BENDICIÓN
1En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo.
2El Señor os bendiga y os guarde.
3Os muestre su faz y tenga misericordia de vosotras.
4Vuelva su rostro a vosotras y os dé la paz (cf. Núm
6,24-26), a vosotras, hermanas e hijas mías, 5y a todas las
otras que han de venir y permanecer en vuestra comunidad, y a todas las
demás, tanto presentes como futuras, que perseveren hasta el fin en
todos los otros monasterios de Damas Pobres.
6Yo, Clara, sierva de Cristo, plantita de
nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, hermana y madre vuestra y de
las demás hermanas pobres, aunque indigna, 7ruego a nuestro
Señor Jesucristo, por su misericordia y por la intercesión de su
santísima Madre santa María, y del bienaventurado Miguel
arcángel y de todos los santos ángeles de Dios, de nuestro
bienaventurado padre Francisco y de todos los santos y santas, 8que
el mismo Padre celestial os dé y os confirme ésta su
santísima bendición en el cielo y en la tierra (cf. Gén
27,28): 9en la tierra, multiplicándoos en su gracia y en sus
virtudes entre sus siervos y siervas en su Iglesia militante; 10y en
el cielo, exaltándoos y glorificándoos en la Iglesia triunfante
entre sus santos y santas.
11Os bendigo en vida mía y después
de mi muerte, como puedo y más de lo que puedo, con todas las
bendiciones 12con las que el Padre de las misericordias (cf. 2 Cor
1,3) ha bendecido y bendecirá a sus hijos e hijas en el cielo (cf. Ef
1,3) y en la tierra, 13y con las que el padre y la madre espiritual
ha bendecido y bendecirá a sus hijos e hijas espirituales. Amén.
14Sed siempre amantes de Dios y de vuestras
almas y de todas vuestras hermanas, 15y sed siempre solícitas
en observar lo que habéis prometido al Señor.
16El Señor esté siempre con
vosotras (cf. 2 Cor 13,11), y ojalá que vosotras estéis siempre
con Él (cf. Jn 12,26; 1 Tes 4,17). Amén.

CARTA I A SANTA
INÉS DE PRAGA
1A la venerable y santísima virgen,
doña Inés, hija del excelentísimo e ilustrísimo rey
de Bohemia, 2Clara, indigna servidora de Jesucristo y sierva
inútil (cf. Lc 17,10) de las damas encerradas del monasterio de San
Damián, súbdita y sierva suya en todo, se le encomienda de manera
absoluta con especial reverencia y le desea que obtenga la gloria de la
felicidad eterna.
3Al llegar a mis oídos la
honestísima fama de vuestro santo comportamiento religioso y de vuestra
vida, que se ha divulgado egregiamente, no sólo hasta mí, sino
por casi toda la tierra, me alegro muchísimo en el Señor y salto
de gozo (cf. Hab 3,18); 4a causa de eso, no sólo yo
personalmente puedo saltar de gozo, sino todos los que sirven y desean servir a
Jesucristo. 5Y el motivo de esto es que, cuando vos hubierais podido
disfrutar más que nadie de las pompas y honores y dignidades del siglo,
desposándoos legítimamente con el ínclito Emperador con
gloria excelente, como convenía a vuestra excelencia y a la suya,
6desdeñando todas esas cosas, vos habéis elegido
más bien, con entereza de ánimo y con todo el afecto de vuestro
corazón, la santísima pobreza y la penuria corporal,
7tomando un esposo de más noble linaje, el Señor
Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre inmaculada e ilesa.
8Cuando lo amáis, sois casta; cuando lo
tocáis, os volvéis más pura; cuando lo aceptáis,
sois virgen. 9Su poder es más fuerte, su generosidad
más excelsa, su aspecto más hermoso, su amor más suave y
toda su gracia más elegante. 10Ya estáis vos
estrechamente abrazada a Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras
preciosas y ha colgado de vuestras orejas margaritas inestimables,
11y os ha envuelto toda de perlas brillantes y resplandecientes, y
ha puesto sobre vuestra cabeza una corona de oro marcada con el signo de la
santidad (cf. Eclo 45,14).
12Por tanto, hermana carísima, o
más bien, señora sumamente venerable, porque sois esposa y madre
y hermana de mi Señor Jesucristo (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50),
13tan esplendorosamente distinguida por el estandarte de la
virginidad inviolable y de la santísima pobreza, confortaos en el santo
servicio comenzado con el deseo ardiente del pobre Crucificado, 14el
cual soportó la pasión de la cruz por todos nosotros (cf. Heb
12,2), librándonos del poder del príncipe de las tinieblas (cf.
Col 1,13), poder al que estábamos encadenados por la transgresión
del primer hombre, y reconciliándonos con Dios Padre (cf. 2 Cor 5,18).
15¡Oh bienaventurada pobreza, que da
riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! 16¡Oh santa
pobreza, que a los que la poseen y desean les es prometido por Dios el reino de
los cielos (cf. Mt 5,3), y les son ofrecidas, sin duda alguna, hasta la eterna
gloria y la vida bienaventurada! 17¡Oh piadosa pobreza, a la
que el Señor Jesucristo se dignó abrazar con preferencia sobre
todas las cosas, Él, que regía y rige cielo y tierra, que,
además, lo dijo y las cosas fueron hechas (cf. Sal 32,9; 148,5)!
18Pues las zorras, dice Él, tienen madrigueras, y las aves
del cielo nidos, pero el Hijo del hombre, es decir, Cristo, no tiene donde
reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20), sino que, inclinada la cabeza, entregó
el espíritu (cf. Jn 19,30).
19Por consiguiente, si tan grande y tan
importante Señor, al venir al seno de la Virgen, quiso aparecer en el
mundo, despreciado, indigente y pobre (cf. 2 Cor 8,9), 20para que
los hombres, que eran paupérrimos e indigentes, y que sufrían una
indigencia extrema de alimento celestial, se hicieran en Él ricos
mediante la posesión del reino de los cielos (cf. 2 Cor 8,9),
21saltad de gozo y alegraos muchísimo (cf. Hab 3,18), colmada
de inmenso gozo y alegría espiritual, 22porque, por haber
preferido vos el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas
temporales, y guardar los tesoros en el cielo antes que en la tierra,
23allá donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la
polilla, ni los ladrones los desentierran y roban (cf. Mt 6,20), vuestra
recompensa es copiosísima en los cielos (cf. Mt 5,12), 24y
habéis merecido dignamente ser llamada hermana, esposa y madre del Hijo
del Altísimo Padre (cf. 2 Cor 11,2; Mt 12,50) y de la gloriosa Virgen.
25Pues creo firmemente que vos sabíais
que el Señor no da ni promete el reino de los cielos sino a los pobres
(cf. Mt 5,3), porque cuando se ama una cosa temporal, se pierde el fruto de la
caridad; 26que no se puede servir a Dios y al dinero, porque o se
ama a uno y se aborrece al otro, o se servirá a uno y se
despreciará al otro (cf. Mt 6,24); 27y que un hombre vestido
no puede luchar con otro desnudo, porque es más pronto derribado al
suelo el que tiene de donde ser asido; y que no se puede permanecer glorioso en
el siglo y luego reinar allá con Cristo; 28y que antes
podrá pasar un camello por el ojo de una aguja, que subir un rico al
reino de los cielos (cf. Mt 19,24). 29Por eso vos os habéis
despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, a fin de evitar
absolutamente sucumbir en el combate, para que podáis entrar en el reino
de los cielos por el camino estrecho y la puerta angosta (cf. Mt 7,13-14).
30Qué negocio tan grande y loable: dejar las cosas temporales
por las eternas, merecer las cosas celestiales por las terrenas, recibir el
ciento por uno, y poseer la bienaventurada vida eterna (cf. Mt 19,29).
31Por lo cual consideré que, en cuanto
puedo, debía suplicar a vuestra excelencia y santidad, con humildes
preces, en las entrañas de Cristo (cf. Flp 1,8), que os dignéis
confortaros en su santo servicio, 32creciendo de lo bueno a lo
mejor, de virtudes en virtudes (cf. Sal 83,8), para que Aquel a quien
servís con todo el deseo de vuestra alma, se digne daros con
profusión los premios deseados.
33Os ruego también en el Señor,
como puedo, que os dignéis encomendarnos en vuestras santísimas
oraciones (cf. Rom 15,30), a mí, vuestra servidora, aunque inútil
(cf. Lc 17,10), y a las demás hermanas, tan afectas a vos, que moran
conmigo en este monasterio, 34para que, con la ayuda de esas
oraciones, podamos merecer la misericordia de Jesucristo, y merezcamos
igualmente gozar junto con vos de la visión eterna.
35Que os vaya bien en el Señor, y orad
por mí.

