de Jerusalén decían: -Tiene dentro a Belzebú. Y añadían: -Con el poder del príncipe de los demonios expulsa a los demonios.

23 Jesús los llamó y les propuso estas comparaciones: -¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás?

24 Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir.

25 Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no puede subsistir.

26 Si Satanás se ha rebelado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, sino que está llegando a su fin.

27 Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear su ajuar si primero no ata al fuerte; sólo entonces podrá saquear su casa.

28 Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan,

29 pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; será reo de pecado eterno.

30 Decía esto porque le acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.

31 Llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, le mandaron llamar.

32 La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: -¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.

33 Jesús les respondió: -¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?

34 Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió:

-Éstos son mi madre y mis hermanos.

35 El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.

 

        **• Cristo, ¿quién eres? El evangelio cuenta la vida de Jesús como una lucha continua contra el mal que tiende a dominar al hombre. El «Hijo del hombre» se encuentra frente a frente con el poder destructor del mal, al que contrapone la promesa y la experiencia del Reino de Dios, que ha llegado a nosotros con él. El motivo central del evangelio de hoy es, precisamente, la pregunta sobre quién es Jesús para el hombre.

        La primera parte del texto se concentra en la negación de los que se oponen a reconocer en Jesús la presencia de Dios. La acusación de ser un «endemoniado» («Con el poder del príncipe de los demonios expulsa a los demonios »: v. 22) provoca una respuesta reveladora por parte de Jesús: el poder del mal está en dividir, en disgregar, mientras que toda la vida y las acciones de Jesús manifiestan la fuerza sanadora de Dios. Jesús revela esta «verdad» religiosa -dice el texto- «en parábolas», o sea, a través de gestos y signos confiados a la libre acogida, a una decisión a favor o en contra de él. Ésa es la razón de que la acogida o el rechazo de Jesús resulten determinantes para la lucha contra el poder del mal sobre los hombres. Éste es asimismo el sentido de esta enigmática afirmación del evangelio: «Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y cualquier blasfemia que digan, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás; será reo de pecado eterno».

        El rechazo a ver en Jesús el signo de Dios presente entre nosotros constituye asimismo la clave de la respuesta a la pregunta con la que termina el evangelio de hoy: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Mirando a los que estaban junto a él, Jesús respondió de una manera espontánea y provocadora al mismo tiempo: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

 

MEDITATIO

        ¿Es posible esperar una victoria sobre el mal? ¿Es posible, sobre todo, esperar una victoria sobre el inmenso sufrimiento causado por los hombres con sus acciones injustas? El cristiano da una respuesta positiva a estas preguntas, y no porque disponga de respuestas «racionales » al problema del mal -que es y sigue siendo algo carente de sentido- o de recetas fáciles para eliminarlo, sino porque puede referirse como modelo a Cristo y a su respuesta: sólo es posible vencer al mal contraponiéndole el bien. Dicho con otras palabras: el poder destructor del mal puede ser vencido sustituyéndolo por el «Reino de Dios». Quien en Jesús y a través de Jesús haya reconocido en acción la fuerza del amor de Dios a los hombres será también capaz de disponer de ánimo abierto, de sentir pasión por el hombre y de realizar obras -tal vez pequeñas en apariencia- que dejan entrever, no obstante, la posibilidad de una tierra más justa.

        El anuncio del Reino de Dios, que implica una conversión por parte del hombre, hace aflorar toda la dimensión interpersonal de la vida cristiana: hoy se usa con frecuencia la palabra reconciliación, y, en efecto, ésta es la realidad misteriosa que constituye la Iglesia. La historia de los hombres se presenta por doquier como historia de rupturas, de clausuras, como negación de la comunión y, por ende, como ausencia de salvación. Y en su esfuerzo por encontrar sentido a su propia vida, cada uno de nosotros se debate con esta tentación, y las relaciones que construye están marcadas frecuentemente por el odio, por la violencia, por las divisiones.

        Ahora bien, referirse a Jesús de Nazaret como «salvador», como alguien que revela el sentido último de la vida humana, implica que el hombre creyente encuentre en él la fuerza para salir de este misterio del mal. Muchos textos del Nuevo Testamento presentan a Jesús como alguien que ha sido invitado por Dios para reconciliar, para establecer la paz. Aceptar a Jesús en nuestra propia vida (eso es, en definitiva, lo que quiere decir creer) significa asimismo aceptar su acción reconciliadora: así se convierte Jesús no sólo en palabra reveladora de sentido, sino en Dios con nosotros, que une a los hombres entre ellos y con el Padre.

 

ORATIO

        Desde lo hondo gritamos a ti, oh Padre: escucha nuestra voz. Si consideras nuestras culpas, ¿quién podrá esperar la salvación? No nos escondas tu rostro, sino manifiéstanos tu misericordia.

        Líbranos del egoísmo, del odio y de la violencia. Haz que nuestro corazón no se endurezca, sino que se abra a la palabra liberadora y a la acción reconciliadora de tu Cristo. Haz que él venga entre nosotros como el agua que lava y apaga la sed, que purifica y da vida.

        Danos tu Espíritu, que renueva la faz de la tierra: que haga de nosotros personas libres y capaces de liberar a los otros, que reavive en nosotros el recuerdo de tu amor perenne, a fin de que alimente nuestra fe y nuestra esperanza, hasta el día en que podamos verte en tu gloria.

 

CONTEMPLATIO

        Después de que el hombre fuera corregido inicialmente de muchos modos a causa de sus muchos pecados, que habían crecido desde la raíz del mal por diferentes causas y en diferentes circunstancias; después de que fuera amonestado por la Palabra de Dios, por la ley, por los profetas, por los beneficios, por las amenazas, por los golpes, por el diluvio, por los incendios, por las guerras, por las victorias, por las derrotas, por los signos enviados desde el cielo, por el aire, por la tierra, por el mar, por los trastornos imprevistos de hombres, ciudades y pueblos (y el fin de todo esto era extirpar el mal con todos estos signos), al final fue menester recurrir a un remedio más eficaz para sus enfermedades, que eran cada vez más graves: homicidios, adulterios, perjurios, pederastia, idolatría, que es el peor y el primero de todos los males, y por el que no se adora al Creador, sino a la criatura (cf. Rom 1,25). Puesto que estos vicios necesitaban un remedio más eficaz, lo obtuvieron. Este remedio fue el mismo Logos de Dios, el que era antes de los siglos, el invisible, incomprensible, incorpóreo, el Principio que procede del principio, la luz que procede de la luz (cf. Jn 8,1), la fuente de la vida (cf. Jn 1,4) y de la inmortalidad, la impronta (cf. Heb 1,3) de la belleza del arquetipo, el sello inmutable (cf. Jn 6,27), la imagen inmóvil, el término y la Palabra del Padre (Gregorio Nacianceno, Sobre la Pascua, 45,9).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Señor es mi roca y mi fortaleza, mi libertador» (cf. Sal 18,3).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        El ser humano puede llegar a ser y se hace, de hecho, culpable. Esta es una convicción cristiana fundamental de fe. La encontramos expresada de manera clara o implícita en todos los escritos de la Biblia. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). La convicción de la posibilidad de la realidad de la culpa humana no brota sólo de la revelación divina de la antigua y de la nueva alianza. Se basa asimismo en la experiencia humana cotidiana, en cuyo interior conocemos nuestro fracaso personal, la libertad, la responsabilidad y la culpa [...].

        La libertad es una realidad que se nos da en virtud de que el hombre es persona, aunque no es plenamente comprensible de un modo analítico. La libertad podemos experimentarla, pero no comprenderla. De este carácter incomprensible participa asimismo la culpa, en cuanto abuso de la libertad. En el fondo, no es posible explicar ni las decisiones libres ni el fracaso culpable. Sólo es posible explicar los procesos que pueden estar motivados y pueden ser esclarecidos sobre la base de la regularidad, en cuanto desarrollos necesarios. La libertad o, mejor aún, la libertad de elección atestigua en realidad precisamente lo contrario de la regularidad y de la necesidad.

        En la esencial incapacidad en que nos encontramos de «llevar las bridas» de nuestras propias decisiones libres y de nuestra propia culpabilidad, de comprender del todo y de demostrarlas de una manera convincente, ahí precisamente, en esa incapacidad, es donde se fundamenta la posibilidad de negarlas. Si queremos escapar del peligro que supone semejante desconocimiento de nosotros mismos, debemos mantenernos abiertos al testimonio de la revelación y a la experiencia de nosotros mismos que aparece en la conciencia (D- Grothues, Schuld und Vergebung, Munich 1972, pp. 7ss; existe trad. italiana: Amare ¡I prossimo, Brescia 1991, pp. 139ss).

 

11° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Ezequiel 17,22-24

22 Esto dice el Señor: También yo tomaré la copa de un cedro, de sus ramas cimeras tomaré un tallo, y lo plantaré en un monte muy alto;

23 lo plantaré en un monte alto de Israel; y echará ramas y dará frutos, y se hará un cedro magnífico. Toda clase de pájaros anidarán en él, y habitarán a la sombra de sus ramas.

24 Y sabrán todos los árboles del bosque que yo, el Señor, humillo al árbol elevado y exalto al árbol pequeño, hago secarse el árbol verde y reverdecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.

 

**• El texto de Ezequiel aparece como anticipación profética del evangelio de hoy: son idénticas las imágenes que aparecen en ambos textos (imágenes que hablan de crecimiento) e idéntico el tema que se desarrolla: la extensión sin límites del Reino de Dios. La perícopa tiene un evidente sentido mesiánico: se trata del anuncio de la «restauración» del reino de Israel tras la experiencia de la deportación de muchos a Babilonia (por obra de Nabucodonosor, el año 597), aunque también después de la experiencia del alejamiento de Dios y de su alianza por parte de otros que se habían quedado en la patria.

Con todo, nada de eso impide a Dios permanecer fiel a su alianza. La alegoría del cedro expresa con imágenes la promesa de un renacimiento y de un nuevo crecimiento maravilloso: como hace el agricultor, Dios tomará un «tallo» (un descendiente de David) de «la copa de un cedro» (la casa de David), para plantarlo en un monte alto de Israel, de suerte que pueda convertirse en «un cedro magnífico» (vv. 22ss). Esto equivale a decir que Dios es el gran protagonista de la historia, el que, a pesar del pecado, es capaz de ofrecer al hombre un futuro diferente y nuevo. La iniciativa del renacimiento y del crecimiento no corresponde a los hombres, sino que es de Dios, que se presenta como alguien que no disminuye en su amor.

Éste es el núcleo central del texto alegórico, que se completa con la afirmación final: «Y sabrán todos los árboles del bosque que yo, el Señor, humillo al árbol elevado y exalto al árbol pequeño» (v. 24). ¿Cómo no recordar la imagen evangélica, evocada por Lucas en el Magníficat, del Dios que «derribó de sus tronos a los poderosos y ensalzó a los humildes» (Lc 1,52) o este dicho de Jesús: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11).

Ésta es la lógica del Reino de Dios en la historia de los hombres. Por eso, el justo se puede reconocer en el hecho de «proclamar por la mañana tu misericordia y por la noche tu fidelidad» (Sal 91, empleado en la liturgia de hoy como salmo responsorial).

 

Segunda lectura: 2 Corintios 5,6-10

Hermanos:

6 Así pues, en todo momento tenemos confianza. Sabemos que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos lejos del Señor,

7 y caminamos a la luz de la fe y no de lo que vemos.

8 Pero estamos llenos de confianza y preferimos dejar el cuerpo para ir a habitar junto al Señor.  

9 Sea como sea, en este cuerpo o fuera de él, nos esforzamos en serle gratos,

10 ya que todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba el premio o castigo que le corresponda por lo que hizo durante su existencia corporal.

 

         *» El texto de la segunda lectura prosigue con los estímulos (presentes ya en la segunda lectura del domingo precedente) dirigidos a los cristianos para que mantengan firme la mirada en los bienes «invisibles», que son «eternos». La perspectiva del que ha optado por ponerse a seguir a Cristo no es, en efecto, de este mundo: la fe y la esperanza en Cristo resucitado llevan a mirar hacia un horizonte que está «más allá» de la dimensión terrena.

Esta conciencia se traduce, en el pasaje que acabamos de leer, en tres tipos de pensamientos: en primer lugar, tenemos una comprensión de nuestro «habitar en el cuerpo» como si viviéramos en un exilio «lejos del Señor» (v. 6). Lo que caracteriza la existencia terrena del cristiano es la fe, no aún la visión. De esta dialéctica fe-visión brota la actitud propia del creyente: la confianza.

Éste es el término fundamental (aparece dos veces en las líneas iniciales del texto), y resume la identidad del creyente: éste es alguien que se «confía» plenamente; mejor aún, alguien que se «confía» al único que considera digno de confianza. La vida del creyente está orientada así hacia su destino de consumación en Dios.

En segundo lugar, se levanta acta de que lo que cuenta en el hoy terreno, vivido a la luz de la fe, es el esfuerzo por «serle gratos» (v. 9b). No se trata de una simple lógica de prestaciones o de confianza en nuestros méritos: no son éstos, en efecto, los que nos procuran la salvación. La expresión remite más bien al compromiso activo de llevar nuestra propia vida siempre bajo la mirada de Dios.

Y por último, en tercer lugar, está el pensamiento de tener que «comparecer ante el tribunal de Cristo» (v. 10). Pero ésta ya no es una perspectiva que engendre ansia o miedo; es sólo la expectativa de la consumación esperada y la conclusión de una vida vivida en el abandono en Dios.

 

Evangelio: Marcos 4,26-34

En aquel tiempo,

26 decía también Jesús a la gente: -Sucede con el Reino de Dios lo que con el grano que un hombre echa en la tierra.

27 Duerma o vele, de noche o de día, el grano germina y crece, sin que él sepa cómo.

28 La tierra da fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga.

29 Y cuando el fruto está a punto, en seguida se mete la hoz, porque ha llegado la siega.

30 Proseguía diciendo: -¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?

31 Sucede con él lo que con un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas.

32 Pero, una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra.

33 Con muchas parábolas como éstas Jesús les anunciaba el mensaje, acomodándose a su capacidad de entender.

34 No les decía nada sin parábolas. A sus propios discípulos, sin embargo, se lo explicaba todo en privado.

 

        *•• El discurso sobre el Reino de Dios, propuesto por Jesús en parábolas a los hombres de todos los tiempos, responde a una doble pregunta: ¿qué lógica rige el funcionamiento del Reino de Dios? ¿Alcanzará éste su objetivo?

        Las dos parábolas que recoge el texto de hoy hablan de un «grano» echado en tierra: en la primera parábola el crecimiento del grano no depende del trabajo del hombre {«Duerma o vele, de noche o de día, el grano germina y crece»: v. 27), sino únicamente de la fertilidad del suelo.

        La primera lectura se mostraba todavía más explícita: no es el hombre el que trabaja para edificar el Reino de Dios, sino sólo Dios. En la segunda parábola aparece una idea ulterior: el minúsculo grano de mostaza –que carece de toda vistosidad- «se hace mayor que cualquier hortaliza» (v. 32). Se trata de una grandiosa visión plena de esperanza, que anima a los creyentes a mantener una actitud de paciencia. Dios obra en la historia, a pesar de que las apariencias digan lo contrario. La realización de su Reino no depende de la eficiencia, ni de las instituciones, ni de los individuos; no es cuestión de programas o de obras, sino de una escucha atenta de la Palabra de Dios y de la disponibilidad para dejarla crecer en nosotros. El mensaje central de la parábola no es, a pesar de todo, una invitación al quietismo o a la falta de compromiso. Al contrario, presenta al creyente una mentalidad nueva, la de no escuchar tanto sus deseos y sus ganas de hacer y mantenerse disponible, con paciencia y humildad, para crear las condiciones en las que la Palabra de Dios pueda dar fruto libremente.

 

MEDITATIO

        La Iglesia, en cuanto comunidad de creyentes, tiene la misión de ser «sacramento» del Reino de Dios aquí, en la tierra: ha sido convocada para ser, con sus palabras y sus acciones, «signo eficaz» de este Reino que, como la pequeña simiente echada en tierra, puede crecer sin límites.

        En efecto, esta experiencia, en cuanto experiencia de comunión y de justicia, no es algo individual, sino que liga a las personas entre sí y, uniéndolas en torno a la persona de Cristo, constituye su Iglesia: así, la realidad histórica de la Iglesia se convierte en manifestación de la reconciliación querida y otorgada por Dios en Jesús, el gran acontecimiento de reconciliación que marca la historia de los hombres a partir de Jesús y hasta su consumación final. Por eso la Iglesia no se identifica nunca con el Reino de Dios, ni puede considerarse nunca, de una manera triunfalista, como el Reino de Dios realizado en el mundo, sino que es siempre y únicamente un signo, un camino a través de la historia humana, que gradualmente se vuelve, en Jesús, por Jesús y con Jesús, «historia de salvación».

        Esta experiencia interesa a toda la humanidad: «por nosotros los hombres y por nuestra salvación...», profesamos en el credo. Toda persona, en el presente de su existencia, se siente interpelada por esta exigencia, se siente llamada a entrar en el Reino de Dios, en el sentido de que mediante una continua «conversión» (originariamente, «seguir a Jesús» significaba unirse a él, vivir con él) se ofrece realmente esta posibilidad: en todo momento en que el hombre intenta dar un sentido a su propia vida, comprometiendo de manera concreta su libertad en la historia, le es posible comprometerse por un camino que no es manifestación del mal, sino manifestación del Reino de Dios. En esta dimensión «sacramental» de la vida cristiana se resuelve la tensión entre el ya y el todavía-no de la esperanza: este continuo tender es el signo y la actitud que distingue al cristiano.

 

ORATIO

        Padre, de quien procede todo don, que sigues sembrando y haciendo crecer tu Reino de paz y amor entre nosotros, haznos colaboradores de esta obra tuya a través de la fe que suscitas en nosotros.

        Haz que seamos siempre conscientes de que no son nuestros medios ni nuestras fatigas los que difunden en el mundo el Evangelio de tu Cristo, que lleva al hombre a la salvación.

        Mantennos unidos a él, que nos ha hecho sus testigos, y concédenos la fuerza de su santo Espíritu para que seamos capaces de asumir compromisos animosos en tu santa Iglesia, a fin de renovarla con humildad y paciencia.

 

CONTEMPLATIO

        Como Jesús había dicho que las tres cuartas partes de la semilla se perderían, que sólo una parte se salvaría y que en el resto se producirían tan graves daños, era bastante lógico que sus discípulos le preguntaran quiénes y cuántos serán los fieles. Jesús les quita el temor induciéndoles a la fe mediante la parábola del grano de mostaza y mostrándoles que la predicación de la Buena Nueva se difundirá por toda la tierra.

        Escoge para este fin una imagen que representa bien esa verdad. «Es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece es mayor que las hortalizas y se hace como un árbol, hasta el punto de que las aves del cielo pueden anidar en sus ramas». Cristo quería presentar el signo, la prueba de su grandeza. Así -explica- ocurrirá también con la predicación de la Buena Nueva. En realidad, los discípulos eran los más humildes y débiles entre los hombres, inferiores a todos, pero, dado que en ellos había una gran fuerza, su predicación se difundió por todo el mundo (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 46,2).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Habitaré en la casa del Señor todos los días de mi vida» (cf. Sal 26,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        La Iglesia es el «sacramento originario» de la salvación preparada para los hombres según el eterno consejo de Dios. Una salvación que, por otra parte, no es monopolio de la Iglesia, sino que, en virtud de la redención obrada por el Señor, que murió y resucitó «para la salvación de todo el mundo», está ya de hecho presente de una manera eficaz en todo este mundo [...].

        Esto equivale a decir que, en ella, se hace audible y se vuelve visible lo que está presente «fuera de la Iglesia», allí donde hombres de buena voluntad se adhieren de hecho, personalmente, al ofrecimiento divino de la gracia y la hacen suya, aunque no de un modo reflexivo o temático.

        Precisamente en cuanto sacramento de salvación, ofrecido a todos los hombres, la Iglesia es el «sacramento del mundo»: es la esperanza no sólo para los que se han adherido a ella, sino que es, simplemente, la spes mundi, la esperanza para todo el mundo. En ella aparece plenamente y está presente, como en una profecía, el misterio de la salvación que Dios lleva a cabo a lo largo de toda la historia humana, y que en ella -gracias al dato imperecedero de la viviente profecía de la Iglesia- no cesará nunca de realizarse. Podríamos decir que la Iglesia es la manifestación de la salvación existencial del mundo; revela el mundo a sí mismo; le muestra al mundo lo que es y lo que aún puede llegar a ser en virtud del don de la gracia de Dios. Por eso la Iglesia espera no sólo por sí misma, sino por el mundo entero, a cuyo servicio está (E. Schillebeeckx, Cott-Kirche-Welt, Mainz 1970, vol. II).

 

12° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Job 38,1-8-11

1 El Señor respondió a Job desde la tormenta y dijo:

8 ¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía a borbotones del seno de la tierra,

9 cuando le puse las nubes por vestido y los nubarrones por pañales;

10 cuando le señalé un límite, le fijé puertas y cerrojos

11 y le dije: «No pasarás de aquí, aquí se romperá la soberbia de tus olas»?

 

**• En este breve fragmento, tomado del libro de Job, domina la imagen del mar: éste, en la antigüedad, era símbolo del enorme poder de la naturaleza, que suscitaba estupor e infundía terror cuando se desencadenaba; el mar era símbolo, por consiguiente, de un misterio profundo e impenetrable, aunque también de un mundo amenazador y destructivo.

Leído desde la perspectiva del evangelio de hoy (Jesús calmando la tempestad), este texto conduce a reconocer y a confesar el señorío de Dios sobre la naturaleza: Dios estaba presente cuando «salía a borbotones» el mar del «seno de la tierra» y le puso «nubarrones por pañales», del mismo modo que se protege a un niño sin defensas (vv. 8ss). Así Dios, ejerciendo su señorío, puede liberar al hombre del miedo que conduce a la idolatría (que implica sumisión) de las fuerzas naturales. El creyente puede invocar al Señor y abandonarse con confianza a su señorío protector: ésa es la actitud central que aparece en el evangelio, puesta asimismo de relieve por el salmo responsorial propuesto por la liturgia de hoy: «Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación» (Sal 106,6). De aquí brota también la oración agradecida: «Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres» (Sal 106,21).

Leído, en cambio, a partir de su contexto originario (el libro de Job), el pasaje pretende hacer reflexionar sobre el «sentido» del sufrimiento y del mal entre los hombres: ¿está Dios alejado y se muestra indiferente a los males de los hombres? La respuesta de Dios a Job orienta en la dirección contraria: Job, en cuanto criatura llena de límites, no puede pretender comprender el misterio del mal. Éste sigue siendo algo absurdo y un gran enigma para la razón del hombre. Pero esta misma conclusión remite también en otra dirección: el creyente no ha de esperar la posible respuesta de la «ciencia» del hombre, sino de la mirada religiosa. Los cristianos, en particular, han de buscar la respuesta en la muerte y resurrección -por tanto, en la vida- de Jesucristo.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 5,14-17

Hermanos:

14 nos apremia el amor de Cristo al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por consiguiente han muerto.

15 Y Cristo ha muerto por todos para que los que viven no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos.

16 Así que ahora no valoramos a nadie con criterios humanos. Y si en algún momento valoramos así a Cristo, ahora ya no.

17 De modo que si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo.

 

*+• Los cristianos buscan en Cristo y, precisamente, en el hecho de que «Cristo ha muerto por todos para que los que viven no vivan ya para ellos...» (v. 15), la respuesta al problema del «sufrimiento» y del «mal» en el mundo.

La lectura pone así de manifiesto la primera gran consecuencia del vivir sub specie aetemitatis (cf. el motivo dominante del domingo precedente): mantener fija la mirada en las «cosas eternas» nos libera, en primer lugar, del egoísmo. Vivir para Cristo, «para el que ha muerto y resucitado por todos» (v. 15), implica en los cristianos capacidad de entrega a los otros: sólo de este modo se puede difundir en el mundo la vida del Resucitado. Hay dos afirmaciones en la lectura que nos ayudan a comprender el sentido cristiano de esta «entrega» a los otros: la primera nos dice que «ahora no valoramos a nadie con criterios humanos» (v. 16), o sea, según la lógica y los intereses terrenos. Es menester cambiar de «mirada» y pasar de las relaciones instrumentales, guiadas por la consideración de los otros sólo como medios para nuestros fines, a unas relaciones basadas en el ser, en la acogida a los otros como valores, como personas que tienen una dignidad inalienable.

La segunda habla de ser «una nueva criatura» (v. 17): ésa es la novedad radical introducida en el mundo por la fe en Cristo resucitado. La fe es principio de renovación en el sentido de que nos compromete a cambiarnos ante todo a nosotros mismos para cambiar después también el mundo. La acogida del Evangelio, que nos hace «uno en Cristo», no nos aísla de los otros ni de los problemas cotidianos, sino que nos da unos ojos diferentes y valor para luchar contra el mal difundido a través del bien que queremos reemplazar.

 

Evangelio: Marcos 4,35-41

35 Aquel mismo día, al caer la tarde, les dijo: -Pasemos a la otra orilla.

36 Ellos dejaron a la gente y le llevaron en la barca, tal como estaba. Otras barcas le acompañaban.

37 Se levantó entonces una fuerte borrasca y las olas se abalanzaban sobre la barca, de suerte que la barca estaba ya a punto de hundirse.

38 Jesús estaba a popa, durmiendo sobre el cabezal, y le despertaron, diciéndole: -Maestro, ¿no te importa que perezcamos?

39 Él se levantó, increpó al viento y dijo al lago: -¡Cállate! ¡Enmudece!. El viento amainó y sobrevino una gran calma.

40 Y a ellos les dijo: -¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?

41 Ellos se llenaron de un gran temor y se decían unos a otros: -¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?

 

*•• El esquema literario del evangelio (semejante desde el punto de vista temático al fragmento de Job) parte de una situación de peligro (la tempestad), pasa a través de la invocación confiada de los discípulos asustados («Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» v. 38b) y concluye con la intervención «señorial» de Jesús sobre la naturaleza y con la doble pregunta sobre la fe: primero la de Jesús («¿Todavía no tenéis fe»: v. 40) y después la de los discípulos («¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?»: v. 41). La pregunta fundamental a la que conduce el relato es precisamente la última: ¿quién es Jesús?

El señorío de Jesús sobre las aguas que se agitan y muestran amenazadoras remite a buen seguro, en el lenguaje y en el simbolismo bíblico, a las aguas del éxodo, cuando Dios se reveló a su pueblo, a través de Moisés, como «liberador». En efecto, el evangelista Mateo, en su redacción del mismo episodio (Mt 8,25), recoge bien este paralelismo y emplea, a propósito de Jesús, el verbo «salvar»: Jesús se revela ahora como el verdadero «salvador». Marcos, sin embargo, deja en la penumbra esta conexión, para poner de relieve la «reacción » de los hombres: pone en el centro de la atención el tema de la fe. «¿Todavía no tenéis fe», pregunta Jesús a sus discípulos. Éstos se encuentran dominados aún por el miedo («¿Por qué sois tan cobardes?»: v. 40).

Es interesante señalar que parece haber en este texto una contradicción: Jesús pregunta a sus discípulos a propósito de su «fe» precisamente cuando se han dirigido a él aparentemente con fe («Maestro, ¿no te importa que perezcamos?»). La aparente contradicción desaparece en cuanto reflexionamos sobre aquello que mueve la «fe» de los discípulos: éstos piden una intervención «interesada»; lo que les mueve es la preocupación por su propia piel, están dominados todavía por el interés en obtener «algo». Así son también muchas de nuestras oraciones de petición, expresión de una fe todavía muy imperfecta que pide «milagros». Casi se diría que Jesús, en el texto de Marcos, impulsa a los discípulos de todos los tiempos a proceder a una purificación de su fe y de la imagen de Dios que la fundamenta: el Dios del verdadero creyente está más allá del mundo de los intereses terrenos y de sus «leyes» y, por consiguiente, no puede ser alcanzado sólo a partir de este mundo.

 

MEDITATIO

Dios no es el «tapagujeros» de nuestras necesidades, no es alguien que podamos utilizar para colmar nuestras insuficiencias. Es propio de una religiosidad primitiva e «infantil» pretender plegar a Dios a nuestras necesidades del momento. Es propio de la religiosidad «madura» «dejar que Dios sea Dios» (K. Barth).

Ciertamente, Dios es el señor de la naturaleza, en el sentido de que, para el creyente, Dios es el principio del que todo toma su origen, en el que todo vive y al que todo tiende. Dios es la fuente de sentido para todo lo que es. El poder del hombre sobre la naturaleza ha aumentado mucho en nuestros días: hoy conocemos muchas de sus «leyes», sabemos transformarla, aunque en parte aún escapa a nuestro control. El Dios de la fe ha sido «liberado» de la imagen de un simple garante del «orden natural». Con todo, esto no es suficiente para «dejar que Dios sea Dios». El punto de partida de todo itinerario de fe auténtica es una experiencia de apertura a la Trascendencia.

¿Qué es lo que eso significa? En una visión dualista del mundo, que ha imaginado a Dios y al mundo, el cielo y la tierra, como realidades opuestas en términos espaciales, Dios ha sido pensado sólo como «exterior» al mundo, ha sido colocado fuera y lejos de él. Una de las consecuencias de esta imagen de Dios ha sido impulsar al hombre a mostrarse con mayor frecuencia pasivo, o bien le ha impulsado a experimentar «miedo» frente a Dios y frente a los fenómenos de la naturaleza o incluso a pretender someterlo a sus propios deseos (magia).

Ahora bien, el misterio de la encarnación, según el cual el hombre Jesús de Nazaret se ha mostrado como el rostro visible del Dios invisible, ha abierto una perspectiva diferente: la trascendencia de Dios es algo cualitativamente «diferente» en el interior de nuestra cotidianidad mundana. No se trata de un «fuera» espacial, sino de la experiencia de la proximidad de Dios y, por consiguiente, de la posibilidad de la aparición de «algo nuevo» en la historia misma.

La experiencia de la resurrección de Jesús es la revelación de esta trascendencia: una experiencia que compromete también al hombre a construir un orden diferente de relaciones, liberadas de todo tipo de miedo, en el interior del propio mundo.

 

ORATIO

Padre, fuente de la vida y fin último de toda criatura, manifiéstanos tu rostro de bondad y libéranos de nuestros miedos. Concédenos una fe sólida incluso en los momentos de tempestad, a fin de que seamos capaces de poner nuestra confianza no en los medios del poder humano, sino en ti, que estás presente junto a nosotros.

Haznos verdaderos discípulos de Jesucristo, que nos ha revelado tu rostro de padre, y haz que estemos atentos a los signos de su camino continuo en nuestra historia.

Haz que sepamos reconocerle en el amor y en el testimonio de muchos hermanos. Envíanos tu Espíritu, para que nos asista en la tarea de discernir tu proyecto sobre nosotros, nos ayude a cumplir tu voluntad, a fin de construir con confianza y paciencia ese mundo nuevo que tú nos dejas entrever en la resurrección de Jesús.

 

CONTEMPLATIO

Estamos sometidos, pues, a las tempestades desencadenadas por el espíritu del mal, pero, como bravos marineros vigilantes, llamamos al piloto adormecido.

Ahora bien, también los pilotos se encuentran normalmente en peligro. ¿A qué piloto deberemos dirigirnos entonces? A aquel a quien no superan los vientos, sino que los manda, a aquel de quien está escrito: «Él se despertó, increpó al viento y a las olas». ¿Qué quiere decir que «se despertó»"? Quiere decir que descansaba, pero descansaba con su cuerpo, mientras que su espíritu estaba inmerso en el misterio de la divinidad. Pues bien, allí donde se encuentra la Sabiduría y la Palabra, no se hace nada sin la Palabra, no se hace nada sin la prudencia.

Has leído antes que Jesús había pasado la noche en oración: ¿de qué modo podía dormir ahora durante la tempestad? Este sueño revela la conciencia de su poder: todos tenían miedo, mientras que sólo él descansaba sin temor. No participa, por tanto, [únicamente] de nuestra naturaleza quien no está expuesto a los peligros. Aunque duerme su cuerpo, su divinidad vigila y actúa la fe.

Por eso dice: «¿Por qué habéis dudado, hombres de poca fe?». Se merecen el reproche, por haber tenido miedo aun estando junto a Cristo, siendo que nadie puede perecer si está unido a él. De este modo corrobora la fe y vuelve a hacer reinar la calma (Ambrosio, Comentario al evangelio de Lucas, VI, 40-43).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad, apaciéntalos y guíalos por siempre» (Sal 27,9).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La fe es estar cogidos por aquello que tiene que ver con nosotros de una manera incondicional. El hombre, como cualquier otro ser vivo, se encuentra turbado porque le preocupan muchas cosas, sobre todo por aquellas cosas que condicionan su vida, como el alimento y la casa. Y, a diferencia de los otros seres vivos, el hombre tiene también necesidades sociales y políticas.

Muchas de ellas son urgentes, algunas muy urgentes, y cada una de ellas puede estar relacionada con las cosas cotidianas de importancia esencial tanto para la vida de cada hombre particular como para la de una comunidad. Cuando esto sucede, se requiere la entrega total de aquel que responde afirmativamente a esta pretensión, y eso promete una realización total, aun cuando todas las otras exigencias debieran quedar sometidas a ella o abandonadas por amor a ella.

La fe, en cuanto estar cogidos por aquello que tiene que ver con nosotros de una manera incondicional, es un acto de toda la persona. Tiene lugar en el centro de la vida personal y abarca todas sus estructuras. La fe es el acto más profundo y más completo de todo el espíritu humano [...]. Tocias las funciones del hombre están reunidas en el acto de fe (P. Tillich, Wessen und Wandel des Glaubens, Francfort 1961, pp. 9.12 [edición española: La razón y la revelación, Ediciones Sígueme, Salamanca 1982]).

 

13° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Sabiduría 1,13-15; 2,23-24

1,13 Dios no ha hecho la muerte, ni se complace en el exterminio de los vivos.

14 Él lo creó todo para que subsistiese, y las criaturas del mundo son saludables; no hay en ellas veneno de muerte, ni el imperio del abismo reina sobre la tierra.

15 Porque la justicia es inmortal.

2,23 Dios creó al hombre para la inmortalidad, y lo hizo a imagen de su propio ser;

24 mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y tienen que sufrirla los que le pertenecen.

 

**• El contexto literario en el que se encuentran estos versículos es el típicamente sapiencial de la comparación entre el justo y el impío. En particular en el capítulo 2 describe el autor bíblico la actitud de los malvados de una manera maravillosa. Les hace hablar en primera persona, dejando que sus mismas «vanidades» les condenen: «Discurriendo equivocadamente, dicen: "Corta y triste es nuestra vida, no hay remedio para el hombre cuando llega su fin; de nadie sabemos que haya vuelto del abismo. Vinimos al mundo por obra del azar, y después será como si no hubiéramos existido"» (vv. lss).

Así pues, la existencia que no tendrá fin de la que se habla en la lectura de hoy (l,14ss: la vida con Dios que se contrapone a la muerte espiritual) es algo que depende directamente de la «justicia» del hombre, es decir, de su actitud hacia la vida entendida como don de Dios: el justo, o bien el sabio, es el que se reconoce como criatura salida de las manos del Señor y necesita siempre de su ayuda, el que le «busca con corazón sincero» (1,1) y no razona de manera ambigua (cf. 1,3), buscando pretextos para hacer prevalecer su propia fuerza y su propio derecho sobre todo y sobre todos (cf. 2,10ss). Los que así piensan y actúan pertenecen al diablo (cf. v. 23), término con el que por vez primera en la Biblia se alude a la serpiente tentadora de Gn 3. El recurso a la imagen genesíaca proyecta el discurso sapiencial sobre el fondo de lo que fue en el origen, o bien forma parte constitutiva de la naturaleza humana, de la lucha entre la vida y la muerte que se desarrolla, en primer lugar, en el corazón de cada hombre.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 8,7.9.13-15

Hermanos:

7 Puesto que sobresalís en todo: en fe, en elocuencia, en ciencia, en toda clase de solicitud y hasta en el cariño que os profesamos, sed también los primeros en esta obra de caridad.

9 Pues ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza.

13 Y tampoco se trata de que, para alimentar a otros, vosotros paséis estrecheces, sino de que, según un principio de igualdad,

14 vuestra abundancia remedie en este momento su pobreza, para que un día su abundancia remedie vuestra pobreza. De este modo reinará la igualdad,

15 como dice la Escritura: A quien recogía mucho, no le sobraba, y al que recogía poco, no le faltaba.

 

**• Los capítulos 8 y 9 de la segunda carta a los Corintios están dedicados a desarrollar el motivo de la colecta en favor de los hermanos necesitados de la Iglesia de Jerusalén. Pablo alterna el estilo exhortativo, destinado a animar y estimular a los corintios para que lleven a cabo esta obra buena, con el demostrativo, que es el adecuado para fundamentar su petición en el ser mismo de Dios en Cristo Jesús.

De ahí que, en el interior de nuestro pasaje, resulte central la afirmación del v. 9, que hace las veces de motivo cristológico sobre el que reposa toda la argumentación: el acontecer terreno de Jesús enseña a cada cristiano que la vida es fruto del expolio de sí mismo y que la resurrección se da a través de la muerte. Ahora bien, los cristianos de la Iglesia de Corinto experimentan en propia persona la gracia de vida que nace de ese amor a los hermanos que no se alimenta sólo de palabras o de buenas intenciones (Pablo alude otras veces a la intención expresada por los corintios hace más de un año, pero que nunca se había llevado a cabo: cf. 8,10; 9,2-4), sino que se vuelve activo pasando a través de la renuncia a algo que pertenezca a nosotros mismos, un amor que obra a causa de la necesidad que ve en el hermano.

 

Evangelio: Marcos 5,21-43

En aquel tiempo,

21 al regresar Jesús, mucha gente se aglomeró junto a él a la orilla del lago.

22 Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies

23 y le suplicaba con insistencia, diciendo: -Mi niña está agonizando; ven a poner las manos sobre ella para que se cure y viva.

24 Jesús se fue con él. Mucha gente le seguía y le estrujaba.

25 Una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años

26 y que había sufrido mucho con los médicos y había gastado todo lo que tenía sin provecho alguno, yendo más bien a peor,

27 oyó hablar de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto.

28 Pues se decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, quedaré curada».

29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y sintió que estaba curada del mal.

30 Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se volvió en medio de la gente y preguntó: -¿Quién ha tocado mi ropa?

31 Sus discípulos le replicaron: -Ves que la gente te está estrujando ¿y preguntas quién te ha tocado?

32 Pero él miraba alrededor a ver si descubría a la que lo había hecho.

33 La mujer, entonces, asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le contó toda la verdad.

34 Jesús le dijo: -Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal.

35 Todavía estaba hablando cuando llegaron unos de casa del jefe de la sinagoga diciendo: -Tu hija ha muerto; no sigas molestando al Maestro.

36 Pero Jesús, que oyó la noticia, dijo al jefe de la sinagoga: -No temas; basta con que tengas fe.

37 Y sólo permitió que le acompañaran Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

38 Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y, al ver el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos,

39 entró y les dijo: -¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida.

40 Pero ellos se burlaban de él. Entonces Jesús echó fuera a todos, tomó consigo al padre de la niña, a la madre y a los que le acompañaban y entró donde estaba la niña.

41 La tomó de la mano y le dijo: -Talitha kum (que significa: Niña, a ti te hablo, levántate).

42 La niña se levantó al instante y echó a andar, pues tenía doce años. Ellos se quedaron atónitos.

43 Y él les insistió mucho en que nadie se enterase de aquello y les dijo que dieran de comer a la niña.

 

*+• El evangelio de hoy, tanto si se lee en la versión breve (vv. 21-24.35-43) como en la integral, se articula esencialmente en torno a los motivos de la salvación/ vida y de la fe. La situación inicial, en los dos casos que se narran, es la de una imposibilidad reconocida para salvar por parte de los hombres: tanto la niña como la mujer han sido tratadas inútilmente por la ciencia médica, hasta el punto de que la primera «está agonizando» y la segunda sólo ha conseguido empeorar. Para una persona razonable sólo queda una posibilidad: recurrir a Dios, que es el Señor de la vida, el Dios de los vivos (cf. 12,27).

En el caso de la mujer que llevaba enferma doce años, Jesús realiza una doble liberación. Por un lado, la curación física completa e inmediata y, al mismo tiempo, la liberación de un estado de subordinación social y religiosa en el que se encontraba obligada a vivir, dada su condición de mujer «impura», según la ley del Antiguo Testamento. La cosa tiene lugar en el mismo momento en el que Jesús plantea una pregunta que parece absurda: «¿Quién ha tocado mi ropa?» (v. 30), moviendo interiormente a la mujer a la que acaba de curar a salir al descubierto o bien a realizar un ulterior acto de fe en un Dios que no condena, que cura para dar la vida en plenitud. Así pues, la «fe que salva» (v. 34) no es sólo la que se manifiesta en el hecho de tocar el manto del Señor, sino también la que hace una abierta proclamación de la justicia de un Dios que socorre a los humildes y a los oprimidos, sea cual sea el nombre que la ley o la costumbre de los hombres les impone. Jesús ha restituido ahora a la mujer no sólo la salud, sino la dignidad de persona y la vuelve portadora de la verdad de Dios.

También la curación de la hija de Jairo se convierte en ocasión para la superación de una serie de obstáculos: la muerte, que se presenta en el camino de Jesús y sus discípulos hacia la casa del jefe de la sinagoga, y sobre todo la oposición de los que dicen: «Tu hija ha muerto; no sigas molestando al Maestro» (v. 35), que es como decir: «No hay nada que hacer...». Serán los mismos que celebren el funeral judío, con gran alboroto de flautas y lamentos, en torno al cuerpo de la niña, que para ellos ya es sólo un cuerpo de muerte. Frente a esta acendrada convicción (¿qué hay en este mundo más seguro que la muerte?), las palabras de Jesús aparecen como algo absurdo, como una trágica burla (cf. vv. 39ss), a menos que estemos dispuestos a confiar en él, como Jairo, a poner toda la confianza en su amor que no decepciona.

 

MEDITATIO

Las tres lecturas de hoy presentan como en un díptico la doble actitud del hombre frente a la revelación de Dios, una revelación que tiene que ver con la Vida, con la Vida que no pasa, plenitud de la comunión con él. El retrato de los necios/impíos hecho por los dos primeros capítulos del libro de la Sabiduría goza de una actualidad impresionante. En sus palabras se refleja plenamente la convicción de los que consideran la vida del hombre como algo absurdo, como algo que carece de todo sentido: «El hombre aparece echado en medio de la existencia como un par de dados. Todo en la vida parece obra de la casualidad: he sido elegido por casualidad, debo comportarme al azar, desapareceré al azar...» (G. Prezzolini). La vida no es otra cosa que un camino hacia la muerte, la única meta cierta de nuestro humano andar.

Las posibilidades frente al anuncio de que aquí no hay muerte, sino sólo un sueño que espera la resurrección, parecen ser también sólo dos en el Evangelio, y se manifiestan como dos movimientos opuestos (uno en dirección a la casa, para salvar; el otro es el de los que ¡Dientan bloquear la venida de Jesús): está la decisión del que tiene fe en la Palabra del Señor y es admitido a contemplar el milagro de la vida, y está el juicio del que considera esta Palabra como algo absurdo, quedándose a su vez prisionero de la muerte, de esa muerte para la que no hay resurrección.

En la carta de Pablo, el apóstol proyecta una luz nueva sobre el tema de la plena participación en la vida de Dios: el amor compartido en la solidaridad concreta es lo que nos permite participar en el don de la resurrección.

 

ORATIO

Oh Padre, reconocemos que tú has creado todo para la vida: has puesto en nosotros el germen divino de tu creación fecunda. A nosotros, los esposos, nos has concedido experimentarlo en el engendramiento de los hijos; a quienes se consagran a tu amor les has entregado la bendición para los pobres de la tierra; a los sacerdotes, el poder del cuerpo roto y de la sangre derramada de tu Hijo. Te pedimos hoy, Señor, que nos hagas una sola cosa en el amor, para que podamos alimentar en la mesa de la eucaristía todo lo que somos: nuestra mente, con el recuerdo de tu vida entregada en la cruz; nuestro corazón, dilatado por tu amor por cada hombre; nuestro cuerpo, consumido por la impaciencia de la caridad activa. Y, transformados de este modo, día tras día, a la medida de tu Hijo sacrificado, podremos saborear la bondad infinita de la vida.

