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Sermones Marianos y de las Fiestas de los santos
ÍNDICE
1. Se lee en el primer libro de las Crónicas: “David dio (a su hijo Salomón) oro finísimo, para que con él labrara una especie de cuadriga de querubines, que, extendiendo sus alas, cubriera el arca de la alianza del Señor” (1 Cro 28, 18).
2. Dice el Génesis que “en la tierra de Hevilá nace el oro, y que el oro de aquella tierra es purísimo” (Gen 2,11‑12). Hevilá se interpreta “parturienta”, y representa a la Sagrada Escritura, que es “la tierra, que primero produce la hierba, después la espiga, y en fin el grano lleno en la espiga” (Mc 4, 28).
En la hierba está indicada la alegoría (el sentido alegórico), que edifica la fe: “La tierra germine hierba verde”, manda Dios en el Génesis (1, 11). En la espiga ‑ en latín spículum, punta o flecha ‑ se señala la enseñanza moral, que forma las costumbres y con su suavidad penetra el espíritu. En el grano pleno se señala la anagogía (el sentido místico), que trata de la plenitud del gozo y de la bienaventuranza angélica.
Pues bien, en la tierra de Hevilá se halla el oro finísimo, porque del texto de la página divina brota “la ciencia sagrada”. Como el oro es superior a los demás metales, así la ciencia sagrada es superior a cualquier otra ciencia. No sabe de letras el que no conoce “las letras sagradas”. Pues bien, es de la ciencia sagrada, que se habla, cuando se dice: “David dio oro finísimo”.
3. David se interpreta “misericordioso”, o de “mano fuerte”, o de “aspecto atrayente”, y es figura del Hijo de Dios, Jesucristo, que fue misericordioso en la encarnación, de mano fuerte en la pasión, y será de aspecto sumamente deseable en la bienaventuranza eterna. Asimismo, es misericordioso en la infusión de la gracia, y esto en los incipientes; y se le dice “misericordioso”, como si “regara el corazón miserable” (miserum rigans cor). En el Eclesiástico se dice: “Regaré el jardín de las plantas” (Ecli 24, 42), y “rociaré el fruto de mi parto” (Glosa). El jardín es el alma, en la que Cristo, como jardinero, planta los misterios de la fe, y la riega, cuando le infunde la gracia de la compunción. Y del alma dice todavía: “Y rociaré el fruto de mi parto”. Nuestra alma es llamada “fruto del parto del Señor”, es decir, de su dolor, porque, como una mujer parturienta, la engendró en los dolores de la pasión, como decía el Apóstol: “Ofreció súplicas con fuertes clamores y lágrimas” (Hb 5, 7). E Isaías: “Yo que hago parir a los demás, ¿tal vez yo no pariré?” (66,9). Rocía, pues, el fruto de su parto, cuando, con la mirra y el áloe de su pasión, mortifica los placeres de la carne, para que el alma, como embriagada, olvide las cosas temporales: “Visitaste la tierra y la embriagaste” (Salm 64, 10).
Asimismo, es de “mano fuerte”, cuando hace avanzar de virtud en virtud, y obra esto en los proficientes. Dice Isaías: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te tomo de la mano y te digo: “No temas, porque yo te ayudo” (41, 13). Como una madre amorosa toma con su mano la mano del niño que vacila al subir, para que pueda subir con ella, así el Señor con la mano de su misericordia toma la mano del humilde penitente, para que pueda subir por la escala de la cruz los peldaños de la perfección (perfectos), y merezca contemplar a aquel que es de aspecto atrayente, “al Rey en su gloria” (Is 33, 17), “a aquel a quien los ángeles desean contemplar” (1 Pe 1, 12).
Nuestro David, el Hijo de Dios, el Señor misericordioso y bondadoso -”que da a todos generosamente y sin poner condiciones” (Sant 1,5) - dio el oro, es decir, la sagrada inteligencia de la divina Escritura: “Les abrió la mente a la inteligencia de las Sagradas Escrituras” (Lc 24, 45); dio oro “purísimo”, o sea, perfectamente purificado de toda borra y de toda escoria de herética malicia.
4. Y continúa diciendo: “Para que con el oro se labrara una especie de cuadriga de querubines”, que se interpreta plenitud de la ciencia, y representa el Antiguo y el Nuevo Testamento, en los que se halla la plenitud de toda sabiduría, que es la sola que sabe enseñar y es la única que hace a los sabios. Sus sentencias son como alas, que se extienden cuando son explicadas en el triple sentido susodicho; y de esa manera cubren el arca de la alianza del Señor. El arca es llamada así, porque aleja (arcet) las miradas y al ladrón. El arca es el alma fiel, que debe alejar de sí la mirada de la soberbia, como se lee en Job: “Desprecia todas las cosas elevadas” (41, 25); y debe el alma alejar al ladrón, así llamado de “noche oscura” (en latín, fur, ladrón, furva nox, noche oscura): el ladrón que simula ser santo y que es llamado “el enemigo que merodea en las tinieblas” (Salm 90, 6).
Esta arca es llamada “ de la alianza del Señor”, porque en el bautismo el alma fiel estableció con el Señor un pacto eterno, o sea, renunciar al diablo y a sus seducciones, como está escrito: “juré y establecí observar tus justos mandamientos” (Salm 118, 106).
Esta arca está cubierta por las alas de los querubines, cuando con la predicación del Antiguo y Nuevo Testamento es protegida y defendida de las ansias del humano bienestar, de la lluvia de la concupiscencia carnal y del rayo de las sugestiones diabólicas.
5.‑ Por esto, para gloria de Dios, edificación de las almas y consuelo del lector y del oyente, sacando provecho del sentido más profundo de la Sagrada Escritura y apoyándonos en los varios pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, hemos construido una cuadriga, para que sobre ella el alma se eleve por encima de las cosas terrenas y sea llevada, como el profeta Elías, al cielo mediante la contemplación de las verdades celestiales.
Observa que, como en la cuadriga hay cuatro ruedas, así en estos sermones son tratadas cuatro materias, es decir, los evangelios dominicales, los relatos del Antiguo Testamento como son leídos en la iglesia, los introitos y las epístolas de la misa dominical.
Casi recogiendo detrás de los cosechadores las espigas olvidadas, como la moabita Rut en el campo de Booz, con temor y humildad, porque conocemos nuestra insuficiencia para una tarea de tanta importancia, pero vencido por las súplicas y la caridad de los hermanos, que a ella me impulsaban, reuní y concordé entre ellas estas cuatro materias, en la medida en que Dios me conceda su gracia y en cuanto me lo permita el modesto arroyito de mi pequeña ciencia.
Y para que la complejidad de la materia y la variedad de las referencias no produzcan en la mente del lector confusión u olvido, hemos dividido los evangelios en secciones, como Dios nos inspiraba, y a toda sección hemos hecho corresponder las partes de los relatos del Antiguo Testamento y las de las epístolas.
Hemos tratado con mayor amplitud los evangelios y los relatos bíblicos, mientras fuimos más breves y sintéticos en la exposición de los introitos y de las epístolas, para que el exceso de palabras no provocara un dañoso fastidio. ¡Es muy difícil compendiar en un discurso breve y provechoso una materia tan vasta!
A tal punto llegó la frívola mentalidad de los lectores y oyentes de nuestro tiempo que, si no encuentran en lo que leen o escuchan un estilo elegante, florido y novedoso, se aburren de lo que leen y desprecian lo que oyen. Entonces, para evitar que la Palabra de Dios suscitara fastidio o desprecio para daño de sus almas, al comienzo de todo evangelio, hemos puesto un Prologo adecuado, y acá y allá hemos introducido descripciones de elementos naturales y de animales, y etimologías de nombres, interpretados en sentido moral.
También hemos reunido, juntas, las palabras iniciales (sumario) de todas las citas bíblicas de esta obra, de las cuales se puede deducir oportunamente el tema del sermón; y al principio hemos anotado los lugares del libro, en los que se puede hallarlas, y a qué argumento cada una de ellas pueda adaptarse.
¡Se den, pues, toda alabanza, toda gloria y todo honor al Hijo de Dios, principio de toda la creación! En El hemos depositado y de El esperamos la recompensa de este trabajo. El es el Dios bendito, glorioso y bienaventurado por los siglos eternos.
Y toda la Iglesia cante: “¡Amén! ¡Aleluya!
1.‑ “En el principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1, 1).
A Ezequiel, o sea, al predicador, habla el Espíritu Santo: “Y tú, hijo del hombre, toma un ladrillo y dibuja en él la ciudad de Jerusalén” (Ez 4, 1).
El ladrillo, por las cuatro propiedades que posee, representa el corazón del pecador: hay que formarlo entre dos tablas, llevarlo a la justa anchura, endurecerlo con el fuego y se vuelve rojo.
También el corazón del pecador debe ser formado entre las dos tablas de los dos Testamentos. Dice el profeta: “Entre los dos montes -o sea, entre los dos Testamentos- fluirán las aguas” (Salm 103, 10), o sea, las enseñanzas doctrinales.
Con razón se dice: “Debe ser formado”, porque el pecador, deformado por el pecado, recibe su forma de la predicación de los dos Testamentos. También “es llevado a la justa anchura”: la anchura de la caridad dilata el corazón estrecho del pecador. Dice el Salmo (118, 96): “los mandamientos se dilatan sin fin”, y la caridad es más vasta que el océano. Y también: se endurece con el fuego. Con el fuego de la tribulación, el espíritu inconstante y voluble se solidifica, para que no se disperse en el amor de las cosas temporales. Dice Salomón: “Lo que es el horno para el oro, lo que es la lima para el hierro, lo que es el bieldo para el grano, esto es la tribulación para el justo “ (Sab 3, 6). En fin: el ladrillo se vuelve rojo. En esto está señalada la audacia del santo celo, del que se dice: “El celo de tu casa ‑o sea, de la iglesia o también del alma fiel me devora” (Salm 68, lo). También Elías proclama: “Yo ardo de gran celo” (3Rey 19, 10) por la casa de Israel,
Por lo tanto, en el símbolo del ladrillo se destacan estas cuatro cosas: el conocimiento de los dos Testamentos para instruir al prójimo, la riqueza de la caridad para amarlo, la paciencia en la tribulación para soportar el desprecio por Cristo y la audacia del celo para luchar contra todo mal. “Toma, pues, un ladrillo, y dibuja en él la ciudad de Jerusalén”.
2.‑ Recuerda que en la Jerusalén espiritual hay tres
partes: la primera es la iglesia militante, la segunda es el alma fiel y la
tercera es la patria celestial. Por esto, en el nombre del Señor yo tomaré el
ladrillo, o sea, el corazón de cada oyente, y dibujaré en él esta triple ciudad,
o sea, los artículos de fe de la iglesia, las virtudes del alma fiel y los
premios de la patria celestial, citando y explicando los pasajes escriturales de
los dos Testamentos, incluyéndolo todo bajo el simbólico número de siete.
3.‑ “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gen 1, 1). Presta atención al continente y al contenido. Dios Padre, en el principio, o sea, en el Hijo, creó y recreó: creó durante seis días y en el séptimo descansó; recreó con seis artículos, prometiendo descanso eterno para el séptimo.
El primer día dijo Dios: “Hágase la luz” y “la luz se hizo” (Gen 1, 3... El primer artículo de la fe es la Navidad.
El segundo día dijo Dios: “Haya un firmamento en medio de las aguas y que separe unas aguas de otras”. El segundo artículo de fe es el bautismo.
El tercer día dijo Dios: “Produzca la tierra hierba verde y la que dé semilla, y plantas frutales que den fruto según su especie”. El tercer artículo de la fe es la Pasión.
El cuarto día dijo Dios: “Haya dos lumbreras en el firmamento”. El cuarto artículo de la fe es la Resurrección.
El quinto día Dios creó a “las aves del aire”. El quinto artículo de la fe es la Ascensión.
El sexto día dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Y sopló en su rostro el aliento de vida, y lo hizo un ser viviente”. El sexto artículo de la fe es el envío del Espíritu Santo.
El séptimo día, Dios “descansó de todo trabajo que había realizado”. El séptimo artículo de la fe es la llegada al juicio; entonces reposaremos de todo nuestro trabajo y de toda fatiga.
Invoquemos, pues, al Espíritu Santo, que es amor y vínculo de unión del Padre y del Hijo, para que nos conceda la gracia de unir y concordar entre ellos cada uno de estos siete puntos, tanto de los días como de los artículos de la fe, de modo que todo resulte para su honor y edificación de la iglesia.
4.‑ El primer día dijo Dios: “Hágase la luz”. Esta luz es la sabiduría del Padre, que “ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, g), y que “habita en una luz inaccesible” (1Tim 6, 16).
De esta luz dice el Apóstol en la carta a los Hebreos (1, 3): “El es el esplendor y la figura de su sustancia”; y el Profeta: “En tu luz veremos la luz” (Salm 35, g); y en el libro de la Sabiduría (7, 26): “El es el esplendor de la luz eterna De esa luz, pues, dijo el Padre: “Hágase la luz, y la luz se hizo”. Y Juan más explícitamente escribe: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Y Ezequiel, con el mismo sentido pero con distintas palabras: “Se hizo sentir sobre mí la mano del Señor” (3, 22), en el cual y por el cual el Padre hizo todas las cosas. La luz, pues, que era inaccesible e invisible, se hizo visible en la carne, para “iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1, 79).
De esta “iluminación” hallas en Juan que “Jesús escupió en tierra, hizo lodo y untó los ojos del ciego de nacimiento” (9, 6). La saliva, que desciende de la cabeza del Padre, representa la sabiduría. “La cabeza de Cristo es Dios” (1Cor 11, 3), dice el Apóstol. La saliva se une al polvo, o sea, la divinidad se une a la humanidad, para iluminar los ojos del ciego de nacimiento, es decir, del género humano que fue cegado en nuestros primeros padres.
Está claro, pues, que en el día en que Dios dijo: “Hágase la luz”, en el mismo día, o sea, en domingo, la Sabiduría de Dios Padre, nacida de la Virgen María, desterró las tinieblas, que “cubrían los abismos” (Gen 1, 2), o sea, el corazón humano. Por eso, en aquel mismo día, en la misa de la Luz (Misa de la Aurora en Navidad), se canta: “Hoy resplandece sobre nosotros la luz y en el evangelio: “Una luz del cielo envolvió a los pastores”.
5.‑ El segundo día dijo Dios: “Haya un firmamento en medio de las aguas y que separe las unas de las otras”. El firmamento en medio de las aguas es el bautismo, que separa las aguas superiores de las inferiores, o sea, que separa a los rieles de los infieles. Los infieles con razón son llamados “aguas inferiores”, porque buscan las cosas inferiores y cada día se envilecen con sus caídas. En cambio, “las aguas superiores” representan a los fieles, que, como dice el Apóstol, deben “buscar las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).
Y observa que estas aguas son llamadas “cristalinas”. El cristal, tocado o herido por los rayos del sol, desprende chispas ardientes; así el hombre fiel, iluminado por los rayos de sol, debe desprender las chispas de la sana predicación y de la buena conducta, que inflamarán al prójimo.
Pero, lamentablemente, una vez quebrado el firmamento, las aguas superiores se dispersan en un mar muerto, entrando a formar parte de los muertos. Dice Ezequiel: “Estas aguas, que salen del túmulo de la arena oriental y descienden al llano del desierto, entrarán en el mar” (47,8). El túmulo indica la contemplación, en la que, como en un túmulo, el muerto es sepultado y escondido. El hombre contemplativo, muerto al mundo, apartado de la agitación de los hombres, yace como sepultado. Y Job: “En la abundancia de años entrarás en el sepulcro, como a su tiempo se recogen los montones de trigo” (5,26). El justo, en la abundancia de la gracia que le es concedida, entra en el sepulcro de la vida contemplativa, como a su tiempo el montón de trigo es llevado al granero. Despojado de la paja de las cosas temporales, su mente se recluye en el granero de la plenitud celestial y, así encerrada, se sacia de su dulzura.
6.‑ Observa que este túmulo es llamado “de arena oriental”. En la arena se indica la penitencia. Por esto hallas en el Éxodo que Moisés “escondió en la arena al egipcio, a quien había golpeado a muerte” (2, 12). El justo debe matar al pecado mortal con la confesión y sepultarlo con la satisfacción de las obras penitenciales, que debe siempre dirigir hacia aquel oriente, del cual habla Zacarías: “He ahí al hombre, cuyo nombre es Oriente” (6, 12).
“Estas aguas salen del túmulo de la arena oriental”. ¡Ay de mí! ¡Cuántas aguas, cuántos religiosos abandonan el “túmulo de la vida contemplativa”, de la arena de la penitencia, del oriente de la gracia! Se van, digo, con Dina y Esaú de la casa paterna (Gen 34, 1); con el diablo y con Caín se alejan del rostro de Dios (Gen 4, 16); con judas traidor ‑ que era ladrón y tenía su peculio (Jn 12, 6) ‑ abandonan la escuela de Cristo (Jn 13, 29‑30), y bajan al llano del desierto, a la planicie del desierto de Jericó, en el que el rey Sedecías es cegado por Nabucodosor, o sea, por el diablo, como dice el profeta Jeremías (39, 47). Esto significa que en la abundancia de las cosas temporales, el pecador es privado de la luz de la razón y de los propios hijos, o sea, de sus obras, destruidas por el mismo diablo.
En esta llanura Caín, cuyo nombre significa “posesión”, mató a Abel, cuyo nombre significa “luto”. La posesión de una efímera abundancia mata el luto de la penitencia. Descienden, pues, las aguas en la llanura desierta. Se lee en el Génesis: “Caminando de oriente a occidente, hallaron una planicie en la tierra de Senaar” (11, 2). Del oriente de la gracia, los hijos de Adán caminan hacia el occidente de la culpa y, hallado un campo de gozo mundano, se instalan en la tierra de Senaar, nombre que se interpreta “hedor”. En la hediondez de la gula y de la lujuria construyen la casa de sus vivencias, tomando el nombre de Dios en vano, no como cristianos, sino como paganos, mientras el Señor manda en el Éxodo: “No tomes el nombre de Dios en vano” (20, 7). Toma en vano el nombre de Dios el que no asume la realidad del nombre, sino el nombre sin la realidad. Y de esta manera entran en el mar, es decir, en la amargura de los pecados, para llegar después a la amargura de los tormentos.
Pero Dios hizo el firmamento del bautismo en medio de las aguas, para dividir las unas de las otras. Pero estos pecadores, como dice Isaías, “transgredieron las leyes, cambiaron el derecho, violaron el pacto eterno. Por esto, la maldición devorará a la tierra; sus habitantes pecarán y por esto sus cultivadores enloquecerán” (24, 5‑6). Transgreden las leyes de la letra y de la gracia, porque no quieren guardar ni la ley de la letra como esclavos, ni la de la gracia como hijos. Cambian el derecho natural, que dice: “No hagas a los demás lo que no quieres que se te haga a ti” (Tob 4, 16). Quebrantan la eterna alianza, que juraron en el bautismo. Y por esto la maldición de la soberbia devorará la tierra, es decir, a los mundanos, y sus habitantes caerán en el pecado de la avaricia. A ellos se les dice en el Apocalipsis: “¡Ay de los que habitan la tierra!” (8, 13); y los que la cultivan enloquecerán en el pecado de la lujuria, la cual es locura y demencia.
7.‑ El tercer día dijo Dios: “Produzca la tierra hierba verde”. La tierra, que deriva del latín tero pisar, triturar, es el cuerpo de Cristo, que, como dice el profeta Isaías (53, 5), “fue triturado a causa de nuestros pecados”. Y esta “tierra” (el cuerpo de Cristo) fue excavada y arada con los clavos y con la lanza; y de ella se dice: “La tierra excavada dará fruto a su tiempo. La carne de Cristo, traspasada, dará el reino de los cielos. Esta tierra germinó hierba verde en los apóstoles, produjo la semilla de la predicación en los mártires y el árbol fecundo que dio fruto en los confesores y en las vírgenes. La fe en la iglesia primitiva era como hierba tierna. Por esto, los apóstoles podían decir con el Cantar de los Cantares (8, 8): “Nuestra hermana”, es decir, la iglesia, es “pequeña” por el número de fieles, “y no tiene pechos”, para amamantar a sus hijos. Todavía no había sido fecundada por el Espíritu Santo; y entonces decían. “¿Qué haremos a nuestra hermana el día de Pentecostés, en el cual se le deberá hablar” con la palabra del Espíritu Santo?
Por esto, dice el Señor en el evangelio: “El Espíritu Santo se lo enseñará todo y se lo sugerirá ‑se lo administrará‑ todo” (Jn 14, 26).
8.‑ El cuarto día dijo Dios: “Haya dos lumbreras en el firmamento”. En el firmamento, o sea, en Cristo ya glorificado con la resurrección, hubo dos lumbreras: el esplendor de la resurrección simbolizada por el sol, y la incorruptibilidad de la carne simbolizada en la luna; pero hay que tener presente la condición del sol y de la luna antes (te la caída de nuestros primeros padres, porque, por causa de su desobediencia, todas las criaturas soportan un daño. Lo dice el Apóstol: “Toda la creación gime y sufre hasta hoy en día los dolores de parto” (Rom 8, 22).
9.‑ El quinto día Dios creó las aves del cielo; y con esto concuerda muy bien el quinto artículo de la fe: la Ascensión, por la cual el Hijo de Dios, como un ave, voló a la derecha del Padre con la carne humana que había asumido. Por esto dice con las palabras del profeta Isaías: “Yo llamo del oriente un ave y de una tierra lejana al hombre de mi voluntad” (46, 11). “Llamo del oriente”, es decir, del monte de los olivos que se halla al oriente, a aquel del cual se dice: “Subió a la parte más alta del cielo” (Salm 67, 34), es decir, a la misma dignidad del Padre. “Llamo del oriente un ave”, es decir, a mi Hijo, y de una tierra lejana, es decir, del mundo, “al hombre de mi voluntad”, a aquel que dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que me envió” (Jn 3, 34).
10. El sexto día dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. El sexto artículo de la fe es el envío del Espíritu Santo, en virtud del cual la imagen de Dios, afeada y deformada, con la infusión del Espíritu Santo que “sopló en el rostro del hombre el aliento de la vida”, fue reformada e iluminada. Está escrito en los Hechos (le los Apóstoles: “Llegó del cielo un improviso estruendo, como de un viento vehemente que soplaba” (2, 2).
Y observa bien que el Espíritu Santo es llamado “vehemente”, tanto porque quita el eterno dolor (en latín, vae, ay), como también porque lleva en alto la mente (vehens mentem). Dice el profeta David: “Está marcada sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro” (Salm 4, 7). El rostro del Padre es el Hijo. Como se reconoce a una persona por el rostro, así por medio del Hijo conocemos al Padre. La luz del rostro de Dios es, pues, el conocimiento del Hijo y la iluminación de la fe, que en el día de Pentecostés fue marcada y grabada en el corazón de los apóstoles como un carácter; y así “el hombre fue un ser viviente” (Gen 2, 7).
11.‑ El séptimo día Dios descansó de todas sus obras. Y también la iglesia, en el séptimo artículo de la fe, descansará de toda fatiga y sudor, cuando Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 21, 4), eliminando toda causa de llanto. Entonces ella será alabada por su Esposo y merecerá oír: “Denle el fruto de sus manos, y que sus obras la alaben en las puertas” del juicio (Prov 31, 31). Y ella, junto con sus hijos, oirá “el susurro de una brisa tenue” (3Rey 19, 12): “¡Vengan, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo!” (Mt 25, 34).
Después de haber trazado brevemente en “el ladrillo” los
siete días de la creación y los siete artículos de la fe, nos disponemos a
escribir en sentido moral las seis virtudes del alma fiel y las seis horas de la
lectura evangélica, concordándolas con “el denario” y con “el sábado”.
12.‑ Consideraremos brevemente a “la segunda Jerusalén”, o sea, al alma fiel, que en mateo es llamada “viña”. Veremos cómo debe ser escardada con la azada de la contrición, podada con la guadaña de la confesión y sostenida con los tutores de la satisfacción.
Dijo Dios.‑ “Hágase la luz”. “Y la luz se hizo”. Porque, como dice Ezequiel. “Una rueda estaba en medio de otra rueda” (1, 16), es decir, el Nuevo Testamento está en el Antiguo, y “cortina trae cortina” (Ex 26, 3), es decir, el Nuevo Testamento explica el Antiguo. He ahí, pues, que, explicando en sentido moral las “seis horas” del evangelio con las obras de los “seis días” llevadas a cabo por Dios, pondremos de acuerdo el Nuevo con el Antiguo Testamento.
13.‑ El primer día dijo Dios: “Hágase la luz”. Y la luz fue hecha”. oye la concordancia de la primera hora: “Semejante es el reino de los cielos a un padre de familia que salió temprano, para contratar obreros” (Mt 20, 1).
Observa que las virtudes del alma son seis: la contrición del corazón, la confesión de la boca, la satisfacción de las obras de penitencia, el amor de Dios y del prójimo, el ejercicio de la vida activa y contemplativa, la consecución de la perseverancia final. Cuando sobre la faz del abismo, o sea, en el corazón, existen las tinieblas del pecado mortal, el hombre sufre por el desconocimiento de Dios y de su fragilidad, y no sabe discernir entre el bien y el mal. Y éste es el triduo”, de que se habla en el Éxodo, donde se dice que “por tres días hubo tinieblas que se podían palpar en la tierra de Egipto”; pero donde estaban los hijos de Israel, había luz (10, 21‑23). Los tres días son el conocimiento de Dios, el conocimiento de uno mismo y el discernimiento entre el bien y el mal. Para los dos primeros, san Agustín ora así: “ Señor, dame la gracia de conocerte a ti y a mí”. Acerca del tercero se dice en el Génesis que “el árbol del bien y del mal, o sea, el discernimiento, estaba en el jardín” (2, ), o sea, en el espíritu del hombre.
El primer día nos ilumina para que conozcamos la dignidad de nuestra alma. Dice el Eclesiástico: “Guarda tu alma en la mansedumbre, y dale honor” (Ecli 10, 31). Pero “el hombre desgraciado, cuando vivía en el honor, no comprendió, y se hizo semejante a los animales” (Salm 48, 13). El segundo día nos ilumina para que conozcamos nuestra enfermedad. Dice Miqueas: “Tu humillación está en medio de ti” (6, 14). El centro de nuestro cuerpo es el vientre, depósito de excrementos. Si pensáramos en ello, nuestra soberbia quedaría humillada, nuestra arrogancia quedaría desinflada y nuestra vanagloria se evaporaría. El tercer día nos ilumina para distinguir el día de la noche, la lepra de la limpieza, lo puro de lo impuro. Todo esto es muy necesario. Dice Ovidio: “El mal linda con el bien, en el mismo error. A menudo la virtud arrastra crímenes a favor del vicio”.
En estos tres días hay tinieblas palpables en la tierra de Egipto y sobre la faz del abismo; pero donde se hallen los verdaderos hijos de Israel, reina la luz, de la cual dijo Dios: “Hágase la luz”. Esta luz es la contrición del corazón que ilumina al alma, suscita el conocimiento de Dios y de su enfermedad y produce diferencia entre el hombre bueno y el malvado.
14.‑ Estas son la primera mañana y la primera hora, en las que el padre de familia, o sea, el penitente, sale a contratar obreros para trabajar en su viña, como se dice en el evangelio de este domingo; y en el introito de la Misa se canta: “Me rodean gemidos de muerte”; y se lee la carta del apóstol Pablo a los corintios: “¿No saben que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio?” (1Cor 9, 24).
De esta “mañana” dice el Profeta: “Por la mañana”, o sea, al comienzo de la gracia, “estaré delante de ti” (Salm 5,5) recto y erecto, como recto y erecto tú me hiciste. En efecto, dice san Agustín, “Dios es recto y erecto, e hizo al hombre recto y erecto, para que sólo con los pies tocara la tierra, o sea, buscara de la tierra sólo las cosas necesarias. De esta mañana se dice en Marcos: “Muy de madrugada, el primer día después del sábado, llegaron al sepulcro, cuando ya el sol había salido” (16, 2).Y observa bien que dice “el primer día después del sábado”, porque nadie puede andar al sepulcro, si antes no se libera de las preocupaciones de las cosas temporales. “En la mañana de la contrición ‑dice el Profeta‑ exterminaba ¿t todos los pecadores de la tierra” (Salm 100, 8), es decir, reprimía todos los movimientos desordenados de mi carne.
¿Quién es ésta ‑dice del alma penitente el esposo‑ que avanza como la aurora que surge?” (Cant 6, 10). Como la aurora marca el comienzo del día y el término de la noche, así la contrición marca el término del pecado y el comienzo de la penitencia. Dice el Apóstol: “Si por el pasado eran tinieblas, ahora son luz en el Señor” (Ef 5, 8); y también: “La noche está por acabar, y el día está cerca” (Rom 13, 12).
15.‑ A la primera luz y de madrugada salga, pues, el jefe de familia, para cultivar la viña. De ella dice Isaías: “A mi amado le fue dada una viña en una loma, hija del aceite, o sea, fértil. El la rodeó de una tapia y la liberó de las piedras; edificó en medio de ella una torre, construyó un lagar y plantó vides seleccionadas” (5, 1‑2).
“La viña”, o sea, el alma, “fue hecha para el amado y para su honor”, en una loma, a través de la potencia de la Pasión. “Para el amado, hijo del aceite”, o sea, de la misericordia. Sólo por misericordia y “no por obras de justicia que hubiéramos hecho” (Tit 3, Salm), El salvó a la viña. Y la rodeó de una tapia, la tapia de la ley escrita y de la ley de la gracia, de la que Salomón en el Eclesiastés dice: “El que destruye la tapia”, o sea, transgrede la ley, “será mordido por la serpiente”, o sea, el diablo que merodea en las sombras, o sea, en los pecadores (Ecle 10, 8). Por esto dice Job:”El duerme a la sombra”, es decir, en una mente tenebrosa, y “descansa escondido en el cañaveral”, es decir, en la falsedad de la hipocresía, y “en lugares húmedos” (Job 40, 16), es decir, en los lujuriosos.
“Y la liberó de las piedras”, es decir, de la dureza del pecado. “Y en el medio edificó la torre” de la humildad, o sea, la parte superior de la razón, y “construyó el lagar “ de la contrición, de la que se exprime el vino de las lágrimas; y así, con los ejemplos y las enseñanzas de los santos, “plantó vides seleccionadas”. A esta viña el jefe de familia debe llevar de madrugada a los obreros, es decir, el amor y el temor de Dios, para que la cultiven de la manera debida.
16.‑ Acerca de esta “madrugada”, hallas en el primer libro de los Reyes que “Saúl, entrado de madrugada en medio de los campamentos de los hijos de Amón, hirió a los amonitas hasta que el día se hiciera cálido” (11, 11). Saúl representa al penitente, ungido con el óleo de la gracia. Este, de madrugada, con la contrición del corazón, debe introducirse en los campamentos de los hijos de Amón, nombre que se interpreta “agua paterna”, y simboliza los movimientos carnales, los cuales derivan hacia nosotros, como agua corriente, de nuestros primeros padres. Saúl, es decir, el penitente, debe destruir esos movimientos hasta que el día se haga cálido, es decir, hasta que el fervor de la gracia irradie el alma y, después de haberla irradiado, la caliente.
De esta “mañana”, leemos en el profeta Jonás que “el Señor, al surgir el alba, envió un gusano que carcomió la hiedra, y ésta se secó” (4,7). La hiedra, que por sí misma no puede elevarse en alto, sino que lo hace adhiriendo a las ramas de algún árbol, representa al rico de este mundo, quien puede elevarse al cielo no por sí mismo, sino con las limosnas dadas a los pobres, que lo levantan a manera de brazos. Y por eso el Señor dice en el evangelio: “Háganse amigos con el dinero de la iniquidad”, o sea, de la injusticia, “para que cuando desfallezcan, los acojan” (Lc 16, g). Esta hiedra, “al brotar del alba”, es decir, al brotar de la gracia y con la contrición del corazón, es herida y desprendida por el diente del gusano, o sea, por el remordimiento de la conciencia, de tal modo que, cayendo a tierra, o sea, considerándose tierra, se seca en sí misma y se envilece. Dice el Profeta: “Mi carne y mi corazón desfallecen” (Salm 72, 26), o sea, la soberbia de mi corazón y mi carnalidad.
Después de haber hecho estas consideraciones sobre “el primer día” de la creación y “la primera mañana” de la contrición, vamos a pasar al segundo día de la creación y a la “hora tercera” de la confesión.
17.‑ El segundo día dijo Dios: “Haya un firmamento en medio de las aguas y las divida las unas de las otras”. El firmamento es la confesión, que ata firmemente al hombre, para que no se disperse en los placeres. Por esto el Señor, por boca de Jeremías, reprende al alma pecadora, privada de este firmamento, o apoyo: “¿Hasta cuándo te consumirás en los placeres, hija vagabunda?” (31, 22). E Isaías añade: “Recorre la tierra como un río, oh hija del mar, porque ya no tienes cinturón” (23, 10~). El alma mísera es llamada “hija del mar”, porque chupa ávidamente, como de mama diabólica, los placeres del mundo, que tienen el gusto de la dulzura, pero engendran una amargura sempiterna.
Dice Santiago: “La concupiscencia engendra el pecado; y el pecado, después de consumado, engendra la muerte” (Sant 1, 15). Al alma se le dice: “Recorre la tierra como un río”, como si le dijera:”Cíñete con el cinturón de la confesión y recoge tus vestiduras, para que no se manchen con cosas inmundas; y no quieras pasar por la abundancia de los bienes terrenos, donde muchos se perdieron, sino escoge el camino de la sencillez y las estrecheces de la pobreza, ya que a través de un arroyuelo se pasa con toda tranquilidad”. Pero el alma pecadora “no tiene el cinturón”, no tiene el apoyo de la confesión, del que se dice: “Haya el firmamento en medio de las aguas, y las divida las unas de las otras”.
Las aguas superiores son los efluvios de la gracia, las aguas inferiores son las exhalaciones de la concupiscencia, que deben estar bajo el dominio del hombre. O en otro sentido: la mente del justo tiene las aguas superiores, o sea, la razón, que es la potencia superior del alma y siempre estimula al hombre para el bien; pero también tiene las aguas inferiores, o sea, la sensualidad, que tiende siempre a la calda. El “firmamento” de la confesión divida las aguas superiores de las inferiores, para que el penitente, salido de Sodoma y subiendo a las montañas, no mire atrás, como la mujer de Lot, y se transforme en una estatua o en un bloque de sal (Gen 19, 17‑26), que los animales, o sea, los demonios, consumirán lamiéndolo con gran avidez. El penitente, salido de Egipto con los verdaderos israelitas y dirigiéndose hacia la tierra prometida, no tome por guía a su propia voluntad, que lo haría volver a las ollas de carnes, melones y cebollas de Egipto, o sea, a los deseos carnales.
“Haya, pues, los conjuro, un firmamento en medio de las aguas”, para que el penitente, después de haber dado al confesor la promesa de un firme propósito de no recaer, en la misma confesión, casi a la hora tercera, merezca. junto con los apóstoles, ser embriagado con el mosto del Espíritu Santo, y como un odre, renovado por la confesión, se llene de vino nuevo. Dice el Señor: Si el vino nuevo, o sea, la gracia del Espíritu Santo, fuera trasegado al odre viejo de los días de pecado, el odre se despedazaría y el vino se desparramaría, como sucedió al inveterado traidor judas, el cual, colgado del cuello como un odre, reventó al centro del vientre; y sus entrañas, que se habían saturado del veneno de la avaricia, se esparcieron por tierra (Hech 1, 18).
Con razón la confesión es Ramada “hora tercera”, en la cual el verdadero penitente, como un jefe de familia, cultiva la viña de su alma. El debe confesarse culpable de tres cosas: de haber ofendido al Señor, de haberse matado a sí mismo y de haber escandalizado al prójimo, no dando a cada uno la justicia debida: a Dios el honor, a sí mismo la desconfianza, al prójimo el amor. Por eso, en el introito de la misa de hoy se duele diciendo: “Me rodearon gemidos de muerte”, porque ofendí a Dios; “me aferraron las penas del infierno”, porque caí en el pecado mortal; y en mi tribulación que sufro, porque escandalicé al prójimo, “invoqué con la contrición del corazón al Señor”; y El, desde su santo templo, es decir, de su humanidad, en la cual habita la divinidad, “escuchó mi voz”, la voz de mi confesión.
18.‑ El tercer día dijo Dios: “Produzca la tierra hierba verde, que dé semilla según su género y que tenga en sí misma su semilla sobre la tierra”. Observa que en el tercer día se señala la satisfacción de la penitencia, que consiste en tres prácticas: la oración, el ayuno y la limosna. Las tres están indicadas en las palabras susodichas.
“Produzca la tierra hierba verde”. La hierba verde representa la oración. Dice Job del penitente: “¿Quién dejó libre al onagro, o sea, asno salvaje, y quién desató sus correas? A él le di como casa el desierto, y sus tiendas están en tierra salobre; desprecia la multitud de la ciudad, y no oye el clamor del exactor; abarca con su mirada los montes de sus pastos, y busca todo lo que es verde” (39, 5‑8). El onagro, cuyo nombre deriva de onus, peso, y de áger, campo, representa al penitente, que, en el campo de la iglesia, se somete al peso de la penitencia. El Señor lo envía libre y desata sus ataduras, cuando le permite irse liberado de la esclavitud del demonio y desatado de las cadenas de sus pecados. Por esto el Señor dice a los Apóstoles: “¡Desátenlo y déjenlo ir! “. A este penitente Dios le da como casa la soledad de la mente y las tiendas de la vida activa, en las que lucha “en tierra salobre”, o sea, entre las vicisitudes humanas. Y así este penitente desprecia la multitud de la ciudad, de la que dice el Señor por el Profeta: “Yo soy el Señor y no cambio” (MI 3, 6), ni entro en la ciudad. Y David: “En la ciudad vi la iniquidad contra Dios y las contiendas contra el prójimo” (Salm 54, 10). “Y no escucha la voz del exactor”. El exactor es el diablo, que una vez ofreció a nuestros primeros padres la moneda del pecado; ahora, todos los días, no deja de exigirla con los intereses de la usura. El penitente no escucha la voz de este exactor, cuando rehúsa consentir a sus sugestiones. o también el exactor es el vientre que todos los días reclama en voz alta el tributo de la gula; pero el penitente de ninguna manera lo escucha, porque le obedece no por el placer sino por la necesidad.
“Este onagro abarca con la mirada los montes de su pasto”, porque, llegado a un modo de vivir superior, mirando a su alrededor, descubre los pastos de la Sagrada Escritura y dice con el Profeta: “El Señor me colocó en pastos lozanos” (Salm 22, 2); busca todo lo que es verde en la oración asidua; y así de los pastos de la sagrada lectura llega a la posesión de las hierbas verdes de la devota oración, de la que se dice: “Produzca la tierra hierba verde”.
19.‑ “Produzca la tierra hierba verde y que dé semilla”. Con estas palabras se indica el ayuno. Dice Isaías: “¡Felices ustedes, que siembran sobre las aguas y atan el pie del buey y del asno!” (32, 20). Siembra sobre las aguas aquel que a la oración y a la compunción de las lágrimas añade el ayuno, y así ata con los vínculos de los mandamientos “el pie del buey y del asno”, es decir, los afectos del espíritu y del cuerpo. Dice el Señor: “Esta raza de demonios”, o sea, la impureza del corazón y la lujuria de la carne, “no puede ser echada sino con la oración y el ayuno” (Mt 17, 20). Efectivamente, con la oración purificamos el corazón de los malos pensamientos y con el ayuno frenamos la petulancia de la carne.
Sigue el tercer punto: “Las plantas frutales den fruto según su especie”. En la planta frutal se designa la limosna, que produce su fruto en los necesitados, fruto que ellos mismos con sus manos transportarán al cielo. Observa que se dice: “Que den fruto según su especie”. La especie del hombre es otro hombre, creado de la tierra y hecho viviente con el alma. Debe, pues, hacer la limosna como “fruto según su especie”, porque el alma se nutre de pan espiritual y el cuerpo de pan material. Dice Job: “Visitando a tu especie, no cometerás pecado” (Job 5, 24). Tú especie es otro hombre, al que debes visitar con la limosna espiritual y material; y así no transgredirás el mandamiento que dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). Observa también que se dice: “Y que tenga en sí misma su semilla”. Comenta Agustín: “El que quiera hacer la limosna con buen orden, antes debe comenzar de sí mismo”.
Estas tres prácticas hacen perfecta la satisfacción de la penitencia, que está bien representada por la “hora sexta”, o sea, el mediodía, cuando el jefe de familia salió a contratar obreros para cultivar su viña. Observa que el mediodía, momento en que el sol es más caliente que durante las otras partes del día, representa el fervor en cumplir la satisfacción de la penitencia. Hacia el fin del Deuteronomio está escrito: “Neftalí gozará de abundancia y será colmado de las bendiciones del Señor: poseerá el mar y el mediodía” (Dt 33, 23). Neftalí se interpreta “convertido” o “dilatado”, y representa al penitente, que se convierte de su mal camino y se expande en buenas obras. Este gozará de la abundancia de la gracia en su itinerario y estará colmado con la bendición de la gloria. Sin embargo, para que merezca alcanzarla, es necesario que ante todo posea el mar, o sea, la amargura del corazón, y el mediodía, o sea, el fervor de la satisfacción.
20.‑ El cuarto día dijo Dios: “Haya en el firmamento dos grandes lumbreras”. La cuarta virtud es el amor de Dios y del prójimo. El amor de Dios está representado por el esplendor del sol, el amor del prójimo por la mutabilidad de la luna. ¿No te parece que haya cierta mutabilidad en la frase de san Pablo: “Gozar con los que gozan y llorar con los que lloran?” (Rom 12, 15). De estos dos amores se lee hacia el fin del Deuteronomio: “La tierra de José esté repleta de todos los frutos del sol. y de la luna” (33, 14). Los frutos representan las obras del justo por la alegría de la perfección, por la belleza de la recta intención, por el perfume de la buena reputación. Estos frutos proceden del sol y de la luna, o sea, del amor de Dios y del prójimo, dos virtudes que hacen perfecto a cualquier hombre.
Este doble amor está simbolizado en la “hora novena”, cuando, una vez más, el jefe de familia sale para contratar obreros. La perfección de este doble amor conduce a la perfección de la bienaventuranza angélica, que el profeta Ezequiel subdivide en nueve órdenes, bajo el símbolo de las nueve piedras preciosas, cuando habla a Luzbel: “innumerables piedras preciosas adornaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, ónice, jaspe, zafiro, carbúnculo y esmeralda” (Ez 28, 13).
2 1. ‑ El quinto día, Dios creó a los peces en el mar y a las aves sobre la tierra. La quinta virtud es la práctica de la vida activa y contemplativa. En ella el hombre activo, como el pez, recorre las sendas del mar, o sea, del mundo, para poder socorrer al prójimo que padece necesidades; y el hombre contemplativo, como el ave, elevado hacia el cielo por las alas de la contemplación, en la medida de sus capacidades, contempla “al Rey en su esplendor” (ls 33, 17). “El hombre ‑dice Job‑ nace para la fatiga” de la vida activa, y “el ave para el vuelo” de la vida contemplativa (5, 7).
Observa, además, que, como el ave que tiene el pecho ancho, es frenada por el viento porque desplaza mucho aire, mientras el ave que ha el pecho estrecho y penetrante, vuela más velozmente y sin dificultad (Aristóteles); así la mente del contemplativo, si se expande en muchos y variados pensamientos, sufre muchos obstáculos en el vuelo de la contemplación; pero, si su mente se recoge y se concentra en una sola cosa, fruirá de veras del gozo de la contemplación.
La práctica de esta doble vida está representada en la “hora undécima”, en la cual el jefe de familia vuelve a salir. La hora undécima consta del uno y del diez. La vida contemplativa se refiere al uno, porque tiene por objeto a un solo Dios, que es el único gozo. En cambio, la vida activa se refiere a los diez mandamientos del decálogo, con los cuales la misma alcanza la plenitud en el tiempo de este destierro terreno.
22.‑ El sexto día dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. La sexta y la última virtud del hombre es la perseverancia final, que es la cola de la víctima en el sacrificio y la larga y multicolor túnica de José. Sin la perseverancia final, las otras cinco virtudes serían inútiles; pero con ella serán ejercidas fructuosamente. Sólo en ella la imagen y semejanza de Dios, que jamás debe ser afeada, manchada o borrada, se graba eternamente en el rostro del alma, como sucedió en el sexto día de la creación.
Esta “tarde” del evangelio, última hora de la vida humana, en la cual el jefe de familia, por medio de su administrador, o sea, de su Hijo, da el “denario”, o sea, salario, a aquel que trabajó asiduamente en la viña, es simbolizada por el sábado, que significa “reposo”. De él dice Isaías: “Habrá mes de mes”, es decir, que la perfección de la gloria dependerá de la perfección de la vida; y “habrá sábado de sábado” (66, 23), es decir, el reposo de la eternidad dependerá de la tranquilidad del corazón, que es dada de la doble estola del alma y del cuerpo (o sea, el vestido de la gracia y de la inocencia).
El alma será glorificada con tres prerrogativas, y el cuerpo con cuatro. El alma será adornada con la sabiduría, con la amistad y con la concordia. La sabiduría de Dios resplandecerá en el rostro del alma, que “verá a Dios como es” (1 Jn 3, 2) y “conocerá a Dios como ella misma es conocida” (1Cor 13, 12). La amistad también se refiere a Dios, y de ella dice Isaías: “Aquel cuyo fuego arde en Sión”, o sea, en la iglesia militante, “tendrá su horno” de ardentísimo amor “en Jerusalén”, o sea, en la iglesia triunfante” (31, 9). La concordia se refiere al prójimo, de cuya. gloria el alma gozará, como gozaría de la propia.
Cuatro serán las prerrogativas del cuerpo: el esplendor, la transparencia, la agilidad y la inmortalidad. De ellas se dice en el libro de la, Sabiduría: “Resplandecerán los justos”: he ahí. el esplendor; “y como chispas”: he ahí la transparencia; “saltarán en un cañaveral”: he ahí la agilidad; “y el Señor será su rey para siempre”: he ahí la inmortalidad (Sb 3, 7‑8). Dios, en efecto, no es el dios de los muertos, sino el Dios de los vivientes (Mt 22, 32).
23.‑ Para merecer esta corona incorruptible, adornada de estas siete piedras preciosas (tres del alma y cuatro del cuerpo), debemos correr, como nos exhorta el Apóstol en la epístola de hoy: “¿No saben que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo conquista el premio? Corran también ustedes para conquistarlo. Los atletas que se desafían en el certamen, se imponen un régimen muy estricto y lo hacen para ganar una corona de laureles que se marchita. ¡Cuánto más debemos hacerlo nosotros para ganar una corona que no se marchita!” (1Cor 1), 24‑25).
El estadio es la octava parte (le la milla, mide cientoveinticinco pasos y representa la fatiga de este destierro, durante el cual debemos correr en la unidad de la fe y con los pasos del amor, que son cientoveinticinco.
En este número está indicada toda la perfección del amor divino. En el ciento, que es el número perfecto, está simbolizada la doctrina evangélica; en el veinte, los preceptos del decálogo, que deben ser observados tanto en sentido literal como espiritual; en el cinco, la molicie de los cinco sentidos, que debe ser mortificada. El que corre en este estadio, conquista el premio, o sea, la recompensa de una corona que no se marchita, de la que se dice en el Apocalipsis: “Yo te daré ‑dice el Señor- la corona de la vida” (2, 10).
Hermanos queridísimos, imploremos con súplicas y lágrimas al Señor, para que El que nos creó y recreó, nos creó de la nada y nos recreó con su propia sangre, se digne establecernos en el “septenario” de la eterna felicidad. Y así merezcamos vivir eternamente con El, que es principio de todas las criaturas.
¡Nos lo conceda bondadosamente el mismo Señor, que vive y
reina por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ “Salió el sembrador a sembrar su semilla” (Lc 8, 5).
Dice Isaías a los predicadores: “¡Felices ustedes que siembran sobre las aguas!” (32, 20). Las aguas, como dice Juan en el Apocalipsis (17, 15), son los pueblos, de los que escribe Salomón: “Todos los ríos salen del mar, y al mar regresan” (Ecle 1, 7).
Observa que hay una doble amargura: la del pecado original y la de la muerte corporal. Todos los ríos, pues, o sea, todos los pueblos, salen del mar, o sea, de la amargura del pecado original. Dice David: “Tú ves que en el pecado me concibió mi madre” (Sal 50, 7); y asimismo el Apóstol: “Todos nacimos hijos de la ira” (Ef 2, 3). Y todos vuelven al mar, o sea, a la amargura de la muerte corporal Dice el Eclesiástico: “¡Qué yugo más pesado se pone sobre los hijos de Adán, desde el día en que salen del seno materno!” (40, 1). Y también: “oh muerte, ¡qué amargo es tu pensamiento!” (Ecli 41, 1). Al referirse a estos dos hechos, dice el Señor al pecador: “Eres tierra” por la impureza de la concepción, “y a la tierra regresarás” con la destrucción de tu cuerpo” (Gen 3, 19). ¡Felices, pues, ustedes, que siembran sobre las aguas!
“La semilla”, como dice el evangelio de hoy, “es la palabra de Dios”. Entonces, para merecer ser bendecido entre los bienaventurados, yo sembraré sobre ustedes en el nombre de Jesucristo, el cual “salió del seno del Padre y vino al mundo, para sembrar su semilla” (Glosa), porque uno solo y el mismo es el Dios del Nuevo y del Antiguo Testamento, Jesucristo, el Hijo de Dios. Dice Isaías: “Yo mismo el que te hablaba, ahora aquí estoy “ (52, 6). Yo que hablaba a los padres por medio de los profetas, ahora estoy presente con la realidad de la Encarnación. Por eso, para honor del único Dios y para utilidad de los oyentes, vamos a poner de acuerdo a los dos Testamento, confiando en la gracia que Dios nos dará. Digamos, pues: “El sembrador salió a sembrar su semilla”.
2.‑ En este domingo se lee en la iglesia el evangelio del sembrador y de la semilla; se proclama y se canta la historia de Noé y de la construcción de su arca; y en el introito de la misa se canta: “Levántate, ¿por qué duermes, Señor?”. Y se lee la epístola del bienaventurado Pablo a los corintios: “Ustedes soportan fácilmente a los necios”. Entonces, en el nombre del Señor, todo esto vamos a ponerlo de acuerdo.
En el pasaje evangélico de hoy, debemos destacar seis cosas
muy importantes: el sembrador y la semilla, el camino y la piedra, las espinas y
la buena tierra. Y en la historia bíblica hay otras seis cosas: Noé y el arca.
Esta tenía cinco sectores: el primero para los excrementos, el segundo para los
víveres, el tercero para los animales feroces, el cuarto para los animales
domésticos, el quinto para los hombres y las aves. Pero, presta mucha atención:
en esta concordancia el cuarto y el quinto sector serán considerados como uno
solo.
3.‑ El sembrador es Cristo, o su predicador; la semilla es la palabra de Dios; el camino representa a los lujuriosos; la piedra, a los falsos religiosos; las espinas, a los avaros y a los usureros; la buena tierra, a los penitentes y a los justos. Y que todo esto corresponda a verdad, lo vamos a probar con las citas bíblicas.
El sembrador es Cristo. En el Génesis puedes leer: “Isaac sembró en la tierra de Gerar y en el mismo año cosechó el céntuplo” (26, 12). “Isaac” se interpreta “gozo”, y es figura de Cristo, que es el gozo de los santos, los que ‑como dice Isaías‑ “alcanzarán gozo y alegría” (35, 10): gozo por la humanidad glorificada de Cristo, alegría por la visión de toda la Trinidad. Este nuestro Isaac sembró en la tierra de “Gerar”, que se interpreta “morada”, y es una figura de este mundo, del que dice el Profeta: “¡Ay de mí! ¡Mi morada, o sea, mi peregrinación, se prolongó” (demasiado)! (Salm 119, 5). En esta tierra de Gerar, o sea, en este mundo, Cristo sembró tres especies de semillas: la santidad de su vida ejemplar, la predicación del reino de los cielos, la realización de los milagros.
“Y en aquel mismo año cosechó el céntuplo”. Observa que toda la vida de Cristo es llamada “año del perdón y de la misericordia”. Como en el año hay cuatro estaciones: el invierno, la primavera, el verano y el otoño, así en la vida de Cristo hubo el invierno de la persecución de Herodes, por cuya causa huyó a Egipto. Hubo la primavera de la predicación, y entonces “aparecieron las flores” (Cant 2, 12), o sea, las promesas de la vida eterna; y “en nuestra tierra se oyó la voz de la tórtola”, o sea, la voz del Hijo de Dios: “Hagan penitencia, porque el reino de Dios está cerca” (Mt 4, 7,. Hubo el verano de la pasión, de la que dice Isaías: “Con su espíritu de rigor meditó para el día del ardor” (27, 8). Cristo, para el día del ardor, o sea, de su Pasión, con su espíritu de rigor, o sea, inflexible en sufrir la pasión, mientras colgaba de la cruz, meditó cómo pudiera derrotar al diablo, arrancar de su poder al género humano, y a los pecadores obstinados infligirles la pena eterna. Por esto decía también el Profeta: “Establecí en mi corazón el día de la venganza” (63, 4). Y hay, en fin, el otoño de su resurrección, por la cual, aventadas las pajas del sufrimiento y el polvo de la mortalidad, su humanidad, unida al Verbo, gloriosa e inmortal, fue colocada en la habitación de las provisiones, es decir, a la derecha de Dios Padre. Con razón, pues, se dice que “en el mismo año cosechó el céntuplo”, es decir, eligió a los apóstoles, a los cuales prometió: “Ustedes recibirán el céntuplo” ... o también, el céntuplo, o sea, la centésima oveja, o sea, el género humano, al que con gozo, en sus brazos clavados en la cruz, llevó a la asamblea de los nueve órdenes de ángeles.
Ahora, ya sabes con certeza que el sembrador es Cristo.
4.‑ Este es también el Noé, al que dijo el Padre: “Haz para ti un arca con tablas cepilladas; en el arca dispondrás pequeñas celdas; la calafatearás con brea por dentro y por fuera. Estas serán sus medidas: la longitud del arca será de trescientos codos; el ancho, de cincuenta codos; y la altura, de treinta codos.
Noé se interpreta “reposo”, y es figura de Jesucristo, quien dice en el evangelio: “vengan a mí, todos los que se cansaron” en Egipto, en el lodo de la lujuria y en el ladrillo de la avaricia; y si están agobiados bajo el yugo de la soberbia, yo les haré reposar. “El ‑‑corno se dice en el Génesis‑ nos servirá de consuelo en medio de nuestro trabajo y del cansancio de nuestras manos, en una tierra maldecida por Dios” (5, 29).
A El le dijo el Padre: “Haz para ti un arca”. El arca es la iglesia. Salió, pues, Cristo a sembrar su semilla; salió también para construir su iglesia, “<‑‑on tablas cepilladas”, o sea, con santos, puros y perfectos; y la calafateó con la brea de la misericordia y de la bondad, “por dentro” con el afecto, y “por fuera” mediante el ejercicio de las obras. Su longitud es de trescientos codos a motivo de los tres órdenes que existen en ella, o sea, Noé, Daniel y Job, que representan a los prelados, a los castos y a los cónyuges. El ancho de cincuenta codos se refiere a les penitentes de la misma iglesia. En efecto, en el quincuagésimo día después de Pascua, a los apóstoles se les infundió la gracia por medio del Espíritu Santo; y en el salmo 50 ‑“¡ Piedad de mí, Señor, en tu bondad!”‑, a los penitentes se les promete el perdón de los pecados. La altura de treinta codos se refiere también a los rieles de la misma iglesia, por su fe en la Santa Trinidad. Salió, pues, Cristo del seno del Padre y vino al mundo para sembrar y para construir su iglesia, en la cual se conservará una semilla que no se marchita, sino destinada a durar por los siglos de los siglos.
5.‑ Sigue el discurso sobre la semilla. “La semilla es la palabra de Dios”, de la cual dice Salomón en el Eclesiastés: “Esparce de buena mañana tu semilla” (11, 6). De buena mañana, o sea, en el tiempo de la gracia, que ahuyenta las tinieblas del pecado, oh predicador, esparce la semilla de la palabra, que es tu semilla, porque está confiada a ti. Y observa con cuánta propiedad la palabra de Dios sea llamada semilla. Como la semilla, sembrada en tierra, germina y crece ‑ante todo, como dice el Señor en Marcos, produce la hierba, después la espiga, y en fin en la espiga el grano pleno (4, 28)‑, así la palabra de Dios, sembrada en el corazón del pecador, ante todo, produce la hierba de la contrición, de la que se dice en el Génesis: “Germine la tierra, o sea, la mente del pecador, “hierba verde”, o sea, la contrición; después la espiga de la confesión, que se dirige hacia lo alto mediante la esperanza del perdón; en fin, el grano pleno de la satisfacción, de la que dice el Profeta: “Los valles”, o sea, los humildes penitentes, “abundarán con el trigo” de la plena satisfacción (Salm 64, 14), para que la penitencia sea proporcionada a la culpa. Con toda razón, pues, se dice: “Salió el sembrador a sembrar su semilla”.
6.‑ Pero no todos creen “ni todos obedecen al Evangelio” (Rom 10, 16); por eso continúa: “Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó al borde del camino y fue pisoteada, y las aves del cielo se la comieron” (Lc 8, 5). El primer sector del arca estaba reservado a la recolección de los excrementos. Entonces el camino pisoteado y el sector de los excrementos son figuras de los lujuriosos. Dice Salomón en el Eclesiástico: “La mujer impúdica es como suciedad de la calle” (9, 10), E Isaías clama contra los lujuriosos: “Hiciste de tu cuerpo como tierra y camino para los viandantes” (51, 23), es decir, para los demonios que, mientras pasan, pisotean la semilla para que no germine. Y de nuevo dice Isaías: “Con los pies será pisoteada la corona de soberbia de los borrachos de Efraím” (28, 3). Efraím se interpreta “fructífero”, e indica la abundancia de las cosas temporales. Los borrachos son los lujuriosos, embriagados con el cáliz de oro de Babilonia, es decir, con la abundancia material. La corona de soberbia en la cabeza es un orgulloso pensamiento en una mente corrupta. Este pensamiento es pisoteado por los pies de los demonios, cuando de pensamiento de mente corrupta llega a la embriaguez de la lujuria; y de esa manera, en tierra maldita, la semilla del Señor no puede germinar.
Los mismos demonios son llamados “aves”, a motivo de la soberbia, “del cielo”, o sea, del aire en el cual habitan. Ellos arrebatan la semilla del corazón del lujurioso y la devoran, para que no fructifique. Dice Oseas: “Los extranjeros”, o sea, los demonios, “devoraron su fuerza” (7, g), o sea, la fuerza de la divina palabra. Y observa que no dice “por el camino”, sino que “al borde del camino” cayó la semilla, porque el lujurioso no acoge la palabra dentro del oído del corazón, sino como un sonido que roza superficialmente el oído del cuerpo.
Los lujuriosos son el sector de los desechos, que “se pudrieron como jumentos en su bosta” (Jn 1, 17). De ellos dice el Salmo: “Ellos perecieron en Endor”, que se interpreta “fuego de la generación”, o sea, en el ardor de la lujuria, “llegaron a ser como el estiércol de la tierra” (Salm 82, 11). Y observa que de este estiércol de la tierra nacen cuatro gusanos: la fornicación, el adulterio, el incesto, el pecado contra natura.
La fornicación, o relación entre dos personas solteras, es pecado mortal; y se dice fornicación, o sea, matanza de la forma, o sea, muerte del alma, formada a imagen de Dios. El adulterio se llama así, porque es como el acceso al tálamo ajeno (ad alterius tirum). El incesto es el abuso de los consanguíneos o de los afines. El pecado contra natura se comete derramando el semen de cualquier manera, fuera del órgano de la concepción, o sea, del órgano de a mujer. Todos los que se manchan con estos pecados son camino pisoteado por los demonios y sector de las inmundicias. Y por esto la semilla de la palabra divina en ellos se pierde; y lo que fuere sembrado, lo arrebata el diablo.
7.‑ Sigue: “Parte de la semilla cayó sobre la piedra y, después que brotó, se secó por falta de humedad” (Lc 8, 6). El segundo sector en el arca de Noé fue la despensa de las provisiones. La piedra y la despensa son figuras de los falsos religiosos: piedra, porque se glorían de la sublimidad de su vid religiosa; y despensa, porque venden las obras de su vida por el dinero de b alabanza humana.
Dígase, pues: “Una parte cayó sobre la piedra”, de la cual habla el profeta Abdías, clamando contra el religioso soberbio: “La soberbia de tu corazón 9 te ensalzó a ti, que habitas en las hendiduras de la piedra” (1, 3). La soberbia deriva de super eo, o sea, voy arriba, porque el soberbio va por encima sí mismo. oh religioso, la soberbia de tu corazón te ensalzó, te llevó fuera ti, para que vanamente te levantaras por encima de ti, oh tu que habitas en las hendiduras de la piedra. Piedra es cualquier orden religiosa en la iglesia, de la que dice Jeremías: “jamás faltará la nieve de la piedra del campo” (11, 14). El campo es la Iglesia; la piedra del campo es la orden religiosa, fundada sobre la piedra de la fe; la nieve es la pureza de la mente y del cuerpo, que jamás debe faltar en la vida religiosa, Sin embargo, ¡ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Cuántas hendiduras, cuántos cismas, cuántas divisiones y cuántas discordias existen en la piedra, o sea, en las órdenes religiosas! Y si la semilla de la divina palabra cae sobre ellas, no fructificará, porque no tiene la humedad de la gracia del Espíritu Santo, quien no habita en las hendiduras de la discordia, sino en la casa de la unidad.
Dice Lucas: “Eran una sola alma y un solo corazón” (Hech 4, 32). En realidad, en las órdenes religiosas hay divisiones, porque hay altercados en el capítulo, indisciplina en el coro, murmuraciones en el claustro, glotonería en el refectorio, impudencia en el dormitorio. Con razón dice el Señor: “Parte de la semilla cayó sobre la piedra y, una vez nacida, se secó, porque ‑Como dice Mateo‑ no tenía raíces” (13, 6), o sea, no tenía la humildad, que es la raíz de todas las virtudes. Ahora, ves claramente que de la soberbia del corazón surgen las divisiones en las órdenes religiosas, que no pueden dar fruto, porque no tienen en sí la raíz de la humildad.
Una tal orden religiosa está representada en el sector de las provisiones (del arca). Los religiosos, cuando están en discordia internamente, buscan las alabanzas exteriormente. Los falsos religiosos, como negociantes, venden productos sofisticados en el mercado. Bajo el hábito religioso y a la sombra de un nombre falso, ansían ser alabados. Delante de la gente se revisten de cierta personal apariencia de perfección. Quieren ser considerados como santos, pero no quieren serlo. ¡oh, qué gran desgracia! La orden religiosa, que debería conservar toda suerte de virtud y el perfume de las buenas costumbres, se descompone y llega a ser negocio de plaza. Joel se queja diciendo: “Están destruidos los graneros”, es decir, los claustros de los canónicos; “se vaciaron las despensas”, es decir, las abadías de los monjes, “porque falta el trigo” (1, 17). En el trigo, que es blanco por dentro y rubio por fuera, está indicada la caridad, que guarda la pureza hacia sí mismo y el amor hacia el prójimo. Este trigo llegó a faltar, porque cayó sobre la piedra y, una vez nacido, se secó, porque no tenía la raíz de la humildad, ni la linfa de la gracia de los siete dones del Espíritu Santo. Con todo ello entiendes que, por falta de trigo, o sea, de la caridad, se destruye el depósito de toda vida religiosa.
8.‑ Sigue: “Una parte de la semilla cayó entre las espinas que, germinando juntas, la ahogaron” (Lc 8, 7). El tercer sector del arca de Noé estaba destinado a los animales feroces. observa cuánta correspondencia hay entre las espinas y los animales feroces, que simbolizan a los avaros y a los usureros. Son espinas, porque la avaricia captura, punza y hace sangrar; y son animales feroces, porque la usura arrebata y se traga.
Diga, pues, el Señor: “Una parte cayó entre las espinas”, que, corno El mismo comenta, son las riquezas, que aferran al hombre y lo frenan. Y Pedro, para no ser capturado y frenado, dice al Señor: “He aquí que nosotros lo hemos abandonado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27).San Bernardo lo felicita así: “¡Hiciste muy bien, oh Pedro! Cargado, no hubieras podido seguir al que corre”.
Las espinas punzan. Dice Jeremías: “Egipto es una novilla refinada y hermosa; pero le vendrá del norte el instigador” (46, 20). Egipto, que se interpreta “tinieblas”, es el avaro, envuelto en las tinieblas de la ignorancia. Es llamado “novilla” por dos motivos: por la lascivia de la carne y la inestabilidad de la mente; es llamado “refinado”, porque está atestado de hijos y de parientes; también es llamado “hermoso” por la posesión de edificios y por la belleza de los vestidos. A esta novilla le llega el instigador, o sea, el diablo, desde el norte, del cual, corno dice Jeremías, “se expandirá todo mal” (1, 14). El instigador la atormentará con el estímulo de la avaricia, para que corra y recorra, con el objeto de juntar las espinas, o sea, las riquezas, de las que dice Isaías: “Las espinas amontonadas serán quemadas por el fuego” (33, 11
La espina punza y, punzando, hace sangrar. “Toda alma, dice Moisés, existe o vive en su sangre” (Lv 17, 14).La sangre del alma es la virtud, de la que el alma vive. Por esto, el avaro destruye la vida del alma, que es la virtud, cuando ansía acumular riquezas. Dice el Eclesiástico: “No hay cosa más inicua que la de amar el dinero. El avaro en su vida echa fuera sus entrañas” (10, 10), o sea, las virtudes.
Añade el Señor: “Y, germinando juntas, las espinas ahogaron la semilla”. Dice Oseas: “Zarzas y abrojos cubrirán sus altares” (10, 8). La zarza es un arbusto que se adhiere a los vestidos; el abrojo (en latín tribulus) se llama así, porque, cuando punza, produce tribulación. Zarzas y abrojos son las riquezas, que se pegan al viandante y lo atormentan. Ellas crecen sobre los altares, o sea, en el corazón de los avaros, en el cual se debería ofrecer a Dios un sacrificio, o sea, un espíritu contrito; en cambio, ahogan la semilla le la palabra de Dios y también el sacrificio de un espíritu contrito.
9.‑ A las espinas corresponden los animales feroces, que, como hemos señalado, son símbolos de los usureros. De ellos dice el Profeta. “Mira ese mar inmenso y espacioso en sus partes; allí bullen reptiles sin número, animales enormes y pequeños. Por allí se pasean los navíos” (Salm 103, 25‑26). Presta atención a las palabras: el mar, o sea, este mundo, lleno de amargura; es grande por las riquezas, y espacioso por los placeres, porque “espacioso es el camino que lleva a la muerte” (Mt 7, 13). Pero, ¿para quiénes? No ciertamente para los pobres de Cristo, que entran por la puerta estrecha, sino para, las manos de los usureros, que ya se adueñaron del mundo entero. Por causa de sus usuras las iglesias se empobrecieron y los monasterios fueron despojados de sus bienes. Por esto el Señor se queja en Joel: “Una nación, poderosa, innumerable, invadió mi país; sus dientes son como dientes de león; sus muelas como de leoncillos. Dejó mi viña en ruinas y destrozó mis higueras; las desnudó y despojó; y sus ramas se volvieron blancas” (1, 6‑7).
La “gente” maldita de los usureros, fuerte e innumerable, cuyos dientes son como dientes de león, creció sobre la tierra. Observa dos cosas en el león: el cuello inflexible, en el que hay un solo hueso, y el hedor de los dientes. Así el usurero es inflexible, porque “no se inclina ante Dios ni teme al hombre” (18, 2). Sus dientes hieden, porque en su boca hay siempre la humareda del dinero y el estiércol de la usura. Sus muelas son como de leoncillos, porque arrebata, destruye y traga los bienes de los pobres, de los huérfanos y de las viudas.
El usurero reduce a un desierto la viña, o sea, a la Iglesia del Señor, porque con la usura se apodera de sus bienes; y descorteza, desnuda y despoja la higuera del Señor, o sea, la casa de alguna congregación, cuando cor, la usura se apropia de los bienes que a esa congregación le entregaron los fieles. Por esto, “sus ramas se volvieron blancas”, es decir, los monjes o los canónicos de aquella observancia están afligidos por el hambre y la sed. He ahí cuáles manos hacen la limosna: ellas chorrean sangre de los pobres. De ellas en el Salmo se dice: “Allí, en el mundo, los reptiles son innumerables” (Salm 103, 25).
Observa que hay tres especies de usureros. Hay algunos que practican la usura privadamente: éstos son reptiles que se deslizan a escondidas y son sin número. Hay otros que hacen usura públicamente, pero no en gran cantidad, para parecer misericordiosos: y éstos son animales pequeños. Hay otros usureros pérfidos, facinerosos e impudentes, que practican la usura delante de todos, como en la plaza: y éstos son los animales grandes, más crueles que los demás, que serán presa de la caza del demonio y tendrán seguramente la ruina de la muerte eterna, a menos que no restituyan lo mal quitado y después hagan penitencia. Y para que puedan hacer una penitencia adecuada, “allí”, justamente por medio de ellos, “las naves”, o sea, los predicadores de la iglesia deben pasear y esparcir la semilla de la palabra de Dios. Pero, por causa de nuestros pecados, las espinas de las riquezas y los animales feroces de las usuras ahogan la palabra tan asiduamente sembrada; y por ende no hacen fruto de penitencia.
10. ‑ “Y una parte de la semilla cayó en buena tierra y, nacida, llevó fruto (Lc 8, 8): el treinta, o el sesenta, o el ciento por uno” (Mt 13, 8). El cuarto sector en el arca de Noé estaba destinado a los animales domésticos, y el quinto sector a los hombres y a las aves.
Queridos hermanos, ustedes bien pueden apreciar que en los tres sectores anteriores ‑al borde del camino de los lujuriosos, simbolizados en el sector de las inmundicias; sobre la piedra de los religiosos soberbios, simbolizados por el sector de las provisiones; y entre las espinas de los avaros y usureros, simbolizados por los animales feroces‑, la semilla de la palabra de Dios no pudo dar fruto. Y por esto, los fieles de la santa iglesia, en el introito de la misa de hoy, claman al Señor: “Levántate, ¿por qué duermes, Señor?”.
Observa que por tres veces gritan: “¡Levántate!”, y es por estas tres cosas: el camino, la piedra y las espinas. ¡Levántate, pues, Señor, contra los lujuriosos, que son el camino del diablo! Ellos, porque duermen en los pecados, creen que también tú estés dormitando. ¡Levántate contra los falsos religiosos, que son como la piedra sin la linfa de la gracia! ¡Levántate contra los usureros que son como las espinas punzantes; y ayúdanos y líbranos de sus manos! En estos tres la semilla de tu palabra, oh Señor, no pudo dar fruto; pero, al caer en tierra buena, dio fruto.
11.‑ Y observa cómo bien se corresponden la buena tierra, los animales domésticos, los hombres y las aves, que representan a los justos y a los penitentes, a los de vida activa y a los contemplativos. La buena tierra, bendecida por el Señor, es la mente del justo, de la que dice el Salmo: “Toda la tierra te adore y te cante a ti, y cante un himno a tu nombre” (65, 4).
Observa que toda la tierra abarca el oriente, el occidente, el septentrión y el mediodía. La mente del justo debe ser tierra oriental por la consideración de su origen, occidental en el pensamiento de su fin, septentrional en la consideración de las tentaciones y miserias de este mundo, austral por la perspectiva de la bienaventuranza eterna. Entonces, “toda la tierra”, o sea, el espíritu bueno del justo, “te adore, oh Dios, en espíritu y verdad” (Jn 4, 23) y en la contrición del corazón: éste es el fruto del treinta por uno. “Y te cante a ti” en la celebración de tu nombre y en la acusación de su pecado: éste es fruto del sesenta por uno. Y para obtener estos dos resultados, debemos cantar a Dios durante los seis días de vida laboriosa. “Y cante un himno a tu nombre”, en las obras de la satisfacción y en la perseverancia final: y éste es el fruto del ciento por uno y es el fruto perfecto.
12.‑ Hay otra interpretación. La buena tierra es la santa iglesia, o sea, el arca de Noé, que acoge en sí misma a los animales domésticos, a los hombres y a las aves.
“Los animales domésticos simbolizan a los fieles casados, que se aplican a las obras de penitencia, dan su colaboración a los pobres y no perjudican a nadie” (Glosa). De ellos dice el Apóstol en la epístola de hoy: “En realidad, ustedes que son tan inteligentes, aguantan bastante bien a los locos. Les gusta ser esclavizados y explotados, robados, tratados con desprecio y abofeteados en la cara” (2Cor 11, 19‑20): éstos dan fruto del treinta por uno. “Los hombres” son figuras de los castos y llevan vida activa: éstos son verdaderos hombres, porque usan la recta razón. Ellos se someten a la fatiga de la vida activa, se exponen al peligro por el prójimo, predican la vida eterna con la palabra y con el ejemplo, vigilan sobre sí mismos y sus súbditos. Estos, como añade el Apóstol, están envueltos “en las fatigas y en los quebrantos, en frecuentes velas, en el hambre y en la sed, en prolongados ayunos, en el frío y en la desnudez” (2Cor 11, 27): éstos dan fruto del sesenta por uno. “Las aves”, colocadas en un sector superior del arca, simbolizan a las vírgenes y a los contemplativos que, casi elevados al cielo sobre las alas de las virtudes, contemplan “al Rey en su esplendor” (Is 33, 17). Estos, no diría en el cuerpo sino en el espíritu, son arrebatados en la contemplación hasta el tercer cielo, contemplando con la agudeza de su mente la gloria de la Trinidad, donde oyen cor el oído del corazón “aquellas cosas que no pueden ser expresadas con palabras” (2Cor 12, 4), ni ser comprendidas con la mente: éstos son los que dan fruto del ciento por uno.
Te suplicamos, Señor Jesús, que nos hagas tierra buena, para que podamos recibir la semilla de tu gracia y podamos “dar frutos dignos de penitencia” (Mt 3, 8); y así mereceremos vivir eternamente en tu gloria,
Te pedimos que nos lo concedas tú mismo, que eres el Dios
bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ “Un ciego estaba sentado al borde del camino, y gritaba: “Hijo de David, ¡ten piedad de mí!” (Lc 18, 35‑38).
Se lee en el primer libro de los Reyes: “Samuel tomó una ampolla de aceite y la derramó sobre la cabeza de Saúl” (10, 1). Samuel se interpreta “pedido”, y representa al predicador, que la Iglesia con sus plegarias pide a Cristo, el cual dice en el evangelio: “Pidan al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38). El predicador debe tomar la ampolla del aceite, que es un frasco cuadrangular ‑figura de la doctrina evangélica, llamada cuadrangular a motivo de los cuatro evangelistas‑, y de ella debe derramar el aceite de la predicación sobre la cabeza de Saúl, es decir, en el alma del pecador. Saúl se interpreta “el que abusa”, y con razón representa al pecador que abusa de los dones de la naturaleza y de la gracia.
Observa que el aceite unge e ilumina. Así la predicación unge y hace maleable la piel, “avejentada en los días de pecado” (Dan 13, 52) y endurecida por los pecados, o sea, la conciencia del pecador. La predicación también unge al atleta de Cristo y lo consagra para el combate contra las potencias (diabólicas) del aire, que deben ser derrotadas. Por eso se lee en el tercer libro de los Reyes que “Sadoc ungió a Salomón en Gihón” (1, 45). Sadoc se interpreta “justo”, y es figura del predicador, que, como sacerdote, ofrece el sacrificio de justicia en el altar de la pasión del Señor. El ungió a Salomón, que se interpreta “pacífico”, en Gihón, que significa “lucha”. El predicador con el aceite de la predicación debe ungir al pecador convertido para prepararlo a la lucha, con el fin de que no ceda a las sugestiones del diablo, pisotee las seducciones de la carne y desprecie al mundo engañador.
El aceite también ilumina, porque la predicación ilumina el ojo de la razón, para que pueda ver el rayo del verdadero sol. Y entonces, en el nombre de Jesucristo, tomaré la ampolla de este santo evangelio y de ella derramaré el aceite de la predicación, con el cual se alumbren los ojos del ciego, del que está escrito: “Un ciego yacía al borde del camino”.
2.‑ En este domingo se lee el evangelio del ciego
iluminado. En el mismo evangelio se hace mención de la pasión de Cristo, y se
lee y se canta la historia de la peregrinación de Abraham y de la inmolación de
su hijo Isaac. Y en el introito de la misa se dice: “¡Sé para mí, Señor, el Dios
que protege!”; y se lee la epístola del bienaventurado Pablo a los corintios:
“Aunque hablara las lenguas de los ángeles y de los hombres...” Para el honor de
Dios y para la iluminación de sus almas, vamos a poner de acuerdo todas estas
lecturas.
3.‑ “Un ciego estaba sentado”. Sin nombrar a todos los demás ciegos iluminados por el Señor, al menos queremos recordar a tres. El primero es el ciego del evangelio, ciego desde el nacimiento, iluminado con la saliva y el lodo (Jn 9, 1‑7); el segundo es Tobías, cegado por el estiércol de las golondrinas y curado con la hiel del pez (2, 11); el tercero es el obispo de Laodicea, al cual dice el Señor: “¿No ves cómo eres un infeliz, un pobre, un ciego, un desnudo que merece compasión? Sigue mi consejo: cómprate de mí oro refinado para hacerte rico, ropas blancas para cubrirte y no presentarte más desnudo para tu verguenza. Por fin, pídeme colirio, para untar tus ojos y poder ver” (Ap 3, 17‑18). Vamos a ver qué simbolizan estos tres ciegos.
El ciego desde el nacimiento representa de modo alegórico al género humano, cegado en los primeros padres. Jesús lo iluminó, cuando escupió en tierra y untó sus ojos con el lodo. La saliva, que desciende de la cabeza, simboliza a la divinidad, la tierra simboliza a la humanidad. La mezcolanza de la saliva y de la tierra simboliza la unión de la naturaleza divina con la humana. Con esa unión fue iluminado el género humano. Y las palabras del ciego que grita, sentado al borde del camino, subrayan estas dos naturalezas:” ¡Ten piedad de mí!”, se refiere a la humanidad; “Hijo de David”, se refiere a la divinidad.
4.‑ En sentido moral, este ciego representa al soberbio. Su soberbia la describe así el profeta Abdías: “Aunque tú te elevaras como un águila y colocaras tu nido entre las estrellas, de allá arriba yo te haré precipitar, dice el Señor” (1, 4).
El águila, que vuela más alto que las demás aves, simboliza al soberbio, que, con las dos alas de la arrogancia y de la vanagloria, ansía ser considerado superior a todos. A él se le dijo: “Aunque colocaras tu nido”, o sea, tu vida, “entre las estrellas”, o sea, entre los santos que en un lugar oscuro brillan como las estrellas del firmamento, “yo te haré precipitar de allí, dice el Señor”. El soberbio se esfuerza por colocar su nido en la compañía de los santos. Dice Job: “La pluma del avestruz”, o sea, del hipócrita, “es semejante a las plumas de la cigüeña y del gavilán” (39, 13), o sea, del justo.
Observa que el nido tiene en sí mismo tres cosas: el interior está hecho de cosas blandas, el exterior está construido con cosas duras y toscas, y está colocado en un lugar poco seguro, expuesto al viento. As¡ la vida del soberbio tiene en el interior alguna molicie, que es el placer carnal; pero en lo exterior está rodeada de espinas y de leños secos, o sea, de obras muertas; en fin, está expuesta al viento de la vanidad y se halla en una situación precaria, porque desde la mañana a la noche no sabe si será quitada de por medio. Y ésta es la conclusión: “Desde arriba, dice el Señor, yo te precipitaré al infierno”. Por esto se dice en el Apocalipsis: “Que sufra tantos tormentos y desdichas, cuantos fueron su orgullo y su lujo” (Ap 18, 7).
5.‑ Y observa que este ciego soberbio es iluminado con saliva y lodo. La saliva es el semen del padre, que es emitido en la viscosa matriz de la madre, en la que se engendra la miserable criatura humana. Por cierto, la soberbia no lo cegaría, si considerara su tan miseranda manera de venir al mundo. Por esto dice Isaías: “Presten atención a la piedra, de la que fueron tallados, y al hueco de la cantera de donde fueron arrancados” (51, 1). La piedra es nuestro padre carnal; el hueco de la cantera es la matriz de nuestra madre. Del primero salimos en una fétida efusión del semen; de la segunda nos desprendemos en el parto, lleno de dolores. ¿Por qué, pues, te ensoberbeces, oh desgraciada criatura humana, engendrada con tan vil saliva, procreada en tan medroso hueco y allí nutrido por nueve meses con sangre menstrua?
Al contacto con aquella sangre, las mieses no germinan, el mosto se vuelve vinagre, las hierbas mueren, las plantas pierden sus frutos, la herrumbre corroe el hierro, los bronces ennegrecen, y si los perros la ingieren, son afectados por la rabia y sus mordiscones son dañosos y producen linfatismo, Por otra parte las mismas miradas de las mujeres, que durante el período de sus reglas experimentan menores estímulos, no son ciertamente inocentes. Con su mirada estropean los espejos, de tal modo que su brillo queda ofuscado y aparece disminuido. Y ese brillo apagado disminuye la acostumbrada semejanza de los rostros; y el aspecto es como oscurecido por el ofuscamiento del brillo tan debilitado (Solino).
Si tú, oh hombre miserable y ciego soberbio, meditas atentamente es tas cosas y te consideras engendrado con la saliva y el lodo, verdaderamente serás iluminado, verdaderamente te humillarás. Y que la susodicha cita de Isaías se refiera a la generación carnal, resulta clarísimo de lo que sigue: “Miren a Abraham, su padre, y a Sara, que los parió” (51, 12).
A este ciego soberbio el Señor le mandó: “Sal de tu tierra, de tu parentesco y de la casa de tu padre...” (Gen 12, 1). observa aquí tres tipos de soberbia: soberbia en las relaciones con los inferiores, con los iguales y con el superior.
El soberbio pisotea, desprecia y escarnece: pisotea al inferior como si fuera tierra, que deriva del latín tero, o sea, pisar; desprecia al igual, como si fuera de su parentesco: el soberbio desprecia y humilla con facilidad parientes y afines; y hasta escarnece al superior, como la casa del padre. El superior es llamado “casa del padre”, porque bajo su autoridad el súbdito, como hace el hijo en la casa paterna, se debe proteger de la lluvia de la concupiscencia carnal, de la tempestad de la persecución diabólica y del fuego de la riqueza mundana. Pero el ciego soberbio escarnece al superior con aquel desprecio que se muestra haciendo muecas. Dice por esto el Señor: “Oh ciego soberbio, sal de tu tierra”, para no pisotear al inferior; “sal de tu parentesco”, para no despreciar al igual, “y de la casa de tu padre”, para no escarnecer al superior.
6.‑ Sigue: “Y vete a una tierra, que yo te mostraré” (Gen 12, 1). Esta “tierra” es la humanidad de Jesucristo, de la que dice el Señor a Moisés: “Quítate las sandalias de tus pies, porque la tierra en la que estás, es tierra santa” (Ex 3, Salm). Las sandalias son las obras muertas, que debes quitarte de los pies, o sea, de los afectos de tu mente, porque la tierra, o sea, la humanidad de Cristo, en la que estás por medio de la fe, es santa y te santifica a ti, pecador.
Vete, pues, o soberbio, a aquella tierra, considera a la humanidad de Cristo, observa su humildad y destruye la hinchazón de tu corazón. Camina con los pasos del amor y acércate con la humildad del corazón, diciendo con el Profeta: “ En tu verdad ( o sea, con razón) me humillaste” (Salm 118, 75). Oh Padre, en tu verdad, o sea, en tu Hijo, humillado, pobre y peregrino, me humillaste. Tu Hijo fue humillado en el seno de la Virgen; fue pobre en el pesebre de los animales y peregrino en el patíbulo de la cruz. Nada humilla tanto la soberbia del pecador, cuanto la humildad de la humanidad de Jesucristo. Dice Isaías: “¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras! En tu presencia se licuarían los montes” (64, 1). En la presencia de la humanidad de Jesucristo, los montes, es decir, los soberbios, se disipan y se desvanecen en sí mismos, cuando consideran a la cabeza de la divinidad reclinada en el seno de la Virgen María.
Vete, pues, a la tierra que casi con el dedo te mostré en el río jordán, diciendo: “Este es mi Hijo dilecto, en el cual me complazco” (Mt 3, 17). También tú serás “el dilecto”, en el cual me complazco, hijo adoptivo por la gracia, si a ejemplo de mi Hijo, que es igual a mí, te humillares; por esto te lo mostré, para que uniformaras la conducta de tu vida a la forma de su vida; y así uniformado, recibieras la iluminación y entonces pudieras oír: “Mira, tu fe te salvó” (Le 18, 42) y te devolvió la vista.
7.‑ El segundo ciego, cegado por el estiércol de las golondrinas, pero curado por la hiel del pez, es Tobías, del que se relata: “Sucedió que un día, cansado a causa de una sepultura, de regreso a casa, se echó contra la pared y se durmió; y del nido de golondrinas cayeron sobre sus ojos, mientras dormía, los excrementos; y así se volvió ciego” (Tob 2, 10‑11). Vamos a considerar brevemente lo que significan Tobías, la sepultura, la casa, la pared, el dormir, el nido, las golondrinas y sus mismos excrementos. Tobías es el justo tibio; la sepultura es la penitencia; la casa es el cuidado del cuerpo; la pared es el placer de la carne; el tomar sueño es el entumecimiento de la negligencia; el nido es el consentimiento de la mente viciosa; las golondrinas son los demonios; y los excrementos son la gula y la lujuria. Digamos, pues: “Tobías, cansado a causa de una sepultura...”
Tobías es figura del justo tibio, del cual el Señor dice en el Apocalipsis: “Ya que no eres frío”, por el temor del castigo, “ni eres caliente”, por el amor de la gracia, “sino que eres tibio, yo comenzaré a vomitarte de mi boca” (Ap 3, 15‑16). Como el agua tibia provoca el vómito, así la tibieza y la negligencia expulsan del vientre de la misericordia divina al ocioso y al tibio. Exclama Jeremías: “¡Maldito el hombre que lleva a cabo las obras de Dios con negligencia!” (48, 10).
Tobías, cansado a causa de la sepultura, regresa a casa, cuando en la fatiga de la penitencia ‑en la cual y bajo la cual debe esconder los cuerpos de los muertos, o sea, los pecados mortales, para estar entre aquellos de los que se dice: “¡Bienaventurados aquellos cuyos pecados están cubiertos!” (Salm 31, 1) ‑ experimenta aburrimiento y vuelve con sus deseos al cuidado de su cuerpo, en contra de lo que le sugería el Apóstol (Rom 13, 14).
Y añade: “Se echó contra una pared”. La pared es el placer de la carne. Como en la pared una piedra se pone encima de la otra y se pega con el cemento, así en los placeres de la carne, el pecado de la vista se une al pecado del oído y el pecado del oído al pecado del gusto, y así de los demás sentidos; y se pegan tenazmente entre sí con el cemento de las malas costumbres. Después, se adormece abandonándose al entorpecimiento de la negligencia; y así sucede la deyección de las golondrinas sobre los ojos del que está durmiendo.
Las golondrinas, por su raudísimo vuelo, son figuras de los demonios, cuya soberbia hubiera querido volar por encima de las nubes y de las estrellas del cielo, y llegar a la igualdad con el Padre, a la semejanza del Hijo (ls 14, 13‑14).
El nido de los demonios es el consentimiento de la mente afeminada, elaborado con las plumas de la vanagloria y con el barro de la lascivia. De ese nido caen los excrementos de la gula y de la lujuria sobre los ojos del adormecido Tobías; y así se ciegan los ojos, o sea, la razón y la inteligencia de la desgraciada alma.
8.‑ Presten atención, queridísimos, y cuídense de tan funesto engranaje. Del disgusto de la sepultura, o sea, de la penitencia, se llega a la casa del cuidado del cuerpo. Ese cuerpo, bajo la apariencia de la necesidad, se apoya contra la pared del placer y entonces, sumergido en el sueño de la negligencia, llega a ser cegado por los excrementos de la lujuria. El poeta Ovidio se pregunta: “¿Egisto cómo llegó a ser adúltero? El motivo es evidente: vivía en el ocio”.
Grita, pues, oh tibio Tobías, oh ciego lujurioso, que yaces contra la pared: “Hijo de David, ¡ten piedad de mí!”
Este ciego, en el introito de la misa de hoy, suplica ser
iluminado, diciendo: “¡Sé tú el Dios que me protege, mi abrigo, porque tú eres
mi ayuda y mi refugio; y por tu nombre serás mi guía y me nutrirás!” (Salm 30, 2
... ). El ciego pide cuatro cosas‑ “Sé tú el Dios que me protege”; tú me
proteges y me defiendes con los brazos abiertos en la cruz, como la gallina a
los polluelos bajo sus alas. “El lugar de abrigo”, para que en tu costado,
atravesado por la lanza, pueda hallar un lugar de refugio, en el que esconderme
frente al enemigo. “Tú eres mi ayuda”, para no caer, y “mi refugio” o, mejor, mi
“refugio secreto”, para que, si caigo, no recurra a otro sino sólo a ti. “Y por
tu nombre de Hijo de David”, tú me guiarás a mí que soy ciego, porque me darás
la mano de tu misericordia, y me nutrirás con la leche de tu gracia. “¡Hijo de
David, ten, pues, piedad de mí!”.
9.‑ El Hijo de Dios y de David, el ángel del supremo consejo, el médico y la medicina del género humano, en el mismo libro te aconseja: “Abre el vientre del pez, extrae la hiel, unta los ojos” (Tob 6, 5...); y así podrás recuperar la vista.
En sentido alegórico, el pez es Cristo, asado por nosotros en la parrilla de la cruz. La hiel es su amarguísima Pasión; y si los ojos de tu alma fueren untados con esa hiel, recuperarás la vista. La amargura de la pasión del Señor expulsa toda la ceguera de la lujuria y todo excremento de carnal concupiscencia. Dijo el sabio abad Guerrico: “El recuerdo del crucificado crucifica los vicios”. Se lee en el libro de Rut: “Moja tu bocado en el vinagre” (2, 14). El bocado es el momentáneo y pequeño placer de la carne, que debes mojar en el vinagre, o sea, en la amargura de la pasión de Cristo.
También a ti el Señor te manda, como mandó a Abraham, en la historia de este domingo: “Toma a tu hijo Isaac, al que tanto amas, y vete a la tierra de la visión, y allí ofrécemelo en holocausto” (Gen 22, 2). Isaac se interpreta “risa” o “gozo”, y en sentido moral significa nuestra carne, que ríe, cuando las cosas de este mundo le sonríen, y goza, cuando satisface sus deseos. De los dos habla Salomón en el Eclesiastés: “La risa”, o sea, las cosas temporales, “las juzgué un error”, porque extravían del camino de la verdad, y “al gozo” de la carne le dije: “¿Por qué engañas vanamente?” (2, 2).
Toma, pues, a tu hijo, a tu carne, al que amas y al que alimentas tan cariñosamente; Y, ¡desgraciado de ti!, ¿no sabes que no existe peste más fuerte para dañar que el enemigo familiar? Dice Salomón: “El que nutre con delicadeza a su siervo desde la infancia, más tarde sufrirá sus insolencias” (Prov 29, 21). Tómalo, pues, tómalo y crucifícalo. Es reo de muerte. Replica Pilato, o sea, el afecto carnal: “ ¿Qué mal hizo? oh! Cuántos males hizo tu risa, tu hijo!. Despreció a Dios, escandalizó al prójimo, dio muerte a su alma. Y tú preguntas: “¿Qué mal hizo?”. Tómalo, pues, y vete a la tierra de la visión.
10.‑ “Tierra de visión” fue llamada Jerusalén, de la cual se habla en el evangelio de hoy: “Jesús llamó secretamente a sus doce discípulos y les dijo: “Subamos a Jerusalén” (Mt 20, 17‑18). Toma también tú a tu hijo, y sube con Jesús y los apóstoles a Jerusalén, y allí ofrece en el altar, o sea, en la meditación de la pasión del Señor, y en la cruz de la penitencia, tu cuerpo en holocausto. Y presta atención que dice “en holocausto”. Holocausto deriva del griego holon, todo, y cauma quema. Por ende, holocausto significa “todo quemado”. Ofrece, pues, a todo tu hijo, a todo tu cuerpo, a Jesucristo, que se ofreció totalmente a Dios Padre, para destruir totalmente el cuerpo del pecado (Rom 6, 6).
Y observa que como el cuerpo humano está compuesto de cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra: el fuego en los ojos, el aire en la boca, el agua en las entrañas y la tierra en las manos y en los pies; así el cuerpo del pecador, esclavo del pecado, tiene el fuego en los ojos por la curiosidad, el aire en la boca por la locuacidad, el agua en las entrañas por la lujuria, la tierra en las manos y en los pies por la crueldad. En cambio, el Hijo de Dios tuvo velado su rostro, “que los ángeles desean contemplar” (1Pe 1, 12), para mortificar la morbosa curiosidad de tus ojos. Permaneció mudo como un cordero no sólo delante de quien lo esquilaba, sino también delante de quien lo mataba; y mientras era maltratado, no abrió su boca, para mortificar tu locuacidad. Su costado fue traspasado por la lanza, para arrancarte los humores malsanos de la lujuria. Fue colgado en la cruz con las manos y los pies clavados, para eliminar de tus manos y pies la iniquidad (de las malas obras). Toma, pues, a tu hijo, a tu risa, a tu carne, y ofrécelo todo en holocausto, para que tú puedas arder todo en la caridad, que “cubre la multitud de los pecados” (1 Pe 4, 8).
De la caridad el Apóstol proclama en la epístola de hoy: “Si hablara la lengua de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera la caridad, no sería más que bronce que resuena y campana que toca” (1Cor 13, 1). Dice Agustín‑. “Yo llamo caridad ese impulso del alma para que goce de Dios por sí mismo, y goce de sí y del prójimo en orden a Dios”. Y el que no tiene esta caridad, aunque haga muchas cosas buenas, o sea, obras buenas, en vano se fatiga. Por esto dice el Apóstol: “Aunque hablara la lengua de los ángeles...” La caridad llevó al Hijo de Dios al patíbulo de la cruz. Se dice en el Cantar de los Cantares: “El amor es fuerte como la muerte” (8, 6). Y el bienaventurado Bernardo exclama: “¡Oh caridad, qué recia es tu atadura, con la cual hasta el Señor quiso ser atado!”. Toma, pues, a tu hijo y ofrécelo en el altar de la pasión de Jesucristo. Con su hiel, o sea, con su amargura, serás iluminado y merecerás oír: “Mira, tu fe te salvó” y te devolvió la vista.