CARTA II A SANTA
INÉS DE PRAGA
1A la hija del Rey de reyes, sierva del
Señor de señores (cf. Ap 19,16; 1 Tim 6,15), esposa
dignísima de Jesucristo y, por eso, reina nobilísima,
señora Inés, 2Clara, sierva inútil (cf. Lc
17,10) e indigna de las Damas Pobres, le desea salud y que viva siempre en suma
pobreza.
3Doy gracias al espléndido dispensador de
la gracia, de quien sabemos que procede toda dádiva óptima y todo
don perfecto (cf. Sant 1,17), porque te ha adornado con tantos títulos
de virtud y te ha hecho brillar con las insignias de tanta perfección,
4para que, convertida en diligente imitadora del Padre perfecto (cf.
Mt 5,48), merezcas llegar a ser perfecta, a fin de que sus ojos no vean en ti
nada imperfecto (cf. Sal 138,16).
5Ésta es la perfección por la que
el mismo Rey te asociará a sí en el tálamo celestial,
donde se asienta glorioso en el solio de estrellas, 6porque,
menospreciando las grandezas de un reino terrenal y estimando poco dignas las
ofertas de un matrimonio imperial, 7convertida en émula de la
santísima pobreza en espíritu de gran humildad y de
ardentísima caridad, te has adherido a las huellas (cf. 1 Pe 2,21) de
Aquel a quien has merecido unirte en matrimonio.
8Como he sabido que estás colmada de
virtudes, renuncio a ser prolija en la expresión y no quiero cargarte de
palabras superfluas, 9aunque a ti no te parezca superfluo nada que
pueda proporcionarte algún consuelo. 10Sin embargo, porque
una sola cosa es necesaria (cf. Lc 10,42), ésta sola te suplico y
aconsejo por amor de Aquel a quien te ofreciste como hostia santa y agradable
(cf. Rom 12,1): 11que acordándote de tu propósito,
como otra Raquel (cf. Gén 29,16), y viendo siempre tu punto de partida,
retengas lo que tienes, hagas lo que haces, y no lo dejes (cf. Cant 3,4),
12sino que, con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen
tus pies, para que tus pasos no recojan siquiera el polvo, 13segura,
gozosa y alegre, marcha con prudencia por el camino de la felicidad,
14no creyendo ni consintiendo a nadie que quiera apartarte de este
propósito o que te ponga algún obstáculo en el camino (cf.
Rom 14,13) para que no cumplas tus votos al Altísimo (cf. Sal 49,14) en
aquella perfección a la que te ha llamado el Espíritu del
Señor.
15Y en esto, para que recorras con mayor
seguridad el camino de los mandamientos del Señor (cf. Sal 118,32),
sigue el consejo de nuestro venerable padre, nuestro hermano Elías,
ministro general; 16antepónlo a los consejos de los
demás y considéralo como más preciado para ti que
cualquier otro don. 17Y si alguien te dijera otra cosa o te
sugiriera otra cosa, que impida tu perfección o que parezca contraria a
la vocación divina, aunque debas venerarlo, no quieras, sin embargo,
seguir su consejo, 18sino, virgen pobre, abraza a Cristo pobre.
19Míralo hecho despreciable por ti y
síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo.
20Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla,
deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los
hombres (cf. Sal 44,3), que, por tu salvación, se ha hecho el más
vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples
formas en todo su cuerpo, muriendo en medio de las mismas angustias de la cruz.
21Si sufres con Él, reinarás con
Él; si lloras con Él, gozarás con Él; si mueres con
Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él
las mansiones celestes en el esplendor de los santos (cf. Rom 8, 17; 2 Tim
2,12.11; 1 Cor 12,26; Sal 109,3), 22y tu nombre será inscrito
en el libro de la vida (cf. Flp 4,3; Ap 3,5), y será glorioso entre los
hombres. 23Por lo cual, participarás para siempre y por los
siglos de los siglos, de la gloria del reino celestial a cambio de las cosas
terrenas y transitorias, de los bienes eternos a cambio de los perecederos, y
vivirás por los siglos de los siglos.
24Que te vaya bien, carísima hermana y
señora, por el Señor tu esposo; 25y procura
encomendarnos al Señor en tus devotas oraciones, a mí y a mis
hermanas, que nos alegramos de los bienes del Señor que Él obra
en ti por su gracia (cf. 1 Cor 15,10). 26Recomiéndanos
también, y mucho, a tus hermanas.

CARTA III A SANTA
INÉS DE PRAGA
1A la hermana Inés, su
reverendísima señora en Cristo y la más digna de ser amada
de todos los mortales, hermana del ilustre rey de Bohemia, pero ahora hermana y
esposa (cf. Mt 12,50; 2 Cor 11,2) del supremo Rey de los cielos,
2Clara, humildísima e indigna esclava de Cristo y sierva de
las Damas Pobres, le desea los gozos de la salvación en el autor de la
salvación (cf. Heb 2,10) y todo lo mejor que pueda desearse (cf. Flp
4,8-9).
3Reboso de alegría por tu buena salud,
por tu estado feliz y por los prósperos acontecimientos con los que
entiendo que te mantienes firme en la carrera emprendida para obtener el premio
celestial (cf. Flp 3,14), 4y respiro saltando de tanto gozo en el
Señor, por cuanto he sabido y compruebo que tú suples
maravillosamente lo que falta, tanto en mí como en mis otras hermanas,
en la imitación de las huellas de Jesucristo pobre y humilde.
5Verdaderamente puedo alegrarme, y nadie
podría privarme de tanta alegría, 6cuando, teniendo ya
lo que deseé ardientemente bajo el cielo, veo que tú, sostenida
por una admirable prerrogativa de la sabiduría que procede de la boca
del mismo Dios, echas por tierra de manera terrible e inopinada las astucias
del taimado enemigo, y la soberbia que arruina la naturaleza humana, y la
vanidad que vuelve fatuos los corazones humanos, 7y cuando veo que
abrazas estrechamente con la humildad, con la fuerza de la fe y con los brazos
de la pobreza, el incomparable tesoro escondido en el campo del mundo y de los
corazones humanos, con el que se compra a Aquel por quien fueron hechas todas
las cosas de la nada (cf. Mt 13,44; Jn 1,3); 8y, para usar con
propiedad las palabras del mismo Apóstol, te considero colaboradora del
mismo Dios y apoyo de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable (cf. 1 Cor
3,9; Rom 16,3).
9¿Quién, por consiguiente, me
dirá que no goce de tantas alegrías admirables?
10Alégrate, pues, también tú siempre en el
Señor (Flp 4,4), carísima, 11y que no te envuelva la
amargura ni la oscuridad, oh señora amadísima en Cristo,
alegría de los ángeles y corona de las hermanas (Flp 4,1);
12fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el
esplendor de la gloria (cf. Heb 1,3), 13fija tu corazón en la
figura de la divina sustancia (cf. Heb 1,3), y transfórmate toda entera,
por la contemplación, en imagen de su divinidad (cf. 2 Cor 3,18),
14para que también tú sientas lo que sienten los
amigos cuando gustan la dulzura escondida (cf. Sal 30,20) que el mismo Dios ha
reservado desde el principio para quienes lo aman (cf. 1 Cor 2,9).
15Y dejando absolutamente de lado a todos aquellos que, en este
mundo falaz e inestable, seducen a sus ciegos amantes, ama totalmente a Aquel
que por tu amor se entregó todo entero (cf. Gál 2,20),
16cuya hermosura admiran el sol y la luna, cuyas recompensas y su
precio y grandeza no tienen límite (cf. Sal 144,3); 17hablo
de aquel Hijo del Altísimo a quien la Virgen dio a luz, y después
de cuyo parto permaneció Virgen. 18Adhiérete a su
Madre dulcísima, que engendró tal Hijo, a quien los cielos no
podían contener (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), 19y ella, sin
embargo, lo acogió en el pequeño claustro de su sagrado
útero y lo llevó en su seno de doncella.
20¿Quién no aborrecerá las
insidias del enemigo del género humano, el cual, mediante el fausto de
glorias momentáneas y falaces, trata de reducir a la nada lo que es
mayor que el cielo? 21En efecto, resulta evidente que, por la gracia
de Dios, la más digna de las criaturas, el alma del hombre fiel, es
mayor que el cielo, 22ya que los cielos y las demás criaturas
no pueden contener al Creador (cf. 1 Re 8,27; 2 Cr 2,5), y sola el alma fiel es
su morada y su sede (cf. Jn 14,23), y esto solamente por la caridad, de la que
carecen los impíos, 23como dice la Verdad: El que me ama,
será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él,
y moraremos en él (Jn 14,21.23).
24Por consiguiente, así como la gloriosa
Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente,
25así también tú, siguiendo sus huellas (1 Pe
2,21), ante todo las de la humildad y pobreza, siempre puedes, sin duda alguna,
llevarlo espiritualmente en tu cuerpo casto y virginal,
26conteniendo a Aquel que os contiene a ti y a todas las cosas (cf.
Sab 1,7; Col 1,17), poseyendo aquello que, incluso en comparación con
las demás posesiones de este mundo, que son pasajeras, poseerás
más fuertemente. 27En esto se engañan algunos reyes y
reinas del mundo, 28pues aunque su soberbia se eleve hasta el cielo
y su cabeza toque las nubes, al fin se reducen, por así decir, a basura
(cf. Job 20,6-7).
29Y en cuanto a las cosas que me has pedido que
te aclare, 30a saber, cuáles serían las fiestas que
tal vez nuestro gloriosísimo padre san Francisco nos aconsejó que
celebráramos especialmente con variedad de manjares, como creo que hasta
cierto punto has estimado, me ha parecido que tenía que responder a tu
caridad. 31Tu prudencia ciertamente se habrá enterado de que,
exceptuadas las débiles y las enfermas, para con las cuales nos
aconsejó y mandó que tuviéramos toda la discreción
posible respecto a cualquier género de alimentos, 32ninguna
de nosotras que esté sana y fuerte debería comer sino alimentos
cuaresmales sólo, tanto los días feriales como los festivos,
ayunando todos los días, 33exceptuados los domingos y el
día de la Natividad del Señor, en los cuales deberíamos
comer dos veces al día. 34Y también los jueves, en el
tiempo ordinario, según la voluntad de cada una, es decir, que la que no
quisiera ayunar, no estaría obligada. 35Sin embargo, las que
estamos sanas ayunamos todos los días, exceptuados los domingos y el
día de Navidad.
36Mas en todo el tiempo de Pascua, como dice el
escrito del bienaventurado Francisco, y en las fiestas de santa María y
de los santos Apóstoles, no estamos tampoco obligadas a ayunar, a no ser
que estas fiestas caigan en viernes; 37y, como queda dicho
más arriba, las que estamos sanas y fuertes comemos siempre alimentos
cuaresmales.
38Pero como nuestra carne no es de bronce, ni
nuestra fortaleza es la de la roca (cf. Job 6,12), 39sino que
más bien somos frágiles y propensas a toda debilidad corporal,
40te ruego, carísima, y te pido en el Señor que
desistas con sabiduría y discreción de una cierta austeridad
indiscreta e imposible en la abstinencia que, según he sabido, tú
te habías propuesto, 41para que, viviendo, alabes al
Señor (cf. Is 38,19; Eclo 17,27), ofrezcas al Señor tu obsequio
racional (cf. Rom 12,1) y tu sacrificio esté siempre condimentado con
sal (cf. Lev 2,13; Col 4,6).
42Que te vaya siempre bien en el Señor,
como deseo que me vaya bien a mí, y encomiéndanos en tus santas
oraciones tanto a mí como a mis hermanas.

