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LECTIO DIVINA MES DE JUNIO DE 2013

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El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-.

DOMINGO LUNES MARTES MIÉRCOLES JUEVES VIERNES SÁBADO
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Día 1

San Justino 

Justino nació en Flavia Neapolis (actual Nablus, Jordania), hijo de colonos griegos. Era filósofo y se convirtió a los treinta años. En el año 150 escribió la Primera apología de la religión cristiana, a la que pronto le siguió la Segunda apología. Entre los años 152 y 153 fue atacado por el filósofo cínico Crescendo. En 160 compuso el Diálogo con Trifón, un judío con el que debate la hipótesis del establecimiento de un puente entre judaísmo y cristianismo. Fue decapitado en Roma en torno al año 165. Es patrono de los filósofos.

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 51,12-20

12 Por eso te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor.

13 Desde joven, antes de dedicarme a viajar, busqué francamente la sabiduría en la oración;

14 delante del templo la pedí, y hasta el último día la busqué.

15 Cuando floreció, como un racimo que madura, mi corazón se recreaba en ella. Mi pie se adentró por el camino recto, desde mi juventud seguí sus huellas.

16 Apenas presté oído y ya la alcancé; me encontré lleno de doctrina

17 y, gracias a ella, he progresado mucho: al que me ha dado la sabiduría glorificaré.

18 Pues me he propuesto practicarla, he buscado con ardor el bien y no quedaré defraudado.

19 He luchado para alcanzarla, he sido puntual en practicar la ley; he tendido mis manos hacia el cielo, deplorando lo que ignoraba de ella.

20 Hacia ella he encaminado mi vida, y la encontré en toda su pureza; desde el principio me he aplicado a ella, por eso nunca quedaré abandonado.

 

**• Tras la firma (cf. 50,27-29), el hijo de Sira concluye su libro con una oración que ocupa todo el capítulo 50. Es un digno final para una obra poderosa que ha cantado a la sabiduría. El fragmento está como sellado entre un compromiso que resuena en el tiempo («te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor»: v. 12) y una revisión histórica que hace madurar también un propósito («desde el principio me he aplicado a ella, por eso nunca quedaré abandonado»: v. 20). Ahora, en la conclusión, no podía faltar una invocación a la sabiduría que, cual hilo de oro, ha atravesado y unificado los diferentes segmentos del discurso con la multiplicidad de chispeantes imágenes. Tanta riqueza ha permitido intuir una procedencia divina, que ha permitido a la sabiduría dilatarse de manera benévola y transformar de manera radical la vida de los hombres.

Si el autor ha conocido un tiempo de extravío (tal vez aluda a ello la expresión «dedicarme a viajar»), más probable en la edad juvenil, no le ha faltado después el tiempo para buscar la sabiduría. Su origen aflora lentamente, aunque con precisión, gracias a ciertas indicaciones, como «delante del templo la pedí» (v. 14). El lector sabe ahora bien que el ámbito del sentido común y de la experiencia humana no puede producir este bien.

Puesto que es de origen divino, la sabiduría pertenece a Dios, y a él se le pide en la oración. Recibir la sabiduría es «respirar» con Dios, participar de alguna manera en su naturaleza, salir de las estrictas redes de una humanidad reprimida para abrirse al sabor del infinito. Es una búsqueda-posesión que exige un compromiso total y garantiza una experiencia vital. El autor expresa todo esto con una frase lapidaria, una frase que en su concisión vale por todo un tratado de teología: «Gracias a ella he progresado mucho» (v. 17). El hombre se desarrolla verdadera y plenamente cuando su motor interior es movido por el combustible divino. De ahí que sienta la necesidad de «restituir» en forma de gratitud y de compromiso de vida: «Al que me ha dado la sabiduría glorificaré. Pues me he propuesto practicarla» (w. 17b-18a).

Un bien tan precioso no se abandona. El Sirácida está profundamente convencido de ello e intenta lanzar su mensaje a otras generaciones. Hoy nos llega a nosotros y nos invita a un encuentro, a un «desposorio» con la sabiduría. Ésta prepara la venida de Cristo, «Sabiduría de Dios».

 

Evangelio: Marcos 11,27-33

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos

27 llegaron de nuevo a Jerusalén y, mientras Jesús paseaba por el templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos

28 y le dijeron: -¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?

29 Jesús les respondió: -También yo os voy a hacer una pregunta. Si me contestáis, os diré con qué autoridad hago yo esto.

30 ¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los hombres? Contestadme.

31 Ellos discurrían entre sí y comentaban: -Si decimos que de Dios, dirá: "Entonces, ¿por qué no le creísteis?".

32 Pero ¿cómo vamos a responder que era de los hombres? Tenían miedo a la gente, porque todos consideraban a Juan como profeta.

33 Así que respondieron a Jesús: -No sabemos. Jesús les contestó: -Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto.

 

*•• La tensión con sus adversarios se vuelve palpable durante los últimos días de la vida terrena de Jesús. La polémica se enciende. La purificación del templo llevada a cabo por Jesús provoca una reacción de hostilidad que aflora en el presente pasaje.

La autoridad judía, que no pudo detenerlo en aquella ocasión por miedo a la muchedumbre, intenta deslegitimar su acción esparciendo el descrédito de la duda. La acción de Jesús no sería lícita o, al menos, carecería de autoridad: «¿Con qué autoridad haces estas cosas?» (v. 28), le preguntan «los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos». Todos los que cuentan aparecen enumerados como adversarios suyos. La duda, de naturaleza jurídica, recae sobre la potestas para realizar determinadas acciones. De esta autoridad brota algo de la identidad profunda de Jesús. La pregunta versa, por consiguiente, sobre un punto fundamental.

Jesús no responde directamente, sino que plantea una contrapregunta. Condiciona su respuesta a la de sus adversarios: «¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los hombres?» (v. 29). La reacción de Jesús, inesperada y original, no nace de un espíritu polémico, ni de un intento de ganar tiempo. Pretende ayudar a aquellas personas a captar la unidad profunda del proyecto de Dios, el que parte de la ley del Antiguo Testamento, pasa a través de la preparación de Juan, que hace de cojinete entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y llega a él, a Jesús, revelador último y definitivo del amor salvífico del Padre.

A los que vivían la experiencia religiosa de una manera fragmentaria y con frecuencia sectaria, Jesús les propone una visión armónica, en la que todo tiene su sentido y concurre a la comprensión del plan divino. La autoridad de Jesús se inserta en la trama de este plan unitario de Dios. La presencia de Juan había sido la última gracia concedida por Dios (Juan significa en hebreo «don de Dios») antes de Jesús, que es la plenitud de la gracia. Acoger a Juan y su mensaje equivale a una adecuada preparación para el encuentro con Cristo.

Hay quien ha aprovechado y quien ha desdeñado esa oferta. De ahí la pregunta de Jesús, una pregunta de la que hace depender la justificación de lo que ha hecho. El objeto está relacionado con la importancia del bautismo y, en consecuencia, de toda la obra de Juan. ¿Era ese bautismo de origen divino («de Dios») o tenía simplemente una naturaleza humana? Dicho con otras palabras, ¿había sido Juan enviado por Dios o no? En el primer caso, la acogida de su mensaje, que daba testimonio de que Jesús era el Mesías, exigía una adhesión incondicionada y una colaboración plena. En caso contrario, era una opción que no comprometía a fondo y a la que cada uno era libre de adherirse o no.

La pregunta era de las que queman, sin escapatoria. Sus adversarios, clavados en su culpabilidad, lo comprenden bien. El lector se ve llevado al sagrario de su conciencia, al lugar donde se consuman las grandes decisiones de la vida. Si hubieran declarado el origen divino del bautismo de Juan, habrían sido culpables de negligencia; si hubieran dicho que era de naturaleza humana, habrían sido objeto de la ira de la muchedumbre, que lo consideraba como un profeta y, por tanto, como un hombre de Dios.

Dan una respuesta evasiva, una falsedad en la que nadie cree. Como no han satisfecho la condición puesta por Jesús, tampoco él les dice el motivo de su autoridad. Los adversarios no salen con un empate. Han sido derrotados por su misma mentira: «No sabemos» (v. 33), con lo que admiten de manera tácita que no están integrados en los circuitos de la salvación, porque son extraños al proyecto de Dios. Son hombres de la ley, no discípulos que siguen el itinerario de la fe. Se quedan, por tanto, en la periferia y, como no están en el centro, no tienen nada.

 

MEDITATIO

El Antiguo Testamento -aludiendo, esbozando, anunciando- desarrolla un precioso trabajo de preparación. A continuación, el Nuevo Testamento completa, realiza y consuma lo que había iniciado el Antiguo. Este proceso, válido para muchos temas, se verifica también en nuestro caso. La sabiduría tiene, en su inicio, un valor humano, un valor compuesto de experiencia y de sentido común. Después se va coloreando progresivamente del elemento divino, poco a poco se encuentra y se va mezclando con la revelación. Al final, la sabiduría es un atributo divino, una propiedad que emana de Dios e invade provechosamente el mundo. En la primera lectura, el Sirácida ha captado este movimiento de progresivo enriquecimiento y, aunque todavía no haya cruzado el umbral del Nuevo Testamento, intuye y hace saber que sin sabiduría no se puede vivir. Comprende que ésta viene de Dios, a quien expresa gratitud por el don recibido. Sin la sabiduría, falta el «contacto » con lo divino, la vida carece de sabor, se muestra insulsa. Con ella, por el contrario, encuentra su razón.

Los enemigos de Jesús, sin embargo, son unos insensatos, porque no se dan cuenta de que están en contacto con la sabiduría hecha hombre en su persona. Antes que dejarse alumbrar por él, prefieren tenderle continuas trampas con el fin, siempre vano y ruinoso, de cogerle en fallo. Los enanos contra el gigante... El resultado, ridículo e incluso sarcástico, es quedarse enredados en sus mismas redes. Son doblemente necios: plantean preguntas insensatas y no saben responder a preguntas sencillas o, mejor aún, no quieren responder, porque su admisión se volvería en contra de ellos como un barrieran, y por eso se limitan a decir: «No sabemos». ¡Embusteros! Saben, pero prefieren «no saber». Son incapaces de dejarse guiar por una mano amiga, por un pastor atento, por un hombre dotado del carácter excepcional de ser también Dios. Son unos necios que se obstinan en su necedad. Pierden, una vez más, la gran ocasión de encontrar la sabiduría y de dejarse fascinar por ella, en vistas a proceder a una transformación radical.

 

ORATIO

¿Dónde pastoreas, pastor bueno, tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? (la humanidad, que cargaste sobre tus hombros, es, en efecto, como una sola oveja). Muéstrame el lugar de reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre para que yo, oveja tuya, escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna: Avísame, amor de mi alma, dónde pastoreas.Te nombro de este modo porque tu nombre supera cualquier otro nombre y cualquier inteligencia, de tal manera que ningún ser racional es capaz de pronunciarlo o de comprenderlo. Este nombre, expresión de tu bondad, expresa el amor de mi alma hacia ti. ¿Cómo puedo dejar de amarte a ti, que me has amado tanto a pesar de mi negrura, que has entregado tu vida por las ovejas de tu rebaño? No puede imaginarse un amor superior al tuyo, el de dar tu vida a trueque de mi salvación.

Enséñame, pues -dice el texto sagrado-, dónde pastoreas, para que pueda hallar los pastos saludables y saciarme del alimento celestial que es necesario comer para entrar en la vida eterna; para que pueda asimismo acudir a la fuente y aplicar mis labios a la bebida divina que tú, como de una fuente, proporcionas a los sedientos con el agua que brota de tu costado, venero de agua abierto por la lanza que se convierte para todos los que beben de ella en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.

Si de tal modo me pastoreas, me harás recostar al mediodía, sestearé en paz y descansaré bajo la luz sin mezcla de sombra; durante el mediodía, en efecto, no hay sombra alguna, ya que el sol está en su vértice; bajo esta luz meridiana haces recostar a los que has pastoreado, cuando haces entrar contigo en tu refugio a tus ayudantes. Nadie es considerado digno de este reposo meridiano si no es hijo de la luz y del día. Pero el que se aparta de las tinieblas, tanto de las vespertinas como de las matutinas, que significan el comienzo y el fin del mal, es colocado por el sol de justicia en la luz del mediodía, para que se recueste bajo ella.

Enséñame, pues, cómo tengo que recostarme y pacer y cuál es el camino del reposo meridiano, no sea que por ignorancia me sustraiga de tu dirección y me junte a un rebaño que no es el tuyo (Gregorio de Nisa, Comentario al Cantar de los cantares, 2, en PG 44, col. 802).

 

CONTEMPLATIO

Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes, aparta de ti tus inquietudes trabajosas.

Dedícate un rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto a Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle, y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios: «Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro» (Sal 26,8).

Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa inaccesible claridad?, ¿cómo me acercaré a ella?, ¿quién me conducirá hasta ahí para verte en ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro.

¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro.

Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, pero, con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, pero aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, pero todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado. Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros? Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso, todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.

Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca, porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te desearé, amando te hallaré y hallándote te amare (Anselmo de Canterbury, "Proslógion", 1, en Opera Omnia, Seckau – Edimburgo 1938, I, 97-100).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Te daré gracias, te alabaré y bendeciré el nombre del Señor» (Eclo 51,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Tras haber procurado comprender quién es Jesús en sí mismo, intentaremos darnos cuenta ahora de quién es Jesús para nosotros y para nuestra intrínseca necesidad de ser salvados. En realidad, esta segunda investigación lleva a su consumación y perfecciona a la primera: no se responde de manera adecuada a la pregunta «¿quién es Jesús?» si no se aclara contextualmente también su intrínseco título de «salvador» [...]. El suyo es un nombre «profético», que pretende designar su misión y en cierto modo su «naturaleza» y tiene como contenido específico la afirmación de la salvación que nos ha dado Dios. Jesús (en hebreo, lehoshua) significa precisamente «YHWH salva». ¿Qué significa salvación? ¿Qué significa «salvado»? «Salvado», dicen los diccionarios, es aquel que ha superado un peligro sin daño.

«Salvado» es aquel que ha sido liberado de un mal inminente. Como es obvio, la salvación que es objeto directo y central de una intervención de Dios no puede ser más que una salvación total y definitiva, y el mal del que nos libra no puede ser más que el mal que afecta a la realidad profunda del hombre y a su destino. El tema de la salvación evoca, por tanto, y supone –para usar el lenguaje de Pascal- la «miseria» y la «grandeza» del hombre. La miseria del hombre procede de su ignorancia, razón por la que se deja encantar y desviar por la futilidad, por la falsedad, por el error; procede de la carrera fatal hacia la catástrofe de la muerte; procede de su estado de injusticia y de su invencible propensión a la transgresión moral, esto es, al pecado [...]. El ser humano invoca con todas las fibras de su ser la liberación de la vaciedad y de la falta de significación, de la descomposición y de la extinción, de la culpa y de la debilidad, frente al mal [...]. La salvación del hombre anunciada por el Evangelio es, en primer lugar, una salvación interior y trascendental: de la falsedad y de la falta de significación, del pecado y de la esclavitud del pecado, de la muerte y de la condición terrestre de decadencia y de mortalidad; es fruto del amor misericordioso del Padre, que vela por todos porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4); y nos ha sido obtenida por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios crucificado y resucitado, y ningún otro nos la puede dar [...].

Para que la salvación llegue después a cada hombre, es preciso que éste crea, es decir, que acoja con todo su ser al Señor Jesús, en quien se centra, se compendia y se realiza todo el designio salvífico del Padre [...]. Todo es salvífico en Cristo: él nos redimió no sólo por lo que hizo, sino también por lo que dijo, incluso por lo que es (G. Biffi, Cesü di Nazaret, centro del cosmos e delta storia, Leumann 1999 [edición española: Jesús de Nazaret, San Pablo, Madrid 2001 ]).

 

 

 

Día 2

Santísimos Cuerpo y Sangre de Cristo

(Domingo después de la Santísima Trinidad)

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 14,18-20

En aquellos días,

18 Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, le ofreció pan y vino

19 y lo bendijo diciendo: Que el Dios Altísimo, que hizo el cielo y la tierra, bendiga a Abrán.

20 Bendito sea el Dios Altísimo que te ha dado la victoria, sobre tus enemigos. Y Abrán le dio el diezmo de todo.

 

**• Podría ser útil señalar que la breve introducción litúrgica a esta perícopa inserta el encuentro entre Abrán y la misteriosa figura de Melquisedec dentro de los acontecimientos de Génesis 14. El autor de este capítulo une Abrán a la historia de los grandes reinos de oriente (cf. w. 1-12): Lot ha sido hecho prisionero en una de las batallas por la supremacía sobre el territorio, y sólo Abrán, pariente suyo, consigue liberarle y recuperar el botín sustraído al rey de Sodoma, que por ello querrá mostrarse agradecido a Abrán por el desenlace de esta empresa (cf. w. 13-16.21-24).

    De modo semejante, tiene también lugar el encuentro con un sacerdote que no es asimilable a ninguna institución israelita: Melquisedec, rey de Salem. Esta figura ha sido interpretada por la tradición de varios modos: como figura del rey David (cf. Sal 110) -y por consiguiente del Mesías- y, no en último lugar, como figura del sacerdocio de Cristo, que supera el sacerdocio levítico (cf. Heb 5-7). Es probable que se trate, en realidad, de una transcripción mítica de la figura del sumo sacerdote en el período siguiente al exilio y tome de él todas las prerrogativas (reales y sacerdotales). Para quedarnos en el fragmento que se nos propone hoy, vale la pena detenernos en dos gestos que éste realiza. En primer lugar, la ofrenda del pan y el vino. Con ello realiza un rito que tiene un significado particular en el interior de la fenomenología de las religiones. Si el gesto de la ofrenda significa gratitud al «Dios altísimo» (v. 18) por la riqueza de los dones de la tierra y por el alimento que ella pone a disposición de la humanidad, al mismo tiempo se convierte en una invitación dirigida a la divinidad para que participe en un banquete de comunión, a fin de compartir los productos de la creación: el pan como signo de fuerza y el vino como signo de alegría.

    En segundo lugar, la bendición. La bendición bíblica no es un gesto de hechicería, un augurio de benevolencia, una promesa vacía: bendecir pretende significar una palabra eficaz que lleva salvación y paz a quien es bendecido.

    Para Abrán, ser bendecido es convertirse en un gran pueblo, tener un nombre grande y una gran descendencia en todas las familias de la tierra (cf. Gn 12,1-3). A partir de ahí se comprende que la fuente de la bendición sólo puede ser la Palabra eficaz de Dios; sólo de Dios puede partir la bendición. Con la fuerza de esta bendición, el que ha sido bendecido por Dios puede, a su vez, bendecir a Dios, para llevar de nuevo a él su propia existencia (cf. este doble valor de la bendición en los w. 19ss o, en el Nuevo Testamento, en Ef 3,3). De este modo, ofrenda y bendición, comunión y salvación, vienen a formar una unidad entre ellas, convirtiéndose en signo del cumplimiento de las promesas.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 11,23-26

Hermanos:

23 Por lo que a mí toca, del Señor recibí la tradición que os he transmitido; a saber: que Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan

24 y, después de dar gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía».

25 Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía».

26 Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga.

 

    **• La interpretación de la eucaristía que Pablo nos ofrece es muy antigua. Los verbos empleados -«transmitir », «recibir» (cf. v. 23)- pretenden ser la garantía de que las palabras que el fragmento conecta con el Señor Jesús son auténticas: se trata, en efecto, de términos usados para describir la enseñanza rabínica, que estaba sometida a unas reglas de transmisión precisas (cf. también 1 Cor 15,3). Precisamente, esta cadena ininterrumpida de tradición es lo que permite interpretar a Pablo con autoridad la cena eucarística frente a la comunidad de Corinto.

    Esta vivaz comunidad, en efecto, participaba en la cena eucarística sin plantearse la pregunta del significado real de la misma. Ésta se había convertido en un momento de simple fiesta y encuentro, sin conexión con la historia de Jesús (cf. w. 18-21). Precisamente, esta conexión es lo que Pablo pretende subrayar con su intervención. Desde esta perspectiva, la cena cristiana se convierte en memorial de una historia: la historia del Maestro de Nazaret, que, en el momento de la «entrega» (cf. v. 23; Le 22,1-6.22.48 y passim), compartió con los suyos un banquete de comunión y, ofreciendo pan y vino en la cena, interpretó su propia historia como el comienzo de una nueva alianza entre Dios y su pueblo (v. 25). Las palabras de Jesús están dotadas de un vigoroso realismo, hasta tal punto que el recuerdo no se queda simplemente en el pasado, sino que entra en el presente para transformarlo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía» (v. 25). El comentario final a nuestro fragmento retoma exactamente esta sugerencia: la cena eucarística se convierte en anuncio de la eficacia de la muerte y de la resurrección de Jesús en toda la historia: pasada, presente y futura.

 

Evangelio: Lucas 9,1 Ib-17

En aquel tiempo,

11 Jesús acogió a las muchedumbres y estuvo habiéndoles del Reino de Dios y curando a los que lo necesitaban.

12 Cuando el día comenzó a declinar, se acercaron los Doce y le dijeron: -Despide a la gente para que se vayan a las aldeas y caseríos del contorno a buscar albergue y comida, porque aquí estamos en despoblado.

13 Jesús les dijo: -Dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: -No tenemos más que cinco panes y dos peces, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esa gente.

14 Eran unos cinco mil hombres. Dijo entonces Jesús a sus discípulos: -Mandadles que se sienten por grupos de cincuenta.

15 Así lo hicieron, y acomodaron a todos.

16 Luego, Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente.

17 Comieron todos hasta quedar saciados, y de los trozos sobrantes recogieron doce canastos.

 

    *•• A diferencia de los otros evangelios sinópticos (cf. Mt 14,13-21; 15,32-39; Me 6,30-44; 8,1-10), Lucas presenta una sola vez la escena de la multiplicación de los panes, y hace una síntesis magistral de ella, leyéndola desde diferentes puntos de vista.

    En primer lugar, interpreta el milagro en sentido escatológico: éste forma parte de la realización de las promesas de Dios en la historia de su pueblo. Los profetas del Antiguo Testamento ya habían tenido la posibilidad de multiplicar el alimento para las personas que lo necesitaban (cf. 2 Re 4,42-44); la escena evangélica pone de relieve que el gesto realizado por Jesús no sólo recupera aquellos acontecimientos, sino que los perfecciona con un incremento casi en progresión geométrica (cf, por ejemplo, las «cien personas» de 2 Re 4,43 comparadas con los cien grupos de cincuenta personas de nuestro texto: v. 14). Lo bueno que pasó en el pasado tiene lugar ahora de manera perfecta.

    Por otra parte, aparece una interpretación eclesial. Los discípulos se dan cuenta de la necesidad de la muchedumbre y se convierten en mediadores respecto al Maestro, pensando en salir del trance con poco gasto (cf. la reacción de los discípulos en el v. 13: evidentemente, un argumento por reducción al absurdo). Jesús, sin embargo, parte de otro razonamiento: de la sencillez del anuncio evangélico en el interior de la situación concreta: «Dadles vosotros de comer» (v. 13). El había sido, efectivamente, el primero en acoger a las muchedumbres cuando, mientras buscaba un lugar para retirarse, le siguieron casi importunándole (cf. v. lOss): «Jesús acogió a las muchedumbres y estuvo ¡roblándoles del Reino de Dios y curando a los que lo necesitaban» (v. 11). El milagro de 350 Domingo después de la Santísima Trinidad la multiplicación de los panes y de los peces prosigue esta óptica: no se traía de organizar a una muchedumbre o de obtener grandes electos, sino de salir al encuentro en primera persona do las necesidades reales de la historia, de ponerse al servicio del crecimiento global de la humanidad en cada uno.

    Por último, podemos señalar cómo subraya Lucas la lectura eucarística de este milagro: el día, que comienza a declinar (v. 12), recuerda al lector la noche del encuentro entre los discípulos de Emaús y el Resucitado (cf. Le 24,29); la secuencia de las acciones realizadas (v. 16) corresponde a la descripción de la cena de Emaús (cf. 24,30); el compartir el pan y los peces está ligado directamente con el ministerio de Jesús (véase la apertura de la perícopa) y con el recuerdo de la pasión (cf. 9,18ss).

    De este modo, también la celebración eucarística adquiere todo su significado de «memorial» a partir de las palabras y las acciones de Jesús y se convierte en «bendición » dentro de la historia de la comunidad que se pone a seguir al Salvador.

 

MEDITATIO

    Estamos leyendo unos fragmentos bíblicos en el marco de una fiesta particular que pone en el centro de la reflexión de la comunidad de los creyentes y también de todo el mundo un signo concreto. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué dedicamos un domingo a reflexionar sobre el significado de la eucaristía? ¿Por qué mostramos a todos este «secreto» nuestro como el centro de nuestra vida cristiana? Es menester que intentemos ofrecer una respuesta a estas preguntas a la luz de la palabra de Dios que hemos leído.

    De entrada, diremos que el signo del pan y del vino eucarísticos constituye el centro de nuestra vida cristiana, porque salvan nuestro pasado. Conectan nuestra historia con una historia «diferente», con la historia de un hombre que pasó en medio de su gente y anunció con obras y palabras la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Conectan nuestra historia, nuestro pan y nuestro vino de ayer con una persona que nos ha dado, finalmente, una palabra verdadera, atestiguando con su propia vida y su propia muerte el valor de la verdad. Unen nuestra historia con un hombre que ha salvado su propio momento de vida, manifestando de este modo que era Hijo de Dios.

Ahora bien, eso no basta. El pan y el vino de la eucaristía hablan también de salvación para nuestro presente. Precisamente, mientras acogemos en nuestra vida ese pan y ese vino, nos damos cuenta de un amor que nos sostiene, nos damos cuenta de que nuestra vida tiene un fundamento, un alimento, la posibilidad de ser y de existir; de que se convierte en encuentro real con nuestro sueño de siempre, un encuentro hecho de amor y de comunión, de paz y de bendición: compartir el pan y el vino en la misma mesa es el gran signo que nos permite comprender cómo la bendición de Dios continúa hoy en nuestra historia, en nuestro pan y en nuestro vino de hoy.

    Por último, el pan y el vino salvan también nuestro futuro: nuestra historia no encuentra ya un cielo cerrado encima de ella; nuestra jornada ya no se extiende simplemente entre una aurora y un ocaso; nuestra vida ya no es algo que transcurre con angustia entre un nacimiento y una muerte. Cuando caemos en la cuenta de que nuestra historia, nuestro pan y nuestro futuro de mañana son este cuerpo y esta sangre, cuando, al renovar el gesto de Jesús, anunciamos su retorno, cuando el pan de cada día se vuelve frente a nosotros el pan del futuro, podemos aferrar el anuncio que nos dice que la Palabra inaudita se dice precisamente en nuestro día y, con él, la bendición de nuestro camino.

 

ORATIO

    Bendito seas, oh Padre, que nos das cada día pan y vino y lodos los bienes de la creación. Nuestra jornada comienza con la luz de tu sol, nuestro terreno se riega con la bondad de tu lluvia, nuestros campos y nuestras vides loman color por la vida que tú les has dado. Bendito seas, oh Padre, que nos das la fuerza para gozar de estos dones.

    Bendito seas, oh Verbo del Padre, que a través de las realidades que nos rodean nos revelas que nuestra vida se vuelve comunión con Dios cuando se vuelve comunión contigo y con nuestros hermanos y hermanas que nos acompañan en nuestro camino. Bendito seas, oh Verbo eterno, que pronuncias en nuestra historia la Palabra del Padre.

Bendito seas, oh Espíritu de Dios, que soplas en nuestros cuerpos y reviven a una vida nueva, que transformas la creación para que pueda acoger la presencia de Dios y continúe renovando la esperanza en nuestra vida, a fin de que podamos seguir orando para obtener nuestro pan y nuestro vino de cada día. Bendito seas, oh Espíritu de Dios, que tocas con tu soplo el pan y el vino y nos haces entrar en la vida de Dios.

 

CONTEMPLATIO

    Cristo libera a los esclavos y los hace hijos de Dios porque, al ser él mismo hijo y libre de todo pecado, los hace partícipes de su cuerpo, de su sangre, de su espíritu y de todo lo que es suyo. De este modo, recrea, libera y diviniza, fundiendo su mismo ser con el nuestro: intacto, libre y verdaderamente Dios. Así, el sagrado convite hace de Cristo, que es la verdadera justicia, un bien nuestro, más aún de lo que son nuestros los bienes de la naturaleza; de modo que nos gloriemos de lo que es suyo, nos complazcamos en sus empresas como si fueran nuestras y, por último, tomemos de ellas el nombre, si custodiamos la comunión con él [...].

    Si llamamos enfermedad y curación a lo que nos sucede, él no sólo va al enfermo, se digna mirarle, tocarle y hacer por él personalmente todo lo necesario para la cura, sino que él mismo se convierte en fármaco, en dieta y en todo cuanto puede contribuir a la salud. Si, en cambio, se habla de nueva creación, es él quien con su ser y con su carne renueva lo que falta, es él quien sustituye a nuestro ser corrupto (N. Cabasilas, La vita in Cristo, Roma 1994, pp. 225ss [edición española: La vida en Cristo, Rialp, Madrid 1999]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Bendito sea Dios, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo» (Ef 1,3).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

    El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde en el pueblo de Dios se escucha la Escritura cuya exégesis mesiánica nos proporcionó Jesús, y, por consiguiente, allí donde se respeta la Escritura y se obedece su Palabra, que encuentra su expresión actual en la asamblea de la comunidad. Eso significa: allí donde se vive la vida cotidiana bajo el lema de la voluntad de Dios [...].

    El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde se celebra el banquete mesiánico, al que Jesús quiso invitarnos precisamente a todos, a los justos y a los pecadores, a los sanos y a los enfermos, a los invitados de la primera hora y a los que se quedan mirando los toros desde la barrera, es decir, allí donde se ha hecho posible, a continuación, la integración y la unanimidad de aquellos que quieren ponerse al servicio de la construcción del pueblo de Dios. Eso significa: allí donde al convivium, o sea, al banquete de la eucaristía, le corresponde de nuevo el convivir, o sea, la convivencia de los creyentes que precede y sigue a la eucaristía, y encuentra su síntesis festiva en la celebración de semana en semana, de una fiesta a la otra.

    El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde se vuelve vital la fe en que el hombre no vive sólo de pan, sino que vive, en primer lugar, de la Palabra de Dios, de su promesa y de la voluntad de aquel que se ha creado un pueblo al que debe llevar a una tierra que mana leche y miel. Eso significa que el milagro tiene lugar asimismo allí donde los creyentes se atreven a dar pruebas de su propia fe y a ponerla a prueba (R. Pesch, // miracolo della moltiplicazione dei pañi. C'é una soluzione per la fame nel mondo?, Brescia 1997, pp. 182ss, passim).

 

 

Día 3

San Carlos Lwanga y compañeros (3 de junio)

 

Pocos años después de la llegada de los misioneros, los padres blancos, al reino de Buganda (hoy parte de Uganda), se desencadenó una sangrienta persecución contra los cristianos, tanto católicos como anglicanos, éstos últimos llegados poco después. El cristianismo había sido abrazado también por personas con cargos de responsabilidad en la corte del rey Mwanga.

Molesto con la moral cristiana, que prohibía tanto la trata de esclavos como la pederastia, e impulsado por un consejero que odiaba a los cristianos, el rey consideró que debía extirpar esta nueva religión.

El 29 de octubre de 1885, fueron matados cruelmente en una emboscada, por orden suya, los misioneros anglicanos, y ese mismo año hizo decapitar al mayordomo de la casa real y a un juez del reino por ser católicos y mostrarse críticos con estas decisiones.

El 3 de junio de 1886, fueron condenados a la hoguera los dieciséis pajes de su corte que habían resistido a sus demandas, apoyados e instruidos por Carlos Lwanga. Fueron matados en la colina de Namugongo. A los cristianos se les llamaba «los que rezan». Fueron veintidós los mártires ugandeses canonizados por Pablo VI en 1964.

San Carlos Lwanga y compañeros (3 de junio)

 

Pocos años después de la llegada de los misioneros, los padres blancos, al reino de Buganda (hoy parte de Uganda), se desencadenó una sangrienta persecución contra los cristianos, tanto católicos como anglicanos, éstos últimos llegados poco después. El cristianismo había sido abrazado también por personas con cargos de responsabilidad en la corte del rey Mwanga.

Molesto con la moral cristiana, que prohibía tanto la trata de esclavos como la pederastia, e impulsado por un consejero que odiaba a los cristianos, el rey consideró que debía extirpar esta nueva religión.

El 29 de octubre de 1885, fueron matados cruelmente en una emboscada, por orden suya, los misioneros anglicanos, y ese mismo año hizo decapitar al mayordomo de la casa real y a un juez del reino por ser católicos y mostrarse críticos con estas decisiones.

El 3 de junio de 1886, fueron condenados a la hoguera los dieciséis pajes de su corte que habían resistido a sus demandas, apoyados e instruidos por Carlos Lwanga. Fueron matados en la colina de Namugongo. A los cristianos se les llamaba «los que rezan». Fueron veintidós los mártires ugandeses canonizados por Pablo VI en 1964.

LECTIO

Primera lectura: Tobías lla.2; 2,1-9

11 Historia de Tobit, de la tribu de Neftalí,

2 que en tiempos de Salmanasar, rey de Asiría, fue deportado, pero aunque se encontraba en el exilio no abandonó el camino de la verdad.

2,1 Una vez, durante nuestra fiesta de pentecostés, la santa fiesta de las siete semanas, me prepararon un buen banquete y yo me senté a comer.

2 Cuando me habían puesto la mesa, con abundantes manjares, dije a mi hijo Tobías: -Hijo mío, ve y, cuando encuentres a un pobre entre los hermanos nuestros deportados en Nínive que sea fiel al Señor de todo corazón, te lo traes para que coma conmigo. Anda, hijo mío, te espero hasta que vuelvas.

3 Tobías salió a buscar un pobre entre nuestros hermanos y, cuando volvió, dijo: -Padre. Yo le contesté: -Dime, hijo mío. Y él me dijo: -Mira, padre, uno de nuestro pueblo ha sido asesinado y está tirado en plena plaza; ahora mismo acaba de ser estrangulado.

4 Me levanté y dejé la comida sin haberla probado. Lo retiré de la plaza y lo puse en una habitación pequeña hasta que se pusiera el sol para enterrarlo.

5 Cuando regresé, me lavé y me puse a comer todo apenado.

6 Entonces me acordé de las palabras que había pronunciado el profeta Amos contra Betel: «Vuestras fiestas se cambiarán en luto y todos vuestros cantos en lamentaciones». Y me eché a llorar.

7 Cuando se puso el sol fui, cavé una fosa y lo enterré.

8 Mis vecinos me criticaban diciendo: -Todavía no ha escarmentado. Y eso que lo buscaron para matarlo por una cosa así, y tuvo que huir. Pues mira, ya está de nuevo enterrando muertos.

9 Tobit, sin embargo, como temía más a Dios que al rey, continuaba sacando los cuerpos de lo muertos y los escondía en su propia casa para enterrarlos en la noche cerrada.

 

**• El nombre Tobit significa al pie de la letra «mi bondad». Pero puede tratarse de la abreviatura de una frase en la que el sujeto de la bondad no es Tobit, sino el Señor; por consiguiente, significaría «el Señor es bueno» o, también, «el Señor es mi bien».

El libro de Tobías no es una narración histórica, sino didáctica y de carácter edificante. Abundan en ella los rasgos maravillosos y las exhortaciones morales. El propósito del libro es transmitir una enseñanza moral a través de un relato ficticio y parabólico. Aparecen perfiladas dos figuras. En primer lugar, la de un Dios que no cesa de proveer a sus fieles y que si los somete a prueba es para premiarles después. Y, en segundo lugar, la figura del verdadero creyente, que se señala por la observancia rigurosa de la Ley del Señor y por la caridad con sus hermanos.

Al héroe de la narración se le presenta de inmediato como un judío que, aunque se encuentra en el exilio, no ha abandonado «el camino de la verdad» (1,1). En el exilio, entre personas de cultura diferente y de costumbres distintas, hostiles por lo general, resulta fácil olvidar (o esconder) la propia identidad moral y religiosa. A Tobit, no: él permanece firmemente instalado e n las tradiciones de los padres. Tobit se muestra hospitalario y, en las solemnidades, acostumbra invitar a comer a algún indigente de su pueblo. Su familia es, por consiguiente, una familia abierta, tal como la Biblia recomienda con frecuencia. Durante una de estas solemnidades, cuando ya está preparada la comida, su hijo le dice que ha sido estrangulado un judío y han echado su cadáver en la plaza. Al enterarse de la noticia, corre a recoger el cadáver para poder enterrarlo dignamente cuando se haya puesto el sol. Se trata de un gesto peligroso. Tobit ya ha sido amenazado de muerte por realizar otros gestos similares. Sus parientes se lo reprochan, no quieren que se exponga, pero Tobit obedece a Dios antes que al rey. La observancia de la ley es lo primero. La fe de Tobit está presentada como una fe valiente.

 

Evangelio: Marcos 12,1-2

En aquel tiempo,

1 Jesús les contó a los sumos sacerdotes, a los escribas y a los ancianos esta parábola: -Un hombre plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar y edificó una torre. Después, la arrendó a unos labradores y se ausentó.

2 A su debido tiempo, envió un siervo a los labradores para que le dieran la parte correspondiente de los frutos de la viña.

3 Pero ellos lo agarraron, lo golpearon y lo despidieron con las manos vacías.

4 Volvió a enviarles otro siervo. A éste lo descalabraron y lo ultrajaron.

5 Todavía les envió otro, y lo mataron. Y otros muchos, a los que golpearon o mataron.

6 Finalmente, cuando ya sólo le quedaba su hijo querido, se lo envió, pensando: «A mi hijo lo respetarán».

7 Pero aquellos labradores se dijeron: «Éste es el heredero. Matémoslo y será nuestra la herencia».

8 Y echándole mano, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña.

9 ¿Qué hará, pues, el dueño de la viña? Vendrá, acabará con los labradores y dará la viña a otros.

10 ¿No habéis leído este texto de la Escritura:

La piedra que rechazaron los

constructores

se ha convertido en piedra angular;

11 esto es obra del Señor,

y es admirable ante nuestros ojos?

12 Sus adversarios estaban deseando echarle mano, porque se dieron cuenta de que Jesús había dicho la parábola por ellos. Sin embargo, lo dejaron y se marcharon, porque tenían miedo de la gente.

 

**• Esta parábola de Jesús, si queremos comprenderla, hemos de leerla a la luz de un doble fondo. En primer lugar, un fondo literario, a saber: la alegoría de la viña de Is 5,1-7. Con ella, el profeta sintetiza toda la historia de Israel: por una parte, el asiduo cuidado de Dios; por otra, el obstinado pecado del pueblo, una historia que no puede continuar así indefinidamente y que acabará con un veredicto de condena («Le quitaré su cerca y servirá de pasto, derribaré su tapia y será pisoteada»). Y, en segundo lugar, un fondo histórico: el pueblo de Dios ha rechazado siempre a sus profetas. La parábola, leída desde este doble contexto, se convierte en una interpretación de lo acontecido con Jesús, rechazado por Israel y acogido por los paganos.

Entre la suerte corrida por los profetas y la suerte corrida por Jesús existe, pues, una lógica común, una continuidad. Pero existe también una profunda diferencia: Jesús no es simplemente uno de los siervos, sino el Hijo amado, y su misión es la última. Frente al canto de la viña de Isaías, la parábola se precia de una novedad decisiva: Dios ha enviado a su Hijo, no sólo a los profetas; el pueblo ha rechazado al Hijo, no sólo a los profetas. El dueño es paciente y se muestra tan obstinado que incluso envía precisamente a su hijo. Espera hasta el final: «A mi hijo lo respetarán» (v. 6). Ahora bien, su paciencia también tiene un límite, y no puede aceptar que la violencia de los labradores continúe de manera indefinida.

Si bien el tema principal de la parábola es cristológico, también va unido a él el tema del juicio: la parábola se convierte en advertencia. Dios es fiel y paciente, pero no carece de verdad: los labradores son castigados y la viña pasa a otros (v. 9). El juicio muestra que Dios toma en serio la responsabilidad del hombre, su libertad. Y, sin embargo, tampoco es aquí la amenaza, sino la esperanza, la última palabra: «La piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra angular» (v. 10). Esta cita no pertenece a la parábola, sino al comentario de la misma realizado por Jesús o por la comunidad. Es una clara alusión a la resurrección y a la fidelidad de Dios: la última palabra de la historia de Jesús no es el rechazo que padeció, sino la intervención de Dios en solidaridad con su profeta. Y precisamente aquel a quien los hombres han rechazado se transforma en instrumento de salvación. Dios escoge a aquel a quien los hombres descartan.

 

MEDITATIO

«Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandamientos». Tobit es este hombre dichoso «que no abandonó el camino de la verdad». Su servicio a Dios, su temor de Dios, no es cobardía, no es miedo a un juicio severo por parte del Altísimo. Tobit tiene un corazón grande porque está orientado siempre al bien y, como no se preocupa por el juicio de los hombres, actúa con libertad y rectitud de intención. Tobit no es capaz de gozar solo y, por otra parte, siente como suyo el drama del pueblo.

Es capaz de sufrir en su propia carne las consecuencias del mismo. No vacila frente al riesgo -real- que supone la persecución. Su fidelidad no es integrismo -mientras no están en juego los valores en que cree, está al servicio «del rey»-, ni legalismo exterior, sino práctica asidua de la acogida, de la misericordia, de la benevolencia respetuosa con la dignidad de todo hermano.

El evangelio nos presenta, en la persona de los labradores, primero infieles y homicidas después, otro modo de hacer frente a la vida: acapararla y explotarla al máximo para su propio beneficio. Ni Tobit ni los labradores de la parábola navegan, evidentemente, en otra galaxia. Están muy cerca. A lo largo de nuestros caminos cotidianos, en cada bifurcación que la vida nos presenta de continuo, están presentes las dos imágenes: a nosotros nos corresponde elegir.

 

ORATIO

Señor, tú conoces nuestra debilidad innata y nuestra incapacidad para perseverar en el bien que deseamos. Concédenos la fuerza de tu Espíritu para que seamos capaces de ser fieles, a pesar de toda presión en sentido contrario, a través de todas las vicisitudes de la vida, a tu verdad, a tu voluntad. Abre nuestro corazón a una compasión universal que se traduzca en gestos concretos de acogida y de amor. Concédenos un sentir abierto a la captación de todas las vibraciones del dolor y de la esperanza humana. Haz surgir de la conciencia de nuestra pequeñez la santa audacia de dar testimonio de ti con un amor intrépido.

 

CONTEMPLATIO

Apenas vean los mundanos que quieres seguir una vida devota, descargarán sobre ti mil habladurías y murmuraciones: los más malignos calumniarán tu mudanza de hipocresía, superstición y artificio, y dirán que te ha puesto mala cara el mundo y, a falta de él, te acoges a Dios; tus amigos se empeñarán en hacerte muchísimas reconvenciones, muy prudentes y caritativas a su parecer; te dirán que estás expuesta a llenarte de hipocondría, que perderás el crédito con todo el mundo, que te harás insufrible, que te haces vieja antes de tiempo y que todo lo pagarán los negocios de tu casa. «En el mundo -dirán- se ha de vivir como en el mundo, y no son menester tantos misterios para salvarse.» A este tenor te dirán otras muchas frioleras.

Filotea mía, todas son habladurías necias y vanas, pues a todas esas gentes lo que menos les importa es tu salud y tus negocios. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo que era suyo -decía el Salvador-, pero como no sois del mundo, por eso él os aborrece. ¡A cuántos caballeros y señoras hemos visto pasar una noche, o quizá muchas noches seguidas, jugando al ajedrez o a los naipes, que es la ocupación más cansada, melancólica y triste que puede haber, y con todo nada han tenido que decir los mundanos ni que sentir sus amigos! ¡Y porque ven que tenemos una hora de meditación o que madrugamos un poco más de lo acostumbrado para prepararnos para comulgar, ya quieren llamar al médico para que nos cure la hipocondría y la ictericia! Se pasarían treinta noches continuas bailando sin que ninguno se queje y, por haber velado sólo una noche de Navidad, todos toserán y se quejarán al día siguiente (Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, IV, 1, Ediciones Paulinas, Madrid 1943, pp. 344-345).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo» {cf. Sal 111,6).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Honorable señor director de La Provincia di Brescia. En el número 188 de su periódico leo lo que sigue: «El Rvdo. Tovini representa a la secta clerical en todo lo que ésta tiene de más antipatriótico y más antiitaliano. El es la lanza rota de la curia episcopal reducida, como ya vimos, a manipulaciones de tristes agitadores, fanatizados por el odio contra las instituciones y contra la misma integridad de la patria».

A estas acusaciones de ser antipatriota y antiitaliano responde mi vida privada y pública. No disimulo que en el día de hoy, al parecer de algunos, para ser patriota es preciso ser contrario al papa, a los obispos, a la Iglesia e incluso a la religión y que, por consiguiente, basta con que alguien se muestre católico para ser calificado enseguida de antipatriota y antiitaliano. Y si también su señoría se hubiera visto inducido a formularme esa acusación, le declaro que en este caso su acusación me honra, porque el catolicismo fue profesado por los más grandes italianos; y me consuelo porque me proporciona la ocasión de tener que ser despreciado por amor a esa fe por la que también daría la vida. El ser católico nunca me ha impedido ser italiano ni querer como tal la libertad, independencia y grandeza de la patria, como tampoco el ser católico me impide, por otra parte, querer y desear la libertad e independencia absoluta del sumo pontífice, sin la cual considero imposible el bien veraz y estable tanto de Italia como de la sociedad [...]. Éstas son mis convicciones, y las sostengo siempre a cara descubierta y ningún puesto de consejero me haría sacrificarlas.

Confío en que su señoría tendrá la amabilidad de publicar esta carta mía como respuesta a cuanto escribió sobre mí, contra lo que, con la debida consideración, protesto {Quella FEDE per la auale darei anche la vita. Carta de Giuseppe Tovini al director ael periódico La Provincia di Brescia, 10 de junio de 1882).

 

 

 

Día 4

Martes 9ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Tobías 2,10-23

Un buen día, Tobit,

10 cansado de tanto enterrar, regresó a su casa, se tumbó al pie de la tapia y se quedó dormido;

11 mientras dormía, le cayó en los ojos excremento caliente de un nido de golondrinas y se quedó ciego.

12 Dios permitió que le sucediese esta desgracia para que, como Job, diera ejemplo de paciencia.

13 Como desde niño había temido a Dios, guardando sus mandamientos, no se abatió ni se rebeló contra Dios por la ceguera,

14 sino que siguió imperturbable en el temor de Dios, dándole gracias todos los días de su vida.

15 Y lo mismo que a Job le insultaban los reyes, también los parientes y familiares de Tobit se burlaban de él y le decían:

16 Te ha fallado la recompensa que esperabas cuando dabas limosna y enterrabas a los muertos.

17 Pero Tobit respondía: -No digáis eso,

18 que somos descendientes de un pueblo santo y esperamos la vida que Dios da a los que perseveran en su fe.

19 Ana, la mujer de Tobit, iba todos los días a hacer labores textiles para ganarse el sustento con el trabajo de sus manos.