11.‑ Puede haber otra interpretación. Tobías fue iluminado con la hiel del pez. La carne del pescado es sabrosa; en cambio, la hiel es amarga. Si se esparce la hiel sobre la carne del pescado, también la carne se volverá amarga. La carne del pescado es el placer de la lujuria; y la hiel que dentro se anida, es la amargura de la muerte eterna. Por eso Job, en el mismo sentido aunque con palabras distintas, dice: “Su alimento será la raíz del enebro” (30, 4). Observa que la raíz del enebro es dulce y comestible, pero tiene por hojas las espinas; así el placer de la lujuria, que es el alimento de los hombres carnales, al momento parece dulce, pero al fin produce las heridas de la muerte eterna.
Abre, pues, el vientre del pez, o sea, medita sobre el placer del pecado y comprenderás cuán abyecto es. Extrae la hiel, o sea, dirige tu atención al castigo que es debido al pecado y cómo no tenga fin: así podrás cambiar en amargura todo placer de tu carne.
12.‑ El tercer ciego fue el ángel de Laodicea, iluminado con el colirio. Laodicea se interpreta “tribu amable al Señor”, y simboliza a la santa iglesia, por cuyo amor el Señor derramó su sangre, y de ella, como de la tribu de Judá, eligió “un sacerdocio real”. El ángel de Laodicea es el obispo o el prelado de la santa Iglesia, que con razón se le llama ángel por la dignidad de su oficio, del que el profeta Malaquías dice: “Los labios de los sacerdotes guardan la ciencia; y la gente busca de sus labios la ley del Señor, porque es el ángel del Señor de los ejércitos” (2, 7).
Observa que en esta cita se señalan cinco cosas, absolutamente necesarias al obispo o al prelado de la iglesia, o sea la vida, la fama, la ciencia, la abundancia de la caridad, la túnica talar de la pureza.
Los labios del sacerdote son dos: la vida y la fama. Ellas deben custodiar la ciencia, para que lo que el sacerdote sabe y predica, custodie su vida, con respecto a sí mismo, y su ciencia, con respecto al prójimo. De estos dos labios procede la ciencia de una predicación fructuosa. Y si en el prelado se hallan ante todo estas tres cosas, de su boca los súbditos buscarán la ley, o sea, la caridad, de la cual dice el Apóstol: “Lleven los unos las cargas de los otros, y así cumplirán la ley de Cristo” (Gal 6, 2), o sea, el precepto de la caridad. Cristo, en efecto, sólo por amor llevó a la cruz en su cuerpo el peso de nuestros pecados. La ley es la caridad, que los súbditos buscan ante todo “fuera”, o sea, en las obras, para que, después, puedan recibir esa ley más suave y fructuosamente de la boca del mismo prelado; porque “Jesús comenzó a hacer y a enseñar y El era poderoso en obras y en palabras” (Hech 1, 1; Lc 24, 19).
13.‑ Sigue: “El prelado es el ángel del Señor de los ejércitos”. He ahí la estola de la pureza interior. “Vivir en la carne, prescindiendo de la carne, como dice Jerónimo, no es propio de la naturaleza humana sino de la angélica”.
Al ángel de Laodicea, o sea, al prelado de la Iglesia, carente de estas cinco virtudes, el Señor lo reprende con rigor: “Tú eres infeliz y miserable, ciego, pobre y desnudo”. Eres infeliz en tu vida, miserable en la fama, ciego en la ciencia, pobre en la caridad, desnudo de la túnica talar de la pureza. Pero, como el Señor sabe curar los males con remedios opuestos, y mientras corrige, enseña, y mientras acicatea, suaviza el dolor; por eso le da sus consejos al obispo ciego de Laodicea: “Te exhorto a comprarme a mí oro purificado y garantizado, para que llegues a ser rico, y a revestirte con vestidos blancos, para que no se vea la vergüenza de tu desnudez, y untar tus ojos con el colirio, para que veas”.
Te exhorto a comprarme a mí y no al mundo, con el precio de la buena voluntad, el oro de una vida preciosa contra las escorias de tu vida infeliz; oro purificado por el fuego de la caridad contra la miseria de tu pobreza; oro garantizado por el crisol de la buena fama contra el hedor de tu infamia; y a revestirte con vestidos blancos contra la vergüenza de tu desnudez, y a untar tus ojos contra la ceguera de tu insipiencia.
14.‑ Observa que este colirio, con el cual se iluminan los ojos del alma, se compone de las cinco palabras de la Pasión del Señor, que son como cinco hierbas medicinales, de las cuales habla el evangelio de hoy: “Será entregado a los paganos, y será escarnecido, flagelado y escupido; y después de haberlo flagelado, lo matarán” (Lc 18, 32). ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! El que es la libertad de los prisioneros es encarcelado, la gloria de los ángeles es escarnecida, el Dios de todos es flagelado, el espejo sin mancha y el candor de la luz eterna es escupido, la vida de los que mueren es matada. Y a nosotros, tan desgraciados, ¿ qué nos queda por hacer sino ir y morir con El? Sácanos, oh Señor Jesús, del barro de la hez con el anzuelo de tu cruz, para que podamos correr, no arrastrados por el perfume, sino por la amargura de tu pasión. ¡Oh alma mía, prepárate el colirio, haz un llanto amargo por la muerte del Unigénito y por la pasión del Crucificado! ¡El Señor inocente es traicionado por el discípulo, escarnecido por Herodes, flagelado por el gobernador, escupido por la gentuza de los judíos, crucificado por la cohorte de los soldados! Haremos una breve consideración sobre cada uno de estos episodios.
15.‑ Fue traicionado por su discípulo. judas preguntó: “¿Qué quieren darme y yo se lo entregaré?” (Mt 26, 15). ¡Oh dolor! ¡Se intenta poner un precio a lo que es inestimable! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Dios es entregado y vendido por pocas monedas! “¿Qué quieren darme?”. oh judas, tú quieres vender a Dios como un esclavo sin valor, como un “perro muerto”, ya que no interrogas tu voluntad, sino la de los compradores. “¿Qué quieren darme?”. Y ¿qué pueden darte? Si te dieran Jerusalén, la Galilea y la Samaría, ¿podrían quizás comprar a Jesús? Si te dieran el cielo y a los ángeles, la tierra y a los hombres, el mar y todo lo que contiene, ¿ podrían quizás comprar al Hijo de Dios, “en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia?” (Col 2, 3). ¡Por cierto que no! ¿Puede quizás el Creador ser comprado o vendido por su criatura? Y tú dices: “¿Qué quieren darme, y yo se lo entregaré?”. Razona un poco conmigo: “¿En qué te ofendió y qué mal te hizo, para que digas: “Y yo se lo entregaré?”. ¿Dónde está la incomparable humildad del Hijo de Dios y su voluntaria pobreza? ¿Dónde están su dulzura y su afabilidad? ¿Dónde está su humanísima predicación y dónde están los milagros que El realizó? ¿Dónde están sus lágrimas de conmiseración por Jerusalén y por la muerte de Lázaro? ¿Dónde está el privilegio por el cual te eligió por apóstol y te hizo su amigo y familiar? Estos hechos y muchos otros ¿no debían ablandar tu corazón, suscitar en ti la piedad e impedirte de decir: “Yo se lo entregaré”?
Desgraciadamente, ¡cuántos Judas iscariotes ‑que se interpreta “merced”‑ existen hoy que por la “merced” de alguna ventaja temporal venden a la verdad, traicionan al prójimo con el beso de la adulación, y en fin se cuelgan del lazo de la condenación eterna!
16.‑ Fue escarnecido por Herodes. Se lee en Lucas: “Herodes con su ejército lo despreció; y, para escarnecerlo, lo hizo vestir con una vestidura blanca” (23, 11). El Hijo de Dios es despreciado por el zorro de Herodes ‑“Vayan y digan a aquel zorro”, dijo un día Jesús‑ y por su ejército, mientras a Él el ejército de los ángeles le canta con voz incesante: “¡Santo, santo, santo es el Señor Dios de los ejércitos!”. Y Daniel añade: “Mil millares lo sirven y cientos de miles de millares lo asisten” (7, 10).
“Y para escarnecerlo, lo hizo vestir con una vestidura blanca”. El Padre revistió a SU Hijo Jesús con una vestidura blanca, o sea, “con la carne limpia de toda mancha de pecado”, asumida de la Virgen Inmaculada. Dios Padre glorificó al Hijo, que Herodes despreció. El Padre lo revistió con una vestidura blanca, y Herodes lo escarneció revistiéndolo de la misma manera.
¡Oh, qué dolor! ¡Así sucede también hoy! Herodes se interpreta “gloria de la piel” y simboliza al hipócrita que se jacta de su apariencia exterior como de una piel; en cambio, “toda la gloria de la hija del rey”, o sea, del alma, que es hija del Rey del cielo, “proviene de lo interior”. El hipócrita desprecia y escarnece al Señor: lo desprecia, cuando predica al Crucificado, pero no lleva las llagas del Crucificado; y lo escarnece, cuando se esconde bajo la gloria de la piel (apariencia), para poder engañar a los miembros de Cristo. “Toca dulcemente la flauta el cazador, mientras engaña al pájaro” (Catón). A cuántos engaña también hoy la gloria de la piel herodiana (la hipocresía)!
17.‑ Fue también flagelado por Poncio Pilato. Se lee en Juan: “Entonces tomó Pilato a Jesús y lo azotó” (19, 1). Dice Isaías: “Cuando pase el turbión del azote, serán por él pisoteados; y cada vez que pase, los arrebatará” (28, 18~19). Para que este flagelo, en el cual se indican la muerte eterna y la potencia del diablo, no nos golpeara, el Dios de todos, el Hijo de Dios, fue atado a la columna como malhechor y cruelísimamente azotado, tanto que la sangre brotaba de toda parte del cuerpo.
¡Oh dulzura de la divina misericordia, oh paciencia de la paterna bondad, oh profundo e inescrutable misterio del eterno consejo! ¡Tú, oh Padre, veías a tu Hijo Unigénito, que es igual a ti, ser atado a la columna como un malhechor y ser despedazado por los flagelos como un homicida! ¿Y cómo pudiste contenerte? Te damos gracias, oh Padre santo, que por las cadenas y por los flagelos de tu amado Hijo nos libraste de las cadenas de los pecados y de los flagelos del diablo. Pero, ¡ay de mí! Poncio Pilato azota de nuevo a Jesucristo. Poncio se interpreta “descarriado”, y Pilato “martillador”, o también “el que golpea con la boca”, y simboliza a aquel que se desvía de los buenos propósitos y, pese a la promesa, vuelve al vómito. Ese hombre con su boca blasfema y con el martillo de la lengua golpea y azota a Cristo en sus miembros. Después de haberse alejado con Satán de la presencia del Señor, desacredita a la orden religiosa, diciendo de un miembro que es soberbio y acusa al otro de gula; y, para aparecer él mismo inocente, juzga a los demás culpables. Así con la infamia de muchos puede disfrazar su maldad.
18.‑ Fue también escupido por los judíos. Dice Mateo: “Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron puñetazos, y otros lo abofetearon” (26, 67). Oh Padre, la cabeza de tu Hijo Jesús, que infunde temblor a los arcángeles, es golpeada con una caña. El rostro, que los ángeles desean contemplar, es ensuciado por los salivazos de los judíos y abofeteado. Se le arranca la barba, es golpeado con puñetazos y arrastrado por los cabellos. Y tú, oh clementísimo Señor, callas y disimulas, y prefieres que tu Único sea escupido y abofeteado a que todo el pueblo perezca. ¡A ti la alabanza, a ti la gloria, porque de los salivazos, de las bofetadas y de los puñetazos de tu Hijo Jesús sacaste para nosotros un antídoto, para expulsar el veneno de nuestras almas!.
Otra aplicación: el rostro de Jesucristo es una figura de los prelados, por cuyo medio, como por medio del rostro, conocemos a Dios. En este rostro los pérfidos judíos, o sea, los súbditos malvados, escupen, cuando calumnian y maldicen a los prelados, en contra de la prohibición del Señor: “¡No maldecirás al príncipe de tu pueblo!” (Hech 23, 5).
19.‑ En fin, fue crucificado por los soldados. Dice Juan: “Los soldados lo crucificaron y se apoderaron de sus vestiduras” (19, 23). “¡oh ustedes todos, que pasan por el camino”, deténganse, “consideren y observen si hay dolor semejante a mi dolor!” (Lam 1, 12).
Los discípulos huyen, los conocidos y los amigos se alejan, Pedro reniega, la sinagoga corona de espinas, los soldados crucifican, los judíos blasfeman y escarnecen, se le da a beber hiel y vinagre. ¿Hay dolor semejante a mi dolor? Corno dice la esposa en el Cantar de los Cantares: “Sus manos torneadas, áureas, cuajadas de jacintos” (5, 14), fueron atravesadas por los clavos. Los pies, a los cuales el mismo mar se ofreció como camino, fueron clavados en la cruz. El rostro, que es corno el sol cuando resplandece con toda su fuerza, se cubrió de la palidez de la muerte. Los ojos amados, para los cuales todo es visible, están cerrados en la muerte. ¿Y puede haber dolor semejante a mí dolor? Entre tantas tristezas, sólo el Padre prestó su socorro, cuando Jesús le suplicó: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Y después de haber dicho esto, “inclinó la cabeza”, El que no tenía lugar donde posarla, y entregó su espíritu” (Jn 19, 30).
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Todo el cuerpo místico de Cristo, que es la iglesia, es de nuevo crucificado y matado! En este cuerpo algunos son la cabeza, otros las manos, otros el cuerpo. La cabeza son los contemplativos, las manos son los de vida activa, los pies son los predicadores santos, el cuerpo son todos los verdaderos cristianos. Todo este cuerpo de Cristo, cada día, los soldados, o sea, los demonios, lo crucifican con sus instigaciones, que son como clavos. Los judíos, los paganos, los herejes... lo blasfeman y le hacen beber la hiel y el vinagre del dolor y de la persecución. ¡No hay de qué maravillarse! “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones” (2Tim 3, 12).
Con razón se dice: “Será entregado, escarnecido, flagelado, escupido y crucificado”. Con estas cinco palabras, como con cinco preciosísimas hierbas medicinales, hazte un colirio, oh ángel de Laodicea, y unta los ojos de tu alma, para recuperar la luz. Y así merecerás oír: “¡Mira! ¡Tu fe te salvó!”.
Oh queridísimos, roguemos y pidamos insistentemente con la devoción de la mente que el Señor Jesucristo se digne iluminar los ojos de nuestra alma con la fe en su encarnación, con la hiel y el colirio de su pasión, El que iluminó al ciego de nacimiento, a Tobías y al ángel de Laodicea. Y así mereceremos contemplar en el esplendor de los santos y en el fulgor de los ángeles al mismo Hijo de Dios, que es luz de luz.
¡Nos lo conceda el mismo Señor, que con el Padre y el
Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos! ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando ayunan, no sean tristes como los hipócritas. Ellos desfiguran el rostro, para mostrar a los hombres que ayunan. De cierto, les digo que ya tienen su recompensa. En cambio, tú, cuando ayunas, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en el secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará en público” (Mt 6, 16‑18).
En este pasaje evangélico debemos tratar dos argumentos: el
ayuno y la limosna.
2.‑ “Cuando ayunan”... En esta primera parte debemos considerar cuatro cosas: la simulación de los hipócritas, la unción de la cabeza, el lavado de la cara y el ocultamiento del bien.
“Cuando ayunan”. Se lee en la Historia Natural que con la saliva del hombre en ayunas se resiste a los animales que tienen veneno; mas aun, si la serpiente la ingiere, muere (Plinio). Entonces, en el hombre en ayunas hay de veras una gran medicina.
Adán en el paraíso terrestre, mientras ayunó del fruto prohibido, permaneció en la inocencia. ¡He ahí la medicina, que mata a la serpiente diablo y que restituye el paraíso, perdido por culpa de la gula! También de Ester se dice que castigó su cuerpo con el ayuno para destituir al orgulloso Amán y reconquistar para los judíos la benevolencia del rey Asuero.
Ayunen, pues, si quieren conseguir estas dos cosas: la victoria contra el diablo y la restitución de la gracia perdida. Pero, “cuando ayunan, no sean tristes como los hipócritas”, o sea, no quieran ostentar su ayuno con la tristeza del rostro. Por cierto, todo eso no prohíbe la virtud, sino la simulada apariencia de virtud.
Hipócrita se llama también “dorado”, o sea, que tiene la apariencia del oro, pero en su interior, o sea, en su conciencia, es barro. Este es el ídolo de los babilonios, o sea, Bel, del que dice Daniel: “ No te engañes, oh rey; este ídolo por fuera es de bronce, pero por dentro es barro” (14, 6).
El bronce resuena y aparentemente puede parecer oro. Así el hipócrita ama el sonido de la alabanza y ostenta una apariencia de santidad. El hipócrita es humilde en el rostro, modesto en el vestido, quedo en la voz, pero lobo en su mente.
Esta tristeza no agrada a Dios. ¡Es un extraño modo de procurarse la alabanza, el de ostentar los signos de la tristeza! Los hombres suelen alegrarse, cuando ganan dinero. Pero son dos asuntos distintos: en éstos hay vanidad, en los otros falsedad.
“Desfiguran sus rostros”, o sea, los envilecen más allá de los límites de la condición humana. Como puede haber jactancia por la elegancia de los vestidos, también puede haber jactancia por la escualidez y la extenuación (Glosa). Entonces no hay que abandonarse ni a una escualidez exagerada ni a una excesiva pulcritud: hay que buscar un término medio.
“Para mostrarse a los hombres”. Cualquier cosa que hagan, es apariencia, pintada con falsos colores. Comenta la Glosa: “Lo hacen con tal de aparecer distintos de los demás y ser llamados “superhombres”, incluso a través del envilecimiento”.
Para mostrarse a los hombres “que ayunan”. El hipócrita ayuna, para granjearse alabanza; el avaro, para llenar la bolsa; el justo, para agradar a Dios.
“De cierto les digo: ya recibieron su recompensa”. He ahí la recompensa del prostíbulo, del que dice Moisés: “No prostituyas a tu hija” (Lv 19, 29). La hija son las obras, que exponen en el prostíbulo del mundo, para recibir la recompensa de la alabanza. Sería necio el que vendiera oro de elevados quilates por unas monedas de plomo. En realidad, vende una cosa de gran valor por un precio vil, el que hace el bien para procurarse la alabanza de los hombres.
3.‑ “Tú, en cambio, cuando ayunas, unge tu cabeza y lava tu cara”. Esto está de acuerdo con lo que dice Zacarías: “Así dijo el Señor de los ejércitos: “El ayuno del cuarto mes, del quinto, del séptimo y del décimo se convertirán para la casa de Israel en gozo y alegría y en días de gran fiesta” (8, 19).
La casa de Judá se interpreta “ el que manifiesta” o “el que alaba”, y es figura de los penitentes que, al manifestar y al confesar sus pecados, dan alabanza a Dios. Para éstos es, y debe ser, el ayuno del cuarto mes, porque ayunan (se abstienen) de cuatro cosas: de la soberbia del diablo, de la impureza del alma, de la gloria del mundo de la injuria al prójimo. “Este es el ayuno y que yo quiero”, dice el Señor (58, 6).
El ayuno del quinto mes consiste en mantener los cincos sentidos alejados de las distracciones y de los placeres ilícitos. El ayuno del séptimo mes es la represión de la codicia terrenal. Como se lee que el séptimo día no tiene fin, así ni la codicia del dinero toca jamás el fondo de la suficiencia.
El ayuno del décimo mes es el cese de toda finalidad mala. El fin de todo número es el diez. El que quiere contar más, debe comenzar del uno. El Señor se queja por boca de Malaquías: “Ustedes me están engañando, y me preguntan: “¿En qué te engañamos? En los diezmos y en las primicias” (3, 8), o sea, en el mal fin y en el principio de una intención perversa. Y presta atención: pone los diezmos antes que las primicias, porque es sobre todo por el fin perverso que es condenada toda la obra precedente.
Este ayuno se transforma para los penitentes en gozo de la mente, en alegría del amor divino y en espléndidas solemnidades de conversación celestial. Esto quiere decir ungir la cabeza y lavar la cara. Unge la cabeza aquel que en su interior está colmado de alegría espiritual, y lava su cara aquel que embellece sus obras con una vida honesta.
4.‑ Hay otra interpretación. ‑Cuando tú ayunas”... Durante esta cuaresma son muchos los que ayunan, y, sin embargo, persisten en sus pecados. Estos no ungen sus cabezas.
Observa que hay un ungüento triple: lenitivo, corrosivo y punzante. El primero lo produce el pensamiento de la muerte, el segundo la inminencia del futuro juicio y el tercero la gehena.
La cabeza puede estar cubierta de pústulas, verrugas y roña. La pústula es una pequeña protuberancia superficial, repleta de pus; la verruga es una excrecencia de carne superflua, por la cual verrugoso puede significar también “superfluo”; y la roña es una sarna seca, que deteriora la belleza. En estas tres enfermedades están indicadas la soberbia, la avaricia y la lujuria obstinada.
Oh tú, soberbio, has de poner ante los ojos de tu mente la corrupción del cuerpo, su podredumbre y su hedor. ¿Dónde estará entonces la soberbia de tu corazón, dónde la ostentación de tus riquezas? Entonces ya no habrá palabras infladas de viento, porque con una pequeña punción de aguja se desinfla la vejiga. Estas verdades, meditadas en lo íntimo, ungen la cabeza cubierta de pústulas, o sea, humillan la mente orgullosa.
Oh tú, avaro, acuérdate del último examen, en el que habrá el juez indignado, el verdugo dispuesto a atormentar, los demonios que acusan y la conciencia que remuerde. Entonces, dice Ezequiel: “Tu plata será echada fuera, y tu oro será echado al basural. La plata y el oro no podrán liberarte en el día de la ira del Señor” (7, 19). Estas verdades, meditadas con atención, corroerán y desprenderán las verrugas de la superfluidad; y esas superfluidades serán compartidas entre los que no tienen ni lo necesario. Te ruego, pues, que cuando ayunas, unjas tu cabeza con este ungüento, para que lo que te sustraes a ti mismo, lo ofrezcas al pobre.
Y tú, oh lujurioso, piensa en la gehena del fuego inextinguible, donde habrá muerte sin muerte y fin sin fin; donde se busca la muerte y no se la encuentra; donde los condenados se comerán la lengua y maldecirán a su Creador. La leña de aquel fuego serán las almas de los pecadores, y el soplo de la ira de Dios las incendiará. Dice Isaías: “Desde ayer”, o sea, desde la eternidad, “está preparado el Tofet”, o sea, la gehena de fuego, “profundo y vasto. El fuego y mucha leña son su alimento. El soplo del Señor, como torrente de azufre, le dará fuego” (30, 33). He aquí el ungüento punzante, capaz de sanar la más inveterada lujuria de la mente. Como el clavo echa fuera otro clavo, así estas verdades, meditadas asiduamente, reprimirán el estímulo de la lujuria. Entonces tú, cuando ayunas, unge tu cabeza con tal ungüento.
5.‑ “Lava tu cara”. Las mujeres, cuando quieren salir a la calle, se ponen delante del espejo y, si descubren alguna mancha en el rostro, la lavan con el agua. Así tú también mira en el espejo de tu conciencia y, si allí encuentras la mancha de algún pecado, corre en seguida al manantial de la confesión. Cuando en la confesión se lava con las lágrimas la cara del cuerpo, también el rostro del alma se ilumina.
Hay que destacar que las lágrimas son luminosas contra la oscuridad, cálidas contra la frialdad, saladas contra el hedor del pecado.
“Para no mostrar a los hombres que ayunas”. Ayuna para los hombres el que busca su aplauso; en cambio, ayuna para Dios el que se mortifica por su amor y da a los demás lo que se sustrae a sí mismo.
“Y tu Padre que ve en lo secreto”. Comenta la Glosa: “El
Padre ve en lo secreto, por motivo de la fe, y recompensa las obras hechas en lo
secreto. Entonces se debe ayunar sólo donde El vea. Y es necesario que el que
ayuna, ayune de tal modo que pueda complacer a aquel, a quien lleva en el
pecho”. ¡Amén!
6.‑ “No se hagan tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen y donde los ladrones minan y hurtan” (Mt 6, 1 g).
La herrumbre consume los metales y la polilla los vestidos. Lo que se salva de estos dos flagelos, lo hurtan los ladrones. Con estas tres expresiones se condena toda avaricia.
Ahora vamos a considerar el significado moral de las cinco palabras: tierra, tesoros, herrumbre, polilla y ladrones.
La tierra, llamada así porque se seca (en latín, terret) por la seguía natural, simboliza la carne, que es tan sitibunda que jamás dice basta. Los tesoros son los preciosos sentidos del cuerpo. La herrumbre, enfermedad del hierro, llamada así del verbo erodere, roer, es la libido, que, mientras deleita, destruye el esplendor del alma y la consume. La polilla indica la soberbia o la ira. Los ladrones (en latín fures, de furvus: oscuro), que trabajan en la oscuridad de la noche, son los demonios.
Entonces, si llevamos algo en la carne y ocultamos los tesoros en la tierra, o sea, mientras ocupamos los preciosos sentidos del cuerpo en deseos terrenales o de la carne, la herrumbre, o sea, la libido los consume. Además, la soberbia, la ira y los demás vicios destruyen el vestido de las buenas costumbres; y si todavía queda algo, los demonios lo hurtan, que siempre tienden a eso: despojamos de los bienes celestiales.
“Háganse tesoros en el cielo”. Gran tesoro es la limosna. Dijo san Lorenzo: “Los bienes de la Iglesia fueron colocados en los tesoros celestiales. que son las manos de los pobres”. Acumula tesoros en el cielo el que da a Cristo. Y da a Cristo el que da al pobre. Dice el Señor: “Todo lo que hicieron a uno de estos mis pequeños, me lo hicieron a mí” (Mt 25, 40).
Limosna es un término griego; en latín y castellano se dice “misericordia”, que significa “el que riega el mísero corazón”. El hombre riega la huerta, para cosechar frutos. Riega tú también el corazón del pobre miserable con la limosna, que es llamada “agua de Dios”, para cosechar el fruto en la vida eterna. Tú cielo sea el pobre. En él coloca tu tesoro, para que en él esté siempre tu corazón, y sobre todo durante esta santa cuaresma.
Y donde está el corazón, ahí está el ojo; y donde están el
corazón y el ojo, ahí está la inteligencia, de la que dice el Salmo:
“¡Bienaventurado el que piensa en el pobre y en el necesitado!” (40, 2). Y
Daniel dijo a Nabucodonor: “Te sea grato, oh rey, mi consejo: “Rescata tus
pecados con la limosna y tus iniquidades con obras de misericordia hacia los
pobres” (4, 24). Muchos son los pecados y las iniquidades; y por eso tienen que
ser muchas las limosnas y las obras de misericordia hacia los pobres, para que,
rescatados de la esclavitud del pecado, puedan retornar libres a la patria
celestial. Se lo conceda aquel que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén!
¡Así sea!
7.‑ Se lee en el libro de los jueces que “Gedeón expugnó los campamentos de Madián con lámparas, trompas y ánforas” (7, 16‑23). También Isaías dice: “He ahí, el Dominador, el Señor de los ejércitos quebrantará con el terror el ánfora de cerámica; los altos de estatura serán cortados, y los poderosos serán humillados. La selva espesa será destruida con el hierro, y el Líbano caerá con sus altos cedros” (10, 33‑34).
Vamos a considerar qué significado moral tienen Gedeón, la lámpara, la trompa y el ánfora.
Gedeón se interpreta “el que da vueltas en el útero”, y simboliza al penitente que, antes de acercarse a la confesión, debe dar vueltas en el útero de su conciencia, en la cual es concebido y engendrado el hijo de la vida o de la muerte. Debe pensar en su edad y en cuántos años podía tener cuando comenzó a pecar mortalmente; y después cuántos y cuáles pecados mortales cometió y cuántas veces. Cuántas y cuáles fueron las personas, con las que pecó. En qué lugares y en qué tiempos, si en privado o en público, si espontáneamente o constreñido; si antes fue tentado o si pecó antes de ser tentado, lo que sería mucho más grave. Si ya se confesó de estos pecados; y, si después de haberse confesado, volvió a caer en los mismos pecados, y cuántas veces, porque en este caso habría sido más y mas ingrato a la gracia de Dios. Si descuidó la confesión, y cuánto tiempo permaneció en el pecado sin confesarse; y si, estando con el pecado mortal, recibió el cuerpo del Señor.
De este giro de inspección se dice en el primer libro de los Reyes: “Samuel fue juez en Israel todos los días de su vida. Y anualmente visitaba Betel, Gálgala y Masfa. Y después regresaba a Rama, donde tenía su casa” (7, 15).
Samuel se interpreta “el que escucha al Señor”, Betel “casa de Dios”, Gálgala “colina de la circuncisión”, Masfa “el que contempla el tiempo”, Rama “vi la muerte”.
El penitente, que oye al Señor que dice: “¡Hagan penitencia!”, debe juzgarse a sí mismo todos los días de su vida, para ver si puede ser Israel, o sea, para ver a Dios. Todos los años, durante la cuaresma, debe examinar la propia conciencia, que es la casa de Dios; y todo lo que halle de nocivo o superfluo, amputarlo en la humildad de la contrición. Debe también examinar el tiempo pasado, buscando con diligencia lo que cometió y lo que omitió; y después de todo esto volver siempre al pensamiento de la muerte, que debe tener delante de los ojos y vivir con este pensamiento.
8.‑ El penitente, después de haber dado esta vuelta como diligente explorador, en seguida debe encender la lámpara que arde e ilumina, en la que se indica el corazón contrito, que, al mismo tiempo que arde, ilumina. Dice Isaías: “La luz de Israel llegará a ser fuego y su Santo una llama; y será encendido y devorará en un día sus espinas y sus zarzas. Y la magnificencia de su selva y de su Carmelo será consumida por el alma hasta la carne” (10, 17).
He aquí lo que hace la verdadera contrición. Cuando el corazón del pecador se enciende con la gracia del Espíritu Santo, quema por el dolor e ilumina por el conocimiento de sí mismo; entonces las espinas, o sea, la conciencia llena de espinas y de remordimientos, y las zarzas, o sea, la tormentosa lujuria, son destruidas, porque se le devuelve la paz en lo interior y en lo exterior. Y la magnificencia de la selva, o sea, el lujo de este mundo, y del Carmelo, que se interpreta “blando”, o sea, el libertinaje carnal, son consumidos por el alma hasta la carne, porque todo lo que hay de inmundo en el alma y en el cuerpo es consumido por el fuego de la contrición.
¡Afortunado aquel que quema e ilumina con esta lámpara! De ella dice Job: “Lámpara despreciada en el pensamiento de los ricos, preparada para el tiempo establecido “(12, Salm). Las preocupaciones de los ricos de este mundo son: guardar las cosas adquiridas y sudar para conquistar otras; y por ello raramente o nunca se halla en ellos la verdadera contrición. Ellos la desdeñan, porque sólo anhelan las cosas transitorias. Mientras persiguen con tanto ardor los placeres de las cosas temporales, olvidan la vida del alma que es la contrición, y se encuentran con la muerte.
Dice la Historia Natural que la caza de los ciervos se hace de esta manera. Dos hombres parten, y uno de ellos silba y canta. Entonces el ciervo sigue el canto porque lo atrae. Mientras tanto, el segundo lanza la flecha, lo golpea y lo mata (Aristóteles). Así es también la caza de los ricos. Los dos hombres son el mundo y el diablo. El mundo, delante del rico, silba y canta, porque le muestra y le promete placeres y riquezas; y mientras el necio lo sigue encantado, porque en aquellas cosas halla deleite, el diablo lo mata y lo lleva a las cocinas del infierno para hervirlo y asarlo.
9.‑ Finalmente, llega el tiempo de la cuaresma, instituido por la iglesia, para perdonar los pecados y salvar las almas. Para este tiempo está preparada la gracia de la contrición, que ahora, de manera espiritual, está ante la puerta y llama. Si quieres abrirle y acogerla, ella cenará contigo y tú con ella.
Y entonces comenzarás a tocar la trompa de manera admirable.
La trompa es la confesión del pecador arrepentido. De ella se lee en el Éxodo: “Todo el monte Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego; y el humo subía como el humo de un horno; y todo el monte se estremecía en gran manera. Y el sonido de la trompa, poco a poco, se hacía más fuerte y persistente” (19, 18‑19).
Estas palabras describen cómo debe portarse el pecador en la confesión. El monte se llama así, porque no se mueve. El monte Sinaí, que se interpreta “mis dientes”, es figura del penitente, inamovible en el tiempo de la tentación, que con los dientes, o sea, con los castigos que se inflige, despedaza las carnes, o sea, sus tendencias carnales. El humea todo por las lágrimas que salen del horno de la contrición; y esto procede de la venida de la gracia celestial. “Y todo el monte se estremecía en gran manera”, porque tiene las lágrimas y la tristeza en el rostro, el desaliño en los vestidos, el dolor en el corazón y los gemidos y suspiros en la voz.
“Y el sonido de la trompa, o sea, de la confesión, se hacía más fuerte y persistente”. Aquí está indicado el modo de confesarse. Al comienzo de la confesión, el penitente debe iniciar la acusación de sí mismo, cómo pasó de la sugestión al deleite, del deleite al consentimiento, del consentimiento a la palabra, de la palabra a la acción, de la acción a la repetición, de la repetición al hábito.
Comience, ante todo, de la lujuria y de sus modalidades y circunstancias, según natura y contra natura; después, de la avaricia, usura, hurto, rapiña y todo lo mal sustraído, que debe restituir, si tiene la posibilidad. Si es clérigo, comience de la simonía, y si recibió las órdenes, mientras estaba excomulgado, y si las ejerció; o si al recibirlas cometió alguna irregularidad. En fin, confesará todas las demás cosas, como les parecerá mejor al penitente y al confesor.
10. ‑ Después de la confesión, se le debe imponer la satisfacción o la penitencia, indicada en la rotura del ánfora de cerámica. El ánfora se quiebra, y el cuerpo es castigado. Madián, que se interpreta “del juicio” o “de la iniquidad”, es figura del diablo, que ya está condenado por el juicio de Dios y está debelado; y su iniquidad está exterminada.
Es lo que dijo Isaías: “Los altos de estatura”, o sea, los demonios, “serán cortados”; y “los poderosos”, o sea, los hombres orgullosos, “serán humillados”; “y el espeso bosque”,o sea, la abundancia de bienes terrenales, “será destruido por el hierro” del temor de Dios; y el Líbano, o sea, el esplendor del lujo mundano, “se desplomará con sus altos cedros”, o sea, las bagatelas, las estafas y las apariencias.
Presta atención. La satisfacción consiste en tres cosas: en la oración a Dios, la limosna hacia el pobre y el ayuno hacia sí mismo. Así la carne, que alegremente llevó a la culpa, en la expiación recupera el perdón.
Se digne concedérnoslo aquel que es el Dios bendito por los
siglos. ¡Amén!
1.‑ “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo”... (Mt 4, 1).
Se lee en el primer libro de los Reyes, que “David habitó en el desierto de Engadí” (24, 1‑2). David se interpreta “de mano fuerte” y es figura de Jesucristo que, con las manos clavadas en la cruz, derrotó las potencias (diabólicas) del aire. ¡oh, qué maravillosa potencia: vencer al propio enemigo con las manos atadas! Cristo habitó en el desierto de Engadí, que se interpreta “ojo de la tentación”.
Observa que el ojo de la tentación es ‑triple. El primero es el de la gula, del que se dice en el Génesis: “La mujer vio que el árbol era bueno para comer, y bello a los ojos, y de aspecto agradable. Tomó de su fruto, y comió, y dio también a su marido” (3, 6). El segundo ojo es el de la soberbia y de la vanagloria, del que dice Job, hablando del diablo: “Mira hacia todo lo que es elevado; él es el rey de todos los hijos de la soberbia” (41, 25). El tercer ojo es el de la avaricia, del que habla Zacarías: “Este es su ojo en toda la tierra” (5, 6). Cristo, pues, habitó en el desierto de Engadí durante cuarenta días y cuarenta noches; y en el desierto sufrió de parte del diablo las tentaciones de gula, vanagloria y avaricia.
2.‑ Se dice, pues, en el evangelio de hoy: “Jesús fue llevado al desierto”. Observa que los desiertos son tres; y a cada uno de ellos fue llevado Jesús. El primero es el seno de la Virgen, el segundo es el del evangelio de hoy, y el tercero es el patíbulo de la cruz.
Del primer desierto dice Isaías: “Envía, Señor, al cordero que domina la tierra, desde la piedra del desierto al monte de la hija de Sión” (16, 1). Oh Señor, oh Padre, envía al Cordero, no al león, que domina, pero no que *destruye, desde la piedra del desierto, o sea, desde la bienaventurada Virgen, que es llamada “piedra del desierto”: “piedra”, por el firme propósito de la virginidad ‑por ello respondió al ángel: “¿Cómo sucederá esto, si no conozco varón”, o sea, hice el firme propósito de no conocerlo?‑; piedra “del desierto”, porque permaneció intacta, o sea, virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Envía al Cordero al monte de la hija de Sión, o sea, a la santa iglesia, que es hija de la Jerusalén celestial.
Del segundo desierto habla Mateo: “Jesús fue llevado al desierto”.
Del tercero habla Juan el Bautista: “Yo soy una voz del que
grita en el desierto” (Jn 1, 23). Juan Bautista es llamado “voz”, porque así
como la voz precede la palabra, así él precedió al Hijo de Dios. Yo, dijo Juan,
soy la voz de Cristo que grita en el desierto, o sea, en el patíbulo de la cruz:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. En este desierto todo estuvo
cuajado de espinas y privado de toda forma de socorro humano.
3.‑ “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto”. Se suele preguntar quién llevó a Jesús al desierto. Lucas señala claramente por quién fue llevado” Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó del jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto” (4, 1). Fue llevado por el mismo Espíritu del que estaba lleno y del que también Isaías dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me consagró con la unción” (61, 1). Por ese Espíritu, que lo “consagró” más que a sus compañeros (Heb 1, 9), fue llevado Jesús al desierto, para ser tentado por el diablo.
Porque el Hijo de Dios, nuestro Zorobabel, que se interpreta “maestro de Babilonia”, vino para reconstruir al mundo arruinado por el pecado; y, como médico, para sanar a los enfermos, era necesario que curara los males con los remedios opuestos, como en el arte médica las cosas calientes se curan con las frías y las frías con las calientes.
La destrucción y la enfermedad del género humano fue el pecado de Adán, que consiste en estas tres cosas: la gula, la vanagloria y la avaricia. Dice el verso: “El viejo Adán fue vencido por la gula, la vanagloria y la codicia”. Estos tres pecados los hallas descritos en el Génesis: “Dijo la serpiente a la mujer: “El día en que coman de este fruto, se les abrirán los ojos”: he ahí la gula; “serán como dioses”: he ahí la vanagloria; “y conocerán el bien y el mal”: he ahí la codicia (Gen 3, 4‑5). Estas fueron las tres lanzas con las que fue matado Adán junto con sus descendientes.
Se lee en el segundo libro de los Reyes: Joab tomó en sus manos tres lanzas y las clavó en el corazón de Absalón” (18, 14). Joab se interpreta “enemigo” y con razón simboliza al diablo, enemigo del género humano. El, con la mano de la falsa promesa, “tomó tres lanzas”, o sea, la gula, la vanagloria y la avaricia, y “las clavó en el corazón”, que es la fuente del calor y de la vida del hombre ‑“de él, dice Salomón, procede la vida” (Prov 4, 23)‑ para apagar el calor del amor divino y quitar completamente la vida, “En el corazón de Absalón”, que se interpreta “paz del padre”. Y esto fue en Adán, que fue colocado en un lugar de paz y de delicias, para que, obedeciendo al Padre, conservara eternamente su paz. Sin embargo, por no haber obedecido al Padre, perdió la paz; y el diablo clavó en su corazón las tres lanzas y lo privó completamente de la vida.
4.‑ El Hijo del hombre llegó en el tiempo favorable y, obedeciendo a Dios Padre, restauró lo que estaba perdido y curó los vicios con los remedios opuestos. Adán fue colocado en el paraíso, en el cual, sumergido por las delicias, cayó. En cambio, Jesús fue llevado al desierto, en el cual, perseverando en el ayuno, derrotó al diablo.
Observen cómo concuerden entre sí, en el Génesis y en Mateo, las dos tentaciones: “Dijo la serpiente: “En cualquier día que coman”. “Y, acercándose, el tentador le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se vuelvan panes”: he ahí la gula. Asimismo: “Serán como dioses”. “Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, y le puso sobre el pináculo del templo”: he ahí la vanagloria. Y en fin: “Conocerán el bien y el mal”. “De nuevo lo tomó el diablo y lo llevó a una altísima montaña. Le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: “Todo esto te doy, si postrándote me adoras”. El diablo, cuanto es pérfido, tanto pérfidamente habla: he ahí la avaricia.
Sin embargo, la Sabiduría, porque siempre obra cuerdamente, derrotó las tres tentaciones del diablo con tres sentencias del Deuteronomio.
Cuando el diablo lo tentó de gula, Jesús le respondió: “El hombre no vive de solo pan” (Dt 8, 3). Como si dijera: “Como el hombre exterior vive de pan material, así el hombre interior vive del pan celestial, que es la palabra de Dios”. La Palabra de Dios es el Hijo, que es la Sabiduría que procede de la boca del Altísimo. La sabiduría deriva de “sabor”. Entonces el pan del alma es el sabor de la sabiduría, con el cual saborea los dones del Señor y gusta cuán suave sea el mismo Señor. De ese pan se dice en el libro de la Sabiduría: “Les preparaste pan del cielo, que tiene en sí todo deleite y todo suave sabor” (16, 20). Esto es lo que está escrito: “De toda palabra que procede de la boca de Dios”. “De toda palabra”, porque la palabra de Dios y la sabiduría tornan insípido todo deleite de la gula. Y como Adán le tomó fastidio a ese pan, cedió a la tentación de la gula. Con razón se dice: “No de solo pan vive el hombre”.
Asimismo, al ser tentado de vanagloria, Jesús respondió: “No tentarás al Señor, tu Dios” (Dt 6, 16).
Jesucristo es Señor por la creación, y Dios por la eternidad. Y a El lo tentó el diablo, al exhortarle a El, el mismo creador del templo, a tirarse abajo del pináculo del templo, y prometió la ayuda de los ángeles al Dios de todas las potencias celestiales. “No tentarás al Señor, tu Dios”. También Adán tentó al Señor Dios, al no observar el mandato del Señor Dios, sino que prestó fe con liviandad a la falsa promesa.‑ “¡Serán como dioses!”. ¡Oh, cuánta vanagloria, creer que se pueda llegar a ser dioses! ¡oh desgraciado! En vano te levantas por encima de ti mismo, y por eso más miserablemente te desplomas por debajo de ti mismo: “¡No tientes, pues, al Señor, tu Dios!”.
En fin, al tentarlo de avaricia, Jesús respondió: “A tu Señor Dios adorarás, y a El solo servirás” (Dt 10, 20). Todos los que aman el dinero o la gloria del mundo, se postran ante el diablo y lo adoran.
En cambio, nosotros, para los que el Hijo de Dios vino al seno de la Virgen y soportó el patíbulo de la cruz, instruidos por su ejemplo, hemos de ir al desierto de la penitencia, y con su ayuda debemos reprimir la codicia de la gula, el viento de la vanagloria y el fuego de la avaricia.
Adoremos también nosotros a aquel a quien los arcángeles adoran, y sirvamos a Aquel a quien los ángeles sirven. El es el Señor bendito, glorioso, digno de alabanza y excelso por los siglos de los siglos.
Y toda la creación diga: “¡Amén! ¡Así sea!”.
1.‑ “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto” (Mt 4, 1). Se lee en el Apocalipsis: “Se le dieron a la mujer dos alas de águila, para que volara al desierto” (12, 14). Esta mujer es el alma penitente, de la que en el evangelio de Juan dice el Señor. “La mujer”, o sea, el alma, “cuando pare” en la confesión el pecado, que concibió en el placer, “sufre tristeza” (16, 21), y debe sufrirla. A esta mujer se le dan dos alas de águila.
El águila, llamada así por la agudeza de su vista, o también del pico, es el justo. El águila tiene una vista muy aguda; y cuando por la vejez su pico se hincha, lo afila frotándolo contra una piedra, y así rejuvenece. Así el justo, con la agudeza de la contemplación, contempla el esplendor del verdadero sol; y si poco a poco su pico, o sea, el ardor de la mente, se debilita a motivo de algún pecado y le impide nutrirse del sólido alimento de la dulzura interior, en seguida lo afila contra la piedra de la confesión; y así rejuvenece en la juventud de la gracia. De él dice el Profeta: “ Tú juventud se renovará como la del águila” (102, 5).
Dos son las alas de esta águila: el amor y el temor del Señor. De ello dice el Señor a Job: “¿Es por tu sabiduría que el gavilán se cubre de plumas y extiende sus alas hacia el mediodía?” (39, 26). El águila y el gavilán son figuras del justo. Y observa que el gavilán hace dos cosas: aferra con las garras y no aferra el ave sino cuando está volando.
Así el justo: aferra con el pie del afecto y no aferra el bien sino volando, sin preocuparse de las cosas terrenas. El se cubre de plumas, gracias a la sabiduría de Dios. Las plumas del gavilán son los pensamientos puros del justo, que crecen ordenadamente en su mente por la sabiduría de Dios, que viene de “sabor”. Cuanto tienes del sabor de Dios, otro tanto crecerán tus plumas. Cuanto experimentas del sabor de su dulzura, otro tanto echarás las plumas de los buenos propósitos. Y así este buitre extiende sus alas, o sea, el amor y el temor de Dios, hacia el mediodía, o sea, hacia Jesucristo, que viene del mediodía (Hab 3, 3), para irradiar el calor que nutre e infundir en ellas la gracia que sostiene. Estas dos alas se dan a la mujer, o sea, al alma penitente, con las que, soliviada de las cosas terrenas, pueda volar al desierto de la penitencia, del que se dice en el evangelio de este domingo: “Jesús fue llevado al desierto”...
2.‑ En este domingo se dice en el introito de la misa: “Me invocó y yo lo escuché”, y en la epístola del bienaventurado Pablo a los corintios: “Los exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios” (2Cor 6, 1).
Y porque llegaron para nosotros los días de la penitencia
para la remisión de los pecados y para la salvación de las almas, vamos a tratar
de la penitencia, que consiste en tres actos: la contrición del corazón, la
confesión de la boca y la obra de satisfacción. Vamos también a tratar de los
pecados contrarios a la penitencia: la gula, la vanagloria y la avaricia. Estos
seis argumentos están tomados del evangelio de hoy. ¡Y todo sea para alabanza de
Dios y para utilidad de nuestra alma!
3.‑ “Jesús fue llevado al desierto”. “Les di un ejemplo ‑dice Jesús‑, para que, como hice yo, así hagan ustedes” (Jn 13, 15). ¿qué hizo Jesús? Fue llevado por el Espíritu al desierto. Y a ti, que crees en Jesús y de El esperas la salvación, te conjuro a hacerte conducir al desierto de la confesión por el espíritu de la contrición, para que cumplas de manera perfecta el número cuadragésimo de la satisfacción.
Observa que la contrición del corazón es llamada “espíritu” (o soplo). Dice David: “Con soplo violento tú destrozarás las naves de Tarsis” (Sal 47, 8). Tarsis se interpreta “búsqueda del gozo”. Las naves de Tarsis simbolizan las aspiraciones de los seglares que, a través del mar de este mundo, son arrastrados por el velamen de la concupiscencia carnal y el viento de la vanagloria a la búsqueda del gozo del bienestar mundano. Entonces, con el viento impetuoso de la contrición el Señor destrozará las naves de Tarsis, o sea, las aspiraciones de los seglares, para que, transformadas por la contrición, no busquen el gozo falso sino el verdadero.
Y observa que el espíritu (viento) de la contrición se dice “impetuoso” por dos motivos: lleva en alto a la mente y nos sustrae de la amenaza eterna. De ese “espíritu” se dice en el Génesis: “Espiró en su rostro el aliento de vida” (2, 7). El Señor sopla en el rostro del alma el aliento de vida, que es la contrición del corazón, cuando la imagen y la semejanza de Dios, afeadas por el pecado, se graban nuevamente en el alma, o se renuevan, mediante la contrición del corazón.
4. Cómo deba ser la contrición, lo señala el Profeta al decir: “El sacrificio grato a Dios es el espíritu dolorido; un corazón contrito y humillado, tú, oh Señor, no lo desprecias” (50, 19). En este versículo se destacan cuatro cosas: el arrepentimiento del corazón dolorido por los pecados, la reconciliación del pecador, la universal contrición de todos los pecados y la perseverante humillación del pecador arrepentido. Dice, pues: el espíritu del penitente, arrepentido y contrito por los pecados, que son como espinas punzantes, es un sacrificio grato a Dios, porque aplaca a Dios en favor del pecador y reconcilia al mismo pecador con Dios.
Y dado que la contrición debe ser universal, añade “corazón contrito”. Y observa que no dice sólo “triturado” (tritum), sino “triturado junto” (contritum). El pecador debe tener el corazón “triturado” y “contrito”: triturado, para quebrarlo con el martillo de la contrición, y para dividirlo en pequeñas parcelas con la espada del dolor, y para colocar sobre cada pecado mortal una parcela, y para llorar en la pena y apenarse en el llanto. El debe apenarse más por un pecado mortal cometido que si hubiese perdido el mundo entero y todo lo que hay en él, si fuera dueño. Por el pecado mortal perdió al Hijo de Dios, que es más digno, más estimable y más precioso que toda la creación. Debe tener también el corazón “contrito”, para dolerse en general por todos los pecados cometidos, por los pecados de omisión y por los olvidados.
Y porque la perfección de todo bien es la humildad, en el cuarto y último lugar se dice: “Un corazón humillado Dios no lo desprecia”. Más bien, como dice Isaías: “El Excelso y el Sublime, que tiene una sede eterna, pone su morada en el espíritu contrito y humilde, para vivificar el espíritu de los humildes y el corazón de los arrepentidos” (57, 15).
¡Oh bondad de Dios! ¡oh dignidad del penitente! ¡Aquel que
tiene una sede eterna, habita también en el corazón del humilde y en el espíritu
del penitente! Es propio del corazón verdaderamente contrito humillarse en todo
y considerarse “un perro muerto y una pulga” (1Rey 24, 15).
5.‑ De ese espíritu de contrición el penitente es llevado al desierto de la confesión, que con razón es llamada “desierto” por tres motivos.
Observa que se llama desierto a la tierra deshabitada, llena de fieras y que causa terror. Tal era literalmente el desierto, en el cual estuvo Jesucristo durante cuarenta días y cuarenta noches. Así la confesión debe ser “deshabitada”, privada, secreta, oculta a todo conocimiento humano y encerrada en el tesoro de la memoria del confesor bajo un sello inviolable y escondida a toda conciencia humana. Por eso, aunque todos los hombres que hay en el mundo conocieran el pecado del que se confesó contigo, tú debes igualmente tenerlo escondido y encerrarlo bajo la llave del silencio perpetuo. Son verdaderamente hijos del diablo, condenados por el Dios vivo y verdadero, expulsados de la Iglesia triunfante, excomulgados por la Iglesia militante, merecedores de ser depuestos del oficio y del beneficio y de ser expuestos a la infamia pública los confesores que no diría con las palabras, que es cosa peor que un homicidio, sino con un gesto o de cualquier otra manera oculta o patente, en broma o en serio, descubren o manifiestan el secreto de la confesión. Lo afirmo con fuerza: el que viola la confesión, comete un pecado más grave que el de judas el traidor, que vendió a los judíos al Hijo de Dios, Jesucristo. Yo me confieso a un hombre, pero no como a hombre, sino como a Dios.
Y el Señor dice por boca de Isaías: “Mi secreto es para mí, mi secreto es para mí” (24, 16). Y el hombre, nacido de la tierra, ¿no sellará el secreto de la confesión en lo más íntimo de su corazón?
6.‑ Con razón se dice que la confesión debe ser una tierra deshabitada e inaccesible, para que a ningún hombre le sea descubierto el secreto de la confesión. Por eso el Señor, bajo amenaza, manda en el Éxodo: “Guárdense de subir al monte, ni toquen sus faldas. Cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá. Ninguna mano deberá tocarlo, porque será apedreado o asaeteado. Sea animal sea hombre, no vivirá” (19, 12‑13).
Este monte Sinaí, que se interpreta “medida”, simboliza la confesión, que con razón se dice “monte” por su excelencia, que es la remisión de los pecados. ¿Puede haber cosa más sublime que la remisión de los pecados? Es llamada también “medida” por la correspondencia que ha de haber entre la culpa y la confesión. El pecador debe portarse de tal modo que la confesión corresponda a la culpa, o sea, que no la disminuya por vergüenza o temor ni añada bajo la apariencia de la humildad, sino que se exprese según la verdad. ¡Nadie debe mentir por humildad!
Guárdense bien, pues, oh confesores, oh sacerdotes, de subir a este monte. Subir al monte significa descubrir el secreto de la confesión. Y no les digo sólo: “¡No suban, sino también que no toquen las faldas!”. Las faldas del monte son las circunstancias de la confesión, que nadie debe manifestar ni con palabras, ni con gestos, ni de otras maneras. ¡Ay de mí! ¡Qué pena! Hay algunos que temen subir al monte, pero no temen tocar sus faldas, manifestando con palabras o signos las circunstancias del pecado. Escuchen, pues, estos infelices su sentencia de muerte: “Cualquiera que toque el monte, de seguro morirá”. ¿Y de qué muerte, Señor? La mano del poder seglar no debe tocarlo, para ser colgado como un ladrón o un homicida ‑cosa que quizás sería para él menos penosa‑, sino que sea golpeado con las piedras, o sea, con severas excomuniones, o sea, traspasado con las flechas de la condenación eterna. Tanto si se tratara de un animal, o sea, de un simple sacerdote, como si se tratara de un hombre, o sea, de un sacerdote ilustrado y sabio, absolutamente deben morir.
Se puede entender de otra manera. Aunque se trate de un animal, o sea, de un laico o de un simple clérigo, con los cuales en caso de extrema necesidad podemos confesar los pecados, si no estuviere presente ningún sacerdote; o se. trate también de un hombre, o sea, de un sacerdote de la iglesia, ya no podrá vivir, sino que morirá eternamente, porque subió al monte y tocó las faldas. Con razón concluimos diciendo que la confesión es una tierra deshabitada e inaccesible.
7.‑ La confesión es llamada también desierto, porque está nena de bestias. Vamos a ver cuáles son estas bestias, de las que la confesión tiene que estar llena.
Las “bestias” son los pecados mortales. Su nombre en latín suena como vastiae, devastadoras, porque los pecados mortales devastan y dilaceran el alma. De ellos Isaías, cuando habla de la pérfida Judea, o sea, del alma pecadora, dice: “Será una guarida de dragones y pasto de avestruces. Y acudirán demonios con onocentauros, los sátiros gritarán unos a otros; allí se agazapó el chacal y halló reposo. Allí encontró su cueva el erizo y alimentó a sus cachorritos, excavó a su alrededor y los calentó a su sombra” (34, 13‑15).
Observa que en este pasaje se nombran siete especies de bestias: el dragón, el avestruz, el onocentauro ( animal fabuloso: cruza de asno y toro), el sátiro, el chacal y el erizo. A través de estas bestias abarcamos los siete géneros de pecados. Todos ellos y los que les son similares, deben ser manifestados con exactitud en la confesión, como fueron cometidos en el consentimiento de la mente y en la ejecución de la voluntad.
Dice, pues: “Será una guarida de dragones”... En el dragón se destaca la venenosa malicia del odio y de la calumnia, en el avestruz la falsedad de la hipocresía, en el asno la lujuria, en el toro la soberbia, en el sátiro la avaricia y la usura, en el chacal la perfidia de los herejes, en el erizo la astuta disculpa del pecador.
8.‑ “Será una guarida de dragones” ... La mente o la conciencia del pecador es una guarida de dragones a causa del veneno del odio y de la difamación. Se dice en el cántico de Moisés: “Su vino es hiel de dragones y mortífero veneno de víboras” (Dt 32, 33). Su vino, o sea, el odio y la difamación de los pecadores, que aturde e intoxica la mente de los oyentes, es hiel de dragones y mortífero veneno de víboras. Dice Salomón en el Eclesiastés: “El difamador oculto no es menos dañoso que la serpiente que muerde en silencio” (10, 11). Con razón se dice “mortífero”, porque “el golpe del azote produce lividez, pero los golpes de la lengua del difamador desmenuzan por dentro los huesos de las virtudes” (Ecli 28, 2 1). Con razón se dice: “Será una guarida de dragones”.
9.‑ “Será pasto de los avestruces”. El avestruz, que tiene plumas, pero por el tamaño de su cuerpo no puede volar, es una figura del hipócrita, el cual, agobiado por el amor de las cosas terrenas, simula ser gavilán fingiendo elevarse a la contemplación, bajo las plumas de una falsa religiosidad.
Dice Job: “Las plumas del avestruz son similares a las de la cigüeña y del gavilán” (39, 13). En la mente, pues, del falso religioso existe “el pasto del avestruz”. Observa con cuánta razón se dice “pasto”. El hipócrita, mientras se jacta de tener las plumas del gavilán, se nutre con su misma jactancia. El hace como el pavo real, que, cuando es admirado por los niños, despliega la magnificencia de sus plumas y con la cola hace una rueda; pero, haciendo la rueda, descubre vergonzosamente su traste. Así el hipócrita, mientras se jacta, despliega las plumas de su santidad que finge tener y hace la rueda de su comportamiento. Dice, en efecto: “Yo hice esto y aquello, yo inicié la tal cosa y llevé a término la tal otra” ... Y mientras así rueda, pone en evidencia la fealdad de su deshonestidad. El necio se vuelve repugnante, mientras cree hacerse atractivo.
10.‑ “Los demonios se encontrarán con los onocentauros”. Onos en griego es asno.
El asno es figura del lujurioso. El asno es estúpido, perezoso y tímido. Así el lujurioso es estúpido, porque perdió la verdadera sabiduría, cuyo sabor hace al hombre sabio y sobrio, y así elimina la lujuria de la carne, que hace al hombre estúpido y fatuo. El lujurioso es también perezoso. Se pregunta el poeta Ovidio: “¿Por qué Egisto llegó a ser adúltero? La causa es evidente: era perezoso”. El lujurioso es también tímido, como el asno. Se lee en la Historia Natural que “el animal que tiene un corazón grande es miedoso y el que lo tiene reducido es más corajudo. Y la situación en que se va a encontrar este animal por el miedo, depende sólo de que el calor del corazón es limitado, y no puede satisfacerlo del todo, y llega a ser más débil en los corazones dilatados. Y así la sangre se enfría. llenen el corazón dilatado también las liebres, los ciervos, los asnos y los ratones. Como un fuego pequeño calienta menos en una casa grande, así es del calor en estos animales” (Aristóteles).
Lo mismo sucede en el lujurioso. llene un corazón dilatado para pensar y cometer grandes maldades y graves pecados de lujuria, pero tiene poco o nada de calor y de amor del Espíritu Santo; y por esto es miedoso, inestable e “inconstante en todas sus acciones” (Sant 1, 8).
El toro es figura del soberbio. Y el Señor se queja por boca del profeta: “Me asediaron toros gordos” (Sal 21, 13). Los toros, o sea, los soberbios, que nadan en la opulencia de las cosas temporales, me asediaron como los judíos, con la voluntad de crucificarme de nuevo.
A estos onocentauros, o sea, a estos lujuriosos y soberbios, en la hora de la muerte acudirán los demonios, para adueñarse de sus almas, mientras salen del cuerpo; y así los mismos que los instigaban en la culpa, serán sus torturadores en el castigo.
11.‑ “Y los sátiros gritarán unos a otros”. Los sátiros son los avaros y los usureros, que con razón son llamados pilosi, o sea, peludos, amarretes. La avaricia llama a la usura y la usura a la avaricia: aquélla induce a ésta y ésta a aquélla. ¡Ay, qué desgracia! El clamor de estos sátiros ya colmó el mundo entero. Y la figura de éstos es el peludo Esaú, que se interpreta “encina”; y los avaros y los usureros son peludos para recibir, pero son encinas, o sea, duros e inconmovibles, para restituir.
12. “Allí se agazapó el chacal y halló reposo”. El chacal, dicen, es una bestia que tiene cara humana, pero termina con la cola de bestia. Es una figura de los herejes, que, para engañar más fácilmente, se presentan con rostro humano y con palabras persuasivas. De ellos dice Jeremías en las Lamentaciones: “Los chacales muestran la teta y amamantan a sus cachorros” (4, 3). Los herejes muestran la teta, cuando predican su secta, y amamantan a sus cachorros, cuando en su falsedad alimentan a sus pérfidos seguidores, que con razón son llamados cachorros y no hijos, porque, como rústicos, vulgares y disolutos, no saben hacer otra cosa que ladrar contra la iglesia y blasfemar contra los católicos.
13.‑ “Allí tiene su cueva el erizo”. Observa que el erizo es todo espinoso; y si alguno intenta apresarlo, se enrosca completamente en si mismo y toma la forma de un globo en manos del que lo cazó. llene la cabeza y la boca en la parte inferior y en la boca tiene cinco dientes (Aristóteles).
El erizo es el pecador obstinado, totalmente cubierto con las espinas del pecado. Si quieres amonestarlo por el pecado cometido, se enrosca inmediatamente en si mismo y esconde con varias excusas el pecado cometido. Por eso tiene la cabeza y la boca dirigidas hacia la parte inferior. En la cabeza está indicada la mente, en la boca la palabra. El pecador, cuando se disculpa por el pecado cometido, ¿ qué otra cosa hace sino inclinar la mente y la boca hacia las cosas terrenas? Los cinco dientes que están en la boca del erizo, son las cinco especies de excusas del pecador obstinado. Cuando se lo reprende, aduce como excusas la ignorancia, o la fatalidad, o la sugestión diabólica, o la fragilidad de su carne, o la ocasión del prójimo. Y as!, añade Isaías, “nutre a sus cachorros”, o sea, a sus impulsos pecaminosos, les excava alrededor las defensas y los fomenta a la sombra de sus excusas.
14.‑ Estas siete bestias, bajo cuyo número se pueden abarcar todas las especies de pecados, deben aparecer en gran número o, más bien, todas en el desierto de nuestra confesión, para que nada quede escondido al sacerdote, y nada esquive el penitente, sino que confiese todo, con la máxima exactitud, tanto el pecado como las circunstancias. Dice el Señor por boca de Isaías: “Después de setenta años, Tiro será como el canto de una meretriz. oh meretriz olvidada, toma la cítara, recorre la ciudad; canta bien, reitera la canción, para que se renueve tu recuerdo” (23, 15‑16). En este pasaje con el número setenta de los años y el número siete de las bestias, se indica la totalidad de los pecados. Por esto se dice que el Señor expulsó de la Magdalena a siete demonios, es decir, todos los vicios. Entonces con los setenta años y las siete bestias abarcamos todos los vicios. Dice Isaías: “Después de los setenta años, es decir, después de haber cometido toda suerte de crímenes, “para Tiro”, que se interpreta “angustia” y se refiere al alma acongojada por los pecados, “no queda más que el canto”, o sea, la confesión de los pecados. Después de haber cometido toda suerte de crímenes, a la pobre alma no le queda más remedio que la confesión de los pecados, que es “la segunda tabla de la salvación después del naufragio” (Pedro Lombardo). Al alma se le dice: “Oh meretriz, ya que abandonaste al verdadero esposo, Jesucristo, y te uniste al diablo adúltero; y si no te conviertes, serás entregada al olvido eterno, toma la cítara”.
Presta atención a las palabras. En el verbo “toma” se señala la voluntad bien dispuesta para la confesión, no forzada ni constreñida. En “la cítara” se indica la confesión de todo pecado y de las circunstancias. Toma, pues, la cítara y confiésate espontáneamente. Dice el Eclesiástico: “Confiésate vivo y sano, y así darás gloria a Dios” (17, 27).
15.‑ Observa que como en la cítara se templan las cuerdas, así en la confesión deben declararse las circunstancias de los pecados, que responden a las preguntas: “¿Quién? ¿Qué? ¿Dónde? ¿Por medio de quién? ¿Cuántas veces? ¿Por qué? ¿De qué manera? ¿Cuándo?”. Has de discernir todas estas preguntas, oh sacerdote, y tanto con las mujeres como con los hombres interroga con diligencia y discreción.
¿Quién?: Está casado o es soltero, laico o clérigo, rico o pobre, qué oficio o cargo ejerce, libre o esclavo, a qué orden o congregación pertenece...
¿Qué?: Si es grande y de qué suerte es el pecado; si es una simple fornicación, como entre dos célibes; si la célibe se prostituye o vende su cuerpo; si es adulterio; si es incesto, que sucede entre consanguíneos y afines: si violó a una virgen, porque le abrió el camino al pecado, y cometió un pecado gravísimo; y se cuide éste de no hacerse cómplice de todos los pecados que aquella mujer podría cometer; por esto debe proveerle algún lugar donde haga penitencia o procurarle algún casamiento, si lo puede hacer; si cometió un pecado contra natura, que consiste en cualquier efusión de semen fuera del órgano femenino. Todas estas cosas se deben preguntar con mucha discreción y delicadeza. Si cometió un homicidio con la mente, con la boca o con la mano; si cometió un sacrilegio, una rapiña o un robo, y a cuáles personas, y si lo hizo en público o en privado; si ejerció la usura y de qué manera, porque todo lo que se recibe fuera del capital es usura; si hubo perjurio, falso testimonio y de qué modo lo hizo; si obró con soberbia, que es de tres especies: no querer obedecer al superior, no querer tener iguales, despreciar al inferior. También todas estas cosas debemos confesar con fidelidad.
¿Dónde?: Si cometió el pecado en una iglesia consagrada o no consagrada, o cerca de la iglesia, o en el cementerio de los fieles, o en algún lugar destinado a la oración, o si en todos estos lugares pronunció discursos ilícitos.
¿Por medio de quién?: Con la ayuda o con el consejo de cuáles personas pecó, o a quién indujo a pecar; si pocos o muchos fueron los cómplices o los conocedores del pecado; si cometió el pecado para recibir dinero o para darlo.
¿Cuántas veces?: Se debe confesar cuántas veces se cometió el pecado, al menos aproximadamente; si pecó frecuentemente o raras veces; si permaneció en el pecado, poco o mucho tiempo; si a menudo volvió a caer y si a menudo se confiesa.
¿Por qué?: Si pecó con pleno consentimiento de la mente, o si cometió el pecado aun antes de ser tentado; si de alguna manera hizo violencia a la naturaleza, para completar el pecado, pecando así de manera mortalísima.
¿De qué modo?: Se deben confesar las modalidades del pecado; si de modo indebido, insólito, con contactos ilícitos, y así de otras cosas similares.
¿Cuándo?: Si en el tiempo del ayuno o en la fiesta de algún santo; si fue a realizar lo ilícito, mientras debía ir a la iglesia; y también a qué edad había cometido éste o aquel pecado.
Estas circunstancias y otras semejantes hacen más grave el pecado y atormentan el alma del pecador; por eso en la confesión hay que declararlas todas. Estas son las cuerdas templadas en la cítara de la confesión, de la que se dijo: “Toma la cítara”.
16.‑ “Recorre la ciudad”. La ciudad es la vida del hombre, que él debe recorrer: el tiempo y la edad, el pecado y sus modalidades, el lugar y las personas con las que pecó y a las que hizo pecar con el mal ejemplo, con la palabra y la acción; y los pecadores, a los que no apartó del pecado, pudiéndolo hacer. Todo, como se dijo, debe confesar abierta y claramente.
Así obraba el Profeta, que decía: “Anduve alrededor de tu altar y en su tienda inmolé un sacrificio de alabanza en voz alta” (Salm 26, 6). Recorrí toda mi vida como un buen soldado, que va alrededor de su campamento para controlar si hay alguna brecha por la cual pueda infiltrarse el enemigo; y en su tienda, o sea, en la Iglesia, delante del sacerdote, inmolé un sacrificio de alabanza en voz alta, o sea, hice la confesión, que ha de ser en voz alta, porque el pecador no debe confesar su pecado a medias y con boca estrecha, como balbuciendo, sino con la boca abierta y casi gritando. Con razón se dice: “Recorre la ciudad”.
17.‑ “Canta bien”, cántate a ti mismo y no al diablo, echando la culpa a la fatalidad o a otras personas. o también: canta bien, confesando todos tus pecados a un solo sacerdote y no dividiéndolos entre varios sacerdotes.
Tal vez, me pides un consejo sobre este planteo y me dices: “Hice una confesión general de todos mis pecados a un solo sacerdote, pero después volví a caer en el pecado mortal. ¿Es necesario que confiese de nuevo todos los pecados ya confesados?”. Te voy a dar un consejo recto, provechoso y muy necesario para tu alma. Cada vez que te presentas a un confesor nuevo, confiésate como si jamás te hubieses confesado (¡Atención! Esta es una opinión personal de Antonio, no es la praxis de la Iglesia). Si, en cambio, vuelves al confesor que ya conoce tu conciencia y con el cual hiciste la confesión general, no estás obligado a confesarle sino los pecados cometidos después de la confesión general o los pecados olvidados.
“Canta bien”, pues, y repite el canto de la confesión, acusándote una y otra vez a ti mismo. ¿Y esto para qué? Para que el recuerdo de ti viva en la presencia de Dios y de sus ángeles, para que perdone tus pecados, infunda su. gracia y te conceda la gloria eterna.
18.‑ Ahora ya sabes cuáles son las bestias, de las que debe abundar el desierto de tu confesión; o sea, en la confesión deben aparecer con sencillez y claridad los pecados y sus circunstancias; sólo as! el desierto de la confesión causará gran terror. ¿Y a quiénes? A los espíritus inmundos. Se lee en el Génesis: “¡Qué terrible es este lugar! Este no es otra cosa que la casa de Dios y la puerta del cielo” (28, 17).
El lugar de la confesión y, sobre todo, la misma confesión son terribles para los espíritus inmundos. Se lee en Job: “Mis rugidos son como una inundación” (3, 24). Al oír el rugido del león, todas las bestias se detienen. La inundación vence todo obstáculo. El rugido del león es la confesión del pecador arrepentido, del que dice el Profeta: “Bramaba por el desgarro de mi corazón” (Salm 37, 9), porque del desgarro del corazón debe prorrumpir el rugido de la confesión y, al escucharlo, los espíritus del mal, aterrorizados, no se atreverán a abrirse camino con las tentaciones. La inundación es figura de las lágrimas de la contrición, que disuelven y derrotan todo lo que los espíritus del mal traman para impedir las lágrimas del penitente.
La confesión es llamada también “casa de Dios”, a motivo de la reconciliación del pecador. En la confesión el pecador se reconcilia con Dios, como el hijo se reconcilia con el padre, cuando éste lo recibe en la casa paterna. Por esto se lee en Lucas: “Cuando el hijo mayor se acercó a la casa paterna, en la que el hijo arrepentido banqueteaba con el padre, oyó la música y el coro” (15, 25).
Observa que en aquella casa había tres cosas: el banquete, la música y el coro. Así en la casa de la confesión, en la cual es acogido el pecador que regresa de “la región de la desemejanza” (ya que con el pecado había perdido la semejanza con Dios) (San Bernardo), debe haber tres cosas: el banquete de la contrición, la música de la acusación y el coro de la enmienda. Como confiesas tu pecado, así debes esforzarte por enmendarte.
Escucha la música que resuena suavemente.‑ “Reconozco mi culpa y mi pecado está siempre delante de mí” (Salm 50, 5). Escucha al coro que responde en perfecta sintonía: “Yo estoy dispuesto al castigo y mi dolor está siempre delante de mí” (Salm 37, 18). Lamentablemente, son muchos los que ejecutan música suave, o sea, se acusan a sí mismos, pero ¡jamás se enmiendan!
19.‑ Otra interpretación. Si en la casa de la confesión resuena la música del llanto de la amarga confesión, en seguida responde a una voz el coro de la misericordia divina, que perdona los pecados. Es lo que se promete en el introito de la misa de hoy: “Me invocará y yo lo escucharé, lo liberaré y lo cubriré de gloria, lo colmaré de largos días” (Salm 90, 15‑16).
Observa que al penitente se le prometen cuatro cosas. La primera, cuando dice: “Me invocará”, para que le perdone los pecados, y “yo lo escucharé”, porque le infundiré mi gracia. La segunda: “Yo lo liberaré” de los cuatro males nombrados en el tracto de la misa (hoy, salmo responsorial): el terror de la noche, la flecha que vuela de día, la peste que serpea en las tinieblas y el demonio que devasta a mediodía. El terror de la noche es la tentación oculta del diablo; la flecha que vuela es su manifiesta malicia; la peste que serpea en las tinieblas son las intrigas de los hipócritas; el demonio meridiano es la fogosa lujuria de la carne. De todo ello el Señor libera al verdadero penitente. La tercera: “Lo glorificaré” en el día del juicio con una doble estola de gloria. La cuarta: “Lo saciaré de largos días” en la perpetuidad de la vida eterna.
La confesión es llamada también “puerta del cielo”. ¡Oh verdadera puerta del cielo, oh verdadera puerta del paraíso! Por ella, como a través de una puerta, el pecador arrepentido es introducido al beso de los pies de la divina misericordia, es elevado al beso de las manos de la gracia celeste y es acogido al beso de la boca de la reconciliación con el Padre.
¡Oh casa de Dios! ¡Oh puerta del cielo! ¡Oh confesión del pecado! ¡Dichoso el que habitará en ti! ¡Dichoso el que entrará a través de ti! ¡Dichoso el que en ti se humillará!
Oh queridísimos hermanos, humíllense, pues, y entren por la puerta de la confesión. Confiesen los pecados y sus circunstancias, como ya oyeron, porque “éste es el tiempo favorable” para la confesión, “éste es el día de la salvación” a través de la reparación.
Y, después de todo esto, añade: “Después de haber ayunado
cuarenta días y cuarenta noches”.
20.‑ El ayuno de Cristo, durante cuarenta días, nos enseña de qué manera podemos hacer penitencia por los pecados cometidos y cómo debemos comportarnos para no recibir en vano la gracia de Dios. Por esto nos dice el Apóstol en la epístola de hoy: “Los exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Dice el Señor en Isaías: “En el momento favorable te escuché y en el día de la salvación te socorrí”. Miren: ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (2Cor 6, 1‑2).
Recibe inútilmente la gracia de Dios el que no vive según la gracia que le fue dada; también recibe inútilmente la gracia de Dios el que atribuye a sus méritos la gracia que le fue dada gratuitamente; y la recibe inútilmente también el que, después de la confesión de sus pecados, rehúsa hacer penitencia “en el tiempo favorable, en el día de la salvación”.
He aquí, pues, ahora el tiempo favorable y el día de la salvación, que nos fueron dados para merecer la salvación. Dice el bienaventurado Bernardo: ¡Nada es más precioso que el tiempo, y, sin embargo, nada se halla hoy mas menospreciado! Pasan los días de la salvación y nadie reflexiona, nadie se preocupa por perder un día que jamás volverá. Como no caerá un cabello de la cabeza, así tampoco irá perdido un momento de tiempo”. Dice Séneca: “Si sobrara mucho tiempo, igualmente habría que usarlo con parsimonia; ¿qué se debe hacer al disponer de tan poco?” Y el Eclesiástico‑ “Hijo, ahorra el tiempo” (4, 23), porque es un don sacrosanto. Por esto, en estos cuarenta días de cuaresma, hagamos penitencia.
El número cuarenta consta del cuatro y del diez. El Creador de todas las cosas, Dios, creó el cuerpo y el alma, y en cada una de estas dos entidades infundió una serie de cuatro elementos y otra de diez.
El cuerpo se compone de cuatro elementos y se regula y obra con diez órganos de sentido, casi diez dirigentes, y son: dos ojos, dos oídos, el olfato y el gusto, dos manos y dos pies. Al alma Dios le confirió cuatro virtudes principales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, y le dio los diez preceptos del decálogo, que son: “Escucha, Israel; el Señor tu Dios es uno solo. No tomes el nombre de Dios en vano. Acuérdate de santificar el sábado”. Estos tres que se refieren al amor de Dios, fueron escritos en la primera tabla. Los otros siete, que se refieren al amor del prójimo, fueron escritos en la segunda tabla, y son: “Honra a tu padre y a tu madre. No matar. No fornicar. No hurtar. No levantar falso testimonio contra tu prójimo. No desear a su mujer, ni a su siervo, ni a su sierva, ni a su buey, ni a su asno, ni cosa alguna que le pertenece”.
Ya que nosotros, en nuestro cuerpo mortal, que está compuesto por cuatro elementos y se regula con los diez sentidos, pecamos cada día contra las cuatro virtudes y contra los diez preceptos, debemos dar satisfacción al Señor mediante el ayuno de cuarenta días.
21.‑ Y de qué manera se deba hacer esto, lo tenemos en el libro de los Números, en el que se relata que “los exploradores, enviados por Moisés y por los hijos de Israel, recorrieron durante cuarenta días toda la tierra de Canaán” (13,26).
Canaán se interpreta “comercio” o también “humilde”. La tierra de Canaán es nuestro cuerpo, con el cual debemos negociar o permutar, con cambio favorable, los bienes terrenos por los eternos, los transitorios por los permanentes; y esto siempre en la humildad del corazón.
De este comercio se lee en los Proverbios, cuando habla de la “mujer fuerte”: “Gustó y vio que su comercio andaba bien” (31, 18). observa las dos cosas: “Gustó y vio”. La mujer fuerte, o sea, el alma, gusta cuando experimenta, con el sano paladar de la mente, las dulzuras de la gloria celestial, por cuyo amor desprecia el reino de este mundo y todas sus riquezas; y de este modo, con el tiempo y el ojo penetrante de la razón, ve y comprende que es un buen negocio “vender todo lo que tiene y dar el importe a los pobres”; y entonces, despojada de todo, seguir a Cristo desnudo.
Esto lo decía Job: “Piel por piel y todo lo que tiene dará el hombre por su alma” (2, 4). El hombre, viendo y constatando lo bueno que es el Señor, da y cambia la piel de la grandeza de este mundo por la piel de la gloria celestial. También está dispuesto a entregar al verdugo y al torturador el cuerpo con su piel mortal y exponerlo a la espada y a la muerte, en cambio de la piel gloriosa del cuerpo inmortal.
Con razón nuestro cuerpo es llamado “piel”. Como la piel cuanto más es lavada, más se deteriora, así nuestro cuerpo cuanto más es alimentado con delicadeza y debilitado por los placeres, tanto más prontamente pierde las fuerzas, envejece y se cubre de arrugas. Y por su alma el hombre no dará sólo su piel, sino también todo lo que posee, para merecer oír con los apóstoles, que habían abandonado piel y todo: “Se sentarán sobre doce tronos, y juzgarán a las doce tribus de Israel” (Mt 19, 28).
22.‑ Nosotros, pues, como verdaderos e intrépidos exploradores, durante estos cuarenta días, recorramos toda región de nuestro cuerpo, examinando cuidadosamente los pecados cometidos con la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y confesándolos diligentemente con sus circunstancias, para que no quede ni la mínima traza, tras el ejemplo de lo que hizo Josué, del que se dice: “Josué capturó a Maceda y la hirió a filo de la espada; mató a su rey y a todos sus habitantes; no dejó la más mínima traza” (Jos 10, 28).
Maceda se interpreta “antes” o también “quemadura”, y simboliza el pecado, por el cual el hombre, ante todo, es quemado por medio del bautismo. Este pecado queda vencido en la penitencia. El rey de esta ciudad es la mala voluntad, que es herida con la “boca de la espada” (en latín, in ore gladii, o sea, “con la espada de la boca”, mediante la confesión. Los súbditos de aquel rey son los que obedecen a los cinco sentidos, que también deben ser destruidos mediante la penitencia, o sea, liberados del estado de pecado. Las “trazas” son los recuerdos de los pecados y los resabios del placer, que de ninguna manera deben permanecer.
Se lee en el mismo libro: “Josué devastó todo el territorio montuoso, el del mediodía y el de la llanura, como también Asedot con sus reyes. No dejó ninguna traza, sino que mató todo lo que podía respirar” (10, 40). El territorio montuoso es la soberbia; el del mediodía es la codicia; y el de la llanura es la lujuria, por la cual el lujurioso brinca como caballo desenfrenado por los campos. Asedot se interpreta “maleficio del pueblo”, y simboliza toda torpe imaginación, que alimenta el fuego del pecado.
Depositemos todo esto en la confesión con el propósito de no volver a caer, y por todo ello hagamos una conveniente penitencia: cuanto más el cuerpo se rebeló, tanto más debemos humillarlo en la confesión; y cuanto más se entregó a los placeres, tanto más debemos castigarlo con los sufrimientos, a pan y agua, con la disciplina y con las vigilias, para que oiga con la hija de Jefté: “Me engañaste, hija mía, carne mía, con los placeres de la gula y de la lujuria; y ahora tú también permaneces engañada” (Juec 11, 35), o sea, eres castigada con la disciplina, con las vigilias y con los ayunos.
Después de haber tratado todas estas cosas sobre el
espíritu de contrición, el desierto de la confesión y los cuarenta días de la
penitencia, y después de haber explicado en qué consistan la remisión de todos
los pecados, la infusión de la gracia y el premio de la vida eterna, nos vamos a
disponer a describir los vicios que se les oponen, o sea, la gula, la vanagloria
y la lujuria.
23.‑ “El tentador se le acercó y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios”... El diablo en circunstancias iguales procede con métodos iguales. Con la misma táctica con que tentó a Adán en el paraíso terrestre, tentó también a Cristo en el desierto, y tienta a todo cristiano en este mundo.
Tentó al primer Adán de gula, vanagloria y avaricia, y tentándolo lo venció. De manera similar tentó al segundo Adán, Jesucristo, pero en la tentación fue derrotado, porque aquel a quien tentaba no era sólo un hombre, sino también era Dios. Nosotros, que somos partícipes de los dos, del hombre según la carne y de Dios según el espíritu, debemos despojarnos del hombre viejo con sus obras, que son la gula, la vanagloria y la avaricia, para revestirnos del hombre nuevo, a través de la renovación de la confesión. Así, reprimiremos con el ayuno el desenfrenado ardor de la gula, abatiremos con la humillación de la confesión la arrogancia de la vanagloria y pisotearemos con la contrición del corazón el espeso barro de la avaricia. “Bienaventurados, dice el Señor, los pobres en el espíritu”, que tienen el espíritu dolorido y el corazón contrito, “porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).
24.‑ Observa que como el diablo tentó de gula al Señor en el desierto, de vanagloria en el templo, de avaricia en el monte, así nos tienta todos los días: de gula en el desierto del ayuno, de vanagloria en el templo de la oración y del oficio divino, y de muchas formas de avaricia en el monte de nuestros cargos.
Mientras ayunamos, nos tienta de gula, en la que pecamos de cinco maneras: demasiado pronto, opulento, demasiado, vorazmente, con refinamiento (San Gregorio).
Demasiado pronto, cuando se anticipa la hora de la comida.
Opulento, cuando se excita la gula y se quiere despertar un apetito flojo con condimentos, especias y suntuosos alimentos.
Demasiado, cuando se engullen alimentos más de lo que sea necesario al cuerpo. Comentan algunos golosos: “Debemos ayunar; entonces comamos de una sola vez lo que debía servir para el almuerzo y la cena”. Estos son como el gusano que no abandona la planta en la cual se instaló hasta que no la haya devorado totalmente. El gusano es llamado así, porque está hecho casi sólo de boca, y simboliza al goloso, que es todo gula y vientre y que asalta el plato como si fuera un alcázar y no lo deja sino después de haber devorado todo. O revienta el vientre o se vacía el plato.
Vorazmente, cuando el hombre se arroja sobre todo alimento, como si fuera al asalto de una fortaleza, abre los brazos, alarga las manos y come con todos sus sentidos. A la mesa, es como un perro que, en la cocina, no admite rivales.
Con refinamiento, cuando se buscan alimentos exquisitos y se preparan con gran refinamiento, Como se lee en el primer libro de los Reyes, los hijos de Elí no querían aceptar la carne cocida, sino que pretendían la carne cruda, para prepararla con más arte y refinamiento (2, 15).
25.‑ Asimismo, el diablo nos tienta de vanagloria en el templo. Mientras estamos en oración, o rezamos el oficio, o atendemos a la predicación, el diablo nos asalta con los dardos de la vanagloria y, lamentablemente, muy a menudo nos dejamos herir. Hay algunos que, mientras rezan y doblan las rodillas y sueltan suspiros, quieren ser vistos, Hay otros que, cuando cantan en el coro, modulan la voz y hacen gorgoritos, porque desean ser escuchados. Y hay otros también que, cuando predican, truenan con la voz, multiplican las citas y las comentan a su modo, y se dan vuelta en el púlpito, porque desean ser alabados. Todos estos mercenarios, créanmelo, “ya recibieron su recompensa” (Mt 6, 2), y “colocaron a su hija en el prostíbulo”.
Dice Moisés en el Levítico: “ No prostituyas a tu hija” (19, 29). Mi hija es mi obra; y yo la prostituyo, o sea, la coloco en el lupanar, cuando la vendo por el dinero de la vanagloria. Por esto, el Señor nos aconseja: “Cuando tú ores, entra en tu habitación y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre” (Mt 6, 6). Tú, cuando quieres orar o hacer alguna obra buena ‑y en esto consiste el “orar sin interrupción”‑, entra en tu habitación, o sea, en el secreto de tu corazón, y cierra la puerta de los cinco sentidos, para que no apetezcas ser visto, oído o alabado. Dice Lucas que Zacarías entró en el templo del Señor a la hora del incienso (1, 9). En el tiempo de la oración, que sube a la presencia del Señor como el incienso (Salm 140, 2), debes entrar en el templo de tu corazón y orar a tu Padre; y “tu Padre que ve en el secreto, te dará la recompensa” (Mt 6, 6).
26.‑ En fin, en el monte de nuestros cargos, o sea, de nuestra dignidad efímera, nos tientan muchos pecados de avaricia. Y observa que no es sólo codicia de dinero, sino también la de preeminencia. Los avaros, cuanto más tienen, más desean tener; y, una vez colocados en lo alto, cuanto más suben, más se esfuerzan por subir; y así se desplomarán con una caída peor, ya que “los huracanes embisten las cumbres más altas” (Ovidio), y “a los ídolos se les ofrecen sacrificios en los altozanos” (4 R 12, 3).
A este propósito dice Salomón: “El fuego jamás dice: “¡Basta!” (Prov 30, 15). El fuego, o sea, la avaricia del dinero y de la preeminencia, nunca dice: ¡Basta!”. Pero, ¿qué dice? “¡Dame, dame!”.
Oh Señor Jesús, quita, quita estas dos palabras: “¡Dame, dame!”, de los prelados de tu iglesia, que se pavonean en el monte de las dignidades eclesiásticas y derrochan tu patrimonio que conquistaste con las bofetadas, los salivazos, los flagelos, la cruz, los clavos, el vinagre, la hiel y la lanza.
Nosotros, pues, que nos llamamos cristianos por el nombre de Cristo, todos juntos, con la devoción de la mente, imploremos al mismo Jesucristo y pidámosle insistentemente, que del espíritu de contrición nos haga llegar al desierto de la confesión, para que en esta cuaresma merezcamos recibir la remisión de todas nuestras iniquidades. Y así, renovados y purificados, mereceremos fruir de la alegría de su santa resurrección y ser colocados en la gloria de la eterna bienaventuranza.
Nos lo conceda aquel Señor, a quien corresponden todo honor
y gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ “Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan y los llevó a un monte muy alto...” (Mt 17, 1).
En el Éxodo se lee que el Señor dio esta orden a Moisés: “Sube a mí al monte, y espera allá; y te daré dos tablas, la ley y los mandamientos que escribí, para que se los enseñes a los hijos de Israel” (24, 12).
Moisés se interpreta “acuático” y es figura del predicador, que riega las mentes de los fieles con el agua de la doctrina “que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14). Al predicador le dice el Señor: “Sube a mí al monte”. El monte, a causa de su altitud, simboliza la sublimidad de la vida santa, a la cual el predicador debe subir por la escala del amor divino, abandonando el valle de las cosas temporales; y allí hallará al Señor. En efecto, al Señor se le halla en la sublimidad de la vida santa. Se dice en el Génesis: “En el monte el Señor verá” (22, 14); o sea, el Señor, en la sublimidad de la vida santa, le hará ver y entender lo que debe a Dios y lo que debe al prójimo.
“Te daré dos tablas”. En las dos tablas está indicada la ciencia de los dos Testamentos, la sola que sabe enseñar, la sola que hace sabios. Esta es la única ciencia que enseña a amar a Dios, a despreciar el mundo y a someter la carne. Esta doctrina debe enseñar el predicador a los hijos de Israel, porque de ella dependen toda la ley y los profetas (Mt 22, 40). Pero, ¿dónde se encuentra esta ciencia tan preciosa? justamente, en el monte. “Sube a mí ‑dijo‑ al monte, y permanece allí”, porque allí “se realizará el cambio de la derecha del Altísimo” (Salm 76, 11), la transfiguración del Señor, la contemplación del verdadero gozo.
Por eso, del mismo monte se dice en el evangelio de hoy: “Jesús tomo a Pedro, a Santiago y a Juan...
2.‑ Observa que en este evangelio se destacan cinco cosas notables: la ascensión de Jesucristo con los apóstoles, su transfiguración, la aparición de Moisés y Elías, la sombra producida por la nube luminosa, y la declaración de la voz del Padre: “Este es mi Hijo muy amado”.
Para gloria de Dios y para utilidad de sus almas, vamos a
ver el significado moral de estos cinco sucesos, conforme a lo que el Señor
quiera inspirarnos.
3.‑ “Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan”. Estos tres apóstoles y amigos íntimos de Jesucristo simbolizan las tres facultades de nuestra alma, sin las cuales nadie puede subir al monte de la luz, o sea, a la sublimidad de la familiaridad divina. Pedro se interpreta “el que conoce”, Santiago el que suplanta” y Juan “gracia del Señor”.
También tú, que crees en Jesús y de Jesús esperas la salvación, toma contigo a Pedro, o sea, el conocimiento de tu pecado, que consiste en tres cosas: la soberbia del corazón, la concupiscencia de la carne y el apego a las cosas mundanas. Toma contigo a Santiago, o sea, la destrucción de estos tres vicios, para que con la sumisión de la razón puedas demoler la soberbia del espíritu, mortifiques la concupiscencia de tu carne y rechaces la vana falsedad de las cosas mundanas. Toma, en fin, también a Juan. o sea, la gracia del Señor, que “está a la puerta y llama” (Ap 3,20), para que te ilumine y te haga conocer el mal que hiciste y te haga perseverar en el bien que comenzaste a hacer.
Estos son aquellos tres hombres, de los que dijo Samuel a Saúl: “Al llegar a la encina del Tabor, saldrán a tu encuentro tres hombres, que están subiendo a Dios en Betel: uno lleva tres cabritos, el otro tres tortas de pan y el tercero un odre de vino” (1Rey 10, 3).
La encina del Tabor y el mismo monte Tabor simbolizan la sublimidad de la vida santa, que con razón es llamada encina y monte y Tabor: encina, porque es constante y firme hasta la perseverancia final; monte, porque es elevada y sublime hasta la contemplación de Dios; Tabor, que se interpreta “esplendor que viene”, porque difunde la luz del buen ejemplo. En la sublimidad de la vida santa se requieren estas tres cosas: que sea constante en sí misma, sumergida en la contemplación de Dios y luz que ilumina al prójimo.
“Cuando vengas”, o sea, cuando decidas venir o subir a la encina o al monte Tabor, “te saldrán al encuentro tres hombres, que suben a Dios en Betel”. Estos tres hombres son Pedro, o sea, “el que conoce”; Santiago, o sea, “el que suplanta”; y Juan, “la gracia de Dios”.
Pedro lleva tres cabritos, Santiago tres tortas de pan y Juan un odre de vino. Pedro, o sea, el que se reconoce pecador, lleva tres cabritos. En el cabrito está simbolizado el hedor del pecado, y en los tres cabritos las tres especies de pecados, en los que más frecuentemente caemos: la soberbia del corazón, la impudencia de la carne y el apego a las cosas mundanas. Pues bien, el que quiere subir al monte de la luz, debe llevar estos tres cabritos, o sea, debe reconocerse culpable en estas tres especies de pecados.
Santiago, o sea, “el que suplanta o erradica” los vicios de la carne, lleva tres tortas de pan. El pan simboliza la bondad del espíritu, que consiste en la humildad del corazón, en la castidad del cuerpo y en el amor a la pobreza. Nadie puede tener esa “bondad”, si primero no erradica los vicios. Pues bien, lleva las tres tortas de pan, o sea, la triple bondad del espíritu, el que reprime la soberbia del corazón, combate la impudencia de la carne y rechaza la avaricia del mundo.
Juan, o sea, el que con la gracia de Dios, ‑que previene, acompaña y coopera‑, conserva todas estas cosas con fidelidad y constancia, lleva de veras el odre del vino. El vino en el odre simboliza la gracia del Espíritu Santo, infundida en la buena voluntad.
Jesús tomó, pues, a Pedro, a Santiago y a Juan. Toma tú también a estos tres personajes y sube al monte Tabor.
4.‑ Pero, créeme, la ascensión es difícil, porque el monte es muy alto. Con todo, ¿quieres subir con gran facilidad? Procúrate aquella escala, que se lee y se canta en la historia bíblica de este domingo: “Jacob vio en sueños una escala levantada, o sea, apoyada en tierra, y su cima tocaba el cielo; veía también a los ángeles de Dios que subían o bajaban por ella; y al Señor apoyado en ella” (Gen 28, 12‑13).
