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El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-
Lunes 26ª semana del Tiempo ordinario o día 1 de octubre, conmemoración de Santa Teresa del Niño Jesús
Santa Teresa del Niño Jesús, Teresa Martin, hija de Luis Martin y de Celia Guerin –ambos en proceso de cononización-, nació en Alecon (Normandía), el 2 de enero de 1873. Entró a los 15 años en el Carmelo de Lisieux e hizo su profesión el 8 de septiembre de 1890. Murió el 30 de septiembre de 1897. Teresa, que llevó una intensa vida espiritual, centrada toda ella en el descubrimiento de la sencillez y totalidad del Evangelio y en la ofrenda al Amor misericordioso, brilló en la Iglesia de su tiempo, y sigue brillando en la del nuestro, como una contemplativa, apóstol de los apóstoles, a través de una experiencia de vida evangélica en la que no faltaron ni las tinieblas de la noche oscura de la fe ni la luminosa comunión con todos y con todo, por ser el Amor en el corazón de la Iglesia. Nos ha dejado, entre sus escritos, los Manuscritos autobiográficos, muchas Cartas, Poesías, Oraciones y Recreaciones piadosas llenas de sabiduría, que pregonan un mensaje nuevo y universal. Fue canonizada por Pío XI el 17 de mayo de 1925 y proclamada patrono de las misiones el 14 de diciembre de 1927. En virtud de la autoridad de su doctrina, llena de sabiduría evangélica, acogida de una manera unánime en la Iglesia, actual por sus mensajes, Juan Pablo II la declaró doctora de la Iglesia el 19 de octubre de 1997.
LECTIO Primera lectura: Zacarías 8,20-23 20 Así dice el Señor todopoderoso: Todavía han de venir gentes y habitantes de ciudades populosas. 21 Los habitantes de una ciudad irán a decir a los de la otra: «Vamos a invocar al Señor todopoderoso y a pedir su protección. Yo también voy contigo». 22 Y muchos pueblos y naciones poderosas vendrán a adorar al Señor todopoderoso en Jerusalén y a pedir su protección. 23 Así dice el Señor todopoderoso: En aquellos días, diez extranjeros agarrarán a un judío por el manto y le dirán: «Queremos ir con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros».
**• La comunidad de los hombres del retorno tiene una clara propensión a una actitud penitencial, puesto que es consciente de los efectos del pecado que había causado el exilio y la destrucción de la Ciudad Santa. El riesgo consiste en que esta actitud penitencial ofusque la alegría de la salvación llevada a cabo por el Señor. Aquí está, por tanto, la respuesta del profeta a la consulta sobre los ayunos. A los distintos ayunos añade también el del cuarto mes, que conmemora la brecha en las murallas de Jerusalén, y el del décimo mes, que recuerda el comienzo del asedio. Pues bien, aun sin abolir la necesidad de una actitud penitencial, en la que el ayuno ocupaba una parte importante, se confirma, no obstante, el sentimiento de alegría, de júbilo, de fiesta, que debe caracterizar la espiritualidad de la comunidad. Con todo, a fin de que esta fiesta no se altere, será necesario que la comunidad ame la verdad y la paz, pues de otro modo la fiesta se volvería «vividora», no gozosa. ¿Y cuáles son las razones de la fiesta, además del retorno? La perspectiva de una reunión universal precisamente en Jerusalén. Estos pueblos reconocerán entonces en los judíos a los maestros que les enseñarán el camino hacia el Señor (v. 23). A través de esta perspectiva de salvación de los pueblos, el profeta vuelve a llamar a sus primeros destinatarios -los hijos de Israel- a la exigencia de una auténtica alianza que esté basada en la confianza en la presencia del Señor, en la certeza profunda de su ser el «Dios fiel», el «Dios con nosotros».
Evangelio: Lucas 9,51-56 51 Cuando llegó el tiempo de su partida de este mundo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. 52 Entonces envió por delante a unos mensajeros, que fueron a una aldea de Samaría para prepararle alojamiento, 53 pero no quisieron recibirlo, porque se dirigía a Jerusalén. 54 Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan dijeron: -Señor, ¿quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma? 55 Pero Jesús, volviéndose hacia ellos, les reprendió severamente. 56 Y se marcharon a otra aldea.