20 Un día le dieron un cabrito y se lo llevó a casa.

21 Su marido, al oír los balidos, dijo: -¿No será acaso robado? Devuélveselo a sus dueños, porque no podemos comer, ni siquiera tocar nada robado.

22 Su mujer replicó, enfadada: -Sí, tu esperanza se ha visto frustrada; ya ves de lo que te ha servido hacer limosnas.

23 Y continuó ofendiéndole con estas palabras y otras por el estilo.

 

**• Tobit es hospitalario y observante y practica la Ley de Dios, aunque esto ponga en peligro su vida. En consecuencia, es un hombre al que Dios debería proteger y premiar. Sin embargo, no es así. Las cosas de la vida parecen suceder frecuentemente sin sentido, indiferentes al tipo de justicia que nosotros desearíamos. Ya le pasó a Job y ahora le pasa lo mismo a Tobit.

Tras haber perdido la vista, sometido a la prueba, es insultado y escarnecido por sus amigos: ¿de qué te han servido tu caridad y tu obediencia? ¿Vale la pena poner en peligro la propia vida por la Ley del Señor? Sin embargo, Tobit no se lamenta; permanece firme en su fe e incluso en la prueba sigue dando gracias al Señor. Justamente como Job: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!». También su mujer se burla de él: ¿éste es el fruto de tus limosnas? Está claro que tu fidelidad ha sido inútil.

Así le sucede con frecuencia al justo en la prueba: sufre golpes y es incomprendido. Al dolor de la desgracia se le añade el dolor de la soledad. Es el momento de la tentación, que procede de sus propios amigos, que son precisamente quienes deberían apoyarle. Es en estos momentos cuando se verifica la solidez de la fe y la fuerza de la paciencia. Esta última es la virtud de la roca: puedes pisotearla, golpearla, pero no se deja modificar. Así es la fe de Tobit.

 

Evangelio: Marcos 12,13-17

En aquel tiempo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos

13 le enviaron unos fariseos y unos herodianos con el fin de cazarlo en alguna palabra.

14 Llegaron éstos y le dijeron: -Maestro, sabemos que eres sincero y que no te dejas influir por nadie, pues no miras la condición de las personas, sino que enseñas con verdad el camino de Dios. ¿Estamos obligados a pagar tributo al cesar o no? ¿Lo pagamos o no lo  pagamos?

15 Jesús, dándose cuenta de su mala intención, les contestó: -¿Por qué me ponéis a prueba? Traedme una moneda para que la vea.

16 Se la llevaron, y les preguntó: -¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le contestaron: -Del cesar.

17 Jesús les dijo: -Pues dad al cesar lo que es del cesar y a Dios lo que es de Dios. Esta respuesta los dejó asombrados.

 

**• Los fariseos y los herodianos -enviados por las autoridades-, quieran o no, trazan un cuadro muy positivo de Jesús. Han venido para someterle a insidias, pero se ven obligados a reconocer su fuerte personalidad (w. 13ss). Jesús es un hombre «sincero» y transparente, sin trampas ni hipocresías. Es alguien que dice lo que verdaderamente piensa. No es parcial con nadie. Justo lo contrario es la figura de las autoridades que les envían y la de los mismos que le interrogan. Fingiendo interés, intentan poner a Jesús en una situación embarazosa: son unos hombres astutos, hipócritas, dedicados a poner trampas. Pero vayamos al asunto.

La afirmación central está constituida por estas palabras: «Pues dad al cesar lo que es del cesar y a Dios lo que es de Dios» (v. 17). Los fariseos y los herodianos plantearon a Jesús una cuestión candente. Si respondía de manera negativa, habría suscitado la reacción de la autoridad romana. Si respondía afirmativamente, habría perdido la simpatía de las muchedumbres.

En torno a si era o no lícito pagar los tributos al emperador romano había posiciones diferentes: los herodianos eran favorables a los romanos; los celotas, por el contrario, predicaban abiertamente el rechazo y la resistencia armada; los fariseos rechazaban la rebelión abierta y pagaban los tributos para evitar lo peor. La respuesta de Jesús es completamente inesperada y coge por sorpresa a sus interlocutores, porque se sustrae a la lógica de las diferentes formaciones. No se trata de una respuesta evasiva. Escapa al dilema, pero no por miedo a comprometerse. Lleva el discurso más hacia atrás, justo al lugar donde se encuentra el centro inspirador, es decir, la concepción justa de la dependencia de Dios y, por consiguiente, la justa libertad frente al Estado. Con su respuesta, Jesús no pone a Dios y al cesar en el mismo plano.

En las palabras: «Pues dad al cesar lo que es del cesar y a Dios lo que es de Dios», el acento recae en la segunda parte. Lo que le preocupa a Jesús es, antes que nada, salvaguardar los derechos de Dios en cualquier situación política. El Estado no puede erigirse en valor absoluto: ningún poder político -romano o no, cristiano o no- puede arrogarse derechos que sólo competen a Dios, no puede absorber todo el corazón del hombre, no puede reemplazar a la conciencia. El hombre del Evangelio se niega a hacer coincidir su conciencia con los intereses del Estado. Se niega a caer en la lógica de la «razón de Estado» y es por eso, en su raíz, un posible «objetor de conciencia».

 

MEDITATIO

Una desgracia, un accidente... algo que, sea como sea, quiebra las ya frágiles seguridades de una vida experta en dolor. Y todo esto le pasa al hombre fiel, a alguien que «temía a Dios». ¿No es acaso un escándalo, una provocación, una injusticia? ¿Cuántas veces se habrá presentado el mismo espectáculo ante nuestros ojos? ¿Cuántas veces nos habremos encontrado nosotros mismos en una situación semejante? A nuestras reacciones de murmuración y de rebelión, a nuestros sobresaltos de desconcierto y de angustia, a la vacilación de nuestra misma fe le suena desconcertante la

respuesta de Tobit, que casi nos parece de otro mundo: «Dándole gracias todos los días de su vida». Los amigos se burlan de él, su mujer le insulta, la ceguera le reduce a la impotencia, le sitúa entre la incomprensión y el escarnio de sus más allegados, pero él bendice a Dios.

Nuestra tentación consistiría en archivar el asunto como algo absurdo, imposible. Sin embargo, si hacemos callar el tumulto de los sentimientos y de las reacciones de defensa y nos ponemos a escuchar en un clima de verdad en el fondo de nuestro corazón, podremos volver a encontrar un acuerdo con la armonía de Tobit. Comprenderemos que ese hombre, humanamente hablando destruido, se encuentra en el punto justo cuando no se rebela y bendice a Dios. A buen seguro, esta actitud no se improvisa: Tobit «desde la niñez había temido a Dios y observado sus mandamientos».

Una fe débil, «dominical», podríamos decir, no basta para permanecer firmes en los momentos difíciles. Sin embargo, una fe madura, purificada en el crisol de la cruz, vivida en fidelidad a las cosas pequeñas de cada día, en el «sí» disponible repetido en cada situación, nos permite llegar incluso a gestos extremos.

 

ORATIO

Señor, Dios justo, purifícanos para que en nuestro obrar no nos mueva la búsqueda del favor o de las complacencias humanas, sino sólo el deseo de hacer tu voluntad y complacerte. Ilumina y fortalece nuestro corazón con tu Espíritu para que, a través de las pruebas de la vida, pueda permanecer firme en tu santo temor.

Cuando el sufrimiento, la soledad, el peso y la fatiga del camino diario nos resulten más pesados, enséñanos a dejarnos ayudar por ti, a unirnos más a ti, sin hacerte preguntas, sin exigir explicaciones, fiándonos de ti cuando más oscuro se vuelva nuestro cielo. Entonces también en nuestra oscuridad brillará la luz de la esperanza que no defrauda y el canto silencioso de la acción de gracias a ti, Dios bueno y fiel.

 

CONTEMPLATIO

Sin embargo, no quiero decir que no se pueda pedir [la curación] a nuestro Señor como a aquel que nos la puede dar, con la condición de que digamos: si ésa es tu voluntad; en efecto, siempre debemos decir: «Fiat voluntas tua» (Mt 6,10).

No basta con estar enfermos y padecer sufrimientos porque Dios lo quiera, sino que es preciso estarlo como él quiera, cuando lo quiera, durante el tiempo que lo quiera y del modo en que le plazca que lo estemos, sin elegir ni rechazar el mal o la aflicción, sea el que sea, aunque pueda parecemos abyecto o deshonroso; en efecto, el mal y la aflicción, sin abyección, hinchan el corazón, en vez de humillarlo. Sin embargo, cuando sufrimos un mal sin honor, o incluso con deshonor, envilecimiento y abyección, son muchas las ocasiones que se nos presentan de ejercitar la paciencia,  la humildad, la modestia y la mansedumbre de espíritu y de corazón.

Debemos llevar, por consiguiente, gran cuidado, como la suegra de Pedro, en conservar nuestro corazón en la mansedumbre, sacando provecho, como ella, de nuestras enfermedades. En efecto, «ella se levantó» en cuanto nuestro Señor hizo que desapareciera su fiebre, «se puso a servirle» (Mt 8,15). No cabe duda de que en esto demostró una gran virtud y el provecho que había obtenido de la enfermedad. En efecto, una vez liberada de aquélla, quiso usar la salud sólo para servir a nuestro Señor (Francisco de Sales, / trattenimentti XXI, 6ss, Roma 1990, p. 352 [edición española: Obras de sanFrancisco de Sales, BAC, Madrid 1954]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El corazón del justo está firme en el Señor» (del salmo responsorial).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»: son las palabras con las que Jesús pone voz a su actitud de ofrenda, de rendición ante el misterio; más allá y dentro de la oscuridad del misterio. Esta entrega de sí mismo, que nada quita a la oscuridad en que se vive, no libera del miedo a los elementos amenazadores que sentimos a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos, pero expresa en nuestra vida el absoluto de Dios. Tal vez no exista en el vocabulario humano palabra más universal ni más censurada que la palabra «sufrir»: es universal, porque la experiencia del sufrimiento pertenece a todos los hombres, pero es también un término censurado, porque el sufrimiento evoca dentro de nosotros la conciencia de nuestra fragilidad.

Del vocabulario del sufrimiento forman parte palabras como «enfermedad» y «muerte», con sus corolarios cíe «debilidad», «miedo», «decadencia», «impotencia». Está la experiencia de la fraternidad traicionada: el hambre, la injusticia, la violencia [...]; éstas se manifiestan en formas antiguas, aunque también a través de formas típicas de este tiempo nuestro: el dolor de los niños, la soledad de los ancianos y de los pobres, el aislamiento de muchos jóvenes que no consiguen insertarse en la sociedad...

En el misterio del corazón humano, es la conciencia del dolor y de sus razones lo que, a veces, hace más agudo el sufrimiento: tocamos con la mano la conciencia de nuestra propia fragilidad; con frecuencia, las preguntas sobre el sufrimiento representan un dolor más profundo que el mismo dolor; perforan la conciencia, engendran un sentido de soledad que nos hace tocar con la mano el misterio: porque el sufrimiento es también siempre experiencia del misterio. Es inútil pretender descifrar y explicar el misterio; éste sólo puede ser custodiado en el corazón, con la expectativa de que un día se revele (P. Bignardi, // vangelo del quotidiano, Roma 2000, pp. 113ss).

 

 

 

Día 5

San Bonifacio

        Nace en Wessex, Inglaterra C. 680AD. Es educado en el monasterio benedictino de Exeter, Inglaterra. Ingresa en el monasterio benedictino y es ordenado sacerdote en el 716. Va a Roma a pedirle al Papa ser misionero y recibe su bendición.  Es misionero en Alemania en el 719AD. Trabaja incansablemente con la ayuda de S. Albinus, S. Abel y Sta. Agata.

        En una ocasión derribó con un acha un gran árbol que era objeto de idolatría. Solía remplazar los lugares de idolatría con iglesias. El papa lo nombra obispo y después arzobispo de Mainz. Ordenó a S. Sola. Funda o restablece las diócesis de Bavaria, Thuringgia y Franconia. Evangelizó en Holanda. Fue allí que después de haber bautizado a miles se preparaba el día de Pentecostés para impartir la confirmación cuando fue masacrado con 52 de sus feligreses. Había ya cumplido 80 años. San Bonifacio está enterrado en Fulda, uno de los monasterios que él fundó.

 

 

LECTIO

Primera lectura: Tobías 3,1-11.24-25a

En aquellos días, Tobit se echó a llorar; rezaba entre sollozos y decía: Señor, tú eres justo y justas son tus sentencias; actúas siempre con misericordia, con lealtad y con justicia. Señor, acuérdate de mí; no me castigues por mis pecados, no tengas en cuenta mis culpas ni las de mis padres. Por desobedecer tus mandamientos nos entregaste al saqueo, al destierro y a la muerte; nos hiciste refrán y burla de las naciones donde nos dispersaste. Señor, tus sentencias son graves, pues no cumplimos tus mandamientos ni nos portamos lealmente contigo. Señor, haz de mí lo que quieras, hazme expirar en paz, que prefiero la muerte a la vida.

Aquel mismo, día Sara, hija de Ragüel, vecino de Ragés, ciudad de Media, tuvo que soportar también los insultos de una criada de su padre; en efecto, Sara se había casado siete veces, y el demonio Asmodeo había ido matando a todos sus maridos apenas se acercaban a ella. Pues bien, Sara regañó a la criada con razón, pero ésta replicó así: ¡Que no veamos nunca sobre la tierra hijo ni hija tuya, asesina de tus maridos! ¿Es que quieres matarme también a tú, lo mismo que mataste ya a siete hombres?

Al oír esto, Sara subió al piso de arriba de su casa y estuvo tres días y tres noches sin comer ni beber; lloraba y rezaba sin cesar, pidiéndole a Dios que la librase de semejante baldón. Por entonces llegaron las oraciones de los dos a la presencia gloriosa del Dios Altísimo y fue enviado el santo ángel Rafael a curarlos a los dos, que habían elevado sus oraciones a Dios al mismo tiempo.

 

*• Ambas oraciones -la de Tobit y la de la joven Sara figuran entre las cosas más bellas de todo el libro. La oración de Tobit nace del dolor, es una oración hecha entre lágrimas (¡ante Dios también se puede llorar!); en cierto modo, es la plegaria de un hombre desanimado, que ve cerrado su futuro. La oración es estar ante Dios con nuestra propia verdad: a veces en medio de la alegría, a veces en medio del dolor, a veces sumergidos en el desánimo. Pero enseguida aparecen dos notas que hemos de señalar en la oración de Tobit. Aunque su vida carece de salidas, continúa creyendo que Dios es justo, misericordioso y leal. A Dios no hay que reprocharle nada. La segunda nota que caracteriza la oración de Tobit es que le pide a Dios lo único que le parece posible: en su dolor sin salidas, pide la muerte, como hizo también el profeta Elias (1 Re 19). Pero Dios es más grande y va más allá de las peticiones del hombre. Dios no le da a Tobit la muerte, sino la vida. Para Dios, nunca hay una situación sin salidas. Y, afortunadamente, no siempre nos da lo que le pedimos.

La oración de Sara, desesperada e insultada, también sin futuro en la vida, se produce al mismo tiempo que la de Tobit. Tampoco Sara cae en la desesperación, sino que se pone ante el Señor, le suplica entre lágrimas y le pide ser liberada de su desgracia, una desgracia que parece acompañarle como una maldición: se ha casado siete veces y todas ellas ha muerto su marido en la noche de bodas. Sara no pide la muerte -tal vez era demasiado joven para hacerlo-, sino la liberación.

No siempre acaban bien las cosas en la vida. Esta última conoce también el silencio -aparente- de Dios. Pero aquí,en el relato edificante, todo acaba bien. Dios acoge la oración de Tobit y de Sara y les envía a su ángel para socorrerles.

 

Evangelio: Marcos 12,18-27

En aquel tiempo,

18 se le acercaron unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:

19 -Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si el hermano de uno muere y deja mujer, pero sin ningún hijo, que su hermano se case con la mujer para dar descendencia al hermano difunto.

20 Pues bien, había siete hermanos. El primero se casó y al morir no dejó descendencia.

21 El segundo se casó con la mujer y murió también sin descendencia. El tercero, lo mismo,

22 y así los siete, sin que ninguno dejara descendencia. Después de todos, murió la mujer.

23 Cuando resuciten los muertos, ¿de quién de ellos será mujer? Porque los siete estuvieron casados con ella.

24 Jesús les dijo: -Estáis muy equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios.

25 Cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos ni ellas se casarán, sino que serán como ángeles en los cielos.

26 Y en cuanto a que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: Yo soy el Dios de Abrahán y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob?

27 No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados.

 

*+• Los saduceos -que tenían la mayoría de sus seguidores en las filas de la aristocracia sacerdotal- se distinguían de los fariseos, desde el punto de vista religioso, en dos temas: en primer lugar, negaban todo valor a las tradiciones - a las que los fariseos, en cambio, estaban muy apegados- y afirmaban que sólo era vinculante la Ley escrita; y, en segundo lugar, negaban la resurrección de los muertos, citando a este respecto algunos textos bíblicos, como por ejemplo Gn 3,19 («eres polvo y al polvo volverás»). En este último punto echaban mano también de la ironía (w. 19-23): si una mujer se ha casado con siete maridos, ¿de quién será la esposa en la resurrección?

Los fariseos, sin embargo, afirmaban la resurrección, citando también ellos textos bíblicos muy conocidos, como por ejemplo Ez 37,8 y Job 10,11. Arrastrado a la discusión, Jesús -como de costumbre no se deja encerrar en los términos en que se planteaba el debate: los rompe, los hace estallar desde dentro. La resurrección está afirmada en la Escritura -y de ahí que los saduceos cometan un grave error al negarla-, pero no es cuestión de citar un texto u otro. Para Jesús, hemos de captar la Escritura en su centro, allí donde atestigua que Dios es el Dios de los vivos, el Dios de la vida y no de la muerte (Ex 3,6). Ésta es la razón que autoriza la fe en la resurrección: Dios es fiel y ama la vida, y no se puede pensar que haya creado al hombre con sed de vida para abandonarlo, después, a la muerte. Hasta aquí, la respuesta de Jesús va contra los saduceos. Pero -en parte- va también contra los fariseos, porque algunos de ellos concebían la resurrección en unos términos supersticiosos, materiales, prestándose así a la ironía de los saduceos. La vida de los resucitados -declara Jesús no tiene que ser pensada según los esquemas de este mundo presente. Se trata de una vida diferente: «Ni ellos ni ellas se casarán».

 

MEDITATIO

Una vez u otra o tal vez muchas, nos encontramos todos en el límite extremo del dolor o en un punto en el que lo sentimos como tal. Como Tobit, como Sara. Sin embargo, ¡qué diversidad de comportamientos, de intentos de solución, de reacciones, podemos encontrar!

Está la del que vive el sufrimiento como algo que atenaza el alma, como algo que se cierne hasta encerrarle bajo una capa que le sofoca. Entonces se debate, se siente perdido, se agita como un pez sacado del agua y echado sobre la arena, exige respuestas, busca caminos de salida -tal vez en la distracción o en la búsqueda del «culpable» de la situación-... y si levanta la mirada al cielo es, en ocasiones, incluso para lanzarle a Dios una requisitoria, quizás para acusarle y pedirle una reparación. El comportamiento de Tobit y de Sara es diferente. Y precisamente por ser tan universal y estar tan cerca de cada uno de nosotros la experiencia del dolor y la perspectiva de la muerte, es bueno para nosotros observarlos de más cerca. Para aprender.

Tobit y Sara oran. Primera indicación preciosa. Se abren al Otro, a ese Otro de quien saben que dependen como criaturas. Se dirigen a Dios, y no precisamente para contarle en primer lugar su dolor, sino para expresarle su adoración, la admiración que sienten por su grandeza y justicia, su ilimitada confianza en él; para confesar su propio límite, su pecado. Saben que Dios tiene el corazón «más grande», que es el Dios de la vida. Su oración no es individual, privada. Viven profundamente su drama, pero sienten que se inserta en el drama más general del pueblo. Esta apertura constituye una segunda y preciosa indicación para nosotros, que nos encerramos con tanta frecuencia en el círculo de nuestros problemas.

 

ORATIO

Dios de piedad, rico en compasión, enséñanos a orar, a orar siempre, a orar incluso cuando todo parece perdido para nosotros y ya no podemos contar con nada para vivir. Tú, que estás cerca de quien tiene el corazón abatido y escuchas el deseo de los pobres, concédenos la capacidad de abandonarnos a ti y poner en ti nuestra confianza, más allá de toda humana esperanza.

Tú, que respondiste de una vez por todas a toda nuestra desesperación enviando a tu Hijo hasta el abismo último de nuestra muerte, haz que cuando la vida se vuelva insoportable y demasiado amarga para nosotros seamos capaces de mirar a él clavado en la cruz por amor a nosotros. Mirándole y entregándonos a él, también nosotros experimentaremos entonces que «sólo el llanto más profundo conoce la alegría». Y sobre las ruinas de todo nuestro morir surgirá el alba de la vida resucitada, porque tú nos amas, en Jesús, desde siempre y para siempre.

 

CONTEMPLATIO

Quien pretenda pertenecer del todo a nuestro Señor debe examinar con frecuencia su propio corazón, para ver si está apegado a algo de esta tierra; y, si descubre que no hay nada que no esté dispuesto a dejar para cumplir la voluntad de Dios, será señal de que ha alcanzado una gran fidelidad, gracias a la cual debe permanecer en paz, ocupándose sólo de tomar con sencillez todo lo que le pase, como si le viniera de la mano de Dios.

Lo único que está siempre en nuestro poder es el simple acto de fe. Por consiguiente, no debemos turbarnos cuando no podamos hacer más que esto: debemos esperar todo de la voluntad de Dios. Por lo que respecta a la confianza, basta con que reconozcamos nuestra debilidad y digamos a nuestro Señor que pretendemos volver a poner toda nuestra confianza en él. La medida de la Providencia divina con respecto a nosotros es la confianza que tengamos en ella. ¡Oh Dios! Reposamos enteramente en esta Providencia sagrada y permanecemos entre sus brazos como un niño en brazos de su madre.

Es preciso adherirnos al fin, que es Dios, y a su voluntad, y no a los medios: los medios deben ser amados de una manera suficiente, pero no hasta el punto de perder la paz si Dios los suprime (Francisco de Sales, Tutte le lellere, Roma 1967, III, 848 [edición española: Cartas a religiosas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1988]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Señor, tú actúas siempre con misericordia, con lealtad y con justicia» (cf. Tb 3,2).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Dios no tiene nada que ver; Dios no quiere el sufrimiento de los hombres; Dios no quiere la muerte. Nuestro Dios es el Dios de la vida. Me enfado cuando oigo implicar a Dios: «Te envía el cáncer...». ¡Pero si es imposible! «Sea lo que Dios quiera»... ¡Pero si Dios no quiere el cáncer de ninguna manera! Lo que quiere es que yo esté sano y viva. No quiere la muerte; quiere la vida. Ciertamente, queremos comprender y encontrar respuestas y cuando nos encontramos sumidos en el dolor, en el sufrimiento, no siempre razonamos como es debido, por lo que todos deben ser respetados, pero sobre todo hay que respetar a Dios. Porque Dios manifiesta -para quien cree- que su único modo de respuesta a todas estas problemáticas más que dramáticas y trágicas es que te envía a Jesucristo. Y éste viene a decirnos: «Vengo a sufrir contigo, vengo a compartir tu condición, vengo a llevar la cruz contigo».

Por consiguiente, Dios participa. Más aún, Dios asume en sí mismo el dolor. «Varón de dolores», experto en el sufrimiento [...]. Por eso, a pesar de que haya gritado hacia él, continúo componiendo, predicando, infundiendo fe y esperanza en el Reino que debe venir, con la trepidante expectativa de saber si Él me acogerá con una sonrisa o me abrazará contra su pecho como al hijo después de su prolongadísima ausencia (texto de D. M. Turoldo recogido en Allegato Lettera END 109 [2000] 8).

 

 

Día 6

Jueves 9ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Tobías 6,10-11 a; 7,1.9-17; 8,4-10

En aquellos días, Tobías dijo al ángel: -¿Dónde quieres que nos quedemos? El ángel respondió:

-Aquí vive un tal Ragüel, de tu tribu y pariente tuyo; tiene una hija que se llama Sara.

Y fueron a casa de Ragüel, que los recibió encantado. Después de cruzar las primeras palabras, mandó Ragüel que mataran un carnero y preparasen un banquete. Cuando les invitó a sentarse a la mesa, dijo Tobías:

-Yo no pienso probar bocado si antes no me concedes lo que te pido y me prometes la mano de Sara, tu hija.

Ragüel se asustó al oír esto, sabiendo lo que les había pasado a los siete hombres que se habían acercado a ella; le entró miedo de que a éste le fuera a suceder lo mismo. Ragüel se quedó cortado, sin soltar prenda. Entonces intervino el ángel:

-Puedes darle la mano de tu hija sin reparo; a éste, que teme a Dios, le corresponde como esposa; por eso ningún otro ha podido tenerla.

Entonces dijo Ragüel:

-No cabe duda, Dios ha acogido en su presencia mis rezos y mis lágrimas; creo que precisamente por eso os ha traído a mi casa, para que mi hija se case con un pariente suyo, según la ley de Moisés; así que no lo dudes un momento: te concedo a mi hija.

Tomando la mano derecha de su hija, la puso en la derecha de Tobías, diciendo:

-El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob está con vosotros; que él os una y os llene de bendiciones.

Cogieron papel e hicieron la escritura matrimonial. Acto seguido, celebraron el banquete, bendiciendo a Dios. Luego, Tobías le dijo a la novia:

-Levántate, Sara; vamos a rezar a Dios hoy, mañana y pasado; estas tres noches las pasamos unidos a Dios y luego viviremos nuestro matrimonio. Somos descendientes de un pueblo santo y no podemos unirnos como los paganos, que no conocen a Dios.

Se levantaron los dos y, juntos, se pusieron a orar con fervor, pidiendo a Dios su protección. Tobías dijo:

-Señor, Dios de nuestros padres, que te bendigan el cielo y la tierra, el mar, las fuentes, los ríos y todas las criaturas que en ellos se encuentran. Tú hiciste a Adán del barro de la tierra y le diste a Eva como ayuda. Ahora, Señor, tú lo sabes: si yo me caso con esta hija de Israel, no es para satisfacer mis pasiones, sino solamente para fundar una familia, en la que se bendiga tu nombre por siempre.

Y Sara, a su vez, dijo:

-Ten compasión de nosotros, Señor, ten compasión. Que los dos, justos, vivamos felices hasta nuestra vejez.

 

**• Las aventuras que leemos en el libro de Tobías –unas veces agradables, otras veces repletas de humor y otras (¿por qué no decirlo?) también repetitivas y aburridas siguen el ritmo de largas oraciones, que revelan, tal vez más que las otras páginas, la verdadera enseñanza del libro.

En la primera lectura de hoy encontramos dos oraciones: la primera de ellas, más breve, es la que acompaña a la celebración del matrimonio; la segunda, más extensa, es la oración de ambos esposos. La celebración del matrimonio es de lo más sencillo. Ragüel, el padre: «Tomando la mano derecha de su hija, la puso en la derecha de Tobías, diciendo: 'El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob está con vosotros; que él os una y os llene de bendiciones'» (7,15). Puede sorprender el hecho de que el matrimonio sea considerado en Israel un acontecimiento laico y profano. Su celebración no tiene lugar en el templo o en la sinagoga, sino en familia, y no requiere la mediación de sacerdotes ni un ritual litúrgico. Sin embargo, el matrimonio es vivido como un acontecimiento profundamente religioso, en el que se renueva la acción creadora de Dios. El valor religioso no se añade al matrimonio desde el exterior, sino que brota de su íntima estructura creacional: el amor humano entre el hombre y la mujer es el lugar del Amor de Dios.

Una vez solos, ambos esposos oran, y esto es ya algo importante: la comunidad familiar es una comunidad de amor, pero también de oración. Los esposos no están nunca solos, porque Dios está siempre con ellos. Y el proyecto que realizan no es suyo, sino de Dios. No se puede excluir a Dios de la relación matrimonial, ni de la relación de amistad, ni del proyecto de vida. Pero además del hecho de que rezan, también es interesante cómo rezan. Se trata de una oración que pide, como es justo que suceda en toda oración: los dos jóvenes esposos piden la salvación y piden que su amistad llegue hasta la vejez. Sin embargo, es sobre todo una oración en la que ambos esposos recuerdan lo que Dios realizó al comienzo de la creación. A través de este recuerdo es como comprenden el sentido de su matrimonio. Para la Biblia, el significado más profundo de una cosa se encuentra en su origen. Fue en la primera pareja donde Dios creó la estructura esencial y perenne del matrimonio, que revive desde entonces en cada uno de ellos.

La estructura del matrimonio es ante todo el amor, pero no sólo el amor de la esposa por el esposo y viceversa, sino el de Dios, que ha hecho nacer -de una manera gratuita- el amor entre ambos. El matrimonio ha de ser vivido como un don: «Tú hiciste a Adán del barro de la tierra y le diste a Eva como ayuda» (8,8). Este amor profundo, don de Dios, es muy diferente a la simple pasión: «Si yo me caso con esta hija de Israel, no es para satisfacer mis pasiones» (8,9). Ahora bien, la estructura natural del matrimonio incluye también el deseo de los hijos (la pareja está constituida para convertirse en familia), recordando, no obstante, que los hijos son para el Señor, no para los padres: «Fundar una familia, en la que se bendiga tu nombre por siempre».

 

Evangelio: Marcos 12,28b-34

En aquel tiempo,

28 un maestro de la Ley se acercó y le preguntó: -¿Cuál es el mandamiento más importante?

29 Jesús contestó: -El más importante es éste: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor.

30 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

31 El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que éstos.

32 El maestro de la Ley le dijo: -Muy bien, Maestro. Tienes razón al afirmar que Dios es único y que no hay otro fuera de él;

33 y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

34 Jesús, viendo que había hablado con sensatez, le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie se atrevía ya a seguir preguntándole.

 

**• El intento de recoger los muchos preceptos en una síntesis no es nuevo. El objetivo de este intento no es hacer un resumen de la Ley, sino más bien indicar su centro y su esencia. Jesús, al responder a la pregunta del maestro de la Ley, cita dos textos que se repiten con frecuencia en la oración y en la meditación de Israel; un pasaje del Deuteronomio («Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas») y un pasaje del Levítico {«Amarás a tu prójimo como a ti mismo»). El Maestro invita al hombre a no perderse en el laberinto de los preceptos, porque la esencia de la voluntad de Dios es simple y clara: amar a Dios y a los hombres. Es justo que la ley se ocupe de los muchos y variados casos que se presentan en la vida, a condición sin embargo, de que no pierda de vista el centro que da impulso a toda la estructura. Este centro es el amor.

Jesús responde al maestro de la Ley que el primero de los mandamientos no es uno solo, sino dos: estrictamente unidos, como las dos caras de una misma realidad.. En la capacidad de mantener unidos los dos amores –el amor a Dios y el amor al prójimo- reside la medida de la verdadera fe y de la genialidad cristiana. Hay quien para amar a Dios se aparta de los hombres, y hay quien para estar al lado de los hombres se olvida de Dios. La experiencia bíblica se declara convencida de que estas dos actitudes introducen en la vida de los hombres y de las comunidades una profunda mentira: allí donde se separan los dos amores hay siempre falsedad e idolatría. En consecuencia, es importante captar el vínculo entre las primeras palabras («Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios es el único Señor») y las que siguen («Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón»). La afirmación de que Dios es el único Señor constituye la base de donde brota el deber de amarle. Un deber que se reviste inmediatamente de dos cualidades: la totalidad y la gratitud. La totalidad: Dios es el único Señor, y esto incluye el rechazo de cualquier otro que -sustituyéndole- pretendiera nuestro asentimiento incondicional; la pertenencia al Señor no es divisible con la pertenencia a cualquier otro; no se va a Dios con algo de nosotros, sino enteramente, con todas nuestras raíces. Y la gratitud: Dios es nuestro Señor, Aquel que nos ama, nos libera y nos espera. Si bien es verdad que el hombre pertenece a Dios, también lo es que Dios pertenece al hombre. El señorío de Dios no es extraño a nuestro ser, a nuestra libertad o a nuestra identidad. Es, al contrario, la meta a la que tiende nuestro ser, y de la que tenemos una irreprimible nostalgia. Por todo esto, el amor a Dios (precisamente en el sentido de una adhesión incondicional) no es esclavitud, sino gratitud y recuperación de nuestra propia identidad.

Los dos amores (a Dios y al prójimo) están, tal como hemos visto, estrechamente unidos: el uno es la verificación del otro. Sin embargo, también son diferentes. La medida de nuestro amor a Dios es la totalidad; la medida del amor al prójimo, no («como a ti mismo»). A Dios le corresponde la pertenencia total e incondicionada; al hombre, no. El prójimo no es el Señor, no es la razón última de nuestra búsqueda.

 

MEDITATIO

¿Un cuadro de vida de otros tiempos? ¿Una meta imposible de proponer o que incluso no se debe proponer? ¿La colocación exacta del amor entre el hombre y la mujer? Probemos a tomar estas páginas del libro de Tobías y a someterlas a una comparación con las muchas -incluso demasiadas- páginas que se extienden ante nuestros ojos. Desde la televisión a la prensa, al cine, a Internet, al lenguaje, a la publicidad más trivial de cualquier producto, estamos amenazados por una avalancha de imágenes y de palabras, por un verdadero mercado en el que el sexo, mezclado con todos los posibles ingredientes, se ha convertido en una moneda ahora devaluada. Hasta tal punto que quien desea obtener cierto efecto «hiriente» recurre a la presentación de las más aberrantes desviaciones. Y todo ello en nombre de la libertad, de la madurez, de la autonomía del hombre... Ahora bien, ¿dónde está el hombre en esta zarabanda de pésimo gusto? ¿A qué ha quedado reducido?

También el matrimonio se resiente de ello, incluso el sellado con el sello del sacramento. Una vez venido a menos el sentido de la indisolubilidad, los contrayentes acceden a él reservándose una puerta de salida para tomarla en la primera dificultad: y todo se hunde.

Ningún creyente, ninguna persona recta, puede permanecer indiferente. Sin embargo, el remedio no puede consistir sólo en organizar cruzadas puritanas o en restablecer deberes y prohibiciones. La propuesta que presentan hoy Tobías y Sara se plantea en otro ámbito, el de las motivaciones profundas, y suena cautivadora como un reclamo y provocadora como un desafío. Ambos se sitúan, en el umbral de su vida de pareja, con el respeto, la ansiedad y la admiración de quien sabe que recibe un don inestimable. No buscan la realización de un proyecto suyo, sino que se ofrecen, como instrumentos dóciles y responsables, a la realización de un designio que está por encima de ellos y, al mismo tiempo, les interpela y les compromete. Se saben pensados el uno para la otra por un amor más grande, son conscientes de que su amor recíproco, que florece en el tiempo, es eco y respuesta a un amor más grande que les ha precedido. Su relación se abre con la bendición de Dios, el «tercero» presente y operante en su acontecer.

 

ORATIO

Bendito seas, Dios, Señor y autor de la vida, vida y belleza eterna. Bendito seas por todo lo que vive y muestra un reflejo de tu belleza y de tu sabiduría. Bendito seas por habernos otorgado el don de la vida. Bendito seas por habernos llamado a ser tus colaboradores conscientes en tu continua obra de creación y de redención.

Bendito seas por habernos creado a tu imagen y semejanza, capaces de entregar y de recibir amor, capaces de abrirnos al otro y de acogerlo en la veneración de su misterio. Bendito seas por haber depositado en nosotros una chispa de aquella energía viva, de amor, que arde en tu eterno secreto. Tú nos la diste para que, con la alegría de los hijos, fuésemos sus administradores fieles y responsables.

Bendito seas, Padre, fuente de todo amor fecundo, bendito seas, Hijo, esposo ardiente de la humanidad, bendito seas, Espíritu Santo, sello de caridad y de unión.

 

CONTEMPLATIO

Con el mayor encarecimiento posible exhorto a los casados a que se profesen el mutuo amor que tanto os encomienda el Espíritu Santo en las divinas Escrituras. Deciros que os améis uno a otro con amor natural es lo mismo que nada, porque otro tanto hacen las pareadas tortolillas; ni basta decir que os améis con amor humano, pues también los gentiles se profesan este amor. Yo os diré con el apóstol de las gentes: Esposos, amad a vuestras esposas como ama Jesucristo a su Iglesia, Esposas, amad a vuestros maridos como la Iglesia ama a Jesucristo. Dios, que llevó a Eva a la presencia de nuestro primer padre, Adán, y se la dio por esposa, es quien, con su invisible diestra, ha echado el nudo de las sagradas ataduras de vuestro matrimonio, amados míos; Él es quien os ha entregado unos a otros, ¿pues cómo no os amáis con un amor enteramente santo, sagrado y divino?

Es el primer efecto de este amor la unión indisoluble de los corazones. Cuando se encolan dos pedazos de pino uno con otro, si es buena la cola queda tan firme la unión que más presto se partirá la madera por otras partes que no por la pegadura; así pues, como Dios une con su propia sangre el marido a la mujer, por eso es tan firme la unión, que antes se ha de separar el alma del cuerpo de uno u otro que no el marido de su mujer, pero esto se entiende no tanto de la unión del cuerpo cuanto del corazón, del afecto y del amor.

Ha de ser el segundo efecto de este amor la inviolable fidelidad de uno a otro consorte. Antiguamente se grababan los sellos en los anillos que se llevaban en el dedo, como la misma Escritura Santa lo acredita, y ve aquí la significación de una ceremonia que se hace en las bodas; bendice la Iglesia, por mano del sacerdote, un anillo que se le entrega primero al esposo en testimonio de que sella y cierra su corazón con este sacramento para que en adelante jamás pueda entrar en él ni el nombre ni el amor de alguna otra mujer mientras viva la que Dios le ha dado; después, el esposo pone el anillo en la mano de su esposa para que ella igualmente entienda que jamás ha de entrar en su corazón afecto a otro hombre mientras viva sobre la faz de la tierra el que nuestro Señor acaba de darle.

El tercer fruto del matrimonio es la procreación y crianza de los hijos. Grande honra es para vosotros, casados, el que Dios, queriendo multiplicar las almas que pueden bendecirle y alabarle por toda una eternidad, os hace cooperadores de obra tan digna, por medio de la producción de los cuerpos, en los que Él reparte, como gotas de celestial rocío, las almas que cría e infunde dentro de ellos (Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 38, Ediciones Paulinas, Madrid 1943, pp. 319-321).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos los que temen al Señor» (del salmo responsorial).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Qué significa amar a otra persona? El afecto recíproco, la compatibilidad intelectual, la atracción sexual, compartir unos ideales, un contexto financiero, cultural y religioso común: todas estas cosas pueden ser un factor importante para engendrar una buena relación, pero no pueden garantizar el amor.

Conocí una vez a dos jóvenes que querían casarse. Los dos eran guapos, muy inteligentes, sus marcos familiares eran muy semejantes y estaban muy enamorados. Habían pasado muchas horas con psicoterapeutas expertos para indagar sobre su pasado psicológico y afrontar directamente sus fuerzas y sus debilidades emotivas. En todos los aspectos parecían estar bien preparados para casarse y vivir juntos y felices. Sin embargo, la pregunta seguía en pie: ¿serán capaces de amarse estas dos personas mutuamente del modo adecuado, no sólo durante un tiempo o durante algunos años, sino para toda la vida? Para mí, que recibí la petición de acompañar a estas dos personas, la cosa no era tan obvia como para ellos. Se conocían desde hacía bastante tiempo y estaban seguros de sus recíprocos sentimientos de amor, pero ¿habrían sido capaces de hacer frente a un mundo en el que hay tan poco apoyo para las relaciones duraderas? ¿De dónde sacarían la fuerza necesaria para permanecer fieles el uno a la otra en el momento del conflicto, de la presión económica, de un dolor profundo, de la enfermedad y de las necesarias separaciones? ¿Qué significaría para este hombre y para esta mujer amarse como marido y mujer hasta la muerte?

Cuanto más reflexiono, más me percato de que el matrimonio es, antes que nada, una vocación. Dos personas son llamadas al mismo tiempo para realizar la misión que Dios les ha dado. El matrimonio es una realidad espiritual, o sea: un hombre y una mujer se unen para la vida no sólo porque experimentan un profundo amor el uno por la otra, sino porque creen que Dios les ha dado el uno a la otra para ser testigos vivos de ese amor. Amar significa encarnar ef infinito de Dios en una comunión fiel con otro ser humano (H. J. M. Nouwen, Vivere nello spiríto, Brescia 1995, pp. 123ss [edición española: Aquí y ahora: viviendo en el espíritu, San Pablo, Madrid 1998]).

 

Día 7

Sagrado corazón de Jesús

 

LECTIO

Primera lectura: Ezequiel 34, 11-16

11 Porque así dice el Señor Yahveh: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él.
12 Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas.
13 Las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de los países, y las llevaré de nuevo a su suelo. Las pastorearé por los montes de Israel, por los barrancos y por todos los poblados de esta tierra.
14 Las apacentaré en buenos pastos, y su majada estará en los montes de la excelsa Israel. Allí reposarán en buena majada; y pacerán pingües pastos por los montes de Israel.
15 Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahveh.
16 Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré: las pastorearé con justicia.

 

       *••"Yo soy el buen Pastor, y conozco a mis ovejas,es decir, las amo, y ellas me conocen a mi. Es com si dijese con toda claridad: «Los que me aman me obedecen.» Pues el que no ama la verdad es que todavía no la conoce. 

       Ya que habéis oído, hermanos, cuál sea nuestro peligro, pensad también, por estas palabras del Señor, cuál es el vuestro. Ved si sois verdaderamente ovejas suyas, ved si de verdad lo conocéis, ved si percibís la luz de la verdad. Me refiero a la percepción no por la fe, sino por el amor y por las obras. Pues el mismo evangelista Juan, de quien son estas palabras, afirma también: Quien dice: «Yo conozco a Dios», y no guarda sus mandamientos, miente. 

       Por esto el Señor añade, en este mismo texto: Como el Padre me conoce a mí, yo conozco al Padre y doy mi vida por mis ovejas, lo que equivale a decir: «En esto consiste mi conocimiento del Padre y el conocimiento que el Padre tiene de mí, en que doy mi vida por mis ovejas; esto es, el amor que me hace morir por mis ovejas demuestra hasta qué punto amo al Padre».Referente a sus ovejas, dice también: Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy vida eterna. Y un poco antes había dicho también acerca de ellas: El que entre por mí se salvará, disfrutará de libertad para entrar y salir, y encontrará pastos abundantes. Entrará, en efecto, al abrirse a la fe, saldrá al pasar de la fe a la visión y la contemplación, encontrará pastos en el banquete eterno. 

       Sus ovejas encontrarán pastos, porque todo aquel que lo sigue con un corazón sencillo es alimentado con un pasto siempre verde. ¿Y cuál es el pasto de estas ovejas, sino el gozo íntimo de un paraíso siempre lozano? El pasto de los elegidos es la presencia del rostro de Dios, que, al ser contemplado ya sin obstáculo alguno, sacia para siempre el espíritu con el alimento de vida. Busquemos, pues, queridos hermanos, estos pastos, para alegrarnos en ellos junto con la multitud de los ciudadanos del cielo. La misma alegría de los que ya disfrutan de este gozo nos invita a ello. Por tanto, hermanos, despertemos nuestro espíritu, enardezcamos nuestra fe, inflamemos nuestro desco de las cosas celestiales; amar así es ponernos ya en camino. Que ninguna adversidad nos prive del gozo de esta fiesta interior, porque al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito. No nos dejemos seducir por la prosperidad, ya que sería un caminante insensato el que, contemplando la amenidad del paisaje, se olvidara del término de su camino. (San Gregorio Magno Homilía  14, 3-6)

 

Segunda lectura: Romanos 5,5-11

Hermanos:

5 Una esperanza que no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones.

6 Estábamos nosotros incapacitados para salvarnos, pero Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado.

7 Es difícil dar la vida incluso por un hombre de bien, aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir.

8 Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores.

9 Con mayor razón, pues, a quienes ha puesto en camino de salvación por medio de su sangre los salvará definitivamente del castigo.

10 Porque si siendo enemigos Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, nos salvara para hacernos partícipes de su vida.

11 Y no sólo esto, sino que nos sentimos también orgullosos de un Dios que ya desde ahora nos ha concedido la reconciliación por medio de nuestro Señor Jesucristo.

 

*•• La esperanza del hombre frente al enigma de la muerte no es vana. Como ya había intuido Job, Dios es realmente nuestro «Redentor», porque nos ama. Se ha comprometido a rescatarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte pagando el precio de la sangre de su Hijo (vv. 6-9), de un modo absolutamente gratuito. Nosotros, en efecto, éramos pecadores, impíos, enemigos, pero el Señor nos ha reconocido como «suyos» y ha muerto por nosotros, arrancándonos de la muerte eterna.

Por medio del bautismo, y participando en el misterio pascual de Cristo, es como acogemos esta gracia. Su muerte nos ha reconciliado con el Padre, su resurrección nos permite vivir como salvados. Rompiendo continuamente los lazos con el pecado y dejándonos guiar por el Espíritu derramado en nuestros corazones, actualizamos cada día la gracia de nuestro nuevo nacimiento.

 

Evangelio: Lucas: 15, 3-7

3 Entonces les dijo esta parábola.

4 «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra?

5 Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros;

6 y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido."

7 Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión.

 

        La Palabra de Dios nos recuerda que Dios es el Pastor de la humanidad. Esto significa que Dios quiere para nosotros la vida, quiere guiarnos a buenos pastos, donde podamos alimentarnos y reposar; no quiere que nos perdamos y que muramos, sino que lleguemos a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es lo que desea cada padre y cada madre para sus propios hijos: el bien, la felicidad, la realización. En el Evangelio de hoy Jesús se presenta como Pastor de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Su mirada sobre la gente es una mirada por así decirlo «pastoral». Por ejemplo, en el Evangelio de este domingo se dice que, «habiendo bajado de la barca, vio una gran multitud; tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 34). Jesús encarna a Dios Pastor con su modo de predicar y con sus obras, atendiendo a los enfermos y a los pecadores, a quienes están «perdidos» (cf. Lc 19, 10), para conducirlos a lugar seguro, a la misericordia del Padre.

         Entre las «ovejas perdidas» que Jesús llevó a salvo hay también una mujer de nombre María, originaria de la aldea de Magdala, en el lago de Galilea, y llamada por ello Magdalena. Hoy es su memoria litúrgica en el calendario de la Iglesia. Dice el evangelista Lucas que Jesús expulsó de ella siete demonios (cf. Lc 8, 2), o sea, la salvó de un total sometimiento al maligno. ¿En qué consiste esta curación profunda que Dios obra mediante Jesús? Consiste en una paz verdadera, completa, fruto de la reconciliación de la persona en ella misma y en todas sus relaciones: con Dios, con los demás, con el mundo. En efecto, el maligno intenta siempre arruinar la obra de Dios, sembrando división en el corazón humano, entre cuerpo y alma, entre el hombre y Dios, en las relaciones interpersonales, sociales, internacionales, y también entre el hombre y la creación. El maligno siembra guerra; Dios crea paz. Es más, como afirma san Pablo, Cristo «es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad» (Ef 2, 14). Para llevar a cabo esta obra de reconciliación radical, Jesús, el Buen Pastor, tuvo que convertirse en Cordero, «el Cordero de Dios... que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Sólo así pudo realizar la estupenda promesa del Salmo: «Sí, bondad y fidelidad me acompañan / todos los días de mi vida, / habitaré en la casa del Señor / por años sin término» (22/23, 6).