Presta atención a cada una de las palabras y constatarás su concordancia con el evangelio. Vio: he ahí el conocimiento del pecado, del que el bienaventurado Bernardo dice: “Dios no me conceda tener otra visión que la de conocer mis pecados”. Jacob, que tiene el mismo significado de Santiago: he ahí el desarraigo de la carne. De Jacob dijo Esaú: “¡He ahí que por la segunda vez me suplantó!”. (Gen 27, 36). En sueño: he ahí la gracia del Señor que infunde el sueño del sosiego y de la paz, El filósofo Aristóteles así describe el sueño: “El sueño es la quietud de las facultades corporales, con la tensión de las facultades espirituales”. Cuando uno duerme el sueño de la gracia, se sosiegan en él los estímulos carnales, producidos por sus obras malas, y se reaniman los impulsos del espíritu. Dice el Génesis: “Al ocaso del sol, el sueño venció a Abraham y un gran temor cayó sobre él” (Gen 15, 12). Por “sol” se entiende aquí el placer carnal; y, cuando se lo vence, desciende sobre nosotros un sopor, o sea, el éxtasis de la contemplación; y nos invade un gran terror de los pecados pasados y de las penas del infierno. ¿Quieres oír la tensión de las facultades espirituales, cuando se debilitan las facultades carnales? “Yo duermo”, dice la esposa del Cantar, o sea, desisto del ansia de las cosas temporales, “y mi corazón está en vela” (Cant 5, 2), en la contemplación de las cosas celestiales. Con razón se dice: “Jacob vio en sueños una escala”, por medio de la cual tú puedes subir al monte Tabor.
5.‑ Observa que esta escala tiene dos brazos (los tirantes) y seis peldaños, por medio de los cuales es fácil la subida. Esta escala simboliza a Jesucristo; los dos brazos son la naturaleza divina y la humana; los seis peldaños son su humildad y pobreza, la sabiduría y la misericordia, la paciencia y la obediencia. Fue humilde al asumir nuestra naturaleza, cuando “miró a la humildad de su sierva” (Lc 1, 48). Fue pobre en su natividad, en la que la virgen pobrecilla, al dar a luz al mismo Hijo de Dios, no encontró lugar donde acostarlo, sino que “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre de ovejas”. Fue sabio en su predicación, porque “comenzó a hacer y a enseñar” (Hech 1, 1). Fue misericordioso al acoger benignamente a los pecadores: “No vine para llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13) a la penitencia. Fue paciente bajo los flagelos, las bofetadas y los salivazos. El mismo dijo a través de la boca de Isaías: “Puse mi rostro como piedra durísima” (50, 7). La piedra, si es golpeada, no reacciona ni se queja contra quien la parte. Así Cristo: “Al ser maldecido, no maldecía; y, al padecer, no amenazaba venganza” (1Pe 2, 23). Fue, en fin, “obediente hasta la muerte y a la muerte de cruz” (Filp 2, 8). Esta escala estaba apoyada en la tierra, cuando Cristo se dedicaba a la predicación y obraba milagros; y tocaba el cielo, cuando, como dice Lucas, pasaba las noches en oración al Padre” (6, 12).
He ahí: la escala está erguida. ¿Por qué, pues, no suben?
¿Por qué serpentean por tierra con las manos y con los pies? Suban, pues, porque
Jacob vio a los ángeles que subían y bajaban por la escala. Suban, pues, oh
ángeles, oh prelados de la Iglesia, oh fieles de Jesucristo. Suban, les digo,
para contemplar cuán suave es el Señor; y bajen, luego, para ayudar y aconsejar,
porque de esto necesita el prójimo. ¿Por qué intentan subir por otro camino que
no es la escala? Por cualquier otra parte que quieran subir, los amenaza el
precipicio. “oh necios y de corazón lento”, no digo, “para creer” (Lc 24, 25),
porque ustedes creen, ¡y también los demonios creen!; pero ¡ustedes son duros y
de piedra en el obrar! ¿Presumen ustedes poder subir por otro camino al monte
Tabor, al reposo de la luz, a la gloria de la bienaventuranza celestial, en
lugar de la escala de la humildad, de la pobreza y de la pasión del Señor? ¡De
veras no es posible! He aquí la palabra del Señor: “El que quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24). Y en Jeremías se
lee: “Tú me llamarás Padre, y no desistirás de caminar en pos de mí” (3, 19).
Dice Agustín: “El médico toma primero la medicina amarga, para que no rehúse
beberla el enfermo”. Y Gregorio: “Bebiendo el cáliz amargo, se llega al gozo de
la sanación”. “Para salvar la vida, debes arrostrar el hierro y el fuego”
(Ovidio). Suban, pues, y no teman, porque el Señor está apoyado sobre la escala,
dispuesto a acoger a los que suben. “Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y
subió a un monte muy alto”.
6.‑ “Y se transfiguré delante de ellos”. Graba en ti como en cera blanda esta figura, para poder recibir la figura de Jesucristo. He aquí cómo fue: “Su rostro resplandeció como el sol, y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve” (Mt 17, 2). En esta expresión se deben observar cuatro cosas: el rostro, el sol, las vestiduras y la nieve. Vamos a ver cuál podría ser su significado moral.
En la parte anterior de la cabeza, que es el rostro del hombre, hay tres sentidos: la vista, el olfato y el gusto, ordenados y dispuestos de manera admirable. El olfato está puesto entre la vista y el gusto, como una balanza. Análogamente, en el rostro de nuestra alma hay tres sentidos espirituales, dispuestos en orden perfecto por la sabiduría del sumo Artífice: la visión de la fe, el olfato de la discreción y el gusto de la contemplación.
7.‑ Sobre la “visión de la fe” se lee en el Éxodo que “Moisés y Aarón, Nadab y Abiud y los setenta ancianos de Israel vieron al Señor de Israel; y había debajo de sus pies un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno” (24, 9‑10).
En esta cita se describen todos los que ven con el ojo de la fe y qué cosa deban ver, o sea, creer. Moisés se interpreta “acuático”, y es figura de todos los religiosos que deben empaparse con las aguas de las lágrimas. Para este fin fueron sacados del río de Egipto, para que en esta horrible soledad siembren entre lágrimas y, después, cosechen con júbilo en la tierra prometida. Aarón, sumo pontífice, que se interpreta “montano”, (porque Dios lo mandó a encontrar a Moisés en el monte ‑ Ex 4, 27), es figura de todos los altos prelados de la iglesia, que se hallan constituidos en el monte de la dignidad y de la autoridad. Nadab, que se interpreta “espontáneo”, es figura de todos los súbditos, que deben obedecer espontáneamente y no forzadamente. Abiud, que se interpreta “padre de ellos”, es figura de todos los que están unidos en matrimonio según la forma de la iglesia, para que sean padres de hijos. En fin, los setenta ancianos de Israel simbolizan a todos los bautizados, que en el bautismo recibieron los siete dones de la gracia del Espíritu Santo.
Todos ellos ven, o sea, creen y deben ver y creer en el Dios de Israel. Y “bajo sus pies había un embaldosado de piedras de zafiro”. He ahí lo que deben creer. Las palabras “Señor de Israel” indican la divinidad; las palabras “bajo sus pies” indican la humanidad de Jesucristo, a quien debemos creer como verdadero Dios y verdadero hombre. De “estos pies” dice Moisés en el Deuteronomio: “Los que se acercan a sus pies, recibirán su doctrina” (33, 3). Por esto se dice que María “estaba sentada a los pies del Señor y escuchaba sus palabras” (Lc 10, 39). Bajo los pies del Señor, o sea, después de la encamación de Jesucristo, apareció la obra del Señor como de piedras de zafiro y semejante al cielo sereno. La piedra de zafiro y el cielo sereno tienen el mismo color. Observa que el zafiro tiene cuatro propiedades: muestra en sí mismo una estrella, destruye el carbunclo, es semejante al cielo sereno y detiene la hemorragia.
El zafiro es figura de la santa Iglesia, que tuvo su inicio después de la encarnación de Cristo y permanecerá hasta el fin de los tiempos. Ella se articula en cuatro órdenes: los apóstoles, los mártires, los confesores y las vírgenes, que con razón podemos comparar a las cuatro propiedades del zafiro.
El zafiro muestra en sí mismo una estrella y en esto simboliza a los apóstoles, que por primeros mostraron la estrella matutina de la fe a los que yacían en las tinieblas y en la sombra de muerte. El zafiro, con su contacto, hace desaparecer el carbunclo, que es una enfermedad mortal; y en esto simboliza a los mártires que con su martirio vencieron la enfermedad mortal de la idolatría. El zafiro, de color del cielo, simboliza a los confesores que, considerando como inmundicia todas las cosas temporales, se elevaron con la cuerda del amor divino a la contemplación de la celestial bienaventuranza, diciendo con el Apóstol: “Nuestra patria está en el cielo” (Filp 3, 20). En fin, el zafiro detiene la hemorragia, y en esto simboliza a las vírgenes, que por el amor del Esposo celestial detuvieron totalmente en sí mismas la sangre de la concupiscencia carnal. Y ésta es la obra admirable de la piedra del zafiro, que apareció bajo los pies del Señor.
Con los comentarios susodichos tienes claramente lo que tu alma debe ver y lo que debe creer con el ojo de la fe.
8.‑ Sobre el olfato de la discreción, se lee en el Cántico del amor: “Tu nariz es como la torre del Líbano, que mira contra Damasco” (Cant 7, 4). En esta cita hay cuatro palabras muy importantes: la nariz, la torre, el Líbano y Damasco. En la nariz se indica la discreción; en la torre la humildad; en el Líbano, que se interpreta “blancura”, la castidad; y en Damasco, que se interpreta el que bebe sangre”, la malicia del diablo.
La nariz del alma es, pues, la virtud de la discreción, por medio de la cual debe saber distinguir el perfume del hedor, el vicio de la virtud, y advertir también las cosas lejanas, o sea, las tentaciones del diablo. Dice Job del justo: “Percibe de lejos el olor de la batalla, las incitaciones de los capitanes y las griterías del ejército” (39, 25). El alma fiel, con el olfato, o sea, con la virtud de la discreción, prevé la guerra de la carne y los comandos de los capitanes, o sea, las sugestiones de la vana razón, simbolizadas en los capitanes, para que, bajo la apariencia de la santidad, no caiga en la fosa de la iniquidad. Siente las griterías del ejército, o sea, las tentaciones de los demonios, que aúllan como las fieras. El aullido es propio de las fieras.
El olfato de la esposa debe ser como la torre del Líbano. La virtud de la discreción consiste, sobre todo, en la humildad del corazón y en la castidad del cuerpo. Con razón, la humildad es llamada la “torre de la castidad”, porque como la torre defiende el campamento, así la humildad del corazón defiende la castidad del cuerpo de los dardos de la fornicación. Si tal es el olfato de la esposa, bien podrá con facilidad mirar contra Damasco, o sea, el diablo, que ansía beber la sangre de nuestras almas, disfrazando su sutil perfidia.
9.‑ Del gusto de la contemplación, dice el Profeta: “Gusten y vean qué bueno es el Señor” (Salm 33, 9).
Gusten, o sea, con la garganta de su mente mastiquen y, masticando, evoquen la bienaventuranza de aquella celestial Jerusalén, que es la glorificación de las almas santas, la gloria inefable de los ejércitos de ángeles, la perenne dulzura del Dios trino y uno. Consideren también qué gran gloria es tomar parte en los coros de los ángeles, junto con ellos alabar a Dios con incansable voz, contemplar cara a cara el rostro de Dios, admirar el maná de la divinidad en la urna de oro de la humanidad. Si gustan a fondo estas cosas, de veras y muy de veras constatarán qué bueno es el Señor. ¡Bienaventurada el alma, cuyo rostro está dotado y enriquecido con tales sentidos!.
Observa que el olfato, casi como el fiel de la balanza, está colocado entre la vista de la fe y el gusto de la contemplación. En la fe es necesaria la discreción, para que nos atrevamos a acercarnos y a ver la zarza ardiendo y a desatar la correa de las sandalias, o sea, a investigar los misterios de la encarnación del Señor. Cree nomás, y esto es suficiente. No está en tu poder desatar las correas. Dice Salomón: “El que presume escudriñar la majestad de Dios, será aplastado por su gloria” (Prov 25, 27). Hemos, pues, de creer con firmeza y profesar nuestra fe con sencillez.
También en la contemplación es necesaria la discreción, para no pretender saborear las cosas celestiales más de lo que sea conveniente. Dice Salomón: “Hijo, si encontraste la miel”, o sea, la dulzura de la contemplación, “come lo que te basta, para no vomitarla, si te hartas demasiado” (Prov 25, 16). Vomita la miel aquel que, no contentándose con la gracia gratuitamente recibida, quiere indagar con la razón humana la dulzura de la contemplación, descuidando lo que se lee en el Génesis que, “al nacer Benjamín, murió su madre Raquel” (35, 17‑19). En Benjamín se representa la gracia de la contemplación, en Raquel la razón humana. Al nacer Benjamín, muere Raquel, porque, cuando la mente, elevándose sobre sus fuerzas, vislumbra alguna luz de la divinidad, desfallece toda razón humana. La muerte de Raquel simboliza el desfallecimiento de la razón. Por esto escribía Ricardo de San Víctor: “Con la razón humana, nadie puede llegar allí donde fue arrebatado Pablo”.
Por esto, el olfato de la discreción debe ser como una balanza colocada entre la vista de la fe y el gusto de la contemplación, para que el rostro de nuestra alma resplandezca como el sol.
10.‑ Observa que en el sol se destacan tres cosas: el esplendor, la blancura y el calor. Y considera cómo estas tres propiedades del sol se compaginan perfectamente con los tres sentidos del alma.
El esplendor del sol concuerda con la visión de la fe, que con la claridad de su luz vislumbra y cree en las cosas invisibles. La blancura, o sea, la pureza y la limpieza, concuerda con la discreción del olfato; y con toda razón, porque como nos tapamos la nariz y nos dirigimos a otra parte ante una cosa hedionda, así por la virtud de la discreción debemos alejarnos de la inmundicia del pecado. Y también el calor del sol concuerda con el gusto de la contemplación, porque en ella hay de veras el calor del amor. Dice san Bernardo: “Es absolutamente imposible contemplar el sumo Bien y no amarlo”, ya que Dios es el mismo amor.
Presten, pues, atención, oh queridísimos hermanos, y consideren lo útil y lo saludable que es tomar consigo a estos tres compañeros y subir al monte de la luz, porque allí se realiza de veras la transfiguración, desde la efímera apariencia de este mundo a la figura de Dios que permanece por los siglos de los siglos y de la que se dice: “ Su rostro resplandeció como el sol”. ¡ojalá resplandezca como el sol el rostro de nuestra alma, para que lo que vemos en la fe, brille en las obras; y el bien que percibimos en lo interior, por la virtud de la discreción, se traduzca en un lindo testimonio de obras externas; y lo que saboreamos en la contemplación de Dios, suscite mayor fervor en el amor al prójimo. Sólo así nuestro rostro resplandecerá como el sol.
11.‑ “Sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve, tanto que ningún lavandero en la tierra las podría hacer más blancas” (Mt 17, 2; Mc 9, 2).
Las vestiduras de nuestra alma son los miembros de este cuerpo, que deben ser cándidos. Dice Salomón: “En todo tiempo sean cándidos tus vestidos” (Ecle 9, 8). ¿De qué candor? “Como la nieve”. El Señor, por boca de Isaías, promete a los pecadores convertidos: “Si sus pecados fueran como la escarlata, serán blanqueados como la nieve” (1, 18).
Observa aquí dos cosas: la escarlata y la nieve. La escarlata es un paño que tiene el color del fuego y de la sangre. La nieve es fría y blanca. En el fuego se representa el ardor del pecado y en la sangre su inmundicia; en la frialdad de la nieve se representa la gracia del Espíritu Santo y en la blancura la pureza de la mente. Dice, pues, el Señor: “Si sus pecados fuesen como la escarlata”... Es como si dijera: “Si ustedes vuelven a mí, yo les infundiré la gracia del Espíritu Santo, que extinguirá el ardor del pecado y lavará su inmundicia. El mismo dice por boca de Ezequiel: “Derramaré sobre ustedes agua pura y serán purificados de todas sus inmundicias” (36, 25). Por ende, las vestiduras, o sea, los miembros de nuestro cuerpo, han de ser blancas como la nieve, para que la frialdad de la nieve, o sea, la compunción del corazón, extinga el ardor del pecado, y la pureza de nuestra familiaridad con Dios lave toda inmundicia.
También las vestiduras simbolizan las virtudes de nuestra
alma, que, si se reviste de ellas, aparecerá gloriosa en la presencia del Señor.
De esas vestiduras, se lee en la historia bíblica de este domingo, que “Rebeca
revistió a Jacob con vestiduras muy lindas, que guardaba en su poder” (Gen 27,
15). Rebeca, o sea, la sabiduría de Dios Padre, revistió a Jacob, o sea, al
justo, con vestiduras muy lindas, o sea, con virtudes, porque estaban tejidas
con la mano y el arte de su sabiduría, y las guardaba en su poder, colocadas en
el tesoro de su gloria. Y el Señor las tiene de veras, porque es amo y dueño de
todo, y da esas vestiduras a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Estas
vestiduras son cándidas por el efecto que producen, porque hacen cándido al
hombre, no diría como la nieve, sino mucho más blanco que ella. Y tales
vestiduras, ningún lavandero, o sea, ningún predicador que exista, las puede
hacer tan cándidas con el lavado de su predicación.
12.‑ “Aparecieron Moisés y Elías, que hablaban con El” (Mt 17, 3).
Al justo así transfigurado, así iluminado y así revestido, se le aparecen Moisés y Elías. En Moisés, que era “el más manso de todos los hombres que habitaban en la tierra” (Num 12, 3), cuyos ojos no se habían empañados ni removidos los dientes, está simbolizada la mansedumbre de la misericordia y de la paciencia.
“Manso” es como decir “acostumbrado a la mano”. Este es como un hijo, como un animal doméstico, acostumbrado a la mano (a la acción) de la gracia divina. Su ojo, o sea, la razón, no se empaña con la neblina del odio, ni se ofusca con la nube del rencor; sus dientes no se mueven contra alguno con la murmuración, ni muerden con la calumnia.
En Elías, quien, como se narra en el tercer libro de los Reyes, “mató a los profetas de Baal en las orillas del torrente Cisón” (18, 40), está simbolizado el celo de la justicia. “Baal” se interpreta “el que está en alto” o “devorador”, y “Cisón” “su dureza”. Pues bien, el que de veras arde de celo por la justicia, mata con la espada de la predicación, de la amenaza y de la excomunión a los profetas y a los siervos de la soberbia, que tienden siempre a lo alto; mata a los siervos de la gula y de la lujuria, que todo devoran: los mata para que mueran al vicio y vivan para Dios. Y esto lo lleva a cabo en el torrente Cisón, o sea, por la excesiva dureza de su corazón, a causa de la cual acumulan sobre sí la indignación para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.
A este propósito dice el Señor por boca de Ezequiel: “Son hijos de dura cerviz y de indomable corazón, aquellos a los que te envío. Toda la casa de Israel es de frente impudente y de cerviz obstinada” (2, 4; y 3, 7). llene la “frente impudente” aquel que, cuando es corregido, no sólo desprecia la corrección, sino que tampoco se avergüenza del pecado. A éste lo reprende Jeremías: “Te hiciste una cara de meretriz: no quisiste ruborizarte” (3, 3).
Moisés y Elías, o sea, la mansedumbre de la misericordia y el celo de la justicia, deben manifestarse en el justo, ya transfigurado en el monte de la familiaridad con Dios, para que, como el samaritano, pueda infundir en las llagas del herido el vino y el aceite: la aspereza del vino exasperará la blandura del aceite, y la blandura del aceite atenuará la aspereza del vino.
Del ángel que apareció en la resurrección de Cristo, se lee en Mateo que “su semblante era como el rayo y sus vestiduras como la nieve” (28, 3). En el rayo se indica la severidad del juicio, y en el candor de la nieve la blandura de la misericordia.
El ángel, o sea, el prelado, debe tener el aspecto del rayo, para que las mujeres, o sea, las mentes afeminadas, se espanten ante la vista de su santidad. Como hizo Ester, de la cual se dice: “Cuando el rey Asuero levantó la mirada con las chispas de sus ojos mostró la cólera de su ánimo, la reina se y desmayó, su rostro palideció y recostó su cabeza cansada sobre el hombro de su criada” (15, 10). Pero el prelado, como lo hizo Asuero, debe extender el cetro de oro de su benevolencia y revestirse de los vestidos de nieve, para que los que fueron reprendidos por la severidad paterna, sean consolados por la piadosa benevolencia de la madre. Por esto se dice: aunque uses el látigo del padre, ten siempre los pechos de la madre.
El prelado tiene que ser como el pelícano, el cual, como se
cuenta, mata a sus polluelos, pero, después, extrae sangre de su cuerpo, la
derrama sobre ellos y así los hace revivir. Así debe conducirse el prelado:
después de haber censurado a sus hijos y súbditos con el azote de la disciplina
y haberlos matado con la espada de ásperas invectivas, debe con su sangre, o
sea, con la compunción de la mente y la efusión de lágrimas, que Agustín llama
“sangre del alma”, exhortarlos a la penitencia, en la que está la vida del alma.
13.‑ Si en ti existieran antes estas tres cosas: la subida al monte, la transfiguración y la aparición de Moisés y Elías, llegarías a obtener también la cuarta, como lo aclara el evangelio: “He ahí que una nube luminosa los envolvió” (Mt 17, 5). Una expresión similar la hallamos hacia el fin del Éxodo: “Después de haber llevado a cabo todas las obras, una nube cubrió la tienda del testimonio, y la gloria del Señor la llenó” (40, 31‑32).
Recuerda que en la tienda del testimonio había cuatro cosas: el candelabro con siete lámparas, la mesa de la proposición, el arca del testamento y el altar de oro. La tienda del testimonio es el hombre justo. Es tienda, porque la vida del hombre es un duro combate mientras viva. Desde la tienda, los soldados armados suelen acometer a los enemigos y ser por ellos acometidos; y el justo, cuando emprende un combate, él mismo es combatido. Por eso se dice: “El enemigo que pelea bien, te obliga también a ti a pelear bien” (Ovidio). Es tienda del testimonio, que se recibe no sólo de los que están fuera, testimonio que a veces no corresponde a la verdad, sino de uno mismo, cuya gloria es el testimonio de su conciencia (2Cor 1, 12), y no de la lengua ajena.
En esta tienda del testimonio, el candelabro de oro, labrado a mano, con siete lámparas, es la compunción del corazón de oro del justo, que es molido por una serie de suspiros como si fueran martillos. Las siete lámparas de este candelabro son los tres cabritos, las tres tortas de pan y el odre de vino, que llevan los susodichos compañeros del justo. Hay también en la tienda del justo la mesa de la proposición, que simboliza la perfección de la vida santa y sobre la cual hay que poner los panes de la proposición, o sea, el alimento de la predicación, que debe ser ofrecido a todos. Por esto dice el Apóstol: “Soy deudor tanto de los griegos como de los bárbaros” (Rom 1, 14).
Siempre allí, en la tienda, se halla el arca del testamento, en la que se guardaban el maná y el bastón de Aarón. En el arca, o sea, en la mente del justo, debe haber el maná de la mansedumbre, para ser como Moisés, y el bastón de la corrección, para ser como Elías. En fin, hay también un altar de oro, símbolo del firme propósito de la perseverancia final. En este altar se ofrecen diariamente el incienso de la devota compunción y los aromas de la perfumada oración.
14.‑ Con razón se dijo: “Después de haber terminado todas las obras, una nube cubrió la tienda del testimonio”. Una vez que se llevó a cabo hasta la perfección todo lo relacionado con la tienda, una nube la cubrió y la llenó la gloria del Señor, como se dice en el evangelio de hoy: “Una nube luminosa los envolvió”. Al justo, transfigurado en el monte de la luz por la santa familiaridad con Dios, la gracia del Señor lo preserva de los ardores de la prosperidad mundana, de la lluvia de la concupiscencia carnal y de la tempestad de la persecución diabólica; así merecerá percibir los silbos de una brisa suave, o sea, la dulzura del Padre que dice: “Este es mi hijo amadísimo. ¡Escúchenlo!”. Merece de veras ser llamado hijo de Dios, el que tomó consigo a los tres mencionados compañeros, que subió al monte, que se transfiguró a sí mismo desde la figura de este mundo a la figura de Dios, que tuvo como compañeros a Moisés y a Ellas y que fue digno de que una nube luminosa lo envolviera.
Te suplicamos, pues, Señor Jesús, que del valle de la miseria nos hagas subir al monte de la vida santa, para que, marcados con la figura de tu pasión y fundados en la mansedumbre de la misericordia y en el celo de la justicia, merezcamos en el día del juicio ser envueltos por una nube luminosa y oír la voz de la alegría, del gozo y del júbilo: “¡Vengan, benditos de mi Padre”, que los bendijo en el monte Tabor, “y reciban el reino que les fue preparado desde el origen del mundo!” (Mt 25, 34).
A este reino se digne conducirnos aquel Señor, al cual pertenecen el honor y la gloria, la alabanza y el dominio, la majestad y la eternidad por los siglos de los siglos.
Y todo espíritu responda: ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ “Partiendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y Sidón. Y he aquí, una mujer cananea, que había salido de aquella región, clamaba diciéndole: “¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David!”... (Mt 15, 21‑22).
Se lee en el primer libro de los Reyes: “Israel salió en batalla contra los filisteos y acampó cerca de la piedra del socorro” (4, 1). Israel se interpreta “semilla de Dios”, y simboliza al predicador o su predicación, de la que dice Isaías: “Si el Señor de los ejércitos no nos hubiera dejado la semilla”, o sea, la predicación, “seríamos como Sodoma y Gomorra” (1, g). El predicador debe salir a la batalla contra los filisteos. Los filisteos se interpretan “cayendo por la bebida”, y simbolizan a los demonios que, embriagados de soberbia, cayeron del cielo. Contra ellos el predicador sale en batalla, cuando con su predicación hace todo esfuerzo para arrancar de sus manos al pecador; pero no lo podrá hacer si no se acampa cerca de la piedra del socorro.
La piedra del socorro es Cristo, del que, en el relato bíblico de este domingo, se dice: “Tomó Jacob una piedra, la puso como cabecera y se durmió” (Gen 28, 11). Así el predicador debe poner debajo de su cabeza, o sea, en su mente, la piedra del socorro, Jesucristo, para descansar en El y con El y por El vencer a los demonios. Y esto querían significar las palabras: “Se acampó cerca de la piedra del socorro”, porque cerca de Jesucristo, que es ayuda en las tribulaciones, confiando en El y atribuyéndoselo todo a El, establece el campamento de sus actividades y fija las tiendas de su predicación.
Por lo tanto, en el nombre de Jesucristo saldré contra los filisteos, o sea, contra los demonios, para poder arrancar de su mano, con esta predicación, al pecador, cautivo del pecado, confiando en la gracia de aquel que “salió para la salvación de su pueblo” (Ha 3, 13). Por esto se lee en el evangelio de hoy: “Saliendo Jesús, se fue a la región de Tiro y Sidón”.
2.‑ Observa que la esencia del evangelio de hoy consiste
sobre todo en tres momentos: la salida de Jesucristo, la súplica de la mujer
cananea por la hija atormentada por el demonio y la liberación de la misma hija.
Vamos a ver el significado moral de cada uno de estos tres hechos.
3. “Jesús, saliendo La salida de Jesús simboliza la salida del penitente de la vanidad del mundo. De él se lee y se canta en la historia del presente domingo: “Salió Jacob de Berseba y se fue a Harán” (Gen 28, 10). He aquí como concuerdan los dos Testamentos: “Saliendo, Jesús se fue a la región de Tiro y Sidón”, dice Mateo; “Saliendo Jacob de Berseba, se fue a Harán”, dice Moisés en el Génesis.
Jacob se interpreta “suplantador”, y simboliza al pecador convertido que, bajo la planta (del pie) de la razón, aplasta la sensualidad de la carne. El sale de Berseba, que se interpreta “séptimo pozo” e indica la insaciable codicia de este mundo, que es “la raíz de todos los males” (1Tim 6, 10). De este pozo, Juan en su evangelio, reportando las palabras de la samaritana que habla con Jesús, dice: “Señor, tú no tienes con qué sacar el agua, y el pozo es profundo”. Jesús le responde: “Cualquiera que bebe de esta agua, volverá a tener sed” (4, 11‑13).
Oh samaritana, con toda razón dijiste que el pozo es profundo. La codicia del mundo es profunda, porque no tiene fondo suficiente la saciedad. Y por esto, el que beba del agua de este pozo, que es un símbolo de las riquezas y de los placeres temporales, va a tener sed de nuevo. Sí, todo esto es verdad. Ya lo decía Salomón en sus parábolas: “La sanguijuela tiene dos hijas que dicen: “¡Dame, dame!” (Prov 30, 15). La sanguijuela es el diablo, que tiene sed de la sangre de nuestra alma y anhela chuparla. He ahí sus dos hijas: las riquezas y los placeres, que siempre piden: “¡Dame, dame!”, y jamás dicen: “¡Basta!”.
Asimismo, dice de este pozo el Apocalipsis: “Del pozo subía una humareda como la humareda de un gran horno, y se oscurecieron el sol y el aire. Y de la humareda del pozo salieron langostas sobre la tierra” (Ap 9, 2‑3). El humo que ciega los ojos de la razón sale del pozo de la codicia mundana, que es el gran horno de Babilonia. A causa de este humo, el sol y el aire se oscurecen. El sol y el aire simbolizan a los religiosos. “Sol”, porque deben ser puros, fervorosos y esplendentes: puros por la castidad, fervorosos por la caridad y esplendentes por la pobreza; “aire”, porque deben ser aéreos, o sea, contemplativos.
Sin embargo, por causa de nuestros pecados, salió el humo del pozo de la codicia y ya ahumó a todos. Jeremías lo deplora en sus Lamentaciones: “¡Cómo se oscureció el oro, cómo se cambió su espléndido color!” (Lm 4, 1). El sol y el oro, el aire y el color espléndido tienen un mismo sentido: se oscureció el esplendor del sol y del oro, y el aire y el color se alteraron. observa con cuánta exactitud dijo: oscurecido y alterado. El humo de la codicia oscurece el esplendor de la religión y altera el brillante color de la contemplación celestial, en la cual el rostro del alma se colorea místicamente de un color radiante, cándido y bermejo: cándido por la encarnación del Señor, bermejo por su pasión; cándido por el marfil de la castidad, bermejo por el ardiente deseo del Esposo celestial.
4.‑ ¡Ay de mí, ay de mí! Este espléndido color está deteriorado, porque está ahumado por el humo de la codicia, del que se escribe: “De la humareda del pozo salieron langostas sobre la tierra”. Las langostas, por los saltos que hacen, simbolizan a los religiosos, los que, después de haber juntado los dos pies de la pobreza y de la obediencia, deberían saltar a la altura de la vida eterna.
Pero, desgraciadamente, con un salto hacia atrás, de la humareda del pozo salieron los religiosos sobre la tierra y, como se lee en el Éxodo, “cubrieron su superficie” (10, 5). Hoy no se organizan mercados ni se celebran asambleas civiles o eclesiásticas, en las que no estén presentes los monjes y los religiosos. Compran y venden, “edifican y destruyen, redondean lo que era cuadrado” (Horacio). En las causas convocan a las partes, litigan delante de los jueces, contratan legisladores y abogados y buscan a testigos, dispuestos a jurar junto con ellos por cosas pasajeras, frívolas y vanas.
Díganme, oh religiosos fatuos, si en los profetas, o en los evangelios de Cristo, o en las cartas de Pablo, o en la regla de san Benito o de san Agustín... hallaron estos debates, estas distracciones, estos clamores y estas declaraciones en los procesos por cosas efímeras y caducas. Más bien, el Señor dice a los apóstoles, a los monjes y a todos los religiosos, no como consejo sino mandando, porque eligieron el camino de la perfección: “Yo les digo: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian; bendigan a los que los maldicen y oren por los que los calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra. Y al que te quite la capa, no le niegues ni la túnica. Dale a cualquiera que te pida; y al que tome de lo tuyo, no le pidas la devolución. Y como quieren que los hombres se porten con ustedes, así pórtense ustedes con ellos. Y si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? también los pecadores aman a los que los aman. Y si les hacen el bien a los que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6, 27‑33).
Esta es la regla de Jesucristo, que hay que preferir a todas las reglas, las instituciones, las tradiciones y los expedientes, porque “no hay siervo más grande que su amo, ni apóstol más grande que aquel que lo envió” (Jn 13, 16).
Observen, escuchen y vean, oh pueblos todos, si hay locura y presunción iguales a las de ellos. En su regla y en sus constituciones está escrito que todo monje, o canónigo, tenga dos o tres túnicas, dos pares de calzado, apropiados para el invierno y el verano. Si sucediera que por casualidad no tuvieran estas cosas a su debido tiempo y lugar, dicen que no se observan los mandatos, mientras se está pecando tan mezquinamente contra la regia. Puedes constatar con cuánto escrúpulo observan las prescripciones que favorecen el cuerpo; y poco o nada observan la regla de Jesucristo, sin la cual no pueden salvarse.
¿Y qué diré de los clérigos y de los prelados de la Iglesia? Si algún obispo o prelado de la iglesia hace algo contra una decretal de Alejandro, de Inocencio o de cualquier otro Papa, se le acusa, se convoca al acusado, se le demuestra al convocado su error y, convicto, se le destituye. Si, en cambio, comete algo grave contra el evangelio de Jesucristo, que más que todo debería observar, no hay nadie que lo acuse ni que lo reprenda. “Todos aman lo suyo propio, no lo que es de Jesucristo” (Filp 2, 21).
Con respecto a estas cosas, el mismo Cristo amonesta así tanto a los religiosos como a los clérigos: “Ustedes anularon el mandato de Dios en nombre de sus tradiciones. Hipócritas, bien de ustedes profetizó Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me dan culto, enseñando doctrinas, que son preceptos humanos” (Mt 15, 6‑9). Y de nuevo: “¡Ay de ustedes, fariseos, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo, de la ruda y de toda hortaliza; pero transgreden la justicia y el amor de Dios! Esto era necesario hacer, sin omitir lo otro. ¡Ay de ustedes, fariseos, que buscan los primeros asientos en las sinagogas y los saludos en la plaza! ¡Ay de ustedes, doctores de la ley, que cargan a los hombres con cargas insoportables; pero ustedes no las tocan ni con un dedo! ¡Ay de ustedes, doctores de la ley, que arrebataron la llave de la ciencia! Ustedes no entraron y se lo impidieron a los que querían entrar! (Lc 11, 42 ... ). Con razón afirma el Apocalipsis: “Salió una humareda del pozo como humo de un gran horno; el sol y el aire se oscurecieron; y del humo del pozo salieron langostas sobre la tierra”.
5.‑ Observa también que el pozo de la codicia humana es llamado “séptimo pozo”, y esto por dos motivos: o porque es la sentina y la cloaca de siete crímenes dice el Apóstol que “la codicia es la raíz de todos los males” (1Tim 6, 10)‑; o porque, como se lee en el Génesis que “el séptimo día no tuvo tarde” (Gen 2, 2), así la codicia no tiene fondo de suficiencia. Por eso, de este pozo desgraciado sale el pecador arrepentido, al que se aplican las palabras: “Saliendo Jacob de Berseba, se fue a Harán. Saliendo Jesús, se fue a la región de Tiro y Sidón”.
Vamos a ver lo que significan los tres nombres: Tiro, Sidón y Harán. Tiro se interpreta “angustia”, Sidón “caza de la tristeza” y Harán “excelsa” o “indignación”.
El penitente, saliendo de la codicia del mundo, se va a la región de Tiro, es decir, de la angustia. Observa que el verdadero penitente tiene una doble angustia: la primera es la que siente por los pecados cometidos; la segunda es la que sufre a causa de la triple tentación del diablo, del mundo y de la carne.
De la primera, dice Job: “Las cosas que antes mi alma no quería tocar, ahora en mi angustia se me volvieron mi alimento” (6, 7). Para el penitente, a motivo de la angustia de la contrición que siente por sus pecados, las asiduas vigilias, la abundancia de las lágrimas, los frecuentes ayunos son como alimentos exquisitos. Todas estas cosas el alma, o sea, su sensualidad, saciada de cosas temporales, antes de volver a la penitencia, las aborrecía hasta no tocarlas. Por esto dice Salomón: “El alma harta pisotea el panal de miel; en cambio, el alma hambrienta toma también lo amargo, como si fuera dulce” (Prov 27, 7).
6.‑ De la segunda angustia, causada por la triple tentación del justo, dice Isaías: “Como los torbellinos vienen del viento africano, así la devastación viene del desierto, de una tierra espantosa. Una visión espeluznante se me mostró. Por eso, mis lomos se llenaron de dolor, la angustia me tomó como la angustia de una parturienta. Me agobié al oírlo y me espanté al verlo. Se pasmó mi corazón y las tinieblas me colmaron de angustia” (21, 1‑4).
Presta atención a estas palabras: en el torbellino se indica la sugestión del diablo; en la devastación, la codicia del mundo; en la visión angustiosa, la tentación de la carne.
Los torbellinos que vienen del viento africano son las sugestiones del diablo, que turban y atormentan el alma del penitente. Se dice en Job: “Súbitamente desde el desierto irrumpió un viento impetuoso, que sacudió los cuatro ángulos de la casa; y ésta se desplomó aplastando a los hijos de Job” (1, 19). El viento impetuoso, que viene del desierto, es la repentina sugestión del diablo que a veces, súbitamente, irrumpe con tanta violencia, que sacude desde los cimientos las cuatro principales virtudes del alma del justo y de vez en cuando la hace caer, ¡ay de mí!, en el pecado mortal. Y así los hijos de Job, o sea, las obras buenas y los buenos sentimientos del justo perecen.
7.‑ La devastación que viene del desierto es la codicia, que viene del desierto, o sea, del mundo lleno de fieras, y quiere devastar las riquezas de la pobreza en el hombre santo, o sea, en el penitente arrepentido. Dice Joel: “El fuego devoró la belleza del desierto, y la llama quemó todas las plantas de la región” (1, 19). El fuego, o sea, la codicia comió o, mejor, devoró la belleza del desierto, o sea, a los prelados y a los ministros de la iglesia, que están colocados en el desierto de este mundo y que Dios dio para la belleza y el decoro de la misma Iglesia. Y la llama de la avaricia quemó todas las plantas de la región, o sea, a todos los religiosos, que con razón son llamados “plantas de la región”. La región es la vida religiosa, en la que fueron trasplantados desde la región de la desemejanza, o sea, de la vanidad del mundo (donde se destruye la semejanza con Dios), para llevar frutos de gloria celestial.
8.‑ La visión angustiosa, anunciada por una tierra espantosa, es la tentación de la carne, que con razón es llamada tierra espantosa, porque es horrorosa y abominable a causa de pensamientos depravados, palabras ofensivas, obras perversas, innumerables impurezas e inmundicias. Y observa que la tentación de la carne es llamada visión angustiosa, porque consiste principalmente en la visión de los ojos. Dice el Filósofo: “Los primeros dardos de la lujuria son los ojos” (Isidoro). De ello se quejaba Jeremías en las Lamentaciones: “Mis ojos saquearon mi alma” (3, 51). Y el bienaventurado Agustín: “El ojo impúdico es anuncio de un corazón impúdico”. Y por eso, dice el bienaventurado Gregorio: “Los ojos deben ser mortificados, porque son como ladronzuelos”, de los cuales se habla en el cuarto libro de los Reyes: “Unos ladronzuelos habían arrebatado de la tierra de Israel a una niña, que estaba al servicio de la mujer de Naamán el leproso” (5, 2). Los ladronzuelos son los ojos, que arrebatan a la niña, o sea, la pudicicia y la castidad, de la tierra de Israel, o sea, de la mente del justo que ve a Dios; y así la hacen servir a la mujer, o sea, a la fornicación, que es la esposa de Naamán el leproso, o sea, del diablo. Con tal mujer el diablo leproso engendra a muchas hijas e hijos leprosos.
Hay otra interpretación. Esa tentación de la carne es llamada una visión angustiosa, que suele suceder en el sueño, y es llamada polución carnal que turba profundamente, y debe turbar, la mente del justo. Dice Job: “Me espantarás ‑o sea, permites que sea espantado‑ con los sueños y me sacudirás con visiones horrorosas. Por esto mi alma preferiría colgarse y mis huesos preferirían la muerte” (7, 14‑15). El justo, cuando se siente sacudido por el terror de la visión engañosa, debe en seguida levantarse y suspender su alma en la contemplación de las cosas celestiales, y debe castigar con gemidos y azotes los huesos del cuerpo excitado, que percibió un momentáneo placen
Observa que esta polución puede suceder de cuatro maneras: o sucede por la excesiva acumulación de humores, o por la debilidad del cuerpo, y en estos casos no hay pecado o al máximo pecado venial; puede suceder por exceso de alimentos y de bebidas, y si esto se hace habitual, es pecado mortal; o puede suceder por haber contemplado, con el consenso de la mente, la belleza femenina; y entonces es ciertamente pecado mortal. Dice, pues, el penitente, que, saliendo de Berseba, se fue a la región de Tiro, o sea, de la “angustia”: Como los torbellinos , o sea, las sugestiones, vienen del viento africano, o sea, del diablo, así la devastación, o sea, la codicia que todo lo devasta, viene del desierto, o sea, del mundo; así también la angustiosa visión de la tentación me fue anunciada a través de una tierra horrible, o sea, de una carne miserable.
¡Ay de mí, ay de mí, Señor Dios! En un torbellino tan grande, en una devastación tan grave y en una visión tan espantosa, ¿a dónde huir? ¿Qué hacer? Oye lo que el penitente añade: “Por esto mis lomos están colmados de dolor, y me posee una angustia como la de una parturienta”. Cuando se anuncia la angustiosa visión de una tierra horrorosa, los lomos del penitente se llenan de dolor, no de deleite. Por eso dice con el Profeta: “Quema mis riñones, Señor” (Salm 25, 2). Y “la angustia me posee”. Este penitente que dice: “La angustia me posee”, se había ido de veras a la región de Tiro. ¿Y qué angustia le toma? La angustia de la parturienta. Como no hay angustia mayor que la de la parturienta, así no hay angustia mayor que la del justo, sometido a la tentación. Se lee en el Éxodo: “Los egipcios odiaban a los hijos de Israel, y los atormentaban y escarnecían, y les amargaban la vida” (1, 13‑14). Los egipcios son los demonios, los pecadores impenitentes y los movimientos carnales. Todos estos odian a los hijos de Dios, o sea, a los justos: los demonios los atormentan, los pecadores impenitentes los escarnecen y los movimientos carnales amargan sus vidas.
9.‑ “Me pasmé al oírlo y me turbé al verlo. Mi corazón se desmayó y las tinieblas me aturdieron”. Consideremos el significado de cada expresión, Dice el penitente: “Al oír” los torbellinos provenientes del viento africano, en seguida me desplomé con el rostro en tierra, suplicando al Señor que no permitiera que fuera arrastrado por ese torbellino. El justo, al advertir las sugestiones del diablo, en seguida debe postrarse en oración, porque “esta especie de demonios sólo se echa con la oración y el ayuno” (Mt 17, 20). “Me turbé” al ver venir la devastación de la codicia mundana. Con razón dice: “Me turbé”. El justo, cuando le seduce el afán de las cosas temporales, en seguida debe experimentar turbación en el alma y en el rostro, para que no lo seduzcan. “Se desmayó mi corazón” por los impulsos de la lujuria; y “las tinieblas” de la muerte eterna me aturdieron, cuando me fue anunciada la angustiosa visión de la horrorosa tierra. Como un clavo echa otro clavo, así el temor de la gehena aleja el deleite de la lujuria. Con razón se dice del hombre penitente: “Saliendo de Berseba, se retiró a la región de Tiro y se fue a Harán”.
Y observa cómo van muy de acuerdo Tiro y Harán, o sea, la angustia y lo excelso, porque el que quiere llegar a las cosas excelsas, no lo puede lograr sin pasar por la angustia. Así el penitente, que quiere remontarse a la plenitud de la vida eterna, debe antes pasar por Tiro. Por eso dice Cristo en Lucas: “¿No era necesario que Cristo padeciese ‑he ahí Tiro ‑, para entrar en su gloria?” ‑ he ahí Harán (24, 26).
¿Qué haremos, pues, al penitente que sale del pozo de la codicia mundana y anhela subir a las alturas de la bienaventuranza celestial? El monte es muy alto, y la subida muy áspera y llena de obstáculos. Para que no desmaye en el camino, le construiremos una escala, por la cual pueda subir con facilidad; como se lee en el relato bíblico de este domingo: “Jacob vio en sueños una escala, apoyada en tierra”.
10.‑ Observa que esta escala tiene dos brazos (los tirantes) y seis peldaños, por los que se hace la subida. Esta escala es la santificación del penitente, de la que el Apóstol habla en la epístola de hoy: “Esta es la voluntad de Dios: su santificación. Que cada uno sepa mantener su cuerpo con honor y santidad” (1Tes 4, 3‑4). Los brazos de esta escala son la contrición y la confesión. Los seis peldaños son aquellas seis virtudes, en las que consiste toda la santificación del alma y del cuerpo: la mortificación de la propia voluntad, el rigor de la disciplina, la virtud de la abstinencia, la consideración de la propia fragilidad, el ejercicio de la vida activa, la contemplación de la gloria celestial.
De estas seis virtudes habla el Señor por boca de Ezequiel: “Y tú, hijo del hombre, toma contigo trigo y cebada, habas y lentejas, mijos y avenas; lo pondrás todo en una sola batea y te harás panes” (4, 1‑9). En el trigo que muere cuando se lo echa en el surco, está representada la mortificación de nuestra voluntad; en la cebada que tiene una paja muy tenaz, está representado el rigor de la disciplina; en el haba, que es el alimento de los que ayunan, está representada la virtud de la abstinencia; en las lentejas, que son muy pequeñas y de poco valor, está representado el conocimiento de nuestra fragilidad; en el mijo, que requiere asiduos cuidados, está representado el ejercicio de la vida activa; en la avena, que tiende hacia lo alto, está representada la contemplación de la gloria celestial.
Ya que en estas virtudes consisten nuestra santificación y nuestra purificación, tomémoslas y echémoslas en nuestra batea (nuestro cuerpo), del cual dice el Apóstol: “Que cada uno de ustedes sepa mantener el propio cuerpo con honor y santidad”. Y con estas seis virtudes elaboremos unos panes, con los que nos saciemos y podamos retirarnos a la región de Tiro y dirigirnos hacia Harán. De Jesús se dice: “ Saliendo de allí, se retiró a la región de Tiro”.
11.‑ “Se retiró también a la región de Sidón”. Sidón se interpreta “caza de la tristeza”.
Observa que el cazador, que quiere hacer una buena caza, debe tener cinco cosas: un corno sonoro, un perro veloz e intrépido, un dardo limado y afilado, una aljaba con flechas y arco. El corno para tocar, el perro para atrapar, el dardo para matar, las flechas y el arco para herir de lejos con flechas las bestias que no pudo matar con la lanza.
El cazador es el penitente, al cual el Padre en la historia bíblica de este domingo, dice: “Toma tus armas, la aljaba y el arco, y tráeme de tu caza, para que yo coma y mi alma te bendiga” (Gen 27, 3‑4). Las armas del hijo penitente son la aljaba y el arco; las flechas en la aljaba son las punzadas y los dolores de la contrición en el corazón, de los que dice Job: “Las flechas del Señor están clavadas en mí, y la irritación que ellas producen impregna mi espíritu” (6, 4).
Las flechas del Señor son las punzadas del corazón, con las que el Señor hiere misericordiosamente el corazón del pecador, para que, indignado contra sí mismo por el pecado, aniquile el espíritu de soberbia, como justamente declara la cita: “La irritación que producen esas flechas impregna”, o sea, consume mi espíritu, o sea, mi soberbia.
En el arco está indicada la confesión. Dice el Señor en el Génesis: “Pondré mi arco en las nubes del cielo, y será un signo de mi alianza con la tierra” (9, 13). Entre Dios y la tierra, o sea, el pecador, al cual se dijo: “Tú eres tierra y a la tierra regresarás”, se establece el arco de la confesión, que es el signo de la alianza, de la paz y de la reconciliación. Con esto puedes apreciar cuán justamente el arco simboliza la confesión.
12.‑ Observa que en el arco hay cuatro elementos: las dos extremidades flexibles, el centro rígido e inflexible y la cuerda elástica, con la cual se tensan las mismas extremidades.
Asimismo, en la confesión debe haber cuatro elementos. Las dos puntas de la confesión son el dolor de los pecados pasados y el temor de las penas eternas; el centro, rígido e inflexible, es el firme propósito que el penitente debe tener, para no volver jamás al vómito; la cuerda elástica es la esperanza del perdón, que de veras ablanda la rigidez de las dos puntas del dolor y del temor. Con tal arco, pues, se lanzan “las flechas agudas del Poderoso” (Salm 119,4).
Además, el cazador, o sea, el penitente debe tener un corno sonoro, un perro y un dardo. En el corno está indicado el grito de la acusación sincera; en el perro, los ladridos de la conciencia arrepentida; en el dardo, el castigo y la propia punición, y la satisfacción.
El pecador, pues, con el arco de la confesión debe tener el corno de la acusación sincera y el perro de una conciencia que inquieta, para no descuidar nada del pecado y de sus circunstancias. Debe tener también el dardo de la punición, de la indignación y de la satisfacción, para castigarse a sí mismo, indignarse contra sí mismo y reparar por sus pecados, “para que tanto de sí mismo sacrifique, cuanto procuró a sí mismo complacer” (Glosa).
Esta es una buena caza, de la que dice el padre al hijo:
“Tráeme de tu caza, para que yo coma y mi alma te bendiga”. De esta caza se dice
en el evangelio de hoy: “Jesús, saliendo de allí, se retiró a la región de Tiro
y Sidón”.
13.‑ “Una mujer cananea, saliendo de aquellos lugares, gritó en alta voz: “Hijo de David, ten piedad de mi; mi hija está malamente atormentada por el demonio” (Mt 15, 22). observa que la mujer cananea sale y dirige sus súplicas, justamente cuando Jesús se retiró a la región de Tiro y Sidón. Cuando el pecador sale del vórtice de su insaciable carne y del mundo, y se retira a la región de Tiro, o sea, de la angustia que experimenta en la contrición, y de Sidón, o sea, de la caza que debe hacer en la confesión, sólo entonces la mujer cananea, o sea, el alma pecadora, reconociendo lo más pronto su iniquidad, comienza a gritar: “¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David! “. Esta debe ser la oración propia del alma penitente, que retorna a la penitencia, tras el ejemplo de David, quien, después del adulterio y del homicidio, cumplió una verdadera penitencia.
Dice, pues: “¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David!”, como si dijera: “Oh Señor, tú quisiste descender de la familia y de la tribu de David, para infundir la gracia del perdón y ofrecer la mano! de la misericordia a los pecadores que se convierten y que, tras el ejemplo de David, esperan en tu misericordia y hacen penitencia, ¡ten piedad, pues, de mí, Hijo de David!”.
14.‑ “Pero, Jesús no le respondió palabra” (Mt 15, 23). ¡Oh misterio del divino consejo! ¡Oh insondable profundidad de la divina sabiduría! El Verbo, que al principio estaba junto al Padre y por el cual todo fue hecho, ¡no responde ni una palabra a la mujer cananea, o sea, al alma penitente! El Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños y que da la boca y la sabiduría, ¡no responde palabra! Oh Verbo del Padre, tú que todo creas y recreas, que todo gobiernas y sustentas, ¡respóndeme, siquiera con una sola palabra, a mí que soy una pobre mujer, pero arrepentida!.
Y te demuestro con la autoridad de tu profeta Isaías, que debes responder. El Padre, por boca de Isaías, promete tu acción en favor de los pecadores: “Mi Palabra, que sale de mi boca, no regresará a mí vacía, sino que hará todo lo que quiero, y felizmente llevará a cabo las cosas para las cuales la envié” (55, 11). ¿Y qué es lo que quiere el Padre? justamente el Padre quiere que acojas a los penitentes y que les digas una palabra de misericordia. ¿No dijiste tú mismo:”M! alimento es hacer la voluntad del Padre que me envió”? (Jn 4, 34). ¡Ten, pues, piedad de mí, Hijo de David, y respóndeme una palabra, oh Palabra del Padre!
Y te lo demuestro también con la palabra de tu profeta Zacarías, que debes tener piedad y responder. Así profetizó de ti: “En aquel día habrá para la casa de David una fuente brotante, para lavar al pecador y a la mujer impura” (13, 1). oh fuente de la piedad y de la misericordia, que naciste de una tierra bendita, o sea, de la Virgen María, que provenía de la casa y de la familia de David, ¡lava las inmundicias del pecador y de la mujer impura! ¡Ten, pues, piedad de mí, Hijo de David! ¡Mi hija está malamente atormentada por el demonio!
¿Por qué el Verbo no respondió palabra? Por cierto, para provocar en el alma del penitente una compunción más grande y un dolor más profundo. A él se refiere la esposa en el Cantar de los Cantares: “Lo busqué y no lo encontré; lo llamé, y no me respondió” (5, 6).
15.‑ Ahora vamos a ver más claramente de qué dolor sufre esta mujer cananea. “Mi hija ‑dice‑ está malamente atormentada por el demonio”. De este tormento tienes un cotejo en el relato bíblico de este domingo, en el que se dice: “Dina, la hija de Lía, salió para ver a las mujeres de aquella región. Habiéndola visto Siquem, hijo de Hamor, heveo, príncipe de aquella tierra, se enamoró y la raptó; y se acostó con ella, haciéndole violencia, porque era virgen. Y su alma se apegó a Dina” (Gen 34, 1‑3). He ahí de qué modo mi hija está malamente atormentada por el demonio.
Lía se interpreta “hacendosa”, Dina “causa” o “juicio”. Lía es el alma del penitente que, perseverando en las obras de penitencia, se consume, diciendo con el Profeta: “Me consumí a fuerza de gemidos” (Salm 6, 7). Ella es figura de la mujer cananea, que se interpreta “negociadora”. El negocio del alma penitente es despreciar al mundo, mortificar la carne, llorar los pecados pasados y no volver a cometerlos para no renovar el llanto. La hija de esta cananea, o sea, de Lía, es la mente o la conciencia del hombre, que con razón es llamada Dina, o sea, “causa” o “juicio”, porque debe manifestar y presentar al juez, o sea, al sacerdote, la causa de sus pecados y aceptar de buena gana el juicio y la sentencia que él pronuncie. Y presta atención que en este lugar, por mente o conciencia del hombre, no entiendo otra cosa que el alma del mismo penitente. Frecuentemente, en las páginas sagradas, personas distintas son figuras de una única y misma cosa, como en este caso la mujer cananea y su hija representan, en sentido moral, el alma del penitente.
16.‑ De esta alma se dice: “Dina salió para ver a las mujeres de aquella región”. Las mujeres de la región representan la belleza de las cosas temporales, la abundancia, la vanidad y el deleite de este mundo. Y todas estas cosas son llamadas “mujeres” (mulieres), porque ablandan y afeminan las mentes de los hombres. Se lee en el tercer libro de los Reyes: “Las mujeres pervirtieron el corazón de Salomón” (11, 3).
La belleza y la abundancia de bienes temporales infatuan el corazón del sabio. El alma desgraciada sale para ver a estas mujeres, cuando se complace en la abundancia y en la belleza de las cosas temporales; y así a la infeliz le sucede lo que sigue: “Al verla, Siquem, hijo de Hamor, heveo, príncipe de aquella tierra, se enamoró y la arrebató”. Siquem se interpreta “fatiga”, Hamor “asno”, heveo “feroz” o “pésimo”.
Siquem es el diablo, que siempre se afana para obrar la maldad: “Recorrí la tierra y la merodeé” (Job 2, 2). Es llamado hijo de Hamor, el heveo, porque a motivo de su necedad, de su ferocidad y de su soberbia, de ángel llegó a ser diablo, de hijo de la gloria sublime llegó a ser hijo de la muerte eterna. Es llamado también príncipe de la tierra, o sea, de los que “saborean las cosas terrenales” (Filp 3, 19). También el Señor dijo que “el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn 12, 31). El diablo, que ve a esta alma desventurada vagabundear entre las vanidades mundanas, mientras debería buscar la causa y el juicio de sus pecados, lleva a cabo lo que ya leímos: “Se enamoró y la arrebató, se acostó con ella haciéndole violencia, porque era virgen; y su alma se adhirió a ella indisolublemente”.
Presta atención a las palabras. El diablo se enamora de un alma, cuando le sugiere pecar; la arrebata, cuando ella con su mente consiente a la sugestión; se acuesta con ella y viola su virginidad, cuando lleva a cabo su premeditada malicia. Su alma se enlaza estrechamente con ella, cuando la tiene esclava y encadenada con el lazo de las malas costumbres.
He aquí, pues, como mi hija está malamente atormentada por
el diablo. Por eso, “¡ten piedad de mí, Hijo de David, porque mi hija está
malamente atormentada por el diablo!”, por Siquem, hijo de Hamor, el heveo. Y el
Señor, teniendo misericordia, porque “sus misericordias no tienen número” (Misal
Romano), liberó de manera maravillosa a la hija tan atormentada por el demonio.
17.‑ Siempre en el Génesis, leamos la continuación del relato: “Los dos hijos de Jacob, Simeón y Leví, hermanos de Dina, tomaron espadas, entraron en la ciudad animosamente, mataron a todos los varones incluyendo a Hamor y a Siquem, y sacaron a Dina, su hermana, de la casa de Siquem” (34, 25‑26).
Simeón se interpreta “el que escucha la tristeza”, y simboliza la contrición del corazón; Leví se interpreta “añadido”, y simboliza la confesión de la boca, que debe añadirse a la contrición del corazón.
Estos dos hijos de Jacob, o sea, del penitente, y hermanos de Dina, o sea, de su alma, deben aferrar las espadas del amor y del temor de Dios y matar al diablo y su soberbia y todo lo que le pertenece, o sea, el pecado y sus circunstancias. Y así podrán liberar a su hermana, el alma, esclava en la casa del diablo y atada por la cadena de las malas costumbres.
Roguemos, pues, queridísimos, al Señor Jesucristo, que por su santa misericordia nos conceda salir de la vanidad del mundo y entrar en la región de Tiro y Sidón, o sea, de la contrición y de la confesión, para que nuestra hija, nuestra alma, pueda ser liberada del diablo y de sus tentaciones y ser colocada en la bienaventuranza del reino celestial.
Nos conceda esta gracia Aquel que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.
Y todo hombre responda: “¡Amén! ¡Así sea!”.
1.‑ En aquel tiempo, “Jesús estaba echando a un demonio, que era mudo. Y, después de haber echado al demonio, el mudo habló; y la gente se maravilló” (Lc 11, 14).
Se lee en el primer libro de los Reyes: “Y cuando el espíritu malo, de parte de Dios, se adueñaba de Saúl, David tomaba la cítara y la tocaba con su mano. Y Saúl tenía alivio y estaba mejor; y el espíritu malo se apartaba de él”.
El espíritu malo, de parte del Señor, es el diablo, y se dice “del Señor”, porque también él es criatura de Dios; y es maligno por su propia arrogancia. De Luzbel, portador de luz, se cambió en portador de tinieblas, de ángel en diablo. Y es llamado diablo (del griego, diaballo), porque fue precipitado en lo profundo.
Este espíritu se apodera de Saúl, que se interpreta “aprovechador abusivo”, o sea, del pecador, al cual, como dice Job, “Dios le dio tiempo de hacer penitencia; y, en cambio, él aprovecha el tiempo para aumentar su soberbia” (24, 23); y lo impulsa de un pecado a otro. Pero David, o sea, el predicador, debe tomar la cítara, o sea, la melodía de la predicación, y tocarla con la habilidad de sus manos; y así la dulzura de la cítara, o sea, la virtud de la predicación del Señor, ablandará el furor del pecador y echará de él al demonio, del cual justamente se habla en el evangelio de hoy: “Jesús estaba echando a un demonio”.
2.‑ Observa que en este evangelio hay cuatro partes, y sobre cada una de ellas queremos componer un breve sermón para el honor de Dios y para utilidad de los oyentes: 1. Jesús estaba echando a un demonio; 2. Cuando un hombre fuerte y armado; 3. Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre; 4. Una mujer de entre la multitud levantó la voz.
Asimismo, la historia bíblica del Génesis, que se lee y se proclama en este domingo, se divide en cuatro partes: la primera trata de la venta de José; la segunda, de su encarcelación y de la interpretación de los sueños del copero y del repostero; la tercera, de las siete vacas y de las siete espigas y de los siete años de hambre; la cuarta, de la liberación de todo Egipto, gracias a las capacidades del mismo José.
En nombre de Jesucristo, comencemos a exponer la primera
parte de este evangelio
3. “Jesús estaba echando a un demonio”. observa que en un solo hombre Jesús obró cuatro milagros: dio la vista al ciego ‑ Mateo recuerda que este endemoniado era también ciego ‑, dio el habla a un mudo y abrió el oír a un sordo, y lo liberó del demonio. Ahora vamos a ver cómo el Señor, en la santa Iglesia, obre cada día espiritualmente estos cuatro milagros y cuál sea el significado moral de cada milagro.
“Jesús estaba echando a un demonio”. Presta particular atención. Este endemoniado perdió sus naturales capacidades en los tres sentidos principales y más nobles que los demás, o sea, la capacidad de ver, de hablar y de oír. Así el pecador, a quien el diablo posee a través del pecado mortal, pierde su capacidad espiritual en tres sentidos de su alma, que son los más importantes y los más nobles; es decir, pierde la capacidad de ver, de hablar y de oír en el espíritu. Y observa que en la vista está representado el conocimiento, en la lengua la confesión y en el oído la obediencia. Sólo ve con claridad el que reconoce su malicia; sólo habla rectamente el que confiesa franca y totalmente la malicia reconocida; y sólo oye perfectamente el que obedece voluntariamente a la voz de su confesor.
Con estas tres cosas concuerda la primera parte de la historia bíblica del presente domingo, cuando dice que “José, enviado desde el valle de Hebrón, llegó a Siquem, y de Siquem a Dotán” (Gen 37, 14‑17). José se interpreta “creciente”, Hebrón “visión”, Siquem “fatiga”, Dotán “defección” o “rebelión”.
José es el penitente que tanto crece en presencia de Dios, cuanto disminuye delante de sí mismo. Dice el Señor a Saúl en el primer libro de los Reyes.‑ “Cuando tú eres pequeño a tus ojos, yo te elegí como jefe de las tribus de Israel” (15, 17). En el valle del Hebrón, o sea, de la visión, está indicado el reconocimiento del pecado; en Siquem, la fatiga de la confesión y en Dotán la renuncia a la propia voluntad.
El penitente, enviado desde el valle de Hebrón, llegó a Siquem. El valle de Hebrón, que se interpreta “visión”, es el conocimiento del pecado. Jeremías dice: “Mira tu proceder en el valle” (2, 23). En el valle, o sea, en la doble humildad, interior y exterior, mira, o sea, reconoce tus caminos, es decir, tus pecados, con los cuales, como recorriendo falsos caminos, te diriges al infierno. Dice el Profeta: “Examiné mis caminos y dirigí mis pies hacia tus mandamientos” (Salm 118, 59). Y de nuevo Jeremías: “Has de saber y ver ‑o sea, reconocerán malo y amargo es el haber abandonado al Señor tu Dios y no tener más el temor de mí, dice el Señor Dios de los ejércitos” (2, 19). Y de nuevo: “Levanta tus ojos en la dirección justa y mira dónde yaces postrada” (3, 2).
Observa que dice: en la justa dirección. ¡Ay de mí! ¡Qué pocos son hoy los que miran en la justa dirección! Casi todos miran en la dirección equivocada, como si fueran estrábicos. Sin duda, mira en la dirección justa el que reconoce su iniquidad, cómo la cometió, y la confiesa en seguida, con exactitud, cómo sucedió. Levanta, pues, tus ojos en la dirección justa, y no en la falsa. No te avergüences ni tengas reparo. Son estas dos cosas las que suelen impedir la dirección justa de los ojos.
Se dice que existe un ave ‑la calandria‑, que si mira directamente al rostro de un enfermo, éste se libera de sus males. En cambio, si quita su mirada de ese enfermo o la levanta hacia otra dirección, es signo de muerte (Aristóteles).
Así el pecador, si levanta su mirada en la dirección justa y considera sus pecados y los reconoce, créeme, “él vivirá y no morirá” (Ez 33, 15). Si, en cambio, mira en otra dirección, si disimula sus pecados o los confiesa tramposamente, esto es signo e indicio de eterna condenación.
“Levanta tus ojos en la dirección justa, y mira”, o sea, reconoce, “dónde”, o sea, a cuál miseria, “te redujiste”, porque te hiciste “tributaría” del diablo y del pecado, “ahora”, tú que antes eras “dominadora de las gentes”, o sea, dominabas los vicios, y “señora de provincias”, o sea, dueña de tus cinco sentido.
4.‑ Es bueno, pues, hermanos queridísimos, habitar en el valle de Hebrón, ver y reconocer antes nuestra culpa y nuestra malicia, y después llegar a Siquem, que se interpreta “fatiga”, o sea, acercarse a la confesión, lo que implica verdaderamente fatiga y dolor.
Dice Miqueas: “Sufre y jadea mucho, oh hija de Sión, como una parturienta” (4, 10). Oh hija, o sea, oh alma, que eres y debes ser “hija de Sión”, o sea, de la Jerusalén celestial, sufre en la contrición y jadea, o sea, obra lo suficiente, como una parturienta en la confesión. Con razón se dice “como una parturienta”. Como una parturienta se esfuerza y sufre, así el pecador debe esforzarse y sufrir en la confesión, para ser como la cierva, que pare con dolor y trabajo.
Dice Job: “Las ciervas se encorvan hacia el feto, paren y emiten un mugido” (39, 3). Las ciervas son figuras de los penitentes, que deben encorvarse delante de un sacerdote y humillarse y parir sus pecados y emitir mugidos amarguísimos (de arrepentimiento). Pero, ¡ay de mí, ay de mí! ¡Cuántos son hoy los que no paren como las ciervas sino como las yeguas!
En la Historia Natural se lee que “las yeguas no sufren al parir y que el humo de una lucerna que se apaga las hace abortar”. Así hay algunos pecadores que, al confesar sus pecados, los paren sin fatiga ni trabajo; pero “la mujer, al parir, pare con tristeza”, dice el Señor (Jn 16, 21). Y cuando en esos pecadores se extingue la lumbre de la gracia por culpa del humo de la concupiscencia, abortan, o sea, paren el pecado. Por eso dice Santiago: “La concupiscencia concibe y engendra el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte” (1, 15).
Escucha de qué manera el santo Job, que se interpreta “doliente”, desde el valle de Hebrón llegó a Siquem, cuando decía: “Yo no guardaré cerrada mi boca, hablaré en la tribulación de mi espíritu, me lamentaré en la amargura de mi alma” (7, 11). He aquí un modo conciso y muy útil de confesarse. No tiene cerrada su boca aquel que confiesa el pecado y sus circunstancias con franqueza y sinceridad; habla en la tribulación de su espíritu aquel que con el corazón contrito y el espíritu dolorido se acusa a sí mismo, se imputa todo a sí mismo y se juzga; se lamenta en la amargura de su alma aquel que no guarda ninguna reserva sino que más y más renueva su dolor. Se pone a todo sí mismo en las manos del sacerdote y dice con Saulo:”Señor, Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hech 9, 6).
Con razón sigue el relato: “De Siquem llegó a Dotán”, que se interpreta “defección, rebeldía”. El penitente debe huir de sí mismo y obedecer de buena gana a las órdenes de su confesor, que es su superior, diciendo con Samuel: “¡Habla, Señor, que tu siervo te escucha!” (1Rey 3, 10).
Ahora, ya tienes en claro lo que el penitente deba ver, decir y escuchar. Pero, como lo que se expone, se conoce mejor por sus contrarios, ahora vamos a ver las cosas que se oponen a las tres que hemos analizado.
5.‑ “Jesús estaba echando a un demonio”. Este demonio era aquella fiera cruel, de la que se habla en el relato de este domingo: “Una fiera cruel ‑dijo Jacob‑ despedazó a José; una fiera lo devoró” (Gen 37, 33). Vamos a ver de qué manera esta fiera cruel devoró a José. Hemos indicado antes que el demonio había provocado en el endemoniado tres males: le apagó la vista, lo privó de la voz y le tapó el oído. Así al pecador, que vive en pecado mortal, el diablo le quita la vista, para que no reconozca sus pecados; lo priva de la voz, para que no los declare en la confesión; y le tapa el oído, para que no oiga la voz del que quiere enamorarlo de la sabiduría (Salm 57, 6). Con estos tres males concuerda el relato del Génesis, que sigue: “Apenas José llegó al lugar donde estaban sus hermanos, ellos lo despojaron de su variopinta túnica talar y lo bajaron a una cisterna sin agua. Después, lo extrajeron de la cisterna y lo vendieron a unos mercaderes ismaelitas, que se lo llevaron a Egipto” (Gen 37, 23...
Considera estas tres acciones: lo despojaron de su túnica, lo bajaron a la cisterna y lo vendieron. En la túnica talar y variopinta se indica la admisión del pecado. Se dice en el evangelio de Juan, hacia el fin, que “Pedro se ciñó la ropa, ya que estaba desnudo, y se tiró al mar” (21, 7). En verdad, Pedro quedó desnudo, cuando, a las palabras de la criada, “negó a Cristo”, pero luego se revistió de la túnica, cuando reconoció la culpa de su triple negación. En ese momento, fue de veras Pedro, o sea, “el que reconoce”; y así se tiró al mar, o sea, se sumergió en la amargura de las lágrimas. Dice Lucas: “Pedro se acordó de la palabra de Jesús: “Antes que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres veces. Salió afuera y lloró amargamente” (22, 61-62).
As! el pecador debe ceñirse, o sea, reconocer su iniquidad, y tirarse al mar, o sea, sumergirse en la amargura de la contrición. En cambio, hoy hay mucha gente que se ciñe la túnica, admiten también su culpa, pero no quieren tirarse al mar, porque rehúsan hacer penitencia por sus pecados.
Observa, además, que esta túnica es llamada “talar” y “variopinta”. La túnica de nuestra alma, que es conocimiento del pecado, debe ser talar, o sea, “final”. Por cierto, durante toda nuestra vida debemos diariamente reconocer nuestros pecados y, una vez reconocidos, llorarlos; pero, sobre todo, al fin de nuestra vida debemos reconocerlos aún más, con mayor diligencia y devoción, y confesarlos todos, tanto en particular como en general.
En ese entonces, debemos hacer como hace el cisne, que, cuando muere, muere cantando; y dicen que esto sucede a causa de una pluma que tiene en la garganta. Sin embargo, aquel canto le provoca gran dolor.
El cisne blanco es el pecador convertido, más blanco que la nieve. Este, en el momento de su muerte, debe cantar devotamente, o sea, examinar sus pecados en la amargura de su alma. La pluma en la garganta del cisne representa el conocimiento del pecado y su confesión en la boca del justo, del que debe brotar un canto de dolor, que le será sumamente fructuoso. Y así esta túnica talar será “variopinta”, o sea, adornada con una variedad de virtudes. En efecto, todas las alabanzas se cantan al final.
Pero, ¡ay de mi, ay de mí! Los demonios despojan a José de esta preciosísima túnica, cuando ciegan los ojos de esta alma infeliz y le quitan el conocimiento de su iniquidad, para que no vea ni reconozca la vergüenza y la infamia de su desnudez.
Sigue el relato bíblico: “Bajaron a José a una vieja cisterna sin agua”. La cisterna vieja sin agua es la conciencia del pecador inveterado en los días del mal; y en esa conciencia no hay ni el agua de la confesión ni las lágrimas de la compunción. El pecador es encerrado por los demonios en la cisterna de la obstinación, para que no pueda salir a la luz de la confesión. Se lee en el cuarto libro de los Reyes, que “Nabucodonosor le sacó los ojos a Sedecías, lo ató con cadenas y lo llevó a Babilonia” (25, 7). Así se porta el diablo. Ante todo, arranca al pecador los ojos, para que no reconozca su iniquidad, luego lo ata con cadenas de malas costumbres y en fin lo encierra en la cárcel de la obstinación, para que no pueda salir a la luz de la confesión.
Sigue el punto tercero: “Vendieron a José a los mercaderes ismaelitas, que lo llevaron a Egipto”. El pecador es vendido y llevado a Egipto, cuando se sustrae a la predicación de la iglesia, no acepta los consejos de los buenos y cierra el oído para no oír la voz del que lo invita a la sabiduría. En verdad, este hombre es un endemoniado, poseído por el diablo, porque no ve su culpa y su indignidad, no habla en confesión, no escucha la doctrina de la vida eterna. Pero, ¿qué hizo el bondadoso y misericordioso Jesús?
6.‑ Dice Lucas: “Jesús estaba echando a un demonio”. Jesús echa al demonio de los pecadores, cuando graba en su corazón el sello de su amor y el signo de su pasión. Dice el bienaventurado Pablo en la epístola de hoy: “Sean imitadores de Dios, como hijos queridísimos; y caminen en su amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros, ofreciéndose en sacrificio de suave olor” (Ef 5, 1‑2).
En esta expresión se destacan dos cosas: el amor y la pasión de Cristo. Las dos cosas echan a los demonios. Por la inmensa caridad con que nos amó, Cristo se entregó a sí mismo por nosotros, ofreciéndose en sacrificio de suave olor. El olor de este sacrificio vespertino, o sea, de la pasión de Jesucristo, echa a todos los demonios.
Se lee en el libro de Tobías que “éste extrajo de su alforja una parte del hígado (del pez) y la puso sobre brasas. Entonces el ángel Rafael capturó al demonio y lo desterré al desierto del Egipto superior” (8, 2‑3). En el hígado, con el que amamos, se indica el amor de Cristo, y en las brasas vivas su pasión. Pongamos, pues, si no todo, al menos una parte del hígado sobre brasas ardientes; y pensemos cómo el Hijo de Dios, nuestro amor y, de alguna manera, nuestro hígado, por su solo amor por nosotros, sobre brasas ardientes, o sea, mediante la cruz y los agudísimos clavos, fue quemado como sacrificio de suave perfume.
Créanme, hermanos: este suave perfume, o sea, esta memoria de la pasión del Señor, echa a todos los demonios. Y si hacemos esto, entonces Rafael, que se interpreta “medicina”, es decir, el mismo Jesucristo, que es nuestra medicina y el ángel del Sumo Consejo, capturará al diablo y lo desterrará al desierto del Egipto superior, para que no pueda más perjudicarnos.
Con razón se dice: “Jesús estaba echando a un demonio; y, después de haberlo echado, el endemoniado vio, habló y oyó; y la gente quedó maravillada”. No hace maravillas que, cesando la causa, cese también el efecto. Echado el demonio del pecado original del corazón del pecador, inmediatamente éste comienza a ver, o sea, a conocer; a hablar, o sea, a confesarse; y a oír, o sea, a obedecer. Por esto dice el Apóstol hacia el fin de la epístola de hoy: “Ustedes en otro tiempo eran tinieblas, ahora son luz en el Señor. Caminen, pues, como hijos de la luz. Los frutos de la luz consisten en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 8‑9).
Presta atención a estas tres palabras: “En toda bondad”: he ahí el reconocimiento del pecado, sin el cual nadie puede llegar a la bondad, como decía el buen penitente David: “Reconozco mi iniquidad” (Salm 50, 5). “En toda justicia”.‑ he ahí la confesión del pecado. ¿Puede haber justicia más grande que la de acusarse a sí mismo? “El justo -dice Salomón‑ es el primer acusador de sí mismo” (Prov 18, 17). “Y en toda verdad”: he ahí la obediencia, que consiste en obedecer voluntariamente a los preceptos de la verdad, o sea, a los preceptos de Jesucristo y de su vicario.
Demos, pues, gracias a Jesucristo, hijo de Dios, que echó al demonio, iluminó al ciego, hizo hablar al mudo y oír al sordo. Y todos juntos, con la devoción de la mente, supliquemos y humildemente pidamos que aleje el pecado mortal de la conciencia de todo cristiano y le infunda la gracia de Dios, para que reconozca su iniquidad, la manifieste en la confesión y obedezca fielmente a los consejos y a los mandatos de su confesor.
Se digne concedernos estas gracias, a nosotros y a ustedes, el mismo Jesucristo, al cual se deben el honor, la majestad, el dominio, la alabanza y la gloria por los siglos eternos.
Y toda criatura diga: “¡Amén! ¡Así sea!”.
7.‑ “Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, todos sus bienes están al seguro; pero, si llega otro más fuerte que él y lo vence, le quita todas sus armas en las que confiaba, y reparte el botín” (Lc 11, 21-22).
Hacia el fin del Génesis, en la bendición de José se lee: “Su arco se apoyó en el Fuerte (Dios) (49, 24). José se interpreta “crecimiento”, y es figura del predicador, que cada día debe hacer crecer a la iglesia con su predicación. Así podrá decir con José: “Dios me hizo crecer en la tierra de mi pobreza” (Gen 41,52).
Dios hace crecer al predicador en la tierra de la pobreza, o sea, en el destierro de esta miserable peregrinación, cuando por su medio, y para merecimiento de él, acrecienta el número de los fieles. Su arco es la predicación; y como en el arco hay dos elementos: la madera y la cuerda, así en la predicación debe haber la madera del Antiguo Testamento y la cuerda del Nuevo.
De ese arco dice Job: “Mi arco se reforzará en mi mano” (29, 20). El arco se refuerza en la mano, cuando la predicación está respaldada por las obras. Declara el bienaventurado Bernardo: “No predica a Dios con fruto, el que no antepone al sonido de la lengua el testimonio de las obras”.
Y este arco debe apoyarse en el Fuerte, no en el débil; no en el predicador, sino en Cristo, para que todo lo atribuya a El, sin el cual no puede hacer nada bueno. Sólo Cristo fue el verdadero “fuerte”, que ató al fuerte diablo. Por esto se dice en el evangelio de hoy: “Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio
De esta segunda parte del evangelio, ante todo veremos el sentido alegórico y después el sentido moral.
8.‑ El fuerte armado es el diablo. De él y de su armadura se dice en el primer libro de los Reyes: “Salió de los campamentos de los filisteos un hombre bastardo, de nombre Goliat, de Gat. Era alto seis codos y un palmo. Lucía en la cabeza un yelmo de bronce y estaba revestido con una cota de malla a escamas; y sobre sus piernas traía grebas de bronce (pieza de armadura); y un escudo de bronce le protegía los hombros; y el asta de su lanza era como un rodillo de telar” (17, 4‑7).
Goliat se interpreta “el que transmigra” o “ el que se transforma”, y es una figura del diablo, que pasó de las virtudes a los vicios, del gozo a la pena, y que cada día se transforma en ángel de luz, para engañar a los hombres... Y es de Gat, que se interpreta “trapiche”. El diablo exprime a los hombres a través de los aprietos de las tribulaciones, como la uva es exprimida en el trapiche, para que los buenos, como el vino, sean colocados en las bodegas de la vida eterna; y, en cambio, los malos, como los ollejos, sean echados en el basural de la condenación eterna.
Goliat sale de los campamentos de los filisteos, que se interpreta “cayendo por la bebida”, y son figuras de los pecadores que, embriagados de amor mundano, de la gracia de Dios caen en la culpa y, posteriormente, de la culpa se precipitan en la gehena. En sus campamentos mora el diablo: morada del diablo es el corazón del hombre inicuo. Por esto la Glosa, refiriendo el dicho de Habacuc: “A causa de la iniquidad, he visto desbaratadas las tiendas de Etiopía” (3, 7), comenta‑ “Los que se afanan en conquistar riquezas y honores, llegan a ser morada de los demonios, ellos que debieran ser el templo de Dios”.
Goliat era bastardo. Se dice bastardo el que en parte es noble y en parte despreciable. Así el diablo es noble en su creación, y despreciable por sus vicios. Se dice que Goliat era alto seis codos y un palmo. Se lee en Ezequiel que ese hombre, cuyo semblante resplandecía como el bronce, tenía en la mano una caña de la medida de seis codos y un palmo, con la cual midió el templo” (40, 3‑5). He ahí que, cual fue la medida del templo, tal fue la medida de Goliat. La medida del templo es figura de los diversos grados que existen en la Iglesia, contra los cuales el diablo tiene su medida.
En los seis codos se entienden las obras de misericordia, o sea, las obras de la vida activa; en el palmo se entiende la vida contemplativa, que apenas se puede gustar en esta vida; y por eso justamente está representada en el palmo. Y el diablo se lanza tanto contra los de vida activa como contra los de vida contemplativa.
“Y su cabeza lucía un yelmo de bronce”. observa que todas las armas de Goliat eran de bronce. Así son también las almas del diablo. Las armas del diablo son aquellos que lo defienden., para que no sea derrotado en los malos. Y son de bronce, porque son poderosos en tomar las defensas del diablo. Se lee en Job: “ Sus huesos son corno cañas de bronce” (40, 13). Los huesos sostienen la carne. Los huesos del diablo son aquellos que alientan a los demás en el mal. Ellos son como cañas de bronce, que' abundan en sonidos pero no tienen sentimientos, como la zampoña. Son elocuentes en palabras, pero no hacen ninguna obra buena; y como el bronce, si se lo golpea, resuena, as! éstos, bajo los golpes de la reprensión, responden imprecando.
“Estaba revestido de una cota de malla a escamas”, o sea, una lámina de metal estaba inserta en la otra. Cota de malla del diablo son los malos, que le están inseparablemente atados. Dice Job: “Su cuerpo está compuesto casi de escudos fundidos, construido con láminas que se presionan entre sí. La una se une a la otra y entre ellas no hay ni un resquicio; una se adhiere a la otra y, encadenadas como están, jamás pueden ser separadas” (41, 6‑8). Las escamas del diablo, o sea, sus defensores, se aprietan entre sí, porque uno defiende al otro. “Entre los impúdicos hay gran solidaridad” (juvenal). Están tan estrechamente unidos entre sí, que no puede infiltrárseles ni un soplo de la divina gracia ni de la predicación del Señor. Y como son cómplices del mal en este mundo, as! compartirán el eterno suplicio en el otro.
“Sobre sus piernas traía grebas de bronce”. Las grebas representan las excusas de la lujuria. El lujurioso protege, como con grebas, sus fémures, cuando, para mayor agravio de su condenación, defiende el pecado de lujuria. Dice Job: “Las sombras protegen la sombra de él” (40, 17). Las sombras, o sea, los lujuriosos, que son negros y oscuros, protegen la sombra del diablo, o sea, disculpan su lujuria, bajo la cual el diablo descansa y duerme, como bajo una sombra.
“Y un escudo de bronce cubría sus hombros”. El escudo del diablo representa a los que rechazan de sí mismos los dardos de la predicación. De ellos habla el Señor por boca de Ezequiel. “Hijo del hombre, yo te enviaré a los hijos de Israel, a gentes rebeldes que se alejaron de mí. Tú les referirás mis palabras, en la esperanza de que te escuchen y desistan del mal, porque me provocaron a la ira” (2, 3‑7). Pero, “no te quieren oír a ti, porque no me quieren oír a mí” (3, 7).
9.‑ “El asta de su lanza era como el rodillo del telar”. Por medio del rodillo se teje la tela. Esta representa la tentación del mal, por medio de la cual el diablo teje la tela de la iniquidad. El diablo teje la tela como la araña.
Dice la Historia Natural‑ La araña, ante todo, extiende los hilos de la trama y traza sus límites; después procede al tejido de la tela desde el centro hacia lo exterior, llenando el espacio, y prepara el lugar conveniente para la caza. Y ella se pone en el centro, como espiando la llegada de algún animalito. Y si cae alguna mosca o algún otro insecto, en seguida la araña se mueve, sale de su lugar de guardia y comienza a atarla y a envolverla con hilos hasta reducir la presa a la inmovilidad. Después, la lleva a su agujero, en el que deposita lo que captura. Y cuando sufre el hambre, chupa sus humores; y su vida y su alimento consisten sólo en aquellos humores.
Así hace el diablo. Cuando quiere capturar a un hombre, antes extiende unos hilos de pensamientos capciosos y los fija casi en los límites, o sea, en los sentidos del cuerpo, por medio de los cuales puede astutamente conocer el vicio, hacia el cual el hombre se siente mayormente propenso. Después, comienza a tejer en el centro, o sea, en el corazón, y allí dispone la tela adecuada, o sea, la tentación más grave, y en el corazón dispone el lugar más conveniente para la caza. Y el mismo se establece en el centro, como espiando la llegada de algún animalito. El diablo, en todo el cuerpo del hombre, no halla otro miembro más adecuado que el corazón, para dar la caza, para observar y para engañar, porque del corazón del hombre procede la vida.
Y si ve caer, con el consentimiento del corazón, en la tela de su sugestión alguna mosca, o sea, algún individuo afecto a los placeres de la carne, que de veras debería ser llamado mosca, inmediatamente comienza a atarlo con otras tentaciones y a envolverlo en tinieblas, hasta llegar a debilitar y enervar la mente; y después lleva la mosca, o sea, al mismo pecador, a la cueva donde deposita lo que captura. La cueva propia del diablo es la realización de la obra mala. Allí repone lo que captura con la tela de su capciosa sugestión; y allí chupa su humor, o sea, la compunción del alma. En efecto, mientras el alma tenga la compunción, el diablo de ninguna manera puede hacerle daño. Con razón se dijo: “El asta de su lanza era como un rodillo de telar”.
10.‑ Ahora ya conoces las armas de que dispone el diablo, del cual se dice: “Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, todos los bienes que posee están al seguro”. Antes de la venida de Cristo, todo el mundo era casa del diablo, y esto no a causa de la creación, sino a causa de la transgresión de nuestros primeros padres. Por la desobediencia de Adán, con el permiso de Dios, tuvo poder también sobre su posteridad. Y así se lo tenía todo al seguro, ya que ni Moisés, ni Elías, ni Jeremías, ni algún otro de los patriarcas del Antiguo Testamento lo podían expulsar de la casa.
Finalmente, del trono regio, o sea, del seno del Padre, llegó el implacable guerrero ‑como se dice en el libro de la Sabiduría (18, 15)‑, y se lanzó en medio de aquella tierra de exterminio, que el diablo había arruinado; se lanzó uniendo los dos pies de la divinidad y de la humanidad. Y así liberó -como escribe el Apóstol a los hebreos‑ a los que por toda la vida habían sido sometidos a la esclavitud y al espanto de la muerte (2, 15).
Sigue el evangelio: “Si viene otro más fuerte que él y lo vence, le quita todas sus armas en las que confiaba, y reparte el botín”. El más fuerte es Cristo, de cuyas armas escribe Isaías: “Se revistió de la justicia como de una coraza, puso en su cabeza el yelmo de la salvación, se ciñó con los vestidos de la venganza y se cubrió de celo como de un manto” (59, 17).
La coraza de Jesucristo fue la justicia, porque con pleno derecho expulsó al diablo de la casa que él tenía al seguro. Por haber alargado su mano contra Cristo, en el cual no tenía ningún poder, con toda razón mereció perder a Adán y a toda la posteridad, sobre los cuales creía tener algún poder. “Con toda razón pierde el privilegio, el que abusa de un privilegio que se le concedió” (Gracián).
“Puso en su cabeza el yelmo de la salvación”. La cabeza es la divinidad. Dice el Apóstol: “La cabeza de Jesucristo es Dios” (1Cor 11, 3). El yelmo es la humanidad. Entonces la cabeza escondida bajo el yelmo es la divinidad escondida bajo la humanidad, que obró la salvación en nuestra tierra. “Y se ciño con los vestidos de la venganza y se cubrió de celo como de un manto”. Jesucristo se ciñó con los vestidos de nuestra humanidad, justamente para hacer venganza del enemigo, o sea, del diablo, y liberar de sus manos a su propia esposa, o sea, nuestra alma.
Con razón se dice: “Si viene otro más fuerte que él y lo vence, le arrebata todas sus armas”. Las armas del diablo son aquellos cómplices, de los que hemos hablado antes. Y Cristo se los arrancó a todos, cuando de hijos de la ira los hizo hijos de la gracia. Como David derrotó a Goliat con la honda y con la piedra, así Cristo derrotó al diablo con la honda de su humanidad la y
piedra de su pasión. Dice David: “Aferra las armas y el escudo, y levántate en mi auxilio” (Salm 34, 2). Aferra las armas, oh Hijo de Dios, o sea, los miembros humanos, y el escudo, o sea, la cruz; y así, con estas armas, tú puedes derrotar al diablo, que guardaba atado en la cárcel al género humano.
11.‑ Cristo es nuestro José que, como en una cárcel, con las manos y los pies atados, fue crucificado con los clavos entre dos ladrones. El antiguo José, hijo de Jacob, no quiso consentir al nefando adulterio de la meretriz, sino que abandonó en sus manos el manto, con el cual ella quería retenerlo, y huyó. Y ella lo denunció al marido Potifar por haberla ultrajado. Y Potifar, enfurecido, lo echó en la cárcel, en el que estaban atados el copero y el pastelero del rey
de Egipto. A ellos, según la exacta interpretación de sus sueños, les dio una predicción cierta y segura de los sucesos futuros: al copero, que de la cárcel regresaría al palacio del rey, y al pastelero, que saldría de la cárcel, pero para ser colgado en un patíbulo.
Lo mismo hizo Jesucristo, Hijo de Dios, que no quiso consentir a la pérfida meretriz, o sea, a la sinagoga de los judíos. Ella lo quería tener atado por el manto de las observancias legales y las tradiciones de los ancianos, que las utilizaban como un manto, para aparecer justos delante de los hombres. Pero Jesús dejó el manto, o sea, abandonó el rito de la observancia legal, y huyó, pero no como siervo de la ley, sino como el dueño. La sinagoga, al verse ultrajada, lo denunció ante Potifar. Potifar se interpreta “boca que despedaza”, y es figura de Pilato, que dirigió su boca a despedazar, o sea, a flagelar a Jesús. “Se lo entregaré ‑dijo‑, después de haberlo flagelado “ (Mt 2 7, 2 6).
La meretriz sinagoga acusó ante Pilato a nuestro José, diciendo: “Hemos hallado a este hombre que pervierte a la nación y prohíbe dar el tributo al César. Alborota al pueblo, enseñando por toda la Judea, comenzando desde la Galilea hasta aquí” (Lc 23, 2‑5). Entonces Pilato, de acuerdo con las palabras de la meretriz, sentenció que se hiciese lo que ellos pedían y les entregó a Jesús, para que fuera crucificado. Y Jesús fue atado y crucificado con clavos, entre dos ladrones, como José entre el copero y el pastelero.
A decir la verdad, el buen ladrón, además de ser un santo confesor que, mientras Pedro negaba a Cristo, él lo reconoció, fue un verdadero copero. Se embriagó con el vino de la compunción y ofreció al Señor el cáliz de oro de la fe, esperanza y caridad, diciendo: “¡Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu reino!”. En seguida, mereció oír aquellas palabras: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”. En cambio, el ladrón malo, que blasfemó a Cristo, diciendo: “Si tú eres Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”, fue el panadero que, según su profesión, amasó el pan, no diría con la harina, sino con el afrechillo de la mala voluntad y con el agua de la incredulidad, y lo cocinó en el horno de su desesperación; y así de la cruz, como de una cárcel, justamente fue condenado al patíbulo de la eterna condenación.
12.‑ “Y distribuyó su botín”. El botín del diablo eran las almas de los justos, que, por la desobediencia del progenitor, eran retenidas en las tinieblas. Cristo distribuyó este botín, cuando despojó el infierno y entregó a cada alma la gloria del reino celestial (Lc 23, 39...) o, también, el botín fueron los apóstoles y los demás discípulos de Jesucristo, de los que el Padre dice al Hijo: “Acelera, toma el botín, apresúrate a pillar” (ls 8, 3). Oh hijo, acelera tu encarnación, toma el botín con la predicación, apresúrate a pifiar al diablo en tu pasión. Y este botín Cristo lo distribuyo, cuando dio a la iglesia a algunos como apóstoles, a otros como evangelistas a otros como maestros y doctores (Ef 4, 11). Por esto el Profeta: “El rey de los ejércitos estará sujeto al Dilectísimo, y a la belleza de su casa concederá dividir el botín (Salm 67, 13).
Oh fieles del Dilecto, o sea, de Jesucristo, el rey, o sea, el Padre, que es rey de las potencias celestiales,‑ concederá a su dilecto Hijo ‑del cual dijo: “Este es mi Hijo dilecto‑ distribuir el botín, o sea, los apóstoles, los evangelistas y los doctores, a la belleza de la casa, o sea, a la iglesia, para que la embellezcan.
Y de la belleza de su Iglesia nos haga partícipes también a
nosotros aquel que derrotó al diablo y le arrancó sus armas, Jesucristo, que es
bendito y es Dios sobre todas las cosas, por los siglos de los siglos. ¡Amén!
¡Así sea!
13.‑ “Cuando un fuerte, armado, guarda su casa”. El fuerte armado es el espíritu de soberbia, cuyas armas son los altísimos cuernos con los que hiende el aire y ataca a todo el mundo. Dice Daniel: “Vi un carnero que agitaba los cuernos contra el occidente, contra el septentrión y contra el mediodía. Ningún animal podía resistirle, ni nadie podía escaparse de su poder. obraba según su voluntad y fue exaltado” (Dan 8,4).
Este carnero simboliza el espíritu de soberbia, que con los cuernos de la arrogancia se lanza contra occidente, septentrión y mediodía. Por occidente se entienden los pobres y los menores, en los que falta el calor de la fuerza y del poder; por septentrión se entienden los iguales. Dice el diablo en Isaías: “Pondré mi sede en el septentrión, y seré semejante, o sea, igual al Altísimo” (14, 13‑14); por mediodía se entienden los superiores, en los que se abrasa el ardor de la dignidad y del poder. El carnero de los cuernos, o sea, el espíritu de la soberbia cornuda, se lanza contra occidente, oprimiendo a los pobres y a los menores; y contra septentrión, despreciando a los iguales; y contra mediodía, escarneciendo y ridiculizando a los superiores.
“Ningún animal podía resistirle, ni nadie podía escaparse de su poder”. oh cornuda soberbia, ¿quién podrá liberarse de tu poder, si hasta al mismo Luzbel ‑“sello de semejanza (modelo de perfección), cubierto de toda especie de piedra preciosa” (Ez 28, 12‑13)‑ impulsaste a tan alto vértice de ambición? Eres de origen celestial, y por esto solías insinuarte en las mentes de los seres celestiales, escondiéndote bajo la ceniza y el cilicio.