**• Comienza aquí la parte más característica de la obra de Lucas, el gran viaje hacia Jerusalén (Lc 9,51-19,28). Lucas nos sitúa de inmediato frente a un episodio en el que se rechaza a Jesús. El texto griego podría ser aducido de un modo más literal así: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, endureció su rostro para ir a Jerusalén. Envió, pues, mensajeros delante de su rostro...». La partida de Jesús hacia Jerusalén es considerada desde la perspectiva de la misión profética, que requiere decisión para hacer frente a los peligros, con la seguridad de la ayuda del Señor (cf Jr 1,18; Is 50,7: «Endurecí mi rostro como el pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado»). Se aproxima el tiempo de su «asunción», elevación paradójica que contrasta con la lógica del hombre y que nos hace comprender que este viaje de Jesús es un viaje sin retorno, hacia la muerte. Como ya les ocurriera a los profetas, Jesús experimenta un clima de rechazo, de hostilidad; es el rechazo de los samaritanos (Lc 9,53). Obsérvese la ironía del texto: a primera vista, el rechazo se atribuye a la hostilidad de los samaritanos hacia el culto de Jerusalén, pero yendo más al fondo la oposición al viaje remite a la arraigada dificultad humana para aceptar el plan divino cuando éste incluye dolor y fracaso. En consecuencia, es rechazado por todos: por los suyos y por los samaritanos, por los de dentro del pueblo y por los de fuera. Sin embargo, el plan de Dios no se interrumpe por el rechazo humano. Por eso, el v. 56 afirma que «se marcharon a otra aldea»: la Buena Nueva, rechazada por unos, será acogida por otros. Por otra parte, el camino de Jesús encuentra incomprensión hasta por parte de los mismos discípulos. El evangelista refiere, en efecto, el episodio de la violenta indignación de Santiago y de Juan por la injusticia cometida al Maestro (v. 54) y, en consecuencia, a Dios, que es quien le envía, una indignación que traiciona la incapacidad para comprender lo que Jesús va a vivir. Jesús se lo reprocha con aspereza (v. 55), precisamente porque quiere invitarles a abandonar la idea errónea que tienen sobre la misión de Jesús y sobre la misión de ellos.
MEDITATIO La primera lectura y el pasaje evangélico parecen mantener, en apariencia, dos visiones opuestas. Por una parte, está el mensaje de Zacarías, con la perspectiva optimista de la conversión de los gentiles y de una peregrinación universal, en la que Israel va en cabeza de la procesión que sube hacia Sión. En el evangelio, en cambio, nos las vemos con la cerrazón de Israel, que está implicada en el rechazo de Jesús, y con la incredulidad de los samaritanos, que niegan toda hospitalidad al Nazareno y a sus discípulos. En realidad, ambas visiones no son contradictorias, sino que están profundamente coordinadas en el plan de la salvación. En el pecado de incredulidad, que conduce a excluir a Jesús de la vida humana, están implicados tanto Israel como los samaritanos y cada uno de nosotros. Todos estamos necesitados de la salvación, que nos viene precisamente del hecho de que Jesús hizo frente con valor a su destino de pasión y muerte en obediencia al plan del Padre. La salvación que Jesús ofrece a todo el mundo es el cumplimiento de las antiguas profecías de una redención universal, y entre esas profecías figura precisamente como un ejemplo fúlgido el presente oráculo de Jeremías. A buen seguro, el Evangelio sigue sufriendo todavía hoy rechazo y oposición, pero al discípulo dócil le está prohibida toda impaciencia, dado que ésta, más que celo amoroso, muestra una fe pequeña y representa un obstáculo para un testimonio auténtico de la obra de Cristo.
ORATIO Señor Jesús, bendigo el valor con el que endureciste tu rostro como piedra y emprendiste el camino hacia la cruz, aun sabiendo que nosotros te habríamos de corresponder con la incredulidad, la indiferencia e incluso la hostilidad. Bendigo la paciencia de la que haces gala incesantemente con nosotros, que nos mostramos a menudo impacientes y severos con los otros y con sus errores. Bendigo tu misericordia con nosotros, que no éramos hijos de Israel pero que precisamente gracias a tu muerte hemos sido hechos partícipes de las promesas que hiciste a tu pueblo. Bendigo tu fidelidad, gracias a la cual te has seguido fiando de nosotros y creyendo en nuestro discipulado, a pesar de nuestras defecciones y caídas. Me aferro al borde de tu manto, seguro de que encontraré en ti al que me cura de mis infidelidades y me conduce a la casa del Padre. Amén.