CARTA IV A SANTA
INÉS DE PRAGA
1A quien es la mitad de su alma y relicario de
su amor entrañable y singular, a la ilustre reina, a la esposa del
Cordero, el Rey eterno, a doña Inés, su madre carísima e
hija suya especial entre todas las demás, 2Clara, indigna
servidora de Cristo e sierva inútil de las siervas de Cristo que moran
en el monasterio de San Damián de Asís, le desea salud,
3y que cante, con las otras santísimas vírgenes, un
cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y que siga al Cordero
dondequiera que vaya (cf. Ap 14,3-4).
4¡Oh madre e hija, esposa del Rey de todos
los siglos!, aunque no te haya escrito con frecuencia, como tu alma y la
mía lo desean y anhelan por igual, no te extrañes, 5ni
creas de ninguna manera que el incendio de la caridad hacia ti arde menos
suavemente en las entrañas de tu madre. 6Este ha sido el
impedimento: la falta de mensajeros y los peligros manifiestos de los caminos.
7Pero ahora, al escribir a tu caridad, me alegro mucho y salto de
júbilo contigo en el gozo del Espíritu (cf. 1 Tes 1,6), oh esposa
de Cristo, 8porque tú, como la otra virgen santísima,
santa Inés, habiendo renunciado a todas las vanidades de este mundo, te
has desposado maravillosamente con el Cordero inmaculado (cf. 1 Pe 1,19), que
quita los pecados del mundo (cf. Jn 1,29).
9Feliz ciertamente aquella a quien se le concede
gozar de este banquete sagrado (cf. Lc 14,15; Ap 19,9), para que se adhiera con
todas las fibras del corazón a Aquel 10cuya hermosura admiran
sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales,
11cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya
benignidad sacia, 12cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina
suavemente, 13a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya
visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la
Jerusalén celestial: 14puesto que Él es el esplendor
de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), el reflejo de la luz eterna y el espejo sin
mancha (cf. Sab 7,26). 15Mira atentamente a diario este espejo, oh
reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él tu rostro,
16para que así te adornes toda entera, interior y
exteriormente, vestida y envuelta de cosas variadas (cf. Sal 44,10),
17adornada igualmente con las flores y vestidos de todas las
virtudes, como conviene, oh hija y esposa carísima del supremo Rey.
18Ahora bien, en este espejo resplandece la bienaventurada pobreza,
la santa humildad y la inefable caridad, como, con la gracia de Dios,
podrás contemplar en todo el espejo.
19Considera, digo, el principio de este espejo,
la pobreza de Aquel que es puesto en un pesebre y envuelto en pañales
(cf. Lc 2,12). 20¡Oh admirable humildad, oh asombrosa pobreza!
21El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la
tierra es acostado en un pesebre. 22Y en medio del espejo, considera
la humildad, al menos la bienaventurada pobreza, los innumerables trabajos y
penalidades que soportó por la redención del género
humano. 23Y al final del mismo espejo, contempla la inefable
caridad, por la que quiso padecer en el árbol de la cruz y morir en el
mismo del género de muerte más ignominioso de todos.
24Por eso, el mismo espejo, puesto en el
árbol de la cruz, advertía a los transeúntes lo que se
tenía que considerar aquí, diciendo: 25¡Oh
vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor
semejante a mi dolor! (Lam 1,12); 26respondamos, digo, a una
sola voz, con un solo espíritu, a quien clama y se lamenta con gemidos:
¡Me acordaré en mi memoria, y mi alma se consumirá dentro
de mí! (Lam 3,20). 27¡Ojalá, pues, te
inflames sin cesar y cada vez más fuertemente en el ardor de esta
caridad, oh reina del Rey celestial!
28Además, contemplando sus indecibles
delicias, sus riquezas y honores perpetuos, 29y suspirando a causa
del deseo y amor extremos de tu corazón, grita:
30¡Llévame en pos de ti, correremos al olor de tus
perfumes (Cant 1,3), oh esposo celestial! 31Correré, y no
desfalleceré, hasta que me introduzcas en la bodega (cf. Cant 2,4),
32hasta que tu izquierda esté debajo de mi cabeza y tu
diestra me abrace felizmente (cf. Cant 2,6), hasta que me beses con el
ósculo felicísimo de tu boca (cf. Cant 1,1). 33Puesta
en esta contemplación, recuerda a tu pobrecilla madre,
34sabiendo que yo he grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en la
tablilla de mi corazón (cf. Prov 3,3; 2 Cor 3,3), teniéndote por
la más querida de todas.
35¿Qué más? En cuanto al amor
que te profeso, que calle la lengua de la carne, digo, y que hable la lengua
del espíritu. 36¡Oh hija bendita!, porque la lengua de
la carne no podría en absoluto expresar más plenamente el amor
que te tengo, ha dicho esto que he escrito de manera semiplena. 37Te
ruego que lo recibas con benevolencia y devoción, considerando en estas
letras al menos el afecto materno por el que, a diario, ardo de caridad hacia
ti y tus hijas, a las cuales encomiéndanos mucho en Cristo a mí y
a mis hijas. 38También estas mismas hijas mías, y
principalmente la prudentísima virgen Inés, nuestra hermana, se
encomiendan en el Señor, cuanto pueden, a ti y a tus hijas.
39Que os vaya bien, carísima hija, a ti y
a tus hijas, y hasta el trono de gloria del gran Dios (cf. Tit 2,13), y orad
por nosotras.
40Por las presentes recomiendo a tu caridad, en
cuanto puedo, a los portadores de esta carta, nuestros carísimos el
hermano Amado, querido por Dios y por los hombres (cf. Eclo 45,1), y el hermano
Bonagura. Amén.