 

CONTEMPLATIO

«¿Qué acuerdo puede haber entre Cristo y Beliar? ¿Qué relación entre el creyente y el incrédulo?» (2 Cor 6,15). Los mismos paganos, que tampoco creen en la resurrección, acaban por encontrar argumentos de consolación y dicen: «Soporta con coraje; no es posible eliminar cuanto ha sucedido, y con las lágrimas no ganas nada». Y tú, que escuchas palabras tanto más sublimes y consoladoras que éstas, ¿no te avergüenzas de comportarte de un modo más inconveniente que los paganos?

Nosotros no te exhortamos a soportar la muerte con firmeza, dado que ésta es inevitable e irremediable; al contrario, te decimos: «Ánimo, es absolutamente cierto que existe la resurrección: la niña duerme, no está muerta; reposa, no está perdida para siempre». Están dispuestas, efectivamente, para acogerla la resurrección, la vida eterna, la inmortalidad y la heredad misma de los ángeles. ¿No oyes el salmo que dice: «Alma mía, recobra la calma, que el Señor te ha agraciado » (Sal 116,7)? Llama Dios «gracia» a la muerte ¿y te lamentas? (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 31,2).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú cambiaste mi luto en danzas» (Sal 30,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si tuviera que vivir sesenta, setenta, noventa años como máximo, ¿de qué me aprovecharía? Cuando la vida es dura, ya es demasiado larga. Cuando es agradable, resulta demasiado corta. No he sido hecho para esto. Estoy hecho para la Vida, la Vida sin más ni menos. Y la vida no es la Vida si tiene que verse truncada un día. No, la Vida dura para siempre; de otro modo, no es la Vida. Justamente porque la muerte se ha infiltrado en mi cuerpo y tiende continuamente trampas a mi vida, ha decidido Dios venir él mismo entre nosotros para poner fin a esta intolerable injerencia en su obra, para hacer frente al asesino y eliminarlo de una vez por todas, en un implacable cuerpo a cuerpo [...]. Desde aquel día la muerte ya no es la muerte. Un perro puede morir, un árbol también, incluso una estrella. Pero el corazón del hombre no puede morir. Es imposible [...].

El embrión crece, alimentado de continuo por su madre. La sangre de Cristo alimenta en ti la Vida eterna, como afirma el sacerdote mientras introduce en el cáliz un fragmento de la hostia.

Así crece esta vida en ti por sí sola, como la semilla, sin que ni siquiera te des cuenta, con la sola condición de que sea continuamente alimentada. ¿Qué dice Jesús después de haber despertado a la pequeña de doce años y de haberla puesto en los brazos de su madre, que la creía muerta? «Dadle un pedazo de pan para comer». Es él mismo quien le da ese pedazo de pan para que morir sea sólo un dormirse. ¡Que ría también el mundo! ¿Acaso tiene un niño miedo de dormirse? ¿Es triste dormirse? (D. Ange, Le nozze di Dio dove il povero é re, Milán 1985, pp. 251 ss).

 

 

14° domingo del tiempo ordinario

 

 

LECTIO

Primera lectura: Ezequiel 2,2-5

En aquellos días,

2 el espíritu entró en mí, me hizo poner en pie y oí al que me hablaba.

3 Me dijo: -Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a ese pueblo rebelde, que se ha rebelado contra mí lo mismo que sus antepasados hasta el día de hoy.

4 Te envío a esos hijos obstinados y empedernidos.

5 Les hablarás de mi parte, te escuchen o no, pues son un pueblo rebelde, y sabrán que en medio de ellos hay un profeta.

 

*•• Se narra aquí la vocación ejemplar de un profeta. De Ezequiel sabemos que era «hijo de Buzí», sacerdote por nacimiento (1,1), pero la voz de Dios le llama aquí «hijo de 'adam»; ya no le llama sacerdote, sino simplemente «hombre», es decir, «hecho de tierra» (íadamah, «tierra» en hebreo), frágil, mortal. Sobre este hombre se derrama el Espíritu de Dios, que viene a poner de pie al que estaba postrado en tierra, confiriéndole el poder divino (dynamis en el Nuevo Testamento) para proclamar la Palabra de manera eficaz. A la acción de Dios corresponde, por parte de Ezequiel, permanecer a la escucha: a la Palabra le corresponde la escucha.

De repente, la misión del profeta aparece como algo extremadamente difícil, como algo que cuesta: es una misión que tiene que ver con el «endurecimiento del corazón», con la obstinación de unos hijos que se han rebelado contra su Padre, una rebelión que se manifiesta en el «no escuchar» (v. 5). Ni siquiera la Palabra y el poder del Espíritu pueden constreñir la libertad del hombre para acoger la revelación de Dios. El profeta se levanta entonces, solitario, como signo de contradicción, como piedra de tropiezo para los que corren hacia su propia ruina.

 

Segunda lectura: 2 Corintios 12,7-10

Hermanos:

7 Precisamente para que no me sobreestime a causa de tan sublimes revelaciones, tengo un aguijón clavado en mi carne, un agente de Satanás encargado de abofetearme para que no me enorgullezca.

8 He rogado tres veces al Señor para que apartase esto de mí,

9 y otras tantas me ha dicho: «Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad». Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo.

10 Y me complazco en soportar por Cristo flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil es cuando soy fuerte.

 

**• Tras haber recordado a sus amados corintios (que, sin embargo, causan tantos sufrimientos al apóstol) la sublimidad de las revelaciones recibidas, y a fin de demostrar que su misión procede verdaderamente de Dios, Pablo se muestra ahora con toda su humana debilidad; más aún, «presume» de ella, del mismo modo que en otra ocasión había presumido de la cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1,17-31). Al final de la carta tenemos la demostración de que Pablo entiende su propia debilidad exactamente siguiendo el modelo de la debilidad del Señor: «Es verdad que se dejó crucificar en su débil naturaleza humana, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Así también nosotros, que compartimos con él su debilidad, compartiremos con él su poderosa vida divina a la hora de enfrentarme con vosotros» (2 Cor 13,4).

Del mismo modo que la cruz produce escándalo, también la fragilidad humana del apóstol (descrita en forma de persecuciones, insultos, divisiones en la comunidad, enfermedad, angustia) puede provocar una reacción de desconfianza y de miedo en los corintios, pero eso es precisamente el signo inconfundible de que su misión apostólica es de Dios, dado que lleva consigo la marca inconfundible de la cruz.

 

Evangelio: Marcos 6,1-6

En aquel tiempo,

1 salió Jesús de allí y fue a su pueblo, acompañado de sus discípulos.

2 Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La muchedumbre que lo escuchaba estaba admirada y decía: -¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por él?

3 ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿No están sus hermanas aquí entre nosotros? Y los tenía desconcertados.

4 Jesús les dijo: -Un profeta sólo es despreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.

5 Y no pudo hacer allí ningún milagro. Tan sólo curó a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.

6 Y estaba sorprendido de su falta de fe. Jesús recorría las aldeas del contorno enseñando.

 

**• El episodio desarrollado en la sinagoga de Nazaret, situado al final del primer ciclo de milagros del evangelio de Marcos, representa el rechazo de Israel respecto a la revelación de Dios en Jesús. Aquí no se entiende propiamente por «Israel» el nombre de un pueblo, sino los que son más íntimos a Jesús, la gente de su tierra, de su casa.

La escena se desarrolla en el camino de regreso de la casa de Jairo, en el pueblo de Nazaret (tan pequeño e insignificante que ni siquiera aparece nombrado en el Antiguo Testamento), a donde sabemos que había llegado la noticia de los prodigios (dynámeis) realizados por él en toda la Galilea (cf. v. 2).

La primera reacción, después de haber escuchado su Palabra autorizada, es la de «admiración», una señal del evangelista para indicar el carácter de revelación de la predicación de Jesús. Las cinco preguntas que siguen indican, sin embargo, la duda de sus hermanos y conocidos: el problema tiene que ver, esencialmente, con el origen de Jesús («¿De dónde...»), lo que equivale a decir que el conocimiento directo de su ambiente familiar les impide reconocer en él al enviado de Dios. Jesús sigue siendo para ellos únicamente «el carpintero» del pueblo, el «hijo de María». La imposibilidad de hacer milagros en la que se encuentra Jesús pretende significar que la incredulidad, en cuanto rechazo de la oferta salvífica de Dios, impide la manifestación de cualquier acontecimiento de salvación. Frente a ese rechazo, Jesús «estaba sorprendido» (única vez en Marcos), y toma sus distancias respecto a ellos, declara su «no-connivencia» con su falta de fe, para mostrar el contraste radical entre el plano de la salvación de Dios y la incredulidad de los hombres.

Lo que provoca el escándalo es la pretensión del hombre-Jesús de situarse como lugar de la revelación de Dios, escándalo que alcanzará su punto más elevado en la muerte del Hijo de Dios en la cruz.

 

MEDITATIO

El escándalo, o el «endurecimiento del corazón» (cf. Ez 2,4), la incredulidad de quien ha sido llamado a contemplar la revelación de Dios, constituye el hilo conductor de las perícopas bíblicas que acabamos de leer.

Está provocado esencialmente por la manifestación del poder de Dios en una forma frágil, débil: el profeta es rechazado por sus hermanos por ser también un simple 'adam; no se da crédito al apóstol porque se presenta de un modo completamente ordinario, casi sumiso. En el centro se encuentra el hombre-Jesús, capaz de dar un sentido definitivo a la historia de todos los pobres de la tierra, con su reafirmación de la necesidad de la lógica de la cruz. Ésta es necesaria porque ha sido querida por Dios, porque le ha complacido manifestarse así: en el devenir de un pueblo situado en un ínfimo rincón de la tierra y de la historia, en la pobre casa de una muchachita de un oscuro pueblo de Galilea, a través de la ejecución de una condena a muerte en un lívido día de abril, sobre el Gólgota.

En esta historia, casi loca, se produce siempre, no obstante, el mismo milagro: el 'adam es levantado de la tierra, el Espíritu se manifiesta en la acción irresistible del gesto y de la palabra de un hombre cualquiera, el sepulcro no se queda cerrado y habitado por la Muerte, sino que se abre de par en par para dejar salir la Vida para siempre. Así obra Dios, porque está decidido a salvar al hombre: a todo hombre, a todo el hombre.

 

ORATIO

Oh Padre, queremos darte gracias por habernos hecho precisamente así: criaturas frágiles y mortales, pero salidas de tus manos y portadoras de tu impronta. Frente a la Palabra que llama «bienaventurados» a quienes no se escandalizan de ti y de tu Hijo, te entregamos todas nuestras dudas, nuestra incredulidad, los miedos líenle a la manifestación de nuestra debilidad, que nos recuerda a renglón seguido que estamos hechos de tierra, aunque nuestro deseo sea infinito.

No queremos encontrarnos entre los que no han podido contemplar tus maravillas por estar demasiado replegados examinando nuestra propia humanidad, considerando nuestros propios límites y los de los otros: líbranos del miedo al hombre. Entréganos tu mirada de Padre y de Madre que ha engendrado su espléndida criatura, tu mirada tranquilizadora y fraterna de Salvador, solidaria con nosotros por obra del Espíritu, para acoger, en este mismo amor de perdón y compasión, a nosotros mismos y a cada hombre y mujer como inestimable don tuyo.

 

CONTEMPLATIO

Tienes arriba el Cristo dadivoso, tienes abajo el Cristo menesteroso. Aquí es pobre y está en los pobres. El ser aquí pobre Cristo no lo decimos nosotros; lo dijo él mismo: «Tuve hambre, tuve sed, estaba desnudo, carecí de hogar, estuve preso». Y a unos les dijo: «Me socorristeis»; a otros: «No me socorristeis». Queda probado ser pobre Cristo; que sea rico ¿lo ignora alguien? Este mismo trocar el agua en vino habla de su riqueza, pues si es rico quien tiene vino, ¿cuan rico no ha de ser quien hace el vino? Luego Cristo es a la vez rico y pobre: cuanto Dios, rico; cuanto hombre, pobre. Cierto, ese Hombre subió ya rico al cielo, donde se halla sentado a la diestra del Padre, mas aquí, entre nosotros, todavía padece hambre, sed y desnudez (Agustín, Homilía 123).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tu poder, Señor, se manifiesta plenamente en mi debilidad».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Quién es más frágil de los dos? ¿El que recibo en la comunión? [...] ¿El pequeño ser al que querían degollar para quitarlo de en medio, sin ninguna protección que no fuera la de María y la de José y, en la eucaristía, la de la Iglesia? Cuando encuentres a un emigrante, ¿sentirás deseos de entrar en comunicación con él o le tendrás miedo?

¿El que recibo en la comunión? [...] ¿El que carece de morada fija y para el que hasta una piedra hubiera sido una blanda almohada, que te pide alimento y cobijo en la eucaristía? ¿Por qué no invitas a tu casa a esta o aquella familia de gitanos a la que se hace acampar desde hace ya mucho tiempo detrás de la empalizada? ¡O es que tienes miedo? [...].

¿El que recibo en la comunión? ¿Un hombre que en la cruz no puede mover ni siquiera un dedo, que casi no puede hablar, que respira con esfuerzos sobrehumanos, herido por la misma impotencia como en la eucaristía? ¿Y tú? ¿Amas a este hombre ante un poliomielítico? ¿O le tendrás miedo?

Pero si es a él a quien amas, no tendrás miedo de nada. Te atreverás a decirle: «Jesús, en su santa eucaristía, es más pobre que tú, más impotente que tú» (D. Ange, Le nozze di Dio aove ¡I povero é re, Milán 1985, pp. 241 ss).

 

 

15º domingo del tiempo ordinario

 

 

LECTIO

Primera lectura: Amos 7,12-15

En aquellos días,

12 el sacerdote de Betel Amasias dijo a Amos: -Vete, vidente, márchate a Judá; gánate la vida profetizando allí.

13 Pero no sigas profetizando en Betel, porque es el santuario real y el templo del Reino.

14 Amos le respondió: -Yo no soy un profeta profesional. Yo cuidaba bueyes y cultivaba higueras.

15 Pero el Señor me agarró y me hizo dejar el rebaño diciendo: «Ve a profetizar a mi pueblo, Israel».

 

*» El fragmento litúrgico, tomado del libro de Amos, proyecta un rayo de luz sobre la vocación del profeta, en el contexto de su conflicto con Amasias, sacerdote del Reino del Norte. Amos, pequeño propietario de tierras y de ganado en un pueblo cercano a Jerusalén (v. 14; cf. 1,1), dejó su propio trabajo y su propia tierra para irse a anunciar la Palabra de YHWH en el norte, en el Reino de Israel, precisamente junto al santuario cismático de Betel (7,10).

La palabra que Dios le confía denuncia las graves injusticias que se estaban perpetrando durante el reinado de Jeroboán en perjuicio de los más pobres: la riqueza y el bienestar de los que gozaban algunos eran fruto de la explotación de muchos.

La amenaza de la destrucción de la casa real anunciada por Amos (cf. 7,9.11) provoca que sea deferido ante el rey por parte del profeta oficial Amasias, que invita firmemente al profeta a que vuelva a su territorio.

En Betel, Amos es un extranjero indeseado porque su palabra pone en peligro las instituciones del Reino. Ésa es la razón de que sea expulsado (v. 13).

El profeta se marcha de allí, pero no antes de haber afirmado con vigor el origen divino de su propia actividad profética: él no es profeta ni por descendencia ni por necesidad económica, sino sólo a causa de la llamada recibida de Dios (v. 15), cuyo mandato sigue fielmente con fuerza y claridad.

 

Segunda lectura: Efesios 1,3-14

3 Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales.

4 Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor,

5 Él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo,

6 para que la gracia que derramó sobre nosotros, por medio de su Hijo querido, se convierta en himno de alabanza a su gloria.

7 Con su muerte, el Hijo nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados, en virtud de la riqueza de gracia

8 que Dios derramó abundantemente sobre nosotros en un alarde de sabiduría e inteligencia.

9 Él nos ha dado a conocer sus planes más secretos, los que había decidido realizar en Cristo,

10 llevando la historia a su plenitud al constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra.

11 En ese mismo Cristo también nosotros hemos sido elegidos y destinados de antemano, según el designio de quien todo lo hace conforme al deseo de su voluntad.

12 Así nosotros, los que tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, seremos un himno de alabanza a su gloria.

13 Y vosotros también, los que acogisteis la Palabra de la verdad, que es la Buena Noticia que os salva, al creer en Cristo habéis sido sellados por él con el Espíritu Santo prometido,

14 prenda de nuestra herencia, para la redención del pueblo de Dios y para ser un himno de alabanza a su gloria.

 

**• El grandioso himno de bendición que abre la carta a los Efesios celebra el misterio que Dios Padre ha manifestado en Jesucristo: el proyecto salvífico del que todos los hombres están llamados a beneficiarse. La alabanza de la gloria de Dios, que, como un estribillo, marca el ritmo de la celebración (vv. 6b. 12a. 14c), es el objetivo al que tiende toda la obra. Jesucristo es el arquetipo y el artífice del plan eterno de Dios. Todo tiene lugar en él y por medio de él: el don gratuito de la elección y de la adopción filial (vv. 4-6), la redención llevada a cabo a través del perdón de los pecados (v. 7), la revelación de la sabia voluntad de Dios y su actuación en la plenitud de los tiempos (vv. 8-10).

Este proyecto, impensable para la antigua alianza, implica a todos los hombres: tanto a los cristianos procedentes del judaísmo como a los cristianos procedentes del paganismo. Ambos grupos se han convertido, por libre decisión divina, en propiedad de Dios, y están llamados a compartir su vida eterna en los cielos. Pablo, imitando la práctica litúrgica bautismal, recuerda los pasos por los que se accede a esa riqueza de vida: escucha del anuncio del Evangelio, adhesión de fe, recepción del Espíritu Santo, que, a modo de «sello», garantiza y acredita la pertenencia a Cristo (vv. 11-13).

De este modo, los creyentes se encuentran insertados en una realidad dinámica, no estática: Dios tomará la plena posesión del cristiano sólo cuando llegue el momento de su plena manifestación. La vida del creyente en Cristo está ahora en continuo devenir: en ella se va realizando de una manera progresiva la liberación llevada a cabo por Jesús, a quien ya pertenece el cristiano en virtud de los sacramentos.

 

Evangelio: Marcos 6,7-13

En aquel tiempo,

7 Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos.

8 Les ordenó que no tomaran nada para el camino, excepto un bastón. Ni pan, ni zurrón, ni dinero en la faja.

9 Que calzaran sandalias, pero que no llevaran dos túnicas.

10 Les dijo además: -Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis de aquel lugar.

11 Si en algún sitio no os reciben ni os escuchan, salid de allí y sacudid el polvo de la planta de vuestros pies, como testimonio contra ellos.

12 Ellos marcharon y predicaban la conversión.

13 Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

 

*• Tras la resistencia que había encontrado en Nazaret a causa de la incredulidad de sus habitantes, prosigue Jesús su actividad de anunciador del Reino de Dios (cf. Me 1,15); más aún, la prolonga asociando también a los Doce a esta misión. El evangelista ya había señalado que, entre los discípulos, Jesús «designó entonces a doce, a los que llamó apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios» (3,14-15).

Éste es el segundo aspecto de la vida del discípulo: el de misionero, que ahora cuenta Marcos. Es Jesús quien toma la iniciativa y quien dicta las condiciones en que deben desarrollar la misión. Hace partícipes a los enviados de su mismo poder para que prosigan su obra. Ésta consiste, esencialmente, en anunciar el alegre mensaje (el Reino de Dios está presente y es urgente convertirse), en luchar contra el maligno, en realizar curaciones como signos probatorios de la Palabra proclamada y como primicias del mismo Reino (vv. 7 y 12ss).

La sobriedad que caracteriza el estilo de vida del misionero en el vestido y en el alimento forma parte integrante del anuncio (vv. 8ss): proclama la confianza en la Palabra que le ha enviado, cuyo valor está por encima de cualquier tipo de riqueza. A ella debe consagrarse enteramente el misionero, y es algo que debe ser evidente a simple vista. Esta misma Palabra hará que encuentren hostilidad y rechazo: lo mismo le sucedió al Maestro (cf. 6,1-6a) y a su precursor (cf. 6,17-28).

Por otra parte, Jesús envía a los discípulos confiándoles el cumplimiento de una misión, sin garantizar su éxito inmediato. El compañero que tiene cada uno (v. 7b) se convierte al mismo tiempo en garante de la verdad del anuncio y apoyo en las dificultades.

 

MEDITATIO

Se es misionero por mandato del Señor, y se trata de un mandato dirigido no sólo a algunos, sino a todos los bautizados. Cuando se habla de misión se piensa fácilmente en tierras lejanas, en los pueblos llamados «subdesarrollados»... Se piensa en los que, con sacrificio, ponen en peligro sus vidas para anunciar el Evangelio a quienes todavía no lo conocen. En verdad todo esto es misión. Pero el riesgo consiste en pensar que eso se dirige a otros, no a mí, eludiendo así con ello mi responsabilidad respecto a una llamada, la que me invita a ser «en Cristo» y «de Cristo» y provoca a la respuesta coherente de la vida. Y es que el cristiano es misionero por naturaleza. La iniciativa es de Dios. Siempre. Y en Jesús me ha dado también el ejemplo.

La misión que me confía es la de proseguir, allí donde me encuentre, lo que él mismo hizo, dando testimonio de él sin oropeles, sin superestructuras, sin máscaras, de suerte que quien me vea pueda comprender algo de él y de su amor. No hay sitio ni para lo «privado » ni para el protagonismo. El bautismo me ha convertido en un miembro del cuerpo de Cristo, en hijo del Padre. Por obra del Espíritu Santo, corre en mis venas la misma vida divina. ¿Cómo puedo ser auténtico, cómo puedo saborear la vida en plenitud, sino entrando activamente en el dinamismo de esta vida que es difusiva? ¿Cómo, sino abriéndome al don del testimonio

 

ORATIO

Hoy, Señor, me resulta fatigoso acoger la Palabra que me diriges: me estás diciendo que salga de mi pequeño mundo, me estás repitiendo que estar contigo no es una cuestión privada e intimista, sino camino, riesgo, apertura, comunicación, conflicto, encuentro.

Porque éstas son las consecuencias del amor con el que desde siempre me has amado y del que me has hecho testigo.

Si me miro a mí mismo y a mis fatigas, me espanto y te pido perdón por las flaquezas de mi respuesta a tu llamada. Si miro hacia ti, te bendigo, Señor, porque en tu grandioso proyecto de salvación has querido contar también conmigo. ¡A ti gloria y alabanza, oh Dios mío!

 

CONTEMPLATIO

No anunciamos nuestra gloria, de suerte que nadie puede decir que evangelizamos en provecho nuestro. Anunciamos a Jesús, nuestro Señor, sometiéndonos a su poder y majestad.

[El apóstol Pablo] afirma que él es tan siervo de Cristo que por orden suya atestigua ser siervo de ésos en la predicación. Así, se encuentra sometido en el ministerio del Evangelio para utilidad de ésos. No predicaba el Evangelio para gloria suya, sino para gloria de Cristo, el Señor, a quien obedece y sirve, como dice también el mismo Señor: « Yo estoy en medio de vosotros no para ser servido, sino para servir». Pablo no sirve por mérito de aquellos a quienes sirve, sino por mandato del Señor (Ambrosiaster, Commento alia seconda lettera ai Corinzi, Roma 1989, pp. 55ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Bendito seas, Padre, por habernos querido hijos tuyos» (cf. Ef 1,3.5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El mensaje y la actividad de los mensajeros no se distinguen en nada de la de Jesucristo. Han participado de su poder. Jesús ordena la predicación de la cercanía del Reino de los Cielos y dispone las señales que confirmarán este mensaje. Jesús manda curar a los heridos, limpiar a los leprosos, resucitar a los muertos, expulsar los demonios. La predicación se convierte en acontecimiento, y el acontecimiento da testimonio de la predicación.

Reino de Dios, Jesucristo, perdón de los pecados, justificación del pecador por la fe, todo esto no significa sino aniquilamiento del poder diabólico, curación, resurrección de los muertos. La Palabra del Dios todopoderoso es acción, suceso, milagro. El único Cristo marcha en sus doce mensajeros a través del país y hace su obra. La gracia real que se ha concedido a los discípulos es la Palabra creadora y redentora de Dios.

        Puesto que la misión y la fuerza de los mensajeros sólo radican en la Palabra de Jesús, no debe observarse en ellos nada que oscurezca o reste crédito a la misión regia. Con su grandiosa pobreza, los mensajeros deben dar testimonio de la riqueza de su Señor. Lo que han recibido de Jesús no constituye algo propio con lo que pueden ganarse otros beneficios. «Gratuitamente lo habéis recibido». Ser mensajeros de Jesús no proporciona ningún derecho personal, ningún fundamento de honra o poder. Aunque el mensajero libre de Jesús se haya convertido en párroco, esto no cambia las cosas. Los derechos de un hombre de estudios, las reivindicaciones de una clase social, no tienen valor para el que se ha convertido en mensajero de Jesús. «Gratuitamente lo habéis recibido». ¿No fue sólo el llamamiento de Jesús el que nos atrajo a su servicio sin que nosotros lo mereciéramos? «Dadlo gratuitamente». Dejad claro que con toda la riqueza que habéis recibido no buscáis nada para  vosotros mismos, ni posesiones, ni apariencia, ni reconocimiento, ni siquiera que os den las gracias. Además, ¿cómo podríais exigirlo? Toda la honra que recaiga sobre nosotros se la robamos al que en verdad le pertenece, al Señor que nos ha enviado. La libertad de los mensajeros de Jesús debe mostrarse en su pobreza.

El que Marcos y Lucas se diferencien de Mateo en la enumeración de las cosas que están prohibidas o permitidas llevar a los discípulos no permite sacar distintas conclusiones.

Jesús manda pobreza a los que parten confiados en el poder pleno de su Palabra. Conviene no olvidar que aquí se trata de un precepto. Las cosas que deben poseer los discípulos son reguladas hasta lo más concreto. No deben presentarse como mendigos, con los trajes destrozados, ni ser unos parásitos que constituyan una carga para los demás. Pero deben andar con el vestido de la pobreza. Deben tener tan pocas cosas como el que marcha por el campo y está cierto de que al anochecer encontrará una casa amiga, donde le proporcionarán techo y el alimento necesario.

Naturalmente, esta confianza no deben ponerla en los hombres, sino en el que los ha enviado y en el Padre celestial, que cuidará de ellos. De este modo conseguirán hacer digno de crédito el mensaje que predican sobre la inminencia del dominio de Dios en la tierra. Con la misma libertad con que realizan su servicio deben aceptar también el aposento y la comida, no como un pan que se mendiga, sino como el alimento que merece un obrero. Jesús llama «obreros» a sus apóstoles. El perezoso no merece ser alimentado. Pero ¿qué es el trabajo sino la lucha contra el poderío de Satanás, la lucha por conquistar los corazones de los hombres, la renuncia a la propia gloria, a los bienes y alegrías del mundo, para poder servir con amor a los pobres, los maltratados y los miserables? Dios mismo ha trabajado y se ha cansado con los hombres (Is 43, 24), el alma de Jesús trabajó hasta la muerte en la cruz por nuestra salvación (Is 53,11).

Los mensajeros participan de este trabajo en la predicación, en la superación de Satanás y en ¡a oración suplicante. Quien no acepta este trabajo, no ha comprendido aún el servicio del mensajero fiel de Jesús. Pueden aceptar sin avergonzarse la recompensa diaria de su trabajo, pero también sin avergonzarse deben permanecer pobres, por amor a su servicio (D. Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Sígueme, Salamanca 1999, pp. 136-138).

 

16° domingo del tiempo ordinario

 

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 23,1-6

1 ¡Ay de los pastores que extravían y dispersan el rebaño de mi pasto! Oráculo del Señor.

2 Por eso, así dice el Señor, Dios de Israel, contra los pastores que pastorean a mi pueblo: Vosotros habéis dispersado mi rebaño, lo habéis ahuyentado sin ocuparos de él. Pero yo me voy a ocupar ahora de vosotros, oráculo del Señor, y castigaré vuestras malas acciones.

3 Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas de todos los países por donde las dispersé y las traeré a sus praderas, donde crecerán y se multiplicarán.

4 Pondré sobre ellas pastores que las apacentarán; no temerán ni se amedrentarán, ni volverá a faltar ninguna. Oráculo del Señor.

5 He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo suscitaré a David un descendiente legítimo, que reinará con sabiduría, que practicará el derecho y la justicia en esta tierra.

6 En sus días se salvará Judá, e Israel vivirá en paz. Y le llamarán así: «El Señor, nuestra salvación».

 

**• El presente oráculo forma parte de una colección de denuncias y amenazas dirigidas a los últimos reyes de Juda (cf. Jr 21ss) y a los falsos profetas (cf. Jr 23,9-40).

Tanto el rey como sus ministros, a quienes incumbía el deber de guiar al pueblo y ayudarle a vivir en fidelidad a la alianza, se han desinteresado de las personas a ellos confiadas, las han hecho alejarse, desorientándolas, y, en consecuencia, les han causado la muerte.

Esas acciones malvadas no quedarán sin castigo, declara Jeremías (vv. 1). De ahí que el profeta anuncie un cambio radical de situación: YHWH mismo asumirá la guía del pueblo. Lo reunirá y le dará seguridad y tranquilidad, que son las condiciones para su desarrollo (v. 3); pondrá a su cabeza a quien lo cuide y lo protegerá de las insidias (v. 4).

El oráculo se abre, por consiguiente, a perspectivas mesiánicas, con la presentación del personaje indicado como «descendiente de David», un soberano cuya suprema sabiduría y justicia constituyen los atributos principales del descendiente davídico vaticinado (cf. Is 9,5ss) y esperado como verdadero rey del pueblo reunido (cf. Ez 37,15-28).

La salvación que se llevará a cabo por su mediación está compendiada en el nombre con el que será aclamado: «El Señor, nuestra salvación» (vv. 5ss). Por tanto, pondrá en práctica la salvación de Dios o bien obrará de manera conforme a su voluntad.

 

Segunda lectura: Efesios 2,13-18

Hermanos:

13 Ahora, en cambio, por Cristo Jesús y gracias a su muerte, los que antes estabais lejos os habéis acercado.

14 Porque Cristo es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de enemistad que los separaba.

15 Él ha anulado en su propia carne la ley, con sus preceptos y sus normas. Él ha creado en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad, restableciendo la paz.

16 Él ha reconciliado a los dos pueblos con Dios, uniéndolos en un solo cuerpo por medio de la cruz y destruyendo la enemistad.

17 Su venida ha traído la buena noticia de la paz: paz para vosotros, los que estabais lejos, y paz también para los que estaban cerca,

18 porque gracias a él unos y otros, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre.

 

**• El apóstol Pablo, tras haber hablado del designio salvífico establecido por el Padre en Cristo (cf. Ef 1,3-14), invita a los destinatarios de la carta -cristianos procedentes del paganismo- a que tomen conciencia de que también ellos están llamados a participar en él, y eso por puro don de Dios (cf. 2,4-5.8). Por tanto, les exhorta a recordar su situación inicial (2,1 lss) y, siendo conscientes de lo que les ha acaecido (2,13-18: el fragmento de hoy), a que caigan en la cuenta de su nueva condición (2,19-22).

El fragmento litúrgico de hoy presenta precisamente la consecuencia del acontecimiento salvífico para los creyentes: la muerte de Jesús les ha permitido acercarse a Dios (v. 13), de quien estaban alejados, dado que por ser paganos no le conocían (cf. v. 12). Éste es el acontecimiento fundamental, gracias al cual judíos y paganos, separados de hecho por la mentalidad y por el culto, excluyéndose recíprocamente y desconfiando los unos de los otros, se han convertido en un solo pueblo por ser miembros del único cuerpo de Cristo, prototipo de la humanidad nueva (v. 14). Jesús, con su encarnación-muerte-glorificación, ha reconciliado a todos con el Padre, ha eliminado la pesada casuística de la ley judía que señalaba la línea de aislamiento de los judíos con respecto a todos los demás pueblos, ha proclamado a todos la paz, la plenitud de todo bien que es él mismo, y lo puede gozar todo el que acoja su don (vv. 15-17).

Judíos y paganos, no ya divididos, sino formando parte del mismo pueblo de Dios que es la Iglesia, han accedido al Padre y están animados por el único y misino Espíritu (v. 18).

 

Evangelio: Marcos 6,30-34

En aquel tiempo,

30 los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.

31 Él les dijo: -Venid vosotros solos a un lugar solitario, para descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no tenían ni tiempo para comer.

32 Se fueron en la barca, ellos solos, a un lugar despoblado.

33 Pero los vieron marchar y muchos los reconocieron y corrieron allá, a pie, de todos los pueblos, llegando incluso antes que ellos.

34 Al desembarcar, vio Jesús un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.

 

**• De vuelta de la misión, los discípulos se reúnen en torno a Jesús y le informan sobre la actividad que han desarrollado. A ejemplo suyo han realizado obras (curaciones, exorcismos) y han enseñado (v. 30). La invitación que les dirige Jesús a retirarse a un lugar solitario,  alejado de la muchedumbre, calca las retiradas nocturnas del Maestro después de sus intensas jornadas (cf. Me 1,35), pero introduce asimismo el contexto del episodio que viene a continuación: la multiplicación de los panes (6,35-44). La muchedumbre llega incluso antes que la barca de los discípulos a la orilla a donde se dirigía y se presenta a la mirada de Jesús como un rebaño perdido por carecer de pastor (v. 34a).

Esta imagen, que ya es clásica en la Biblia para designar al pueblo de Dios, sugiere que él, Jesús, es el verdadero pastor: él es quien asume directamente la guía del rebaño descuidado por los que estaban encargados de apacentarlo. Su conmoción es la misma de YHWH, bueno y piadoso (Ex 34,6), cuyas vísceras se estremecen de ternura por Israel. Jesús es guía del pueblo antes que nada por la Palabra que introduce en la comprensión del misterio del Reino: «Se puso a enseñarles muchas cosas» (v. 34b).

 

MEDITATIO

En nuestro tiempo rechazamos, como si de una esclavitud se tratara, la adhesión a la Verdad revelada, pero estamos dispuestos a hacernos servidores del «mito» de turno. Sentimos como algo opresivo la obediencia a la autoridad, pero nos hacemos servilmente súbditos del líder de moda. Invocamos la libertad individual y a continuación, paradójicamente, no conseguimos vivir sin formar parte de un rebaño. ¿Qué es lo que persiguen estos líderes en realidad? ¿A favor de quién juega su situación de preeminencia?

Es preciso que nos lo preguntemos para no acabar dispersados, desbandados, explotados, instrumentalizados, sometidos al deseo personal de poder de alguien.

Hoy como ayer, el verdadero ejercicio del poder es servicio, y quien lo posee es guía auténtico para los otros, en la medida en que está dispuesto a dar la vida por ellos, a «padecer-con» ellos.

 

ORATIO

Hoy te pido, Señor, por los poderosos de este mundo, por los hombres de gobierno, por todos los que con títulos distintos tienen la responsabilidad de guiar a otras personas. Ayúdales a vivir su tarea como servicio a los demás: que no les engañen con discursos demagógicos, que no les decepcionen con promesas imposibles de cumplir, que no les exploten haciéndoles creer que obran por el bien de todos.

Concédeles tu Espíritu para que aprendan de ti el respeto, la atención, la participación en las verdaderas necesidades de la gente.

Ayuda también a los que no están comprometidos a plena jornada en una tarea directa, política o social, a no quedarse tranquilos, a no asumir actitudes de delegación pasiva, sino a brindar su propia contribución competente y solidaria.

 

CONTEMPLATIO

Yo soy el buen Pastor. Es evidente que el oficio de pastor compete a Cristo, pues, de la misma manera que el rebaño es guiado y alimentado por el pastor, así Cristo alimenta a los fieles espiritualmente y también con su cuerpo y su sangre. Andabais descarriados como ovejas -dice el apóstol-, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas. Pero ya que Cristo, por una parte, afirma que el pastor entra por la puerta, ya que en otro lugar dice que él es la puerta y aquí añade que él es el pastor, debe concluirse de todo ello que Cristo entra por sí mismo. Y es cierto que Cristo entra por sí mismo, pues él se manifiesta a sí mismo y por sí mismo conoce al Padre.

Nosotros, en cambio, entramos por él, pues es por él que alcanzamos la felicidad. Pero fíjate bien: nadie que no sea él es puerta, porque nadie sino él es luz verdadera, a no ser por participación: No era él - e s decir, Juan Bautista- la luz, sino testigo de la luz. De Cristo, en cambio, se dice: Era la luz  verdadera, que alumbra a todo hombre. Por ello, de nadie puede decirse que sea puerta; esta cualidad Cristo se la reservó para sí; el oficio, en cambio, de pastor lo dio también a otros y quiso que lo tuvieran sus miembros: por ello, Pedro fue pastor, y pastores fueron también los otros apóstoles, y son pastores todos los buenos obispos. Os daré -dice la Escritura- pastores a mi gusto. Pero aunque los prelados de la Iglesia, que también son hijos, sean todos llamados pastores, sin embargo, el Señor dice en singular: Yo soy el buen Pastor. Con ello quiere estimularlos a la caridad, insinuándoles que nadie puede ser buen pastor si no llega a ser una sola cosa con Cristo por la caridad y se convierte en miembro del verdadero pastor.

El deber del buen pastor es la caridad; por eso dice: El buen pastor da la vida por las ovejas. Conviene, pues, distinguir entre el buen pastor y el mal pastor: el buen pastor es aquel que busca el bien de sus ovejas; en cambio, el mal pastor es el que persigue su propio bien. A los pastores que apacientan rebaños de ovejas no se les exige exponer su propia vida a la muerte por el bien de su rebaño, pero, en cambio, el pastor espiritual sí que debe renunciar a su vida corporal ante el peligro de sus ovejas, porque la salvación espiritual del rebaño es de más precio que la vida corporal del pastor. Es esto precisamente lo que afirma el Señor: El buen pastor da la vida - la vida del cuerpo- por las ovejas, es decir, por las que son suyas por razón de su autoridad y de su amor. Ambas cosas se requieren: que las ovejas le pertenezcan y que las ame, pues lo primero sin lo segundo no sería suficiente.

De este proceder Cristo nos dio ejemplo: Si Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos (Tomás de Aquino, Comentario sobre el evangelio de san Juan, 10).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú eres, Señor, el guía de tu pueblo» (cf. Jr 23,3).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Queridos pastores:

El Señor os pedirá un día cuentas de si el espíritu que ha animado vuestro compromiso político ha sido el del servicio o el del selfservice. Comprended lo que significa todo esto. «Haz camino a los pobres sin hacerte camino», escribía don Milani a su amigo Fabbrini. Pero cuántas veces dais la impresión de que, si no precisamente vuestro cálculo personal, sí al menos el de una parte prevalece sobre el de la comunidad. De otro modo, no se explicarían tantas luchas hasta la última gota de sangre. Cuando esas luchas tienen en su origen la carcoma del beneficio y el virus del interés, merecen un solo nombre: sacrilegio. Y es entonces cuando debería resonaros como una condena el lamento del Señor: «Sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor» (Mc 6,34)

    Queridos amigos, creo que las cosas cambiarían mucho en nuestras ciudades si cada uno se aplicara a sí mismo las palabras que Jesús atribuía a su persona: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; no como el asalariado, que ni es verdadero pastor ni propietario de las ovejas. Este, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye. Y el lobo hace presa en ellas y las dispersa. El asalariado se porta así porque trabaja únicamente por la paga y no tiene interés por las ovejas» (Jn 10, 11-13). ¡Ánimo!

Escuchad lo que decía el alcalde La Pira a los concejales de Florencia el 24 de septiembre de 1954: «Tenéis respecto a mí un solo derecho: el de negarme la confianza. Pero no tenéis derecho a decirme: Señor alcalde, no se interese por las criaturas que no tienen trabajo (despedidos o desocupados), ni casa (desahuciados), ni asistencia (viejos, enfermos, niños)... Ése es mi deber fundamental. Si hay alguien que sufre, tengo yo un deber concreto: intervenir como sea, con toda la sagacidad que sugiere el amor y suministra la ley, a fin de que ese sufrimiento sea disminuido o aliviado. No existe otra norma de conducta para un alcalde en general y para un alcalde cristiano en particular (A. Bello, Vegliare nella notte, Milán 1995).

 

 

17° domingo del tiempo ordinario

 

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Reyes 4,42-44

En aquellos días,

42  llegó un hombre de Baalsalisá trayendo al hombre de Dios el fruto de las primicias: veinte panes de cebada y espigas nuevas en su alforja. Eliseo ordenó: -Dáselo a la gente para que coma.

43 Su criado le contestó: -¿Cómo voy a dar de comer con esto a cien hombres? Replicó Eliseo: -Dáselo, porque el Señor dice: «Comerán y sobrará».

44 Él se lo sirvió, comieron y sobró, según la Palabra del Señor.

 

*•• Este pasaje pertenece al llamado «ciclo de Eliseo» (2 Re 4, 1-8.15; 9,1-13; 13,14-25), cuya primera parte recoge el relato de unos milagros realizados por el profeta en favor de algunos grupos de profetas, de personas extranjeras o israelitas, y hasta de todo el pueblo.

El milagro narrado en la perícopa litúrgica consiste en la multiplicación de veinte panes de cebada -que le habían sido ofrecidos a Eliseo en razón de su ministerio en una cantidad más que necesaria para saciar el hambre de cien personas.

A la objeción planteada por el criado sobre la evidente imposibilidad de distribuir aquella poca cantidad de pan entre toda la gente que estaba presente, el profeta responde con la confianza firme en la Palabra del Señor que le ha sido comunicada, y que le ordena realizar esa acción. El milagro que se produce es la confirmación de la autoridad de Eliseo, una autoridad que le viene de la fe y de su obediencia a YHWH.

 

Segunda lectura: Efesios 4,1-6

Hermanos:

1 Así pues, yo, el prisionero por amor al Señor, os ruego que os comportéis como corresponde a la vocación con que habéis sido llamados. 2 Sed humildes, amables y pacientes. Soportaos los unos a los otros con amor.

3 Mostraos solícitos en conservar, mediante el vínculo de la paz, la unidad que es fruto del Espíritu.

4 Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también es una la esperanza que encierra la vocación a la que habéis sido llamados;

5 un solo Señor, una fe, un bautismo;

6 un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos.

 

*•• El fragmento que nos presenta hoy la liturgia abre la segunda parte de la carta a los Efesios (4,1-6,20), en donde se deducen los principios morales que se desprenden de las afirmaciones doctrinales expuestas en la primera parte. La exhortación que Pablo, prisionero a causa de su servicio apostólico (v. 1), dirige a los creyentes tiene el propósito de confirmarlos en su vocación.

Han creído en el único Dios, en el único Creador y Señor, y en virtud de la misma fe han recibido el único bautismo; forman así un mismo cuerpo (vv. 4-6). La unidad entre ellos es, por consiguiente, consecuencia directa de su nueva identidad cristiana.

Las actitudes que, coherentemente, deben marcar su relación con Dios y con el prójimo, manifiestan, por consiguiente, la verdad de lo que ellos son, siguiendo el ejemplo que tienen en Jesús. Humildad, amabilidad, paciencia, amor que se hace cargo de la debilidad de los otros, solicitud por la construcción de la paz: éstas son las virtudes que hacen visible y realizable la unidad de la comunidad y dan testimonio de que el Espíritu la anima, dado que son los frutos del Espíritu (cf. Gal 5,22).

 

Evangelio: Juan 6,1-15

1 Algún tiempo después, Jesús pasó al otro lado del lago de Tiberíades.

2 Le seguía mucha gente, porque veían los signos que hacía con los enfermos.

3 Jesús subió a un monte y se sentó allí con sus discípulos.

4 Estaba próxima la fiesta judía de la pascua.

5 Al ver aquella muchedumbre, Jesús dijo a Felipe: -¿Dónde podríamos comprar pan para dar de comer a todos éstos?

6 Dijo esto para ver su reacción, pues él ya sabía lo que iba a hacer.

7 Felipe le contestó: -Con doscientos denarios no compraríamos bastante para que a cada uno de ellos le alcanzase un poco.