CONTEMPLATIO Sed dulces en vuestras acciones: nada de violencia, nada de impaciencia, nada de furor: si en alguna ocasión es preciso recurrir a la severidad, no recurráis a ella más que justo lo necesario, cuando estéis bien seguros de que es necesario; en caso de duda, preferid siempre los caminos de la dulzura a los caminos del rigor [...]. ¡Oh! Cuando os ataquen, sólo tenéis que hacer una cosa: imitar la dulzura que mostré en mi pasión, dejaros despojar de todo, golpear, condenar a muerte, sin sombra de resistencia, como yo os daré ejemplo [...]. Creed lo que os repito cada día, a cada hora. Creed que vuestro lema es «ser corderos». Imitadme en esto y en todo, a mí «el Cordero de Dios» (Ch. de Foucauld, All'ultimo posto. Ritiri in Terra Santa 1897-1900, Roma 1974, pp. 77-79).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Vamos a invocar al Señor todopoderoso y a pedir su protección» (Zac 8,21).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Es necesario desarraigarse. Cortar el árbol y hacer con él una cruz, y llevarla después todos los días. La contradicción experimentada hasta el fondo del ser es la laceración, es la cruz. Hace falta un hombre justo al que imitar para que la imitación de Dios no sea una palabra vacía, pero nace falta también, a fin de que vayamos más allá de la voluntad, que sea imposible querer imitarle. No podemos querer la cruz. Podemos querer cualquier grado de ascetismo o de heroísmo, pero no la cruz, que es un sufrimiento penal. El misterio de la cruz de Cristo reside en una contradicción, porque es, al mismo tiempo, una ofrenda voluntaria y un castigo que sufrió a su pesar. Si sólo viéramos la ofrenda, podríamos querer lo mismo para nosotros. Pero no es posible querer un castigo padecido a pesar nuestro. Quienes conciben la crucifixión sólo bajo el aspecto de la ofrenda cancelan el misterio salvífico y la amargura salvífica. Desear el martirio es desear verdaderamente demasiado poco. La cruz es infinitamente más que el martirio [...]. La cruz es una palanca con la que un cuerpo frágil y ligero, pero que era Dios, ha levantado el peso de todo el mundo. «Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo.» Este punto de apoyo es la cruz. No puede haber otro. Es menester que se encuentre en la intercesión del mundo con lo que no es el mundo. La cruz es esta intercesión (S. Weil, // chicco di melagrana, CiniselloB. 1998, pp. 105ss). |
Los ángeles -criaturas puramente espirituales y dotadas de inteligencia y voluntad- son servidores y mensajeros de Dios. «Contemplan sin cesar el rostro de mi Paare celestial» (Mt 18,10). Son «poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra» (Sal 103,20). Dios les confía el encargo de proteger a la humanidad. El pueblo de Dios ha sentido siempre espontáneamente la exigencia de corresponder a su silenciosa y benévola compañía honrándoles de una manera especial. Esta celebración dedicada a ellos entró en el calendario romano en el año 1615.
LECTIO Primera lectura: Nehemías 2,1-8 1 En el mes de Nisán del año vigésimo del reinado de Artajerjes, tomé el vino y se lo serví al rey en mi calidad de copero. Como nunca anteriormente había estado triste en su presencia, 2 el rey me preguntó: -¿Por qué ese semblante tan triste? Puesto que no estás enfermo, tiene que ser una aflicción del corazón. Sumamente azorado, 3 dije al rey: -Viva eternamente el rey. ¿Cómo no ha de estar triste mi semblante cuando la ciudad que guarda las tumbas de mis antepasados está destruida y sus puertas quemadas? 4 Me preguntó el rey: -¿Qué es lo que quieres? Entonces yo, encomendándome al Dios del cielo, 5 le dije: -Si le parece bien al rey y está contento de su siervo, le ruego que me permita ir a Judá para reconstruir la ciudad de las tumbas de mis antepasados. 6 El rey, que tenía a la reina sentada a su lado, me preguntó: -¿Cuánto durará tu viaje y para cuándo piensas volver. Yo le indiqué una fecha que le pareció bien, y me autorizó a realizar el viaje. 7 Me atreví a decirle todavía: -Si le parece bien al rey, podría darme cartas para los gobernadores del territorio del otro lado del Eufrates, a fin de que me faciliten el viaje hasta Judá. 8 También, una carta para Asaf, el encargado de los bosques reales, para que me proporcione madera de construcción para las puertas de la ciudadela del templo, para la muralla de la ciudad y la casa que voy a ocupar. El rey accedió a ello, porque mi Dios me protegía con toda su bondad.