El profeta David suplicaba ser salvado de los cuernos de esta bestia, cuando decía: “Sálvame de la boca del león, y de los cuernos de los unicornios salva mi debilidad” (Salm 21, 22). En la soberbia del unicornio está indicado el individuo, porque el soberbio quiere sobresalir a solas. En efecto, “ningún poderoso tolera a un socio” (Lucano). Y David detesta la soberbia, diciendo: “Señor, Dios mío, ¡si hice esto!...” (Salm 7, 4). Y observa que, para mayor rechazo de la soberbia, no la quiere ni nombrar con nombre propio.
Dios detesta la soberbia más que todos los pecados. Dice Pedro: “Dios resiste a los soberbio, mientras da su gracia a los humildes” (1 Pe 5, 5). Y del unicornio se dice en Job: “Quizás, ¿ querrá el rinoceronte, o sea, el monóceros o unicornio, servirte o estar en tu pesebre? (39, 9). Como si dijera: “¡Por cierto, que no!”. El soberbio no puede dar importancia al pesebre del Señor, o sea, que fue acostado en un humilde pesebre, por nuestro amor.
14.‑ Hay que observar que algunos animales llevan los cuernos encorvados hacia atrás, Esto simboliza a aquellos cuya soberbia es destruida por su lujuria, de tal modo que, aunque sean arrogantes en sus pensamientos, son humillados por la lujuria de la carne. Dice Oseas: “La arrogancia de Israel dará testimonio en contra de él” (5, 5). Suele suceder que, quien no reconoce su soberbia escondida, cuando la descubre a causa del vicio de la lujuria, se cubre de vergüenza.
Hay otros animales que llevan los cuernos dirigidos hacia adelante, como los unicornios. Esto simboliza la soberbia de los hipócritas, que disfrazan su soberbia bajo la apariencia de la religión. De ellos dice el Eclesiástico: “No faltan algunos que se humillan falsamente; pero su interior está lleno de engaño” (19, 23). Y el bienaventurado Gregorio: “Preciosa cosa es la humildad, con la cual la misma soberbia quiere disfrazarse, para no ser despreciada”.
Además, hay animales que llevan los cuernos retorcidos en sí mismos, como la vaca salvaje; y esto simboliza la soberbia de algunos que se destruye en sí misma. Dice Isaías: “El Señor de los ejércitos despedazará en el terror el pequeño cántaro de barro cocido, y los altos de estatura serán truncados, y los más grandes serán humillados” (10, 33). El cántaro de barro cocido es la mente del pecador soberbio, hecha de barro y frágil, llena del agua de la arrogancia, que el Señor quebrantará, cuando en la mente del mismo soberbio infunda el terror del último juicio. Y en aquel juicio “los altos de estatura”, que ahora parecen despreocuparse de aquella sentencia: “¡Vayan, malditos, al fuego eterno!”, serán truncados; y “los más grandes”, que ahora caminan con paso solemne, con cabeza erguida y haciendo guiños con los ojos, serán humillados hasta el infierno y el lago profundo, en el cual no hay agua para su refrigerio.
En fin, hay animales que llevan los cuernos enroscados hacia lo alto, como los ciervos; y esto simboliza a aquellos cuya soberbia procede solamente de la religión. Y ésta es la soberbia más peligrosa. De ella Isaías, dirigiéndose a los religiosos, los que, más que todos, tienen el deber de presentarse como modelos de humildad, hablando con la imagen de la visión del valle, les dice:”¿Qué te pasa que también tú subiste a los techos?” (22, 1). Como si dijera: es tolerable que los seglares deseen subir a lo alto; pero a ustedes los religiosos, que reciben tanta luz, ¿qué les sucedió que también ustedes deseen subir a lo alto?
15.‑ Sigamos adelante. “Si un fuerte armado guarda su casa”. La casa de la soberbia cornuda es el mismo corazón del soberbio, en el cual la soberbia eligió su morada particular. Como “del corazón parten las venas y en el corazón reside la primera energía que crea la sangre” (Aristóteles), así de la soberbia del corazón procede todo mal: “El comienzo de todo pecado es la soberbia” (Ecli 10, 15). Ella guarda la casa del corazón, para que ninguno de sus adversarios entre por caminos transversales y moleste su seguridad, de la que dice el Señor: “¡oh, si tú ahora, en este día, comprendieras lo que te sirve para tu paz!” (Lc 19, 42); y el Profeta: “Envidié a los inicuos, viendo la seguridad de los pecadores” (Salm 72, 3).
“Pero si llega uno más fuerte y lo vence Más fuerte es la humildad, de cuya fortaleza dice David a Saúl‑. “Yo, tu siervo, maté un león y un oso” (1Rey 17, 36). David se interpreta “de mano fuerte” y simboliza al humilde, que, cuanto más se humilla, más se hace fuerte. El humilde es como aquel gusano, que se Rama “intestino de la tierra” (Aristóteles), que primero se contrae, para luego alargarse mayormente; así el humilde se contrae y se hace pequeño, para luego extenderse con más energía, para lograr los bienes celestiales. Dice el Eclesiástico: “Dios lo elevó de su humillación y le hizo levantar la cabeza” de la tribulación; “y por eso muchos quedaron atónitos” (11, 13). Esto lo dice el humilde y el fuerte David: “¡Yo, tu siervo!”.
¡Oh fúlgida perla! ¡Oh nardo fragante! ¡Oh humildad' ¡oh cinamomo aromático! “¡Yo, tu siervo!”. El humilde se considera siervo, se proclama siervo, se somete a los pies de todos, se rebaja a sí mismo, se aprecia mucho menos de lo que vale en realidad. Comenta Gregorio: “Es característica de los elegidos apreciarse a sí mismos menos de lo que valen”.
Este humilde siervo mata el león de la soberbia y el oso de la lujuria. Y observa que afirma haber matado antes el león y después el oso, porque nadie puede suprimir en sí mismo la lujuria, si antes no se esforzó por expulsar de su corazón el espíritu de soberbia. Se dice, pues: “Si sobreviene uno más fuerte y lo vence, le arranca todas las armas en las que confiaba”.
Las armas del espíritu de soberbia ‑“los vasos”, diría Mateo (12, 29)son los cinco sentidos del cuerpo, con los cuales, casi usándolos como armas, la soberbia asalta a los demás, y en los que, como en vasos, lleva el veneno mortífero de la insolencia y se lo ofrece a los demás.
Pero sobreviene la humildad de Jesucristo, “que es Dios bendito sobre todas las cosas”, y que dice: “¡Aprendan de mi que soy manso y humilde de corazón!” (Mt 11, 29). El entra en la casa del fuerte, o sea, en el corazón, en el que reside la soberbia, la vence y la expulsa. El antídoto de la humildad expulsa el veneno de la arrogancia; y después de haberla expulsado, la humildad le arranca todas las armas en las que confiaba, para que en adelante nada arrogante, nada ambicioso y nada vicioso aparezcan en los sentidos del cuerpo, sino que en todas partes ofrezcan insignes ejemplos de humildad.
16.‑ “Este cambio es obra de la derecha del Altísimo” (Salm 76, 11). Dice Isaías: “En aquel día habrá en Egipto cinco ciudades que hablarán la lengua de Canaán. La primera se llamará Ciudad del Sol” (19, 18). Egipto se interpreta “tiniebla” o «tristeza”, y simboliza el cuerpo del hombre, que yace en una tierra de tinieblas y de tristezas: tinieblas, porque está oscurecida por la niebla de la ignorancia, y la malicia; tristezas, porque está repleta de dolores y aflicciones. En esta tierra de Egipto hay cinco ciudades, o sea, los cinco sentidos del cuerpo. Entre estas cinco ciudades, la primera se llama Ciudad del Sol.
Ciudad del Sol son los ojos. Como el sol ilumina al mundo entero, así los ojos iluminan a todo el cuerpo.
Entonces, en aquel día, cuando llegue el más fuerte, o sea, la humildad, y entre en el corazón del hombre, y venza el espíritu de soberbia, y elimine la ceguera de la mente, cinco ciudades en la tierra de Egipto, que antes hablaban la lengua egipcia, o sea, la concupiscencia de la carne, hablarán la lengua de Canaán, que se interpreta “cambiada”, porque de los vicios pasarán a las virtudes, de la soberbia a' la humildad. Entonces, en los ojos aparecerán la humildad y la sencillez; en la boca resonarán la verdad y la benignidad; de los oídos se quitarán la calumnia y la adulación; en las manos florecerán la pureza y la piedad; en los pies crecerá la madurez (de la experiencia).
Supliquemos, pues, hermanos queridísimos, a Jesucristo, que con su humildad derrotó la soberbia del diablo, para que nos conceda también a nosotros quebrantar con la humildad del corazón los cuernos de la soberbia y de la arrogancia, y mostrar siempre en los sentidos de nuestro cuerpo el ejemplo de humildad. Así mereceremos llegar un día hasta su gloria.
Nos lo conceda aquel, que es el Dios bendito por los siglos
de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
17.‑ “Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares áridos en busca de reposo y, no hallándolo, dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. Y, cuando llega, la halla barrida y adornada. Entonces va y toma a otros siete espíritus peores que él. Ellos entran y moran allí; y la condición final de aquel hombre llega a ser peor que la precedente” (Lc 11, 24‑26).
Dice el profeta Joel: “Como un jardín de delicias es la tierra delante de él; pero detrás de él la soledad del desierto” (2, 3).
La tierra, que deriva del verbo latino tero (pisotear, triturar), es figura de la mente del hombre, contrita por los pecados. Esta, mientras se halla en presencia de Dios, es como un jardín de delicias. ¿De dónde podrán venir a la mente del hombre un deleite y una alegría tan grandes, sino por hallarse delante de Aquel, con el cual y en el cual todo lo que existe, existe de veras; y sin el cual todo que parece existir, es nada; y sin el cual todo lo que abunda, es miseria? La mente del hombre está en presencia de El, cuando valora no tener ningún bien por sí misma, en sí misma y para sí misma, sino que todo lo atribuye a Aquel que es todo bien, sumo bien, y del que, como del centro, todas las líneas de la gracia arrancan, llegando directamente a la extrema circunferencia.
Esta tierra, mientras está delante de El, es de veras un jardín de delicias, porque en ella florecen la rosa de la caridad, la violeta de la humildad, la azucena de la castidad. De este jardín dice la esposa en el Cantar: “mi dilecto descendió a su jardín, al cantero de los aromas” (6, 1). El jardín del dilecto es la mente del penitente, en el cual se halla la era de los aromas. En latín areola es diminutivo de era y simboliza la humildad de la mente, la humildad que produce los aromas, o sea, las virtudes. A este jardín desciende y en esta era descansa el dilecto. El mismo dilecto dice en Isaías: “¿Hacia quién dirigiré la mirada sino al humilde y al pacífico, o sea, al pobre de espíritu y al que se estremece por mis palabras?” (66, 2). Con razón se dice: “Como un jardín de delicias es la tierra delante de él”.
“Y después de él la desolación del desierto”. Cuando la mente del hombre está delante del rostro de Dios, ya contemplando su bienaventuranza, ya saboreando su dulzura, entonces es de veras un jardín de delicias. Pero, cuando la desventurada mente no quiere estar delante de El, sino detrás de El, o sea, quiere mirar su dorso, entonces el jardín de delicias se transforma en la desolación del desierto. El dorso del Señor son las cosas de este mundo, de las que dice el Señor a Moisés en el Éxodo: “Tú verás mis espaldas; pero mi rostro no lo podrás ver” (33, 23). El que se deleita en estas cosas pasajeras y efímeras, ve sólo las espaldas del Señor y no su rostro. Dijo Agar en el Génesis: “vi las espaldas del que me miraba” (16, 13). Agar se interpreta “el que suscita fiesta” y simboliza el placer de los hombres carnales, que se exalta en las comilonas y en las orgías como en una fiesta. Este tal ve el dorso del Señor, porque se deleita en estas cosas visibles, que ve sólo con el cuerpo. Por esto dice Gregorio. “La mente de los hombres carnales no puede juzgar cosas buenas, sino las que ve materialmente”. Con razón se dice: “Y después de él, la desolación del desierto”.
En la desolación está simbolizada la esterilidad de la mente y en el desierto la malicia del diablo. El diablo torna desierta y estéril de toda obra buena a la mente en la cual habita. De esta manera se destaca claramente la concordancia entre el evangelio y lo que dice Joel. Cuando Joel dice que “la tierra delante de él es como un jardín de delicias”, concuerda con la primera expresión del evangelio: “Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre”. En cambio, cuando Joel añade: “La desolación del desierto”, concuerda con la segunda expresión: “Entonces va y toma consigo a siete espíritus peores que él”. Con razón, pues, se dice: “Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre”.
Y observa que en este evangelio se destacan cuatro puntos muy importantes: la salida del diablo, su tentación contra los justos, el tibio compromiso del alma negligente y el regreso del espíritu inmundo con otros siete espíritus. El primer punto: “Cuando un espíritu inmundo sale”; el segundo: “Merodea por lugares áridos”; el tercero: “Regresado, la halla barrida y adornada”; el cuarto: “Entonces va y toma siete espíritus”.
18.‑ Primero: “Cuando un espíritu inmundo sale”. observa que el diablo es llamado espíritu inmundo. Dice Gregorio: “Espíritu es nombre de la naturaleza, y Dios lo creó limpio, puro y bueno; pero, por la inmundicia de su soberbia, llegó a ser inmundo y decayó de la pureza de la gloria celestial; y como un puerco inmundo eligió como morada la inmundicia de los pecados y en ella descansa”. De él dice Job: “El duerme a la sombra, en la espesura del cañaveral, en lugares húmedos” (40, 16). En estas palabras son señalados tres vicios. En la sombra, que es fría y oscura, está indicada la soberbia, que expulsa el calor del amor divino y el esplendor de la verdadera luz. En la caña, que es agitada por el viento y es hermosa por fuera y vacía por dentro y cuyo fruto es sólo la pelusilla, está representado el avaro, que es por fuera agitado acá y allá por el viento de la codicia y se jacta de las cosas exteriores pero en su interior está privado de la gracia. Sus riquezas, amontonadas para su ruina, como la pelusilla, serán desparramadas por el torbellino de la muerte. En los lugares húmedos están representados los lujuriosos, que se revuelcan en el barro de la lujuria y de la gula. He ahí, en qué sitio duerme aquel puerco y descansa aquel espíritu inmundo, del cual se dice: “Cuando un espíritu inmundo sale del hombre”. El espíritu inmundo sale del hombre sólo cuando el hombre reconoce la inmundicia de su iniquidad.
Se lee en el segundo libro de las Crónicas que “los príncipes y los ejércitos del rey de los asirios capturaron a Manasés y, atado con cadenas y grillos, lo llevaron a Babilonia. Reducido a semejante suplicio, oró al Señor su Dios y se arrepintió profundamente delante del Dios de sus padres. Suplicó y conjuró a Dios con fervor. Y Dios escuchó su oración y lo hizo regresar a su reino en Jerusalén. Y Manasés reconoció que sólo el Señor es Dios” (33, 11‑13).
Manasés se interpreta “olvidado”, y es figura del pecador, que, cuando las cosas van bien, se olvida de Dios y de sus mandamientos. Dice el Génesis que el jefe de los coperos del faraón, acariciado por la prosperidad, se olvidó de su intérprete José (que había interpretado favorablemente su sueño). Nuestro intérprete es Jesucristo, que nos habla de la vida eterna, de la que nos olvidamos cuando nos sentimos alentados por la prosperidad de las cosas transitorias. Las cosas temporales hacen olvidar a Dios. Manases, o sea, el pecador, olvidando a Dios, es aprisionado, con el consentimiento de su mente, por los asirios, que se interpretan “dirigentes”, o sea, los demonios que, con el arco de la malicia, dirigen la flecha de la tentación contra el alma para matarla. Y así el pecador, atado con las cadenas y con los grillos de las malas costumbres, es deportado a Babilonia, o sea, a la confusión de la mente, cegada por el pecado.
Con todo, como la misericordia de Dios es más grande que cualquier malicia del pecador, éste debe hacer como hizo Manasés, del cual justamente se lee: “oró al Señor su Dios y se arrepintió profundamente; lo suplicó y lo conjuró con todas sus fuerzas”.
Así el pecador, a los cuatro males expuestos anteriormente, debe oponer las cuatro actuaciones siguientes: debe orar al Señor, para que lo saque de las manos de los demonios; debe hacer penitencia, para romper las ataduras del mal comportamiento; debe suplicar al Señor, para que quebrante los grillos de las malas costumbres; y en fin debe conjurarlo con todas sus fuerzas, para que lo libere de la confusión de su mente, cegada por el pecado.
Y Dios misericordioso, cuya misericordia no tiene límites, hará como se lee: “Escuchó la oración de Manasés, lo reportó a su reino en Jerusalén; y Manasés reconoció que sólo el Señor es Dios”. El Señor escucha la oración del pecador contrito y humillado y lo vuelve a llevar a su reino en Jerusalén. ¿Y qué es esta Jerusalén si no la infusión de la gracia, la remisión de los pecados y la reconciliación del pecador con Dios, en la cual se goza la visión de la paz” (Jerónimo) y en la cual reina “el que salió de la cárcel y de las cadenas para entrar en el reino?” (Ecle 4, 14).
Y con esto el pecador puede de veras reconocer que sólo el Señor es Dios, quien lo liberó e hizo salir de él al espíritu inmundo, como lo declara el evangelio: “cuando un espíritu inmundo sale del hombre”.
19.‑ Segundo: “Merodea por lugares áridos en busca de descanso”. El merodeo del diablo no es otra cosa sino su tentación. El mismo responde en Job: “Di unas vueltas por la tierra y la recorrí” (1, 7). El diablo, ante todo, da vuelta alrededor de la tierra, o sea, la mente del hombre, indagando con astucia a cuál vicio esté más propenso, y después la recorre para tentar a cada uno, según sus observaciones. “Merodea por lugares sin agua”. Los lugares sin agua, o sea, “áridos”, según Mateo (12, 43), son los santos, desecados de los humores de la gula y de la lujuria. Uno de ellos lo dice en el Salmo: “En tierra desierta, sin camino y sin agua; pero ahora me presento delante de ti en el santuario, para ver tu potencia y tu gloria” (62, 2‑3).
Observa aquí las tres virtudes, que santifican al hombre e iluminan la mente para que pueda contemplar a Dios. En la “tierra desierta” se indica la pobreza, en la tierra “sin camino” la castidad y “sin agua” la abstinencia. La tierra es el cuerpo o la mente del justo, que es como un jardín de delicias delante de Dios, al cual dice: “oh Dios, oh mi Dios, en la tierra, o sea, en mi cuerpo o en mi mente, desierta por la pobreza, sin camino por la castidad ‑o sea, sin ese camino, del cual habla Salomón: “La mujer impúdica es como estiércol por el camino” (Ecli 9, 10), e Isaías: “Diste tu cuerpo como tierra y como camino para los viandantes” (51, 23)‑, y sin agua, o sea, seca por la abstinencia de alimentos y de bebidas; as! en el santuario, o sea, en el comportamiento santo, me presenté a ti, para que tú, que estás sentado sobre los querubines, te manifestaras a mí”. Y después añade: “para ver” o sea, para poder contemplar, “tu potencia y tu gloria”, o sea, a Jesucristo, Hijo tuyo. De El dice el Apóstol: “El es potencia de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor 1, 24).; y Salomón: “Gloria del padre es el hijo sabio” (Prov 13, 1). Este es el camino para llegar a contemplar la potencia y la gloria de Dios, El que no avanza por este camino, es como un ciego y como uno que camina palpando con la mano la pared.
Merodea por lugares sin agua”. El diablo tienta a los santos y a los justos. Job dice de él: “Tiene confianza de que el jordán afluya a su boca” (40, 18). Jordán se interpreta “humilde bajada” o también “arroyo del juicio”, y simboliza a los hombres santos que, si cometen algún pecado, llenos de rubor, se abajan en si mismos y se juzgan en el arroyo de la compunción y de la confesión. El diablo, pues, merodeando por lugares sin agua, tiene confianza que los tales afluyan a su boca. En ellos busca descanso. Pero ellos, como dice Job, “están preparados para despertar al Leviatán” (3, 8). Despiertan (echan) al Leviatán, o sea, al diablo, los que, negándole el consentimiento de la mente, no le permiten reposar en la morada de su corazón.
Los santos deben hacer como hacen las abejas que, como se dice, “se detienen para vigilar las aberturas de las colmenas y si, por casualidad, entra por aquellas aberturas un insecto extraño, no toleran que permanezca entre ellas, sino que lo persiguen hasta expulsarlo de la colmena” (Aristóteles).
Las abejas son así llamadas, porque se juntan entre sí con los pies, o porque nacen sin pies (abeja, apes, a privativo, sin; pes, pie). Simbolizan a los justos, que se unen entre ellos “con los pies”, o sea, con los sentimientos de la caridad, que les son concedidos no por la naturaleza sino por la gracia, según lo que dice el Apóstol: “Todos hemos nacido hijos de la ira” (Ef 2, 3). Su colmena es el cuerpo, cuyas aberturas son los cinco sentidos y, en sentido espiritual, los ojos, sobre los que deben vigilar con gran cuidado, para que no se infiltre algo extraño o algo diabólico. Y si, por casualidad, por esas aberturas entrara alguna sugestión del diablo o alguna complacencia carnal, de ninguna manera y por ninguna razón toleran que permanezcan con ellas, porque la dilación crea el peligro y, como dicen algunos, el pensamiento malo, morosamente retenido, es pecado mortal. Cuando la razón advierte que el pensamiento se dirige a cosas ¡lícitas y ella, en cuanto pueda, no lo aparta, incurre en un pensamiento malo secundado. En cambio, las “abejas” deben inmediatamente intervenir y con los aguijones de la oración y del arrepentimiento deben perseguir el mal pensamiento y expulsarlo de las colmenas de su cuerpo. Con razón se dice que los justos “están preparados para despertar y apartar al Leviatán”, para que en ellos no halle reposo.
20.‑ Tercero: “Y, no hallando reposo, dice: “Volveré a mi casa de donde salí”; pero, al llegar, la encuentra barrida y adornada”. Mateo dice: “La encuentra vacía, barrida y adornada”. (12, 44). Observa que hay una triple escoba: la contrición, la confesión y la satisfacción.
De la escoba de la contrición dice el Profeta: “Yo barro mi espíritu” (Salm 76, 7). Barre su espíritu el que con la escoba de la contrición elimina del rostro de su alma las inmundicias de los malos pensamientos y el polvo de la vanidad mundana.
De la escoba de la confesión y de la satisfacción, dice el Señor por boca de Isaías, cuando habla de Babilonia: “La barreré con la escoba de la destrucción, dice el Señor Dios de los ejércitos” (14, 23). El Señor barre a Babilonia, cuando purifica con la confesión al alma humillada por los pecados; y destruye con la escoba, cuando la aflige con los flagelos de la satisfacción. Con estas tres escobas se purifica la casa, o sea, el alma del hombre. De esta purificación dice el Señor en Isaías: “Lávense, purifíquense, quiten de mis ojos”, con la escoba de la contrición, “la maldad de sus pensamientos”; y, una vez purificados con la escoba de la contrición, “dejen de obrar inicuamente”; y, después de haberse castigado con la escoba de la satisfacción, “aprendan a obrar el bien” (1, 16‑17).
A veces, de las obras buenas suelen nacer una vana seguridad y hasta ociosidad, que son enemigas del alma; por eso añade: “Halló la casa vacía y adornada”. Declara el bienaventurado Bernardo: “El ocio es la sentina de todas las tentaciones y de todos los pensamientos malos e inútiles”. Se lee en el primer libro de los Reyes que “los amalecitas atacaron a Siceleg desde el sur, y la asolaron y le prendieron fuego; y se llevaron cautivos a las mujeres y a todos los que estaban allí, desde el menor hasta el mayor” (30, 1‑2). Los amalecitas se interpretan “lamiendo sangre”, y simbolizan a los demonios, que desean lamer y tragar la sangre de las almas, o sea, las lágrimas del arrepentimiento. Ellos “atacaron a Siceleg desde el sur”. Desde el sur sopla el austral, un viento tibio, del que dice Job: “Observen los senderos de Temán y los caminos de Sabá” (6, 19).
Temán se interpreta “austral tibio”, y simboliza una conducta de vida superficial y ociosa, sujeta a las tentaciones del diablo. Cuando el espíritu inmundo halla la casa vacía y entregada al ocio, entra allí. Por esto David, como se lee en el segundo libro de los Reyes, al permanecer en Jerusalén y al no ir a la guerra, se pudrió en el ocio y fue castigado con la caída (en el adulterio). Sabá se interpreta “red” o “prisionera”, y simboliza la atadura de la culpa que muy bien se acopla con la tibieza y la ociosidad. En efecto, el que no camina según normas severas sino con pasos apáticos y flojos y se embarca en actividades superficiales, se desvía de todo lo que respecta a Dios. Entonces Siceleg, que se interpreta “emisión de voz clara” y simboliza al alma que debe proclamar su pecado no balbuciendo sino hablando claramente, es atacada por los espíritus malignos desde el mediodía, o sea, desde la tibieza y la ociosidad de su vida y es quemada por el fuego de la iniquidad. Y todo lo que hay en ella de bien y de virtud, tanto de las cosas pequeñas como de las grandes, es capturado. justamente se dice: “La halla vacía y adornada”.
2 1.‑ Se lee en la Historia Natural que “las abejas pequeñas son las más laboriosas y tienen las alas sutiles, y son de color negruzco y casi quemado. En cambio, las abejas acicaladas pertenecen al número de las que no hacen nada”.
Las abejas pequeñas son los hombres penitentes y pequeños a sus ojos. Ellos son de gran laboriosidad y están siempre ocupados en alguna actividad, para que el diablo no encuentre su casa vacía y ociosa. Tienen las alas sutiles, que son el desprecio del mundo y el amor del reino celestial. Con esas dos alas se elevan de las cosas terrenales y se ciernen en el aire, contemplando con mayor intensidad la gloria de Dios.
Y estas abejas son de color negruzco y como quemado. Así habla el alma del penitente en el Cantar: “Morena soy pero hermosa, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Cedar, como las cortinas de Salomón. No reparen en que soy morena, porque el sol me destiñó” (1, 4‑5). oh hijas de Jerusalén ‑o sea, coros de ángeles o almas fieles‑, soy morena exteriormente por la ceniza y el cilicio, por los ayunos y las vigilias, pero interiormente soy hermosa por la pureza de la mente y la integridad de la fe.
“Soy morena como las tiendas de Cedar”, que se interpreta “tristeza”. Vivo en tiendas que se trasladan de un lugar a otro. De ellas salen los soldados para pelear, pero también son atacados. “Aquí, abajo, no tengo una ciudad estable, sino que busco la futura” (Hb 13, 14). Yo combato, pero también se me ataca. En todo esto no tengo sino tristeza y sufrimiento. Pero “soy hermosa como las cortinas de Salomón”, que eran de seda azul y de púrpura. En las cortinas de seda azul están indicadas la pureza de la mente y la contemplación de la gloria celestial; en las cortinas de púrpura están indicadas la integridad de la fe y la aspereza del martirio y del sufrimiento.
“No reparen en que soy morena, porque me destiñó el sol”. El sol, cuando pasa por algún eclipse, viene a faltar y destiñe todas las cosas. Así el verdadero sol Jesucristo, “que conoce su ocaso” (Salm 103, 19), padeciendo en la cruz el eclipse de la muerte, debe desteñir todos los colores, todas las vanidades, todas las glorias y todos los honores falsos.
Dice el alma del penitente: “Soy morena y negruzca, porque me destiñó el sol”. Cuando con el ojo de la fe contemplo a mi Dios, a mi esposo, a mi Jesús, colgado en la cruz, crucificado con clavos, abrevado con hiel y vinagre y coronado con una corona de espinas, toda dignidad, toda gloria, todo honor, toda magnificencia transitoria se me transforman en escualidez; y yo todo lo considero como nada. Estas son las abejas pequeñas, negruzcas y quemadas.
En cambio, las abejas variopintas simbolizan a los religiosos tibios y fatuos, que se pavonean de la suntuosidad de su vestido, ostentan las “filacterias” (flecos o talismanes) de su vida y ensalzan el cendal de su santidad. Su casa está adornada exteriormente, pero interiormente está llena de inmundicia y de huesos de muertos. Entonces les sucede lo que sigue: “Entonces va y toma consigo siete espíritus...”
22.‑ Y llegamos al cuarto punto. observa que estos siete espíritus son aquellas siete vacas, de las que en la historia de José se dice que “eran deformes, consumidas por la flaqueza y que devoraron a las otras siete que eran dignas de admiración por su belleza y por su corpulencia”. Asimismo, estos siete espíritus son “las siete espigas, afectadas por el añublo, que devoraron a las otras siete espigas, bien cargadas y lozanas. Y son los siete años de absoluta carestía, cuya duración consumió la abundancia de los siete años precedentes (Gen 41, 1‑7).
Las siete vacas lindas y gordas, y las siete espigas cargadas y lozanas y los siete años de gran abundancia simbolizan los siete dones del Espíritu Santo, señalados por Isaías: “Reposará sobre él el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad, y lo colmó el espíritu del temor del Señor” (11, 2‑3).
Estos dones son llamados “vacas lindas y gordas” a motivo de la honestidad de las costumbres y de la fecundidad de las virtudes, que ellos infunden en aquel en quien descansan. Y son llamados también “espigas cuajadas y lozanas” por la plenitud de la fe de Jesucristo, que fue “grano de trigo”, y por la plenitud del doble amor de Dios y del prójimo.
Estos siete dones del Espíritu son llamados también siete años de “gran fertilidad”, porque “en los siete años de nuestra peregrinación” (o sea, de nuestra vida), con la gracia de los siete dones, el Espíritu hace rebosar de gran fecundidad espiritual la mente, en la que se posan.
Con todo, ¡ay de mí! ¡Ay de mí! Las siete vacas deformes y escuálidas, las siete espigas afectadas por el añublo, los siete años de gran carestía, los siete espíritus peores que el primer espíritu inmundo entran en la casa vacía y limpia y devoran los siete dones del Espíritu; y así la condición final de aquel hombre se torna peor que antes. Y justamente son llamados peores, por los efectos que producen, porque hacen al hombre peor de lo que era.
Y observa que estos siete espíritus peores son llamados “vacas deformes y escuálidas”, porque deforman la imagen y semejanza con Dios y deterioran la caridad, que es la riqueza del alma. Son llamados ,espigas afectadas por el añublo”, que es hedor de cosa quemada, por el hedor de los pecados mortales. Y en fin son llamados “años de absoluta carestía” a motivo de la total carencia de obras buenas, que aportan a esa alma desventurada todos los males, y la tienen en una espantosa esclavitud. Con razón se dice: “La condición final de ese hombre se torna peor que antes”.
Te rogamos, pues, Señor Jesús, que por la potencia de tu gracia alejes del corazón de los fieles al espíritu inmundo, y los vuelvas secos y sin agua, hagas que su conciencia sea pura y fervorosa en tu santo servicio y la colmes con la gracia de los siete dones del Espíritu.
Se digne concedernos estos favores aquel Señor Jesús, al
que pertenecen el honor y la gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así
sea!
1.‑ En aquel tiempo: una mujer de entre la multitud levantó la voz y dijo: “¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que mamaste!” (Lc 11,27).
En el Cantar de los Cantares el esposo dice a la esposa: “Resuene tu voz en mis oídos, porque tu voz es suave” (2, 14). La voz suave es la alabanza ‑a la Virgen gloriosa, que resuena dulcísima a los oídos del esposo, o sea, de Jesucristo, Hijo de la misma Virgen.
Pues bien, cada uno en particular y todos juntos levantemos la voz en alabanza de la Virgen María, y digamos a su Hijo: “¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que mamaste!”.
2.‑ “Bienaventurado” quiere decir “bien afortunado”. Bienaventurado es aquel que tiene todo lo que quiere y no quiere nada malo. Bienaventurado es aquel que consigue todo lo que desea. Bienaventurado, pues, es el vientre de la gloriosa Virgen que por nueve meses mereció llevar todo el Bien, el sumo Bien, la Bienaventuranza de los ángeles y la Reconciliación de los pecadores.
Dice san Agustín: “Según la carne, fuimos reconciliados sólo por medio del Hijo; pero, según la divinidad, no fuimos reconciliados con el solo Hijo. Es la Trinidad que nos reconcilió consigo misma, porque ella misma hizo que tomara carne el solo Hijo”. Bienaventurado es, pues, el vientre de la gloriosa Virgen, de la que siempre san Agustín, en su tratado De la Naturaleza y de la Gracia, dice: “Cuando se trata de los pecados, no quiero ni nombrar a la Virgen María por el honor que se le debe al Hijo, Sabemos bien que, para vencer el pecado en todas sus manifestaciones, le fue dada una gracia mayor a aquella que mereció concebir y dar a luz a aquel del que consta no haber tenido pecado. Y si pudiéramos juntar a todos los santos y santas y les preguntáramos si tuvieron algún pecado, a excepción de la santa Virgen María, todos nos responderían con las palabras de Juan: “Si dijésemos que no hemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y no habría en nosotros la verdad” (1Jn 1, 8). “La Virgen gloriosa fue prevenida y colmada de una gracia singular, para poder tener como fruto de su vientre a aquel que desde el principio ella tuvo como Señor del universo” (Pedro lombardo).
3.‑ ¡Bienaventurado, pues, el vientre, del que en alabanza de su Madre el Hijo dice en el Cantar de los Cantares: “Tu vientre es un cúmulo de trigo, rodeado de azucenas!” (7,2) El vientre de la Virgen gloriosa fue como un cúmulo de trigo: cúmulo, porque en él se acumularon todas las prerrogativas de méritos y de premios; de trigo, porque en él, como en un granero, por obra del verdadero José, fue colocado el trigo, para que no muriera de hambre todo Egipto.
El trigo, que se conserva en un granero muy limpio, se dice en latín tríticum, porque su grano es triturado y molido; es blanco por dentro y rubio por fuera, y es figura de Jesucristo, que, escondido por nueve meses en el granero del vientre purísimo de la gloriosa Virgen, fue triturado por nosotros en el molino de la cruz; fue cándido por la inocencia de la vida y rubicundo por la efusión de la sangre.
Ese vientre bienaventurado fue rodeado de azucenas. La azucena, blanca como la leche, simboliza por su candor la virginidad de Maria. Su vientre fue circunvalado, o sea, protegido por el valle de la humildad, y rodeado de azucenas por su doble virginidad, la del espíritu y la del cuerpo. Agustín lo proclama: “El unigénito de Dios, en la concepción, asumió verdadera carne de la Virgen, y en el nacimiento conservó en la Madre la integridad virginal”.
¡Bienaventurado, pues, el vientre que te llevó!
Fue de veras un vientre bienaventurado, porque te llevó a ti, oh Dios e Hijo de Dios, Señor de los ángeles, Creador del cielo y de la tierra y Redentor del mundo. La hija llevó al Padre, la Virgen pobrecilla llevó al Hijo. Oh querubines y serafines, oh ángeles y arcángeles, en humilde actitud, con la cabeza inclinada, con reverencia, adoren el templo del Hijo de Dios, sagrario del Espíritu Santo, el bienaventurado vientre circunvalado de azucenas, y aclamen: “¡Bienaventurado el vientre que te llevó!”. oh hombres, hijos de Adán, a los que están concedida esta gracia y esta prerrogativa, con fe y devoción, con mente compungida, postrados en tierra, adoren el trono del verdadero Salomón, trono de marfil, excelso y sublime, y proclamen: “¡Bienaventurado el vientre que te llevó!
4.‑ “Y los pechos que mamaste”. De ellos canta Salomón: “Cierva amable y cervatillo gracioso: sus ubres te embriaguen siempre y gózate siempre en su amor” ( Prov 5, 19).
La Historia Natural nos dice que la cierva pare en un camino frecuentado, sabiendo que el lobo evita el camino frecuentado a causa de la presencia del hombre. La cierva amable simboliza a María, que en el camino frecuentado, o sea, en el establo, dio a luz a su pequeño Hijo, gracioso cervatillo, que nos fue dado en gracia y en el tiempo oportuno.
Sigue Lucas: “Dio a luz a su hijo primogénito y lo envolvió en pañales” para que nosotros recibiéramos la estola de la inmortalidad, “y lo acostó en el pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue” (2, 7). Y añade la Glosa: “No halló lugar en el albergue, para que nosotros tuviéramos muchas mansiones en el cielo”.
Los pechos de esta cierva, amabilísima para todo el mundo, te embriaguen en todo tiempo, oh cristiano, para que, olvidando, como ebrio, todas las cosas temporales, te despliegues hacia las cosas futuras. Pero es muy sorprendente el verbo: “te embriaguen”, porque de los pechos no brota el vino que embriaga, sino la sabrosísima leche. Escucha cómo el esposo, su Hijo, la alaba en el Cantar: “ ¡Qué hermosa y qué graciosa eres, oh amor, hija de delicias! Tu talla se asemeja a la palmera y tus pechos a los racimos” (7, 6‑7). ¡Qué hermosa eres en el alma, qué graciosa en el cuerpo, madre mía, esposa mía, cierva amable, en las delicias, o sea, en los premios de la vida eterna!.
5.‑ “Tu talla se asemeja a la palmera”. observa que la palmera, en la parte baja y en la corteza, es áspera; en cambio, en lo alto, es hermosa a la vista y cargada de frutos; y, como afirma Isidoro, produce frutos sólo cuando es centenaria. Así la vida de la Virgen María fue dura y áspera a causa de la corteza de la pobreza; pero ahora es hermosa y gloriosa en el cielo, porque es la reina de los ángeles. Ella mereció el fruto centuplicado que se da a las vírgenes, porque ella es la Virgen de las vírgenes y la Virgen sobre todos. Con razón podemos ensalzarla: “Tu talla se asemeja a la palmera y tus pechos a los racimos”.
El racimo es un género de fruto que reúne muchos granos en unidad, como los racimos de la uva, producidos por la vid.
En la historia de José, el hebreo, dice el copero del rey: “Yo soñaba que veía delante de mí una vid con tres sarmientos que crecía poco a poco, echaba yemas, después las flores y la uva que maduraba” (Gen 40, 9‑10). Esta expresión contiene siete cosas dignas de nota: la vida, los tres sarmientos, las yemas, las flores y la uva. Vamos a ver cómo estas cosas convengan excelentemente a la Virgen María.
La vid, llamada así por su fuerza (en latín, vís) en echar pronto raíces o porque se enlaza con las otras vides, es la Virgen María que, desde el principio, se arraigó más profundamente que todos en el amor de Dios, y se enlazó inseparablemente con la vid verdadera, o sea, con su Hijo, que dijo: “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15, 1). Y en el Eclesiástico María dijo de sí misma: “Yo, como la vid, produje frutos de suave perfume” (24, 23).
El parto de la bienaventurada Virgen no tiene semejanza con ninguna otra mujer, pero tiene semejanzas en la naturaleza. ¿Preguntas cómo la virgen engendró al Salvador? Como la flor de la vid produce el perfume. Tú hallarás que la flor de la vid, al emanar su perfume, permanece incorrupta; de manera semejante debes creer que el candor de la Virgen se conservó inviolado, después que engendró al Salvador. ¿Qué otra cosa es la flor de la virginidad sino la suavidad de su perfume?
Los tres sarmientos de esta vid fueron el saludo del ángel, la intervención del Espíritu Santo y la inefable concepción del Hijo de Dios. Producida por estos tres sarmientos, la familia de los fieles se ensancha diariamente por todo el mundo y se multiplica por medio de la fe. Las yemas de la vid son la humildad y la virginidad de María; las flores son la fecundidad sin corrupción y el parto sin dolor; los tres racimos de uva son la pobreza, la paciencia y la templanza de la Virgen. Estas son las uvas maduras, de las que fluye el vino perfecto y aromático, que embriaga; pero, aun embriagando, hace sobrias las mentes de los fieles. Con razón, pues, se dice: “Las delicias de sus pechos te embriaguen en todo momento y en su amor deléitate continuamente”. Así, con ese amor, podrás despreciar los falsos placeres del mundo y reprimir la concupiscencia de tu carne.
6.‑ Refúgiate junto a ella, oh pecador, porque ella es la ciudad del refugio. Como en el pasado el Señor, como se lee en el libro de los Números, “estableció las ciudades de refugio”, en las que se refugiasen los que involuntariamente hubiesen cometido un homicidio (35, 11‑14); así ahora la misericordia del Señor nos dio el nombre de María como refugio de misericordia, también para los que mataron voluntariamente.
Una torre inexpugnable es el nombre de María, para que junto a ella se refugie el pecador y sea salvado. ¡Nombre dulce, nombre que reconforta al pecador y nombre de dichosa esperanza! “Señora, ¡tu nombre es el suspiro del alma!” (Is 26, 8). Y el nombre de la virgen era María. “Tú nombre es perfume fragante” (Cant 1, 2). “El nombre de María es júbilo para el corazón, miel para la boca, melodía para el oído” (Bernardo). De manera excelente, pues, se proclama en alabanza de la Virgen: “¡Bienaventurado el vientre que te nevó y los pechos que mamaste!”.
Observa que del latín sugere, mamar, viene sumendo agere, obrar mamando. Cristo, mientras mamaba la leche, obraba nuestra salvación. Nuestra salvación fue su pasión. Sufrió la pasión en el cuerpo, que había sido alimentado con la leche de la Virgen. Por eso se dice en el Cantar: “Bebí mi vino con mi leche” (5, 1).
Señor Jesús, ¿por qué no dijiste: “Bebí el vinagre con mi leche?”. Fuiste amamantado por los pechos virginales y fuiste abrevado con hiel y vinagre. La dulzura de la leche se cambió en la amargura de la hiel, para que esa amargura nos procurara la dulzura eterna. Mamó de los pechos aquel que en el monte Calvario quiso que la lanza traspasara su pecho, para que los pequeños, en lugar de la leche, mamaran la sangre, como se lee en Job: “Los polluelos del águila maman la sangre” (39, 30).
7.‑ Sigue el evangelio: “Y Jesús les respondió: “¡Bienaventurados, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la practican!” (Lc 11, 28). Como si dijese que María no sólo era digna de alabanza porque llevó en el vientre al Hijo de Dios, sino que también fue dichosa porque en su obrar observó los mandamientos de Dios.
Te rogamos, pues, nuestra Señora y nuestra esperanza. Tú que eres la estrella del mar, brilla sobre nosotros que andamos sacudidos por las tempestades del mar de este mundo y guíanos al puerto. En el momento de nuestro “tránsito”, defiéndenos con tu presencia consoladora, para que, sin temor, podamos salir de la cárcel y merezcamos llegar felizmente al gozo infinito.
Nos lo conceda aquel Jesús, a quien llevaste en tu vientre
bendito y amamantaste con tus pechos sagrados. A El sean el honor y la gloria
por los siglos eternos. ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ “Con cinco panes y dos pescados el Señor sació a cinco mil hombres” (Jn 6, 1‑15). Salomón así habla a los predicadores: “Echa tu pan sobre las aguas fluentes y después de muchos días lo hallarás” (Ecle 11, 1). Las aguas fluentes son los pueblos que corren hacia la muerte. Por eso dice la mujer de Tekoa: “Todos nos derramamos como agua” (2 R 14, 14).
Dice Isaías: “Este pueblo desechó las aguas de Siloé, que corren mansamente, y prefirió a Rezín y al hijo de Romelías, Facee” (8, 6). Siloé se interpreta “enviado”. Las aguas, pues, de Siloé simbolizan la doctrina de Jesucristo, que es el enviado del Padre. Desechan esta agua los que se pierden en deseos terrenales y prefieren a Rezín, o sea, el espíritu de la soberbia, y a Facee, o sea, la inmundicia de la lujuria; y por eso se precipitarán como agua en lo profundo de la gehena.
Por eso, oh predicador, echa tu pan, el pan de la predicación sobre las aguas que fluyen; ese pan, del que el evangelio dice: “No de solo pan vive el hombre” (Mt 4, 4); e Isaías: “A él, o sea, al justo, se le dio el pan” (33, 16). Y “después de mucho tiempo”, o sea, en el día del juicio, “lo hallarás”, o sea, hallarás la recompensa por él
En el nombre del Señor echaré el pan sobre las aguas,
confiando a su caridad un breve sermón sobre los cinco panes y los dos pescados
Los cinco panes son los cinco libros de Moisés, en los que se hallan los cinco alimentos del alma. El primer pan es la reprobación del pecado mediante la contrición; el segundo, la manifestación del pecado en la confesión; el tercero, el desprecio y la humillación de sí mismo en la satisfacción; el cuarto, el celo por las almas en la predicación; y el quinto, la dulzura en la contemplación de la patria celestial.
Sobre el primer pan leemos en el primer libro de Moisés, el Génesis: “Judá envió un cabrito a Tamar por medio de un muchacho de Adulam” (38, 20). Judá se interpreta “el que se confiesa”, y simboliza al penitente, que debe enviar un cabrito, o sea, la reprobación del pecado, a Tamar, que se interpreta amarga”, “transformada” y “palmera”. Esta es el alma penitente; y en la triple interpretación del nombre está indicado el triple estado de los penitentes: “amarga” se refiere al estado de los incipientes, “transformada” al estado de los proficientes, y “palmera” al estado de los perfectos.
Adulam se interpreta “testimonio con agua”, y simboliza la compunción de las lágrimas, con las que el penitente declara reprobar el pecado y no cometerlo más en adelante. Y con esta Tamar, como dice Mateo, “Judá puede engendrar a Fares y a Zará” (1, 3). Fares se interpreta “división” y Zará “oriente”. Ante todo, el penitente debe desprenderse del pecado y después dirigirse al oriente, o sea, a la luz de las buenas obras. Dice el Profeta: “Aléjate del mal”: he ahí a Fares; y “obra el bien”: he ahí a Zará (Salm 36, 27).
Sobre el segundo pan leemos en el segundo libro de Moisés, el Éxodo, que Moisés, “después de haber matado al egipcio, lo escondió en la arena” (2, 12). Moisés se interpreta “el acuático”, y simboliza al penitente, casi disuelto en las aguas del arrepentimiento. Este debe herir al egipcio, o sea, al pecado mortal, a través de la contrición, y esconderlo en la arena de la confesión. Dice Agustín: “Si tú descubres, Dios cubre; y si tú cubres, Dios descubre”. Esconde al egipcio el que descubre su pecado; lo esconde a Dios y lo manifiesta al sacerdote. Se dice en el Génesis que Raquel escondió los ídolos de Labán. Raquel se interpreta “oveja”, y simboliza al alma penitente que debe esconder los ídolos de Labán, o sea, los pecados mortales, instigados por el diablo. Dice el profeta: “¡Bienaventurados aquellos, cuyos pecados fueron cubiertos”, o sea, perdonados!” (Salm 3 11).
Sobre el tercer pan leemos en el tercer libro de Moisés, el Levítico, en el que se manda a los sacerdotes “echar el buche y las plumas en el lugar de las cenizas, hacia el oriente” (1, 16). En el buche están indicados el ardor y la sed de la avaricia, de la que dice Job: “La sed se enardecerá en contra de él”, o sea, del avaro (18, 9). En las plumas está simbolizada la vacuidad de la soberbia. “Las plumas del avestruz, o sea, del hipócrita, se asemejan a las plumas de la cigüeña y del gavilán” (Job 39, 13), o sea, del hombre contemplativo. Pero esas plumas hay que echarlas en el lugar de las cenizas, cuando con corazón compungido consideramos la palabra de la primera maldición: “Eres ceniza y ceniza volverás” (Gen 3, 1 g). El lado oriental es la vida eterna, de la que hemos decaído por la culpa de los primeros padres. El penitente, pues, se humilla a través de las obras de penitencia y arroja lejos de sí el buche de la avaricia y las plumas de la soberbia, cuando llama a la memoria la sentencia de la primera maldición y cada día llora por haber sido rechazado de la mirada de los ojos de Dios.
Sobre el cuarto pan leemos en el cuarto libro de Moisés, los Números, que “Finees aferró un puñal y lo hundió en las partes genitales de los dos fornicadores” (25, 7‑8). Finees es figura del predicador que aferra un puñal, o sea, la palabra de la predicación, y debe herir a los fornicadores en las partes genitales, para que, después de haber desnudado y casi echado en cara su deshonestidad, se avergüencen de la infamia cometida. Dice el Señor por boca del Profeta: “Descubriré a tus ojos tus vergüenzas” (Na 3, 5). Y David: “Llena de vergüenza sus rostros” (Salm 82, 17).
Y, en fin, sobre el quinto pan leemos en el quinto libro de Moisés, el Deuteronomio, que “Moisés de las llanuras de Moab subió al monte Abarim, y allí murió en presencia de Dios” (34, 1‑5). Moisés, o sea, el penitente, de la llanura de Moab, que se interpreta “del padre”, o sea, de la conducta de los hombres carnales que tienen por padre al diablo, debe subir al monte Abarim, que se interpreta “pasaje”, o sea, a la sublimidad de la contemplación, “para pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1).
Estos, pues, son los cinco panes, de los que se habla en el evangelio de hoy: “Con cinco panes y dos pescados”.
3.‑ Los cinco panes son también los cinco codos ( de altura) del árbol de la mirra, de la que habla Solino: “En Arabia hay un árbol, llamado mirra, que se eleva cinco codos desde el suelo”. Arabia se interpreta “sagrada”, y simboliza a la santa iglesia, en la cual se halla la mirra de la penitencia, que eleva al hombre por encima de las cosas terrenas, de cinco codos, que son los cinco panes evangélicos. Ellos son también los cinco hermanos de Judá, nombrados por Jacob en el Génesis: “oh Judá, te alabarán tus hermanos, que son Rubén, Simeón, Levisacar y Zabulón” (49, 8). He aquí el significado de sus nombres: Ruben, el vidente; Simeón, el oyente; Leví, el añadido; Isacar, la merced; y Zabulón, la morada de la fortaleza.
Pues bien, Judá debe tener a su hermano, Rubén, para ver en la contrición con sus siete ojos, de los que dice Zacarías: “En una piedra”, o sea, en el penitente, que debe ser piedra por la constancia y uno por la unidad de la fe, “había siete ojos” (3, 9). Con el primer ojo debe ver su pasado, para llorarlo; con el segundo, su futuro, para vigilar; con el tercero, la prosperidad, para no exaltarse; con el cuarto, las adversidades, para no deprimirse; con el quinto, las cosas de arriba, para saborearlas; con el sexto, las cosas de aquí abajo, para desazonarse; con el séptimo, las cosas interiores, para complacerse en el Señor.
Judá debe tener al segundo hermano, Simeón, en la confesión, para que el Señor escuche su voz, como señala Moisés en el Deuteronomio: “Escucha, Señor, la voz de Judá” (33, 7); y el Cantar de los Cantares: “Resuene tu voz en mis oídos, porque tu voz es dulce” (2, 14).
A estos dos hermanos, o sea, a la contrición y a la confesión, se añade el tercero, Leví, con la satisfacción, “para que la medida de la pena corresponda a la medida de la culpa” (Glosa): “Hagan frutos dignos de penitencia” (Lc 3, 8 En el Sinaí, que se interpreta “medida”, fue dada la ley. La ley de la gracia se la da a aquel cuya penitencia está proporcionada a la culpa.
Judá tenga también al cuarto hermano, Isacar, para que, con su ferviente celo por la salvación de las almas, reciba el premio de la bienaventuranza eterna. En cambio, el tronco que ocupa inútilmente la tierra y el necio mundano que quita espacio a la iglesia, no recibirá el premio de la vida eterna, sino la acerbidad de la muerte eterna.
Además, por favor, Judá tenga al quinto hermano, Zabulón, para que, morando en el lugar de la contemplación con Jacob, su padre, que era hombre tranquilo (Gen 25, 27), merezca experimentar el gusto de la dulzura celestial.
Estos son los cinco panes, de los que habla el evangelio de hoy: “Con cinco panes y dos pescados”.
4.‑ Los dos pescados son la inteligencia y la memoria, que deben dar sabor a los cinco libros de Moisés, para que comprendas lo que lees y, comprendiéndolo, lo repongas en el tesoro de la memoria.
O también: los dos pescados, que son extraídos de las profundidades del mar para la mesa del rey, simbolizan también a Moisés y a Pedro: Moisés, llamado así del agua, de la que fue salvado; y el pescador Pedro, elevado al apostolado. Al primero fue confiada la sinagoga, al segundo la iglesia. Ellas están simbolizadas en Sara y Agar, de las que se lee en la epístola de hoy” Abraham tuvo dos hijos, uno de Agar y otro de Sara. La sierva Agar, que se interpreta “solemne”, simboliza a la sinagoga que se gloriaba de las observancias de la ley, como de grandes solemnidades. Sara, que se interpreta “brasa”, simboliza a la santa Iglesia, inflamada en el día de Pentecostés por el fuego del Espíritu Santo. El hijo de la primera, o sea, el pueblo de los judíos, combate contra el hijo de Sara, o sea, contra el pueblo de los creyentes.
o en otro sentido. Sara, que se interpreta “princesa”, es la parte superior de la razón, que debe mandar, como dueña, a la criada, o sea, a la sensualidad, simbolizada en Agar, que se interpreta también “buitre”. La sensualidad, como el buitre, busca los cadáveres de los deseos carnales. El hijo de Agar, o sea, el impulso carnal, persigue al hijo de Sara, o sea, el dictamen de la razón. justamente es lo que dice el Apóstol: “La carne tiene deseos contrarios al espíritu y el espíritu deseos contrarios a la carne” (Gal 5, 17), para echarla junto con el hijo. Está escrito: “Echa a la esclava y a su hijo” (Gal 4, 30).
La carne, abultada de bienes naturales y rica en cosas temporales, se levanta contra la dueña; y así sucede lo que dice Salomón: “Por tres cosas se alborota la tierra y la cuarta no puede sufrir: por el esclavo que se torna rey; por el necio cuando está harto de alimentos; por la mujer odiosa, cuando se casa; y por la esclava, cuando llega a heredar a su dueña” (Prov 30, 21‑23). El esclavo que reina es el cuerpo recalcitrante. El necio, ahíto de alimentos, es el ánimo embriagado de placeres. La mujer odiosa es la actividad pecaminosa, que es como llevada en matrimonio, cuando el pecador cae en las cadenas de las malas costumbres. Y así la esclava Agar, o sea, la sensualidad, llega a ser heredera de su dueña, o sea, de la razón. Pero, para socavar tan desgraciado dominio, “con cinco panes y dos pescados el Señor sació a cinco mil hombres”.
5.‑ Todo esto concuerda con el introito de la misa: “Alégrate, Jerusalén, y celebren una asamblea, ustedes todos que la aman” (ls 66, 10‑11). Observa que, en relación al número de cinco mil hombres, también las asambleas son cinco. La primera fue celebrada en el cielo, la segunda en el paraíso terrenal, la tercera en el monte de los olivos, la cuarta en Jerusalén y la quinta en Corinto.
En la primera asamblea nació la discordia. El primer ángel, antes blanco y después vuelto a ser monje negro, porque antes era Lucifer o Luzbel y después “tenebrífero”, sembró la cizaña de la discordia en las filas de sus hermanos. Mientras estaba en el coro de la concordia comenzó a cantar la antífona de la soberbia, pero no desde los rangos inferiores sino desde los superiores: “Subiré al cielo hasta la altitud del Padre, y seré igual al Altísimo” (Is 14, 13», o sea, al Hijo. Y mientras cantaba tan fuerte, se le hincharon las venas del corazón y precipitó irreparablemente. ¡Ni el firmamento pudo sostener su soberbia!
En la segunda asamblea del paraíso terrenal nació la desobediencia, por la cual nuestros primeros padres fueron arrojados a la miseria de este exilio.
En la tercera asamblea del monte de los Olivos nació la simonía, que consiste en comprar o vender cosas espirituales o relacionadas con lo espiritual. ¿Puede haber algo más espiritual y más santo que Cristo? Y nosotros creemos que judas, vendiendo a Cristo, haya incurrido en el pecado de simonía y que, colgado de una cuerda, reventó. Así todo simoníaco, si no restituye y no hace verdadera penitencia, ahorcado en el lazo de la condenación eterna, reventará por la mitad.
En la cuarta asamblea, en Jerusalén, desfalleció la pobreza, cuando Ananías y Safira vendieron un campo y, mintiendo al Espíritu Santo, sustrajeron para sí una parte de las ganancias, y por esto inmediatamente sufrieron la sentencia de un manifiesto castigo (Hech 5, 1‑10). Asimismo, los que renuncian a los propios bienes y se signan con el sello de la santa pobreza, si quisieren edificar de nuevo a la destruida Jericó, sufrirán eternamente los rayos de la maldición.
En la quinta asamblea, en Corinto, faltó la castidad, como se lee en la epístola a los corintios. Pablo no vaciló en lanzar la sentencia de excomunión, para la ruina de su carne, contra aquel fornicador que convivía con la mujer de su padre 1Cor 5, 1‑5).
Presten atención ustedes, que son miembros de la Iglesia y ciudadanos de la Jerusalén celestial. Hagan ustedes también cinco asambleas, desterrando la cizaña de la discordia, el frenesí de la desobediencia, la codicia de la simonía, la lepra de la avaricia, la impureza de la lujuria, para que merezcan ser contados ustedes también entre los cinco mil hombres, saciados con los cinco panes y los dos pescados, logrando la perfección, indicada por el número mil.
Nos lo conceda aquel que es el Dios bendito por los siglos
de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
1. ‑ “¿Quién de ustedes me redarguye de pecado! Si digo la verdad, ¿por qué no me creen?” (Jn 8, 46).
A los predicadores les dice Jeremías: “Tomen buen ánimo, hijos de Benjamín, en medio de Jerusalén; y toquen bocina en Tekoa, y en Bet‑Aquérem icen el estandarte” (6, 1).
Tomen buen ánimo y no teman, oh predicadores, hijos de Benjamín, hijos de la derecha, o sea, de la vida eterna, de la que se dice: “Larga vida en su mano derecha” (Prov 3, 16).Tomen buen ánimo, les digo, en medio de Jerusalén, o sea, en medio de la iglesia militante, en la que hay una visión de paz, o sea, la reconciliación del pecador. Y con razón dice “en medio”. El centro de la iglesia es la caridad, que se extiende al amigo y al enemigo; y el predicador debe exhortar a los fieles de la iglesia a conservar este centro ( de la caridad). “Y en Tekoa”, o sea, entre los que cuando hacen algo, tocan la trompeta delante de si como los hipócritas, y “que se complacen de sí mismos en medio de la multitud de naciones”, como se lee en el libro de la Sabiduría (6, 3), hagan resonar la bocina de la predicación, para que, al oírla, digan: “¡Ay de nosotros, oh Señor, porque hemos pecado!” (Lm 5, 16). Y en Bet‑Aquérem, o sea, en una casa estéril, en la casa de los que están privados de la linfa de la gracia y son estériles de buenas obras ‑su tierra, o sea, su mente, no recibe ni una gota de sangre que brota del cuerpo de Cristo‑, icen el estandarte de la cruz; prediquen la pasión del Hijo de Dios, porque es el tiempo de la pasión; y anúncienla a los muertos, para que resuciten en la muerte de Jesucristo. ¿Quién hoy, con las palabras del evangelio, amonesta a las turbas de los judíos: “¿Quién de ustedes me redarguye de pecado?”.
2.‑ Observa que en este evangelio se destacan siete características. Primero: la inocencia de Cristo, que dice: “¿Quién de ustedes me redarguye de pecado?”. Segundo: la amorosa docilidad a su palabra, cuando dice: “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios”. Tercero: la blasfemia de los judíos:
¿No decimos bien nosotros, que tú eres un samaritano y estás endemoniado?”. Cuarto: la gloria de la vida eterna para quien guarda su palabra: “En verdad, en verdad les digo: “El que guarda mi palabra, no saboreará la muerte jamás”. Quinto: la glorificación del Padre: “Es mi Padre el que me glorificará”. Sexto: júbilo de Abraham: “Abraham, su padre, gozó al ver mi día”. Séptimo: el intento de lapidación de parte de los judíos y ocultamiento de Jesucristo: “Aferraron piedras, para lanzarlas contra El”.
Observa también que en este domingo y en el siguiente se
lee a Jeremías y se canta el responsorio: “Estos son los días, que ustedes
festejarán a su tiempo” (Lv 23, 4), junto con los demás, en los cuales se omite
el “Gloria al Padre”.
3.‑ El Cordero inocente, que tomó sobre sí los pecados del mundo (Jn 1, 29), “que no cometió pecado ni se halló engaño en su boca” (1 Pe 2, 22), “que asumió el pecado de muchos y oró por los transgresores” (ls 53, 12), con razón puede decir: “¿Quién de ustedes me podrá acusar o redargüir de pecado?”. Por cierto, ninguno. ¿Quién se atreverá a acusar de pecado a aquel que vino a perdonar los pecados y a dar la vida eterna? Por eso hoy el Apóstol, en la epístola a los hebreos, dice: “Cristo, estando ya presente como sumo pontífice de los bienes futuros” (Hb 9, 11). “Estando presente” es lo mismo que “ayudante” u “obediente”. Cristo estaba presente, o sea, nos ayudaba. Dice el Profeta: “Ayuda al pobre en su miseria” (Salm 106, 41). El género humano era pobre, porque despojado de los dones de la gracia y deteriorado en su naturaleza, y se hallaba en esta condición sin que nadie le ayudara. Vino Cristo, se le acercó y lo ayudó, cuando le perdonó los pecados. Fue también obediente a Dios Padre: “obediente hasta la muerte y la muerte de cruz” (Filp 2, 8). “En la muerte, para la reconciliación del género humano, no ofreció a Dios Padre la sangre de carneros o de terneros, sino su propia sangre, para purificar nuestra conciencia de las obras muertas y servir a Dios viviente” (Hb 9, 13‑14).
Cristo es llamado “pontífice de los bienes futuros”. Pontífice significa que “hace de puente” y “que es camino para los que le siguen”. Había dos orillas, una de una parte y otra de otra parte, la orilla de la mortalidad y la de la inmortalidad, entre las cuales corría un río que no se podía cruzar, el río de nuestras iniquidades y de nuestras miserias, de las que habla Isaías: “Sus iniquidades cavaron un abismo entre ustedes y su Dios, y sus pecados taparon el rostro de El; y así no los puede escuchar” (59, 2).
Vino, pues, Cristo, cercano a nosotros como pontífice, que hizo de sí mismo un puente desde la orilla de nuestra mortalidad a la orilla de su inmortalidad, para que por ese puente, como por una pasarela que cruza, pudiéramos llegar a la posesión de los bienes futuros. Por esto es llamado “pontífice de los bienes futuros”, no de los bienes presentes, que jamás prometió a sus amigos. Más bien, les dijo: “Ustedes en el mundo sufrirán tribulaciones” (Jn 16, 33). Cristo, pues, vino para perdonar los pecados, y como pontífice de los bienes futuros, para darnos los bienes eternos.
¿Quién, pues, podrá acusarlo de pecado? ¿Y qué es el pecado
sino trasgresión de la ley divina y desobediencia a los mandamientos
celestiales? ¿Quién, pues, puede acusar de pecado a aquel, cuya ley fue la
voluntad de su Padre? ¿A aquel que no sólo obedeció al Padre celestial sino
también a su Madre pobrecilla? “¿Quién de ustedes me puede acusar de pecado? Si
les digo la verdad, ¿por qué no me creen?”. Ya no creían en la verdad, porque
eran “hijos del diablo”, que es el mentiroso y el padre y el inventor de la
mentira (Jn 8, 39...
4.‑ “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; por esto ustedes no las escuchan, porque no son de Dios” (Jn 8, 47). (Según algunos autores), el término hebreo “Dios” significa “temor”. Es de Dios el que teme a Dios; y el que teme a Dios, escucha su voz. Dice Dios por boca de Jeremías: “Levántate y vete a la casa del alfarero: allí escucharás mis palabras” (Jer 18, 2). Se levanta el que, sacudido por el temor, se arrepiente de lo que hizo; y va a la casa del alfarero, cuando se reconoce barro y teme que el Señor lo despedace como un vaso de barro cocido (Salm 2, g); y allí escucha las palabras del Señor, porque es de Dios y teme a Dios.
Dice Jerónimo: “Es un gran signo de predestinación escuchar de buena gana las palabras de Dios, y escuchar los murmullos de la patria celestial, como uno que escucha de buena gana las noticias de la patria terrena”.
Hacer lo contrario es signo de obstinación. Dice Jesús: “Por esto ustedes no las escuchan, porque no son de Dios”; como si dijera: “Ustedes no escuchan sus palabras, porque ustedes no lo temen”. He aquí cómo amonesta Jeremías: “¿A quién hablaré y a quién amonestaré, para que oiga? He ahí que sus oídos están incircuncisos y no pueden oír. He ahí que la palabra de Dios llegó a ser para ellos motivo de escarnio, y no la acogen” (6, 10). Y de nuevo: “Haré pudrir la gran soberbia de Judá”, o sea, de los clérigos, y “la gran soberbia de Jerusalén”, o sea, de los religiosos; y haré pudrir también “a este pueblo malvado”, o sea, a los laicos, “que no quiere escuchar mis palabras y persiste en la obstinación de su corazón” (13, 9‑10). Y sigue: “Ellos se ensalzaron y se enriquecieron; engordaron y se pusieron lustrosos; y descuidaron pésimamente mis palabras. No defendieron la causa de la viuda. ¿Y yo dejaré, quizás, de castigarlos y mi alma no tomará venganza de tal gente?” (5, 2 729). Asimismo: “He aquí que yo traigo a este pueblo la desgracia, el fruto de sus pensamientos, porque no escucharon mis palabras y rechazaron mi ley. ¿Para qué me ofrecen el incienso de Sabá y la canela fragante de tierra lejana? Sus holocaustos no me son gratos, y sus sacrificios no me agradan, dice el Señor” (6, 19‑20).
Sabá se interpreta “red” o “prisionera”. En el incienso
está indicada la oración; en la canela la confesión del crimen o la proclamación
de la alabanza. El que no escucha la palabra de Dios y rechaza su ley, que es la
caridad, en la cual está la plenitud de la ley, éste en vano ofrece al Señor el
incienso de la oración de Sabá, o sea, de la vanidad del mundo, que lo enreda y
lo retiene prisionero. Y en vano ofrece la canela fragante de la confesión ‑que
exhala suave aroma sólo cuando está hecha en la caridad‑; canela traída de
tierra lejana, o sea, de una mente impura, que separa al hombre de Dios. “Sus
holocaustos”, o sea, sus ayunos, “no me son gratos”; y sus sacrificios”, o sea,
sus limosnas, “no me agradan, dice el Señor”, porque rechazaron la caridad. En
compendio: todas nuestras obras son inútiles para la vida eterna, si no están
perfumadas con el bálsamo de la caridad.
5.‑ “Los judíos respondieron: “¿No decimos bien nosotros que eres un samaritano y que estás endemoniado?”. Jesús contestó: “Yo no tengo demonio, sino que honro a mi Padre; pero ustedes me deshonraron. Yo no busco mi gloria: hay quien la busca y juzga” (Jn 8, 48‑50).
Los samaritanos, trasladados desde la Asiria, conservaban en parte los ritos de los judíos y en parte los ritos de los paganos. Los judíos no tenían trato con ellos, porque los consideraban impuros. Por eso, cuando querían insultar a uno, lo llamaban samaritano.
“Samaritanos” se interpreta “custodios”, porque fueron enviados por los babilonios para vigilar a los judíos. Dicen, pues: “¿No decimos bien nosotros que eres un samaritano?”. Cristo no niega sino que acepta, porque es el custodio: “No duerme ni dormita el que guarda a Israel” (Salm 120, 4), y vigila sobre su grey. El Señor pregunta a Jeremías: “¿Qué ves tú, Jeremías?”. Contesté: “Veo una vara vigilante”, o, según otras versiones, una rama de nogal, o de avellana, o de almendro. Y el Señor a mí: “Viste muy bien. Yo vigilaré sobre mi palabra, para llevarla a cabo” (1, 11‑12).
La vara, llamada así de “vigor” o de “verdor” o de “gobernante”, es figura de Jesucristo, que es potencia de Dios, plantado junto a la corriente de agua, o sea, en la plenitud de la gracia; y es “verde”, permaneciendo inmune de todo pecado, como El dijo de sí mismo: “Si hacen esto con el madero verde, ¿qué harán con el seco?” (Lc 23, 31). A El le dijo el Padre: “Tú los gobernarás con una vara de hierro” (Salm 2, g), o sea, con inflexible justicia. Esta vara vigila sobre su palabra, para llevarla a cabo, porque lo que predicó con la palabra, lo mostró con las obras. Vigila sobre sus palabras aquel que traduce en obras lo que predica con las palabras.
6.‑ otra aplicación. Cristo es llamado “vara vigilante”, porque como el ladrón vela de noche y hurta en la casa de los que duermen, sustrayendo las cosas con la vara en la que hay un garfio; así Cristo, con la vara de su humanidad y el garfio de su cruz, hurta almas al diablo. En efecto, dijo: “ Cuando sea elevado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12, 32). También el día del Señor vendrá de noche como un ladrón (1Tes 5, 2). Amonesta el Apocalipsis: “Si no vigilas, vendré a ti como un ladrón” (3, 3).
Igualmente, Cristo es llamado “vara de nuez o de almendro”. observa que el fruto de estas plantas tiene el núcleo (pepita) dulce, la cáscara sólida y la corteza amarga. En el núcleo dulce está simbolizada la divinidad de Cristo; en la cáscara sólida, su alma; y en la corteza amarga su carne, o sea, su cuerpo, que sufrió las amarguras de la pasión.
Cristo vigiló sobre la palabra del Padre ‑al que llama “su Padre”, porque es uno con El‑, para cumplirla. Dice El: “Como el Padre me ordenó, así obro”. Por ende, yo no tengo demonio, porque cumplo el mandato del Padre. Falsamente blasfeman los falsos judíos, al acusarlo: “¡Estás endemoniado!”. De esa blasfemia, hablando de Cristo, dice Jeremías: “¡Ay de mí, oh madre mía! ¿Por qué me engendraste hombre de contienda y hombre de discordia en toda la tierra? No di en préstamo ni tomé en préstamo; y, sin embargo, todos me maldicen, dice el Señor” (15, 10‑ 11).
Observa que hay dos “ayes”: el de la culpa y el de la pena. Cristo tuvo el de la pena, no el de la culpa. Entonces: “¡Ay de mí, madre mía! ¿Por qué me engendraste para una pena tan grande, a mí, hombre de riña y hombre de discordia?”. La riña es una pelea que se excita entre muchos; y de ahí viene el reñidor, llamado así por el gruñido de perro, porque está siempre dispuesto a contradecir y a litigar. Discordia significa corazones diferentes; y discordar es tener dos corazones diferentes. Así, entre los judíos, a motivo de las palabras de Cristo, había riña, porque, como perros, estaban siempre dispuestos a ladrar y a contradecir. Y tenían corazones diferentes. Algunos decían: “¡Es bueno!”. Otros lo negaban: “¡No, sino que engaña a la gente!”.
“No di en préstamo ni pedí en préstamo”. Prestamista se llama el que presta dinero y prestatario el que recibe dinero en préstamo. Cristo no fue prestamista, porque no encontró entre los judíos a persona alguna a la cual prestar la suma de su doctrina; y nadie le prestó a El, porque no quisieron multiplicar con las buenas obras el tesoro de sus enseñanzas. Más bien, “todos lanzaban contra mí improperios, diciendo: “¡Eres un samaritano y estás endemoniado!”. Y Jesús respondió: “Yo no estoy endemoniado”. Rechaza la falsa acusación, pero no retuerce el ultraje. Sólo responde: “Yo honro a mi Padre”, tributándole el debido honor y atribuyéndoselo todo. En cambio, “ustedes me deshonran”.
Siempre, hablando de Cristo, dice Jeremías: “Frente a mi pueblo llegué a ser el escarnio de todos los días” (Lm 3, 14); y de nuevo: “Ofrecerá su mejilla al que lo golpea y será saciado con ignominias” (Lm 3, 30). “Pero yo no busco mi gloria”, como los hombres, que a las injurias responden con otras injurias. Su gloria la pone en las manos del Padre; y por eso añade: “Hay quien la busca y juzga”. Y Jeremías: “Y ahora, Señor de los ejércitos, tú juzgas con justicia y escudriñas el corazón y la mente; pueda yo ver tu venganza sobre ellos” (11, 20).
Observa que el juicio es doble: uno de condenación, del que se dice: “El Padre no juzga a nadie, sino que confía todo juicio al Hijo” (Jn 5, 22); y el otro de discriminación, del que dice el Hijo en el introito de la misa de hoy: “Júzgame, oh Dios, y discrimina mi causa de la de la gente no santa” (Salm 42, 1). En este sentido se dice: “Es el Padre quien busca mi gloria” y la discrimina de la de ustedes, porque ustedes se glorían según este mundo; pero yo no: mi gloria es la que recibí del Padre, antes que el mundo existiese, y es muy diferente de la jactancia humana.
7.‑ En sentido moral. “Tú tienes un demonio”. Demonio viene
del griego “daimonion”, y significa “experto y conocedor de las cosas”. “Daimon”
en griego significa “el que sabe mucho”. Si alguno, pues, adulándote o
aplaudiéndote, te dice: “Eres un experto y sabes muchas cosas”, podría decirte:
“Tú tienes un demonio”. Pero tú, con Cristo, debes inmediatamente responder.,
“Yo no tengo un demonio. Por mí mismo no sé nada, ni nada bueno tengo, sino que
“honro a mi Padre”. A El todo se lo atribuyo y a El le doy las gracias, porque
de El vienen toda sabiduría, toda capacidad y toda ciencia. “Yo no busco mi
gloria”, y digo con el bienaventurado Bernardo: “¡Verbo de la vanagloria, no me
toques!. Toda gloria sólo es debida a aquel al cual se le dice: “Gloria al Padre
y al Hijo y al Espíritu Santo”. Y dice también: “El ángel en el cielo no busca
la gloria de otro ángel. ¿Y el hombre, en la tierra, querrá ser alabado por otro
hombre?”.
8.‑ “En verdad, en verdad les digo: “El que guarda mi palabra, nunca verá la muerte”. Entonces los judíos le dijeron: “Ahora sabemos que estás endemoniado. Abraham murió, y también los profetas; y tú dices: el que guarda mi palabra, nunca sufrirá muerte. ¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? ¡Y los profetas también murieron! ¿Quién pretendes ser?”. Respondió Jesús: “Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es” (Jn 8, 51‑54).
“Amén”, que significa “en verdad”, “fielmente” o “hágase”, es un vocablo hebreo, como el “Aleluya”. Y como Juan relata en el Apocalipsis que se escucharon en el cielo las palabras “Amén” y “Aleluya”, así estas dos palabras fueron enseñadas por los apóstoles a todas las gentes, para que las proclamasen aquí en la tierra.
“En verdad, en verdad les digo: “El que guarda mi palabra, nunca verá la muerte”. La muerte deriva su nombre de la mordedura del primer hombre, que, mordiendo el fruto del árbol prohibido, encontró la muerte. Si hubiese observado la palabra del Señor: “Puedes comer los frutos de todo árbol del jardín, pero no comas el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal”, nunca habría muerto. Pero, porque no la observó, sufrió la muerte y pereció junto con toda su posteridad. Comenta Jeremías: “Olivo fecundo, hermoso, fructífero, atrayente, era el nombre con que el Señor te llamó; pero, al sonido de una gran palabra, estalló contra esa planta el fuego, y todos sus frutos se quemaron (11, 16).
La naturaleza humana, antes del pecado, fue en la creación un olivo, creada en un “campo damasceno” (lugar árido); pero, después, fue plantada, por así decir, en un jardín de delicias; fue lozana y fértil por los dones gratuitos, hermosa por los dones de naturaleza, fructífera por la fruición de la bienaventuranza eterna, atrayente en su inocencia. Pero, ¡ay de mí! Al sonido de una palabra “grande”, o sea, de la sugestión diabólica, que prometía grandes cosas: “¡Serán como dioses!”, el fuego de la vanagloria y de la avaricia estalló en su contra; y se quemaron todos sus frutos, o sea, toda su posteridad.
Oh hijos de Adán, ¡no imiten a sus padres, que no escucharon la palabra del Señor y por eso perecieron! Ustedes, en cambio, deben escucharla: “En verdad, en verdad les digo: “El que guarda mi palabra, nunca jamás saboreará la muerte”. Es evidente que aquí saborear quiere decir “experimentar”.
9.‑ “Entonces respondieron los judíos: “Ahora sabemos que tienes un demonio”. ¡Oh locura de mentes insensatas! ¡oh perfidia de gente demoníaca! ¿No les basta lanzar un vituperio tan horrible y tan infame contra un inocente, inmune de todo vicio? Ahora quieren repetirlo una segunda vez: “Ahora sabemos que tienes un demonio”. ¡Oh ciegos! Si ustedes lo hubiesen de veras conocido, ¡jamás hubiesen afirmado que El tenía un demonio, sino que hubiesen creído que El era el Señor, el Hijo de Dios!
“Abraham murió”, pero no de la muerte (espiritual) señalada por el Señor, sino sólo de muerte corporal, de la que se lee en el Génesis: “Los días de Abraham llegaron a ciento setenta y cinco años. Después, desfalleció y murió en serena ancianidad, en edad muy provecta y repleto de días. Se reunió a su pueblo; y sus hijos, Isaac e Ismael, lo sepultaron en una caverna doble” (25, 7‑9).
10.‑ En sentido moral. Abraham es figura del justo, cuya vida debe durar ciento setenta y cinco años. En el número ciento, que es número perfecto, está indicada toda la perfección del justo. En el número setenta, que está formado por el siete y por el diez, están indicados la infusión de la gracia de los siete dones del Espíritu Santo y el cumplimiento de los diez mandamientos. En el número cinco está indicado el recto uso de los cinco sentidos. La vida, pues, del justo debe ser perfecta por la infusión de la gracia de los siete dones, por el cumplimiento del decálogo y por el recto uso de los cinco sentidos. Así se alejará del amor mundano, morirá al pecado y, colmado y no vacío de días, se reunirá a su pueblo. Dice el Señor por boca de Isaías: “Los días de mi pueblo serán como los del árbol” (65, 22), o sea, de Jesucristo, porque El vivirá y reinará eternamente, y con El también vivirá y reinara su pueblo. Se lee en el evangelio: “Yo vivo, y ustedes también vivirán” (Jn 14, 19).
“Y sus hijos, Isaac e Ismael, lo sepultaron en una caverna doble”. Isaac se interpreta “gozo”, Ismael “escucha de Dios”.El gozo de la esperanza de los bienes celestiales y la escucha de los divinos preceptos sepultan al justo en la doble caverna de la vida activa y contemplativa, para que, escondido a las intrigas de los hombres y alejado de las lenguas que contradicen, esté protegido al abrigo del rostro del Señor. De la contradicción de los judíos se dice: “¿Quién pretendes ser?”. Según ellos, El pretendía ser Hijo de Dios e igual a El, como si no lo fuera. Pero Cristo no lo pretendía, sino que lo era realmente, como lo proclamó el Apóstol: “No estimó un alarde el proclamarse igual a Dios” (Filp 2, 6). En cambio, ellos no preguntan: “¿Quién eres?”, sino:
¿Quién pretendes ser?”. Pero Jesús: “Si yo me glorifico a
mí mismo, ni¡ gloria nada es”. En contra de lo que ellos dicen: “¿Quién
pretendes ser?”, Jesús confía su gloria al Padre, al cual debe su ser de Dios.
11.‑ “Quien me glorifica, es el Padre, a quien ustedes dicen que es su Dios, pero no lo conocen. Yo, en cambio, lo conozco; y, si dijera que no lo conozco, sería como ustedes mentiroso. Yo lo conozco y escucho su palabra” (Jn 8,54‑55).
Observa que el Padre glorificó al Hijo en la natividad, cuando lo hizo nacer de la Virgen; en el río jordán y en el monte, cuando proclamó: “Este es mi Hijo dilecto”. Lo glorificó también en la resurrección de Lázaro y en su resurrección y ascensión. Por esto dijo en Juan: “Padre, glorifica tu nombre. Llegó entonces una voz del cielo: “Yo lo glorifiqué” en la resurrección de Lázaro”, “y lo volveré a glorificar” (12, 28) en su resurrección y ascensión.
Es, pues, el Padre quien me glorifica; y ustedes dicen de El que es su Dios. Aquí tienes un claro testimonio contra los herejes, que sostienen que la ley fue dada a Moisés por el Dios de las tinieblas. Pero el Dios de los judíos, que dio la ley a Moisés, es el Padre de Jesucristo. Entonces fue el Padre de Jesucristo el que dio la ley a Moisés. Y “ustedes no lo conocen” espiritualmente, mientras están al servicio de las cosas terrenas. “Yo, sí, lo conozco”, porque soy “uno” con El. Y si, mientras lo conozco, “dijera que no lo conozco, sería como ustedes mentiroso”, que dicen conocerlo, mientras no lo conocen. “YO lo conozco y observo su palabra”.
El, como Hijo, decía la palabra del Padre; y El, a su vez,
era la Palabra del Padre, que hablaba a los hombres. Se “observa” a sí mismo, o
sea, defiende en sí mismo la divinidad.
12. “Abraham, su padre, exultó, al ver mi día. Lo vio y lo gozó. Le dijeron los judíos: “Todavía no tienes cincuenta años; y ¿viste a Abraham?”. Jesús les replicó: “En verdad, en verdad les digo, antes que Abraham existiera, yo soy” (Jn 8, 56‑58).
Presten atención a estas tres palabras: exultó, vio y gozó. Observa también que tres son los días del Señor: la natividad, la pasión y la resurrección.
Del primer día dice Joel: “En ese día brotará una fuente de la casa de David y regará el torrente de las espinas” (3, 18). En el día de la natividad, una fuente, o sea, Cristo, brotará de la casa de David, o sea, del vientre de la bienaventurada Virgen, y regará el torrente de las espinas, o sea, nos levantará del cúmulo de nuestras miserias, que todos los días nos punzan y hieren.
Del segundo día dice Isaías: “En la firmeza de su espíritu tornó resoluciones para el día del ardor” (27, 8). En el día de la pasión, en la cual el Señor soportó el ardor de los tormentos y de la fatiga, en la firmeza de su espíritu, mientras pendía de la cruz, reflexionaba acerca de cómo podía condenar al diablo y arrancar de su mano al género humano.
Del día tercero dice Oseas: “El tercer día nos resucitará y nosotros viviremos en su presencia; comprenderemos y seguiremos al Señor para conocerlo” (6, 3). El tercer día Cristo resucitó de los muertos y con El nos resucitó también a nosotros, en una resurrección conforme a la de El, porque como El resucitó, nosotros creemos que resucitaremos en la resurrección general. Y entonces viviremos, comprenderemos y lo seguiremos para conocerlo. En estos cuatro verbos están indicadas las cuatro propiedades de los cuerpos glorificados: viviremos: he ahí la inmortalidad; comprenderemos: he ahí la agudeza (de la inteligencia); seguiremos: he ahí la agilidad; para conocer al Señor: he ahí la luminosidad.
Abraham, pues, o sea, el justo, exulta en el día de la natividad del verbo encarnado; con el ojo de la fe lo ve colgado del patíbulo de la cruz y sabe que con El gozará inmortal, en el reino celestial.
Considerando en El sólo la edad del cuerpo y no la
naturaleza divina, los judíos le retrucaron: “No tienes todavía cincuenta años;
¿y viste a Abraham?”. Tal vez el Señor tenía treinta y uno o treinta y dos años;
pero, por la excesiva fatiga y por la continua predicación, mostraba una edad
superior. Y Jesús les dijo: “Antes que Abraham Regara a existir, yo soy”. No
dijo “existiera”, sino “llegara a existir” (en latín, fieret), porque Abraham
era una criatura; ni dijo de sí mismo “hecho”, sino “soy”, porque El es el
Creador.
13.‑ “Entonces aferraron unas piedras, para arrojárselas. Pero Jesús se escondió y salió del templo” (Jn 8, 59).
Los judíos recurren a las piedras, para apedrear a la piedra angular, o sea, a aquel que reunió en sí mismo a las dos paredes, o sea, el pueblo de los judíos y el pueblo de los paganos, que se enfrentaban. Los judíos, cuyos padres apedrearon en Egipto a Jeremías, imitando su maldad, quisieron apedrear al Señor de los profetas. Por esto dice el Señor en Mateo: “Ustedes son hijos de los que mataron a los profetas. Y ustedes colman la medida de sus padres” (23, 31‑32).
14.‑ En sentido moral. Los falsos cristianos, hijos extraños, o sea, del diablo, que mintieron al Señor violando el pacto del bautismo, con las duras piedras de sus pecados, en cuanto está en ellos, apedrean a su padre y señor, Jesucristo, del que recibieron el nombre de cristianos; e intentan matarlo, o sea, matar la fe en El.
Estos cristianos son como los hijos del buitre, que dejan morir de hambre a su padre. No son como los hijos de la grulla, que se exponen a sí mismos a la muerte, para salvar al padre, cuando el halcón lo persigue; y, además, cuando el padre envejece y ya no puede cazar, lo alimentan ellos mismos.
Nuestro Padre, como un pobre hambriento, llama a la puerta, para que le abramos y le demos, si no es una cena, al menos, un mendrugo de pan. “Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3, 20). Pero nosotros, como hijos degenerados, dejamos morir de hambre a nuestro padre, como hacen los hijos del buitre. Por esto El se queja de nosotros por boca de Jeremías: “¿He sido yo un desierto para Israel, o una tierra de tinieblas? ¿Por qué me dijo mi pueblo: “Nos hemos alejado y jamás volveremos a ti”? ¿Se olvida la virgen de su atavío o la desposada de su cinturón? Pero mi pueblo se olvidó de mí por días y días” (2,31‑32).
El Señor no es el desierto ni tierra tenebrosa, donde no se produce ningún fruto, o pocos; al contrario, es el jardín del Padre y una tierra bendita, en la cual, cualquier cosa sembremos, cosecharemos el céntuplo.
¿Por qué, pues, nosotros, tan miserables, nos alejamos de El y nos olvidamos de El por tan largo tiempo? Pero el alma, esposa de Cristo, virgen por la fe y la caridad, no puede olvidarse de su ornamento, o sea, del amor divino, del cual se halla como adornada, ni del cinturón de su pecho, o sea, de la conciencia pura, con la que se siente tranquila.
Hermanos queridísimos, seamos como los hijos de la grulla, para que, si fuere necesario, nos expongamos a la muerte por nuestro padre, o sea, por la fe de nuestro Padre; y, en este mundo ya avejentado y pronto ya en ruina, restaurémoslo con las buenas obras, para que no nos suceda también a nosotros lo que dice el evangelio: “Jesús se escondió y salió del templo”.
Y es por esto que, desde el presente domingo, llamado “Domingo de la Pasión”, se omite en los responsorios el “Gloria al Padre”, aunque no se lo descuida del todo, ya que el Señor todavía no fue entregado en las manos de los verdugos.
Roguemos, pues, y con lágrimas imploremos a nuestro Señor Jesucristo, que no nos esconda su rostro, ni salga del templo de nuestro corazón; y que en su juicio no nos acuse de pecado, sino que nos infunda la gracia de escuchar con la máxima diligencia su palabra. Nos dé la paciencia para soportar las injurias, nos libere de la muerte eterna y nos glorifique en su reino, para que con Abraham, Isaac y Jacob merezcamos ver el día de la eternidad.
Nos lo conceda aquel Jesús, al cual pertenecen el honor y la potestad, el esplendor y el dominio por los siglos eternos.
Y toda la iglesia responda: ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ En aquel tiempo: “Mientras Jesús se acercaba a Jerusalén y llegaba a Betfagé, al monte de los olivos ... “ (Mt 21, 1). Jeremías así habla al alma pecadora: “Sube a Galaad y toma el bálsamo (resina), oh virgen hija de Egipto” (46, 11). La hija de Egipto es el alma enceguecida por los placeres de este mundo. Egipto se interpreta “tiniebla”. Jeremías dice: “¿Cómo en su ira el Señor oscureció”, o permitió que fuera oscurecida, “a la hija de Sión?” (Lm 2, 1), o sea, ¿al alma que debe ser hija de Sión? Ella es llamada virgen, porque estéril de buenas obras. Continúa Jeremías: “El Señor holló el lagar, o sea, la pena eterna, para la virgen hija de Sión” (Lm 1, 15), porque permaneció estéril de la prole de las buenas obras. Y le dice: “Sube” con los pies del amor y los pasos de la devoción, “a Galaad”, que se interpreta “cúmulo de testimonios”. Sube, pues, a la cruz de Jesucristo, en la que se hallan reunidos innumerables testimonios de nuestra redención: los clavos, la lanza, la hiel, el vinagre, y la corona de espinas; y de allí “toma el bálsamo”. La resina es una “lágrima” que brota de un árbol. El bálsamo mejor de todos es el del terebinto (trementina). Ella simboliza la gota de la sangre preciosísima que fluyó del árbol, plantado en el jardín de las delicias, junto a la corriente del agua, para la reconciliación del género humano.
oh alma, toma para ti ese bálsamo y unta tus heridas, porque El es la medicina más poderosa y más eficaz para sanar las heridas, para alcanzar el perdón y para infundir la gracia. Sube, pues, a Galaad, o sea, sube con Jesús a Jerusalén, porque El también subió para este día de fiesta. Se dice en el evangelio de hoy: “Mientras Jesús se acercaba a Jerusalén ......
2.‑ En este evangelio se deben observar cuatro momentos.
Primero: Jesús que se acerca a Jerusalén: “Mientras se acercaba Segundo: el
envío de los dos discípulos a la aldea: “Entonces envió a dos de sus
discípulos”. Tercero. el asiento del rey manso, pobre y humilde, sobre el asna y
su borriquillo: “Digan a la hija de Sión Cuarto: el entusiasmo y las
aclamaciones de la gente: “Hosanna al Hijo de David...”; y “ Una gran multitud
......
3.‑ “Mientras Jesús se acercaba a Jerusalén observa que el Señor, al dirigirse a Jerusalén, siguió este itinerario: ante todo, Betania: de Betania a Betfagé, de Betfagé al monte de los Olivos. Vamos a ver lo que significa todo esto. Ante todo veremos su significado alegórico y después el moral.
Betania, que se interpreta “casa de la obediencia”, o “casa del don de Dios”, o también “casa agradable al Señor”, simboliza a la Virgen María, que obedeció a la voz del ángel y por esto mereció recibir el don celestial, el Hijo de Dios; y así por encima de todos fue agradable a Dios.
De ella se habla en los Proverbios: “Muchas hijas amontonaron riquezas, pero tú las superaste a todas” (31, 29). Ningún santo acumuló en su alma tanta riqueza de virtud como la virgen María, que, por su extraordinaria humildad y la flor incontaminada de la virginidad, mereció concebir y dar a luz al Hijo de Dios, “quien es, sobre todas las cosas, el Dios bendito” (Rom 9, Salm).
De Betania Jesús se dirigió a Betfagé, que se interpreta “casa de la boca”. Ella simboliza la predicación de Jesús. Ante todo, Jesús llegó a Betania, o sea, asumió carne humana de la Virgen, para después dedicarse a la predicación. Por eso El mismo dice en Marcos: “Vamos a los lugares vecinos y a las ciudades, para que yo predique también allí, porque para eso vine” (1, 38).
Y de Betfagé llegó al monte de los olivos, o sea, de la misericordia. Eleos (término griego que se asemeja al latino olea, olivo) se interpreta “misericordia”. El monte de los olivos señala la grandeza de los milagros que Jesús misericordioso y benévolo concedía a los ciegos, a los leprosos, a los endemoniados y a los muertos. Todos estos beneficiados exclaman por boca de Isaías.”Tú, Señor, eres nuestro padre y nuestro redentor; éste es tu nombre desde la eternidad” (63, 16). Nuestro Padre por la creación y nuestro salvador por los milagros obrados. Este es tu nombre desde la eternidad, porque tú eres el Dios bendito por los siglos.
Y del monte de los Olivos llegó a Jerusalén, para llevar a cabo el negocio de nuestra salvación, por el cual había venido, y para rescatar de las manos del diablo al género humano, esclavo en la cárcel del infierno por más de cinco mil años. De esta manera Cristo nos liberó, como el avestruz libera a su polluelo.
Se cuenta que el muy sabio rey Salomón poseía una especie de ave, o sea, un avestruz, a cuyo hijo había encerrado en un frasco de vidrio. La madre lo miraba muy afligida, pero no podía tenerlo. Finalmente, por el extraordinario amor por el hijo, fue al desierto, donde halló un gusano, lo llevó consigo y lo despedazó sobre el frasco de vidrio. El poder de la sangre del gusano quebré el vidrio y así el avestruz liberó a su polluelo (Pedro Comestor). Vamos a ver que significados puedan tener el avestruz, el polluelo, el frasco de vidrio, el desierto, el gusano y su sangre.
Esa ave es figura de la divinidad; el polluelo, Adán y su posteridad; el frasco de vidrio, la cárcel del infierno; el desierto, el vientre virginal; el gusano, la humanidad de Cristo; la sangre, su pasión.
Dios, para liberar al género humano de la cárcel del infierno y de la mano del diablo, vino al desierto, o sea, al vientre de la Virgen, de la que asumió “el gusano”, o sea, la humanidad. El mismo dijo: “Yo soy un gusano y no sólo un hombre” (Salm 21, 7), porque era Dios y hombre. Despedazó el gusano en el patíbulo de la cruz, y de su costado salió la sangre, cuyo poder quebró las puertas del infierno y liberó al género humano de las manos del diablo.
4.‑ Vamos a ver qué significado moral tengan Betania, Betfagé, el monte de los olivos y Jerusalén.
Dice Juan en su evangelio: “Jesús, seis días antes de la Pascua”, o sea, el sábado que precede el domingo de Ramos, “llegó a Betania, donde había muerto Lázaro, a quien después resucitó. Le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los comensales junto con Jesús. María tomó una libra de puro nardo precioso y ungió los pies de Jesús” (12, 1‑3). En cambio, Mateo y Marcos dicen que derramó el nardo perfumado sobre la cabeza de Jesús, recostado a la mesa.
Betania se interpreta “casa de la aflicción”. Y ésta es la contrición del corazón, de la que habla el Profeta: “Estoy afligido y humillado en demasía; rujo por los gemidos de mi corazón” (Salm 37, g). En esta casa fue resucitado Lázaro, cuyo nombre se interpreta “ayudado”. En la casa de la contrición el pecador resucita, cuando es ayudado por la gracia divina. Entonces puede decir con el Profeta: “Mi corazón esperó en El y fui ayudado” (Salm 27, 7). Cuando el corazón espera, la gracia va en ayuda. Y el corazón puede esperar en la indulgencia, cuando lo aflige el dolor de la contrición por los pecados.