8 Entonces intervino otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, diciendo:

9 -Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es esto para tanta gente?

10 Jesús mandó que se sentaran todos, pues había mucha hierba en aquel lugar. Eran unos cinco mil hombres.

11 Luego tomó los panes y, después de haber dado gracias a Dios, los distribuyó entre todos. Hizo lo mismo con los peces y les dio todo lo que quisieron.

12 Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: -Recoged lo que ha sobrado, para que no se pierda nada.

13 Lo hicieron así, y con lo que sobró de los cinco panes llenaron doce cestos.

14 Cuando la gente vio aquel signo, exclamó: -Este hombre tiene que ser el profeta que debía venir al mundo.

15 Jesús se dio cuenta de que pretendían proclamarle rey. Entonces se retiró de nuevo al monte, él solo.

 

MEDITATIO

En nuestro opulento mundo occidental difícilmente llegamos a comprender lo que significa tener hambre y, a continuación, de modo sorprendente, vernos saciados de una manera abundante. En nuestro mundo presuntuoso estamos convencidos de disponer de respuestas técnicas y eficaces para cada problema, y por eso resulta más arduo saber apreciar los gestos gratuitos.

¿Estoy dispuesto a poner en juego mis «cinco panes y mis dos peces» en la lucha contra las realidades macroscópicas que, a pesar de tanto progreso, mantiene la gente que sufre bajo el umbral de la supervivencia física y de otros tipos -incluso (¿sobre todo?) en el mundo «rico»-, que jadea por falta de valores, de sentido, de una calidad de vida humana? ¿Tengo el valor necesario para perder mis panes y mis peces y entregárselos al Señor, para que puedan vivir muchos?

Se tratará de un gesto imposible mientras piense que tengo derecho a mantenerme bien atado a lo que poseo. Sólo conseguiré compartir si cambio de mentalidad y, por consiguiente, de mirada: si no veo en el otro a un rival, sino a un hijo como yo del único Padre; si comprendo que, juntos, formamos parte de un único cuerpo. Entonces comprenderé que lo que tengo -más aún, lo que soy- no me ha sido dado para que sólo yo lo goce, sino que me ha sido confiado para que muchos otros puedan participar. Alguien ha dicho que sólo poseemos verdaderamente lo que damos. El milagro de la «multiplicación de los panes» puede proseguir, si yo lo permito...

 

ORATIO

Jesús, con tus signos quieres hacerme conocer tu identidad de Hijo de Dios e introducirme en el misterio de tu persona y de tu misión.

Perdona mi pragmatismo, que se detiene en el interés inmediato, en la superficie de la realidad. No sé darte lo poco que poseo, pero, después, cuando con ese poco obras grandes cosas, me quedo arraigado en ello y no voy más al fondo, allí donde tú me quieres llevar. Un Dios que resuelve los problemas contingentes de la vida me va bien, pero un Dios que me propone ser siempre don total y gratuito para los otros me escandaliza. Tú me repites, Jesús, que, sin embargo, es precisamente ésa mi vocación de hijo del Padre. Te pido, Señor, una vez más, aprender a amar en tu escuela.

 

CONTEMPLATIO

Para nosotros, el pan es el Verbo de Dios. Después de su resurrección ha saciado de pan a los creyentes, porque nos ha dado los libros de la Ley y de los profetas, antes ignorados y desconocidos, y ha concedido estos instrumentos a la Iglesia para nuestra enseñanza, para ser él mismo pan en el Evangelio.

El gusto, una vez que haya probado la bondad del Verbo de Dios, su carne y el pan que baja del cielo, no tolerará después probar otra cosa; cualquier otro sabor le parecerá al alma áspero y amargo, y por eso se alimentará sólo de él, puesto que encontrará todas las dulzuras que pueda desear en aquel que se hace apto e idóneo para todo (Orígenes, Omelie sull'Esodo, Roma 1991, p. 143 [edición española: Homilías sobre el Éxodo, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1992]; id., Commento al Cántico dei cantici, Roma 1997, pp. 93ss [edición española: Comentario al Cantar de los cantares, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1994]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Hazme comprender, Señor, los signos que realizas».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Pienso en ti, muchachito de Galilea, de quien Juan no nos ha transmitido palabra alguna, pero ha inmortalizado tu gesto. Caía ya poco a poco la noche sobre la colina. Había allí una muchedumbre rumorosa y festiva a la que te habías unido para escuchar a aquel ¡oven rabí llamado Jesús. Un rabí que no hablaba como los otros y que parecía incapaz de decir «no» a quien le pidiera que le curara. Estabais lejos de todos los pueblos. Y de repente te encontraste con Andrés, completamente inquieto y agitado, que parecía andar buscando algo. Tú te diste cuenta en seguida de que debía tratarse de comida. Tu alforja contenía aún cinco panecillos que tu madre te había cocido la víspera y dos pescados que había cogido tu hermano de noche.

Y diste, a tu vez, todo lo que habías recibido. No diste de lo que te sobraba, sino todo lo que te hacía falta para alimentarte aquel día. ¿Te diste cuenta, después, de la relación que había entre los panecillos que diste a Andrés y aquellas cestas llenas de pan sobre las que se precipitó la multitud exuberante? ¿Notaste cómo se parecían extrañamente aquellos panecillos que no se agotaban nunca a los que tu madre te había preparado? ¿Quién se acuerda de ti hoy? Pero yo te bendigo, muchachito de Galilea. Tú eres para mí como una pequeña imagen del mismo Señor.

En esa otra pascua ahora cercana, será él el niño que ofrecerá «en su miseria cuanto tenía para vivir», su misma vida, para saciar el hambre de una multitud. Lo dará todo, sin cálculos, en la hora en que caerá la noche sobre un mundo desierto. Y el Espíritu, a través de las manos de  otros Andrés y de otros Felipe, multiplicará el pan a lo largo de la noche de los tiempos. Ya no se morirá de hambre sobre las colinas desiertas y pobladas de muchedumbres hambrientas (D. Ange, Le nozze> di Dio dove ¡I povero é re, Milán 1985).

 

18° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Éxodo 16,2-4.12-15

En aquellos días,

2 la comunidad de los israelitas comenzó a murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto, diciendo:

3 -¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan! Pero vosotros nos habéis traído a este desierto para hacer morir de hambre a toda esta muchedumbre.

4 El Señor dijo a Moisés: -Mira, voy a hacer llover del cielo pan para vosotros. El pueblo saldrá todos los días a recoger la ración diaria; así los pondré a prueba, a ver si actúan o no según mi ley.

12 -He oído las murmuraciones de los israelitas. Diles: Por la tarde comeréis carne y, por la mañana, os hartaréis de pan, y así sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios.

13 Por la tarde, en efecto, cayeron tantas codornices que cubrieron el campamento, y por la mañana había en torno a él una capa de rocío.

14 Cuando se evaporó el rocío, observaron sobre la superficie del desierto una cosa menuda, granulada y fina, parecida a la escarcha.

15 Al verlo, se dijeron unos a otros: -¿Manhu? (es decir, ¿qué es esto?). Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: -Éste es el pan que os da el Señor como alimento.

 

*» El pueblo judío fue liberado de la esclavitud egipcia gracias a la intervención de Dios por medio de Moisés (Ex 13,17-15,21). Tras el paso del mar Rojo, empieza el camino por el desierto, que al principio se hizo difícil a causa de tres problemas: la falta de agua potable, la falta de alimento y la presencia de pueblos adversarios que salían a combatir contra Israel. Cuando llega la dificultad, el pueblo parece echar la culpa a Moisés y a Aarón: sólo a causa de los frágiles sueños de libertad de estas dos personas habían abandonado la seguridad de la esclavitud egipcia y habían emprendido el peligroso camino de la liberación: «¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan!» (v. 3).

Parece una rebelión contra los jefes. Moisés comprende que, en realidad, «no van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra el Señor» (v. 8). En el fondo, el verdadero problema no es la falta de alimento o de agua, sino la duda: «¿Está el Señor en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7). A pesar de todo, Dios provee: con las fuentes de Elín (Ex 15,22-27) y con el agua que mana de la roca (Ex 17); llegan del cielo el maná y las codornices (Ex 16); los amalecitas son derrotados (Ex 17,8-16). En la relectura practicada por el salmista, el maná es un don del Dios fiel a «una generación rebelde y obstinada, una generación de corazón inconstante y espíritu infiel» (Sal 78,8).

El maná es una sustancia natural que tiene el aspecto de granos blancos dulces: se trata de la linfa que cae de la corteza de las ramas de una especie de tamarisco picadas por ciertos insectos que se alimentan de ella. El alimento del desierto «sabía como a torta de miel» (Ex 16,31). La dulzura de la que se habla aquí no es «culinaria», sino teológica, según el libro de la Sabiduría: «Aquel sustento manifestaba a tus hijos tu dulzura, ya que se acomodaba al gusto de quienes lo tomaban y se transformaba según los deseos de cada uno» (Sab 16,21).

 

Segunda lectura: Efesios 4,17.20-24

Hermanos:

17 Os digo, pues, y os recomiendo encarecidamente en el nombre del Señor, que no viváis como viven los no creyentes: vacíos de pensamiento. 20 ¡No es eso lo que vosotros habéis aprendido sobre Cristo!

21 Porque supongo que habéis oído hablar de él y que, en conformidad con la auténtica doctrina de Jesús, se os enseñó como cristianos

22 a renunciar a vuestra conducta anterior y al hombre viejo, corrompido por apetencias engañosas.

23 De este modo os renováis espiritualmente

24 y os revestís del hombre nuevo creado a imagen de Dios, para llevar una vida verdaderamente recta y santa.

 

*»• El apóstol prosigue su exhortación a vivir en la verdad, conservando la unidad del espíritu en el cuerpo de Cristo (Ef 4,1-6, cf. 17° domingo, ciclo B) y acogiendo la acción de la cabeza, que edifica su cuerpo, la Iglesia (Ef 4,7-16). El texto analiza la tarea del cristiano, contraponiendo la situación pagana con la cristiana (vv. 17-24): «Si un tiempo estabais muertos por vuestras culpas, sin esperanza, alejados, extranjeros, huéspedes, tiniebla [...], ahora sois luz en el Señor, cercanos, conciudadanos de los santos y familia de Dios (cf. Ef 2,1.12-13.19-22; 5,8).

Abandonar la vida pagana significa rechazar la propia autosuficiencia, la mala voluntad que mantiene prisionera la verdad, o sea, la vaciedad de pensamiento (cf. v. 17). Significa liberarse de todo lo que aleja la vida de la realidad humana, pensada y querida por el Creador; volver a encontrar como don un corazón sensible a todas las llamadas del bien, de la verdad, de la belleza (v. 18). De otro modo, el hombre queda consumido por una «avidez, insaciable» (v. 19), por la codicia de la posesión, con la que el hombre espera colmar su vacío. La vida cristiana, en cambio, consiste en «aprender sobre Cristo» (v. 20), poniendo su persona en el centro de la vida. Se trata de «aprender» y de ponerse en camino. No se trata de limitarse a los gestos materiales, sino de adoptar una conducta de vida conforme con el proyecto de Dios y con su voluntad (cf. Ef 1,10). Los cristianos ya han sido revestidos en el bautismo del «hombre nuevo» (v. 24). Ahora se trata de hacer aparecer, de una manera personal y concreta, este ser y esta vida, de un modo que corresponda a la realidad divina que han recibido: «Y eso no procede de vosotros, sino que es don de Dios» (Ef 2,8).

«Cristo, que es nuestro cordero pascual, ha sido ya inmolado. Así que celebremos fiesta, pero no con levadura vieja, que es la de la maldad y la perversidad, sino con los panes pascuales de la sinceridad y la verdad» (1 Cor 5,7-8).

 

Evangelio: Juan 6,24-35

En aquel tiempo,

24 cuando se dieron cuenta de que ni

Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y se dirigieron a Cafarnaún en busca de Jesús.

25 Lo encontraron al otro lado y le dijeron: -Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?

26 Jesús les contestó: -Os aseguro que no me buscáis por los signos que habéis visto, sino porque comisteis pan hasta saciaros.

27 Esforzaos no por conseguir el alimento transitorio, sino el permanente, el que da la vida eterna. Este alimento os lo dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, le ha acreditado con su sello.

28 Entonces ellos le preguntaron: -¿Qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?

29 Jesús respondió: -Lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado.

30 Ellos replicaron: -¿Qué señal puedes ofrecernos para que, al verla, te creamos? ¿Cuál es tu obra?

31 Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio a comer pan del cielo.

32 Jesús les respondió: -Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo.

33 El pan de Dios viene del cielo y da la vida al mundo.

34 Entonces le dijeron: -Señor, danos siempre de ese pan.

35 Jesús les contestó: -Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed.

 

*+• Tras la multiplicación de los panes, el evangelista Juan alude a la búsqueda de Jesús por parte de la muchedumbre. Lo encuentran junto a Cafarnaún y le dirigen esta pregunta: «Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?» (v. 25). Jesús no responde a lo que le preguntan, pero revela las verdaderas intenciones que han impulsado a la gente a buscarle, desenmascarando una mentalidad demasiado material (v. 26). Todos siguen a Jesús por el pan material, sin comprender la señal hecha por el profeta.

Buscan más las ventajas materiales y pasajeras que las ocasiones de adhesión y de amor. Ante esta ceguera espiritual, Jesús proclama la diversidad que existe entre el pan material y corruptible y ese otro «que da la vida eterna» (v. 27). Invita a la gente a superar el estrecho horizonte en el que vive, para pasar a la fe. Los interlocutores de Jesús le preguntan entonces: «¿Qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?» (v. 28). Jesús exige una sola cosa: la adhesión al plan de Dios, es decir, «lo que Dios espera de vosotros es que creáis en aquel que él ha enviado» (v. 29).

La muchedumbre no está satisfecha (v. 30). El milagro de los panes no es suficiente; quieren un signo particular y más estrepitoso, el nuevo milagro del maná (cf. Sal 78,24), para reconocer al profeta de los tiempos mesiánicos.

Jesús, en realidad, da verdaderamente el nuevo maná, porque su alimento es muy superior al que comieron los padres en el desierto: él da a todos la vida eterna. Pero sólo el que tiene fe puede recibir ese don. El verdadero alimento no está en el don de Moisés ni en la ley, sino en el don del Hijo, que el Padre ofrece a los hombres, porque él es «el verdadero pan del cielo» (v. 33). La muchedumbre parece haber comprendido: «Señor, danos siempre de ese pan» (v. 34). Pero, en realidad, no comprende el valor de lo que pide y anda lejos de la verdadera fe. Entonces Jesús, evitando todo equívoco, precisa: « Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre» (v. 35). Él es el don amoroso hecho por el Padre a cada hombre. Él es la Palabra que han de creer: quien se adhiere a él da un sentido a su propia vida y consigue su propia felicidad.

 

MEDITATIO

Es menester ponerse en el lugar de los interlocutores de Moisés, de Aarón y de Jesús y comprender sus dificultades, unas dificultades reales. Los israelitas estaban cargados de razones para murmurar: ¿qué vida es esta que nos hacéis llevar en el desierto? ¿Valía la pena? ¿No estábamos mejor cuando estábamos peor? ¿Quién podría decir que están equivocados? Se trata de una vida de miseria y sin perspectivas, de una vida que se desarrolla en una inseguridad total. Una vida en la que se juegan la supervivencia.

También los interlocutores de Jesús tenían más de un motivo para mostrarse perplejos, dado que un hombre, aunque fuera prestigioso, se autoproclama «el pan de la vida». ¿No es un poco demasiado? ¿No se está exaltando? ¿No está exagerando, visto el éxito del milagro? Es cierto que es capaz de dar pan para comer; ahora bien, para llegar a considerarse el «pan bajado del cielo», el pan definitivo, queda todavía mucho trecho. Es preciso reconocer que los que murmuraban o se mostraban perplejos tenían sus buenas razones para hacerlo.

Y debo reconocer que también yo, si me hubiera encontrado en las mismas circunstancias, habría tenido más o menos las mismas reacciones, precisamente porque pienso normalmente que es necesario ser concretos, mantenerse con los pies en el suelo, no dejarse fascinar ni arrastrar por fáciles entusiasmos que, después, se revelan ilusorios. Y conmigo, también la gente de hoy, quizás la gran mayoría, habría tenido las mismas  reacciones razonables, sensatas, casi obvias. Y tanto más por el hecho de que nuestra sociedad nos ha educado para prever, calcular, usar la razón.

Sin embargo...

 

ORATIO

Fíjate, Señor, cómo ciertos pasos resultan difíciles. Y tú lo sabes bien, porque has puesto en nosotros el instinto de conservación, que es una de las fuerzas más poderosas que rigen la vida. Hoy te pido que hagas más poderoso aún este instinto, a saber: que lo extiendas a la Vida, a la vida que tú prometes, a la vida que debe durar para siempre, de suerte que pueda sentir dentro de mí las razones del corazón, las razones de la Vida, la pregunta sobre el cómo alimentarla.

Te pido que me hagas percibir este instinto vital superior al menos con la misma fuerza que el natural, para que mis decisiones sean prudentes y sabias, no ligadas sólo al sentido común, y tampoco estén dictadas por la facilidad para creer cualquier propuesta milagrera.

Otra cosa te pido aún: concédeme el espíritu de discernimiento, para que sepa distinguir entre la verdadera fe y las ilusiones, el carácter razonable de mi modo de pensar y la apertura a tu posible acción en el mundo.

Haz, oh Señor, que no desista nunca de ser un hombre bien arraigado en la realidad y, al mismo tiempo, abierto también a tu Realidad, a ti, que puedes sorprenderme y venir a mi encuentro en cualquier momento; a ti, que puedes dar la vuelta en un instante a la marcha normal de las cosas, para plantearme la pregunta radical sobre en qué pongo mi confianza.

 

CONTEMPLATIO

«Descarga en el Señor tus inquietudes y él te sostendrá» (Sal 55,23). ¿Qué es lo que te preocupa? ¿Por qué andas afligido? El que te ha hecho se ocupa de ti. El que ya cuidaba de ti antes de que existieras ¿no cuidará de ti ahora que eres lo que él quiso que fueras? ¿No cuidará de ti el que «hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45). ¿Se desentenderá, te abandonará, te dejará solo a ti, que eres justo y vives en la fe? Al contrario, te colma de beneficios, te ayuda, te da aquí lo que es necesario, te defiende de las adversidades.

Concediéndote dones te consuela para que perseveres, quitándotelos te corrige para que no perezcas. El Señor cuida de ti, puedes estar tranquilo; te sostiene aquel que te ha hecho: no caerás de la mano de tu Creador (Agustín, Comentarios sobre los salmos, 38,18).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Señor, ¡ayúdame a creer!».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Cada día trae consigo una sorpresa, pero sólo podemos verla, oírla, sentirla cuando llega, si la esperamos. No debemos tener miedo de acoger la sorpresa de cada día, tanto si llega como un dolor o como una alegría. Ella abrirá un nuevo espacio en nuestro corazón, un lugar en el que podremos acoger nuevos amigos y celebrar de un modo más pleno nuestra humanidad compartida.

Con todo, el optimismo y la esperanza son dos actitudes radicalmente diferentes. El optimismo significa esperar que las cosas -el tiempo, las relaciones humanas, la economía, la situación política y otras cosas como éstas- mejoren. La esperanza es la verdadera confianza en que Dios cumplirá las promesas que nos ha hecho de conducirnos a la verdadera libertad. El optimista habla de cambios concretos en el futuro. La persona de esperanza vive en el momento presente sabiendo que en la vida todo está en buenas manos. Todos los grandes de la historia han sido personas de esperanza. Abrahán, Moisés, Rut, María, Jesús, Rumi, Gandhi..., todos ellos vivieron guardando en su corazón la promesa que les guiaba hacia el futuro, sin necesidad de saber exactamente cómo habría de ser (H. J. M. Nouwen, Pane per ¡I viaggio, Brescia 1997, pp. 10.25 [edición española: Pan para el viaje: una guía de sabiduría y de fe para cada día del año, Ediciones Obelisco, Barcelona 2001]).

 

19° domingo del tiempo ordinario

 

 

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 19,4-8

En aquel tiempo,

4 Elías se adentró por el desierto un día de camino, se sentó bajo una retama y, deseándose la muerte, decía: -¡Basta, Señor! Quítame la vida, que no soy mejor que mis antepasados.

5 Se tumbó y se quedó dormido, pero un ángel le tocó y le dijo: -Levántate y come.

6 Elías miró y vio a su cabecera una hogaza cocida, todavía caliente, y un vaso de agua. Comió, bebió y se volvió a dormir.

7 De nuevo, el ángel del Señor le tocó y le dijo: -Levántate y come, pues te queda todavía un camino muy largo.

8 Él se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb.

 

*» En tiempos de Elías reinaba Ajab en Israel: el soberano «ofendió con su conducta al Señor más que todos sus predecesores. No contento con imitar los pecados Jeroboán, hijo de Nabat, se casó con Jezabel, hija de Etbaal -un sacerdote de Astarté-, rey de los sidonios, y dio culto a Baal, adorándolo» (1 Re 16,30ss). A causa de la idolatría que se había extendido en el pueblo, Dios, por boca de Elías, anuncia y envía tres años de sequía.

La lluvia vuelve sólo después de que Elías haya avergonzado a los profetas de Baal, mostrando que hay realmente un solo Dios. Jezabel jura vengarse de Elías y le amenaza de muerte: «Elias se llenó de miedo y huyó para salvar su vida» (1 Re 19,3).

Como hiciera Moisés, tras la enésima lamentación del pueblo, se desahoga con el Señor: «¿Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué me has retirado tu confianza y echas sobre mí la carga de todo este pueblo? ¿Acaso lo he concebido yo [...]? Yo solo no puedo soportar a este pueblo; es demasiada carga para mí. Si me vas a tratar así, prefiero morir» (Nm 11,11-12.14-15). Elías acaba de comer y pide quedarse solo, alejado también de su criado (1 Re 19,3): no le queda otra cosa más que la invocación desesperada de la plegaria. Huye al desierto del sur para salvar su propia vida; sin embargo, una vez llegado allí, ora, paradójicamente, pidiendo la muerte: en su comportamiento se puede vislumbrar una particular ambivalencia.

La intervención del ángel produce un vuelco de la situación: el enviado de Dios no le habla de huida o de muerte, sino de «levantarse, comer y caminar» (vv. 5.7). Elias continúa huyendo (en efecto, Dios le preguntará: «¿Qué haces aquí, Elias?», deberías encontrarte en Israel), pero la hogaza que recibe es «pan del cielo» (Sal 104,40); el agua recuerda a la recibida como don por Israel cuando acababa de salir de Egipto (Ex 15; 17); los cuarenta días y las cuarenta noches recuerdan el tiempo transcurrido en el desierto antes del don de la tierra prometida; «el monte de Dios, el Horeb» (v. 8), hacia el que Elías se pone a caminar, es el lugar de las teofanías experimentadas por Moisés pero ahora ya no se trata de una fuga, sino de un éxodo que le conducirá al encuentro con Dios (1 Re 19,9-18).

 

Segunda lectura: Efesios 4,30-5,2

Hermanos:

30 no causéis tristeza al Espíritu Santo de Dios, que es como un sello impreso en vosotros para distinguiros el día de la liberación.

31 Que desaparezca de entre vosotros toda agresividad, rencor, ira, indignación, injurias y toda suerte de maldad.

32 Sed más bien bondadosos y compasivos los unos con los otros y perdonaos mutuamente, como Dios os ha perdonado por medio de Cristo.

5,1 Sed, pues, imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos.

2 Y haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo, que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios.

 

*»• ¿Le es posible a un hombre «hacer del amor la norma de su vida» {cf v. 2)? Sí, gracias al hecho de haber recibido como don en el bautismo el sello del Espíritu Santo que había sido prometido (cf. Ef 1,13; 4,30): es ésta una «idea fija» de la carta a los Efesios. El Espíritu se hace presente de un modo tan personal y respetuoso de la libertad que las decisiones del cristiano pueden «causarle tristeza» (v. 30). En el orden concreto, las cosas que disgustan al Espíritu enumeradas en el pasaje son aspectos que podemos encontrar en otros pasajes del Nuevo Testamento (por ejemplo, en Rom 1,29-31; Gal 5,19-21) o incluso en las obras helenísticas de tema moral. La «maldad» es la raíz que provoca toda división y todo mal; vibra interiormente en la «agresividad, rencor, ira»; se precipita contra los hermanos con la «indignación » y las «injurias» (v. 31). En este contexto se refiere Pablo, de modo particular, a los vicios que resquebrajan la vida comunitaria.

El crecimiento de la caridad pasa de la «bondad» a la «compasión» y a la cumbre del «perdón mutuo» (v. 32).  Entre las quince características de la caridad citadas en el «Himno a la caridad» (1 Cor 13,4-7), hay ocho negativas (lo que no hace la caridad: «No tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia») y otras seis que tienen que ver con la caridad en acción: «Todo lo aguanta» («es paciente y bondadosa [...] Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta»). ¿Qué es lo específico del perdón cristiano, dónde está el límite ante el que podríamos pretender detenernos? «A cada uno de nosotros, sin embargo, se le ha dado la gracia según la medida [literalmente, el metro] del don de Cristo» (Ef 4,7); «Los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Y vosotros «sed misericordiosos como también es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36; cf. Mt 5,48). Así es para Juan (cf. 1 Jn 3,16), para Pablo (cf. Gal 2,20), para cada cristiano que quiera ser causa de alegría para el Espíritu Santo.

 

Evangelio: Juan 6,41-51

En aquel tiempo,

41 los judíos comenzaron a murmurar de él porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo».

42 Decían: -Éste es Jesús, el hijo de José. Conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo se atreve a decir que ha bajado del cielo?

43 Jesús replicó: -No sigáis murmurando.

44 Nadie puede aceptarme si el Padre, que me envió, no se lo concede, y yo lo resucitaré el último día.

45 Está escrito en los profetas: Y serán todos instruidos por Dios. Todo el que escucha al Padre y recibe su enseñanza me acepta a mí.

46 Esto no significa que alguien haya visto al Padre. Solamente aquel que ha venido de Dios ha visto al Padre.

47 Os aseguro que el que cree tiene vida eterna.

48 Yo soy el pan de la vida.

49 Vuestros padres comieron el maná en el desierto y, sin embargo, murieron.

50 Éste es el pan del cielo, y ha bajado para que quien lo coma no muera.

51 Jesús añadió: -Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo.

 

**• Las precedentes revelaciones de Jesús sobre su origen divino -«Yo soy el pan de vida» (v. 35) y «yo he bajado del cielo» (v. 38)- habían provocado el disentimiento y la protesta entre la muchedumbre, que empieza a murmurar y se muestra hostil. Es demasiado duro superar el obstáculo del origen humano de Cristo y reconocerle como Dios (v. 42). Jesús evita entonces una discusión inútil con los judíos y les ayuda a reflexionar sobre su dureza de corazón, enunciando las condiciones necesarias para creer en él.

La primera es ser atraídos por el Padre (v. 44), don y manifestación del amor de Dios a la humanidad. Nadie puede ir a Jesús si no es atraído por el Padre. La segunda condición es la docilidad a Dios (v. 45a). Los hombres deben darse cuenta de la acción salvífica de Dios respecto al mundo. La tercera condición es la escucha del Padre (v. 45b). Estamos frente a la enseñanza interior del Padre y a la de la vida de Jesús, que brota de la fe obediente del creyente a la Palabra del Padre y del Hijo.

Escuchar a Jesús significa ser instruidos por el mismo Padre. Con la venida de Jesús, la salvación está abierta a todos, pero la condición esencial que se requiere es la de dejarse atraer por él escuchando con docilidad su Palabra de vida. Aquí es donde precisa el evangelista la relación entre fe y vida eterna, principio que resume toda regla para acceder a Jesús. Sólo el hombre que vive en comunión con Jesús se realiza y se abre a una vida duradera y feliz. Sólo «el que come» de Jesús-pan no muere. Es Jesús, pan de vida, el que dará la inmortalidad a quien se alimente de él, a quien interiorice su Palabra y asimile su vida en la fe.

 

MEDITATIO

No es raro oír la expresión: «¡Basta, no puedo más!». La vida, en determinados momentos, es verdaderamente dura. ¿Y quién la siente difícil, desagradable, insoportable durante años y años? La experiencia de Elías está presente como nunca en la condición humana, especialmente en los que se toman en serio la tarea a favor o en apoyo de los otros que les ha sido confiada: «¡Basta, Señor! Quítame la vida, que no soy mejor que mis antepasados».

Esta experiencia, típica de la condición humana, marcada por el límite y por la precariedad, por la vulnerabilidad y por la fragilidad, puede ser el comienzo de una invocación que se abre al misterio de Dios. Dios quiere que sus hijos tomen conciencia de que él está presente en sus vidas. Elías le mandó un ángel con un pan; a nosotros nos envía a su Hijo, que se hace pan de vida, pan para nuestra vida, pan para sostenernos en el camino, pan para no dejarnos solos en las misiones difíciles.

El pan que nos ofrece contiene todas las atenciones que tiene con nosotros. Es el punto de llegada de la acción creadora del Padre, de la obra de reconstrucción llevada a cabo por el Hijo; es pan siempre tierno por la obra del Espíritu. Ese pan es memorial de una historia infinita de amor: con él también nos sostiene, nos alienta, nos invita a reemprender el camino, con el mismo corazón y la misma audacia recordada y encerrada en el pan de vida.

 

ORATIO

Ilumina, Señor, mi mente para que pueda comprender que la eucaristía es «memorial de la muerte del Señor». En ese pan has puesto «todo deleite», porque en él has puesto toda tu historia de amor conmigo y con el mundo. Con ese pan quieres recordarme todo el amor que sientes por mí, un amor que ha llegado a su cumbre insuperable en la muerte y resurrección de tu Hijo, de suerte que yo no pueda dudar ya nunca.

Oh Señor, ese pan que recibo con tanta ligereza contiene verdaderamente todo tu amor por mí, contiene el recuerdo de tus maravillas y la cumbre de las maravillas de tu amor. Y contiene asimismo el recuerdo de que este amor tuyo te ha costado mucho y me sugiere que, si deseo amarte a ti y a mis hermanos, no debo reparar en costes.

Refuerza mi pequeño corazón, demasiado pequeño para comprender; ilumínale sobre los costes del amor, para que no se desanime, para que se reanime, reemprenda el camino, no se achique y esté seguro de que contigo y por ti vale la pena caminar y sudar aún un poco, especialmente cuando tenemos que desarrollar tareas delicadas. ¡Todavía un poco, que la meta no está lejos!

 

CONTEMPLATIO

Los que, cayendo en las insidias que les tienden, han tomado el veneno extinguen su poder mortífero con otro fármaco. Así también, del mismo modo que ha entrado en las vísceras del hombre el principio mortal, debe entrar asimismo en ellas el principio saludable, a fin de que se distribuya por todas las partes de su cuerpo la virtud salvífica. Dado que habíamos probado el alimento disgregador de nuestra naturaleza, tuvimos necesidad de otro alimento que reúna lo que está disgregado, para que, entrado en nosotros, obre este medicamento de salvación como antídoto contra la fuerza destructora presente en nuestro cuerpo. ¿Y qué es este alimento? Ninguna otra cosa que aquel cuerpo que se reveló más potente que la muerte y fue el comienzo de nuestra vida (Gregorio de Nisa, La gran catequesis, 37, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Levántate y come, pues te queda todavía un camino muy largo» (1 Re 19,7).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La vida vivida eucarísticamente es siempre una vida de misión. Vivimos en un mundo que gime bajo el peso de sus pérdidas: las guerras despiadadas que destruyen pueblos y países, el hambre y la muerte de hambre que diezman poblaciones enteras, el crimen y la violencia que ponen en peligro la vida de millones de personas, el cáncer y el sida, el cólera y otras muchas enfermedades que devastan los cuerpos de incontables personas; terremotos, aluviones y desastres del tráfico... es la historia de la vida de cada día que llena los periódicos y las pantallas de los televisores [...]. Este es el mundo al que hemos sido enviados a vivir eucarísticamente, esto es, a vivir con el corazón ardiente y con los ojos y los oídos abiertos. Parece una tarea imposible.

¿Qué puede hacer este reducido grupo de personas que lo han encontrado por el camino [...] en un mundo tan oscuro y violento? El misterio del amor de Dios consiste en que nuestros corazones ardientes y nuestros oídos receptivos estarán en condiciones de descubrir que aquel a quien habíamos encontrado en la intimidad continúa revelándose a nosotros entre los pobres, los enfermos, los hambrientos, los prisioneros, los refugiados y entre todos los que viven en medio del peligro y del miedo (H. J. M. Nouwen, La forza delta sua presenza, Brescia 52000, pp. 82ss).

 

20° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Proverbios 9,1-6

1 La sabiduría se ha edificado una casa,  ha tallado sus siete columnas,

2 ha sacrificado víctimas, ha mezclado el vino y hasta ha preparado la mesa.

3 Ha enviado a sus criadas a proclamar en los lugares más altos de la ciudad:

4 «El que sea inexperto que venga acá». Y al hombre sin seso le dice:

5 «Venid a comer de mi pan, bebed del vino que he mezclado.

6 Dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la inteligencia».

 

        **• En el capítulo 9 del libro de los Proverbios aparecen, uno a continuación del otro, dos personajes femeninos. El primero es la Sabiduría (vv. 1-6); el segundo, la Necedad (vv. 13-18). La Sabiduría y la Necedad son dos maestras del arte de la vida que invitan a los hombres a su propia escuela. Todo el mundo debe escoger uno de los dos caminos: la vida o la muerte. El pasaje que hemos leído hoy, deteniéndose en el primer personaje, activo y laborioso, nos presenta la casa de la Sabiduría, acogedora y austera a la vez, donde ha preparado un suculento banquete. La Sabiduría envía a sus criadas para que inviten a comensales, inexpertos y carentes de sabiduría, y participen en su rica mesa. Invitar a alguien a nuestra mesa significa compartir, con la invitación, el alimento y la amistad.

        A buen seguro, la parábola está dotada de un significado sapiencial. Con la imagen del banquete, el maestro de sabiduría manifiesta la íntima relación de comunión que debe existir entre él y los invitados. No es difícil vislumbrar en el personaje de la Sabiduría la figura de Dios, que repite la enseñanza de la Ley y los profetas, aunque por medio de una modalidad más escolar y con representaciones intelectuales. Invita a los comensales discípulos suyos, a los que ha convertido en su familia, a vivir en comunión con él y a saborear el sentido común en el pensar, y la prudencia en la acción. Esto vuelve la vida más serena y alegre, la arraiga en los verdaderos valores humanos y religiosos, fuente de sincero compartir entre los hombres (cf. 1,20-33; 8,1-21).

 

Segunda lectura: Efesios 5,15-20

Hermanos:

15 Poned, pues, atención en comportaros no como necios, sino como sabios,

16 aprovechando el momento presente, porque corren malos tiempos.

17 Por lo mismo, no seáis insensatos; antes bien, tratad de descubrir cuál es la voluntad del Señor.

18 Tampoco os emborrachéis, pues el vino fomenta la lujuria. Al contrario, llenaos del Espíritu

19 y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados. Cantad y tocad para el Señor con todo vuestro corazón

20 y dad continuamente gracias a Dios Padre por todas las cosas en nombre de nuestro Señor Jesucristo.

 

        **• «En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (Ef 5,8; cf. Jn 3,20ss; Col l,12ss; 1 Tes 5,4-8). Vivir como «hijos de la luz» significa producir los frutos de la luz (vv. 8-10); llevar a la luz a los que se encuentran en las tinieblas (vv. 11-14); buscar con sabiduría la voluntad de Dios vigilando nuestra propia conducta (vv. 15-17); dejarnos llenar del Espíritu Santo (vv. 18-20).

        «Aprovechando el momento presente» (v. 16): la palabra griega empleada, kairós, tiene un valor más rico que nuestro término tiempo. Incluye también el contenido de este tiempo, la situación que crea y las posibilidades que ofrece. No se trata de una realidad anónima o indiferente, sino de un momento favorable, de un tiempo oportuno. El cristiano posee este tiempo decisivo. Como hombre del Espíritu, posee la capacidad de reconocer la presencia de Dios y de realizar su voluntad (Gal 6,10), viendo la posibilidad de cumplir las exigencias del Espíritu.

        «Tampoco os emborrachéis, pues el vino fomenta la lujuria. Al contrario, llenaos del Espíritu» (v. 18). La amonestación para que no se emborrachen con vino resulta verdaderamente sorprendente. Y además, si prosiguiera la serie de las exhortaciones particulares iniciada más arriba (Ef 4,25), cabría esperar, contra el alcoholismo, una invitación a la templanza. Lo que Pablo le opone, sin embargo, es que se llenen del Espíritu (o que se «embriaguen del Espíritu», según algunas traducciones). A continuación, habla de actividades que no es posible imaginar más que en el contexto de una comunidad litúrgica. El paso no se da de una manera explícita, pero si hemos de arriesgar una interpretación, nos viene a la mente pensar que -de vez en cuando- el hombre necesita ser aliviado de las preocupaciones de todos los días y vivir en «otro mundo». Ahora bien, ha de ser en un mundo en el que el Espíritu pueda aliviarle, dándole un pequeño anticipo de la vida en Dios, hacia la cual nos dirigimos.

 

Evangelio: Juan 6,51-58

En aquel tiempo,

51 Jesús añadió: -Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo.

52 Esto suscitó una fuerte discusión entre los judíos, los cuales se preguntaban: -¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?

53 Jesús les dijo: -Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.

54 El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día.

55 Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.

56 El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él.

57 El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por él. Así también, el que me coma vivirá por mí.

58 Éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el pan que comieron vuestros antepasados. Ellos murieron, pero el que coma de este pan vivirá para siempre.

 

        *•• Este fragmento, con el que concluye el «discurso del pan de vida», está ligado a todo cuanto el evangelista nos ha dicho precedentemente; sin embargo, el mensaje se hace aquí más profundo y se vuelve más sacrificial y eucarístico. Se trata de hacer sitio a la persona de Jesús en su dimensión eucarística. Jesús es el pan de vida no sólo por lo que hace, sino especialmente en el sacramento de la eucaristía, lugar de unidad del creyente con Cristo. Jesús-pan queda identificado con su humanidad, la misma que será sacrificada para salvación de los hombres en la muerte de cruz. Jesús es el pan -bien como Palabra de Dios o como víctima sacrificial- que se hace don por amor al hombre. La ulterior murmuración de los judíos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (v. 52), denuncia la mentalidad incrédula de quienes no se dejan regenerar por el Espíritu y no pretenden adherirse a Jesús.

        Jesús insiste con vigor exhortando a consumir el pan eucarístico para participar en su vida: «Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (v. 53). Más aún, anuncia los frutos extraordinarios que obtendrán los que participen en el banquete eucarístico: quien permanece en Cristo y participa en su misterio pascual permanece en él con una unión íntima y duradera. El discípulo de Jesús recibe como don la vida en Cristo, que supera todas las expectativas humanas porque es resurrección e inmortalidad (vv. 39.54.58).

        Esta fue la enseñanza profunda y autorizada que dispensó Jesús en Cafarnaún. Sus características esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el misterio de la persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera gradual. Ese misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y el sacramento ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y la visión, que sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.

 

MEDITATIO

        A mi carne, perecedera y destinada a la muerte, se le ofrece hoy la posibilidad de la vida eterna a través de la carne resucitada y, por consiguiente, incorruptible del Hijo. La vida eterna, la vida de Dios, la vida bienaventurada, la vida feliz, la vida sin sombra, sin duelo y sin lágrimas, llega a mí a través del Hijo, a través de su carne, que se hace pan para comer. La eucaristía me pone en contacto con la vida eterna, me permite vencer la muerte y la infelicidad. ¿Qué don puede haber más deseable? ¿Puedo pedir algo que sea más que la vida eterna? En la eucaristía está presente todo el deseo de comunión de Dios conmigo, su deseo de que yo acepte su don como acto de amor, que comprenda la importancia única que tiene su Hijo para mi vida y para mi realización.

        La vida llega a mí desde el Padre, a través de la carne del Hijo, gracias a la mediación de la Iglesia apostólica, que celebra la eucaristía para que también yo, con mi carne purificada y entregada, me vuelva puente para hacer llegar al mundo la vida. ¡Éste es el misterio de nuestra fe! La carne es verdaderamente «el fundamento de la salvación» (Tertuliano).

 

ORATIO

        ¡Oh mi amado Salvador! Tú eres verdaderamente todo para mí, porque me das la vida eterna en el don de ti mismo. El misterio de la eucaristía es grande e ilimitado, pero hoy tus palabras claras, provocadoras, limpias y decididas lo iluminan de una manera inequívoca. Tú me das tu vida, que es vida eterna, porque un día fuiste capaz de dar la vida. Te doy gracias, te bendigo, alabo tu santa pasión y resurrección, adoro con alegría tu sabiduría, que me sale al encuentro en mis preocupaciones terrenas.

        Tú sabes lo difícil que me resulta alzar la mirada para asumir tus grandes perspectivas. Me dejo engatusar por las cosas que pasan y me arriesgo a poner dentro también tu eucaristía, dándole incluso muchos significados humanos, justos por sí mismos, pero muy alejados del sentido decisivo que hoy me presentas. Tú quieres que yo viva para siempre contigo, porque eres y serás mi realización y, por tanto, mi felicidad. Cada día me sumerges en tu eternidad ofreciéndote como alimento. Tú llevas contigo la vida que te une al Padre y quieres transmitírmela. Abre mis ojos nublados por las cosas de cada día, para que pueda unirme indisolublemente a ti, y llevar a todos conmigo, en tu vida.

 

CONTEMPLATIO

        Nuestro Señor y Salvador dice: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Jesús es puro en todo y para todo: por eso toda su carne es alimento y toda su sangre es bebida. Toda su obra es santa y toda palabra suya es verdadera; por eso también su carne es verdadera comida y verdadera bebida. Con la carne y la sangre de su Palabra da de beber y sacia como con alimento puro y bebida pura a todo el género humano. Así, en segundo lugar, después de su carne, también son alimento puro Pedro y Pablo y todos los apóstoles; en tercer lugar, sus discípulos, y así cada uno, por la calidad de sus méritos o la pureza de sus sentidos, puede hacerse alimento puro para su prójimo [...]. Todo hombre tiene en sí algún alimento: si es bueno y ofrece cosas buenas del cofre de su corazón (cf. Mt 12,35), ofrecerá a su prójimo alimento puro. Si, por el contrario, es malo y ofrece cosas malas, ofrecerá a su prójimo un alimento inmundo (Orígenes, Homilías sobre el Levítico, 7, 5, passim).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Decía Agustín: «Oh Dios, mi corazón está inquieto hasta que no repose en ti», pero cuando examino la tortuosa historia de nuestra salvación veo que no sólo nosotros deseamos ardientemente pertenecer a Dios, sino que Dios también anhela pertenecer a nosotros. Parece como si Dios nos estuviera diciendo a grandes voces: «Mi corazón estará inquieto hasta que no pueda reposar en vosotros, mis amadas criaturas» [...]. Dios desea comunión: una unidad que sea vital y viva, una intimidad que proceda de ambas partes, un vínculo que sea verdaderamente mutuo [...].

        Este intenso deseo que siente Dios de entrar en la más íntima relación con nosotros es lo que constituye el núcleo de la celebración y de la vida eucarística. Dios no sólo quiere entrar en la historia humana convirtiéndose en una persona que vive en una época y en un país específico, sino que quiere llegar a ser nuestro alimento y nuestra bebida diarios en todo tiempo y en todo lugar (H. J. M. Nouwen, La forza della sua presenza, Brescia 52000, pp. 61 ss).

 

21° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Josué 24,1-2a. 15-17.18b

En aquellos días:

1 Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, jueces y oficiales. Todos se presentaron ante Dios.

2 Josué dijo a todo el pueblo:

15 -Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir: a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados en Mesopotamia o a los dioses de los amorreos, cuya tierra ocupáis. Yo y los míos serviremos al Señor.

16 El pueblo respondió: -Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses.

17 El Señor es nuestro Dios; él fue quien nos sacó de la esclavitud de Egipto a nosotros y a nuestros padres. Él ha hecho ante nuestros ojos grandes prodigios y nos ha protegido durante el largo camino que hemos recorrido y en todas las naciones que hemos atravesado.