**• El personaje de Nehemías subintra en el de Esdras y plantea numerosos problemas a la cronología de ambos personajes y a las relaciones entre ellos. De todos modos, aparece aquí una comparación implícita entre ambos a través de una serie de paralelismos y contrastes. Los dos tienen que hacer frente a las dificultades y a la oposición de los vecinos: a la obra de la reconstrucción del templo, en el primer caso, y a la reconstrucción de la ciudad, en el segundo. El autor, más que degradar a Nehemías y la política que él representa, quiere acentuar su complementariedad con el proyecto de Esdras y la necesidad de dos modos de estar presente en la comunidad: Esdras estaba más preocupado por la reconstrucción religiosa del pueblo, y Nehemías, por su reconstrucción civil. La memoria de Nehemías, narrada en primera persona, es atribuida al final a la presencia protectora y providente de Dios, a la mano benéfica con la que YHWH guía a los protagonistas de la reconstrucción del pueblo (v. 8). También está implícito el motivo de la necesidad de superar las vacilaciones personales, de vencer el temor por la propia vida y por la propia fortuna, de estar dispuesto a sacrificarlo todo, incluso todas las comunidades, por la causa del pueblo de Dios. De este modo, Nehemías arriesga la vida, mostrándose triste ante el rey, pero, al final, el atrevimiento del que hace gala en su discurso le permite obtener las credenciales que le permitirán reconstruir la ciudad. El motivo es semejante al de Ageo: la necesidad de anteponer la causa del pueblo de Dios a nuestro propio bien particular.
Evangelio: Mateo 18,1-5.10 1 En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: -¿Quién es el más importante en el Reino de los Cielos? 2 Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos 3 y dijo: -Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. 4 El que se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. 5 El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. 10 Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial.
*• En este fragmento, Jesús nos invita y nos enseña a contemplar la realidad de un modo más penetrante y más conforme con el suyo. La lógica humana tiene sed de grandezas y de prestigio, se liga a las apariencias y pisotea lo que no se muestra con bella apariencia. La lógica del Reino de los Cielos va en una dirección opuesta y para acogerla es preciso cambiar de mentalidad, o sea, convertirse. Es verdaderamente grande quien es sencillo, inocente y carece de pretensiones; quien se confía con gratitud al cuidado y al amor de Otro. Estos «pequeños» son los predilectos del Señor: sus ángeles custodios -de apariencia invisible- ven siempre el rostro de Dios y están muy próximos a él. Dado que el Padre rodea a los niños dándoles los ángeles más espléndidos, los discípulos de Jesús deberán abstenerse de despreciar a los pequeños e intentar más bien llegar a ser como ellos.
MEDITATIO A comienzos del mes de octubre, la Iglesia nos hace celebrar en la liturgia la memoria de los ángeles custodios, como para recordar al hombre perdido y desanimado que no está solo en su camino. Existe, en efecto, una creación visible que podemos ver, al menos en parte, con los ojos de la cara; existe, a continuación, una creación invisible -y, sin embargo, realísima- que sólo podemos percibir con los sentidos espirituales, mediante la fe, la oración y la iluminación interior que nos viene del Espíritu Santo. ¿Qué son, pues, los ángeles? Son, en primer lugar, un signo luminoso de la divina Providencia para nosotros, un signo de la bondad paternal de Dios, que no deja que falte a sus hijos nada de cuanto es necesario. Como intermediarios entre la tierra y el cielo, son criaturas invisibles puestas a nuestra disposición para guiarnos en el camino de retorno a la casa del Padre. Vienen del Cielo para volver a llevarnos al Cielo y para hacernos pregustar, ya desde ahora, algo de las realidades celestiales. En ocasiones es posible experimentar de manera concreta y sensible la custodia de los ángeles, con tal que sepamos reconocerla. Se trata de encuentros «casuales» (que se vuelven, no obstante, fundamentales y determinantes en la vida de una persona) o de una ayuda imprevista e inesperada que recibimos en una situación de peligro; o de una intuición fulminante que nos permite darnos cuenta de un error, de un olvido...: ¿cómo no sentirnos guiados, protegidos y amablemente socorridos? Los ángeles nos protegen de muchos peligros de los que ni siquiera nos damos cuenta. Sobre todo, del peligro de volvernos impíos, de no escuchar al Señor y de no obedecer a su Palabra; nos sugieren siempre pensamientos rectos y humildes, buenos sentimientos. También nosotros estamos llamados a prestarnos los unos a los otros un servicio semejante al de los ángeles y a hacernos buena compañía a lo largo del camino de la vida, para llegar juntos a contemplar el rostro de Dios.
ORATIO Santos ángeles, custodios nuestros, quitad el velo de los ojos de nuestro corazón, para hacernos capaces de recibir vuestra silenciosa presencia en nuestra vida. Sed para nosotros guías seguros y amables compañeros a lo largo del cotidiano peregrinar por la tierra. Encended en nosotros un vivo deseo de contemplar el rostro de Aquel que brilla en su bienaventuranza infinita. Que vuestra protección nos libere del mal, que vuestro consejo nos sugiera cuanto ayuda a la verdadera vida, que vuestro consuelo nos sostenga para que, con el corazón colmado de dulzura, nada pueda separarnos de tender incesantemente a la eterna morada; y enseñadnos a ser también nosotros unos para otros amables compañeros de viaje. Amén.