       Queridos amigos: estas palabras nos hacen vibrar el corazón, porque expresan nuestro deseo más profundo; dicen aquello para lo que estamos hechos: la vida, la vida eterna. Son las palabras de quien, como María Magdalena, ha experimentado a Dios en la propia vida y conoce su paz. Palabras más ciertas que nunca en los labios de la Virgen María, que ya vive para siempre en los pastos del Cielo, donde la condujo el Cordero Pastor. María, Madre de Cristo nuestra paz, ruega por nosotros.

 

MEDITATIO

         En la última cena Jesús dijo a los Apóstoles: «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). La tarde del día de Pascua, Jesús cumplió su promesa: se apareció a los Once, reunidos en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Cincuenta días después, en Pentecostés, tuvo lugar «la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el cenáculo el domingo de Pascua» (Dominum et vivificantem, 25). El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la descripción del acontecimiento (cf. Hch 2, 1-4). Reflexionando sobre ese texto, podemos descubrir algunos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo.

         Es importante, ante todo, tener presente la relación que existe entre la fiesta judía de Pentecostés y el primer Pentecostés cristiano. Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (cf. Tb 2, 1), la fiesta de la siega (cf. Ex 23, 16), cuando se ofrecía a Dios las primicias del trigo (cf. Nm 28, 26; Dt 16, 9). Sucesivamente, la fiesta cobró un significado nuevo: se convirtió en la fiesta de la alianza que Dios selló con su pueblo en el Sinaí, cuando dio a Israel su ley. San Lucas narra el acontecimiento de Pentecostés como una teofanía, una manifestación de Dios análoga a la del monte Sinaí (cf. Ex 19, 16-25): fuerte ruido, viento impetuoso y lenguas de fuego. El mensaje es claro: Pentecostés es el nuevo Sinaí, el Espíritu Santo es la nueva alianza, el don de la nueva ley. Con agudeza descubre ese vínculo san Agustín: «¡Gran misterio, hermanos, y digno de admiración! Si os dais cuenta, en el día de Pentecostés (los judíos) recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y en el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo» (Ser. Mai, 158, 4). Y un Padre de Oriente, Severiano de Gabala, afirma: «Era conveniente que en el mismo día en que fue dada la ley antigua, se diera también la gracia del Espíritu Santo» (Cat. in Act. Apost., 2, 1).

         Así se cumplió la promesa hecha a los padres. En el profeta Jeremías leemos: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33). Y en el profeta Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis leyes» (Ez 36, 26-27). ¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna? Borrando el pecado y derramando en el corazón del hombre el amor de Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La ley mosaica señalaba deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud de la redención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro corazón de piedra y nos da un corazón de carne, como el de Cristo, animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor (cf. Rm 5, 5). Sobre la base de este don se instituye la nueva alianza entre Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu Santo mismo es la Nueva Alianza, actuando en nosotros el amor, plenitud de la ley (cf. Comment. in 2 Co 3, 6).

         En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y Espíritu», como dice el evangelio de san Juan (cf. Jn 3, 3. 5). La comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión de los creyentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma adhesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo profundo e indisoluble. A este respecto, dice san Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gracia» (Adv. haer., III, 24, 1). Se comprende, entonces, la atrevida expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia» (In Io., 32, 8). El relato del acontecimiento de Pentecostés subraya que la Iglesia nace universal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos, medos, elamitas... (cf. Hch 2, 9-11)— que escuchan el primer anuncio hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hombres, de cualquier raza y nación, y realiza en ellos la nueva unidad del Cuerpo místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto: «Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus miembros» (In Io., 65, 1: PG 59, 361).

         Del hecho de que el Espíritu Santo es «la nueva alianza» deriva que la obra de la tercera Persona de la santísima Trinidad consiste en hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de Dios. En esto consiste la alianza nueva y eterna: Dios ya se ha puesto al alcance de cada uno de nosotros. En cierto sentido, cada uno, «del más chico al más grande» (Jr 31, 34), goza del conocimiento directo del Señor, como leemos en la primera carta de san Juan: «En cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó, permaneced en él» (1 Jn 2, 27). Así se cumple la promesa que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Gracias al Espíritu Santo, nuestro encuentro con el Señor se lleva a cabo en el entramado ordinario de la existencia filial en el «cara a cara» de la amistad, experimentando a Dios como Padre, Hermano, Amigo y Esposo. Éste es Pentecostés. Ésta es la nueva alianza.

 

ORATIO

        Dios todo poderoso y eterno, que has dado a tu Iglesia el gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo, concédenos también la alegría eterna del reino de tus elegidos, para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor. Por Jesucristo nuestro Señor. Amen.

 

CONTEMPLATIO

         Es sabido que el mes de junio está consagrado especialmente al Corazón Divino, al Sagrado Corazón de Jesús. Le expresamos nuestro amor y nuestra adoración mediante las letanías que hablan con profundidad particular de sus contenidos teológicos en cada una de sus invocaciones. Por esto quiero detenerme, al menos brevemente, con vosotros ante este Corazón, al que se dirige la Iglesia como comunidad de corazones humanos. Quiero hablar, siquiera brevemente de este misterio tan humano, en el que con tanta sencillez y a la vez con profundidad y fuerza se ha revelado Dios.

         Hoy dejamos hablar a los textos de la liturgia del viernes, comenzando por la lectura del Evangelio según Juan. El Evangelista refiere un hecho con la precisión del testigo ocular. "Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 31-34). Ni siquiera una palabra sobre el corazón. El Evangelista habla solamente del golpe con la lanza en el costado, del que salió sangre y agua. El lenguaje de la descripción es casi médico, anatómico. La lanza del soldado hirió ciertamente el corazón, para comprobar si el Condenado ya estaba muerto. Este corazón —este corazón humano— ha dejado de latir. Jesús ha dejado de vivir. Pero, al mismo tiempo, esta apertura anatómica del corazón de Cristo, después de la muerte —a pesar de toda la "crudeza" histórica del texto— nos induce a pensar incluso a nivel de metáfora. El corazón no es sólo un órgano que condiciona la vitalidad biológica del hombre. El corazón es un símbolo. Habla de todo el hombre interior. Habla de la interioridad espiritual del hombre. Y la tradición entrevió rápidamente este sentido de la descripción de Juan. Por lo demás, en cierto sentido, el mismo Evangelista ha inducido a esto cuando, refiriéndose al testimonio del testigo ocular, que era él mismo, ha hecho referencia, a la vez, a esta frase de la Escritura: "Mirarán al que traspasaron" (Jn 19, 37; Zac 12, 10). En realidad así mira la Iglesia; así mira la humanidad. Y de hecho, en la transfixión de la lanza del soldado todas las generaciones de cristianos han aprendido y aprenden a leer el misterio del Corazón del Hombre crucificado, que era el Hijo de Dios.

         Es diversa la medida del conocimiento que de este misterio han adquirido muchos discípulos y discípulas del Corazón de Cristo, en el curso de los siglos. Uno de los protagonistas en este campo fue ciertamente Pablo de Tarso, convertida de perseguidor en Apóstol. También nos habla él en la liturgia del próximo viernes con las palabras de la Carta a los efesios. Habla como el hombre que ha recibido una gracia grande, porque se le ha concedido "anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, Creador de todas las cosas" (Ef 3, 8-9). Esa "riqueza de Cristo" es, al mismo tiempo, el "designio eterno de salvación" de Dios que el Espíritu Santo dirige al "hombre interior", para que así "Cristo habite por la fe en nuestros corazones" (Ef 3, 16-17). Y cuando Cristo, con la fuerza del Espíritu, habite por la fe en nuestros corazones humanos, entonces estaremos en disposición "de comprender con nuestro espíritu humano" (es decir, precisamente con este "corazón") "cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia..." (Ef 3, 18-19). Para conocer con el corazón, con cada corazón humano, fue abierto, al final de la vida terrestre, el Corazón divino del Condenado y Crucificado en el Calvario. Es diversa la medida de este conocimiento por parte de los corazones humanos. Ante la fuerza de las palabras de Pablo, cada uno de nosotros pregúntese a sí mismo sobre la medida del propio corazón. "...Aquietaremos nuestros corazones ante Él, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios, que todo lo conoce" (1 Jn 3, 19-20). El Corazón del Hombre-Dios no juzga a los corazones humanos. El Corazón llama. El Corazón "invita". Para esto fue abierto con la lanza del soldado.

         El misterio del corazón, se abre a través de las heridas del cuerpo; se abre el gran misterio de la piedad, se abren las entrañas de misericordia de nuestro Dios (San Bernardo, Sermo 61, 4; PL 183, 1072). Cristo dice en la liturgia del viernes: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29).

         Quizá una sola vez el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo: "mansedumbre y humildad". Como si quisiera decir que sólo por este camino quiere conquistar al hombre; que quiere ser el Rey de los corazones mediante "la mansedumbre y la humildad". Todo el misterio de su reinado está expresado en estas palabras. La mansedumbre y la humildad encubren, en cierto sentido, toda la "riqueza" del Corazón del Redentor, sobre la que escribió San Pablo a los efesios. Pero también esa "mansedumbre y humildad" lo desvelan plenamente; y nos permiten conocerlo y aceptarlo mejor; lo hacen objeto de suprema admiración. Las hermosas letanías del Sagrado Corazón de Jesús están compuestas por muchas palabras semejantes, más aún, por las exclamaciones de admiración ante la riqueza del Corazón de Cristo. Meditémoslas con atención ese día.

         Así, al final de este fundamental ciclo litúrgico de la Iglesia, que comenzó con el primer domingo de Adviento, y ha pasado por el tiempo de Navidad, luego por el de la Cuaresma, de la Resurrección hasta Pentecostés, domingo de la Santísima Trinidad y Corpus Christi, se presenta discretamente la fiesta del Corazón divino, del Sagrado Corazón de Jesús. Todo este ciclo se encierra definitivamente en Él; en el Corazón del Dios-Hombre. De Él también irradia cada año toda la vida de la Iglesia. Este Corazón es "fuente de vida y de santidad".

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29)

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Qué significa amar a otra persona? El afecto recíproco, la compatibilidad intelectual, la atracción sexual, compartir unos ideales, un contexto financiero, cultural y religioso común: todas estas cosas pueden ser un factor importante para engendrar una buena relación, pero no pueden garantizar el amor.

Conocí una vez a dos jóvenes que querían casarse. Los dos eran guapos, muy inteligentes, sus marcos familiares eran muy semejantes y estaban muy enamorados. Habían pasado muchas horas con psicoterapeutas expertos para indagar sobre su pasado psicológico y afrontar directamente sus fuerzas y sus debilidades emotivas. En todos los aspectos parecían estar bien preparados para casarse y vivir juntos y felices. Sin embargo, la pregunta seguía en pie: ¿serán capaces de amarse estas dos personas mutuamente del modo adecuado, no sólo durante un tiempo o durante algunos años, sino para toda la vida? Para mí, que recibí la petición de acompañar a estas dos personas, la cosa no era tan obvia como para ellos. Se conocían desde hacía bastante tiempo y estaban seguros de sus recíprocos sentimientos de amor, pero ¿habrían sido capaces de hacer frente a un mundo en el que hay tan poco apoyo para las relaciones duraderas? ¿De dónde sacarían la fuerza necesaria para permanecer fieles el uno a la otra en el momento del conflicto, de la presión económica, de un dolor profundo, de la enfermedad y de las necesarias separaciones? ¿Qué significaría para este hombre y para esta mujer amarse como marido y mujer hasta la muerte?

Cuanto más reflexiono, más me percato de que el matrimonio es, antes que nada, una vocación. Dos personas son llamadas al mismo tiempo para realizar la misión que Dios les ha dado. El matrimonio es una realidad espiritual, o sea: un hombre y una mujer se unen para la vida no sólo porque experimentan un profundo amor el uno por la otra, sino porque creen que Dios les ha dado el uno a la otra para ser testigos vivos de ese amor. Amar significa encarnar ef infinito de Dios en una comunión fiel con otro ser humano (H. J. M. Nouwen, Vivere nello spiríto, Brescia 1995, pp. 123ss [edición española: Aquí y ahora: viviendo en el espíritu, San Pablo, Madrid 1998]).

 

Día 8

 

Inmaculado Corazón de María

 

LECTIO

Primera lectura: Tobías 12,1.5-15.20

En aquellos días, Tobit llamó a su hijo y le dijo:

-¿Qué podríamos darle a este santo varón que ha venido contigo?

Le llamaron aparte, padre e hijo, y le rogaron que aceptara la mitad de todo lo que habían traído.

Y él les dijo en secreto:

-Bendecid al Dios del cielo y proclamadle ante todos los vivientes, porque ha sido misericordioso con vosotros. Es bueno guardar el secreto del rey, y es un honor revelar y proclamar las obras de Dios. Buena es la oración con el ayuno. Mejor es hacer limosna que atesorar dinero, porque la limosna libra de la muerte y limpia de pecado, alcanza la misericordia y la vida eterna. Los que cometen pecados y maldades son enemigos de sí mismos. Os diré toda la verdad, no os ocultaré ningún hecho: Cuando tú orabas con lágrimas y dabas sepultura a los muertos; cuando dejabas la comida para esconder de día los muertos en tu casa y sepultarlos de noche, yo presentaba tu oración al Señor. Eras agradable al Señor, por eso tuviste que pasar por la prueba. Ahora el Señor me ha enviado para que te cure y libre del demonio a Sara, la mujer de tu hijo. Yo soy el ángel Rafael, uno de los siete que estamos en presencia del Señor. Pero ya es hora de que regrese al que me envió. Vosotros bendecid al Señor y divulgad sus obras maravillosas.

*+• La historia de Tobit y de su hijo Tobías es un canto a la divina providencia. Pero es también un canto a la generosidad, como indica la palabra «limosna», que se repite más veces aquí y en todo el libro.

Oración, ayuno y limosna eran las tres prácticas esenciales de la piedad judía. Pero la más importante de las tres era la limosna, que expresa la atención a los necesitados, la compasión y la simpatía respecto a ellos, la ayuda activa y generosa.

Tres son las ventajas de la limosna o, como se dice en muchos otros pasajes bíblicos, de la caridad: libra de la muerte y limpia de pecado, alcanza la misericordia y la vida eterna. Tres ventajas que, tal vez, se reducen a una. Podemos expresarla así: la generosidad nos hace vivir y respirar, arranca al hombre del cercado de sí mismo y lo lleva al aire libre. Se trata de una experiencia profundamente verdadera. No es sólo cuestión de vida eterna, sino de la vida en toda su extensión. La generosidad es el mejor modo de vivir en el presente.

En nuestra lectura de hoy hay también una segunda enseñanza importante: la benevolencia de Dios tiene que ser contada, para que todos puedan alegrarse, esperar y alabar al Señor: «Vosotros bendecid al Señor y divulgad sus obras maravillosas» (v. 20). Los dones de Dios no son nunca sólo para nosotros: debemos darlos a conocer. No se trata de contar lo que tú has hecho por Dios, sino lo que Dios ha hecho por ti.

 

Evangelio: Marcos 12,38-44

En aquel tiempo,

38 decía Jesús a la muchedumbre mientras enseñaba: -Tened cuidado con los maestros de la Ley, que gustan desasearse lujosamente vestidos y de ser saludados por la calle.

39 Buscan los puestos de honor en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes.

40 Éstos, que devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largas oraciones, tendrán un juicio muy riguroso.

41 Jesús estaba sentado frente al lugar de las ofrendas y observaba cómo la gente iba echando dinero en el cofre. Muchos ricos depositaban en cantidad.

42 Pero llegó una viuda pobre que echó dos monedas de muy poco valor.

43 Jesús llamó entonces a sus discípulos y les dijo: -Os aseguro que esa viuda pobre ha echado en el cofre más que todos los demás.

44 Pues todos han echado de lo que les sobraba; ella, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir.

 

**• El pasaje evangélico de hoy está compuesto por dos cuadros contrapuestos: por una parte, el comportamiento de los maestros de la Ley; por otra, el comportamiento de una viuda pobre. Los dos cuadros representan la falsa v la verdadera religiosidad.

«Tened cuidado con los maestros de la "Ley» (v. 38): vanidad, ostentación, una práctica religiosa contaminada por la avidez y por la hipocresía, éstas son las tres deformaciones de los maestros de la Ley contra las que Jesús quiere ponernos en guardia. La expresión «tened cuidado con» pone de relieve la gravedad particular del peligro en el que pueden caer los discípulos. Marcos, en 8,15, usa la misma expresión para poner en guardia contra la levadura de los fariseos y de Herodes, y en 13,15, para poner en guardia contra los falsos profetas.

«Sentado frente al lugar de las ofrendas» (v. 41): en el atrio del templo, al que también podían acceder las mujeres, estaban alineadas las cestas en las que se echaban las monedas. Probablemente, los oferentes declaraban en voz alta al sacerdote que estaba de servicio la entidad del don y la finalidad para la que lo ofrecían. De este modo, el gesto se hacía público y se prestaba a la vanidad.

«Jesús llamó entonces a sus discípulos» (v. 43): hay muchos ricos que hacen opíparas ofrendas, y hay una viuda pobre que ofrece sólo dos monedas de escaso valor, todo lo que posee. Jesús se da cuenta y llama la atención de los discípulos con unas palabras que el evangelio reserva para las enseñanzas más importantes:

«Os aseguro que». Jesús ha encontrado un gesto auténtico y quiere que sus discípulos lo aprendan. Lo que ha sorprendido a Jesús no es sólo la falta de ostentación, sino sobre todo la totalidad del don: esa mujer no ha dado lo superfluo -es decir, lo que le sobra después de haber asegurado su vida dentro de unos amplios márgenes de seguridad-, sino «todo lo que tenía para vivir» (v. 44).

 

MEDITATIO

Tobit nos sale al encuentro en esta página del evangelio con toda su plenitud humana. Su prolongada costumbre de llevar una vida abierta al otro, atenta a sus necesidades, generosa y olvidada de sí; la práctica asidua de la caridad, de esa limosna que «libra de la muerte» pagada con la propia sangre; la constante disposición a vivir remitiéndose a Dios en la oración -bendición, alabanza, súplica o lamento-: todo esto ha ido madurando en él una profunda capacidad de gratitud y la necesidad de expresarla en gestos concretos.

No se había cerrado antes, replegado en su dolor; no se cierra ahora, satisfecho, en su felicidad. El dolor que había experimentado en primera persona le había vuelto capaz de una compasión más amplia. La alegría, acogida como don de Dios, le impulsa ahora al agradecimiento al que había sido el instrumento y mediador.

Las palabras solemnes del ángel -todavía de incógnito- ponen el sello al reconocimiento divino de «toda esta vida» objeto de la misericordia de Dios y en la que Dios puede llevar a cabo sus obras. Tobit sabe dar las gracias porque sabe reconocer que ha recibido la gracia. No siente nada como si le fuera debido, para él lodo es don.

Y sabe decir «gracias» no sólo a Dios, fuente de «todo buen regalo», sino también al hermano, al compañero de viaje, al que se ha hecho dócil ministro de este don. Se trata de una dimensión que hemos de redescubrir o, en cualquier caso, mantener viva para nosotros, que, con frecuencia, atrapados en los engranajes de la prisa, de la eficiencia, encallados en la superficialidad, corremos el riesgo de olvidar esta capacidad de gratitud que es como la otra cara de la gratuidad. Sólo quien sabe recibir todo como don y da gracias por ello es capaz a su vez de ofrecerse gratuitamente como don al otro.

 

ORATIO

Adoramos, oh Dios, tu inaprensible misterio y bendecimos tu inagotable misericordia. Tú, con sabia providencia, quieres tejer la trama de nuestra vida como una historia de amor y nos invitas, a través de los acontecimientos del tiempo, a una perenne mañana de fiesta, junto a ti, en la luz.

Que tu Espíritu abra nuestros ojos, para que sepamos leer ya desde ahora las situaciones de la vida desde tu punto de vista y configure nuestros corazones a imagen del tuyo: unos corazones anchos, abiertos, compasivos y fecundos en bien para nuestros hermanos. De suerte que de la comunión de nuestras vidas, empapadas de misericordia, suba incesante la alabanza a ti, el Misericordioso que realiza grandes cosas para quienes se confían a él.

 

CONTEMPLATIO

Es tan débil el espíritu humano que, cuando quiere investigar con excesiva curiosidad las causas y las razones de la voluntad divina, se embaraza y enreda entre los hilos de mil dificultades, de los cuales, después, no puede desprenderse. Se parece al humo que, conforme sube, se hace más sutil y acaba por disiparse. A fuerza de querer remontarnos con nuestros discursos hacia las cosas divinas, por curiosidad, nos envanecemos en nuestros pensamientos y, en lugar de llegar al conocimiento de la verdad, caemos en la locura de nuestra vanidad.

Pero, de un modo particular, respecto a la Providencia divina somos caprichosos en lo que atañe a los medios que ella reparte para atraernos a su santo amor y, por su santo amor, a la gloria. Porque nuestra temeridad nos impele siempre a indagar por qué Dios da más medios a unos que a otros, por qué no hizo entre los tirios y sidonios las mismas maravillas que en Corozaín y en Betsaida, pues tan gran provecho hubieran sacado de ellas; en una palabra, por qué atrae a su amor a unos con preferencia a otros.

¡Ah, amigo mío, Teótimo!, jamás, jamás hemos de permitir que nuestro espíritu sea arrebatado por el torbellino de este viento de locura, ni hemos de pensar en encontrar una razón mejor de los designios de la voluntad de Dios que su voluntad misma, la cual es soberanamente razonable; mejor dicho, es la razón de todas las razones, la regla de toda bondad, la luz de toda equidad. Y aunque el Espíritu Santo, hablando en la sagrada Escritura, da en muchos lugares la razón de casi todo lo que podemos desear acerca del proceder de su Providencia en la dirección de los hombres hacia el santo amor y hacia la salud eterna, es cierto, sin embargo, que en muchas ocasiones declara que, en manera alguna, nos liemos de apartar del respeto debido a su voluntad y que hemos de adorar sus propósitos, sus decretos, su beneplácito y sus resoluciones, cuyos motivos, como supremo y justísimo juez que es, no es razón que manifieste, sino que basta con que los dé a conocer. Si debemos tanto honor a los fallos de los supremos tribunales, compuestos de jueces corruptibles de la tierra, y ellos mismos terrenos, de suerte que hemos de creer que no se han pronunciado sin motivo, aunque no sepamos cuál sea éste, ¡oh Dios mío!, ¡con cuánta reverencia no hemos de adorar la equidad de vuestra suprema providencia, la cual es infinita en justicia y en bondad! (Francisco de Sales, Tratado del amor a Dios, IV, 7, Editorial Balmes, Barcelona 1945, pp. 251-252).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Vosotros bendecid al Señor y divulgad sus obras maravillosas» (Tb 12,20).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nuestra inteligencia no está en absoluto en condiciones de aferrar en su totalidad esta única e infinita perfección de Dios. Estamos frente a un misterio insondable, que nos exige adoración: «Que todo espíritu alabe al Señor, dándole todos los nombres más excelsos que se pueda encontrar; y sea cual sea la alabanza que estemos en condiciones de tributarle, confesemos que nunca podrá ser alabado de manera suficiente». Cada vez que recitamos el «Padre nuestro» y decimos: «Santificado sea tu nombre», proclamamos la grandeza de Dios y nos ponemos frente a él tal como somos, en nuestra pequeñez, con toda confianza.

La adoración nos pide aún más. No se trata de reconocer la grandeza de un Dios disperso entre las nubes; se trata más bien de proclamar su presencia activa en el mundo y de confesar su soberanía tanto en la tierra como en el cielo. En efecto, Dios es creador, pero la creación no tuvo lugar de una vez por todas al comienzo de los tiempos: Dios sigue siendo creador también hoy, y mañana, y para la eternidad. Existe una fuerte tentación de ignorar esta acción creadora de Dios que se prolonga en el tiempo. Sabemos bien que muchos hombres y mujeres están prisioneros de una visión estrechamente materialista del mundo. La investigación científica tiende a descubrir, cada vez mejor, cómo se ha ido constituyendo el mundo y a comprender, de un modo cada vez más profundo, las leyes que lo regulan, pero se muestra impotente para tener en cuenta el sentido de las cosas. Dios ha sido expulsado por completo de la existencia de los que se declaran ateos y no encuentra sitio en su explicación del mundo material. Ahora bien, «si el hombre existe es porque Dios lo ha creado por amor, y por amor no cesa de hacerle existir. Esto vale para el hombre y para todo el universo, fruto del amor de Dios creador» (Cl. Morel, // nostro é un Dio di gioia, Milán 1993, pp. 1 óss).

 

Día 9

10° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 17,17-24

17 Después de esto, el hijo de la dueña de la casa [la viuda de Sarepta] enfermó gravemente y murió.

18 Ella dijo a Elias: -¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa para renovar la memoria de mis pecados y dar muerte a mi hijo? Respondió Elias: -Dame a tu hijo.

15 Y tomándolo en su regazo, lo subió al aposento superior, donde él dormía, y lo acostó en su cama.

20 Y clamó al Señor: -Señor, Dios mío, ¿también vas a afligir a esta viuda que me ha hospedado, dejando morir a su hijo?

21 Se tendió tres veces sobre el niño y volvió a clamar al Señor: -¡Señor, Dios mío, devuelve la vida a este niño!

22 El Señor escuchó a Elias, y el niño revivió.

23 Elías tomó al niño, lo bajó de la habitación de arriba, se lo entregó a su madre y le dijo: -Aquí tienes vivo a tu hijo.

24 La mujer dijo a Elias: -Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la Palabra del Señor que tú pronuncias se cumple.

 

**• La perícopa que narra la reanimación del hijo de la viuda de Sarepta forma parte del «ciclo de Elias» (1 Re 17-2 Re 2), un conjunto de capítulos poco unitario, pero que intentan narrar la vida del profeta a través de una serie de relatos, algunos de ellos milagrosos. El contexto histórico en el que se inserta nuestro fragmento atestigua la fuerte polémica que la fe yahvista, y de modo especial la teología deuteronomista, tuvieron que mantener contra los cultos naturalistas y, en particular, contra los baálicos, que tentaban todavía a los israelitas.

Elias es el hombre de Dios que atestigua con su propia vida el juicio de YHWH. Por ese motivo, la viuda a la que se le acaba de morir su hijo reacciona con agresividad («¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios?»: v. 18) a la presencia del profeta: éste le «renueva la memoria» de su pecado. El profeta, en efecto, como hombre de Dios, hace actual la presencia de Dios, que revela la iniquidad y hace tomar conciencia de las culpas cometidas. Por otra parte, el reproche que la viuda dirige a Elías de haber hecho que muriera su hijo revela el «principio de la retribución», muy arraigado en la mentalidad israelita, según el cual no hay pecado que no vaya acompañado de un castigo. A ese principio se opondrán, de manera decidida, Jeremías y Ezequiel (cf. Ez 14,12; 18; Jr 31,29ss: «En aquellos días no dirán más: "Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren de dentera", sino que cada uno por su culpa morirá»).

El milagro de la reanimación realizado por Elías con una acción simbólica, casi mágica, y con la palabra será para la viuda el signo de la veracidad de la palabra y de la acción profética de Elías, además de la demostración de que el Dios de la vida es YHWH y no Baal, el Dios verdadero es YHWH y no Baal. El fragmento termina, y no de modo casual, con una confesión de fe por parte de la viuda: «Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la Palabra del Señor que tú pronuncias se cumple» (v. 24).

En el discurso de la sinagoga (Le 4,17-27) Jesús hablará de la viuda de Sarepta como de una mujer ejemplar en la acogida de la gracia que le había sido ofrecida.

 

Segunda lectura: Gálatas 1,11-19

11 Quiero que sepáis, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí no es una invención de hombres,

12 pues no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno; Jesucristo es quien me lo ha revelado.

13 Habéis oído, sin duda, hablar de mi antigua conducta en el judaísmo: con qué furia perseguía yo a la Iglesia de Dios intentando destrozarla. 14 Incluso aventajaba dentro del judaísmo a muchos compatriotas de mi edad como fanático partidario de las tradiciones de mis antepasados.

15 Pero cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por pura benevolencia,

16 tuvo a bien revelarme a su Hijo y hacerme su mensajero entre los paganos, inmediatamente, sin consultar a hombre alguno

17 y sin subir a Jerusalén para ver a quienes eran apóstoles antes que yo, me dirigí a Arabia y después otra vez a Damasco.

18 Luego, al cabo de tres años, subí a Jerusalén para conocer a Pedro y permanecí junto a él quince días.

19 No vi a ningún otro apóstol, fuera de Santiago, el hermano del Señor.

 

*•• En el marco de la severa amonestación que dirige a los gálatas, que se han dejado descarriar por los anunciadores de un falso evangelio, Pablo reivindica la autoridad de su anuncio recurriendo a un apasionado y conmovedor recuerdo de su propia historia. Es, en cierto sentido, la vida misma de Pablo la que garantiza que el Evangelio anunciado por él no es de origen humano, sino que le ha sido revelado directamente por Jesucristo. Pablo no esconde nada de su vida: no esconde el celo con el que persiguió a la Iglesia de Dios, ni mucho menos esconde la acción de Dios en su vida, desde la elección en el seno materno a la llamada por gracia, a la elección de que fue objeto por parte de Dios para anunciar el Evangelio de su Hijo entre los paganos.

Como es obvio, cuando Pablo habla de esta revelación «directa» no quiere dar a entender, necesariamente, que recibió de una vez el «depósito de la fe» en el camino de Damasco. En efecto, en otros textos vuelve a emplear los términos del relato eucarístico, por ejemplo, o del kerigma pascual tal como los recibió en Antioquía o en Jerusalén (c\. 1 Cor ll,23ss; 15,lss). Es más probable que Pablo se refiera aquí a la revelación de un núcleo kerigmático que tiene que ver con la justificación de Dios en Jesucristo por la fe y no por las obras de la Ley. Esta revelación es la Buena Nueva que le ha descompuesto la vida.

Queda el hecho de que, aun con la absoluta certeza del origen divino de su Evangelio, sube a Jerusalén para visitar a Celas, considerando la comunión en la fe con quien había sido apóstol antes que él, y testigo de la vida, muerte y resurrección de Cristo, como una condición indispensable de la evangelización. Catorce años después, Pablo volverá a Jerusalén para exponer a Pedro, Santiago y Juan el Evangelio que predicaba a los paganos, para no incurrir «en el riesgo de correr o de haber corrido en vano» (Gal 2,2).

 

Evangelio: Lucas 7,11-17

11 Algún tiempo después, Jesús se marchó a un pueblo llamado Naín, acompañado de sus discípulos y de mucha gente.

12 Cerca ya de la entrada del pueblo, se encontraron con que llevaban a enterrar al hijo único de una viuda. La acompañaba mucha gente del pueblo.

13 El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: -No llores.

14 Y acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon. Entonces dijo: -Muchacho, a ti te digo: levántate.

15 El muerto se incorporó y se puso a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.

16 El temor se apoderó de todos, y alababan a Dios diciendo: -Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo.

17 La noticia se propagó por toda la región de los judíos y por toda aquella comarca.

 

**• Al Bautista, que le había preguntado a través de sus discípulos si era él el Mesías, le responde Jesús: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia» (Le 7,22). La resurrección del hijo de la viuda de Naín parece preparar la respuesta de Jesús a Juan, respuesta que confirma su identidad mesiánica y señala la obra de Dios, que visita a su pueblo en la persona de Jesús.

La atmósfera del pasaje es dramática: un marido y un hijo muertos de manera prematura son signos de castigo por los pecados. Si ya la condición de viudez hacía trágica la existencia de la mujer de Naín, la pérdida del hijo significa para ella la pérdida de la protección legal, del sostén material, del consuelo afectivo. Jesús se siente conmovido a la vista de la tragedia. El término usado por Lucas para indicar la conmoción de Jesús corresponde al verbo hebreo raham, que, en el Antiguo Testamento, se refiere asimismo a YHWH y que indica una emoción fuerte que sacude al hombre hasta sus vísceras, aferrándolo en la parte más profunda de su ser («Efraín es para mí un hijo querido, un niño predilecto, pues cada vez que le amenazo vuelvo a pensar en él; mis entrañas se conmueven y me lleno de ternura hacia él»: Jr 31,20; cf. asimismo Sal 103,8-13 e Is 54,7).

El Hijo anuncia y vive la profunda ternura que el Padre siente por los míseros, a los cuales está destinado -en primer lugar- el Evangelio de la salvación. Ese Evangelio lo anuncia Jesús aquí con una orden perentoria: «No llores». Y con un gesto («Tocó el féretro») y una palabra («Muchacho, a ti te digo: levántate») llenos de poder salvífico, restituye la vida al joven, y el hijo a su madre.

El punto culminante del relato está en las consecuencias del prodigio: Jesús es aclamado como «gran profeta», y en él se reconoce a Dios, que «ha visitado a su pueblo».

       

MEDITATIO

Había dos cortejos aquel día en la puerta de Naín: el cortejo de la vida y el cortejo de la muerte. El primero estaba representado por Jesús y sus discípulos; el segundo, por la viuda pobre que lloraba a su hijo muerto «con mucha gente del pueblo»; pero es sobre todo este segundo el que atrae la atención y envuelve de amargura toda la escena.

También nuestra vida se ve atravesada con frecuencia por estos dos cortejos: está la vida, que se afirma en nosotros como un instinto que parece invencible; pero también pasamos cada día por la experiencia de la muerte, en nosotros y a nuestro alrededor, y de muchos modos. Más aún, como en aquel día en Naín, es la muerte, todavía hoy, la que ocupa el centro de la atención, a menudo quitándonos la paz y haciéndonos olvidar todo lo demás: la vida que transcurre en el presente y la que nos ha sido prometida para el futuro.

La conmoción de Jesús frente a las lágrimas de la viuda supone para nosotros una esperanza muy consoladora: nos dice que el Señor ve nuestra condición y se conmueve, que sus «vísceras de misericordia» no se quedan insensibles frente a nuestra miseria, que él puede transformar nuestros cortejos fúnebres en danzas de alabanza a él, autor de la vida. Por eso puede pedirnos que «no lloremos». Y si restituye la vida al muchacho, entonces la esperanza se transforma en certeza, la certeza de que su ternura nos puede restituir al «hijo muerto", la alegría de la vida, el amor traicionado, la esperanza defraudada, la fe extraviada.

¿No ha sucedido tal vez ya todo esto en nuestro pasado? ¡Cuántas veces nos ha visitado Dios! ¿Por qué continuamos aún con nuestras procesiones fúnebres? Es amargo y se dirige también a nosotros el lamento de Jesús por Jerusalén: «¡Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz! [...] No dejarán piedra sobre piedra en tu recinto, por no haber reconocido el momento en que Dios ha venido a salvarte» (Le 19,42.44). Dichosos nosotros, en cambio, si sabemos dejarnos encontrar en la puerta de Naín, para acabar de una vez por todas con nuestros lamentos y entonar el canto de la vida...

 

ORATIO

Te bendigo, Señor, Dios de Israel, porque has visitado y redimido a tu pueblo. Te bendigo, Señor, porque has cambiado mi lamento en danza y mis vestidos de saco en traje de gloria. Te bendigo, Señor, porque no te quedas indiferente ante mi vida y tienes conmigo esa misericordia que nace de tus entrañas de madre. Te bendigo, porque vuelvo a pensar en cada día de mi historia, vuelvo a pensar en cada vez que me has dicho: «No llores», y he dejado de llorar, y he visto la vida, y he visto que volvías a darme la vida. Gracias, Dios mío.

Pero también te pido perdón, porque han sido muchas más las veces que no he sabido reconocerte entre los misteriosos pliegues de mi historia, en particular cuando me has alimentado con pan de lágrimas para revelar en mí los signos de tu gloria o cuando me has asociado al misterio de tu muerte para que tu vida resplandeciera en mis miembros. Te pido perdón si en esos momentos he tenido temor de tu obra y he dudado de tu promesa de vida. Ahora sé que ése era el tiempo en que me visitabas...

Tú, Padre, que eres el consolador de los afligidos, tú que iluminas el misterio de la vida y de la muerte, regálame cada mañana tu visita, hasta el día en que también me pidas, como se lo pediste a tu Hijo, la entrega total de la vida. Entonces, en la alegría del Espíritu, viviré junto a ti para siempre.

 

CONTEMPLATIO

«Acercándose, tocó el féretro». Jesús no realiza el milagro sólo con la palabra. Toca también el féretro. ¿Por qué lo hace? Para enseñarnos que su cuerpo desempeña un papel en nuestra redención. Este cuerpo, cuerpo de vida, carne del Verbo omnipotente, ha llevado el poder del Verbo. El hierro puesto al fuego adquiere sus propiedades y produce sus efectos. Del mismo modo, esta carne, después de que fuera asumida por el Verbo que da la vida a todos los seres, se convirtió también ella en portadora de vida, capaz de destruir la corrupción y la muerte. Nosotros creemos que el cuerpo de Cristo, por el hecho mismo de que es el templo y la morada del Verbo de la vida, también es vivificante y posee todo el poder del Verbo. Por eso Cristo no se limitó a darle al muchacho la orden de levantarse. Otras veces, es cierto, obró lo que quería simplemente con su palabra, pero en esta ocasión puso también la mano en el féretro, haciendo ver de este modo que su cuerpo posee el poder de restituir la vida (Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de Lucas).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Le 1,68).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Yo quisiera darle algo al Señor,

pero no sé qué.

Ni siquiera creo en mis lágrimas,

estas alegrías son pobres todas ellas:

pondré un clavel rojo en el balcón

cantaré una canción

sólo para él.

Iré al bosque esta noche

y abrazaré a los árboles

y me pondré a escuchar al ruiseñor,

a ese ruiseñor que canta siempre solo

desde medianoche al alba.

Después iré al lavarme al río,

y al alba pasaré bajo las puertas

de todos mis hermanos

y diré a cada casa: «¡Paz!».

Y después regaré la tierra

de agua bendita

a los cuatro puntos del universo,

después no dejaré apagarse nunca

la lámpara del altar

y me vestiré de blanco cada domingo.

Yo quisiera darle algo al Señor,

pero no sé qué.

Pero no lloraré más.

No volveré a llorar inútilmente,

sólo diré: «¿Habéis visto al Señor?»,

pero lo diré en silencio

y sólo con una sonrisa

después no diré nada más

(D. M. Turoldo, «Per il mattino di Pasqua», en id., O sensi miei, Milán 1996, p. 366).

 

 

Día 10

Lunes 10ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 1,1-7

1 Pablo, apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, y el hermano Timoteo, a la iglesia de Dios que está en Corinto y a todos los creyentes de la provincia entera de Acaya.

2 Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor.

3 Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo.

4 Él es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones, para que, gracias al consuelo que recibimos de Dios, podamos nosotros consolar a todos los que se encuentran atribulados.

5 Porque si es cierto que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, no es menos cierto que Cristo nos llena de consuelo.

6 Si tenemos que sufrir es para que vosotros recibáis consuelo y salvación; si somos consolados es para que también vosotros recibáis consuelo y soportéis los mismos sufrimientos que nosotros padecemos.

7 Y lo que esperamos para vosotros tiene un firme fundamento, pues sabemos que si compartís nuestros sufrimientos compartiréis también nuestro consuelo.

 

**• La segunda carta de Pablo a los Corintios sale de Éfeso a finales del año 57. Esa fecha se sitúa en un periodo afligido por repetidas preocupaciones, desilusiones, angustias, gravísimas persecuciones sobre la aguda y vibrátil sensibilidad de Pablo, entre las que figura la sublevación que le obliga a huir de Éfeso y el primer arresto en Jerusalén en la fiesta de pentecostés del año 58. También la comunidad de Corinto -al menos algunos personajes de la misma- tuvo reprobables responsabilidades en las tristezas del apóstol, fundador de esta Iglesia: denigraciones, malentendidos, conflictividad, crisis éticas. De ahí que también la actual segunda carta a los Corintios pueda considerarse escrita -como una precedente que se da por perdida- «con gran congoja y angustia de corazón, y con muchas lágrimas» (2 Cor 2,4).

Con todo, los corintios también le habían procurado alegrías, en particular el «éxito» de aquella carta dura, o sea, la respetuosa reconciliación y recuperación de la confianza recíproca. Por eso reconoce el consuelo que le viene del mismo Dios y que es posible transmitir a los hermanos. Los versículos que siguen (8-11, omitidos en el leccionario) enumeran algunos sufrimientos padecidos y liberaciones obtenidas también a través de la oración de muchos.

 

Evangelio: Mateo 5,1-12

En aquel tiempo,

1 al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos.

2 Entonces comenzó a enseñarles con estas palabras:

3 Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.

4 Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará.

5 Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra.

6 Dichosos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios los saciará.

7 Dichosos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos.

8 Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios.

9 Dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

10 Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

11 Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía.

12 Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

 

*+• Según la redacción del evangelista Mateo, el llamado «sermón del monte» constituye el auténtico exordio de la enseñanza del joven rabí itinerante Jesús de Nazaret. En él anticipa el estilo de su magisterio, innovador, promocional, explosivo, que configura el germen de posteriores erupciones y maduraciones. Admitiendo que las bienaventuranzas y el comentario a las mismas pertenezcan a una sola acción didáctica, se trataría del primer discurso articulado de Jesús y del informe más extenso de los cronistas sinópticos (en efecto, sólo Jn 13-17 lo supera en amplitud de lenguaje).

Las notas de Mateo refieren palabras anteriores pronunciadas por Jesús en público, fundamentales aunque sucintas, como las iniciales del «arrepentíos, porque está llegando el Reino de los Cielos» (Mt 4,17), y aquellas con las que llamó a los primeros discípulos: «Seguidme» (4,19); se trata de un esbozo del seguimiento: «discípulo» coincide con «bienaventurado». Esta interpretación de los desarrollos magisteriales de Jesús, en la línea de las conexiones o de la progresión, equivale a afirmar que, en el principio de toda vocación cristiana, se encuentra la conversión a las bienaventuranzas evangélicas (prescindiendo de si el discípulo tiene o no mucha conciencia y de la calidad del seguimiento, que irán progresando).

Que el adjetivo sustantivado «bienaventurado» equivale a la denominación de «discípulo» que aparece en el evangelio es algo que se puede deducir también de la estadística lexical. De los tres sinópticos, Mateo y Lucas emplean no menos de catorce veces cada uno la palabra traducida al griego por makários y al latín por beatus (que aparece en singular y plural, masculino y femenino) y la sitúan en contextos compatibles con los atributos y el carácter visible del seguimiento (excepto en un par de situaciones paradójicas). Las nueve bienaventuranzas enumeradas por Mateo configuran la pluralidad de los aspectos de la identidad del discípulo, unificada en la unicidad de la referencia a Dios (y en primer lugar al Espíritu, que hace comprender y obrar), así como a su Reino. En la continuación del sermón se encuentran una serie de explicitaciones operativas preanunciadas en los nueve aforismos de presentación del proyecto evangélico.

 

MEDITATIO

Esta semana litúrgica y la siguiente están iluminadas por los pensamientos que el apóstol Pablo nos confía en la segunda carta a la comunidad cristiana de Corinto; y están animadas por el desafío lanzado por Jesús a los discípulos con el «sermón del monte», o sea, con las nueve bienaventuranzas y el comentario a las mismas según la redacción del evangelista Mateo (capítulos 5-7).

Precisamente el estilo de desafío constituye el elemento de convergencia entre los dos mensajes: un desafío parte de la imagen paulina del siervo del Evangelio, trazado con el robusto orgullo autobiográfico del «apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios»; el otro es el desafío de la identidad del discípulo evangélico, colocado por Jesús, más allá de lo ordinario, en la dimensión de la bienaventuranza.

El comienzo de la carta de Pablo y el del sermón de Jesús coinciden asimismo en el anuncio y en la experiencia de una felicidad. El apóstol Pablo identifica la felicidad con el consuelo recibido como don de Dios, Padre misericordioso, y compartido con los hermanos. El maestro Jesús identifica la felicidad con la bienaventuranza como conciencia de unos dones confiados a él en cuanto persona humana convertida en «discípulo». Esta felicidad se puede traducir mediante los matices de algunos sinónimos: alegría, serenidad, exultación, bienestar, fortuna, consuelo y bienaventuranza precisamente. La felicidad es anhelo inagotable e insaciable del corazón humano: un corazón individual, colectivo, universal.

 

ORATIO

«Gustad y ved qué bueno es el Señor; dichoso el que se acoge a él» (del salmo responsorial). Te bendecimos, Señor, en todo momento porque tú mismo has querido ser nuestro refugio y en ti encontramos nuestro consuelo. En nuestra boca, Señor, florece siempre tu alabanza, porque tú nos has enseñado los caminos de las bienaventuranzas, un camino que recorre el que se refugia en ti.

Te damos gracias, Señor, Dios nuestro, por el camino de la pobreza iluminada por el Espíritu; gracias por el camino de la aflicción serenada por los consuelos recibidos; gracias por el camino de la mansedumbre y de la paz frecuentada por tus hijos; gracias por el camino de la justicia espaciada por la experiencia de tu gracia que nos sacia; gracias por el camino de la misericordia alegrada por el compartir la misericordia; gracias por el camino de la pureza de corazón orientada a visiones divinas; gracias por el camino de las cruces custodias de las huellas de tu Hijo crucificado, Jesucristo el resucitado, que ahora vive glorioso por los siglos eternos. Amén.

 

CONTEMPLATIO

Aquellos que anhelan y desean ser consolados por Dios [...] poseen ya, sin duda, un gran motivo de consuelo en el solo hecho de que piensan desear y anhelar ser consolados por Dios. Este propósito suyo puede ser muy bien causa de gran consuelo por una razón especial. Antes que nada, están buscando el consuelo donde no tienen más remedio que encontrarlo, puesto que Dios puede darles el consuelo y se lo quiere dar. Lo puede, porque es omnipotente; lo quiere, porque es bueno y porque él mismo lo ha prometido: «Pedid y se os dará» (Mt 7,7).

El que tiene fe -y el que quiere ser consolado debe tenerla por fuerza- no puede dudar de que Dios mantendrá su promesa. Por eso, digo, tiene un firme motivo de consuelo al pensar que anhela ser consolado por Aquel que, como le garantiza su fe, no dejará de consolarle (Tomás Moro, // dialogo del conforto nelle tribolazioni, 3 [edición española: Diálogo de la fortaleza contra la tribulación, Ediciones Rialp, Madrid 1988]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos los que están tristes, porque Dios los consolará» (Mt 5,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La opción por la pobreza, con la renuncia a la ambición del tener, implica la pérdida de nuestra propia reputación. En un sistema basado en la posesión del dinero, el pobre sólo merece desprecio; por consiguiente, a quien voluntariamente elige la pobreza se le considera sólo como un loco. Ahora bien, precisamente en eso que, a los ojos de la sociedad, es considerado como escándalo e insensatez se manifiesta «el poder de Dios» (cf. 1 Cor 1,18-23). La cruz se convierte así en el paso inevitable e indispensable para los «pobres-perseguidos» que permanecen fieles a Jesús en el camino de la verdad hacia la libertad [cf. Jn 8,32). Sólo quien es completamente libre puede amar de verdad y ponerse al servicio de todos (cf. 1 Cor 9,19; Mt 18,1 -3).