18 Así que también nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.

 

        **• El libro de Josué narra tres acontecimientos: el paso del Jordán y la conquista de la tierra prometida (capítulos 1-12); la distribución del territorio entre las tribus (capítulos 13-21); las acciones con las que concluye la vida de Josué, en particular su último discurso y la asamblea de Siquén (capítulos 22-24). El pueblo ya ha recibido ahora el don de «una tierra por la que vosotros no habíais sudado, unas ciudades que no edificasteis y en las que ahora vivís; coméis los frutos de las viñas y de los olivos que no habéis plantado» (Jos 24,13): Dios se muestra fiel a la promesa que había guiado y sostenido los pasos de Abrahán, Isaac, Jacob... (cf Gn 12,7; 26,3; 28,13...) Josué se despide de Israel y pone al pueblo frente a la responsabilidad de sus propias decisiones. La decisión de adherirse o rechazar a Dios siempre tiene como fundamento la presencia eficaz del Señor. Del mismo modo que en las solemnes profesiones de fe de Dt 6,21-24; 26,5-9 y Neh 9,7-25, también Josué propone a la fe de los presentes el recuerdo de las intervenciones de Dios a favor de su pueblo (vv. 2-13). Por consiguiente, «escoged hoy a quién queréis servir» (v. 15): también podéis rechazar lo que el Señor ha realizado por vosotros (volviendo a los dioses que eran adorados antes de la vocación de Abrahán o escogiendo las divinidades adoradas por los amorreos, a los que vosotros mismos habéis derrotado al conquistar la tierra); por mi parte, yo, con mi casa, escojo y os exhorto a que también vosotros escojáis aceptar la predilección de Dios, sirviéndole «con integridad y fidelidad» (v. 14). La asamblea de Israel escoge a Dios, renueva el acto de fe y concluye una alianza (vv. 16-28).

        Josué, al proponer la renovación de la alianza, subraya el momento de la decisión: «hoy» (v. 15). La respuesta del pueblo y la estipulación de la alianza siguen la cadencia de la repetición del pronombre de primera persona plural «nosotros», «nuestro» (vv. 16-18.21.24.27). Es interesante señalar que tanto la voz de Dios (cf. Nm 14,20-23) como el estudio exegético moderno afirman que quienes sancionaron la alianza en Siquén (v. 1) no eran los mismos que atravesaron realmente el desierto, sino que se trata de sus descendientes. Como en todo acto de fe, el que lo realiza hace presente y actualiza para sí la historia de la salvación.

 

Segunda lectura: Efesios 5,21-32

Hermanos:

21 Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo.

22 Que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratase del Señor,

23 pues el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y al mismo tiempo salvador del cuerpo, que es la Iglesia.

24 Y como la Iglesia es dócil a Cristo, así también deben serlo plenamente las mujeres a sus maridos.

25 Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella

26 para hacerla santa, purificándola por medio del agua y la Palabra.  

27 Se preparó así una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida: una Iglesia inmaculada.

28 Igualmente, los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama,

29 pues nadie odia a su propio cuerpo; antes bien, lo alimenta y lo cuida como hace Cristo con su Iglesia,

30 que es su cuerpo, del cual nosotros somos miembros.

31 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y llegarán a ser los dos uno solo.

32 Gran misterio éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y la Iglesia.

 

        *» El texto forma parte de un código de comportamiento destinado a la familia de Dios (Ef 5,21-6,9; cf. Col 3,18; 1 Pe 3,1-6). En los tiempos en que fue escrito pudo haber desempeñado una función de respuesta a ciertas acusaciones dirigidas a los cristianos en el sentido de que amenazaban la estabilidad del tejido social, puesto que exigían cierta igualdad entre todos los fieles.

            A las mujeres se les dice que «respeten a sus maridos» (v. 22); los esposos, a su vez, deberán «amar» a sus consortes.  Pero eso no basta. El fragmento se abre y se cierra con una referencia explícita a Cristo y a la Iglesia (vv. 21.32). Por otra parte, las exhortaciones, apenas enunciadas, están motivadas desde una perspectiva específicamente cristiana: «como si se tratase del Señor» (v. 22), «como Cristo es cabeza y al mismo tiempo salvador del cuerpo, que es la Iglesia» (v. 23), «como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (vv. 25.29). En este caso, «como» no tiene un valor comparativo, sino causal: vivid en la caridad recíproca, «porque» el mismo Señor obró de este modo.

        La Iglesia ha encontrado en Cristo a su «salvador» (v. 23), al que la hace «santa» y «pura» (v. 26), «esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida: una Iglesia inmaculada» (v. 27). En el antiguo Oriente había costumbre de lavar y adornar a la novia, que era presentada a continuación al novio por los amigos de la boda. Ahora bien, aquí es el mismo Cristo quien ha lavado a su Iglesia de toda huella de suciedad «por medio del agua y la Palabra» (v. 26) -esto es, el bautismo- para presentarla a sí mismo. Esta irresistible belleza de la Iglesia se manifestará espléndidamente en la plenitud de los tiempos, pero Pablo nos asegura que es ya una característica que, aunque todavía sombreada, le pertenece como don. Cristo ha querido realizar personalmente respecto a la Iglesia lo que el Génesis describía como la vocación de todo hombre y de toda mujer (Gn 2,24).

 

Evangelio: Juan 6,60-69

En aquel tiempo,

60 muchos de sus discípulos, al oír a Jesús, dijeron: -Esta doctrina es inadmisible. ¿Quién puede aceptarla?

61 Jesús, sabiendo que sus discípulos criticaban su enseñanza, les preguntó: -¿Os resulta difícil aceptar esto?

62 ¿Qué ocurriría si vieseis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?

63 El Espíritu es quien da la vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida.

64 Pero algunos de vosotros no creen. Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a entregar.

65 Y añadió: -Por eso os dije que nadie puede aceptarme si el Padre no se lo concede.

66 Desde entonces, muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con él.

67 Jesús preguntó a los Doce: -¿También vosotros queréis marcharos?

68 Simón Pedro le respondió: -Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna.

69 Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.

 

        **• Tras la extensa revelación de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún, los discípulos muestran su malestar por las afirmaciones «irracionales» de su Maestro, unas afirmaciones difíciles de aceptar desde el punto de vista humano. Jesús, frente al escándalo y la murmuración de sus discípulos, precisa que no hay que creer en él sólo después de contemplar su ascensión al cielo, al modo de Elías y de Enoc, porque eso significaría no aceptar su origen divino, algo carente de sentido, puesto que él, el «Preexistente», viene precisamente del cielo (cf. Jn 3,13-15).

        La incredulidad de los discípulos respecto a Jesús, sin embargo, se pone de manifiesto por el hecho de que el «Espíritu es quien da la vida; la cante no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (v. 63). Juan afirma que tan real como la carne de Jesús es la verdad eucarística. Ambas son un don que tiene el mismo efecto: dar la vida al hombre. Con todo, muchos discípulos no quisieron creer y no dieron un paso adelante hacia una confianza en el Espíritu, no logrando liberarse de la esclavitud de la carne. A Jesús no le coge por sorpresa esta actitud por parte de los que dejan de seguirle. Conoce a cada hombre y sus opciones secretas. Adherirse a su persona y su mensaje a través de la fe es un don que nadie puede darse a sí mismo. Sólo lo da el Padre. El hombre, que es dueño de su propio destino, siempre es libre de rechazar el don de Dios y la comunión de vida con Jesús. Sólo quien ha nacido y ha sido vivificado por el Espíritu y no obra según la carne comprende la revelación de Jesús y es introducido en la vida de Dios. Es a través de la fe como el discípulo debe acoger al Espíritu y al mismo Jesús, pan eucarístico, sacramento que comunica el Espíritu y transforma la carne.

 

MEDITATIO

        El lenguaje de Jesús es duro no porque sea incomprensible, sino porque resulta difícil de aceptar, sobre todo por las consecuencias que implica. La cuestión del «lenguaje» en la transmisión de la fe es importante, pero la realidad de la fe, aunque sea expuesta en el lenguaje más actualizado, será siempre «dura». En estos años se ha introducido la lengua hablada en la liturgia, aunque no por ello han aumentado los que participan. Y no es sólo por una cierta extrañeza cultural del mundo bíblico, sino porque la Palabra resuena con toda su dureza.

        La Palabra, en su contenido esencial, implica una elección, una alianza del tipo de la propuesta por Josué; implica elecciones no siempre fáciles ni siempre indoloras. Y frente a los compromisos que dan la impresión de echar a perder la vida, nos sentimos tentados, también nosotros los discípulos, a pensar como la mayoría: la Iglesia exagera en sus demandas, quiere complicar la vida, la Palabra ha de ser interpretada, las nuevas condiciones de la sociedad no permiten vivir siguiendo ciertos parámetros del pasado...

        A nosotros, a mí, nos dice hoy el Señor, todavía con mayor claridad y dureza, que es preciso estar con él o dejarle. Ahora bien, a nosotros, a mí, nos ha dado hoy el Padre la posibilidad y el atrevimiento de repetir las palabras de Pedro: «Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna». Somos frágiles, nuestro corazón vacila con frecuencia, nuestra mente duda, pero hemos de repetir constantemente la afirmación de Pedro, porque sólo el Señor tiene palabras de vida eterna.

 

ORATIO

        Dame, Señor, tu Espíritu para que yo pueda comprender tus palabras de vida eterna. Sin tu Espíritu puedo echar a perder tus realidades, trastornar tu Palabra, cosificar la eucaristía, construirme una fe a mi medida, tener miedo a tus preceptos, considerar tu ley como una moral de esclavos. Dame tu Espíritu para que no me eche atrás, para que no te abandone en los momentos de la prueba, cuando me parezcas inhumano en tus demandas, cuando el Evangelio, en vez de una alegre noticia, se me presente como una amenaza para mi propia realización, cuando la alianza contigo me parezca una cadena opresora. Tú sabes, Señor, que hasta tus santos te hicieron llegar alguna vez sus lamentos. Santa Teresa de Ávila te decía que comprendía por qué tenías tan pocos amigos, dado el trato que les dabas. Con todo, si me dieras tu Espíritu, no digo que no me lamentaré, pero seguramente no te abandonaré, porque estaré arraigado y atado a ti, bien contento de seguirte, aunque quizás con pocos otros. En efecto, «sólo tú tienes palabras de vida eterna».

 

CONTEMPLATIO

        Los que se retiraron no eran pocos; eran muchos. Eso tiene lugar tal vez para consuelo nuestro: puede suceder, en efecto, que alguien diga la verdad y no sea comprendido y que incluso los que le escuchan se alejen escandalizados. Este hombre podría arrepentirse de haber dicho la verdad: «No hubiera debido hablar así, no hubiera debido decir estas cosas». Al Señor le pasó esto: habló y perdió a muchos discípulos, y se quedó con pocos. Pero no se turbó, porque desde el principio sabía quién habría de creer y quién no. Si a nosotros nos sucede algo semejante, nos quedamos turbados.

        Encontraremos consuelo en el Señor, sin dispensarnos, a pesar de todo, de la prudencia en el hablar (Agustín, Comentario al evangelio de Juan, 27, 8).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Sólo tú, Señor, tienes palabras de vida eterna» (cf. Jn 6,68b).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        La experiencia de los que se encuentran en misión es que sólo rara vez es posible ofrecer el pan que da la vida y curar verdaderamente un corazón que ha sido destrozado. Ni siquiera el mismo Jesús curó a todos, ni tampoco cambió la vida cíe todos.

        La mayor parte de la gente simplemente no cree que sean posibles los cambios radicales. Los que se encuentran en misión sienten el deber de desafiar persistentemente a sus compañeros de viaje a escoger la gratitud en vez del resentimiento, y la esperanza en vez de la desesperación. Las pocas veces en que se acepta este desafío son suficientes para nacer su vida digna de ser vivida. Ver aparecer una sonrisa en medio de las lágrimas significa ser testigo de un milagro: el milagro de la alegría. Desde el punto de vista estadístico, nada de todo esto es demasiado interesante. Los que te preguntan: ¿cuántas personas habéis reunido? ¿Cuántos cambios habéis aportado? ¿Cuántos males habéis curado? ¿Cuánta alegría habéis creado?, recibirán siempre respuestas decepcionantes. Ni Jesús ni sus seguidores tuvieron gran éxito. El mundo sigue siendo todavía un mundo oscuro, lleno de violencia, de corrupción, opresión y explotación. Probablemente, lo será siempre.

        La pregunta no es «¿a qué velocidad y cuántos?», sino «¿dónde y cuándo?». ¿Dónde se celebra la eucaristía? ¿Dónde están las personas que se reúnen en torno a la mesa partiendo el pan ¡untas? ¿Cuándo tiene lugar esto? [...] ¿Hay personas que, en medio de este mundo que se encuentra bajo el poder del mal, viven con la conciencia de que él vive y mora dentro de nosotros, de que él ha superado el poder de la muerte y ha abierto el camino de la gloria? ¿Hay personas que se reúnen alrededor de la mesa y que hacen en memoria suya lo que él hizo? ¿Hay  personas que continúan contándose sus historias de esperanzas y que marchan juntas a ocuparse de sus semejantes, sin pretender resolver toaos los problemas, sino llevar una sonrisa a un moribundo y una pequeña esperanza a un niño abandonado? (H. J. M. Nouwen, La forza aella sua presenza, Brescia 52000, pp. 85ss).

 

22° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 4,1-2.6-8

Moisés habló al pueblo y dijo:

1 Y ahora, Israel, escucha las leyes y los preceptos que os enseño a practicar para que viváis y entréis en posesión de la tierra que os da el Señor, Dios de vuestros antepasados.

2 No añadiréis nada a lo que yo os mando ni quitaréis nada, sino que guardaréis los mandamientos del Señor, vuestro Dios, que yo os prescribo.

6 Guardadlos y ponedlos en práctica; eso os hará sabios y sensatos ante los demás pueblos, que al oír todas estas leyes dirán: «Esta gran nación es ciertamente un pueblo sabio y sensato».

7 Y en efecto, ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella, como lo está el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?

8 Y ¿qué nación hay tan grande que tenga leyes y preceptos tan justos como esta ley que yo os promulgo hoy?

 

        **• El fragmento está tomado del libro del Deuteronomio, cuyos autores se encuentran entre los miembros de los círculos levíticos, atentos a la historia y perspicaces custodios de la tradición religiosa y cultural, próximos al profetismo y conscientes de los peligros que amenazan al pueblo, marcado por desequilibrios sociales y olvidado de los compromisos de la alianza. El libro se presenta como la colección de tres grandes discursos pronunciados por Moisés la víspera de su muerte y de la entrada de Israel en la tierra prometida. El propósito de los autores es recordar a sus contemporáneos la historia de la elección y de la alianza que le une a YHWH: si la fidelidad a ella es prenda de vida (cf. Dt 4,1), la infidelidad -en la que están viviendo- lo es de muerte.

        Nuestro pasaje se sitúa, en el libro, inmediatamente después de la reevocación de las etapas del viaje por el desierto. La primera palabra: «Escucha», es una palabra clave en todo el Deuteronomio y, en cierto sentido, en toda la piedad judía. «Escucha, Israel...» (Dt 6,4) recita el comienzo de la profesión de fe repetida a diario por el israelita piadoso. Israel ha sido llamado, en virtud de la elección divina, a escuchar la ley que YHWH le da y a ponerla en práctica, sin alterarla (v. 2). Como efecto de la obediencia, Israel vivirá y tendrá fama entre los otros pueblos. Se distinguirá de ellos y eso será motivo de gloria: será reconocido como «pueblo sabio y sensato» (v. 6), cuyas leyes y normas son justas (v. 8). Más todavía, la fidelidad a la alianza, manifestada en la observancia de la Ley, hará evidente la proximidad de Dios a su pueblo (v. 7): una realidad impensable para el hombre, fuente de estupor y de gratitud (cf. Sal 34,19; 46; 145,18).

 

Segunda lectura: Santiago l,17-18.21b-22.27

Hermanos míos queridísimos:

17 Toda dádiva buena, todo don perfecto, viene de arriba, del Padre de las luces, en quien no hay cambios ni períodos de sombra.

18 Por su libre voluntad nos engendró, mediante la Palabra de la verdad, para que seamos los primeros frutos entre sus criaturas. Acoged con mansedumbre la Palabra que, injertada en vosotros, tiene poder para salvaros.

22 Poned, pues, en práctica la Palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos.

27 La religiosidad auténtica y sin tacha a los ojos de Dios Padre consiste en socorrer a huérfanos y viudas en su tribulación y en mantenerse incontaminado del mundo.

 

        **• Este domingo empezamos a leer algunos fragmentos de la carta de Santiago. La atribución de este texto inspirado es objeto de controversia. Los exégetas parecen estar de acuerdo en considerar que el autor puso el escrito bajo el nombre de Santiago, «hermano del Señor» y primer responsable de la comunidad de Jerusalén (cf. Hch 12,17; 15,13ss; Gal 1,19), para conferirle autoridad. Es posible que hubiera recogido en él palabras o contenidos que procedían efectivamente de Santiago.

        El pasaje que hemos leído se compone de diferentes versículos cuyo punto de convergencia es la «la Palabra de la verdad». Por medio de la Palabra, Dios Padre engendró a los cristianos (v. 18) no sólo en el acto creador, sino -tal como aquí se entiende- en el momento del renacimiento en el bautismo. Éste es por excelencia el don que nos ha otorgado el Padre, el cual no cambia, ni en sí mismo ni en su libre obrar (v. 17). Él ha hecho a los cristianos hijos suyos y ellos son los primeros entre todas las criaturas que experimentan ya esa vida nueva (v. 18b), que rebosará cuando se consume la bienaventuranza eterna.

        Santiago sabe que la Palabra de Dios, que revela la verdad sobre Dios y sobre el hombre, tiene una fuerza intrínseca, pero sólo da fruto en plenitud con la colaboración del creyente. Es menester que la Palabra encuentre sitio en el corazón del hombre, un corazón que esté disponible para escucharla y ponerla en práctica, exento de espíritu de polémica. Entonces se convierte en portadora de salvación; sin embargo, si la Palabra es escuchada pero no acogida, entonces se alimenta en el hombre una falsa relación con Dios que crea la ilusión de lo contrario (vv. 21b-22).

        Está muy claro -afirma el autor sagrado- en qué consiste la auténtica manifestación de la fe: en cuidar de todos los que están desamparados, indefensos, oprimidos, en no seguir la mentalidad mundana ni sus pseudovalores. Contra la tentación, que acecha al creyente de todos los tiempos, de separar el culto y el estilo de vida (cf. Is 1,11-15; Am 5,21-24), la carta de Santiago «traduce » con términos prácticos e inequívocos el perenne dicho del Señor: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica es como aquel hombre sensato que edificó su casa sobre roca. [...] Sin embargo, el que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica es como aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena» (Mt 7,24ss).

 

Evangelio: Marcos 7,1 -8a. 14-15.21-23

En aquel tiempo,

1 los fariseos y algunos maestros de la Ley procedentes de Jerusalén se acercaron a Jesús

2 y observaron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavárselas

3 -es de saber que los fariseos y los judíos en general no comen sin antes haberse lavado las manos meticulosamente, aferrándose a la tradición de sus antepasados;

4 y al volver de la plaza, si no se lavan, no comen, y observan por tradición otras muchas costumbres, como la purificación de vasos, jarros y bandejas-.

5 Así que los fariseos y los maestros de la Ley le preguntaron: -¿Por qué tus discípulos no proceden conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?

6 Jesús les contestó: -Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito:

Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

 En vano me dan culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos.

8 Vosotros dejáis a un lado el mandamiento de Dios y os aferrais a la tradición de los hombres.

14 Y llamando de nuevo a la gente, les dijo: -Escuchadme todos y entended esto:

15 Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo. Lo que sale de dentro es lo que contamina al hombre.

21 Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios,

22 adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez.

23 Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre.

 

        **• El capítulo 7 del evangelio de Marcos recoge una enseñanza de importancia capital, una enseñanza que por sí misma constituye una de las cumbres de la historia religiosa de todos los tiempos. El pasaje que hemos leído toma como punto de partida la pregunta que le hacen a Jesús los fariseos y los maestros de la Ley –las personas calificadas del ambiente religioso y cultural de aquel tiempo- relacionada con el uso judío de las abluciones. A la ley mosaica sobre la pureza ritual (cf. vv. 3ss; Lv 11-15; Dt 14,3-21) habían ido añadiéndose cada vez más prescripciones, que, transmitidas oralmente, eran consideradas vinculantes, con la misma fuerza que la ley escrita y, como ésta, reveladas por YHWH. A Jesús se le interroga sobre la inobservancia de tales prescripciones («la tradición de los antepasados»: v. 5) por parte de sus discípulos. Jesús no responde directamente, sino que, citando Is 29,13, saca a la luz lo falso y vacío que es el modo de obrar de los fariseos: su culto es sólo formal, dado que a la exterioridad de los ritos y de la observancia de la Ley no le corresponden el sentimiento interior y la práctica de vida coherente. La tradición de los hombres acaba así por sobreponerse y cubrir el mandamiento de Dios (v. 8).

        En los vv. 14ss se afirma el criterio básico de la moral universal, introducido por la invitación: «Escuchadme todos». Todas las cosas creadas son buenas, según el proyecto del Creador (cf. Gn 1), y, por consiguiente, no pueden ser impuras ni volver impuro a nadie. Lo que puede contaminar al hombre, haciéndole incapaz de vivir la relación con Dios, es su pecado, que radica en el corazón. El corazón del hombre, por tanto, es el centro vital y el centro de las decisiones de la persona humana, del que depende la bondad o la maldad de las acciones, palabras, decisiones. No corresponde a la voluntad de Dios ni se está en comunión con él multiplicando la observancia formal de leyes con una rigidez escrupulosa, sino purificando el corazón, iluminando la conciencia de manera que las acciones que llevemos a cabo manifiesten la adhesión al mandamiento de Dios, que es el amor.

 

MEDITATIO

        La Palabra que hemos escuchado hoy nos invita a mirar en nuestro corazón con sinceridad. ¿Qué es lo que lo ocupa? ¿Por qué se afana? Son preguntas que liquidamos con excesiva facilidad porque «tenemos muchas cosas que hacer».

        La Palabra de Dios pide ser escuchada con el corazón, pide un espacio, pide un poco de tiempo. Nuestro obrar, en verdad, no es especialmente cuestión de brazos o de mente, sino de corazón. Es el corazón el que anima lo que decimos, hacemos, decidimos. El corazón es la sede de la conversión, de la decisión fundamental de acoger la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Y la Palabra de Dios, cuando habita en el corazón, lo cura, lo libera de los sentimientos egoístas, de la rivalidad, del desinterés por el otro: sentimientos que nos impiden experimentar la realidad más grande y determinante: el Señor está cerca. La Palabra de Dios, si le dejamos sitio en nuestro corazón, nos enseña a invocar al Señor y a ver al prójimo. Nos hace conscientes de que estamos bautizados y nos da la fuerza necesaria para vivir de manera coherente.

        Nos hace comprender cómo hemos de obedecer a la ley de Dios, la ley definitiva del amor, ese amor con el que Jesús fue el primero en amarnos.

 

ORATIO

        Venimos a ti, Señor, con el corazón que tenemos, repleto de sentimientos que nos esforzamos en reconocer y purificar a la luz de tu Palabra. No somos gente que te sea extraña: somos tus hijos, somos miembros del cuerpo de Cristo en virtud del bautismo que hemos recibido, formamos parte de tu Iglesia; sin embargo, cuántas veces estamos lejos de ti con el corazón y no nos damos cuenta de que tú estás siempre cerca de nosotros, tú, el único de quien tenemos una atormentadora necesidad.

        Repítenos una vez más que no te encontraremos multiplicando prácticas religiosas, sino abriendo el corazón a tu Palabra, orientando la vida según lo que te agrada, preocupándonos del hermano y de la hermana. Repítenos que el amor -y sólo el amor- nos hace puros. Y nosotros, acogiendo tu don, renovados en la mente y en el corazón, te diremos: «Tú eres nuestro Señor».

 

CONTEMPLATIO

        Es el corazón el que engendra tanto los pensamientos buenos como los que no lo son, pero no es porque produzca por su propia naturaleza conceptos que no son buenos, que provienen del recuerdo del mal cometido una sola vez a causa del primer engaño, un recuerdo que se ha convertido ahora casi en habitual. También parecen proceder del corazón los pensamientos que, de hecho, son sembrados en el alma por los demonios; por lo demás, los hacemos efectivamente nuestros cuando nos complacemos en ellos voluntariamente. Eso es lo que el Señor censura.

        La gracia esconde su presencia en los bautizados mientras espera que el alma una a ella su propósito. Es voluntad [de Dios] que nuestro libre albedrío no esté ligado por completo al vínculo de la gracia, ya sea porque el pecado no ha sido derrotado nunca, sino después de luchar, ya sea porque el hombre debe progresar siempre en la experiencia espiritual (Diadoco de Foticé, Cento considerazioni sulla fede, Roma 1978, pp. 92-95, passim [edición española: Obras completas, Ciudad Nueva, Madrid 1999; también existe edición catalana en Claret, Barcelona 1981]).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú estás junto a nosotros, Señor, Dios nuestro, cada vez que te invocamos» (cf. Dt 4,7).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        La lucha espiritual es un movimiento esencial de la vida espiritual cristiana. Se trata de una lucha interior, no dirigida contra seres exteriores a uno mismo, sino contra las tentaciones, los pensamientos, las sugestiones y las dinámicas que llevan a la consumación del mal. Pablo, sirviéndose de imágenes bélicas y deportivas (la carrera, el boxeo), habla de la vida cristiana como de un esfuerzo, de una tensión interior por permanecer en la fidelidad a Cristo, que implica desenmascarar las dinámicas a través de las cuales se abre camino el pecado en el corazón del hombre, para poder combatirlo en el mismo momento en que surge. El lugar de esta batalla es, en efecto, el corazón. Vigilancia y atención son la «fatiga del corazón» (Barsanufio) que permite al creyente llevar a cabo su purificación: es del corazón, en efecto, de donde brotan las intenciones malvadas y es el corazón el que debe transformarse en morada de Cristo gracias a la fe.

        En este sentido, la «custodia del corazón» constituye la obra por excelencia del hombre espiritual, la única verdaderamente esencial. En esta lucha es menester ejercitarse: es preciso, en primer lugar, saber discernir nuestras propias tendencias pecaminosas, nuestras propias debilidades, las tendencias negativas que nos marcan de un modo particular; en consecuencia, Tiernos de llamarlas por su nombre, asumirlas y no removerlas y, por último, sumergirnos en la larga y fatigosa lucha dirigida a hacer reinar en nosotros la Palabra y la voluntad de Dios.

        El órgano de esta lucha es el corazón, entendido en sentido bíblico como órgano de la decisión y de la voluntad, no sólo de los sentimientos. La capacidad de lucha espiritual, el aprendizaje del arte de la lucha (Sal 144,1; 18,35), resulta esencial para la acogida de la Palabra de Dios en el corazón humano. Los expertos en la vida espiritual saben que esta lucha es más dura que todas las luchas externas, pero conocen asimismo el fruto de la pacificación, de la libertad, de la docilidad y de la caridad que produce (E. Bianchi, Le parole della spiritualitá, Milán 1999).

 

23° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 35,4-7a

4 Decid a los cobardes: «¡Animo, no temáis!; mirad a vuestro Dios: trae la venganza y el desquite; viene en persona a salvaros».

5 Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán,

6 brincará el cojo como un ciervo, la lengua del mudo cantará. Brotarán aguas en el desierto y arroyos en la estepa;

7 el páramo se convertirá en estanque, la tierra sedienta en manantial.

 

        **• Al juicio de Dios sobre los pueblos enemigos de Israel (Is 34) le sirve de contrapaso la gloria del pueblo elegido (Is 35). La prosperidad y la fecundidad de Israel, fruto de la radical transformación llevada a cabo por la intervención divina, celebran la magnificencia y el poder de YHWH. Los que han sufrido las atrocidades de la opresión enemiga reciben el anuncio de una palabra de consuelo, una palabra que les invita a tener ánimo porque Dios intervendrá en su ayuda. La venida de Dios castiga a los culpables y premia a los inocentes, según la ley del talión.

        La salvación divina aparece descrita, sobre la base de la doctrina de la retribución temporal, como una curación completa de las enfermedades físicas: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos brincan, los mudos cantan (vv. 5-6a). También la naturaleza recibe una nueva vitalidad: el desierto y la estepa reciben un riego abundante, la tierra árida se vuelve rica en manantiales (vv. 6b-7a). Los profetas contemplan esa perspectiva ideal para expresar el cumplimiento de la expectativa mesiánica.

        El Mesías que ha de venir inaugurará unos tiempos en los que no habrá más sufrimiento y hasta la muerte será destruida {cf Is 25,7ss). Jesús asumirá los signos de la curación radical del hombre, para introducir a sus oyentes en la comprensión de la verdad de su persona y de su misión {cf Mt 11,2-6).

 

Segunda lectura: Santiago 2,1-5

1 Hermanos míos, no mezcléis con favoritismos la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo, Señor de la gloria.

2 Supongamos que en vuestra asamblea entra un hombre con sortija de oro y espléndidamente vestido y entra también un pobre con traje raído.

3 Si os fijáis en el que va espléndidamente vestido y le decís: «Siéntate cómodamente aquí», y al pobre le decís: «Quédate ahí de pie o siéntate en el suelo, a mis pies»,

4 ¿no estáis actuando con parcialidad y os estáis convirtiendo en jueces que actúan con criterios perversos?

5 Escuchad, mis queridos hermanos, ¿no eligió Dios a los pobres según el mundo para hacerlos ricos en fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?

 

        ** Santiago pide a los cristianos que no contradigan la fe profesada con un comportamiento incoherente. Interpelando directamente a los destinatarios de la carta, les invita a no caer en la práctica de favoritismos basándose en la riqueza: atenciones con los ricos, ninguna consideración con los pobres (v. 3). Quien muestra semejante actitud demuestra no creer en Jesucristo, Señor de la gloria (v. 1); son otros sus «señores»: el primero de todos la riqueza. Ésta es la primera asechanza, contra la cual no se cansaron de lanzar invectivas los profetas {cf. Am 6,1-7; Is 5,8-12; Miq2,lss), sintetizadas por Jesús en esta advertencia categórica: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).

        A Jesús se le llama aquí «Señor de la gloria» porque su cuerpo, después de la resurrección, es un cuerpo glorificado y también porque es la revelación de la gloria del Padre. La gloria, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, se ha hecho carne en Jesús, se ha hecho visible {cf. Jn 1,14). Practicar discriminaciones significa no reconocer esta manifestación de Dios y no acoger la consiguiente revelación de que todos los hombres, criaturas suyas, son iguales. Esto es algo particularmente grave, dado que tiene lugar con ocasión de las celebraciones litúrgicas (v. 2), o sea, precisamente cuando más evidente tenía que ser la identidad cristiana de la comunidad, en su unidad con Dios y entre los miembros que la componen. Los cristianos que practican el favoritismo demuestran que siguen teniendo una mentalidad mundana, alejada de la que se configura con el modo de obrar de Dios, y por eso no es auténtico el culto que le tributan (cf Sant 1,27).

        Dios escoge a los pobres y le da la vuelta a su condición, enriqueciéndoles con la fe en este mundo y dándoles después la vida eterna (v. 5). A lo largo de toda la revelación, aparece de manera constante la preferencia de Dios por los pobres, o sea, por esos que, sin buscar la seguridad en el poder o en los bienes terrenos, cuentan sólo con él; por esos que, indefensos y despreciados, «le aman» (v. 5b), es decir, viven con él en un clima de confianza, de confidencia, de agradecimiento.

 

Evangelio: Marcos 7,31-37

En aquel tiempo,

31 dejó Jesús el territorio de Tiro y marchó de nuevo, por Sidón, hacia el lago de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

32 Le llevaron un hombre que era sordo y apenas podía hablar y le suplicaron que le impusiera la mano.

33 Jesús lo apartó de la gente y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva.

34 Luego, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: -Eííalha (que significa: ábrete).

35 Y al momento se le abrieron sus oídos, se le soltó la traba de la lengua y comenzó a hablar correctamente.

36 Él les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más insistía, más lo pregonaban.

37 Y en el colmo de la admiración decían: -Todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

 

        **• La sección del evangelio en la que se encuentra el fragmento litúrgico de hoy está atravesada por el tema de la incomprensión de que es objeto la persona de Jesús. El sordomudo que recobra el pleno uso de sus facultades sensoriales, que le permitirán escuchar la Palabra reveladora y comunicarla a su vez, se convierte en signo de aquel que se abre a la acogida del misterio de Jesús. El hombre que recibe el milagro es un pagano que ha sido llevado a Jesús mientras este último atravesaba el territorio de la Decápolis (v. 31), situado al este del lago de Tiberíades, hasta donde había llegado la fama del Maestro como taumaturgo.

        El relato de esta curación es propio del evangelio de Marcos. No se alude a la fe del que recibe el milagro ni del que le acompaña (v. 32): es la totalidad de la persona del hombre la que se abre a la fe y al reconocimiento de quien le cura. Jesús obra el milagro apartándolo de la gente (v. 33) y ordenando guardar silencio sobre lo ocurrido (v. 36): la consigna del «secreto mesiánico» recibe aquí un énfasis particular. El anuncio del Evangelio y la adhesión de fe deben ser los únicos «signos» inequívocos de la inauguración de los tiempos mesiánicos.

        El milagro va acompañado de una gran riqueza de gestos: la introducción de los dedos en los oídos, el contacto con la saliva (elemento considerado como medicamentoso en la antigüedad), el suspiro, la palabra transmitida por el evangelista en arameo (vv. 33ss). Algunos de estos gestos se han conservado en el rito del bautismo.

        En virtud de la enorme admiración provocada por el milagro (v. 37), la muchedumbre no guarda la consigna del silencio (v. 36). La admiración está expresada con una afirmación que recuerda los relatos de la creación y de la liberación de la esclavitud. «Todo lo ha hecho bien» (v. 37a) remite a la expresión del libro del Génesis según la cual Dios vio que eran buenas todas las cosas creadas (cf. Gn 1). «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (v. 37b) y, por consiguiente, cumple la promesa del rescate de la esclavitud de Babilonia y del retorno a la patria anunciado por el profeta Isaías (cf. Is 35,1-10). Jesús, por tanto, lleva a cabo una nueva creación y la salvación definitiva.

 

MEDITATIO

        La muchedumbre, que iba a Jesús con el peso de sus propias enfermedades y con la confianza en su curación, nos sirve de espejo. Nos vemos a nosotros mismos en estos rostros: nosotros, como ellos, estamos dispuestos a acudir allí donde se intuye como posible la solución práctica de nuestros problemas contingentes, y mejor si resulta barato... Nos escapa el sentido profundo de la curación que da Jesús. Tal vez porque no sentimos necesidad de ninguna otra cosa.

        La Palabra de Dios que hemos oído hoy nos brinda la ocasión de volver a descubrir la alegría de haber sido bautizados: el bautismo, mucho más que una curación total, es un nuevo nacimiento que nos abre una vida nueva.

        Ser bautizado comporta un estilo de vida radicalmente renovado, en el que nuestros mismos sentidos captan la realidad en su densidad profunda y en el que las acciones, consecuentemente, expresan una lógica diferente de la que supone el egocentrismo. El bautizado es la persona cuyos ojos se abren a la belleza de la creación, cuyos oídos se abren a la Palabra de la misericordia y de la salvación, cuyos brazos se abren para abrazar a todo hombre y a toda mujer, sin discriminaciones de ningún tipo, puesto que ha reconocido en Dios al creador y al salvador de todos.

 

ORATIO

        Gloria a ti, Señor, que haces todas las cosas buenas y hermosas. Gloria a ti, que cuidas de todo lo que has creado y das a cada ser la posibilidad de conocer tu belleza y tu bondad.

        Haz que nos sacudamos el torpor de la mediocridad y, prolongando los límites de nuestros deseos, exclusivamente terrenos y materiales, nos atrevamos a probar tu don: la salvación, que es tu misma presencia vivificante.

        Haz que descubramos cómo los bienes que nos das se multiplican al compartirlos, sobre todo con quienes se encuentran en condiciones de indigencia.

        Enséñanos que la gratuidad es la verdadera liberación, la verdadera curación de nuestros males. Concédenos el coraje de pasar por esta experiencia. Tal vez entonces comprenderemos mejor que tú eres el Salvador y que nosotros, los bautizados, vivimos la nueva vida que nos has dado.

 

CONTEMPLATIO

        El sordomudo que fue curado de manera admirable por el Señor simboliza a todos aquellos hombres que, por gracia divina, merecen ser liberados del pecado provocado por el engaño del diablo. En efecto, el hombre se volvió sordo a la escucha de la Palabra de vida después de que, hinchado de soberbia, escuchó las palabras mortales de la serpiente dirigidas contra Dios; se volvió mudo para el canto de las alabanzas del Creador desde que se preció de hablar con el seductor.

        Dado que el sordomudo no podía ni reconocer ni orar al Salvador, sus amigos le condujeron al Señor y le suplicaron por su salvación. Así debemos conducirnos en la curación espiritual: si alguien no puede ser convertido por la obra de los hombres para la escucha y la profesión de la verdad, que sea llevado ante la presencia de la piedad divina y se pida la ayuda de la mano divina para salvarle. No se retrasa la misericordia del médico celestial si no vacila ni disminuye la intensa súplica de los que oran (Beda el Venerable, Omelie sul vangelo, Roma 1990, pp. 316ss).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Todo lo has hecho bien, Señor Jesús» {cf. Me 7,37).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Para seguir a Jesús sería preciso abandonar las enseñanzas y actuar sólo como quisiéramos que obraran los otros. Sería menester reconocer, en verdad, que eso es precisamente lo que hace él. Tras haberle conocido de cerca, ahora sé que me ama, como ama a cualquiera de los 'am ha'aresh que le siguen, sea un árabe, un griego, un romano o qué se yo. Más aún, ama a un extraño del mismo modo que ama a su madre, a sus parientes, a sus discípulos. Y cuando digo del mismo modo entiendo por ello que ya no existe diferencia alguna entre los que están unidos por este amor suyo universal. Ningún amor verdaderamente grande implica una gradación de valores; pues bien, su amor no parece tener límites. No puedo imaginar que sea capaz de negar nada a nadie, sea quien sea. La gente le pide milagros del mismo modo que pediría un préstamo que sabe ya por anticipado que no tendrá que devolver: y él se los concede. Los hace exaltando la misericordia, la bondad del Altísimo, o sea, señalando que todas las curaciones que a diario y en gran número realiza son una demostración evidente de que Adonai no puede obrar de otro modo con aquellos que confían en él.

        Parece decir: «Mira cómo es misericordioso y lo que puedes esperar aún de él. Esto debe mostrarte que puedes tener fe en él» (J. Dobraczynski, Lettere di Nicodemo, Brescia 41981 [edición española: Cartas de Nicodemo, Editorial Herder, Barcelona 1977]).

 

24° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 50,5-9a

5 El Señor me ha abierto el oído y yo no me he resistido ni me he echado atrás.

6 Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba; no volví la cara ante los insultos y salivazos.

7 El Señor me ayuda, por eso soportaba los ultrajes, por eso endurecí mi rostro como el pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

8 Mi defensor está cerca, ¿quién me quiere denunciar? ¡Comparezcamos juntos! ¿Quién me va a acusar? ¡Qué venga a decírmelo!

9 Sabed que me ayuda el Señor: ¿Quién me condenará?

 

        **• Este fragmento forma parte del llamado «Tercer canto del Siervo de YHWH» (IS 50,4-11). La misteriosa figura del «siervo» (¿un profeta?, ¿el pueblo de Israel?) está presentada como la de un discípulo fiel. El Señor le ha hecho capaz de escuchar la Palabra (v. 5) que le dirige a diario a fin de que la transmita a los hombres de su tiempo, en los cuales han disminuido la fuerza y la confianza (v. 4). La fidelidad del discípulo a la misión recibida encuentra la oposición de aquellos a quienes ha sido enviado. Latigazos, ultrajes (mesar la barba), insultos y salivazos: la persecución se ensaña con la persona del anónimo siervo, pero él no se echa atrás (v. 6), fortalecido con la certeza de que YHWH está cerca de él.

        No verá decepcionada su confianza: por eso puede hacer frente a sus enemigos de manera resuelta (v. 7) e incluso desafiarles llamándoles a juicio (v. 8). El Señor le ayuda (v. 9a) y le hace justicia (v. 8a). Todo intento perverso de acusar y condenar al siervo resultará vano (vv. 8b.9a), porque Dios es testigo y garante de su justicia e inocencia.

 

Segunda lectura: Santiago 2,14-18

14 ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarle la fe?

15 Si un hermano o una hermana están desnudos y faltos del alimento cotidiano,

16 y uno de vosotros les dice: «Id en paz, calentaos y saciaos», pero no les da lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve?

17 Así también la fe: si no tiene obras, está muerta en sí misma.

18 También se puede decir: «Tú tienes fe, yo tengo obras; muéstrame tu fe sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe».

 

        *•• Existe una preocupación central en la carta de Santiago: la fractura que opone, por una parte, a la Palabra  de Dios escuchada y la fe proclamada y, por otra, la vida cotidiana. Se trata de una fractura que no sólo impide conseguir la salvación (v. 14), sino que procura la muerte produciendo la ilusión de lo contrario.

        Este pasaje ha sido leído por algunos como antítesis a la teología paulina de la salvación por mediación exclusiva de la fe. En realidad, es más correcto leer las vigorosas afirmaciones de Santiago como una llamada lanzada a los que, radicalizando las palabras de Pablo, las tergiversan, como si la relación con Dios se agotara en una adhesión interior a él. La fe auténtica, por el contrario, no puede dejar de manifestarse en gestos de amor, que obedecen a la Palabra del Señor. De otro modo, la fe resulta ineficaz, falsa: una ilusión (v. 17). Igualmente, sería inexistente -si no sarcástico- un amor afirmado de palabra que no prestara ayuda concreta a la persona amada (vv. 15ss).

        Santiago se sitúa aquí en la misma línea que la parábola del juicio narrada por el evangelista Mateo (cf. Mt 25,31-46): reconoce como seguidores de Jesús a los que, aun sin tener una fe explícita en su presencia, han socorrido a los necesitados, a los desamparados, a los despreciados... en sus necesidades. El apóstol Juan dice de una manera sintética en su primera carta: «Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con hechos y de verdad» (1 Jn 3,18). La fe o se traduce en vida de amor o simplemente no existe. Mientras que las obras revelan la fe de quien las realiza -sea consciente o inconsciente de lo que hace-, no es verdad lo recíproco (v. 18).

        La salvación, por tanto, es don de Dios que ha de ser acogido creyendo en él, y las obras constituyen la respuesta positiva del hombre a ese don. «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).

 

Evangelio: Marcos 8,27-35

En aquel tiempo,

27 Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Filipo y por el camino les preguntó: -¿Quién dice la gente que soy yo?

28 Ellos le contestaron: -Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que uno de los profetas.

29 El siguió preguntándoles: -¿Y vosotros quién decís que soy yo? Pedro le respondió: -Tú eres el Mesías.

30 Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él.

31 Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley; que lo matarían y, a los tres días, resucitaría.

32 Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparle.

33 Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: -¡Ponte detrás de mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.

34 Después, Jesús reunió a la gente y a sus discípulos y les dijo: -Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.

35 Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará.

 

        *• Con este pasaje llega a un punto de atraque el itinerario que el evangelio de Marcos ha propuesto hasta aquí. Mediante el relato de las acciones de Jesús y las palabras con que las acompaña, el evangelista ha intentado hacer emerger la respuesta a la pregunta fundamental sobre la identidad de Jesús, cuyo nombre se había hecho famoso (cf. Me 6,14). Ahora es el mismo Jesús quien explicita la pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 27). El grupo de los discípulos, erigiéndose en portavoz de las expectativas mesiánicas de Israel, refiere que Jesús es considerado como Juan el Bautista, o bien Elías -cuyo retorno debía preceder a la venida del Mesías (cf. Mal 3,1)- o algún profeta, cuya falta ya se advertía desde hacía mucho tiempo.