CONTEMPLATIO Los ángeles velan no sólo sobre toda la Iglesia tomada en su conjunto, sino también sobre cada uno de nosotros. De ellos habla el Salvador cuando dice: «Sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18,10). Hay dos Iglesias: la de los hombres y la de los ángeles. Si lo que decimos es conforme al pensamiento divino y a la intención de las Escrituras, los ángeles gozan con ello y ruegan por nosotros... Se trata de ángeles que asisten a los santos y se alegran en la Iglesia, ángeles que nosotros no vemos, porque el fango del pecado nos cubre los ojos, pero que ven los apóstoles de Jesús, a los que dice el Señor: «Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» (Jn 1,51) (Orígenes, Comentario a Lucas XXIII, 8, Roma 1969).
ACTIO Repite a menudo hoy esta oración de la tradición cristiana: «Ángel de Dios, bajo cuya custodia me puso el Señor con amorosa piedad, a mí que soy vuestro encomendado, alumbradme hoy, guardadme, regidme y gobernadme. Amén».
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Pocas verdades de la religión producen tanto alivio como ésta, humanísima, del ángel custodio, una alegre invención de Dios. Y el saber que lo tiene muy cerca el rey cuando escribe la ley, sentado en el trono de oro, y que lo tiene el pelagatos sentado en la piedra del cementerio para comer el pan de la caridad, es cosa que ennoblece la vida y la exalta. La poesía pagana apenas lo ha entrevisto. La literatura hebrea está llena de mensajeros alados, y sus páginas se estremecen de escalofríos luminosos. La teología cristiana, que es la profundización de aquélla, es toda ella un fresco estremecido. Nadie sabe los aspectos que puede tomar su ángel custodio según los tiempos y las necesidades de su vida. Entras en un camino solitario y un tipo te acompaña y hace el camino contigo, intercambiando palabras con aire familiar. Tal vez sea él tu ángel, que, tomando forma humana, quiere hacerte compañía... No todos los aleteos que oyes a lo largo de las filas o bajo el alero de casa son pajarillos y palomas; y el murmullo que te agita en ciertos momentos imprevistos no es siempre el viento que tienes delante. En la divina economía del bien en que está establecido el mundo, hemos de esperarnos siempre que sea ésa la revelación sensible del alado asistente. Como la experimenté yo mismo una vez, al caer la noche, en el umbral de una vieja abadía, al oír cantar por aquellos monjes graves el oficio de completas; y oí al padre prior recitando la oración final, que es un himno a los ángeles: «Visita, Señor, esta habitación y ahuyenta de ella todas las asechanzas del enemigo. Estén aquí tus santos ángeles, que nos guarden en paz». En ese momento, bajo el toque de la última campana, me pareció ver muchos ángeles que, saliendo de lo alto, se recogían en todas las familias como la última bendición de la ¡ornada. Y vuelto a mi habitación desnuda como una celda, al cerrar la puerta y entornar los postigos, me estremecí por la alegría que me proporcionaba saber, casi ver, que había un ángel encerrado todo para mí (C. Angelini, «Discorso con l'angelo custode», en Ritorno degli angelí?, Vicenza 1988, pp. 43-46, passim) |
Jueves de la 26ª semana del Tiempo ordinario o 3 de Octubre, conmemoración de San Francisco de Borja
LECTIO Primera lectura: Nehemías 8,1-4a.5-6.7b-12 1 Todo el pueblo se congregó como un solo hombre en la plaza de la Puerta de las Aguas y pidió a Esdras, el escriba, que trajera el libro de la ley de Moisés que el Señor había entregado a Israel. 2 Así lo hizo el sacerdote Esdras. El día primero del séptimo mes trajo el libro de la ley y ante la asamblea compuesta por hombres, mujeres y cuantos tenían uso de razón, 3 lo estuvo leyendo en la plaza de la Puerta de las Aguas desde la mañana hasta el mediodía. Todo el pueblo, hombres, mujeres y cuantos tenían uso de razón, escuchaban con atención la lectura del libro de la ley. 4 Esdras, el escriba, estaba de pie sobre un estrado de madera levantado al efecto. 5 Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo, pues estaba más alto que todos, y, al abrirlo, todo el pueblo se puso en pie. 6 Esdras bendijo al Señor, el gran Dios; y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: -Amén, amén. Después se postraron y, rostro en tierra, adoraron al Señor. 7 Los levitas explicaban la ley al pueblo que estaba de pie. 8 Leían el libro de la ley de Dios clara y distintamente, explicando el sentido, para que pudieran entender lo que se leía. 9 El gobernador Nehemías; Esdras, el sacerdote escriba, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a todos: -Este día está consagrado al Señor, nuestro Dios: no estéis tristes ni lloréis. Porque todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la ley. 10 Nehemías añadió: -Id a casa y comed manjares apetitosos, bebed licores dulces y mandad su porción a los que no han preparado nada, pues este día ha sido consagrado a nuestro Señor. ¡No os aflijáis, que el Señor se alegra al veros fuertes! 11 Y los levitas tranquilizaban a todo el pueblo diciendo: -No os lamentéis ni os aflijáis, que éste es un día santo. 12 Y todo el pueblo se fue a comer y a beber. Repartieron porciones y celebraron una gran fiesta, pues habían comprendido las palabras que les habían enseñado.