Perder la propia reputación es el único modo de ser totalmente libres y, en consecuencia, animados plenamente por el Espíritu (cf. 2 Cor 3,17). Y el leño de la cruz, de estéril instrumento de destrucción del hombre, se transforma en el vivificante «árbol de la vida» (Ap 2,7; cf. Gn 2,9) que alimenta en el creyente la savia vital que le permite llevar a cabo el proyecto de Dios sobre el hombre: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48; cf. Ef 4,13) (A. Maggi, Padre dei poveri..., Asís 1995, pp. 182ss).

 

Día 11

San Bernabé

 

José, apodado Bernabé, que significa «hijo de la consolación», recibe el nombre de apóstol, aunque no fue uno de los Doce. Y recibe este nombre precisamente porque desarrolló un papel decisivo en la difusión del Evangelio. Como se dice en los Hechos de los apóstoles, fue un hombre de gran fe, y, al entrar en la comunidad cristiana, vendió todos sus bienes y los puso a disposición de los apóstoles (4,36ss). Colaboró con Pablo en la evangelización de los paganos. Desarrolló su actividad misionera sobre todo en la ciudad de Antioquía, desde donde partió con Pablo para el primer viaje misionero. Murió mártir en la tierra donde había nacido, en la isla de Chipre.

 

LECTIO

Primera lectura: Hechos ll,21b-26; 13,1-3

En aquellos días,

11,21 fue grande el número de los que creyeron y se convirtieron al Señor.

22 La noticia llegó a oídos de la iglesia de Jerusalén, y enviaron a Bernabé a Antioquía.

23 Cuando éste llegó y vio lo que había realizado la gracia de Dios, se alegró y se puso a exhortar a todos para que se mantuvieran fieles al Señor,

24 pues era un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se adhirió al Señor.

25 Después fue a Tarso a buscar a Saulo.

26 Cuando lo encontró, lo llevó a Antioquía, y estuvieron juntos un año entero en aquella iglesia, instruyendo a muchos. En Antioquía fue donde se empezó a llamar a los discípulos «cristianos».

13,1 En la iglesia de Antioquía había profetas y doctores: Bernabé, Simón el Moreno, Lucio el de Cirene, Manaén, hermano de leche del tetiarca Herodes, y Saulo.

2 Un día, mientras celebraban la liturgia del Señor y ayunaban, el Espíritu

Santo dijo: -Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión que les he encomendado.

3 Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los despidieron.

 

*+• Incluso desde el punto de vista histórico, son más que preciosas las noticias que Lucas nos ofrece en esta primera lectura. En primer lugar, tienen que ver con las relaciones entre la Iglesia madre de Jerusalén y la comunidad cristiana de Antioquía. Bernabé, «hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe», puede ser considerado muy bien como el trait d'union entre Jerusalén y Antioquía. De este modo, colaboró no sólo en la evangelización, sino también en la edificación de la Iglesia.

En segundo lugar, Bernabé fue también importante en la vida de la Iglesia naciente porque fue él quien tomó a Pablo como colaborador, aunque Pablo le superara después en su intento de inculturar la fe. Ambos, conjuntamente, constituyen una pareja de misioneros, a cuya iniciativa y genialidad debe mucho la comunidad cristiana de todos los tiempos.

Pero son sobre todo las noticias históricas relativas a la ciudad de Antioquía y a la presencia en ella de los primeros cristianos las que tienen una importancia de primer orden. Antioquía constituye, en efecto, el punto de partida y el punto de llegada de los viajes misioneros de Pablo, después de que éste pudiera formarse en ella, compartiendo su vida con Bernabé y con muchos otros «profetas y doctores» que hacían extremadamente interesante aquella experiencia de fe. En Antioquía, además, se empezó a llamar por vez primera «cristianos» (11,26) a los discípulos de Jesús. Esta noticia, en su descarnada sencillez, nos dice qué viva y vivaz era la fe que los primeros creyentes vivían en aquella ciudad que se asomaba al Mediterráneo.

 

Evangelio: Mateo 5,13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

13 Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada vale ya, sino para tirarla fuera y que la pisen los hombres.

14 Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte.

15 Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro, sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa.

16 Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres, para que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre, que está en los cielos.

 

**• Esta perícopa evangélica se puede interpretar como comentario y ejemplificación -en la que el mismo Jesús se compromete- de los nueve aforismos introducidos por el adjetivo sustantivado «bienaventurados» (los llamados macarismos). La primera concretización de la bienaventuranza evangélica es la conciencia que deben tener los discípulos de ser «sal de la tierra» y «luz del mundo». El «vosotros» con el que comienzan los dos períodos interpela precisamente a los discípulos, interlocutores próximos a Jesús y distanciados del anonimato de la muchedumbre.

El «sermón del monte», a diferencia de otros contextos, es el único sitio en el que Jesús adopta la alegoría para representar la identidad de su discípulo. Y es también el único contexto en el que emplea el vocablo «Sal».

La imagen de la «luz», en cambio, se repite en la enseñanza de Jesús y en el vocabulario del Nuevo Testamento, señaladamente en la perspectiva cristológica, en la que resultan esenciales al menos un par de citas: la autobiográfica de Jesús («Yo soy la luz del mundo»: Jn 8,12; cf. 12,35.46), y aquella otra de la fe eclesial convencida de que «la Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), o sea, el Verbo de la vida, luz que brilla en las tinieblas.

Así pues, la alegoría de la sal parece tener una identidad autónoma. Forma parte de la responsabilidad autónoma del discípulo ser sal de la tierra, es decir, transferir al orden de las acciones humanas y evangélicas las características de la sal: dar sabor, conservar, purificar o preservar. Ahora bien, es una responsabilidad autónoma con riesgo: la sal puede perder su propia cualidad (si seguimos el aviso de Jesús, en verdad un tanto forzado, puesto que, de por sí, la composición química de la sal permanece íntegra si no es manipulada)y, al perder también su propia utilidad, se vuelve inservible. La alegoría de la luz infunde en el discípulo la seguridad de ser reverbero de una luz que no se extingue ni traiciona la propia naturaleza luminosa y la finalidad del iluminar: el discípulo es reverbero de la luz verdadera que es Cristo.

Salar e iluminar son un servicio que Jesús confía a los discípulos. Esa confianza se transforma en certeza de bienaventuranza para los discípulos: «Bienaventurados vosotros, que sois sal de la tierra y luz del mundo».

 

MEDITATIO

«Dichosos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8) es la bienaventuranza sobre la que se desarrolla la alegoría evangélica de la luz. El ver tiene necesidad de la luz. Jesús, el Señor, es luz (cf. 1 Jn 1,5.7). Del corazón -la interioridad individual- purificado e iluminado procede la interpretación de nosotros mismos como testigos de la luz que es Dios, que es Cristo, que son los dones divinos (Sant 1,17). La conciencia de tal testimonio nos exhorta a la vigilancia del siervo evangélico, de modo que no se demore en saborear elogios dirigidos a sí mismo; no ha de orientar la atención de los otros a él, sino a la Fuente de la luz y al origen de todo don.

Una evidencia de que damos testimonio de la luz de Cristo es la coherencia, ese ser «sí» escandido por el apóstol Pablo en sintonía discipular con Cristo, el cual no fue «sí» y «no», es decir, ambigüedad, penumbra, incoherencia, sino que «en él todo ha sido sí». La prueba evidente de que damos testimonio de la luz del Espíritu es la custodia y la activación de esos dones a los que Pablo alude como cualidad de la propia personalidad que los ha recibido como prenda del Espíritu.

En nuestros días, el testimonio radical perfilado en el marco de la perícopa paulina y la identidad discipular ejemplificada en la alegoría evangélica de la sal y de la luz se concentra en la frecuentada y preciosa palabra «visibilidad». Ahora bien, la Palabra de Jesús no permite equívocos: no se trata de la visibilidad de ti mismo o de tus bondades, sino que la visibilidad del Padre que está en el cielo -o sea, de cuanto es él y de él recibe la vida, empezando por Cristo- es el servicio que te cualifica como discípulo y te premia con la bienaventuranza evangélica.

 

ORATIO

«Haz brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo» (del salmo responsorial). La visión de tu rostro, Señor, es maravillosa: reflejar en él nuestro rostro es nuestra nostalgia cotidiana.

Te damos gracias porque, con la Palabra de Jesús, tu Hijo, nos animas a hacer visible en esta tierra, a través de nuestras obras buenas, tu gloria, Padre que estás en el cielo, que eres amor y misericordia, que iluminas con tu Palabra revelada y que inundas de alegría a cuantos aman tu nombre. Salvaguárdanos de la despreocupación y del indiferentismo insípido, de la ambigüedad enredadora y de la incompletitud opaca en nuestro servicio al Evangelio. Perdónanos la estimación excesiva de nuestra personalidad de creyentes y la valoración maximalista de nuestras buenas acciones. Escucha estas invocaciones, para que, a través de Jesucristo, suba a ti, oh Dios, nuestro «amén», nuestro «sí».

 

CONTEMPLATIO

¿Acaso está dividido Jesucristo? (1 Cor 1,13). A buen seguro que no, puesto que es un Dios de paz y no de división (1 Cor 14,33), como iba enseñando san Pablo por todas las iglesias. En consecuencia, no es posible que en la verdadera Iglesia haya discordia o que esté dividida a causa de la credibilidad y de la doctrina, porque, de este modo, Dios dejaría de ser el artífice y el esposo y, como un reino dividido en sí mismo (cf. Mt 12,25), tendría fin.

En cuanto Dios se adquiere u n pueblo, como ha hecho con la Iglesia, le concede de inmediato la unidad de corazón y de camino. La Iglesia no es más que un cuerpo del que los fieles, bien trabados y unidos por medio de todos los ligamentos (Ef 4,16), son miembros; no hay más que una fe y un espíritu que anima a este cuerpo. Dios se encuentra en su lugar santo, hace que su casa esté habitada por personas del mismo género e inteligencia (Sal 68,6ss); por consiguiente, la verdadera Iglesia de Dios debe estar unida, ligada, conjuntada y estrechada al mismo tiempo por una misma doctrina y un mismo depósito de la fe (Francisco de Sales, Controversia, Brescia 1993, p. 122).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres para que den gloria a vuestro Padre» (cf. Mt 5,16).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Habéis pensado alguna vez que lo primero que se puede decir de la sal es que se disuelve, que se funde, que se con-funde? Es más, si no se funde, la comida no está buena. «Vosotros sois la sal», debéis desaparecer, confundiros. Primero está la imagen de lo que desaparece y después de lo que se ve: vosotros sois la sal que desaparece, vosotros sois la luz que aparece. ¿Veis la mecánica, la dialéctica? Lo primero que puede decirse de la sal es que se disuelve, y cuanto más se disuelve más sabor da, más da sentido a la vicia, más da gusto; del mismo modo que el gusto de la comida, el gusto de la vida depende siempre de la sal. A continuación, conserva, preserva, desinfecta, mata los microbios, cicatriza las heridas, purifica. «Vosotros sois la sal de la tierra».

Señor, ¡qué valor! Cuanto más se cumple esto, más se cumple la segunda imagen: «Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria». He aquí apenas una huella de las indicaciones para reflexionar, para meditar y para esperar que todo esto se cumpla (D. M. Turoldo, Oltre la foresta aelle feai, Cásale Monf. 1996, pp. 139ss).

 

Día 12

Miércoles de la 10ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 3,4-11

Hermanos:

4 Esta confianza que tenemos en Dios nos viene de Cristo.

5 Y no presumimos de poder pensar algo por nosotros mismos; si algo podemos, se lo debemos a Dios,

6 que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva, basada no  en la letra de la ley, sino en la fuerza del Espíritu, porque la letra mata, mientras que el Espíritu da vida.

7 Y si aquel instrumento de muerte que fue la ley, grabada letra a letra sobre piedras, se proclamó con tal gloria que los israelitas no podían mirar fijamente el rostro de Moisés a causa de su resplandor -que era pasajero-, 8 ¡cuánto más gloriosa será la acción del Espíritu!

9 En efecto, si lo que es instrumento de condenación estuvo rodeado de gloria, mucho más lo estará lo que es instrumento de salvación.

10 Y así, lo que fue glorioso en otro tiempo ha dejado de serlo, eclipsado por esta gloria incomparable.

11 Porque si lo pasajero fue glorioso, mucho más lo será lo permanente.

 

**• Tras sobrevolar la totalidad del capítulo 2 y los tres primeros versículos del capítulo 3 -una perícopa marcadamente autobiográfica y confidencial, sobre todo en lo referente a los sentimientos y emociones personales-, la partida ex abrupto del leccionario exige el pensamiento del apóstol Pablo inmediatamente precedente: «Sois una carta de Cristo redactada por nosotros y escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, es decir, en el corazón» (v. 3). Semejante conexión ilumina la naturaleza de la confianza que tiene Pablo, que permanecería incierta en la incertidumbre del adjetivo «esta» que abre el pasaje de hoy. Se trata de una confianza compuesta, entremezclada: confianza en sí mismo en cuanto servidor del Evangelio; confianza en los hermanos de la comunidad de Corinto, más dúctiles y disponibles para recibir los mensajes -pese a las incomprensiones transitorias- que un pergamino con tinta, y con un corazón

palpitante y sensible; confianza en el Dios vivo, en Cristo, en el Espíritu.

En este punto abandona Pablo -por ahora- la aspereza y la insistencia en volver a abrir heridas, y emprende un vuelo alto -por ahora-, exteriorizando la convencida y ventajosa comparación entre la alianza antigua (la de la «letra que mata») y la alianza nueva (la del «Espíritu que da la vida»). Pero no desmiente el orgullo que le proporciona su identidad. Es consciente de sus propias capacidades y de la relevancia de su personalidad de «ministro apto»; con todo, reconoce que esa individualidad ha sido plasmada por Dios. Semejante consideración de sí mismo, junto con la admisión de una evolución personal, recuerda el paso del monolitismo perentorio, conquistado con mucha escuela y un enorme celo por aquel que fue Saulo, al realismo humilde de aquel en que se ha transformado Pablo. Él mismo confiesa de manera repetida su paso o «conversión»: recurriendo a las fuentes autobiográficas, además de a otros recuerdos (incluso a esta segunda carta a los Corintios: capítulos 11-12, referidos en parte en las lecturas de los próximos días), queda iluminada la identidad del «Dios» -nombrado en el v. 5 - del que procede la «capacidad» del apóstol. Dios es el Padre que le llamó con su gracia y le reveló a su Hijo (Gal l,15ss): Dios es

Jesús, el Señor que le deslumhra, le fascina, le envía como testigo (Hch 22,8.21; 26,15ss); Dios es el Espíritu Santo que también le reserva para sí, en vistas a su obra de apostolado (Hch 13,2ss). Pablo activa la «capacidad» que le ha sido dada dedicándose enteramente al apostolado de la nueva alianza, permanente y definitiva, consumación de la antigua, gloriosa pero efímera.

 

Evangelio: Mateo 5,17-19

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

17  No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la Ley y los profetas; no he venido a abolirías, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias.

18 Porque os aseguro que, mientras duren el cielo y la tierra, la más pequeña letra de la ley estará vigente hasta que todo se cumpla.

19 Por eso, el que descuide uno de estos mandamientos más pequeños y enseñe a hacer lo mismo a los demás será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Pero el que los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los Cielos.

 

**• El respeto a la ley por parte de Jesús corresponde a la actitud normal de cualquier judío. En su casa paterna (y materna) aprendió desde pequeño a someterse a la ley (Le 2,22-24.39-40.41-42.52). Su postura en la función de rabí confirma su propia «cultura», respetuosa con todos los detalles de la ley. La perícopa de hoy constituye una confirmación verbal de lo que decimos- Si esta perícopa fuera un dicho aislado de cualquier docto rabino, éste habría sido etiquetado de tradiciónalista, fariseo, legalista, maximalista.

Las palabras de Jesús, engastadas en el proyecto evangélico de las bienaventuranzas, tienden precisamente al maximalismo. Este vocablo es moderno, no pertenece al lenguaje bíblico; sin embargo, en un sentido positivo, algunos aforismos como los que constituyen estas palabras evangélicas están impregnados claramente de maximalismo. El género literario de la contraposición entre lo «mínimo» y lo «grande», y la evidente preferencia por lo «grande» no dejan dudas sobre la filonomia (amor a la ley) por parte de Jesús, que se manifiesta aquí como un verdadero «máximalista».

En efecto, Jesús no teorizó nunca sobre la desobediencia a la ley, nunca instigó a la transgresión de la misma. Personalmente, nunca fue cogido contraviniendo lo más mínimo los preceptos de la Tora, a diferencia de sus discípulos, acusados de no lavarse las manos tal como mandaba la ley (Mt 15,2), o cogiendo espigas y comiendo sus granos en el día inviolable del sábado (12,lss). A decir verdad, se alegaron contra Jesús acusaciones de subversión y sublevación, por otra parte genéricas y en absoluto detalladas (Le 23,2.14); fue descalificado también como alguien que no observaba el sábado y que, por consiguiente, no podía venir de Dios (Jn 5,16.18; 9,16), pero los que hicieron esas cosas no sabían que «el Hijo del hombre es señor del sábado», no querían admitir que no es el hombre el que ha sido hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre (cf Mt 12,8; Me 2,27).

No existe contradicción entre las palabras y los hechos de Jesús. La posición innovadora de Jesús en relación con la ley es su consumación. El texto griego del v. 17 (traducción más antigua) utiliza la forma verbal plerósai (en latín, adimplere), que transmite un proyecto de plenitud, de maximalismo precisamente. La «consumación» de la ley, con la convicción y con el estilo de Jesús, es el empleo de ésta, dentro de los límites de una libertad madura, para el servicio de la persona humana, para la consumación de un proyecto de vida, en vistas a la realización de nuestra propia persona y de una comunidad social.

 

MEDITATIO

El apóstol Pablo afirma de una manera decidida: «La letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). El rabí Jesús afirma de un modo resuelto: «No  penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la Ley y los profetas; no he venido a abolirías, sino a llevarlas hasta sus últimas consecuencias» (Mt 5,17). La contradicción verbal entre ambas posiciones magisteriales es evidente.  La convergencia entre ambas se sitúa en la superación de la dicotomía formal, más allá de la superficie lexical, en la profundidad esencial del Evangelio, del que primero Jesús y, después, Pablo son pregoneros. La esencia del Evangelio es la Buena Noticia (o «noticia de lo bueno»). Ambas expresiones -concisas, según el estilo rabínico- contienen un elemento positivo: lo bueno que hemos de salvaguardar como viático sustancial y como esencia del proyecto existencial. La Buena Noticia de Jesús es ésta: «Yo voy a llevar hasta sus últimas consecuencias, a su consumación»; la Buena Noticia de Pablo es ésta: «El Espíritu da vida». El lado oscuro –el negativo- que hemos de señalar como función pedagógica y propedéutica por parte de Jesús es: «No he venido a abolir», y por parte de Pablo: «La letra mata». La clave que deshace los nudos de la tensión entre la letra y el espíritu, entre la libertad y la observancia, entre la ley y la gracia, es el acontecimiento irreversible y renovado de la nueva alianza de la que Dios es protagonista.

Pablo cuenta con una experiencia personal de la vitalidad y la plenitud del Espíritu {cf., por ejemplo, Hch 9,17: el día de la «conversión»; 2 Cor 3,17ss: en las lecturas de mañana). Jesús es, verdaderamente, consumación y plenitud: en la plenitud del tiempo, y nacido bajo la ley, fue enviado por el Padre para rescatar a los que estaban sometidos a la ley y concederles la filiación (cf. Gal 4,4ss); su existencia discurre como consumación de las Escrituras (Mt 2,23; 26,24; Le 4,21...); en su último aliento susurra: «Todo está consumado» (Jn 19,30); una vez resucitado, se interpreta a sí mismo como un ser obediente bajo la guía de la Ley y de los profetas (Le 24,25-27.44-48; Hch 1,16).

Esta paráfrasis del axioma de Pablo podría resultarle agradable a la mentalidad de hoy: «Si te quedas en la superficie de la letra, corres el riesgo de bloquear la vitalidad del Espíritu, y, por consiguiente, remitido a la profundidad de la creatividad espiritual». Y lo mismo cabe decir del axioma de Jesús: «Ve siempre más allá, madurando en la libertad de quien, en obediencia y con su testimonio, sirve al Reino de los Cielos».

 

ORATIO

«Santo es el Señor, nuestro Dios» (del salmo responsorial).

Reconocemos, Señor, tu santidad en tu amor por la justicia y en tu voluntad, que ha establecido lo que es recto.

Te damos gracias por la paciencia con que perdonas nuestras superficialidades, los usos despreocupados y los abusos de nuestras míseras libertades, la presunción de abolir detalles e incluso fragmentos sustanciosos de leyes y profetas. Fortalece nuestra disponibilidad, unas veces tímida y otras enérgica, para seguir a quienes nos vas enviando como guías que reflejan en su rostro el fulgor del Espíritu y como testigos de la gran importancia que tiene perseverar en la custodia laboriosa de tu alianza con nosotros y de nuestra alianza contigo, que eres el Santo, Señor, Dios nuestro.

Que nos acompañen Jesucristo, tu Hijo y nuestro Señor, en el cumplimiento del servicio en el Reino de los Cielos, y el vigor de tu Santo Espíritu, en la maduración de la vida verdadera que él nos da.

 

CONTEMPLATIO

Qué admirable es el Espíritu Santo y qué grande y poderoso se muestra en sus dones. Vosotros, que estáis reunidos aquí, pensad un poco cuántas almas somos. Y él obra en cada una de la manera apropiada: presente en medio de vosotros, ve las disposiciones de cada uno, conoce los pensamientos y la conciencia, todo lo que decimos y lo que pensamos. Considerad, vosotros que tenéis una mente iluminada por él, cuántos cristianos hay en esta parroquia, cuántos en toda la provincia y cuántos en toda Palestina. Extended ahora la mirada a todo el Imperio romano y, desde el Imperio, a todo el mundo: persas, indios, godos, sármatas, galos, hispanos, moros, libios, etíopes y todos los otros cuyo nombre ignoramos. Ved ahora en cada uno de estos pueblos los obispos, sacerdotes, diáconos, monjes, vírgenes y otros laicos, y fijaos en el gran Pastor dispensador de las gracias. Fijaos cómo, en todo el mundo, a uno le da la pureza, a otro el amor a la pobreza, a otro aún el poder de expulsar a los espíritus. Y del mismo modo que la luz ilumina con un solo rayo, así ilumina el Espíritu a todos los que tienen ojos para ver (Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 16).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¡El testimonio! Aquí se encuentra el verdadero desafío que se pide al hombre de hoy para ser creíble. No se pide hoy grandes «maestros», sino más bien «testigos» válidos, en la realidad del tejido familiar, eclesial, cultural y social [...]. Hoy nos viene desde más partes la invitación a que seamos creíbles y a que demos testimonio con la vida de aquello en que creemos [...]. Jesús dijo varias veces a sus discípulos que fueran a anunciar la paz y se sentaran a la mesa con los otros en nombre de la paz, compartiendo los bienes. Aquí se encuentra el núcleo esencial del testimonio cristiano, que tiene como raíz el compartir con los pobres nuestros propios recursos, pensando que somos hijos del mismo Padre y tenemos derecho a alimentarnos de las mismas cosas, fruto del amor de Dios. Y sobre esto seremos juzgados un día: sobre cómo hemos tratado a los pobres, a los necesitados, a los olvidados, a los marginados, a los prófugos, a todos los que han sido golpeados por las injusticias y se ven obligados a languidecer en la pobreza más negra (A. Bertacco, La vita come awentura nel perímetro della riostra storia, Vicenza 2000, pp. 182-184, pass/m).

 

Día 13

San Antonio de Padua

 

Se le llama «de Padua» por la ciudad en la que murió y en la que reposan sus reliquias, pero nació en Portugal en el año 1195 y fue bautizado con el nombre de Fernando. En 1210 entró en los canónigos regulares de san Agustín en el monasterio de San Vicente, cerca de Lisboa, y, dos años después, el deseo de llevar una vida más recogida le llevó a Santa Cruz de Coimbra.

Poco después de su ordenación sacerdotal, en el año 1220, tras haber visto los cuerpos de los primeros mártires franciscanos en Marruecos, manifestó su nueva vocación, y así fue como entró en los frailes menores con el nombre de Antonio.

En 1221, participó en el «capítulo de las Esteras» en la Porciúncula, y vio a Francisco. Tras pasar algunos años de vida retirada y oración, empezó por obediencia el apostolado de la predicación. Predicó, dirigiéndose al pueblo, contra los herejes en Italia y en Francia y obtuvo el fruto de conversiones.

San Antonio murió a los treinta y seis años de edad, en el lugar que hoy se llama Arcella, en Padua. Fue canonizado cuando todavía no había pasado un año de su muerte, el día de Pentecostés de 1232, en Spoleto, por el papa Gregorio IX.

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 3,15-4,1.3-6

Hermanos:

3,15 Hasta el día de hoy, en efecto, siempre que leen a Moisés permanece el velo sobre sus corazones;

16 sólo cuando se conviertan al Señor desaparecerá el velo.

17  Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad.

18 Por nuestra parte, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa, como corresponde a la acción del Espíritu del Señor.

4,1 Por eso, sabiendo que Dios, en su misericordia, nos ha confiado este ministerio, no nos desanimamos.

3 Y si la  Buena Nueva que anunciamos está todavía encubierta, lo está para los que se pierden,

4 para esos incrédulos cuyas inteligencias cegó el dios de este mundo para que no vean brillar la luz del Evangelio de Cristo, que es imagen de Dios.

5 Porque no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor, y no somos más que servidores vuestros por amor a Jesús.

6 Pues el Dios que ha dicho: Brille la luz de entre las tinieblas, es el que ha encendido esa luz en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que está reflejada en el rostro de Cristo.

 

**• El leccionario prosigue la escucha de la interpretación con la que el apóstol Pablo desentraña la historia corriente de Israel y el futuro: «sólo cuando se conviertan al Señor [Jesucristo]» (3,16), desaparecerá el velo que cubre el corazón de los israelitas, o sea, que también ellos reconocerán que ha sobrevenido la nueva alianza, la que ha perfeccionado la alianza antigua dada con la mediación de Moisés, «el hombre del velo sobre el rostro» (cf. Ex 34). Esla visión paulina se hace más comprensible leyendo asimismo 2 Cor 3,12-14 y 4,2 (versículos omitidos por el leccionario).

La alegoría o metáfora de la cara cubierta/descubierta sirve de base a toda la argumentación del apóstol. De una manera no excesivamente velada, Pablo se imagina a sí mismo como un Moisés, aunque mediador del glorioso «Evangelio de Cristo» (4,4). Su orgullo está forjado a partir de un sano realismo: la misericordia de Dios está en el origen de su propio ministerio de evangelización. Su determinación se ha ido forjando a partir de dificultades y no pierde el ánimo. El método del servicio apostólico se basa en el radicalismo: anuncia de una manera abierta la Verdad -cueste lo que cueste-, lejos de subterfugios, manipulaciones, protagonismos personalistas. El contenido del Evangelio-verdad es abierto y luminoso: si permanece velado, la responsabilidad recae sobre los que están ciegos y son súcubos del «dios de este mundo»: ésos son los «rebeldes» en quienes obra el «enemigo» de Cristo y del Evangelio, el Satanás que concentra todas las contrariedades contra la nueva alianza, el fautor de muerte mediante los pecados (cf. Ef 2,lss).

La argumentación se inserta entre una autobiografía gratificante y una teología trinitaria (más alusiva que orgánica esta última). La articulación de esta teología trinitaria se explícita a través de los nombres divinos. En primer lugar, está el Dios de la creación, aquel que dijo «brille la luz» (Gn 1,3), en cuya presencia se descubre toda conciencia (Rom 8,27). A continuación, está Cristo el Señor, en cuyo rostro brilla la gloria divina, o sea, aquel que lleva en sí mismo como mesías la presencia divina (Is 40,2), sustancia del anuncio evangélico y él mismo Evangelio-palabra (Jn 1,1.14). Por último, está el Espíritu, el Señor que actúa en libertad descubriendo el conocimiento de la gloria divina y llevando a cabo la transformación del hombre, modelado progresivamente en la misma gloria divina.

 

Evangelio: Mateo 5,20-26

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

20 Os digo que si no sois mejores que los maestros de la Ley y los fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.

21 Habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No matarás, y el que mate será llevado a juicio.

22 Pero yo os digo que todo el que se enfade con su hermano será llevado a juicio; el que le llame estúpido será llevado a juicio ante el sanedrín, y el que le llame impío será condenado al fuego eterno.

23 Así pues, si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti,

24 deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego, vuelve y presenta tu ofrenda.

25 Trata de ponerte a buenas con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel.

26 Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.

 

**• La conexión de la perícopa de hoy con el fragmento precedente (Mt 5,17-19) acompaña, como sobre un itinerario nivelado, al discípulo de Jesús que escucha el desarrollo del mensaje de su Maestro concerniente a las bienaventuranzas. Este se irá desarrollando, sucesivamente, siguiendo una secuencia de resortes autónomos que encuentran, no obstante, su motivación en estas premisas. Quien sigue a Jesús -que no pretende abolir nada de la ley ni de los profetas, sino, al contrario, llevarlos hasta sus últimas consecuencias-, no puede hacer otra cosa más que superar los tipos de «justicia» -o bien la relación con el proyecto que se rige por las sumisiones- precedentes, exteriores y superficiales, selectivas y anacrónicas, como las exaltadas por los maestros de la Ley y los fariseos: quien sigue a Jesús deberá activar su conciencia de haber entrado en el «Reino de los cielos» - a saber: en el discipulado progresivo del Evangelio y en el seguimiento definitivo de Cristo- a través del don de la justicia-justificación.

El proyecto radical de Jesús se perfila a través de la confrontación entre un mínimo y un máximo. El verbo español «superará» traduce el término perisséuse(i) del texto griego y el abundaverit del latino, reforzados ambos por el adverbio pléion / plus: los dos manifiestan la superación en cantidad y en calidad. Es la sobreabundancia de justicia (dikaiosyné: legalidad, rectitud, corrección, pietas), ese tot en más y en mejor que identifica no  a cada hombre, sino al discípulo de Jesús, lo que asegura que el que tiene hambre y sed de justicia será saciado (Mt 5,6).

Los tres escalones sucesivos presentan tres ejemplos de la sobreabundancia de justicia, que es como el estatuto del Reino de los Cielos; prosiguen además estos escalones la manifestación de las bienaventuranzas evangélicas. Éstas se mueven entre el sentido común y el radicalismo. Aislar al asesino o arreglar las controversias con un compromiso, antes de arriesgarse a las consecuencias de perder una causa en el tribunal, son soluciones de sentido común, o sea, de cálculo ventajoso

para la colectividad y para cada uno en particular. El estatuto del Reino de los Cielos sobrepasa esas convenciones del sentido común: exige el radicalismo de un mensaje y de una apropiación de éste motivadas por la autoridad de quien afirma: «Habéis oído que se dijo... pero yo os digo», así como una confianza total en esa autoridad y en el valor del mensaje.

 

MEDITATIO

Los discípulos han conservado el carácter radical del mensaje de Jesús. Y han dicho, entre otras cosas: «La caridad no se irrita» (1 Cor 13,5); «que vuestro enojo no dure más allá de la puesta de sol» (Ef 4,26); «bendecid, no maldigáis» (Rom 12,14); «procura practicar la justicia, la fe, la caridad, la paz, con los que invocan al Señor de todo corazón» (2 Tim 2,22); «un siervo del Señor no debe ser buscapleitos, sino condescendiente con todos» (2 Tim 2,24).

No basta sólo con el «no» a la fraternidad cainita (no matar), con el «no» a la injuria y a la denigración (es un estúpido, es un loco), con el «no» a la culpabilización del otro (si tiene algo contra ti), con el «no» a la soberbia (ponte de acuerdo con tu adversario), sino que hace falta, sobre todo, el «sí» a lo positivo, que induce al discípulo de las bienaventuranzas a buscar y a secundar una «mayor justicia». Un ejemplo de esa dimensión positiva es la humildad. El hombre humilde es lo contrario de la casuística ejemplificada por el mismo Jesús. El fin que persigue Jesús no es, qué duda cabe, la humildad, o bien un gesto, un signo, una «cosa»; su objetivo es que lleguemos a ser mansos. La humildad es un ámbito del proyecto del Reino de los Cielos sembrado en la tierra, que sigue siendo herencia de los humildes, de aquellos a quienes Jesús llamó «bienaventurados». Jesús no dio ninguna descripción de la humildad ni definió al humilde, porque él mismo se ofreció como testimonio vivo: «Aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Sin embargo, la humildad es algo visible, es la presencia de una gracia: en efecto, uno de los frutos del Espíritu es la humildad (cf. Col 5,22). Pablo afirma que «el Señor es el Espíritu» (la teología trinitaria conoce la distinción entre las personas y la igualdad entre ellas); dice que «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). Este aforismo es fascinante y preocupante. La apropiación indebida del vocablo corre el riesgo de servirse de la libertad para encubrir la malicia (1 Pe 2,16). La docilidad a la acción del Espíritu de la verdad nos encamina hacia la libertad (Jn 8,32), hacia la verdadera libertad que Cristo -el Hijo- está en condiciones de darnos (Jn 8,36). La conciencia de poseer la justicia/justificación nos revela que ya no somos esclavos sometidos a la ley, sino hombres libres bajo la gracia (Rom 6,14). Sin el Espíritu del Señor no hay libertad: él es libre, «el Espíritu es la libertad».

 

ORATIO

«La gloria del Señor habitará en nuestra tierra» (del salmo responsorial). Danos, Señor, ojos para verla. Espíritu Santo de Dios, ilumina mi conciencia y hazla dócil a tu voluntad hasta el punto de que secunde la misericordia y la salvación que me das, para que desaparezca el velo que ofusca la visión de la divina gloria.

Señor Jesucristo, guía mis pasos por el camino de la justicia, y que ésta se haga visible en signos de amor, de servicio, de devoción.

Padre bueno, perdona mi lentitud en la conversión al Evangelio, los egoísmos de mi libertad, los desánimos, los disimulos, las falsificaciones de tu santa Palabra, todas las ocasiones que he perdido de hacer obras de justicia como los «justos» evangélicos en el seguimiento del «justo» Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro.

 

CONTEMPLATIO

Según dice san Pablo (Heb 1,3), el Hijo de Dios es resplandor de su gloria y figura de su sustancia: Qui cum sit splendor gloriae, et figura substantiae ejus. Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas, según se dice en el Génesis (1,31) por estas palabras: Vidit Deus cuneta, quae fecerat, et erant valde bona («Miró Dios todas las cosas que había hecho, y eran mucho buenas»). El mirarlas mucho buenas era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo; y no sólo les comunicó el ser y gracias naturales, como habernos dicho, mirándolas, mas también con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y por consiguiente a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre. Por lo cual dijo el mismo Hijo de Dios (12,32): Et ego si exaltatus fuero a térra, omnia traham ad me ipsum; esto es: «Si yo fuere ensalzado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas»; y así, en este levantamiento de la encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podemos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad (Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 5).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En Jesús, la esperanza que tenemos en Dios de una sociedad no violenta ejemplificada en el «sermón del monte», en los resúmenes de los Hechos de los apóstoles y en los paréntesis apostólicos, se nos da como posible, como signo y germen del Reino plenamente esperado de la paz, de la alegría y de la justicia (Rom 14,17). De ahí se sigue que la afirmación de nuestra propia identidad cristiana, entendida rectamente, nunca puede producir ni opresión ni muerte. Las categorías amigo-enemigo, bueno-malo, justo-injusto, varón hembra, judío-griego, religioso-ateo, rico-pobre... han sido superadas, y la orientación procede de un Espíritu que no conoce otra categoría más que la de un agápé que se convierte en lavado de los pies sin poner excepciones, que se hace don de vida más bien que rapiña de la vida de los otros. Sin embargo, la historia de la Iglesia prueba que nuestra propia identidad ha sido y sigue siendo a menudo esatendida (G. Bruni, en AA. VV., Al di lá del «non uccidere», Liscate 1989, p. 57).

 

Día 14

Viernes de la 10ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 4,7-15

Hermanos:

7 Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros.

8 Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados;

9 somos perseguidos, pero no quedamos a merced del peligro; nos derriban, pero no llegan a rematarnos.

10 Por todas partes vamos llevando en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

11 Porque nosotros, mientras vivimos, estamos siempre expuestos a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.

12 Así que en nosotros actúa la muerte y en vosotros, en cambio, la vida.

13 Pero como tenemos aquel mismo espíritu de fe del que dice la Escritura: Creí y por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos,

14 sabiendo que el que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos dará un puesto junto a él en compañía de vosotros.

15 Porque todo esto es para vuestro bien, para que la gracia, difundida abundantemente en muchos, haga crecer la acción de gracias para gloria de Dios.

 

** En el incipit de la lectura de hoy, Pablo nos habla de «este tesoro» que llevamos en vasijas de barro. Pablo tiene identificada en su mente la realidad precisa del «tesoro». Por consiguiente, éste no se queda en algo genérico, en algo que debamos adivinar de una manera arbitraria: se refiere a la luz que Dios hace brillar en nuestro corazón para hacer resplandecer el conocimiento de la gloria divina que brilla en el rostro de Cristo (4,6, el versículo anterior a la lectura de hoy). Este «tesoro» es  el conocimiento/experiencia de Cristo; la «vasija de barro » es la personalidad global del hombre («corazón» equivale a interioridad, conciencia, sentimiento, identidad total).

El cursus de la exposición de Pablo vuelve a la autobiografía, aunque el «nos» puede implicar, paradigmáticamente, a muchos otros, incluidos los hermanos de la comunidad de Corinto. En efecto, las situaciones bosquejadas a través de las automemorias paulinas cubren la historia de las Iglesias y la peripecia evangélica de muchísimos discípulos del Señor, de aquel tiempo y de todas las épocas. El símbolo del «tesoro en vasijas de barro» es muy eficaz -hasta el punto de que se ha convertido en proverbio- a la hora de sintetizar las distancias entre la preciosidad y la modestia del recipiente, entre la seguridad del valor y la fragilidad de la conciencia, entre la «fuerza extraordinaria» que viene de Dios y la desnudez de la impotencia humana.

Las insistencias y el recurso a la polaridad para establecer un contraste constituyen un medio estilístico en la didáctica de Pablo. Tiende esta última a dar de inmediato en el signo y a cautivar, de una manera casi provocativa, una atención admirada. Semejante metodología no se abandona al pesimismo ni a la desconfianza respecto a la persona humana, sino que exalta la genialidad divina. El caso personal de Saulo/Pablo explica semejante opción, en parte espontánea y en parte deliberada.

La letanía de las situaciones enumeradas pone de manifiesto lo que decimos. Cada una de ellas presenta verificaciones autobiográficas y narrativas documentadas (cartas: por ejemplo, los capítulos 10-12 de esta misma carta; Hechos de los apóstoles). En medio de tanta agitación, en el itinerario de una vida que podría parecer sumamente desgraciada, la «invulnerabilidad» es una especie de salvavidas conceptual y existencial vencedor.

Ese término moderno, invulnerabilidad, no forma parte del vocabulario paulino; sin embargo, pinta de maravilla la convicción y la vida diaria de Pablo: la «invulnerabilidad » es como el ámbito «cultural» más firme en la mentalidad del dinámico y monolítico apóstol. Está convencido y sabe por experiencia que, por llevar en el cuerpo la muerte de Jesús, también su vida se manifestará en el mismo cuerpo. La fe fundamental en Cristo resucitado convence de la propia resurrección, como él y con él. La «fuerza extraordinaria» de Dios es razón y certeza de nuestra propia invulnerabilidad.

 

Evangelio: Mateo 5,27-32

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

27 Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio.

28  Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.

29 Por tanto, si tu ojo derecho es ocasión de pecado para ti, arráncatelo y arrójalo lejos de ti; te conviene más perder uno de tus miembros que ser echado todo entero al fuego eterno.

30 Y si tu mano derecha es ocasión de pecado para ti, córtatela y arrójala lejos de ti; te conviene más perder uno de tus miembros que ser arrojado todo entero al fuego eterno.

31 También se dijo: El que se separe de su mujer que le dé un acta de divorcio.

31 Pero yo os digo que todo el que se separa de su mujer, salvo en caso de unión ilegítima, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una separada comete adulterio.

 

**• Los dos aforismos, el inicial y el final, del cuadrinomio didascálico de la perícopa de Maleo constituyen una amonestación que, tomada al pie de la letra, afecta al hombre, al varón. Ni Jesús, al hablar, ni los evangelistas, al escribir, se apartaban de la mentalidad machista hegemónica en su tiempo. El «caso serio» del adulterio, analizado a través de las acciones gloriosas y las ignominias de la condición masculina, al igual que en el Antiguo Testamento, encuentra un puesto relevante y una sensibilidad (innovadora, por olía parte) en la «cultura» neotestamentaria. El mismo Mateo nos referirá la posición y el pensamiento de Jesús sobre el matrimonio y el adulterio, así como sobre la castidad y el celibato, animados por la pureza de corazón, la justicia y la misericordia (Mt 19,1-12).

Tanto el adulterio como el divorcio, también según Jesús, son un fracaso e incluso pecado en cuanto violación del mandamiento divino. Ahora bien, el radicalismo (o maximalismo) de Jesús conduce a la raíz del «caso serio» más allá del resultado relacional y de las implicaciones jurídicas: cala en la interioridad, revela la intención, verifica los presupuestos motivacionales y las finalidades morales e inmorales, predice los resultados nefastos. Esa raíz ha de ser sondada y, en su caso, sanada de nuevo. No detenerse en el exterior, sino calar en el interior constituye una constante en la enseñanza de Jesús (cf. Mt 15,11.18ss), a quien no le faltaban conocimientos psicológicos (Jn 2,25b). El caso es «serio» porque infringe una porción del proyecto de Dios, secundado e incluso potenciado por el Evangelio de Jesús.

Las palabras de Jesús graban una novedad sustanciosa con caracteres indelebles: se trata de la atención a la mujer, de la valorización de su identidad, de la liberación del sometimiento y de la servidumbre a la tiránica y egoísta sensualidad masculina. Se trata de una sensibilidad, la de Jesús, que, por otro lado, considera asimismo a la mujer como capaz de prevaricación y, al mismo tiempo, como merecedora o digna de misericordia, con la que él mismo se inclina en favor de la mujer pecadora (Jn 8,1-11). Jesús está al servicio de todos, de toda persona.

 

MEDITATIO

Prosigue el exigente proyecto del radicalismo: ni Jesús ni Pablo ceden a medidas a medias o a compromisos.

Los dos aforismos evangélicos centrales ratifican este radicalismo: el éxito definitivo de una vida es la realización integral de nosotros mismos salvaguardando los valores, aunque esto nos cueste amputaciones y podas (cf. Jn 15,2). Estas últimas son acciones de misericordia porque salvaguardan la totalidad antes que el detalle; son acciones de justicia porque hemos de preferir lo definitivo a lo provisional, los valores a las prevaricaciones. La paradoja de Mateo es traumática como un ultimátum: para no precipitar a nadie en el escándalo, suprime y corta las porciones peligrosas de ti mismo. Jesús, como terapeuta, prescribe una operación quirúrgica en las situaciones de riesgo. Más aún, el radicalismo evangélico incentiva las intervenciones preventivas: suprime y corta las células proclives a enfermar. Esta intervención preventiva no es un castigo: si enfermas, el Señor te cura; si pecas, la misericordia paternal de Dios te perdona. Jesús exige propiamente la prevención.

En efecto, «escándalo» y «escandalizar» son dos vocablos que, en el lenguaje de Jesús, indican un máximo de malicia y de daño {cf. el logion casi idéntico de Mt 18,8ss, que marca con una condena a muerte a quien escandalice a uno de los pequeños evangélicos). Según el Jesús de Mateo, «escándalo» y «escandalizar» equivalen a contigüidad en obrar la iniquidad (13,41); a interrumpir la maduración de la Palabra de Dios por miedo o fatiga (13,21); a disuadir a alguien de proseguir en la vocación obediencial al proyecto de Dios (16,23); a equivocarse sobre el mismo Jesús y manipular su mensaje (11,6; 13,56; 15,12; 17,27; 24,10).

Jesús, al formular una paradoja, no instiga a nadie a autolesionarse; lo que hace es animar a la vigilancia, y en primer lugar a que estemos vigilantes a la germinación de posibles escándalos en nuestro mismo interior. Se trata de la óptima terapia de la prevención.

 

ORATIO

«Te ofreceré, Señor, un sacrificio de alabanza» (del salmo responsorial). Te doy gracias, Dios, padre bueno, por la Palabra de Jesús, que cambia las desdichas de la vida en la bienaventuranza de quien ha sido elegido como siervo y puede invocar tu nombre.

Te bendigo, Señor Jesús, por tu resurrección, con la cual has vencido asimismo mi muerte y preparas cada día mi resurrección. Te ofrezco, Espíritu Santo de Dios, como sacrificio de alabanza, mis ojos y mis manos, para que tú, con tu poder extraordinario, me preserves de todo escándalo inferido o padecido y purifiques toda mi humana y particular sensibilidad.

 

CONTEMPLATIO

Ya te dije que algunos, con el cuchillo de doble filo, que son el odio al vicio y el amor a la virtud, cortan por mi amor el veneno de su sensualidad, y con la luz de la razón mantienen, poseen y adquieren el oro de la virtud en esas mismas cosas mundanas que quisieran poseer. Ahora bien, quien quiere ejercitarse en una gran perfección, las desprecia material y espiritualmente. Esos tales observan, efectivamente, el consejo [evangélico] dado y dejado por mi Verdad, mientras que aquellos que poseen bienes observan los mandamientos, pero los consejos [evangélicos] los observan de una manera espiritual, no material. Sin embargo, dado que los consejos están unidos a los mandamientos, nadie puede observar estos últimos sin observar los consejos, al menos de una manera espiritual. O sea, que, aunque posee las riquezas del mundo, las posee con humildad y no con soberbia, teniéndolas como algo prestado, no como algo suyo, como dadas a vosotros por mi bondad para que las uséis. De este modo debéis usarlas (Catalina de Siena, Diálogo de la divina Providencia, 47).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4,7).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Para entrever algo del amor es preciso situarse más allá del amor, es preciso ir a esa profundidad del alma donde la pasión, aun conservando intacta la densidad de su contenido, libre ahora de toda exaltación carnal, se convierte en el eje inmóvil de una rueda que gira. El amor, trascendiendo el orden sensual, da a la carne una profundidad dotada de un valor insospechado. El amor, clarividente y profético, es ante todo revelación. Hace ver el alma del amado en términos de luz y llega a un grado de conocimiento que sólo quien ama es capaz de alcanzar. El verbo yádha' significa en hebreo tanto «conocer» como «desposar»; de este modo, «amar» significa conocimiento total. «Adán conoció a Eva».