        Y cuando Jesús plantea la pregunta directa: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29), Pedro, prototipo del discípulo, profesa su propia fe en Jesús reconociéndolo como Cristo, es decir, «mesías», «salvador». Los gestos que Jesús ha realizado, y que Marcos ha narrado en los ocho primeros capítulos de su evangelio, manifiestan el cumplimiento de las profecías mesiánicas. De este modo encuentra su explicación el primer atributo con el que el evangelista calificó a Jesús en el comienzo de su libro (cf. Me 1,1b).

        De ahora en adelante, su relato empieza a dar razón del segundo atributo: «Hijo de Dios» (Mc 1,1c). Esta segunda parte del evangelio, que será ratificada con otra profesión de fe, la de un pagano (el centurión: cf. 15,39), se abre con la autopresentación de Jesús, que esboza el modo como entiende y vive su propio mesiazgo: no como triunfo o éxito, sino como humillación y sufrimiento (v. 31). Con su reacción (v. 32), Pedro se muestra ahora como prototipo de quien sigue una lógica diferente respecto a la de Dios, a la que se opone como Satanás. Jesús se muestra resuelto cuando recuerda a Pedro su lugar, que es detrás de él, único Maestro (v. 33), y cuando precisa a todos las condiciones necesarias para ser discípulo suyo. Es menester dar la vuelta al propio modo de pensar de cada uno, a la imagen de Dios que se ha construido, a los objetivos que se había fijado. Es preciso seguir los pasos de Jesús. Hace falta proyectar nuestra - existencia no como posesión egoísta y autosatisfactoria, sino como entrega (vv. 34ss).

 

MEDITATIO

        ¿Quién es para mí Jesús? La pregunta nos viene dirigida directamente. Nosotros somos hoy los discípulos que, habiendo vivido con Jesús, están invitados a pronunciarse sobre él. Puede resultar sencillo repetir una fórmula aprendida en el catecismo o asumir una posición aceptable por la mayoría sin una excesiva implicación personal: Jesús es el Señor, Jesús es un gran hombre, Jesús es el protector de los débiles... ¿Quién es para mí Jesús? Toda respuesta suena vacía si no afecta a mi vida, si no expresa mi compromiso con él. Sí, Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, el que nos ha revelado el amor del Padre por todos y en particular por los indefensos. Reconocerle y aceptarle como tal, invocarle como Señor, adquiere su significado pleno si, en consecuencia, le sigo en su camino. El amor que Jesús nos da y nos hace conocer es el amor de quien da la vida por los otros y paga cualquier precio con tal de permanecer fiel a ese amor. Jesús es verdaderamente nuestro Señor, si nosotros, dejando de lado nuestros proyectos mezquinos, asumimos el suyo, sin dejarnos condicionar por la mentalidad corriente, absolutamente centrada en el beneficio y en el culto a nosotros mismos.

        Nuestras obras expresan la verdad de nuestra decisión, de nuestra respuesta a la pregunta sobre la identidad de Jesús.

 

ORATIO

        Perdóname, Señor Jesús: también hoy he tenido miedo del rechazo y de la burla. No he conseguido seguirte en tu camino y me he rebajado a pactos con los criterios que, en este mundo, permiten estar de la parte de los vencedores. Tú elegiste el amor y fuiste escarnecido, no te creyeron y, por último, te mataron. Nunca dejaste de amar ni de demostrar amor: lo que decías lo ponías en práctica. Fuiste un derrotado para las crónicas mundanas, pero en el silencio de una aurora de primavera, resucitaste de la muerte. El amor, nos dijiste, es la única salvación, y creer en ti derrota todo abuso, todo egoísmo tiránico.

    Perdóname, Señor Jesús, cuando expreso mi fe sólo de palabra, cuando me refugio en el escondite del «así hacen todos», en vez de saborear los espacios abiertos de tus caminos, a lo largo de los cuales se experimenta la alegría de dar la vida por los hermanos.

 

CONTEMPLATIO

        Quien se libera del hombre viejo y de sus obras reniega de sí mismo y puede decir: « Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí»; toma, en efecto, su cruz y es un crucificado para el mundo. Y el que ha crucificado en sí mismo el mundo, ése sigue al Señor crucificado. Pedro, que se escandalizó con el anuncio de la muerte del Señor, fue regañado severamente por el mismo Jesús: de este modo, los discípulos se vieron invitados a renegar de sí mismos, a tomar su cruz y a seguir al Maestro con el ánimo de quien se encuentra siempre en peligro de muerte.

        A las palabras amargas les siguen las alegres, y el Señor anuncia: «El Hijo del hombre vendrá en la gloria del Padre con sus ángeles». Si temes la muerte, escucha la gloria del que triunfa. Si te espanta la cruz, escucha el homenaje que le rinden los ángeles. «Y entonces», añade el Señor, «dará a cada uno según sus obras». No hay distinción entre judíos y paganos, entre hombres y mujeres, entre pobres y ricos, porque no son las personas, sino las obras las que serán sometidas a juicio (Jerónimo, Commento alvangelo di Matteo, Roma 1969, pp. 167ss).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que yo muestre, Señor, con mis obras mi fe en ti».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        ¿Quién es Jesucristo para Ignacio Silone? Es la expresión más elevada, más pura, más fecunda de la humanidad. En él se encarnan y se sintetizan esos valores que constituyen la base de toda civilización y que determinan la verdad -es decir, la autenticidad y la grandeza- de todo hombre.

        No elaboró un sistema filosófico o teológico, ni siquiera fundó una religión; no estableció pactos con el poder, no lisonjeó los bajos instintos del hombre, no vaciló en proponer una doctrina moral fuera de todos los esquemas, incluso «escandalosa», no tuvo miedo de ir contracorriente ni de introducir el desorden. Encarnando su mensaje en su persona, proclamó algunas verdades «locas», aunque sublimes y fecundas. En L'aventura d'un povero cristiano, Pier Celestino dirige a Bonifacio VIII estas palabras: «Pero si se despoja al cristianismo de sus llamadas cosas absurdas para hacerlo agradable al mundo, tal como es, y apto para el ejercicio del poder, ¿qué queda de él? Sabéis que la racionabilidad, el sentido común, las virtudes naturales existían, ya antes de Cristo, y se encuentran también ahora en muchos que no son cristianos. ¿Qué es lo que Cristo nos ha traído de más? Precisamente, algunas cosas absurdas en apariencia. Nos ha dicho: amad la pobreza, amad a los humillados y a los ofendidos, amad a vuestros enemigos, no os preocupéis por el poder, por la carrera, por los honores; son cosas efímeras, indignas de almas inmortales...» (p. 244).

        A causa de sus «absurdos», Jesús se ve o bien rechazado, o bien domesticado, o bien escarnecido. [El] prefirió el patíbulo de la cruz después de haber proclamado que quien quiera seguirle debe renegar de sí mismo y tomar su cruz. Pero los detentadores del sentido común y, sobre todo, los sacerdotes «cuentan con una experiencia secular en el arte de hacer la cruz inocua» (// seme sotto la nevé, p. 159). Aliándose con el poder, han reducido el cristianismo a instrumento de estabilidad social, pese a que aquél se fundamenta en la injusticia. Todo eso es traicionar a Cristo. Sustituyendo la imagen de Jesús crucificado y agonizante por la del Jesús «clerical, resucitado y triunfante», ha traicionado la Iglesia a su Señor. Afortunadamente para nosotros, no puede impedir «que, de vez en cuando, algunos cristianos sencillos tomen la cruz en serio y actúen como locos» (// seme sotto la nevé, p.159), ofreciéndose, a cuantos quieran verlo, como auténticos testigos de Jesús (F. Castelli, Volti ai Gesú nella letteratura moderna, Cinisello B. 1987).

 

25° domingo del tiempo ordinario

 

Primera lectura: Sabiduría 2,12.17-20

Dijeron los impíos:

12 «Acechemos al justo, porque nos resulta insoportable y se opone a nuestra forma de actuar, nos echa en cara que no hemos cumplido la ley y nos reprocha las faltas contra la educación recibida.

17 Veamos si es verdad lo que dice, comprobemos cómo le va al final.

18 Porque si el justo es hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus adversarios.

19 Probémoslo con ultrajes y tortura: así veremos hasta dónde llega su paciencia y comprobaremos su resistencia.

20 Condenémoslo a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo librará».

 

        **• En el capítulo 2 del libro de la Sabiduría, los impíos -esto es, los que desconocen a Dios, o han renegado de él de algún modo, abandonando la observancia de la Ley- declaran su concepción de la existencia. La vida, completamente circunscrita dentro del horizonte terreno, efímera y transeúnte, es para gozarla sin escrúpulos (vv. 6-12a).

        El «justo», es decir, cualquiera que sea fiel a YHWH y a sus mandamientos, sigue unos criterios de vida diametralmente opuestos a los del impío y, por consiguiente, siente como un reproche el comportamiento del justo, su misma presencia (vv. 12b. 14). De ahí su decisión de ensañarse con él, diciendo, en plan sarcástico, que quiere verificar la autenticidad de la fe que profesa (vv. 17-20). Aparece un crescendo en las persecuciones que se le infligen, hasta llegar a la sentencia de muerte (v. 20a).

        Los impíos esperan probar de este modo la consistencia de la paciencia y de la resistencia demostradas por el justo (v. 19), así como la consistencia de la seguridad que ha declarado en el apoyo que le da Dios, su salvador y liberador (vv. 18.20b). El sarcástico desafío lanzado por los impíos, repetido contra los justos de todos los tiempos, vivirá su último acto en el Gólgota, donde el justo ve atendida su petición de salvación resucitando (cf. Heb 5,7).

 

Segunda lectura: Santiago 3,16-4,3

Carísimos:

3,16 Porque donde hay envidia y ambición, allí reina el desorden y toda clase de maldad.

17 En cambio, la sabiduría de arriba es en primer lugar intachable, pero además es pacífica, tolerante, conciliadora, compasiva, fecunda, imparcial y sincera.

18 En resumen, los que promueven la paz van sembrando en paz el fruto que conduce a la salvación.

4,1 ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esas pasiones que os han convertido en un campo de batalla?

2 Ambicionáis y no tenéis; asesináis y envidiáis, pero no podéis conseguir nada; os enzarzáis en guerras y contiendas, pero no obtenéis porque no pedís;

3 pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones.

 

        **• La fe auténtica se manifiesta en las obras, del mismo modo que la verdadera sabiduría se reconoce por sus frutos {cf. Sant 3,13). El autor de la carta de Santiago pone en guardia contra los falsos maestros, es decir, contra aquellos cuyas palabras no edifican la comunidad en la concordia, sino que fomentan las divisiones internas. Quien sólo se preocupa de sí mismo y se encierra de manera egoísta en la búsqueda de su propia gratificación, se comporta de tal modo que crea desorden y turbación en los otros (3,16). Por el contrario, quien acoge la sabiduría, don que Dios concede a quien se lo pide {cf. Sab 8,21), vive de una manera límpida, sincera, recta.

        El elenco de adjetivos calificativos de «la sabiduría de arriba» (3,17) está compuesto, probablemente, teniendo en cuenta la situación concreta de los destinatarios de la carta y pone de relieve las virtudes que más necesitan.

        De ese elenco se desprenden los rasgos de una comunidad minada por las divisiones, los personalismos, las rivalidades. Santiago la exhorta a compararse con el don de Dios y con la urgencia de encarnarlo en un estilo de vida tolerante, propio de quien acoge a los otros sin discriminaciones, preocupado no por aparentar, sino por ser. Ése es el estilo de vida de quien construye la «paz», que es el bien supremo, compendio de cualquier otro (3,18).

        Los cristianos están invitados a descubrir de modo decidido las raíces de las discordias y de las divisiones que laceran la comunidad (4,1a). Santiago los identifica con el deseo desordenado de poseer, que engendra conflictos, primero en el mismo interior de la persona (4,1b) y, en consecuencia, después con los otros (4,2). Y no sólo esto, sino que provoca asimismo la ruptura de la relación con Dios, de suerte que la oración queda vaciada de sentido y reducida a una apariencia hipócrita.

        Y es que no se puede orar a Dios con un corazón alejado de él (4,3; c £ l s 29,13).

 

Evangelio: Marcos 9,30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos

30 se fueron de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera,

31 porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les decía: -El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, le darán muerte y, después de morir, a los tres días resucitará.

32 Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle.

33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: -¿De qué discutíais por el camino?

34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante.

35 Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: -El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos.

36 Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:

37 - El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge, y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.

 

        ** El evangelista recoge en este fragmento otro dicho de Jesús referente al desenlace de su misión: va a ser entregado en manos de los hombres y le darán muerte (v. 3lab). El verbo «entregar», conjugado en pasiva y sin complemento, sugiere que es Dios quien realiza la acción. La pasión y la muerte de Jesús no son «padecidas» por Dios, que es incluso el protagonista: es él quien, a través del recorrido doloroso de su Hijo, reconciliará consigo al mundo. El signo eficaz de esto será la resurrección de Jesús (v. 31c).

        Marcos subraya una vez más que los discípulos no comprenden y, para resaltar la distancia que media entre la palabra del Maestro y su mentalidad -en última instancia, la mentalidad de la comunidad cristiana-, pone, a renglón seguido, otros dos dichos de Jesús. En el primero se afirma que la jerarquía entre los discípulos está estructurada siguiendo el criterio del servicio y del ponerse en el último lugar: en esto se fundamenta la verdadera grandeza (vv. 34ss). El segundo dicho une la acogida a Jesús -y por eso al Padre que le envía- a la de un niño (v. 37). El niño, cuya escasa consideración positiva en el mundo antiguo resulta muy conocida, es imagen de todos los que no son considerados dignos de atención y de estima; sin embargo, son precisamente ellos quienes reciben el don del amor de Jesús -cosa que significa mediante el abrazo (v. 36)- y se convierten en sacramento del mismo Jesús, como él es sacramento del Padre.

 

MEDITATIO

        La «sabiduría» absolutamente terrena alaba el éxito personal y lo persigue a toda costa. Para el protagonismo que se autoalaba, cualquier persona a la que considere impedimento para su propia supremacía puede ser eliminada sin escrúpulos. En todos los tiempos, también en el nuestro, aparece la formación de círculos de poder que atraen a su alrededor grupos de seguidores acríticos, en los que instilan el sentido de la lucha contra los otros partidos.

        Este mecanismo, ínsito en el hombre en el estadio instintivo, ha sido alcanzado por el anuncio de la pascua de Jesús, que propone su superación. Se trata del don de Dios que se ofrece a todos: quien lo acoge se convierte en obrero de la paz y no de la división. Es el puesto del criado, ocupado por Jesús en primer lugar, el que garantiza el primado en el amor. Es el niño, el débil, el «sin voz», el que se revela como puente lanzado sobre las aguas cenagosas del egoísmo humano, donde nos sorprende el abrazo del Padre.

 

ORATIO

        A veces, Señor, la pequeñez de mi ser criatura me parece inadecuada e insuficiente para contener mis grandes deseos. Y hago de todo para acabar con aquellos a quienes advierto como límites a mi necesidad de expandirme, de «sentirme grande»: ser más que los otros, recibir más que los otros, contar más que los otros.

        Tú sales al encuentro de esta prepotente necesidad de sobresalir y me propones ponerla al servicio del amor, haciéndome el último de todos, el siervo de todos, el más pacífico, el más dócil, el más misericordioso, acogedor con todos...

        Envía de lo alto tu Espíritu de sabiduría, para que haga de mi vida una obra de paz.

 

CONTEMPLATIO

        Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz.

        Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre, en la debilidad y la tentación, y en todo lo demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna. Por eso es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor.

        Dichoso el que soporta a su prójimo en su fragilidad como querría que se le soportara a él si estuviese en caso semejante.

        Dichoso el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y enaltecido por los hombres que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más. ¡Ay de aquel religioso que ha sido colocado en lo alto por los otros y no quiere abajarse por su voluntad! Y dichoso aquel siervo que no es colocado en lo alto por su voluntad y desea estar siempre a los pies de otros (Francisco de Asís, Admoniciones, 6.18.19, en Fuentes Franciscanas, edición electrónica, versión de Patricio Grandón, OFM).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        «Surgió entre los discípulos una discusión sobre quién sería el más importante» (Lc 9,46). Sabemos bien quién es el que siembra esta discusión entre las comunidades cristianas. Pero tal vez no tengamos bastante presente que no puede formarse ninguna comunidad cristiana sin que, antes o después, nazca esta discusión en ella. En cuanto se reúnen los hombres, ya empiezan a observarse unos a otros, a juzgarse, a clasificarse según un orden determinado. Y con ello ya empieza, en el mismo nacimiento de la comunidad, una terrible, invisible y a menudo inconsciente lucha a vida o muerte.

        Lo importante es que cada comunidad cristiana sepa que, ciertamente, en algún pequeño rincón «surgirá entre sus componentes la discusión sobre quién es el más importante». Es la lucha del hombre natural por su autojustificación. Ese hombre se encuentra a sí mismo sólo en la confrontación con los otros, en el juicio, en la crítica al prójimo. La autojustificación y la crítica van siempre de la mano, lo mismo que la justificación por la gracia y el servicio van siempre unidos. Como es cierto que el espíritu de autojustificación sólo puede ser superado por el espíritu de la gracia, los pensamientos particulares dispuestos a criticar quedan limitados y sofocados si no les concedemos nunca el derecho a abrirse camino, excepto en la confesión del pecado.

        Una regla fundamental de toda vida comunitaria será prohibir al individuo hablar del hermano cuando esté ausente. No está permitido hablar a la espalda, incluso cuando nuestras palabras puedan tener el aspecto de benevolencia y de ayuda, porque, disfrazadas así, siempre se infiltrará de nuevo el espíritu de odio al hermano con la intención de hacer el mal. Allí donde se mantenga desde el comienzo esta disciplina de la lengua, cada uno de los miembros llevará a cabo un descubrimiento incomparable: dejará de observar continuamente al otro, de juzgarle, de condenarle, de asignarle el puesto preciso donde se le pueda dominar y hacerle así violencia. La mirada se le ensanchará y al mirar a los hermanos, plenamente maravillado, reconocerá por vez primera la gloria y la grandeza del Dios creador. Dios crea al otro a imagen y semejanza de su Hijo, del Crucificado: también a mí me pareció extraña esta imagen, indigna de Dios, antes de que la hubiera comprendido (D. Bonhoeffer, La vita comune, Brescia '1981 [edición española: Vida en comunidad, Ediciones Sígueme, Salamanca 1997]).

 

26° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Números 11,25-29

En aquellos días,

25 el Señor bajó en la nube y habló a Moisés; tomó parte del espíritu que había en él y se lo pasó a los setenta ancianos. Cuando el espíritu de Moisés se posó sobre ellos, comenzaron a profetizar, pero esto no volvió a repetirse.

26 Dos de ellos se habían quedado en el campamento, uno se llamaba Eldad y otro Medad. Aunque estaban entre los elegidos, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu vino también sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento.

27 Un muchacho corrió a decir a Moisés: -Eldad y Medad están profetizando en el campamento.

28 Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino diciendo: -¡Señor mío, Moisés, prohíbeselo!

29 Moisés replicó: -¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!

 

        ** El relato del libro de los Números presenta la organización del pueblo de Israel en su viaje hacia la tierra prometida. Israel, presentado como una comunidad santa -cuyos errores, debilidades y rebeldías no se callan, a pesar de todo-, es guiado por YHWH, que habita en medio del pueblo y, acompañándolo, lo engendra con su poder y manifiesta su señorío incluso sobre los pueblos limítrofes. Nuestro fragmento pone de relieve la estructuración del gobierno de la comunidad.

        Moisés es el mediador por excelencia entre Dios y el pueblo. El Señor le habla directamente y ha recibido en plenitud el espíritu (v. 25a). Junto a él aparecen setenta ancianos (v. 25b) que participan de la autoridad carismática de Moisés.

        El texto prosigue comunicando una verdad que marca un avance importante en el camino del hombre religioso: el don de Dios no está ligado rígidamente a un lugar, sino que alcanza a la persona allí donde se encuentre. Éste es el caso de los dos hombres que, aun habiendo sido convocados entre los setenta ancianos, no habían ido al lugar fijado. También sobre ellos vino el espíritu (v. 26), suscitando la contrariedad de Josué (v. 28). La afirmación de la libertad soberana de Dios en su obrar (v. 29) es el elevadísimo mensaje que interpela al creyente de todos los tiempos, siempre acechado por la tentación de encerrar a Dios en los angostos espacios de una «justicia» que se arroga la tarea de salvaguardar los presuntos derechos de Dios pisoteando los de las personas humanas.

 

Segunda lectura: Santiago 5,1-6

1 Y vosotros los ricos gemid y llorad ante las desgracias que se os avecinan.

2 Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos son pasto de la polilla.

3 Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y este óxido será un testimonio contra vosotros y corroerá vuestras carnes como fuego. ¿Para qué amontonar riquezas si estamos en los últimos días?

4 Mirad, el jornal de los obreros que segaron vuestros campos y ha sido retenido por vosotros, está clamando y los gritos de los segadores están llegando a oídos del Señor todopoderoso.

5 En la tierra habéis vivido lujosamente y os habéis entregado al placer; con ello habéis engordado para el día de la matanza.

6 Habéis condenado, habéis asesinado al inocente y ya no os ofrece resistencia.

 

        **• El fragmento se presenta como un duro apóstrofe contra los ricos. Estos, sintiéndose fuertes por los bienes de los que disponen, limitan su horizonte existencial a la tierra y se encierran en él constituyéndose a sí mismos centro de su propio mundo (cf. Le 12,16-19). Parecen vivir en una condición envidiable; sin embargo, Santiago saca a la luz el drama del que son protagonistas.

        La cantidad de bienes que tienen acumulados es tan grande que se deterioran: mientras que muchedumbres de pobres están privadas del mínimo que se les debe, una ingente cantidad de riqueza está malgastada, no sirve para nada (v. 3a); sin embargo, puesto que se trata de bienes que los ricos han acaparado de una manera inicua, pisoteando los justos derechos de los obreros (v. 4) y cometiendo abusos, hasta el punto de no dudar en matar a quienes hubieran sido un obstáculo para sus intereses (v. 6), los mismos ricos serán víctimas de sus ingentes capitales (v. 3b). En efecto, el día del juicio de Dios los bienes constituirán la prueba acusatoria de su conducta perversa. La vida frívola y disoluta que llevan los ricos no sirve para otra cosa más que para hacerles llegar gordos, del mismo modo que los animales para el día de la matanza (v. 5).

        Frente a la situación grotesca y paradójica de los ricos egoístas y carentes de escrúpulos, está la de los justos, defraudados en lo que les corresponde por derecho (v. 4a), víctimas silenciosas de vejaciones a las que no pueden oponerse (v. 6), pero cuyo grito llega a los oídos del Señor (v. 4b). Él se encargará de su defensa y cambiará su suerte. En la figura del «justo» del v. 6 podemos entrever la del «Siervo de YHWH», cuya confianza está puesta enteramente en el Señor, que vela sobre su condición humillada y oprimida, «escucha su grito y lo salva» (cf. Sal 37,39ss; Is 50,6ss).

 

Evangelio: Marcos 9,38-43.45.47ss

En aquel tiempo,

38 Juan le dijo a Jesús: -Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo.

39 Jesús replicó: -No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí.

40 Pues el que no está contra nosotros está a favor de nosotros.

41 Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa.

42 Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y le echaran al mar.

43 Y si tu mano es ocasión de pecado para ti, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue.

45 Y si tu pie es ocasión de pecado para ti, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la vida que ser arrojado con los dos pies al fuego eterno.

47 Y si tu ojo es ocasión de pecado para ti, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno,

48 donde el gusano que roe no muere y el fuego no se extingue.

 

        *•• La intervención de Juan refiere la oposición de los discípulos a un exorcista que, aunque no pertenecía a su grupo, obraba en nombre de Jesús (v. 38). Esto le permite al Maestro proporcionar una enseñanza importante para la vida de la comunidad cristiana. No están en comunión con Jesús sólo los que son, oficialmente, de los suyos (v. 39); el que invoca su nombre obrando el bien es, a buen seguro, un simpatizante suyo, puesto que es correcto pensar que no ultrajará, en un segundo momento, a aquel cuyo poder había invocado antes.

        Jesús, que ha venido para salvar a todos {cf. Jn 12,32; Hch 10,34ss), no es propiedad de nadie y, con mayor razón aún, no puede pretender poseerlo en exclusiva su comunidad, que, más bien, está llamada a continuar su misión universal. Hay personas que, aunque no se consideran discípulos de Jesús, no son, de hecho, contrarias a él y llevan a cabo gestos de atención respecto a los cristianos: estos tienen asegurada su recompensa (vv. 40ss).

        Enlazando con los precedentes dichos de Jesús dirigidos a los pequeños (cf. vv. 37.41), refiere el evangelista algunas sentencias contra los que son motivo de escándalo o de tropiezo y, por consiguiente, de caída. Es preferible morir antes que atentar con nuestro propio comportamiento contra la debilidad del hermano, en particular si se sobreentiende la debilidad en la fe (v. 42).

        Esta idea aparece articulada en los versículos siguientes con tres afirmaciones extremas: es mejor amputarse un miembro del propio cuerpo que sea ocasión de caída que conservar la integridad del cuerpo y perder la comunión con Dios. El carácter trágico de esta última condición está reforzada con la cita del Is 66,24, que evoca la destrucción provocada por la putrefacción y por la combustión: un tormento sin tregua (v. 48).

 

MEDITATIO

        En Dios, la libertad se conjuga con el amor infinito, ese en virtud del cual no se negó Jesús a dar la vida por nosotros. La libertad de Dios es demasiado grande para el hombre. Es algo que produce vértigo y resulta inconcebible para los espíritus ligados a la ley de la justicia distributiva. Así, siempre hay alguien dispuesto a dar consejos a Dios para enseñarle -o al menos recordarle- cómo tiene que tutelar y hacer respetar sus propios derechos. Dios, en cambio, parece ver las cosas desde otro punto de vista. Para él, todos los hombres son hijos suyos y se pone contento cuando alguno de ellos, aunque sea de una manera no «canónicamente» correcta, acoge su don y lo vive; sin embargo, le entristece ver que sus hijos no hacen circular entre ellos el amor que reciben de él; que, en vez de ayudarse unos a otros, se obstaculizan recíprocamente; que intentan explotarse, en vez de compartir los bienes de que disponen...

        Jesús pone en guardia a la comunidad de sus discípulos: no hay que volver a levantar, en nombre de una presunta pureza religiosa, las barreras que él ha venido a derribar.

 

ORATIO

        Tú eres el Señor, el único Señor.

        Eres el Señor del bien y lo difundes a manos llenas sobre todas tus criaturas, sin dejar que nadie ignore lo que es tu bondad.

        Eres el Señor de la abundancia, que no te dejas encerrar en las angosturas de los partidismos y de los derechos adquiridos. Sólo conoces un derecho: el de amar, en primer lugar y siempre. Y este derecho nadie te lo puede quitar.

        Eres el Señor de la riqueza, una riqueza que no quieres que sea confundida con las escaladas al control de los centros económicos ni con el acaparamiento indiscriminado.

        La riqueza, la verdadera, la que tiene el corazón como caja de caudales y aumenta cuanto más se comparte, es la capacidad de recibir y dar amor, atención, ternura. Es latir con tus mismos sentimientos, es respirar tu libertad soberana.

        Esto es lo que nos ofreces, Señor, sumo bien.

 

CONTEMPLATIO

        El Espíritu Santo, que con la vocación [de los gentiles] los santifica y los hace agradables a Dios, es la sustancia de los dones de Dios. Y quien lo posee plenamente realiza todas las cosas según razón: enseña rectamente, vive de manera irreprensible, confirma realmente y de modo perfecto con signos y prodigios cuanto cree. En efecto, tiene en sí mismo la fuerza del Espíritu Santo, que le da un tesoro y el motivo de la plenitud de todos los bienes.

        Se ha dicho que este Espíritu ha sido derramado por Dios sobre todos los hombres para que quienes lo reciban puedan profetizar y tener visiones. La Efusión del Espíritu es la causa del profetizar y del conocer el sentido y la belleza de la verdad (Dídimo el Ciego, Lo Spirito Santo, Roma 1990, pp. 76ss [edición española: Tratado sobre el Espíritu Santo, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1997]).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre nosotros».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Habla H. Cox de dos concepciones de la personalidad. Una concéntrica, la otra excéntrica. La concepción excéntrica no hemos de entenderla en el sentido de extraña o extravagante, sino como algo que tiene su centro fuera de sí. Es la persona que acoge lo nuevo, lo inesperado, lo que llega de «otra parte». Es la persona abierta al Espíritu, disponible a su «juego», capaz de aceptar los riesgos que comporta. Con la concepción concéntrica, tenemos un mundo encerrado en sí mismo, que no reserva sorpresas, que no va más allá de sus propias posibilidades, caracterizado por la rigidez y por la esclerosis. En la concepción excéntrica tenemos un mundo tocado por la gracia, caracterizado por lo imprevisible y por la llegada de lo imprevisto, con personas todas diferentes, siempre «fuera de los esquemas».

        El error más trágico y más común. Todo lo que no está recogido en los códigos queda descalificado. Todo lo que no pertenece al campo de lo «ya visto» y representa una amenaza para la seguridad, para la regularidad, tiene que ser declarado ilegítimo.

        Todo lo que es diferente ha de ser declarado abusivo. Es una operación que, por desgracia, siempre está de moda. Todo lo que se mueve se vuelve automáticamente sospechoso. Es preciso que mantengamos presente esta terrible posibilidad, a través de la cual buscamos al Espíritu como sospechoso y peligroso y tendemos a meterlo en una ¡aula (A. Pronzato, Vangeli scomodi, Turín 151983 [edición española: Evangelios molestos, Ediciones Sígueme, Salamanca 1997]).

 

27° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 2,18-24

18 Después, el Señor Dios pensó: No es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada.

19 Entonces el Señor Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo y aves del cielo, y se los presentó al hombre para ver cómo los iba a llamar, porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les diera.

20 Y el hombre fue poniendo nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias salvajes, pero no encontró una ayuda adecuada para sí.

21 Entonces el Señor Dios hizo caer al hombre en un letargo y, mientras dormía, le sacó una costilla y llenó el hueco con carne.

22 Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.

23 Entonces éste exclamó: Ahora sí; esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne; por eso se llamará mujer, porque del varón ha sido sacada.

24 Por esta razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen uno solo.

 

        *» El relato del capítulo 2 del libro del Génesis presenta al hombre, creado por Dios, en la soledad de los albores. Dios, que ha visto que era «bueno» todo lo que había creado (cf. Gn 1), vio que «no es bueno que el hombre esté solo» (v. 18). Los animales, con toda la variedad de sus especies, no están en condiciones de colmar el vacío existencial del hombre. Éste ejerce sobre ellos discernimiento y autoridad, determinando sus funciones en la tierra, pero no son «semejantes a él» (vv. 19ss). La creación de la mujer a partir de la parte del hombre considerada más noble -el tórax, sede del corazón- está presentada con elementos comunes a otras mitologías del Oriente medio. El sueño que cae sobre el hombre es extraordinario (v. 21; cf. Gn 15,12) y es preludio de la obra extraordinaria que YHWH va a realizar.

        Dios presenta la mujer creada al hombre (v. 22), del mismo modo que al comienzo le había presentado los animales (v. 19a), pero el resultado es muy distinto. El hombre reconoce en la mujer a una criatura igual a él en dignidad (v. 23). Está unido a ella con un vínculo más fuerte que con cualquier otro ser, para estrechar el cual hasta las relaciones con los padres se transforman (v. 24).

        El hombre y la mujer han sido creados para ser una sola cosa. El nombre de mujer, que el hombre da a la criatura plasmada a partir de su costilla, expresa la identidad de naturaleza entre los dos y la diversidad de sus tareas. De este modo es como manifiestan la imagen y la semejanza del Dios creador (cf. Gn l,26ss).

 

Segunda lectura: Hebreos 2,9-11

Hermanos:

9 a aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto. Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos.

10 Pues era conveniente que Dios, que es origen y meta de todas las cosas y que quiere conducir a la gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos al más alto grado de perfección al cabeza de fila que los iba a llevar a la salvación.

11 Porque, santificador y santificados, todos proceden de uno mismo. Por eso Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos.

 

        *•• La carta a los Hebreos presenta la persona de Jesús y su misión, sacando a la luz sus características únicas. Jesús es el Hijo (cf. Heb 1,1-4) y su dignidad no es comparable a la de ningún otro ser. El autor de la carta lo demuestra desarrollando en particular la comparación con los ángeles, a los que ciertos medios judíos reconocían un papel de mediación entre Dios y los hombres.

        Jesús, en cuanto hombre y tras haber renunciado a las prerrogativas divinas (cf. Flp 2,6-8), se encuentra en una condición inferior respecto a la de los ángeles (v. 9a); sin embargo, en virtud de la pasión y de la resurrección, vive ahora glorioso para siempre y se le tributa todo honor (v. 9b; cf. Flp 2,9-11). Precisamente por el sufrimiento y la muerte que ha padecido, obedeciendo al Padre, Jesús se ha convertido en fuente de salvación para todos (v. 9c). Él, por quien todo ha sido creado y en quien todo subsiste (v. 8; cf. Col 1,16c-17), ha compartido la condición histórica del hombre y, llevando a cumplimiento en sí mismo su vocación, se ha convertido en guía autorizado de la humanidad (v. 10) en el camino de retorno al Padre.

        Jesús cumple, por consiguiente, las condiciones de la mediación sacerdotal: autoridad ante Dios en virtud de su obediencia salvífica (v. 10); compartimiento de la naturaleza humana marcada por el límite y por el sufrimiento (v. 11; cf. Heb 2,14-17). Jesús, Hijo de Dios y hermano de los hombres, no pierde a ninguno de los que el Padre le ha dado, sino que es camino de salvación para todos.

 

Evangelio: Marcos 10,2-16

En aquel tiempo,

2 se acercaron a Jesús unos fariseos y, para ponerle a prueba, le preguntaron si era lícito al marido separarse de su mujer.

3 Jesús les respondió: -¿Qué os mandó Moisés?

4 Ellos contestaron: -Moisés permitió escribir un certificado de divorcio y separarse de ella.

5 Jesús les dijo: -Moisés os dejó escrito ese precepto por vuestra incapacidad para entender.

6 Pero desde el principio Dios los creó varón y hembra.

7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer

8 y serán los dos uno solo. De manera que ya no son dos, sino uno solo.

9 Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.

10 Cuando regresaron a la casa, los discípulos le preguntaron sobre esto.

11 Él les dijo: -Si uno se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera;

12 y si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio.

13 Llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos los regañaban.

14 Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: -Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios.

15 Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él.

16 Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos.

 

        *• En su viaje hacia Jerusalén, Jesús se dedica especialmente a instruir al grupo de los discípulos. A éstos, en efecto, les dirige, también en este episodio, una enseñanza particular (vv. l0 ss). La ocasión se la brinda una pregunta de los fariseos, que, como también en otras ocasiones señalan los evangelistas, intentan tender una trampa a Jesús para demostrar su culpabilidad como violador de la ley. En el presente caso, le plantean la cuestión de la posibilidad del divorcio (v. 2). La contrapregunta de Jesús pone de manifiesto que las prescripciones de la Ley de Moisés no constituyen el principio absoluto, sino una derogación de la mucho más importante ley originaria de la creación, derogación motivada por la dureza del corazón de los hombres (vv. 3-5), reiteradamente desobedientes a los mandamientos divinos.

        Jesús, por tanto, no está contra la ley de Moisés. Con todo, en los puntos en que se distancia de ella lo hace para volver a poner en primer plano la voluntad de Dios tal como se manifestó en el acto creador. Esto es lo que da su sentido a las citas de Gn 1,27 y Gn 2,24: el hombre y la mujer han sido creados con una diferenciación sexual masculina-femenina, pero están llamados a la unidad en la complementariedad, en la unión inseparable, que tiene que ver con todo su ser personal.

        La enseñanza dispensada a los discípulos «cuando regresaron a la casa» (vv. lOss) acentúa la afirmación del carácter inescindible del vínculo matrimonial y, poniendo en el mismo plano de responsabilidad al hombre y a la mujer -de modo diferente a los preceptos judíos (cf. Dt 24,1)-, subraya la validez del mandamiento «no cometerás adulterio» (Ex 20,14), cuyo cumplimiento vino a proclamar Jesús (cf. Mt 5,17.27ss).

        El relato evangélico prosigue presentando un encuentro de Jesús con los niños. A la actitud intolerante y hostil de los discípulos se opone la actitud acogedora y cálida de Jesús (vv. 13.16). Los discípulos ven cómo Jesús les reprocha su dureza contra quienes ocupaban de modo decidido uno de los peldaños más bajos de la escala social de aquel tiempo (v. 14). Se capta la intención del evangelista, que no es otra que comunicar a la comunidad cristiana una enseñanza que Jesús repite constantemente: el que no tiene pretensiones, el que es considerado incapaz o indigno por su aparente poquedad, ése es quien está en mejores condiciones para acoger, mejor que los llamados poderosos, el Reino de Dios (v. 15).

 

MEDITATIO

        ¿Cómo escuchar y acoger la Palabra de Dios que habla de la unidad entre el hombre y la mujer y del carácter inseparable del vínculo matrimonial cuando, en nuestro tiempo, la fidelidad y la indisolubilidad de la pareja parecen algo utópico y, lo que es más, son consideradas un valor cultural del pasado? ¿Cómo no relegar entre los mitos fantásticos el relato del libro del Génesis, insertando también las palabras de Jesús como un complemento de la fábula?

        La Palabra de Dios, en su integridad, «es viva y eficaz»; es Palabra para este momento, para nosotros. La fatiga concreta que los hombres y las mujeres experimentan al vivir su unión de una manera estable, constructiva, fecunda, es iluminada y sostenida por la Palabra de Dios. Jesús sigue siendo siempre el hermano que ha experimentado el sufrimiento y la angustia del límite humano y de sus consecuencias; él, el Hijo de Dios. Y, vencedor del mal, acompaña a todos, a cada uno con su propia fatiga personal, al encuentro con el Padre, al abrazo de su misericordia.

        Dios lo ha creado todo para la vida. La suya es una ley de vida que promueve al hombre, no una ley que le oprime. La unión indisoluble entre el hombre y la mujer es una verdad inscrita en el ser humano, una verdad que libera y hace auténtica su capacidad y su necesidad de amar y de ser amado. Es la celebración de la dignidad suprema del hombre y de la mujer, «imagen y semejanza» de Dios.

 

ORATIO

        Te pido, Señor, por cada hombre y por cada mujer que, un día, se reconocieron hechos el uno para la otra y decidieron compartir toda la vida. Te doy gracias por su coraje, por su determinación, sobre todo por su decisión de convertir el amor en alimento de sus jornadas. Te doy gracias por el don que son recíprocamente: es algo que también a mí me habla de tu amor. Te doy gracias por su entrega, renovada día a día: algo que me habla también de tu fidelidad. Te doy gracias por su apertura a la vida: algo que me habla también de tu desbordante paternidad y maternidad.

        No les dejes solos y ayúdales a no dejarte nunca. Sé tú la fuerza de su unión. Y si han de vivir tiempos oscuros, en los que el amor parezca estancarse y cerrarse en los sacos del «dado por descontado» y de la falta de creatividad, haz que encuentren de nuevo aquella mirada transparente en la que se reconocieron entregados el uno a la otra y, atreviéndose a ser juntos don para los hermanos, den nuevo vigor a aquel amor que los hace una sola cosa, como tú, Dios, eres uno en la comunión trinitaria.

 

CONTEMPLATIO

        El matrimonio es un misterio y figura de una gran realidad. ¿De qué modo es un misterio? Convienen juntos y los dos se hacen uno solo. Llegan a convertirse en un solo cuerpo. Éste es el misterio del amor. Si los dos no se convirtieran en uno, no reproducirían a muchos mientras siguieran siendo dos, pero, cuando llegan a la unidad, entonces se reproducen.

        ¿Qué aprendemos de aquí? Que la fuerza de la unión es grande. ¿Has visto el misterio del matrimonio? De uno hizo uno y de nuevo, hechos estos dos uno, de este modo hace uno: de modo que también ahora el hombre nace de uno. En efecto, la mujer y el hombre no son dos seres, sino uno solo (Juan Crisóstomo, Sulla lettera ai Colossesi, en id., Vanitá. Educazione dei figli. Matrimonio, Roma 31997, pp. 123ss [edición española: Sobre la vanguardia, la educación de los hijos y el matrimonio, Ciudad Nueva, Madrid 1997]).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú nos guías, Señor Jesús, por el camino de la salvación » (cf. Heb 2,10).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Una pareja de esposos tiene derecho a acoger y celebrar el día de su matrimonio viviéndolo como un triunfo incomparable. Si las dificultades, las resistencias, los obstáculos, las dudas y las vacilaciones no han sido simplemente orillados, sino lealmente afrontados y vencidos - y es ciertamente un bien que las cosas no discurran de una manera demasiado suave-, entonces ambos esposos habrán obtenido efectivamente el triunfo decisivo de su vida; con el «sí» que se han dicho recíprocamente han decidido con toda libertad dar una nueva orientación a toda su vida; ambos han desafiado con serena seguridad todos los problemas y las perplejidades que la vida hace nacer frente a cada vínculo duradero entre dos personas y han conquistado, mediante un acto de responsabilidad personal, una tierra nueva para su vida.

        El matrimonio es más que vuestro amor recíproco. Posee un valor y un poder mayores, porque es una institución santa de Dios, a través de la cual quiere conservar a la humanidad hasta el fin de los días. Desde la perspectiva de vuestro amor, os veis solos en el escenario del mundo; desde la perspectiva del matrimonio, sois un eslabón en la cadena de las generaciones que Dios hace nacer y morir para su gloria, llamándolas a su Reino.

        Desde la perspectiva de vuestro amor veis solo el cielo de vuestra alegría personal; el matrimonio os inserta de una manera responsable en el mundo y en la responsabilidad de los hombres; vuestro amor os pertenece a vosotros solos, es personal; el matrimonio es algo suprapersonal, es un estado, un ministerio. Dios hace vuestro matrimonio indisoluble, lo protege de todo peligro interior y exterior; Dios quiere ser el garante de su indisolubilidad.

        Ésta es una alegre certeza para cuantos saben que ninguna fuerza en el mundo, ninguna tentación, ninguna debilidad humana, puede desatar lo que Dios mantiene unido; más aún, quien sabe esto puede decir con confianza: «Lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre». Libres de todas las ansias que el amor lleva siempre consigo, podéis deciros, con seguridad y confianza total: no podremos perdernos nunca más, pues nos pertenecemos recíprocamente hasta la muerte por voluntad de Dios.

        Vivid juntos perdonándoos recíprocamente vuestros pecados, sin lo cual no puede subsistir ninguna comunidad humana, y mucho menos un matrimonio. No seáis autoritarios entre vosotros, no os juzguéis ni os condenéis, no os dominéis, no echéis la culpa el uno a la otra, sino acogeos por lo que sois y perdonaos recíprocamente cada día, de corazón. Desde el primero al último día de vuestro matrimonio, debe seguir siendo válida esta exhortación: acogeos... para la gloria de Dios. Habéis oído la palabra que Dios dice sobre vuestro matrimonio. Dadle gracias por ella, dadle gracias por haberos guiado hasta aquí y pedidle que funde, consolide, santifique y custodie vuestro matrimonio: de este modo seréis «algo para alabanza de su gloria» (D. Bonhoeffer, Resistenza e resa, Cinisello B. 21996 [edición española: Resistencia y sumisión, Ediciones Sígueme, Salamanca 1983]).

 

28° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Sabiduría 7,7-11

7 Rogué, y me fue dada la prudencia; supliqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría.

8 La he preferido a los cetros y a los tronos, y a su lado en nada he tenido la riqueza.

9 Ni siquiera la he comparado a la piedra más preciosa, pues todo el oro ante ella es un poco de arena y, a su lado, la plata no pasa de ser lodo.

10 La he amado más que a la salud y a la belleza y la he preferido a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso.

11 Todos los bienes me han venido con ella, tiene en sus manos riquezas innumerables.

 

        *»• Este fragmento está tomado de la parte central del libro de la Sabiduría. Su autor, que por medio de una ficción literaria se convierte en Salomón, el rey sabio, se presenta con autoridad como alguien que implora y obtiene el don de la sabiduría. Ésta, en efecto, no es fruto de la habilidad o de una adquisición humana; sólo puede ser recibida de lo alto. El texto relee la famosa plegaria de Salomón en Gabaón (cf. 1 Re 3,6-13), en donde el joven soberano pide un corazón «capaz de escuchar» (así al pie de la letra), es decir, capaz de discernir para gobernar con rectitud. Ahora bien, para obtener este don de la sabiduría es preciso tomar algunas decisiones.