**• El relato de Nehemías presenta al pueblo de Dios reunido por su Palabra. Ésta inspira también el servicio y el gobierno en la comunidad del Señor. Tras la vuelta del exilio de Babilonia, el pueblo no reconstruye su propia vida religiosa sólo sobre el templo y los sacrificios, sino que empieza a elaborar una nueva institución: una comunidad que se reúne para leer y orar la Palabra. Esa institución es la Sinagoga. Israel se convierte así en religión del Libro. Según el relato bíblico, como conclusión de la reforma civil y religiosa, Nehemías y Esdras convocan a todo el pueblo para que escuche la lectura de la ley de Moisés. Puede observarse cómo el encuentro de la comunidad con la Palabra de Dios está modelado sobre el ritual y la modalidad de la lectura sinagogal de la Tora, que volvemos a encontrar en la época de Jesús y que también servirá de referencia para el culto de la Palabra en la comunidad cristiana. «El día primero del séptimo mes» es fiesta del nuevo año civil (cf. Lv 23,24ss; Nm 29,1-6). La comunidad que se reúne declara así su voluntad de fundamentar la vida cotidiana, en el nuevo año que comienza, con las decisiones que implica la vida civil, basadas precisamente en la Palabra que va a oír dentro de poco. El libro de la Ley está rodeado de gran honor: el pueblo se pone en pie, se postra en acto de adoración, levanta las manos al cielo en señal de oración cuando Esdras trae el libro a la presencia de todos. Ese acto de adoración expresa la conciencia de que esas Escrituras no son fruto exclusivo del trabajo humano, sino que son revelación de Dios, su presencia iluminadora en medio del pueblo que escucha. Después de la lectura de distintos fragmentos, los levitas explicaban el sentido del texto, traduciéndolo al arameo, es decir, a la lengua de la época, y comentándolo (actualizándolo). Se trata del equivalente de la «homilía» y es un momento que todavía está presente en los ritos de la Sinagoga. El relato presenta asimismo los efectos de la Palabra, escuchada de modo religioso y adorador.
Evangelio: Lucas 10,1-12 En aquel tiempo, 1 el Señor designó a otros setenta [y dos] y los envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares que él pensaba visitar. 2 Y les dio estas instrucciones: -La mies es abundante, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. 3 ¡En marcha! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. 4 No llevéis bolsa, ni alforjas ni sandalias, ni saludéis a nadie por el camino. 5 Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. 6 Si hay allí gente de paz, vuestra paz recaerá sobre ellos; si no, se volverá a vosotros. 7 Quedaos en esa casa y comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero tiene derecho a su salario. No andéis de casa en casa. 8 Si al entrar en un pueblo os reciben bien, comed lo que os pongan. 9 Curad a los enfermos que haya en él y decidles: Está llegando a vosotros el Reino de Dios. 10 Pero si entráis en un pueblo y no os reciben bien, salid a la plaza y decid: 11 Hasta el polvo de vuestro pueblo que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos y os lo dejamos. Sabed de todas formas que está llegando el Reino de Dios. 12 Os digo que el día del juicio será más tolerable para Sodoma que para ese pueblo.