El amor puede contemplar, por detrás de los disfraces, la inocencia original. Su milagro hace desaparecer la lejanía, la distancia, la soledad; nos hace presentir lo que puede ser la misteriosa unidad de los amantes, una identidad heterogénea de dos sujetos (P. Evdokimov, Sacramento dell'amore, Sotto il Monte, 31987, p. 122 [edición española: Sacramento del amor. Misterio conyugal ortodoxo, Editorial Ariel, Barcelona 1966]).

 

Día 15

Sábado de la 10ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 5,14-21

Hermanos:

14 Nos apremia el amor de Cristo al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por consiguiente han muerto.

15 Y Cristo ha muerto por todos, para que los que viven no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos.

16 Así que ahora no valoramos a nadie con criterios humanos. Y si en algún momento valoramos así a Cristo, ahora ya no.

17 De modo que si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo.

18 Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación.

19 Porque era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres, y el que nos hacía depositarios del mensaje de la reconciliación.

20 Somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo, os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios.

21 A quien no cometió pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado, para que, por medio de él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios.

 

*+• El leccionario, sobrevolando por encima de una quincena de versículos centrados sobre todo en torno a la «nostalgia» de «dejar el cuerpo para ir a habitar junto al Señor» (4,16-5,13), que se repite en la última etapa de la vida de Pablo, nos presenta la continuación de la reflexión del apóstol sobre la «novedad» brotada de la reconciliación en virtud de la muerte de Cristo por todos. El itinerario de este fragmento del pensamiento paulino es cristológico con implicaciones eclesiológicas. La conexión entre ambas perspectivas, la relación entre Cristo y la Iglesia, se encuentra en la reconciliación. Sigue siendo vigorosa la convicción de Pablo, consolidada en su experiencia veterotestamentaria, de que, respecto a Dios, la humanidad pecadora se merece la indignación divina; esta convicción, sin embargo, se ha perfeccionado a través del conocimiento mesiánico de Cristo, el cual se ha convertido en lugar, precio y signo de la reconciliación. En el texto griego, el sustantivo (katalleghé) y el verbo (katallássó) significan también «permuta» (por ejemplo, de valores venales como el dinero), «acuerdo» (alianza) o «concordia» (proyectar conjuntamente). Estos matices léxicos confirman el acontecimiento de la reconciliación global entre Dios y el hombre a través de un coste y de un intercambio.

La inspiración de Pablo es atrevida: la humanidad sigue siendo pecadora (pecado-episodio), pero Dios mismo toma la iniciativa de renovarla y aproximarla transfiriendo el pecado a Cristo (pecado-situación). La manifestación más dramática y convincente en el itinerario de la reconciliación es la muerte de Cristo, repetición en una única acción definitiva de los sacrificios de la antigua alianza. Sin embargo, la muerte constituye la encrucijada de un itinerario cristológico global puesto en marcha con la encarnación (Gal 4,4ss) y llegado a puerto con la resurrección (1 Cor 15,3-4.20-22). Esta inspiración paulina sobre la reconciliación en Cristo se repite (1 Cor 15, que acabamos de citar; Rom 4-6...) y ha hecho escuela (de modo señalado en la carta a los Hebreos).

La consecuencia eclesiológica se perfila en algunas afirmaciones cargadas de sentido: «nos apremia el amor de Cristo» (v. 14); «lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo» (v. 17); otorgamiento del ministerio, hacer las veces de embajador (w. 18.20). La Iglesia «paulina» es la manifestación de la reconciliación a través de Cristo, y espacio de servicio (ministerio, embajadores), de anuncio y activación de la reconciliación.

 

Evangelio: Mateo 5,33-37

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

33 También habéis oído que se dijo a nuestros antepasados: No jurarás en falso, sino que cumplirás lo que prometiste al Señor con juramento.

34  Pero yo os digo que no juréis en modo alguno; ni por el cielo, que es el trono de Dios;

35 ni por la tierra, que es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran rey.

36 Ni siquiera jures por tu cabeza, porque ni un cabello puedes volver blanco o negro.

37 Que vuestra palabra sea sí cuando es sí, y no cuando es no. Lo que pasa de ahí, viene del maligno.

 

**• El breve fragmento del evangelio de Mateo recoge un signo considerable en la relación con el Dios de Israel, un signo crucial en tiempos de Jesús: el juramento y el perjurio. Se trata de una empresa humana comprometedora, deliberada, en analogía con la actitud de Dios mismo, que «jura» (Gn 22,16; Heb 6,17...) y que, sin embargo, permanece fiel a su promesa, una promesa que es compromiso en favor del pueblo y de cada individuo (Lc 1,54-55.68-71).

Jesús no pronunció nunca, personalmente, ningún juramento. Los evangelios sólo ponen el verbo «jurar» en sus labios en el marco de alguna polémica y como contestación respecto a los maestros de la Ley y a los fariseos hipócritas (Mt 23,16-22). La palabra dada es sagrada y vinculante, sin implicar a Dios ni a símbolos relacionados con él (como el cielo y la tierra o la ciudad santa de Jerusalén), ni hipotecando la propia cabeza del que jura. En efecto, el que jura no es dueño de nada. Jesús se muestra claramente contrario al juramento y, como es obvio, también al perjurio. Jesús se compromete con la autoridad de su propia palabra: «En verdad os digo...»; «habéis oído que se dijo... pero yo os digo». Su Palabra es mensaje y contiene valores, pero su identidad también es Palabra, Verbo que ha puesto su morada en la humanidad (Jn 1,14). Jesús compromete su persona. A los discípulos, a quienes ordena no jurar en absoluto, les entrega este paradigma: su ejemplo.

El vocabulario de Mateo emplea aquí dos verbos. Uno está tomado de una cita veterotestamentaria relacionada no con el juramento, que entonces era considerado lícito, sino con el perjurio, y es «no jurarás en falso» (literalmente: uk epiorkéseis; cf. Nm 30,3; Dt 23,22; Ecl 5,3-5), o bien respeta el juramento, mantén las condiciones, cumple la «cosa» empeñada. El otro verbo está formulado en una forma negativa absoluta; al pie de la letra, «no jurar en absoluto», donde el verbo griego (original) alude también a la confirmación con un juramento, a prometer con voto, a implicar a otros -incluso sin saberlo o reacios- como garantes o testigos de nuestro propio compromiso. Jesús se muestra asimismo radical con las situaciones comprometedoras: no sólo disuade del perjurio, señalado siempre como felonía, traición, cobardía, sino que corta en su raíz la causa o el riesgo de la situación de infidelidad. Sustituye el ritual de los juramentos por la responsabilidad de la propia palabra. El juramento implica a otros, tal vez incluso al mismo Dios; el «sí-sí» / «no-no», expone a la propia persona. Jesús prefiere el compromiso personal del propio individuo.

 

MEDITATIO

Este mensaje podría configurar la bienaventuranza del «sí-sí» / «no-no». Jesús espera de los discípulos la claridad de convicciones y la determinación del «sí-sí» y del «no-no» en su conducta. De su vocabulario y de su conducta está excluido el «ni sí ni no», una expresión nueva que representa una síntesis puntual de ciertas corrientes invasoras dotadas de una mentalidad de equilibrismo, indeterminaciones y medias tintas, de nebulosos dejar para mañana, de la holgazanería de personalidades plasmadas en la solidez del ectoplasma. La exigencia de responsabilidad y coherencia por parte del rabí de Nazaret roza la intolerancia: lo que está más allá del «sí-sí» / «no-no» viene del maligno. El «pero yo os digo» remite a la autoridad de sus palabras y, sobre todo, a la autoridad de su personalidad.

El apóstol Pablo descubrió que, en Jesús, «todo ha sido sí, pues todas las promesas de Dios se han cumplido en él» (2 Cor l,19ss). La concisión adverbial de Jesús y de Pablo se dilata en la catequesis -en parte implícita sobre la responsabilidad activa y existencia! individual. Pablo ilumina un ámbito concreto y también visible de esa responsabilidad: «Ate apremia el amor de Cristo». La construcción sintáctica tanto en griego como en latín, y también en español, permite una doble interpretación completiva: nos apremia el amor que tiene Cristo y nos impulsa el amor que tenemos a Cristo. La intuición paulina capta la sinergia Señor Jesús-discípulo, Cristo Señor-Iglesia. El amor que tiene Cristo consigue la reconciliación sacando del hombre el pecado-situación y cargándolo en la cruz de su muerte (aunque el pecado episodio subsiste como herencia y «tentación» o prueba).

El amor que tenemos a Cristo nos apremia a dar valor a la reconciliación, convirtiéndonos por medio de él en justicia de Dios y poniéndonos a su servicio como embajadores de Cristo.

 

ORATIO

Señor Jesús, tú nos dijiste que el Padre amó tanto al mundo que te envió a ti, su Hijo unigénito, para que creamos en ti y no muramos, sino que tengamos la vida eterna (Jn 3,16): escúchanos, Señor.

Señor Jesús, tú nos dijiste que habías venido no para condenar, sino para salvar al mundo (Jn 12,47): escúchanos, Señor.

Señor Jesús, tú nos dijiste que el Consolador –el Espíritu de la verdad- convencerá al mundo de pecado, que no cree en ti (Jn 16,7ss): escúchanos, Señor.

Señor, tú eres bueno y grande en el amor: escucha la confesión de nuestros pecados cotidianos y perdónalos; escucha nuestra disponibilidad al servicio de tu Reino y acompáñanos; escucha nuestra sed de conocimiento espiritual e ilumínanos.

 

CONTEMPLATIO

Dijo después [Dios]: «Quiero mostrarte algo de mi poder». Al instante se me abrieron los ojos del alma. Y vi la plenitud de Dios, en la cual abrazaba a todo el mundo, a saber: más allá del mar, más acá del mar y el abismo y el mar y todo lo demás. Y en todo esto no discerní más que el poder divino de un modo inenarrable.

El alma, llena de admiración, gritó diciendo: «Este mundo está repleto de Dios». Y abracé el mundo entero como si fuera una cosa pequeña, a saber: más allá del mar, más acá del mar y el abismo y el mar y todo lo demás, como si fuera poca cosa, pero el poder de Dios excedía y lo llenaba todo. Y me dijo: «De este modo te he mostrado algo de mi poder». Comprendí que de aquí en adelante comprendería mejor el resto. Entonces me dijo: «Ahora mira la bajeza». Y vi una bajeza tan profunda del hombre respecto a Dios, que el alma, comparando aquel poder inenarrable y aquella profunda bajeza, estaba llena de admiración y se consideraba a sí misma como nada y en su nada no veía en sí misma más que soberbia (Angela de Foligno, // libro delle rivelazioni, 9: Contemplazione della potenza divina).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Pero yo os digo que no juréis en modo alguno» (Mt 5,34).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero sólo permaneceréis en mi amor si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Mi mandamiento es éste: amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 15,9-10.12). Podemos pensar: ¡lo importante es amar! («El que ama al prójimo ha cumplido la ley»: Rom 13,8).

En realidad, no es posible una comprensión plena del amor al prójimo si no lo insertamos en el marco más amplio del amor a Dios. Es el amor a Dios el que pone en movimiento el dinamismo eficaz y amplio que tiende a llegar a todos los hombres.

Por consiguiente, el amor brota de la voluntad originaria del Padre (G. Pasini, Ai di sopra di tuno. Meditazioni per una carita incarnata nella storia, Molfetta 1996, p. 13).

 

Día 16

11° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Samuel 12,7-10.13

En aquellos días,

7 Natán dijo a David: -¡Ese hombre eres tú! Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo te ungí como rey de Israel y te libré del poder de Saúl;

8 te di la casa de tu señor y puse en tus brazos a sus mujeres; te he dado el pueblo de Israel y de Judá y, por si esto fuera poco, te añadiré aún mucho más.

9 ¿Por qué, pues, has despreciado al Señor haciendo lo que le desagrada? Mataste a espada a Urías, el hitita, y tomaste a su mujer. Sí, lo mataste por medio de la espada de los amonitas.

10 Por tanto, la espada no se apartará nunca de tu casa, por haberme despreciado y haber tomado a la mujer de Urías, el hitita.

13 David dijo a Natán: -He pecado contra el Señor. Entonces Natán le respondió: -El Señor perdona tu pecado. No morirás.

 

*•• El arrepentimiento de David que presenta el pasaje que hemos leído es la etapa final de su pecado y de la intervención de Dios, que le guía hacia el arrepentimiento.

Lo que David había hecho -el adulterio, el intento de esconderlo, la decisión de hacer morir a Urías, la instalación de Betsabé en el palacio real- había estado mal a los ojos del Señor. Sólo la intervención de Dios podía restablecer en su belleza y poder vital la relación personal que se había roto entre ambos. Y Dios ayuda a David a volver a sí mismo. «En su infinita bondad y fineza psicológica, lo libera actuando sobre sus mejores sentimientos: la lealtad, la necesidad de defender la justicia [...]. Dirige su llamada no al David pecador, sino al David justo, leal, y por eso sale airoso» (C. M. Martini).

El profeta Natán, por medio de un relato sencillo reconstruido a partir de la trama de la vida de David, ayuda al rey a releer, con distanciamiento y objetividad, su propia vida personal; después le conduce a volver a entrar en sí mismo y le restituye a su personal verdad con un valiente paso: «¡Ese hombre eres tú!», precisamente ese hombre al que tú has juzgado merecedor de la muerte. En ese punto toma a David como de la mano y le ayuda a recorrer toda su historia, marcada por tantas intervenciones de la benevolencia divina. La síntesis referida aquí recuerda el texto de Isaías sobre los cuidados de Dios con su viña y todos los beneficios a favor de su pueblo, que le responde con ingratitud e infidelidad (cf. Is 5,1-7).

Las palabras de Natán llegan al corazón del hombre David, que no se defiende, sino que confiesa: «He pecado contra el Señor». Es casi un eco del «estoy desnudo» de Adán (Gn 3,10). Esta confesión restaura toda la estatura espiritual de David y le libera de aquella maraña de mentira e infidelidad en la que cada vez se iba enredando más por querer liberarse solo. El arrepentimiento de David es grande: todo su corazón está contrito, se han quebrado todas sus resistencias y vive una experiencia muy concreta de humillación interior. Sobre este rostro de la humildad humana -no adquirida, sino padecida y acogida- baja el perdón del Señor, que libera a David de la muerte: «No morirás».

 

Segunda lectura: Gálatas 2,16.19-21

Hermanos:

16 Sabemos, sin embargo, que Dios salva al hombre no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley. En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación.

19 Sin embargo, la misma ley me ha llevado a romper con la ley, a fin de vivir para Dios. Estoy crucificado con Cristo,

20 y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.

21 No quiero hacer estéril la gracia de Dios, pero si la salvación se alcanza por la ley, entonces Cristo habría muerto en vano.

 

»*• El fragmento de la Carta a los Gálatas que hemos leído nos ofrece una síntesis del «evangelio» de Pablo. Podríamos releerlo a partir de su núcleo central: «Es Cristo quien vive en mí», para encontrar expresada aquí la auténtica vida cristiana y la profunda experiencia religiosa de Pablo, una vida vivida por encima del yo natural, marcada por la presencia y la irrupción de Dios en el hombre.

Es la vida nueva que tiene su origen en el bautismo y en la energía renovadora de la adhesión confiada en el amor con que Jesús abraza a cada hombre.

Esto es el bautismo: morir a la ley, es decir, sustraerse a su influencia, a su dominio, y morir, por tanto, al pasado, al hombre exterior, al pecado, a fin de vivir para Dios, o sea, consagrado a Dios. Y esto es la fe: el hombre queda justificado, a saber: puesto moralmente recto ante Dios y capaz de obrar como tal no por las obras de la ley, sino por la salvación llevada a cabo por Jesucristo.

La fe es -por así decirlo- la puerta de acceso a Jesús salvador; es la actitud con la que el hombre acoge la revelación divina manifestada en Jesucristo y con la que le responde dedicándole su propia vida. Esta justificación es, por consiguiente, un don gratuito de Dios, un don que cambia desde dentro la vida del hombre que ha entrado en contacto con Cristo mediante la fe y el bautismo.

En virtud de este contacto entre Cristo y el creyente se lleva a cabo algo así como un intercambio recíproco, una simbiosis. Es la vida de Cristo que se realiza en el creyente, aunque no en el sentido de que Cristo se convierta en el sujeto de las acciones humanas. El sujeto sigue siendo siempre el creyente, con su vida de carne, absolutamente humana, con el peso de sus debilidades, con su fragilidad, su miseria, pero en ella se injerta un principio de vida superior, que es el mismo Cristo. La comprensión de esta verdad llevada a cabo por la fe en la inhabitación de Cristo transforma, renovándola, la vida del hombre, hasta compenetrarse con su conciencia psicológica.

 

Evangelio: Lucas 7,36-8,3

En aquel tiempo,

7.36 un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró, pues, Jesús en casa del fariseo y se sentó a la mesa.

37 En esto, una mujer, una pecadora pública, al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume,

38 se puso detrás de Jesús, junto a sus pies, y llorando comenzó a bañar con sus lágrimas los pies de Jesús y a enjugárselos con los cabellos de la cabeza, mientras se los besaba y se los ungía con el perfume.

39 Al ver esto el fariseo que le había invitado, pensó para sus adentros: «Si éste fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que le está tocando, pues en realidad es una pecadora».

40 Entonces Jesús tomó la palabra y le dijo: -Simón, tengo que decirte una cosa. Él replicó: -Di, Maestro.

41 Jesús prosiguió: -Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta.

42 Pero como no tenían para pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?

43 Simón respondió: -Supongo que aquél a quien le perdonó más. Jesús le dijo: -Así es.

44 Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: -¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para lavarme los pies, pero ella ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos.

45 No me diste el beso de la paz, pero ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies.

46 No ungiste con aceite mi cabeza, pero ésta ha ungido mis pies con perfume.

47 Te aseguro que si da tales muestras de amor es que se le han perdonado sus muchos pecados; en cambio, al que se le perdona poco, mostrará poco amor.

48 Entonces dijo a la mujer: -Tus pecados quedan perdonados.

49 Los comensales se pusieron a pensar para sus adentros: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?».

50 Pero Jesús dijo a la mujer: -Tu fe te ha salvado; vete en paz.

8.1 Después de esto, Jesús caminaba por pueblos y aldeas predicando y anunciando el Reino de Dios. Iban con él los doce

2 y algunas mujeres que había liberado de malos espíritus y curado de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que había expulsado siete demonios;

3 Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; Susana y otras muchas que le asistían con sus bienes.

 

*+• Hay dos personajes en el fragmento evangélico de hoy que se imponen a nuestra atención interior: Simón, el fariseo, símbolo del hombre justo, autosuficiente, que se controla y respeta la ley, pero tiene el corazón endurecido para el amor, y una pecadora cuya historia desconocemos, aunque sí nos consta su estado interior de conversión, su corazón arrepentido, triturado. Los gestos de esta mujer reúnen todos los matices de la gratitud. Su ir directa a Jesús, el hecho de postrarse a sus pies (gesto típico de quien ha visto salvada su propia vida), el soltarse los cabellos en señal de humillación, la unción con el perfume (signo de alegría, de abundancia, de amor y consagración) y, además, las lágrimas y los besos: expresiones todas ellas que hablan de acogida y de vida. Esta mujer expresa así el auténtico modo de estar el hombre ante Dios: sin justificación alguna y con una enorme gratitud; pronuncia de este modo el amén de su fe en el perdón de Jesús, así como su amor que acepta dejarse amar.

Entre el fariseo y la pecadora está Jesús, el verdadero profeta, que conoce los designios de Dios y es capaz de leer en el corazón de los hombres. Jesús ve el desprecio y la frialdad del corazón de Simón, su sentirse justo y su creer que el amor de Dios se puede merecer. Su pecado está aquí: en querer merecer el amor de Dios, que es, por esencia, pura gratuidad. Podríamos considerarlo como «un pecado de prostitución respecto a Dios» (san Fausto).

En el corazón de la mujer, probablemente una prostituta, Jesús capta, en cambio, la apertura y la acogida al don del amor, que se manifiesta plenamente en el perdón (per-donar). La mujer se deja amar, es decir, perdonar, y su amar más es efecto y causa al mismo tiempo del perdón. El amor y el perdón se alimentan recíprocamente: la mujer ama en cuanto es perdonada, y, en cuanto ama, se abre a acoger el perdón.

El cristianismo es este amor por Jesús, la fe que salva es apertura a la salvación traída por Jesús. La conversión más profunda es, por consiguiente, el simple hecho de reconocerse necesitado del perdón. La mujer aparece como un espejo no sólo para Simón, sino también para todos nosotros cada vez que sentimos dificultades para inclinarnos a los pies de Jesús: sólo quien se hace pequeño y se echa por tierra puede tocar los pies del mensajero que lleva el alegre anuncio de la salvación y de la paz.

 

MEDITATIO

La lectura de los tres textos bíblicos nos deja un eco en el corazón y en la mente: conversión. El término significa «volverse de nuevo», «retornar», e indica al mismo tiempo un cambio interior de conducta. En efecto, el verbo hebreo «retornar» está conectado con otra raíz que significa «responder». Todo esto nos conduce a ver la conversión como un diálogo entre el hombre y Dios, en el que la iniciativa y la parte más importante corresponden a Dios: Dios habla y el hombre responde. Dios se ofrece y el hombre le recibe.

Ésa fue la experiencia de David, que, guiado a la verdad de sí mismo por las palabras del profeta Natán, confesó su pecado. Fue también la experiencia de la pecadora, que, alcanzada por la predicación de Jesús, acogió con fe el mensaje de la salvación que transformó su vida. Fue la experiencia de Pablo, que, fulminado por el amor de Jesús crucificado, se adhirió a él hasta convertirse en su imagen viva y transparente: «Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí». Es también nuestra propia experiencia cada vez que, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios y por las llamadas de los profetas enviados a nuestro camino, nos abrimos de nuevo a la amistad con él. Se trata de una apertura muy concreta: no se dice de palabra, sino con la vida. Es un cambio que se lleva a cabo en nuestra mente, que afecta a nuestras intenciones, que alcanza a nuestro corazón, hasta transformar nuestra conducta.

La conversión es, por consiguiente, una metamorfosis: la metamorfosis del pecador que vive en cada uno de nosotros. Ahora bien, la conversión es asimismo una fiesta: una fiesta de resurrección celebrada en la vida; es un renacimiento, una nueva creación. Es una fiesta en el corazón y en el cielo, como dice Jesús: «Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Le 15,7).

 

ORATIO

Señor Jesús, aquí estoy, en silencio a tus pies, como la pecadora. Mis lágrimas son como un bautismo de regeneración, y mi silencio, como la más elocuente de las con lesiones. He navegado lejos de ti por haber abandonado el timón a mi yo. Y al alejarme de ti me he perdido también a mí: lo confirma la tristeza y el vacío que tengo en el corazón. Sin embargo, tu Palabra me ha alcanzado (« Yo soy tu salvación»: Sal 35,3), y lo he creído.

Por eso vuelvo y me detengo a tus pies: de ahora en adelante camina tú en mí: «Sé que no puedo precisamente nada, literalmente; tú lo puedes todo, y de una manera incondicionada». Y ahora me ayudas a comprender, a vivir ese «amor grande que es la confesión de mi pecado, una confesión sincera hasta el fondo, profunda, completamente verdadera, absolutamente inexorable.

Sí, una confesión como ésta supone amar mucho, porque no hay nada a lo que pueda aferrarme de un modo tan desesperado como mi pecado (S. Kierkegaard). Sólo la palabra de tu perdón puede volver a darme la vida, fuerza de vida nueva.

 

CONTEMPLATIO

Quien reconoce sus pecados y se acusa de ellos ya está con Dios. Dios reprueba tus pecados: si haces tú también lo mismo, te unes a Dios. El hombre y el pecador son como dos cosas distintas: el hombre es obra de Dios, el pecador es obra del hombre. Destruye lo que tú has hecho, a fin de que Dios salve lo que ha hecho él.

Debes odiar en ti tu obra y amar en ti la obra de Dios. Y cuando empieces a sentir disgusto en lo que has hecho, entonces empezarán tus obras buenas, porque repruebas tus obras malas. Entonces, obrarás la verdad y vendrás a la luz [...]. No te halagues, no te lisonjees a ti mismo, no te adules; no digas: «Soy justo», mientras no lo seas; así empezarás a obrar la verdad. Acércate después a la luz, a fin de que sea manifiesto que tus obras están hechas según Dios; en efecto, no podrías sentir dolor de tu pecado si Dios no te iluminara y no te lo mostrara su verdad [...].

Corred, hermanos míos, a fin de que no os sorprendan las tinieblas; velad por vuestra salvación, vigilad mientras estáis a tiempo; no os demoréis en correr al templo de Dios, no tardéis en realizar la obra del Señor, no os dejéis distraer de la oración continua, no os dejéis despojar de la devoción usual. Velad, mientras es de día; el día reluce y Cristo es el día. Él está dispuesto a perdonar, pero a los que reconocen sus pecados; y está dispuesto a castigar a los que defienden sus culpas, a los que pretenden ser justos, a los que se creen algo y no son nada (Agustín de Hipona, Tratado sobre el evangelio de Juan XII, 13ss).

 

ACTTO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Le 7,50).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La conversión no es una instancia ética [...]. Está motivada y basada escatológica y cristológicamente: está en relación con el Evangelio de Jesucristo y con el Reino de Dios, que, en Cristo, se nos ha hecho muy próximo, y donde la realidad de la conversión encuentra todo su sentido. Sólo una Iglesia bajo el primado de la fe puede vivir, pues, la dimensión de la conversión. Y sólo viviendo en primera persona la conversión puede presentarse también la Iglesia como testigo creíble del Evangelio en la historia, entre los hombres, y, en consecuencia, evangelizar. Sólo las vidas concretas de hombres y mujeres cambiadas por el Evangelio, que muestran la conversión a los hombres viviéndola, podrán pedirla también a los otros [...]. La conversión no coincide simplemente con el momento inicial de la fe en que se llega a la adhesión a Dios a partir de una situación «diferente», sino que es la forma de la fe vivida [...].

La misma vida cristiana debe ser entendida en términos de una conversión que debe renovarse constantemente. La conversión atestigua la perenne juventud del cristianismo: el cristiano es alguien que dice siempre: «Hoy vuelvo a empezar». La conversión nace de la fe en la resurrección de Cristo: ninguna caída, ningún pecado tiene la última palabra en la vida del cristiano; la re en la resurrección le hace capaz de creer más en la misericordia de Dios que en la evidencia de su propia debilidad, y de reemprender el camino del seguimiento y de la fe. Gregorio de Nisa escribió que en la vida cristiana se va «de comienzo en comienzo a través de comienzos que nunca tienen fin». Sí, el cristiano y la Iglesia tienen siempre necesidad de conversión, porque deben reconocer siempre a los ídolos que se presentan en su horizonte, y deben renovar constantemente la lucha contra ellos, a fin de manifestar el señorío de Dios sobre la realidad y sobre su vida. De un modo particular, para la Iglesia en su conjunto, vivir la conversión significa reconocer que Dios no es una posesión propia, sino el Señor. Implica vivir la dimensión escatológica, la dimensión de la expectativa del Reino de Dios que debe venir y que la Iglesia no agota, sino que anuncia. Y lo anuncia con su propio testimonio de conversión (E. Bianchi, Le parole della spiritualitá, Milán 1999, pp. 67-70).

 

Día 17

Lunes 11ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 6,1-10

Hermanos:

1 Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios.

2 Porque Dios mismo dice: En el tiempo favorable te escuché; en el día de la salvación te ayudé. Pues mirad, éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación.

3 Por nuestra parte, a nadie damos motivo alguno para que pueda desacreditar el ministerio;

4 antes bien, en toda ocasión nos comportamos como ministros de Dios, aguantando mucho, sufriendo, pasando estrecheces y angustias;

5 soportando golpes, prisiones, tumultos, duros trabajos, noches sin dormir y días sin comer.

6 Procedemos con limpieza de vida, con conocimiento de las cosas de Dios, con paciencia, con bondad, penetrados del Espíritu Santo, con un amor sincero,

7 apoyados en la Palabra de verdad y en la fuerza de Dios; y en todo atacamos y nos defendemos con las armas que nos depara la fuerza salvadora de Dios.

8 Unos nos ensalzan y otros nos denigran; unos nos calumnian y otros nos alaban. Se nos considera impostores, aunque decimos la verdad;

9 quieren ignorarnos, pero somos bien conocidos; estamos al borde de la muerte, pero seguimos con vida; nos castigan, pero no nos alcanza la muerte;

10 nos tienen por tristes, pero estamos siempre alegres; nos consideran pobres, poro enriquecemos a muchos; piensan que no tenemos nada, poro lo poseemos todo.

 

**• El leccionario sigue presentando la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios. Prescinde, sin embargo, de las palabras «ya que somos sus colaboradores, os exhortamos...». Son palabras que conectan con la robusta cristología perfilada en la perícopa precedente y que justifican la exhortación actual: como «colaborador» , Pablo declara que obra como «embajador de Cristo» es como si Dios mismo exhortara por medio de él (5,20). Esas palabras perfilan un método de evangelización: no se trata de una iniciativa individual, sino de una habilitación por parte de Dios. La robustez de la diaconía brota de la autoridad del Señor y madura en el orgullo del servicio al Evangelio.

La autoridad y el orgullo los toma el apóstol del esbozo autobiográfico del «siervo evangélico». La articulación del «siervo» con la arquitectura del «ministerio» aparece como el diseño de una «geometría psicológica y actitudinal». Sin sospechar esos posibles encasillamientos posteriores, en la pluma de Pablo (a quien de todos modos le complacen los reconocimientos, por así decirlo,  periscópicos) se deslizan estas enumeraciones: el único propósito -aquí- es la vigilancia para no dar «motivo alguno... que pueda desacreditar el ministerio»; el «gran orgullo» se ramifica en nueve duras contingencias; hay seis tipologías óptimas de comportamiento; tres son los apoyos decisivos de auxilio; dos más siete son las conjeturas desafortunadas en el exterior, pero faustas en la gestión.

La frialdad de semejante enumeración cuantitativa ayuda, casi a contrapaso, como paso a la consideración del vigor cualitativo de un servicio al Evangelio, con el que Pablo se siente honrado y del que insiste en ser delegado, convirtiendo cada día en «momento favorable» para exhortar a no recibir en vano la gracia de Dios y hacer madurar progresivamente la salvación. La exhortación de un profeta antiguo (Is 49,8) se salda con la novedad de un colaborador nuevo -como es Pablo- en el ministerio de la reconciliación.

 

Evangelio: Mateo 5,38-42

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

38 Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente.

39 Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrario, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra;

40 al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto;

41 y al que te exija ir cargado mil pasos, ve con él dos mil.

42 Da a quien te pida, y no vuelvas la espalda al que te pide prestado.

 

**• La «ley del talión» citada por Jesús para ejemplificar sólo un par de casos es, de una manera transversal, Palabra de Dios. En efecto, la pena del talión fue una forma de hacer justicia que entró en el Antiguo Testamento -Palabra de Dios a Israel- unos ciento cincuenta años después de la promulgación de un prototipo babilónico (el conocido código de Hammburabi: 1792-1750 a. de C.) como prescripción de la justicia atribuida a la voluntad de YHWH y preocupada por salvaguardar la corrección de las relaciones sociales y, por consiguiente, el progreso del pueblo. El sustantivo actual que interpreta esa solución es «talión» (con una raíz etimológica incierta del latín: tal vez talis - tale [neutro], a saber: «igual, idéntico»). La Biblia formalizó el «talión» repetidamente: en Ex 21,24ss, donde se presenta una casuística más extensa que la proporcionada por Jesús, a saber: «ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe»; simplificada en Lv 24,19ss; relanzada en Dt 19,21, que recalca

una intransigencia: «En un caso así, no tendrás piedad: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie». La historia de este tipo de «venganza» (justicia «vindicativa») facilita la comprensión de la

Palabra innovadora de Jesús.

Tanto el «talión» veterotestamentario como la solución de Jesús son Palabra de Dios historizada. La antigua «venganza» era -por así decirlo- tolerada por YHWH en espera de la superación mesiánica de esas -y también de otras- soluciones relaciónales desde la perspectiva de una justicia y de una paz universal (cf. Is 2,2-4; 9,1-6...). Jesucristo no abolió ni una coma de la Ley y los profetas (Mt 5,17); por consiguiente, tampoco la «ley del talión». En torno a ella no disertó ni a favor ni en contra: se limitó simple y drásticamente a inutilizarla superando todas las soluciones «vindicativas» y llevando a cumplimiento las finalidades de aquella antigua y provisional Palabra de YHWH, proponiendo la evolución de un camino radical y óptimo a lo largo del recorrido personalizado de las bienaventuranzas evangélicas, Palabra de Dios en los labios de Jesús. Compasión y misericordia, generosidad, magnanimidad de ánimo, renuncia a las reivindicaciones, serenidad a la hora de saber perder... son la respuesta de los discípulos de Jesús a las incómodas contingencias individuales, y son también soluciones  para cualquier conflicto.

 

MEDITATIO

Las bienaventuranzas como las de la paz, que identifica a los hijos de Dios; la humildad, que se extiende sobre la tierra; la misericordia recompensada (novedad del «talión»), constituyen la sustitución y el soporte de todo tipo de «talión» y «venganza». La Palabra de Dios en los labios de Jesús es, verdaderamente, la consumación y la elevación al máximo de la Ley y los profetas: de esta Palabra de Dios no pasará nada de ahora en adelante sin

que se cumpla, de modo que quien la transgreda o enseñe a transgredirla se quedará en el umbral del Reino de los Cielos, a diferencia de quien la cumpla y enseñe a cumplirla, que será considerado como grande en el

Reino de los Cielos (Mt 5,18ss).

Jesús es hombre de palabra y su palabra es Palabra de Dios: él mismo da testimonio de la coherencia del proyecto de sus bienaventuranzas a través de comportamientos ocasionales consecuentes (Jn 18,22ss) y, sobre todo, con la opción fundamental de la aceptación de la cruz en cumplimiento de las Escrituras (Le 24,27; Hch 2,22-24; 1 Pe 2,21-25). Al perder la vida, Jesús ganó la resurrección.

También Pablo, en este fragmento autobiográfico, se presenta como testigo de la superación de un estilo reivindicativo y justiciero, moviéndose con fuerza, es cierto, pero también con transparencia, con sensatez, con tolerancia, con sinceridad en el amor. Es el estilo vencedor del hombre evangélico, que es capaz de perder algo de lo suyo para beneficiar a muchos; es la «cultura» del discípulo de Jesús, que es capaz de llevar la cruz como momento favorable, como día de salvación.

ORATIO

«El Señor da a conocer su victoria» (del salmo responsorial). Señor, has revelado a nuestros ojos que todo momento es favorable para la maduración de tu gracia: te alabamos, Señor.

Señor, has manifestado en nuestros días que te acuerdas de tu amor hecho visible en el Evangelio de las bienaventuranzas: te alabamos, Señor.

Señor, has accedido a nuestra confianza haciéndote presente en los tiempos de la alegría y de la buena fama y, también, en los tiempos de necesidad y de angustia: te alabamos, Señor.

Cristo Jesús, me han abofeteado y he llorado, me han humillado y me he enfadado: Cristo, ten piedad.

Cristo Jesús, me han insistido para que perdiera parte de mi tiempo con ellos, pero yo, presuroso e irritado, me he negado: Cristo, ten piedad.

Cristo Jesús, me han pedido prestado algo mío y a mí mismo, y no he regalado nada, sino que he pedido la restitución con intereses: Cristo, ten piedad.

Señor, enséñanos a anunciar y a comunicar tu misericordia al malvado: escúchanos, Señor.

Señor, enséñanos palabras y comportamientos que nunca sean motivo de escándalo ni representen un obstáculo a la eficacia de las bienaventuranzas evangélicas: escúchanos, Señor.

Señor, enséñanos a ser y a dar siempre «mucho» en tu nombre: escúchanos, Señor.

 

CONTEMPLATIO

Contó el padre Daniel que, en Babilonia, la hija de un alto funcionario estaba poseída por el demonio. Su padre era muy amigo de un monje, que le dijo: «Nadie puede curar a tu hija, excepto unos anacoretas que conozco. Mas, si los invitas a venir, no vendrán por humildad. Procedamos así: cuando vengan al mercado, finge que quieres comprar su mercancía. Y, cuando vengan a cobrar el precio, les diremos que oren, y creo que curará». Fueron al mercado y encontraron a un discípulo de los padres sentado para vender su mercancía, y le hicieron venir a llevar sus cestas y a retirar el dinero.

Cuando el monje entró en la casa, la endemoniada le salió al encuentro y le dio una bofetada. Él puso también la otra mejilla, siguiendo el precepto del Señor. El demonio quedó atormentado y gritó «¡Ay de mí!, el mandamiento de Jesús me expulsa con violencia». Y enseguida la muchacha quedó limpia. Cuando llegaron los padres, les contaron lo sucedido. Glorificaron a Dios por ello diciendo: «Siempre le sucede así a la soberbia del diablo, que cae frente a la humildad del precepto de Cristo» {Vida y dichos de los padres del desierto, vol. I, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal» (Mt 5,39).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Jesús nos ha dicho: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Estas palabras suyas no deberían ser sólo una luz para nosotras, sino una verdadera llama que consuma el egoísmo que nos impide crecer en santidad. Jesús nos amó hasta el final, hasta el extremo del amor, hasta la cruz. Este amor debe proceder del interior, de nuestra unión con Cristo. Debe ser la sobreabundancia de nuestro amor por Dios. Amar debe ser para nosotras algo tan natural como vivir y respirar, día tras día, hasta la muerte. Dijo Teresa del Niño Jesús: «Cuando actúo y pienso con caridad, siento que es Jesús quien actúa en mí». Para comprender y practicar todo esto tenemos una gran necesidad de la oración, de una oración que nos una a Dios y que nos impulse de continuo hacia los otros. Nuestras obras de caridad no son otra cosa que el derramamiento al exterior del amor de Dios que hay dentro de nosotras. Por eso, quien más unido está a Dios, más ama a su prójimo (Madre Teresa de Calcuta, La mia regola, Milán 1997, pp. 131 ss).

 

Día 18

Martes 11ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 8,1-9

1 Queremos haceros saber, hermanos, la gracia que Dios ha concedido a las iglesias de Macedonia.

2 Porque han sido muchas las tribulaciones con que han sido probadas, y, sin embargo, su gozo es tal que, a pesar de su extrema pobreza, han derrochado generosidad.

3 Porque doy testimonio de que han contribuido según sus posibilidades y aun por encima de ellas.

4 Por propia iniciativa nos pedían con gran insistencia que les permitiéramos participar en esta ayuda a los creyentes.

5 Superando incluso nuestras esperanzas, se entregaron en persona primero al Señor y luego a nosotros, pues tal era la voluntad de Dios.

6 Por eso hemos rogado a Tito que, ya que él la comenzó, sea también él quien lleve a feliz término esta obra de caridad entre vosotros.

7 Puesto que sobresalís en todo -en fe, en elocuencia, en ciencia, en toda clase de solicitud y hasta en el cariño que os profesamos-, sed también los primeros en esta obra de caridad.

8 No digo esto como una orden, sino para que, a la vista de la solicitud de los demás, pueda yo comprobar la autenticidad de vuestro amor.

9 Pues ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza.

 

**• Prescindiendo de una extensa sección, todavía autobiográfica, de hechos y tumultos, de emociones y afectos, confiados por el apóstol Pablo a la comunidad eclesial de Corinto (2 Cor 6,11-7,16), el leccionario se detiene únicamente en el contexto de la colecta emprendida en favor de los hermanos de Jerusalén. La perícopa contiene un acontecimiento de solidaridad ejemplar para la organización y válido en sus motivaciones.

Los historiadores han reconstruido este acontecimiento, atendiendo sobre todo a Hch 24,17; Rom 15,25-28, 1 Cor 16,1-4, además de al texto que hemos leído hoy. La pequeña comunidad de Jerusalén había iniciado su propia aventura evangélica poniendo voluntariamente en común los bienes de cada uno de los hermanos, de suerte que no hubiera necesitados entre ellos (Hch 2,44ss; 4,32.34ss). Pero el apagado fervor y los condicionamientos de la organización habían agravado un tanto la situación económica de la comunidad (Hch 5,lss; 6,1).

El año 58 hubo una carestía en Judea (diez años antes había habido otra). Las comunidades cristianas que había entre los «paganos» acudieron en ayuda de sus hermanos de Jerusalén con el fruto de una conmovedora colecta. Entre los organizadores sobresalieron Pablo y Tito. Pablo subirá en persona a Jerusalén: «Al cabo de muchos años vine a mi nación para traer limosnas» (Hch 24,17). Tito, discípulo del apóstol y «hermano» queridísimo (2 Cor 2,13), había sido enviado también a Corinto para implicar también a esta comunidad en la colecta, «obra generosa que él mismo había comenzado», al decir del mismo apóstol (2 Cor 8,6).

El método sugerido por Pablo a los corintios y también a otras comunidades se mueve entre la razón pedagógica y la sensatez económica: «Que los domingos aporte cada uno lo que haya podido ahorrar» (1 Cor 16,2). Las razones proceden de una convencida comunión de bienes: los hermanos de Macedonia y Acaya «han tenido a bien hacer una colecta en favor de los creyentes necesitados de Jerusalén. Han tenido a bien, aunque en realidad se trataba de una deuda, pues si los paganos han participado de sus bienes espirituales, justo es que los ayuden en lo material (Rom 15,26ss). El apóstol insiste, confiado, en que la colecta dé fruto también en la comunidad de Corinto, aduciendo razones de comunión

eclesial, de comunión de bienes, testimonios y gratitud con Cristo, que siendo rico se hizo pobre para enriquecer a otros (2 Cor 8,9).

 

Evangelio: Mateo 5,43-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

43 Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo.

44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen.

45 De este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos.

46 Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa merecéis? ¿No hacen también eso los publicanos?

47 Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen lo mismo los paganos?

48 Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.

 

**• La perícopa de hoy está traducida a partir del texto griego no original. Este texto contiene vocablos que permiten lecturas con distintos matices que completan o precisan el pensamiento que indujo a Jesús a hablar de aquel modo, así como el mensaje que los discípulos intentan metabolizar.

El dicho «ama a tu prójimo y odia a tu enemigo» no se encuentra como tal al pie de la letra en la Escritura veterotestamentaria. Amar al prójimo es, verdaderamente, un mandamiento de YHWH (LV 19,18), y fue ratificado también por Jesús como «grande» por ser semejante al de amar a Dios (Mt 22,37-40). «Amar» es la traducción del verbo griego agapáó, que significa también tratar con afecto, acoger con afabilidad, gozar con el otro; en el vocabulario neotestamentario recuerda al sustantivo agápé, que es uno de los nombres de Dios (1 Jn 4,8). El «prójimo» es aquel que está cerca, que está al lado y al mismo tiempo. Odiar al enemigo, en cambio, no se encuentra en ningún repertorio de pasajes paralelos ni de concordancias. El Antiguo Testamento y la cultura de Israel no se mostraban pródigos, es cierto, en frases tiernas con los enemigos, pero tampoco instigaban al odio permanente con expresiones procedentes del durísimo verbo «odiar»: los comportamientos oscilaban entre la tolerancia y la solidaridad con el «extranjero», del que, no obstante, era preciso defenderse de vez en cuando, desencadenando incluso guerras, hostilidades, devastaciones que llegaban hasta el «exterminio» (Jos 6: suerte emblemática corrida por Jericó).

El sustantivo griego que traducimos por «enemigo» significa también «odiado», «aquel que odia»; por consiguiente, una interpretación menos drástica y más acorde con la mentalidad bíblica veterotestamentaria global podría ser: «odia a quien te odia», una variante en el mundo afectivo y motivacional de la ley del talión. En consecuencia, odiar podría significar «no te preocupes de amar» a los extranjeros, a los gójim; no te involucres con ellos; dales largas.

El proyecto de Jesús -que lleva a cabo un forzamiento lexical en su aforismo y lo justifica pedagógicamente - pretende invalidar y superar la mentalidad de hostilidad y desinterés, así como los matices conectados con ella. Su proyecto se fundamenta en un solo verbo: «amad» (agapáte: imperativo-exhortativo). El sustantivo «enemigo» sigue formando parte de su vocabulario: sin embargo, el discípulo no ha de ser enemigo de nadie (ha de amar a su enemigo); desde su punto de vista, nadie ha de ser enemigo, aunque el «otro» quiera seguir siendo enemigo y seguir odiando.

 

MEDITATIO

Jesús sigue perfilando su fascinante e intrigante proyecto evangélico elevando cada vez más el nivel de calidad hasta la igualdad con el Padre celestial. Jesús, que es el Hijo de Dios, pero también hijo del hombre, se atreve a desafiar el valor y la osadía humanos hasta lanzarlos hacia una perfección como la divina. A decir verdad, Jesús no emplea el sustantivo «perfección» (que designaría una «cosa» o una idea exterior), sino un adjetivo que se refiere a una situación personal: «Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». La palabra griega original, además de «perfectos/perfecto», significa también «completo», «maduro», «el que cumple con lo que tiene que hacer y lo hace a fondo».

El lugar del Padre es el cielo: símbolo de elevación, de limpieza, de inmensidad y espacio del Reino. Estos símbolos entran en la calidad del amor discipular a cada uno, no se afanan por bloquear a los otros en las categorías de prójimo-enemigo, aliados-perseguidores, malvados- buenos, amigos-hermanos. Es una selección prohibida a todo el que pretenda ser y seguir siendo hijo del Padre. Si el otro persiste como enemigo o perseguidor y malvado, rezarás por él, le favorecerás. Jesús no entra en sutilezas en lo que afecta al riesgo de caer en lo genérico, como el oceánico «querámonos bien», el indiferenciado e insignificante «amar a todos por igual y no amar a nadie en concreto». La categoría de concreto aparece repetida y abundantemente detallada en el mensaje neotestamentario. «Orar», «beneficiar» (imagen del sol y de la lluvia), son también signos de concreción. La colecta emprendida por Pablo es otra nota de concreción por parte de quien no olvida un compromiso sustancial de la Iglesia: acordarse de los pobres (Gal 2,10).

La perícopa evangélica, al señalar maduraciones de bienaventuranzas como las de la humildad y la misericordia, los pacíficos y los perseguidos, alcanza una cima del radicalismo evangélico verdaderamente maximalista: la calidad de los perfectos como la del Padre celestial perfecto. Un término inaudito en labios humanos: concreto en los labios de Jesús, hijo divino y hermano humano.

 

ORATIO

Señor, gracias por tu misericordia, que se muestra benéfica conmigo cuando me ve bueno y cuando me ve malvado. Señor, recompensa como yo no sé hacer a todos los que me aman y me hacen bien; reconcilia conmigo a quienes me persiguen y me odian.

Señor, acrece el conocimiento y el testimonio de la gracia de Jesucristo, que, de rico como era en cuanto Hijo de Dios, se hizo pobre por mí, para que yo llegara a ser rico por medio de su empobrecimiento como hombre. Escúchanos, Señor, para que te alabemos mientras vivamos.

 

CONTEMPLATIO

Cuando Jesús está presente, todo es bueno y no parece cosa difícil, mas, cuando está ausente, todo es duro. Cuando Jesús no habla dentro, vil es la consolación, mas, si Jesús habla una sola palabra, gran consolación se siente.