CARTA A ERMENTRUDIS
1A Ermentrudis, hermana carísima, Clara
de Asís, humilde sierva de Jesucristo, le desea salud y paz.
2He sabido que tú, oh hermana
carísima, con la ayuda de la gracia de Dios, has huido felizmente del
cieno del mundo; 3por lo cual me alegro y me congratulo contigo, y
de nuevo me alegro, porque tú, con tus hijas, caminas valerosamente por
las sendas de la virtud.
4Carísima, sé fiel hasta la muerte
a Aquel a quien te has prometido, pues serás coronada por él con
la corona de la vida (cf. Sant 1,12). 5Breve es aquí nuestro
trabajo, la recompensa, en cambio, eterna; que no te confunda el
estrépito del mundo que huye como una sombra (cf. Job 14,2);
6que no te hagan perder el juicio los vanos fantasmas de este siglo
falaz; cierra los oídos a los silbidos del infierno y, fuerte, quebranta
sus embestidas; 7soporta de buen grado los males adversos, y que los
bienes prósperos no te ensoberbezcan: pues estos piden fe, y aquellos la
exigen; 8cumple con fidelidad lo que has prometido a Dios, y
Él te retribuirá.
9Oh carísima, mira al cielo que nos
invita, y toma la cruz y sigue a Cristo (cf. Lc 9,23), que nos precede;
10porque, tras diversas y numerosas tribulaciones, por él
entraremos en su gloria (cf. Hch 14,21; Lc 24,26). 11Ama con todas
tus entrañas a Dios y a Jesús, su Hijo, crucificado por nosotros
pecadores, y que su memoria no se aparte nunca de tu mente;
12procura meditar continuamente los misterios de la cruz y los
dolores de la madre que está de pie junto a la cruz (cf. Jn 19,25).
13Ora y vela siempre (cf. Mt 26,41). 14Y la obra que has
comenzado bien, llévala a cabo con empeño, y cumple el ministerio
que has asumido en santa pobreza y en humildad sincera (cf. 2 Tim 4,5.7).
15No temas, hija, Dios, que es fiel en todas sus
palabras, y santo en todas sus obras (cf. Sal 144,13), derramará su
bendición sobre ti y sobre tus hijas; 16y Él
será vuestro auxilio y vuestro mayor consuelo; Él es nuestro
redentor y la recompensa eterna.
17Oremos a Dios la una por la otra (cf. Sant
5,16), pues así, llevando cada una la carga de la caridad de la otra,
cumpliremos con facilidad la ley de Cristo (cf. Gál 6,2). Amén.

REGLA
Bula del Papa Inocencio IV
Inocencio obispo, siervo de los siervos de Dios, a las
amadas hijas en Cristo, Clara, abadesa, y las otras hermanas del monasterio de
San Damián de Asís, salud y bendición apostólica.
La Sede Apostólica suele acceder a los piadosos
deseos y satisfacer con benevolencia las honestas peticiones de quienes elevan
a ella sus preces. Ahora bien, por vuestra parte se nos ha suplicado
humildemente que confirmáramos con autoridad apostólica la forma
de vida que os dio el bienaventurado Francisco y que vosotras aceptasteis
espontáneamente, según la cual debéis vivir
comunitariamente en unidad de espíritus y con el voto de altísima
pobreza (cf. 2 Cor 8,2), forma que nuestro venerable hermano el obispo de Ostia
y de Velletri tuvo a bien aprobar, como consta más ampliamente en la
carta redactada con tal motivo por el mismo obispo. Así pues, accediendo
a los ruegos de vuestra devoción, teniendo por ratificado y grato cuanto
ha hecho a este respecto el mismo obispo, lo confirmamos con autoridad
apostólica y lo corroboramos con la protección del presente
escrito, haciendo insertar en él, palabra por palabra, el tenor de la
misma carta, que es el siguiente:
Rainaldo, por la misericordia divina obispo de Ostia y de
Velletri, a su amadísima madre e hija en Cristo madonna Clara, abadesa
de San Damián de Asís, y a sus hermanas, tanto presentes como
futuras, salud y bendición paterna.
Ya que vosotras, amadas hijas en Cristo, habéis
despreciado las pompas y delicias del mundo, y, siguiendo las huellas del mismo
Cristo y de su santísima Madre (cf. 1 Pe 2,21), habéis elegido
vivir encerradas en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza
para poder dedicaros a Él con el espíritu libre, Nos, encomiando
en el Señor vuestro santo propósito, queremos de buen grado y con
afecto paterno satisfacer benévolamente vuestros votos y santos deseos.
Por lo cual, accediendo a vuestros piadosos ruegos,
confirmamos a perpetuidad, con la autoridad del señor Papa y la nuestra,
para todas vosotras y para las que os sucedan en vuestro monasterio, y
corroboramos con la protección del presente escrito la forma de vida y
el modo de santa unidad y de altísima pobreza (cf. 2 Cor 8,2), que
vuestro bienaventurado padre san Francisco os dio de palabra y por escrito para
que la observarais, anotada en las presentes letras. Es la siguiente:]
[CAPÍTULO I]
[¡En el nombre del Señor! Comienza la forma de vida de las Hermanas
Pobres]
1La forma de vida de la Orden de las Hermanas
Pobres, forma que el bienaventurado Francisco instituyó, es ésta:
2guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo,
viviendo en obediencia, sin propio y en castidad. 3Clara, indigna
sierva de Cristo y plantita del muy bienaventurado padre Francisco, promete
obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores
canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. 4Y así
como al principio de su conversión, junto con sus hermanas,
prometió obediencia al bienaventurado Francisco, así promete
guardar inviolablemente esa misma obediencia a sus sucesores. 5Y las
otras hermanas estén obligadas a obedecer siempre a los sucesores del
bienaventurado Francisco y a la hermana Clara y a las demás abadesas
canónicamente elegidas que la sucedan.

[CAPÍTULO II]
[De aquellas que quieren tomar esta vida, y cómo deben ser recibidas]
1Si alguna por inspiración divina viniera
a nosotras queriendo tomar esta vida, la abadesa esté obligada a pedir
el consentimiento de todas las hermanas; 2y si la mayor parte da su
consentimiento, obtenida la licencia del señor cardenal protector
nuestro, podrá recibirla. 3Y si ve que debe ser recibida,
examínela diligentemente o haga que sea examinada de la fe
católica y de los sacramentos de la Iglesia. 4Y si cree todo
esto y quiere confesarlo fielmente y guardarlo firmemente hasta el fin,
5y no tiene marido o, si lo tiene, también él ha
entrado ya en religión con la autorización del obispo diocesano,
y ha emitido ya el voto de continencia; 6y si, en fin, la edad
avanzada o alguna enfermedad o debilidad mental no le impide la observancia de
esta vida, 7expóngasele diligentemente el tenor de nuestra
vida.
8Y si fuera idónea, dígasele la
palabra del santo Evangelio, que vaya y venda todas sus cosas y se aplique con
empeño a distribuirlas a los pobres (cf. Mt 19,21, y paralelos).
9Si esto no pudiera hacerlo, le basta la buena voluntad.
10Y guárdense la abadesa y sus hermanas de preocuparse de sus
cosas temporales, para que libremente haga ella de sus cosas lo que el
Señor le inspire. 11Con todo, si busca consejo,
envíenla a algunos discretos y temerosos de Dios, con cuyo consejo sus
bienes se distribuyan a los pobres. 12Después, cortados los
cabellos en redondo y depuesto el vestido seglar, concédale la abadesa
tres túnicas y el manto. 13En adelante no le sea permitido
salir fuera del monasterio sin causa útil, razonable, manifiesta y digna
de aprobación. 14Y finalizado el año de la
probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar
perpetuamente la vida y la forma de nuestra pobreza.
15No se conceda el velo a ninguna durante el
tiempo de probación. 16Las hermanas podrán tener
también manteletas para comodidad y decoro del servicio y del trabajo.
17Y la abadesa provéalas de ropas con discreción,
según las condiciones de las personas y los lugares y tiempos y
frías regiones, como vea que conviene a la necesidad. 18A las
jovencitas recibidas en el monasterio antes de la edad legal, córtenles
los cabellos en redondo; 19y, depuesto el vestido seglar,
vístanse de paño religioso, como le parezca a la abadesa.
20Mas cuando lleguen a la edad legal, vestidas de la misma forma que
las otras, hagan su profesión. 21Y tanto a éstas como
a las demás novicias, la abadesa provéalas con solicitud de una
maestra escogida de entre las más discretas de todo el monasterio,
22la cual las forme diligentemente en el santo comportamiento y en
las buenas costumbres según la forma de nuestra profesión.
23En el examen y admisión de las hermanas
que prestan servicio fuera del monasterio, guárdese la forma antes
dicha; éstas podrán llevar calzado. 24Que ninguna
resida con nosotras en el monasterio si no ha sido recibida según la
forma de nuestra profesión. 25Y por amor del santísimo
y amadísimo Niño envuelto en pobrecillos pañales, acostado
en un pesebre (cf. Lc 2,7.12), y de su santísima Madre, amonesto, ruego
y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de ropas viles.