*» El relato de Lucas sobre el envío de setenta y dos discípulos a los pueblos de Galilea por parte de Jesús acentúa fuertemente el hecho de que aquel que los envía a llevar el anuncio del Reino es enviado a su vez por el Padre: «¡En marcha! Mirad que os envío...» (v. 3). Dada su calidad de mensajeros, no deberán atraer la atención sobre ellos mismos, sino más bien llevar los corazones de aquellos a quienes se dirijan a abrirse a recibir a aquel que viene. El discípulo experimentará en esta aventura su propia fragilidad y se encontrará asimismo en situaciones de peligro, como «corderos en medio de lobos» (cf. v. 3). Deberá precaverse, por tanto, contra la tentación de dar un testimonio agresivo; ser como cordero en medio de lobos comporta más bien un estilo de acción dotado de paciencia, de mansedumbre, capaz de aceptar el rechazo y la persecución. Otra tentación que deberán superar los enviados es la de mezclar intereses personales con los del Reino. La invitación de Jesús a no saludar a nadie por el camino, o sea, a no aprovechar el viaje para visitar a parientes y amigos, es un modo paradójico de confirmar la prioridad absoluta del Reino. Un riesgo ulterior es el de la eficiencia: los mandatos de Jesús sobre la severa limitación del equipaje del evangelizador (vestido, bolsa, etc.) son una exhortación a que sean libres, sobrios, a que no antepongan los medios al fin (v. 4). Lucas recuerda a renglón seguido que la evangelización no incluye sólo la dimensión del don, sino que suscita también el intercambio («comed lo que os pongan»: v. 7). De este modo, entre el enviado y el que acoge el mensaje del Reino se crea una comunión, una reciprocidad, que figura en el origen de la vida de la comunidad. Una comunidad que tendrá sus primeros hogares en las casas de los creyentes. El discípulo que lleva el anuncio del Reino deberá ser consciente siempre de que Dios no permanece inactivo ni está condicionado por la mala voluntad de los destinatarios del anuncio. Tanto si lo aceptan como si lo rechazan, el Reino de Dios vendrá a nosotros: «Pero si entráis en un pueblo y no os reciben bien, salid a la plaza y decid: Hasta el polvo de vuestro pueblo que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos y os lo dejamos. Sabed de todas formas que está llegando el Reino de Dios» (v. 11).
MEDITATIO La espléndida lectura de Nehemías nos ayuda a reflexionar sobre los frutos producidos en nuestra vida por una escucha religiosa de la Palabra de Dios. El primer efecto es la conversión, es decir, un deseo ferviente y decidido de cambiar de vida y hacerla más conforme con las exigencias divinas expresadas en el Libro. Esta conversión se hace evidente en el llanto que se apodera del pueblo: «Todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la ley». La conversión suscitada por la escucha atenta de la Palabra se vuelve en nosotros caridad, atención a las necesidades del prójimo, impulso a compartir y a la fraternidad: «Mandad su porción a los que no han preparado nada». La escucha de la Palabra suscita arrepentimiento y, de este modo, prepara el corazón para la alegría del encuentro salvador con el Dios misericordioso. Esta alegría procede del hecho de que en la lectura del Libro se encuentra un Dios que se hace cercano, que sacia nuestro deseo, que da cabal cumplimiento a nuestra búsqueda más profunda, porque en este encuentro Dios se deja encontrar por quien le busca: «Id a casa y comed manjares apetitosos, bebed licores dulces [...] ¡No os aflijáis, que el Señor se alegra al veros fuertes!» (Neh 8,8-10). Esta última frase es una síntesis admirable de cuanto produce en nuestra vida la escucha atenta, afectuosa y obediente de la Sagrada Escritura: coraje, fuerza vital, alegría de vivir, generosidad en el compartir. «¡El Señor se alegra de veros fuertes». No se trata de que la palabra de la Escritura tenga una eficacia casi mágica; se trata más bien de una fecundidad que nos compromete con una acogida libre, consciente y laboriosa, de una fecundidad que, a veces, requiere un largo tiempo de gestación (Is 55,10ss). Ahora bien, cuando la semilla de la Palabra cae en un terreno preparado para recibirla, entonces arraiga, germina y da fruto, tanto en la vida personal como en la comunitaria, y, sobre todo, se convierte en fuerza de evangelización, en impulso para la misión, en sintonía profunda con el corazón de aquel Dios que quiere enviar muchos obreros a su mies.
ORATIO Hoy, Señor Dios mío, te voy a rezar con las palabras que tú mismo me has dado para dirigirme a ti. Te alabo con el salmista por el don precioso e incomparable de tu Palabra: «Tu Palabra es antorcha para mis pasos y luz para mis sendas. Lo he jurado y lo haré: cumpliré tus justos mandamientos. Estoy hundido en la miseria, Señor, dame vida según tu Palabra. Acepta, Señor, mi ofrenda, enséñame tus mandamientos. Mi vida está siempre en peligro, mas no olvido tu ley. Aunque los malvados me tiendan una trampa, no me apartaré de tus decretos. Tus preceptos son por siempre mi herencia y la alegría de mi corazón. Inclino mi corazón a ejecutar tus normas, mi recompensa será eterna». Amén.