¿No se levantó María Magdalena luego del lugar donde lloró, cuando le dijo Marta: «El Maestro está aquí y te llama»? (Jn 11,28). ¡Oh, bienaventurada ahora, cuando Jesús llama de las lágrimas al gozo del espíritu! ¡Cuan seco y duro eres sin Jesús! Cuan necio y vano si codicias algo fuera de Jesús! Dime: ¿no es peor daño que si todo el mundo perdieses?

Ama a todos por amor a Jesús, mas a Jesús por sí mismo; sólo a Jesucristo se debe amar singularísimamente, porque Él solo se halla bueno y fidelísimo, más que todos los amigos.

Por El y en Él debes amar a amigos y enemigos, y rogarle por todos para que lo conozcan y lo amen. Nunca codicies ser loado y amado singularmente, porque eso sólo a Dios pertenece, que no tiene igual; ni quieras que alguno ocupe contigo su corazón, ni tú ocupes el tuyo con el amor de nadie; mas sea Jesús en ti y en todo hombre bueno (Tomás de Kempis, La imitación de Cristo, II, 8, 1.4, San Pablo, Madrid 1997).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Alabaré al Señor mientras viva» (del salmo responsorial).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Es una cualidad específica del amor cristiano no tener en cuenta ni la diversidad ni el carácter negativo de una persona (cf. 1 Cor 13,5). En una palabra, el amor cristiano arranca del rostro del prójimo cualquier elemento que lo muestre como diferente o como adversario. Cuando el cristiano haya purificado así sus propios ojos, no verá en nadie el rostro de un enemigo.

Nadie le será ya enemigo; todos se le presentarán como personas humanas; más aún, como hermanos, porque son en todo iguales a él. La mirada purificada ve un mundo humano diferente, que no es otra cosa sino el mundo verdadero. El absurdo de «amar a los enemigos» se transforma en la lógica de amar a cada uno de los seres con quienes compartírnosla humanidad.

En ese momento, que puede ser calificado de negativo, alcanza el Evangelio una serie de elementos positivos, y a partir de ellos se hace manifiesto que el perdón ha cancelado por completo del ánimo cristiano toda sombra de venganza y de resentimiento, y el corazón se ha reconciliado por completo, para derramar sobre los enemigos todo tipo de bienes [...]. Dirigirse a Dios para obtener de El el bien para los enemigos es, innegablemente, signo de perdón otorgado y de ánimo reconciliado (M. Masini, // Vangelo del perdono, Milán 2000, pp. 153ss).

 

 

Día 19

Miércoles 11ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 9,6-11

Hermanos:

6 Tened esto presente: el que siembra con miseria, miseria cosecha; el que siembra generosamente, generosamente cosecha.

7 Que cada uno dé según su conciencia, no de mala gana ni como obligado, porque Dios ama al que da con alegría.

8 Dios, por su parte, puede colmaros de dones, de modo que teniendo siempre y en todas las cosas lo suficiente, os sobre incluso para hacer toda clase de obras buenas.

9 Así lo dice la Escritura: Distribuyó con largueza sus bienes a los pobres, su generosidad permanece para siempre.

10 El que proporciona simiente al que siembra y pan para que se alimente, os proporcionará y os multiplicará la simiente y hará crecer los frutos de vuestra generosidad.

11 Colmados así de riqueza, podréis ser generosos en todo, lo cual, por mediación mía, producirá acción de gracias a Dios.

 

*•• El argumento exclusivo de la perícopa de hoy sigue siendo la participación en la colecta de los cristianos de Corinto. Éstos, que figuraban entre los primeros promotores de la mencionada colecta, son estimulados por Pablo a llevarla a término.

La perícopa referida «cuenta» la razón que indujo al apóstol a enviar a Corinto, antes de su proyectada llegada a esta ciudad, a Tito -compañero y colaborador suyo como guía de una delegación, para organizar la conclusión de la empresa y recoger lo que cada uno hubiera decidido dar según los medios de que dispusiera (probablemente dinero). Pablo lanza una llamada al orgullo de sus discípulos: conoce su buena voluntad y su carácter ejemplar, confía en su prontitud y está seguro de que en nada de esto se verá desmentido (2 Cor 9,2-5). Recuerda algo que es obvio, pero adecuado para incentivar: el que siembra de modo miserable, sólo miseria recogerá. Ni que decir tiene que hay que optar por una siembra abundante, que producirá una abundante cosecha.

La insistencia en ciertos resortes psicológicos representa, en el estilo pedagógico de Pablo y también en el contexto en el que nos movemos, una pausa en las argumentaciones antropológicas utilizadas como motivación ulterior para centrar el objetivo de la solidaridad entre gentes unidas en la fe, aunque forjadas en diferentes etnias, como son los cristianos de Jerusalén y los de Corinto: también éstos sabían que cuantos han sido bautizados en un solo Espíritu forman un solo cuerpo, ya sean judíos o griegos (1 Cor 12,13). También hay razones humanas que inducen a apoyar ciertas empresas, como es el caso de la solidaridad en contingencias desfavorables. Con todo, siguen teniendo prioridad las coordenadas teológicas (las convicciones en torno a la identidad de Dios, que «ama al que da con alegría») y teologales (la convicción de que el pensar y el obrar con misericordia también es don de Dios, que tiene poder para «colmaros de dones»).

 

Evangelio: Mateo 6,1-6.16-18

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

1 No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces vuestro Padre celestial no os recompensará.

2 Por eso, cuando deis limosna, no vayas pregonándolo, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los alaben los hombres.

Os aseguro que ya han recibido su recompensa.

3 Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha.

4 Así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.

5 Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su recompensa.

6 Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.

16 Cuando ayunéis, no andéis cariacontecidos como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su recompensa.

17 Tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara,

18 de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre, que ve hasta lo más escondido, te premiará.

 

**• El primero de los cuatro aforismos de Jesús indica el parámetro evangélico para las motivaciones comportamentales en las obras buenas como la limosna, la oración y el ayuno. Por desgracia, la búsqueda de la admiración humana impide la recompensa del Padre celestial. Jesús se muestra drástico: o el hombre o Dios. A la impugnación de la hipocresía (rebatida en confrontaciones con otros, como los maestros de la Ley y los fariseos en Mt 23,5, por ejemplo), añade Jesús su propia propuesta positiva, alternativa y cualificativa.

Primera alternativa: la discreción. La limosna debe ir acompañada de la discreción. La limosna es con frecuencia un gesto público (Me 12,41-44: en el templo; Me 10,46: a lo largo del camino). Jesús ejemplifica la discreción denunciando dos actitudes negativas: la publicidad (no tocar las trompetas) y el narcisismo {«que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha»: se trata de una especie de autopublicidad, de un remirar en el espejo nuestra propia silueta de hombres generosos). La discreción redunda también en beneficio de quien recibe la limosna, una persona que ya está atribulada y no tiene ninguna necesidad de ulteriores sufrimientos, como la publicidad de su estado precario y la humillación de proteccionismos solapados o de miradas desdeñosas. La discreción es el espacio en el que Dios recompensa: es el secreto de la conciencia.

Segunda alternativa: la soledad. A la oración le conviene la soledad. Jesús conoce y nos anima a la oración en común, como en la liturgia, las peregrinaciones, los sacrificios. La impugnación del exhibicionismo, incluso eucológico (conjunto de oraciones contenidas en un formulario litúrgico), apunta a volver a colocar la relación en su posición correcta: la centralidad no ha de recaer en el orante, sino en Dios. El diálogo personal con Dios en la oración encuentra su espacio óptimo en el secreto de la intimidad, significada también en el retiro logístico. El mismo Jesús se retirará a menudo para orar al Padre en la soledad, que es intimidad (Me 1,35; Mt 14,23; Le 5,16). La soledad no es aislamiento, ni exclusión, rechazo de los otros o del que vive con nosotros, hacia los cuales ha de volver el orante recompensado por el Padre, o sea, con la gracia potenciada de la filiación y con un madurado sentido de la fraternidad.

Tercera alternativa: la normalidad. El ayuno como signo penitencial debe ir acompañado de la normalidad exterior, que debe conservar una singularidad existencial (el ayuno no es una práctica habitual y ferial, por lo general). El ayuno es, sobre todo, un signo penitencial y un entrenamiento ascético en el que la austeridad, el control autocrítico, los proyectos de un futuro reestructurado se verían disturbados por el exhibicionismo, el simbolismo exasperado, la sorpresa y la compasión o conmiseración de los otros, por una finalidad egoísta y egocéntrica. Jesús mismo ayunó en soledad (Mt 4,2), aun cuando tanto él como sus discípulos se sentían libres respecto a la fórmula envejecida por las tradiciones (Mt 9,15), si bien estaba convencido de que cierto tipo de demonios no pueden ser expulsados más que con la oración y el ayuno (Me 9,29).

El eje de sustentación que unifica y da valor a las

alternativas innovadas por Jesús es la recompensa por parte del Padre: el «secreto» no es la «ocultación» de la clandestinidad, ni tiene nada de esotérico ni de oculto; es, más bien, la intimidad de una experiencia personalísima que se vive y no se llega a decir: se atestigua.

 

MEDITATIO

De los cuatro aforismos de Jesús referidos en el primer evangelio, el segundo de ellos tiene que ver con empresas semejantes a la fomentada en el fragmento paulino. Mateo dice: cuando des limosna, no hagas tocar las trompetas. El término griego empleado por Mateo expresa la limosna como el paso de un óbolo de la mano del donante a la del que pide, pero ilustra también una actitud de compasión, una motivación de beneficio y protección. Pablo se sirve de perífrasis y emplea una sola vez la palabra «colecta» (1 Cor 16,1), para definir la acción a la que ésta alude literalmente, a saber: la recogida de fondos en beneficio de los pobres (los hermanos de Jerusalén).

Jesús impugna la publicidad dada a la limosna cuando la acción buena es objeto de alarde por el orgullo de la propia imagen. Pablo pide la participación pública en una buena acción análoga situada en una perspectiva comunitaria. Ambos, Jesús y Pablo, motivan el gesto caritativo situando la satisfacción y la recompensa de la limosna secreta en Dios Padre, según Jesús; y de la colecta comunitaria, en Dios y, concretamente, en el Señor Jesús, según Pablo. Jesús confirma la validez de la limosna, pero le quita e impugna las motivaciones egocéntricas y equívocas, reconociendo la fragilidad de la recompensa recibida de la alabanza de los hombres y garantizando, en cambio, la solidez de la recompensa secreta por parte del Padre celestial.

La naturaleza de tal recompensa no se nos revela. A buen seguro, tiene recompensa, desde la perspectiva maximalista del Evangelio, el testimonio dado a favor de Dios Padre, y esa recompensa la recibe ante todo el que da limosna. Una obra buena recompensada con este testimonio es, ciertamente, la limosna en sentido literal, aunque también toda palabra y todo gesto de misericordia, de comunión, de solidaridad que comunica el amor de Dios y la máxima recompensa.

Las palabras de Pablo abundan todavía más en la motivación de la recompensa otorgada por el mismo Cristo y por Dios. El fragmento de hoy señala una espléndida: «Dios ama al que da con alegría». Dios es el primero en dar; por consiguiente, él mismo está en la alegría, está alegre. Y, en consecuencia, prefiere y aprueba «al que da con alegría»: esta formulación del texto original eleva la calidad de la persona. Dios ama no sólo a quien da con alegría, sino sobre todo al donante alegre, o sea, al que tiene una personalidad alegre y oferente al mismo tiempo. Y este pasar del hacer dones con alegría (episodios de bondad) a ser donante feliz (continuidad) supone otro «máximo».

 

ORATIO

Señor, te bendecimos por Jesús, don de tu compasión hacia nosotros, menesterosos de tu caridad: reaviva en nosotros, que hemos encontrado misericordia, la bienaventuranza de los misericordiosos como tú eres misericordioso, Dios Padre nuestro.

Señor, te bendecimos por Jesús, hermano, que en nombre nuestro te ha tributado alabanza e intercede de continuo por nosotros ante ti: reaviva en nosotros la bienaventuranza del corazón puro, para que al orar podamos verte a ti, Dios, Padre nuestro, en lo secreto de nosotros mismos y en los signos de tus criaturas.

Señor, te bendecimos por Jesús, hombre fuerte que con el ayuno superó en nombre nuestro las provocaciones del maligno: reaviva en nosotros la bienaventuranza del hambre y de la sed de justicia, para que podamos saciarnos con toda palabra que sale de tu boca, Dios, Padre nuestro.

 

CONTEMPLATIO

El que, habiendo dado limosna a cien, despide a otros muchos -que se lo piden y gritan- a los que también puede dar limosna y de comer y de beber, es juzgado por Cristo como alguien que no le ha dado de comer a él, puesto que en todos ellos está él, que es alimentado por nosotros en cada uno de los más pequeños.

El que ofrece hoy a todos todo lo necesario para el cuerpo pero, mañana, pudiendo hacerlo, desatiende a algunos hermanos y deja que perezcan de hambre, de sed, de frío, no se ha preocupado de que era él quien moría y ha despreciado precisamente al que le dice: «Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

Quien ha recibido la orden de considerar al prójimo como a sí mismo (cf. Le 19,18) no debe considerarlo así solamente un día, sino toda la vida; a quien se le ha ordenado que dé a todo el que le pida {cf. Mt 5,42) se le ha ordenado hacerlo toda la vida, y a quien desea que los otros le hagan el bien que desea {cf. Mt 7,12) se le pedirá que haga también él esto mismo a los otros (Simeón el Nuevo Teólogo, Capitoli pratici e teologici, pp. 112-113.115).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6,6).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

De la oración obtengo una certeza, una palabra «para mí», una semilla de luz y de calor, que deposito en lo vivo del alma. A lo largo de la ¡ornada, ya en el trabajo, en la carrera en medio de los hombres, vuelve a tomar vigor esta certeza. Esta palabra «para mí» escuchada de nuevo, esta semilla de vida y de amor la mantengo viva como punto de referencia y de confrontación continua para lo que digo y escucho, para lo que hago y vivo, para lo que veo hacer y vivir. Así, voy adquiriendo poco a poco una atención interior que es capaz de resistir cada vez más a la distracción, a las insinuantes invasiones de la superficialidad, a los golpes violentos y agotadores del comportamiento mecánico. Poco a poco, el esfuerzo fragmentario se vuelve actitud permanente, casi un «hilo conductor» que desde dentro se desata y ata y sostiene las horas, los sentimientos, los gestos, las opciones, las responsabilidades. Crece el gusto por lo auténtico y lo profundo, crece el disgusto por lo convencional y lo adulterado.

En esta maduración de la sensibilidad y de la atención humana, echa sus raíces y se dilata la capacidad de ver y de interpretar todavía más «desde lo alto». La fe se convierte cada vez más en un modo natural y en un movimiento espontáneo de ver y de juzgar según Dios, de afrontar la realidad y decidir siguiendo una conciencia clara y vigorosa, sencilla y recta, como la que el Evangelio exige y da (U. Vivarelli, La difficile fede cristiana, Sotto ¡I Monte 1982, pp. 80ss).

 

Día 20

Jueves 11ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 11,1-11

Hermanos:

1 ¡Ojalá me disculpéis si desvarío un poco! Estoy seguro de que lo haréis,

2 pues mis celos por vosotros son celos a lo divino, ya que os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como si fuerais una virgen casta.

3 Pero temo que, así como la serpiente engañó a Eva con su astucia, así también se perviertan vuestros pensamientos y os aparten de la sinceridad y pureza que debéis a Cristo.

4 De hecho, si viene alguno y os anuncia a un Jesús distinto del que os hemos anunciado, o recibís un espíritu distinto del que recibisteis, o un Evangelio diferente del que habéis abrazado, lo soportáis tan a gusto.

5 ¡Pues creo que no soy nada inferior a esos superapóstoles!

6 Y si carecemos de elocuencia, no nos faltan conocimientos, como os lo hemos demostrado cumplidamente en las más diversas circunstancias.

7 ¿Es que he cometido un pecado al anunciaros de balde el Evangelio de Dios, humillándome yo para que vosotros fueseis ensalzados?

8 He tenido la sensación de despojar a otras iglesias al aceptar de ellas un salario para serviros a vosotros.

9 Y cuando estaba entre vosotros y me encontré necesitado, a nadie fui gravoso; los hermanos venidos de Macedonia fueron los que me atendieron en mis necesidades. Me he cuidado muy mucho de seros gravoso, y me seguiré cuidando.

10 Por Cristo, en quien creo, os aseguro que nadie en todas las regiones de Acaya me arrebatará este motivo de orgullo.

11 ¿Acaso habré hecho esto porque no os amo? Bien sabe Dios que os amo.

 

**• La perícopa de hoy y las dos siguientes siguen a Pablo en el itinerario de una justificación autobiográfica frente a la comunidad de Corinto. Forzando de una manera deliberada -y también por razones de captatio benevolentiae- rasgos de su propia personalidad (a buen seguro incontrolable e imprevisible y excesiva, pero en modo alguno «loca», como denunciaría una traducción excesivamente literal del versículo inicial), Pablo declara su sentido de la responsabilidad con una comunidad eclesial que él mismo, según la gracia que le ha sido concedida, ha edificado como «sabio arquitecto» (1 Cor 3,10). Es, y se precia de serlo, el mediador del desposorio de aquella Iglesia con Cristo. El símbolo del amor matrimonial constituye un soporte básico que figura entre los más fructuosos en la eclesiología cristológica de Pablo: aunque él es célibe (lo deducimos de 1 Cor 7,7), conoce las situaciones matrimoniales y las emplea en su magisterio {cf. Ef 5,25b-27).

Cristo es el esposo, la Iglesia es la esposa: el connubio sirve como signo del amor oblativo, liberador, purificador. Pablo, mediador de esas nupcias, permanece vigilante para que la esposa (o prometida) -la Iglesia de Corinto- persevere en la firmeza del vínculo con Cristo sancionado con la acogida del Evangelio. Pablo tiene miedo de que la fragilidad de la fe de los corintios en ese Evangelio les haga correr el riesgo de ser disuadidos de la sencillez y pureza iniciales, en las que fueron formados por él. Parece bien informado del riesgo que supone la presencia en la comunidad de un predicador de poco fiar «sobrevenido» (literalmente: «el que viene», un predicador itinerante) y de la seducción producida por ciertas catequesis evangélicas discordantes de las suyas. No sabemos a ciencia cierta si estas palabras son un aviso previo o si tuvo lugar la intrusión de los «superapóstoles» (con el adverbio puesto irónicamente como prefijo del sustantivo). De todos modos, la prevención sigue siendo un método eficacísimo en el recorrido de la evangelización.

La defensa de la indisolubilidad de la unión eclesialcristológica y la salvaguarda de seducciones catastróficas como aquella en la que tropezó Eva {cf v. 3) hacen comprensibles los «celos a lo divino» que atosigan al apóstol (la frase se podría traducir también, a la luz del contexto, de este modo: «Os considero felices con una felicidad de Dios»). Pablo llega siempre a declaraciones de amor dirigidas, además de a Cristo, a discípulos como los cristianos de Corinto: «¿Acaso habré hecho esto porque no os amo? Bien sabe Dios que os amo» (v. 11).

 

Evangelio: Mateo 6,7-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

7 Y al orar, no os perdáis en palabras, como hacen los paganos creyendo que Dios les va a escuchar por hablar mucho.

8 No seáis como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis.

9 Vosotros orad así: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre;

10 venga tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo;

11 danos hoy el pan que necesitamos;

12 perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;

13 no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.

14 Porque si vosotros perdonáis a los demás sus culpas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial.

15 Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas.

 

**• En el marco del evangelio de Mateo, el pasaje evangélico de hoy se encuentra insertado entre las perícopas presentadas en el leccionario para el día de ayer y precisamente como continuación y ejemplificación de la oración secreta. La oración peculiar de los discípulos de Jesús es el Padre nuestro. Mateo recoge la fórmula más larga, acogida en la liturgia y ofrecida espontáneamente por el Maestro. Lucas (11,1-4) transmite una fórmula más reducida, entregada por Jesús a petición de alguno de los discípulos, probablemente seducido por el ejemplo del Maestro, que se había retirado a orar. Esta ubicación configura una interpretación del hecho: la oración del Padre nuestro es un don de Jesús y una necesidad de los discípulos.

La visión sinóptica de ambas fórmulas (primero la de Mateo y después la de Lucas) mueve a reflexiones y comentarios inmediatos:

Padre nuestro, que estás en el cielo, Padre, santificado sea tu nombre; santificado sea tu nombre

10 venga tu Reino; venga tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo;

11 danos hoy el pan que necesitamos; danos cada día el pan que necesitamos

12 perdónanos nuestras ofensas, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos porque también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; a todo el que nos ofende,

13 no nos dejes caer en la tentación y no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.

 

MEDITATIO

La intuición y la experiencia de las comunidades eclesiales han empezado y terminado por colocar el mensaje de la oración que Jesús enseñó a sus discípulos en el centro de la relación con Dios y de las motivaciones de su proyección en la vida. La fe y el diálogo con Dios, el Padre, constituyen la experiencia y la enseñanza de Jesucristo, el Hijo del Padre. La voz humana sube de la tierra al cielo confiando en Dios, nuestro Padre: no se dirige a una divinidad absoluta e indistinta, sino al Dios paterno (y materno). La liturgia dialoga desde siempre con el Padre en Cristo por el Espíritu.

La revelación manifestada por Jesucristo de que Dios es padre -«mi padre y vuestro padre»- remite la palabra y la acción a la vida: el cielo y la tierra constituyen el espacio de la sintonía y de la sinergia entre Dios y los hijos de Dios. La oración de Jesús, al evitar la convicción de que la sobreabundancia de palabras es indispensable para ser escuchados, más que un ritual es un estilo, una manera de situarse en el hoy de cara al futuro. La oración del Padre nuestro es una profesión esencial de fe, una animosa declaración de intenciones. La ubicación contextual en el evangelio sugiere la concreción de la «cultura del Padre nuestro»: antes y después del Padre nuestro está el carácter visible de unas coherencias concretas en el orden cotidiano de los asuntos de la vida humana y en el carácter real de las personas, que son hijos de nuestro Padre y se han convertido en hermanos nuestros.

Así pues, la oración de Jesús puede germinar en el corazón y florecer en los labios de cualquier hombre y mujer: con la única, coherente y visible condición de estar convencido de que Dios es padre y de que todos los hijos de Dios son hermanos.

 

ORATIO

Padre nuestro. Padre de todos nosotros, hombres y mujeres que vivimos hoy porque somos tus hijos. Nosotros renovamos ahora nuestra fe en ti, que desde tu cielo vigilas atento sobre nosotros. Renovamos nuestra confianza en tu nombre santo de Dios paterno y materno. Renovamos nuestro propósito de secundar laboriosos sobre nuestra tierra tu voluntad, que baja del cielo. Te estamos agradecidos porque cada día nos ofreces, para que nos saciemos, el viático del sustento de tu amor repleto de energía. Reconocemos que no somos acreedores tuyos, sino sólo deudores respecto a ti, en cuanto pecadores, y te garantizamos que aprenderemos de ti a olvidar, apaciguados, las deudas de nuestros deudores.

Nosotros, que caminamos por caminos accidentados de buscadas y súbitas tentaciones, te suplicamos que no nos abandones a la compañía del maligno. Así sea, Padre nuestro.

 

CONTEMPLATIO

La oración es el estado de ánimo que nos uniforma con Dios y, en cierto sentido, un diálogo familiar y piadoso, una pausa de la mente iluminada para gozar de la compañía de Dios todo lo que le está permitido.

El agradecimiento es, en la percepción y en el conocimiento de la gracia de Dios, la tensión inflexible de la buena voluntad hacia Dios, aun cuando, en ocasiones, la acción exterior o el estado de ánimo interior lleguen a faltar o se debiliten. Ésa es precisamente la situación de la que afirma el apóstol: «El querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo, no» (Rom 7,18). Es como si dijera: existe siempre, pero en ocasiones yace inerte y, por consiguiente, ineficaz, puesto que deseo realizar obras buenas, pero no lo consigo. Ésa es la caridad que nunca desmaya.

Ésta es la oración ininterrumpida, o la acción de gracias,

de la que dice el apóstol: «Orad en todo momento. Dad gracias por todo» (1 Tes 5,17ss). Ésta es, en efecto, la inagotable bondad de un corazón y de un ánimo bien dispuesto y, en los hijos de Dios para con el Padre, una especie de semejanza con su bondad (Guillermo de Saint-Thierry, La lettera d'oro, pp. 179-181).

 

ACTIO

Celebra -no «recites»- y vive hoy la Palabra: «Padre nuestro, que estás en el cielo...» (Mt 6,9ss).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La escuela de oración de Jesús presupone su escuela de vida. Para comprender la oración de Cristo no basta con conocer el mensaje del Reino; es preciso sentir hasta el fondo sus intereses y vivir su misma aventura.

El Padre nuestro no es una oración para todos; es una oración para los apóstoles, revelada antes que a nadie a aquellos que dejaron casa, familia y profesión y lo arriesgaron todo para seguir, sin reservas, a este curandero itinerante. «"Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos". Jesús les dijo: "Cuando oréis, decid: Padre"» (Le 11,1). Vosotros, discípulos; vosotros, grupo mío que buscáis el Reino; vosotros, amigos de los pequeños. También hoy, para poder rezar la oración de Jesús, es preciso ser de los suyos; sólo pueden rezarla los que se esfuerzan por vivir, siguiendo el ejemplo de los primeros discípulos, una vida de seguimiento. La escuela de oración de Jesús no nos dice por qué debemos orar, sino cómo debemos ser y vivir para poder orar de ese modo. La escuela de oración de Jesús presupone su escuela de vida: vivir proyectados hacia el Otro, existir para Dios, para curar la vida. Jesús no nos ha revelado una oración, sino que nos ha revelado a nosotros mismos a través de una oración (E. Ronchi, // canto del pane, Bornato 19953, pp. 18ss).

 

Día 21

San Luis Gonzaga

 

Luis nació el 9 de marzo de 1568 en Castiglione delle Stiviere (Mantua). Fue el primogénito del marqués Don Ferrante, almirante del rey de España, y de Doña Marta, de los condes de Sántena (Turín). Después de pasar más de dos años en la corte de los Médici en Florencia y un año en la de los Gonzaga en Mantua, Luis permaneció durante mucho tiempo en la corte de Felipe II, en Madrid.

Sin embargo, al mismo tiempo, la gracia iba obrando en él proyectos muy diferentes, de modo que, vuelto a Castiglione en 1584, el prometedor condotiero soñado por Don Ferrante libró durante más de un año una batalla «completamente distinta»: contra su padre (aunque apoyado por su madre), a fin de realizar un sueño «completamente distinto», en la corte de un Rey crucificado.

Una vez vencida la oposición paterna, el 2 de noviembre del año 1585, y renunciado al marquesado en favor de su hermano Rodolfo, Luis entró en el noviciado romano de los jesuitas.

Estaba a punto de recibir la ordenación sacerdotal cuando, al estallar una epidemia de tifus petequial, fue contagiado mientras curaba a los «apestados» y, con sólo veintitrés años, murió el 21 de junio de 1591, en la octava del Corpus Christ¡, como había predicho.

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 11,18.21-30

Hermanos: Pero son tantos los que presumen de glorias humanas que también yo presumiré.

21 ¡Vergüenza me da haber sido tan respetuoso con vosotros! Pero a lo que cualquier otro se atreva -ya sé que hablo como un necio- me atrevo también yo.

22 ¿Son hebreos? También yo. ¿Israelitas? También yo. ¿Descendientes de Abrahán? También yo.

23 ¿Ministros de Cristo? Voy a decir un desatino: más que ellos lo soy yo. Les aventajo en fatigas, en prisiones, no digamos en palizas y en las muchas veces que he estado en peligro de muerte.

24 Cinco veces he recibido de los judíos los treinta y nueve golpes de rigor;

25 tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado; he pasado un día y una noche a la deriva en alta mar.

26 Los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de salteadores, de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en despoblado, en el mar; peligros por parte de falsos hermanos.

27 Trabajo y fatiga, a menudo noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez.

28 Y a todo esto añádase la preocupación diaria que supone la solicitud por todas las iglesias.

29 Porque ¿quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién es puesto en trance de pecar sin que yo me abrase por dentro?

30 Aunque, si es preciso presumir, presumiré de mis flaquezas.

 

*+• Mientras se encamina hacia el epílogo de la segunda carta a los Corintios, Pablo atraviesa un punto culminante de la dialéctica entre el orgullo de su propia identidad y la debilidad de aquella comunidad eclesial.

La perícopa de hoy es una antología documentaría de esto. El apóstol es consciente de que lo que está diciendo no lo dice según el Señor, sino como alguien que desvaría en la confianza de poder presumir (v. 17). Se trata de unas palabras (omitidas por el leccionario) que, en última instancia, iluminan la psicología del apóstol y clarifican su método de evangelización. Consiste éste en la implicación de la persona en su humanidad integral; en la distinción del carácter gradual de la autoridad de la Palabra (en el caso que nos ocupa, la justificación autobiográfica y las aclaraciones sobre los comportamientos no forman parte del Evangelio, no coinciden con la Palabra de Dios); en la defensa de su propia personalidad a modo de defensa de la validez del mensaje transmitido.

Pablo está persuadido de que semejante criterio sigue siendo indispensable para salvaguardar el Evangelio entregado por él a los corintios, gente oscilante y proclive a recoger todo y lo contrario de todo; tormento del apóstol, que les recrimina con palabras fuertes, incluso duras (omitidas en el leccionario), que, sin embargo, revalidan la robustez de su amor por el Evangelio, por la Iglesia de Corinto, por su propia diaconía apostólica (v. 21). Por esas precisas razones se avergüenza de haberse mostrado débil con la comunidad.

Su presumir roza el desafío con la jactancia de otros (los «superapóstoles» del pasaje de ayer) que molestan a los corintios y exhiben presunciones - a su juicio- para abrirse brecha en la comunidad, desacreditar al apóstol y manipular su enseñanza evangélica. Ese «presumir» insistente podría parecer una falta en la limpia y transparente corrección de Pablo. Éste emplea también con frecuencia otros términos conexos con esa actitud: jactarse (Rm 5,2), jactancia (Flp 2,16), razón para la jactancia (1 Tes 2,19). La rehabilitación pulida de esta actitud ya la había empleado Pablo en otras ocasiones para enseñar a los corintios: «El que presuma, que presuma en el Señor» (1 Cor 1,31; 2 Cor 10,17).

 

Evangelio: Mateo 6,19-23

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

19 No acumuléis tesoros en esta tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones socavan y roban.

20 Acumulad mejor tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones no socavan ni roban.

21 Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón.

22 El ojo es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado;

23 pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo está en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tiniebla, ¡qué grande será la oscuridad!

 

**• Con otros dos aforismos perfila el evangelio de Mateo otros dos ámbitos del proyecto evangélico de Jesús confiado a los discípulos. En ellos encontrarán también los proyectos sociales y los comportamientos individuales un próspero fundamento como cultura de lo esencial y mentalidad de la transparencia.

Los dos apotegmas son, desde el punto de vista didáctico, independientes entre sí. El primero incentiva la acumulación cualificada. El verbo «acumular» está repetido, señal de insistencia. El texto griego usa la fórmula sintáctica del acusativo interno: «No acumuléis tesoros» (v. 19). Este verbo ilumina actitudes como depositar en el tesoro (en nuestros días, los institutos de crédito), reunir-recoger-coleccionar, conservar; ese sustantivo designa todo lo que se tiene en custodia o en depósito, multiplicidad, acumulación. La variedad de significados se ramifica en pluralidad de comportamientos.

La razón aducida por Jesús para no acumular parece ajena a motivaciones ascéticas, místicas, espirituales, y estar apoyada más bien en razones de sagacidad y en cálculos bien terrenos: presta atención, los objetos de tu opulencia atraen a los efractores y a los atracadores. Y esto es una verdad evidente en las crónicas de sucesos. Sin embargo, la razón del «sí» a la acumulación es de naturaleza espiritual: deposita tus bienes en el cielo, donde están garantizados, salvaguardados, incrementados seguramente con los intereses. La razón de la alternativa pone de manifiesto las razones de la vida: la personalidad (el corazón) está plasmada por la interpretación y por la colocación de los valores (tesoro).

El segundo dicho de Jesús tiene que ver con la rectitud global del individuo. También ese modo de ser parece ajeno a motivaciones místicas y ascéticas: está engastado en el evangelio como un elemento precioso de la «cultura» humana, como modelo de evaluación y plasmación de la psicología de la persona. La alegoría de la luz/tinieblas y del ojo nos ayuda a comprender un mensaje sencillo y profundo: presta atención a los condicionamientos que modifican tu personalidad. El ojo es una puerta de entrada y de salida: introduce lo exterior en el interior, lee lo exterior con las gafas del interior. Jesús nos orienta a comprobar si nuestro ojo está sano (literalmente, sencillo, franco, veraz), o sea, a controlar la corrección de nuestra relación con la realidad; nos amonesta a vigilar si nuestro ojo está enfermo (literalmente, malo, perjudicial, defectuoso, estropeado, vicioso), o sea, a controlar la distorsión individualista de la realidad. La conclusión, lanzada como una alarma, nos mueve a la elección definitiva: la opción radical y positiva que Jesús nos propone.

 

MEDITATIO

Estos dos apotegmas de Jesús no dicen en qué consisten ni el tesoro ni la luz  ni las tinieblas. La razón es que los destinatarios del mensaje son sus discípulos, y éstos los conocen bien y van aumentado sus conocimientos de los mismos.

Saben que el tesoro no son los bienes terrenos, que, aunque son preciosos, son caducos, inertes, transeúntes (Le 12,21; Mt 13,52). Saben que el tesoro es el patrimonio que plasma la propia «cultura», que forja la mentalidad y condiciona los comportamientos (Mt 12,35). Saben que el tesoro es el Reino de los Cielos, para comprar el cual vale la pena vender todo lo que tienen, es decir, apostar más por él que por otras cosas de este mundo ambiguas e impracticables (Mt 13,44). Y saben asimismo que el Reino se hace visible siguiendo a Cristo en la pobreza evangélica compensada por «un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). El cielo, como lugar de depósito y de reapropiación del tesoro, es, qué duda cabe, «la vida eterna en el paraíso», pero también la maduración de ésta en el «Reino de los Cielos», que equivale a discipulado del Evangelio, seguimiento de Cristo, comunidad eclesial en la historia.

Los discípulos saben que el Verbo de Dios es la luz verdadera venida al mundo para iluminar a todo hombre (Jn 1,4.9; 3,19). Han aprendido de labios del mismo Jesús que él es la «luz del mundo», de suerte que quien le sigue «no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12); han aprendido que ellos mismos son la luz del mundo y a tener dispuesto el empeño para dar testimonio de su brillo (Mt 5,14-16). Los discípulos saben que la tiniebla es la ajenidad o el exilio del Reino, esto es, de los valores evangélicos, así como lejanía y rechazo existencial de Cristo, donde se encuentran las tinieblas, el llanto y el rechinar de dientes (Mt 22,13; 25,30).

 

ORATIO

«El Señor libra a los justos de todas sus angustias» (del salmo responsorial).

Perdona toda nuestra vanagloria, Señor, para que poseamos el don de la fe y la capacidad de servir a diario en el Reino de los Cielos: enséñanos a colaborar con los otros servidores del Evangelio en la bienaventuranza de cuantos tienen hambre y sed de tu salvación.

Señor, perdona nuestra codicia de acumular para nosotros mismos los bienes de la tierra y los bienes de la espiritualidad: enséñanos a compartir los dones de la bienaventuranza de la pobreza para la que nos capacita el Espíritu Santo.

Señor, perdona nuestras miradas torvas, codiciosas y pesimistas sobre nuestra vida diaria y sobre lo que nos rodea: enséñanos la bienaventuranza de los limpios de corazón que ven lo bueno, huella de tu belleza y de tu amor.

 

CONTEMPLATIO

Miremos nuestras faltas y dejemos las ajenas, que es mucho de personas tan concertadas espantarse de todo, y por ventura de quien nos espantamos podríamos bien depender en lo principal, y en la compostura exterior y en su manera de trato le hacemos ventajas. Y no es esto lo de más importancia, aunque es bueno, ni hay para qué querer luego que todos vayan por nuestro camino ni ponerse a enseñar el del espíritu quien por ventura no sabe qué cosa es, que con estos deseos que nos da Dios, hermanas, del bien de las almas podemos hacer muchos yerros, y así es mejor llegarnos a lo que dice nuestra Regla: «En silencio y esperanza procurar vivir siempre», que el Señor tendrá cuidado de sus almas. Como no nos descuidemos nosotras en suplicarlo a Su Majestad, haremos harto provecho con su favor. Sea por siempre bendito (Teresa de Ávila, Moradas del castillo interior, III, cap. 2, 13, BAC, Madrid 91997, p. 494).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Aunque, si es preciso presumir, presumiré de mis flaquezas» (2 Cor 11,30).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Otra libido fundamental que nos caracteriza es la libido possidendi. No cabe duda de que el hombre tiene no sólo el derecho, sino también el deber de vivir una relación con las cosas y con los bienes: sin esta relación que le permite satisfacer la necesidad del pan, de la casa y del vestido, el hombre no se construye a sí mismo ni vive esa plenitud que le corresponde en cuanto hombre y que la fe cristiana considera como vocación a ser pastor, rey, señor en el interior del orden creado.

Sin embargo, en esta relación con las «cosas» existe una grandísima tentación idolátrica: la seducción del ansia de posesión. ¿Y cuándo se vuelve idolátrica la relación con las cosas? Cuando la posesión llega a ser un fin en sí misma, justificando incluso el recurso a cualquier medio para obtenerlas; cuando se desea afirmar «lo mío» y «lo tuyo», contradiciendo una elemental exigencia de justicia e ignorando el destino universal de las cosas: entonces es cuando surge la idolatría.

A buen seguro, el ansia de poseer responde a un tipo de angustia y de lucha contra la muerte, a una búsqueda de omnipotencia y de seguridad que proceden de la sensación de poder adquirir todo, ae eliminar las necesidades satisfaciéndolas de inmediato (E. Bianchi, Da forestiero nella compagnia degli uomini, Milán 1997, pp. 72-74).

 

Día 22

Santo Tomás Moro

 

Tomás Moro nació en Londres en 1477. Recibió una excelente educación clásica y se graduó en Derecho en la Universidad de Oxford. Su carrera en leyes le llevó al parlamento.  En 1505 se casó con Jane Colt, con quien tuvo cuatro hijos. Jane murió joven, y Tomás contrajo nuevamente nupcias con una viuda, Alice Middleton.

Fue un hombre de gran sabiduría, reformador, amigo de varios obispos. En 1516 escribió su famoso libro Utopía. Su saber y su persona atrajeron la atención del rey de Inglaterra, Enrique VIII, quién lo nombró para importantes puestos en el reino y, finalmente, Lord Chancellor, canciller, en 1529. Pero Tomás renunció a sus cargos en 1532, cuando el rey Enrique persistió en repudiar a su esposa, Catalina de Aragón, para casarse con otra mujer, Ana Bolena, con lo cual el monarca se disponía a romper la unidad de la Iglesia y formar la Iglesia anglicana bajo su autoridad. Esto hizo que Tomás pasara el resto de su vida escribiendo, sobre todo, en defensa de la Iglesia. En 1534, con su buen amigo el obispo, después santo, Juan Fisher, rehusó rendir obediencia al rey como cabeza de la nueva Iglesia. Estaba dispuesto a obedecer al rey dentro de su campo de autoridad, lo civil, pero no aceptaba su usurpación de la autoridad sobre la Iglesia.

Cuando iba a ser martirizado, ya en el cadalso para la ejecución, Tomás dijo a la gente allí congregada que él moría como «buen servidor del rey, pero primero de Dios». Fue decapitado el 6 de julio de 1535.

 

LECTIO

Primera lectura: 2 Corintios 12,1-10

Hermanos:

1 ¿Hay que seguir presumiendo? Aunque es del todo inútil, me referiré a las visiones y revelaciones del Señor.

2 Conozco a un cristiano que hace catorce años -si fue con cuerpo o sin cuerpo no lo sé, Dios lo sabe- fue arrebatado hasta el tercer cielo.

3 Y me consta que ese hombre -si fue con cuerpo o sin cuerpo no lo sé, Dios los sabe-

4 fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar.

5 De ese hombre presumiré, porque, en cuanto a mí, sólo presumiré de mis flaquezas.

6 Y eso que, si quisiera presumir, no estaría diciendo desatinos, sino la pura verdad. Pero me abstengo de hacerlo, para que nadie me considere por encima de lo que ve o escucha de mí,

7 a causa de tan sublimes revelaciones. Precisamente para que no me sobreestime, tengo un aguijón clavado en mi carne, un agente de Satanás encargado de abofetearme para que no me enorgullezca.

8 He rogado tres veces al Señor para que apartase esto de mí,

9 y otras tantas me ha dicho: «Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad». Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo.

10 Y me complazco en soportar por Cristo flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil es cuando soy fuerte.

 

*+• Con las líneas de hoy se despide del apóstol Pablo el leccionario, agotando las propuestas de escucha de la segunda carta a los Corintios. En este pasaje prosigue el apóstol la apología de sí mismo, insistiendo a contraluz con la intención de defender la calidad del Evangelio y la validez de su servicio apostólico. Los versículos suprimidos perfilan la misma trama (2 Cor 1 l,31ss; 12,11-13,10).

El apóstol no se preocupa lo más mínimo de si molestará a los lectores con la repetición de las noticias autobiográficas destinadas a justificar «la necesidad de presumir». Más aún, llega incluso a confiar experiencias místicas propias, a las que llama «visiones y revelaciones del Señor». Los dos términos que emplea son complementarios en el griego original y fijan el itinerario de la mística, o sea, la meta de un itinerario ascensional del hombre (las «visiones» son precisamente un ver, un mirar) y de un itinerario de descenso de una entidad trascendental (la «revelaciones» son manifestación, atendiendo al término griego). El sujeto de estas visiones y manifestaciones es el Señor; más aún, el protagonista de la acción mística es el Señor, que se revela, mientras que la persona humana tiene un papel secundario de «vidente».

No han podido averiguarse las circunstancias de la ascensión al tercer cielo, que habría tenido lugar hacia el año 43, del que la cronología paulina no nos transmite nada relevante. Ciertamente, la existencia «cristiana» de Pablo estuvo intercalada por episodios de ascesis y de mística. El primero fue el encuentro con el Señor Jesús -a quien Saulo estaba persiguiendo- con la luz cegadora y la escucha de la voz, un acontecimiento que determinó su futuro (Hch 9,3-7; 22,6-10; 26,12-18; Gal 1,15ss). También fue importante la «elección» realizada por el Espíritu Santo durante la celebración del culto y el ayuno, una etapa visible de mística y de ascesis (Hch 13,2ss).

El carácter realista del apóstol completa el autorretrato con el esbozo de sus propias fragilidades humanas, a las que alude con metáforas indescifrables como «aguijón clavado en mi carne», los agentes de Satanás, y una lluvia de debilidades. Toda búsqueda de respuestas se detiene ante una puerta atrancada: detrás están escondidas una serie de debilidades definibles únicamente como «debilidades paulinas». Sin embargo, el realismo con tendencia al optimismo de un hombre fuerte y débil, orgulloso y decepcionado, titubeante y esperanzado como es el Pablo autor de las cartas a los cristianos de Corinto canta al final victoria: «Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad». Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Y me complazco en soportar por Cristo flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil es cuando soy fuerte» (w. 9-10).

 

Evangelio: Mateo 6,24-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

24 Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso. No podéis servir a Dios y al dinero.

25 Por eso os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sustentaros, o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?

26 Fijaos en las aves del cielo: ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?

27 ¿Quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir una sola hora a su vida?

28 Y del vestido, ¿por qué os preocupáis? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: no se afanan ni hilan,

29 y, sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos.

30 Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno Dios la viste así, ¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe?

31 Así que no os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos?

32 Ésas son las cosas por las que se preocupan los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis.

33 Buscad ante todo el Reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás.

34 No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán.

 

*» El tono de esta perícopa, como el de las otras, es sapiencial. El «inventario» de lugares paralelos del Antiguo Testamento documenta la búsqueda del don de la sabiduría tanto en el Israel antiguo como en el Israel nuevo, así como el injerto del pensamiento específico de Jesús en la línea sapiencial; con todo, se diferencia de aquélla porque la enseñanza se entrega a los discípulos y porque la perspectiva teológica se fija en Dios, el Padre que está en el cielo.

La riqueza es fortuna, pero no está exenta de riesgos: «Dichoso el rico que es hallado sin tacha y que no se afana tras el oro» (Eclo 31,8). Jesús lanza un inderogable aut-aut. La codicia tiene la gravedad de un afán: «No te afanes en adquirir riquezas, sé sensato y no pienses en ellas»

(Prov 23,4). Jesús enseña un camino de liberación.

Las aves sirven en algunas ocasiones como imágenes para expresar las relaciones con Dios: Israel sabe que YHWH le ha llevado como sobre alas de águila para acercarlo a él (cf Ex 19) y sabe asimismo que es feliz quien habita en la casa del Señor, una casa acogedora como el nido de los pajarillos (Sal 84,4). Jesús advierte que el hombre vale más que muchos pajarillos (Mt 10,31). El lirio es una flor que gusta a mucha gente: es símbolo de ternuras amorosas (Cant passim); los lirios son una alegoría de los «hijos santos» enfervorizados por hacer brotar flores como el lirio, esparcir perfume, entonar un canto de alabanza y bendecir al Señor por todas sus obras (Eclo 39). A Jesús le produce más admiración la belleza del lirio que toda la famosa magnificencia de Salomón.

El siervo del Señor le reza para que alivie sus angustias y sus afanes (Sal 25,17), cargándolos precisamente sobre el Señor (Sal 55,23). Jesús asegura que el Padre es consciente de todo lo que sus hijos necesitan (Mi 6,8). El futuro constituye una seducción incesante, una preocupación penosa: el Señor conoce los proyectos que tiene respecto a su pueblo y está empeñado en concederle un futuro de esperanza (Jr 29,1 I); el hombre, sin embargo, está avisado para que no se jacte del mañana, porque no sabe ni siquiera lo que se está engendrando hoy (Prov 27,1). Jesús considera prioritaria la búsqueda del Reino, que madura en el futuro.

 

MEDITATIO

La distribución en seis escalones de un único pensamiento centrado en la confianza constituye una razón para darnos cuenta de su importancia, una importancia iluminada por los matices didácticos compaginados por Jesús. Aparecen ejemplificadas bienaventuranzas como la de los hambrientos y sedientos del Reino de Dios y de su justicia; la de los pobres guiados por el Espíritu; la de los limpios de corazón que ven a Dios en la belleza de las flores y en la libertad de los pajarillos que vuelan en el cielo, no trafican en la tierra y los alimenta la providencia; la de los afligidos por los afanes del mañana, que encontrarán consuelo precisamente en la confianza. Cada uno de los aforismos transmite un mensaje abierto y juez sobre la actualidad.

«Nadie puede servir a dos amos»: el equilibrismo y los compromisos que se dan en las relaciones humanas no son ni admisibles ni se pueden plantear en las relaciones con Dios y con sus antítesis.