[CAPÍTULO III]
[Del oficio divino y del ayuno, de la confesión y comunión]
1Las hermanas que saben leer recen el oficio
divino según la costumbre de los Hermanos Menores, por lo que
podrán tener breviarios, leyendo sin canto. 2Y a aquellas que
por causa razonable no puedan alguna vez decir sus horas leyendo, les
estará permitido como a las demás hermanas decir los
Padrenuestros. 3Mas aquellas que no saben leer, digan
veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco;
4por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas,
siete; por vísperas, doce; por completas, siete. 5Digan
también por los difuntos, en vísperas, siete Padrenuestros
con el Requiem aeternam, y en maitines, doce, 6cuando las
hermanas que saben leer estén obligadas a rezar el oficio de difuntos.
7Y cuando muera («emigre») una hermana de nuestro
monasterio, digan cincuenta Padrenuestros.
8Las hermanas ayunen en todo tiempo.
9Pero en la Natividad del Señor, cualquiera que sea el
día en que caiga, podrán tomar dos refacciones. 10Las
jovencitas, las débiles y las que prestan servicio fuera del monasterio,
sean dispensadas, con misericordia, como le parezca a la abadesa.
11Pero en tiempo de manifiesta necesidad no estén obligadas
las hermanas al ayuno corporal.
12Confiésense al menos doce veces al
año con permiso de la abadesa. 13Y deben guardarse de
introducir entonces más palabras que las que conciernen a la
confesión y a la salud de las almas. 14Comulguen siete veces,
a saber: la Natividad del Señor, el Jueves Santo, la Resurrección
del Señor, Pentecostés, la Asunción de la bienaventurada
Virgen, la fiesta de san Francisco y la fiesta de Todos los Santos.
15Para dar la comunión a las hermanas sanas o enfermas, le
estará permitido al capellán celebrar dentro.

[CAPÍTULO IV]
[De la elección y oficio de la abadesa, del capítulo, de las
oficialas y de las discretas]
1En la elección de la abadesa
estén las hermanas obligadas a guardar la forma canónica.
2Y procuren ellas mismas con presteza tener al ministro general o
provincial de la Orden de los Hermanos Menores, 3el cual, mediante
la palabra de Dios, las disponga a la perfecta concordia y a la común
utilidad en la elección que han de hacer. 4Y no se elija a
ninguna que no sea profesa. 5Y si fuera elegida o dada de otro modo
una no profesa, no se le obedezca, si antes no profesa la forma de nuestra
pobreza. 6En falleciendo la cual, hágase la elección
de otra abadesa. 7Y si en algún tiempo apareciera a la
generalidad de las hermanas que la abadesa no es suficiente para el servicio y
utilidad común de las mismas, 8estén obligadas las
dichas hermanas, según la forma antes mencionada, a elegirse, cuanto
antes puedan, otra para abadesa y madre.
9Y la elegida considere qué carga ha
tomado sobre sí y a quién tiene que dar cuenta de la grey que se
le ha encomendado (cf. Mt 12,36; Heb 13,17). 10Esfuércese
también en presidir a las otras más por las virtudes y las santas
costumbres que por el oficio, para que las hermanas, estimuladas por su
ejemplo, la obedezcan más por amor que por temor. 11No tenga
amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas,
cause escándalo en todas. 12Consuele a las afligidas. Sea
también el último refugio de las atribuladas (cf. Sal 31,7), no
sea que, si faltaran en ella los remedios saludables, prevalezca en las
débiles la enfermedad de la desesperación. 13Guarde la
vida común en todo, pero especialmente en la iglesia, el dormitorio, el
refectorio, la enfermería y en los vestidos. 14Lo que
también su vicaria esté obligada a guardar de manera semejante.
15La abadesa esté obligada a convocar a
sus hermanas a capítulo por lo menos una vez a la semana,
16en el que tanto ella como las hermanas deberán confesar
humildemente las ofensas y negligencias comunes y públicas.
17Y las cosas que se han de tratar para utilidad y decoro del
monasterio, háblelas allí mismo con todas sus hermanas;
18pues muchas veces el Señor revela a la menor qué es
lo mejor. 19No se contraiga ninguna deuda grave, sino con el
consentimiento común de las hermanas y por una necesidad manifiesta, y
esto mediante procurador. 20Y guárdese la abadesa y sus
hermanas de recibir depósito alguno en el monasterio, 21pues
de ahí surgen muchas veces turbaciones y escándalos.
22Para conservar la unidad del amor mutuo y de
la paz, todas las oficialas del monasterio sean elegidas con el consentimiento
común de todas las hermanas. 23Y del mismo modo sean elegidas
por lo menos ocho hermanas de entre las más discretas, de cuyo consejo
deberá siempre servirse la abadesa en las cosas que requiere la forma de
nuestra vida. 24También podrán las hermanas y
deberán, si les pareciera útil y conveniente, remover alguna vez
a las oficialas y a las discretas y elegir a otras en su lugar.

[CAPÍTULO V]
[Del silencio, del locutorio y de la reja]
1Desde la hora de completas hasta la de tercia,
las hermanas guarden silencio, exceptuadas las que prestan servicio fuera del
monasterio. 2Guarden también silencio continuo en la iglesia,
en el dormitorio, y en el refectorio sólo mientras comen; 3se
exceptúa la enfermería en la que, para recreo y servicio de las
enfermas, siempre les estará permitido a las hermanas hablar con
discreción. 4Podrán, sin embargo, siempre y en todas
partes, insinuar brevemente y en voz baja lo que fuera necesario.
5No sea lícito a las hermanas hablar en
el locutorio o en la reja sin permiso de la abadesa o de su vicaria.
6Y las que tienen permiso, no se atrevan a hablar en el locutorio si
no están presentes y las escuchan dos hermanas. 7En cuanto a
la reja, no se permitan ir allí si no están presentes al menos
tres hermanas designadas por la abadesa o su vicaria de entre las ocho
discretas que son elegidas por todas las hermanas para el consejo de la
abadesa. 8La abadesa y su vicaria estén obligadas a guardar
ellas mismas estas normas sobre el hablar. 9Y lo dicho, en la reja
que suceda rarísimamente. Y en la puerta, de ningún modo.
10A dicha reja póngasele por el interior
un paño, que no se remueva sino cuando se exponga la palabra de Dios o
alguna hermana hable con alguien. 11Tenga también una puerta
de madera muy bien asegurada con dos cerraduras de hierro diferentes, con
batientes y cerrojos, 12para que se cierre, máxime de noche,
con dos llaves, una de las cuales la tendrá la abadesa, y la otra la
sacristana; 13y permanezca siempre cerrada, a no ser cuando se oye
el oficio divino, y por las causas antes mencionadas.
14Antes de la salida del sol o después de
la puesta del sol, ninguna deberá en absoluto hablar con nadie en la
reja. 15Y en el locutorio, manténgase siempre por dentro un
paño, que no se remueva. 16Durante la cuaresma de san
Martín y la cuaresma mayor, que ninguna hable en el locutorio,
17sino al sacerdote por causa de la confesión o de otra
necesidad manifiesta, lo que se reservará a la prudencia de la abadesa o
de su vicaria.