“Entonces le prepararon una cena, y Marta servía”.
Las dos hermanas del pecador resucitado de la muerte del pecado, Marta, que significa “la que provoca” o “la que irrita”, y María, que se interpreta “estrella del mar”, son el temor de la pena y el amor de la gloria. El temor de la pena provoca al pecador y lo excita, como a un perro, para investigar y confesar el pecado y sus circunstancias. El amor de la gloria ilumina, el temor agobia, el amor alienta.
“Marta servía”. El temor, ¿para qué sirve? Por cierto, suscita el pan del dolor y el vino de la compunción, Esta es la cena de Jesús, de la que dice Mateo: “Mientras cenaban, Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos... Y tomando el cáliz, dio las gracias y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Beban todos de él” (26, 26‑27).
“Lázaro era uno de los comensales junto con Jesús”. Para que no pareciera un fantasma, sino para que fuera evidente su resurrección, él come y bebe. ¡Qué gran gracia! El pecador, que antes estaba extendido en la tumba, ahora está sentado a la mesa. Aquel que antes ansiaba llenar el vientre, o sea, la mente, con las algarrobas de los puercos, o sea, con las inmundicias de los demonios ‑¡y nadie se las daba!‑, ahora banquetea con Jesús y sus discípulos.
“María tomó una libra de nardo pístico precioso”. La libra se compone de doce onzas; y aquí tenemos un tipo de peso perfecto, porque la libra consta de tantas onzas cuantos son los meses del año. La libra se llama así, porque es “libre” y porque comprende en sí misma todos los pesos, El nardo era “pístico”, o sea, fiel, genuino y sin impostura, y deriva del griego pistis, o sea, fe.
La libra, compuesta por doce onzas, es la fe de los doce apóstoles, libre y perfecta. María, pues, o sea, el amor de la gloria celestial, con una libra de nardo genuino, o sea, con la fe de los doce apóstoles, ungió la cabeza de la divinidad y los pies de la humanidad, reconociendo que Cristo es Dios y Hombre, que nació y sufrió la pasión. Y así la casa, o sea, la conciencia del penitente, se llenó del perfume del ungüento; y así podía decir con la esposa del Cantar de los Cantares: “Oh Señor Jesús, con la atadura de tu amor arrástrame en pos de ti, para que yo corra tras el perfume de tus ungüentos” (1, 3); y de esa manera llegaré de Betania a Betfagé.
5.‑ Betfagé se interpreta “casa de la boca”, y simboliza la confesión, en la que debemos estar como residentes, no huéspedes de una sola noche que ya pasó, para que no nos suceda lo que dijo Jeremías: “Así dice el Señor de este pueblo: “Se deleitó en tener en movimiento sus pies y no se cansó; esto no agradó al Señor, el cual ahora se acordará de su maldad y visitará (castigará) sus pecados” (14, 10).
“Y de Betfagé llegó al monte de los Olivos”. Recuerda que el monte de los olivos era llamado “el Monte de las tres luces”, porque era iluminado por el sol, por sí mismo y por el templo: por el sol, porque, puesto al oriente, recibía los rayos del sol; por sí mismo, por la abundancia del aceite, que producía; por el templo, o sea, por las lámparas que de noche allí ardían y así iluminaban el monte.
El monte de los Olivos significa la importancia de la satisfacción, a la cual debe llegar el penitente desde la casa de la confesión. Y con toda razón la satisfacción es llamada “el Monte de las tres luces”. En efecto, el hombre, entregándose a la satisfacción penitencial, es iluminado por el sol de justicia, Jesucristo, que dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12); es iluminado por si mismo, porque debe estar abastecido de aceite abundante, o sea, de misericordia, hacia sí mismo y hacia el prójimo. Dice Job: “Al visitar a tus semejantes, no pecarás” (5, 24). Dijo un santo: “jamás el alma podrá ver por encima de sí a sus semejantes, mediante la verdad, como cuando la carne se inclina, mediante la caridad, hacia sus semejantes que están por debajo de ella”. En fin, es iluminado por el templo, o sea, la comunidad de los fieles, a los cuales dice el Apóstol: “Santo es el templo de Dios, que son ustedes” (1Cor 3, 17).
Y del monte de los Olivos Jesús llegó a Jerusalén. Los tres
momentos: la contrición del corazón, la confesión de la boca la obra de
satisfacción llevan y a la luz, a la Jerusalén celestial, a la bienaventuranza
eterna. Con razón se dice: “Mientras Jesús se acercaba a Jerusalén ......
6.‑ “Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan a la aldea, que está enfrente de ustedes; y en seguida hallarán un asna atada y un pollino con ella. Desátenla y tráiganmelos” (Mt 21, 1‑2).
Vamos a ver el significado moral de los discípulos, de la aldea, del asna y del pollino.
El discípulo es llamado así, porque aprende la disciplina. La aldea es un recinto rodeado de muros y con una torre en el centro. El asno (en latín asinus), o asna, es llamado así, porque deja las cosas altas (alta sinens); y pollino es como poluto (contaminado), porque nacido hace poco.
Los dos discípulos del justo, que aprenden la disciplina de la paz, son el desprecio del mundo y la humildad del corazón.
Estos dos discípulos son como Moisés y Aarón, que sacan a los judíos de Egipto; son como las dos palancas que transportaban el arca de la alianza; son como los dos querubines que miraban el propiciatorio del arca, dirigiéndose el uno hacia el otro.
En Moisés, que, como dice el Apóstol a los hebreos, “estimaba el oprobio de Jesucristo riqueza más grande que los tesoros de Egipto” (11, 26), está representado el desprecio del mundo. En Aarón, que “extinguió el fuego y aplacó la ira de Dios, para que no se ensañara contra el pueblo” (Num 16, 46‑49), está representada la humildad del corazón, que extingue el fuego de la sugestión diabólica y aplaca la ira del castigo divino. Estos dos discípulos, como palancas fortísimas, transportan el arca de la alianza, o sea, la doctrina de Jesucristo, o la obediencia al prelado. Miran hacia el propiciatorio, o sea, hacia el mismo Jesucristo, que es “propiciación por nuestros pecados” (Jn 4, 10); miran, diré más, a Cristo recostado en el pesebre, colgado de la cruz, colocado en el sepulcro.
El justo envía a estos dos discípulos, diciendo: “Vayan a la aldea, que está enfrente de ustedes”.
La aldea está formada, como ya indicamos, por un muro perimetral y una torre. En el muro está señalada la abundancia de bienes temporales, en la torre la soberbia del diablo. Como en el muro se coloca una piedra sobre otra, y las piedras se sueldan entre sí con argamasa, así en la abundancia de las cosas temporales el dinero se añade al dinero, “una casa se junta con otra y un campo se agrega a otro” (ls 5, 8); y el todo se suelda tenazmente con el cemento de la codicia.
De este muro dice Isaías: “Mi vientre vibrará como arpa por Moab, y mis entrañas vibrarán por el muro de ladrillos cocidos” (16, 11). Y Jeremías, casi con las mismas palabras: “Mi corazón resonará como flauta por causa de Moab; y mi corazón dará sonido de flautas por los hombres del muro de ladrillos cocidos, porque perecieron sus riquezas” (48, 36).
En el vientre se designa la mente, en el arpa o en la flauta se designa la melodía de la predicación. Con la mente y el corazón compungidos y con la melodía de la predicación, Isaías y Jeremías, o sea, cualquier predicador, deben resonar por Moab, que se interpreta “del padre”, o sea, por el pecador, cuyo padre es el diablo, que construye el muro con ladrillos cocidos y con ladrillos de arcilla, o sea, con la abundancia de los bienes temporales: cocido, porque endurecido con el fuego de la codicia; y de arcilla, porque pronto a caer.
Asimismo, en la torre está señalada la soberbia del diablo. Esta es la torre de Babilonia, o sea, de la confusión, y la torre de Siloé, que, como se lee en Lucas, al desplomarse, mató a dieciocho hombres (13, 4). El justo envía contra esta aldea a dos de sus discípulos, o sea, el desprecio del mundo, para que haga desplomarse el muro de la abundancia transitoria, y la humildad del corazón, para que derribe la torre de la soberbia.
7.‑ Con razón dice: “La aldea que está enfrente de ustedes”. La abundancia de bienes materiales es siempre contraria a la pobreza; y la soberbia es contraria a la humildad. En esta aldea se encuentran el asna atada y el pollino con ella. El asna, que evita las cosas altas y camina por el llano, representa la vida de los clérigos y de los religiosos que, abandonada la altura de la contemplación, procede perezosa y fatua entre las bajezas del placer carnal. ¡Ay de mí! ¡Con cuántas cadenas de placeres y con cuántas cuerdas de pecados está atada esta asna!
“Y con el asna el pollino”, o borriquillo. Este pollino del asna simboliza al clérigo o al religioso, llamado con razón pollino, porque está poluto por muchos vicios. Aquí está junto con el asna, mamando desde atrás sus ubres, o sea, de gula y de lujuria. De esos clérigos y religiosos se lamenta el Señor por boca de Jeremías: “Los sacié, y ellos adulteraron, y en casa de la meretriz se entregaron a la lujuria” (5, 7). El mismo Jeremías dice que “su cinturón se había podrido en el río Éufrates, y ya no servía para ninguna cosa” (13, 7). El cinturón de castidad de muchos clérigos y religiosos se pudre en el río Éufrates, que se interpreta “fértil”, e indica la abundancia de los bienes temporales ‑en efecto, de la gordura procede la iniquidad‑; y as! ellos no sirven para nada, sino para ser arrojados al estercolero del infierno.
¡Desátenlos y tráiganmelos!”. Oh Señor Jesús, ¿qué es lo que dices? ¿Quién podrá desatar las cadenas de los clérigos y de los falsos religiosos, las riquezas, los honores y los placeres que los tienen enredados, derribar su soberbia y llevarlos a ti? “Todos ‑dice Jeremías‑ son como un caballo que corre impetuosamente” (8, 6). “Su carrera es hacia el mal; y su fuerza es diferente” (Jer 23, 10) de la imagen y semejanza de cómo los había creado, ya que están contaminados no por un solo vicio sino por diversos vicios. Por eso continúa Jeremías: “El profeta y el sacerdote se contaminaron, y en mi casa hallé su maldad. Ellos llegaron a ser para mí como los habitantes de Sodoma y Gomorra. Por eso dice el Señor: “Yo los alimentaré con ajenjo”, o sea, con la amargura de la muerte eterna, “y los abrevaré con hiel”, o sea, con la amargura del remordimiento de conciencia. “Porque de los profetas de Jerusalén”, o sea, de los clérigos y religiosos, “ salió la impiedad sobre toda la tierra” (Jer 23, 11 y 14‑15).
¡Desátenlos, dice Jesús, y tráiganmelos!”. El desprecio del
mundo y la humildad del alma desatan todas las ataduras y llevan al Señor al
asna y al pollino.
8.‑ “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que habla sido anunciado por el profeta Zacarías: “Diga a la hija de Sión: he ahí a tu rey, que viene a ti manso, sentado sobre un asna y con un pollino, hijo de animal de carga” (Mt 21, 4‑5). Y éstas son las palabras de Zacarías: “Exulta grandemente, hija de Sión; alégrate, hija de Jerusalén: he ahí, a ti viene tu rey; él es justo y salvador. El es pobre y está sentado sobre un asna, sobre un pollino hijo de asna. Destruiré las cuadrigas de Efraím y los caballos de Jerusalén; y los arcos de guerra serán quebrados” (9, 9‑ 10).
Sión y Jerusalén son la misma ciudad, porque Sión es la torre de Jerusalén y simboliza a la Jerusalén celestial, en la cual existen la eterna contemplación y la visión de la paz absoluta.
La hija de Sión es la santa Iglesia, a la cual, oh predicadores, deben decir: “Exulta grandemente en tus obras y alégrate en tu mente. El júbilo nace en el corazón con tanta alegría, cuanta no es capaz de expresar la eficacia del sermón. “He ahí a tu rey”, del que dice Jeremías: “No hay alguno como tú, Señor; tú eres grande y grande es la potencia de tu nombre. ¿Quién no te temerá, oh Rey de las naciones?” (10, 6‑7). El, como leemos en el Apocalipsis, “en su manto y en su fémur lleva grabado: “Rey de los reyes y Señor de los señores” (19, 16).
El manto simboliza sus pañales y el fémur es su carne. En Nazaret Jesús se “coronó” de carne humana, como una diadema; en Belén fue envuelto en pañales, como una púrpura. Estas fueron las primeras insignias de su realeza. Contra esas insignias se ensañaron los judíos, como si quisieran privarlo de su reino. Por causa de ellos, Cristo en su pasión fue despojado de sus vestiduras y su carne fue crucificada con los clavos. Pero allí su realeza se afirmó perfectamente. Después de la corona y la púrpura, sólo le faltaba el cetro. Recibió también el cetro cuando, como dice Juan, “llevando su cruz, se encaminó hacia el Calvario” (19, 17). E Isaías: “Y sobre sus hombros se estableció el principado” (9, 6); y el Apóstol a los hebreos: “Hemos visto a Jesús coronado de gloria y honor, a causa del suplicio de la muerte” (2, 9).
9.‑ “He ahí a tu rey, que viene a ti”, o sea, para tu utilidad; “viene manso”, para ser amado”, no para ser temido por su poder, “sentado sobre un asna”. Dice Zacarías. “Es el justo y el salvador, pero pobre, sentado sobre un asna”.
Las virtudes propias de un rey son dos: la justicia y la piedad. Así tu Rey es justo con respecto a la justicia, porque da a cada uno según sus obras; y con respecto a la piedad, es manso y redentor. Y es también pobre, como lo pondera el Apóstol en la epístola de hoy: “Se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo” (Filp 2, 7). Ya que Adán en el paraíso terrenal no quiso servir al Señor, el Señor tomó la condición de siervo, para servir al siervo y para que en adelante el siervo no se avergonzara de servir al Amo.
“Hecho semejante a los hombres y, por condición, reconocido como hombre” (Filp 2, 7). Dice Baruc: “Por eso apareció en la tierra y vino a convivir con los hombres” (3, 38). Aquel “como” (en latín, ut) expresa la verdad, la realidad, y no la semejanza.
“Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y la muerte de cruz” (Filp 2, 8). San Agustín comenta: “Nuestro Redentor tendió a nuestro capturador la trampa de la cruz y puso como cebo su sangre. Sin embargo, El derramó su sangre, que no era sangre de deudor, y por esto se separó de los deudores”. Y el bienaventurado Bernardo dice de Cristo: “Tanto apreció la obediencia, que prefirió la obediencia a la vida, hecho obediente al Padre hasta la muerte y la muerte de cruz”. Aquel que no tenía lugar donde descansar la cabeza, encontró lugar en la cruz, donde, “inclinando la cabeza, rindió el espíritu” (Jn 19, 30).
10.‑ “El fue pobre”. Dice Jeremías: “Oh esperanza de Israel y su salvador en el tiempo de la aflicción, ¿por qué estarás en la tierra como un colono y como un viandante que recusa quedarse? ¿Por qué serás como un hombre errabundo y como un fuerte incapaz de salvar?” (14, 8‑9).
Nuestro Dios, el Hijo de Dios, aquel a quien esperábamos, llegó; y en el tiempo de la tribulación, o sea, de la persecución diabólica, nos salvó; y como colono, forastero y peregrino cultivó nuestra tierra y la regó con el agua de su predicación.
El fue un viandante libre de todo estorbo, o sea, inmune del pecado; cumplió su camino, porque “exultó como un gigante que recorre su camino” (Salm 18, 6); reclinó su cabeza en la cruz, cuando dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46): y después permaneció encerrado en el sepulcro tres días y tres noches.
Aquí es llamado “hombre errabundo”, según la valoración de los judíos, que lo consideraban vagabundo e inconstante. Por esto, cuando El decía: “Tengo el poder de ofrecer mi vida y tengo el poder de retomarla”, muchos de ellos le endilgaban: “Está endemoniado y enloquecido. ¿Por qué lo están escuchando?” (Jn 10, 18‑20). Por la condición de siervo, que había asumido, les parecía que era impotente para salvar. Sin embargo, El fue “el hombre fuerte” que, con las manos traspasadas por los clavos, venció al diablo. “He ahí a tu rey; El viene a ti manso, sentado sobre un asna y con un pollino, hijo de animal de carga, o sea, hijo de la misma asna, domada con la albarda”.
¡Ojalá quisieran los clérigos y los religiosos acoger a un Rey tan grande y a un jinete tan noble, y transportarlo devotamente, como lo hicieron aquellos mansos animales, para merecer entrar con El en la Jerusalén celestial! Pero, ellos son hijos de Belial, o sea, “sin yugo”, que, como dice Jeremías, “caminaron en pos de sus trivialidades y ellos mismos llegaron a ser vanidad; y no preguntaron: “¿Dónde está el Señor?” (Jer 2, 5-6). Ellos despedazaron el yugo y arrancaron las ataduras y dijeron: “¡No serviremos!”. Por eso, añade el Señor: “Dispersaré las cuadrigas de Efraím y los caballos de Jerusalén; y los arcos de guerra serán quebrados”.
La cuadriga, que gira sobre cuatro ruedas, representa la abundancia en la que viven los clérigos y que consiste en cuatro características: amplitud de las propiedades, acumulación de prebendas y de rentas, suntuosidad de alimentos y lujo de los vestidos. El Señor dispersará esta cuadriga y arrojará al mar del infierno al conductor; y exterminará al caballo, o sea, la soberbia espumosa y desenfrenada de los religiosos que, bajo el hábito religioso y con pretexto de santidad, se consideran grandes. Pero el Señor, grande y poderoso, que mira a los humildes y destrona a los soberbios, echará a este caballo de la Jerusalén celestial, en la que nadie entrará, si no se humilla como un niño, como se humilló El mismo hasta la muerte y la muerte de cruz.
11.‑ En sentido moral. El rey, sentado sobre el asna el pollino, simboliza al justo, que mortifica su carne y frena sus estímulos. Dice Jeremías: “Virgen de Israel, todavía te adornarás con tus panderos y saldrás en el coro de danzarines” (31, 4). En el pandero, que es la piel de un animal muerto, extendida sobre un madero, está indicada la mortificación de la carne; y en el coro, en el que las voces cantan juntas, está simbolizada la concordia de la unidad.
El alma, pues, se adorna con los panderos y sale en el coro de los danzarines, cuando se adorna con la mortificación de la carne y la concordia de la unidad. Exhorta el profeta: “Con el pandero y con el coro alaben al Señor” (Salm 150, 4).
De otra manera. El rey, sentado sobre un asna, es el obispo, que gobierna al pueblo que se le confió. De él dice Salomón: “Bienaventurada es la tierra”, o sea, la Iglesia, “cuyo rey es noble y cuyos príncipes”, o sea, los prelados, “comen a su debido tiempo, para alimentarse y no para andar de comilonas” (Ecle 10, 17). “Comen sólo para vivir, no viven para comer” (Glosa). “Comen también a su debido tiempo”, porque no buscan aquí abajo la recompensa, sino la futura.
Este rey, como ya hemos señalado, debe ser manso, justo, salvador y pobre. Manso hacia sus súbditos; justo hacia los soberbios, infundiendo vino y aceite; salvador hacia los pobres; y pobre en medio de las riquezas. o también, debe ser manso, si recibe alguna injuria; justo ejerciendo la justicia con todos; salvador con la predicación y la oración; pobre por la humildad del corazón y el desprecio de sí mismo ¡Bienaventurada el asna y bienaventurada la Iglesia, que tiene a tal jinete!
En cambio, el obispo de nuestro tiempo es como Balaam,
sentado sobre el asna. Ella vela al ángel; pero Balaam no lo podía ver. Balaam
se interpreta el que precipita a la fraternidad”, o “el que alborota a la
gente”, o “el que devora al pueblo”. Un obispo escandaloso es un tronco inútil.
Con su mal ejemplo, precipita a la fraternidad de los fieles en el pecado y
después en el infierno; con su necedad, porque es también inepto, alborota a la
gente; y con su avaricia devora al pueblo. Ese prelado, sentado sobre el asna,
no sólo no ve al ángel, sino que ve al diablo, dispuesto a precipitarlo al
infierno. En cambio, el pueblo simple, que tiene una fe recta y se comporta
honestamente, ve al ángel del Sumo Consejo, reconoce y ama al Hijo de Dios.
12.‑ ,Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus vestidos por el camino, y otros cortaban ramas de los árboles y las extendían por el camino. Y la gente, que iba adelante y la que le seguía, aclamaba diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Mt 21, 8‑9).
Presta atención a estos tres momentos: “Tendía sus vestidos”, “cortaban ramas”, “aclamaban: ¡Hosanna!”.
Los vestidos simbolizan los miembros de nuestro cuerpo, con los cuales se viste el alma. De ellos dice Salomón: “En todo tiempo sean blancos tus vestidos” (Ecle 9, 8). Debemos tenderlos por el camino, o sea, exponerlos por el nombre de Jesús a la pasión y a la muerte. As! mereceremos recibirlos gloriosos e inmortales en la resurrección final, cuando “este cuerpo corruptible se revista de la incorruptibilidad y este cuerpo mortal se revista de la inmortalidad” (1Cor 15, 53).
Las ramas son los ejemplos de los santos padres, de los que dice el Señor: “Tomarán para ustedes los frutos del árbol más lindo, espatas de palmeras, ramas de árboles frondosos y sauces de los arroyos, y se regocijarán delante de su Dios “ (Lv 23, 40). El árbol más hermoso es la gloriosa Virgen María, cuyos frutos fueron la humildad y la pobreza. Las palmas fueron los apóstoles, que lograron victoria sobre este mundo; y las espatas son los frutos de las palmeras, antes de que se abran, y en ellas vemos la fe, la esperanza y la caridad de los apóstoles. El árbol de densas frondas es la cruz de Jesucristo, que por todo el mundo expandió las densas frondas de la fe.
Las ramas de este árbol fueron los cuatro brazos de la cruz, en los que fueron clavados las manos y los pies de Cristo. En las cuatro extremidades de la cruz fueron colocadas cuatro piedras preciosas, que son la misericordia y la obediencia, la paciencia y la perseverancia. La extremidad superior luce la misericordia, la derecha la obediencia, la izquierda la paciencia y la inferior la perseverancia, Los sauces de los arroyos, que permanecen siempre verdes, simbolizan a todos los santos, que en el torrente de esta vida pasajera y mortal son siempre verdes y perseveran en sus obras de bien.
Cosechemos, pues, para nosotros los frutos del árbol más hermoso, o sea, la pobreza y la humildad de la Virgen María; las espatas de las palmeras, o sea, la fe, la esperanza y la caridad de los apóstoles; las ramas del árbol de densas frondas, o sea, la misericordia y la obediencia, la paciencia y la perseverancia de la pasión de Jesucristo; y los sauces del torrente, o sea, las lozanas obras de todos los santos; y exultemos delante del Señor Dios nuestro, Jesucristo, aclamando con la gente y con los niños de los hebreos: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!”.
Hosanna se interpreta “salvación” o “salva, te conjuro”. Hosanna, o sea, la salvación pertenece al Hijo de David, o viene del Hijo de David, o por medio del Hijo. Bendito, o sea, “inmune de pecado”. Y tú, oh Cristo, eres bendito de manera peculiar, porque tú vienes en el nombre del Padre, o sea, en honor del Padre; tú vienes, o sea, que un día vendrás. En efecto, “tú que ante todo apareciste en la condición de siervo, aparecerás hacia el fin en la gloria del Señor” (Glosa). “¡Hosanna en lo más alto de los cielos!”, o sea, salva en lo más alto de los cielos, como si dijera: “Tú, que salvaste en tierra con la redención, sálvanos, te lo conjuramos, dándonos un lugar en los cielos”.
Te imploramos, pues, oh bendito Jesús. Haz que también nosotros nos acerquemos a Jerusalén con tu temor y con tu amor. De la aldea de esta peregrinación terrenal llévanos a ti, y tú, rey nuestro, descansa sobre nuestras almas. Y así, junto con los niños que elegiste de este mundo, o sea, con los apóstoles, merezcamos bendecirte, alabarte y glorificarte en la ciudad santa, en la eterna bienaventuranza.
Concédenos esta gracia tú, al cual pertenecen el honor y la gloria por los siglos eternos. ¡Amén!
Y toda alma fiel responda: “¡Amen! ¡Así sea!”.
1.‑ “Jesús se levantó de la cena, depuso su vestidura y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego, puso agua en un lebrillo y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.” (Jn 13, 4‑5)
2.‑ Se lee en el Génesis: “Voy a traer un poco de agua y laven sus pies; y descansen debajo del árbol. Traeré un bocado de pan y sustentarán su corazón” (Gen 18, 4‑5).
Lo que Abraham hizo a los tres ángeles, Cristo lo hizo a sus santos apóstoles, mensajeros de la verdad, que habrían predicado en todo el mundo la fe en la santa Trinidad. Se inclinó ante sus pies como un esclavo y, así encorvado, les lavó los pies.
¡Oh incomprensible humildad! ¡Oh inefable dignación! Aquel que en el cielo es adorado por los ángeles, se inclina a los pies de los pescadores. Aquella cabeza que hace temblar a los ángeles, se encorva ante los pies de los pobres.
Por esto Pedro se asustó: “¡No me lavarás los pies jamás!”. Apresado por el espanto, no pudo tolerar que un Dios se humillara ante sus pies. Pero el Señor le replicó: “Si no te lavo”, o sea, si rechazas que yo te lave, “no tendrás parte conmigo”. Comenta la Glosa: “Quien no se lava por medio del bautismo, de la confesión y de la penitencia, no tiene parte con Jesús”.
Después de haberles lavado los pies, los hizo descansar bajo el árbol, que era El mismo. “Me senté a la sombra de aquel a quien tanto deseaba; y sus frutos ‑o sea, su cuerpo y su sangre‑ son dulces a mi paladar” (Cant 2, 3). Este es el bocado de pan, que puso delante de ellos y con el cual corroboró sus corazones, para soportar las fatigas.
“Mientras ellos cenaban, Jesús tomó el pan, lo bendijo y lo partió” (Mt 26, 26). Lo partió para indicar que “la fracción de su cuerpo” no se hubiera llevado a cabo sin su voluntad. Antes, lo bendijo, porque, junto con el Padre y el Espíritu Santo, colmó con la gracia de la potencia divina a la naturaleza que había asumido.
“Tomen y coman.. “Esto es mi cuerpo”. Has de entender así:
“Lo bendijo”, y has de presuponer: “diciendo: “Esto es mi cuerpo”. Después lo
partió, se lo dio y dijo: “¡Coman!”; y repitió: “Esto es mi cuerpo”.
3.‑ Vamos a ver ahora el significado alegórico de la cena, del vestido, de la toalla, del agua, del lebrillo y de los pies de los apóstoles.
La cena es la gloria del Padre; la deposición de los vestidos simboliza el anonadamiento de la majestad; la toalla, la carne inocente; el agua, el derramamiento de la sangre o la infusión de la gracia; el lebrillo, los corazones de los discípulos; y los pies, sus sentimientos.
“Se levantó de la cena”, en la cual se hallaba con Dios Padre. “Un hombre hizo una gran cena y convidó a muchos” (Lc 14, 16). Era una cena muy grande, porque espléndida y rebosante de la gloria de la Majestad divina, de las riquezas de la bienaventuranza angélica y de las delicias de la doble glorificación. Muchos son los convocados a esta cena, pero pocos participan, porque “el número de los necios es infinito” (Ecle 1, 15), que desdeñan “la cena de la vida” por el estiércol de las cosas terrenas. El puerco prefiere dormir en el barro que en un lindo lecho. Cristo se levanta de la felicidad de su cena, para levantar a éstos de la miseria de su estiércol.
“Depuso sus vestiduras”. Observa que Cristo cuatro veces depuso sus vestiduras. En la cena las depuso y las volvió a asumir; en la flagelación a la columna fue desnudado y después revestido; durante los escarnios de los soldados, fue desnudado y revestido, pero no se lee que fuera desnudado por Herodes; en la cruz fue desnudado, pero no fue revestido.
La primera vez se refiere a los apóstoles, a quienes El abandonó, pero volvió a hallarlos al poco tiempo. La segunda vez se refiere a los que fueron “asumidos”, acogidos en la iglesia en el día de Pentecostés y a los que serán acogidos poco a poco. La tercera vez se refiere a los que son “asumidos”, acogidos hacia el fin de los tiempos. La cuarta se refiere a la perversa mediocridad de nuestro tiempo, que jamás será “asumida”, aceptada.
La segunda y la cuarta expoliación se conmemoran hoy en algunas iglesias, cuando se desnudan los altares y después son rociados con agua y vino fustigados con ramas, como si fueran azotes.
Deponer las vestiduras significa anonadarse a sí mismo. Después del lavado, Jesús las reasumió, porque, realizada la obediencia, volvió al Padre del cual había salido.
Se lee en el martirio de san Sebastián que un rey tenía un anillo de oro, enriquecido con una gema preciosa. El anillo le era muy querido, pero se le desprendió del dedo y cayó en una cloaca, por lo cual sufrió un gran disgusto. No encontrando a nadie que pudiera recuperar el anillo, depuso las vestiduras de su regia dignidad, y, vestido de saco, bajó a la cloaca, buscó cuidadosamente el anillo y finalmente lo halló. Una vez hallado lleno de gozo, y lo llevó consigo al palacio.
Aquel rey es figura del Hijo de Dios; el anillo representa al género humano; la preciosa gema, engastada en el anillo, es el alma del hombre. Este del gozo del paraíso terrestre, como del dedo de Dios, cayó en la cloaca del infierno. El Hijo de Dios sufrió un gran disgusto por esa pérdida.
El Hijo de Dios buscó entre los ángeles y los hombres a alguien que pudiera recuperar el anillo, pero no lo halló, porque nadie podía hacerlo. Entonces depuso sus vestiduras, se anonadó a sí mismo, se revistió del saco de nuestras miserias, buscó el anillo por treinta y tres años, finalmente descendió a los infiernos y allí halló a Adán con toda su posteridad . Lleno de gozo, tomó a todos consigo y los llevó a la eterna felicidad.
4.‑ “Tomó una toalla y se la ciñó”. De la carne purísima de la Virgen El tomó la toalla de nuestra humanidad. Y con esto concuerda lo que dijo Ezequiel: “Dijo el Señor al hombre revestido de lino: “Entra en medio de las ruedas, que están debajo de los querubines” (10, 2). La rueda, que retorna al mismo punto del que partió, es la naturaleza humana, a la cual se dijo: “Eres tierra y a la tierra regresarás”. Se dice “en medio” con respecto a los dos extremos: el principio y el fin.
Observa que la naturaleza humana está caracterizada por tres momentos: la impureza de la concepción, la miseria del peregrinaje y la incineración de la muerte. El hombre, revestido de lino, es Jesucristo, que de la bienaventurada Virgen recibió el vestido de lino. El no entró en el mundo con una concepción impura, porque fue concebido por la Virgen purísima por obra del Espíritu Santo, ni sufrió al fin la incineración humana, porque “no permitirás que tu santo vea la corrupción” (Salm 15, 10); y se insertó en medio de nuestro peregrinaje como pobre, desterrado y peregrino, tanto que en todo el mundo apenas si tenía una morada.
Dice Nehemías: “No había ni espacio para que pasara el jumento, sobre el cual estaba sentado” (2 Esd 2, 14). Nehemías, que se interpreta “consolación del Señor”, es figura de cristo, nuestra consolación en el tiempo de la desolación.
Dice Isaías: “Tú fuiste fortaleza para el pobre, sostén para el mísero en su angustia, esperanza en el torbellino, sombra en el ardor del sol” (25, 4). Entre las zarzas de las adversidades humanas, en el torbellino de la sugestión diabólica, en el ardor de la lujuria o de la vanagloria, El es nuestro consolador. Su jumento era la humanidad, en la cual estaba sentada la divinidad. Este jumento, sobre el cual colocó al hombre herido, o sea, al género humano, en todo el mundo no tuvo una morada, porque “El no tenía dónde reclinar la cabeza”. Sólo halló donde “reclinar la cabeza en la cruz, en la que entregó el espíritu”.
Entró en medio de las ruedas que están bajo los querubines, porque “se hizo un poco menor que los ángeles”, cuando tomó la toalla y se la ciñó. En aquella carne se ciñó de humildad, porque era necesario que hubiese tanta humildad en el Redentor cuanta soberbia había habido en el traidor.
5.‑ “Puso agua en el lebrillo”. Comenta la Glosa: “Derramó la sangre en tierra, para purificar las huellas de los creyentes, ensuciadas por los pecados terrenos”. Observa que el lebrillo es un recipiente cóncavo, resonante, y tiene el labio abierto. Así era el corazón de los apóstoles, y ¡ojalá sea as! también el nuestro!: cóncavo por la humildad, resonante por la devoción, con el labio abierto para acusarse a uno mismo. El lebrillo se dice en latín pelvis, porque en él se lavan los pies (pedes).
El día de Pentecostés, el Señor envió el agua de la gracia al corazón de los apóstoles, y diariamente la infunde en el corazón de los fieles, para que purifiquen sus pies, o sea, sus afectos, de toda impureza. Es lo que dice Job: “Lavaba mis pies en la manteca” (29, 6). En la gordura de la manteca está indicada la devoción del alma, con la que Job, o sea “el que se duele de sus pecados”, lava los afectos de su mente.
“Y los secaba con la toalla, con la que estaba ceñido”. Todo el sufrimiento y la pasión del Señor fueron nuestra purificación. Con esta toalla debemos enjugar los sudores de nuestra fatiga y la sangre de nuestra pasión, tomando en toda nuestra tribulación el ejemplo de su paciencia, para poder gozar con El en su gloria.
Nos lo conceda aquel que es el Dios bendito por los siglos.
¡Amén! ¡Así sea!
6.‑ Así dice Isaías: “El Señor de los ejércitos preparará en este monte un banquete de manjares suculentos y un banquete de vinos refinados, de gordos tuétanos y de vinos purificados” (25, 6). Y Mateo dice del mismo banquete: “Mientras estaban cenando, Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió, y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y coman: “Esto es mi cuerpo”. Y tomando el cáliz, dio gracias y se lo dio, diciendo: “Beban todos de él: “Esta es mi sangre (sobreentendido: a confirmación) de la nueva alianza” (26, 26‑28).
Como te das cuenta, Cristo hoy cumplió cuatro cosas: lavó los pies de los apóstoles, les entregó su cuerpo y su sangre, les brindó un largo y precioso discurso, y oró al Padre por ellos y por todos los que creerían en El. Por eso fue un suntuoso banquete.
El es de veras el “Señor de los ejércitos”, o sea, de los ángeles, de los que en esa misma noche dijo a Pedro: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, que me daría en seguida más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26, 53). Como si dijera: “No necesito la ayuda de los doce apóstoles, ya que puedo alcanzar doce legiones de ángeles, que abarcan setenta y dos mil ángeles”.
“En este monte”, o sea, en Jerusalén, en ese cenáculo espacioso y bien adornado, en el cual también los apóstoles, el día de Pentecostés, recibieron al Espíritu Santo, El hizo hoy por todos los pueblos que creerían en El, “un banquete suntuoso”. El banquete de hoy es de veras un banquete de manjares suculentos, porque se servía el ternero engordado, al que el Padre sacrificó por la reconciliación del género humano. Se lee en Lucas: “'Traigan el ternero cebado y mátenlo; y comamos y banqueteemos, porque este mi hijo estaba muerto y volvió a la vida; estaba perdido y fue hallado. Y todos comenzaron a banquetear” (15, 23‑24). Comenta la Glosa: “Prediquen el nacimiento de Cristo y pregonen su muerte, para que el hombre crea en su corazón, imitando al que fue muerto, y con la boca reciba el sacramento de la pasión, para la propia purificación”.
Es lo que hace hoy la iglesia universal, para la cual Cristo preparó hoy en el monte Sión un banquete espléndido y suntuoso, con una doble riqueza: interior y exterior, y abundante. Les dio su verdadero cuerpo, rico en todo poder espiritual y cebado con la caridad interior y exterior; y mandó que fuera dado también a los que creerían en El.
Por eso se debe creer firmemente y confesar con la boca, que aquel cuerpo, que la Virgen dio a luz, que colgó de la cruz, que yació en el sepulcro, que resucitó el tercer día y que subió al cielo a la derecha del Padre, El, hoy, realmente lo dio a los apóstoles; y la iglesia todos los días lo consagra y lo distribuye a sus fieles.
Al imperio de las palabras: “Esto es mi cuerpo”, el pan se transustancia en el cuerpo de Cristo, que confiere la unción de una doble riqueza a aquel que lo recibe dignamente: mitiga las tentaciones y suscita la devoción. Por esto es llamado “tierra que mana leche y miel” (Dt 31, 20), porque endulza las amarguras e incrementa la devoción.
¡Desgraciado aquel que se atreve a entrar a este banquete sin el vestido nupcial de la caridad, o de la penitencia!. “Aquel que lo recibe indignamente, recibe su propia condenación” (1Cor 11, 29). ¿Qué relación puede haber entre la luz y las tinieblas? ¿Entre el traidor judas y el Salvador? “La mano del traidor está junto a la mía sobre la mesa” (Lc 22, 21). Está escrito en el Éxodo: “Todo animal”, también el hombre que se hizo semejante al animal, si toca el monte”, o sea, el cuerpo de Cristo, “será apedreado”, o sea, será condenado (Ex 19, 12‑13).
7.‑ “Un banquete de vinos sin escorias”, o sea, refinados y libres de toda impureza. Lo dice también Moisés en su cántico: “Y bebían la purísima sangre de la uva” (Dt 32, 14). La uva es la humanidad de Cristo, que, exprimida en el lagar de la cruz, esparció por todas partes su sangre, que hoy dio a beber a los apóstoles: “Esta es mi sangre, que por ustedes y por la multitud será derramada para la remisión de los pecados”. ¡Era, pues, necesario que aquella sangre fuera como un vino refinado y purísimo, para ser derramada para la remisión de tantos pecados!
¡Oh caridad del Dilecto! ¡Oh amor del Esposo hacia su esposa, la iglesia! Aquella sangre que el día después sería derramada por ella por las manos de los infieles, El mismo se la ofreció hoy con sus manos santísimas. Y por eso ella exclama en el Cantar de los Cantares: “Mi amado es para mí un manojo de mirra, que descansa entre mis pechos. Mi amado es para mí como un racimo de uva en las viñas de Engadí” (1, 12‑13).
Entra la esposa, la iglesia, o también el alma, en lo espeso de los sufrimientos y de los suplicios de su Esposo, y recoge piadosamente, y une, y ata con los vínculos del amor ya los insultos, ya las bofetadas y los salivazos, ya los escarnios y los flagelos, acá y allá la cruz, los clavos y la lanza; y junta todo ello como en un manojo de mirra, de dolores y de amarguras; y lo coloca entre sus pechos, donde está el corazón, o sea, el amor. El Dilecto, que mañana será para su esposa un manojo de mirra, hoy es para ella un racimo de uva. “Mi cáliz embriagador”: he ahí el racimo de uva; “¡qué excelente es !”: he ahí la uva seleccionada y su purísima sangre (Salm 22, 5).
¿Y dónde se encuentra? ¿Y de dónde se saca? “En las viñas de Engadí”, que se interpreta “fuente del cabrito”, el cual hiede. Las viñas de Engadí simbolizan las heridas de nuestro Dilecto, en las que hay un manantial de aguas vivas que lavan toda suciedad y eliminan todo mal olor. En esta fuente el ladrón lavó sus crímenes, mientras imploraba: “Acuérdate de mí, cuando estés en tu reino” (Lc 23, 42). De esta fuente habla Zacarías: “En aquel día”, o sea, mañana, “habrá para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén una fuente que brota, para lavar al pecador y a la menstruada” (13, 1). He ahí: la fuente mana y se ofrece a todos, Vengan, pues, y saquen; y laven las manchas escondidas y las manifiestas, indicadas en el ciclo mensual.
8.‑ He aquí que ahora nuestro Dilecto, el racimo de uva, el manojo de mirra, después de haber celebrado aquel rico y refinado banquete y haber cantado el himno (en acción de gracias), sale con sus discípulos hacia el monte de los Olivos. Pasa toda esta noche sin dormir, preocupado por llevar a cabo la obra de nuestra salvación; se aleja de los apóstoles; comienza a estar triste hasta la muerte, dobla las rodillas delante del Padre, pide que, si fuere posible, pase de El aquella hora; pero somete su voluntad a la del Padre; y entrando en agonía, mana un sudor sanguíneo.
Después de todo esto, es traicionado por un discípulo con un beso, es maniatado y es llevado como un ladrón. Su rostro es cubierto y es escupido; su barba, arrancada; su cabeza es golpeada con la caña y es magullado por las cachetadas; es flagelado a la columna, coronado de espinas y condenado a muerte; sus espaldas cargan el madero de la cruz y se encamina hacia el Calvario, es despojado de sus vestiduras y crucificado desnudo entre los malhechores; es abrevado con hiel y vinagre y es insultado y blasfemado por los viandantes.
¿Y qué más todavía? ¡La vida muere por los muertos! ¡Oh ojos de nuestro Dilecto, cerrados en la muerte! ¡Oh rostro, que los ángeles desean contemplar, pálido y exangüe! ¡Oh labios, panal de miel que destila palabras de vida eterna, amoratados! ¡oh cabeza, que hace temblar a los ángeles y que cuelga reclinada! ¡Aquellas manos, a cuyo toque desaparecía la lepra, la vida volvía, la luz perdida era devuelta, ahuyentaba al demonio y multiplicaba los panes! ¡Aquellas mismas manos, repito, ¡ay de mí!, ahora son traspasadas por los clavos y bañadas en sangre!
Queridísimos hermanos, recojamos todas estas cosas y hagamos un manojo de mirra y coloquémoslo entre nuestros pechos, o sea, llevémoslo en nuestro corazón, sobre todo, en esta noche y mañana, para que al tercer día merezcamos resucitar con El.
Nos lo conceda aquel, que es el Dios bendito por los
siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
9.‑ “El Señor de los ejércitos”... Vamos a ver el significado anagógico (místico) de estas cinco cosas: el monte, el banquete, la gordura, la médula y la uva seleccionada.
El monte es aquella patria celestial, de la cual habla Isaías: “Ustedes elevarán un cántico como el de las celebraciones solemnes, y su corazón gozará de gran alegría como quien parte con la flauta, para venir al monte del Señor, al Fuerte de Israel” (30, 29).
Presta atención a estas tres cosas: el cántico, la alegría y la flauta. El cántico es una alabanza hecha con la voz; alabanza que, corno dice Casiodoro, será proclamada en la patria: “Te alabarán por los siglos de los siglo s” (Salm 83, 5). La alegría es el júbilo del corazón. La flauta simboliza la melodía concorde de la carne y del espíritu, que tendremos en grado perfecto en la resurrección final. Con ella subiremos exultando y cantando al monte de la patria celestial, al Fuerte, que es Jesucristo, quien de las manos del poderoso liberé a Israel, o sea, a sus fieles, para los cuales en este monte celestial preparó un banquete.
Y dice Lucas: “Yo les preparo un reino, como mi Padre me lo preparó a mí, para que coman y beban a mi mesa en el reino de los cielos” (22, 29‑30). La mesa, preparada para todos los santos para que gocen, es la gloria de la vida celestial, en la que habrá tres banquetes: de la gordura, de la médula y del vino purificado; y en ellos están indicados los tres gozos de los bienaventurados.
En el banquete gordo está indicado aquel gozo que fruirán por la visión de toda la Trinidad; en el banquete meduloso está indicado el gozo que tendrán por su propia felicidad y por el esplendor interior de su conciencia. Por estos dos gozos oraba David: “Mi alma será saciada de meollo y de grosura”, o sea, de aquel doble gozo; “entonces mi boca te alabará con labios de júbilo” (Salm 62,6).
En el vino, purificado de la escoria, está indicado el gozo de toda la iglesia triunfante, que entonces será de veras purificada, cuando “este cuerpo mortal se revista de la inmortalidad y este cuerpo corruptible se revista de la incorruptibilidad” (1Cor 15, 53).
Se digne concedernos ese gozo aquel que es el Dios bendito
por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ En aquel tiempo: “María Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé compraron especias aromáticas, para ir a embalsamar a Jesús...” (Mc 16, 1).
Dice el Eclesiástico: “El boticario hace sus pigmentos y prepara ungüentos saludables” (38, 7). Son llamados pigmentos ‑que podrían también llamarse piligmentos‑ porque son labrados en la pila (mortero) con la maza. Los pigmentos son aquellas especias, de las que el alma penitente dice en el mismo Eclesiástico: “Como mirra exquisita emané un aroma suave: como el estacte, el gálbano, el ónix y la gutapercha” (esencia gomosa) (24, 20‑21).
Estas esencias, como dice la Glosa, son pigmentos preciosos para los médicos, y simbolizan las diferentes virtudes que los verdaderos médicos, o sea, los médicos del espíritu, usan para curar a los hombres. En la mirra se indica la penitencia, que sólo es genuina si le mezclan estas cuatro esencias: el estacte, el gálbano, el ónix y la gutapercha.
El estacte es una esencia de perfume agradabilísimo, destilado de una planta que lo emana como un líquido mieloso. El gálbano es una resina que ahuyenta con su olor a las serpientes. El ónix, nombrado también en el Éxodo (30, 34), es una piedra preciosa, que deriva del griego onyx y se dice en latín úngula, uña, porque se asemeja a la uña del hombre. La gutapercha es una esencia que cura toda callosidad y mitiga las hinchazones.
En el estacte está simbolizada la compunción de las lágrimas que despiden perfume en presencia de Dios, y al alma penitente son más dulces que la miel y que un panal de miel. En el gálbano está indicada la confesión, que ahuyenta a las serpientes, o sea, a los demonios. En la gutapercha está señalada la humildad de la satisfacción, que cura la dureza de la mente y reprime la soberbia del cuerpo. Sin embargo, no es llamado bienaventurado el que comienza, sino el que persevera hasta el fin; y por eso a las tres esencias anteriores hay que añadir el ónix, la uña, que es la parte extrema del cuerpo y simboliza la perseverancia final. El boticario, o sea, el predicador, debe pisar estas especias en el mortero, o sea, en el corazón del pecador, debe obrar con la maza de la predicación y debe incorporar el bálsamo no mezclado con la divina misericordia, para que tengan un sabor más agradable para el paladar del alma penitente.
“Y prepara ungüentos saludables”. La unción (cualidad espiritual), que enseña al hombre todas las cosas que le son necesarias, se prepara con dos elementos: el vino y el aceite; el vino, que fluye de la verdadera vid, exprimida por el lagar de la cruz, y el aceite, con el cual fue ungida la Iglesia primitiva, el día de Pentecostés, o sea, la sangre de Cristo y la gracia del Espíritu Santo. Con estos dos elementos el boticario debe preparar los ungüentos para poder ungir, junto con las tres mujeres, los miembros de Cristo, que son los fieles de la iglesia. Se lee en el evangelio de hoy: “María Magdalena, y María de Santiago y Salomé compraron los aromas, para ungir el cuerpo de Cristo”.
2.‑ Observa que en este evangelio se destacan estos cuatro
momentos. Primero: la devoción de la santas mujeres y la compra de los aromas,
como se lee: “María Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron los aromas”.
Segundo: remoción de la piedra, como se lee: “Las mujeres se preguntaban una a
otra: “¿Quién nos correrá la piedra?”. Tercero: la visión de los ángeles:
“Entrando en el sepulcro”... Cuarto: la resurrección de Jesucristo: “El les
dijo: “¡No tengais miedo!”.
3.‑ “María Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron los aromas”. En estas tres mujeres están indicadas tres virtudes de nuestra alma, o sea, la humildad de la mente, el desprecio del mundo y el encanto de la paz,
En la Magdalena, de la aldea de Magdala, que se interpreta “torre”, está indicada la humildad de la mente; en María de Santiago, que se interpreta “suplantadora”, madre de Santiago el Menor, está indicado el desprecio del mundo; en Salomé, que quiere decir “pacífica”, madre de Santiago y de Juan el evangelista, está simbolizado el encanto de la paz.
Estas tres mujeres son llamadas con un solo nombre: María, que se interpreta “iluminación”, porque las tres virtudes iluminan la mente del hombre, en el cual residen. Vamos a decir algo de cada una de ellas.
María Magdalena es la humildad de la mente que, mientras se considera a sí misma una nada, tanto más se eleva como una torre. Por eso dice Santiago: “El hermano humilde gloríese en su exaltación” (1, 9), porque de donde viene la humildad, de ahí viene la exaltación. De esta torre se dice en el Génesis, que Jacob “plantó una tienda más allá de la torre de la grey” (35, 21). En la torre está indicada la humildad, en la grey la verdadera sencillez. Jacob, o sea, el justo, planta la tienda de su vida, en la cual milita ‑ya que “milicia es la vida del hombres sobre la tierra” (Job 7, 1)‑ más allá de la torre de la grey, porque persevera constante en la humildad, que es la madre de la pura sencillez. Y observa que dice “más allá de la torre” y no “en la torre”, porque el justo, mientras vive aquí abajo, se reputa más modestamente de lo que sea en la realidad.
De Magdalena dice Juan: “María estaba fuera llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó y miró dentro del sepulcro. Y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera y el otro a los pies del lugar, donde habían colocado el cuerpo de Jesús” (20, 11‑12). Presta atención a cada una de las palabras. El sepulcro, llamado en latín monumentum, monumento, porque amonesta la mente a acordarse del difunto, está a significar el pensamiento de nuestra muerte y el pensamiento de nuestra sepultura. Estos pensamientos nos exhortan a condolemos en nuestra mente y a persistir en las obras de penitencia.
“María estaba fuera del sepulcro”, porque el humilde piensa asiduamente en la muerte, para que, cuando llegue, lo encuentre velando. ¿Y qué actitudes tenía? Estaba fuera, llorando: fuera, no dentro. En las afueras no hay más que “llanto y recios lamentos”. Raquel ‑que se interpreta “oveja”, o sea, el alma simple del penitente “llora a sus hijos”, o sea, sus obras, que a causa del pecado están muertas, “y no quiere ser consolada, porque no existen más” (Gen 29, 25) esas obras, que eran tan vivas antes que fueran muertas. ¡Ay de mil ¡Qué fácil es el descenso, y qué difícil el ascenso! “¡Se destruye en breve, lo que costó tanto tiempo conquistar!” (Catón).
“Mientras lloraba, se inclinó y miró dentro del sepulcro”. He ahí la verdadera humildad del penitente. Presta atención a estos tres verbos: lloró, se inclinó y miró. Lloró: he ahí la contrición; se inclinó: he ahí la confesión; miró: he ahí la satisfacción, a la que se compromete con seriedad, cuando dirige la mirada hacia su sepulcro, o sea, piensa en su muerte.
“Y vio a dos ángeles”. Estos dos ángeles ‑ángel significa “mensajero” simbolizan en sentido moral nuestro miserable ingreso a la vida y nuestra amarga partida (de este mundo). Nosotros, que somos el cuerpo de Jesucristo, procuremos tener a estos dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies de nuestra vida, mientras reflexionamos sobre nuestra miserable entrada y nuestra partida. Con razón son llamados ángeles, porque nos anuncian la fragilidad de nuestro cuerpo y la vanidad de este mundo.
Estos son los dos ángeles, que, como se lee en el Génesis, “sacaron a Lot de Sodoma y le dijeron: “Salva tu vida; no mires detrás de ti ni te detengas en toda esta llanura. Sálvate en el monte, para no perecer con todos los otros” (19, 17). Cualquiera que medite sobre su entrada y sobre su partida de esta vida, en seguida saldría de Sodoma, o sea, del hedor del mundo y del pecado; y así salvaría su alma. No se volvería hacia atrás, o sea, hacia los pecados pasados, ni se detendría en algún lugar de los alrededores ‑se detiene en los alrededores el que, después de haber abandonado el pecado, no huye de las ocasiones ni de las fantasías de pecado‑, sino que se salvaría en el monte, o sea, en una vida perfecta. Con razón en la Magdalena se designa la humildad.
4.A la Magdalena se asocia felizmente María de Santiago, que se interpreta “suplantadora”. Ella simboliza el desprecio del mundo, por el que uno pisotea bajo sus pies, como barro, todas las cosas transitorias y echa fuera la levadura de su anterior conducta. Dice el Apóstol en la epístola de hoy: “Echen fuera la vieja levadura, para ser masa nueva, porque son ázimos (puros). Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1Cor 5, 7).
Fermento deriva de fervor, o hervor. Más allá de la primera hora, ya no puede ser frenado, porque crece y excede toda medida. En griego se dice zyma (del que viene ázimo, sin fermento, o sea, puro). “Sea expurgado el viejo fermento, para que se anuncie abiertamente la nueva resurrección” (Secuencia de Adán de San Víctor).
El fermento simboliza la codicia de los bienes terrenales y la concupiscencia de los deseos carnales que, cuando comienzan a hervir, exceden toda medida. En efecto, el avaro no se harta de plata ni el lujurioso se harta con los placeres de la carne.
Dice Isaías: “Los impíos, o sea, los avaros y los lujuriosos, son como un mar agitado que no puede aplacarse y cuyas olas traen a la superficie suciedad y barro. No hay paz para los impíos, dice el Señor” (57, 20‑21). Las olas del mar agitado y tempestuoso simbolizan los deseos del hombre perverso, que pisotean su alma y la reducen miserablemente a suciedad y barro, en los que los puercos, o sea, los demonios, de buenas ganas se revuelcan. ¡Echen fuera, pues, la vieja levadura!
Por eso el Señor manda: “Durante siete días no se halle nada fermentado en sus casas. Si alguien come algo fermentado, su alma perecerá de la tierra de Israel” (Ex 12, 19). Durante siete días, o sea, por todo el tiempo de nuestra vida, que evoluciona en el giro de siete días (o épocas), no se halle en sus casas, o sea, en sus corazones, nada fermentado, o sea, abrasado en la concupiscencia mundana y carnal. Diversamente, el alma del que habrá comido, perecerá de la tierra de Israel, o sea, de la vida eterna, en la cual contemplaremos a Dios cara a cara. ¡Echen fuera, pues, el viejo fermento, para ser masa nueva, ya que son ázimos, o sea, puros!
Se lee en el Éxodo: “El pueblo tomó la harina amasada, antes que fermentara, y, envuelta en sus mantos, la puso sobre sus hombros”. Y poco después: “Cocieron la harina amasada, traída de Egipto, y se prepararon panes ázimos, cocidos al rescoldo” (12, 34 y 39). En esta cita se distinguen tres instancias: la contrición, la confesión y la satisfacción. La harina, dicha así de farro (cebada), que es alimento de los enfermos, simboliza la penitencia, que es el alimento de los pecadores. Esa harina debemos amasarla con el agua de la contrición y envolverla en los mantos, o sea, en nuestras conciencias, con el vínculo de la confesión, y llevarla sobre nuestros hombros a través de las obras de la satisfacción. Para que esta harina no fermente, debemos cocerla con el fuego, o sea, con el amor del Espíritu Santo, y preparar unos panes cocidos al rescoldo, viático de nuestra condición mortal, panes ázimos de la sinceridad y de la verdad, viviendo en la sinceridad con respecto a nosotros y en la verdad con respecto a Dios y al prójimo.
5.‑ “Cristo, nuestra pascua, ya fue sacrificado por nosotros”. Según Agustín, “pascua no deriva de la pasión, sino del “pasaje”, porque en ese día “pasé” el exterminador por Egipto, o pasó el Señor para liberar a su pueblo”.
Con el mismo nombre de pascua indicaban al Cordero, que en este día pasaría” de este mundo al Padre. Y observa que son llamados “pascua” tanto el Cordero como la hora vespertina, en la cual el Cordero era sacrificado, en la décima cuarta luna del primer mes. Y son llamados también “días de los ázimos” los que iban de la décima quinta luna hasta la vigésima primera del mismo mes. Con todo, los evangelistas, indiferentemente, escriben “días de los ázimos” por “pascua” y “pascua” por “días de los ázimos”. Por ejemplo, Lucas: “Se acercaba el día de fiesta de los ázimos, que es llamado pascua” (22, 1),
“Cristo, nuestra pascua, fue sacrificado”. Comamos, pues, en esta solemnidad pascual a este Cordero “asado” por nosotros en la cruz e inmolado al Padre para la reconciliación del género humano; comámoslo con las hierbas agrestes, como fue ordenado a los hijos de Israel, o sea, con el dolor y contrición del corazón” (Glosa).
Dijo el Señor: “Lo comerán así: “Ciñan sus riñones, calzarán las sandalias a los pies, tendrán en sus manos el bordón y comerán apresuradamente, porque es la pascua, o sea, el pasaje del Señor” (Ex 12, 11).
Presta atención a estas tres palabras: los riñones, las sandalias y los bordones. Los riñones (en latín, renes) se llaman así, porque de ellos nacen tres arroyuelos (en latín, rivi) de líquido repugnante. En efecto, las venas y las vísceras secretan un líquido tenue en los riñones, que, liberado de los riñones, baja excitando los sentidos, “La secreción de los riñones es caliente, y los riñones están rodeados de mucha gordura” (Aristóteles). Con razón decía el Señor: “Ciñan sus riñones”, o sea, repriman con la mortificación de la carne el ardor de la lujuria.
Las sandalias simbolizan los ejemplos de los santos. Con ellos debemos proteger nuestros pies, o sea, los afectos de la mente, para que con toda seguridad podamos caminar sobre las serpientes, o sea, las sugestiones del diablo, y sobre los escorpiones, o sea, sobre las falsas promesas del mundo.
Los bordones en las manos simbolizan las palabras de la predicación, traducidas en vivencias.
Entonces, el que quiere recibir dignamente el cuerpo de Cristo, ciña los riñones con el cinturón de la castidad, proteja los afectos de la mente con los ejemplos de los santos y traduzca las palabras en obras; y así con los auténticos israelitas celebrará la verdadera pascua, para pasar de este mundo al Padre.
De este pasaje dijo un filósofo: “El mundo es como un puente: pasa por él sin detenerte”. Y otro: “Este mundo es un puente poco seguro: su entrada es el vientre de la madre, su salida es la muerte”. Es, pues, óptima cosa edificar la torre de la humildad con María Magdalena, y “suplantar”, o sea, atravesar el mundo, junto con María, madre de Santiago.
6.‑ A las dos Marías se añade la tercera, o sea, Salomé, que es “la abundancia de la paz”. Dice el Eclesiástico: “Mi espíritu se complace en tres cosas, gratas a Dios y a los hombres: la concordia entre los hermanos, la amistad entre vecinos y la armonía gozosa entre el marido y la mujer” (25, 1‑2). De esta triple paz nacen el gozo de Dios y de sus ángeles y la felicidad para los hombres. Concluye el Profeta: “¡He aquí: qué bueno y suave es que los hermanos vivan en unión!” (Salm 132, 1).
“María Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron aromas, para ir a ungir el cuerpo de Jesús”. Escribe Lucas: “Las mujeres, que con El habían venido desde Galilea, observaron el sepulcro y cómo había sido colocado el cuerpo de El. Volvieron atrás y prepararon los aromas y los ungüentos; y, como era sábado, observaron el reposo, como estaba prescrito” (23, 55‑56).
La Glosa comenta así a Mateo (28, 1): “Estaba prescrito que el silencio del sábado fuera observado de una víspera a la otra. Por eso, las piadosas mujeres, después de la sepultura de Jesús, mientras todavía estaba permitido el trabajo ‑o sea, el día de la parasceve (Viernes Santo) hasta el ocaso del sol‑, se ocuparon en la preparación de los ungüentos. Pero, por el poco tiempo a disposición, no pudieron completar los preparativos; por eso, en seguida, pasado el sábado, o sea, al ocaso del sol, se apresuraron a comprar los aromas, para estar listas, la mañana siguiente, a ir a embalsamar el cuerpo de Jesús”. Estas piadosas mujeres se apresuraron y se fatigaron en la preparación de los ungüentos, «como se fatigan las abejas en la elaboración de la cera y de la miel.
Dice la Historia Natural que las actividades de las abejas son bien diferentes entre ellas. Algunas producen la cera y otras la miel; algunas llevan el agua; otras amontonan la miel y la prensan; algunas salen al trabajo al comienzo del día y otras descansan hasta ser despertadas por una compañera. Después, todas juntas salen afuera a trabajar (Aristóteles). En la abeja que despierta a las otras, yo veo a la bienaventurada Magdalena, la cual, como mucho amaba, tal vez estimulaba a las otras a preparar los ungüentos.
En cambio, la bienaventurada Virgen María, después de la sepultura de su Hijo Jesús, jamás se alejó, según la opinión de algunos, sino que siempre permaneció allí velando en lágrimas, hasta que mereció ser la primera en verlo resucitar. Por esto los rieles festejan en su honor el sábado.
7.‑ Las almas rieles, iluminadas por semejante esplendor de humildad, pobreza y paz, compren, con el dinero de la buena voluntad, marcado con la imagen del emperador, aquellos aromas, de los que habla el Señor a Moisés: “Procúrate aromas: mirra seleccionada y virgen, cinamomo, canela, casia y aceite de olivo; y con ellos elaborarás el óleo para la sagrada unción, preparado con el arte del perfumador; y con él ungirás la tienda del testimonio, el arca de la alianza, la mesa con todos sus utensilios, el candelabro con sus aparejos, el altar de los inciensos y el altar del holocausto” (Ex 30, 23‑28).
En la mirra seleccionada y virgen está indicada la devoción de la mente, que, más que cualquier otra cosa, debemos elegir. En el cinamomo, que es de un color ceniza, está indicado el pensamiento de la muerte; en la canela olorosa, la melodía de la confesión. En la casia, que vive en lugares húmedos y crece muy alta, está indicada la fe, que se nutre del agua del bautismo y se eleva en alto por la caridad. En el aceite de olivo está indicada la misericordia del corazón. Con estos cinco elementos debemos elaborar el ungüento sagrado que nos santifica, confeccionado con el arte del perfumador, o sea, del Espíritu Santo.
Con este ungüento deben ser ungidas estas cinco cosas: la tienda del testimonio, o sea, los pobres de Jesucristo, signados con el carácter de su pobreza, que, mientras están en este mundo, están como en el destierro, lejos del Señor; el arca de la alianza, o sea, los que en un carro nuevo, o sea, con el corazón y cuerpo renovados por la penitencia, llevan el arca de la obediencia; la mesa con sus vasos, o sea, los que ofrecen a todos los doce panes, o sea, la doctrina de los doce apóstoles, con un puñado de incienso, que es la humildad y la devoción de la mente, y con patena de oro, o sea, la luz de la caridad fraterna; el candelabro y sus utensilios, o sea, todos los prelados de la santa iglesia, que no esconden el candelabro de su dignidad bajo el almud, o sea, bajo la ganancia temporal, sino que lo colocan en el monte de una vida de gran perfección, para que ilumine y muestre el camino a todos los que están en la casa, o sea, en la iglesia; y todo esto vale no sólo para el candelabro, sino también para todos sus utensilios, o sea, para todos los demás que tienen una dignidad menor; y finalmente los dos altares del holocausto y del incienso. En el altar del holocausto están indicados los de vida activa, que se consagran totalmente a las necesidades del prójimo; y en el altar del incienso están indicados los contemplativos, que experimentan la suavidad de las dulzuras celestiales.
Pues bien, con ese ungüento, confeccionado por obra del Espíritu Santo, deben ser ungidos todos los que hemos nombrado, que son los miembros de Jesucristo, crucificados en la cruz de la penitencia, muertos al mundo y alejados de la agitación de los hombres, porque encerrados en el sepulcro de las cosas celestiales.
8.‑ “María Magdalena, y María de Santiago y Salomé compraron aromas, para ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. Y muy de madrugada, el primer día después del sábado, fueron al sepulcro, apenas salido el sol” (Mc 16, 1‑2).
Mateo escribe: “La tarde del sábado, después que inició el primer día después del sábado, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro” (28, 1). Y Lucas: “El primer día después del sábado, muy de madrugada, fueron al sepulcro, llevando los aromas que habían preparado” (24, 1). Y Juan: “El primer día después del sábado, María Magdalena se dirigió al sepulcro muy de mañana, cuando todavía era oscuro” (20, 1).
Marcos dice: “Muy de madrugada” y en esto no se aparta ni de Lucas ni de Juan. En cambio, Mateo, al hablar de la primera parte de la noche, o sea, de la tarde, quiere indicar la noche, a cuyo fin (o sea, de mañana) se encaminaron al sepulcro. Por esto debes entender as!: a la tarde, o sea, en la noche que sigue al sábado, , que amanece, o sea, termina con la luz, porque el crepúsculo no es la primera parte de la noche, sino la última parte. Entonces, la tarde del sábado, o sea, al comienzo de la noche del sábado, ciertamente comenzaron a ponerse en movimiento y a comprar los aromas, pero llegaron (al sepulcro) a los primeros albores del día. Lo que Mateo, por amor a la brevedad, dice de manera poco clara, los otros lo dicen explícitamente.
Y he aquí el sentido moral. “muy de madrugada, el primer día después del sábado”. De madrugada, o sea, en los comienzos de la gracia, sin la cual en el alma reina la muerte. Dice el Profeta: “De mañana estaré delante de ti” (Salm 5, 4), “recto y erecto, como me hiciste recto y erecto” (Agustín). El primer día después del sábado, las piadosas mujeres llegan al sepulcro. se dice claramente que llegan al sepulcro el primer día después del sábado, porque si el alma no desiste de la preocupación por las cosas temporales, no puede acercarse a Dios.
Dice el Señor por boca de Jeremías: “Cuiden sus vidas: no
lleven cargas el día sábado, ni las introduzcan por las puertas de Jerusalén”
(17, 2 1). Sábado se interpreta reposo”. Jerusalén es el alma, y las puertas son
los cinco sentidos del cuerpo. Llevan cargas el día sábado y las introducen en
Jerusalén los que, complicados en los afanes de las cosas temporales, a través
de las puertas de los cinco sentidos, introducen en el alma las cargas de los
pecados, o sea, el bagaje de las preocupaciones de este mundo; y entonces no
preservan el alma del pecado. En cambio, las almas fieles, eliminado todo
zumbido de las moscas de Egipto, “el primer día después del sábado, se dirigen
al sepulcro”.
9.‑ “Las mujeres decían entre sí: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?”. Pero, al mirar, vieron removida la piedra que era muy grande” (Mc 16, 3‑4).
Sentido alegórico. La remoción de la piedra nos recuerda la revelación de los sagrados misterios de Cristo, que estaban tapados por el velo de la letra de la ley. La ley estaba escrita en la piedra y, removida su cobertura, se mostró la gloria de la resurrección, y comenzaron a ser proclamadas en todo el mundo la abolición de la muerte antigua y la vida sin fin, en la que nos era dado esperar (Glosa).
Sentido moral. Se remueve la piedra, cuando por medio de la gracia se quita todo el peso del pecado. Cuándo esto suceda y cómo deba comportarse el hombre para que esto suceda, nos lo dice el Génesis: “Era costumbre, que, cuando estaban reunidas todas las ovejas, entonces se removía la piedra de la boca del pozo” (29, 3). Si quieres que sea removida la piedra del pecado, que te impide levantarte, reúne alrededor de Cristo a las ovejas, o sea, los buenos pensamientos. Añade el Génesis: “He aquí que llegó Raquel con las ovejas de su padre, ya que ella pastoreaba el rebaño” (29, 9). Raquel, que se interpreta
oveja”, pastorea a las ovejas, porque el hombre sencillo alimenta buenos pensamientos.
Todavía, en sentido moral. va al sepulcro el que se propone hacer penitencia en algún monasterio o en una orden religiosa. Pero, considerando la grandeza de la piedra, o sea, las dificultades de la vida religiosa, se pregunta:
¿Quién me removerá la piedra de la puerta del sepulcro?”. Grande es la piedra, difícil es el ingreso, y difíciles son las velas continuas, los frecuentes ayunos, la frugalidad de los alimentos, el sayal burdo, la severa disciplina, la pobreza voluntaria, la obediencia solícita; y ¿quién me removerá esta piedra de la puerta del sepulcro?
¡Oh mentes afeminadas! Acérquense y miren, no desconfíen y
verán que la piedra ya está removida. “Un ángel, dice Mateo, bajó del cielo,
removió la piedra y se sentó sobre ella” (28, 2). El ángel es la gracia del
Espíritu Santo, que quita la piedra de la puerta del sepulcro, sostiene nuestra
fragilidad, mitiga toda aspereza y endulza con el bálsamo de su amor toda
amargura. “El caballo, o sea, la buena voluntad, está preparado para la batalla;
pero es el Señor el que da la salvación” (Prov 21, 3 1). “Nada es difícil para
el que ama” (San Bernardo).
10.‑ “Las mujeres entraron en el sepulcro y vieron a un joven, sentado a la derecha, vestido de una estola cándida; y quedaron atónitas” (Mc 16, Salm).
Sentido moral. El sepulcro es la vida contemplativa, en la que el hombre, como en un sepulcro, muerto al mundo, se sepulta en el escondimiento. Dice Job: “Entrarás en el sepulcro en la abundancia, como a su tiempo se recoge el montón de trigo” (5, 26). El justo, venteadas las pajas de las cosas temporales, al salir del mundo, en la abundancia de la gracia divina, entra en el sepulcro de la vida contemplativa, en la cual se guarda como un montón de trigo, porque su alma se sacia con celestiales dulzuras en la contemplación.
El justo, al entrar en el sepulcro, ve a un joven sentado a la derecha, vestido de estola cándida. El “joven”, llamado así porque dispuesto a ayudar (en latín, iuvare), es el Hijo de Dios, que como joven nos ayuda y está siempre dispuesto a ayudarnos. Con razón se dice que estaba sentado a la derecha. Se dice “derecha”, como dando cosas hacia fuera (latín: dextera, dans extra). El nos ayudó de manera admirable, dándonos su divinidad y recibiendo nuestra humanidad, para que nosotros, que estábamos fuera, estuviésemos dentro. Para que nosotros entráramos, él salió y se cubrió de la estola cándida, o sea, de la carne humana, pero sin ninguna mancha.
Dice el bienaventurado Bernardo: “Después de todos los beneficios, quiso que su costado derecho fuera traspasado, para mostrarnos que sólo desde la derecha quiso prepararnos un lugar a la derecha”.
El justo, saliendo del mundo y entrando en el sepulcro, debe ver y debe contemplar a este joven, en el modo señalado por el bienaventurado Bernardo: “El hombre natural en sus comienzos, o sea, el joven aprendiz de Cristo, debe ser instruido sobre la manera de acercarse a Dios, para que Dios se acerque a él. Debe ser exhortado a dirigirse con la máxima pureza del corazón a aquel, al cual presenta el sacrificio de su oración. Cuanto más ve y comprende a aquel al que ofrece su oración, tanto más arderá en amor por El; y el mismo conocimiento llegará a ser amor. Cuanto más Dios esté presente en su corazón, tanto más comprenderá si lo que le ofrece, es de veras digno de Dios y si podrá sacar provecho”.
“Sin embargo, para aquel que ora o medita de esta manera, será mejor y más seguro proponerle la imagen de la humanidad del Señor, de su natividad, de su pasión y resurrección, para que el espíritu débil, que no sabe pensar sino en la materia y en las cosas materiales, tenga algo concreto a lo cual aficionarse y a lo cual adherir en sus piadosas intuiciones, según sus capacidades”.
“Lo que se lee en Job: “El hombre, si se detiene a considerar su naturaleza, no pecará” (5, 24), tiene especial referencia al Mediador Cristo; y significa: cuando el hombre le dirige a El la mirada de su inteligencia, considerando en Dios la naturaleza humana, jamás se alejará de la verdad; y mientras por medio de la fe no separa a Dios del hombre, aprenderá al fin a reconocer en el hombre a su Dios.
“En el ánimo de los pobres de espíritu y de los más
sencillos hijos de Dios, el sentimiento suele ser tanto más suave, cuanto más se
acerca a la naturaleza humana, En un segundo momento, al transformarse la fe en
afecto, acogiendo en el centro de su corazón, con el dulce abrazo del amor, a
Cristo Jesús, hombre perfecto por haber asumido la naturaleza humana, y
verdadero Dios quien asumió esa naturaleza humana, comienzan a conocerlo no
según la carne, aunque todavía no pueden pensarlo plenamente Dios como Dios; y,
bendiciéndolo en sus corazones, aman ofrecerle sus votos” y sus aromas, junto
con las santas mujeres, de las que se dice: “Al entrar en el sepulcro, vieron a
un joven sentado a la derecha”.
11.‑ “El joven les dijo: “¡No se asusten! Ustedes buscan a Jesús, el Nazareno, el crucificado. Ya resucitó: no está aquí. Miren el lugar donde lo pusieron. Ahora vayan y digan a sus discípulos y a Pedro, que El irá delante de ustedes a Galilea. Ahí lo verán, como se lo había dicho” (Mc 16, 6‑7).
“Desapareció la amarga raíz de la cruz, floreció la flor de la vida con sus frutos. El que yacía en la muerte, resucitó en la gloria. Resucitó de mañana, el que había sido sepultado por la tarde, para que se cumpliera la palabra del salmo: “Por la tarde durará el llanto, pero por la mañana brillará la alegría” (Salm 29, 6) (Glosa).
Jesús fue sepultado el sexto día, antes del sábado, que se llama parasceve, hacia el ocaso. La noche siguiente y el sábado con la noche siguiente quedó colocado en el sepulcro; el tercer día, la mañana del primer día después del sábado, resucitó. Entonces permaneció en el sepulcro un día y dos noches: así añadió la luz de su única muerte a las tinieblas de nuestra doble muerte. Éramos esclavos de la muerte del alma y del cuerpo. El sufrió por nosotros una única muerte, la de la carne; y así nos libró de nuestra doble muerte. Unió su única muerte a nuestra doble muerte; y así, muriendo, destruyó a las dos.
Se lee en el evangelio que el Señor, después de su resurrección, se apareció a sus discípulos diez veces, de las que las primeras cinco se realizaron el mismo día de la resurrección. La primera vez se apareció a María Magdalena; la segunda, a las mujeres que volvían del sepulcro; la tercera, a Pedro, según la afirmación de Lucas.‑ “El Señor resucitó y se apareció a Simón” (Lc 24, 34); la cuarta, a los dos discípulos que iban a Emaús; la quinta, a los diez apóstoles reunidos en el cenáculo, a puertas cerradas, en ausencia de Tomás. La sexta vez se apareció a los discípulos, ocho días después, con la presencia también de Tomás; la séptima vez, cuando se manifestó a los siete discípulos que estaban pescando; la octava, en el monte Tabor, donde el Señor había establecido que todos se juntaran; y así antes de su ascensión se apareció ocho veces. En el mismo día de la ascensión se apareció dos veces: una vez, mientras los once discípulos estaban comiendo en el cenáculo. Por eso dice Lucas: “Mientras comían les mandó que no se alejaran de Jerusalén”; y otra vez se mostró después de la comida.
Los once apóstoles y otros discípulos, la Virgen María con otras mujeres se dirigieron al monte de los olivos, donde se les apareció el Señor; y “mientras ellos estaban mirando, el Señor se elevó, y una nube lo escondió a sus ojos” (Hech 1, 9). Vamos a ver el significado moral de estas diez apariciones.
12.‑ 1. Se apareció a María Magdalena. Antes que a los demás, la gracia del Señor se aparece al alma penitente. Se dice en el Éxodo: “Apareció en el desierto el maná, una cosa menuda y como pisada en el mortero, semejante a la escarcha sobre la tierra” (16, 14). En la soledad, o sea, en el penitente, aparece el maná de la gracia divina, desmenuzada en la contrición, triturada en el mortero de la confesión, semejante a la escarcha en la satisfacción.
2. Se apareció a las mujeres que volvían del sepulcro. El Señor se aparece a los que regresan del sepulcro, o sea, salen de su miserable muerte espiritual, y consideran el deplorable ingreso de su nacimiento. Se lee en el Génesis: “El Señor se apareció a Abraham en el valle de Mambré, mientras estaba sentado a la puerta de su tienda, en el pleno calor del día” (18, 1).
Abraham es el justo; el valle, la doble humildad; Mambré se interpreta “esplendor”; la tienda es el cuerpo; la puerta, el ingreso y la partida de la vida; el calor del día, la compunción del alma. El Señor se aparece al justo, que se conserva en la doble humildad del corazón y del cuerpo; esa humildad lo lleva al esplendor de la gloria celestial. Ese justo que está sentado al ingreso de su tienda, medita sobre el nacimiento de su cuerpo y sobre la muerte; y debe considerar todo esto con fervorosa compunción.
3. Se apareció a Pedro. Escribe Jeremías: “El Señor se me apareció (y me dijo): “Yo te amé con un amor eterno; por esto te atraje a mí con misericordia; y de nuevo te edificaré” (31, 3‑4). Dice Pedro: “¡El Señor, resucitado de los muertos, se me apareció a mí, a mí penitente, a mi llorando amargas lágrimas!”. Y el Señor le responde: “Te amé con amor eterno”. Y después, “el Señor se volvió y miró a Pedro” (Lc 22, 61). El Señor lo miró, porque lo amaba: “y por eso, con el vínculo del amor, te atraje a mí con misericordia”. Dice Agustín: “No quiere ocasionar venganza a los pecadores aquel que anhela conceder el perdón a los que se arrepienten”. “Yo te edificaré de nuevo”, elevándote al culmen del apostolado. “Vayan y digan a sus discípulos y a Pedro”. Gregorio comenta: “Pedro es llamado por nombre, para que no desespere por la triple negación. Si el ángel no lo hubiese señalado por nombre, el que había Regado a renegar del Maestro, seguramente no se habría atrevido a juntarse con los discípulos”.
4. Se apareció a los dos discípulos camino de Emaús. Emaús se interpreta “deseo de consejo”, de ese consejo dado por el Señor: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres” (Mt 19, 21). Los dos discípulos representan los dos mandamientos de la caridad: amor a Dios y amor al prójimo. A aquel que tiene la caridad y desea ser pobre como Jesucristo, el Señor se le aparece. Se lee en el Génesis que “Isaac subió a Berseba, en la que se le apareció el Señor” (26, 23‑24). Berseba se interpreta “pozo que sacia” y simboliza la caridad y la humildad que sacian el alma. El que tiene estas dos virtudes, “jamás tendrá sed” (Jn 4, 13).
5. Se apareció a los diez discípulos, reunidos (en el cenáculo), a puertas cerradas. Cuando los discípulos, o sea, los sentimientos de la razón, se reúnen juntos y para una finalidad, y las puertas de los cinco sentidos se cierran a las vanidades, entonces por cierto se aparece a la mente la gracia del Espíritu Santo. Se lee en Lucas: “A Zacarías, entrado en el templo del Señor, se le apareció el ángel del Señor, erguido, a la derecha del altar del incienso” (1, 9‑11). Cuando Zacarías, que se interpreta “memoria del Señor” ‑o sea, el justo que puso al Señor en el tesoro de su memoria‑, entra en el templo del Señor, o sea, en su conciencia, en la que habita el Señor, entonces el ángel del Señor, o sea, la gracia del Espíritu Santo, se le aparece y lo ilumina, estando a la derecha del altar del incienso. Altar del incienso es la compunción de la mente, y la derecha es la recta intención. La gracia del Señor, pues, está a la derecha del altar del incienso, porque aprueba aquella compunción y alaba y agradece aquel incienso, que el justo emite con la recta intención de la mente.
6. Ocho días después de la resurrección, se apareció a los discípulos, cuando Tomás estaba con ellos, arrancando toda duda de su corazón. Cuando estemos en el “día octavo” de la resurrección final, el Señor eliminará de nosotros toda arruga de duda y toda mancha de mortalidad y de enfermedad. Dice Isaías: “La luz de la luna será como la luz del sol y la luz del sol será siete veces más grande, como la luz de siete días, en el día en que el Señor vendará la herida de su pueblo y curará su llaga” (30, 26).
Presta atención a estas dos palabras: herida y llaga: la herida para el alma, y la llaga para el cuerpo. En la herida está representado el pensamiento impuro del alma; y en la llaga, la muerte del cuerpo. En el día de la resurrección final, cuando el sol y la luna ‑como dice Isidoro en el Libro de las creaturas‑ recibirán la recompensa de su fatiga, porque el sol fulgurará y arderá inmóvil siete veces más que ahora, de tal modo que atormentará a los que están en el infierno; y la luna, detenida en el occidente, tendrá el esplendor, que tiene hoy el sol. Entonces de veras, muy de veras, el Señor curará la herida de nuestra alma, porque, como dice el Profeta, “ninguna bestia, o sea, ningún mal pensamiento, pasará por Jerusalén” (ls 35, 9). Más aún, como dice Juan en el Apocalipsis, “la ciudad”, o sea, nuestra alma, “será como oro purísimo seme ante a terso cristal” (21, 18). ¿Hay algo más brillante que el oro? ¿Hay algo más terso que el cristal? Y yo les pregunto: en la resurrección final, ¿habrá algo más brillante y luminoso que el alma del hombre glorificado? Entonces el Señor sanará la lividez de nuestra llaga, que nos afectó a causa de la desobediencia de nuestros primeros padres; y este cuerpo mortal será revestido de la inmortalidad y este cuerpo corruptible será revestido de incorruptibilidad.
En aquella resurrección general, el jardín del Señor, o sea, nuestro cuerpo glorificado, será regado por cuatro ríos: el Pisón, el Gihón, el Tigris y el Éufrates; o sea, nuestro cuerpo estará dotado de cuatro prerrogativas: la luminosidad, la sutileza, la agilidad y la inmortalidad. Pisón se interpreta “cambio de semblante; Gihón, “pecho”; Tigris, “flecha” y Éufrates, “fértil”.
En el Pisón está indicado el esplendor de la resurrección: de nuestra gran fealdad y oscuridad seremos transformados como en un sol. Dice Mateo: “Los justos resplandecerán como el sol” (13, 43). En Gihón está indicada la sutileza. Como el pecho del hombre no se despedaza, ni es herido, ni se abre, ni sufre algún percance, cuando salen del corazón los pensamientos (Mt 15, 1 g), as! nuestro cuerpo glorificado gozará de tanta sutileza, que ninguna cosa le será impenetrable; y, sin embargo, será inviolable, indivisible, compacto y sólido, como fue del cuerpo glorificado de Cristo, que, a puertas cerradas, entró (en el cenáculo), donde estaban los apóstoles. (Jn 20, 26).
En el Tigris está indicada la agilidad, que está bien simbolizada en la velocidad de la flecha. En el Éufrates está indicada la inmortalidad, en la que “nos embriagaremos con la abundancia de la casa de Dios” (Salm 35, 9). Plantados en ella, como el árbol de la vida en el medio del paraíso, daremos frutos de eterna saciedad y tanto nos hartaremos que jamás sentiremos hambre.
14. 7. Se apareció entonces a los siete discípulos que estaban pescando. La pesca es figura de la predicación; y a los que se dedican, ciertamente se les aparecerá el Señor. Se lee en el libro de los Números: “La gloria del Señor se apareció a Moisés y a Aarón; y el Señor habló a Moisés, diciendo: “Toma la vara y reúne al pueblo, tú y Aarón tu hermano; y hablen a la peña a la vista de ellos; y la peña manará agua. Y después de haber sacado el agua de la peña, beberán toda la multitud y su ganado” (Num 20, 6‑8).
En este pasaje Moisés es figura del predicador. Aarón se interpreta “monte fuerte”, en el que son indicadas dos cosas: la santidad de vida y la constancia de la fortaleza. Sin tal hermano, Moisés jamás debe proceder. El Señor le dice: “Toma la vara de la predicación, y reúne al pueblo, tú y Aarón tu hermano”, sin el cual jamás el pueblo sería reunido con provecho, porque “cuando se desprecia la conducta de un predicador, se desprecia también su predicación” (Gregorio). Y hablen a la peña, o sea, al corazón endurecido del pecador; y aquella peña manará aguas de compunción. Con razón se dijo: “Hablen” y no “Habla”, porque si el predicador sólo habla (con la boca), pero su vida es muda, jamás podrá hacer brotar el agua de la peña.
El Señor maldijo a la higuera, en la que no halló frutos, sino sólo hojas (Mt 2 1, 19) ‑de hojas se revistieron nuestros padres desterrados del paraíso terrenal (Gen 3, 7)‑. Hablen, pues, Moisés y Aarón, y brotará agua, y beberán la multitud del pueblo y todo el ganado; o sea, tanto los clérigos como los laicos, tanto los hombres espirituales como los carnales se saciarán con el agua de la compunción. Esta es aquella multitud, de la que habla Juan: “Echaron las redes, y ya no las podían sacar por la giran cantidad de peces” (21, 6).
15. 8. Se apareció a los once discípulos en el monte de la Galilea” (Mt 28, 16‑17). Galilea se interpreta “trasmigración”, y simboliza la penitencia, en la cual se realiza una trasmigración, cuando el hombre de la orilla del pecado mortal, por medio del puente de la confesión, pasa a la orilla de la satisfacción. En el monte, pues, de la Galilea, o sea, en la perfecta penitencia, se aparece el Señor a los once discípulos, o sea, a los penitentes, que con razón son once, porque “once fueron las cortinas de pelo de cabra, para cubrir el techo de la tienda” (Ex 26, 7). En las cortinas de lana de cabra se distinguen dos momentos: el rigor de la penitencia y el hedor del pecado, del que los penitentes confiesan haber sido esclavos. Con esas cortinas se cubre el techo de la tienda, o sea, de la iglesia militante. Esas cortinas defienden del ardor del sol, llevan la carga de la jornada y del calor (Mt 20, 12); protegen las otras cortinas tejidas de lino, de seda, de púrpura y de escarlata teñida dos veces. Estas cortinas simbolizan a los fieles de la Iglesia, adornados con el lino de la castidad, con la seda de la contemplación, con la púrpura de la pasión del Señor y con la escarlata dos veces teñida con el doble mandamiento de la caridad. Y en fin las once cortinas protegen a los fieles de la inundación de las lluvias, o sea, de la maldad de los herejes; del torbellino, o sea, de la sugestión del diablo; y de la suciedad del polvo, o sea, de la vanidad del mundo. He ahí, pues, como el Señor se apareció a los once discípulos.
Jacob habla así en el Génesis: “Dios omnipotente se me apareció en Luz, que es tierra de Canaán” (48, 3). Luz se interpreta “almendro”, y simboliza la penitencia, en la que, como en el almendro, se destacan tres cualidades: corteza amarga, cáscara sólida y pepita dulce. En la corteza amarga está indicada la amargura de la penitencia; en la cáscara sólida, la constancia de la perseverancia; y en la pepita dulce, la esperanza del perdón.
Se apareció el Señor en Luz, que se halla en tierra de Canaán, que se interpreta “cambio”. La verdadera penitencia consiste en que el hombre cambia de la izquierda a la derecha, y emigra con los once discípulos al monte de la Galilea, en el cual se aparece el Señor.
9. Se apareció a los once, mientras estaban sentados a la mesa, como relata Marcos (16, 14), el día mismo de su ascensión, cuando, mientras comía con ellos, como aclara Lucas, “les ordenó que no se movieran de Jerusalén” (Hech 1, 4). El Señor se aparece a los que, en el cenáculo de su mente, se liberan de las preocupaciones de este mundo, o sea, se tranquilizan; se alimentan del pan de las lágrimas en el recuerdo de sus pecados y en la degustación de la dulzura celestial.
Dice el Génesis: “El Señor se apareció a Isaac y le dijo: “No bajes a Egipto, sino descansa en la tierra que yo te indicaré y en la que estarás como peregrino; yo estaré contigo y te bendeciré” (26, 2‑3). Tres cosas el Señor manda al justo: que no baje a Egipto, o sea, hacia el afán de las cosas mundanas, donde se elaboran ladrillos con el barro de la lujuria, con el agua de la avaricia, con la paja de la soberbia; que descanse en la tierra de su conciencia; y que en todos los días de su vida, que son como un continuo combate, se considere como peregrino. Así el Señor estará con él y lo bendecirá con la bendición de su derecha.
16. 10. Y finalmente se les apareció de nuevo, como relata Lucas, cuando “los llevó fuera de la ciudad hacia Betania, o sea, al monte de los Olivos y, con las manos elevadas, los bendijo; y a la vista de ellos se elevó hacia el cielo y una nube lo sustrajo a sus miradas” (Lc 24, 50; Hech 1, g).
El Señor se aparece a los que están en el monte de los Olivos, o sea, de la misericordia. Se lee en el Éxodo: “El Señor se apareció a Moisés en una llama de fuego en medio de una zarza; y él vio que la zarza ardía, pero no se consumía” (3, 2). A Moisés, o sea, al hombre misericordioso, se le aparece el Señor en una llama de fuego, o sea, en la compasión de su mente por su pueblo. Pero, ¿de dónde brota aquella llama? De en medio de la zarza, o sea, del pobre, del desgraciado, del atribulado, del hambriento, del desnudo, del afligido. Y el justo, punzado por las espinas de aquella pobreza, arde de compasión, para luego socorrerlo misericordiosamente. Y así podrá constatar que la zarza, o sea, el pobre, arderá de mayor devoción y no se consumirá en su pobreza.
¡Ea, pues, hermanos queridísimos! Ustedes están aquí reunidos para celebrar la Pascua de la Resurrección; y por eso les suplico que, con el dinero de la buena voluntad, junto con las piadosas mujeres, compren los aromas de las virtudes. Con esos aromas ustedes pueden ungir los miembros de Cristo con la amabilidad de la palabra y el perfume del buen ejemplo. También les suplico que, pensando en su muerte, vengan y entren en el sepulcro de la contemplación celestial, en la que contemplarán al ángel del Eterno Consejo, el Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
En la resurrección final, cuando venga a juzgar al mundo a través del fuego, se les aparecerá en su gloria, no diría diez veces, sino para siempre. Eternamente y por los siglos de los siglos, ustedes lo contemplarán como es, con El gozarán y con El reinarán.
Se digne concedernos esta gracia aquel Jesús, que resucitó de los muertos. A El sean el honor y la gloria, el imperio y el poder, en el cielo y en la tierra, por los siglos eternos.
Y todo fiel, en este día de júbilo pascual, diga: “¡Amén!
¡Aleluya!”.
“Florecerá el almendro, la langosta engordará y la alcaparra perderá su eficacia” (Ecle 12, 5).
2.‑ Se lee en el libro de los Números: “La vara de Aarón germinó, floreció y, una vez desarrolladas las hojas, produjo almendras” (17, 8).
Aarón, sumo pontífice, es figura de Jesucristo, que “entró en el santuario no con sangre de chivos ni de becerros, sino por su propia sangre” (Hb 9,12). Este es el pontífice, que hizo de sí un puente, para que a través de El pasáramos de la orilla de la mortalidad a la orilla de la inmortalidad. Hoy su vara floreció.
La vara es su humanidad, de la que se dijo: “La vara de su
poder extenderá el Señor desde Sión” (Salm 109, 2). La humanidad de Cristo, por
medio de la cual la divinidad ejercía su potencia, tuvo origen de Sión, o sea,
del pueblo judío, porque “la salvación, o sea, el Salvador, viene de los judíos”
(Jn 4, 22). Esta vara, casi árida, yació tres días y tres noches en el sepulcro;
pero hoy floreció y produjo fruto, porque resucitó y nos aportó a nosotros el
fruto de la inmortalidad.
3.‑ “Florecerá el almendro”. Dice Gregorio que “el almendro es el primero entre todas las plantas en echar las flores”. Y dice el Apóstol que “Cristo es el primogénito de los que resucitan de los muertos” (Col 1, 18), porque resucitó primero.
Observa que la pena infligida al hombre era doble: la muerte del alma y la del cuerpo. “En cualquier día en que comas ‑dice el Señor‑, morirás de muerte” (Gen 2, 17), muerte del alma; y estarás sometido a la ley de la muerte. Otra versión dice con mayor precisión: “Serás mortal”. Vino nuestro Samaritano, Jesucristo, y en la doble herida derramó vino y aceite, porque por el derramamiento de su sangre destruyó la muerte de nuestra alma. Dice Oseas: “LOS liberaré de la mano de la muerte, los liberaré de la muerte. Oh muerte, ¡yo seré tu muerte! ¡Yo seré tu mordedura, oh infierno!” (13, 14). Del infierno tomó una parte y otra parte dejó, según la manera del que muerde; y con su resurrección abolió la ley de la muerte, porque dio la esperanza de la resurrección. “Y ya no habrá más muerte” (Ap 21, 4).
La resurrección de Cristo está indicada en el aceite, que flota sobre todos los líquidos. El gozo que experimentaron los apóstoles por la resurrección de Cristo, superó cualquier otro gozo que ellos tuvieron, cuando Jesús estaba todavía con ellos en su cuerpo mortal. igualmente, la resurrección de los cuerpos superará cualquier otro gozo “Los discípulos gozaron al ver al Señor” (Jn 20,20).
4.‑ “Y la langosta engordará”. En ella está indicada la primitiva Iglesia, que con la flor de la resurrección del Señor engordó, o sea, se acrecentó y se llenó de admirable gozo.
Escribe Lucas: “Como por el gran gozo todavía no creían y estaban pasmados, les preguntó: “¿llenen algo para comer?”. Y ellos le ofrecieron una porción de un pescado asado y un panal de miel” (24, 41‑42). El pescado asado es figura de nuestro mediador que sufrió la pasión, capturado con el lazo de la muerte en las aguas del género humano, asado en el tiempo de la pasión; y, además, es para nosotros un panal de miel a motivo de la resurrección, que hoy celebramos. El panal es miel con cera, o sea, la divinidad en la humanidad. Y en esta comida se indica que Cristo acoge en el eterno descanso, en su cuerpo, a los que, cuando sufren tribulaciones por Dios, no se alejan del amor de la dulzura eterna. Los que aquí son “asados” (por la tribulación), allí serán saciados con la perfecta dulzura.
Observa que “hoy” Cristo se apareció cinco veces: la primera, a María Magdalena; la segunda, a la misma con otras, mientras corría a dar el anuncio a los discípulos; la tercera, a Pedro; la cuarta, a Cleofás y a su compañero; y la quinta, a los discípulos, a puertas cerradas, después de la vuelta de los dos discípulos de Emaús. He ahí, pues, de qué manera con la flor del almendro engordó la langosta, o sea, de qué manera se alegró la iglesia primitiva por la resurrección de Cristo.
La langosta, cuando calienta el sol, da saltos y vuelos; así la iglesia primitiva, cuando en el día de Pentecostés fue abrasada por el ardor del Espíritu Santo, desplegó en todo el mundo los saltos y los vuelos de la predicación. “Por toda la tierra se difundió el sonido de su voz” (Salm 18, Salm). Así la Iglesia engordó, o sea, se acrecentó; en cambio, la alcaparra menguaba. La alcaparra es un arbusto, que se adhiere a la piedra, y simboliza a la sinagoga, a la que fue dada la ley escrita sobre la piedra, para mostrar su dureza, a la cual siempre permaneció apegada. “Este es un pueblo de dura cerviz” (Ex 34, g). Cuanto más la iglesia se acrecentaba, tanto más la sinagoga se disgregaba.