«Así que no os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos?». Es la vida la que merece atención y entrega; los corolarios constituyen el soporte variable y el desenlace del dinamismo individual y colectivo.

«Fijaos en las aves del cielo: ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta». A diferencia de las aves y de otros animales que «encuentran» el alimento, los hijos de Dios que confían en él «reciben» de él los dones de los que está tejida la vida y, conscientes de ello, «activan» todas sus propias capacidades en una confiada y filial sinergia.

«Fijaos cómo crecen los lirios del campo: no se afanan ni hilan, y, sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos». Las bellezas naturales gratuitas superan la fascinación de los acontecimientos que son obra de manos humanas, huellas de la belleza divina, espacio ilimitado de contemplación que infunde serenidad y respetuosa salvaguarda.

«Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al homo Dios la viste así, ¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe?». La poca fe condiciona la percepción de la multitud de los dones divinos; los afanes efímeros nos apartan por sorpresa y con alegría, en su empleo cotidiano, de la prodigalidad de un Dios paterno (y materno) visible en la vida, en su gracia, en los talentos, en las amistades y amores, en los días y las noches, en el sol y en los astros, en el agua y en el fuego, en la tierra fértil...

«Buscad ante todo el Reino de Dios». La salvación definitiva y completa del hombre y de su historia únicamente está disponible en el Reino de Dios, y consiste en tener conciencia de Dios Padre, de la «justificación» en el Hijo, de la comunidad de los hermanos, del testimonio en el Espíritu.

 

ORATIO

Santa María, mujer bienaventurada porque has creído, guía y sostén nuestra oración.

Virgen fiel, apoyo y defensa de nuestra fe, enséñanos a creer en el cumplimiento de las palabras del Señor.

Madre de la santa esperanza, disponible para el servicio a la Palabra de Dios, enséñanos a hacer lo que el Señor Jesús nos diga.

Reina de la misericordia, alegre por la fecunda presencia del Espíritu Santo en ti, enséñanos a saborear la mirada de nuestro Salvador sobre nosotros y a proclamar contigo la grandeza de su misericordia, que se extiende de generación en generación.

 

CONTEMPLATIO

La virtud tiene cuatro grados. El primero abre el paso y descarta del camino del hombre todas las cosas transitorias. El segundo las substrae por completo del hombre. El tercero no sólo las substrae, sino que se las hace olvidar por completo, como si nunca hubieran estado ahí, y esto es algo necesario. El cuarto grado está absolutamente en Dios y es Dios mismo. Si llegamos a este punto, «el rey deseará nuestra belleza» (cf. Sal 45,12) [...].

Se podría decir: entonces, si todas las cosas son mías de este modo y puedo gozarlas como ellos, ¿qué necesidad tengo de sufrir tanto y de ser tan desprendido? Deseo, ciertamente, tener una buena voluntad y ser una persona buena, pero también estar en paz, teniendo, no obstante, una parte en el cielo como todos los que hacen grandes esfuerzos para tenerla [planteamiento de la desordenada comunión de bienes del movimiento del «libre espíritu» del siglo XIV]. Yo te digo que posees tanto cuanto de lo que te has desprendido, nada más.

Ahora bien, si piensas que esos bienes deben pertenecerte y los tienes como meta, no obtendrás nada. En la medida en que me desprendo, en esa misma medida obtengo (Maestro Eckhart, La nobleza del espíritu, 74).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Así que no os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis» (Mt 6,3lss).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Nace de las cosas una fascinante irradiación particular que nos vence, como la luz encendida por la noche atrae a ciertos insectos que, de una manera estúpida, van hacia la llama y se queman, o bien se baten de continuo contra la lámpara porque están encandilados por la luz. Mientras permanezca activo y positivo en nosotros este poder de las cosas, no podremos pretender ascender en el ámbito de la oración. Dios es el absoluto.

No está vinculado por nada. Dios es la plenitud del ser. ¿Cómo podremos ascender en la plenitud del ser si estamos atados a una infinidad de pequeñas cosas terrenas, si estamos agitados por pequeñas y por grandes avideces? ¿Cómo podremos ascender en la plenitud del Espíritu Santo, en la plenitud de Dios y en la realidad de la oración? Cuando cedemos a esta fascinación, nos precipitamos en el caos de las cosas. Entonces, la Palabra de Dios no nos trae la luz gloriosa del sol, donde nuestra belleza se expresa con toda su exactitud y verdad. El Espíritu Santo, dado que nos invita al desprendimiento y nos sugiere actitudes de sabiduría respecto a las cosas, no puede hacer nada, porque nosotros no respondemos a sus invitaciones y nos dejamos convencer por otras fuerzas y por otros amores, por otras voces, y nos dirigimos hacia posiciones y metas diferentes de aquellas que nos sugiere el Espíritu de Dios, la Palabra de Dios (G. Vannucci, Esercizi spirituali, Milán 2000, pp. 125ss).

 

Día 23

12° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Zacarías 12,10ss

Así dice el Señor:

12.10 Pero sobre la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén derramaré un espíritu de benevolencia y de súplica. Mirarán hacia mí, a quien traspasaron; harán duelo como por un hijo único y llorarán como se llora a un primogénito.

11 Ese día el duelo de Jerusalén será tan grande como el de HadadRimón en la llanura de Meguido.

 

**• Este oráculo, recogido en el libro del profeta Zacarías, es un anuncio de reconciliación y de paz, proclamado en un contexto de guerra y de rivalidad. La ciudad de Jerusalén es blanco de las ofensivas de Judá y de los pueblos vecinos, y Dios mismo toma su defensa: «Voy a hacer de Jerusalén una copa embriagadora para todos los pueblos de alrededor... Ese día haré que Jerusalén sea para todos los pueblos una piedra imposible de levantar; todos los que intenten levantarla se herirán con ella..., haré que se espanten los caballos y se vuelvan locos los jinetes. Pondré mis ojos en Judá y dejaré ciegos a todos los caballos de las naciones. Entonces se dirán los clanes de Judá: "La fuerza de los habitantes de Jerusalén está en el Señor todopoderoso, su Dios"... Aquel día destruiré a todos los pueblos que ataquen Jerusalén...» (cf. Zac 12,2-9). Sobre este fondo apocalíptico, se levanta de improviso una profecía de salvación, que -de una manera paradójica comenzará precisamente a partir del territorio enemigo, de Judá: «El Señor salvará en primer lugar las aldeas de Judá-» (v. 7). Tiene lugar un hecho nuevo, un dato hasta ahora desconocido por completo: una efusión del Espíritu, «un espíritu de benevolencia y de súplica» de perdón.

Todos se dirigen a un personaje misterioso, un «traspasado» (el texto se expresa en primera persona: «Mirarán hacia mí, a quien traspasaron»). El clamor del conflicto se resuelve en una lamentación nacional: «Harán duelo como por un hijo único y llorarán como se llora a un primogénito». Se evoca de nuevo el lamento de HadadRimón en la batalla de Meguido.

Con el evangelista Juan (cf. Jn 19,34), nuestra mirada se dirige hacia el Crucificado. En Jesús, muerto en la cruz, se revela la identidad del «traspasado» señalado por el profeta; en su costado abierto se manifiesta el manantial del Espíritu difundido sobre todos los hombres, del que hablan también las profecías de Ezequiel (cf. Ez 37,1-14) y de Joel (cf. Jl 3), y, por último, en los creyentes que miran al Crucificado, el nuevo pueblo de Dios reunido en la Iglesia a los pies de la cruz.

 

Segunda lectura: Gálatas 3,26-29

Hermanos:

26 Efectivamente, todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús,

27 pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos.

28 Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.

29 Y si sois de Cristo, sois también descendencia de Abrahán, herederos según la promesa.

 

**• «levanta tus ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas. Así será tu descendencia. Creyó Abrán al Señor, y el Señor lo anotó en su haber» (Gn 15,5s). Es menester llegar precisamente al Nuevo Testamento para comprender de qué descendencia habla el texto del Génesis: «Pues bien, las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendencia. No se dice "y a tus descendientes", como si fueran muchos, sino "y a tu descendencia", refiriéndose a uno solo, es decir, a Cristo» (Gal 3,16). Y ésta es la promesa: «Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para liberarnos de la sujeción a la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios. Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: "Abba", es decir, "Padre"» (4,4ss). Y aún: «Todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (3,26).

Esta filiación se lleva a cabo mediante el bautismo, que nos identifica con Cristo: «Cristo vive en mí», dice Pablo (Gal 2,20). Cristo, por medio de su bautismo, vuelve a dar a la humana convivencia un origen que supera y está por encima de la nacionalidad, de la posición social, de la diferenciación sexual. Las diferencias no quedan anuladas; al contrario, permanecen, incluidas y transformadas en la única realidad que es Cristo (Col 2,17): «Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un cuerpo, así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo» (1 Cor 12,12ss).

Existe un camino hacia la verdad de nosotros mismos, un camino de unificación, que cada individuo está llamado a realizar en Cristo. Es la superación de nuestra propia individualidad como objeto absoluto del bien, la superación del conflicto que, inevitablemente, se produce en el hombre herido en su capacidad de comprender y de amar, en virtud de la confrontación de las diferencias. Esta superación sólo podrá producirse cuando cada uno sepa adorar y respetar en el otro, como en sí mismo, ese misterio que habita en el hombre: «Cristo en nosotros» (Col 1,27), que nos hace decir: «Cristo es todo en todos» (Col 3,11) y «todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).

 

Evangelio: Lucas 9,18-24

18 Un día que estaba Jesús orando a solas, sus discípulos se le acercaron. Jesús les preguntó: -¿Quién dice la gente que soy yo?

19 Respondieron: -Según unos, Juan el Bautista; según otros, Elías; según otros, uno de los antiguos profetas, que ha resucitado.

20 Él les dijo: -Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Pedro respondió: -El Mesías de Dios.

21 Pero Jesús les prohibió terminantemente que se lo dijeran a nadie.

22 Luego añadió: -Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley, que lo maten y que resucite al tercer día.

23 Entonces se puso a decir a todo el pueblo: -El que quiera venir en pos de mí que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me siga.

24 Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, ése la salvará.

 

*•• En este fragmento del evangelio de Lucas, situado entre el comienzo de la actividad misionera de los Doce y la formación de la Iglesia, podemos distinguir tres partes: la confesión de fe de Pedro (w. 18-20), la primera predicción de la pasión de Jesús (w. 21ss), y cinco dichos de Jesús relacionados con las condiciones para seguirle (w. 23-27). En el centro de la composición está la persona de Jesús; el marco geográfico es la soledad; el clima, la oración. En el corazón de todo el conjunto hay una pregunta, que él mismo plantea a los que le rodean, y que brota directa e impetuosa: «¿Quién soy yo para ti?».

Tres son las respuestas que, respectivamente, expresan las expectativas de la gente, las expectativas de Pedro y la expectativa de Jesús. Completando la confesión de fe de Pedro, que le confiesa como el «Mesías», el «Ungido de Dios», Cristo se identifica con la misteriosa figura del «Hijo del hombre», aquel que realiza en su vida terrena la vocación del «Siervo de YHWH»: «Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento... Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones las que lo traspasaban, y nuestras culpas las que lo trituraban… Después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas» (Is 53). Es el Mesías que sufre, el Cristo crucificado, el hijo del hombre contemplado por el profeta Daniel (7,13), celebrado en el Apocalipsis (1,7), que «vendrá en su gloria, y todos le verán» (Mt 24,30; 26,59). Es el hombre que carga sobre sí el mal, el sufrimiento y la muerte que se ciernen sobre el mundo.

Jesucristo, en efecto, se entrega al hombre, se expone a la incomprensión y al desprecio, y se deja matar en una entrega total de sí mismo.

 

MEDITATIO

«El amor es fuerte como la muerte», dice el Cantar de los cantares (Cant 8,6). Fuerte como la muerte, que entra en la vida como la gran extraña, el gran enemigo, umbral inevitable más allá del cual nadie sabe lo que hay. La predicación cristiana se inserta exactamente en esta zona fronteriza, dentro de la gran pregunta del hombre. La pregunta de Jesús: «¿Quién soy yo para ti?», pronunciada en el momento más dramático de su vida, cuando sabe bien lo que va a pasar, me pide que le reconozca como alguien que está muriendo por mí, que me está dando su vida. «¿Quién soy yo para ti?». Responder a esta pregunta significa responder a la pregunta decisiva: «¿Para quién vivo yo?» ¿Existe acaso un amor más grande que éste, el amor de quien da su vida por otro? Vida y muerte se enfrentan en esta dialéctica del amor. Allí donde la muerte se experimenta como división que nos separa de aquellos a quienes amamos, como dolor de separación, en esta «ausencia del amado» -podríamos decir- entra Cristo. Condescendiente y presente precisamente allí, en ese punto extremo donde el hombre se encuentra inexorablemente aislado, separado, dividido, allí donde se interrumpen las funciones vitales. Él, que es la Vida (cf. Jn 1,4), muere con el hombre... conmigo. Es la declaración de Dios a la humanidad: «Te amo hasta morir». Esta es la vía de la encarnación, la que Cristo ha elegido para hacerse «consorte» del hombre. Él ha querido sumergirse por completo (bautismo) en todo el abismo de negatividad y de negación, de división y de contradicción, de pecado y de desesperación que experimenta el hombre en sí mismo como muerte, como incapacidad de comunicación y de relación verdadera con el otro. Cristo se ha desposado con este sufrimiento mío, con esta muerte mía. En esta unión, en la que no me entrega otra cosa que él mismo y su mismo ser, me entrega su verdadera vida y, por consiguiente, la mía, que es participación en su comunión con el Padre y el Espíritu Santo. El Resucitado anuncia con poder que la vida es el primer, el auténtico dato de la humanidad: «Dios ha creado todo para la vida» (Sab 1).

El Crucificado resucitado proclama que su amor es más fuerte que la muerte del hombre. Quien pertenece a Cristo experimenta, a buen seguro, su muerte, su dolor y su sufrimiento, sin descuentos, pero todo se convierte en un paso (pascua) a la vida que Dios da, «porque el amor es más fuerte que la muerte, la pasión más implacable

que el abismo» (Cant 8,6).

 

ORATIO

¿Y quién soy yo para ti,

pues me mandas que te ame,

y si ni lo hago te irritas contra mí

y me amenazas con grandes miserias?

¡Pero qué! ¿No es ya muchísima miseria

simplemente el no amarte?

Dime pues, Señor, por tu misericordia,

quién eres tú para mí.

Dile a mi alma:

«Yo soy tu salud».

Y dímelo en forma que te oiga;

ábreme los oídos del corazón,

y dime: «Yo soy tu salud».

Y corra yo detrás de esa voz,

hasta alcanzarte.

No escondas de mí tu rostro

(Agustín de Hipona, Confesiones, I, 5).

 

CONTEMPLATIO

Cristo, nuestra vida, bajó acá para llevarse nuestra muerte y matarla con la abundancia de su vida; con tonante voz nos llamó para que volviéramos a Él en el secreto santuario de aquel vientre virginal en el que Él se desposó con la humana criatura, carne mortal, pero no para siempre mortal; y de ahí, como esposo que sale de su tálamo, se llenó de exultación, gigante ansioso de recorrer su camino (Sal 18,6). Porque no se tardó, sino que corrió, clamando con los dichos, con los hechos, con su muerte, con su vida, con su descenso y su ascenso, que volvamos a Él. Y luego desapareció de nuestra vista para que lo busquemos en nuestro corazón y allí lo encontremos. Se fue, pero aquí está. No se quiso quedar largo tiempo con nosotros, pero no nos dejó (Agustín de Hipona, Confesiones IV, 12, 19).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¿Quién soy yo para ti?».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En 1917, siendo Edith Stein asistente de Edmund Husserl, llegó a Friburgo una noticia doloroso. Adolf Reinach, asistente también de Husserl, había muerto en el campo de batalla de Flandes. El dolor que sintió Edith Stein fue grande, pensó en la mujer de Reinach. Edith tenía miedo de volver a ver a la viuda. Su ánimo estaba descompuesto: Reinach, que junto con Husserl constituía el fulcro del círculo de Gotinga, ya no vivía. A través de su bondad, había podido lanzar una mirada sobre aquel mundo que le parecía sin salida. El recuerdo no le ayudaba. ¿Qué le hubiera podido decir a su mujer, presa a buen seguro de la desesperación? Edith Stein no podía creer en una vida eterna.

La actitud resignada de la señora Reinach la sorprendió como un rayo de luz que provenía de aquel reino escondido. La viuda no se encontraba abatida por el dolor. A pesar del luto, estaba llena de una esperanza que la consolaba y le daba paz. Frente a esta experiencia, se hicieron añicos los argumentos racionales de Edith Stein. No fue el conocimiento claro y distinto, sino el contacto con la esencia de la verdad lo que transformó a Edith Stein. La fe brilló para ella en el misterio de la cruz. Tuvo que recorrer todavía un largo camino antes de que consiguiera extraer todas las consecuencias de esta experiencia. A una pensadora como Edith Stein no le resultaba fácil cortar todos los puentes y atreverse a dar el salto a la nueva vida. Pero el impacto fue tan fuerte que, todavía poco antes de su muerte, hablaba en estos términos de su experiencia al padre Hirschmann, jesuita: «Fue mi primer encuentro con la cruz y con la fuerza divina que ella comunica a quien la lleva. Vi por vez primera, tangible ante mí, a la Iglesia, nacida del dolor del Redentor, en su victoria sobre el punzón de la muerte. Fue éste el momento en el que se hizo añicos mi incredulidad y brilló la luz de Cristo, Cristo en el misterio de la cruz» (W. Herbstrith [ed.], Edith Stein, La mística della croce. Scrítti spirituali sul senso della vita, Roma 1987, p. 87).

 

Día 24

Natividad de San Juan Bautista

 

Juan el Bautista, es decir, el que bautiza, es ese a quien el evangelio nos da a conocer como el «precursor» de Jesús.

Era hijo de Zacarías y de Isabel, y su venida al mundo no fue fruto de una iniciativa humana, sino un don concedido por Dios a una pareja de avanzada edad destinada a quedarse sin hijos. Juan, como precursor de Jesús, ha sido considerado con pleno derecho profeta, tanto si lo consideramos perteneciente al Antiguo Testamento como al Nuevo.

La liturgia, inspirándose en el estrecho paralelismo establecido por Lucas en el evangelio de la infancia entre Jesús y Juan el Bautista, celebra dos nacimientos: el del Mesías en el solsticio de invierno y el de su precursor en el solsticio de verano.

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 49,1-6

1 Escuchadme, habitantes de las islas; atended, pueblos lejanos: El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre.

2 Convirtió mi boca en espada afilada, me escondió al amparo de su mano; me transformó en flecha aguda y me guardó en su aljaba.

3 Me dijo: «Tú eres mi siervo, Israel, y estoy orgulloso de ti».

4 Aunque yo pensaba que me había cansado en vano y había gastado mis fuerzas para nada; sin embargo, el Señor defendía mi causa, Dios guardaba mi recompensa.

5 Escuchad ahora lo que dice el Señor, que ya en el vientre me formó como siervo suyo, para que le trajese a Jacob y le congregase a Israel. Yo soy valioso para el Señor, y en Dios se halla mi fuerza.

6 Él dice: «No sólo eres mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer a los supervivientes de Israel, sino que te convierto en luz de las naciones para que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra».

 

**• Entre los «cantos del siervo de YHWH», el que hemos leído se caracteriza porque pone muy de manifiesto el sentido y la naturaleza de la misión que se le confió a éste desde el día en que fue concebido en el seno de su madre: una circunstancia que corresponde bien a san Juan Bautista. El siervo de YHWH recibe del Señor un nombre, una llamada, una revelación. Se le reserva un trato especial en consideración a la misión -igualmente especial- que le espera. A él se le revela esa gloria que él deberá hacer resplandecer ante los que escucharán su palabra.

La misión del siervo de YHWH conocerá también, no obstante, las dificultades y las asperezas de la crisis, justamente como le sucederá a Juan el Bautista. El verdadero profeta, sin embargo, sólo espera de Dios su recompensa, y confía en la «defensa» que sólo Dios puede asegurarle. Por último, sorprende en esta lectura la apertura universalista de la misión del siervo de YHWH: será «luz de las naciones para que mi salvación llegue

hasta los confines de la tierra» (v. 6).

 

Segunda lectura: Hechos 13,22-26

En aquellos días, decía Pablo:

22 Depuesto Saúl, les puso como rey a David, de quien hizo esta alabanza: He hallado a David, hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, el cual hará siempre mi voluntad.

23 De su posteridad, Dios, según su promesa, suscitó a Israel un Salvador, Jesús.

24 Antes de su venida, Juan había predicado a todo el pueblo de Israel un bautismo de penitencia.

25 El mismo Juan, a punto ya de terminar su carrera, decía: «Yo no soy el que pensáis. Detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar las sandalias».

26 Hermanos, hijos de la estirpe de Abrahán, y los que, sin serlo, teméis a Dios, es a vosotros a quienes se dirige este mensaje de salvación.

 

**• En su discurso de la sinagoga de Antioquía, Pablo hace una referencia explícita a la figura y a la misión de Juan el Bautista, lo que es señal de la gran importancia que la gigantesca imagen de este profeta tenía en el seno de la primitiva comunidad cristiana.

En este texto sobresalen dos grandes figuras: la de David y, precisamente, la de Juan el Bautista. Son dos profetas que, de modos diferentes y en tiempos distintos, prepararon la venida del Mesías. A David se le había entregado una promesa, mientras que Juan debía predicar un bautismo de penitencia. Ambos miraban al futuro Mesías, ambos eran testigos de Otro que debía venir y debía ser reconocido como Mesías.

Lo que sorprende en esta página es la claridad con la que Juan el Bautista identifica a Jesús y, en consecuencia, se define a sí mismo. Ésta es la primera e insustituible tarea de todo auténtico profeta.

 

Evangelio: Lucas 1,57-66.80

57 Se le cumplió a Isabel el tiempo y dio a luz un hijo.

58 Sus vecinos y parientes oyeron que el Señor le había mostrado su gran misericordia y se alegraron con ella.

59 Al octavo día fueron a circuncidar al niño y querían llamarlo Zacarías, como su padre.

60 Pero su madre dijo: -No, se llamará Juan.

61 Le dijeron: -No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre.

62 Se dirigieron entonces al padre y le preguntaron por señas cómo quería que se llamase.

63 El pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre. Entonces, todos se llevaron una sorpresa.

64 De pronto, recuperó el habla y comenzó a bendecir a Dios.

65 Todos sus vecinos se llenaron de temor, y en toda la montaña de Judea se comentaba lo sucedido.

66 Cuantos lo oían pensaban en su interior: «¿Qué va a ser este niño?». Porque, efectivamente, el Señor estaba con él-

80 El niño iba creciendo y se fortalecía en su interior. Y vivió en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel.

 

**• El evangelista Lucas se preocupa de contar, al comienzo de su evangelio, la infancia de Juan el Bautista junto a la infancia de Jesús: un paralelismo literariamente bello y rico desde el punto de vista teológico.

Cuando «se le cumplió a Isabel el tiempo» (v. 57) dio a luz a Juan: este nacimiento es preludio del de Jesús. Un niño que anuncia la presencia de otro niño. Un nombre -el de Juan- que es preludio de otro nombre: el de Jesús.

Una presencia absolutamente relativa a la de otro. Un acontecimiento extraordinario (la maternidad de Isabel) que prepara otro (la maternidad virginal de María).

Una misión que deja pregustar la de Jesús. No viene al caso contraponer de una manera drástica la misión de Juan el Bautista a la de Jesús, como si la primera se caracterizara totalmente y de manera exclusiva por la penitencia y la segunda por la alegría mesiánica. Se trata más bien de una única misión en dos tiempos, según el proyecto salvífico de Dios: dos tiempos de una única historia, que se desarrolla siguiendo ritmos alternos, aunque sincronizados.

 

MEDITATIO

Sabemos que la misión de Juan el Bautista fue sobre todo preparar el camino a Jesús. De ahí que valga la perra meditar sobre el deber de preparar la servida de Jesús tanto en las almas como en la historia. Es éste un deber que incumbe a cada verdadero creyente. Preparar es más que anunciar. Es preciso poner al servicio de Jesús y de su proyecto salvífico no sólo las palabras, sino toda la vida. Desde esta perspectiva podemos captar el sentido de la presencia de Juan el Bautista en los comienzos de la historia evangélica: con su comportamiento penitencial, Juan quiso hacer comprender a sus contemporáneos que había llegado el tiempo de la gran decisión; a saber, la de estar del lado de Jesús o en contra de él.

Con el bautismo de penitencia, Juan quería hacer comprender que había llegado el tiempo de cambiar de ruta, de invertir el sentido de la marcha, precisa y exclusivamente a causa de la inminente llegada del Mesías-Salvador. Con su predicación, Juan el Bautista quería sacudir la pereza y la inedia de demasiada gente de su tiempo, que de otro modo ni siquiera se habría dado cuenta de la presencia de una novedad desconcertante, como fue la de Jesús. Ahora bien, fue sobre todo con su «pasión» como Juan el Bautista preparó a sus contemporáneos para recibir a Jesús: precisamente para decirnos también a nosotros que no hay preparación auténtica para la acogida de Jesús si ésta no pasa a través de la entrega de nosotros mismos, a través de la Pascua.

 

ORATIO

Oh Dios de nuestros padres, tú nos llamas a ser «voz»: concédenos reconocer tu Palabra, reconocer la única Palabra de vida eterna, para que anunciemos esta sola Verdad a los hermanos. Oh Dios de nuestros padres,

tú nos llamas a ser «el amigo del Esposo»; hazme solícito a preparar los corazones de los hombres, para que estén bien dispuestos a acogerlo.

Oh Dios de nuestros padres, tú nos llamas a señalar el Cordero de Dios a los hombres: haz que nunca me ponga sobre él, sino que él crezca y yo mengüe.

 

CONTEMPLATIO

Grita, oh Bautista, todavía en medio de nosotros, como en un tiempo en el desierto [...]. Grita todavía entre nosotros con voz más alta: nosotros gritaremos si tú gritas, callaremos si tú te callas [...]. Te rogamos que sueltes nuestra lengua, incapaz de hablar, como en un tiempo soltaste, al nacer, la de tu padre, Zacarías (cf. Le 1,64). Te conjuramos a que nos des voz para proclamar tu gloria, como al nacer se la diste a él para decir públicamente tu nombre (Sofronio de Jerusalén, Le omelie, Roma 1991, pp. 159ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia hoy estas palabras referidas al Bautista: «Serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Le 1,76).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El primer testigo cualificado de la luz de Cristo fue Juan el Bautista. En su figura captamos la esencia de toda misión y testimonio. Por eso ocupa una posición tan importante en el prólogo y emerge con su misión antes incluso de que la Palabra aparezca en la carne. Es testigo con las vestiduras de precursor.

Eso significa sobre todo que él es el final y la conclusión de la antigua alianza y que es el primero en cruzar, viniendo de la antigua, el umbral de la nueva. En este sentido, es la consumación de la antigua alianza, cuya misión se agota aludiendo a Cristo. Por otra parte, Juan es el primero en dar testimonio realmente de la misma luz, por lo que su misión está claramente del otro lado del umbral y es una misión neotestamentaria. La tarea veterotestamentaria confiada por Dios a Moisés o a un profeta era siempre limitada y circunscrita en el interior de la justicia.

Esta tarea era confiada y podía ser ejecutada de tal modo que mandato y ejecución se correspondieran con precisión. La tarea veterotestamentaria confiada a Juan contiene la exigencia ¡limitada de atestiguar la luz en general. Es confiada con amor y -por muy dura que pueda ser- con alegría, porque es confiada en el interior de la misión del Hijo (A. von Speyr, // Verbo si fa carne, Milán 1982, I, pp. 64ss).

 

 

Día 25

Martes de la 12ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 13,2.5-18

2 Abrán había adquirido muchos ganados, plata y oro.

5 También Lot, que acompañaba a Abrán, tenía rebaños, ganados y tiendas. 6 La región no podía albergar a los dos, pues tenían demasiados bienes para poder habitar juntos,

7 y surgieron disputas entre los pastores de Abrán y los de Lot. (Los cananeos y los pereceos vivían entonces en aquella región.)

8 Entonces Abrán propuso a Lot: -Evitemos las discordias entre nosotros y entre nuestros pastores, porque somos hermanos.

9 Tienes delante toda la tierra; sepárate de mí; si tú vas hacia la izquierda, yo iré hacia la derecha, y si vas hacia la derecha, yo iré hacia la izquierda.

10 Lot levantó la vista y vio que todo el valle del Jordán hasta Soar era de regadío como el jardín del Señor y las tierras de Egipto (esto era antes de que el Señor destruyera Sodoma y Gomorra).

11 Lot escogió para sí todo el valle del Jordán y se dirigió hacia el este. Así se separaron el uno del otro.

12 Abrán se estableció en la tierra de Canaán, y Lot en las ciudades del valle, plantando sus tiendas hasta Sodoma.

13 Los habitantes de Sodoma eran muy malos y pecaban gravemente contra el Señor.

14 El Señor dijo a Abrán, después que Lot se separó de él: -Alza tus ojos y, desde el lugar donde te hallas, mira al norte, al sur, al este y al oeste.

15  Toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre.

16 Multiplicaré tu descendencia como el polvo de la tierra; sólo el que pueda contar el polvo de la tierra podrá contar tu descendencia.

17 Levántate, pues, y recorre a lo largo y a lo ancho esta tierra que te voy a dar.

18 Levantó Abrán sus tiendas y decidió establecerse en el encinar de Mambré, cerca de Hebrón; allí levantó un altar al Señor.

 

*» Estamos frente a un relato que explica las relaciones entre los israelitas y los ammonitas/edomitas. Se habla de su sedentarización, pero so transcribe también con una nueva profundidad teológica, cuyo mensaje sigue siendo todavía actualísimo, el recuerdo originario de una lid entre estos clanes emparentados.

Abrahán se había vuelto muy rico: esto constituye un signo de la bendición divina derramada sobre él y sobre su sobrino Lot. Como buen jefe de clan, se preocupa de que haya bastantes pastos y pozos para su gente. Cuando éstos se vuelven insuficientes, ofrece a su sobrino la posibilidad de elegir. Las riquezas, evidentemente, les dejan el corazón libre y desprendido. Lot «levantó la vista» y tomó para él la mejor parte, que, sin embargo, se mostrará sin futuro. La belleza del valle del Jordán antes de la destrucción de Sodoma, enfatizada por la descripción (v. 10), incluye la carcoma de la corrupción de quienes lo habitan. Abrahán, que no tiene descendientes, acepta la tierra más pobre, y su corazón manifiesta, una vez más, que se apoya sólo en el Dios que le había llamado y que ve mucho más allá del presente. Abrahán, en efecto, escoge a YHWH y su promesa. El Señor invita entonces a Abrahán a levantar la vista y a recorrer a lo largo y a lo ancho la tierra -toda la tierra- que le va a dar (w. 14ss), y le asegura una descendencia numerosa, «como el polvo de la tierra» (v. 16).

Lot lo ha tenido todo, de inmediato, pero el presente se le manifiesta inconsistente. Abrahán cree en el futuro de Dios y su esperanza no se verá defraudada.

 

Evangelio: Mateo 7,6.12-14

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

6 No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas a los puercos, no sea que las pisoteen, se vuelvan contra vosotros y os destrocen.

12 Así pues, tratad a los demás como queráis que ellos os traten a vosotros, porque en esto consisten la Ley y los profetas.

13 Entrad por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por él.

14 En cambio, es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que lo encuentran.

 

*•• Se nos proponen hoy varios versículos muy sabrosos. El primero tiene que ver con la llamada «disciplina del arcano», que sirve para proteger y para introducir en el misterio. Los «perros» y los «puercos» son los paganos para los judíos; en este caso, tratándose del evangelista Mateo, que se muestra solícito al anuncio a todos los hombres, es más probable que se refiera a los cristianos impenitentes, a los que no se debería ofrecer «lo santo» ni las «perlas» que constituyen el Pan y la Palabra.

El segundo versículo es la llamada «regla de oro», que, para Mateo, resume la enseñanza del Antiguo Testamento, la Ley y los profetas. Los discípulos, al contrario que los fariseos, que dicen pero no hacen (cf. 23,3), deben proceder como su Padre celestial, que se muestra benévolo con todos. Reconocerle como Padre equivale, en efecto, a establecer también una nueva relación con los demás hombres, amándolos como hermanos.

Los w. 13ss ratifican la importancia de todo lo que ha dicho Jesús: se trata de una «puerta estrecha». La Palabra de Jesús, más aún, Jesús mismo (cf. Jn 10,7), es la puerta que da entrada a la vida filial y fraterna, el camino angosto que conduce, sin embargo, a la plenitud de la vida (w. 13ss). Cualquier otra puerta o camino que no sea el amor al Padre y a los hermanos conduce a la perdición. El camino ancho y fácil es el que toman muchos; el camino angosto y exigente del Evangelio atrae, en cambio, sólo a los que se dejan guiar por el Espíritu filial que clama: «¡Ven al Padre!».

 

MEDITATIO

Los pasajes que nos propone hoy el leccionario nos invitan a reflexionar sobre la perenne situación en que se encuentra el hombre libre a quien se le propone una elección; siempre hay dos caminos abiertos ante él: uno conduce a la vida y el otro a la muerte.

Abrahán deja que elija Lot, y éste toma -como muchos- el camino ancho y fácil, en el que todo está dado de inmediato, hoy mismo. Es el camino que, dicho con palabras actuales, consiste en hacer lo que nos place, en satisfacer todos nuestros propios deseos sin preocuparnos de los demás. Jesús nos exhorta, sin embargo, a tomar el camino «angosto», porque el mal es ancho al principio, pero después se hace angosto y acaba ahogando en sus espiras a quienes se aventuran por sus fáciles accesos.

El bien, en cambio, se presenta duro, exigente al principio, y, después, ensancha cada vez más el corazón de quien lo hace. La historia de Abrahán nos da testimonio de ello. El patriarca, sólo y en una tierra avara, emprende el camino de la fe y, con un corazón libre y pobre, puede moverse libremente por la región ilimitada del amor verdadero y de la vida plena, a la que se accede dando siempre a los otros el primer puesto, reconociendo en cada uno el rostro de un hermano.

 

ORATIO

Oh Señor, danos tu Espíritu bueno, para que nos enseñe a discernir cuál es el camino adecuado que hemos de recorrer. Hoy nos sentimos más atraídos que nunca por muchas propuestas seductoras en las que parece que la felicidad está al alcance de la mano, a buen precio.

Habla tú en nuestro corazón y repítenos continuamente: «Soy yo, no temas», cuando ir contra la corriente y seguir el camino angosto nos parezca únicamente una gran estupidez. Que tu paz y tu alegría nos hagan estar siempre íntimamente seguros de que tú -el Dios fiel- no defraudas nunca y que por tus caminos, angostos al principio, corremos por la inexpresable suavidad del amor y llegamos a la vida eterna.

 

CONTEMPLATIO

Podemos comparar toda nuestra existencia con un viaje de un solo día. Para nosotros, es fundamental no amar nada de aquí abajo; hemos de amar, en cambio, las cosas de lo alto; allí está la patria donde se encuentra nuestro Padre. No tenemos una patria en la tierra, porque nuestro Padre está en el cielo. En virtud de su omnipotencia y de la grandeza de su divinidad, está en todas partes, más hondo que el mar, más estable que la tierra, más extenso que el mundo, más puro que el aire y más elevado que el cielo, más resplandeciente que el sol. Y, sin embargo, sólo es visible en el cielo.

Llamemos a su puerta: se acerca y se da a conocer a todos en proporción a la pureza de cada uno. Llamemos fuerte, os digo, y mientras caminamos cantemos: «Oh Dios, tú eres mi Dios, desde el alba te deseo» (Sal 62,1). Ocupémonos de las cosas divinas para no seguir estando atados a las cosas humanas y, de este modo, como verdaderos peregrinos, esté siempre presente en nosotros en el anhelo de la patria. Allí, después, todas las generaciones que hayan hecho el camino tendrán diferentes suertes según sus méritos: los peregrinos buenos reposarán en la patria, los malvados serán expulsados de ella. No amemos, pues, más el camino que la patria: esta última es de tal condición que es nuestro deber amarla. Conservemos firme en nosotros esta convicción, de suerte que vivamos en el camino como viajeros, como huéspedes del mundo, sin apegarnos a ninguna pasión, sino de modo tal se colmen nuestras almas de la belleza de las realidades celestiales y espirituales. Esforcémonos por complacer a Aquel que está presente en todas partes, para que, con una buena conciencia, podamos pasar felizmente de este mundo a la bienaventurada morada eterna de nuestro Padre, de la tierra de los muertos a la de los vivos. Allí veremos cara a cara al Rey de reyes que reina con justicia, a nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén (Columbano, Instrucciones, IX, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Muéstrame, Señor, tus caminos, instrúyeme en tus sendas» (Sal 24,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La humildad es una virtud que no está de moda no sólo en la sociedad en general, sino ni siquiera entre muchos cristianos... Aquí interviene a fondo la locura del Evangelio. Al que quiere llegar a ser humilde, la locura del Evangelio le pide que se ejercite en considerar a los otros como superiores a él mismo (cf. Flp 2,3); le pide que prefiera una estima menor a otra mayor, las situaciones humildes a las más elevadas, el último al primer puesto.

No es posible decir la variedad de actitudes cotidianas a las que esta decisión nos compromete. Cuando dos hombres se disputan la misma ganancia y ésta no es divisible, cada uno de ellos se justifica diciendo: ¿por qué él y no yo? El hombre humilde, en cambio, se siente inclinado a decirse a sí mismo: en el fondo, ¿por qué yo y no él? Cuando se produce un fracaso, cada uno de los miembros del grupo busca un culpable: evidentemente, la culpa es de tal o cual. El hombre humilde, en cambio, se pregunta: ¿por qué tendría que ser más culpa de ellos que mía? Cuando nuestro ingenio y nuestros talentos permanecen desconocidos e inutilizados, exclamamos con disgusto: ¡qué injusticia! El hombre humilde, en cambio, se siente inclinado a decirse a sí mismo: después de todo, ¿soy verdaderamente tan indispensable?

Es un heroísmo querer hacer morir en nosotros todo tipo de orgullo. Para sentirnos dispensados de ello preferimos lanzar reproches, de una manera hipócrita, contra los peligros que la humildad cristiana supondría contra el desarrollo de nuestra personalidad. Pero nos engañamos, y si tuviéramos una sola brizna de lealtad deberíamos convenir en que si muchos, ¡ay de mí!, no consiguen llegar a ser hombres maduros, no se debe en absoluto a que hayan cultivado asiduamente la humildad; se debe más bien a que los mil diferentes tipos de orgullo les impiden participar en la humillación de Cristo para ser, por él y en él, convertidos, para que él nos haga crecer (A. M. Besnara, L'umiltá, en Letture patrístiche, Padua 1969).

 

 

Día 26

Miércoles de la 12ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 15,1-12.17ss

En aquellos días,

1 el Señor habló a Abrán en una visión y le dijo: -No temas, Abrán, yo soy tu escudo. Tu recompensa será muy grande.

2 Abrán respondió: -Señor, Señor, ¿para qué me vas a dar nada, si voy a morir sin hijos y el heredero de mi casa será ese Eliezer de Damasco?

3 No me has dado descendencia, y mi heredero va a ser uno de mis criados.

4 Pero el Señor le contestó: -No, no será ése tu heredero, sino uno salido de tus entrañas.

5 Después, le llevó afuera y le dijo: -Levanta tus ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas. Y añadió: -Así será tu descendencia.

6 Creyó Abrán al Señor, y el Señor lo anotó en su haber.

7 Después le dijo el Señor: -Yo soy el Señor que te sacó de Ur de los caldeos para darte esta tierra en posesión.

8 Abrán le preguntó: -Señor, Señor, ¿cómo sabré que voy a poseerla?

9 El Señor le respondió: -Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón.

10 Trajo él todos estos animales, los partió por la mitad y puso una mitad frente a la otra, pero las aves no las partió.

11 Las aves rapaces empezaron a lanzarse sobre los cadáveres, pero Abrán las espantaba.

12 Cuando el sol iba a ponerse, cayó un sueño pesado sobre Abrán y un gran terror se apoderó de él.

17 Cuando se puso el sol, cayeron densas tinieblas, y entre los animales partidos pasó un horno humeante y una antorcha de fuego.

18 Aquel día hizo el Señor una alianza con Abrán en estos términos: -A tu descendencia le daré esta tierra, desde el torrente de Egipto hasta el gran río, el Eufrates.

 

*•• Nos encontramos ante un texto en el que confluyen tradiciones muy antiguas, que usan imágenes arcaicas. Se narra la estipulación del pacto entre Dios y Abrahán, la alianza que tendrá su continuación en Moisés y encontrará su formulación plena y definitiva en Cristo.

Abrahán aparece presentado como un profeta al que Dios le comunica una palabra en visión. El oráculo de salvación («No temas») contiene la seguridad de la protección divina («Yo soy tu escudo») y una promesa («Tu

recompensa será muy grande»). Abrahán, el portador de la promesa, vive en medio de una condición paradójica que parece anular la promesa misma: no tiene hijos y ha sido muy probado en la fe. Dios le responde prometiéndole un hijo y una descendencia numerosa. A Abrahán se le pide, una vez más, que «salga» para «ver» el signo que Dios le ofrece.

El v. 6 constituye el centro de todo este capítulo: Abrahán cree, pero no en algo, sino a alguien, a Dios, el cual -como los sacerdotes delante de las víctimas sacrificiales que se ofrecían- atestigua su «justicia». A la promesa de la tierra le sigue un arcaico rito de juramento con el que YHWH se compromete totalmente en favor del hombre. YHWH, en efecto -y sólo él, pasando entre las víctimas- invoca sobre sí una automaldición (a saber: padecer la misma suerte que los animales descuartizados) en el caso de que no cumpla el juramento formulado.

Cuando el sol estaba para ponerse, cayó sobre Abrahán un «sueño pesado» (es el mismo término empleado para indicar el sueño de Adán en el momento de la creación de Eva). Se trata de un estado extraordinario, en el que se entra en contacto con el misterio inexpresable de Dios.

La presencia de las aves rapaces, que intentan impedir que se «concluya» este misterioso pacto entre Dios y el hombre, constituye también un motivo de turbación. «Un gran terror» se apoderó de Abrahán, pero precisamente en medio de esta profunda turbación le proclama Dios su inmutable fidelidad.

 

Evangelio: Mateo 7,15-20

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

15 Tened cuidado con los falsos profetas; vienen a vosotros disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces.

16 Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de las zarzas?

17 Del mismo modo, todo árbol bueno da frutos buenos, mientras que el árbol malo da frutos malos.

18 No puede un árbol bueno dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos.

19 Todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa al fuego.

20 Así que por sus frutos los conoceréis.

 

**• Este fragmento forma parte de la secuencia conclusiva del «sermón del monte» y contiene una renovada invitación a los discípulos para que vivan en santidad, en justicia, con una gran coherencia entre las palabras y las obras, expresadas a través de la imagen de los «frutos» (término que se repite siete veces).

La invitación de Jesús a tener cuidado con los falsos profetas no está dirigida -en este contexto- a los que dicen cosas equivocadas, sino más bien, en virtud de un subrayado que gusta emplear a Mateo, a los que no hacen lo que enseñan a otros (cf. 23,3). Su simulación les hace parecer ovejas exteriormente, pero por dentro son «lobos rapaces». Se trata aquí de discípulos enviados por Jesús a representarle (cf. 10,41 y 23,34) y a proclamar el Evangelio; sin embargo, como ocurría ya en el Antiguo Testamento, junto a los verdaderos enviados de Dios hay otros que son falsos (Ez 22,27). El criterio de reconocimiento lo proporciona la calidad de sus frutos: las obras buenas o malas que realizan. En efecto, todo árbol se reconoce por sus frutos.

La vid y la higuera, árboles particularmente importantes en Israel, serán cortados si permanecen estériles; sólo quedará el árbol despojado y maldito de la cruz, del que todos podrán coger el verdadero fruto justo y santo: el fruto bendito del seno de María.

 

MEDITATIO

Los frutos buenos que nos pide el Señor, ésos que pueden dar testimonio de la calidad del árbol que los produce, maduran sólo en la fidelidad constante al pacto que Dios ha establecido con nosotros. La primera y más importante alianza para nosotros es la bautismal, en virtud de la cual nos volvemos hijos del Padre y, por consiguiente, decidimos renunciar al demonio y a sus seducciones. En el antiguo rito descrito en el Génesis las aves rapaces constituían también una amenaza para la sanción del pacto. Abrahán tuvo que luchar para espantarlas: presagio de una insidia que se repite en todo intento humano de fidelidad a Dios.

El compromiso de conversión ha de ser, por tanto, custodiado y renovado continuamente, si queremos de verdad que Dios entre poderosamente en nuestra vida como luz y fuego, y vuelva cada vez más sólido nuestro vínculo de amor con él. De otro modo, nos arriesgamos a ser falsos profetas, gente que tiene en su boca palabras de Dios, pero no vive lo que cree, que dice pero no obra. Ésa es la incoherencia que manifiesta un estéril moralismo, una falta de amor. En efecto quien ama, cumple la voluntad del amado. Ahora bien, no se trata sólo de un compromiso nuestro: la fidelidad del amor y en el amor es un don que se obtiene de Dios por medio de una oración humilde e insistente: «Pedid y se os dará».

 

ORATIO

Oh Dios fiel, tu alianza permanece de generación en generación, y cada vez que participamos en el memorial de tu Hijo nos encontramos de nuevo frente al desconcertante testimonio de tu amor sin límites. Tu, en verdad, te has mantenido fiel al pacto estipulado con Abrahán e, inclinándote sobre él, solo y desconcertado, te comprometiste con los hombres hasta derramar por ellos - en la persona de tu Hijo- tu sangre.

Ten piedad de nuestras continuas traiciones, de nuestros miedos y angustias, en virtud de los cuales, cada vez que la palabra que te hemos dado nos cuesta un poco, nos sentimos con derecho a retirarla, a renegar de ella o a eludirla.

Haz que también nosotros participemos de tu misma fidelidad, para que en Jesús, el Testigo fiel y veraz, digamos con toda nuestra vida un "amén" pleno y total a tu amor.

 

CONTEMPLATIO

Si deseas alcanzar tú también esa fe, trata ante todo de adquirir conocimiento del Padre. Porque Dios amó a los hombres, por los cuales hizo el mundo, a los que sometió cuanto hay en la tierra, a los que concedió inteligencia y razón, a los únicos que permitió mirar hacia arriba para contemplarle a Él, a los que plasmó de su propia imagen, a los que envió su Hijo Unigénito, a los que prometió su reino en el cielo, que dará a los que le hubieren amado.

Ahora, conocido que hayas a Dios Padre, ¿de qué alegría piensas que serás colmado? ¿O cómo amarás a quien hasta tal extremo te amó antes a ti? Y en amándole, te convertirás en imitador de su bondad. Y no te maravilles de que el hombre pueda venir a ser imitador de Dios. Queriéndolo Dios, el hombre puede. Porque no está la felicidad en dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo, ni en querer estar por encima de los más débiles, ni en enriquecerse y violentar a los necesitados.