[CAPÍTULO VI]
[Que no se han de tener posesiones]
1Después que el altísimo Padre
celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que,
siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre
san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su
conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente
obediencia.
2Y el bienaventurado Padre, considerando que no
teníamos miedo a ninguna pobreza, trabajo, tribulación,
menosprecio y desprecio del siglo, antes al contrario, que los teníamos
por grandes delicias, movido a piedad, escribió para nosotras una forma
de vida en estos términos: 3«Ya que por divina
inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y
sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el
Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del
santo Evangelio, 4quiero y prometo tener siempre, por mí
mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de
vosotras como de ellos.» 5Lo que cumplió diligentemente
mientras vivió, y quiso que fuera siempre cumplido por los hermanos.
6Y para que jamás nos apartásemos
de la santísima pobreza que habíamos abrazado, ni tampoco lo
hicieran las que tenían que venir después de nosotras, poco antes
de su muerte de nuevo nos escribió su última voluntad diciendo:
7«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la
vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su
santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; 8y os
ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en
esta santísima vida y pobreza. 9Y protegeos mucho, para que
de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la
enseñanza o consejo de alguien.»
10Y así como yo siempre he sido
solícita, junto con mis hermanas, en guardar la santa pobreza que hemos
prometido al Señor Dios y al bienaventurado Francisco,
11así también las abadesas que me sucedan en el oficio
y todas las hermanas estén obligadas a observarla inviolablemente hasta
el fin: 12a saber, no recibiendo o teniendo posesión o
propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, 13ni
tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, 14a no ser
aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el
aislamiento del monasterio; 15y esa tierra no se cultive sino como
huerto para las necesidades de las mismas hermanas.

[CAPÍTULO VII]
[Del modo de trabajar]
1Las hermanas a quienes el Señor ha dado
la gracia de trabajar, después de la hora de tercia trabajen fiel y
devotamente, y en trabajo que conviene al decoro y a la utilidad común,
2de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no
apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al
cual las demás cosas temporales deben servir. 3Y lo que
producen con sus manos, la abadesa o su vicaria esté obligada a
asignarlo en el capítulo ante todas. 4Hágase lo mismo
si hay personas que envían alguna limosna para las necesidades de las
hermanas, a fin de que se haga memoria de ellas en común. 5Y
todas estas cosas sean distribuidas para utilidad común por la abadesa o
su vicaria con el consejo de las discretas.

[CAPÍTULO VIII]
[Que nada se apropien las hermanas, y del procurarse limosnas y de las hermanas
enfermas]
1Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni
lugar, ni cosa alguna. 2Y como peregrinas y forasteras (cf. 1 Pe
2,11) en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad,
envíen por limosna confiadamente, 3y no deben avergonzarse,
porque el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo (cf. 2 Cor
8,9). 4Esta es aquella eminencia de la altísima pobreza, que
a vosotras, carísimas hermanas mías, os ha constituido herederas
y reinas del reino de los cielos, os ha hecho pobres de cosas, os ha sublimado
en virtudes (cf. Sant 2,5). 5Esta sea vuestra porción, que
conduce a la tierra de los vivientes (cf. Sal 141,6).
6Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimas hermanas,
por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima
Madre, ninguna otra cosa jamás queráis tener debajo del cielo.
7A ninguna hermana le esté permitido
enviar cartas ni recibir algo o darlo fuera del monasterio sin permiso de la
abadesa. 8Tampoco le esté permitido tener cosa alguna que la
abadesa no le haya dado o permitido. 9Y si sus parientes u otras
personas le envían algo, la abadesa haga que se lo den. 10Mas
ella, si lo necesita, que pueda usarlo; si no, que lo comparta caritativamente
con alguna hermana que lo necesite. 11Pero si le enviaran dinero, la
abadesa, con el consejo de las discretas, haga que se la provea de lo que
necesita.
12Respecto a las hermanas enfermas, la abadesa
esté firmemente obligada a informarse con solicitud, por sí misma
y por las otras hermanas, de lo que su enfermedad requiere en cuanto a consejos
y en cuanto a alimentos y a otras cosas necesarias, 13y a proveer
caritativa y misericordiosamente según las posibilidades del lugar.
14Porque todas están obligadas a proveer y a servir a sus
hermanas enfermas como querrían ellas ser servidas (cf. Mt 7,12) si
estuvieran afectadas por alguna enfermedad. 15Confiadamente
manifieste la una a la otra su necesidad. 16Y si la madre ama y
cuida a su hija (cf. 1 Tes 2,7) carnal, ¿cuánto más
amorosamente debe la hermana amar y cuidar a su hermana espiritual?
17Las que están enfermas descansen en
jergones de paja y tengan para la cabeza almohadas de pluma; 18y las
que necesiten escarpines de lana y colchones, que puedan usarlos.
19Y dichas enfermas, cuando sean visitadas por quienes entran en el
monasterio, que pueda cada una de ellas responder brevemente algunas buenas
palabras a quienes les hablan. 20Pero las demás hermanas que
tengan permiso para ello, no se atrevan a hablar a quienes entran en el
monasterio, sino en presencia de dos hermanas discretas que las escuchen,
designadas por la abadesa o su vicaria. 21La abadesa y su vicaria
estén obligadas a guardar ellas mismas estas normas sobre el hablar.

[CAPÍTULO IX]
[De la penitencia que se ha de imponer a las hermanas que pecan, y de las
hermanas que prestan servicio fuera del monasterio]
1Si alguna hermana, por instigación del
enemigo, pecara mortalmente contra la forma de nuestra profesión, y si,
amonestada dos o tres veces por la abadesa o por las otras hermanas,
2no se enmendara, coma en tierra pan y agua ante todas las hermanas
en el refectorio tantos días cuantos haya sido contumaz; 3y
sea sometida a una pena más grave, si así le pareciere a la
abadesa. 4Durante todo el tiempo en que sea contumaz, hágase
oración a fin de que el Señor ilumine su corazón para la
penitencia. 5Pero la abadesa y sus hermanas deben guardarse de
airarse y conturbarse por el pecado de alguna, 6porque la ira y la
conturbación impiden en sí mismas y en las otras la caridad.
7Si ocurriera alguna vez, lo que Dios no
permita, que entre hermana y hermana, por alguna palabra o gesto, se produjese
un motivo de turbación o de escándalo, 8la que haya
sido causa de la turbación, de inmediato, antes de presentar la ofrenda
(cf. Mt 5,23) de su oración ante el Señor, no sólo se
prosterne humildemente a los pies de la otra, pidiéndole perdón,
9sino que, también, ruéguele con simplicidad que
interceda por ella ante el Señor para que sea indulgente con ella.
10Mas la otra, recordando aquella palabra del Señor: Si no
perdonáis de corazón, tampoco vuestro Padre celestial os
perdonará (cf. Mt 6,15; 18,35), 11perdone con liberalidad a
su hermana toda la injuria que le haya inferido.
12Las hermanas que prestan servicio fuera del
monasterio no permanezcan largo tiempo fuera del mismo, a no ser que lo
requiera una causa de necesidad manifiesta. 13Y deberán andar
con decoro y hablar poco, para que puedan siempre edificarse quienes las
observan. 14Y guárdense firmemente de tener sospechosas
relaciones o consejos con alguien. 15Y no se hagan madrinas de
hombres o mujeres, para que, con esta ocasión, no se origine
murmuración o turbación. 16Y no se atrevan a referir
en el monasterio los rumores del siglo. 17Y estén firmemente
obligadas a no referir fuera del monasterio nada de lo que se dice o se hace
dentro que pueda engendrar escándalo. 18Y si alguna, por
simplicidad, faltara en estas dos cosas, quede en la prudencia de la abadesa el
imponerle penitencia con misericordia. 19Pero si lo hiciera por
costumbre viciosa, la abadesa, con el consejo de las discretas,
impóngale una penitencia según la calidad de la culpa.

[CAPÍTULO X]
[De la amonestación y corrección de las hermanas]
1La abadesa amoneste y visite a sus hermanas, y
corríjalas humilde y caritativamente, no mandándoles nada que sea
contrario a su alma y a la forma de nuestra profesión. 2Mas
las hermanas súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias
voluntades. 3Por lo que estarán firmemente obligadas a
obedecer a sus abadesas en todo lo que al Señor prometieron guardar y no
es contrario al alma y a nuestra profesión. 4Y la abadesa
tenga tanta familiaridad para con ellas, que éstas puedan hablar y obrar
con ella como las señoras con su sierva; 5pues así
debe ser, que la abadesa sea sierva de todas las hermanas.
6Amonesto de veras y exhorto en el Señor
Jesucristo que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia,
avaricia (cf. Lc 12,15), cuidado y solicitud de este siglo (cf. Mt 13,22),
detracción y murmuración, disensión y división;
7sean, en cambio, siempre solícitas en conservar entre ellas
la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección (cf.
Col 3,14).
8Y las que no saben letras, no se cuiden de
aprenderlas; 9sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben
desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación,
10orar siempre a él con puro corazón y tener humildad,
paciencia en la tribulación y en la enfermedad, 11y amar a
esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, 12porque dice el
Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la
justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10).
13Mas el que persevere hasta el fin, éste será
salvo (Mt 10,22).