Concuerda con lo anterior el relato del segundo libro de los Reyes: “Hubo una larga guerra entre la casa de Saúl y la casa de David. La casa de David crecía y se hacía cada día más fuerte, mientras la casa de Saúl se debilitaba día tras día” (3, 1). La casa de David es la iglesia; la casa de Saúl, que se interpreta “el que abusa”, es la sinagoga, que, por abusar de los dones especiales de Dios, recibió el libelo del repudio y abandonó el tálamo del esposo legítimo. Entre la iglesia y la sinagoga se libró una larga lucha, como lo muestran los Hechos de los Apóstoles. La iglesia crecía, porque “cada día el Señor le agregaba a los que hablan de ser salvos” (2, 47). En cambio, la sinagoga día a día menguaba. Dice Oseas: “Llama su nombre: “No pueblo mío; porque ustedes no son mi pueblo ni yo seré su Dios”; y todavía: “Yo me olvidaré totalmente de ellos; en cambio, tendré misericordia de la casa de Judá”, o sea, de la Iglesia (1, 6 ).
¡A Jesucristo, honor y gloria por los siglos de los siglos!
¡Amén! ¡Así sea!.
5.‑ Ahora vamos a ver qué significan en sentido moral el almendro, la langosta y la alcaparra. En estas tres cosas se destacan tres virtudes: el reparto de la limosna, la consolación del pobre y la destrucción de la avaricia.
Reparto de la limosna: “Florecerá el almendro”, o sea, el limosnero. A él le dice Isaías: “A la mañana florecerá tu semilla” (17, 11). La semilla es la limosna, que de mañana, o sea, tempestivamente, debe florecer en la mano del cristiano, aún antes de las obras materiales, como el almendro florece antes que las otras plantas,
Observa que en la flor hay tres componentes: el color, el olor y la esperanza del fruto. Con el color se alegra la vista, con el olor se deleita el olfato y con el fruto se satisface el gusto. Así sucede con la limosna, en cuyo color, para decirlo de alguna manera, se satisface la vista del pobre, que dirige la mirada hacia aquel que ofrece. Pedro, junto con Juan, dijo al tullido: “¡Míranos! El los miró en la esperanza de que le dieran algo” (Hech 3, 4‑5).
Y aquí, no sin dolor, referimos lo que hacen los prelados de la Iglesia y los magnates de este mundo. Ellos hacen esperar largo tiempo a su puerta a los pobres de Cristo, que imploran y piden la limosna con voz lagrimosa, y finalmente, sólo después que ellos se hartaron y no pocas veces se embriagaron, ordenaron que se les dé algunas sobras de su mesa y los enjuagues de la cocina. No así obraba Job, almendro que florecía tempestivamente, que dice “jamás negué a los pobres lo que me pedían, ni hice languidecer los ojos de la viuda; ni comí un bocado a solas, sin que lo compartiera el huérfano. Desde mi niñez creció conmigo la conmiseración”. Esto lo decía hablando de la comida; ahora oye lo que dice de la ropa: “jamás desprecié al peregrino, porque no tenía vestido, ni al pobre, porque no tenía ropa. Me bendijeron sus costados y con la lana de mis ovejas se calentó” (31, 16‑20).
Asimismo, el perfume de la limosna edifica al prójimo, porque toma buen ejemplo y glorifica a Dios; y la persona que da la limosna se consuela en la esperanza de recibir frutos de vida eterna.
6.‑ Consolación del pobre: “Engordará la langosta”. Dice Nahúm: “En los días de frío, las langostas se refugian en las tapias” (3, 17). Así los pobres, en el rigor de la pobreza que los obliga, se abrigan literalmente junto a las tapias, pidiendo limosna a los viandantes, como leprosos, que los hombres rechazan. También se podría decir que en las cercas crecen ramas agudas y espinosas, que simbolizan las heridas, los dolores y las enfermedades de los pobres. ¡He ahí: cuántos sufrimientos! ¡Y por esto, qué necesaria es la consolación! La langosta engorda con las flores, el pobre se consuela con la limosna.
Sigue diciendo Job: “Venía sobre mí la bendición del que estaba por perecer; y yo llevé consuelo al corazón de la viuda” (29, 13). Y el Señor por boca de Isaías: “Este es mi reposo: hagan reposar al cansado; y éste es mi refrigerio. Pero no quisieron escucharme” (28, 12). Entonces también ellos, cuando griten: “¡Señor, Señor, ábrenos!”, no serán escuchados. Ahora el Señor, en la persona de sus pobres, está a la puerta y llama: se le abre, cuando el pobre es reanimado. La refección del pobre es el reposo del Señor: “Lo que ustedes hacen a uno de estos mis pequeños discípulos, me lo hacen a mí” (Mt 25, 40).
Y observa que dice: “La langosta engordará”. La gordura tiene algo en común con el aire y el fuego, y por esto flota sobre el agua, porque el aire, que hay en ella, la sostiene (Aristóteles). Asimismo, la consolación del pobre participa del aire de la devoción con respecto a sí mismo, que recibe, y del fuego de la caridad, con respecto a ti, que das. La devoción lo levanta, para que ore por ti. Se lee: “Deposita tu limosna en el seno del pobre, y ella orará por ti” (Ecli, 29, 15), para que tus pecados te sean perdonados, para que la gracia domine tu mente y para que te sea dada la vida eterna.
7.‑ La destrucción de la avaricia: “La alcaparra se disgregará”. La raíz de la alcaparra se adhiere a la piedra, en la cual está simbolizada la dureza del avaro, que no se conmueve por las miserias de los pobres. El avaro es como Nabal, del que en el primer libro de los Reyes se dice, que “era un hombre duro y de malas obras”. Los mensajeros de David le dijeron: “Hemos llegado a tu casa en un día afortunado. Lo que pueden hallar tus manos, dalo a tus siervos y a tu hijo David”. Pero él les respondió: “¿Quién es David y quién es el hijo de Isaí? En estos años aumentaron mucho los esclavos que escapan de sus amos. ¿Deberé, quizás, tomar mis panes y las carnes de mis ovejas, que maté para mis esquiladores, y dárselos a hombres que no sé de dónde vengan? “ (25, 3‑11).
Esta es también la respuesta del avaro a los pobres de Cristo, que le piden limosna. El no les da nada, y los insulta, y les hace pasar vergüenza. Por eso le va a suceder, según lo que sigue: “El corazón de Nabal sufrió un ataque, y se quedó como una piedra” (25, 37). Esto sucede al avaro, cuando pierde la gracia y no tiene entrañas de misericordia.
¡Dichoso, en cambio, aquel que arranca de si el corazón de piedra y toma un corazón de carne! (Ez 11, 19) ‑ Afectado por las miserias de los pobres, él sufre con ellos y desea que su compasión llegue a ser el alivio de ellos y el alivio de ellos señale la destrucción de su avaricia. Si alguno tuviere en su huerta una planta estéril, sin duda la erradicaría desde la raíz y en su lugar plantaría otra que diera fruto. ¡La avaricia es el árbol estéril “¿Para qué ocupa la tierra? ¡Córtala!” (Lc 13, 7), desarráigala, y en su lugar planta la limosna, que te dará frutos de vida eterna.
Nos la conceda aquel, que es el Dios bendito por los
siglos. ¡Amén! ¡As! sea!
8.‑ “El almendro florecerá”. Aquí están indicadas tres cosas: la honestidad de la conducta, la dulzura de la contemplación y la extinción de la libido.
La honestidad de la conducta, como se lee en Daniel: “Yo, Nabucodonosor, vivía tranquilo en mi casa y próspero en mi palacio” (4, 1). ¿Qué debemos entender por casa, si no la conciencia? ¿Y qué por palacio, si no la seguridad de la conciencia y la confianza que da esa seguridad? El palacio es una casa; sin embargo, no cualquier casa puede llamarse palacio. El palacio es una casa sólida, alta y regia. Si por casa debemos entender la “conciencia”, por palacio con razón debemos entender la seguridad de la conciencia.
Está, pues, sentado tranquilo en su casa aquel, a quien la conciencia nada remuerde. Una ecuánime reparación de los pecados pasados y una atenta vigilancia para evitar los males futuros dan tranquilidad a la conciencia. Descansa, pues, tranquilo en su casa aquel, a quien la conciencia no le reprocha ninguna culpa ni pasada ni presente. Permanecía tranquilo en su casa aquel, que decía con sinceridad: “Mi corazón nada me reprocha en toda mi vida” (Job 27, 6). Tranquilo puede estar en su casa aquel, que podía decir con sinceridad: “No soy consciente de culpa alguna” (1Cor 4, 4). Por cierto, en aquel tiempo vivía tranquilo en su casa y florecía en su palacio, cuando decía: “Esta es nuestra gloria: el testimonio de nuestra conciencia” (2Cor 1, 12).
Como en la flor hay esperanza del fruto, con razón en la flor está representada la esperanza segura de los bienes futuros. Como la flor es el comienzo de los frutos futuros, con razón se entiende en la flor nada menos que una renovación en el compromiso de progresar. Entonces en la flor está representada la segura esperanza de los bienes futuros, o un nuevo compromiso para ganar méritos. Por esto, prospera de veras en su palacio aquel que, en el testimonio de su buena conciencia, aguarda con certeza la corona de la gloria; y, mientras tanto, con el salto y el vuelo de la contemplación, saborea de antemano su dulzura.
9.‑ La dulzura de la contemplación: “Engordará la langosta”, que, cuando calienta el sol, suele dar saltos y volar en el aire, diría casi, con alguna pirueta de alegría. As!, sin duda, el alma santa, cuando se siente sacudida en sí misma por algún aplauso interno de su gozo, cuando se siente impulsada a superarse a si misma a través de la elevación de la mente, cuando se siente absorbida por las cosas celestiales y cuando se sumerge totalmente en las visiones angélicas, parece justamente que haya sobrepujado los límites de sus posibilidades naturales.
Por esto dice el Profeta: “Los montes saltaron como carneros, y las colinas como corderos de una grey” (Salm 113, 4). ¿ Quién no comprende que está por encima de la naturaleza o, más bien, contra la naturaleza, que los montes o las colinas, a semejanza de los carneros o corderos juguetones, den saltos hacia lo alto y que la tierra se separe de la tierra y se cierna en el vacío? ¿Pero, quizás, no se tiene suspendida tierra sobre tierra, cuando un hombre quiere ponerse por encima de otro hombre, mientras la voz del Señor lo amonesta: “Eres tierra y a la tierra regresarás?”. Cuando, pues, el alma se levanta con la elevación de la mente, entonces se sacia con la dulzura de la contemplación.
Se lee en el Cantar de los Cantares: “¿Quién es ésta que sube del desierto, rebosante de delicias, apoyada en su dilecto?” (8, Salm). Del desierto el alma sube a la contemplación, cuando abandona todas las cosas inferiores y, penetrando hasta el cielo, con la devoción se sumerge totalmente en las cosas divinas; y el alma llegará a rebosar de delicias, cuando se alegra de la plenitud del gozo espiritual y se enriquece con la abundancia de la interna dulzura, que el cielo le da y le infunde copiosamente.
El alma se apoya en su Dilecto cuando nada presume de sus fuerzas y nada atribuye a sus méritos, sino que todo lo atribuye a la gracia de su Dilecto: “El nos hizo y no nosotros a nosotros mismos” (Salm 99, 3). E Isaías: “Todas nuestras obras las obró en nosotros” (26, 12).
Acerca de la utilidad de este engorde de la langosta, lo dice lo que sigue.
10.‑ Extinción de la libido: “La alcaparra perderá su eficacia”. La alcaparra es eficaz para los riñones; y como en la zona de los riñones tiene su sede la libido, en la alcaparra está indicada la libido, que será eliminada, cuando el alma rebose de las susodichas dulzuras. Dice Daniel: “Quedé yo solo, contemplando aquella gran visión; y me quedé sin fuerzas; y se me desfiguró la cara; y me desmayé; y todas mis fuerzas se desvanecieron” (10, 8). Y Job: “Mi alma escogió el lazo (para ahorcarse), y mis huesos la muerte. Ya no tengo esperanza y no quiero vivir más” (7, 15‑16).
He aquí cómo la alcaparra se disgrega. Daniel, “el hombre de los deseos”, es figura del contemplativo, que llega a estar solo, cuando estima en menos todas las cosas externas y con la atadura del amor se liga a la dulzura de la contemplación. Entonces, con la mente iluminada, contempla la gran visión, que todavía no puede comprender, ya que, aquí abajo, “es percibida a través de un espejo, como en enigma, y no aún cara a cara” (1Cor 13, 12).
Cuando el alma es iluminada y elevada de esta manera, se
desvanece la fuerza del cuerpo, el rostro se torna pálido, la carne sufre un
desmayo, y ya no tiene estima de los deleites del cuerpo y de las cosas de este
tiempo. Ya no quiere vivir en ellos, como hacía antes, porque “ya no es él que
vive, sino que vive en él la vida de Cristo” (Gal 2, 20), que es el Dios bendito
por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
11.‑ “Florecerá el almendro, engordará la langosta y la alcaparra se disgregará”. En estas tres comparaciones están místicamente indicadas la resurrección del cuerpo, la glorificación del alma y la destrucción de la muerte. Vamos a brindar una breve explicación sobre cada una.
La resurrección del cuerpo: “Florecerá el almendro”. Algo semejante hallamos en Job: “En el árbol hay esperanza; si es cortado, aún retoñará y sus ramas echarán brotes. Si su raíz envejece bajo tierra y su tronco muere en el polvo, al olor del agua reverdecerá, y hará una copa como cuando se lo plantó la primera vez” (14, 7‑9).
El cuerpo humano es como un árbol. Aunque sea cortado por el hacha de la muerte y envejezca y se pudra en la tierra y se reduzca a polvo, con todo, el hombre debe tener esperanza de que florecerá, o sea, resucitará, y que sus miembros echarán brotes, y que al olor del agua, o sea, por la bondad de la divina sabiduría, germinará de nuevo, recuperará. su esplendor y desplegará su copa con respecto a la inmortalidad, casi como cuando fue plantado la primera vez en el paraíso terrenal (Glosa). En efecto, la primera condición del hombre en el paraíso terrenal fue la posibilidad de no morir; pero a causa del pecado le sobrevino la pena de no poder dejar de morir. Ahora, en la felicidad eterna, le queda el tercer modo de ser: no poder jamás morir. El almendro, pues, florecerá. Dice el Salmo: “Refloreció mi carne, y con todas mis fuerzas cantaré sus alabanzas” (27, 7).
Recuerda que la carne del hombre floreció en el paraíso antes del pecado, desfloreció después del pecado, refloreció en la resurrección de Cristo y “superflorecerá”, o sea, florecerá perfectamente en la resurrección final.
12.‑ Entonces “engordará la langosta”, o sea, el alma será glorificada.
“Me saciaré, cuando aparezca tu gloria” (Salm 16, 1 Salm). Y todavía: “Los alimentó con flor de trigo y los sació con miel de roca” (Salm 80, 17).
El trigo y la roca son figuras de Cristo, Dios y Hombre. En la miseria de la peregrinación terrenal, Él es para nosotros trigo, porque nos alimenta; y es roca, porque acoge a los que se refugian en Él y los defiende. “La roca es un refugio para los erizos” (Salm 103, 18), o sea, para los pecadores convertidos. Y en la gloria de la patria será para nosotros flor de trigo y miel de roca, porque con el esplendor de su humanidad nos alimentará y con la dulzura de su divinidad nos saciará.
Por esto dice Isaías: “Ustedes contemplarán, y se alegrará su corazón”: he ahí la gordura de la langosta; y “sus huesos germinarán como hierba lozana” (66, 14): he ahí la flor del almendro. Contemplarán el esplendor de la humanidad y gozará su corazón en la dulzura de la divinidad.
13.‑ “Entonces la alcaparra perderá su eficacia”. Escribe el Apóstol: “Cuando este cuerpo corruptible se vista de la incorruptibilidad y este cuerpo mortal de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita en Isaías (25, 8): “La muerte fue tragada por la victoria”. Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos dio la victoria por medio del Señor nuestro Jesucristo!” (1Cor 15, 53~57).
El es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
Temas del sermón
1.‑ En aquel tiempo: “La tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado, estando las puertas cerradas del lugar, donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 19).
En los Hechos de los Apóstoles dice Pedro: “Estaba yo en la ciudad de jope y vi en éxtasis una visión: una especie de envoltorio, semejante a un gran lienzo, descendía como bajado del cielo por las cuatro puntas, y llegó hasta mí. Mirando en su interior, lo examiné atentamente, y vi en él cuadrúpedos terrestres, y fieras, y reptiles, y aves del cielo. Oí también una voz que me ordenaba: “¡Levántate, Pedro, mata y come!” (Hech 11, 5‑7). Pedro es figura del predicador, que debe detenerse en oración en la ciudad de Jope, que se interpreta “belleza”, o sea, en la unidad de la iglesia, en la cual brilla la belleza de las virtudes y fuera de la cual sólo se halla la lepra de la infidelidad. La primera cosa que debe hacer el predicador, es entregarse a la oración. A la oración sigue el éxtasis, o sea, la elevación de la mente por encima de las cosas terrenas; y en el éxtasis ve una especie de envoltorio, como un gran lienzo...
En el envoltorio, o sea, en el gran lienzo, se indica la gracia de la predicación, que con razón se llama vaso, porque con el vino de la compunción embriaga las mentes de los fieles. Y había un gran lienzo de lino, porque limpia los sudores de las fatigas y da fuerzas para resistir los ataques de las pasiones. Las “cuatro puntas” son las enseñanzas de los cuatro evangelistas; y el lienzo descendía bajado del cielo, porque “todo buen regalo y todo don perfecto vienen de lo alto” (Sant 1, 17).
“Y vino hasta mí”. En esto se destaca de manera peculiar el privilegio del predicador, al cual, propiamente del cielo, es confiada la tarea de la predicación. “En ese envoltorio había “cuadrúpedos terrestres”, o sea, los golosos y los lujuriosos; y “las bestias”, nombre que suena como vastiae (devastadoras), o sea, los traidores y los homicidas; y “los reptiles”, o sea, los avaros y los usureros; y “las aves del cielo”, o sea, los soberbios y todos los que se elevan con las plumas de la vanagloria. Este envoltorio es como “la red echada al mar, que captura todo género de peces” (Mt 13, 47). Y al predicador se le dice: “Levántate, mata y come”.
“Levántate”, para evangelizar; “mata” el mundo; mortifica e inmola, para ofrecer sacrificios a Dios; y así, despojado de la vetustez, llegues a la novedad; “y come”, o sea, acoge en la unidad y en la comunidad del cuerpo de la iglesia. De esa unidad y de esa comunidad se habla en el evangelio de hoy: “La tarde de aquel día, el primero después del sábado.... los discípulos estaban reunidos”.
2.‑ En este evangelio se destacan cinco momentos. El primero es la reunión de los discípulos, como se anuncia de antemano: “La tarde de aquel día”; el segundo: el triple saludo de paz, cuando añade: “Vino Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡Paz a ustedes!”; el tercero: la potestad concedida a los apóstoles de atar y desatar: “Y, al decir esto, sopló sobre ellos...”; el cuarto: la incredulidad de Tomás: “Tomás, uno de los doce, no estaba con ellos”; el quinto: la profesión de fe de Tomás y la confirmación de nuestra fe: “ocho días después”.
Observa también que en este domingo se lee la epístola del
bienaventurado Juan: “Todo lo que nació de Dios, vence al mundo” (1Jn 5, 4); y
en la noche, según la costumbre de la iglesia romana, se leen los Hechos de los
Apóstoles. Queremos examinar brevemente esos cinco relatos y cotejarlos con las
cinco partes del evangelio, referidas El primer episodio es la reunión de los
apóstoles en Jerusalén: “Entonces del monte de los Olivos regresaron a
Jerusalén”. El segundo es: “En aquellos días se levantó Pedro en medio de los
hermanos”. El tercero: la curación del tullido desde el seno de su madre, al
cual Pedro dijo: “No poseo ni oro ni plata”. El cuarto: la conversión de Saulo;
y el quinto: el eunuco y el centurión Cornelio.
.3.‑ “La tarde de aquel día”. En esta primera parte se destacan cinco elementos: la tarde, aquel día, el primero después del sábado, puertas cerradas, la reunión de los discípulos por miedo de los judíos.
El día, del sánscrito dian, o sea, luminosidad, señala la gloria de la vanidad mundana, que el Señor rechazó: “Yo no recibo gloria de parte de los hombres” (Jn 5, 41); y Jeremías: “No ambicioné, ni deseé el día de los hombres: tú lo sabes” (17, 16); y en Lucas: “Y ahora, en este tu día” y no mío, “si tú conocieras lo que te conviene para la paz” y no a mí (19, 42); y en los Hechos de los Apóstoles: “El día siguiente, Agripa y Berenice llegaron con gran pompa” (25, 23) (en latín, ambitione), o sea, rodeados de un gran gentío. La Glosa pondera que en griego, en lugar de ambitione, se usa el término phantasia.
Agripa se interpreta “acopio urgente” y Berenice, “hija excitada por la elegancia”. Agripa simboliza a los ricos de este mundo, que se apresuran a acumular riquezas con la usura y con falsos juramentos; pero dice Job: “Las riquezas que devoró, las vomitará; y Dios se las arrancará de las entrañas” (20, 15). Berenice simboliza la lujuria de la carne, hija del diablo, que se excita con la elegancia exterior y hace que otras se exciten. Agripa, pues, y Berenice, o sea, los ricos y los lujuriosos, en el día de la suntuosidad mundana, proceden con mucha ambición, que es una fantasía frustrante, porque aparenta ser algo, cuando en realidad nada es; y cuando se cree tener algo, todo se evapora.
“La tarde de aquel día”. La tarde de este día es la penitencia, en la cual el sol del esplendor mundano se convierte en tinieblas y la luna de la concupiscencia carnal se transmuta en sangre. En los Hechos de los Apóstoles Pedro, usando las palabras del Señor, reportadas por Joel, dice: “Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de humo. El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre” (2, 19‑20).
En sentido alegórico. El Señor hizo prodigios en el cielo y en la tierra, cuando descendió a la tierra mediante la sangre de la cruz; y en el fuego, cuando envió al Espíritu Santo a los apóstoles; y así subió en alto el humo de la compunción. Se lee en los Hechos: “Se sintieron con el corazón traspasado, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué haremos, hermanos?”. Y Pedro les dijo: “Arrepiéntanse; y cada uno de ustedes se bautice en el nombre de Jesucristo” (Hech 2, 37‑38).
En sentido moral. En la sangre está indicada la maceración de la carne; en el fuego, el ardor de la caridad; y en el vapor del humo, la compunción del corazón, Estos prodigios hace el Señor en el cielo, o sea, en el justo, y en la tierra, o sea, en el pecador.
4.‑ Con estas tres cosas concuerda la epístola de hoy: “Tres son los que dan testimonio en el cielo: el espíritu, el agua y la sangre” (1Jn 5, 8).
En sentido alegórico. El Espíritu es el alma humana, que Jesucristo exhaló en la pasión; el agua y la sangre brotaron de su costado, que no podía suceder, si El no hubiese tenido la verdadera naturaleza de la carne (humana).
En sentido moral. El espíritu es la caridad; el agua, la compunción; y la sangre, la maceración de la carne. Con estas tres cosas concuerdan también las palabras del Éxodo: “Todo el monte Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego; y de él subía el humo como el humo de un horno; y todo el monte se estremecía con gran violencia, Y el sonido de la trompeta iba aumentando en extremo y se hacía más penetrante” (19, 18‑19).
El monte Sinaí es figura de la mente del penitente, en la que, cuando el Señor desciende en el fuego de la caridad ‑del que El mismo dijo: “Yo vine a traer fuego a la tierra” (Lc 12, 49)‑, todo el monte humea, y de él sube el humo de la compunción como de un horno, o sea, del ardor de la mente. Y así todo el monte se estremecía con violencia por la maceración de la carne, o causaba espanto a los espíritus inmundos.
Dice Job: “Nadie le dirigía palabra, y todos veían que su sufrimiento era terrible” (2, 13).
‑Y el sonido de la trompeta”, o sea, de la confesión, “poco a poco se hacía más fuerte y más penetrante”, porque el penitente, cuando se confiesa, debe comenzar por los pensamientos ilícitos, luego pasar a las palabras y después a las obras malas.
“El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre”. El sol se convierte en tinieblas, cuando el lujo mundano es oscurecido por el saco de la penitencia; y la luna se cambiará en sangre, cuando la concupiscencia de la carne es reprimida con la maceración, las vigilias y la abstinencia. Con razón está dicho: “La tarde de aquel día, el primero después del sábado”. Y el Señor dice en el Éxodo: “Acuérdate de santificar el sábado” (20, Salm). Santifica el día sábado aquel que permanece en el reposo del espíritu y se abstiene de las obras prohibidas.
5.‑ “Y las puertas estaban cerradas”. Las puertas son los cinco sentidos del cuerpo, que debemos cerrar con las cerraduras del amor y del temor de Dios, para que no nos suceda lo que preanunciaba Pablo en los Hechos de los Apóstoles: “Sé que después de mi partida entrarán en medio de ustedes lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño” (20, 29). Pablo se interpreta “humilde”. Cuando la humildad desaparece del corazón, los lobos rapaces, o sea, los deseos carnales, entran por las puertas de los cinco sentidos y devoran la grey de los buenos pensamientos.
“Donde estaban reunidos los discípulos por miedo de los judíos”. Los discípulos son los juicios de la razón, que deben reunirse juntos por miedo de los judíos, o sea, de los demonios, para que no les perjudiquen. Se lee en el Cantar de los Cantares: “Eres hermosa y de lindo semblante, oh hija de Jerusalén, terrible como un ejército en orden de batalla” (6, 4). El alma es la hija de la Jerusalén celestial, bella por la fe y graciosa por la caridad. Ella también será terrible a los espíritus malvados, si dispone los juicios de la razón y los pensamientos de la mente, como un ejército de soldados para pelear contra los enemigos.
Sobre esa reunión de los discípulos concuerdan los Hechos de los Apóstoles: “Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte de los olivos, que dista de Jerusalén como una caminata del sábado. Y, entrados, subieron al cenáculo donde moraban Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelote y judas de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración con las mujeres, con María la Madre de Jesús y con los hermanos de El” (1, 12‑14).
El monte de los Olivos dista de Jerusalén una milla y la caminata del sábado era de mil pasos: en el día sábado no estaba permitido a los judíos caminar más.
El cenáculo es llamado por la Glosa “tercer techo”, y es figura de la fe fortalecida, de la esperanza y de la caridad. Debemos subir a este cenáculo, quedar con los discípulos y perseverar unánimes en la oración, en la contemplación y en la efusión de las lágrimas, para merecer recibir la gracia del Espíritu Santo. Dijo el Señor: “Permanezcan en la ciudad, hasta ser investidos de poder desde lo alto, o sea, del Espíritu Santo (Lc 24, 49).
SI, pues, el día de la gloria mundana esté declinando se
ponga en la y tarde de la penitencia, en la que, como en día sábado, el hombre
debe apartarse de toda obra mala, y las puertas de los cinco sentidos estén
cerradas, y todos los discípulos de Cristo, o sea, los cristianos, o los
sentimientos del justo, estén reunidos juntos, entonces el Señor obrará lo que
dice el evangelio a continuación.
6.‑ “Vino Jesús, se puso en medio de los discípulos y les dijo: “¡Paz a vosotros!”. Dicho esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se alegraron, al ver al Señor. De nuevo dijo Jesús: “¡Paz a ustedes!”. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes” (Jn 20, 19‑2 1).
Lo primero que resalta en este evangelio, es el triple saludo: “ ¡Paz a ustedes! “, a motivo de la triple paz que Cristo estableció entre Dios y el hombre, reconciliando al hombre con el Padre por medio de su sangre; entre el ángel y el hombre, asumiendo la naturaleza humana y elevándola por encima de los coros de los ángeles; y entre el hombre y el hombre, reuniendo en sí mismo, como piedra angular, al pueblo de los judíos y al de los gentiles (paganos).
Observa también que en el nombre “PAX” hay tres letras y una sola sílaba. Todo ello simboliza la Unidad y la Trinidad de Dios. En la letra P está señalado el Padre; en la letra A, que es la primera vocal, está señalado el Hijo, que es la voz del Padre; y en la X, de doble consonante, está indicado el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. Al decir: “¡Paz a ustedes!”, Jesús nos recomendó la fe en la Unidad y en la Trinidad.
“Vino Jesús y se puso en medio”. El centro es el lugar que compete a Jesús: en el cielo, en el seno de la Virgen, en el pesebre del rebaño, en el patíbulo de la cruz.
En el cielo: “El Cordero, que está en medio del trono”, o sea, en el seno del Padre, “los guiará y los llevará a las fuentes de las aguas de la vida” (Ap 7, 17), o sea, a la saciedad de los gozos celestiales.
En el seno de la Virgen: “Exulten y canten alabanzas, oh habitantes de Sión, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel” (ls 12, 6). Oh bienaventurada María, que eres la habitación de Sión, o sea, de la iglesia, que en la encarnación de tu Hijo fundó el edificio de su fe, exulta con todo el corazón y canta con la boca tu alabanza: “¡Mi alma glorifica al Señor!”, porque el grande, el pequeño y el humilde, el santo y el santificador de Israel está en medio de ti, o sea, en tu seno.
En el pesebre del rebaño: “Serás conocido en medio de dos animales” (Ha 3, 2); “el buey conoce a su propietario y el asno, el pesebre de su amo” (1Sam 1,3).
En el patíbulo de la cruz: “Crucificaron con él a otros dos, acá y allá, y a Jesús en el medio” (Jn 19, 18).
“Vino Jesús y se puso en medio”. “Yo estoy en medio de ustedes ‑nos dice en Lucas‑ como aquel que sirve” (22, 27). El está en el centro de todo corazón. Está en el centro, para que de El, como del centro, todos los rayos de la gracia se irradien hacia nosotros, que estamos en la circunferencia, nos damos vuelta a su alrededor o nos agitamos en la periferia.
7.‑ Con todo lo anterior concuerdan las palabras de los Hechos de los Apóstoles: “En aquel tiempo se levantó Pedro en medio de los hermanos ‑estaba reunido un grupo de casi ciento veinte hombres‑, y dijo: “Hermanos...”; y todo lo que sucedió para la elección de Matías (1, 15‑16).
Cristo, resucitado de entre los muertos, estuvo en medio de los discípulos; y Pedro, que antes había caído renegándolo, se levantó en medio de los hermanos. Con ello nos indica a nosotros que, levantándonos del pecado, podemos ponernos en medio de los hermanos, porque en el centro está la caridad, que se extiende tanto a los amigos como a los enemigos.
“Vino Jesús, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡Paz a ustedes!”. Recuerda que existe una triple paz. Primero: la paz del tiempo, de la cual se habla en el tercer libro de los Reyes: “Salomón tuvo paz en los alrededores” (países limítrofes) (4, 24); segundo: la paz del corazón, de la cual se dice: “Con él en paz me acuesto y en seguida me duermo” (Salm 4, g); y también: “La Iglesia gozaba de paz por toda la Judea, la Galilea y la Samaría; y crecía caminando en el temor del Señor; y estaba henchida de los consuelos del Espíritu Santo” (Hech 9, 31). Judea se interpreta “confesión”; Galilea, “pasaje”; y Samaría, “custodia”. La Iglesia, o sea, el alma fiel, halla la paz en estas tres cosas: en la confesión, en el tránsito de los vicios a las virtudes y en la guarda del precepto divino y de la gracia recibida. Y de esta manera crece y camina de virtud en virtud en el temor del Señor, pero no en el temor servil, sino en el temor filial; y en toda tribulación rebosa de los consuelos del Espíritu Santo. Tercero: la paz de la eternidad, de la que dice el Salmo: “El mantiene la paz en tus fronteras” (147, 14).
La primera paz debes tenerla con tu prójimo y la segunda contigo mismo; y así, en la octava de la resurrección, tendrás también la tercera paz con Dios en el cielo. Detente, pues, en el medio y vas a tener paz con tu prójimo. Si no te pones en el medio, no podrás tener paz. En la “circunferencia” no pueden haber ni paz ni tranquilidad, sino agitación y volubilidad.
Se dice de los elefantes que, “cuando traban algún combate, toman un cuidado particular de los heridos, ya que a los heridos y a los fatigados los encierran en el centro del grupo” (Solino). De la misma manera, acoge también tú en el seno de la caridad a los débiles y a los heridos. Así lo hizo el guardia de la cárcel, del que se habla en los Hechos de los Apóstoles, quien “tomó a Pablo y a Silas en aquella misma hora de la noche y les lavó las heridas; luego, los llevó a su casa y les preparó la mesa; y se regocijó con toda su casa, por haber creído en Dios” (16, 33‑34).
5.‑ “Jesús se puso en medio de los discípulos y les dijo: “¡Paz a ustedes! “. Dicho esto, les mostró las manos y el costado”. Lucas añade que Jesús dijo: “¡Miren mis manos y mis pies: soy yo mismo!” (24, 39).
Según mi opinión, el Señor mostró a los apóstoles las manos, los pies y el costado por cuatro motivos. Primero: para demostrar que de veras había resucitado y para quitarnos así toda duda; segundo: para que la paloma, o sea, la Iglesia o también toda alma fiel, anidara en sus llagas, como en profundas aberturas, y así pudiera esconderse de la vista del gavilán, que trama acechanzas para arrebatarla; tercero: para grabar en nuestros corazones los signos extraordinarios de su pasión; cuarto: los mostró pidiendo que también nosotros compartamos su pasión y no volvamos a crucificarlo de nuevo con los clavos de nuestros pecados.
Nos mostró sus manos y su costado, diciendo: “He aquí las manos que los crearon, cómo fueron traspasadas por los clavos; he aquí el costado, del que ustedes fieles, mi Iglesia, fueron engendrados, como Eva fue engendrada del costado de Adán; ese costado fue traspasado por la lanza, para abrirles la puerta del paraíso, cerrado por la espada llameante del querubín. El poder de la sangre, brotada del costado de Cristo, alejó al ángel y melló la espada, mientras el agua apagaba el fuego. No quieran, pues, crucificarme de nuevo, profanar la sangre de la alianza, en la que fueron santificados, y llevar afrenta al Espíritu de la gracia. Si prestas atención a tales razones y las escuchas, oh hombre, tendrás paz contigo mismo.
Después de haberles mostrado las manos y el costado, el
Señor dijo de nuevo: “ ¡Paz a ustedes! Como el Padre me envió a mí” a la pasión,
aunque me ame, casi con el mismo amor también yo los envío a ustedes a aquellos
sufrimientos, a los que el Padre me envió a mí”.
9.‑ “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo, Quedan perdonados los pecados de aquellos a los que se los perdonen; y quedan retenidos los pecados de aquellos a los que se los retengan “ (Jn 20, 22‑23).
El soplo de Jesús indicaba que el Espíritu Santo no sólo era el Espíritu del Padre sino también suyo. Dice Gregorio: “El Espíritu es enviado a la tierra, para que amemos al prójimo; y es enviado desde el cielo, para que amemos a Dios”.
Dijo: “Reciban al Espíritu Santo. Quedan perdonados los pecados de aquellos, a los que se los perdonen; y quedan retenidos los pecados de aquellos, a los que se los retengan”. Se trata de aquellos a los que ustedes juzgan dignos de remisión, con las dos llaves de la potestad y del discernimiento, o sea, con la aplicación de la potestad y del discernimiento. Desde luego, se entiende que hay que guardar el orden y la modalidad en el poder de atar y desatar. Vamos a ver en qué modo el sacerdote perdone los pecados y absuelva al pecador.
Si uno peca mortalmente, en seguida se hace digno de la gehena, atado con la cadena de la muerte eterna. Después, se arrepiente; y, de veras contrito, promete confesarse. En seguida, el Señor lo absuelve de la culpa y lo libera de la muerte eterna, que en fuerza de la contrición se convierte en la pena del purgatorio. La contrición podría ser tan profunda, como en María Magdalena y en el ladrón, que, si aquel pecador muriera, en seguida volaría al cielo.
Se acerca al sacerdote; se confiesa y el sacerdote le intima una penitencia temporánea, por la cual también la pena del purgatorio puede ser expiada en esta vida; y si la cumple satisfactoriamente, volará a la gloria. Así Dios y el sacerdote perdonan y absuelven.
Con estos planteos concuerdan los Hechos de los Apóstoles, en los que Pedro dice: “No poseo ni plata ni oro; pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo, el Nazareno, levántate y camina. Lo tomó de la mano derecha y lo levantó; y en seguida se le afirmaron los pies y los tobillos. Y, brincando, se puso en pie y anduvo, y entró con ellos en el templo” (3, 6‑8). El bienaventurado Bernardo, escribiendo al Papa Eugenio, le decía: “Medita en la herencia que te dejaron tus padres: el documento del testador no menciona ninguna de estas cosas. Escucha la voz de tu predecesor que dice: “No poseo ni oro ni plata”. Comenta la Glosa: “La primera tienda ( de la alianza) tenía prescripciones sobre los cultivos y un santuario secular, famoso por su oro y plata. Sin embargo, la sangre del evangelio brilla más preciosa que los metales de la Ley, porque el pueblo, que antes yacía enfermo delante de las puertas doradas, sólo en el nombre de Jesucristo crucificado entra en el templo celestial”. Y Jerónimo: “Si quieres recobrar el oro y la plata en la iglesia, evoca la sangre inmolada, que a los antiguos estaba permitido derramar, porque se les prometía estas cosas. En cambio, ahora Cristo pobre santificó la pobreza en su cuerpo y a los suyos no les promete cosas temporales, sino celestiales”.
“En el nombre de Jesucristo”... He aquí el camino de la perfección: ante todo, se levanta, el que yacía; después, emprende el camino de las virtudes, y así con los apóstoles entra por la puerta del cielo. Presta atención a las palabras: “levántate” por medio de la contrición y “camina” por medio de la confesión; y así “Pedro lo tomó de la mano derecha y lo levantó”, o sea, lo absolvió y lo despidió en paz.
También aquí hallamos una concordancia en los mismos Hechos de los Apóstoles, donde se lee que Pedro “halló en Lida a un hombre llamado Eneas, que desde hacia ocho años yacía en cama, pues era paralítico. Le dijo Pedro: “Eneas, ¡que Jesucristo te sane! Levántate y arregla tu cama”; y en seguida se levantó” (9, 33‑34). Eneas se interpreta “pobre o miserable”, y representa al pecador que se halla en pecado mortal, pobre de virtudes y miserable, porque es esclavo del pecado. Este, como paralítico, yace en el lecho de la concupiscencia carnal, tullido en todos sus miembros; y a él debe decirle el vicario de Pedro: “Eneas”, pobre y miserable, “¡te sane Jesucristo! Levántate con la contrición y arregla tu cama con la confesión. Tú mismo, y no otro, arregla tu cama”. Y en seguida se levantó, libre de toda atadura de pecado.
En los mismos Hechos de los Apóstoles se destaca otra
concordancia. “Pedro dijo: “Tabita, levántate”. Y ella abrió los ojos. El le dio
la mano y la levantó” (9, 40‑41). Tabita se interpreta “gacela”; y el animal es
llamado así, porque escapa de las manos, es tímido y asustadizo, una especie de
cabra salvaje. Representa al alma del pecador, tímida y asustadiza, que quiere
escapar de las manos del Padre celestial. A esta alma se le dice: “Levántate por
medio de la contrición”; y entonces abre los ojos por medio de la confesión; y
se detiene humillándose a través de la satisfacción; y después se levanta en pie
por medio de la absolución de todos sus pecados.
10.‑ “Tomás, uno de los doce, llamado el Dídimo, no estaba con ellos, cuando vino Jesús. Le dijeron los demás discípulos: “¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no meto mis dedos en el lugar de los clavos y no palpo la herida del costado, no creeré”.
Tomás se interpreta “abismo”, porque dudando conoció más profundamente y se arraigó con mayor seguridad. Dídimo es un término griego, que significa “mellizo”, y por ende dudoso (escéptico).
No por casualidad sino por un designio divino Tomás estaba ausente y no dio crédito a los relatos (de los compañeros). ¡Oh designio divino! ¡Oh santa duda del discípulo! “Si no veo en sus manos la marca de los clavos”... Deseaba ver reedificada la tienda de David, que se había desplomado, de la cual dice el Señor por boca del profeta Amós: “En aquel día yo levantaré la tienda caída de David, taparé sus grietas y levantaré sus murallas” (9, 11).
En David, que se interpreta “ de mano fuerte”, debemos ver la divinidad; en la tienda, el cuerpo del mismo Cristo, en el cual, como en una tienda, habitó la divinidad. Esa tienda se desplomó con la pasión y la muerte. Por las grietas en las murallas se indican las heridas de las manos, pies y costado. Estas heridas el Señor las reedificó en su resurrección. De ellas dice Tomás: “Si no veo en sus manos las heridas”... El Señor misericordioso no quiso abandonar en su honesta duda al discípulo, que en el futuro llegaría a ser un “vaso de elección”; sino que bondadosamente le quitó la neblina de la duda, como arrancaría de Saulo la ceguera de la incredulidad.
Tienes una concordancia en los Hechos de los Apóstoles, donde dice Ananías: “Hermano Saulo, el Señor Jesús que se te apareció en el camino por donde venías, me envió para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo”. Y en seguida cayeron de sus ojos como escamas, y recuperó la vista. Se levantó y fue bautizado. Tomó alimento y recobró fuerzas” (9, 17~19).
Se cumplió así la profecía de Isaías: “El lobo comerá pasto junto con el cordero” (65, 25), o sea, Saulo con Ananías, que se interpreta “oveja”.
El cuerpo de la serpiente se cubre de escamas. Los judíos
son “esas serpientes y raza de víboras”. Saulo, imitando su perfidia, había
tapado como con una piel de serpiente los ojos de su corazón; pero, al caérsele
las escamas por las manos de Ananías, muestra en su rostro la luz que recibió en
su mente. Asimismo, por las manos de Ananías, o sea, de Jesucristo, que fue
“llevado al matadero como un cordero” (ls 53, 7), cayeron las escamas de la duda
de los ojos de Tomás y recuperó la vista de la fe.
11.‑ “Ocho días después, estaban de nuevo reunidos los discípulos en el cenáculo, y con ellos Tomás. Vino Jesús a puertas cerradas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡Paz a ustedes!”. No vamos a explicar lo que ya está explicado.
“Dijo después a Tomás: “Mete aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Respondió Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Le replicó Jesús: “Porque me has visto, has creído. ¡Bienaventurados los que no ven y creen!”
Dice el Señor por boca de Isaías. “En las palmas de las manos te tengo escrito” (49, 16). observa que, para escribir, son necesarios tres elementos: el papel, la tinta y la pluma. Las manos de Cristo fueron el papel, su sangre la tinta y sus clavos la pluma.
Cristo nos escribió en las palmas de sus manos por tres motivos. Primero: para mostrar al Padre las cicatrices de las Hagas, que había sufrido por nosotros y as! inducirlo a la misericordia. Segundo: para jamás olvidarse de nosotros, como El mismo lo declara por boca de Isaías: “¿Puede, quizás, una mujer olvidar a su niño, y no tener piedad del hijo de su vientre? Y aunque ella se olvidara, yo jamás me olvidaré de ti. He ahí: te grabé en las palmas de las manos” (49, 15‑16). Tercero: escribió en sus manos cómo debemos ser y qué debemos creer. ¡No quieras ser incrédulo, oh Tomás, oh cristiano, sino creyente!
“Exclamó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. En su respuesta, el Señor no le dijo: “Porque me tocaste”, sino “porque me viste”, porque la vista es de alguna manera un sentido general, que suele servir de ayuda para los otros cuatro. Tal vez no se atrevió a tocar, sino que miró solamente, o quizás miró tocando. Veía y tocaba al hombre; pero por encima de esto, después de haber eliminado toda duda, creyó que era Dios, profesando lo que no veía. Oh Tomás, me viste como hombre, pero creíste en ni¡ como Dios.
12.‑ “¡Bienaventurados los que no han visto y han creído!”. Con esto, Jesús alaba la fe de los gentiles (paganos); pero usa el tiempo pasado, porque en su “presciencia” veía las cosas futuras como ya sucedidas.
Tenemos una concordancia en los Hechos de los Apóstoles, cuando Felipe interrogó a Candace, eunuco de la reina de Etiopía: “¿Crees con todo el corazón?”. Respondió. “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”. Y Felipe lo bautizó” (8, 37‑38). Asimismo, se puede hablar del centurión Cornelio, a quien Pedro bautizó con toda su familia, en el nombre de Jesucristo (Hech 10, 1‑48).
Estos dos, que creyeron en Cristo, prefiguraban a la iglesia de los gentiles (paganos), que creería en el nombre de Jesucristo y seria regenerada a través del sacramento del bautismo. A ellos Pedro les habla con las palabras del introito de la misa: “Como niños recién nacidos y razonables, busquen la leche no adulterada” (1 Pe 2, 2).
El niño, en latín ínfans, es llamado así, porque no sabe hablar, fatí. Los fieles de la Iglesia, nacidos del agua y del Espíritu Santo, deben ser infantes, que no hablan la lengua de Egipto, de la que dice Isaías: “El Señor afligirá la lengua del mar de Egipto” (11, 15). En la lengua está indicada la elocuencia, en el mar la sabiduría filosófica y en el Egipto el mundo. El Señor aflige la lengua del mar de Egipto, cuando por medio de los simples y de los ¡letrados demuestra que la elocuencia y la sabiduría del mundo son mudas e insípidas.
“Razonables y sin engaño”. Razonable es lo que se obra con la razón. La razón es una mirada del alma, por la cual contempla la verdad en sí misma y no a través del cuerpo; o es la contemplación de la verdad, pero no a través del cuerpo; o es también la misma verdad que se contempla (Agustín). Debemos, pues, ser razonables con respecto a Dios y a nosotros mismos, y sin engaño con respecto al prójimo.
“Busquen la leche”, o sea, esa leche, de la que habla Agustín: “El pan de los ángeles llegó a ser leche de los niños”. La leche es llamada así por su color, ya que es un líquido blanco. Y blanco en griego se dice leucis y en latín albus. Su sustancia es producida por la sangre. En efecto, después del parto, si una parte de la sangre no hubiera estado todavía consumida para alimento del útero, por vías naturales fluye a los pechos y, llegando a ser blanca por obra de éstos, asume la naturaleza de la leche. Y desde ese momento llega a ser alimento de todo recién nacido, “porque la sustancia con la que acontece la generación, es la misma sustancia que produce la alimentación: la leche es como sangre hervida, digerida, no corrupta” (Aristóteles).
En la sangre, que es de horrible apariencia, está representada la ira de Dios; en la leche, que es de sabor dulce y de agradabilísimo color, la misericordia de Dios. La sangre de la ira se convirtió en la leche de la misericordia en los pechos, o sea, en la humanidad de Jesucristo.
Dice el Profeta: “Dios cambió los rayos en lluvia” (Salm 134, 7). Los rayos de la ira divina se convirtieron en una lluvia de misericordia, cuando el Verbo se hizo carne.
1.3.‑ En sentido moral. El eunuco etíope y Cornelio el centurión son figuras de los pecadores convertidos. Cornelio se interpreta “el que entiende la circuncisión”. Con razón Cornelio y el eunuco se asimilan. Los penitentes, por el reino de los cielos, se tornan eunucos, circuncidan (eliminan) por sí mismos los deseos carnales y, creyendo en el nombre de Jesucristo, se lavan en la fuente viva de la compunción, y se renuevan con el bautismo de la penitencia.
Hacen como los elefantes, de los que dice Solino: “Las hembras antes de los diez años ignoran el sexo, y los machos antes de los quince. Copulan por un bienio, cinco veces al año y no más. Y no regresan entre los compañeros de la manada sin antes lavarse en aguas fluentes”.
Así los penitentes y los justos, si cayeron en algún pecado, se sonrojan al regresar a la comunidad de los fieles, si antes no se lavan con las aguas fluentes de las lágrimas y de la penitencia.
Recemos, pues, queridísimos hermanos, y con ardor supliquemos la misericordia de Jesucristo, para que venga y se detenga en medio de nosotros, nos conceda la paz, nos libere de los pecados, aleje de nuestro corazón toda duda y grabe en nuestras almas la fe en su pasión y resurrección. Y así con los apóstoles y con los fieles de la iglesia mereceremos recibir la vida eterna.
Nos la conceda aquel, que es el Dios bendito, digno de alabanza y glorioso, por los siglos de los siglos.
Y toda alma fiel responda: “¡Amén! ¡Así sea!”.
1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Yo soy el buen pastor” (Jn 10, 11).
Dice Juan en el Apocalipsis: “Me fue dada una caña semejante a una vara” (11, 1). La caña es la predicación del evangelio. Como la caña escribe las palabras en el pergamino, así la predicación debe escribir la fe y las buenas costumbres en el corazón del oyente. La caña y la pluma son instrumentos del escribano. La caña es así llamada (en latín, cálamus), porque deposita un líquido; por eso los navegantes usan calare por depositar
Pero, porque de cálamo deriva la calamidad, ya que la infelicidad es fruto del vacío, la predicación se compara a la vara, en la que se destacan tres cualidades: solidez, rectitud y corrección.
La predicación debe ser sólida, es decir, respaldada por abundancia de buenas obras; y debe proponer palabras verdaderas, no falsas, no ridículas, no frívolas ni lisonjeras, sino palabras que susciten la conmoción y el llanto. Por esto dice Salomón en el Eclesiastés: “Las palabras de los sabios son como aguijones y como clavos plantados profundamente” (12, 11). Como el aguijón, mientras punza, hace brotar sangre, y el clavo, si hiere una mano, produce un gran dolor, así las palabras de los sabios deben acicatear el corazón del pecador y hacer brotar la sangre de las lágrimas, que, como dice Agustín, son “la sangre del alma”, suscitar el dolor por los pecados pasados y causar el temor de las penas de la gehena.
La predicación debe ser recta (coherente), para que el predicador no contradiga con las obras lo que dice en el sermón. La autoridad de la palabra pierde fuerza, cuando la voz no está respaldada por las obras. En fin, la predicación debe ser también correctora, para que los oyentes, después de haber escuchado una predicación, corrijan sus vidas.
Con semejante vara el buen pastor, el buen prelado de la iglesia o el predicador corrijan y pastoreen el rebaño de sus ovejas, como las corregía y las apacentaba aquel buen pastor, que en el evangelio de la misa de hoy dice: “Yo soy el buen pastor”.
2.‑ Observa que en este evangelio sobresalen cuatro elementos. Primero: los cuidados solícitos del buen pastor por sus ovejas y la disponibilidad de dar la vida por ellas, si fuere menester, cuando dice: “Yo soy el buen pastor”. Segundo: la fuga del mercenario y la rapiña del lobo, cuando añade: “El mercenario, que no es pastor y al que no pertenecen las ovejas Tercero: el recíproco conocimiento del pastor y de las ovejas: “Yo soy el buen pastor y conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí”. Cuarto: la formación y el incremento de la iglesia católica a través de la unión de los dos pueblos, el judío y el gentil (pagano), donde dice: “Tengo otras ovejas, que no son de este rebaño”.
En este domingo y en el siguiente se canta y se lee un pasaje del Apocalipsis, que queremos dividir en siete partes. La primera parte habla de las siete iglesias; la segunda, de los cuatro caballos; la tercera, de los electos de las doce tribus; la cuarta, de la mujer revestida de sol. Estas primeras cuatro partes queremos confrontarlas con las cuatro partes del evangelio de hoy.
La quinta parte del Apocalipsis habla de los siete ángeles, que llevan las ampollas, llenas de la ira de Dios; la sexta parte, de la condenación de la gran meretriz, o sea, de la vanidad mundana; la séptima parte, del río de agua viva, o sea, de la perennidad de la vida eterna. Y estas tres partes, con la ayuda de Dios, las confrontaremos con las tres partes del evangelio del domingo próximo.
En fin, en el introito de la misa de este domingo se canta:
“La tierra está llena de la misericordia del Señor” (Salm 32, 5); y se lee la
epístola del bienaventurado Pedro: “Cristo padeció por nosotros” (1 Pe 2, 21).
3.‑ “Yo soy el buen pastor”. Con toda razón Cristo puede decir: “Yo soy”, porque para El nada es pasado y nada es futuro, sino que todo le es presente. El dice en el Apocalipsis: “Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin, dice el Señor que es, que era y que vendrá, el Omnipotente” (1, 8); y en el Éxodo: “Yo soy. Así dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a ustedes” (3, 14). Con toda razón dice: “Yo soy el buen pastor”.
Pastor deriva del verbo pasco, apacentar y alimentar; y Cristo diariamente, en el sacramento del altar, nos apacienta con su cuerpo y su sangre.
Dice Isaí (padre de David) en el primer libro de los Reyes.‑ “Queda todavía el más pequeño, que está apacentando a las ovejas” (16, 11). Nuestro David, pequeño y humilde, apacienta como un buen pastor. El es nuestro Abel, que, como se lee en el Génesis, fue pastor de ovejas; y el fratricida Caín, o sea, el pueblo judío, lo mató por envidia.
De este pastor el Padre dice en Ezequiel: “Promoveré un solo pastor que apaciente a mis ovejas: a mi siervo David”, o sea, a mi Hijo Jesús; El las apacentará y será su pastor” (34, 23); y en Isaías: “Como un pastor, apacentará a su rebaño: con su brazo reunirá a los corderos y los llevará en su seno. El mismo llevará a las ovejas madres” (40, 11).
Habla como un buen pastor aquel que, cuando lleva el rebaño al pastoreo y lo trae de vuelta, a los corderos pequeños, que no pueden caminar, los toma en brazos y los pone junto a su corazón; igualmente, él mismo lleva a las ovejas grávidas y a las fatigadas. El término latino feta a veces significa grávida, y otras veces parida.
Así Jesucristo nos apacienta cada día con las doctrinas evangélicas y los sacramentos de la iglesia y, con su brazo extendido en la cruz, nos reunió. Dice Juan: “Para reunir juntos a los hijos de Dios que se hallaban dispersos” (11, 52).
“Y los llevará junto a su corazón”, o sea, nos llevará en el seno de su misericordia, como la madre con el hijo. El mismo lo dijo en Oseas: “Yo hice de nodriza a Efraím, y los llevé en mis brazos” (11, 3). El nos alimenta con su sangre, como si fuera leche. En la tetilla o bajo la tetilla, en el monte Calvario por nosotros fue traspasado por la lanza, para ofrecernos su sangre, como la madre ofrece su leche al hijo; y nos llevó en sus brazos, extendidos en la cruz.
4.‑ Dice Pedro en la epístola de hoy: “El llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia, Por sus heridas fuimos curados” (1 Pe 2, 24).
“Y El mismo lleva a las ovejas grávidas”, o sea, a las almas penitentes, herederas de la vida eterna. Dice en el Éxodo: “Ustedes vieron lo que les hice a los egipcios, y cómo los levanté a ustedes sobre alas de águila, y los traje a mí” (19, 4). El hunde a los egipcios, o sea, a los demonios y los pecados mortales en el mar Rojo, o sea, en la amargura de la penitencia, de las lágrimas y de la aflicción teñida de sangre; en cambio, a los penitentes los lleva sobre alas de águila cuando, despreciadas las cosas terrenas, los eleva a las cosas celestiales, para que con ojos límpidos contemplen al Sol de justicia. Con razón dice “Yo soy el buen pastor”. Y David: “Tú eres bueno, y en tu bondad instrúyeme”, que soy oveja errabunda. “Anduve errante como oveja extraviada” (Salm 118, 68 y 176). Y en el libro de la Sabiduría: “ ¡Oh, qué bueno y qué suave es, Señor, tu espíritu en todas las cosas!” (12, 1).
“El buen pastor da su vida por sus ovejas”. Manifiesta la característica del buen pastor: dar la vida por sus ovejas; y eso es lo que hizo Cristo.
Dice Pedro en la epístola de hoy: “Cristo padeció por nosotros, dejándoles un ejemplo, para que sigan sus huellas” (1Pe 2, 21). Comenta la Glosa: “Alégrate, porque Cristo murió por ti; sin embargo, presta atención a lo que sigue: “Dejándoles un ejemplo” de ultrajes, de tribulaciones, de cruz y de muerte.
“El buen pastor da su vida por sus ovejas”. De ellas dice Pedro hacia el fin de la epístola: “Ustedes eran como ovejas extraviadas; pero ahora volvieron al pastor y al guardián de sus almas” (1Pe 2, 25). ¡Qué inmensa misericordia! Lo proclama el introito de la misa de hoy: “La tierra está colmada de la misericordia del Señor”. “Como los cielos fueron afianzados por el Verbo, o sea, el Hijo de Dios” (Salm 32, 5‑6), así igualmente fueron fortalecidos los apóstoles y los hombres apostólicos, para no ser como ovejas errantes, sino para que se conservaran bajo la vara del pastor y del guardián de las almas.
5.‑ Las ovejas, por las que el buen pastor, Jesucristo, dio su vida, son aquellas siete Iglesias, a las que se refiere el Apocalipsis: “oí detrás de mí una gran voz como de trompeta, que decía. “Lo que ves, escríbelo en un libro; y envíalo a las siete Iglesias: Éfeso y Esmirna, Pérgamo y Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea. Y me volví para reconocer la voz que hablaba conmigo; y, vuelto, vi siete candelabros de oro; y en medio de los siete candelabros de oro vi a uno semejante a hijo de hombre, vestido de túnica talar y ceñido al pecho por una faja de oro. Su cabeza y sus cabellos eran cándidos como lana blanca y como nieve; y sus ojos eran como una llama de fuego; y sus pies eran semejante a bronce resplandeciente, cuando se halla en el horno ardiente; y su voz era como la voz de muchas aguas. Y tenía en su derecha siete estrellas; y de su boca salía una espada afilada por los dos lados; y su rostro resplandecía corno el sol en todo su fulgor” (1, 10‑16).
Explicaremos este pasaje, ante todo, en sentido alegórico, aplicándolo a Cristo, y después en sentido moral, aplicándolo al prelado de la iglesia.
Sentido alegórico. Éfeso se interpreta “mi voluntad” o “mi consejo”; Esmirna, “su cántico”; Pérgamo, “el que divide los cuernos” o “deseca el valle”; Tiatira, “iluminada”; Sardis, “principio de belleza”; Filadelfia, “el que guarda” o también “el que salva a quien adhiere al Señor”; Laodicea, “tribu amable”.
Los siete candelabros de oro representan a todas las iglesias, ardientes e iluminadas por la sabiduría del Verbo. Como el oro refinado por el fuego y forjado por los golpes se transforma en candelabro, así la iglesia, purificada por las tribulaciones y fustigada por los golpes de las tentaciones, se perfecciona y se difunde en los países lejanos.
“Y en medio de los siete candelabros”, o sea, en la comunidad de todas las iglesias, porque Dios se ofrece a todas y está siempre dispuesto a socorrerlas, “vi a uno semejante a hijo de hombre”, o sea, un ángel en la persona de Cristo, que no es un hijo de hombre, sino semejante, porque ya no muere; o también semejante a hijo de hombre, porque no estuvo sometido al pecado, sino que tomó la semejanza de la carne de pecado. “Revestido de túnica talar”, sacerdotal, o sea, de la carne, en la que se ofreció y se ofrece cada día, presentándose a sí mismo al Padre; y “ceñido al pecho por una faja de oro”, o sea la faja de la caridad, por la cual se entregó a la muerte por nosotros.
“Su cabeza y sus cabellos eran cándidos como lana blanca y como nieve”. La cabeza es la divinidad. Dice el Apóstol: “Cabeza de Cristo es Dios” (1Cor 11, 3). La cabeza representa al mismo Cristo, que es cabeza de la iglesia, y que tiene todas las cosas necesarias para el gobierno de la iglesia. Los cabellos representan a los fieles, sólidamente unidos a la cabeza. Entonces la cabeza y los cabellos, o sea, Cristo y los cristianos, son cándidos como lana, blanca por la simplicidad y por la pureza; y como nieve, por el candor de la inmortalidad, porque, como El vive, viviremos también nosotros con El.
“Y sus ojos eran como llamas de fuego”. Los ojos, o sea, la mirada de la gracia de Jesucristo derrite el corazón helado del pecador, como la llama del fuego derrite el hielo. Así el Señor miró a Pedro con ojos de misericordia; y Pedro lloró amargamente, porque el hielo de su corazón se derritió en lágrimas de compunción.
“Y sus pies”, o sea, los predicadores que lo llevan por todo el mundo, eran “semejantes al auricalco o bronce”, no un auricalco cualquiera, sino uno refulgente como en un horno. El auricalco es llamado así, porque tiene semejanza tanto con el oro como con el bronce. El bronce se dice en griego calcós. En el oro está indicado el esplendor de la sabiduría y en el bronce, la sonoridad de la elocuencia. Los pies de Jesucristo son semejantes al auricalco, porque los predicadores deben brillar por el fulgor de la sabiduría y por la sonoridad de la elocuencia.
“Y su voz era como la voz de muchas aguas”. La predicación de Cristo posee la virtud del agua, porque lava. Por eso Jesús dijo a los apóstoles‑ “Ustedes están limpios en virtud de la palabra, que les anuncié” (Jn 15, 3). Son ya muchos los pueblos que acogen la voz de Jesucristo, y son comparados a las aguas a motivo del fluir de la vida y de la muerte. o también‑ “Su voz era como la voz de muchas aguas”, como una fuente de muchas aguas, o sea, de gracias.
Y continúa: “Y tenía en su derecha siete estrellas”, o sea, las siete gracias del Espíritu Santo, que tiene en su derecha, dicha así porque da fuera (en latín, déxtera ‑ dans extra). En efecto, del tesoro de su munificencia concede las gracias a quien quiere, cuando quiere y como quiere. o también: las estrellas representan a los obispos, que deben iluminar a los demás con la palabra y con el ejemplo; y el Señor los guarda en su mano derecha como sus dones más preciosos, representados justamente por la mano derecha.
“Y de su boca brotaba una espada afilada por los dos lados”. De su boca, o sea, de su enseñanza, brotó la predicación, que corta por los dos costados: en el Antiguo Testamento las obras carnales, y en el Nuevo las concupiscencias.
“Y su rostro era como el sol, cuando brilla en su mayor fulgor”. El rostro de Cristo son los buenos prelados de la iglesia y todos los santos, por medio de los cuales, como por medio del rostro, conocemos a Cristo. Ellos resplandecen en su mayor fulgor, o sea, hacia el mediodía, sin nubes; o cuando el sol esté detenido en la eternidad, ellos resplandecerán así, o sea, serán semejantes al verdadero sol, Jesucristo.
6.‑ En sentido moral. “Yo soy el buen pastor”. ¡Bienaventurado aquel prelado de la iglesia, que puede decir con sinceridad: “¡Yo soy el buen pastor!”. Para que sea bueno, es necesario que se asemeje al Hijo del hombre y esté en medio de los siete candelabros de oro. De ellos dice Juan: “Vi siete candelabros de oro”; y en ellos se destacan las siete cualidades que son necesarias al prelado de la iglesia: inocencia de la vida, ciencia de la Sagrada Escritura, elocuencia de palabra, asiduidad en la oración, misericordia hacia los pobres, disciplina con respecto a los súbditos, cuidado solícito del pueblo que le fue confiado. Estos siete candelabros hallan correspondencia en el significado de las siete iglesias.
Éfeso se interpreta “mi voluntad” o “mi consejo”. Aquí está señalada la inocencia de la vida, de la que habla el Apóstol: “Esta es la voluntad de Dios: su santificación: que cada uno sepa conservar su cuerpo en el honor y en la santidad” (1Tes 4, 3‑4). E Isaías: “Toma una decisión, notifica un consejo”, (16, 3). Toma una decisión, para vivir en la inocencia con respecto al alma; notifica un consejo, o sea, frena los cinco sentidos, para que vivas en la castidad, con respecto al cuerpo.
Esmirna se interpreta “su canto”. Y aquí está indicada la ciencia de la Sagrada Escritura. Dice el Profeta: “Canten a Dios un cántico nuevo” (Salm 95, 1). Todas las ciencias mundanas y lucrativas son los cánticos viejos, los cánticos de Babilonia. Sólo la teología es el cántico nuevo, que resuena suavemente en los oídos de Dios y renueva el espíritu. La Sagrada Escritura debe ser el cántico de los prelados. “Si no hubiera herreros en Israel ‑dice el primer libro de los Reyes‑, no sería de admirarse si los hijos de Israel descendieran a los filisteos para afilar el arado, la azada, el hacha y el escardillo” (1Rey 13, 19‑20). Pero, gracias a Dios, en Israel, o sea, en la iglesia, existen, no diría un solo herrero, sino muchos herreros, o sea, muchos teólogos, que saben muy bien afilar el arado, la azada, el hacha y el escardillo y lo saben acabar a la perfección.
El arado es llamado así, porque cava la tierra o la “vomita”; la azada, porque levanta la tierra; el hacha (en latín, securis), porque corta (en latín, succidit) los árboles; el escardillo es una herramienta con mango, muy necesaria para los trabajos agrícolas. Con estos instrumentos de los labriegos se señalan los ejercicios de la predicación, que cavan el humus de la codicia y la tierra de la iniquidad, y las sacan de la atención de la mente; cortan las ramas secas del árbol infructuoso y cultivan el campo de la Iglesia militante.
¿Por qué, pues, los hijos de Israel, o sea, los prelados, van a los filisteos, nombre que se interpreta “caídos por la beodez”, o sea, a las ciencias lucrativas? Y acuden a ellas para embriagarse con el brebaje de una dignidad efímera, de la gula y de la lujuria, con la ambición de la vanagloria y del dinero; y, así embriagados, se desploman en lo profundo del infierno. Bernardo los amonesta así: “¡Oh ambición de veras desafortunada, que no sabe aspirar a las cosas grandes! Aman los primeros puestos; pero habría que temer para ellos que caerán como higos que no maduran. ¡Cuiden, pues, los que anhelan los primeros puestos, de no perder también los segundos; y terminen por precipitarse vergonzosamente en el último lugar del infierno!”.
Pérgamo se interpreta “el que divide los cuernos” o “el que deseca el valle”. Aquí está indicada la elocuencia de la lengua erudita, que divide los cuernos de los soberbios y deseca el valle de los carnales. Pero el Señor amenaza por boca del Profeta: “Quebraré todos los cuernos de los pecadores” (Salm 74, lo). Y Job: “¿Atarás tú con coyundas al rinoceronte, para que are o para que rompa los terrones de los valles detrás de ti?” (39, 10).
El rinoceronte es un animal pequeño, semejante al chivo (sic), que tiene sobre las narices un cuerno muy puntiagudo. Es una figura del bienaventurado Pablo, que, aún respirando amenazas y muerte, mientras iba a Damasco, fue atado con la correa del divino poder, para que arara, o sea, para que predicara. Pero el Señor le dijo a Ananías: “Este es para mí un vaso de elección, para que lleve mi nombre delante de los gentiles (paganos), de los reyes y de los hijos de Israel” (Hech 9, 15). El romperá los terrones de los valles, o sea, las mentes de los carnales y de los infieles, con el arado de la predicación.
Tiatira se interpreta “iluminada”. Esta representa la asiduidad de la oración, que ilumina la mente. Se lee en el Apocalipsis: “El esplendor de Dios ilumina la ciudad y su lámpara es el Cordero” (2, 18). En el cordero resaltan la inocencia y la simplicidad, dos virtudes que de manera particular son necesarias al que ora y, al mismo tiempo, como el esplendor y la lámpara, iluminan la mente del que ora.
Sardis se interpreta “principio de belleza”, y representa la misericordia hacia los pobres, que echa fuera la lepra de la avaricia hace hermosa al alma. Está escrito: “Ofrezcan limosnas, y he ahí que todo estará limpio para ustedes” (Lc 11, 41).
Filadelfia se interpreta “el que custodia y salva al que adhiere al Señor”. Aquí está representada la corrección con respecto a los súbditos, la que custodia al que se pone al servicio del Señor, y salva del peligro de la muerte. De ella habla el Apóstol a los hebreos: “Toda corrección en ese momento no es causa de gozo, sino de tristeza; después, reporta un fruto de paz y de justicia, para los que se dejan guiar por ella” (12, 11).
Laodicea se interpreta “tribu amable” para el Señor. Y aquí está representada la iglesia católica del pueblo cristiano, sobre la cual el prelado debe vigilar con cuidados solícitos. Del amor hacia ella dice Juan: “Después de haber amado a los suyos, los amó hasta el fin” (13, 1), o sea, tanto los amó, que su amor lo llevó hasta la muerte.
Estos son los siete candelabros que iluminan a todas las iglesias, reunidas por el Espíritu de la gracia septiforme, en medio de las cuales el prelado, a semejanza del Hijo del hombre, o sea, de Jesucristo, debe caminar en la pobreza, en la. humildad, en la obediencia, vestido del alba blanca. El alba es la túnica talar, que llevaba Aarón, y significa la castidad del cuerpo, a la que se debe unir la pureza del corazón.
7.‑ “Estaba ceñido al pecho con una faja de oro”. Daniel vio un personaje ceñido a los riñones, porque en el Antiguo Testamento son condenadas las obras carnales. Juan lo vio con la faja de oro ceñida al pecho, porque en el Nuevo Testamento también los pensamientos son juzgados. Entonces con una faja de oro, o sea, con el amor de Dios, están ceñidos los pechos, o sea, está reprimido el flujo de los malos pensamientos.
“Su cabeza y sus cabellos eran cándidos como lana blanca y como nieve”. La cabeza se llama así, porque en ella caben todos los sentidos”y representa a la mente, que es cabeza del alma; y los cabellos simbolizan los pensamientos. En la mente, de ordinario, residen la impureza y la incitación del pecado. Entonces la mente y los pensamientos deben ser cándidos como lana blanca contra la inmundicia del pecado, y como nieve contra su incitación.
“Y sus ojos eran como llamas de fuego”. Los ojos del prelado representan la contemplación de Dios y la compasión hacia el prójimo, y deben ser como llamas de fuego, irradiando sencillez con respecto a Dios e inocencia con respecto al prójimo.
“Y sus pies eran semejantes al auricalco”. Los pies representan los afectos de la mente y los efectos de las obras. De ambos pies quedó tullido miriboset ‑que se interpreta “hombre de confusión”‑, cayendo de los brazos de la nodriza, como se lee en el segundo libro de los Reyes (4, 4). En él vemos simbolizado al pecador, hombre de la confusión eterna, que a causa del pecado mortal cae de la nodriza, o sea, de la gracia del Espíritu Santo, y se vuelve tullido de ambos los pies. En cambio, los pies del buen prelado deben ser semejantes al auricalco. El auricalco, como ya se dijo, tiene el color del oro y del bronce. En el oro está simbolizado el afecto de la mente, y en el bronce, la resonancia de las buenas obras. El auricalco, a menudo, se pone candente y así logra un mejor color. Así el buen prelado, cuanto más se vuelve candente por el fuego de la tribulación, tanto más se vuelve luminoso.
“Y su voz era corno una voz de muchas aguas”. Como muchas aguas, que corren impetuosamente, arrollan todo obstáculo, así la voz de la predicación del prelado debe arrollar todo obstáculo de vicios y todo impedimento de salvación.
“Y tenía en su derecha siete estrellas”. Las siete estrellas son las siete glorificaciones del cuerpo y del alma. Las glorificaciones del alma son la sabiduría, la amistad, la concordia; y las del cuerpo: la luminosidad, la agilidad, la sutileza (compenetración) y la inmortalidad. El prelado debe tener estas cualidades en su derecha, para que todo lo que piensa, todo lo que obra, sea siempre “derecho” (recto), y para que pueda tener en la derecha de la vida eterna las siete estrellas, o sea, sea colocado a la derecha con sus ovejas.
“Y de su boca salía una espada afilada por los dos lados”. La espada es la confesión que debe ser afilada por los dos lados, para poder cortar los vicios espirituales, que son la soberbia y la vanagloria, y los vicios carnales, que son la avaricia, la gula y la lujuria.
“Y su rostro era como el sol, cuando brilla en su fulgor”. El rostro del prelado son sus obras, por cuyo medio, como por el rostro, se le conoce. “Los reconocerán por sus frutos” (Mt 7, 16). Si los frutos son buenos, resplandecerán como sol en su fulgor. Dice el Señor: “Resplandezca su luz delante de los hombres, para que vean sus obras buenas, y glorifiquen a su Padre, que está en el cielo” (Mt 5, 16). Si así fuere el prelado, en conciencia podría decir: “Yo soy el buen pastor”.
(Hermanos queridísimos, roguemos al Señor Jesucristo, que
al pastor de su iglesia conceda la gracia de apacentar con nobleza el rebaño de
los fieles; y así merecerá al fin llegar a aquel que es el eterno pasto de los
santos. Nos lo conceda aquel, que es el Dios bendito por los siglos de los
siglos, ¡Amén! ¡Así sea!).
8.‑ “En cambio, el mercenario, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo, abandona a las ovejas y huye; y el lobo arrebata y dispersa a las ovejas. El mercenario huye, porque es mercenario y no le importan las ovejas” (In 10, 12‑13).
Poco antes, el Señor había. dicho: “En verdad, en verdad les digo: “El que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, es un ladrón y un salteador” (Jn 10, 1). Aquí resaltan cuatro figuras: el buen pastor, el ladrón y salteador, el mercenario y el lobo.
Con estas cuatro figuras se puede establecer una concordancia con los cuatro caballos del Apocalipsis: “Miré, y he aquí un caballo blanco; y el que lo montaba, tenía un arco; y le fue dada una corona; y salió vencedor, para seguir venciendo. Y salió otro caballo, bermejo; y al que le montaba, le fue dado el poder de quitar la paz de la. tierra, para que se mataran unos a otros; y se le dio una gran espada. Y miré; y he ahí un caballo negro; y el que lo montaba, tenía una balanza en la mano. Y oí una voz en medio de los cuatro seres vivientes, que gritaba: “Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario; pero no dañes el aceite ni el vino. Y he ahí, en fin, un caballo amarillo; y el que lo montaba, se llamaba Muerte; y lo seguía el infierno. Y le fue dado poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la muerte y con las bestias salvajes” (6, 2‑8).
Sentido alegórico. “Miré, y he ahí un caballo blanco”. El caballo blanco representa la humanidad del buen pastor, Jesucristo, que está muy bien simbolizado en el caballo blanco, porque fue inmune de toda mancha de pecado. De este caballo dice Zacarías: “Vi de noche, y he ahí un varón montado sobre un caballo rojo, el cual estaba entre los mirtos en un valle profundo” (Zac 1, 8). La noche, en la que sucede la visión, simboliza el misterio que envuelve los fenómenos místicos. El varón montado sobre el caballo rojo es el Salvador, cuyas vestiduras, o sea, su carne, son rojas por la sangre derramada en la pasión; y por esto se muestra sobre un caballo rojo al pueblo que todavía está esclavizado.
En cambio, en el Apocalipsis de Juan, el Salvador se muestra al pueblo ya liberado con vestiduras blancas. El está entre los mirtos, o sea, entre los ejércitos angélicos, que lo sirven también mientras se halla en un valle profundo, o sea, en su carne humana. Dice Mateo: “Los ángeles se le acercaron y lo servían “ (4, 11). o, “entre los mirtos”. El mirteto es un lugar donde crecen los mirtos. El mirto es una especie de planta, “de agradable aroma y con poder curativo” (Glosa). Deriva su nombre del “mar” y prefiere los litorales.
El mirto simboliza la pureza del justo, que es de agradable aroma con respecto al prójimo y de gran poder terapéutico con respecto a uno mismo. Su habitat preferencial es el litoral, o sea, la compunción del corazón.
A este propósito dice Isaías: “En lugar de la saliunca crecerá el abeto, y en lugar de la ortiga, el mirto” (55, 13). La saliunca es una hierba salobre, una especie de arbusto o de sauce. El abeto es llamado así, porque se eleva por encima de los demás árboles (en latín, abies, de abeo, voy lejos). La saliunca simboliza la avaricia, amarga y estéril; y en su lugar, cuando Dios infunde en la mente la gracia, se eleva el abeto de la celestial contemplación. La ortiga, llamada así porque su contacto irrita o quema (en latín, uro) el cuerpo, es de naturaleza ígnea, y representa la lujuria de la carne; y en su lugar el Señor hará crecer el mirto de la continencia. Entonces el Señor mora entre los mirtos, o sea, en aquellos que, por la virtud de la pureza y el perfume de la buena fama, sirven a Dios en el valle profundo de la humildad.
“Vi, y he ahí un caballo blanco; y el que lo montaba, tenía un arco”. El que cabalga el caballo es la divinidad, que como un soldado sobrepuja a la humanidad. El arco, que consta de cuerda y de madera, representa la misericordia y la justicia de Dios. Como la cuerda dobla la madera, así la misericordia excede la justicia. Dice Santiago: “La misericordia triunfa sobre el juicio” (2, 13).
En su primera venida, Cristo trajo consigo la cuerda flexible de la misericordia, para conquistar a los pecadores; pero en la segunda venida golpeará con el leño de la justicia, y dará a cada uno según sus obras (Mt 16, 27).
“Y le fue dada una corona”. A Cristo, Dios y Hombre, le fue dada una corona con respecto a la humanidad, con la cual lo coronó su madre en el día de sus desposorios. o también: le fue dada una corona de espinas por su madrastra, la sinagoga.
“Y salió vencedor para vencer aún más”. Dice Juan: “Salió hacia el Calvario, llevando su cruz”, victorioso sobre el mundo, para vencer también al diablo.
“9.‑ Sentido moral : Vi, y he ahí un caballo blanco”. El caballo blanco simboliza el cuerpo del buen pastor y del prelado de la Iglesia. Este caballo debe ser blanco, de la blancura de la castidad. El jinete de este caballo es el espíritu, que debe dominarlo con el freno de la abstinencia y acicatearlo con las espuelas del amor y del temor de Dios, para alcanzar el premio de la vida eterna. “No daña usar la espuela con el caballo lanzado en su carrera” (Ovidio).
El arco representa la Sagrada Escritura: en la madera está indicado el Antiguo Testamento; en la cuerda que dobla la dureza, el Nuevo Testamento; y en la flecha, la comprensión, que hiere y penetra los corazones.
El buen pastor debe tener este arco en la mano, o sea, en su obrar. Dice Job: “Mi arco se fortalecía en mi mano” (29, 20). El arco se fortalece en la mano, cuando la predicación está respaldada por las obras. “Y le fue dada una corona”. La corona sobre la cabeza es la recta intención de la mente, de la que dice Jeremías: “Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, porque hemos pecado!” (Lm 5, 16). La corona cae de la cabeza, cuando el hombre abandona la recta intención; y por ende, ¡ay de él! “Y salió vencedor, para seguir venciendo”. Salió de la codicia del mundo, venciendo la lujuria de la carne y también para vencer la soberbia del diablo. Si el prelado fuere como este caballo blanco, con toda razón puede exclamar: “Yo soy el buen pastor”.
“Y salió otro caballo, rojo”. El caballo rojo es el ladrón y salteador “que no entra por la puerta en el redil de las ovejas”. La puerta es Cristo: no entra por Cristo el que busca sus cosas y no las de Cristo.
El término ladrón deriva de “esconder” (en latín, latere). El término salteador, fur deriva de furvus, oscuro. El ladrón es aquel que se esconde para despojar y matar a los incautos; el salteador es aquel que durante la oscuridad de la noche arrebata las cosas ajenas. Es ladrón y salteador aquel que, por ambición, “asume el honor sacerdotal, sin ser llamado por Dios como Aarón” (Hb 5, 4). El que consigue alguna prelatura por simonía, es ladrón, porque usurpa por medio del dinero el oficio de pastor, y aprovecha como en una noche oscura para apropiarse de lo ajeno. Hace suyas a las ovejas, que robó al Señor. Es ladrón, porque se esconde bajo la apariencia de la santidad. Se presenta como oveja, mientras es un lobo, o como gavilán, mientras es un avestruz; y de esa manera despoja a los incautos de sus virtudes y los mata en el alma.
Con razón es llamado caballo rojo. El que monta este caballo es el espíritu de ambición y de gloria temporal, que quita la paz de la tierra, o sea, de la mente del mismo ladrón y salteador. El espíritu de ambición no permite que el desgraciado tenga la quietud de la mente. Es como un cazador que persigue la presa que huye y a la vez corre de una parte a otra, para procurarse las cosas temporales. Apercibe el bienaventurado Bernardo: “Tú multiplicas las prebendas, subes al archidiaconado, aspiras al episcopado, poco a poco te elevas; pero en un momento y desprevenidamente te precipitas en el infierno”. Y todavía‑ “El explorador merodea con diligencia, simula y disimula, se pone a la zaga y obsequia, trepa con las manos y los pies, para entremeterse de cualquier manera en el patrimonio del Crucificado”.
Otro sentido: “Quita la paz de la tierra”, cuando, a través de este hijo de la perdición, siembra la discordia en la iglesia. Por eso sigue: “Para que se mataran unos a otros”. Los ladrones y los salteadores, o sea, los prelados simoníacos, se matan unos a otros con la espada de la discordia y de la envidia, cuando se desacreditan, cuando calumnian y cuando ladran uno contra otro. Dice Isaías: “Allí los sátiros danzarán”; y de nuevo: “Los sátiros se gritarán unos a otros” (13, 21; 34, 14). Hoy en la iglesia, los simoníacos adinerados danzan y se divierten como los sátiros; y un simoníaco acusa a otro; y todo el día están absorbidos por procesos, intrigas, griterías, extorsiones y diatribas. Y concluye: “Y le fue dada una gran espada”. La espada puntiaguda y afilada es la gloria temporal, por la que y con la que los infelices se hieren y se matan.
10.‑ “Y he aquí un caballo negro; y el que lo montaba, tenía en la mano una balanza”. Es llamado negro (en latín, niger), o sea, casi nubiger (que lleva nubes), porque no está sereno, sino nebuloso. El caballo negro es el mercenario, del que dice el Señor: “El mercenario, que no es el pastor y al que no le pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo, huye”... El mercenario, así llamado, porque está contratado por “la merced” o el pago, representa al prelado, que sirve únicamente en la iglesia por los premios temporales. De tal individuo dice el Profeta: “Te alabará, cuando lo habrás beneficiado” (Salm 48, 19). Y dice todavía el Señor: “En verdad, en verdad les digo: ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque comieron los panes y se hartaron” (Jn 6,
26). Cuando el vientre está lleno, canta con ganas el salmo 50 “Miserere”: “¡Ten piedad de mi Señor!”.
Este mercenario no es pastor sino simulador (en latín, ídolum). Por esto dice Zacarías: “ ¡Ay del pastor y del simulador, que abandona la grey! Una espada está sobre su brazo y sobre su ojo derecho. Su brazo se paralizará del todo, y su ojo derecho, entenebreciéndose, se oscurecerá” (11, 17). En el brazo está representada la capacidad operativa, y en el ojo, la luz de la razón.
Dice el profeta: “Pastor y simulador”; pero lo dice como rectificándose: “No pastor, sino simulador”. Y eres tan perverso que, más que adorador de !dolos, te has de llamar a ti mismo “ídolo” (ficción), El ídolo usurpa el nombre de Dios, pero no es Dios. Así es el falso pastor, que abandona el rebaño, porque las ovejas no le pertenecen. Y por esto la espada, o sea, la ira divina, estará sobre su brazo y sobre su ojo derecho, para que su vigor y la ostentación de su fuerza se sequen por la falta de la gracia y de las buenas obras; y la luz de la razón se oscurezca por las tinieblas terrenas, porque, por justo juicio de Dios, se volverá incapaz de obrar y enceguecido en su discernimiento.
Narra el primer libro de los Reyes: “Helí estaba acostado en su aposento; y sus ojos comenzaban a oscurecerse; y no podía ver la lámpara del Señor antes que la apagaran” (3, 2‑3). Helí se interpreta “extraño”, e indica al prelado, contratado por el estipendio y ajeno al reino de Dios. Este está recostado en su lugar, o sea, en el pantano de la carne, disoluto. Sus ojos, o sea, la luz de la razón y de la inteligencia, están oscurecidos por la neblina, o sea, por el amor de las cosas terrenas; y así no puede ver la lámpara, o sea, la gracia de Dios antes que se apague; o sea, no pondera ni reconoce hallarse privado de la luz de la gracia, sino cuando la luz de la misma gracia se hubiere extinguido. En efecto, muchos son tan ciegos que no reconocen haber perdido la gracia de Dios, sino cuando del estado de gracia cayeron en la ceguera del pecado mortal. Con razón se dice en el Apocalipsis: “He ahí el caballo negro”, no cubierto por la serenidad de la gracia, sino por la oscuridad de la culpa.
“El que lo montaba, tenía en mano una balanza”. El jinete del caballo negro, o sea, el mercenario, es el espíritu de los negocios. El mercenario, acicateado por estas espuelas, como un mercader, vende a precio fijo la paloma, o sea, la gracia de Dios, que debe ser distribuida gratuitamente; y así transforma la casa de Dios en un mercado. El mercenario tiene en mano una balanza falsa, de la que dice Oseas: “Canaán, teniendo en mano una balanza falsa, amó el engaño” (12, 7). Canaán se interpreta “mercader” y simboliza al mercenario de la iglesia que, enredado en los negocios de este mundo, no cuida a las ovejas de Dios. Dice Jerónimo: “Lo que es la usura en el laico, son los negocios en el clérigo”.
En su mano tiene una balanza falsa, porque predica de una manera y vive de otra; obra de una manera y ostenta otra; predica la pobreza y es avaro; la castidad y es lujurioso; el ayuno y la abstinencia y es goloso; coloca sobre los hombros de la gente cargas pesadas e insoportables, pero él no las toca ni con el dedo (Mt 23, 4). Esta es la balanza falsa, contra la cual truena el Señor: “Has de tener pesas justas y medidas justas” (Lv 19, 36).
La balanza se llama así, porque pende en equilibrio con un fiel entre dos platos (balanza: ba, bis, dos; lanza, lanx, plato). Los dos platos son el desprecio del mundo y el deseo del reino celestial. El fiel es el amor de Dios y del prójimo. Esta es la auténtica balanza que pesa con exactitud, dando a cada uno lo suyo: al mundo el desprecio, a Dios la adoración, y al prójimo el amor. Pero en la mano de Canaán, o sea, del mercader interesado, no hay tal balanza, sino una falsa. Dice el Profeta: “Obra con engaño y así su culpa se vuelve odiosa, porque ama la calumnia” (Salm 35, 3). La calumnia deriva del latín calvor, engañar.
Este mercenario negociante “confecciona cojines para todo brazo y almohadas para la cabeza ( de personas) de toda edad” (Ez 13, 18), porque, a motivo de las ganancias, secunda los vicios, endulza las culpas y no impone las penitencias adecuadas; y, escondiendo su avaricia bajo la apariencia de la misericordia y de la compasión, dice “¡Paz, paz!”; pero no hay paz, “haciendo vivir las almas que no viven” (Ez 13, 19); y así engaña a los fieles de Jesucristo.
A todo esto se refieren las palabras: “Dos libras de trigo por un denario” ... Es llamado “bilibre” un vaso que contiene dos sextarios (más o menos, un litro). En el trigo está representada la fe, en el único “denario” la sangre de Jesucristo. El bilibre (dos libras) de trigo es la iglesia de los rieles, formada por dos pueblos y rescatada con la sangre de Jesucristo. “Y tres bilibres de cebada por un denario”. Estos son los fieles de la misma Iglesia, de grado inferior, que perseveran en la fe de la santa Trinidad. También éstos son rescatados con la sangre de Jesucristo.
Otra interpretación. En el trigo están representados los religiosos, en la cebada los laicos. El bilibre de trigo es la vida de los religiosos, que como el trigo ha de ser cándida en lo interior por la pureza de la mente y rojo oscuro en lo exterior por la maceración del cuerpo. Esta debe contener en sí misma dos sextarios. En los dos sextarios está designado el doble precepto de la caridad: el amor a Dios y el amor al prójimo, que llevan a todo hombre a la perfección.
La cebada (en latín, hordeum con resonancia de árido) es el primero de los cereales que madura, y representa a los laicos, los que, al surgir el sol de la persecución, muy pronto se vuelven áridos, porque “creen por algún tiempo, pero en el tiempo de la persecución desfallecen” (Lc 8, 13). Entonces los tres bilibres de cebada son todos los fieles laicos, que por lo menos tienen la fe en la santa Trinidad. Tanto los religiosos como los laicos son rescatados con el único denario, marcado con la imagen del rey y de su inscripción, o sea, con el precepto de la obediencia; y si el hombre hubiera guardado la obediencia, no habría perdido la imagen y semejanza de Dios.
“Y no dañes ni el vino ni el aceite”. En el vino, que embriaga, está representada la vida contemplativa, que embriaga las mentes de tal modo que se despreocupan de todas las cosas materiales. En el aceite, que flota sobre todo líquido y, derramado sobre el agua, hace más visibles las cosas que yacen escondidas en lo profundo, está indicada la vida activa, que se preocupa de todas las necesidades y enfermedades del prójimo y con las obras de misericordia lleva un poco de luz a las oscuridades de la pobreza.
Ya que la Iglesia está compuesta por religiosos y laicos, por gente de vida activa y contemplativa, a aquel mercenario se le ordena que no los perjudique con su mal ejemplo. Afirma Gregorio: “El prelado merece tantas muertes, cuantos son los malos ejemplos que transmite a la posteridad”.
11.‑ “Este mercenario, porque no le pertenecen las ovejas, al ver venir al lobo, huye”
El lobo es llamado así, porque, casi como el león, tiene tal fuerza en las garras que, cualquier cosa que estruje, deja de vivir. Tiende acechanza a las ovejas y las asalta a la garganta, para estrangularlas rápidamente. Su estructura corpórea es un tanto rígida, y no puede doblar fácilmente la cabeza; corre como irrumpiendo y por eso a menudo es burlado. Se cuenta que “si por primero ve a alguien, por alguna fuerza de la naturaleza le quite la voz; pero si se ve descubierto, pierde la audacia y la ferocidad”. (Isidoro). Si tiene hambre y no halla nada para arrebatar, se alimenta de tierra, después sube a un monte y con las fauces abiertas llena de viento las vísceras hambrientas. Tiene gran terror por dos cosas: el fuego y el camino frecuentado. El lobo es figura del diablo y del tirano de este mundo, sobre el cual el diablo cabalga.
Y éste es el caballo cuarto, del que el Apocalipsis dice: “He ahí un caballo amarillo; y el que lo montaba, se llamaba Muerte”. Como el soldado se sirve del caballo, así el diablo, cuyo nombre es la Muerte, porque “por su causa la muerte entró en el mundo” (Sb 2, 24), se sirve del cruel tirano de este mundo, para desconcertar y arruinar a la iglesia.
El mercenario, al verlo llegar, abandona a las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa. El uno abandona y el otro arrebata; el uno huye y el otro dispersa. El diablo, como el lobo, mata todo lo que aplasta con el pie de la soberbia. Por eso David, en el temor de ser aplastado por el pie de la soberbia, oraba diciendo: “¡No venga sobre mí el pie de la soberbia!” (Salm 35, 12). Como todos los miembros se apoyan en los pies, así todos los vicios gravitan en la soberbia, porque es “el principio de todo pecado” (Ecli 10, 15).
El diablo tiende acechanzas a las ovejas, o sea, a los fieles de la iglesia, a los que agarra de la garganta, para impedir que confiesen sus pecados. Y tiene tanta soberbia, que no puede agachar la cabeza delante de la humildad. Ataca improvisamente irrumpiendo con la tentación, pero es chasqueado por los santos que conocen todas sus astucias. Pero si ve a un hombre imprudente, lo hace mudo para que no confiese sus crímenes ni alabe a su Creador. En cambio, si el hombre vigila sobre sí mismo y previene las tentaciones, el diablo se avergüenza por haber sido descubierto; y así la tentación pierde su fuerza. Como en los santos no halla nada qué comer, se nutre de tierra, o sea, de los avaros y lujuriosos. Después, sube al monte, o sea, se acerca a los que gozan de cargos elevados, y ahí se alimenta con el viento de su vanagloria y de su pompa mundana.
El diablo tiene terror, sobre todo, de dos cosas: el fuego de la caridad y el camino trillado de la humildad. Si el mercenario gozara de estas dos cualidades, por cierto no huiría; pero propiamente huye, porque es mercenario y a él no le pertenecen las ovejas.
El mercenario y el diablo están unidos por algún tipo de amistad y trabados por un pacto. Dice el diablo al prelado, lo que dijo el rey de Sodoma a Abraham: “Dame las almas; lo demás: la lana, la carne y la leche, tómalo para ti” (Gen 14,21).
El diablo y el tirano de este mundo obran con los prelados de nuestro tiempo como los lobos con los pescadores del pantano Meótide (por el mar de Azov). Se cuenta que los lobos se acercan al lugar donde están los pescadores: si los pescadores les tiran algún pescado, no provocan daños; pero si no se lo dan, rompen las redes cuando están extendidas sobre la arena para secarse (Plinio). Así los prelados de la iglesia dan al diablo los peces, o sea, las almas que viven en las aguas del bautismo, y ceden los bienes de la Iglesia al tirano del mundo, para que no obstaculicen ni rompan las redes de sus negocios y de sus intrigas temporales ni molesten sus relaciones con los parientes.
Con razón se dice: “He ahí un caballo amarillo; y el que lo
montaba se llamaba Muerte; y el infierno lo seguía”, o sea, los insaciables de
cosas terrenas lo imitan. “Y se le dio poder sobre cuatro partes de la tierra”,
o sea, sobre todos los malvados dondequiera que vivan; “para matar con la
espada” de las malas sugestiones, “con la privación” de la palabra divina, “con
la muerte” del pecado mortal, y “con las fieras salvajes”, o sea, los primeros
impulsos de la carne corrupta.
12.‑ “Yo soy el buen pastor, y conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí, así como el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y yo doy mi vida por mis ovejas” (Jn 10, 14‑15).
A la irresponsabilidad del pastor falso, Jesús opone la conducta del pastor verdadero: “Yo soy el buen pastor”, diferenciándose del ladrón y del mercenario; y conozco a mis ovejas, marcadas por mi carácter. Ellas tienen “el nombre del pastor y el nombre de su Padre, escrito en su frente” (Ap 14, 1).