        El autor dice que la ha antepuesto, progresivamente, a siete bienes: a los cetros, a los tronos, a las riquezas, a la piedra más preciosa, a la salud, a la belleza y a la luz. Se pasa, por tanto, de los bienes externos y materiales a los que tienen que ver con la vida física del hombre; sin embargo, tampoco éstos, incluida la luz de los ojos, resisten la comparación con la sabiduría, que ha de ser considerada, por consiguiente, el verdadero y único bien del hombre.

        Si esto podía ser ya verdadero para los judíos que vivían en la diáspora, en la ciudad de Alejandría, a fin de darles cohesión y unidad mientras estaban rodeados por una sólida cultura helenística, todavía lo es más para nosotros, a quienes nos ha sido revelado, en Jesús, el verdadero rostro de la sabiduría de la que habla la Escritura.

 

Segunda lectura: Hebreos 4,12ss

Hermanos:

12 la Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.

17 Así que no hay criatura que esté oculta a Dios. Todo está al desnudo y al descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.

 

        **• En el Antiguo Testamento se invocaba la sabiduría para aprender a discernir lo que es justo (cf. 1 Re 3,9); en el Nuevo Testamento es presentada como Palabra de Dios encarnada, dotada de un infalible poder de discriminación y de juicio. En efecto, el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece, en unos pocos versículos, una teología sugestiva. Esa Palabra nos es presentada en línea con la sabiduría, una sabiduría de la que Israel se había alejado neciamente (cf. Bar 3,9-38; 4,1-4). Se la califica de «viva», en condiciones, por tanto, de dar vida, de revigorizar las opciones de fe del creyente; «eficaz», es decir, dotada de la dynamis Theú, que equivale a decir «poder de Dios» que hace felices a sus testigos (cf Hch 19,20; 1 Cor 1,18). Es considerada todavía «más cortante» que una espada de dos filos porque puede llegar a escrutar las interioridades del hombre en todos sus componentes psicológicos y espirituales.

        En el v. 13 se produce un brusco salto gramatical que nos muestra claramente cómo la Palabra coincide de hecho con Dios mismo, a cuyo juicio nadie puede sustraerse de ninguna manera. Sabemos, en efecto, que el Padre ha confiado este juicio a su Hijo amado y que ese juicio es justo, aunque también es misericordioso para quien tiene fe: «El que cree en él no será condenado » (Jn 3,18).

 

Evangelio: Marcos 10,17-30

En aquel tiempo,

17 cuando iba a ponerse en camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

18 Jesús le contestó: -¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.

19 Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.

20 El replicó: -Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven.

21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo: -Una cosa te falla: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme.

22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes.

23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!

24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: -Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios!

25 Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.

26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí: -Entonces, ¿quién podrá salvarse?

27 Jesús les miró y les dijo: -Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

28 Pedro le dijo entonces: -Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.

29 Jesús respondió: -Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia,

30 recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna.

 

        **• El fragmento del evangelio de Marcos presenta a «uno» que se acerca a Jesús para preguntarle lo que debe hacer para heredar la vida eterna. Se trata de una pregunta sensata en la que oímos el eco de la voz de los anawim preguntando en los salmos: «Señor, ¿quién habitará en tu tienda? (Sal 15,1) y «¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su recinto santo?» (Sal 24,3). Se preguntaban, por tanto, cómo «heredar» las promesas de Dios: sabían, en efecto, que en la «vida eterna» se encuentran condensados la benevolencia divina y el deseo de felicidad del hombre. Jesús, interpelado, rechaza para sí, en cuanto hombre, el atributo «bueno», y lo refiere explícitamente al único que es la Bondad absoluta, e invita a su interlocutor a observar los mandamientos -las diez palabras-, que son el don del Dios bueno destinado a entrar en comunión con él.

        Sobre ese «uno» que puede responder que ha observado los mandamientos desde su juventud se posa ahora la mirada admirada y amorosa de Jesús, que le dirige una invitación precisa y clara: «Vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y Sígueme». Pero hay algo que impide al interlocutor acoger el amor de predilección del Maestro: posee «muchos bienes», pero no consigue comprender cuál es el bien verdadero, el verdadero rostro de la sabiduría que se le quiere dar, y se aleja «todo triste».

        Jesús explica a los asombrados discípulos cómo precisamente esas riquezas, que en el Antiguo Testamento eran consideradas un signo de la benevolencia divina, pueden convertirse en el obstáculo más grande para acoger el Reino de los Cielos. Sólo quien sigue a Jesús encuentra con él y en él cien veces más aquí en la tierra -«junto con persecuciones», precisa Marcos (v. 30)- y la vida verdadera, la eterna, que sólo puede ser recibida por quien -como el comerciante avispado- vende todo para adquirirla.

 

MEDITATIO

        Hay en el hombre una ineludible necesidad de vida, de plenitud, de felicidad. El hombre sensato es el que encuentra la manera de responder a esta pregunta, que la mayor parte de las personas ni siquiera sabe plantear y a la que responde de hecho con una búsqueda frecuentemente obsesiva de placeres efímeros y siempre nuevos. La palabra de hoy nos invita a situarnos en la actitud justa para discernir, ante todo, cuál es la verdadera sabiduría, que nos indicará, a continuación, cómo recibirla; porque, en el fondo, es un don, el don de una Persona que nos ama infinitamente.

        En el Antiguo Testamento se había ido perfilando la sabiduría a través de un progresivo crescendo de realidades exteriores ajenas a los bienes espirituales. Más tarde, en los umbrales del Nuevo Testamento, fue personificada como alguien que su «alegría era estar con los hombres» (Prov 8,31), pero es en Jesús donde nos revela plenamente su rostro. Y Jesús llama a cada uno valorando el empeño que ha puesto en su búsqueda del bien. A nosotros nos corresponde no detenernos, no dejarnos engañar por las falsas riquezas, no echarnos atrás ante sus exigencias. Si nos pide con imperativos apremiantes dejarlo todo por él, debemos tener el valor de hacerlo y de renovar continuamente esta decisión, porque ya no podremos ser felices si hemos alejado nuestros pasos de Jesús.

        Ninguna de las falsas y presuntas riquezas podrán resistir nunca la comparación con su pobreza, ni saciar nuestra hambre de amor, de verdad, de belleza. Su mirada continuará siguiéndonos, de una manera silenciosa, con un respeto infinito a nuestra libertad y no conseguiremos la paz hasta que no hayamos encontrado en él nuestra paz.

 

ORATIO

        Soy yo, Señor, Maestro bueno, ese uno al que miras a los ojos con un amor intenso. Soy yo, lo sé, ese uno al que llamas a un desprendimiento total de sí mismo. Se trata de un desafío. Así es, también yo me encuentro cada día ante este drama: el de la posibilidad de rechazar el amor. Si en ocasiones me encuentro cansado y solo, ¿no será tal vez porque no sé darte lo que tú me pides?

        Si en ocasiones estoy triste, ¿no será tal vez porque tú no eres todo para mí, porque no eres verdaderamente mi único tesoro, mi gran amor? ¿Cuáles son las riquezas que me impiden seguirte y saborear contigo y en ti la verdadera sabiduría que da la paz al corazón?

        Tú me sales al encuentro cada día por el camino para mirarme a los ojos, para darme otra oportunidad de responderte de una manera radical y entrar en tu alegría.

        Si a mí me parece imposible dar este paso, concédeme la humilde certeza de creer que tu mano siempre me sostendrá y me guiará hacia allí, más allá de todo confín, más allá de toda medida, hacia allí donde tú me esperas para darme nada menos que a ti mismo, único Bien sumo.

 

CONTEMPLATIO

        «Si quieres ser perfecto». Así pues, el rico no ha llegado a la perfección. Aunque es libre de llegar o no a ella. La expresión «si quieres» muestra de un modo estupendo la libertad del hombre: la elección depende de él, la decisión a él le corresponde.

        Del otro lado está el Dios que da. Dios da a todos los que desean, que no escatiman sus fuerzas y que oran. Concede incluso que la salvación sea obra de ellos mismos. Dios, enemigo de la violencia, no obliga a nadie, sino que ofrece su gracia a quien la busca, la ofrece a quien la pide, abre a quien llama.

        Si queréis la perfección, si la queréis sinceramente, sin engañaros a vosotros mismos, debéis procuraros aquello que todavía os falta. Y os falta una sola cosa, esa que es la única que dura, que es superior a la ley, que la ley no puede dar ni quitar y que constituye la verdadera riqueza de los seres vivos.

        El hombre ha observado toda la ley desde su primera juventud, tanto que ahora hace grandes elogios de sí mismo; sin embargo, pese a todos sus méritos, no puede procurarse esta gracia única, de la que sólo el Salvador dispone, no puede alcanzar la eternidad que desea. Así, se va triste y desanimado, porque piensa que es demasiado alto el precio de la salvación que había venido a pedir. El hecho es que no quería la vida eterna con la intensidad que se imaginaba tener. Tal vez, en el fondo, quería una sola cosa: mostrar buena voluntad para hacer un poco de exhibicionismo. Aunque solícito y meticuloso en todo lo demás, ante el tesón necesario para alcanzar la vida eterna se siente débil, como paralizado, inerte (Clemente de Alejandría, «¿Cómo se puede salvar el rico?», en El buen uso del dinero, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, pp. 24-25).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Concédenos, oh Dios, la sabiduría del corazón» (cf. Sal 89,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        El miedo a Dios consiste en saber que las exigencias del Dios vivo son mortales, que su beso es mortal y que quien encuentra verdaderamente a Dios se ve llevado a morir a su propia historia, a su propio pasado, para entrar en un mundo desconocido. Y esto resulta difícil.

        De ahí que la gran tentación sea defendernos del futuro de Dios, asegurarnos lo que ya somos, lo que ya poseemos. Usando una imagen bíblica, podríamos decir que la tentación del miedo se encuentra en la historia del joven rico, que experimenta angustia ante el futuro que el Señor le abre («vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres»), o sea, ante la posibilidad de que se libere de su propio pasado para ponerse de manera incondicional en manos del extraño que le invita, aunque Jesús le había mirado y amado. La primera gran escuela para aprender a orar es abrirse al coraje de la libertad, aceptando estar solos ante Dios, renunciando a toda coartada y a toda defensa. Es menester abrirse al coraje de la libertad en el amor (B. Forte, Nella memoria del Salvatore, Milán 1992, pp. 242ss, passim).

 

29° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 53,2a.3a.l0ss

El Siervo del Señor

2 creció ante el Señor como un retoño, como raíz en tierra árida.

3 Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento.

10 El Señor lo quebrantó con sufrimientos. Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días y, por medio de él, tendrán éxito los planes del Señor.

11 Después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas.

 

        *+• Esta perícopa refiere en síntesis el mensaje teológico y espiritual del «cuarto canto del Siervo de YHWH». Este título tiene un sentido honorífico en la Biblia: se refiere a un hombre elegido previamente por el Señor para ser instrumento de su obra de salvación. Con todo, la acción del misterioso personaje, que da nombre a los cuatro cantos del Segundo Isaías, parece abocada desde el principio, no sólo al fracaso, sino también a la incomprensión y a la ignominia (cf. vv. 2a. 3a). Se le considera castigado por Dios precisamente mientras cumple la misión que le ha sido confiada (v. 1), una misión que consiste en cargar «sobre sí» las consecuencias del pecado de todos (v. 1 Ib), es decir, «el castigo que nos procura la salvación» (v. 5).

        Los vv. 10 ss, en particular, revelan que todo lo que se lleva a cabo mediante el sufrimiento aceptado con docilidad por el Siervo inocente (vv. 8a.9a) es voluntad de Dios, su proyecto amoroso: de este modo realiza el Señor la salvación. No se trata tanto de la liberación de los enemigos o de otras dificultades como de la «expiación de los pecados». En efecto, el Señor saca al hombre de la condición mortal causada por el pecado y lo introduce de nuevo en la comunión con él. La ofrenda de la vida del Siervo de YHWH se convierte en expiación; sin embargo, aquel que es Amor no dejará sin recompensa el sacrificio de quien amó hasta asumir «el pecado de muchos» (semitismo para indicar «todos»): a su sufrimiento se le promete una gran fecundidad («tendrá descendencia ») y -de un modo que el profeta todavía no es capaz de precisar- su muerte se transformará en vida, su «noche» en luz, su extrema soledad en conocimiento de amor, o sea, en comunión bienaventurada con Dios (vv. 10b. 11b).

 

Segunda lectura: Hebreos 4,14-16

Hermanos:

14 ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, mantengámonos firmes en la fe que profesamos.

15 Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado.

16 Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un socorro oportuno.

 

        **• El tema del sacerdocio de Cristo tiene una importancia central en la carta a los Hebreos; en este pasaje se pone de manifiesto el aspecto de la compasión, introducido precedentemente (2,17ss) y desarrollado después en el capítulo 5. El autor sagrado nos exhorta a mantener una fe firme y perseverante y una confianza plena en la misericordia divina, que va más allá de nuestras «flaquezas», más allá de las heridas causadas por el pecado. En efecto, Cristo realiza aquello que durante siglos había permanecido como un rito simbólico: el sumo sacerdote atravesaba, el gran «día de la expiación», el espeso velo que delimitaba el santo de los santos en el templo, para comparecer ante la presencia de Dios y ofrecerle el sacrificio expiatorio por los pecados del pueblo. Ahora, Cristo «ha penetrado» no en una tienda, sino «en los cielos», es decir, ha penetrado en la trascendencia de Dios con la ofrenda de su propia sangre como sacrificio perfecto (9,11-14) y se ha sentado en su «trono» (v. 16; cf. 10,12 y Ap 3,21). Estas afirmaciones atestiguan la divinidad de Cristo y, sin embargo, no lo alejan de nosotros, no lo hacen inaccesible, incapaz de comprender los sufrimientos y las tribulaciones de los hombres. El v. 15 nos revela su plena humanidad, puesto que «ha experimentado todas» las flaquezas como nosotros, aunque no tenía pecado. Precisamente por eso puede Cristo rescatarnos del pecado a nosotros, a quienes no se avergüenza de llamarnos hermanos (2,11), y puede darnos la alegría de acercarnos al trono de Dios con la certeza de que su señorío es omnipotencia de amor, gracia inagotable para socorrer a cuantos recurren a él en el momento de la prueba (v. 16).

 

Evangelio: Marcos 10,35-45

En aquel tiempo,

35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron:

-Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte.

36 Jesús les preguntó: -¿Qué queréis que haga por vosotros?

37 Ellos le contestaron: -Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria.

38 Jesús les replicó: -No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?

39 Ellos le respondieron: -Sí, podemos. Jesús entonces les dijo: -Beberéis la copa que yo he de beber y seréis bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado.

40 Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado.

41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.

42 Jesús les llamó y les dijo: -Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen.

43 No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor;

44 y el que quiera ser el primero entre vosotros que sea esclavo de todos.

45 Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos.

 

        **• Jesús camina con paso decidido hacia Jerusalén (10,32), hacia la pasión, y no deja sitio a incertidumbres o componendas: revela una vez más a los suyos, que lo han dejado todo para seguirle (10,28), el final de aquel camino (vv. 33ss); sin embargo, tampoco los discípulos que le son más allegados comprenden, no son capaces de despojarse de las expectativas y las ambiciones de gloria exclusivamente humanas; creen que su Maestro es el Mesías esperado como triunfador y, atestiguándole su confianza, le piden tener una parte digna de consideración en el Reino que va a restablecer (v. 37). Jesús examina a estos aspirantes a «primeros ministros»; rectifica sus perspectivas, les indica con mayor claridad que su gloria pasa antes que nada por un camino de sufrimiento (ése es el sentido de las imágenes bíblicas de la «copa» y del «bautismo», a saber: sumergirse en las aguas entendidas como olas de muerte). La disponibilidad que declaran, con ingenuo atrevimiento, Santiago y Juan no basta aún para obtenerles la promesa de un sitio de honor, porque la participación en la gloria de Cristo es un don que sólo Dios puede otorgar gratuitamente (v. 40).

        ¿Y quién se hace digno de recibirlo? Jesús lo explica a los Doce, a quienes el deseo de ser los primeros pone en conflicto, y a nosotros, que también aspiramos siempre un poco al éxito y al poder: «No ha de ser así entre vosotros». Nos enseña que la realización hacia la que debemos tender no ha de tener como modelo el comportamiento de los «grandes» de este mundo, sino el de Cristo, siervo humilde glorificado por el Padre, que es, al mismo tiempo, el Hijo del hombre esperado para concluir la historia e inaugurar el Reino celestial. Éste es el modelo de grandeza que propone Jesús a los suyos: el humilde servicio recíproco, la entrega incondicionada de uno mismo para el bien de los hermanos (vv. 42-44).

 

MEDITATIO

        La Palabra nos sale al encuentro para «convertirnos», o sea, según la etimología griega, para «hacernos cambiar de mentalidad». Y hoy, en particular, nos ofrece una nueva orientación a nuestra instintiva sed de grandeza, al deseo más o menos inconsciente de ser importantes.

        También nosotros, como todo el mundo, nos sentimos atraídos por un prestigio vistoso, por una autoridad dotada de un amplio radio de influencia, pero Jesús nos advierte: «No ha de ser así entre vosotros». Y nos enseña a aspirar a un tipo de grandeza poco ambicionado: el del amor incondicionado que se hace humilde servicio al prójimo, hasta entregar la propia vida.

        Es una inversión completa de los valores que acostumbramos a preferir, pero nos proporciona la clave para comprender la misión de Cristo entre nosotros y nos pone ante una elección ineludible: él es el modelo cuya imagen y semejanza debemos reproducir en nosotros. ¿Debemos? ¿Acaso no es imposible? Como un eco nos responde el evangelio del domingo pasado: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios». Es el pecado, en efecto, lo que nos separa de Dios y desfigura en nosotros los rasgos de su rostro, pero el mismo Señor socorre nuestras flaquezas y expía todo el pecado humano, pidiendo a su Hijo inocente que cargue sobre sí las consecuencias.

        Si la revelación de la ilimitada misericordia divina nos hace guardar silencio, la contemplación de Jesús, asumiendo nuestras iniquidades para abrirnos el camino a la comunión con Dios, nos ayuda a salir de nuestros esquemas y a perseguir la grandeza verdadera.

        El Dios tres veces santo nos perdona por la sangre de su Hijo: venid, adoremos. El Señor se hace siervo: venid, caminemos por su sendero.

 

ORATIO

        Señor Jesús, como Santiago y Juan, también nosotros con frecuencia «queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte». No somos, en efecto, mejores que tus dos discípulos; sin embargo, también como ellos hemos escuchado tu enseñanza y querríamos recibir de ti la fuerza para llevarla a cabo, esa fuerza que condujo después a los hijos de Zebedeo a dar testimonio de ti con la vida...

        Jesús, ayúdanos a comprender el amor que te impulsó a beber la copa del sufrimiento por nosotros, a sumergirte en las olas del dolor y de la muerte para arrancarnos de la muerte eterna a los pecadores. Ayúdanos a contemplar en tu extrema humillación la humildad de Dios. Libéranos de la necia presunción de someter a los otros e infunde en nuestro corazón la caridad verdadera, que nos hará sentirnos alegres de servir a todo hermano con el don de nuestra vida.

        Dócil Siervo de YHWH, que con tu sacrificio expiatorio te has convertido en el verdadero sumo sacerdote misericordioso, tú conoces bien las flaquezas de nuestro espíritu y las pesadas cadenas de nuestros pecados: tú, que por nosotros derramaste tu sangre, purifícanos de toda culpa. Tú, que ahora estás sentado a la derecha del Padre, haznos siervos humildes de todos.

 

CONTEMPLATIO

        Ya está, aquellos dos discípulos de nuestro Señor, los santos y grandes hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, como hemos leído en el evangelio, desean del Señor, nuestro Dios, poder sentarse en el Reino uno a su derecha y el otro a su izquierda. Es una gran cosa lo que desean, y no se les reprocha por el deseo, sino que se les llama al orden. En ellos ve el Señor el deseo de las cosas grandes y aprovecha la ocasión para enseñar el camino de la humildad. Los hombres no quieren beber el cáliz de la pasión, el cáliz de la humillación. ¿Desean cosas sublimes? Que amen a los humildes. Para ascender a lo alto es preciso, en efecto, partir de lo bajo. Nadie puede construir un edificio elevado si antes no ha puesto abajo los cimientos.

        Considerad todas estas cosas, hermanos míos, y partid de aquí, construíos en la fe a partir de aquí, para tomar el camino por el que podréis llegar a donde deseáis [...]. Cuanto más altos son los árboles, más profundas son sus raíces, porque todo lo que es alto parte siempre de lo bajo. Tú, hombre, tienes miedo de tener que hacer frente al ultraje de la humillación; sin embargo, es útil para ti beber ese cáliz tan amargo de la pasión. «¿Podéis beber el cáliz de los ultrajes, el cáliz de la hiel, el cáliz del vinagre, el cáliz de las amarguras, el cáliz lleno de veneno, el cáliz de todos los sufrimientos?» Si les hubieras dicho eso, más que animarles les habrías espantado. Ahora bien, donde hay comunión hay consuelo. ¿Qué miedo tienes entonces, siervo? Ese cáliz lo bebe también el Señor  (Agustín, Sermón 20A, 5-8).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        El pueblo, las naciones, los ciegos, los prisioneros, existen para nosotros, están presentes en nosotros, del mismo modo que existimos para nosotros mismos, como estamos presentes a nosotros mismos. Deben ser carne de nuestra carne, fibras de nuestro corazón. Deben ser acogidos sin descanso en nuestro pensamiento.

        Ellos y nosotros debemos ser, vitalmente, inseparables. Debemos poner en común su destino y nuestro destino, el destino que, para nosotros, es la consumación de la salvación. El cristiano animado por la pasión de Dios verá crecer en él la pasión por imitar la bondad paterna de Dios con una caridad fraterna cada vez más exigente y cada vez más verdadera. Ahora bien, este mismo cristiano, poseído cada vez más por el sentido de la alianza divina, querrá acercar a los hombres cada vez más a la salvación, obra suprema de la bondad de Dios por ellos. Y el cristiano, simultáneamente, se verá obligado a estar cada vez más al servicio de la felicidad de cada uno de sus hermanos, se verá obligado a estar cada vez más al servicio de su salvación. La felicidad y la salvación de los hombres coincidirán en lo más íntimo de cada uno; sin embargo, de esta coincidencia no saldrá ni confusión ni tensión estéril. El servicio a la felicidad humana que el cristiano perseguirá a semejanza de Dios, se ordenará, se jerarquizará, se encaminará asumiendo la gran perspectiva de la salvación (M. Delbrél, No¡ delle strade, Turín 1988, pp. 230ss [edición española: Nosotros, gente de la calle, Estela, Barcelona 1971 ]).

 

30° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 31,7-9

7 Así dice el Señor: ¡Gritad de alegría por Jacob! ¡Ensalzad a la capitana de las naciones! ¡Que se escuche vuestra alabanza! Decid: «El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel».

8 Yo los traeré del país del norte, los reuniré de los extremos de la tierra: entre ellos hay cojos, ciegos, mujeres embarazadas y a punto de dar a luz; retorna una gran multitud.

9 Vuelven entre llantos, agradecidos porque retornan; los conduciré a corrientes de agua por un camino llano en el que no tropezarán, porque soy un padre para Israel y Efraín es mi primogénito.

 

        *» Este oráculo de salvación se encuentra en el llamado «Libro de las consolaciones» (capítulos 30-33) de Jeremías, en el que el profeta da voz a la palabra de consuelo que el Señor dirige al pueblo, lacerado por la división en dos reinos y llagado por el sufrimiento del exilio. YHWH promete la curación, la restauración, un nuevo incremento y el envío de un príncipe que será verdadero mediador y garante de la alianza (30,17-22).

        El fragmento de hoy marca la cumbre de la promesa. La buena noticia de la repatriación de los exiliados prorrumpe como un himno de exultación al que están invitadas a unirse todas las naciones, puesto que el Señor quiere que todo el mundo conozca su obra de salvación en favor del pueblo elegido y participe en su alegría.

        Aparece aquí el tema del «resto de Israel», que en los profetas es, al mismo tiempo, signo de esperanza y advertencia: habrá siempre en el pueblo una parte que se mantendrá fiel al Señor o volverá a él por medio de la conversión, y por eso podrá superar todas las tormentas de la historia (cf. Is 7,3).

        Ahora viene el Señor a reunir a todo este «resto» de la tierra del exilio y de toda dispersión, para llevarlo de nuevo a su tierra. Su Palabra abre la mirada del corazón a la visión del retorno de una multitud de gente no apta para el camino (v. 8b): hay quien no tiene ojos para ver el camino y quien no tiene piernas válidas para recorrerlo, pero YHWH renovará los prodigios del éxodo (cf. Ex 17,1-7; Is 43,19) para que los suyos no padezcan la fe, la fatiga, las asperezas del camino. Su afectuosa presencia de apoyo y consuelo es el verdadero consuelo de cuantos «habían partido llorando», puesto que no cesa de rodear a Israel con amor de predilección.

        El pueblo de Dios, confiando en este afecto inmutable, no tropezará nunca en el camino de la vida, a pesar de sus flaquezas.

 

Segunda lectura: Hebreos 5,1-6

1 Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados.

2 Es capaz de ser misericordioso con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas,

3 y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios a la vez que por los del pueblo.

4 Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón.

5 Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.

6 O como dice también en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec.

 

        **• Después de haber presentado a Cristo como sumo sacerdote misericordioso (4,14-16), el autor de la carta a los Hebreos aclara ahora el significado y la legitimidad de tal sacerdocio en el marco de las instituciones judías.

        El servicio sacerdotal es tributado a Dios, en efecto, por un hombre, «en favor de los hombres», es decir, para interceder por el perdón de los pecados mediante la ofrenda de «dones y sacrificios» (v. 1). Por otra parte, el sumo sacerdote debe ser misericordioso, pues la conciencia de sus propias flaquezas le enseña una justa compasión por la debilidad y la ceguera espiritual -«ignorancia» y «extravío»- de los que se equivocan (vv. 2ss).

        La importancia de esta función mediadora es de tal tipo que no puede ser fruto de una libre iniciativa personal: es respuesta a una llamada precisa de Dios (v. 4).

        Tras haber enumerado las condiciones requeridas para ser sacerdote, el autor sagrado muestra cómo responde Cristo perfectamente a estos requisitos. Ya ha hablado de su humanidad real (4,15 y la manifestará aún en los vv. 7ss): Jesús conoce bien nuestras flaquezas, puesto «que las ha experimentado todas, excepto el pecado ». Ahora bien, puesto que está libre de él, puede comprender toda su gravedad y ofrecerse a sí mismo para liberarnos a nosotros, pecadores (9,13ss). Más difícil es demostrar a los judíos la legitimidad del sacerdocio de Cristo, dado que no pertenecía a la estirpe de Aarón; sin embargo, las Escrituras atestiguan también otra modalidad diferente de servicio sacerdotal agradable a Dios, el llevado a cabo por Melquisedec, rey de Salen.

        Refiriéndose a este ejemplo, el autor de la carta cita el salmo 109,4, donde el Mesías prometido es declarado por Dios no sólo su hijo, sino también sacerdote para siempre, como lo fue el rey Melquisedec. Jesús es, por consiguiente, Rey-Mesías («Cristo» en griego) y al mismo tiempo sacerdote, y ejerce por eso con toda justicia la mediación entre Dios y los hombres que estas dos funciones implicaban. Como mediador de una nueva y eterna alianza (9,15), puede redimirnos de los pecados con la ofrenda de su propia sangre y conducirnos así a la salvación y a la gloria, según la voluntad del Padre (2,10).

 

Evangelio: Marcos 10,46-52

En aquel tiempo,

46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino.

47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar: -¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!

48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: -¡Hijo de David, ten compasión de mí!

49 Jesús se detuvo y dijo: -Llamadlo. Llamaron entonces al ciego, diciéndole: -Ánimo, levántate, que te llama.

50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: -¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: -Maestro, que recobre la vista.

52 Jesús le dijo: -Vete, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.

 

        **• ¿Quién es Jesús? y, en consecuencia, ¿quién es el discípulo? Estas preguntas constituyen el eje del evangelio de Marcos; los diferentes episodios del camino hacia Jerusalén permiten intuir de un modo cada vez más claro la respuesta, y la perícopa de hoy -que precede al relato de la entrada de Jesús en la ciudad santa- nos ofrece importantes indicaciones. Bartimeo es un ciego que está sentado para mendigar en el camino, en los márgenes de la vida. La noticia del paso de Jesús hace renacer la esperanza en él, y grita para atraer la atención del rabí, invocándole con el título mesiánico de «hijo de David». De este modo profesa su creencia en que el Mesías está presente y puede salvarle. Se confía a él perdidamente, mendigando su misericordia: «¡Ten compasión de mí!». Los reproches que muchos le dirigen no sirven para hacerle callar: Bartimeo sabe que si deja pasar esta ocasión única no le quedará otra cosa que recaer en la oscuridad definitiva de una simple supervivencia.

        Entonces «Jesús se detuvo» (v. 49): él es alguien que puede comprender hasta lo más hondo el sufrimiento humano y la soledad que le acompaña; conoce el vislumbre de fe que alumbra ya el corazón de aquel ciego y viene a darle la luz plena. «Llamadlo». El entusiasmo del pobrecito es conmovedor: da un salto olvidándose de toda prudencia. También a él, como a los hijos de Zebedeo, se le dirige la misma pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51; cf. v. 36). Jesús puede colmar, en efecto, el deseo más profundo del corazón del hombre; el discípulo, en el diálogo que mantiene con él, debe tomar conciencia de lo que realmente quiere y asumir su responsabilidad. A la súplica del ciego le corresponde el milagro, puesto que Jesús le reconoce esa fe que constituye el ámbito en el que se manifiesta su poder divino. Y la fe lleva a la visión al que antes había creído sin ver, y después, una vez corroborado por la experiencia viva del encuentro con Jesús, se hace discípulo suyo y decide seguirle por el camino que le lleva hacia la pasión y la gloria (v. 52).

 

MEDITATIO

        ¡Cuántas veces nuestra historia personal o la consideración de las vicisitudes humanas nos produce la angustiosa impresión de un bamboleo de ciegos! Rodeados por una densa niebla de incertidumbres y contradicciones, incapaces de ver sentido alguno a lo que estamos viviendo, acabamos a menudo por desanimarnos y retirarnos a los márgenes de la vida para mendigar algunas migajas a los más afortunados, que parecen recorrer el camino sin obstáculos. Somos entonces nosotros esos pobres a quienes la Palabra viene a levantar de nuevo regalándoles la Buena Noticia: Jesús atraviesa los caminos del hombre, tiene compasión de nuestras flaquezas, comparte nuestra debilidad {cf. la segunda lectura). Dichosos nosotros si, tocados por el anuncio, somos capaces de gritar su nombre e invocar su misericordia. El amor no decepcionará nuestras expectativas.

        Jesús, sin embargo, nos interpela, nos pregunta qué es lo que queremos de verdad. Curar, «ver», es un compromiso, hemos de saberlo. Es un compromiso para nuestra fe, que debe crecer para abrirse al milagro, y una tarea para nuestro futuro. En efecto, el Señor es la luz de la vida y resplandece en nuestra oscuridad para hacer de nosotros seres vivos, para levantarnos del abatimiento, del estancamiento de quien se ha acostumbrado a unos límites estrechos. Jesús, que es el Camino, nos traza a nosotros, exiliados en la tierra extranjera de la infelicidad, el camino para volver a la patria de origen, a la comunión con el Padre: éste es el «camino recto » por el que no tropezará el que le sigue (cf. la primera lectura). Con todo, es menester pasar por la cruz, por la muerte a nosotros mismos. ¿Queremos ver de verdad y, una vez sanados, seguirle? Que el Señor ilumine los ojos de nuestro corazón «para que podamos comprender a qué esperanza nos ha llamado» y nos dé la alegría y la fuerza para recorrer, detrás de él, el camino que conduce a esa esperanza.

 

ORATIO

        Oh Cristo, nosotros te confesamos «Dios de Dios, luz de luz»: ven a alumbrar nuestras tinieblas. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tú, Hijo eterno de Dios, bajaste a la tierra del exilio de nuestro pecado: ven aún a abrirnos el camino recto del retorno a la comunión con el Padre. Has asumido la frágil carne del hombre para poder compadecerte de nuestras flaquezas y ofrecerlas a Dios en tu sacrificio de amor: ayúdanos a acoger la misericordia que salva. Sabes que nosotros preferimos con frecuencia permanecer sentados mendigando cosas de poca monta, antes que esperar una vida en plenitud y hacer frente cada día al compromiso de gastarla en tu seguimiento.

        Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros. Queremos sanar de verdad, «ver» y caminar contigo, aceptando la cruz y anhelando la casa del Padre, a donde tú nos conduces con vigor y suavidad.

 

CONTEMPLATIO

        Amad al Señor. Amad, digo, esta luz tal como la amaba con un amor inmenso aquel que hizo llegar a Jesús su grito: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». El ciego gritaba así mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara Jesús y no le devolviera la vista. ¿Con qué ardor gritaba? Con un ardor tal que, mientras la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Su voz triunfó sobre la de quienes se le oponían y retenían al Salvador. Mientras la muchedumbre producía estrépito y quería impedirle hablar, Jesús se detuvo.

        Amad a Cristo. Desead esa luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz física, mucho más debéis desear vosotros la luz del corazón. Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz física como con un recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, redimensionemos las cosas del mundo. Que lo efímero sea como nada para nosotros. Cuando nos comportemos así, los hombres mundanos nos lo reprocharán como si nos amaran. Nos criticarán a buen seguro y, al vernos despreciar estas cosas naturales, estas cosas terrenas, nos dirán: «¿Por qué quieres sufrir privaciones? ¿Estás loco?». Ésos son aquella muchedumbre que se oponía al ciego cuando éste quería hacer oír su llamada. Existen cristianos así, pero nosotros intentamos triunfar sobre ellos, y nuestra misma vida ha de ser como un grito lanzado en pos de Cristo.

        Él se detendrá, porque, en efecto, está, inmutable. Para que la carne de Cristo fuera honrada, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14a). Gritemos, pues, y vivamos rectamente (Agustín, Sermón 349, 5).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que ilumine los ojos de vuestro corazón» (Ef 1,18).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        En este episodio sobresale de modo evidente la lógica del amor. Cristo llega y manda llamar a Bartimeo. El ciego, que todavía lo era, abandona su manto - o sea, todo lo que tenía- y dando «un salto» se dirige hacia el «hijo de Davia». El ciego, que cuando gritaba antes era reprendido por los discípulos y por las personas que rodeaban al Señor para que callara, cuando le dicen que Cristo le llama, se confía del todo a esta llamada.

        Podía ser muy bien una tomadura de pelo, un momento de insana diversión por parte de la gente, como probablemente había vivido ya Bartimeo. Pero esta alusión al salto que dio hacia Jesús indica un clima festivo. Es una muestra de la certeza interior del ciego de que aquel que está pasando ¡unto a él es el Mesías, el rey de la justicia, que puede tomarle consigo en su camino hacia Jerusalén. Y la pregunta que le hace Jesús es desconcertante: «¿Qué quieres que haga por ti?». Existe una auténtica angustia en el hombre cuando piensa que, si conoce a Dios, deberá servirle, dejará de ser libre. Pero cuando el ciego -expresión de toda la pobreza del hombre- está frente a Cristo, reconocido como hijo de David, es él, el Mesías, el que pronuncia la frase típica de todo siervo cuando le llama su señor: «¿Qué quieres que haga por ti?». Dios desciende y sale al encuentro del hombre que grita, presentándose a este hombre como humilde siervo (M. I. Rupnik, Diré l'uomo, Roma 1996, pp. 155ss [edición española: Decir el hombre, icono del creador, revelación del amor, PPC, Madrid 2000]).

 

31° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 6,2-6

Moisés habló al pueblo y le dijo:

2 De esta manera respetarás al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y tus nietos; observarás todos los días de tu vida las leyes y mandamientos que yo te impongo hoy; así se prolongarán tus días.

3 Escúchalos, Israel, y cúmplelos con cuidado, para que seas dichoso y te multipliques, como te ha prometido el Señor, Dios de tus antepasados, en esta tierra que mana leche y miel.

4 Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno.

5 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.

6 Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo.

 

**• Este fragmento expresa en síntesis el corazón de la espiritualidad bíblica: se trata de las enseñanzas que el libro del Deuteronomio pone en labios de Moisés, intermediario entre Dios y el pueblo (v. 1). Éstas se resumen en la exhortación a permanecer fieles a la alianza sancionada con el Señor a través de la observancia de sus leyes, y la motivación que las acompaña se repite como un estribillo: «Para que seas dichoso» (v. 3), es decir, fecundo, próspero y longevo. El fin de estas normas es, por consiguiente, la verdadera felicidad del hombre, una felicidad que procede de Dios, su fuente; por eso es menester sentir hacia él aquel «temor» que, en el lenguaje deuteronómico, es sinónimo de adhesión, escucha reverente y obediencia amorosa (v. 2).

Los vv. 4-6 constituyen el núcleo central de la oración que todavía hoy todo judío piadoso recita tres veces al día, y que recibe el nombre de Shema por la palabra con que empieza: «Escucha». Se trata de una profesión de fe en el único Dios que mantiene con todo el pueblo y con cada uno de sus miembros una relación particular, personal: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno».

De ahí nace la exigencia de corresponder a este sagrado vínculo con un amor indiviso: todas las facultades y las actividades del hombre han de estar orientadas íntegramente a corresponder con amor al Bien que es el Señor, que es para nosotros y que obra para nosotros queriendo que seamos felices para siempre. Esta elección gratuita por parte de Dios es un don inmenso del que el pueblo nunca debe perder la conciencia: la memoria continua de él, de sus beneficios y de sus preceptos se vuelve para todo Israel -también para nosotros, hijos de Abrahán según la promesa- compromiso de una vida conforme a su voluntad y fuente de toda bendición (v. 6; cf. vv. 7-19).

 

Segunda lectura: Hebreos 7,23-28

Hermanos,

23 por otra parte, mientras que los otros sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar,

24 éste, como permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasará.

25 Y por eso también puede perpetuamente salvar a los que por su medio se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos.

26 Tal es el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y más sublime que los cielos.

27 Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados antes de ofrecerlos por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo.

28 Y es que la Ley constituye sumos sacerdotes a hombres débiles, pero la palabra del juramento, que vino después de la Ley, hace al Hijo perfecto para siempre.

 

**• El autor de la carta a los Hebreos, prosiguiendo la comparación con las instituciones judías, subraya la excelencia del sacerdocio de Cristo con respecto al levítico, motivando su absoluta superioridad a la luz del misterio pascual. En efecto, el carácter mortal de los sumos sacerdotes hacía provisional su servicio y precaria su intercesión, de suerte que para asegurar la continuidad del culto debían sucederse los unos a los otros. Cristo, en cambio, es el Resucitado que vive para siempre: dado que su función sacerdotal no conoce límites de tiempo y su intercesión es incesante, cuantos en todos los tiempos se confían a su mediación pueden ser perfectamente salvados (vv. 23-25).

Por otra parte, la resurrección es considerada como el sello con el que Dios atestigua la santidad de Cristo (cf. Hch 3,13-15; Rom 1,4) y la eficacia de su sacrificio, por eso es Jesús el verdadero sumo sacerdote del que todos los otros no eran más que figura imperfecta. Es el único sacerdote «que nos hacia falta», es decir, el que necesitábamos para nuestra salvación, por sus características absolutamente excepcionales (vv. 26ss). Sólo él carece de pecado, y por eso no necesita como los otros sacerdotes una purificación personal antes de ejercer su propio servicio cotidiano; al contrario, ha podido ofrecer de una vez por todas su propia vida como el santo sacrificio expiatorio que obtiene un perdón eterno a la humanidad.

El sacerdocio de Cristo es también superior al levítico por su fundamento: este último fue instituido, en efecto, por la Ley, que, sin embargo, no ha llevado nada a la perfección (v. 19), puesto que se apoya en hombres débiles y falibles (v. 28). El sacerdocio de Cristo, en cambio, se funda en un juramento del mismo Dios, del Dios fiel que, después de haber revelado a su Hijo (Sal 109,3ss), lo constituyó único mediador entre él y los hombres. Su mediación es, por consiguiente, única, perfecta, indefectible: sólo él puede permitirnos el acceso a Dios.

 

Evangelio: Marcos 12,28b-34

En aquel tiempo,

28 un maestro de la Ley se acercó a Jesús y le preguntó: -¿Cuál es el mandamiento más importante?

29 Jesús contestó: -El más importante es éste: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor.

30 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

31 El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que éstos.

32 El maestro de la Ley le dijo: -Muy bien, Maestro. Tienes razón al afirmar que Dios es único y que no hay otro fuera de él;

33 y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

34 Jesús, viendo que había hablado con sensatez, le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie se atrevía ya a seguir preguntándole.

 

**• En un contexto de hostilidades y disputas suscitadas por jefes de los sacerdotes, maestros de la Ley y ancianos del pueblo (capítulos 11 y 12) Marcos inserta el relato de este encuentro entre Jesús y un maestro de la Ley que se le acerca con ánimo abierto y leal. La pregunta del rabino no es una pregunta ociosa: en aquella época había en la ley de Moisés 248 mandamientos y 365 prohibiciones, subdivididos ulteriormente en categorías; la cuestión de cuál era el más importante era, por consiguiente, objeto de discusión. Jesús simplifica esta multiplicidad llevándola a lo esencial: responde con las palabras de la oración recitada tres veces al día por los judíos, el Shema o «Escucha», tomado de Dt 6,4ss. El mandamiento «más importante» brota, por tanto, de la escucha (esto es, recibir por fe) y del reconocimiento de que nuestro Dios es el único Señor: de ahí procede la exigencia de unificar la vida en el amor a él, consagrándole enteramente nuestra voluntad, sentimientos, inteligencia, energías; sin embargo, a este mandamiento le añade Jesús inmediatamente un segundo, el del amor al prójimo como otro yo, y los presenta como dos aspectos de un mismo precepto divino: «No hay otro mandamiento más importante que éstos».

Por otra parte, el prójimo no es para Jesús simplemente el compatriota, como en Lv 19,18, sino todo hombre (cf. Le 10,29-37): reinterpreta de este modo las normas tradicionales; su enseñanza es nueva y antigua al mismo tiempo, como muestra el apóstol Juan (1 Jn 2,7ss), que lo sintetiza de manera adecuada: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios ame también a su hermano» (1 Jn 4,20ss).

El interlocutor de Jesús aprueba su respuesta y comenta que el amor, entendido de este modo, es más agradable a Dios y eficaz para la salvación que muchos actos de culto. Y Jesús alaba al maestro de la Ley: gracias a su rectitud, está en el camino justo para entrar en el Reino de Dios, el reino del amor.

 

MEDITATIO

Son muchas las imágenes y las palabras que parecen aplastar al hombre de hoy, muchos los sacerdotes y los ritos de la antigua alianza, muchos los preceptos de la Ley... Esta multiplicidad nos desorienta, y necesitamos volver a encontrar un centro de gravedad, un hilo conductor para el camino de la vida. Jesús nos lleva simplemente al Uno, a aquel que es (YHWH) y envuelve a cada ser en su abrazo vivificante. Él es el Amor y es nuestro Dios.

¿Cómo no hemos de ofrecernos entonces a él por completo a nosotros mismos? La multiplicidad queda unificada por el amor de Dios, que pide todo el amor del hombre. Son muchos nuestros afectos, amistades, relaciones interpersonales: a veces nos sentimos «triturados»... «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón»: si le damos todo lo que, por otra parte, viene de él, será el Espíritu de amor el que ame en nosotros. Son muchos los pensamientos, las preocupaciones y las dudas que nos asaltan, pero si queremos amar al Señor con toda nuestra mente los afrontaremos con una paz que antes no conocíamos.