[CAPÍTULO XI]
[De la custodia de la clausura]
1La portera sea madura de costumbres y discreta,
y sea de una edad conveniente, y durante el día permanezca allí
en una celda abierta y sin puerta. 2Asígnesele también
una compañera idónea que, cuando sea necesario, haga en todo sus
veces.
3La puerta esté muy bien asegurada con
dos cerraduras de hierro diferentes, con batientes y cerrojos, 4para
que se cierre, máxime de noche, con dos llaves, una de las cuales la
tendrá la portera, y la otra la abadesa. 5Y de día, no
se deje nunca sin custodia y esté firmemente cerrada con una llave.
6Pero cuiden con sumo esmero y procuren que la
puerta nunca esté abierta, sino lo menos que de manera congruente sea
posible. 7Y no se abra en absoluto a cualquiera que quiera entrar,
sino a quien le haya sido concedido por el sumo Pontífice o por nuestro
señor cardenal. 8Y no permitan las hermanas a nadie entrar en
el monasterio antes de la salida del sol, ni permanecer dentro después
de la puesta del sol, a no ser que lo exija una causa manifiesta, razonable e
inevitable.
9Si para la bendición de una abadesa o
para la consagración de alguna hermana como monja o también por
otro motivo, se hubiera concedido a algún obispo celebrar la misa dentro
del monasterio, que se contente con unos acompañantes y ministros lo
menos numerosos y lo más honestos que pueda. 10Y cuando sea
necesario que algunos entren en el monasterio para hacer un trabajo, la abadesa
con solicitud ponga entonces en la puerta a la persona conveniente,
11que la abra sólo a los asignados al trabajo, y no a otros.
12Guárdense con sumo cuidado todas las hermanas de ser vistas
entonces por los que entran.

[CAPÍTULO XII]
[Del visitador, del capellán y del cardenal protector]
1Nuestro visitador sea siempre de la Orden de
los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de nuestro cardenal.
2Y sea tal, que se tenga plena constancia de su decoro y costumbres.
3Su oficio será corregir, tanto en la cabeza como en los
miembros, los excesos cometidos contra la forma de nuestra profesión.
4A él le estará permitido hablar con varias y con cada
una de las hermanas, estando en un lugar público para que pueda ser
visto por las otras, acerca de las cosas que pertenecen al oficio de la visita,
como le parezca más conveniente.
5Pedimos también un capellán con
un compañero clérigo de buena fama, discreto y prudente, y dos
hermanos laicos amantes del santo comportamiento y decoro religioso,
6para ayuda de nuestra pobreza, como siempre hemos tenido
misericordiosamente de dicha Orden de los Hermanos Menores, 7y lo
pedimos a la misma Orden, como gracia, por el amor de Dios y del bienaventurado
Francisco. 8No le esté permitido al capellán entrar en
el monasterio sin compañero. 9Y cuando entren, que
estén en un lugar público, de modo que siempre puedan verse el
uno al otro y ser vistos por los demás. 10Para la
confesión de las enfermas que no puedan ir al locutorio, para dar la
comunión a las mismas, para la extremaunción, para la
recomendación del alma, séales permitido a los mismos entrar.
11Mas para las exequias y la celebración de la misa de
difuntos, y para cavar o abrir la sepultura, o también para acomodarla,
que puedan entrar personas en número suficiente e idóneas,
según el prudente juicio de la abadesa.
12Con miras a todo lo dicho, las hermanas
estén firmemente obligadas a tener siempre como gobernador, protector y
corrector nuestro, al cardenal de la santa Iglesia Romana que haya sido
asignado a los Hermanos Menores por el señor Papa, 13para
que, siempre súbditas y sujetas a los pies de la misma santa Iglesia,
estables en la fe (cf. Col 1,23) católica, guardemos perpetuamente la
pobreza y la humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su
santísima Madre, y el santo Evangelio, que firmemente hemos prometido. Amén.
[Dado en Perusa, a 16 de septiembre, en el año
décimo del pontificado del señor papa Inocencio IV (1252).
A nadie, pues, en absoluto le sea permitido infringir esta
escritura de nuestra confirmación o con osadía temeraria ir
contra ella. Mas si alguno presumiera intentar esto, sepa que incurrirá
en la indignación de Dios omnipotente y de los bienaventurados
apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Asís, a 9 de agosto, en el año
undécimo de nuestro pontificado (1253).]