Con esto ya tenemos una concordancia con las palabras del Apocalipsis: “Escuché el número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de los hijos de Israel. De la tribu de Judá, doce mil; de la tribu de Rubén, doce mil; de la tribu de Gad., doce mil; de la tribu de Aser, doce mil; de la tribu de Neftalí, doce mil; de la tribu de Manasés, doce mil; de la tribu de Simeón, doce mil; de la tribu de Leví, doce mil; de la tribu de Isacar, doce mil; de la tribu de Zabulón, doce mil; de la tribu de José, doce mil; de la tribu de Benjamín, doce mil” (7, 4‑8).
“Oí el número de los sellados”, o sea, comprendí cuáles debían ser sellados: “ciento cuarenta y cuatro mil”, número que simboliza la perfección. Pone un número “finito”, porque Dios en aquel número comprende la totalidad.
“De todas las tribus de los hijos de Israel”, o sea, de todas las gentes que imitan la fe de Jacob. En el número doce entendemos a los que, en las cuatro partes del mundo, están sellados por la fe en la Trinidad. Y para demostrar que éstos son los perfectos, multipliquemos doce por cuatro, y tendremos cuarenta y ocho. Y para que esta perfección se refiera a la Trinidad, tripliquemos el cuarenta y ocho y obtenemos ciento cuarenta y cuatro.
“De la tribu de Judá”... Se lee en el Génesis que Jacob maldijo a tres hijos, o sea, a Rubén, a Simeón y a Levi, que eran los primeros en orden al nacimiento. Esto nos hace comprender que ninguno de los tres recibió el derecho de primogenitura. El cuarto fue Judá, a quien Jacob alabó y bendijo: “Judá, te alabarán tus hermanos” (49, 8).
He aquí el significado de los doce nombres: Judá, “que confiesa”; Rubén, “hijo de la visión”; Gad, “ceñido”; Aser, “bienaventurado”; Neftalí, “anchura”; Manasés, “olvidado”; Simeón, “audición de la tristeza”; Leví, “añadido” o “elevado”; Isacar, “merced”; Zabulón, “morada de la fortaleza”; José, “aumento”; Benjamín, “hijo de la derecha”.
Judá es el penitente, que debe tener consigo a los once hermanos, para tener en su confesión una visión clara: en la tribulación debe ceñirse de sabiduría; debe temer a Dios, porque “es bienaventurado el hombre que teme al Señor” (Salm 111, 1); debe dilatarse en la caridad; debe olvidar el pasado y abrirse al futuro; debe arrepentirse de los pecados, para que Dios lo escuche; y debe añadir dolor al dolor, para poder ser elevado del dolor al gozo. De esta manera conseguirá la merced de la vida eterna, en la que habitará con fortaleza y confianza, porque no habrá nadie que lo espante; y, añadido al número de los ángeles, colmado de las verdaderas riquezas, con la bendición de la derecha, o sea, colocado a la derecha, será bendecido por los siglos de los siglos.
13.En la interpretación de estos doce nombres se indica toda perfección de gracia y de gloria. Quien quiere llegar a ella, es necesario que se grabe en la frente el signo tau (cruz),
Leemos en Ezequiel: “Dijo el Señor al hombre vestido de lino: “Pasa por el medio de la ciudad, por el medio de Jerusalén, y graba la tau en la frente de los hombres que gimen y sufren a causa de todas las abominaciones que se hacen en medio de ella” (9,4). El hombre vestido de lino es Jesucristo, revestido del lino de nuestra carne. El Padre le mandó que grabara la tau, o sea, el signo de su cruz y la memoria de su Pasión, en la frente , o sea, en la mente de los penitentes, que gimen en la contrición y lloran en la confesión por todos los pecados que cometieron o que otros cometieron.
De esta señal dijeron los exploradores a Raab: “Estaremos libres del juramento que nos hiciste, si, cuando entremos en la ciudad, no tuvieras como señal este cordón rojo y no lo ataras a la ventana” (Jos 2, 17‑18). El cordón rojo en la ventana es el recuerdo de la pasión del Señor en nuestros miembros. Si no lo tenemos, pereceremos eternamente con los condenados.
Por esto debemos hacer como manda el Señor en el Éxodo: “Mojen un manojo de hisopo en la sangre y unten el dintel y los dos postes” (12, 22). El hisopo es una hierba apropiada para purificar los pulmones: nace entre las piedras, a las que adhiere con las raíces, y simboliza la fe en Jesucristo, quien, como dice el Apóstol, “purificó los corazones mediante la fe” (Hech 15, g), Esta fe está arraigada y fundada en el mismo Cristo.
Ustedes, pues, oh rieles, tomen el manojo de la fe, y mójenlo en la sangre de Jesucristo, y unten con él el dintel y los dos postes. El dintel es la inteligencia; y los dos postes, la voluntad y la obra, que deben realizarse en el recuerdo de la pasión de Jesucristo.
Dice la esposa en el Cantar: “Ponme como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo” (8, 6). En el corazón está indicada la voluntad y en el brazo la acción; y ambos deben ser marcados con el sello de la pasión de Jesucristo. A todos los que estén marcados con este sello, el Señor los reconocerá y ellos reconocerán al Señor. Por esto dice: “Yo conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí y yo al Padre”. El Hijo conoce al Padre por sí mismo, y nosotros lo conocemos por medio del Hijo. Por esto dice: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel al que el Hijo lo quiera revelar” (Mt 11, 27).
“Y doy mi vida por las ovejas”. Esta es la prueba de amor
al Padre y a las ovejas. Así también Pedro, después de haber protestado su amor
por tres veces, recibe la orden de apacentar a las ovejas y morir por ellas. Por
esto el Señor le dice tres veces: “¡Apacienta, apacienta, apacienta!”, y no
“¡Esquila, esquila, esquila!.
14.‑ “Y tengo otras ovejas, que no son de este redil. También a éstas debo yo conducir; y oirán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10, 16).
La oveja, un animal suave por el cuerpo y por la lana, deriva de “oblación”, porque en los comienzos no se ofrecían en sacrificios toros sino ovejas.
Las ovejas son los fíeles de la iglesia de Cristo, que todos los días, en el altar de la pasión del Señor y en el sacrificio del corazón contrito, se ofrecen a sí mismos como “hostia pura, santa y agradable a Dios”.
“Tengo otras ovejas”, o sea, los gentiles (paganos), “que no son de este redil”, no son del pueblo de Israel; “también a éstas yo debo conducir” por medio de los apóstoles; “y habrá un solo rebaño y un solo pastor”.Y ésta es la iglesia, formada por ambos pueblos.
Y ésta es la mujer, de la que habla el Apocalipsis:
“Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna
bajo sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas. Y estaba encinta, y
clamaba con dolores de parto y en la angustia del alumbramiento” (12, 1‑2).
Esta mujer es figura de la iglesia, que con razón es llamada “mujer” por la fecundidad de muchos hijos, a los que engendró por el agua y el Espíritu Santo. Esta es la mujer vestida del sol. El sol es llamado así porque aparece solo, después de haber oscurecido con sus fulgores las otras estrellas. El sol es Jesucristo, que habita una luz inaccesible y cuyos esplendores velan y oscurecen los débiles rayos de todos los santos, si se los compara con El, porque “no hay santo como el Señor” (1Rey 2, 2).
Dice Job: “Aunque me lave con aguas de nieve y aunque mis manos brillen nitidísimas, igualmente tú me revolcarías en el basural y mis mismos vestidos me tendrían en horror” (9, 30‑3 1). En las aguas de nieve está representada la compunción de las lágrimas, y en las manos nitidísimas la perfección en el obrar. Dice, pues: “Aunque me lave con las aguas de la nieve”, o sea, de la compunción, y “aunque mis manos brillen nítidas” por el fulgor de una conducta perfecta, todavía “tú me revolcarías en el basural”, o sea, tú me harías ver mi suciedad; “y tendrían horror de mí”, o sea, me harían abominable mis vestidos, o sea, mis cualidades o los miembros de mi cuerpo, si tú quisieras tratarme con rigor; pero ¡ayúdame tú, Señor!”.
Dice Isaías: “Todos nosotros hemos llegado a ser una cosa inmunda”, o sea, un leproso; y “todas nuestras justicias son como paño de mujer menstruada; todos hemos caído como las hojas; y todas nuestras maldades nos arrastran como el viento” (64, 6). Entonces el solo bueno, el solo justo y el solo santo es ese Sol, de cuya fe y de cuya gracia la iglesia está revestida.
“Y la luna bajo sus pies”. La luna, a motivo de sus variaciones, simboliza la inestabilidad de nuestra miserable condición. De ahí nació el refrán: “El juego de la fortuna cambia como el aspecto de la luna; crece y decrece, y no puede quedar la misma”. Ya lo decía el Eclesiástico: “El necio cambia como la luna” (27, 12).
El necio, o sea, el seguidor de este mundo, pasa de los cuernos (puntas de la luna) de la soberbia a la redondez (luna llena) de la concupiscencia carnal. Esta inconstante prosperidad de las cosas caducas debe estar bajo los pies de la Iglesia. Los pies de la iglesia son todos los prelados, que deben sostenerla, como los pies sostienen el cuerpo. Y bajo sus pies deben ser conculcadas, como estiércol, todas las cosas temporales. Se lee en los Hechos de los Apóstoles: “Todos los que poseían campos o casas, los vendían, y traían el precio de lo vendido y lo ponían a los pies de los Apóstoles” (Hech 4, 34‑35), porque todo lo consideraban como estiércol.
“Y en su cabeza, una corona de doce estrellas”. Las doce estrellas son los doce apóstoles, que iluminan la noche de este mundo. “Ustedes, dice el Señor, son la luz del mundo” (Mt 5, 14). La corona, llamada así porque es como una rueda alrededor de la cabeza, de doce estrellas es la fe de los doce apóstoles; y es llamada corona, porque no tolera ni aumento ni disminución, como todo aro; y esto, porque es completa y perfecta.
La iglesia tiene hijos, concebidos con la semilla de la palabra de Dios, clama como parturienta en los penitentes, y sufre en el parto por sus trabajos de convertir a los pecadores. Ella dice con las palabras de Baruc: “Yo me quedo abandonada y sola; me saqué el manto de la paz y me vestí del saco de la penitencia ; y quiero clamar hacia el Altísimo mientras viva. Sean de ánimo valiente, hijos ; griten al Señor; y los librará del poder de los príncipes enemigos. Los hizo partir en el luto y en el llanto; pero el Señor me los devolverá en el gozo y en la alegría” (4, 19‑23). Esto sucede el día de la Ceniza, cuando los penitentes son echados de la iglesia, y el día de la Cena del Señor, cuando son acogidos.
15.‑ Sentido moral. “Una mujer vestida del sol”. Es el alma fiel, de la que Salomón dice: “¿Quién hallará a la mujer fuerte? Su estima sobrepasa largamente el valor de las cosas, traídas de lejos y de la extremidad de la tierra” (Prov 31, 10). ¡Bienaventurada aquella alma que, revestida de la fortaleza de lo alto, permanece firme en la adversidad y en la prosperidad y vence con valor los poderes del aire! El precio de esta mujer fue Jesucristo que, para su redención, vino de lejos: del seno del Padre, según su divinidad, y de la extremidad de la tierra, o sea, de padres pobrecillos, según su humanidad.
O también: por “precio” toma las virtudes, porque por este precio fuimos rescatados, Dice Salomón: “El rescate del hombre son sus riquezas” (Prov 13, 8), o sea, sus virtudes (riquezas espirituales). La virtud viene de lejos, de lo alto; en cambio, los vicios son domésticos, porque provienen de nosotros mismos.
“Esta mujer está vestida del sol”. observa que en el sol se destacan tres cualidades: el candor, el esplendor y el calor. En el candor está representada la castidad, en el esplendor la humildad y en el calor la caridad. Con estas tres virtudes se confecciona el manto del alma fiel, esposa del Esposo celestial. De este manto dice Booz a Rut: “Extiende el manto que te cubre, y tenlo con ambas manos”. Ella lo extendió y lo sostuvo; y él vertió seis medidas de cebada y se lo cargó en los hombros” (3, 15). Booz se interpreta “fuerte”; Rut, “la que ve y se apura”. Vamos a ver ahora el significado de la extensión del manto, de las dos manos y de las seis medidas de cebada.
Rut es el alma que, al ver la miseria de este mundo, la falsedad del diablo y la concupiscencia de la carne, se apresura hacia la gloria de la vida eterna. Extiende este manto, cuando no atribuye a sí misma sino a Dios la castidad, la humildad y la caridad; y muestra estas virtudes para la edificación del prójimo. Para no perderlas, las sostiene con ambas manos, o sea, con el temor y el amor de Dios.
La mano deriva su nombre del hecho de defender (en latín, munio), o también porque es un don (en latín, munus) al servicio de todo el cuerpo. Ella lleva el alimento a la boca y cumple todas las demás funciones. Así el temor y el amor de Dios protegen al hombre, para que no caiga; e infunden el don de la gracia, para que persevere. Si el alma extiende y sostiene así el manto, Booz, o sea, Jesucristo, el fuerte y el poderoso, le verterá seis medidas de cebada. La cebada simboliza el rigor y la aspereza de la penitencia, que consiste en seis momentos: contrición, confesión, ayuno, oración, la erogación de las limosnas y la perseverancia final.
“Y la luna bajo sus pies”. Observa que en la luna hay tres cualidades contrarias a las del sol: la mancha, la oscuridad y la frialdad. La luna simboliza el cuerpo del hombre que, a través de la sucesión de los años, crece y decrece. Regresará al punto del cual tuvo comienzo, porque “eres tierra y a la tierra regresarás”; tiene la mancha, porque concebido en el pecado (pecado original); es oscuro por las enfermedades y frío por su reducción a ceniza.
O también: tiene la mancha, porque está manchado por la lujuria, enceguecido por la oscuridad de la soberbia y frío por el hielo matador del odio y del rencor.
La mujer debe tener esta luna bajo los pies, o sea, bajo los afectos de la mente, para que la carne sirva al espíritu y la sensualidad esté sometida a la razón. Se lee en el primer libro de los Reyes que Abigail montó sobre un asno y se dirigió a David (25, 42). Abigail se interpreta “júbilo de mi padre” y representa al alma vuelta a la penitencia, por la cual “habrá mayor gozo en el cielo” (Lc 15, 10). El alma monta sobre un asno, cuando castiga su cuerpo y lo obliga a servir a la razón; y así se acerca a David, o sea, a Jesucristo.
Concuerdan con esto las palabras del profeta Nahúm: “Entra en el barro, písalo y amasa ladrillos” (3, 14). Entra en el barro, considerándote barro y casi estiércol, para que, con Job doliente, te sientes también tú dolorido en el estercolero y con un cascajo, o sea, con el rigor de la penitencia, raspes el pus de la culpa; y teniendo en la mano, en lugar del perfume, el hedor de la carne, amasa ladrillos, o sea, castiga la carne.
El ladrillo se endurece con el fuego y con el agua se disgrega. De la misma manera la carne, cocida por las aflicciones, se fortalece, mientras con los placeres se debilita. Dice Jeremías: “¿Hasta cuándo te consumirás en los placeres, hija vagabunda?” (31, 22).
Dice Oseas: “Como una novilla en celo se desvió Israel” (4, 16). La novilla en celo corre acá y allá con los ojos perdidos, no busca alimento, se somete al toro sin verlo y, a pesar de ser oprimida por su peso, goza con su libido. De la misma manera la carne, mientras está rodeada de delicias, vaga por los campos del libertinaje, no toma el alimento del alma, se somete al diablo aun sin verlo; y el diablo la aplasta bajo el peso del pecado, mientras ella se inflama de libido.
“Y sobre su cabeza, una corona de doce estrellas”. Las estrellas (en latín, stellae) son llamadas así de stare, estar, porque están siempre fijas en el mismo punto del cielo y junto con el cielo se desplazan en su perpetuo movimiento. Cuando se ve caer una estrella, no se trata de estrellas, sino de pequeños fuegos caídos del aire, que se forman mientras el viento, que tiende hacia los puntos más altos, arrastra consigo el fuego del éter.
En la cabeza, o sea, en la mente del hombre, debe haber una corona de doce estrellas, o sea, de doce virtudes. Tres de frente: la fe, la esperanza y la caridad; tres a la derecha: la templanza, la prudencia y la fortaleza; tres atrás: el pensamiento de la muerte, el día amargo del juicio y la pena eterna del infierno; y tres a la izquierda.. la paciencia, la obediencia y la perseverancia final.
Te rogamos, pues, Señor Jesús, tú que eres el buen pastor, que nos guardes como a tus ovejas, nos defiendas del mercenario y del lobo y nos corones en tu reino con la corona de la vida eterna.
Dígnate concedérnoslo tú, que eres el Dios bendito, glorioso y digno de alabanza por los siglos de los siglos.
Toda ovejuela, o sea, toda alma fiel, responda: ¡Amén!
¡Aleluya!
1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Todavía un poco, y no me verán; y otro poco, y me verán, porque yo voy al Padre” (Jn 16, 16).
En el Apocalipsis dijo el ángel a Juan: “Ve y toma de la mano del ángel el libro, y devóralo. Te llenará de amargura el vientre; pero en tu boca será dulce como la miel” (10, 8‑9).
El libro, llamado así por la fecundidad de letras, simboliza la abundancia de la santa predicación. Es aquel pozo que Isaac en el Génesis llamó “abundancia” (26, 33). Es aquel río, cuya “corriente copiosa alegra a la ciudad de Dios”, o sea, al alma, en la que habita Dios.
Oh hombre, aferra o, mejor, apodérate de este libro, para eliminar con su fecundidad tu esterilidad, con su abundancia tu miseria. “¡Y devóralo!”. Devora el libro el que con avidez escucha la palabra del Señor. Por eso se dice en el libro de Esdras: “Los oídos de todo el pueblo estaban tendidos a la escucha del libro” (2 Esd 8, 3).
Tiende los oídos al libro, el que escucha la palabra de Dios con atención. “Y llenará de amargura tu vientre”. El vientre es ese órgano del cuerpo que digiere los alimentos recibidos, y se llama así, porque distribuye por todo el cuerpo el alimento vital. El vientre es un símbolo de la mente del hombre, que debe recibir la palabra de Dios; y, después de haberla recibido, digerirla a través de la meditación; y, después de haberla meditado bien, transmitirla a cada una de las virtudes.
La palabra del Señor llena de amargura el vientre, porque, como dice Isaías, “es amarga la bebida para los que la beben” (24, 9); y Ezequiel: “Me fui amargado y con mi espíritu indignado” (3, 14). No debe asombrarnos si la palabra de Dios amarga la mente, ya que anuncia la destrucción de todas estas cosas temporales, la brevedad de la vida presente, la amargura de la muerte y el rigor de las penas del infierno.
“Pero en tu boca será dulce como la miel”, porque todo lo que es difícil como precepto y amargo en la palabra de la predicación, es liviano y dulce para el que ama. o también: es amargo en esta vida, porque acicatea a la penitencia; pero será dulce en la patria, porque llevará a la gloria. Por esto, sobre estos dos temas, dice el Señor en el evangelio de hoy‑. “Todavía un poco y no me verán”.
2.‑ En este evangelio se deben considerar tres realidades. Primero: la breve duración de nuestra vida, cuando se dice: “Todavía un poco y ya no me verán”. Segundo: la vana alegría por las cosas mundanas: “En verdad, en verdad les digo: ustedes gemirán y Dorarán”. Tercero: la gloria eterna: “Yo los veré de nuevo y su corazón se alegrará”.
Confrontaremos estas tres últimas partes del evangelio con las tres últimas partes del Apocalipsis. La primera parte trata de los siete ángeles que tienen las siete copas de la ira de Dios; la segunda habla de la condenación de la gran meretriz, o sea, de la vanidad mundana; y la tercera habla del río de agua viva, o sea, de la eternidad de la vida futura.
En el introito de la misa se canta: “Canta a Dios himnos de
gozo, oh tierra entera”; y se lee la epístola del bienaventurado Pedro: “Los
exhorto como a peregrinos y a forasteros.
3.‑ “Todavía un poco y no me verán”, como si dijera: “Poco, o sea, breve tiempo me queda hasta sufrir la pasión y ser encerrado en el sepulcro; y de nuevo, un poco más de tiempo, hasta verme resucitado”. o también: por poco tiempo, o sea, por tres días, yo no seré visto, porque estaré encerrado (en el sepulcro); y de nuevo, por poco tiempo, o sea, durante cuarenta días, ustedes me verán resucitado. “Porque voy al Padre”; o sea, ya va a llegar el tiempo en que yo, abandonada mi condición mortal, introduciré en el cielo la naturaleza humana.
observa que en este pasaje evangélico se repite siete veces la palabra “un poco”, para significar que nuestra vida, que se desenvuelve en siete días, es breve y medida. Dice Santiago: “¿Qué es nuestra vida? Es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Sant 4,14). Dice Job: “Pasan sus días en el bienestar, y en un instante bajan al sepulcro”. Y de nuevo: “La gloria de los impíos es breve, y la felicidad del hipócrita es como un punto” (21, 13; 20, Salm).Punto deriva de “punzar”, y es cortísimo, tanto que no tiene duración, y de tan incalculable brevedad, que no puede dividirse en partes.
El punto simboliza la vida del pecador, en la que siente la punción de la conciencia y la brevedad de la vida. Se lee en el libro de la Sabiduría: “La esperanza del impío es pelusilla barrida por el viento, o como espuma liviana, que la tempestad dispersa, o como humo que el viento desperdiga, y como el recuerdo de un huésped de un solo día, que se desvanece” (5, 15).
El placer, que se espera sacar de la abundancia de los bienes terrenales, vuela ligero como la pelusilla. La pelusilla es un vello que producen algunos árboles frutales; es también el fruto de la caña, hueco y superfluo, como la espuma, de la que habla Oseas: “Samaría hizo pasar a su rey, como espuma sobre la superficie del agua” (10, 7). Samaría simboliza a la autoridad, que hace pasar a su rey, o sea, al prelado, como espuma, en la que está indicada la soberbia, que pronto es barrida por la procela de la enfermedad. También el placer es como el humo de la mente, que molesta los ojos y deja en pos de sí excrementos, o sea, las inmundicias del pecado, como un huésped de paso.
Con estas cuatro comparaciones concuerda lo que dice Oseas: “Serán como neblina de la mañana, y como el rocío de la mañana que desaparece, y como el tamo que el torbellino levanta de la era, y como el humo que sale de la chimenea” (13, 3). La neblina y el rocío se desvanecen y se consumen, a la llegada del sol; el tamo es arrastrado por el viento y el humo se disipa en tenues volutas. De la misma manera, cuando llega la llama de la muerte, la abundancia de las cosas temporales se desvanece y se disipa, la concupiscencia de la carne y toda vanagloria se evaporan. ¡Ay de aquellos, pues, que por un poco de abundancia en esta vida y por algún efímero deleite pierden la vida eterna! En los siete días de este infeliz destierro están enredados en los siete vicios; y entonces deberán beber de las siete copas de la ira de Dios.
4.‑ He aquí la concordancia con el Apocalipsis., “oí una gran voz desde el cielo, que decía a los siete ángeles: “vayan y derramen las siete copas de la ira de Dios sobre la tierra”. Fue el primero y derramó su copa sobre la tierra. Y el segundo derramó su copa sobre el mar. Y el tercero derramó su copa sobre los ríos y las fuentes de las aguas. Y el cuarto derramó su copa sobre el sol. Y el quinto derramó su copa sobre el trono de la bestia, y su reino se cubrió de tinieblas. El sexto derramó su copa sobre el gran río Éufrates. Y el séptimo derramó su copa por el aire” (16, 1‑17).
En la tierra están indicados los avaros y los usureros; en el mar, los soberbios y los presumidos; en los ríos y en las fuentes de las aguas, los lujuriosos; en el sol, los vanidosos; en el trono de la bestia, los envidiosos y los indolentes; en el río Éufrates, que se interpreta “abundancia”, los beodos y los glotones; en el aire, los falsos religiosos.
De la tierra de la avaricia dice el Señor a la serpiente en el Génesis: “Comerás tierra todos los días de tu vida” (3, 14), porque el avaro es el alimento del diablo.
Del mar de la soberbia dice Job: “Habla el mar: no está conmigo” (28,14) la sabiduría, porque “Dios resiste a los soberbios” (1 Pe 5, 5).
Del río de la lujuria se dice en el Éxodo, que el faraón dio a todo el pueblo esta orden: “A todo hijo varón, que nacerá, échenlo al río” (1, 22). Faraón se interpreta “el que destruye” o “el que desviste”, y es figura del diablo que, después de haber destruido el edificio de la virtud, desviste y desnuda al hombre desgraciado del vestido de la gracia. El diablo quiere ahogar en el río de la lujuria toda obra viril, virtuosa y perfecta, y quiere preservar a las hembras, o sea, a las mentes afeminadas, de las que se servirá para obrar el mal.
Del sol de la vanagloria, al, hablar de la semilla y del sembrador, dice el Señor en Mateo: «Nacido el sol, la semilla se quemó y, por no tener raíces, se secó” (13, 6). La semilla simboliza las obras buenas que, cuando arde el sol de la vanagloria, se secan. En efecto, todo lo que hagas por vanagloria, lo pierdes. A este propósito habla el bienaventurado Bernardo: “Tú eres ceniza y polvo; ¿de dónde a ti la gloria? ¿De la santidad de la vida? Pero es el Espíritu el que santifica: no tu espíritu, sino el de Dios. Tal vez, ¿te halaga el favor popular, porque sabes exponer con elegancia la buena palabra? Pero es Dios el que da la boca y la sabiduría. ¿Qué es tu lengua, sino la pluma del escribano, que escribe velozmente?”.
Dice el filósofo Cicerón: “Breve es el camino para llegar a la gloria, para los que se esfuerzan por ser realmente lo que quieren aparecer”.
Del trono de la envidia, en el cual está sentada la bestia, o sea, el diablo, se lee en el Apocalipsis: “Sé dónde vives: donde está la sede de Satanás” (2, 13). Los envidiosos son la morada del diablo. Dice Job: “La fiera entra en su guarida y mora en su antro” (37, 8). La guarida y el antro son figuras del corazón del envidioso, que es oscurecido por el hollín de la envidia. Antro deriva de áter, negro o sombrío.
Del Éufrates de la gula se lee en Jeremías: “El cinturón se pudrió en el río Éufrates” (13, 7). El cinturón de la castidad se pudre en los excesos de la gula y de la ebriedad. Dice el Filósofo: “Come y bebe, para vivir bien; no vivas sólo para comer y beber”.
Del aire de la falsa religión se lee en el Apocalipsis “que el aire se oscureció por la humareda que salía del pozo” (9, 2). El pozo es la codicia, cuya humareda ya ahumó a casi todos los religiosos.
Todos los que se enredaron en estos siete vicios durante los siete días de esta vida, serán embriagados con las siete copas y serán afligidos por las siete plagas, o sea, las siete sentencias de condenación, en el infierno. Serán eternamente castigados en el cuerpo y en el alma, con los que pecaron.
Oremos, pues, queridísimos hermanos, al Señor Jesús, que en estos siete breves días de nuestra vida nos guarde, nos proteja y nos defienda, para que, liberados de las siete penas del infierno, merezcamos llegar al reino infinito de su gloria.
Nos lo conceda aquel que es el Dios bendito por los siglos
de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
5.‑ “En verdad, en verdad les digo que llorarán y gemirán, mientras el mundo gozará. Ustedes se entristecerán; pero su tristeza se cambiará en gozo. La mujer, al dar a luz, sufre tristeza, porque le llegó su hora; pero, después de haber dado a luz a un niño, ya no se acuerda más de los trabajos, por la alegría que llegó al mundo un hombre” (Jn 16, 20‑21).
En las tribulaciones de este mundo todos los buenos lloran, mientras los amantes del mundo gozan. Sobre unos y otros se explaya Isaías: “El Señor de los ejércitos llamó al gemido y al llanto, a raparse el cabello y a vestirse de saco. En cambio, ellos gozan y están alegres, matan novillos y carnean chivos, comen carnes y beben vino: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (22, 12‑13).
Todos los justos son llamados por la gracia de Dios al gemido de la contrición y al llanto de la confesión, a raparse la cabeza, o sea, a la renuncia de las cosas temporales, y a vestirse de saco, o sea, al rigor de la penitencia. En cambio, los amantes del mundo viven en los placeres del mundo, en la alegría del pecado, embriagándose de gula y de lujuria.
6.‑ Y ésta es la Babilonia, con la que concuerdan las palabras del Apocalipsis: “Vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata, cubierta de nombres blasfemos, con siete cabezas y diez cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas. Empuñaba con la mano una copa de oro, colmada con las abominaciones y las inmundicias de sus fornicaciones” (17, 3‑4).
La mujer (en latín, mulier), que deriva su nombre de “molicie”, simboliza a aquellos afeminados, que conforman su vida a la de Eva, de la que tuvo comienzo el pecado. De esta mujer dice Salomón: “La prostituta es como el estiércol por el camino” (Ecli 9, 10).
El estiércol es llamado así, porque se extiende por los campos (en latín, sterno). En la prostituta están representados todos los mundanos, que son conculcados por los demonios, como el estiércol es pisoteado por los viandantes. De esta meretriz el Señor se lamenta por boca de Jeremías: “Desde mucho tiempo atrás, rompiste mi yugo y desmenuzaste mis ataduras, y dijiste: “¡Ya no te serviré! “. En efecto, en todo altozano y bajo todo árbol frondoso, te prostituías” (2, 20).
Los hijos de este siglo, generación depravada, adúltera y perversa; y los hijos espurios, cómplices de los ladrones, o sea, de los demonios, rompieron el yugo de la obediencia y quebrantaron las ataduras de los mandamientos de Dios; y dijeron: “¡No serviremos!”. Job retoma el interrogante: “¿Quién es el Todopoderoso, para que lo sirvamos? ¿Y de qué nos aprovecha el adorarle?” (21, 15). En todo altozano de la soberbia y bajo todo árbol frondoso de la lujuria, porque la lujuria busca lugares frondosos y oscuros, como una meretriz, ¡se prosternan delante del diablo!
Con razón dice Juan: “Vi a una mujer, sentada sobre una bestia escarlata”. La bestia, casi vastia, devastadora, es el diablo, que devasta las virtudes del alma: el diablo es sanguinario hacia sí mismo y hacia los suyos.
Sobre él se sientan los mundanos, porque el diablo es su fundamento y en él se apoyan. Pero, el que se apoya en el diablo que cae del cielo, necesariamente caerá con él. Dice Job: “A la vista de todos, se precipitó” (40, 28): tanto él como los réprobos, de los que él es el jefe.
“Colmada de nombres blasfemos”. El diablo, como dice el Apocalipsis, tiene tres nombres: en hebreo Abdo, en griego Apollyon y en latín Exterminans. Abdo significa “esclavo”. Apollyon y Exterminans tienen el mismo significado de “Exterminador”. El término griego Apollyon puede significar también “dañoso” e “infernal”. Estos son los nombres blasfemos, con los que el diablo y sus seguidores blasfeman a Dios. Son esclavos del pecado, dañosos e infernales exterminadores, o sea, se ponen a sí mismos y a los demás extra terminum, fuera de los confines de la vida eterna.
“La bestia tiene siete cabezas y diez cuernos”. Las siete cabezas son los siete vicios , de los que habla el Profeta: “Vi en la ciudad la injusticia y la discordia. Día y noche la rodea sobre sus muros la iniquidad; y en medio de ella, ajetreo e injusticia; y no se apartan de sus plazas la usura y el engaño” (Salm 54, 10‑12). Es ciudad sanguinaria, toda llena de engaño, en la cual el Señor no entra. En ella se halla reunida una multitud de carnales y en ella reina la injusticia contra Dios, evocada aquí dos veces, porque de dos maneras se peca contra Dios: cometiendo alguna obra mala u omitiendo alguna obra buena. La discordia se refiere al prelado; el ajetreo y la injusticia, a ti mismo; y la usura y el engaño, al prójimo.
De los diez cuernos habla el Apóstol: “Están atestados de toda injusticia, maldad, fornicación, avaricia, perversidad, envidias, homicidios, contiendas, engaños y malignidad” (Rom 1, 29). o también, las siete cabezas y los diez cuernos podrían ser aquellos de que habla la Sabiduría: “Todo está en gran confusión: sangre y homicidio, robo y engaño, corrupción e infidelidad, peleas y perjurio, turbación entre los buenos, olvido del Señor, ‑corrupción de las almas, perversión sexual, infidelidad matrimonial, desórdenes, concubinatos, deshonestidad, culto de ídolos abominables” (14, 25‑27).
7.‑ “Y la mujer estaba revestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas” (Ap 17, 3‑4). En la púrpura se indica la pasión por las dignidades; en la escarlata, que es de color sanguíneo, la crueldad de la mente; en el oro, la sabiduría mundana; en las piedras preciosas y en las perlas, la abundancia de las riquezas. De todos estos adornos se rodea y se embellece la mujer meretriz, o sea, la gran Babilonia, la sinagoga de Satanás, la multitud de los carnales.
“Y tiene en mano una copa de oro”. La copa, o el cáliz de oro, en mano de Babilonia es la gloria mundana, dorada por fuera, pero por dentro repleta de toda suciedad y abominación. Por esto dice Salomón: “Falsa es la gloria y vana la belleza” (Prov 31, 30). Con este cáliz se embriagan los reyes de este mundo, los prelados de la Iglesia, las religiosas y los religiosos. Por eso dice Juan: “Con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se embriagaron con el vino de su prostitución “ (Ap 17, 2).
De esa ebriedad habla Isaías: “El Señor envió en medio de Egipto un espíritu de vértigo, y lo hizo errar en toda su obra, como tambalea el ebrio en su vómito” (19, 14). El vértigo en sentido propio es cualquier viento que levanta la tierra y la hace girar (remolino), o también es dolor de la cabeza (vahído).
En medio del Egipto, o sea, entre los mundanos, el Señor envió, o permitió que se desarrollara, el espíritu del vértigo, o sea, la pasión y la codicia, por cuyo impulso, como si fuera un torbellino, giran y dan vueltas; y así van errando, como un ebrio, que nunca encuentra un camino bastante ancho. Y como el ebrio, mientras es arrastrado o golpeado, no siente nada, así también los mundanos se tornan insensibles. Se lee en los Proverbios: “Mientras me azotaban, no sentí dolor; y mientras me arrastraban, no me di cuenta” (23, 35), porque el desgraciado pecador no siente dolor, cuando es azotado por los demonios; ni se da cuenta, cuando los mismos lo arrastran de pecado en pecado.
Concuerdan con lo anterior las palabras de Jeremías: “Goza y alégrate, hija de Edom, que habitas en la tierra de Uz. También a ti te llegará el cáliz, te embriagarás y serás desnudada” (Lm 4, 21). Edom se interpreta “sangre”. La hija de Edom es figura de la afeminada voluptuosidad de los carnales. A ella se dirige el Profeta irónicamente: “Goza y alégrate”. Ella goza de la abundancia del mundo y se alegra en la lujuria de la carne. Ella vive en la tierra de Uz, que se interpreta “consejo”, del cual dice Isaías: “Los sabios consejeros del faraón le dieron un consejo necio” (19, 11). Los sabios de este mundo dan consejos necios: buscar los bienes temporales, correr en pos de los transitorios, creer en las falsas promesas del mundo. La hija de Edom, engañada por el consejo de este mundo, se embriaga con la copa de oro de la gloria mundana y después es desnudada. Los amantes de este mundo, después de la embriaguez de las cosas temporales, serán despojados de todos sus bienes y, así despojados, serán condenados a las penas eternas.
Sigue Juan en el Apocalipsis: “Un ángel poderoso levantó una piedra, como una gran piedra de molino, y la echó al mar, gritando: “Con la misma violencia será derribada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más será hallada” (18, 21). El ángel fuerte es Cristo, que vence los poderes del aire. “Levantó una piedra”, porque levanta a los malos y a les que tienen el corazón endurecido, para castigarlos con mayor rigor. “Una gran piedra de molino”, porque están revueltos por las cosas mundanas, o también, porque aplastan a los demás; “y la echó al mar”, o sea, a las amarguras del infierno, para que, en la medida en que Babilonia se exaltó y se abandonó a los placeres, en la misma medida sufra los tormentos (del infierno).
8. Con razón en el evangelio de hoy dice el Señor: “El mundo gozará mientras ustedes estarán en la tristeza, pero su tristeza se cambiará en gozo”; y el gozo del mundo en tristeza”. Y dice el Señor en otra parte del mismo evangelio. “Todo hombre presenta ante todo el buen vino y después el menos bueno” (Jn 2, 10). En este mundo beben el vino de la alegría; pero en el otro beberán el vinagre de la gehena.
Dice Jeremías. “He aquí que los que no estaban condenados a beber el cáliz, lo beberán ciertamente; y tú, quizás, ¿quedarás impune? No serás considerado inocente, sino que también tú deberás beberlo, juro por mí mismo, dice el Señor, que Bosra será reducida a desierto, oprobio, escarnio y maldición” (49, 12‑13). Los santos, a los que ningún tribunal impuso beber el cáliz de la tristeza de este mundo, lo beberán con la amargura del corazón y lo beberán con el sufrimiento del cuerpo, porque ellos sufren y gimen por todas las abominaciones, que se cometen en toda la tierra. Y tú, Babilonia, madre de fornicaciones, ¿serás considerada inocente? No eres inocente; y por esto, después de haber bebido en este mundo el vino del placer, beberás en el otro mundo el vinagre del infierno.
Dice Gregorio: “Si es tan grande la fragilidad de esta vida mortal que ni los justos, que un día habitarán en el cielo, pueden pasar la vida sin trabajos, dado el inmenso cúmulo de la miseria humana, ¿cuánto más los que serán privados de la gloria celestial, deberán aguardar como seguro desenlace la eterna condenación?”. Y de nuevo. “Cada vez que yo medito en la paciencia de Job o evoco la muerte de Juan el Bautista, te digo a ti, pecador, busca entender de allí qué cosa padecerán aquellos a los que Dios condena mientras tanto sufren los que son elogiados por el testimonio del mismo juez? ¿Qué cosa hará el arbusto del desierto, si hasta el cedro del paraíso será sacudido por el terror?”.
“Juro por mí mismo, dice el Señor” ‑porque no hay otro por encima de mi‑, que “Bosra”, que se interpreta “fortificada”, o sea, la pérfida sinagoga de los mundanos, que se fortifica con los bastiones de los pecados y con las flechas de las defensas, ‑llegará a ser un desierto”, porque quedará aislada sin la compañía de la gracia; “y un oprobio”, porque despojada de todos los bienes temporales; “y un escarnio”, porque engañada por los demonios; “y una maldición”, como la que sigue: “¡Vayan, malditos, al fuego eterno!”.
“La mujer, cuando da a luz, siente tristeza”. Triste suena como a “triturado”, del latín tero, machacar. Los santos, en la peregrinación de este destierro, son machacados, afligidos y angustiados: de ellos el mundo no es digno. A ellos les habla hoy Pedro con las palabras de su epístola: “Queridísimos, los exhorto como a forasteros y peregrinos a abstenerse de los deseos carnales, que luchan contra el alma” (1 Pe 2, 11). Se llama forastero, porque viene de otro lugar; y peregrino es el que va lejos de su patria. Todos somos forasteros, porque venimos de otro lugar; o sea, del gozo del paraíso (terrenal) hemos llegado a la mísera condición de este destierro. Somos también peregrinos, porque, echados del rostro y de los ojos de Dios, vamos de acá para allá mendigando, lejos de la patria del cielo.
Abstengámonos, pues, de los deseos carnales, a semejanza de Nabot, que se interpreta “excelso”. Como él prefirió morir a vender su heredad, como se lee en el tercer libro de los Reyes (21, 1‑14), así nosotros debemos preferir sufrir cualquier penalidad a trocar la gloria eterna con los placeres de la carne. Si lo hacemos, nuestra tristeza se convertirá en gozo.
Con todo esto van de acuerdo las palabras del introito de
la misa de hoy: “Aclamen a Dios con alegría, tierra entera; canten un himno a su
nombre; denle la gloria y la alabanza” (Salm 65, 1‑2). Nos exhorta a hacer tres
cosas: aclamen a Dios, con la alegría del corazón; canten un himno, con la boca,
y denle gloria, con las obras. De esa manera, mereceremos Regar a la gloria del
gozo eterno.
9. “Yo los veré de nuevo, y su corazón se alegrará, y nadie podrá quitarles su gozo”.
Observa que el Señor nos ve de tres maneras. Primera: infundiéndonos la gracia. El dijo a Natanael: “Cuando estabas bajo la higuera, yo te vi” (Jn .1, 48). Los desterrados del paraíso terrenal recibieron un vestido de hojas de higuera, que provocan el prurito de la carne. Está bajo la higuera aquel, que busca para si una morada a la “sombra” de una conducta desganada y se deja atrapar por el prurito de la libido de la carne. Dios lo ve, cuando le confiere la gracia. Segunda: lo ve, cuando le conserva la gracia que le dio. Se lee en el Génesis: “El Señor vio todas las cosas que había hecho; y eran muy buenas” (1, 3 1). Todas las cosas que obra el Señor en nosotros, cuando nos infunde la gracia, son buenas; pero, cuando ve, o sea, conserva en nosotros lo que obró, entonces son muy buenas, o sea, perfectas. Tercera: nos verá, cuando nos tome consigo. Por eso dice: “Los veré de nuevo, y gozará su corazón”.
El corazón es la fuente del calor y el principio de la sangre, y es también el principio de los movimientos de las cosas agradables y de las perjudiciales; y en general, los movimientos de cada uno de los sentidos nacen de él y a él vuelven. Y la energía del espíritu permanece en el corazón hasta el último instante; y la consunción de todos los miembros sucede antes que la del corazón, el cual es el primero en pulsar y el último en detenerse (Aristóteles) Como el corazón es el órgano más noble que los demás, dice de él el Señor: “Y su corazón gozará”. Como la vida procede del corazón, así también del corazón proviene el gozo.
10.‑ “Y nadie podrá quitarles su gozo”. Con esto concuerda la última parte del Apocalipsis: “El ángel me mostró un río de agua viva, espléndido como el cristal, que procedía del trono de Dios y del Cordero, en medio de la plaza de la ciudad” (22, 1‑2). En el río está indicada la eternidad, en el agua viva la saciedad, en el esplendor del cristal la luminosidad, y en el trono de Dios y del Cordero, que es Dios y Hombre, la humanidad glorificada. ¡He ahí su gozo, que nadie les podrá quitar!
De la perennidad del río dice el Señor por boca de Isaías: “ ¡ojalá hubieses prestado atención a mis mandamientos! Tu paz sería como un río” (48, 18). El río tiene el agua perenne. Oh hombre, si tú prestas atención a los mandamientos de Dios, gozarás seguro en la paz de la eternidad.
Sobre la saciedad del agua viva se lee en el Salmo: “En ti está la fuente de la vida” (35, 10). Es una fuente perenne, una fuente que sacia a todos, ya que “el que beba de ella, no tendrá sed jamás” (Jn 4, 13).
Sobre el esplendor dice siempre el Apocalipsis: “La ciudad no necesita ni de sol ni de luna, porque la ilumina la luz de Dios, y su lámpara es el Cordero” (21, 23), o sea, el Hijo de Dios. De su trono, o sea, de su humanidad, en la cual se humilló la divinidad, proceden la luz de la perennidad, el agua viva de la eterna saciedad, el cristalino esplendor del divino fulgor, y se expanden al centro, o sea, a la comunidad, de la plaza de la ciudad, de la Jerusalén celestial, porque “Dios será todo en todos” (1Cor 15, 28). Todos recibirán denario, todos compartirán la única recompensa y todos darán gracias al Verbo encarnado, porque, por medio de El, llegaron a ser eternos, satisfechos, esplendorosos y bienaventurados.
También nosotros te rogamos, Señor Jesús, que en el septenario de esta corta existencia nos concedas la gracia de concebir el espíritu de salvación y de dar a luz al heredero de la vida eterna, a través de la tristeza del corazón; y así mereceremos beber del río de agua viva en la Jerusalén celestial y gozar para siempre contigo.
Dígnate concedérnoslo tú, que eres el Dios bendito, glorioso, digno de alabanza y de amor, dulce e inmortal por los siglos eternos.
Y toda criatura responda: “¡Amén! ¡Aleluya!.
11.‑ “La mujer, que da a luz, sufre tristeza”. Dice Isaías: “El Señor te llamó como a una mujer abandonada y con el ánimo afligido” (54, 6). El Señor, con la inspiración de su gracia y con la predicación de la iglesia, llama a la mujer, o sea, al alma pecadora, floja y afeminada, a la penitencia: abandonada por el diablo y acogida por Dios. Por esto ella dice: “Mi padre”, o sea, el diablo, y “mi madre”, o sea, la concupiscencia carnal, “me abandonaron; pero el Señor me acogió” (Salm 26,10). Los que son abandonados por el diablo, son acogidos por Cristo.
Se cuenta que el cuervo no alimenta a sus polluelos, si antes no ve crecer en ellos las plumas negras. Mientras tanto, los pequeños cuervos viven así: en la baba que fluye de la boca de los pequeños cuervos, se juntan las moscas; y entonces los pequeños cuervos chupan la baba con las moscas; y de esta manera tan singular se alimentan. Dice Job: “¿Quién prepara a¡ cuervo su alimento, cuando sus polluelos claman a Dios y andan errantes por falta de comida?” (38, 41). Y el Salmo: “El da su alimento al jumento y a los polluelos de los cuervos que gritan a El” (146, 9). Pero, si el cuervo ve que sus polluelos crecen con las plumas blancas, los abandona y los arroja del nido.
El cuervo es el diablo. Los polluelos del cuervo son los pecadores que viven en pecado mortal, imitando la negrura del padre. De ellos habla el profeta Nahúm: “Su rostro es como la negrura de la olla” (2, 10). La olla toma el color negro del fuego y del humo. La cara simboliza las obras, por las que, como por la cara, el hombre es conocido. “Por sus frutos los conocerán” (Mt 7, 16).
Las obras de los pecadores son como la negrura de la olla, porque están ennegrecidas por el fuego de la sugestión diabólica y el humo de la concupiscencia carnal. Dice Jeremías en las Lamentaciones: “Su semblante es más oscuro que el carbón” (4, 8). Los pecadores son, pues, hijos del diablo; pero, cuando, por medio de la gracia, a través de la remisión de los pecados, recuperan el candor, entonces el diablo los abandona y el bondadosísimo Señor los acoge en los brazos de su misericordia.
Con razón se dice: “Una mujer abandonada y con el corazón abatido”. La misma se lamenta por boca de Jeremías: “Me dejó abandonada y todo el día amalgamada de dolor” (Lm 1, 13). “Desolada”, o sea, privada del consuelo de las cosas temporales; “amalgamada de dolor”. Se forma una óptima amalgama, cuando con estas tres especias ‑la contrición, la confesión y la satisfacción‑, unidas al bálsamo de la divina misericordia, por obra del perfumista, o sea, del Espíritu Santo, se prepara el reconstituyente para el alma penitente. De ella dice el Señor en el evangelio de hoy: “La mujer, cuando da a luz, sufre tristeza”.
Ya que el Señor nos presentó el ejemplo de la mujer que da a luz y de su dolor, para enseñarnos a arrepentirnos del pecado y a producir obras buenas, por esto queremos explicar cómo el hombre es concebido en el seno materno, cómo se forma, cómo es llevado por nueve meses y cómo es dado a luz en el sufrimiento. Expondremos ante todo el proceso natural y después las aplicaciones morales que se pueden sacar.
12.‑ La mujer concibe en el deleite, y da a luz en el dolor. Después de la fecundación se vuelve más pesada y sobre sus ojos se forma como una sombra. En algunas mujeres esto aparece muy pronto, unos diez días después; y en otras más tarde. En las mujeres grávidas se manifiesta una disminución del apetito, cuando al embrión le comienzan a nacer los cabellos en la cabeza.
Entre todos los órganos, el primero que se forma es el corazón, y los órganos internos se forman antes que los externos. Y se distingue, ante todo, la parte superior, del diafragma para arriba, y es la más grande en proporción; en cambio, la parte inferior es más pequeña. Necesariamente, el órgano que es el corazón, debe formarse antes que los demás, porque es el principio del movimiento y es el órgano que tiene una vasta influencia, porque de él procede (depende) la vida. El corazón está situado en la parte superior y por delante. Lo que es más noble, está puesto en el lugar más noble, según la naturaleza.
Sólo el corazón, entre todos los órganos internos, no debe sufrir dolores ni grandes enfermedades. Y esto es muy justo, porque cuando se arruina el principio, el fundamento, llega a faltar el sustentáculo para los demás órganos. Los demás órganos reciben su fuerza del corazón; pero el corazón no la recibe de ellos. Y en el corazón no hay hueso, a excepción del corazón del caballo y de alguna raza de vacas. En el corazón de estos animales hay un hueso en razón de la grandeza de su cuerpo. El hueso está puesto por la naturaleza en el corazón para sostenerlo, como en los demás miembros. (Aristóteles).
Después de la formación del corazón, se forma la parte superior del cuerpo. Por esto en la formación del embrión, aparecen primeramente la cabeza y los ojos. En cambio, los miembros que están por debajo del ombligo, como las piernas y los muslos, se muestran muy pequeños, ya que la parte inferior del cuerpo está ordenada para la parte superior.
En el corazón, pues, deben hallarse el principio de los sentidos y todas las potencias del alma; y es por esto que el corazón se forma primero. Y a motivo del calor del corazón y de ser centro de irradiación de las venas, la naturaleza dispuso, en contraposición al corazón, un órgano frío, o sea, el cerebro. Por esto, en el proceso del desarrollo se forma la cabeza después de la formación del corazón. La grandeza de la cabeza es superior a la grandeza de los otros miembros, porque el cerebro es grande y blando, desde su formación. Por eso los recién nacidos no pueden sostener la cabeza por largo tiempo, por el peso del cerebro. Y todos los miembros reciben primeramente la configuración y las características; y después, poco a poco, reciben la consistencia, la morbidez y el colorido apropiados. El pintor, ante todo, traza el dibujo y después pone los colores sobre los dibujos, hasta completar su obra.
Si en el pequeño cuerpo se forman los atributos masculinos, las mujeres grávidas van a tener un colorido más hermoso y el parto resultará más fácil; y desde los cuarenta días ya comienza el movimiento. En cambio, el sexo femenino comienza a moverse sólo al nonagésimo día, y, después de haber concebido una hembra, el rostro de la grávida se torna más pálido y sus piernas se aflojan en la lentitud. Cuando nacen los cabellos en ambos sexos, aumentan también las incomodidades de la madre y en los plenilunios crece también el malestar. Por otra parte, el plenilunio es siempre perjudicial a los nacidos. Si la futura madre come alimentos un tanto salados, el niño nace sin uñas. Y observa que todos los animales cuadrúpedos están extendidos en el útero, mientras los animales sin pies, como los peces, por ejemplo, la ballena y el delfín que llevan a las crías en el vientre, están estirados en un costado. En cambio, otros peces depositan sus huevos en el agua; y por esto aman poco a los hijos, porque fatigan poco por ellos. Por eso se lamenta Habacuc: “Tú hiciste a los hombres como a los peces del mar y como a los reptiles que no tienen quien los gobierne” (1, 14).
Y todos los animales que tienen dos pies yacen encorvados en el útero, como las aves y el hombre, que están encorvados en el útero: su nariz está entre las rodillas y sus ojos por encima de las rodillas. Por esto, las mejillas (en latín, genae) deben su nombre a la rodilla (en latín, genu); y, cuando en la oración doblamos las rodillas, los ojos se excitan hasta las lágrimas por cierta sintonía afectiva.
Y sus orejas sobresalen. Y todos los animales, en sus comienzos, tienen la cabeza dirigida hacia lo alto; y cuando están formados y se mueven para salir, dirigen la cabeza hacia abajo. Como la parte superior del cuerpo es más grande y pesada que la parte inferior, sucede como en la balanza, en la que el plato más pesado se doblega hacia la tierra. Y en los hombres las manos del embrión están estiradas sobre las costillas; pero cuando el niño nace, en seguida sus manos van a la boca.
Cuando la mujer está muy cerca de liberar el útero y llega el momento del parto, conviene que retenga al máximo el aliento, porque el bostezo podría detener el puerperio y el retraso podría ser letal. Esto sucede, sobre todo, en las mujeres que tienen el tórax estrecho, y por esto no pueden retener bien el aliento.
Observa también que en muchísimas mujeres su estado de salud empeora durante el embarazo; y esto sucede porque están demasiado tiempo inactivas, y por ende se les acumulan muchos humores superfluos. En cambio, en las mujeres que trabajan, el embarazo no produce tales inconvenientes; y probablemente dan a luz sin retraso, porque el esfuerzo consume los humores superfluos. El esfuerzo es una de las cosas que hacen transpirar mucho; y así la mujer en el parto puede retener su aliento. Por ende, cuando hace así, su parto será rápido y fácil; cuando no lo hace, su parto será doloroso, complicado y triste. “La mujer, pues, cuando da a luz, está en la tristeza”.
13.‑ En sentido moral. La mujer es el alma. La gracia del Espíritu Santo es como el esposo que la hace fecunda del hijo de la bendición, o sea, del propósito de la buena voluntad y del espíritu de salvación. Dice Isaías: “Delante de tu rostro, Señor, hemos concebido y hemos dado a luz el espíritu de la salvación” (26, 17‑18). Después de esa fecundación, el alma se torna pesada, porque se aflige por los pecados; la vista se le debilita por la neblina, porque se le amortigua el esplendor de las cosas temporales. Dice Job: “Se oscurecerán las estrellas a causa de su nebulosidad” (3, g). Las estrellas de la gloria mundana se opacarán por la neblina de la penitencia. En la fecundación se embota y se marchita el apetito, porque el alma, después que la gracia de Dios la fecunda, se torna remisa para el mal y siente náusea de los vicios pasados. Dice la esposa en el Cantar: “Anuncien a mi dilecto, que desfallezco de amor” (5, 8). El hombre lánguido es débil y siente fastidio por la comida. Concluye la Glosa: “También el alma, cuando languidece de amor por su esposo, se vuelve incapaz de hacer el mal y siente repugnancia por los vicios practicados con antelación”.
El corazón, entre todos los órganos, es el primero en ser formado. En el corazón está indicada la humildad, porque esta virtud halla en él su morada preferida. “Aprendan de mí, dice el Señor, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). La humildad debe nacer antes que las demás virtudes, porque ella es “la forma que reforma las cosas deformadas”. De ella deriva el principio motor de todas las buenas obras, y ella tiene una gran influencia sobre todas las demás, porque es “madre y raíz de todas las virtudes” (Gregorio).
Dice Salomón: “Mejor un perro vivo que un león muerto” (Ecle 9, 4). Y comenta la Glosa: “El humilde publicano es mejor que el soberbio fariseo. Cuanto más se humilló el primero, tanto más fue encomiado”. Y el bienaventurado Bernardo: “Cuanto más a fondo excaves los cimientos de la humildad, tanto más en alto se elevará el edificio” (de la santidad). La humildad es más noble que las otras virtudes, porque con su nobleza sostiene las cosas menos nobles y menos apreciadas. Debe ser ubicada preferentemente en el lugar más alto, o sea, en los ojos, y en la parte más avanzada, o sea, en los ademanes del cuerpo. Dice el evangelio del humilde publicano: “No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que golpeaba su pecho, diciendo: “¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador! “ (Lc 18, 13).
Como el corazón no puede sufrir dolencias o enfermedades, así la verdadera humildad no puede permitir que uno se queje de la injuria recibida ni que se disguste por la prosperidad ajena. Y esto es muy justo, porque si la humildad se malogra, todas las demás virtudes se desploman. Dice Gregorio: “El que acumula virtudes sin la humildad, es como aquel que echa el polvo contra el viento”.
A excepción del corazón del caballo y de la vaca, en ningún corazón hay hueso, En el caballo está indicado el hipócrita arrogante y en la vaca el lujurioso. En la falsa humildad del hipócrita se asoma el hueso de la soberbia y de la rapiña, porque se ufana con las plumas del avestruz y arrebata las alabanzas de la santidad ajena. En la inconstante humildad del lujurioso se exterioriza el hueso de la disculpa y de la obstinación. A través de estos dos animales, o sea, el caballo y la vaca, están señalados todos los géneros de vicios,
14.‑ Después de la formación del corazón, se forma la parte superior del cuerpo. Cuando en la mente del hombre nace la humildad, entonces se establece la distinción entre la parte superior y la inferior; y como la parte superior tiene mayor dignidad que la inferior, por eso se forma antes y, ante todo, aparecen en ella la cabeza y los ojos. La parte superior es la vida contemplativa, en la que, ante todo, aparece, y debe aparecer, la cabeza de la caridad, de la que se dice en el Cantar: “Su cabeza es oro purísimo” (5, 11). El oro es puro y esplendente; y la caridad debe ser pura con respecto a Dios y esplendente con respecto al prójimo.
Y entonces aparecen los ojos, o sea, el conocimiento de la felicidad eterna. La vida activa, como parte inferior, debe servir a la contemplación, porque la parte inferior está en función de la parte superior. Dice el Apóstol: “No fue el hombre formado de la mujer, sino la mujer del hombre” (1Cor 11, 9). La vida activa fue instituida para servir a la vida contemplativa, no la vida contemplativa para servir a la activa.
Y como el cerebro, que es miembro frío, fue puesto en contraposición al corazón, para templar su calor, así la vida contemplativa, que consiste en la compunción de la mente, está puesta en contraposición con la vida activa, para que con su oración y la compunción de las lágrimas temple la fiebre del activismo y el ardor de las tentaciones; y todo esto debe llevarse a cabo con la humildad del corazón.
Y como la grandeza de la cabeza es superior a la de los demás miembros, as! la gracia de la contemplación es más sublime, porque está más cerca de Dios, a quien contempla.
¡Ay de mí! ¡Cuántos niños, o sea, cuánta gente de mente voluble, intentaron sostener la grandeza de esta cabeza; sin embargo, por largo tiempo no pudieron resistir, por su grandeza! Sólo Abraham, el justo, con el hijito, o sea, con la pureza de la mente, subió al monte (Gen 22, 5) de la vida contemplativa. En cambio, los siervos permanecieron en el valle de los placeres mundanos, esperando junto con el asno, o sea, con la lentitud del asno.
Y como todos los miembros reciben, ante todo, su configuración, sus señales, su colorido, su consistencia y su morbidez, así todas las virtudes deben tener su configuración, para que, avanzando por la vía regia, no tuerzan ni a la derecha ni a la izquierda, y para que,” bajo pretexto de justicia la crueldad no reivindique su lugar, ni la ociosa indolencia se disfrace con el manto de la mansedumbre” (Isidoro). Y deben tener las señales de la pasión del Señor, para que todo lo que hagamos de virtud esté marcado con el sello de su cruz; y también el colorido, no sombrío sino genuino, para que los vicios, teñidos con el color de las virtudes, no engañen al alma.
Dice san Isidoro: “Algunos vicios toman la apariencia de las virtudes, y así engañan más funestamente a sus seguidores, porque se esconden bajo el velo de la virtud”. Y el Filósofo: “Ninguna acechanza es más secreta que la que se esconde bajo la apariencia del deber”. El caballo de Troya engañó, porque simulaba la imagen de Minerva. Además, las virtudes deben tener su consistencia y su morbidez: vino y aceite, la vara y el maná, los azotes y los pechos, la espada y el ungüento.
15.‑ “Cuando el pequeño cuerpo toma las características masculinas...” En el varón está indicada la obra virtuosa, en la hembra la obra afeminada. Cuando el alma concibe una obra virtuosa, manifiesta buen talante, porque todo lo dispone con rectitud y orden, y manifiesta buen colorido, porque agrada a Dios y edifica al prójimo. A este varón lo quiere ahogar el faraón, o sea, el diablo, en el río de Egipto, o sea, en el amor de este mundo.
Y de este varón se habla en el primer libro de los Reyes: “Señor de los ejércitos, dijo Ana, si dieras a tu sierva un hijo varón, lo consagraré al Señor todos los días de su vida” (1, 11). Pide un hijo varón, no una hembra. Sabia ella que el faraón había ordenado que las hembras le fueran reservadas (Ex 1,22).
Por eso, en el sexo femenino está simbolizada la obra de la mente afeminada; y cuando la mísera alma la concibe, su rostro se cubre de palidez, o sea, es afeado por el amor de las cosas terrenales y es estorbado por una floja lentitud, porque el alma negligente, tibia y privada de fuerzas, flaquea en las obras buenas. Esta es la hija del rey de Egipto, que echó a perder la sabiduría de Salomón y “pervirtió su corazón, para que siguiera a dioses foráneos” (3Rey 11, 3‑4).
¡Ay de mí! ¡Cuántos sabios, tibios por la languidez de la mente, se abandonan hoy a los pecados mortales! Cuantos son los pecados mortales, otros tantos son los dioses a los que adoras. Dice el bienaventurado Bernardo: “Aunque seas sabio, te falta la sabiduría si no lo eres para tu bien”. Cuando los cabellos, o sea, los pensamientos inútiles, nacen en la mente, procuran al alma grandes inconvenientes, porque, como dice Salomón: “los pensamientos malos alejan de Dios” (Sb 1, 3).
Y cuando la mujer grávida come alimentos un tanto salados, la criatura nace sin unas. La sal hace estéril el terreno. La mujer de Lot fue convertida en una estatua de sal (Gen 19, 26). El Señor ordena que la sal insípida sea echada fuera (Mt 5, 13). En este pasaje, la sal indica la vanagloria, que hace estéril toda obra. El alma, que ha de dar a luz al heredero de la vida eterna, si come la sal de la vanagloria, su obra carecerá de uñas, o sea, será privada de la perseverancia final y de la gloria celestial.
Además, las aves y el hombre yacen encorvados en la matriz; y sus narices están entre las rodillas, y los ojos sobre las rodillas, y las orejas por fuera. En la nariz está indicada la discreción; en las rodillas, la compunción de las lágrimas y la aflicción de la penitencia; en los ojos, la iluminación de la mente‑ y en las orejas, el mandato de la obediencia.
El ave y el hombre simbolizan el propósito de la buena voluntad, porque vuela en la contemplación y fatiga en la acción. Dice Job: “El hombre nace para la fatiga, y el ave para el vuelo” (5, 7). Su nariz tiene que estar entre las rodillas, para poder proceder con discreción y teniendo el justo medio, tanto en la compunción de la mente como en la aflicción del cuerpo. Los ojos deben estar sobre las rodillas, para que realicen todas las cosas en la gozosa iluminación de la conciencia, “porque Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7). Y las orejas deben estar por fuera, para obedecer por libre opción, porque, dice Gregorio, “la obediencia atrae a sí todas las virtudes y, después de haberlas atraído, las custodia”.
Este hijo del alma (la obra buena) debe extender sus manos sobre las costillas, Las costillas son llamadas así, porque “custodian” los órganos internos, y simbolizan el humilde aprecio de sí y el desprecio del mundo. Estas son dos excelentes condiciones para custodiar todas las virtudes, y sobre ellas el hijo del alma debe tener abiertas y fuertemente adheridas las manos, para decir con Abraham: “Hablaré a mi Señor, aunque sea polvo y ceniza” (Gen 18, 27). Y con David: “¿A quién persigues, oh rey de Israel? ¿A quién persigues? Tú persigues a un perro muerto y a una pulga” (1Rey 24, 15); y con el Apóstol: “Para mí el mundo está crucificado, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6, 14.
Apenas nacido, este hijo en seguida lleva las manos a la boca. Esto indica que cada uno, recordando su nacimiento, debe poner las manos sobre su boca, para no pecar con su lengua. Dice Salomón: “El que guarda sus labios, guarda su alma” (Prov 21, 23).
“Cuando la mujer está por liberar el útero Dice Jesús: “Cuando la mujer da a luz, sufre tristeza, porque le llegó su hora”. La hora del parto de la mujer simboliza la confesión del alma penitente. En aquel momento el alma debe entristecerse y prorrumpir en gemidos amargos, diciendo con el Profeta: “Estoy agotado de tanto gemir” (Salm 6, 7).
Observa que en la mujer que da a luz se deben considerar cuatro momentos: el dolor y el trabajo, el gozo del parto y los deberes de la obstetra. Las mismas cosas se deben considerar en el penitente, del que la mujer que da a luz es figura.
16.‑ Del dolor y del trabajo habla el profeta Miqueas: “¿No tienes a algún rey, o pereció tu consejero, porque te tomó el dolor como a una parturienta? Sufre y esfuérzate, hija de Sión, como una parturienta. Ahora saldrás de la ciudad, morarás en el campo y llegarás hasta Babilonia. Allí serás liberada, allí te rescatará el Señor de la mano de tus enemigos” (4, 9‑10).
Jesucristo es el rey, que guía el alma, para que no vaya errando, y es el consejero, porque la exhorta a esperar en la misericordia; y le dice: “Sufre, hija de Sión, o sea, alma, con el dolor de la contrición; esfuérzate, o sea, obra con valor en la obra de la satisfacción, para que la pena sea proporcionada a la culpa. Ahora saldrás de la ciudad, o sea, de la congregación de los santos, como se hace con los penitentes al comienzo del ayuno cuaresmal, porque el leproso habitaba fuera del campamento. Habitarás, oh alma, en el campo de la desemejanza, en el que el hijo pródigo derrochó la sustancia del padre, viviendo disolutamente‑, habitarás allí, para reconocer tu desemejanza y recuperar la semejanza con Dios, según la cual fuiste formada. Y llegarás hasta Babilonia, o sea, a la confusión del pecado, para que, avergonzada de tu pecado, lo reconozcas, y, reconociéndolo, lo llores, y, llorándolo, recuperes la gracia”. Allí serás liberada, porque, como dice Agustín, “si tú reconoces tu pecado, Dios lo desconoce”, o sea, lo perdona. Allí Dios te rescatará de la mano de tus enemigos, porque la humillación por el propio pecado provoca la expulsión de los demonios,
Del gozo del parto espiritual dice el Señor: “Gran gozo hay en el cielo por un pecador que hace penitencia”; y “Alégrense conmigo, porque hallé la dracma perdida”; y el arcángel Gabriel dice de Juan el Bautista: “Muchos se gozarán en su nacimiento”. (Lc 15, 7 y 9; y 1, 14).
Se lee en el Génesis que “Abraham celebró un gran banquete en el día del destete de Isaac” (21, 8). Cuando el pecador es “destetado”, o sea, separado de la leche de la conducta mundana y de la concupiscencia carnal, entonces Abraham, o sea, Dios Padre, prepara en el cielo un gran banquete. Dice Lucas: “Es necesario banquetear y alegrarse, porque este mi hijo estaba muerto y resucitó, estaba perdido y fue hallado” (15, 32).
Del oficio de las obstetras, o sea, de la diligencia de los sacerdotes, habla Job: “Con su mano de obstetra, fue extraída la serpiente tortuosa” (26, 13). Se dice obstetra del latín obstare, estar delante, servir. Las obstetras son figuras de los sacerdotes, que deben asistir y servir a los pecadores que se confiesan. Por esto se dice: “Con su mano de obstetra”.
El sacerdote es la mano del Señor, con la cual debe extraer la serpiente del pecador, o sea, al hombre viejo, para que después pueda dar a luz al hombre nuevo.
Se cuenta que en algunas regiones, en el momento del parto, las mujeres expulsan a un sapo antes de dar a luz al niño, así debe hacer el penitente: a través de la confesión expulsa al hombre viejo, y después da a luz en si mismo al hombre nuevo. Y si quiere darlo a luz con mayor seguridad, facilidad y tranquilidad, se cuide de bostezar.
Bosteza aquel que confiesa la historia de sus pecados de una manera desganada y casi durmiendo, Bosteza aquel que, trabado por la vergüenza, no manifiesta su pecado, como se había propuesto confesar. Dice Isaías: “Los hijos llegaron hasta el punto de nacer; pero la madre no tuvo fuerzas de darlos a luz” (37, 3). Y esto sucede cuando el pecado ya está en la boca, pero por la vergüenza la boca no se abre para la confesión; y así la pobre alma muere. Si sufriera y si fatigara, sin duda el alma gozaría por el parto.
Pero a causa de la inacción y del desgano, por los que se acumula en el alma un exceso de malos pensamientos, su disposición empeora y el parto corre graves riesgos.
Dice Jerónimo: “Hay que estar siempre ocupado, porque si la mano se detiene, el campo de nuestro corazón será invadido por las zarzas de los malos pensamientos”. E Isidoro: “La libido quema más intensamente, si encuentra a uno en el ocio”.
En cambio, en el alma de veras arrepentida están el dolor y el trabajo; y por esto el parto de la confesión es rápido y fácil. En efecto, el trabajo consume los humores superfluos, y es una de las cosas que hacen transpirar abundantemente. Dice el Génesis: “Con el sudor de tu frente comerás tu pan” (3, 19).
El rostro es llamado así, porque manifiesta la voluntad del alma (en latín, rostro, vultus, tiene asonancia con voluntad). En el rostro del auténtico penitente se manifiesta el dolor de la contrición y fluyen las lágrimas de la amargura, como si fueran sudores del cuerpo. Y allí están el pan y el alimento del mismo penitente.
Con toda razón se dice: “La mujer, cuando da a luz, sufre tristeza; pero, después de haber dado a luz al hijo, ya no recuerda los aprietos por el gozo”, o sea, a motivo de la gloria eterna. Dice Isaías: “Las precedentes angustias fueron olvidadas, y ya no volverán a oprimir el corazón; sino que ustedes gozarán y exultarán para siempre” (65, 16‑18).
De la tristeza de este mundo se digne guiarnos a ese gozo sempiterno aquel Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.
1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Voy al Padre que me envió; y ninguno de ustedes me pregunta: “¿A dónde vas?” (16, 5).
Dice Santiago en la epístola canónica: “El labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que caigan las lluvias tempranas y las tardías” (5, 7). El labrador, que cultiva el campo, es el predicador que, con el sudor de su frente y con el escardillo de la palabra, cultiva el campo, o sea, el alma de los fieles, El agro, campo, deriva del verbo latino ágere, obrar, trabajar. Los campos o se siembran, o se cultivan a plantas, o se disponen para pastoreo, o se adornan con diversidad de flores. También en el alma es necesario hacer siempre alguna cosa, para que no suceda lo que dice Salomón: “Pasé por el campo del hombre perezoso; y he ahí que estaba totalmente invadido por espinas” (24, 30‑31). “Donde existen la inercia y la pereza, en seguida prosperan las punzantes espinas de los malos pensamientos” (Glosa). Por esto el alma ha de ser sembrada con la semilla de la predicación, cultivada con las plantas de las virtudes, dispuesta para el pastoreo, o sea, para las aspiraciones a la vida eterna, y embellecida con variedad de flores, o sea, con los ejemplos de los santos. Si el campo fuere así cultivado, de él dirá el Señor: “He ahí el olor de mi hijo como el olor de un campo florecido, que el Señor bendijo” (Gen 27, 27).
“El labrador espera el precioso fruto de la tierra”. Ya que el predicador cultiva el campo del Señor, espera el fruto de la tierra, o sea, de la vida eterna. Por esto el Señor promete al predicador por boca de Jeremías: “Si conviertes (a alguno), yo te convertiré, Si separas lo precioso de lo vil, tú serás como mi boca (15, 19) “. “Si conviertes”, o sea, si haces que se convierta “un pecador del error de su camino” (Sant 5, 20), yo te convertiré a ti, infundiéndote la gracia. Y “si separas lo precioso”, o sea, el alma, que yo compré con mi sangre preciosa, “de lo vil”, o sea, del pecado, del que nada es más vi¡, serás como mi boca, porque en la regeneración (juicio final) yo juzgaré a los impíos por medio de ti.
Mientras tanto, hay que obrar con paciencia. Por esto añade: “El labrador espera pacientemente hasta recoger lo temporáneo y lo tardío”. Se llama “temporáneo” lo que madura antes; y “tardío”, cuando la maduración está completa. El predicador, si soporta con paciencia y con gozo, cuando cae en algún trance, recibirá lo temporáneo de la gracia en la vida presente y lo tardío de la gloria en la vida futura. De ello habla el Señor en el evangelio de este domingo: “Voy al Padre que me envió”.
2.‑ Observa que en este pasaje evangélico se destacan tres momentos. Primero: el retorno de Jesucristo al Padre, cuando dice: “Voy a aquel que me envió”. Segundo: la denuncia lanzada contra el mundo con respecto al pecado, a la justicia y al juicio, donde dice: “Cuando venga el Espíritu, acusará al mundo”. Tercero: las inspiraciones del Espíritu de verdad, donde concluye: “Cuando venga el Espíritu de verdad, les enseñará toda la verdad”.
En este domingo y en el próximo se leen las epístolas
canónicas. El introito de la misa de hoy nos exhorta: “Canten al Señor un
cántico nuevo”. Y se lee la epístola del bienaventurado Santiago: “Todo don
valioso que vamos a dividir en tres partes y establecer una concordancia con
las tres partes del evangelio. Las tres partes de la epístola son: primera:
“Todo don valioso...”; segunda: “Ustedes saben, hermanos míos queridísimos”; y
la tercera: “Por esto, arrojen toda inmundicia”.
3.‑ “Yo voy al Padre que me envió”. Poco antes, el Señor había dicho: “Ustedes ya saben adónde voy y conocen también el camino”. Pero Tomás lo interrumpió: “Señor, no sabemos adónde vas”. Poco después, el Señor añadió: “Voy al Padre que me envió. Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 14, 4‑5; 16, 28). Este es el círculo, del que habla el Padre en Isaías, amenazando al diablo: “Yo pondré un anillo en tu nariz y un freno en tus labios, y te haré volver por el camino por el que viniste” (37,29).
El círculo, llamado así porque corre alrededor, es figura de Jesucristo, que, como el círculo, regresó allí de donde había partido. En efecto, había salido del Padre, incursionó hasta los infiernos y volvió al trono de Dios.
Un anillo fue puesto en las narices del diablo, porque la Sabiduría de Dios se encarnó, para enseñarnos la verdadera sabiduría, y así, a través de la sabiduría por El enseñada, reducir a la nada las acechanzas del diablo, simbolizadas en sus narices. Las narices, llamadas en latín nares porque sale de ellas el aire (en latín, aer), o sea, el aliento, simbolizan la astucia de las acechanzas diabólicas. En efecto, el diablo, a través de conjeturas externas y del temperamento de los hombres, intuye y husmea, como por el olfato de las narices, a cuáles vicios es uno más propenso, y allí coloca sus trampas. Pero cada hombre, iluminado por la sabiduría de Dios, si quiere, puede evitar esas trampas.
“Y pondré un freno en tus labios”. El freno es la cruz de Jesucristo. El diablo, frenado como un caballo por la cruz, ya no nos puede devorar, como lo hacía antes. Concuerda con esto lo que se lee en Job: “¿Quién se atreverá a poner una argolla en las narices de Behemot y a perforar sus quijadas con un gancho?” (40,24).
El gancho ‑en latín, armilla, pequeña arma‑ es la cruz de Jesucristo, de la que dice Isaías: “El poder se estableció sobre sus hombros” (9, 6). Con semejante gancho, el Hijo de Dios perforé las quijadas del diablo, y liberó de sus fauces al género humano. Después, añade: “Te haré volver por el camino por donde viniste”.
El diablo perdió la posesión del mundo por el mismo camino, por el cual lo había usurpado. Había engañado al hombre y a la mujer con el árbol prohibido y con la serpiente. Por un hombre también, o sea, por Jesucristo, y una mujer, o sea, la bienaventurada Virgen, por medio del árbol de la cruz y la serpiente, o sea, la muerte de Jesucristo, simbolizada por la serpiente que Moisés enarboló en el desierto en un asta de madera, el diablo perdió el dominio sobre el género humano. Cumplida la obra de nuestra salvación, Cristo dice: “Voy al Padre que me envió”.
Con todo lo anterior concuerda lo que se lee en Tobías, cuando Rafael, después de haber encadenado al demonio y restituido la vista a Tobías, dijo: “Ya llegó el tiempo de regresar a aquel que me envió” (12, 20). Rafael se interpreta “medicina de Dios”. El es figura de Jesucristo, quien, con su carne clavada en el madero de la cruz, sacó de la serpiente un antídoto para nosotros; y as! encadenó al diablo y restituyó la vista al género humano. Y después dijo: “Ya llegó el tiempo de regresar a aquel que me envió”, o sea, “voy al Padre que me envió”.
4.‑ El Padre nos envió al Hijo, regalo óptimo y don perfecto, como se expresa en concordancia la epístola de hoy: “Todo regalo óptimo y todo don perfecto” (Sant 1, 17). Es óptimo, porque es sumo; y es perfecto, porque no se le puede añadir nada. Cristo es el regalo óptimo, porque nos fue dado por el Padre, del que es sumo y coeterno Hijo. Por esto se dice en el segundo libro de los Reyes: “La tercera batalla se realizó en Gob contra los filisteos; y en ella Adeodato, hijo de Salto, tejedor de vestidos variopintos, betlemita, mató a Goliat, el geteo” (2 1, 1 g).
Adeodato ‑literalmente, dado por Dios al pueblo de Israel‑ es David, hijo de Salto, porque apacentaba a las ovejas de su padre en barrancas boscosas. Se dice de él: “Dios lo sacó del cuidado de las ovejas grávidas”. Era tejedor de vestidos variopintos, porque su madre era de la familia de Bezaleel, quien fue tejedor de vestidos de varios colores, como dice el Éxodo (38, 23). Era betlemita, porque oriundo de Belén.
Sentido alegórico. “La tercera batalla sucedió en Gob”. Observa que el diablo acometió tres batallas contra el señor: en el cielo, cuando por soberbia quiso usurpar la majestad de la divinidad; en el paraíso terrenal, cuando, para ultraje del Creador, engañó a nuestros primeros padres con los halagos de falsas promesas; en el mundo, cuando en el desierto tentó al mismo Dios y Hombre y después lo hizo davar en el patíbulo de la cruz. De esta última batalla se dice: “La tercera batalla sucedió en Gob”, que se interpreta “lago”, y simboliza al mundo, que es “un lago de miserias y barro de impurezas” (Salm 39, 3). El lago es llamado así, porque es “el lugar del agua”, que está estancada y no corre. Este mundo es el lugar del agua, o sea, de la soberbia, lujuria y avaricia, que no corren, sino que crecen cada día. En este lago David, que se interpreta “misericordioso”, es figura de Jesucristo, cuya misericordia es inconmensurable, y que sólo por misericordia nos fue dado por el Padre, y que es el regalo precioso. El mató a Goliat, el geteo. Goliat se interpreta “transfigurado”; y geteo, “espantado”; y es figura del diablo, que se transfiguró en ángel de luz (2Cor 11, 14), porque temía ser sorprendido en su verdadero aspecto. Nuestro David lo mató, cuando le quitó el dominio del mundo y lo encerró en la cárcel del infierno.
“Era hijo de Salto”. Es llamado “salto”, o sea, desfiladero boscoso, porque en él crecen los árboles muy en alto. “Saltos” fueron los antiguos padres, los patriarcas y los profetas, que, inspirados por el Espíritu de Dios, como árboles que se lanzan muy en alto, profetizaron la encarnación del Hijo de Dios. De esos mismos padres el Hijo de Dios asumió su carne, y por esto es llamado “hijo de Salto”.
Se le llama también “tejedor de vestidos variopintos”. Los vestidos variopintos se hacen con la aguja. observa que en la aguja hay dos extremidades: aguda y horadada. En la extremidad aguda se indica la divinidad, y en la perforada, la humanidad. De esta aguja dice el mismo Señor en el evangelio: “El camello no puede pasar por el ojo de la aguja” (Mt 19, 24). El camello con la joroba, o sea, el rico podrido en dinero, no puede pasar por el ojo de la aguja, o sea, por la pobreza de Jesucristo. o también: en la parte embotada pueden ser simbolizadas la mansedumbre y la misericordia, que Cristo mostró en su primera venida; y en la aguda, la punzada de la justicia, con la que perforará en el juicio final.
Con esta aguja, nuestro tejedor de vestidos variopintos confecciona para el alma fiel una túnica variopinta que se distingue por el diverso color de las virtudes. Dice Salomón: “La mujer virtuosa se confecciona un vestido de diversos colores; sus vestidos son de lino y de púrpura” (Prov 31, 22). El lino de la castidad y la púrpura de la pasión del Señor son los vestidos del alma fiel.
Se dice también “betlemita”. Belén se interpreta “casa del pan”. Cristo, en su casa que es la iglesia, nos alimenta con el pan de su cuerpo. “El pan que les daré, es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 52).
Otro comentario. Jesucristo nos fue dado por Dios en la natividad. Dice Isaías: “Nos nació un niño, nos fue dado un hijo” (9, 6). Fue Hijo de Salto en la predicación y en la pasión: en la predicación, porque escogió a los apóstoles como árboles que se lanzan hacia lo alto; y por eso dijo: “Yo los escogí para que vayan y lleven fruto” (Jn 15, 16): y en la pasión, porque fue coronado con las espinas de nuestros pecados.
Fue “tejedor de vestidos variopintos” en la resurrección, en la que con la aguja de su potencia y de su sabiduría recompuso la túnica variopinta, o sea, la carne gloriosa, asumida de la Virgen María, desplegada por nosotros en el madero de la cruz, traspasada por los clavos y perforada por la lanza, y la restituyó a la inmortalidad.
Será para nosotros “betlemita” en la bienaventuranza eterna, en la que nos saciaremos, cuando “lo veremos cara a cara” (1Cor 13, 12). Bien decimos, pues, que es un regalo óptimo. El Padre de las luces, como espléndido y misericordioso limosnero, no nos dio un regalo bueno o mejor, sino óptimo.
5.‑ “Y todo don perfecto”. Dice el Apóstol: “Con Cristo nos lo dio todo” (Rom 8, 32); y de nuevo: “Lo dio como cabeza de la iglesia” (Ef 1, 22). Comenta la Glosa: “¡Un don más grande no pudo dar!”.
Con toda razón Cristo es llamado “todo óptimo regalo”, porque, cuando el Padre nos lo dio, por medio de El llevó a cabo todas las cosas. En efecto, “el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido” (Mt 18, 11). Por eso hoy, en el introito de la Misa, canta la Iglesia: “¡Canten al Señor un cántico nuevo! “, como si dijera: “oh fieles, que fueron salvados y renovados por medio del Hijo del hombre, canten un cántico nuevo. Deben arrojar las cosas viejas, porque llegan las nuevas, Canten, repito, porque Dios Padre cumplió maravillas, cuando nos envió todo óptimo regalo, o sea, a su Hijo. “En presencia de las gentes manifestó su justicia” (Salm 97, 2), cuando nos dio todo óptimo regalo, o sea, a su mismo Hijo Unigénito, quien justifica a las gentes y lleva todas las cosas a la perfección.
Con razón se dice: “Todo don perfecto”. Dios todo lo hizo en seis días: “Dijo y fue hecho” (Salm 148, Salm). En el sexto período, “el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14). El sexto día y a la hora sexta padeció por nosotros, y as! lo cumplió todo. Por eso dijo en la cruz: “¡Todo está cumplido!” (Jn 19, 30).
Cuanta es la distancia entre el decir y el hacer, tanta fue entre el crear y el recrear. Ágil y fácil fue la creación, que se realizó con una sola palabra, más aún, con la sola voluntad de Dios, cuyo decir es querer; pero la recreación fue muy difícil, porque aconteció con la pasión y muerte.
Adán fue creado con facilidad y con grandísima facilidad cayó. ¡Ay de nosotros! ¡Qué desgraciados somos! ¡Fuimos recreados y redimidos con una pasión tan grande y tan grandes sufrimientos y dolores; y después con tanta facilidad caemos en gravísimos pecados y volvemos vana tanta fatiga del Señor!
El mismo Jesús se queja por boca de Isaías: “En vano trabajé, sin motivo y sin provecho consumí mis fuerzas” (49, 4). En la creación el Señor no fatigó, porque “hizo todas las cosas que quiso” (Salm 134, 6); pero en la re‑creación tanto fatigó que “su sudor era como grandes gotas de sangre que caían a tierra” (Lc 22, 44). Si tantos sufrimientos padeció en la oración (de la agonía), ¿cuántos piensas tú que haya experimentado en la crucifixión? El Señor fatigó y con la fatiga nos arrancó de las manos del diablo. En cambio, nosotros, pecando mortalmente, caemos en manos del diablo; y así, en cuanto dependa de nosotros, volvemos vana la fatiga del Señor.
Por eso dice: “Trabajé en vano, para nada, sin provecho alguno”. En efecto, no veo ninguna ventaja de mi Pasión, porque “no hay quien haga el bien, ¡ni uno solo!” (Salm 13, 1). “El homicidio, el adulterio, el perjurio, el robo, la maldición y el engaño inundaron, y se derrama sangre sobre sangre” (Os 4, 2). “Los sacerdotes se preguntan: “¿Dónde está el Señor?”. Y a pesar de ser los custodios de la Ley, me desconocieron; y los pastores ‑o sea, los prelados se rebelaron contra mí; y los profetas ‑o sea, los predicadores‑ profetizaron en el nombre de Baal”, o sea, en un lugar alto. Ellos predican, para hacerse ver superiores a los demás.
Con razón se queja el Señor: “trabajé en vano, para nada, y en vano consumí mis fuerzas”. La fortaleza de la divinidad casi se consumió en la debilidad de la humanidad. ¿No te parece que gastó su fortaleza, cuando El, Dios y Hombre, fue atado a la columna como un ladrón, fue golpeado con los flagelos, fue abofeteado, fue cubierto con escupitajos, le fue arrancada la barba, su rostro que hace temblar a los ángeles, fue aporreado; y finalmente fue crucificado entre dos ladrones?
¡Ay de los miserables, de los ruines y de los necios, que, a pesar de tantos martirios, no se sienten apremiados a huir de las vanidades mundanas! Inútilmente Cristo consumió sus fuerzas, porque se volvieron vanos aquellos, por los que las gastó. Por eso es necesario tener un gran temor para que, como al principio dijo: “Me arrepiento de haber formado al hombre”, no diga también ahora: “Me arrepiento de haber redimido al hombre, porque gasté todas mis fuerzas; pero ¡su maldad no fue destruida!”.
6.‑ Dice Jeremías: “Falló el fuelle, el plomo se consumió por el fuego; en vano fundió el fundidor; su maldad no fue consumida. Llámenlo plata desechada, porque el Señor los deseché” (6, 29‑30). En esta cita son dignos de notar cinco elementos: el fundidor, el fuelle, el fuego, el plomo y la plata. En el fundidor está indicada la divinidad; en el fuelle, la predicación; en el fuego, la pasión; en el plomo, la humanidad de Jesucristo y en la plata, nuestras almas.
En el horno de fuego, la plata se libera del plomo y se refina. Para liberar la plata de la escoria, que simboliza la maldad de nuestras almas, se juntaron Dios y el Hombre y su predicación. Pero inútilmente el fundidor hizo la fundición y en vano gastó sus fuerzas. Falló el fuelle y el plomo se consumió por el fuego de la pasión; así fatigó en vano y para nada, porque nuestras maldades no fueron destruidas, Por eso, la plata desechada será arrojada en el estercolero de la gehena, porque las almas de los pecadores serán arrojadas en el estanque del fuego ardiente.
Dice Oseas: “La ortiga heredará su amada plata y los lampazos crecerán en sus tiendas” (9, 6). La ortiga, que quema (en latín, urtica, urit), simboliza el fuego del infierno; y el lampazo, que se adhiere, simboliza el encarnizamiento de las penas, con que serán atormentadas las almas de los impíos, porque no quisieron recibir el don perfecto de Dios, del cual se dice: “Todo regalo óptimo y todo don perfecto vienen de lo alto y descienden del Padre de las luces” (Sant 1, 17), como los rayos descienden del sol.
como el rayo del sol, descendiendo, ilumina al mundo, pero nunca se aleja del sol, así el Hijo de Dios, descendiendo del Padre, ilumina al mundo; y, sin embargo, nunca se aleja del Padre, porque es una sola cosa con el Padre. El mismo lo dijo: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
Dice Juan Damasceno‑ “El Verbo se encarnó sin salir de su inmaterialidad; y así fue totalmente encarnado y totalmente incircunscrito (sin límites), En lo corporal se achicó y disminuyó; pero en lo divino permaneció sin límites, pero no porque se haya extendido la carne, ya que se mantuvo circunscrita (limitada) por la divinidad. Estaba en todas las cosas y por encima de todas las cosas; y, sin embargo, estaba en el seno de la santa Madre”. Y Agustín: “Cuando se lee: “El Verbo se hizo carne”, en el Verbo reconozco al verdadero Hijo de Dios, y en la carne al verdadero Hijo del hombre, uno y otro juntos en una sola persona, Dios y Hombre, unidos por la inefable grandeza de la gracia divina”.
Con razón se dice: “Descendió del Padre de las luces, en el cual no hay variación ni sombra de cambio” (Sant 1, 17). En Dios no hay cambios, como si ora otorgara el bien y ora el mal, u otorgara el bien con alguna mezcla de mal. La Glosa comenta: “En su naturaleza no hay cambio alguno, sino sólo identidad; y esto no sólo en su naturaleza, sino también en la distribución de los dones, porque sólo infunde dones de luz y no tinieblas de errores”.
Añade Santiago: “El, de su voluntad, nos hizo nacer a nosotros”, que antes éramos hijos de las tinieblas, con el agua de regeneración, en hijos de la luz, “a través de la palabra de la verdad”, o sea, la doctrina del evangelio, $,con el fin de que fuésemos el comienzo de su creación”. Ahora comienza la reforma del espíritu; pero la reforma completa se realizará en el futuro. o, según otra versión, “para que fuésemos la primicia de sus criaturas”, o sea, teniendo el primado sobre todo lo creado (Sant 1, 18).
Habría también otra interpretación: “Dios nos engendró con una palabra de verdad, para que comencemos a gemir con la contrición y a dar a luz con la confesión, porque, según el Apóstol, “toda criatura gime y sufre dolores de parto hasta hoy” (Rom 8, 22), para que después gocemos con el Hijo de Dios, que dice: “Voy al Padre que me envió”.
7.‑ Cristo hizo como la tórtola, que durante el periodo invernal desciende a los valles y sin pluma se refugia en los troncos huecos de los árboles; en cambio, en el período estivo regresa a los montes. Así Cristo, en el invierno de la infidelidad y en el hielo de la persecución del demonio, descendió en el seno de la humildísima Virgen y habitó en este mundo pobre y abyecto, como un ave sin pluma.
De esta tórtola dice Salomón en el Cantar de los Cantares: “La voz de la tórtola ya se oyó en nuestra tierra” (2, 12). La voz de la tórtola se asemeja al gemido y al llanto. Cristo descendió entre nosotros para gemir y llorar ‑jamás se lee que haya reído‑, para enseñarnos también a nosotros a gemir y a llorar. “En nuestra tierra se oyó la voz de la tórtola: “¡Hagan penitencial”. Cuando se acercó el verano y comenzó a inflamarse la crueldad de la persecución judía y estalló el fuego de la pasión, entonces Cristo volvió al monte, o sea, al Padre. En efecto dijo: “Voy al Padre que me envió; y ninguno de ustedes me pregunta: “¿A dónde vas?”. Preguntemos a Cristo por cuál camino regresó al Padre. Y contestará: “¡Por el camino de la cruz!”. El mismo lo anunció: “¿No era necesario que Cristo padeciera y así entrara en su gloria?” (Lc 24, 26).
Cristo tuvo una doble herencia: una de parte de la Madre, o sea, trabajos y dolores; y otra, de parte del Padre, o sea, gozo y reposo. Entonces, dado que somos coherederos, también nosotros debemos procurar esa doble herencia. Por eso, nos equivocamos si queremos obtener la segunda herencia sin la primera, porque el Señor plantó la segunda sobre la primera, para que no buscáramos la una sin la otra.
Injertó el árbol de la vida en el árbol de la ciencia del bien y del mal, cuando “el verbo se hizo carne”. Entonces “será como árbol plantado junto a la corriente de agua” (Salm 1, 3). E Isaías: “Fundó la tierra y plantó los cielos” (51, 16).
En la tierra de la humanidad, fundada sobre las siete
columnas de los siete dones de la gracia, plantó los cielos de la divinidad.
Procuremos, pues, entrar en posesión de la primera heredad que nos dejó
Jesucristo, y así mereceremos llegar a la segunda.
8.‑ “Cuando venga el Paráclito (el Consolador), convencerá al mundo con respecto al pecado, a la justicia y al juicio. Con respecto al pecado, porque no creyeron en mí; con respecto a la justicia, porque voy al Padre y ya no me verán; con respecto al juicio, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado” (Jn 16, 8‑11).
El mundo se llama así, porque está siempre en movimiento (en latín, mundus, motus), y no se les concede reposo a sus elementos. El mundo se dice en griego cosmos, y el hombre, microcosmos, o sea, pequeño mundo. Como el mundo fue creado con la composición de cuatro elementos, así los antiguos sabios afirmaron que el hombre está formado por cuatro humores (fluidos), amalgamados en un único temperamento.
El mundo indica a los mundanos, que están siempre en trajines. De ellos habla judas en su epístola canónica: “Ellos son nubes sin agua, arrastradas de acá para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, desarraigados; fieras ondas del mar, que espuman sus suciedades; estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la tempestad de las tinieblas” (Juec 1, 12‑13). En este pasaje sobresalen cuatro elementos: las nubes, los árboles, los oleajes y las estrellas. En estos cuatro elementos están indicados los cuatro vicios de los mundanos, o sea, la soberbia, la avaricia, la lujuria y la hipocresía.
Las nubes livianas y oscuras simbolizan a los soberbios, que, a causa de la superficialidad de su espíritu y la oscuridad de su mente, son arrastrados de una parte a otra por sus pecados; y están privados del agua de la compunción y de la gracia de los siete dones. De ellos habla el Profeta: “¡Dios mío, ponlos como una rueda y como el tamo delante del viento!” (Salm 82, 14). Presta atención a la rueda y al tamo. La rueda se dice, porque “rueda”, gira. El tamo es llamado en latín stípula con asonancia de usta, quemada. Dios vuelve a los soberbios como una rueda, permitiéndoles que caigan de un pecado a otro, y después los pone como el tamo delante del viento, porque ellos que, como el tamo, quedaron áridos, sin el humor de la gracia, serán quemados por el fuego de la pena eterna.
Árboles otoñales e infructuosos son los avaros, que ocupan la tierra inútilmente: el Señor los maldice como hizo con el árbol en el cual no halló fruto. Presta atención a estas cuatro palabras: otoñales, infructuosos, dos veces muertos, desarraigados.