Son muchas, demasiadas, las cosas que tenemos que hacer, los compromisos a los que tenemos que hacer frente, las actividades que hemos de llevar adelante: amemos al Señor con todas nuestras fuerzas y él será la fuerza que nos sostenga en la vertiginosa carrera de nuestra vida cotidiana. Si tendemos hacia esta única dirección, seremos impulsados por el mismo Señor hacia las múltiples direcciones de los hermanos. El mandamiento del Señor es uno, pero tiene dos aspectos, porque aprender a amar con el corazón de Dios significa hacerse próximo a cada hombre: así amó Jesús. Sí, el amor «vale más que todos los holocaustos y sacrificios», porque es sacrificio de por sí. Así se entregó Jesús.

 

ORATIO

Oh Dios, fuente única de todo lo que existe, tú eres nuestro Padre: concédenos el amor para que, fieles a tu mandamiento, podamos amarte con un corazón indiviso, buscándote en todas las cosas. Enséñanos a amarte «con toda la mente»: ilumina nuestra inteligencia para que, libre de la duda y de la vana presunción, sepa descubrir tu designio de salvación en la historia y en las circunstancias cotidianas.

Haz que te amemos «con todas nuestras fuerzas», consagrando a ti y a tu servicio nuestras capacidades y nuestros límites, nuestras acciones y nuestras impotencias, nuestros logros y nuestros fallos. Ayúdanos, Señor, a amarte en cada hermano que tú has puesto a nuestro lado y que tú fuiste el primero en amar, hasta el sacrificio de tu propio Hijo. Que su oblación eterna nos dé la fuerza y la alegría de perdernos a nosotros mismos en la caridad para recobrarnos plenamente en ti, que eres el Amor.

 

CONTEMPLATIO

Hallamos escrito en la ley de Moisés: Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Considerad, os lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. ¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu?

Porque Dios es espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve.

Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. Él nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos rendirle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amáis, guardaréis mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

        Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel. No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica.

Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz os dejo, mi paz os doy. Mas ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena si no nos esforzamos en conservarla? Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano. Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz (Columbano, Instrucciones, 11).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Nosotros debemos amarnos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19).

 

 PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El rabí de Sasson contaba: Aprendí de un campesino cómo deben amar los hombres. Este campesino se encontraba con otros en una hospedería y estaba bebiendo. Se quedó callado durante mucho tiempo con los otros, pero cuando el vino le movió el corazón, dirigiéndose a un compañero que se sentaba a su lado, le preguntó: Dime, ¿me quieres o no? El otro respondió: Te quiero mucho. Y dijo el campesino a su vez: Dices que me quieres mucho; sin embargo, no sabes lo que necesito. Si verdaderamente me quisieras, lo sabrías. El amigo no se atrevió a rebatirle, y el campesino que le había preguntado calló de nuevo. Yo, en cambio, comprendí: amar a los hombres significa intentar conocer sus necesidades y sufrir sus penas (M. Buber, «Leggenda del Baal Sem», en G. Ravasi [ed.], // libro de¡ salmi: commento e attualizazione, Bolonia 1985, p. 694).

 

32° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 17,10-16

En aquellos días,

10 Elías se levantó y se fue a Sarepta. Cuando entraba por la puerta de la ciudad, vio a una viuda recogiendo leña. La llamó y le dijo: -Por favor, tráeme un vaso de agua para beber.

11 Cuando ella iba por el agua, Elías le gritó: -Tráeme también un poco de pan.

12 Ella le dijo: -¡Vive el Señor, tu Dios, que no tengo una sola hogaza; sólo me queda un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la orza! Precisamente estaba recogiendo estos palos para preparar algo para mi hijo y para mí; lo comeremos y luego moriremos.

13 Elías le dijo: -No temas; vete a casa y haz lo que has dicho, pero antes hazme a mí una hogaza pequeña y tráemela. Para ti y para tu hijo la harás después.

14 Porque así dice el Señor, Dios de Israel: No faltará harina en la tinaja ni aceite en la orza hasta el día en que el Señor haga caer la lluvia sobre la tierra.

15 Ella fue e hizo lo que le había dicho Elías, y tuvieron comida para él, para ella y para toda su familia durante mucho tiempo.

16 No faltó harina en la tinaja ni aceite en la orza, según la palabra que el Señor pronunció por medio de Elías.

 

        *» Este episodio manifiesta la eficacia de la fe en la Palabra de Dios. Es la Palabra la que empuja al profeta Elías, perseguido por la reina Jezabel, a refugiarse en la tierra de origen de su enemiga: el Señor ha predispuesto, en efecto, que otra mujer fenicia, viuda y paupérrima, sea para Elías instrumento de salvación en el tiempo de carestía (vv. 8ss). A la petición de alimento por parte del profeta le responde la mujer declarando su propia indigencia: le queda sólo el sustento de un día para ella y para su hijo; sin embargo, fiándose de Elías, que le predice una intervención prodigiosa del Señor, es capaz de renunciar a lo que le aseguraría la supervivencia para ese día. La fe de la viuda se hace caridad generosa y se vuelve para ella verdadera riqueza: en la experiencia cotidiana del milagro puede constatar que verdaderamente «el Señor protege [...] al huérfano y a la viuda» (Sal 146,9) y que quien confía en él no queda decepcionado (1 Re 17,15ss). Precisamente mientras los israelitas se dejan descarriar por los cultos paganos introducidos por Jezabel y no escuchan ya la Palabra de YHWH, triunfa la fe auténtica en la humilde caridad de una extranjera que no vacila en privarse de lo necesario para obedecer a la Palabra que Elías le comunica. Ofrece el alimento de un día al hombre de Dios y recibe de la mano del Señor el alimento para la vida del cuerpo y del espíritu.

 

Segunda lectura: Hebreos 9,24-28

24 Cristo no entró en un santuario construido por hombres -que no pasa de ser simple imagen del verdadero-, sino en el cielo mismo, a fin de presentarse ahora ante Dios para interceder por nosotros.

25 Tampoco tuvo que ofrecerse a sí mismo muchas veces, como el sumo sacerdote, que entra en el santuario una vez al año con sangre ajena.

26 De lo contrario, debería haber padecido muchas veces desde la creación del mundo, siendo así que le bastó con manifestarse una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para destruir el pecado con su sacrificio.

27 Y así como está decretado que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual vendrá el juicio,

28 así también Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez aparecerá, ya sin relación con el pecado, para dar la salvación a los que le esperan.

 

        **• La descripción de algunos detalles del culto judío en el capítulo 9 pone de manifiesto la superioridad de la nueva alianza, cuyo único sacerdote (vv. llss), mediador (v. 15) y víctima (v. 28) es Cristo. En esta perícopa subyace, en particular, la comparación con el ritual del gran «día de la expiación». Una vez al año, en electo, entraba el sumo sacerdote, él solo, en el santo de los santos para expiar los pecados del pueblo mediante la aspersión del arca de la alianza con la sangre de animales sacrificados; sin embargo, Cristo «en la plenitud de los tiempos» dio cumplimiento a los ritos antiguos, que eran sólo una figura del sacrificio perfecto: entró en el verdadero santuario, en la dimensión trascendente («cielo») de Dios, «una sola vez», ofreciéndose a sí mismo «para tomar sobre sí los pecados de la multitud», como el siervo de YHWH profetizado por Isaías (53,12). El don de su amor es tan sobreabundante que el pecado no sólo queda perdonado, sino «destruido» (v. 26): por eso el hombre es hecho de nuevo, queda libre, está salvado.

        Esta ofrenda sacrificial, sin embargo, no nos priva de la presencia de Cristo: siempre vivo «para interceder» en nuestro favor (7,25), él se manifestará una vez más en la historia. Y no será ya para liberar a la humanidad del pecado -dado que su sacrificio tiene un valor perenne (v. 28)-, sino para conducirla a su desenlace definitivo, a un final que será de salvación y de gloria (2,10) para cuantos le esperen con vigilancia perseverante.

 

Evangelio: Marcos 12,38-44

En aquel tiempo,

38 decía Jesús a la gente mientras enseñaba: -Tened cuidado con los maestros de la Ley, a quienes les gusta pasearse lujosamente vestidos y ser saludados por la calle.

39 Buscan los puestos de honor en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes.

40 Estos, que devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largas oraciones, tendrán un juicio muy riguroso.

41 Jesús estaba sentado frente al lugar de las ofrendas y observaba cómo la gente iba echando dinero en el cofre. Muchos ricos depositaban en cantidad.

42 Pero llegó una viuda pobre que echó dos monedas de muy poco valor.

43 Jesús llamó entonces a sus discípulos y les dijo: -Os aseguro que esa viuda pobre ha echado en el cofre más que todos los demás.

44 Pues todos han echado de lo que les sobraba; ella, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir.

 

        **• Jesús ofrece los criterios para distinguir entre los verdaderos y los falsos maestros en la enseñanza que dispensa en el templo. Tras largas discusiones con maestros de la Ley, sacerdotes y jefes del pueblo (capítulos 11 y 12), censura su comportamiento, movido por la vanagloria (vv. 38ss), por la avidez sin escrúpulos y por la ostentación de una piedad puramente exterior (v. 40).

        Jesús es capaz de captar la verdad de la persona más allá de las apariencias, observando la conducta de cada uno en la vida diaria. Por eso, cuando encuentra un verdadero maestro, lo pone como ejemplo a sus discípulos: se trata de una pobre viuda que se acerca al cofre del tesoro del templo para echar una suma irrisoria -las dos moneditas de la viuda equivalían a la octava parte de la ración que se distribuía a diario a los pobres de Roma-; sin embargo, esta ofrenda representa para la viuda «todo lo que tenía para vivir» (v. 44). La humilde mujer ha echado, por tanto, su vida en el tesoro del templo, porque ha encontrado en Dios su sostén para hoy y para el día de mañana, para este tiempo y para la eternidad. Esta «verdadera maestra», más rica que los acomodados que echan muchas monedas como ofrenda, puede enseñar sin presunción el camino de la fe, un camino que pasa a través del abandono confiado en las manos de Dios.

 

MEDITATIO

        La palabra que hemos escuchado nos invita a reflexionar sobre la fe. Ésta consiste, simplemente, en creer que Dios es Dios y en fiarse por eso de él, abandonarse en sus manos, darle por completo a nosotros mismos sin cálculos ni preocupaciones por el mañana. Esta «oblatividad» es desconsiderada y loca -o al menos imprudente- para quien afirma que está bien creer, sí, pero «con los pies en la tierra», sin dejar de lado una humana prudencia; sin embargo, esta fe la encontramos a menudo precisamente en quienes no tienen ninguna seguridad para hacer frente al hoy ni al mañana.

        Estas dos viudas tan pobres presentadas en la Sagrada Escritura nos enseñan a no tener miedo de ofrecer a Dios todo lo que tenemos y somos, nos invitan a consagrarle nuestra vida: si hacemos que llegue a ser «suyo» lo que es nuestro, será después tarea suya la preocupación por ello. Mi familia, mi trabajo, mis pocos o muchos recursos de todo tipo pueden ser sometidos a la lógica de la fe y ser confiados y entregados por completo al Señor. No se trata de una elección de despreocupación ni del sentimiento de un instante; al contrario, se convierte en el compromiso cotidiano de administrar como nuestros -y, por consiguiente, con un corazón conforme al nuestro los que eran «nuestros» bienes: afectos, ocupaciones, dotes. La palabra es hoy casi un desafío: probemos a echar con fe nuestra vida en el tesoro de la comunión de los santos, día tras día. El Señor dispondrá de ella para bien de cada uno de sus hijos, y dispondrá un mayor beneficio también para nosotros. Podemos darle, sobre todo, lo que tenemos como más «nuestro»: la pobreza existencial, el pecado. Esto es lo que ha venido a buscar en la humanidad, para tomarlo sobre sí y transformarlo en sacrificio de amor.

        Si somos capaces de poner en sus manos también nuestra miseria, sentiremos la alegría de vivir de él, por él, en él.

 

ORATIO

        Señor Jesús, que de rico como eras te hiciste pobre para enriquecernos con tu pobreza, aumenta nuestra fe.  Es siempre muy poco lo que tenemos que ofrecerte, pero ayúdanos tú a entregarlo sin vacilación en tus manos. Tú eres el tesoro del Padre y el tesoro de la humanidad: en ti está depositada la plenitud de la divinidad; sin embargo, sigues esperando aún de nosotros el óbolo de lo que somos, hasta nuestro mismo pecado. Creemos que puedes transformar nuestra miseria en bienaventuranza para muchos, pero tienes que enseñarnos la generosidad y el abandono confiado de los pobres en el espíritu.

        Queremos aceptar el desafío de tu Palabra y darte todo, hasta lo que necesitamos para hoy y para el día de mañana: tú mismo eres desde ahora la Vida para nosotros.

 

CONTEMPLATIO

        Es grande el que toma de lo poco de que dispone, puesto que en la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad de los dones, sino el peso de los corazones.

        La viuda del evangelio depositó en el tesoro del templo dos moneditas y superó los dones de todos los ricos.

        Ningún gesto de bondad queda privado de sentido ante Dios, ninguna misericordia queda sin fruto. Son diversas, a buen seguro, las posibilidades que él ha dado a los hombres, pero no son diferentes los sentimientos que reclama de ellos. Valore cada uno con diligencia la entidad de sus propios recursos, y que los que más han recibido den más (León Magno, Sermón sobre el ayuno, 90,3).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es él Reino de los Cielos» (Mt 5,3).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Dios es absolutamente más rico que nadie, porque es absolutamente el más pobre. No tiene nunca nada para sí, sino siempre para el otro. El Padre para el Hijo, el Hijo para el Padre, el Padre y el Hijo para el Espíritu Santo común. Pero tampoco el Espíritu tiene nada para sí, sino todo para el Padre y para el Hijo. Esto no es tampoco un egoísmo a dos o a tres, puesto que en Dios cada uno piensa verdaderamente sólo en el otro y quiere enriquecer al otro. Y toda la riqueza de Dios consiste en este darse y recibir el Tú.

        La pobre viuda, que ha dado todos sus haberes, está muy cerca de este Dios. ¿Acaso no se puede decir que Dios ha echado todos sus haberes en el cepillo de las ofrendas del mundo, cuando nos dio a aquel hombre sin apariencia, escondido, apenas localizable en la historia del mundo, llamado Jesús de Nazaret?

        ¿No se puede decir que en este casi nada nos ha entregado Dios más que con el rico y gigantesco universo, puesto que así nos ofreció «todo lo que necesitaba para vivir», a fin de que nosotros, aunque él muriera, pudiéramos vivir de su vida eterna? (H. U. von Balthasar, Tu coroni l'anno con la tua grazia, Milán 1990, p. 177 [edición española: Tú coronas el año con tu gracia, Encuentro, Madrid 1997]).

 

33° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Daniel 12,1-3

1 En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe, protector de tu pueblo. Será un tiempo de angustia como no hubo otro desde que existen las naciones. Cuando llegue ese momento, todos los hijos de tu pueblo que estén escritos en el libro se salvarán.

2 Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza, para el castigo eterno.

3 Los sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que guiaron a muchos por el buen camino, como las estrellas por toda la eternidad.

 

        *•• «En aquel tiempo...». El tiempo al que alude el profeta es un tiempo en el que la impiedad ha llegado a su cima: en el capítulo 11, en efecto, se revelan los acontecimientos históricos que habían concluido con la muerte de Antíoco Epífanes, figura del enemigo de Dios; sin embargo, cuando el mal que se propaga parezca triunfar, la historia desembocará en el acontecimiento escatológico: éste es precisamente el mensaje de esperanza ofrecido por este fragmento donde se describe el tiempo final. En él ya no serán posibles ni la ambigüedad ni las componendas: todas las cosas aparecerán en su auténtica realidad. El conflicto contra las fuerzas del mal se convertirá en lucha abierta, y el pueblo de Dios experimentará la protección extraordinaria del arcángel Miguel.

        Será, por tanto, un tiempo de extrema angustia y, a la vez, de salvación para quienes hayan sido fieles. El Señor conoce a los suyos uno a uno, sus nombres están escritos en su libro: no podrá olvidarlos (v. 1). Tendrá lugar, por consiguiente, el traslado del tiempo a la eternidad; se profetiza aquí la resurrección universal («muchos» es un semitismo que significa «todos»), en la que cada uno recibirá su destino eterno de vida o de infamia, según su propia conducta. Los sabios, los justos, o sea, los que hayan recorrido el camino de la santidad y ayudado a otros a recorrerlo, resplandecerán con una gloria perenne.

        La fe en la resurrección, en el juicio y en la vida eterna se va delimitando ya cada vez con mayor claridad ahora que estamos en los umbrales del Nuevo Testamento. Con la resurrección de Cristo comenzará el tiempo del fin, y tendrá su consumación en la parusía.

 

Segunda lectura: Hebreos 10,11-15

11 Cualquier otro sacerdote se presenta cada día para desempeñar su ministerio y ofrecer continuamente los mismos sacrificios que nunca pueden quitar los pecados.

12 Cristo, por el contrario, no ofreció más que un sacrificio por el pecado de una vez para siempre, y está sentado a la derecha de Dios.

13 Únicamente espera ahora que Dios ponga a sus enemigos como estrado de sus pies.

14 Con esta única oblación ha hecho perfectos de una vez para siempre a quienes han sido consagrados a Dios.

15 Ahora bien, donde los pecados han sido perdonados, ya no hay necesidad de oblación por el pecado.

 

        *•• El tema de la perícopa de hoy recupera el del domingo pasado y lo completa. En efecto, el autor de la carta insiste en la unicidad del sacrificio de Cristo en contraposición a los muchos sacrificios judíos: éstos deben repetirse continuamente, porque «nunca pueden quitar los pecados» (v. 11), mientras que la oblación de Cristo es perfecta y salvífica para quien se confía en su mediación sacerdotal (v. 14). No obstante, aquí se añade un elemento nuevo que pone todo este fragmento en estrecha continuidad con la primera lectura y el evangelio de hoy: el sacrificio de Cristo es «de una vez para siempre» y por eso abre una dimensión nueva en el fluir del tiempo («cada día»: v. 11).

        «Ahora» Cristo ha vencido a las fuerzas del mal y está sentado en el trono de Dios, y «únicamente espera» que su victoria se vuelva evidente y definitiva (vv. 12ss): entonces desembocará el tiempo en la eternidad; sin embargo, ya desde ahora, «quienes han sido consagrados» - a saber: quienes acogen su oblación y someten a él la voluntad rebelde que impulsa al pecado- entran en esta dimensión de eternidad («para siempre»: v. 14). Pero mientras el tiempo prosigue su curso, comulgamos ya el pan de la vida «eterna» (cf. Jn 6,48-51) en la celebración eucarística (memorial del sacrificio de Cristo).

 

Evangelio: Marcos 13,24-32

Dijo Jesús a sus discípulos:

24 Pasada la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor;

25 las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán.

26 Entonces verán venir al Hijo del hombre entre nubes con gran poder y gloria.

27 Él enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo.

28 Fijaos en lo que sucede con la higuera. Cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, sabéis que se acerca el verano.

29 Pues lo mismo vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que ya está cerca, a las puertas.

30 Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda.

31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

32 En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre.

 

        *»• Con este fragmento culmina el discurso escatológico de Jesús, que, en el evangelio de Marcos, tiene una extensión sorprendente (capítulo 13). Los «últimos tiempos » están descritos a partir de la predicción de acontecimientos históricos que, efectivamente, podrán constatar los discípulos, puesto que tuvieron lugar en el tiempo de aquella generación (v. 30). Con todo, el horizonte es más amplio: la intensificación de guerras y cataclismos no es más que «el comienzo de los dolores» (así el v. 7 al pie de la letra).

        Será el signo de que tanto para la historia como para la creación empieza un grandioso trabajo de parto, un trabajo que llevará consigo un sufrimiento inaudito (vv. 19-20.24a), pero concluirá con la venida gloriosa del Hijo del hombre profetizado por Daniel, un personaje apocalíptico con el que Jesús se identifica. Como juez de la historia y vencedor de las fuerzas del mal, inaugurará definitivamente el Reino de Dios para todos sus «elegidos», esto es, para los que se hayan mantenido fieles en la persecución (vv. 9-13) y hayan resistido a las seductoras perspectivas ofrecidas por los falsos cristos, que aparecerán numerosos en los últimos tiempos (vv. 21-23).

        En este discurso se entrelazan, pues, acontecimientos históricos y elementos apocalípticos, expresados con imágenes tomadas de los profetas: Jesús quiere hacer comprender que el misterio pascual ahora presente -su «hora» en el lenguaje joáneo- será el comienzo de la fase final de los tiempos. De ahí que invite a los discípulos, ya desde ahora, a la vigilancia, a escrutar los acontecimientos sabiendo captar en ellos la proximidad del Hijo del hombre, es decir, de su retorno glorioso (vv. 28ss) y a adherirse plenamente a su Palabra, más estable que los cielos y la tierra, que también «pasarán»; sin embargo, la pregunta concreta de algunos discípulos: «¿Cuándo...?» (v. 4), queda sin respuesta.

        Jesús, mientras se revela como el Hijo, muestra que no puede disponer ni del día ni la hora del fin. Por eso, en cuanto Hijo y hombre, se confía él mismo por completo al designio de amor y salvación del Padre (v. 32).

 

MEDITATIO

        El encuentro con un cristiano auténtico no cesa de sorprender desde hace dos mil años: ¡qué insólita es su condición! «Extranjero y peregrino en la tierra», transeúnte que atraviesa los senderos del tiempo que tiende a la eternidad, posee ya lo que busca, aunque todavía no de un modo pleno y evidente. Es testigo de una esperanza bienaventurada y posee la prenda de una promesa infinita. Irradia la alegría a su alrededor, aunque ha renunciado a muchas de las alegrías que propone este mundo; sin embargo, no está dispensado del dolor... ¿Cuál es entonces el secreto del verdadero cristiano?

        Lo custodia en lo hondo de su corazón y lo declara con orgullo: su secreto es Cristo, Señor del tiempo y de la historia. La pascua de Jesús ha destrozado la dimensión temporal y ha irrumpido la eternidad entre nosotros: la vida eterna es el Pan en que él se entrega. Quien observa su Palabra que no pasa, quien acoge su sacrificio de salvación y vive con él el dolor como pascua, entra desde ahora en la eternidad y permite que, a través de su propia existencia, ésta transfigure un poco el tiempo.

        El cristiano abre al sol la ventana de su morada para que todo quede inundado de luz. Ahora bien, el conflicto entre las tinieblas y la luz permanece aún en acto en el tiempo: cada discípulo de Jesús conoce esta lucha dentro de sí y a su alrededor; por eso vigila, porque sabe que tiene que combatir el buen combate de la fe. Cristo ya ha vencido, pero continúa luchando en nosotros para que sea derrotado el mal y se extienda el Reino de Dios, hasta el día que sólo el Padre conoce. Que su Espíritu de amor y de fortaleza nos haga a todos cristianos auténticos, tanto más presentes en la historia del hombre cuanto más inclinados al «día de Dios».

 

ORATIO

        Jesús, Señor de la historia, tú ves los males que afligen a nuestra humanidad; sin embargo, nos enseñas que, en su raíz, es uno solo el Mal que hemos de combatir. Tú lo derrotaste ya al morir por nosotros en la cruz; ayúdanos a extender en el tiempo tu victoria pascual.

        Haznos portadores de eternidad allí donde vivimos y trabajamos: que la luz de tu amor perenne inunde a través de nosotros la pequeña porción de la historia que nos has confiado y la transfigure.

        Haz que completemos nuestra peregrinación terrena tendiendo a la patria celestial, para que quien nos encuentre comprenda cuál es la bienaventurada esperanza que nos hace exultar ya desde ahora. Que el Pan de la vida eterna, roto por nosotros, nos sostenga en las pruebas cotidianas, para que podamos ser encontrados fieles y vigilantes en tu día glorioso.

 

CONTEMPLATIO

        El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de los cristianos, es un Dios de amor y consolación, es un Dios que llena el alma y el corazón de quienes le poseen. Es un Dios que hace sentir interiormente a los suyos su miseria y su infinita misericordia; que se les une en lo más íntimo de su alma; que les llena de humildad, de alegría, de confianza, de amor; que les hace incapaces de tener otro fin fuera de él. Sin Jesucristo, no subsistiría el mundo, porque debería ser destruido o ser como el infierno.

        Si el mundo subsistiera para instruir al hombre sobre Dios, su divinidad brillaría por todas partes de una manera incontestable, pero puesto que subsiste sólo en Jesucristo y por Jesucristo, y para iluminar a los hombres sobre su pecado y sobre su redención, por todas partes se manifiestan las pruebas de estas dos verdades. Lo que se manifiesta en el mundo no expresa ni exclusión total ni presencia manifiesta de la divinidad, sino la presencia de un Dios que se esconde. Todo lleva esta huella.

        Jesucristo, sin bienes materiales y sin ninguna producción científica, pertenece al orden de la santidad. No ha hecho ningún invento, no ha reinado. Pero es humilde, paciente, santo, santo, santo para Dios, terrible para los demonios, sin pecado. Oh, ha venido con gran pompa y prodigiosa magnificencia a los ojos de los corazones que ven la sabiduría. Para manifestar su Reino de santidad, le hubiera sido inútil a Jesucristo venir como rey; sin embargo, ha venido con el esplendor que le es propio (B. Pascal, Pensieri, Opusculi, Lettere, 602.829, Milán 1984, 666.754, passim).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Esperemos y apresuremos la venida del día de Dios» (cf. 2Pe3,11b-12a).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Nos encontramos una vez más teniendo que decidir: debemos escoger si queremos limitar la fe al ámbito del sentimiento y orientar nuestros pensamientos según los de todos, o bien si pretendemos ser cristianos también en el modo de pensar. El juicio es el último acto de Dios, y lo lleva a cabo ciquel que sigue siendo durante toda la historia el «signo de contradicción», el momento de la decisión tanto para el individuo como para los pueblos. ¿Cómo se lleva a cabo este juicio? En un primer momento, podemos suponer que el objeto del juicio deben ser las acciones y las omisiones del hombre. Veremos, en cambio, que todo está fundido en una sola entidad: el amor. Pero ¿cómo ha sido fijado y se aplica el criterio del amor? Aquí es donde se manifiesta el carácter extraordinario del anuncio cristiano del juicio: el criterio según el cual seremos juzgados es nuestra actitud respecto a Cristo. El bien definitivo es él, Cristo, y obrar bien significa amar a Cristo. En definitiva, «ía verdad» o «eí bien» no son ideas o valores abstractos, sino alguien, Jesucristo. Toda buena acción va hacia Cristo y es un bien para é|, así como toda acción mala, sea cual sea su finalidad, es en el fondo un ataque contra él. La más real de todas las realidades es alguien: el Hijo de Dios hecho hombre. Y nosotros conocemos la tarea que se nos impone al hacernos cristianos: ver a Cristo en su universalidad, conservar en nuestro corazón su imagen con toda su potencia, para que pueda atravesar los confines del mundo, de la historia y de la obra humana (R. Guardini, íe cose ultime, Milán 1997, pp. 92-96, passim).

 

Jesucristo, rey del universo 34° domingo

 

LECTIO

Primera lectura: Daniel 7,13ss

13 Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y ví venir sobre las nubes alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él.

14 Se le dio poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su Reino jamás será destruido.

 

        **• El significado profundo de este fragmento aparece cuando lo consideramos en el contexto del capítulo 7 de Daniel. Al profeta se le ha revelado el misterio de la historia. Ve la sucesión de diferentes reinos, representados simbólicamente por cuatro fieras espantosas, pero su prepotencia está destinada a desaparecer. Mientras los acontecimientos se suceden en el tiempo, en la dimensión copresente al mismo de la eternidad, la historia es juzgada por Dios sobre la base de las acciones de los hombres (vv. 9ss).

Las potencias de este mundo han sido condenadas y algunas ya sufren la pena (v. 11); otras, en cambio, la ven diferida «sólo hasta un determinado momento» (v. 12). Y he aquí que aparece en la trascendencia divina («sobre las nubes») «un hijo de hombre», a quien Dios le da un poder eterno y un reino invencible, que abarcará a todos los pueblos. Eso significa que su persona y su señorío son celestiales y terrenos, divinos y humanos al mismo tiempo. Contra su reino, que coincide con el Reino de los santos del Altísimo (vv. 17.32), se levantará aún la violencia de los poderosos de este mundo y parecerá victoriosa (vv. 24ss). Ahora bien, cuando el juicio de Dios se haga definitivo, el Reino del Hijo del hombre, o bien de los santos del Altísimo, triunfará para siempre (v. 26). Para expresar de manera eficaz esta realidad, Pablo adoptará la imagen del cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo y los fieles sus miembros.

El Reino de Cristo es, por consiguiente, también nuestro; nosotros también estamos llamados a participar en su realeza venciendo al pecado que nos asedia. Sumergidos como estamos en la historia, se nos pide que juzguemos los acontecimientos con el sentido de la fe y que vivamos en conformidad con la ley fundamental del amor, para que todo hombre pueda entrar por fin en el Reino de Dios.

 

Segunda lectura: Apocalipsis 1,5-8

5 Jesucristo es el testigo fidedigno, el primero en resucitar de entre los muertos y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos liberó de nuestros pecados con su propia sangre,

6 al que nos ha constituido en reino y nos ha hecho sacerdotes para Dios, su Padre, a él la gloria y el poder para siempre. Amén.

7 ¡Mirad cómo viene entre las nubes! Todos lo verán, incluso quienes lo traspasaron, y las razas todas de la tierra Jesucristo, rey del universo tendrán que lamentarse por su causa. Así será. Amén.

8 «Yo soy el alfa y la omega -dice el Señor Dios- el que es, el que era y el que está a punto de llegar, el todopoderoso».

 

        **• En estos versículos, tomados del prólogo del Apocalipsis, se presenta esencialmente la realeza de Jesucristo como la realeza del Hijo del hombre («viene entre las nubes»: v. 7a). Aludiendo a la profecía de Daniel, el vidente puede afirmar, por tanto, que Jesús es el revelador del Padre digno de fe («testigo fidedigno»), puesto que procede de Dios mismo. En cuanto Resucitado, es el arquetipo de una nueva estirpe destinada a la vida eterna. Por último, es «soberano de los reyes de la tierra», porque ha venido a traer a la tierra el Reino de Dios al que todos estarán sometidos al final.

El Hijo del hombre, Jesús, es el crucificado, «traspasado » por la incredulidad y por la violencia de muchos. Y precisamente de este modo ha manifestado su amor por nosotros y nos ha liberado de los pecados 0-(v. 5), dándonos la posibilidad de que se cumpla la antigua promesa: «Si me obedecéis y guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra es mía; seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación santa» (Ex 19,6).

Cuando llegue la hora, siempre inminente de su venida gloriosa, hasta los que le han rechazado deberán reconocerle y comprender el mal que han cometido. Ahora bien, los que desde ahora acogen el señorío de Cristo en su vida participan de su función real y sacerdotal.

De este modo entran en comunión con Dios, principio y fin de todo lo que existe, origen eterno del tiempo, que, sin embargo, viene a la historia para asumir la fatiga de todas las criaturas y llevarlas con el poder del amor a la libertad y a la salvación (v. 8).

 

Evangelio: Juan 18,33b-37

En aquel tiempo,

33 dijo Pilato a Jesús -¿Eres tú el rey de los judíos?

34 Jesús le contestó: -¿Dices eso por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?

35 Pilato replicó: -¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?

36 Jesús le explicó: -Mi Reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de este mundo.

37 Pilato insistió: -Entonces, ¿eres rey? Jesús le respondió: -Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio De la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha la voz.

 

        *•• El relato del proceso de Jesús ante Pilato tiene un gran relieve en el evangelio de Juan. La reflexión sobre el tema de la realeza está presente en todo el episodio, incluso en la declaración de Pilato: «¡Aquí tenéis a vuestro rey!» (19,14). Ahora bien, la «pretensión» de ser Hijo de Dios (19,7) es demasiado elevada para los judíos; ellos prefieren que este Mesías sea crucificado, y, obrando de este modo, reniegan de la historia de Israel y de sus mismas expectativas: «No tenemos otro rey que el César» (19,15).

Esta perícopa representa el centro teológico del relato joáneo. Se confrontan aquí conceptos muy diferentes de realeza: Pilato tenía el concepto político-militar que se podía hacer un romano (v. 37), pero aparece también el teocrático y a la vez político de los judíos (vv. 33ss);

        Sin embargo, la realeza de Jesús pertenece a otra esfera: Jesucristo, rey del universo «no es de este mundo»; más aún, puede dejarse aplastar por éste y resultar, de todos modos, vencedora (v. 36). Jesús es verdaderamente rey, pero no «de aquí abajo». Ha venido a este mundo a traer su Reino sobrenatural sin imponer su absoluta superioridad, asumiendo nuestra condición («para eso nací y para eso vine al mundo») para iluminarla con la luz de la verdad y hacer al hombre capaz de elegir el Reino de Dios.

La venida de Cristo obra, por consiguiente, una discriminación entre los que acogen su testimonio y los que lo rechazan. Es un testimonio verdadero sobre Dios -cuyo rostro revela Jesús en sí mismo- y, al mismo tiempo, sobre el hombre, tal como es según el designio del Padre («¡Ecce homo!»: 19,5): acogerlo significa entrar ya desde ahora en su Reino. En cambio, el que lo rechaza se somete al príncipe de este mundo (12,31): no es posible mantenerse en un escepticismo neutral como intenta hacer Pilato (18,38). Quien reconoce a Jesus como rey no se preocupa de triunfar en este mundo, sino más bien de escuchar la voz de su Señor y de seguirle (v. 37b), para extender aquí abajo su Reino de verdad y de amor.

 

MEDITATIO

La liturgia de hoy nos invita a reavivar en nosotros el deseo de que Cristo reine verdaderamente en nuestra vida. Para que esto tenga lugar, es menester renovar nuestra adhesión a él, que nos amó primero y libró por nosotros la gran batalla hasta dejarse herir de muerte para destruir en su cuerpo clavado en la cruz nuestro pecado. Cristo venció así. Su triunfo es el triunfo del amor sobre el odio, sobre el mal, sobre la ingratitud.

<*• Cristo es un rey crucificado; sin embargo, su poder está precisamente en la entrega de sí mismo hasta el extremo: es un rey coronado de espinas, colgado en la cruz, y sigue como tal para siempre, incluso ahora que está en la presencia del Padre, a donde ha vuelto después de la resurrección. Se trata de una realeza difícil de comprender desde el punto de vista humano, a no ser que emprendamos el camino del amor humilde, de la vida que se hace servicio y entrega. Si emprendemos ese camino, el mismo Espíritu nos hará capaces de configurarnos con el humilde rey de la gloria, de quien todo cristiano está llamado a ser discípulo enamorado.

Esto traerá consigo, necesariamente, una sombra de muerte, de muerte a todo un mundo de egoísmos, de pasiones, de vanos deseos y de arrogancias indebidas: una muerte que, sin embargo, se traduce en libertad para nosotros mismos y en crecimiento para los otros, en vida verdadera y en plenitud de alegría. Nuestro camino en la historia prosigue con sus cansancios, pero nuestro corazón puede saborear de manera anticipada la dulzura de este Reino de luz infinita en el que sólo se entra por la puerta estrecha de la cruz.

 

ORATIO

Señor Jesús, tú te escondiste a los ojos de todos para orar al Padre en secreto, cuando la muchedumbre, maravillada y admirada por los milagros que realizabas, te buscaba para proclamarte, Sólo en la hora de la pasión, cuando todos te habían abandonado y ser proclamado rey ya no era motivo de jactancia, sino que se había vuelto para ti causa de condena, sólo entonces declaraste tu señorío universal. Obrando de este modo nos enseñaste con tu misma muerte que reinar es servir amando hasta la entrega total de nosotros mismos.

Concédenos también reconocer tu realeza no de palabra, sino dejando crecer y dilatarse en nosotros tu Reino, para que seamos, en la historia, irradiación de tu presencia de paz y motivo de consuelo y esperanza para todos nuestros hermanos.

 

CONTEMPLATIO

Tú, oh Cristo, eres el Reino de los Cielos la tierra prometida a los humildes; tú, eres el pasto del paraíso, el cenáculo para el banquete divino; tú, la sala de las nupcias inefables, la mesa suntuosamente preparada para todos.

Oh Cristo, no me abandones en medio de este mundo, puesto que sólo te amo a ti, aunque todavía no te he conocido; yo, que estoy completamente a merced de las pasiones; yo, que no te conozco, pues ¿acaso tiene necesidad de los placeres del mundo quien te ha conocido? ¿Quién, que te haya amado, irá en busca de cualquier otro placer? ¿O se sentirá apremiado a ir en busca de cualquier otro amigo?

Dios, creador del universo, que me has dado lo que tengo de bueno, ten benévola compasión de mi pobre alma; concédeme un correcto discernimiento para que me deje atraer por tus bienes eternos y sólo por ellos.

Te amaré con todo el corazón, persiguiendo sólo tu gloria sin preocuparme en absoluto de la gloria de los hombres, a fin de llegar a ser uno contigo ya ahora y después de la muerte, obteniendo así, oh Cristo, reinar contigo, que aceptaste por mi amor la más infamante de las muertes. Entonces seré el más feliz entre todos los hombres. Amén, así sea, oh Señor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos (Simeón el Nuevo Teólogo, en C. Berselli [ed.], Inni a Cristo nel primo millennio delta Chiesa, Roma 1981, pp. 168-170).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Venga a nosotros, Señor, tu Reino de luz».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Jesús, que está a punto de subir al patíbulo, sin que se intente un solo gesto, de la tierra o del cielo, para defenderle, este mismo Jesús afirma con una calma suprema: «Yo soy rey». Rey, es decir, no sólo libre (y está atado), sino también Señor (y están a punto de matarle).

Aquel instante exigía la fe más firme, porque era el de la oscuridad más profunda, era el momento en que daba la impresión de que del Dios-nombre ya no quedaba nada de Dios y, dentro de muy poco, tampoco quedaría nada del hombre. No era difícil creer en el poder de Jesús cuando mandaba sobre las enfermedades, sobre la tempestad, sobre la muerte. Ahora bien, para pensar como Rey y como Dios a uno que ha sido vencido, aplastado, reducido a nada, es preciso recurrir a una lógica que invierta cualquier pensamiento humano, es preciso dejar que se hunda nuestra propia inteligencia en las tinieblas más densas; en una palabra, renunciar a cualquier otra luz que no sea la de la confianza ciega, propia del amor [...].

En aquel momento era menester el amor mismo de Dios para comprender que el despojo total podría constituir la ofrenda suprema del amor, para descubrir en la aniquilación de la cruz la manifestación más sublime de la omnipotencia de Dios.

Jesús manifiesta su propia realeza y su soberano señorío sirviéndose de la mala voluntad de los hombres para cumplir su voluntad de salvación, utilizando su odio para su obra de amor.

Le crucificaban para quitarle de en medio, y he aquí que lo vuelven a zambullir en la eternidad de donde había venido y que, con su retorno, volverá a abrirla a todos los hombres (I. Riviére, A chaqué jour suffit sa joie, París 1949, pp. 171 ss).

 

La Santísima Trinidad (Domingo después de Pentecostés)

 

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 4,32-34.39ss

Moisés habló al pueblo y le dijo:

32 Pregunta, si no, a los tiempos pasados que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre en la tierra: ¿Se ha visto jamás algo tan grande o se ha oído cosa semejante desde un extremo a otro del cielo?

33 ¿Qué pueblo ha oído la voz de Dios en medio del fuego, como la has oído tú, y ha quedado con vida?

34 ¿Ha habido un dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro con tantas pruebas, milagros y prodigios en combate, con mano fuerte y brazo poderoso, con portentosas hazañas, como hizo por vosotros el Señor, vuestro Dios, en Egipto ante vuestros propios ojos?

39 Reconoce, pues, hoy y convéncete de que el Señor es Dios allá arriba en los cielos y aquí abajo en la tierra y de que no hay otro.

40 Guarda sus leyes y mandamientos que yo te prescribo hoy para que seas feliz tú y tus hijos después de ti y prolongues tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.

 

**• El pueblo elegido, para mantenerse en los momentos difíciles, apela continuamente a la historia de su pasado (= fe histórica), que se convierte en un «lugar teológico». En efecto, si Dios ha sido siempre fiel en el pasado, lo será también en el futuro. Por eso, el deuteronomista invita al pueblo, sobre la base de la experiencia pasada, a compararse con otros pueblos: ningún otro pueblo de la tierra ha tenido una experiencia de Dios como Israel. Para confirmar lo que dice, recuerda dos episodios prodigiosos: la teofanía de Dios en el Horeb y la liberación de la esclavitud de Egipto. El autor sagrado no describe estas teofanías de manera detallada, se contenta con traerlas a la memoria (cf. Ex 19,1-19; 20,18-21; Dt5).

El Señor, siempre cercano a su pueblo y fuente de vida, se ha mostrado fiel y capaz de mantener sus promesas en todas las circunstancias. De ahí que el pueblo elegido deba tener confianza en el Señor y ser fiel a la alianza prometida. Sólo así tendrá asegurada su propia existencia también para el futuro, viviendo en libertad y en paz y sintiéndose elegido por Dios. En caso contrario, Dios se alejará y entonces el pueblo experimentará la muerte (vv. 39ss).

A la luz de esta experiencia histórica, los justos y los guías de Israel tuvieron confianza, incluso en los momentos más críticos de su historia, en que no perderían el ánimo ni abandonarían la observancia de la Ley. Esto es evidente durante el exilio de Babilonia y en tiempos de los Macabeos, cuando tuvieron la fuerza necesaria para proclamar: «Dios grande y único, tu juicio es justo», aunque al mismo tiempo tuvieron que confesar: «Señor, perdona las culpas de nuestros padres, porque tú eres benigno y rico en misericordia».

 

Segunda lectura: Romanos 8,14-17

Hermanos:

14 Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15 Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar: «Abba», es decir, «Padre».

16 Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios.

17 Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.

 

*•• El capítulo 8 de la carta a los Romanos ha sido comparado al Te Deum de la historia de la salvación, y los vv. 14-17 han sido considerados como la cúspide de todo el capítulo. Dios, dador de vida, une a él vitalmente, por medio del Espíritu, a todo creyente haciéndole hijo suyo. Para Pablo, esta novedad cristiana de la filiación- comunión con Dios será plena sólo cuando, en la era escatológica, todo bautizado, por obra del Espíritu Santo, se identifique perfectamente con la figura de Cristo resucitado. En efecto, el espíritu de la Ley antigua era un espíritu de esclavitud, mientras que el espíritu de Cristo es el espíritu de la libertad y de la adopción, porque el Espíritu habita en el corazón de los creyentes. Y el fruto más hermoso del Espíritu es la filiación divina, que empieza en los fieles con el bautismo y alcanza su madurez completa en el camino de fe que conduce a la tierra prometida.

Entonces no sólo Cristo, sino todos los creyentes en él gozarán de esta plenitud. Ahora bien, el signo más manifiesto de esta prerrogativa cristiana es el hecho de que, ya desde ahora, pueden dirigirse los fieles a Dios con el bello nombre de «AM>a-Padre», una expresión aramea familiar que significa «papá» y que ningún judío se atrevía nunca a pronunciar. Sólo el Espíritu ha podido inspirar a los cristianos una expresión tan audaz, que manifiesta la seguridad y la alegría de todos los que son movidos por el Espíritu de Jesús.

En todo caso, es el Espíritu quien hace a los creyentes conscientes de esta magnífica realidad, pero sobre todo es su causa. Ser hijos de Dios significa poseer ya una prenda de la vida eterna, significa ser «herederos» de los bienes de la vida de Dios y «coherederos» con Cristo, primogénito de los resucitados. No obstante, para obtener todo esto se exige una condición: participar en los sufrimientos de Cristo y completar lo que falta a su pasión.

 

Evangelio: Mateo 28,16-20

16 Los once discípulos fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había citado.

17 Al verlo, lo adoraron; ellos, que habían dudado.

18 Jesús se acercó y se dirigió a ellos con estas palabras: -Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra.

19 Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,

20 enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo.

 

*• El final del evangelio de Mateo, expresado en términos teológicos personales, es el epílogo no sólo de las apariciones postpascuales, sino de todo su evangelio. El Jesús que se aparece a los discípulos en el monte es el «Señor» de la Iglesia, objeto de adoración y de plegaria por parte de los suyos, aunque no siempre con una fe plena (v. 17). Ahora bien, Jesús es asimismo el juez escatológico: está sentado ya desde ahora a la diestra del Padre para evangelizar a todas las gentes (cf. 24,14). En esta misión implica a sus discípulos, que deberán proseguir su obra. Esta obra consiste en «hacer discípulos» a todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles todas las cosas mandadas por Jesús, o sea, evangelizándolos (vv. 18-20).