TESTAMENTO
1En el nombre del Señor. Amén.
2Entre los otros beneficios que hemos recibido y
recibimos cada día de nuestro espléndido benefactor el Padre de
las misericordias (cf. 2 Cor 1,3), y por los que más debemos dar gracias
al Padre glorioso de Cristo, 3está el de nuestra
vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más
y más deudoras le somos. 4Por lo cual dice el Apóstol:
Reconoce tu vocación (cf. 1 Cor 1,26). 5El Hijo de Dios se ha
hecho para nosotras camino (cf. Jn 14,6), que con la palabra y el ejemplo nos
mostró y enseñó nuestro bienaventurado padre Francisco,
verdadero amante e imitador suyo.
6Por tanto, debemos considerar, amadas hermanas,
los inmensos beneficios de Dios que nos han sido concedidos, 7pero,
entre los demás, aquellos que Dios se dignó realizar en nosotras
por su amado siervo nuestro padre el bienaventurado Francisco, 8no
sólo después de nuestra conversión, sino también
cuando estábamos en la miserable vanidad del siglo. 9Pues el
mismo Santo, cuando aún no tenía hermanos ni compañeros,
casi inmediatamente después de su conversión,
10mientras edificaba la iglesia de San Damián, donde,
visitado totalmente por la consolación divina, fue impulsado a abandonar
por completo el siglo, 11profetizó de nosotras, por efecto de
una gran alegría e iluminación del Espíritu Santo, lo que
después el Señor cumplió. 12En efecto, subido
en aquel entonces sobre el muro de dicha iglesia, decía en alta voz, en
lengua francesa, a algunos pobres que moraban allí cerca:
13«Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San
Damián, 14porque aún ha de haber en él unas
damas, por cuya vida famosa y santo comportamiento religioso será
glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia».
15En esto, por tanto, podemos considerar la
copiosa benignidad de Dios para con nosotras; 16Él, por su
abundante misericordia y caridad, se dignó decir, por medio de su Santo,
estas cosas sobre nuestra vocación y elección. 17Y no
sólo de nosotras profetizó estas cosas nuestro bienaventurado
padre Francisco, sino también de las otras que habían de venir a
la santa vocación a la que el Señor nos ha llamado.
18¡Con cuánta solicitud, pues, y con
cuánto empeño de alma y de cuerpo no debemos guardar los
mandamientos de Dios y de nuestro padre [Francisco] para que, con la ayuda del
Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido!
19Porque el mismo Señor nos ha puesto como modelo que sirva
de ejemplo y espejo no sólo a los otros, sino también a nuestras
hermanas, a las que llamará el Señor a nuestra vocación,
20para que también ellas sirvan de espejo y ejemplo a los que
viven en el mundo. 21Así pues, ya que el Señor nos ha
llamado a cosas tan grandes, a que puedan mirarse en nosotras las que son para
los otros ejemplo y espejo, 22estamos muy obligadas a bendecir y
alabar a Dios, y a confortarnos más y más en el Señor para
obrar el bien. 23Por lo cual, si vivimos según la sobredicha
forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo y con un brevísimo
trabajo ganaremos el premio de la eterna bienaventuranza.
24Después que el altísimo Padre
celestial se dignó iluminar con su misericordia y su gracia mi
corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro
bienaventurado padre Francisco, yo hiciera penitencia, 25poco
después de su conversión, junto con las pocas hermanas que el
Señor me había dado poco después de mi conversión,
le prometí voluntariamente obediencia, 26según la luz
de su gracia que el Señor nos había dado por medio de su
admirable vida y enseñanza. 27Y el bienaventurado Francisco,
considerando que si bien éramos frágiles y débiles
según el cuerpo, no rehusábamos ninguna necesidad, pobreza,
trabajo, tribulación o menosprecio y desprecio del siglo,
28antes al contrario, los teníamos por grandes delicias, como
a ejemplo de los santos y de sus hermanos había comprobado
frecuentemente en nosotras, se alegró mucho en el Señor;
29y movido a piedad hacia nosotras, se obligó con nosotras a
tener siempre, por sí mismo y por su Religión, un cuidado amoroso
y una solicitud especial de nosotras como de sus hermanos.
30Y así, por voluntad de Dios y de
nuestro bienaventurado padre Francisco, fuimos a morar junto a la iglesia de
San Damián, 31donde el Señor, en poco tiempo, nos
multiplicó por su misericordia y gracia, para que se cumpliera lo que el
Señor había predicho por su Santo; 32pues antes
habíamos permanecido en otro lugar, aunque por poco tiempo.
33Después, escribió para nosotras
una forma de vida, sobre todo para que perseveráramos siempre en la
santa pobreza. 34Y no se contentó con exhortarnos durante su
vida con muchas palabras y ejemplos al amor de la santísima pobreza y a
su observancia, sino que nos entregó varios escritos para que,
después de su muerte, de ninguna manera nos apartáramos de ella,
35como tampoco el Hijo de Dios, mientras vivió en el mundo,
jamás quiso apartarse de la misma santa pobreza. 36Y nuestro
bienaventurado padre Francisco, habiendo imitado sus huellas (cf. 1 Pe 2,21),
su santa pobreza que había elegido para sí y para sus hermanos,
no se apartó en absoluto de ella mientras vivió, ni con su
ejemplo ni con su enseñanza.
37Así pues, yo, Clara, sierva, aunque
indigna, de Cristo y de las hermanas pobres del monasterio de San
Damián, y plantita del santo padre, considerando con mis otras hermanas
nuestra profesión tan altísima y el mandato de tan gran padre,
38y también la fragilidad de las otras, fragilidad que nos
temíamos en nosotras mismas después de la muerte de nuestro padre
san Francisco, que era nuestra columna y nuestro único consuelo
después de Dios, y nuestro apoyo, 39una y otra vez nos
obligamos voluntariamente a nuestra señora la santísima pobreza,
para que, después de mi muerte, las hermanas que están y las que
han de venir de ninguna manera puedan apartarse de ella.
40Y así como yo siempre he sido diligente
y solícita en guardar y hacer guardar por las otras la santa pobreza que
hemos prometido al Señor y a nuestro bienaventurado padre Francisco,
41así también aquellas que me sucedan en el oficio
estén obligadas hasta el fin a guardar y a hacer guardar, con el auxilio
de Dios, la santa pobreza. 42Más aún, para mayor
cautela me preocupé de hacer corroborar nuestra profesión de la
santísima pobreza, que hemos prometido al Señor y a nuestro
bienaventurado padre, con los privilegios del señor papa Inocencio, en
cuyo tiempo comenzamos, y de otros sucesores suyos, 43para que de
ninguna manera nos apartáramos nunca de ella.
44Por lo cual, de rodillas y postrada en cuerpo
y alma, recomiendo todas mis hermanas, las que están y las que han de
venir, a la santa madre Iglesia Romana, al sumo Pontífice y, de manera
especial, al señor cardenal que fuere designado para la Religión
de los Hermanos Menores y para nosotras, 45a fin de que, por amor de
aquel Dios que pobre fue acostado en un pesebre (cf. Lc 2,12), pobre
vivió en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo,
46haga que siempre su pequeña grey (cf. Lc 12,32), que el
Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra
y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco para seguir la
pobreza y humildad de su amado Hijo y de la gloriosa Virgen su Madre,
47guarde la santa pobreza que hemos prometido a Dios y a nuestro
bienaventurado padre san Francisco, y se digne animarlas y conservarlas siempre
en ella.
48Y así como el Señor nos dio a
nuestro bienaventurado padre Francisco como fundador, plantador y ayuda nuestra
en el servicio de Cristo y en las cosas que hemos prometido al Señor y a
nuestro bienaventurado padre, 49quien también, mientras
vivió, se preocupó siempre de cultivarnos y animarnos con la
palabra y el ejemplo a nosotras, su plantita, 50así
recomiendo y confío mis hermanas, las que están y las que han de
venir, al sucesor de nuestro bienaventurado padre Francisco y a toda la
Religión, 51a fin de que nos ayuden a progresar siempre hacia
lo mejor para servir a Dios y, de manera especial, para guardar mejor la
santísima pobreza.
52Y si en algún tiempo ocurriera que
dichas hermanas abandonaran el mencionado lugar y se trasladaran a otro, que
estén, sin embargo, obligadas, dondequiera que se encuentren
después de mi muerte, a guardar la sobredicha forma de pobreza, que
hemos prometido a Dios y a nuestro bienaventurado padre Francisco.
53Con todo, tanto la que esté entonces en
el oficio [la abadesa] como las otras hermanas sean solícitas y
providentes para que, en torno del sobredicho lugar, no adquieran o reciban
más terreno del que exija la extrema necesidad como huerto para cultivar
hortalizas. 54Y si en algún lugar conviniera tener más
tierra fuera de la cerca del huerto, para el decoro y aislamiento del
monasterio, no permitan que se adquiera ni tampoco reciban sino cuanto exija la
extrema necesidad; 55y que esa tierra no se cultive ni se siembre en
absoluto, sino que permanezca siempre baldía e inculta.
56Amonesto y exhorto en el Señor
Jesucristo a todas mis hermanas, las que están y las que han de venir,
que se apliquen siempre con esmero a imitar el camino de la santa simplicidad,
humildad, pobreza, y también el decoro del santo comportamiento
religioso, 57tal como desde el inicio de nuestra conversión
nos lo han enseñado Cristo y nuestro bienaventurado padre Francisco.
58A causa de lo cual, no por nuestros méritos, sino por la
sola misericordia y gracia del espléndido bienhechor, el mismo Padre de
las misericordias (cf. 2 Cor 1,3) esparció el olor de la buena fama (cf.
2 Cor 2,15), tanto entre los que están lejos como entre los que
están cerca. 59Y amándoos mutuamente con la caridad de
Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que tenéis
interiormente, 60para que, estimuladas por este ejemplo, las
hermanas crezcan siempre en el amor de Dios y en la mutua caridad.
61Ruego también a aquella que tenga en el
futuro el oficio de las hermanas que se aplique con esmero a presidir a las
otras más por las virtudes y las santas costumbres que por el oficio,
62de tal manera que sus hermanas, estimuladas por su ejemplo, la
obedezcan no tanto por el oficio, cuanto más bien por amor.
63Sea también próvida y discreta para con sus
hermanas, como una buena madre con sus hijas, 64y, de manera
especial, que se aplique con esmero a proveerlas, de las limosnas que el
Señor les dará, según la necesidad de cada una.
65Sea también tan benigna y afable, que puedan manifestarle
tranquilamente sus necesidades, 66y recurrir a ella confiadamente a
cualquier hora, como les parezca conveniente, tanto para sí como para
sus hermanas.
67Mas las hermanas que son súbditas
recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. 68Por eso,
quiero que obedezcan a su madre, como lo han prometido al Señor, con una
voluntad espontánea, 69para que su madre, viendo la caridad,
humildad y unión que tienen entre ellas, lleve más ligeramente
toda la carga que por razón del oficio soporta, 70y lo que es
molesto y amargo, por el santo comportamiento religioso de ellas se le
convierta en dulzura.
71Y porque son estrechos el camino y la senda, y
es angosta la puerta por la que se va y se entra en la vida, son pocos los que
caminan y entran por ella (cf. Mt 7,14); 72y si hay algunos que
durante un cierto tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que
perseveran en ella. 73¡Bienaventurados de veras aquellos a
quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin (cf. Mt 10,22)!
74Por consiguiente, si hemos entrado por el
camino del Señor, guardémonos de apartarnos nunca en lo
más mínimo de él por nuestra culpa e ignorancia,
75para que no hagamos injuria a tan gran Señor y a su Madre
la Virgen y a nuestro bienaventurado padre Francisco, y a la Iglesia triunfante
y también a la militante. 76Pues está escrito:
Malditos los que se apartan de tus mandamientos (Sal 118,21).
77Por eso doblo mis rodillas ante el Padre de
nuestro Señor Jesucristo (Ef 3,14), para que, teniendo a nuestro
favor los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su Madre, y
de nuestro bienaventurado padre Francisco y de todos los santos,
78el mismo Señor que dio el buen principio, dé el
incremento (cf. 1 Cor 3,6-7), y dé también la perseverancia
final. Amén.
79Para que mejor pueda ser observado este
escrito, os lo dejo a vosotras, carísimas y amadas hermanas mías,
presentes y futuras, en señal de la bendición del Señor y
de nuestro bienaventurado padre Francisco, y de la bendición mía,
vuestra madre y sierva.

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