El otoño es llamado así de “la tempestad”, que hace caer las hojas. Los avaros son árboles otoñales que, al sobrevenir la tempestad de la muerte, serán despojados de las hojas de las riquezas, con las que, adornados y recubiertos, caminaban con solemnidad. Y como fueron infructuosos, serán arrojados al fuego eterno, porque “todo árbol que no da buen fruto, será cortado y echado al fuego” (Mt 3, 10). Son árboles muertos dos veces, porque los avaros serán desarraigados de la tierra de los vivientes y sepultados en el infierno con el alma y el cuerpo.
Los oleajes de un mar enfurecido son los lujuriosos. Los oleajes son llamados en latín fluctus, porque, agitados por el soplo de los vientos, fluctúan. Los lujuriosos, agitados por las sugestiones de los espíritus inmundos, fluctúan en diversidad de pensamientos y espuman la lujuria para confusión de sus almas. Hacen como la olla, puesta sobre el fuego, que echa fuera la espuma. “La olla es el corazón del pecador, en el cual está el agua de la concupiscencia carnal; por debajo de ella se pone el fuego de la sugestión diabólica y así espuma la lujuria de su degradación” (Gregorio).
Las estrellas errantes son los hipócritas y los falsos religiosos. Las estrellas son llamadas en latín sídera, porque los navegantes las observan (en latín, consíderant) y por medio de ellas regulan su derrotero. Los dignos prelados de la iglesia y los verdaderos religiosos son astros que “brillan en un lugar oscuro” (2 Pe 1, 19) y dirigen por el recto derrotero de la vida eterna a los que navegan por el mar de esta vida. En cambio, los hipócritas y los falsos religiosos son estrellas errantes, causa de naufragio para los demás, y por esto serán arrollados por los torbellinos y las tempestades de la muerte eterna.
9.‑ Todos ellos son como “huevos de viento”, que no engendran polluelos. Se cuenta que la libido excite de tal manera a las perdices, que si el viento sopla detrás de los machos, las hembras se vuelven grávidas por el olor, pero depositan huevos no fertilizados; y todos estos huevos son “huevos de viento”.
La perdiz, “ave falsa e inmunda” (Isidoro), simboliza a los susodichos pecadores, que, como dice Pedro, “tienen los ojos llenos de adulterio y no se sacian de pecar” (2Pe 2, 14). Ellos, con el viento de la sugestión diabólica, conciben huevos de viento, o sea, el amor de la vanidad mundana, de que habla Oseas: “Sembraron viento y recogerán tempestad; en ellos no hay espigas erguidas y no producirá harina” (8, 7). El que siembra el viento del amor mundano, sin duda, cosechará el torbellino de la muerte eterna. La espiga, llamada así del latín spículum, punta, es la contrición del corazón, que punza al pecador y produce la harina de la confesión. Esta espiga no está erguida, ni produce harina en los pecadores, que no conciben polluelos, o sea, obras de vida eterna, sino el viento de la vanidad mundana.
Y advierte que “los huevos se distinguen en su aspecto; algunos son puntiagudos y otros anchos; y antes sale el huevo ancho y después el puntiagudo. Los huevos largos con punta aguda producen machos; y los huevos redondos, que, en lugar de la punta aguda, tienen una forma redondeante, producen hembras” (Aristóteles). Por esto se puede saber con certeza cuáles huevos producen machos y cuáles producen hembras.
Asimismo, el diablo, por medio de las señales de la agudeza y de la redondez, distingue entre los hombres cuáles son machos y cuáles son hembras. En la agudeza están representadas la compunción y la contemplación de las cosas celestiales; en la redondez, los deleites de la carne y una ronda de cosas mundanas. Dice Satanás: “ ' Di una vuelta por la tierra y la recorrí” (Job 1, 7). Dice Pedro: “Merodeó como un león, buscando a quién devorar” (1 Pe 5, 8). E Isaías: “Mi mano, como en un nido, arrebató las riquezas de los pueblos; y como se recogen los huevos abandonados, así yo me apoderé de toda la tierra; y no hubo quien moviera una pluma”, o sea, hiciera un acto de virtud, “o abriera la boca” para la confesión, “o gimiera” por la compunción interior (10, 14).
Esto no obran los machos, o sea, los justos, compungidos en la mente y sumergidos en la contemplación; sino las hembras, o sea, los mundanos, que se volvieron afeminados por el amor a los bienes pasajeros. De ellos se dice: “Cuando venga el Paráclito, convencerá al mundo de pecado”.
El término griego paráclisis significa “consolación”; y entonces “paráclito” quiere decir “consolador”; pero esa consolación los mundanos no la quieren recibir, porque tienen ya su consolación. Por esto los amenaza el Señor: “¡Ay de ustedes, que tienen su consolación!” (Lc 6, 24). E Isaías: “¿No son ustedes hijos malvados, prole bastarda, que se consuela con los dioses debajo de todo árbol frondoso?” (57, 4‑5). Los mundanos son hijos malvados por su soberbia, prole bastarda por su lujuria. Ellos se consuelan con los dioses de la avaricia, que justamente es “esclavitud de los ídolos” (Col 3, Salm), bajo todo árbol frondoso, o sea, en la gloria de las cosas de este mundo.
10.‑ “Cuando venga el Paráclito, convencerá al mundo del pecado” que tiene, “de la justicia” que no tiene, y “del juicio” que teme. Toma nota de estas tres cosas: el pecado, la justicia y el juicio.
Pecador deriva del latín pellido, seducir, como hace la meretriz; entonces pecador es como seductor. En lo antiguo ese nombre estaba reservado a los infames y a los escandalosos; después llegó a ser el nombre común de los delincuentes, justamente porque el mundo está contaminado por el pecado de fornicación más que por cualquier otro pecado. Dice Oseas: “Fornicaron y no cesaron, porque abandonaron al Señor, transgrediendo la ley. La fornicación, el vino y la embriaguez quitan el corazón” (4, 10‑11).
Observa que en el corazón hay tres sentimientos: la indignación, la sede de la sabiduría y el amor. El corazón es un órgano noble y desdeñoso, y no tolera que entre en él algo inmundo. La fornicación hace perder los resortes u. la indignación, mientras se resigna a tragar tal bocado.
Asimismo, el corazón es sede de la sabiduría; pero el vino la hace perder. Con el corazón amamos; pero pierde este amor el que, embriagado por la codicia de las cosas temporales, no socorre al prójimo. Que el pecado de fornicación quite el corazón, fue demostrado por el ejemplo de Salomón, que se entregó a la adoración de los ídolos. Dice el Apóstol: “Con el corazón se cree para obtener la justicia” (Rom 10, 10); pero la fornicación quita el corazón, en el cual está la fe.
Por eso, a causa de la fornicación se pierde la fe. Fornicación significa necatio formae, muerte de la forma, o sea, matanza del alma, formada a imagen y semejanza de Dios.
La vida del alma es la fe. Dice el Apóstol: “Cristo por medio de la fe habita en nuestro corazón” (Ef 3, 17); pero la fornicación quita el corazón, en el cual está la vida; y así el alma muere, porque, al cesar la causa, cesa el efecto. Y por eso dice el Señor: “El Paráclito lo convencerá del pecado, porque no creyeron en mí”. El Paráclito, pues, a través de los ministros de la predicación, convence al mundo del pecado de fornicación.
11.‑ “Y convencerá de la justicia”. La justicia es la virtud que juzga rectamente y da a cada uno lo suyo. justicia es como decir iuris status, estado de derecho. Dice Agustín: “La justicia es una disposición del espíritu que atribuye a cada uno la dignidad que le corresponde, teniendo en cuenta la utilidad común”.
Hacen parte de la justicia: el temor de Dios, el respeto de la religión, la piedad, la humanidad, el gozo de lo justo y de lo bueno, el odio del mal, el compromiso de la gratitud.
El mundo no posee esta justicia, porque no teme a Dios, deshonra la religión, odia el bien y es ingrato para con Dios. “Convencerá de la justicia”, que no hizo, porque, por los pecados cometidos, no se castigó según justicia.
Convencerá de la justicia”, no suya, sino de los creyentes; y el mundo, confrontándose con los creyentes, será condenado. Cristo no dijo: “el mundo no me verá”, sino “ustedes, los apóstoles, no me verán”; y esto contra los mundanos, que dicen: “¿Cómo podemos creer en lo que no vemos?”. Es verdadera justicia, o sea, fe que justifica, creer en lo que no se ve.
o también: “El Paráclito convencerá al mundo con respecto a la justicia” de los santos. Dice el Señor por boca de Zacarías: “Será tendida sobre Jerusalén la plomada” (1, 16). La plomada es un instrumento del albañil, y sirve para sopesar y apreciar. Puede ser una piedra o un plomo atado a un hilo, y con él se controla la perpendicularidad de las paredes. La justicia de los santos (su santidad) es como una plomada que se tiende sobre Jerusalén, o sea, sobre toda alma fiel, para que mensure y conforme su vida según el ejemplo de la vida de ellos.
Cada vez que se celebran las fiestas de los santos, se aplica la plomada sobre la vida de los pecadores; y por ende celebramos las fiestas de los santos, para recibir de sus vidas una regla para nuestra vida. San Jerónimo nos amonesta: “Es ridículo en las solemnidades de los santos querer honrar con manjares a los que, corno sabemos, subieron al cielo a través de los ayunos”.
Por cierto, amando al mundo y a su gloria, cuidando el cuerpo con sus placeres y acumulando dinero, no imitarnos la vida de los santos; más bien, su justicia (su santidad) será la contraprueba de que merecemos la condenación.
12.‑ “El Paráclito convencerá al mundo de juicio”. observa que en todo juicio son necesarias seis personas: el juez, el fiscal, el reo y tres testigos. El juez es el sacerdote‑, el fiscal y el reo es el pecador, que debe acusarse a sí mismo como reo. Los tres testigos son la contrición, la confesión y la satisfacción, que dan testimonio al pecador que de veras está arrepentido. Dice Agustín: “Sube, oh pecador, al tribunal de tu mente; la razón sea el juez, la conciencia el fiscal, el dolor el tormento, el temor el verdugo; el lugar de los testigos sea tenido por las obras. Los mundanos, que no quieren someterse a tal juicio, en el examen del último juicio serán condenados con sentencia eternamente irrevocable junto con su jefe, el diablo, quien ya fue juzgado”.
El apóstol Santiago, para instruir a estos hombres a cuidarse del pecado, a amar la justicia y a temer el juicio, en la segunda parte de la epístola de hoy, añade: “Bien saben, queridísimos hermanos míos: todo hombre sea pronto para escuchar y lento para hablar y lento para airarse; la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Sant 1, 19‑20). Todo hombre debe ser pronto para escuchar lo que dice el Apóstol: “¡Huyan de la fornicación!” (1Cor 6, 18).
13.‑ Dice el Señor con las palabras del Salmo: “Si me escuchas, no habrá en medio de ti un nuevo dios, ni adorarás a un dios extraño” (80, 9‑10). El “nuevo dios” es el vientre que busca siempre nuevos alimentos. Este Dios está en aquellos de los que habla el Apóstol: “Su dios es el vientre; y se glorían de lo que es su vergüenza: ellos sólo piensan en las cosas terrenales” (Filp 3, 19).
El “dios extraño”, que aliena al hombre de Dios, es la lujuria. Este dios es Baalfegor, que se interpreta “el que devora las cosas antiguas”. Esta es justamente la lujuria, mal viejo y morbo antiguo, que devora todos los bienes.
Concuerda con esto lo que se lee en el libro de los Números: “El pueblo fornicó con las hijas de Moab, que lo indujeron a tomar parte en sus sacrificios. El pueblo comió y adoró a sus dioses. As! Israel abrazó el culto a Baalfegor. El Señor, airado, dijo a Moisés: “Toma a todos los cabecillas del pueblo, y ahórcalos en los patíbulos contra el sol, para que el furor de mi ira se aleje de Israel” (25, 1‑4).
Las hijas de Moab, que se interpreta “del padre”, son la gula, la lujuria y los demás vicios, que tienen por padre al diablo. Con estos vicios el pueblo mundano se entrega a la fornicación. Comen y adoran a sus dioses, porque están abandonados a la gula y a la lujuria; y por esto los cabecillas del pueblo deben ser colgados en los patíbulos.
Los cabecillas del pueblo son los cinco sentidos del cuerpo, que por los pecados cometidos deben ser colgados en los patíbulos de la penitencia. Y esto contra el sol. En el sol está indicada la celebridad mundana‑ porque con ella hemos pecado, contra ella debemos insistir con las obras de penitencia.
O también, “contra el sol”: o sea, si hemos pecado públicamente, públicamente debemos hacer penitencia. Considera que Orígenes se sirve de este pasaje: “Toma a todos los cabecillas del pueblo y ahórcalos”.... para hacer aplicación a los ángeles: “Si el ángel, a quien Dios nos confió en custodia, esperara una recompensa por el bien que nosotros hemos realizado, temería también ser culpado por el mal que hemos hecho. Por esto se dice que se vea claramente expuestos contra el sol, para que se vea claramente por culpa de quién fueron cometidos los pecados. Como consecuencia, seremos entregados a Baalfege, a otro ídolo, según la cualidad del pecado. Y si el jefe, o sea, el ángel asignado a cada uno, no faltó, sino que exhortó al bien y, por lo menos, habló en, corazón, para mover mi conciencia a alejarme del pecado; y si yo, rechazando sus amonestaciones y el freno de la conciencia, me eché en los pecados, me será duplicada la pena por haber despreciado al consejero y por los delitos cometidos. No te asombres, pues, si los ángeles se presentan al juicio junto con los hombres. El mismo Señor vendrá al juicio con los jefes de su pueblo”.
Comentando el mismo pasaje, sigue diciendo Orígenes: “Según el Apocalipsis de Juan, en general cada Iglesia está presidida por un ángel, el cual encomiado por la buena conducta del pueblo o es interrogado acerca de los delitos del mismo pueblo”. Ante este hecho, yo me siento movido de admiración por este estupendo misterio, por el cual Dios tiene un cuidado tan solícito de nosotros que permite que sus mismos ángeles sean interrogados sobre nuestras culpas y hasta sean reprendidos por nosotros.
Sucede como cuando se confía un niño a un pedagogo: si resulta menos instruido en las materias adecuadas, el mismo pedagogo sufrirá la culpa con tal que el niño, como testarudo, arrogante e insolente, no haya despreciado las saludables amonestaciones del maestro.
Lo que suceda a aquella alma, nos lo dice Isaías: “La hija de Sión será abandonada, como una choza en la viña” (1, 8). En fin, comenta la Glosa: “Dios tiene mayor solicitud por la salvación de un alma que el diablo por su perdición”.
14.‑ “Sea, pues, todo hombre pronto para escuchar”. Todo hombre, por naturaleza, debería estar pronto para escuchar, En efecto, la oreja es llamada en latín auris, casi ávide rapiens, que aferra ávidamente, o hauriens sonum, que recoge el sonido.
Y observa que en la parte posterior de la cabeza no hay carne ni cerebro, sino que en la parte posterior de la cabeza se halla el aparato del oído. Y todo esto está muy bien dispuesto, porque la parte posterior de la cabeza está vacía, llena de aire, y el instrumento del oído (o medio de propagación) es “aéreo”. Por esto el hombre oye en seguida, con tal que no surja algún impedimento.
En la cabeza, o sea, en la mente, en la que no hay la carne de la propia voluntad, sino el aire de la mente devota, pasa rápidamente la voz de la obediencia, como se dice en el Salmo: “Al oír de mí, en seguida me obedecieron
(17, 45). Y Samuel, en el primer libro de los Reyes, dice: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha” (3, 10). Y para que la obediencia penetre más velozmente, es necesario que sea aérea (o airosa), pura, sensible a las cosas celestiales, sin nada terrenal. “Sea, pues, todo hombre pronto para escuchar”.
“Y lento para hablar”. La misma naturaleza nos comunicó esta enseñanza, al encerrar casi la lengua con dos puertas, para que no divagara libremente. La naturaleza puso delante de la lengua como dos puertas: los dientes y los labios, para indicar que la palabra no debe salir sin gran cautela. Estas dos puertas las había cerrado con discernimiento el Profeta que dijo: “Puse una custodia a mi boca y una puerta que rodee mis labios” (Salm 140, 3). Y bien dice “una puerta que rodee”, para que evitemos no sólo las palabras ¡lícitas, sino también las ocasiones de hablar ¡lícitamente. Por ejemplo, hay gente que se avergüenza de calumniar abiertamente a otro, pero lo hacen bajo la apariencia de la alabanza y, lo que es peor, lo hacen también en la confesión.
Y presta atención que no sólo debemos cerrar la puerta de los dientes, sino también la de los labios. Cierra la puerta de los dientes y de los labios el que desecha tanto la calumnia como la adulación.
Pero la lengua, que, como dice Santiago, es “un mal desenfrenado y está llena de veneno mortal”, fuego que quema el bosque de virtudes e inflama el curso de nuestra vida (Sant 3, 5‑8), abate la primera y la segunda puerta y sale a la plaza como una meretriz, charlatana y vagabunda, impaciente e inquieta, llevando a todas partes el alboroto.
Dice el bienaventurado Bernardo: “¿Quién podrá calcular cuántas bajezas cometa el pequeño miembro de la lengua, cuánta inmundicia se acumule en sus labios impuros, cuántos daños cause una boca desenfrenada? Nadie considere poco el tiempo que se pierde en palabras ociosas. Ahora es el tiempo favorable y el día de la salvación; y, sin embargo, la palabra vuela irrevocable y el tiempo pasa irremediablemente; y el necio ni se da cuenta de lo que pierde. Dicen: “¡Al menos se podrá pasar una hora en una conversación!”. ¡Una hora! Esa hora te la dio la generosidad del Creador para obtener el perdón, para alcanzar la gracia, para hacer penitencia y para merecer la gloria”.
El mismo santo continúa‑ “No vaciles en definir la lengua del calumniador más cruel que la lanza que traspasó el costado del Señor. La lengua hiere el cuerpo de Cristo, pero no lo traspasa después de muerto, sino que lo mata traspasándolo. Tampoco fueron más dañosas las espinas que punzaron su cabeza, ni los clavos que perforaron sus manos y sus pies, comparados con la lengua del calumniador que perfora el mismo corazón”.
Dijo el filósofo Séneca: “No digas cosas deshonestas, porque poco a poco el pudor se diluye”. Y Publio Siro: “A veces tuve que arrepentirme por haber hablado, jamás por haber callado”. Y Séneca: “Usa más a menudo los oídos que la lengua”.
“Sea, pues, todo hombre lento para hablar”, y así podrá imitar la justicia de los santos, porque, como dice Santiago, “el que no peca con la palabra, es un varón perfecto” (3, 2).
“Y lento para airarse”, porque la ira impide al hombre
distinguir la verdad. Dice a propósito el Filósofo: “Cuanto menos reprimas la
ira, tanto más serás excitado por ella” (Horacio). “El iracundo, cuando cesa de
airarse, se enoja consigo mismo. La ira jamás fue capaz de reflexión” (Siro).
Con toda razón escribe Santiago: “La ira del hombre no obra la justicia de Dios”
(1, 20). En conclusión, todo hombre sea “lento para airarse”, para que en el día
de la ira no reciba con el diablo la irrevocable sentencia de condenación.
15.‑ “Cuando venga el Espíritu de verdad, les enseñará toda la verdad” (Jn 16, 13). Cuando una mujer dispuesta a seducir las almas ‑figura de los placeres de la carne y de las vanidades del mundo‑ ilusiona al infeliz espíritu del hombre con falsos deleites, trastorna los sentimientos. Para ello se lee en el libro de la Sabiduría: “La fascinación de la bagatela empaña el bien, y la agitación de la concupiscencia trastorna el sentimiento” (4, 12). La fascinación es la adulación, o sea, el engaño con la alabanza. La fascinación de la bagatela es la alabanza de la adulación o el engaño de la prosperidad mundana, que oscurece los bienes espirituales; y la agitación de la concupiscencia trastorna el alma. Pero, cuando venga el Espíritu de verdad que ilumina el corazón del hombre, entonces enseñará toda la verdad y expulsará toda falsedad.
Está escrito en el evangelio de Juan, que “el ángel del Señor descendía a la piscina y agitaba las aguas, y uno quedaba curado” (5, 4). Cuando el ángel del Señor, o sea, la gracia del Espíritu Santo, desciende a la piscina, o sea, al corazón del pecador, entonces la mente se agita con el agua de la compunción, y uno queda curado, o sea, el verdadero penitente, que debe ser “uno”, o sea, no tener divisiones entre el corazón y la boca. “Cuando venga, pues, el Espíritu de la verdad, les enseñará, o sea, les inspirará toda la verdad”. Y recuerda que, como la generación no puede acontecer sin el elemento activo, as! el hombre no puede hacer una obra verdaderamente buena sin el Espíritu de la verdad.
16.‑ La palmera, que es hembra, no lleva a la maduración los frutos si antes, por medio del viento que lo transporta, no recibe el efluvio de otra palmera macho (polinización) (Plinio). Dice el Eclesiástico: “Crecí como una palmera en Cades” (24, 18), que se interpreta “transportada” o “cambiada”. El hombre no puede hacer progresos sin la gracia del Espíritu Santo, como la palmera no llega a dar frutos sin los efluvios de la palmera macho. Y así el hombre, privado de la gracia de Dios, no es idóneo para el servicio divino, y es comparable al que está privado de testículos, porque no tiene la fuerza de engendrar obras buenas.
Se lee en el Levítico: “No ofrezcan al Señor ningún animal con testículos heridos o magullados, rasgados o cortados” (22, 24). Tiene los testículos magullados el que tiene la gracia “informe”, y por ende no puede engendrar. En cambio, no tiene ni la gracia “informe” ni “formada” aquel a quien se arrancaron los testículos.
“Cuando venga el Espíritu de verdad, les enseñará toda la verdad”. Concuerda con este pasaje la tercera parte de la epístola de hoy: “Por esto, dejen toda impureza y abundancia de malicia y reciban con docilidad la palabra que fue sembrada en ustedes y que puede salvar sus almas” (Sant 1, 21). decir, “por esto”, o sea, para merecer recibir al Espíritu de la verdad, “deben dejar toda impureza” de alma y de cuerpo, y “abundancia de malicia”, que son los pensamientos de una mente depravada; y “con docilidad”, porque los mansos heredarán la tierra, “reciban la palabra sembrada en ustedes”, palabra que Dios da sólo a los dóciles y a los que practican la mansedumbre de las palomas.
Y en fin observa que, como un injerto practicado en una planta vieja, la rejuvenece y la hace fructificar, así el Espíritu de verdad, si fuera infundido en una mente “envejecida en la maldad” (Dan 13, 52), la rejuvenece y la hace producir frutos dignos de penitencia.
Te rogamos, pues, Señor Jesús, que subiste de este mundo al Padre en forma de nuestra humanidad, que nos arrastres en pos de ti con la soga de amor. Te rogamos que no nos acuses de pecado, que nos ayudes a imitar la justicia de los santos, que nos hagas temer tu juicio y que nos infundas tu Espíritu de verdad, para que nos enseñe toda la verdad.
Concédenos estas gracias tú, que eres el Dios bendito y glorioso por los lo siglos de los siglos.
Y toda alma diga: “¡Amén! ¡Aleluya!”.
(1) Entre los intérpretes no está claro qué cosa entienda san Antonio por gracia “informe” y gracia “formada”. La opinión más plausible parece ser ésta: la gracia “informe” sería gracia “no operante” y gracia “formada” sería gracia “operante”.
1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “En verdad, en verdad les digo: Si piden algo al Padre en mi nombre, El se lo dará” (Jn 16, 23). Dice Juan en su primera carta: “Su unción les enseñará todas las cosas” (2, 27).
Observa que la unción es doble: la primera es la infusión de la gracia, de la cual habla el Profeta: “Te ungió Dios, tu Dios, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Salm 44, 8). Oh Dios Hijo, el Dios tu Padre te ungió, en cuanto hombre, con el óleo de la alegría, o sea, con la gracia de los siete dones, que te hizo inmune de todo pecado; “más que a tus compañeros”, porque en ti el Espíritu Santo fue infundido sin medida; en cambio, en los demás fue infundido con medida. Por esto se lee en Juan: “De su plenitud todos recibimos”.
La segunda unción es la predicación de la palabra de Dios, de la cual se dice en el tercer libro de los Reyes, que Sadoc y Natán ungieron al rey Salomón en Gihón (1, 38‑39). Sadoc se interpreta “justicia”; Natán, “don de la gracia”; Salomón, “pacífico”; y Gihón, “lucha”.
La justicia de una vida honesta y el don de la gracia, o sea, la predicación de la palabra de Dios, ungen al pecador, reconciliado con Dios a través de la confesión, en Gihón, para que, libre de pecado y desprendido de las cosas temporales, luche con el diablo.
Cuando la primera unción unge interiormente el alma, la segunda es de gran provecho. Pero si la primera falta, la segunda ya no tiene eficacia. La Glosa comenta así el versículo: “Su unción nos enseñará todas las cosas”: “Nadie atribuya al maestro lo que siente y entiende de la boca del maestro, si interiormente no hay uno que enseña. La lengua del maestro se fatigaría en vano; sin embargo, el maestro no debe callar”, sino que debe hacer lo que está a su alcance, porque su predicación es útil para crear las buenas disposiciones.
Ahora bien, la unción de la inspiración interior, o de la predicación del Señor, nos instruye sobre todas las cosas, que atañen a la salvación del alma, que son: despreciar al mundo, humillarse a sí mismo y anhelar el gozo celestial. Y a este propósito dice el Señor en el evangelio de hoy: “En verdad, en verdad les digo: “Si piden algo al Padre en mi nombre, El se lo concederá”.
2.‑ En este evangelio se destacan tres momentos. Primero: la plenitud del gozo perfecto, cuando dice: “En verdad, en verdad les digo”. Segundo: la súplica de Jesucristo al Padre por nosotros: “Yo rogaré al Padre por ustedes”. Tercero: el conocimiento que Cristo tiene de todas las cosas: “Ahora conocemos que lo sabes todo”.
En el introito de la misa de este domingo se canta: “Con
voz de júbilo anuncien”; y se lee la epístola del bienaventurado Santiago: “Sean
cumplidores de la palabra”. Dividiremos el pasaje en tres partes y veremos su
concordancia con las tres partes del pasaje evangélico. He aquí las tres partes
de la epístola: Primero: “Sean cumplidores de la palabra”; segundo: “El que mira
atentamente en la ley de la perfecta libertad”; tercero: “Si alguno se cree
religioso...”
3.‑ “En verdad, en verdad les digo: Si piden algo al Padre en mi nombre, se lo dará. Hasta ahora no pidieron nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su gozo sea cumplido” (Jn 16, 23‑24).
“En verdad”, se dice en hebreo amén; y es una afirmación solemne, un juramento. La Verdad (Jesucristo) nos promete el gozo repitiendo dos veces la palabra del juramento, para que creamos sin duda alguna en lo que dice.
“Si piden algo al Padre en mi nombre”. Presta atención a estas tres palabras: Padre, alguna cosa, en mi nombre.
No puede llamarse padre sino aquel que tiene un hi o, porque padre e hijo son nombres correlativos. Cuando dices “padre”, piensas en el “hijo”, del cual es padre. Dios es el Padre, del que nosotros somos hijos y al cual cada día decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”. También Isaías dice: “Tú, Señor, eres nuestro Padre, nuestro redentor: desde siempre éste es tu nombre”
Y Dios mismo nos dice con las palabras de Jeremías: “Ahora llámame así: oh Padre mío, tú eres el guía de mi virginidad” (3, 4). La virginidad del alma es la fe, que obra por medio del amor y preserva al alma de la corrupción: es Dios Padre quien, como un capitán, guía al alma a la fe.
Nosotros, los hijos, debemos pedir a nuestro Padre alguna cosa. Todo lo que existe es nada, a excepción de amar a Dios. Amar a Dios es algo y es esto algo que debemos pedir, o sea, que nosotros, los hijos, amemos a nuestro Padre, como el hijo de la cigüeña ama a su padre.
Se cuenta que el hijo de la cigüeña tanto ama al padre, que, cuando envejece, lo sustenta y lo alimenta; y eso hace parte de sus características (instinto) (Aristóteles). Así en este mundo que ya envejece, nosotros debemos sustentar a nuestro padre en sus miembros débiles y enfermos, o sea, alimentarlo en los pobres y en los necesitados. “Lo que ustedes hacen a uno de los míos, aunque fuere el más pequeño, a mí me lo hacen” (Mt 25, 40).
Si pedimos amor, el mismo Padre, que es amor, nos dará lo que El es: el amor.
4.‑ Dice Dios mismo en el Éxodo. “Te daré una tierra, que mana leche y miel” (13, 5). Presta atención a estas cuatro palabras: la tierra, mana, leche y miel. La tierra, por su estabilidad, simboliza el amor de Dios, que da a la mente del hombre la seguridad de estar en la verdad. Dice Salomón en el Eclesiastés: “Una generación pasa, otra viene; pero la tierra permanece eternamente” (1, 4).
La generación, o sea, el amor de la carne, pasa; y la generación, o sea, el amor del mundo, viene; pero la tierra, o sea, el amor de Dios, permanece para siempre, porque, como dice el Apóstol, “la caridad jamás tendrá fin” (1Cor 13,8).
De esta tierra se dice que “mana”, a motivo de su abundancia. Se dice en el Salmo: “La vehemencia del río”, o sea, la abundancia del amor de Dios, “alegra la ciudad de Dios”, o sea, el alma, en la que vive el mismo Dios (45, Salm).
Esta tierra abunda de leche y de miel. La leche alimenta, la miel endulza; así el amor de Dios alimenta el alma, para que crezca de virtud en virtud, y endulza el tormento de todas las tribulaciones. “Para el que ama, nada es difícil” (Cicerón).
Cuando la dulzura del amor divino llega a faltar, la amargura de la tribulación aun la más pequeña, se vuelve intolerable. Pero “el madero endulzó las aguas de Mara” (Ex 15, 23). “La harina del profeta Eliseo transformó en comestibles las amargas calabazas silvestres” (4 R 4, 38‑41). Así el amor de Dios transforma toda amargura en dulzura. Dice el Eclesiástico: “Mi espíritu es dulce, y mi herencia supera en dulzura la miel y el panal” (24, 27).
El Espíritu del Señor es el espíritu de pobreza, del que dice Isaías: “El Espíritu de los fuertes es como un torbellino que se abate contra la pared” (25, 4). Los fuertes son los pobres, que no vacilan ni en la prosperidad ni en las adversidades. Su espíritu, como el torbellino, abate la pared de las riquezas, de la que se lee en el mismo profeta: “El escudo desnudó la pared” (22, 6).
Escudo se dice en latín clypeus, porque clepit, o sea, esconde y protege el cuerpo; y simboliza el espíritu de pobreza, que esconde y repara al alma de los dardos de los demonios. Este escudo desnuda la pared de las riquezas.
La herencia del Señor fue la pasión de la cruz, que dejó a sus hijos. Por esto dijo: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19), o sea, en memoria de mi pasión. El Apóstol, en cuanto heredero, poseía esta herencia, al decir: “Llevo en mi cuerpo los estigmas de Cristo” (Gal 6, 17). El espíritu de pobreza y la herencia de la pasión son más dulces que la miel y el panal para el corazón del verdadero amante de Cristo.
Con toda razón se dice: “Si piden algo al Padre en mi nombre”. El nombre de Cristo, en hebreo, es Mesías; en griego, Cristo o Soter; en latín y en castellano, Ungido o Salvador.
Pidamos, pues, al Padre en nombre del Salvador, que, si no por nosotros, al menos en nombre de su Hijo, por medio del cual salvó al género humano, nos conceda el privilegio de su amor. Roguémosle con las palabras del Profeta: “Oh Dios, nuestro protector, dirige tu mirada y mira al rostro de tu Cristo” (Salm 83, 10), como si dijera: “Si no quieres mirarnos a nosotros por nuestro amor, mira al rostro de tu Cristo, que por nosotros fue golpeado por las bofetadas, ensuciado por los escupitajos, empalidecido por la muerte.
¡Mira al rostro de tu Cristo!”. ¿Y cuál Padre no miraría al rostro de su hijo muerto? Por esto, también tú, oh Padre, míranos a nosotros, porque por nosotros, que fuimos la causa de su muerte, Cristo, tu Hijo, murió. Como El nos mandó, en su nombre te pedimos que tú nos des a ti mismo, porque sin ti no hay existencia.
Dice Agustín: “Señor, si quieres que me aleje de ti, dame a otro, igual a ti mismo; diversamente yo no me alejaré de ti”.
5.‑ Con razón dice el Señor: “En verdad, en verdad les digo: Si piden algo al Padre en mi nombre, se lo dará. Hasta ahora no pidieron nada en mi nombre
Comenta la Glosa: “Confiando en mi presencia, ustedes no pidieron cosa alguna, o sea, algo que se compare a lo que es eterno”. En este paso el Señor reprende a los que piden cosas temporales, que son una nada. De ellos habla Oseas: “Su misericordia es como neblina de la mañana y como el rocío de la madrugada, que se desvanece” (6, 4). Como si dijera: “Cuando piden a Dios la misericordia, ustedes piden cosas temporales, que son como neblinas mañaneras, que son sólo aire condensado, símbolo de la vanidad condensada”.
Así los bienes temporales son como una nada; pero esa nada, para parecer algo, se disfraza de apariencias fantasmagóricas. Como las nubes impiden la vista del sol, así la abundancia de las cosas temporales estorba el conocimiento de Dios. Job dice: “La gordura cubre su rostro” (15, 27), porque la gordura de las riquezas ciega los ojos de la mente. Leemos en el Salmo: “Cayó sobre ellos el fuego y ya no vieron el sol” (57, g).
El fuego del amor de las cosas mundanas ciega los ojos de los hombres, como una sartén hirviendo ciega los ojos del oso. Entonces “su misericordia, como neblina de la mañana y como rocío que al alba se disuelve”, se desvanece al calor del sol, justamente cuando sería más necesaria; las hierbas y las flores quedan expuestas al ardor del sol y así se queman. Por cierto la felicidad terrena da algún consuelo en esta vida, pero, desgraciadamente, encamina a los hombres hacia los suplicios eternos.
Leemos en Nahúm: “Nínive fue como un estanque de aguas, pero de aguas que se van” (2, 8). Nínive se interpreta “espléndida”, y simboliza al mundo, que se cubre de falsa belleza, como el barro cubierto de nieve. Su consuelo es comparado al de un estanque, que abunda de aguas en el invierno, pero se seca durante el verano. El mundo abunda ahora de aguas de riquezas; pero, al llegar el ardor de la muerte, perderá sus riquezas y será entregado a los suplicios eternos. Por esto, hasta ahora, ustedes no pidieron nada; y si pidieron algo, no fue en mi nombre, o sea, para la salvación de sus almas.
El orden con el cual debemos pedir y suplicar, nos lo muestra el Apóstol escribiendo a Timoteo: “Ante todo, te encomiendo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias” (1Tim 2, 1).
La súplica, en los ejercicios espirituales, es una apremiante oración a Dios. En estas prácticas, el que, antes de la gracia auxiliadora, pone la ciencia, no pone otra cosa sino el dolor. En cambio, la oración es el afecto del hombre que se pone en relación con Dios, un piadoso y familiar coloquio y una pausa de la mente iluminada para gozarlo, hasta que sea posible.
La petición es la preocupación de obtener algunas cosas temporales, necesarias para la vida presente. En este caso Dios, aun considerando la buena voluntad del que pide, hace lo que El juzga más oportuno y concede de buena gana al que pide rectamente. De esta oración de petición dice el Salmista: “Mi oración está dirigida a las cosas que ellos aman” (140, Salm), o sea, los impíos. En general, todos los hombres, y sobre todo los hijos de este siglo, desean la tranquilidad de la paz, la salud del cuerpo, la clemencia del tiempo, y todas las demás cosas que se refieren a las exigencias y a las necesidades de esta vida, e incluso los placeres de los que abusan de ellos.
Los que piden en conciencia estas cosas, aunque no las pidan sino por necesidad, todavía justamente en esto someten siempre su voluntad a la de Dios. En estas peticiones debemos orar con fervor y con conciencia, pero sin obstinarnos en esas solicitudes, porque nosotros no sabemos lo que nos es necesario en esta vida, sino sólo el Padre que está en el cielo.
En fin, la acción de gracias consiste en comprender y reconocer la gracia de Dios y su voluntad salvífica, y en la asidua e incansable orientación hacia Dios, aunque a veces falten o sean tibios el acto exterior o el afecto interior.
A este propósito dice el Apóstol: “El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Rom 7, 18), como si dijera: “Tengo siempre la voluntad de hacer el bien, pero a veces duerme, o sea, es ineficaz; procuro cumplir la obra buena, pero no hallo el modo. Todo esto lo obra la caridad, que jamás falta. Con la caridad se realizan la oración sin interrupción y la acción de gracias, según recomienda el Apóstol: “Oren sin cesar” (1Tes 5, 17), y “den siempre gracias a Dios” (Ef 5, 20).
Dice, pues, con razón: “Hasta ahora no pidieron nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su gozo sea cumplido”.
6.‑ observa que puede haber un gozo hueco, el de los hombres carnales, y un gozo pleno, el de los santos.
Del gozo hueco de los carnales trata Isaías: “El gozo de los onagros (asnos salvajes) son los pastos de los rebaños” (32, 14). Ten en cuenta que hay dos especies de onagros: los unos tienen cuernos y están en Grecia. De ellos trata Job: “¿Quién dejó libre al onagro y quién desató sus ataduras?”. Los otros se hallan en España; y de éstos sigue diciendo Job: “El vanaglorioso se levanta en su soberbia y se cree libre como el pollino del onagro” (11, 12).
Asimismo, en este mundo hay dos especies de onagros, o sea, de soberbios. Hay algunos que se jactan de sus cuernos, o grados de dignidad; hay otros que van en soberbia sólo por la vanidad de su mente, y sacuden de sí el yugo de la obediencia. El gozo de los onagros son los pastos de los rebaños, o sea, de los pobres; pero los que tragan y depredan los bienes de los pobres, serán a su vez presa del diablo. Dice Salomón: “La caza del león”, o sea, del diablo, “es el onagro en el desierto” (Ecli 13, 23). E Isaías: “¡Ay de ti, que depredas! ¿No serás tú también depredado?” (33, 1).
Del gozo hueco de los carnales dice todavía Salomón: “Florecerá el almendro, engordará la langosta y la alcaparra perderá su eficacia” (Ecle 12, Salm). Como el almendro florece antes que las otras plantas, así el hombre carnal anhela la flor en este mundo, pero en el otro mundo quedará desnudo de toda flor; y de la flor marchita engordará la langosta, o sea, el diablo. La gordura del diablo, si así puede llamarse, está en el gozo desenfrenado de la gloria temporal; y la alcaparra de la concupiscencia carnal y de la gloria mundana se desvanecerá.
Dice Santiago: “El rico pasará como la flor de la hierba. Sale el sol con su ardor y seca la hierba, su flor cae y perece la hermosura de su rostro. Así también se marchitará el rico en todas sus empresas” (1, 10‑ 11).
La raíz es la concupiscencia carnal, y la flor es el deleite de las cosas temporales. A la llegada del sol, o sea, a la llegada de la muerte o de la severidad del juez, la raíz se seca, la flor cae, la belleza de su rostro, o sea, el honor del mundo, los amigos y los vecinos, se desvanecerá. En conclusión, el gozo del mundo es hueco.
En cambio, acerca del gozo verdadero y pleno de la vida eterna dice Salomón: “Florecerá el almendro, engordará la langosta y la alcaparra perderá su eficacia”.
Observa que el gozo de los santos consiste en tres características: en la resurrección del cuerpo, en la bienaventuranza del alma y en la liberación de los estímulos de la carne y de las tentaciones del demonio.
El almendro, o sea, el cuerpo florecerá de cuatro prerrogativas: la luminosidad, la agilidad, la sutileza y la inmortalidad. Y la langosta, o sea, el alma, engordará, o sea, se saciará con la visión de Dios, con la bienaventuranza de los ángeles y con la compañía de los santos. Y entonces se desvanecerá la alcaparra, o sea, el estímulo de la carne y la tentación del demonio.
Escribe el Apóstol a los corintios. “Cuando este cuerpo mortal se revista de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: “La muerte fue absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1Cor 15, 54‑56).
Entonces se desvanecerá la alcaparra, porque, como dice el Profeta, “los extraños ya no pasarán por Jerusalén” (Joel 3, 17), o sea, los demonios ya no tentarán al justo, y la mala bestia, o sea, la concupiscencia de la carne, ya no pasará por su alma.
7.‑ Con ese doble gozo, o sea, el hueco y el pleno, concuerda la primera parte de la epístola de la misa de hoy: “Sean cumplidores de la Palabra y no sólo oidores, engañándose a sí mismos. Si uno es oidor de la Palabra y no cumplidor, puede compararse a un hombre que mira en el espejo su rostro natural: lo considera y después se aleja, y en seguida olvida cómo era” (1, 22‑24).
Cumplidores de la palabra de Dios son los que piden el gozo pleno y lo alcanzan; sólo oidores son los que se esfuerzan por conseguir el gozo hueco del mundo. A este propósito dice el Salmo: “Es tiempo de obrar, Señor”, no sólo de oír o de hablar; “violaron tu ley” (118, 126) los que oyen y no obran. Y dice Salomón: “El que destruye la tapia”, o sea, la ley, “será mordido por la serpiente” (Ecle 10, Salm), o sea, por el diablo. Viola la ley aquel, que no vive según lo que dice o lo que oye. A él se aplica el versículo: “Si uno es sólo oidor de la Palabra y no cumplidor”...
Observa que el espejo no es otra cosa que una lámina muy sutil de vidrio, en el cual se deben considerar tres elementos: el escaso valor, la fragilidad y la transparencia.
El vidrio es una materia de poco valor, porque se fabrica con un poco de arena, es de sustancia frágil y transparente en su claridad. Puesto contra el sol, brilla como otro sol.
Se dice espejo, porque refleja el esplendor, o porque las mujeres, mirándolo, admiran la belleza de su rostro (en latín hay asonancia entre, spéculum, espejo, y species, la belleza), o también porque es transparente como el vidrio. Y el vidrio es llamado así, porque es transparente y límpido a la mirada (Aquí hay otra asonancia entre vítrum, vidrio, y vista mirada).
El espejo, o el vidrio, simboliza la Sagrada Escritura, en cuyo esplendor está el rostro de nuestro origen: de dónde hemos nacido, cuáles hemos nacido y para qué fin hemos nacido. De dónde hemos nacido: se refiere a la ruindad de nuestro origen físico; cuáles hemos nacido: se refiere a la fragilidad de nuestra sustancia; para qué fin hemos nacido: se refiere a la dignidad de la gloria, en la cual, si somos cumplidores de la Palabra, por la proximidad del verdadero sol, como el sol resplandeceremos.
En el espejo de la sagrada doctrina se hallan estas tres acotaciones. Acerca del poco valor de la materia está escrito en el Génesis: “Eres polvo y al polvo regresarás” (3, 19). Acerca de la fragilidad de la sustancia dice el Salmo: “Nuestros años serán considerados como tela de araña” (89, 9). ¿Hay algo más frágil que la tela de araña? ¿Y hay algo más corruptible que la vida del hombre, que se arruina por una pequeña lesión y por un poco de fiebre?
Acerca de la luminosidad se dice en el evangelio: “Los justos resplandecerán como el sol” (Mt 13, 43).
En este espejo el pobre hombre considera el rostro de su nacimiento, cómo haya nacido, cuán frágil sea y cómo será su futuro; y de estas consideraciones le nacen, de vez en cuando, la compunción y la voluntad de hacer penitencia. Pero como es oidor de la Palabra no cumplidor, y es amante de la alegría vana y hueca, en seguida olvida cómo era y cómo se habla visto. El deleite de la vanidad aleja el pensamiento de la propia salvación; en cambio, el pensamiento del verdadero gozo produce en el alma el amor por la propia salvación. “Pidan, pues, y recibirán, para que su gozo sea cumplido”.
De este gozo se acuerda la iglesia en el introito de la misa de hoy: “Con voz de júbilo anuncien hasta los últimos confines de la tierra” (Is 48, 20). Oh predicadores, pregonen el feliz anuncio: “Pidan, para que su gozo sea cumplido”, no sólo a los justos que están en el seno de la iglesia, sino también hasta los extremos confines de la tierra y también a los que están fuera de los confines, o sea, a los que están fuera de los mandamientos de Dios, que son para nosotros mojones o guías para nuestra conducta, para que escuchen la voz jubilosa y puedan lograr el gozo pleno, que no tiene fin.
A ese gozo nos conduzca Jesucristo. ¡Amén! ¡Así sea!
8.‑ “Yo rogaré al Padre por ustedes: el mismo Padre los ama, porque ustedes me amaron y creyeron que yo salí de Dios” (16, 26‑27). Cristo, sacerdote se n el orden de Melquisedec y mediador entre Dios y los hombres, ruega por nosotros al Padre.
Se lee en el Levítico: “El sacerdote rogará por ellos, y el Señor les será propicio”; y de nuevo: “El sacerdote rogará por él y por su pecado, y el pecado le será perdonado” (4, 20 y 26).
Concuerdan con lo anterior las palabras del libro de los Números: “Moisés dijo a Aarón: “Toma el turibulo, pon en él el fuego del altar y echa sobre él el incienso y vete pronto al pueblo, para que ruegues por él, porque ya estalló la ira del Señor y el flagelo ya comenzó. Aarón ejecutó el comando: corrió en medio de la multitud, ya asolada por la plaga, y ofreció los inciensos; y, estando entre los muertos y los vivos, rogó por el pueblo, y la mortandad cesó” (16, 46‑48).
“Moisés dijo a Aarón”, o sea, el Padre al Hijo: “Toma el turíbulo” de la humanidad, que fue fabricado por obra de Bezaleel (Ex 31, 1), que se interpreta “sombrilla divina”: es una figura del Espíritu Santo que fue “sombrilla divina” en el seno de la gloriosa Virgen, a la que cubrió con su sombra (Lc 1, 35), le aportó el refrigerio y extinguió totalmente en ella el fomes del pecado. “Llena” con el fuego de la divinidad el turíbulo de la humanidad, “en la que habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, g).
Y con razón dice “del altar”, porque “salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28). “Y echa encima el incienso” de tu pasión; y así, como mediador, rogarás por el pueblo, al que el incendio del diablo está atrozmente devastando.
Y Cristo, obedeciendo a la voluntad y al mandato del Padre, tomó el turíbulo, y corrió a la muerte y a la muerte de cruz. Y estando en la cruz con los brazos abiertos, “entre los muertos y los vivos”, o sea, entre dos ladrones, de los cuales uno fue salvado y el otro condenado o también “entre los muertos y los vivos”, o sea, entre los que estaban encerrados en la cárcel del infierno y los que vivían en las miserias de este destierro‑ a todos los liberó del incendio de la persecución diabólica, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de suave olor.
Con toda razón, pues, dice de sí mismo: “Yo rogaré al Padre por ustedes”. Y Juan en su carta canónica escribe: “Tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo, el justo; y El es propiciación, o sea, expiación, por nuestros pecados” (1 Jn 2, 1‑2). Y por esto, todos los días, lo ofrecemos al Padre en el sacramento del altar, para que siga expiando por nuestros pecados.
Nos portamos como hace la mujer que tiene un hijo pequeño. Cuando su marido enojado quiere golpearla, ella, teniendo al niño en los brazos, lo pone delante del marido enojado, diciendo: “¡Hiere a éste, golpea a éste!”. El niño, con las lágrimas en los ojos, comparte el dolor de la madre. Entonces el padre, que se siente trastornar las entrañas por las lágrimas de su hijo, al que ama con gran ternura, por amor del hijo, perdona a la esposa.
Así también nosotros, a Dios Padre airado por nuestros pecados, le ofrecemos a su Hijo Jesucristo en el sacramento del altar, como alianza de nuestra reconciliación. Y Dios Padre, no por amor nuestro, sino por amor de su Hijo dilecto, aleja de nosotros los flagelos que en justicia habíamos merecido y, recordando sus lágrimas, sus sufrimientos y su pasión, nos perdona.
El mismo Hijo dice por boca de Isaías: “Yo hice y yo regiré, yo llevaré y yo salvaré” (46, 4).
Presta atención a estos cuatro verbos: “Yo hice” al hombre, y “yo lo regiré” sobre mis hombros, como a la oveja descarriada y cansada; “yo lo llevaré”, como la nodriza lleva al niño en sus brazos. ¿Y qué puede hacer el Padre, sino responder: “Y yo lo salvaré?”. Con toda razón dice Cristo: “Yo rogaré al Padre por ustedes; el Padre los ama, porque ustedes me amaron y creyeron que yo salí de Dios”. El Padre y el Hijo son una sola cosa, como lo manifiesta el mismo Hijo: “Yo y el Padre somos una sola cosa” Un lo, 30). El que ama al Padre, ama al Hijo; y el Padre y el Hijo lo aman a él. En el evangelio de Juan dice el Hijo: “El que me ama, será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él” (14, 21).
9.‑Acerca de este amor, concuerdan también las palabras de la epístola de hoy: “El que mira atentamente en la ley de la perfecta libertad y le es fiel, no como un oidor desmemoriado, sino cumplidor de la obra, éste será feliz al practicarla” (Sant 1, 25).
La ley de la perfecta libertad es el amor de Dios, que hace al hombre perfecto en todo y libre de toda esclavitud. Del justo dice el Salmo: “La ley de su Dios está en su corazón” (36, 31). En el corazón del justo está la ley del amor divino; y por esto Dios dice: “Hijo, dame tu corazón” (Prov 23, 26).
Como el gavilán, cuando caza un ave, ante todo busca el corazón y lo devora, así Dios nada busca y nada ama tanto en el hombre, como su corazón, en el cual se halla la ley del amor; y entonces “sus pasos no vacilarán” (Salm 36,31).
Los pasos del justo son sus obras o los afectos de su mente, que jamás vacilarán, o sea, jamás serán capturados por el lazo de las sugestiones diabólicas, ni resbalarán en la plaza de la vanidad mundana,
Del lazo habla Job: “Su pie será atrapado por el lazo, y la sed se ensañará contra él” (18, g). El pie del inicuo está atrapado en el lazo de las malas sugestiones, y así se ensaña contra él la sed de la codicia.
Del deslizamiento habla Jeremías: “Hicieron resbalosos nuestros vestigios, o huellas, en el camino hacia nuestras plazas” (Lm 4, 18). Plaza viene del griego platos, anchura. “Los vestigios” derivan de investigar, porque permiten descubrir el recorrido de quien pasó; y simbolizan las obras, por las que uno es conocido. En la barrosa anchura del placer mundano resbalan las obras de los pecadores, para que caigan de pecado en pecado y después se precipiten en el infierno.
Dice el Salmo: “Sus caminos se vuelvan oscuros y resbalosos; y el ángel del Señor”, o sea, el ángel malo (o sea, el que se ha vuelto) malo, “los persiga” (34, 6), hasta que los precipite en el abismo del infierno.
En cambio, los pasos del justo no vacilan, porque en su corazón se halla la ley del amor; y el que le es fiel, “hallará la felicidad en observarla”. En efecto, el amor de Dios infunde la gracia en la vida presente y la bienaventuranza de la gloria en la vida futura.
A esa gloria nos conduzca aquel, que es el Dios bendito por
los siglos. ¡Amén! ¡As! sea!
10.‑ “Sus discípulos dicen a Jesús: “Ahora conocemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te interrogue. En esto creernos que saliste de Dios” (Jn 16, 29‑30).
Con toda razón dijeron los discípulos: “Ahora conocemos que lo sabes todo”. Y sobre esto tenemos el testimonio del Apóstol: “La palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que toda espada de dos filos. Ella penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y las médulas, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay criatura alguna que pueda esconderse frente a El, sino que todo está desnudo y abierto a sus ojos” (Hb 4, 12‑13).
La palabra, o sea, el Hijo de Dios, por medio del cual hemos conocido su voluntad, es viva, o sea, confiere la vida; es eficaz, o sea, capaz de efectividad y puede con facilidad llevar a cabo lo que quiere. La palabra de Dios es eficaz, porque el Hijo de Dios “hizo todo lo que quiso” (Salm 113b, 3). Obra lo que quiere y donde quiere y cuando quiere.
Dice Job: “El manda al sol, y éste no sale; y a las estrellas les pone su sello. El solo desplegó los cielos, y camina sobre las olas del mar. El crea las constelaciones de Arturo (Osa Mayor), y de Orión, las Pléyades y los penetrales del Austro. El hace cosas grandiosas e inconcebibles maravillas sin número” (9, 7‑10). El que obra tales portentos, de veras sabe todo. El Hijo de Dios de veras lo puede hacer todo: El es vida potencia.
“El manda al sol, y éste no sale”. En el sol está simbolizada la iluminación de la gracia, que surge cuando se infunde en la mente, y no surge cuando no se concede. Por eso dice el Señor: “Yo tendré misericordia de quien quiero tener misericordia, y seré clemente hacia quien busque complacerme” (Ex 33, 19). Y de nuevo: “Yo endureceré el corazón del faraón” (Ex 4, 21). Se dice que el Señor endurece el corazón, cuando quita la gracia o no la concede. Dice el Señor en Oseas: “ No visitaré a sus hijas, cuando se prostituyan” (4, 14). Para un alma pecadora no puede haber peor mal que cuando el Señor abandona al pecador a la perversidad de su corazón y no lo corrige con el azote del castigo paternal.
“A las estrellas les pone su sello”. El sello es un signo que se graba en alguna cosa, para que quede escondida hasta que no se rompa el sello. “Las estrellas son los santos, que Cristo pone bajo el sello de su providencia, para que no se manifiesten cuando quieren, sino que estén siempre dispuestos para el tiempo establecido por Dios, para que, cuando oigan con el oído del corazón la voz del mandante, salgan del secreto de la contemplación para las obras que fueren necesarias” (Gregorio).
“El solo despliega los cielos”. Los cielos son los santos predicadores, que llueven con las palabras, relampaguean con los ejemplos de su vida santa y truenan con las amenazas del castigo eterno. El Señor extendió estos cielos, para que por todas partes irradien la luz, cubran a los pecadores y se preocupen de no enfrascarse en los negocios temporales.
“Y camina sobre las olas del mar”. Las olas del mar son los soberbios de este mundo, sobre los cuales camina el Señor, cuando graba en sus corazones las huellas de su humillación. Dice la Sabiduría en el Eclesiástico: “Yo sola recorrí la vuelta del cielo, penetré en las profundidades del abismo y caminé sobre las olas del mar. Estuve en toda la tierra y extendí mi dominio sobre todos los pueblos y naciones; y con mi poder sojuzgué el corazón de todos los grandes” (24, 8‑11).
“La vuelta del cielo”, o sea, el corazón del justo yo lo rodeo, defiendo y protejo; y “las profundidades del abismo”, o sea, el corazón de los malos, para convertirlos a la penitencia; y “sobre las olas del mar”, o sea, sobre los que están oprimidos por las tentaciones. “Y estuve en toda la tierra”, porque Dios se detiene sobre los humildes, sobre los que dan frutos de buenas obras y sobre los que perseveran, mientras el diablo se detiene sobre la arena. “Y extendí mi dominio sobre todos los pueblos y naciones”, con los que está formada la iglesia (Glosa).
11.‑ “El crea las constelaciones de Arturo y Orión, y las Pléyades, y los penetrales del Austro”. Presta atención a cada una de estas cuatro palabras.
Arturo (Osa Mayor) es llamada por los latinos “septentrión”, porque está compuesta por siete estrellas; y es llamado también “carro” por la disposición de las estrellas a forma de “carro”. Cinco estrellas forman el carro y otras dos, que, parecen estar en el mismo lugar, son consideradas como bueyes.
Las cinco estrellas simbolizan los cinco sentidos del cuerpo; las dos estrellas, o' sea, la esperanza y el temor, deben arrastrar como dos bueyes. Aquí tienes una concordancia con el primer libro de los Reyes, donde se narra que “los filisteos tomaron a dos vacas, las ataron al carro y colocaron el arca ( de la alianza) sobre el carro nuevo” (1Rey 6, 10‑11).
El ¡carro se dice en latín pláustrum, con asonancia de pilar, a cuyo alrededor se gira, y simboliza nuestro cuerpo, que debe darse vuelta, o sea, trajinar en las obras de misericordia; era un “carro nuevo”, por haber reparado los pecados con la penitencia, porque debe llevar el arca de la obediencia. Y este carro deben remolcarlo dos vacas, o sea, la esperanza y el temor, hasta Betsamés, que se interpreta “casa del sol”, o sea, la morada de la vida eterna, en la cual habita el Sol de justicia.
“Orión” es llamada la estrella de la espada. Por esto los latinos la llaman iúgula, o espada para degollar. Esa estrella está dispuesta como una espada, y por su luz es la más impresionante y la más luminosa de entre las estrellas. Las estrellas de Orión justamente aparecen en el rigor del tiempo invernal, y su aparición trae lluvias y tempestades. Las estrellas de Orión simbolizan la contrición del corazón y la confesión de la boca que, al manifestarse, producen la lluvia de las lágrimas y las tempestades de la disciplina, del ayuno y de la abstinencia.
“Las Pléyades” son cinco estrellas, dispuestas como la letra griega Y. Las Pléyades simbolizan las cinco palabras que Pablo, escribiendo a los corintios, hubiera deseado pronunciar en la iglesia, con el sentido por él querido (1Cor 14, 19). Ellas son: la oración, la alabanza, el consejo, la exhortación y la confesión.
“Los penetrales del Austro”. El Austro es un viento cálido y simboliza al Espíritu Santo, del que la esposa del Cantar dice: “Levántate, Aquilón, y ven, Austro; y soplen en mi jardín, para que las flores exhalen sus aromas” (4, 16).
El Aquilón, así llamado como si “ligara las aguas”, es símbolo del diablo, que con el hielo de la malicia coagula las aguas de la contrición en el corazón del pecador, Al Aquilón se le dice: “¡Levántate!”, o sea, “¡Aléjate!”; y ¡Ven tú, oh Austro! “, o sea, Espíritu Santo, “y sopla en mi jardín”, o sea, en mi conciencia, “para que exhalen sus aromas”, o sea, las lágrimas, que en presencia del Señor huelen mejor que todos los aromas.
“Los penetrales del Austro” indican el secreto de la contemplación, el gozo de la mente y la suavidad de la dulzura interior. Todos ellos son como los íntimos secretos del Austro, o sea, del Espíritu Santo, con los cuales El habita y, habitando, espira con la suave brisa de su amor.
12.‑ “El hace cosas grandiosas e inconcebibles y maravillas sin número”. Cosas grandes hizo en la creación; cosas inconcebibles en la recreación y maravillas en la bienaventuranza eterna.
O también. “Hizo cosas grandes” en su encarnación; y por esto la bienaventurada María pregonaba: “Hizo en mí obras grandes el Todopoderoso y su nombre es santo” (Lc 1, 49); inconcebibles en su natividad, en la cual la Virgen dio a luz al mismo Hijo de Dios; y maravillosas en la obra de los milagros. ¡Sea, pues, bendito aquel que todo lo sabe y que para nosotros obré tales maravillas!. De El dijo el Apóstol: “La palabra de Dios es viva y eficaz”.
“Y más penetrante que una espada de dos filos”. Cristo hiere el alma con la contrición y el cuerpo con el sufrimiento, “y penetra hasta la división del alma”, o sea, de la animalidad (de la naturaleza), “y del espíritu”, o sea, de la razón.
Y considera que el alma es una entidad incorpórea, capaz de razón, ordenada a vivificar el cuerpo, Ella forma a los hombres como “animales” (naturales), que son sabios según la carne y apegados a los sentidos del cuerpo. Pero, cuando comienza a ser perfectamente razonable, el alma en seguida desecha de sí las características del género femenino y llega a ser “ánimo”, partícipe de la razón y preparado para regir el cuerpo. Mientras sea “ánima”, alma, muy pronto cae en lo carnal y se vuelve afeminada”; en cambio, el “ánimo”, o sea, el espíritu, sólo considera lo que es viril y espiritual; y así se establece la división del alma y del espíritu.
“Las coyunturas y las médulas”. Las coyunturas son las articulaciones, y la médula es la sustancia que impregna los huesos. En las coyunturas están indicadas las misteriosas concatenaciones de los pensamientos; y en la médula, la compunción de las lágrimas que riegan los huesos de las virtudes.
Cristo, en virtud de su divinidad, penetra hasta la división de las coyunturas y de las médulas, porque conoce perfectamente el principio, el desarrollo y la conclusión de los pensamientos, a qué cosa tiendan, en qué modo se relacionen uno con otro, y de qué manera y con cuáles procesos la compunción salga del corazón.
Dice Salomón en el Eclesiastés: “Como ignoras cuál sea el camino del espíritu y en qué modo se formen los huesos en el seno de la mujer encinta, así ignoras la obra de Dios, autor de todas las cosas” (11, Salm). Sólo Dios sabe cuál es el camino del espíritu, o sea, la contrición, y de qué manera se forman los huesos en el vientre de la mujer encinta, o sea, las virtudes en la mente del penitente. Añade el Apóstol: “El penetra los pensamientos y las intenciones del corazón, y no hay criatura que pueda esconderse delante de El, porque, como dice también el Eclesiástico, “los ojos del Señor están en todo lugar” (23, 28). “Todo está desnudo y abierto a sus ojos. Delante de El, dice Job, está abierto también el infierno y el abismo no tiene cobertura” (26, 6).
Con pleno convencimiento dijeron, pues, los discípulos: “Ahora conocemos que lo sabes todo, y no es necesario que nadie te interrogue. Por esto creemos que saliste de Dios”.
El Hijo salió de Dios, para que tú salieras del mundo; vino a ti, para que tú fueras a El. ¿Qué significa salir del mundo e ir a Cristo, sino dominar los vicios y unir el alma a Dios con los vínculos del amor?
13.‑ De todo lo anterior podemos relevar una concordancia con la tercera parte de la epístola de la misa de hoy: “Si uno cree ser religioso pero no frena la lengua, engaña su corazón y su religión es vana. La religión pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades, y conservarse puros de este mundo” (Sant 1, 26‑27).
La religión se llama así, porque por medio de ella “religarnos” nuestras almas al único Dios, para tributarle el culto divino. La religión es la virtud que presta culto y veneración de naturaleza superior, que llaman divina (Agustín).
Escuche, pues, el religioso, hinchado de presunción, desenfrenado de lengua y desechado del reino de Dios: “Si uno cree ser religioso La lengua es llamada así de “ligar”; y si alguno no la tiene ligada con el silencio, demuestra que no tiene religión. El comienzo de la religión es frenar la lengua.
Dice a este respecto Salomón: “¿Quién pondrá en mi boca un candado y en mis labios un sello seguro, para que no cometa pecado por su causa ni mi lengua me lleve a la ruina?” (Ecli 22, 33), o sea, para que no diga el bien de manera errada y para que sepa tanto callar como hablar a su debido tiempo. A propósito dice “sello”. Lo que se pone bajo sello, se encierra para sustraerlo a los enemigos, no a los amigos.
Escuchen los religiosos de nuestro tiempo, que cargan el edificio de su religión con gran variedad de instituciones con diversos catálogos de preceptos. Ellos, como los fariseos, se glorían de la apariencia de una pureza exterior.
Al primer hombre, elevado a tan excelso grado de dignidad, Dios le dio un solo y breve mandato: “No comas del árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gen 2, 17); ¡y el hombre no observó ni aquel pequeño precepto!
En cambio, a los hombres de nuestro tiempo, reducidos a la miseria de una tan grande infelicidad y puestos ya al borde de este siglo o más bien, para hablar con franqueza, entre los desechos del mundo, se les imponen muchos y nuevos mandatos y abundantes normas organizativas. ¿Crees tú que las observarán? ¡Todo lo contrario! Así sólo habrá transgresores.
Escuchen ellos lo que dice el Señor en el Apocalipsis: “No les impondré otras cargas; pero lo que tienen, guárdenlo” (2, 24‑25), o sea, el evangelio. Comenta la Glosa. “Escuchen ellos qué cosa es la verdadera religión. Dice Santiago: “La religión pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas”.
Observa que “la verdadera religión” consiste en dos cosas: en la misericordia y en la inocencia. Ordenando visitar a los huérfanos y a las viudas, sugiere todo lo que debemos hacer para el bien del prójimo; y ordenando que nos preservemos sin mancha en este mundo, nos muestra todo aquello en lo cual debemos ser castos.
Roguemos, pues, hermanos queridísimos, para que nuestro Señor Jesucristo nos infunda su gracia, con la cual podamos tender y llegar a la plenitud del verdadero gozo; y para que ruegue por nosotros al Padre, para que nos conceda la verdadera religión; y así podremos llegar al reino de la vida eterna.
Nos lo conceda aquel Jesús que es digno de alabanza, principio y fin, admirable e inefable por los siglos eternos.
Y toda religión pura y sin mancha responda.‑ “¡Amén!
¡Aleluya!.
1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, El dará testimonio acerca de mí” (Jn 15, 26).
Dice el Señor por boca de Isaías: “Los muertos vivirán, los cadáveres resucitarán. ¡Despiértense y canten, oh moradores del polvo, porque tu rocío es un rocío de luz!” (26, 19).
Se dice rocío, porque es ralo, y no denso como la lluvia. Se dice, además, que el rocío moje más intensamente los campos, cuando la noche es más serena y la luna brilla más límpida, y que el rocío, en el breve período de una noche, restituya a la tierra la humedad que el calor del sol le había sustraído durante el día.
El rocío simboliza al Paráclito, el Espíritu de verdad, porque, descendiendo suavemente en la mente del pecador, enfría el ardor del sol, o sea, la concupiscencia de la carne. Dice el Eclesiástico: “El rocío, que sale al encuentro del que viene del calor, lo hace humilde” (o sea, lo refresca) (43, 24). Para el pecador, que viene del ardor de los vicios, la gracia del Espíritu Santo sale a su encuentro y como rocío refresca su ardor; y mientras le hace conocer en cuántos y en qué grandes vicios esté empantanada su alma, lo humilla hasta el llanto, para que se arrepienta de lo que cometió.
Dice Jeremías: “Después que tú me iluminaste, yo golpee mi fémur” (3 1, 1 g). Después que la gracia del Espíritu Santo hizo conocer al pecador el cúmulo de sus iniquidades, él golpea con los flagelos de la penitencia su fémur, o sea, su cuerpo.
Y observa que con toda razón el Espíritu Santo es llamado “rocío de luz”: es rocío, porque refresca; y es “rocío de luz”, porque ilumina. Al llegar el rocío de luz, los muertos por el pecado viven la vida de la gracia, y los matados por la espada de la culpa resucitan en la primera resurrección, que es la penitencia.
“Despiértense”, pues, ustedes que están sumergidos en el sueño del pecado, “y alaben a Dios” con la confesión de sus crímenes, “ustedes que yacen en el polvo” de la vanidad terrenal, porque el Espíritu Santo es “rocío de luz”, padre de los penitentes y consolador de los que gimen. De Él el Hijo de Dios habla en el evangelio de hoy: “Cuando venga el Paráclito ......
2.‑ En este pasaje evangélico se destacan dos anuncios: Primero: el envío del Espíritu, donde dice: “Cuando venga el Paráclito...”; segundo: la persecución de los discípulos de Cristo, cuando añade: “Les dije estas cosas, para que no se escandalicen”.
En este domingo se canta el introito: “Escucha, Señor, mi
voz, con la que te llamo” (Salm 26,7); y se lee la epístola del bienaventurado
Pedro: “Sean prudentes”, que vamos a dividir en dos partes y hacerlas concordar
con las dos partes del evangelio. La primera parte: “Sean prudentes”; y la
segunda: “Sean mutuamente hospitalarios, sin murmuración.
3.‑ “Cuando venga el Paráclito”. Ante todo, se debe destacar que en este evangelio se proclama expresamente la fe en la santa Trinidad. Por el Padre y por el Hijo es enviado el Espíritu Santo. Estas tres divinas Personas son una sola sustancia e inseparables en la igualdad: unidad en la esencia y pluralidad en las Personas.
El Señor revela expresamente la Unidad de la divina esencia y la Trinidad de las Personas, cuando dice: “Vayan y bauticen a todas las gentes, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Dice justamente “en el nombre”, y no “en los nombres”, para indicar la unidad de la sustancia. Por los tres nombres que añade, indica que son “tres Personas”.
En la Trinidad se halla el principio supremo de todas las cosas, la belleza perfectísima y la dichosísima bienaventuranza. Por “principio supremo”, corno demuestra Agustín en su obra La Verdadera Religión, se entiende a Dios Padre, del cual vienen todas las cosas y del cual proceden el Hijo y el Espíritu Santo. Por “belleza perfectísima” se entiende al Hijo, o sea, la verdad del Padre y para nada diverso de El. Esa belleza la adoramos en el Hijo y en el mismo Padre, y es forma de todas las cosas, creadas por un solo Dios y a un solo Dios ordenadas. Por “dichosísima bienaventuranza” y por “suma bondad” se entiende al Espíritu Santo, que es don del Padre y del Hijo; don de Dios que nosotros debemos adorar y creer igualmente inmutable junto con el Padre y el Hijo.
En relación a las cosas creadas, entendemos a la Trinidad en una sola sustancia, o sea, un solo Dios Padre, del cual provenimos; un único Hijo, por el cual existimos; y un solo Espíritu Santo, en el cual vivimos. En breve, la Trinidad es el principio, al cual recurrimos; el modelo, que debemos seguir; y la gracia, que nos reconcilia.
Y para que nuestra mente se eleve a la contemplación del Creador y crea sin sombra de dudas la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad, vamos a considerar qué huellas de la Trinidad se manifiesten en la misma mente.
Dice Agustín en la obra La Trinidad: “Aunque la mente humana no sea de la misma naturaleza de Dios, sin embargo, debemos buscar y hallar su imagen ‑de la cual no existe nada mejor‑ en lo que de mejor existe en nuestra naturaleza, o sea, en la mente”.
“La mente se acuerda de sí misma, se comprende a sí misma y se ama a sí misma. Si reconocemos esto, reconocemos a la trinidad: no por cierto a Dios, sino a la imagen de Dios. Allí aparece una cierta trinidad: memoria, inteligencia, amor o voluntad, Estas tres facultades no son tres vidas, sino una sola vida; ni tres mentes, sino una sola mente; ni tres sustancias, sino una sola sustancia”.
“La memoria dice relación a alguna cosa; la inteligencia y la voluntad o amor indican relación a alguna cosa; en cambio, la vida tiene relación a sí misma, y es alma y sustancia. Estas tres facultades son una sola cosa, en cuanto son una sola vida, una sola alma y una sola sustancia”.
Estas tres facultades, aunque sean distintas una de otra, no son sino una sola realidad, porque existen sustancialmente en el alma. Y la misma mente es como la madre, y su conocimiento es como su prole. En efecto, la mente, al conocerse a sí misma, engendra el conocimiento de sí y es ella sola la madre de su conocimiento. Tercero viene el amor, que procede de la misma mente y de su conocimiento, cuando la mente, al conocerse a sí misma, se ama. No podría amarse a sí misma, si no se conociera a sí misma. Y ama también a la querida prole, o sea, el conocimiento de sí; y así el amor es una especie de vínculo entre la madre y la prole. He ahí, pues, que en las tres palabras ‑memoria, inteligencia y amor‑ aparece alguna huella de la Trinidad.
4.‑ “Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré del Padre, el Espíritu de verdad Presta atención a estas tres palabras: Paráclito, Espíritu y verdad. En la miseria de este destierro hay tres males: la opresión que atormenta, el pecado que da la muerte y la vanidad que engaña.
Acerca de la opresión que atormenta se habla en el Éxodo: “El faraón impuso sobre los hijos de Israel a inspectores de obras que los oprimieran con sus cargas; y as! construyeron para el faraón las ciudades de almacenaje: Pitón y Ramsés (1, 11).
Así el diablo, sobre los que son cristianos sólo de nombre, impone a inspectores de obras, o sea, a otros demonios, con cargo de fomentar los vicios, para que los atormenten con la carga de los pecados. Entonces ellos gimen y se lamentan con palabras de Jeremías: “Con el yugo al cuello andamos acosados; estamos agotados, pero no nos dan respiro; tendimos nuestra mano a Egipto y a Asiría, para ser saciados de pan” (Lm 5, 5‑6).
Los babilonios, o sea, los demonios, imponen graves cargas sobre el cuello del hombre al que llevan en esclavitud, y como a un buey o a un asno, con amenazas y con una cuerda atada al cuello lo arrastran; y no dan descanso al agotado, sino que lo hacen precipitar de pecado en pecado.
¡Ay de mí! ¡Cuánta locura cansarse por el camino y no querer detenerse! Ellos dicen: “Hemos tendido la mano a Egipto y a Asiria, o sea, nos hemos hecho siervos del mundo y del demonio, para ser saciados de pan, o sea, de los placeres de la carne”. Estos cristianos construyen las ciudades de almacenaje para el faraón, o sea, para el diablo: Pitom y Ramsés.
Pitom se interpreta “boca del abismo” y Ramsés, “daño de la tiña”. Pitom simboliza la lujuria, que es la boca del abismo, que jamás dice: “¡Basta!”, porque está privada de la luz de la gracia y no tiene caudal que la aplaque. “El placer, dice Jerónimo, siempre tiene hambre de sí mismo”.
De ese abismo habla el Salmo: “El abismo llama al abismo”(41, 8), o sea, la lujuria llama a la lujuria, como la rana llama a la rana.
La rana tiene un reclamo particular, que suena cuax y lo hace sólo en el agua. Es sobre todo el macho que al tiempo del apareamiento llama a la hembra con este señuelo bien conocido. Y la rana aumenta su voz, cuando pone la mandíbula inferior a nivel del agua y abre de par en par la mandíbula superior. Y por el esfuerzo de dilatar las dos mandíbulas sus ojos brillan como candelas. Análogo es el comportamiento de las arañas, cuando quieren aparearse. La hembra atrae al macho a través de los hilos de la telaraña, y el macho hace otro tanto con la hembra. Y no cesa la atracción recíproca, hasta que no se acoplen (Aristóteles).
Los lujuriosos son como las ranas. En el agua del placer carnal, se excitan mutuamente a la lujuria con señales y señuelos; sus ojos están repletos de adulterios, inflamados de libido; y como las arañas, a través de ciertos hilos de palabras y de promesas, se atraen y se aparean en el abismo de su perdición.
Ramsés simboliza la avaricia que corroe la mente, como la tiña (polilla) corroe la indumentaria. La tiña (del latín tíneo, roer) se llama así, porque roe y tanto penetra en la ropa hasta corroerla. Así la avaricia corroe la mente del avaro, para que multiplique sus bienes; pero el infeliz más los multiplica y más hambre tiene. Dice el bienaventurado Bernardo: “El corazón del hombre no se sacia con el oro, no diversamente de como el cuerpo del hombre no se sacia de aire”. Y el Filósofo: “¿Qué cosa mala puedes augurar al avaro, sino que viva largamente?”. Y de nuevo: “El avaro nada bueno puede hacer sino morir” (Publio Siro).
Estas son las ciudades del diablo: la lujuria y la avaricia. ¿Y puede haber angustia más grave que la de ser encarcelados en el abismo e invadidos por la tiña?
5.‑ Acerca del pecado que da la muerte habla el Génesis: “Raquel murió y fue sepultada en el camino que lleva a Éfrata” (35, 19).
Éfrata se interpreta “fértil”, y simboliza la abundancia de los bienes temporales, que ahogan a la pobre alma y que, una vez sepultada, la aplastan con la mole de las malas costumbres. En efecto, “el rico vestido de púrpura, que en este mundo vivió sepultado en los placeres, en el más allá fue sepultado en los tormentos del infierno” (Lc 16, 19‑22).
Se lee en el segundo libro de las Crónicas: “Pusieron a Asa en un lecho (ataúd), lleno de aromas y de ungüentos de meretriz, preparados por expertos perfumistas, y en su honor se quemaron perfumes en gran cantidad” (16, 14).
Asa se interpreta “el que se encarama”, y simboliza al rico soberbio de este mundo, del cual dice el Profeta: “Vi al impío triunfante, y erguido como el cedro del Líbano” (36, 35). Su lecho es el cuerpo, en el que yace privado de fuerzas, como un paralítico. Ese lecho está lleno de aromas y ungüentos de meretriz, o sea, de honores, riquezas y placeres, preparados por expertos perfumistas, o sea, los demonios. Pero en el más allá la pobre alma, junto con su desventurado cuerpo, será quemada en el fuego inextinguible de la gehena, en una gran llama.
“Todo hombre sirve primero el buen vino y después el de inferior calidad” (Jn 2, 10). Ya que bebiste del cáliz de oro de Babilonia, ahora beberás hasta las heces del pozo de la condenación eterna.
6.‑ Acerca de la vanidad engañosa se lee en el tercer libro de los Reyes: “Un viejo profeta engañó a un hombre de Dios y lo apremió a entrar con él en su casa, donde comió el pan y bebió el agua. Después de haber comido y bebido, preparó el asno y se marché. En el camino lo asaltó un león que lo mató. Su cuerpo estaba tirado en el camino. El asno estaba junto al cadáver y también el león quedó junto al cadáver; pero el león ni dañó al asno, ni comió del cadáver” (13, 11‑30).
El viejo profeta simboliza la vanidad del mundo, que siempre profetiza cosas falsas. Jeremías lo afirma: “Tus profetas hacen por ti profecías falsas y necias” (Lm 2, 14).
Nuestros profetas son la vanidad del mundo y los placeres de la carne que, si nos ven despreciar al mundo y afligir la carne, en seguida nos predicen miseria y enfermedades. Dicen: “Si das tus cosas, ¿de qué vivirás? Si mortificas tu cuerpo, caerás en enfermedades”. ¡Ay de mí! ¡A cuánta gente engañaron estos profetas! Estos son los profetas, que hablan en su nombre, no en nombre de Dios.
Con toda razón se dice que “el viejo profeta engañó al hombre de Dios.
Por cierto, la vanidad del mundo es como “un viejo profeta”. Desde el principio del mundo hasta las heces de nuestro tiempo permaneció en el engaño y seguirá permaneciendo.
“En su casa el hombre de Dios engañado comió el pan y bebió el agua”. El pan simboliza la grandeza de la gloria mundana, de la cual habla Salomón: “Sabroso es al hombre el pan de la mentira; pero después su boca se llenará de piedras” (Prov 20, 17).
El pan de la mentira es la gloria del mundo, que se imagina ser algo, cuando es nada. Dice Agustín: “Todo lo que tiene un término, hay que considerarlo como pasado”. Esta gloria es muy agradable al hombre; pero llena su boca de piedras, de piedras ardientes, o sea, de la pena eterna, que no puede ser ni tragada ni vomitada.
“Y bebió el agua”. El agua simboliza la lujuria o la avaricia; y “quien la bebe, tendrá todavía sed” (Jn 4, 13). El que come ese pan y bebe esa agua, será matado por el león, o sea, por el diablo.
Y observa que “el león no hizo daño al asno, ni comió el cadáver”, porque el diablo no se preocupa del dinero ni del cuerpo, sino que su intento es sólo matar al alma. Dijo el rey de Sodoma a Abraham: “Dame las almas; lo otro guárdatelo” (Gen 14, 21). Cristo compró las almas, exponiendo a la muerte su alma; y por ende el diablo hace todo esfuerzo para engañar a tan excelso Comprador, cuando quiere matar nuestras almas.
7.‑ Contra los tres males susodichos: la opresión, el pecado y la vanidad, el Señor envió al Espíritu Santo, Paráclito de la verdad: Paráclito contra la opresión, Espíritu contra el pecado y verdad contra la vanidad.
El Paráclito nos consuela en la opresión de las tribulaciones. Dice Isaías: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; si pasas por los ríos, no te anegarán. Si caminas por el fuego, no te quemarás, ni la llama te abrasará” (43, 2).
Presta atención a estas cuatro palabras: aguas, ríos, fuego y llama. Las aguas simbolizan la gula y la lujuria; los ríos, la prosperidad mundana; el fuego, la opresión de las adversidades; y la llama, la malicia de la persecución diabólica.
“Cuando pases por las aguas La mente, que el Espíritu Santo hizo fuerte con el fuego de la caridad, no puede ser arrollada ni por las aguas de la gula y de la lujuria, ni sumergida por los ríos de la prosperidad mundana. Dice Salomón en el Cantar: “Las muchas aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos ahogarlo, porque sus brasas son brasas de fuego y de llamas” (8, 7 y 6). La mente que el Espíritu Santo inflama no puede ser consumida ni por el fuego de la adversidad ni por la llama de la persecución diabólica. “El mismo Espíritu, como se lee en Daniel, alejó del horno la llama de fuego y en medio del horno sopló como una frescura de brisa y de rocío” (Dan 3, 49‑50).
Asimismo, Cristo envió al Espíritu contra el pecado, para dar vida al alma. Dice el Génesis: “Sopló en su rostro el aliento de la vida, y el hombre llegó a ser alma viviente” (Gen 2, 7). El soplo de la vida es la gracia del Espíritu Santo; y cuando Dios la infunde en el rostro del alma, sin duda alguna, el alma resucita de la muerte a la vida. Y este Espíritu es llamado Espíritu de verdad contra la vanidad del mundo, que la misma verdad desecha. Dice Joel: “Hijas de Sión, alégrense y gócense en el Señor su Dios, porque les dio al maestro de la justicia, y hará descender sobre ustedes la lluvia de la mañana y de la tarde. Y sus eras se llenarán de trigo; y los lagares rebosarán de vino y de aceite” (2, 23‑24).
¡Bendito sea el Señor Dios nuestro, Hijo de Dios, en el que nosotros, hijos de Sión, o sea, de la iglesia militante y triunfante, debemos exultar con el corazón y alegrarnos con las obras, porque nos dio al maestro de justicia, el Espíritu de la gracia, que nos enseña a mostrar a cada uno su justicia!. Al darnos a ese Espíritu, El hizo descender sobre nosotros la lluvia de la mañana, o sea, la compunción por los pecados propios, y la lluvia de la tarde, o sea, el dolor por los pecados ajenos. Por otra parte, el que Hora piadosamente por los pecados ajenos, lava perfectamente también los propios. En la venida de este Maestro de justicia las eras, o sea, las mentes de los rieles, se llenaron del trigo de la fe, y los lagares, o sea, sus corazones, rebosaron del vino de la compunción y del aceite de la piedad.
Con razón se dice: “Cuando venga el Paráclito, que yo les enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, El dará testimonio de mí. Y ustedes también darán testimonio de mí, porque estuvieron conmigo desde el principio.
En el corazón de los fieles el Espíritu de verdad da testimonio de la encarnación de Cristo, de su pasión y de su resurrección. Y también nosotros debemos dar testimonio a todos los hombres, que Cristo se encarnó de veras, de veras padeció y de veras resucitó.
8.‑ Con esta primera parte del evangelio concuerda la primera parte de la epístola de hoy: “Sean prudentes y velen en oración. Sobre todo, conserven entre ustedes la caridad, porque la caridad cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 7‑8). Observa que el bienaventurado Pedro nos exhorta a la práctica de tres virtudes: la prudencia, la vigilancia y la constancia en la oración.
Acerca de la prudencia dice Salomón en los Proverbios. “¡Bienaventurado el hombre que abunda en prudencia! Su posesión vale más que la ganancia de la plata y del oro” (3, 13‑14). En cambio, el que es negligente e imprudente, está expuesto a muchos peligros.
Acerca de la vigilancia se lee en el Génesis que “Jacob atravesó el vado de Jaboc. Transportó a la otra orilla todas sus pertenencias y después quedó solo. Y he ahí a un hombre que luchó con él hasta la mañana; y después le dijo. “Déjame, porque ya está rayando la aurora” (32, 22~24).
Jacob se interpreta “suplantador”; Jacob, “torrente de polvo”, y es símbolo de los placeres temporales que pasan como un torrente, son estériles y ciegan los ojos como el polvo. El penitente debe cruzar este torrente con todos los bienes que el Señor le dio, y debe quedar solo. Permanece solo el que nada se atribuye a sí mismo sino todo al Señor; somete su voluntad a la voluntad de los demás; olvida las injurias recibidas y acepta ser despreciado.
Y si de este modo permanece solo, podrá luchar valerosamente, con el Señor alcanzar de El lo que quiere; y merecerá escuchar: “Déjame, y porque ya está rayando la aurora”. La aurora marca el fin de la noche y el comienzo del día. Ella simboliza la muerte del justo, el fin de la miseria de esta vida y la llegada de la bienaventuranza, en la que el Señor dirá al justo: “Déjame, porque ya está rayando la aurora”. Como si dijera: “Ya no es necesario que luches, termina por ti la miseria y comienza la gloria”.
Acerca del alma del justo dice el Cantar: “¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, hermosa como la luna, fulgente como el sol?” (6, 9).! La luna es llamada así, porque es lúminum una, una de las luces. El alma del justo, cuando sale de esta miserable morada, entra en la bienaventuranza', en la que es hermosa como la luna, porque se incorpora a la luz de las almas santas, como una de ellas. Y es fulgente como el sol, porque se ilumina con el esplendor de toda la Trinidad.
9.‑ Acerca de la constancia en la oración se habla en el introito de la misa de hoy: “Escucha, Señor, mi voz, con la que te grito. Te dijo mi corazón: “Yo busqué tu rostro. Buscaré tu rostro, Señor; no me escondas tu rostro” (Salm 26,7‑9).
Observa que hay tres especies de oración: mental, vocal y manual. De la primera dice el Eclesiástico: “La oración del que se humilla, penetra ¡:Os cielos” (35, 2 1). De la segunda habla el Salmo: “ ¡Que mi oración entre en o presencia!” (87, 3). De la tercera habla el Apóstol: “oren sin interrupción” (1Tes 5, 17). Jamás deja de orar el que jamás deja de hacer el bien.
Dice, pues, el introito: “Escucha, Señor, mi voz”, la voz del corazón, de la boca y de las obras, “con la que te grité. Te dijo mi corazón: “Busqué tu rostro”.
El rostro del Señor es aquella imagen, según la cual fuimos creados “a su imagen y semejanza”, y que perdimos cuando caímos en el pecado mortal.
Sobre el rostro del Señor hemos dibujado el rostro del diablo contra la prohibición del Eclesiástico: “No asumas un rostro contra tu rostro” (4, 26). Cada vez que cometes un pecado mortal, sobrepones la cara del diablo al rostro de Dios. Dice el Salmo: “¿Hasta cuándo juzgarán injustamente y asumirán la cara de los pecadores?” (81, 1).
Para volver a hallar el rostro del Señor, que perdimos, encendamos la lámpara y escudriñemos con diligencia todos los resquicios de la casa, hasta hallarlo. Esto significa que debemos machacarnos por nuestros pecados, inspeccionar todos los ángulos de la conciencia en la confesión y perseverar en las obras de penitencia. Y así podremos volver a hallar el rostro perdido del Señor y con júbilo cantaremos: “Resplandece sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro” (Salm 4, 7).
Y como el rostro del Señor se recompone y se conserva hasta el fin con la caridad, por esto añade Pedro: “Ante todo, conserven siempre entre ustedes una gran caridad” (1 Pe 4, 8). Como Dios es el principio de todas las cosas, así la caridad, virtud fundamental, debe ser apreciada por encima de las otras; y si ella fuera recíproca y constante, cubrirá todo el cúmulo de los pecados.
La caridad debe ser recíproca, o sea, de uno hacia otro y hecha en común; y a la vez debe ser continua, o sea, no debe faltar ni en las cosas adversas ni en las cosas prósperas, sino que ha de ser incesante y perseverar hasta el fin.
O también: la caridad es el Paráclito, el Espíritu de verdad, que cubre la multitud de los pecados, como el aceite cubre todo líquido.
Sin embargo, presta atención. Si el aceite fuera soplado fuera, aparecería lo que antes estaba escondido. Así sucede con la gracia de Dios, que a través de la penitencia cubre la multitud de los pecados. Si la gracia fuera alejada del alma a través de la recaída en el pecado mortal, lo que antes estaba perdonado, vuelve, porque, “quien peca contra el primero de los preceptos, el precepto de la caridad, se hace culpable de todos los otros” (Glosa).
Y, por ende, si volvieras a cometer un pecado mortal y acudieras a un nuevo confesor, será necesario que confieses todos los pecados (Como ya acotamos anteriormente, ésta es una opinión personal de Antonio, no es praxis de la iglesia).
El Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, se
digne cubrir con su caridad la multitud de nuestros pecados. A El sean honor y
gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
10.‑ “Les dije estas cosas, para que no se escandalicen. Los expulsarán de las sinagogas; más aún, llegará el momento en que cualquiera que los mate, piense que rinde culto a Dios. Y harán esto, porque no conocen ni al Padre ni a mi. Les dije esto, para que, cuando llegue la hora, se acuerden de que ya se lo había dicho” (Jn 16, 1‑4).
Y porque “los dardos que se prevén, hieren menos” (Gregorio), por esto el Señor previno a sus soldados, para que, contraponiendo a los dardos de la persecución el escudo de la paciencia, no se escandalicen, cuando llegue el momento de la prueba.
“Les dije esto, para que no se escandalicen”. Yo, Palabra del Padre, del que deben tomar ejemplo de paciencia, les hablo para que no se escandalicen. El que se escandaliza en la tribulación, con el escándalo de su impaciencia, se separa de los discípulos de Cristo.
“Los expulsarán de las sinagogas”. Dice Juan: “Los judíos ya habían tramado que, si alguien reconociera a Cristo, fuera echado de la sinagoga” (9, 22).
Cristo dice: “Yo soy la verdad” (Jn 14, 6). El que predica la verdad, anuncia a Cristo. En cambio, el que en la predicación la calla, niega a Cristo.
“La verdad engendra el odio” (Terencio); y por eso algunos, para no incurrir en el odio de algunas personas, se cubren la boca con el velo del silencio. Si predicaran la verdad, como están las cosas y como la misma verdad lo exige y como la Sagrada Escritura expresamente lo manda, incurrirían ‑si no me engaño‑ en el odio de los hombres carnales y quizás serían echados de la sinagoga; pero, como se comportan como los demás hombres, temen el escándalo de los hombres, mientras de ninguna manera está permitido abandonar la verdad por temor del escándalo. En efecto, los discípulos dijeron a Jesús: “¿Sabes que los fariseos, al escuchar tus palabras, se escandalizaron? Pero El les respondió así: “Toda planta, que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada. Déjenlos: son ciegos y guías de ciegos” (Mt 15, 12‑14).
Oh predicadores ciegos, que temen el escándalo de los ciegos, ustedes contraen la ceguera del alma. Ellos los tratan como la vaca salvaje trata al cazador. Se cuenta en la Historia Natural que “la vaca salvaje lanza de lejos su bosta contra el cazador que la persigue, y lo embadurna todo; y mientras el cazador se detiene y se atrasa, ella puede escapar” (Aristóteles).
Seguramente, también hoy, se comportan de la misma manera algunos prelados. “vacas gordas en las montañas de Samaría” (Am 4, 1), “vacas lustrosas y demasiado gordas, que pastan en los bañados” (Gen 41, 2), que al cazador, o sea, al predicador, lanzan la bosta de los bienes temporales, para evitar sus amonestaciones.
Se lee en el Eclesiástico: “El perezoso será lapidado con ladrillos de barro” (22, 1). Y por esto dice el Señor por boca de Isaías: “Suscitaré contra ellos a los medos”, o sea, a los predicadores, “que no busquen la plata ni quieran el oro, para que con las flechas de la santa predicación maten a los niños”, o sea, a los amadores del mundo” (13, 17‑18).
11 Con esta segunda parte del evangelio de hoy concuerda la segunda parte de la epístola: “Sean hospitalarios mutuamente sin murmuración. Cada uno, según el don recibido, lo metan a disposición de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno tiene el don de hablar, use las palabras de Dios; si alguno tiene un oficio, adminístrelo conforme al poder que Dios da” (1 Pe 4, 9‑11).
El huésped es el que recibe y el que es recibido. Es llamado en latín hospes, o porque pone un pie en la puerta (ínfert hostio pédem), o porque tiene la puerta abierta (óstium patens).
Son hospitalarios aquellos predicadores que sienten el deber de abrir a los pecadores la puerta de la predicación; y hacen esto sin murmuración, o sea, sin escándalo. No puede haber murmuración sin escándalo.
Y con toda razón los predicadores son llamados hospitalarios (anfitriones), porque, como buenos administradores, deben poner a disposición de los demás la gracia de la multiforme predicación, que recibieron. Como son muchas las formas en que se cometen los pecados, así la predicación debe asumir diferentes formas, para que las almas, deformadas por las varias formas de vicios, sean reformadas con la forma de la predicación.
Así habla Pedro a los prelados predicadores: “Apacienten la grey de Dios que está entre ustedes, proveyendo no por fuerza, sino voluntariamente, a la manera de Dios; no por vil ganancia, sino de buen ánimo; tampoco despotricando sobre los que están a su cargo, sino tratando de ser modelos del rebaño” (1 Pe 5, 2‑3).
Y añade: “Si uno habla, use las palabras de Dios” (1 Pe 4, 11). Usa las palabras de Dios “el que atribuye a Dios, y no a sí mismo, la capacidad de hablar. El que usa las palabras de Dios, cuide de no enseñar más que la voluntad de Dios, la doctrina de las Sagradas Escrituras y lo que es útil a los hermanos; y cuide bien de no callar lo que debería enseñar” (Glosa).
“Y el que ejerce un oficio”, tanto con la palabra como con cualquier otro encargo de caridad; “lo haga no con su fuerza”, sino con la fuerza recibida de Dios, para que en todos nuestros actos “sea glorificado Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor”.
Hermanos queridísimos, supliquemos humildemente a
Jesucristo, que nos infunda al Paráclito, el Espíritu de verdad, y nos conceda
la paciencia, para no escandalizarnos en el momento de la tribulación. A El sean
la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
1.‑ “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si uno de ustedes tiene un amigo, quien va a él a medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío vino a mí de viaje, y no tengo nada con qué convidarlo”. Y el otro desde adentro le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme y dártelos”. Les digo que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo, se levantará por su insistencia”.
“Pues bien, yo les digo: “Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá, porque el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Entre ustedes hay algún padre que, si el hijo le pide pan, le dará una piedra; o si le pide pescado, le dará una serpiente; o si le pide un huevo, te dará un escorpión? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11, 5‑13).
En este evangelio se destacan tres argumentos: la petición
del pan, la insistencia en la oración y el amor del padre hacia el hijo.
2.‑ “Si uno de ustedes tiene un amigo En este evangelio merecen nuestra reflexión se