No es ahí donde puede nadie imitar a Dios, sino que todo eso es ajeno a su magnificencia. El que toma sobre sí la carga de su prójimo; el que está pronto a hacer bien a su inferior en aquello justamente en lo que él es superior; el que, suministrando a los necesitados lo mismo que él recibió de Dios, se convierte en Dios de los que reciben de su mano: ése es el verdadero imitador de Dios.

Entonces, aun morando en la tierra, contemplarás a Dios cómo tiene su imperio en el cielo; entonces empezarás a hablar de los misterios de Dios; esperando y escuchando con cuidado, conocerás qué cosas prepara Dios a los que le aman rectamente: se convierten en un paraíso de delicias y producen en sí mismos un árbol fructuoso y lozano (Ad Diognetum X-XII, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tus preceptos son una maravilla, por eso los observo» (Sal 118,129).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Abrahán tiene el corazón dispuesto, ya que ha escuchado a Dios y le ha obedecido. Se encuentra en un estado de deseo adecuado para un encuentro de amistad. Al fijarnos en él, hacemos un descubrimiento: el encuentro con Dios es un diálogo entablado sobre la base de la Promesa: «No temas..., yo soy tu escudo». Dios toma la iniciativa. Cada vez que oramos nos encaminamos al encuentro con un Dios que nos espera. Dios es el primero en hablar. Nuestras palabras no son otra cosa más que respuestas a una palabra, a una espera de Dios. Y la primera Palabra de Dios, desde Abrahán hasta María y a lo largo de toda la historia de los hombres, será siempre una palabra de paz: «No temas» (Le 1,30). Esto tiene un sentido para nosotros, para nuestras vidas hoy. No temas, deja tus angustias... Abrahán, cuando toma a su vez la palabra, expone simplemente las dificultades en las que se encuentra. Se trata, verdaderamente, de una conversación familiar del hombre con su Dios: «Estás viendo el estado en que me encuentro». Y Dios le confirma lo prometido.

Entonces Abrahán le cree. En esto precisamente consiste el acto de la esperanza: creo, porque me lo has prometido; en esto consiste la oración plenamente convencida, en una firme certeza en Dios. La oración, antes de ser un grito de invocación, es certeza de que Dios cumplirá lo que ha prometido. En esto consiste nuestra continua preparación para la oración: en apoyarnos únicamente en Dios.

El que haya recorrido más este camino, entra, como Abrahán, en una fase difícil: en una gran oscuridad, cae sobre él un profundo sueño. En consecuencia, no debe sorprendernos que, al entrar en la oración, nos adentremos en la oscuridad. La razón de ello es que entramos en la fe, pero hay también una segunda razón para la oscuridad. Hemos trabajado todo el día y,  además, hemos de luchar contra las aves rapaces, contra todo lo que obstaculiza e impide la realización de la voluntad de Dios. Orar significa aceptar la noche de la fe, la noche de las contradicciones y de los sufrimientos (J. Loew, La preghiera dei piccoli e dei poverí, Brescia 1983, pp. 1 óss).

 

Día 27

Jueves de la 12ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 16,l-12.15ss

1 Saray, la mujer de Abrán, no le había dado hijos, pero tenía una esclava egipcia, llamada Agar.

2 Y Saray dijo a Abrán: -Mira, el Señor me ha hecho estéril; así que acuéstate con mi esclava, a ver si por medio de ella puedo tener hijos. A Abrán le pareció bien la propuesta.

3 Cuando Abrán llevaba diez años residiendo en la tierra de Canaán, Saray tomó a Agar, su esclava egipcia, y se la dio por mujer a su marido, Abrán.

4 Él se acostó con Agar, y ella concibió, pero cuando se vio encinta, empezó a mirar con desprecio a su señora.

5 Entonces Saray dijo a Abrán: -Tú tienes la culpa de esta afrenta. Yo puse a mi esclava en tus brazos y, en cuanto se ha visto encinta, me mira con desprecio. El Señor sabe que tengo razón.

6 Abrán respondió a Saray: -Tu esclava es cosa tuya; trátala como mejor te parezca. Y Saray la maltrató de tal modo que ella huyó de su presencia.

7 Un ángel del Señor la encontró en el desierto junto a un manantial, la fuente que está en el camino del sur,

8 y le dijo: -Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y a dónde vas? Ella respondió: -Huyo de la presencia de mi señora, Saray.

9 Y el ángel del Señor le dijo: -Vuelve al lado de tu señora y sométete a ella.

10 Y añadió: -Multiplicaré tu descendencia y será tan numerosa que no se podrá contar.

11 El ángel del Señor continuó: Estás encinta y darás a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Ismael, porque el Señor ha escuchado tu aflicción.

12 Será un hombre fiero e indómito, él contra todos, y todos contra él; vivirá enfrentado a todos sus hermanos.

15 Agar dio un hijo a Abrán, y Abrán le puso el nombre de Ismael.

16 Tenía Abrán ochenta y seis años cuando Agar le dio a Ismael.

 

**• En este relato compuesto, en el que confluye un rico material tradicional, está presente una interpretación teológica concreta que denuncia un celo excesivo a la hora de ver realizada la promesa de darle una descendencia hecha por Dios a Abrahán. En efecto, ante el retraso en el cumplimiento, Sara, la mujer estéril, obtiene el consentimiento de Abrahán para tener un hijo por medio de su esclava Agar. Este caso estaba previsto en el código de Hammurabi (par. 146) y, desde el punto de vista humano, no hubiera habido nada que objetar.

Sin embargo, lo que el narrador quiere sacar a la luz es que la promesa tiene que ser cumplida por Dios mismo, sin estratagemas o embrollos humanos. Agar se enorgullece por su nueva condición frente a Sara, pero ésta la maltrata hasta hacerla huir. Sara, al afirmar: «La injusticia cometida conmigo te concierne», como dice al pie de la letra el v. 5, se dirigía de hecho a Abrahán, porque de él dependía la solución jurídica del asunto.

El ángel del Señor que encuentra a Agar en el desierto la invita a volver y a permanecer sometida; por otra parte, da el nombre de Ismael -YHWH ha escuchado- al nascituro, que se convertirá en un indómito habitante del desierto. Dios, aunque protege a Ismael, no le considera el hijo de la promesa. Al hombre se le pide una fe absoluta en la Palabra del Señor, una palabra que se cumplirá «en el tiempo que él mismo ha fijado» (21,2); por consiguiente, no sólo es preciso creer en YHWH, sino aceptar asimismo las modalidades puestas por él para el cumplimiento de su promesa.

 

Evangelio: Mateo 7,21-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

21 No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos.

22 Muchos me dirán ese día: -¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?

23 Pero yo les responderé: -No os conozco de nada. ¡Apartaos de mí, malvados!

24 El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica es como aquel hombre sensato que edificó su casa sobre roca.

25 Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y se abatieron sobre la casa, pero no se derrumbó, porque estaba cimentada sobre roca. 26 Sin embargo, el que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica es como aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena.

27 Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, se abatieron sobre la casa y ésta se derrumbó. Y su ruina fue grande.

28 Cuando Jesús terminó este discurso, la gente se quedó admirada de su enseñanza,

29 porque les enseñaba con autoridad, y no como sus maestros de la Ley.

 

**• La Palabra de Jesús se muestra muy exigente; no basta con decir, también es preciso cumplir la voluntad del Padre, que pide nuestra santificación en el amor:

«Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6). En efecto, el Maestro no reprocha la simple incoherencia, que nos sirve incluso de humillación y de motivo de constante conversión. Lo que Jesús denuncia es la autosuficiencia de quien se considera una persona de bien porque dice: «Señor, Señor», sin que Jesús sea en realidad el Señor de su vida. A la oración debe corresponderle un compromiso total con el cumplimiento de la voluntad del Padre «en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10). Al final, en efecto, «ese día», se verá cómo hemos construido.

Entre los vv. 24-27 se encuentra, tanto en Mateo como en Lucas, la parábola de la casa construida sobre la roca como ilustración de la actitud del verdadero creyente, es decir, del que pone en práctica la palabra que ha escuchado. Seremos necios o sensatos según dónde pongamos los fundamentos de nuestro edificio espiritual. El que los ponga en la arena se verá arrollado por las tempestades. Sólo el que construye sobre la roca de la Palabra, el que va edificando día tras día su vida, podrá convertir su morada en un lugar de encuentro con Dios y con los hermanos. Los w. 28ss subrayan el estupor de las muchedumbres ante la enseñanza de Jesús, que no remite, como hacían los maestros de la Ley, a una tradición precedente, sino que tiene en sí mismo la misma autoridad de Dios y lleva a cabo aquello para lo que Dios le ha enviado (cf. Is 55,11).

 

MEDITATIO

«No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). Hacer la voluntad de Dios es, por consiguiente, el compromiso más importante del cristiano, su deber imprescindible. ¿Y cuál es la voluntad del Padre con nosotros, sino que pongamos en práctica la Palabra de Jesús; más aún, que nos convirtamos nosotros mismos en Palabra acogiéndola, custodiándola en nosotros, dejándonos transformar por su secreto dinamismo interior? Es éste un proceso lento, cuyos ritmos de crecimiento forman parte asimismo de la voluntad de Dios. Nosotros lo queremos todo y enseguida, y querríamos también que nuestra santificación tuviera lugar al mismo ritmo de la intensidad de nuestro deseo.

Sabiamente nos amonesta san Benito: «No hemos de querer que nos llamen santos antes de serlo». En efecto, podemos correr el riesgo de forzar los tiempos, de decir una gran cantidad de palabras hermosas que nos ilusionen a nosotros mismos y a los otros. El Señor crucificado se pone en silencio ante la mirada de nuestro corazón para recordarnos que no podemos hacer trampas con Dios. Tampoco podemos encontrar astucias o atajos.

        Suyo es el proyecto, suyos son los tiempos y las modalidades de la realización. A nosotros nos corresponde el humilde reconocimiento, en nuestra vida diaria, de su santidad, de su amor, que nos ha elegido «antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados ante él» (Ef 1,4).

 

ORATIO

Oh Señor, has querido vincularte a nosotros con una alianza perenne que nada ni nadie podrá romper, a no ser nuestro obstinado rechazo de tu amor. Enséñanos a descubrir en la vida de cada día los signos de tu presencia en medio de nosotros y renueva nuestro deseo de serte fieles, seguros del cumplimiento de toda palabra tuya, de toda promesa tuya, incluso cuando el horizonte se pone oscuro y no se vislumbran las luces de la aurora.

Concédenos esperar de ti sólo la alegría verdadera y perfecta, esa que nadie nos podrá arrebatar. No nos  dejes caer en la tentación de construirnos una felicidad con nuestras manos, bajando a compromisos con nuestra propia conciencia. Haznos pacientes como el labrador que sabe esperar el tiempo de la cosecha mientras la nieve cubre la tierra; haznos sabios como quien excava unos cimientos profundos para no ver su casa arrastrada por las aguas. Sé tú el único Señor de nuestra vida, a quien nos dirijamos confiados, seguros de ser escuchados si hacemos cuanto te complace.

 

CONTEMPLATIO

Es Jesús quien nos habla en el Evangelio, es la verdad eterna, infinita. Habla, le escuchamos y no hacemos nada. La fe no es bastante fuerte para vencer la prudencia humana, Jas ideas mundanas... Preferimos creer antes en nuestros pequeños razonamientos que en la Palabra de Jesús. Su Palabra nos parece «dura» (cf. Jn 6,60)... El Señor habla, sabemos que es la verdad, pero no creemos, porque su Palabra nos molesta. Endurecemos nuestros corazones para no oír, no tenemos fe. Si la tuviéramos, cumpliríamos su Palabra de una manera pura y simple.

Jesús nos da el ejemplo... Dios mío, dame la fe, para que cumpla esta Palabra que tú me dices, una palabra que es indispensable cumplir, puesto que, si no lo hacemos, no podremos decir que te amamos, ni que amamos al prójimo, ni que obedecemos, ni que practicamos el desprendimiento, y sólo habrá en nosotros avaricia, desobediencia, dureza, falta de fe y de caridad.

¡Oh! Dios mío, cuan bello es tu Evangelio, cuan brillante y luminoso, pero qué lejos está de los pensamientos del mundo y qué verdad es que «cuanto dista el cielo de la tierra, así mis caminos de los vuestros, mis planes de vuestros planes» (Is 55,9). Dame la fe, para que rompiendo contra Cristo todos los razonamientos humanos, abrace con todo mi corazón esta sabiduría divina del Evangelio, que es locura a los ojos de los hombres, y cumpla todas sus enseñanzas (Ch. de Foucauld, Meditazioni suipassi evangelici, Roma 1984, pp. 81-84).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,28).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El tiempo es algo extremadamente precioso, porque es el ámbito donde se despliega nuestra vida, donde nos jugamos nuestro destino eterno. Cuando se van sumando los días y los años, y se vuelve pesada la monotonía, no resulta fácil mantener viva la llama inicial ni mantener intacta la fidelidad. Todo el mundo es capaz de un impulso momentáneo. Mantener la fidelidad a través del tiempo es saber aceptar las «lentitudes» de Dios. Lentitudes para nuestra prisa humana. Nuestra vida es breve, por eso tenemos prisa. Dios, en cambio, tiene todo el tiempo de su parte, hasta tiene la eternidad de su parte, y quiere que, por nuestra parte, tengamos paciencia. Esto parece agudizar la tensión.

Pero, después, de repente, un día, he aquí que llega la hora, el momento esperado. Así es el Reino de Dios. La espera es larga, pero, una vez colmada la medida escatológica, de la que nada sabemos, vendrá la hora. Parece que Jesús nos diga: Mirad al hombre del campo, espera con paciencia, pero la hora de la cosecha llega de una manera irresistible. La semilla está sembrada. Dios no deja nada inacabado. El, que ha empezado la obra buena, la llevará a término. El comienzo es la garantía de la consumación. Espera con paciencia y vuelve a comenzar la aventura de la fe. Atrévete a arriesgar, abandonándote a lo imprevisto de Dios, bajo la guía de su Espíritu, sin vacilaciones. Esta es la fidelidad que se experimenta a través del crisol del tiempo (M. Magrassi, Atterrati da Cristo, Noci 81991, pp. 98-100, passim).

 

Día 28

San Ireneo

Ireneo, originario de Asia Menor, fue discípulo del obispo Policarpo de Esmirna, de donde se deduce que debió de nacer hacia el año 130 en esta ciudad o en los alrededores. Siguiendo una ruta de emigración común en aquellos tiempos, Ireneo se trasladó de Asia Menor a la Galia, y el año 177 fue enviado por la comunidad de Lyon a Roma, para llevar una carta de recomendación al papa Eleuterio a favor de los montañistas. A su vuelta, fue elegido obispo de Lyon en lugar del anciano Potino, que murió mártir en la persecución de Marco Aurelio. Debemos situar su muerte entre los años 202 y 203. Ireneo, último varón apostólico y primer teólogo de la tradición, es un eslabón de unión entre los padres del siglo II y los del siglo III. Contra los herejes (Adversus haereses) es su obra maestra en defensa de la verdad de la Iglesia contra los ataques del gnosticismo.

 

Primera Lectura: Génesis 17, 1. 9-10. 15-22

1 Cuando Abram tenía 99 años, se le apareció Yahveh y le dijo: «Yo soy El Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto.

9 Dijo Dios a Abraham: «Guarda, pues, mi alianza, tú y tu posteridad, de generación en generación.

10 Esta es mi alianza que habéis de guardar entre yo y vosotros - también tu posteridad -: Todos vuestros varones serán circuncidados.

15 Dijo Dios a Abraham: «A Saray, tu mujer, no la llamarás más Saray, sino que su nombre será Sara.

16 Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo. La bendeciré, y se convertirá en naciones; reyes de pueblos procederán de ella.»

17 Abraham cayó rostro en tierra y se echó a reír, diciendo en su interior: ¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo?, ¿y Sara, a sus noventa años, va a dar a luz?»

18 Y dijo Abraham a Dios: «¡Si al menos Ismael viviera en tu presencia!»

19 Respondió Dios: «Sí, pero Sara tu mujer te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Isaac. Yo estableceré mi alianza con él, una alianza eterna, de ser el Dios suyo y el de su posteridad.

20 En cuanto a Ismael, también te he escuchado: «He aquí que le bendigo, le hago fecundo y le haré crecer sobremanera. Doce príncipes engendrará, y haré de él un gran pueblo.

21 Pero mi alianza la estableceré con Isaac, el que Sara te dará a luz el año que viene por este tiempo.»

22 Y después de hablar con él, subió Dios dejando a Abraham.

 

Segunda Lectura: Evangelio: Mateo 8,1-4

1 Cuando Jesús bajó del monte, le siguió mucha gente.

2 Entonces se le acercó un leproso y se postró ante él, diciendo: -Señor, si quieres, puedes limpiarme.

3 Jesús extendió la mano, le tocó y le dijo: -Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.

4 Jesús le dijo: -No se lo digas a nadie, pero ve, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda prescrita por Moisés, para que tengan constancia de tu curación.

 

**• El capítulo 8 de Mateo abre la serie de los milagros de curación de Jesús, milagros que muestran su autoridad, superior a la de los maestros de la Ley y dotada de un carácter sacerdotal. La primera intervención de Jesús es la purificación de un leproso, es decir, de una persona que, en cuanto afectada por la máxima modalidad de impureza, era considerada como excomulgada. Por consiguiente, se le impedía no sólo la convivencia con los hombres, sino también la comunión con Dios. Los evangelios, en efecto, a propósito de los leprosos, hablan siempre de «purificar», de «limpiar», no de «curar». Jesús deja que el leproso -que, a causa de su enfermedad, debería mantenerse a distancia de todos y gritar: «¡Impuro, impuro!»- se le acerque. Jesús es sacerdote y médico: no teme el contacto con la impureza y sana al leproso. Ahora bien, para que éste sea reintegrado en la asamblea de Israel, es preciso que el sacerdote lo declare limpio y lleve a cabo el rito de la purificación (Lv 14).

Jesús le envía, por tanto, a presentar la ofrenda en el templo, mostrando con ello que ha venido no a abrogar la ley, sino a llevarla a su plenitud. Curar la lepra es una acción exclusiva de Dios, señor de la vida y de la muerte. ¡Jesús es el Señor! El leproso curado, que manifiesta su fe en Jesús, Señor y Salvador, es figura de todo hombre que acude a Jesús para recibir el don de la vida, libre por fin de la muerte. Cristo ha venido precisamente a decirnos a cada uno de nosotros: «Quiero, queda limpio».

 

MEDITATIO

Dios ha creado al hombre para hacer con él un camino pleno y total. A Abrahán le mandó: «Camina en mi presencia con rectitud», o mejor aún, sé todo mío. En efecto, sólo a través de esta pertenencia puede realizarse plenamente el hombre a sí mismo y gozar de la felicidad que Dios ha pensado para él. Pero nadie puede acercarse a la santidad de Dios sin haber sido purificado, porque el hombre lleva inscrita en su corazón la carcoma de la rebelión, de la autosuficiencia; en suma, del pecado. En el Antiguo Testamento, la lepra era el símbolo de la impureza radical del hombre frente a la santidad de Dios. El milagro propuesto en el evangelio de Mateo representa no tanto una curación como una purificación ontológica y radical de aquel hombre llevada a cabo por Jesús. Sólo él, el Santo de Dios, venido a asumir nuestro pecado, está en condiciones de realizar todo lo que al hombre, con su única fuerza, le resulta imposible.

Nosotros no somos capaces de caminar con integridad ante Dios si Jesús no interviene con su voluntad de bien y de salvación para hacernos santos, para hacernos participar de su misma filial pureza y belleza. Para eso ha venido, para eso ha muerto. Ahora bien, ¿queremos de verdad que nos sane?

 

ORATIO

Señor, Dios compasivo y lento a la ira, por amor a Abrahán, por amor a todos los humildes, los puros, los justos de todos los tiempos y de todos los lugares, ten piedad de mí; purifícame de toda culpa y revísteme de tu santidad e inocencia, para que siempre esté dispuesto a seguirte a todas partes, dando testimonio de la alegría con la que colmas a los que acogen tu misericordia.

 

CONTEMPLATIO

Si queréis emular a Dios, puesto que habéis sido creados a su imagen, imitad su ejemplo. Vosotros, que sois cristianos y con vuestro mismo nombre estáis proclamando la bondad, imitad la caridad de Cristo.

Pensad en los tesoros de su benignidad, pues, habiendo de venir como hombre a los hombres, envió previamente a Juan como heraldo y ejemplo de penitencia; y, por delante de Juan, envió a todos los profetas, para que indujeran a los hombres a convertirse, a volver al buen camino y a vivir una vida fecunda.

Luego, se presentó él mismo, y clamaba con su propia voz: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré». ¿Y cómo acogió a los que escucharon su voz? Les concedió un pronto perdón de sus pecados y les liberó en un instante de sus ansiedades: la Palabra los hizo santos, el Espíritu los confirmó, el hombre viejo quedó sepultado en el agua, el hombre nuevo floreció por la gracia. ¿Y qué ocurrió a continuación? El que había sido enemigo se convirtió en amigo, el extraño resultó ser hijo, el profano vino a ser sagrado y piadoso. Imitemos el estilo pastoral que empleó el mismo Señor; contemplemos los evangelios y, al ver allí, como en un espejo, aquel ejemplo de diligencia y benignidad, tratemos de aprender estas virtudes. Allí encuentro, bosquejada en parábola y en lenguaje metafórico, la imagen del pastor de las cien ovejas que, cuando una de ellas se aleja del rebaño y vaga errante, no se queda con las otras que se dejaban apacentar tranquilamente, sino que sale en su busca, atraviesa valles y bosques, sube montañas altas y empinadas y va tras ella con gran esfuerzo, de acá para allá por los yermos, hasta que encuentra a la extraviada. Y, cuando la encuentra, no la azota ni la empuja hacia el rebaño con vehemencia, sino que la carga sobre sus hombros, la acaricia y la lleva con las otras, más contento por haberla encontrado que por todas las restantes. Pensemos en lo que se esconde tras el velo de esta imagen.

Esta oveja no significa, en rigor, una oveja cualquiera, ni este pastor es un pastor como los demás, sino que significan algo más. En estos ejemplos se contienen realidades sobrenaturales. Nos dan a entender que jamás desesperemos de los hombres ni los demos por perdidos, que no los despreciemos cuando están en peligro, ni seamos remisos en ayudarles, sino que, cuando se desvían de la rectitud y yerran, tratemos de hacerlos volver al camino, nos congratulemos de su regreso y los reunamos con la muchedumbre de los que siguen viviendo justa y piadosamente (Asterio de Amasea, Homilía sobre el arrepentimiento, en PG 40, col. 356).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Por eso, Señor, canto himnos de alegría a tu nombre» (Sal 17,50b).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Tal vez no nos demos cuenta de la grandeza y de la novedad de este hecho respecto a las religiones no bíblicas y a las diferentes filosofías: que Dios se manifiesta exclusivamente como Dios de alguien. No es el Dios del cielo, no es el Dios del país, sino el Dios de un arameo errante, es decir, de un hombre que no tiene patria y es extranjero en todas partes. Este hombre es tan querido por Dios que éste, en cierto sentido, toma su nombre.

En efecto, ¿qué significa «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob», sino que Dios tiene un nombre sólo en referencia a aquellos a quienes ama? La historia de los patriarcas, y sobre todo la de Abrahán, nos muestra que éstos aceptaron sin vacilar a este Dios tan cercano y, al mismo tiempo, tan huidizo...

El Dios de Abrahán es la única divinidad del mundo antiguo sin rostro ni figura, pero también la única que habla y escucha. El Dios de Abrahán es, en efecto, el Dios que habla a Abrahán y al que Abrahán puede hablar. Mientras que todo el Antiguo Testamento desanima cualquier propósito de ver a Dios, está recorrido por la llamada divina: Stema', escucha. Si la visión de Dios no podía resolverse más que en la muerte, oírle es y sigue siendo misterio de alianza: la Palabra de Dios es oída por aquel que es objeto del amor divino. Y es oída porque Dios la pone en su corazón (Dt 30,14). Esta intimidad es recíproca: también Dios escucha, también Abrahán habla. No sin razón, cuando leemos con «delicadeza» el Antiguo Testamento tenemos la impresión de que Dios está siempre atento. Los profetas no cesan de manifestar el ansia que tiene Dios de ser verdaderamente, en cada generación, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob: «"¡Quiero contarte entre mis hijos, regalarte una tierra de delicias, la heredad más preciosa entre las naciones!" Pensaba: "Me llamarás Padre y no te separarás de mí"» (Jr 3,19) (P. de Benedetti, Ció che tarda verrá, Magnano 1992, pp. 52-55, passim).

 

Día 29

San Pedro y San Pablo

 

Pedro y Pablo, dos columnas de la Iglesia, maestros inseparables de fe y de inspiración cristiana por su autoridad, son sinónimo de todo el colegio apostólico. A Simón Pedro, pescador de Betsaida (cf. Le 5,3; Jn 1,44), Jesús le llamó Kefas- Piedra y le dio el encargo de guiar y confirmar a los hermanos, a pesar de su frágil temperamento. Su característica distintiva es la confesión de la fe. Es uno de los primeros testigos del Jesús resucitado y, como testigo del Evangelio, toma conciencia de la necesidad de abrir la Iglesia a los gentiles (Hch 10-11).

Pablo de Tarso, perseguidor de la Iglesia y convertido en el camino de Damasco, es un hombre de espíritu vivaz y brillante formación, que recibió de los mejores maestros. Animado por una gran pasión por Cristo, recorrió con su dinamismo el Mediterráneo anunciando el Evangelio de la salvación.

Ambos recibieron en Roma la palma del martirio y la unidad en la caridad, convirtiéndose en ejemplo de diálogo entre institución y carisma.

 

LECTIO

Primera lectura: Hechos 12,1-11

1 Por entonces, el rey Herodes inició una persecución contra algunos miembros de la Iglesia.

2 Mandó ejecutar a Santiago, hermano de Juan,

3 y, viendo que este proceder agradaba a los judíos, se propuso apresar también a Pedro. En aquellos días se celebraba la fiesta de pascua.

4 Así que lo prendió, lo metió en la cárcel y encomendó su custodia a cuatro escuadras de soldados, con intención de hacerle comparecer ante el pueblo después de la pascua.

5 Mientras Pedro estaba en la cárcel, la Iglesia oraba por él a Dios sin cesar.

6 La noche anterior al día en que Herodes pensaba hacerle comparecer, estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas, mientras dos guardias vigilaban la puerta de la cárcel.

7 En esto, el ángel del Señor se presentó y un resplandor inundó la estancia. El ángel tocó a Pedro en el costado y le despertó diciendo: -¡Deprisa, levántate! Y las cadenas se le cayeron de las manos.

8 El ángel le dijo: -Abróchate el cinturón y ponte las sandalias. Pedro lo hizo así, y el ángel le dijo: -Échate el manto y sígueme.

9 Pedro salió tras él, sin darse cuenta de que era verdad lo que el ángel hacía, pues pensaba que se trataba de una visión.

10 Después de pasar la primera y la segunda guardias, llegaron a la puerta de hierro que da a la calle, y se les abrió sola. Salieron y llegaron al final de la calle; de pronto, el ángel desapareció de su lado.

11 Y Pedro, volviendo en sí, dijo: -Ahora me doy cuenta de que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de Herodes y de las maquinaciones que los judíos habían tramado contra mí.

 

*• Estamos en tiempos de la persecución contra la Iglesia por obra de Herodes Agripa, en los años 41-44. Pedro, como Jesús, fue arrestado durante los días de la pascua judía y encarcelado (cf. Le 22,7). Lucas nos hace comprender la suerte que habría correspondido a Pedro si el Señor no hubiera intervenido con un milagro (vv. 1-4). Éste tiene lugar con la liberación de la muerte cierta por medio de un ángel. El evangelista pone de relieve, a continuación, la grandeza de la liberación de Pedro, toda ella obra de Dios, hasta tal punto que los cristianos no podían dar crédito a sus ojos. Dios manifiesta así su benevolencia con los primeros cristianos de un modo extraordinario. El relato de la liberación del apóstol se divide en dos partes. La primera nos cuenta lo que sucede en la prisión, donde duerme Pedro encerrado, y el procedimiento de su liberación por medio del ángel (vv. 7ss).

En la segunda parte se describe cómo el ángel y Pedro recorren los caminos de la ciudad, mientras las puertas se abren fácilmente a su paso. Después de esto, desaparece el ángel liberador (vv. 9ss). Una vez salvado, dice Pedro: «Ahora me doy cuenta de que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de Herodes y de las maquinaciones que los judíos habían tramado contra mí», y se reúne con su Iglesia, que estaba orando por él (cf. v. 5).

Para Lucas, ésta es la pascua de Pedro, es decir, la liberación definitiva del mundo judío, y la liberación del cabeza de los apóstoles se convierte en un signo concreto de la salvación que deben llevar también a los gentiles.

 

Segunda lectura: 2 Timoteo 4,6-8.17ss

Querido hermano:

6 Yo ya estoy a punto de ser derramado en libación, y el momento de mi partida es inminente.

7 He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe.

8 Sólo me queda recibir la corona de salvación que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa.

17 El Señor me asistió y me confortó, para que el mensaje fuera plenamente anunciado por mí y lo escucharan todos los paganos. Fui librado de la boca del león.

18 El Señor me librará de todo mal y me dará la salvación en su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

**• El fragmento nos presenta el testamento de Pablo, que siente ahora próxima su muerte. Tras hacer algunas recomendaciones a Timoteo, el apóstol nos hace conocer su estado de ánimo: se siente solo y abandonado por los hermanos, pero no víctima, porque tiene la conciencia tranquila y el Señor está con él. Ha conservado la fe y la vocación misionera, en fidelidad al mandato recibido. Es consciente de que ha «combatido el buen combate, [ha] concluido [su] carrera» (v. 7).

Se compara, entonces, con la «libación» que se derramaba sobre las víctimas en los sacrificios antiguos: quiere morir como un verdadero luchador, tal como ha vivido, consciente de haberse entregado por completo a Dios y a los hermanos. Es consciente de que ahora le espera la victoria prometida al siervo fiel y también a todos los que «esperan con amor su venida gloriosa» (v. 8).

La conclusión del fragmento subraya los sentimientos personales del apóstol de los gentiles, su amor por la causa del Evangelio, su imitación de la persona de Cristo, y su conciencia de haber llevado a cabo la obra de salvación con los gentiles, a la que había sido llamado por el Señor (v. 17).

 

Evangelio: Mateo 16,13-19

En aquel tiempo,

13 de camino hacia la región de Cesárea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?

14 Ellos le contestaron: -Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas.

15 Jesús les preguntó: -Y vosotros ¿quién decís que soy yo?

16 Simón Pedro respondió: -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

17 Jesús le dijo: -Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ningún mortal, sino mi Padre, que está en los cielos.

18 Yo te digo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer.

19 Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.

 

*•• La confesión de Pedro es un texto de gran importancia para la vida del cristianismo y se compone de dos partes: la respuesta de Pedro sobre el mesiazgo de Jesús, Hijo de Dios (vv. 13-16), y la promesa del primado que Jesús confiere a Pedro (vv. 17-19). Por lo que respecta a la pregunta que dirige Jesús a sus discípulos, podemos subrayar dos puntos de vista: el de los hombres (v. 13: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»), con su apreciación humana, y el de Dios (v. 15: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?», con el correspondiente conocimiento sobrenatural.

La opinión de la gente del tiempo de Jesús reconocía en él a un profeta y a una personalidad extraordinaria (v. 14). La opinión de los Doce, en cambio, es la expresada por la confesión de fe de Pedro: Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios (cf. v. 16). Ahora bien, esa revelación es fruto exclusivo de la acción del Espíritu Santo, «porque eso no te lo ha revelado ningún mortal, sino mi Padre, que está en los cielos» (v. 17).

A causa de esta confesión, Pedro será la roca sobre la que edificará Jesús su Iglesia. A Pedro y a sus sucesores les ha sido confiada una misión única en la Iglesia: son el fundamento visible de esa realidad invisible que es Cristo resucitado. Ambos constituyen la garantía de la indefectibilidad de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Por otra parte, el poder especial otorgado por Jesús a Pedro, expresado por las metáforas de las llaves, del «atar» y del «desatar» (v. 19), indica que tendrá autoridad para prohibir y permitir en la Iglesia.

 

MEDITATIO

La Iglesia celebra a través de estos dos apóstoles su fundamento apostólico, mediante el cual se apoya directamente en la piedra angular que es Cristo (cf. Ef 2,19ss).

Pedro y Pablo son los «fundadores» de nuestra fe; a partir de ellos se entabla el diálogo entre institución y carisma, a fin de hacer progresar el camino de la vida cristiana.

El pescador de Galilea empezó su extraordinaria aventura siguiendo al Maestro de Nazaret, primero, en Judea y, a continuación, tras su muerte, hasta Roma. Y aquí se quedó no sólo con su tumba, sino con su mandato, es decir, en aquellos que han subido a la «cátedra de Pedro». Pedro continúa siendo, en los obispos de Roma, la «roca» y el centro de unidad sobre el que Cristo edifica su Iglesia.

Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, se convirtió de perseguidor de Cristo en celoso misionero de su Evangelio. Cogido por el amor al Señor, Cristo llegó a ser para él su mayor pasión (2 Cor 5,14), hasta el punto de decir: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Su martirio revelará la sustancia de su fe.

La evangelización de estas dos columnas de la Iglesia no se apoya en un mensaje intelectual, sino en una praxis profunda, sufrida y atestiguada con la palabra de Jesús.

 

ORATIO

Dios omnipotente y eterno, que con inefable sacramento quisiste poner en la sede de Roma la potestad del principado apostólico, para que a través de ella la verdad evangélica se difundiera por todos los reinos del mundo, concede que lo que se ha difundido por su predicación en todo el orbe sea seguido por toda la devoción cristiana (Sacramentarium Veronense, ed. L. C. Mohlberg, Roma 1978, n. 292).

 

CONTEMPLATIO

[...] en los apóstoles Pedro y Pablo has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría: Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquel fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes. De esta forma, Señor, por caminos diversos, ambos congregaron la única Iglesia de Cristo, y a ambos, coronados por el martirio, celebra hoy tu pueblo con una misma veneración (Misal romano, prefacio propio de la misa de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo).

 

ACTIO

Repite hoy con frecuencia orando con san Pedro y san Pablo: «El Señor me asistió y me confortó» (2 Tim 4,17).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La liturgia fija hoy algunos momentos en la rica y agitada vida de los dos apóstoles. Domina sobre todos la escena de Cesárea de Filipo, descrita en el fragmento evangélico. ¿Qué retendremos, en particular, de este episodio tan célebre? Estas palabras: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». La Iglesia, pues, no es una sociedad de librepensadores, sino que es la sociedad -o mejor aún, la comunidad- de los que se unen a Pedro en la proclamación de la fe en Jesucristo. Quien edifica la Iglesia es Cristo. Es él quien elige libremente a un hombre y lo pone en la base. Pedro no es más que un instrumento, la primera piedra del edificio, mientras que Cristo es quien pone la primera piedra. Sin embargo, desde ahora en adelante no se podrá estar verdadera y plenamente en la Iglesia, como piedra viva, si no se está en comunión con la fe de Pedro y con su autoridad, o, al menos, si no se tiende a estarlo. San Ambrosio ha escrito unas palabras vigorosas: «Ubi Petrus, ib¡ Ecclesia», «Donde está Pedro, allí está la Iglesia». Lo que no significa que Pedro sea por sí solo toda la Iglesia, sino que no se puede ser Iglesia sin Pedro (R. Cantalamessa, La Parola e la vita, Roma 1978, p. 307).

 

Día 30

13° domingo del tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: 1 Reyes 19,16b. 19-21

En aquellos días,

16 dijo el Señor a Elías: Unge a Eliseo, hijo de Safat, de Abelmejolá, como profeta sucesor tuyo.

19 Elías marchó de allí y fue en busca de Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando; tenía doce yuntas de bueyes y él llevaba la última. Elías pasó junto a él y le echó encima su manto.

20 Eliseo dejó la yunta, corrió detrás de Elías y le dijo: -Deja que me despida de mi padre y de mi madre; luego te seguiré. Respondió Elías: -Despídete, pero vuelve, porque te he elegido para que me sigas.

21 Eliseo se apartó de Elías, tomó la yunta de bueyes y la sacrificó. Coció luego la carne, sirviéndose de los aperos de los bueyes, y la distribuyó entre su gente, que comió de ella. Luego se fue tras Elías y se consagró a su servicio.

 

**• Este fragmento del primer libro de los Reyes pertenece al llamado «ciclo de Elias» (1 Re 17 - 2 Re 1): los capítulos que, ateniéndose a una historia de Elías preexistente, narran los acontecimientos, los milagros y el itinerario interior del profeta. Elías fue un sacerdote y profeta nacido en Galaad, Reino del Norte, y vivió en el siglo IX a. de C, en tiempos del rey Ajab. La tradición, de manera unánime, le considera como el hombre que encarna toda la pasión de Dios, las exigencias de su alianza y el radicalismo de su misión: «Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha» (Eclo 48,1).

Inmediatamente antes de nuestro fragmento encontramos a Elías en el monte Oreb, lugar en el que tuvo la experiencia decisiva de Dios, en medio de una intimidad al mismo tiempo delicada y consoladora (1 Re 19,1-18).

De esta revelación de Dios, personal y sorprendente, aprende Elías de nuevo a confiar al Señor toda su propia misión y a recibir de sus manos el plan y el mensaje proféticos. En este punto, su acontecer se encamina hacia la conclusión; la última orden que el Señor le dirige es que elija a un sucesor: Eliseo, hijo de Safat. En el centro de este episodio figura el gesto de Elías de echar su propio manto sobre los hombros de Eliseo. Se trata de un gesto que indica el «paso de propiedad»: Eliseo, envuelto en el manto, no se pertenece a partir de ahora, sino que pertenece a Dios y a su misión profética. También Eliseo, tal como aparece en el evangelio de Lucas (9,61ss), se ve situado ante su nueva y auténtica identidad, que le llama a dejarlo todo: a desarraigarse de su realidad, de su familia, para abrazar por completo la aventura que Dios le pone delante (v. 20). Esta nueva conciencia de sí mismo es expresada de una manera visible por Eliseo en la acción de matar los bueyes y cocer su carne para darla como alimento a su gente.

 

Segunda lectura: Gálatas 5,1.13-18

Hermanos:

1 Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud.

13 Es cierto, hermanos, que habéis sido llamados a la libertad. Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados; antes bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor.

14 Pues toda la ley se cumple si se cumple este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

15 Pero si os mordéis y os devoráis unos a otros, acabaréis por aniquilaros mutuamente.

16 Por tanto, os digo: Caminad según el Espíritu y no os dejéis arrastrar por los apetitos desordenados.

17 Porque esos apetitos actúan contra el Espíritu, y el Espíritu contra ellos. Se trata de cosas contrarias entre sí, que os impedirán hacerlo que sería vuestro deseo.

18 Pero si os dejáis guiar por el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley.

 

*•• El presente fragmento, tomado de la Carta a los Gálatas, nos sitúa de inmediato en medio del mensaje central del «evangelio paulino». Toda la predicación de Pablo se caracteriza por esta verdad fundamental. La muerte de Cristo y su resurrección liberan al hombre de la ley mosaica. Le liberan del poder de la carne o apetitos desordenados, o sea, de la tendencia natural a poner nuestro propio yo en el centro de la existencia, y -positivamente- le introducen en una condición nueva, en la cual la caridad es la única realidad que cuenta, porque es la única fuerza capaz de liberarle de las estrecheces de su egoísmo y de hacerle verdaderamente feliz.

Sin embargo, el creyente experimenta cada día dentro de sí que esta orientación a la libertad está amenazada, y de ahí que esté llamado a realizar elecciones concretas que le pongan de nuevo en su situación de verdad. Puede cambiar su libertad pretextando vivir según la lógica de su propio egoísmo: la libertad de la que habla Pablo es, en primer lugar, libertad de amar, capacidad de salir de las angustias del propio subjetivismo para abrirse a la experiencia de la comunión. Es, en definitiva, ser libres de nosotros mismos: ser libres para los otros, a través de la renuncia voluntaria y continua a querer vivir pensando y bastándonos a nosotros mismos.

Dentro de esta lógica, Pablo consigue recuperar el concepto mismo de ley. Y afirma con vigor que la caridad es el horizonte de todo el obrar humano (v. 14), que la única ley es ésta: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo ». Este camino de libertad lo recorre el hombre no en virtud de sus propias fuerzas, sino sólo mediante la gracia: el Espíritu Santo suscita en el corazón del hombre el deseo de caminar por el camino de la caridad y le pone en condiciones de hacer morir su propio yo y de sumergirse por completo en la lógica de la entrega total de sí mismo (v. 18).

 

Evangelio: Lucas 9,51-62

51 Cuando llegó el tiempo de su partida de este mundo, Jesús se dirigió de modo decidido hacia Jerusalén.

52 Entonces envió por delante a unos mensajeros, que fueron a una aldea de Samaría para prepararle alojamiento,

53 pero no quisieron recibirlo, porque se dirigía a Jerusalén.

54 Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan dijeron: -Señor, ¿quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?

55 Pero Jesús, volviéndose hacia ellos, les reprendió severamente. Y se marcharon a otra aldea.

57 Mientras iban de camino, uno le dijo: -Te seguiré adondequiera que vayas.

58 Jesús le contestó: -Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.

59 A otro le dijo: -Sígueme. Él replicó: -Señor, déjame ir antes a enterrar a mi padre.

60 Jesús le respondió: -Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios.

61 Otro le dijo: -Te seguiré, Señor, pero déjame despedirme primero de mi familia.

62 Jesús le contestó: -El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es apto para el Reino de Dios.

 

*»• Jesús, hijo obediente al Padre, se dirige «de modo decidido» (literalmente, con rostro «duro») hacia Jerusalén (v. 51). La dureza de su rostro expresa la perfecta adhesión a la voluntad del Padre: nada puede distraerle de la meta. La suya es una decisión irrevocable, fruto del amor. Envía por delante a sus discípulos, a fin de que preparen el corazón de los hombres para la escucha de la Palabra. El punto de partida de su camino es un pueblo de Samaría, lugar que expresa bien la infidelidad del corazón de Israel y que podía ser considerado como el más excluido de todos.

Pero Jesús empieza precisamente desde aquí. Esta animosa elección no recibe acogida. Santiago y Juan no aceptan ese rechazo y reaccionan con vigor, incluso ante la actitud remisiva de Jesús: todavía no poseen la docilidad (v. 54). Mientras se acercan a otro pueblo, una persona desconocida encuentra en Jesús la clave de toda su vida y promete seguirle (v. 57). Jesús coloca entonces el deseo del hombre frente a la realidad de la llamada de Dios: se trata de una inversión de toda la existencia.

El seguimiento de Cristo es un camino de abandono total a la voluntad del Padre, y la señal de todo esto es la situación de pobreza radical en la que el discípulo debe estar dispuesto a encontrarse (v. 58). Lo que antes era fuente de seguridad ahora ya no puede serlo. La única fuente de estabilidad, la única certeza, es Cristo. Ante la petición de ocuparse de los deberes familiares, Jesús se muestra también clarísimo: no se puede anteponer nada a su amor (w. 59ss), a fin de que el discípulo lenga un corazón libre, capaz de hacer suyos los sentimientos de Cristo, y pueda entregarse por completo a la voluntad del Padre para la edificación de su Reino (v. 62).

 

MEDITATIO

La liturgia de este domingo nos pone ante una palabra simplicísima, pero que tiene en sí un poder extraordinario: caridad. Es una palabra que brilla como una antorcha e ilumina nuestra existencia, llegando inmediatamente a las profundidades de nuestro corazón como una palabra capaz de discernir entre lo que el Espíritu ha engendrado en nosotros y lo que es fruto de nuestro egoísmo. Veamos cómo.

En la primera lectura, Eliseo, puesto ante la opción por Dios, una opción que incluye un «paso de propiedad» -de pertenecerse a sí mismo a pertenecerle a él y a su misión-, responde de inmediato con un gesto de entrega: da a los suyos todo lo que tiene y todo lo que es.

En esta línea se sitúa la invitación de Pablo a recorrer un camino de libertad. Somos libres cuando estamos dispuestos a dejarnos asir totalmente por la caridad de Cristo. El aspecto, el «rostro» de esta caridad nos lo muestra Lucas en su evangelio. El evangelista nos pone ante nuestros ojos el rostro «endurecido» -es decir, desfigurado- de Jesús por la pasión del Padre por todos sus hijos. Es una pasión tan fuerte que nada puede distraerle de su meta: llegar a Jerusalén, es decir, llegar al lugar de la comunión plena con la voluntad del Padre.

Quisiéramos detenernos ante este amor rebosante, para fijar en él la mirada de nuestro corazón, para escrutar su profundidad... y dejar que nuestra vida quede transfigurada.

 

ORATIO

Sólo la caridad puede dilatar mi corazón.

Jesús, desde que esta suave llama me consume, corro con alegría por el camino del mandamiento nuevo.

Quiero correr por él hasta el día feliz en el que podré seguirte por los espacios infinitos cantando tu cántico nuevo, el del amor

(Teresa de Lisieux, Manuscrito C).

 

CONTEMPLATIO

Lo que nos hace avanzar por el camino es el amor Dios y al prójimo. Quien ama corre, y la carrera es tanto más solícita cuanto más solícito es el amor. A un amor débil le corresponde un caminar lento, y si además le falta el amor, cuando alguien se detiene por el camino y añora la vida mundana es como si volviera la mirada atrás, sin mirar ya a la patria. No ayuda el que uno se ponga en camino y después, en vez de caminar, se vuelva atrás. Si alguien se ha puesto en camino –es decir, se ha hecho cristiano católico realmente- y mira hacia atrás dirigiendo todavía su amor al mundo, no hace más que volver al lugar de donde había partido (Agustín de Hipona, Sermón 346/B, 2).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Haceos esclavos los unos de los otros por amor» (Gal 5,13).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La caridad no es, en primer lugar, el amor al prójimo o el amor a Dios: es esa situación objetiva de estar en comunión, en alianza, que se desarrolla después en todas las relaciones, en todas las situaciones, en todas las exigencias que constituyen la existencia de un hombre. Por eso, desde el punto de vista cristiano, no hay una alternativa entre la comunión con Dios y la comunión con el prójimo; lo que hay más bien es la necesidad de dejarse prender, de dejarse «herir» por todas las exigencias de esta comunión y no darla ni como absolutamente obvia, considerándola como un dato de hecho para quien se ocupa de otras cosas, ni dejarla sin significado, como si el significado consistiera más bien en hacer esto o lo otro, en comprometerse con ésta o con aquella otra situación [...]. Así pues, no existe el hombre y un montón de modos de entrar en comunión con las personas; existe el hombre definido por esta comunión, que asume el modo auténtico de vivir y traducir todas las relaciones; o sea, que asume el modo de Jesucristo. Es como decir que existe un modo auténtico de vivir, de asumir la vida y la muerte, de sufrir, de gozar, de amar, de obrar, de hablar, de actuar, de comprometerse, de callar: y este modo es el de Jesucristo (G. Moioli, Va' dai miei fratelli (Gv 20,17), Milán 1996, pp. 39ss).