La fórmula trinitaria del bautismo representa una sorpresa en Mateo, pero le confiere al final de este evangelio un aspecto solemne y una síntesis teológica. El Dios de Jesús es único por su naturaleza, pero trino por las Personas. Al proclamar este misterio, el creyente adora la unidad de Dios y la Trinidad de las Personas.

En esto consiste la salvación: en creer en este admirable misterio y en ser bautizado en el nombre del Dios uno y trino. Profesar esta fe en la Trinidad significa aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu.

Para acabar, las últimas palabras de Jesús constituyen una magna promesa: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo» (v. 20).

A buen seguro, este mundo tendrá un final que coincidirá con la parusía, pero todos los días que los cristianos viven esperando están colmados ya de una presencia: la Shekhinah divina mora allí donde dos o más se reúnen en el nombre de Jesús (cf. 18,20), como presencia discreta y silenciosa que acompaña a cada momento de la vida de los creyentes.

 

MEDITATIO

Si la escuela de la catequesis estuviera orientada bíblica y teológicamente, el misterio de la Trinidad, con todas sus explicaciones y aplicaciones adaptadas a la vida, debería ocupar un puesto fundamental. Por consiguiente, sería menester enseñar que la Trinidad, mediante la fe-esperanza-caridad, arraiga propiamente en la memoria-intelecto-voluntad, porque la fe infusa es «verdaderamente» una participación en el conocimiento que Dios-Padre tiene de sí mismo (= el Hijo), y la caridad infusa es «verdaderamente» una participación en el amor del Padre y del Hijo (= el Espíritu Santo). Por eso debe explicarse que el bautizado, con la fe, conoce a Dios «como» Dios se conoce a sí mismo y, con la caridad, ama a Dios «como» Dios se ama a sí mismo: y ese conocimiento-amor reproducen y son propiamente semejantes a los de la Trinidad. Son humano-divinos: humanos, porque son expresados por nuestra persona, pero también divinos, porque son más y mejor obra del Espíritu Santo, que pone en acción las tres virtudes teologales.

De suerte que se debe decir que el bautizado está estructurado «trinitariamente», hasta el punto de que es imposible expresar con palabras la intimidad que la fe-esperanza-caridad crean en nosotros con el Padre- Hijo-Espíritu Santo. Alguien que entiende de esto ha dicho que la Trinidad es más presente a nosotros que nuestro yo a nosotros mismos.

 

ORATIO

A mí, que he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que tantas veces al día me hago la señal de la cruz, cómo me gustaría nombrar con la devoción y con el afecto del corazón a estas santas Personas y no hacer como los jugadores cuando entran en el campo.

La señal de la cruz es un sacramental que, por así decirlo, debe consagrar todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos al Padre-Hijo-Espíritu Santo. Jesús me asegura: «Si alguien me ama, también mi Padre le amará, y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él». Cómo quisiera tratar con más respeto-garbo-delicadeza a estos huéspedes míos, con todas las atenciones que reservamos a los huéspedes de consideración. Pablo me recuerda: «Si alguien falta el respeto al templo de Dios, que sois vosotros, Dios le apartará», y me exhorta de este modo: «Honrad y tratad con elegancia al Dios que lleváis en vuestro cuerpo». Cómo quisiera comprender que una cosa es vestir, adornar, alimentar el cuerpo con mentalidad «mundana», y otra cosa completamente distinta es hacerlo con mentalidad «de fe»: ésta me hace superar el envoltorio donde el templo del Espíritu está siempre radiante, ya sea bello o feo, esté sano o enfermo, sea viejo o joven, rico o pobre.

 

CONTEMPLATIO

Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme de mí por completo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si ya mi alma estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo; que yo no te deje en ella nunca a solas; que yo esté allí enteramente, completamente despierta en mi fe, toda adoración, completamente entregada a tu acción creadora.

Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, yo quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte... hasta morir. Pero siento mí impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas, que me invadas, que me sustituyas, a fin de que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero convertirme totalmente en deseo de saber para aprender todo de ti; y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarte siempre y permanecer bajo tu gran luz; oh mi Astro amado, fascíname para que ya no pueda salir de tu resplandor.

Oh Fuego que consume, Espíritu de amor, ven a mí a fin de que se produzca en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo le sea una humanidad añadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, Padre, inclínate sobre tu pobre y pequeña criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella más que al Bienamado en el que has puesto todas tus complacencias.

Oh mis «Tres», mi Todo, mi Beatitud, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo, yo me entrego a ti como una presa, entiérrate en mí para que yo me entierre en ti, esperando ir a contemplar en tu luz el abismo de tu grandeza (Isabel de la Trinidad, «Oración a la Santísima Trinidad», en A. Hamman, Compendio de la oración cristiana, Edicep, Valencia 1990, p. 204).

 

ACTIO

Repite y medita hoy el gesto de la señal de la cruz: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Sin embargo, lo que debe interesarnos sobre todo, en el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el alma de los justos, son los deberes y las exigencias prácticas y aplicadas a la vida del misterio trinitario. Las exigencias se reducen a estas tres palabras clave: orden, purificación, recogimiento. La inhabitación es el misterio del recogimiento y de la purificación. Para comprender el motivo, basta con pensar en el llamado «principio de los contrarios», que se expresa en estos términos: dos realidades contrarias no pueden coexistir, al mismo tiempo, en el mismo sujeto. La acción del Espíritu que inhabita es íntima, silenciosa, delicada: no es fuego que devora, no es un terremoto destructor, ni viento impetuoso, sino -para decirlo con la Biblia— un ligerísimo e imperceptible soplo. De ahí que, para advertirlo, se exige que el alma se ponga en afinidad psicológica con él: a fin de que, para decirlo con palabras de Pablo, las realidades espirituales se «adapten» a las realidades espirituales. Por esta razón, todos los grandes maestros de la vida cristiana no cesan de recomendar el recogimiento-silencio-custodia del corazón. La experiencia de Agustín es clásica a este respecto. Dice: «Envié fuera de mí a mis sentidos para buscarte, Dios mío, pero no te encontraron: yo te buscaba fuera de mí, mientras que tú estabas dentro... Mal te buscaba, Dios mío...». Teresa de Ávila y Juan de la Cruz han hecho las mismas observaciones.

Por lo que se refiere a nuestros deberes con nuestros Huéspedes, diremos que han de ser tratados como trataríamos a un huésped de gran consideración: cuando llega un huésped limpiamos la casa; eliminamos todo aquello que pueda ofender la consideración que le debemos; la adornamos con flores, alfombras; le acompañamos, le rodeamos de mil atenciones y sorpresas; le ofrecemos regalos... No se trata más que de aplicar esta estrategia. Antes que nada hay que llevar cuidado con la limpieza «exterior» del cuerpo: yo diría casi que el modo de vestir-tratar-hablar debe estar marcado por un cierto señorío y elegancia.

Así, la madre debe tratar con el máximo respeto -mejor aún, con veneración- el cuerpo de su hijo, debe vestirlo bien, antes que nada porque es templo del Espíritu. Una nueva mentalidad debe inspirar-orientar todas las relaciones sociales del bautizado. Como es obvio, también la práctica de las catorce obras de misericordia adquiere una nueva luz que –digámoslo también- las «sacramentaliza». En segundo lugar - y esto es aún más importante-, debemos purificar nuestra alma de todo lo que pueda disgustar a la Trinidad que inhabita, como el ejercicio del egoísmo en su triple forma del tener-gozar-poder, que, a su vez, se ramifican en los siete vicios capitales. Tenemos asimismo el deber de acompañar a nuestros tres Huéspedes con el silenciorecogimiento: abandonar al huésped es falta de educación... (A. Dagnino, La vita cristiana o ¡I mistero pasquale del Cristo místico, Cinisello B. 71988, pp. 153-156).

 

Santísimos Cuerpo y Sangre de Cristo

(Domingo después de la Santísima Trinidad)

LECTIO

Primera lectura: Éxodo 24,3-8

En aquellos días:

3 Moisés vino y comunicó al pueblo todo lo que le había dicho el Señor y todas sus leyes. Y todo el pueblo respondió a una: -Cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor.

4 Moisés puso entonces por escrito todas las palabras del Señor. Al día siguiente se levantó temprano y construyó un altar al pie del monte; erigió doce piedras votivas, una por cada tribu de Israel.

5 Luego mandó a algunos jóvenes israelitas que ofrecieran holocaustos e inmolaran novillos como sacrificios de comunión en honor del Señor.

6 Moisés tomó la mitad de la sangre y la puso en unas vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar.

7 Tomó a continuación el código de la alianza y lo leyó en presencia del pueblo, el cual dijo: -Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor.

8 Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo diciendo: -Ésta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros según las cláusulas ya dichas.

 

**• Este pasaje marca la cima y la conclusión de la alianza entre Dios y su pueblo (cf. Ex 18-24). Es Dios quien toma la iniciativa, ofrece un pacto a los hijos de Israel y escoge a Moisés como intermediario entre él y el pueblo, que deberá comprometerse a observarlo (vv. 3.7). Como sello del pacto suscrito se erige un altar a los pies del monte, símbolo de la doce tribus de Israel, y, tras haber elegido a algunos jóvenes inocentes y puros, se sacrifican las víctimas tal como se hacía entre los antiguos, en recuerdo del acontecimiento (cf. Jos 4,2-9; Gn 28,10.28; 33,15). Se asperja además al pueblo con la sangre de las víctimas, que, en la mentalidad judía, era considerada como la sede de la vida; con ello, el pueblo, purificado, adquiría la fuerza vital que eliminaba el pecado y el mal, y podía contraer una alianza con el «Puro» por excelencia.

La expresión «sangre de la alianza» volverá en las palabras pronunciadas por Jesús en la institución de la eucaristía durante la última cena. «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos» (Mc 14,24; Mt 26,28). Este pacto de alianza garantiza al pueblo elegido autonomía nacional, protección y seguridad, porque Dios se ha vinculado a sus promesas. Es un vínculo que subsistirá mientras el pueblo se mantenga fiel y observe sus cláusulas. Por eso grita el pueblo dos veces con juramento: «Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor» (vv. 3.7). Esta alianza, infringida muchas veces y hecha ineficaz por Israel, será superada por la nueva alianza, no escrita ya en tablas de piedra, sino en el corazón del hombre.

 

Segunda lectura: Hebreos 9,11-15

Hermanos:

11 Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Es la suya una tienda de la presencia más grande y más perfecta que la antigua, y no es hechura de hombres, es decir, no es de este mundo.

12 En ese santuario entró Cristo de una vez para siempre no con sangre de machos cabríos ni de toros, sino con su propia sangre, y así nos logró una redención eterna.

13 Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros y las cenizas de una ternera con las que se rocía a las personas en estado de impureza tienen poder para restaurar la pureza exterior,

14 ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a Dios como víctima sin defecto, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas para que podamos dar culto al Dios vivo!

15 Por eso, Cristo es el mediador de la nueva alianza, pues él ha borrado con su muerte las transgresiones de la antigua alianza, para que los elegidos reciban la herencia eterna que se les había prometido.

 

**• El nuevo pacto está concluido también mediante un intermediario: Jesucristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (v. 11) y «mediador de la nueva alianza» (v. 15). Y así como en el Sinaí la iniciativa era de Dios, gratuita y destinada a todos, también ocurre lo mismo en el Nuevo Testamento, aunque de un modo inmensamente superior y más excelente. En el ritual judío, concretamente en la «Fiesta de la expiación», el sumo sacerdote entraba solo en el «santo de los santos» y ofrecía a Dios el sacrificio, expiando las culpas de sus hermanos y permaneciendo al servicio del pueblo.

Del mismo modo, Cristo, sacerdote-víctima, aunque «una sola vez» (9,28; 10,12) y con un solo sacrificio (v. 14; cf. 10,14), ha reparado el pecado de toda la humanidad (9,14.28). Ha entrado en la esfera divina y, permaneciendo solidario con nosotros, nos ha vuelto a dar la vida, nos ha regenerado como humanidad nueva, haciéndonos dignos de ofrecer al Padre un culto espiritual muy superior al sacrificio de expiación, porque con la ofrenda de su sangre ha hecho posible un sacrificio-alianza; sin embargo, ese sacrificio no ha sido derramado sobre las partes de la víctima, sino que es ofrecido como alimento y bebida en el banquete eucarístico, asumiendo así, tal como afirma Ignacio de Antioquía, «el fármaco de la inmortalidad y el antídoto contra la muerte».

En efecto, Jesús se ofrece en el cenáculo a sus discípulos como la «nueva alianza» y quiere que todos participen de él para obtener la unidad indisoluble con él, con el Padre y con el Espíritu Santo, y con todos los hombres entre sí. De este modo ha llevado a cabo la reconciliación del hombre caído con Dios, ha restablecido el orden destruido por el pecado y ha vuelto a crear la posibilidad de que la humanidad vuelva a vivir de nuevo en contacto con Dios; más aún, nos ha proporcionado la alegría de poderle llamar «Abba-Padre».

 

Evangelio: Marcos 14,12-16.22-26

12 El primer día de la fiesta de los panes sin levadura, cuando se sacrificaba el cordero pascual, sus discípulos preguntaron a Jesús: -¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de pascua?

13 Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: -Id a la ciudad y os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidle

14 y, allí donde entre, decid al dueño: El Maestro dice: «¿Dónde está la sala en la que he de celebrar la cena de pascua con mis discípulos?».

15 Él os mostrará en el piso de arriba una sala grande, alfombrada y dispuesta. Preparadlo todo allí para nosotros.

16 Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, encontraron todo tal como Jesús les había dicho y prepararon la cena de pascua.

22 Durante la cena, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió, se lo dio y dijo: -Tomad, esto es mi cuerpo.

23 Tomó luego una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y bebieron todos de ella.

24 Y les dijo: -Ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos.

25 Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios.

26 Después de cantar los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.

 

**• En Marcos, la institución de la eucaristía, celebrada en el marco de la última cena del Señor con sus discípulos, está tan ligada a la muerte del Señor que es, además de una anticipación sacramental, también una profecía de la misma.

En efecto, Jesús, en la intimidad del cenáculo y antes de su pasión, tanto con la palabra como con los gestos, realiza lo que anuncia. El pan partido y la copa que ofrece a sus discípulos, como requería la costumbre de la pascua judía, constituyen el anuncio del nuevo pacto, sellado con su sangre, que, como «cordero sin mancha», ofrece por la salvación de todos. E impone a los suyos que renueven esta acción por todos hasta que él vuelva de nuevo (v. 25; cf. Le 22,19ss).

La Iglesia, obediente a este mandato, realiza este sacrificio y así «anuncia la muerte del Señor, proclama su resurrección y espera su venida en la gloria». Cristo, de modo admirable, sigue estando en medio de los suyos, les hace participar en el sacrificio de la redención y se hace alimento y bebida para su alimento espiritual. Alimentados con el cuerpo y la sangre de su Redentor, todos los redimidos se convierten en «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».

Todo esto tiene lugar a través del poder del Espíritu, que hace que todos los creyentes lleguen a ser, en Cristo, un sacrificio vivo para gloria de Dios Padre. La eucaristía es el preanuncio de la plena participación en la vida de Dios en la eternidad y la prenda de la vida eterna, porque quien come su cuerpo y bebe su sangre tiene ya en él la vida eterna y la tendrá plenamente en la eternidad.

  

MEDITATIO

«Tomad y comed; esto es mi cuerpo... Tomad y bebed; ésta es mi sangre... Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida...» Estas palabras de Jesús sintetizan todo el misterio eucarístico. También Pablo dirá: «Prestad atención antes de acercaros a este alimento y a esta bebida: que no os ocurra la desgracia de comer y beber sin alimentaros y sin calmar vuestra sed». También la Iglesia nos recomienda precisamente esta toma de conciencia cuando nos dice «saber-pensar a quién se va a recibir». En realidad, si lo pensamos bien, el alimento es tal en la medida en que «se pierde-desaparece-muere para convertirse-llegar-a-ser» carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Para expresarlo con la imagen evangélica: si el grano de trigo se niega a morir enterrado, se vuelve imposible la espiga. Con la participación en el Pan eucarístico, el hombre viejo debe morir-dejarse asimilar por el Hombre nuevo, o el-alimento- ya-no-es-tal. La eucaristía es una «angostura» tremenda que no perdona. Jesús dirá: «Quien se alimenta de mí debe vivir-de-mí, por-mí». Tal vez sean éstas las palabras más graves, las palabras que implican mayor responsabilidad para quienes participan activamente en la eucaristía. Es la madre que vive-de/para-los-hijos, de/para-el-esposo porque está toda unifícada-gravitada-concentrada.

De este modo, los pensamientos-puntos de vista-centros de interés-mentalidad de quienes participan (= tomar parte) en la eucaristía «deben» convertirse en los de Cristo: para que podamos llamarnos «cristianos».

 

ORATIO

Jesús, me dices que tu cuerpo «es verdadero alimento» y tu sangre «verdadera bebida»: cómo quisiera que estas palabras fueran verdaderamente creativas, es decir, que produjeran lo que significan. Cómo quisiera llegar a ser una humanidad añadida a la tuya: dejarme asimilar por ti de manera que pudiera decir con Pablo: «Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo el que vive en mí». Ya no soy yo quien piensa-habla-actúa, sino que eres tú el que piensas-hablas-actúas en mí y conmigo. Comprendo bien que tú eres «el Verbo de la vida» y que, por eso, sólo en la medida en que me adhiera a ti será verdadera mi vida, porque estará llena de ti. Tú me dices: «Si alguien se alimenta de mí, yo estoy en él y él en mí»: cómo quisiera trabajar-pensar-hablar permaneciendo en ti. Tú me dices: «Sin mí no podéis hacer nada»: cómo quisiera no hacer verdaderamente «nada» sin estar inspirado-mandado- informado por ti.

Si todo en mí fuera «cristomandado», mi voz, con tanta frecuencia alterada y nerviosa, iría asumiendo poco a poco el timbre dulce y suave, dócil y apacible de la tuya, de la voz del buen pastor.

 

CONTEMPLATIO

Los evangelios nos recuerdan que de la humanidad de Jesús salía una «virtud mágica» que curaba a todos: dicen que los enfermos se le echaban encima para «tocar » al menos el borde de su manto; dicen que la mujer enferma estaba segura de que, si conseguía «tocar su ropa», se curaría; y Jesús dijo: «¿Quién me ha tocado? He notado que salía de mí una virtud». Quien comulga debe tener las mismas disposiciones que la mujer del evangelio. Aquella virtud curadora no ha cesado de irradiar, no ha cesado de curar, de hacer milagros: todavía está en activo, sólo que se exige aquella fe y aquel amor. La carne de Cristo -enseñan los maestros de la vida cristiana- es «verbizante», es «vivificadora», sigue ejerciendo todavía cierto influjo «cristificante» que cura todo, destruye todo, purifica todo, santifica todo, cristifica todo, edifica todo. La eucaristía es calmante, reconstituyente, relajante: hace bien no sólo al alma, sino también al  cuerpo. Es una doctrina común afirmada por todos los grandes de la educación cristiana.

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (cf. Jn 6,55).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Vivir la misa. La expresión se ha vuelto ya un lugar común. Pero nunca es suficiente: especialmente en un período como el nuestro, en el que cristianismo está sometido a un trabajo de esencialización, en el que se ve disminuida toda estructura y ayuda desde el exterior, se hace más urgente que nunca la insistencia en estas ideas «esenciales». Urge enseñar de qué modo concreto puede y debe ser introducida la eucaristía en la vida de cada día, de qué manera puede y debe convertirse verdaderamente en aquella luz que explica y da su significado a los acontecimientos humanos.

Quien no tiene nada para ofrecer-sufrir no puede «participar» en la eucaristía: Cristo sufre y se inmola; también nosotros debemos sufrir-inmolarnos con él. Y estos sentimientos de víctima constituyen el alma de la misa. ¿Cómo se puede aplicar a la vida esta doctrina? Con un método muy sencillo: a menudo nuestras ¡ornadas laborales están llenas de cruces: el frío, el calor, el cansancio; contratiempos, fracasos, incomprensiones; enfermedades, fastidios, soledades; desánimos, depresiones, angustias: todo esto constituye un material preciosísimo para ofrecer durante la misa, que -para decirlo con el Concilio de Trento asume valor en virtud de los dolores de Cristo; es ofrecido por Cristo al Padre y por amor a la pasión de Cristo es aceptado por el Padre. Saber aceptar la vida con paciencia es vivir el sacrificio de la misa.

Vivir la comunión. Se trata de otro axioma clásico que implica convertir en «mística» la unión sacramental durante la jornada laboral: ésta debe llegar a ser un continuo «permanecer en Cristo». De este modo se prolonga «místicamente» la comunión: debemos adquirir la costumbre de trabajar, hablar, pensar por-con-en Cristo; se trata de adquirir la costumbre de hacerlo todo bajo el influjo, lo más actual-continuo que sea posible, de Cristo.

Es menester que nos ejercitemos en preguntarnos con frecuencia: «¿Cómo se comportaría Cristo si estuviera en mi lugar?». Es preciso que adquiramos la costumbre de «conmesurarnos» con él (A. Dagnino, La vita cristiana o il mistero pasquale del Cristo místico, Gnisello B. 19887, pp. 509-511; 534-539, passim).

 

Asunción de la Virgen María

15 de agosto

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 11,19a; 12,1-6a.10a-b

11 Se abrió entonces en el cielo el templo de Dios y dentro de él apareció el arca de su alianza.

12,1 Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza.

2 Estaba encinta y las angustias del parto le arrancaban gemidos de dolor.

3 Entonces apareció en el cielo otra señal: un enorme dragón de color rojo con siete cabezas y diez cuernos y una diadema en cada una de sus siete cabezas.

4 Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Y el dragón se puso al acecho delante de la mujer que iba a dar a luz, con ánimo de devorar al hijo en cuanto naciera.

5 La mujer dio a luz un hijo varón, destinado a regir todas las naciones con vara de hierro, el cual fue puesto a salvo junto al trono de Dios,

6 mientras la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios.

10 Y en el cielo se oyó una voz potente que decía: Ya está aquí la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios. Ya está aquí la potestad de su Cristo.

 

        **• El drama de la historia humana está representado aquí, como en otros lugares del Apocalipsis, con imágenes cósmicas. Esta historia -la de la lucha continua entre el bien el mal- lleva en sí misma la semilla de un niño, de una vida nueva, esto es, de la vida encarnada en Jesús y vivida para siempre junto a Dios. El arca de esta nueva alianza, que la perícopa de hoy conecta con la figura de una mujer encinta que está a punto de dar a luz, aparece en el cielo junto con los signos que describen la experiencia de lo divino: «En medio de relámpagos, de retumbar de truenos, de temblores de tierra y de fuerte granizada» (11,19).

        La mujer, cargada con el niño divino, anuncio y promesa de salvación, se encuentra de la parte de Dios. Tiene «la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12,1): estos signos nos permiten identificarla como figura de la nueva creación, del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Frente a ella se encuentra al acecho «un enorme dragón de color rojo», que representa a los que contrastan con el anuncio del Evangelio, a todos los que dieron comienzo a las persecuciones de los primeros tiempos de la Iglesia. El tiempo de la persecución (los «mil doscientos sesenta días» son la duración de la persecución apocalíptica: cf. 11,3; Dn 7,25) contemplará aún a la mujer-Iglesia viviendo en el desierto, donde, paradójicamente, encuentra refugio y alimento.

        El himno final anuncia la derrota definitiva del dragón («el diablo y Satanás»: 12,9) por parte de Miguel y de sus ángeles: de ahora en adelante nadie podrá encontrar ya una culpa, «acusar» (cf. 12,10) a los creyentes ante Dios.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 15,20-26

Hermanos:

20 Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte.

21 Porque lo mismo que por un hombre vino la muerte, también por un hombre ha venido la resurrección de los muertos.

22 Y como por su unión con Adán todos los hombres mueren, así también por su unión con Cristo todos retornarán a la vida.

23 Pero cada uno en su puesto: como primer fruto, Cristo; luego, el día de su gloriosa manifestación, los que pertenezcan a Cristo.

24 Después tendrá lugar el fin, cuando, destruido todo principado, toda potestad y todo poder, Cristo entregue el Reino a Dios Padre.

25 Pues es necesario que Cristo reine hasta que Dios ponga a todos sus enemigos bajo sus pies.

26 El último enemigo a destruir será la muerte.

 

        *• El capítulo 15 de la primera carta a los Corintios pretende responder a algunas objeciones respecto a la resurrección planteadas tanto por ciertas actitudes de miembros de la comunidad como de procedencia exterior.

        La primera afirmación de Pablo se basa en un dato de hecho: la resurrección de Jesús, cuyo anuncio forma parte del núcleo originario del anuncio cristiano (cf 15,3ss).

        La segunda afirmación parte, a continuación, de un dato de fe: sin la resurrección, el credo cristiano perdería su sentido. Dejaría de ser un anuncio de salvación, porque el «último enemigo» (v. 26), la muerte, no sería vencido y con él seguiría en vida el miedo que nos ata y nos hace esclavos de nuestra historia y de nuestros modelos de comportamiento.

        La dialéctica Adán-Cristo le sirve a Pablo para subrayar el modo de la resurrección, esto es, cómo la vida de la resurrección comporta un cambio real en la naturaleza de nuestro cuerpo: ya no es un cuerpo que lleva en sí la muerte, sino un cuerpo colmado de vida y capaz de darla (cf. 15,20-21.42ss), un cuerpo «espiritual» (capítulos 44ss); ya no es un cuerpo a imagen «del hombre terreno», sino uno a imagen «del hombre de los cielos» (v. 49), una humanidad que se encuentra de parte de Dios.

 

Evangelio: Lucas 1,39-56

39 Por aquellos días, María se puso en camino y se fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá.

40 Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

41 Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño empezó a dar saltos en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo,

42 exclamó a grandes voces: -Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.

43 Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme?

44 Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno.

45 ¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

46 Entonces María dijo:

47 Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador,

48 porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,

49 porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso. Su nombre es santo,

50 y es misericordioso siempre con aquellos que le honran.

51 Desplegó la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio.

52 Derribó de sus tronos a los poderosos y ensalzó a los humildes.

53 Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada.

54 Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia,

55 como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre.

56 María estuvo con Isabel unos tres meses; después volvió a su casa.

 

        **• El encuentro entre Isabel y María, dos mujeres encintas y cargadas de vida, se vuelve un verdadero anuncio evangélico, es decir, el anuncio de la Buena Nueva para el mundo. La exultación del niño en el seno de Isabel (cf. vv. 41.44) corresponde por eso al cántico que el evangelista pone en labios de María (cf. vv. 46ss).

        La historia emprende ya desde ahora un nuevo curso: los pobres y los oprimidos de todos los tiempos y de todos los ámbitos tienen derecho a la palabra frente a los ricos y los poderosos (cf. vv. 5 lss), puesto que las promesas de Dios ya se han cumplido (cf. vv. 54ss).

        Justamente la bienaventuranza proclamada por Isabel (v. 45) nos proporciona la clave de lectura de todo el Magníficat, que no es una simple plegaria de liberación, ni una simple exaltación personal de María, «madre del Señor» (v. 43). La «humildad» (v. 48) de María se convierte, sin embargo, en la capacidad de ver los acontecimientos con unos ojos nuevos, con unos ojos que saben ver la realidad de la historia y la mano de Dios que obra en ella, con los ojos de la fe.

 

MEDITATIO

        Los ojos de la fe nos ayudan a ver nuestra historia y la de los otros con una mirada especial, desde Dios, casi sub specie aeternitatis. Para esta mirada, las experiencias de luto y de dolor -la desaparición de un ser querido, el final de una relación, el alejamiento de una amistad-, así como las de amor y alegría, pueden constituir otros tantos momentos de una vida vivida en el amor a Dios, de un tiempo de «desierto» o de «visitación», momentos que son transformados por la vida de Dios que nuestra fe encuentra en ellos.

        La Asunción de María al cielo constituye, a buen seguro, un privilegio personal y absolutamente particular concedido a María por la gracia de Dios; sin embargo, está de acuerdo con el anuncio evangélico de la derrota definitiva, escatológica, de la muerte. La mirada de fe de María ayuda a la joven de Nazaret a levantar los ojos al cielo mientras contempla la realidad de la tierra, la eleva en medio de la alabanza entretejida por las generaciones de la historia, que ven en ella las grandes obras que realiza Dios; la introduce ya en su tiempo terreno para vivir en la humildad de la vida eterna; la dispone para recibir también en su propia muerte el poder de Dios en ella, que de esta forma participa en la resurrección del Hijo.

        Nuestra vida -como también nuestra muerte- está llamada a conseguir esta mirada de fe. La resurrección y el anticipo que la fe nos comunica en la Asunción de María nos anuncian la transformación definitiva, la última de toda nuestra humanidad. Conseguir vivir de esto es hacer también nuestro el cántico de alabanza que María ha proclamado con su vida.

 

ORATIO

        Señor, Padre santo, tú nos has dado la vida, haz que, con fe, veamos en nuestro cuerpo, en nuestra alma y en nuestro espíritu la semilla que tú has plantado, el designio que tú elaboraste cuando nos formaste.

        Señor, Jesucristo, primicia de nuestra resurrección, aumenta en nosotros el deseo de vivir junto al Padre y a nuestro prójimo la vida de cada día, mirando nuestra historia con los ojos de los puros de corazón.

        Señor, Espíritu que da vida, ayuda a nuestro corazón a vivir en la vida eterna y transforma nuestro cuerpo con la luz de la resurrección, para que junto a María podamos cantar por siempre el cántico de nuestra esperanza.

 

CONTEMPLATIO

        Tú, María, partiste de las realidades terrenas para que se viera reforzado el misterio de la tremenda encarnación, para que se creyera que el Dios nacido de ti había sido también hombre completo, hijo de una verdadera madre. Ya que tú participas de nuestros cuerpos y por eso no habrías podido escapar del encuentro con la muerte común a todos, como asimismo tu Hijo y Dios de todos «gustó la muerte» (Heb 2,9): no hay duda de que el sepulcro de tu dormición, así como el sepulcro vivificador, es objeto de maravillas, puesto que ambos acogieron realmente vuestros cuerpos, aunque no obraron ruina alguna en ellos.

        No era admisible que tú, por ser vaso continente de Dios, fueras disuelta en el polvo. Puesto que aquel que se despojó en ti era Dios desde el principio y Vida más antigua que todos los siglos, era también necesario que la madre de la Vida habitara junto a la Vida. En efecto, así como un hijo busca y desea a su propia madre y a la madre le gusta vivir con el hijo, también fue justo que tú volvieras a él y que Dios te hiciera partícipe de la comunión de vida con él mismo (Germán de Constantinopla, Omelia IV, en Omelie mariologiche, Roma 1985, pp. 110ss, passim).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Poderoso ha hecho grandes cosas en mí» (Lc 1,49).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        El evangelio de la mañana de pascua describe la resurrección como la capacidad de ver abiertas las tumbas y de divisar la vida en el lugar de la muerte. Se trata de una experiencia tan antigua y tan profundamente arraigada en los seres humanos que, probablemente, nuestra misma conciencia, nuestra misma humanidad, nunca hubiera podido madurar y realizarse a sí misma si, al mismo tiempo, no hubiéramos desarrollado la capacidad de ver el mundo también de una manera diferente de como lo vemos sólo con los ojos terrenos. Si nos consideramos únicamente hijos de este mundo, estamos perdidos. Si la última palabra sobre nuestra existencia fuera que somos sólo lo que vemos, es decir, un mecanismo de breve duración, una envoltura sombría, los pocos años que estamos aquí no serían otra cosa más que un sueño fugaz, algo irreal, incomprensible, nada más que un capricho y un juego de la naturaleza.

        Las primeras fórmulas interpretaron unánimemente la resurrección de Jesús como una transformación de nuestra vida ya aquí en la tierra. No es que Jesús haya fundado la fe en una prosecución de la vida o en una continuación de la existencia.

        Es mucho más importante el hecho de que Jesús vivió la vida contra la muerte y que no quería, ciertamente, que nosotros empezáramos a vivir sólo después de haber muerto físicamente.

        Las mujeres que la mañana de pascua van al sepulcro advierten la gran cantidad de energía que emana de Jesús. Jesús tuvo dentro de él este poder gracias a su confianza en la vida, hasta tal punto que la resurrección de la muerte puede empezar en este momento (E. Drewermann, La rícchezza della vita, Brescia 1998, pp. 268-270, passim).

 

Todos los Santos 1 de noviembre

 

LECTIO

Primera lectura: Apocalipsis 7,2-4.9-14

Yo, Juan,

2 ví otro ángel que subía del oriente; llevaba consigo el sello del Dios vivo y gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar:

3 -No hagáis daño a la tierra, ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente con el sello a los servidores de nuestro Dios.

4 Y oí el número de los marcados con el sello: eran ciento cuarenta y cuatro mil procedentes de todas las tribus de Israel.

9 Después de esto, miré y ví una muchedumbre enorme que nadie podía contar. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua; estaban de pie delante del trono y del Cordero. Vestían de blanco, llevaban palmas en las manos

10 y clamaban con voz potente, diciendo: A nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero se debe la salvación.

11 Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono, alrededor de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, cayeron rostro a tierra delante del trono y adoraron a Dios,

12 diciendo: Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.

11 Entonces, uno de los ancianos tomó la palabra y me preguntó: -¿Estos que están vestidos de blanco quiénes son y de dónde han venido?

14 Yo le respondí: -Tú eres quien lo sabe, Señor. Y él me dijo: - Éstos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero.

 

**- La historia se va desarrollando poco a poco y está llegando a su término final. La apertura de los «siete sellos » -tal como se describe en el Apocalipsis- impone un ritmo a esta duración y va mostrando sus componentes a medida que se revelan (capítulos 6ss). El fragmento de hoy se inserta entre el sexto y el séptimo -o sea, el último- sellos como una gran liturgia que, al mismo tiempo, crea expectativas y promesas para el futuro.

        Esta liturgia celebra, en efecto, la salvación ya presente. Esa salvación está destinada a una «muchedumbre enorme» (v. 9), a todos los «que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero» (v. 14). Se trata, por consiguiente, de una salvación universal, abierta a todos, en particular a todos los que se han visto sometidos de algún modo por la persecución {thlipsis, «tribulación», se convierte en el signo de toda persecución) y salen de ella purificados.

        Como premonición y como signo de esta salvación, aparece un grupo elegido marcado con «el sello del Dios vivo». No está claro lo que significa este sello (¿se trata de una cita de Ez 9,4?, ¿de la unción bautismal?, ¿de la cruz?). Probablemente resulta más fácil identificar a los «ciento cuarenta y cuatro mil» (v. 4) que están marcados con él: son la plenitud del nuevo pueblo de Dios, el Israel renovado en todos sus componentes y puesto en la historia como signo de que el poder de Dios se revela en sus «servidores» (v. 3).

 

Segunda lectura: 1 Juan 3,1-3

Carísimos:

1 considerad el amor tan grande que nos ha demostrado el Padre, hasta el punto de llamarnos hijos de Dios; y en verdad lo somos. El mundo no nos conoce, porque no lo ha conocido a él.

2 Queridos, ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

3 Todo el que tiene en él esta esperanza se purifica a sí mismo, como él es puro.

 

**• El presente fragmento forma parte de la sección de la primera carta de Juan centrada en la justicia de Dios (2,29-4,6). El distintivo que permite reconocer al que ha «nacido de Dios» es la capacidad de obrar la justicia y de no cometer pecado (2,29; 3,9). La adecuación de la vida a la justicia de Dios podría parecer una tarea desmesurada, pero esta carta nos ayuda a comprender que eso no es simple fruto de la ascesis o de luchas gloriosas: el hijo del Justo tiene la capacidad de obrar la justicia no por simple mérito suyo; la recibe más bien de quien le engendra a la vida (2,29), del mismo modo que quien recibe la luz es iluminado interiormente por ella y puede ver incluso cómo es Dios, sosteniendo su mirada (3,2ss).

La experiencia de la filiación divina, la experiencia de deber al Padre la propia vida de fe y de amor en los cielos (cf. 5,1-4) se repite varias veces a lo largo de la carta (tékna, téknia: 2,1.12.28; 3,1.2.7.10.18; 4,4; 5,2, mientras que el término hyiós ha asumido ahora una connotación técnica destinada a expresar la persona del Hijo de Dios: cf. 1,3.7; 2,22.23; 3,8.23; 4,9.10.14.15) y se revela, por tanto, como experiencia originaria de los cristianos.

Si parece oscuro lo que falta aún para la consumación de esta filiación, es porque será revelada cuando se reconstruya nuestra semejanza con Dios (3,2).

 

Evangelio: Mateo 5,l-12a

En aquel tiempo,

1 al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos.

2 Entonces comenzó a enseñarles con estas palabras:

3 Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.

4 Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará.

5 Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra.

6 Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará.

7 Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos.

8 Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios.

9 Dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

10 Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

11 Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan y digan contra vosotros toda clase de calumnias por mi causa.

12 Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos.

 

** El evangelio según Mateo puede ser estructurado en torno a cinco grandes discursos que acompasan el discurrir de los capítulos. El primer gran discurso, que tiene su comienzo en este fragmento, amplifica y despliega el anuncio profético originario de Jesús: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 4,17; cf. 3,2; 10,7). Es como una gran incrustación en la que temas y palabras se reclaman formando un cuadro global de gran efecto.

En nuestro fragmento se puede subrayar, en primer lugar, la fórmula de las bienaventuranzas: todas están construidas siguiendo un modelo semejante. Se parte de la proclamación de la bienaventuranza, que se dirige siempre a categorías «débiles» en la historia, para anunciar que esta debilidad está puesta en las manos de Dios (éste es el sentido de la forma pasiva y del tiempo futuro de los verbos). En todas ellas, en efecto, la promesa contenida en la segunda parte corresponde a la expectativa de la primera. A los que lloran les corresponde el consuelo de Dios (v. 4); a los humildes, Dios les entregará la tierra (v. 5); a quienes tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios (de justicia, según otras traducciones), Dios los saciará; con los que tienen un corazón misericordioso, Dios se mostrará misericordioso (v. 7); se mostrará plenamente transparente a los que tienen limpio el corazón (v. 8); tomará como hijos e hijas a quienes construyen la paz (v. 9).

De este esquema general se apartan, en cierto modo, la primera y la octava bienaventuranzas, que forman una gran inclusión, puesto que ambas prometen a «los pobres en el espíritu» (v. 3) y a «los perseguidos por hacer la voluntad de Dios» (la justicia, según otras traducciones) (v.10) el Reino de los Cielos. Estas dos bienaventuranzas adquieren así una densidad especial, mientras que la última aplica este anuncio evangélico a la situación de persecución por la que pasa la comunidad cristiana (vv. 11ss). El «Reino de los Cielos» se convierte de este modo en el código que permite comprender las bienaventuranzas y, además, todo el Evangelio (cf., a título de ejemplo, las parábolas que se encuentran en Mt 13).

Finalmente, podemos subrayar el hecho de que haya una última expresión ligada al Reino de los Cielos: se trata de la expresión «voluntad de Dios» («justicia», según otras traducciones) (5,10; cf. 6,33). Su sentido no corresponde a ninguna actitud legalista, que, en 5,20, está incluso condenada expresamente. Voluntad de Dios o justicia remiten, aquí y en otros lugares, al designio del Padre sobre la historia y a la transformación que Dios mismo provoca en la misma; de ahí que la exhortación final de esta primera parte del evangelio, a primera vista excesiva, sea en realidad anuncio de la verdad del cristiano como hijo de Dios: «Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (v. 48).

 

MEDITATIO

La santidad pertenece únicamente a Dios, y nadie puede reclamarla nunca para sí. La distancia entre nuestro carácter de criaturas y el Creador, la fractura entre nuestros deseos y nuestras realizaciones, la necesidad de ajustar las cuentas con los compromisos y dolores de la historia nos impiden creer que nuestra filiación divina sea algo que se nos debe. Desde este punto de vista, el balance de la historia es aún ruinoso: no somos santos.

Con todo, podemos construir la santidad en parte, armonizando nuestra propia vida con el designio de justicia que Dios ha pensado para el mundo. Lo hacen «los pobres en el espíritu», que no consiguen encontrar en ellos mismos motivos para ir hacia delante y se confían al grano de mostaza del Reino de Dios. Lo hacen los «servidores» del Señor, que intentan imitar el obrar misericordioso de Dios en la historia para convertirse en un posible signo de salvación, en un poco de levadura del Reino de Dios.

Se trata de tareas desmesuradas, que nadie consigue llegar a término por sí solo. Únicamente si nos confiamos a aquella parte todavía no revelada de nosotros mismos, a la semejanza que nos hace hijos e hijas de Dios y amados por él, sólo si creemos y nos confiamos con fe y amor a la promesa de nuestro bautismo, llegaremos a comprender cómo la salvación forma parte ya de nuestra vida y que es propio de la santidad de Dios sostener nuestra santidad.

 

ORATIO

Padre santo, tú nos has llamado hijos tuyos. Nosotros te damos gracias por tu santidad, que conduce la historia. No comprendemos todavía hasta el fondo lo que significa sentirse amados por tu santidad, pero tú mantienes viva en nosotros la imagen que has proyectado para cada uno.

Hijo justo del Padre, tú nos has abierto un paso en la historia, donde conseguimos ver cómo actúa el Padre en la historia y cómo obra en ella el Hijo. Ayúdanos a imitar tu única filiación, haznos capaces de confiarnos al Padre.

Espíritu de justicia y de santidad, si tú no purificas nuestros corazones nunca seremos capaces de abrir nuestros ojos a la mirada de Dios, nunca seremos capaces de cantar las alabanzas de Dios en la liturgia, no conseguiremos llamarnos hijos. Infunde en nuestro corazón la capacidad de escuchar la voz del Padre que nos llama hijos suyos amados.

 

CONTEMPLATIO

También nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Y lo que produce en nosotros la imagen divina no es otra cosa que la santificación, esto es, la participación en el Hijo en el Espíritu. Así que, después de que la naturaleza humana se hubiera encaminado a la perversión y se hubiera corrompido la belleza de la imagen, fuimos restaurados en el estado original, porque mediante el Espíritu ha sido reformada la imagen del Creador, es decir, del Hijo, a través del cual viene todo del Padre.

También el sapientísimo Pablo dice: «¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros!» (Gal 4,19). Y él mismo mostrará que la figura de la formación de la que se habla aquí ha sido imprimida en nuestras almas por medio del Espíritu, proclamando: «Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad. Por nuestra parte, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa, como corresponde a la acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17ss) (Cirilo de Alejandría, Dialoghi sulla Trinitá, Roma 1982, pp. 302ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: « Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Tu verdadera identidad es ser hijo de Dios. Esa es la identidad que debes aceptar. Una vez que la hayas reivindicado y te hayas instalado en ella, puedes vivir en un mundo que te proporciona mucha alegría y, también, mucho dolor. Puedes recibir tanto la alabanza como el vituperio que te lleguen como ocasiones para fortalecer tu identidad fundamental, porque la identidad que te hace libre está anclada más allá de toda alabanza y de todo vituperio humano. Tú perteneces a Dios y, como hijo de Dios, has sido enviado al mundo.

Dado que ese lugar profundo que hay dentro de ti y donde se arraiga tu identidad de hijo de Dios lo has desconocido durante mucho tiempo, los que eran capaces de afectarte han tenido sobre ti un poder repentino y a menudo aplastante. Pero no podían llevar a cabo aquel papel divino, y por eso te dejaron, y te sentiste abandonado. Pero es precisamente esta experiencia de abandono la que te ha atraído a tu verdadera identidad de hijo de Dios.

Sólo Dios puede habitar plenamente en lo más hondo de ti. Puede ser que haga falta mucho tiempo y mucha disciplina para volver a unir tu yo profundo, escondido, con tu yo público, que es conocido, amado y aceptado, aunque también criticado por el mundo; sin embargo, de manera gradual, podrás empezar a sentirte más conectado a él y llegar a ser lo que verdaderamente eres: hijo de Dios (H. J. M. Nouwen, La voce dell'amore, Brescia 21997, pp. 98ss, passim).