CONTEMPLATIO La Palabra de Dios es, al mismo tiempo, lámpara y luz (cf Sal 118,105; Prov 6,23). Ilumina los pensamientos según la naturaleza de los creyentes y quema aquellos que son contra natura; disuelve las tinieblas de la vida según la percepción sensible para los que, por medio de los mandamientos, tienden a la vida que esperan, y castiga con el fuego del juicio a los que se adhieren con la voluntad, por afecto a la carne, a la noche tenebrosa de la vida [...]. Las palabras de Dios, si son expresadas sólo con palabras, es decir, si no tienen como voz la práctica de quienes las pronuncian, no son oídas. Sin embargo, si son pronunciadas unidas a la práctica de los mandamientos, entonces esta voz tiene el poder de hacer desvanecerse a los demonios y de disponer a los hombres a edificar el templo divino del corazón con el progreso en las obras de la justicia (Máximo el Confesor, «Segunda centuria» 39.91, en La filocalia, Turín 1983, II, 197.209 [edición española: La filocalia en la oración de Jesús, Sígueme, Salamanca 1994]).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Haz, Señor, que prestemos atención a tu Palabra» (cf. Neh 8,3).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Están los que escuchan la Palabra de Dios, se dejan sacudir un momento, mientras la oyen, y dicen: «¡Qué belleza! ¡Deberíamos seguir más esta Palabra!». Pero después todo pasa, como pasan tantas emociones. Cuántas veces, al salir de un hospital, decimos: «¡Deberíamos venir con más frecuencia!». Después, al doblar la primera esquina, ya te has convertido en otro. Dejas de acrisolarte con los pensamientos del sufrimiento. Si se tratara de embrollar, estás dispuesto a ello de inmediato. Cuando escuchas la Palabra de Dios te dejas captar: «¡Mira, el Señor tiene verdaderamente razón!». Pero en cuanto pones fuera los pies, basta que un amigo, un compañero, alguien, te haga una propuesta de negocios poco honesta y te aboques de inmediato [...]. Que la Palabra de Dios pueda crecer en vosotros y dar fruto hasta tal punto que la gente que se encuentre a vuestro lado se sienta consolada. ¡Escuchemos la Palabra del Señor! ¡Escuchémosla! Es una Palabra que nos provoca. Y no se alinea con la lógica humana. ¡Recordadlo siempre! Hay quien nos toma por locos cuando pronunciamos en su integridad la Palabra de Dios, porque se muestra imposible de encuadrar en los sistemas. Es siempre diferente, es provocadora, no avala las lógicas humanas, no es una confirmación de nuestros esquemas mentales, casi siempre de posesión, de acaparamiento, de interés, de cálculo. La Palabra de Dios es él. Llevemos en nuestro corazón al Señor Jesús. El nos otorga un enorme consuelo, una gran confortación, un gran valor, una enorme esperanza, un montón de deseos de vivir, de volver a empezar desde el principio con una gran energía, con una gran esperanza. Que el Señor entre en nuestro espíritu (A. Bello, Senza misura, Mofetta 1993, pp. 52-54). |
Jueves 26ª semana del Tiempo ordinario o día 4 de octubre, conmemoración de San Francisco de Asís
Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís, nació en 1181 (o 1182). Disuadido de sus ideales de gloria caballeresca a raíz de las experiencias decisivas de su encuentro con los leprosos y de la oración ante el crucifijo en la iglesia de San Damián, Francisco abandonó su familia y comenzó una vida evangélica de penitencia. Con los numerosos compañeros que muy pronto se unieron a él, comprendió que estaba llamado a vivir el Evangelio sine glossa, como fraternidad de menores a ejemplo de Jesús y de sus discípulos. Al año siguiente a la aprobación de la Regla y vida de los hermanos menores en 1223 por el papa Honorio III, Francisco recibió los estigmas del Crucificado, sello de la conformidad con su único Señor y Maestro. Cuando murió, en 1226, Francisco era un hombre extenuado por la fatiga y por las enfermedades y, al mismo tiempo, un hombre reconciliado con el sufrimiento, consigo mismo y con toda criatura. Fue canonizado en 1228 y es patrono de Italia y de los ecologistas.
LECTIO Primera lectura: Baruc 1,15-22 15 Diréis: Reconocemos que el Señor es inocente; nosotros, en cambio, estamos hoy abrumados de vergüenza, junto con los habitantes de Judá y de Jerusalén, 16 con nuestros reyes y gobernantes, con nuestros sacerdotes, profetas y antepasados. 17 Porque hemos pecado ante el Señor, le hemos desobedecido, no hemos escuchado la voz del Señor, Dios nuestro, y no hemos cumplido los mandamientos que él nos había dado. 19 Desde que el Señor sacó a nuestros antepasados de Egipto hasta hoy, hemos sido rebeldes al Señor, Dios nuestro, e, insensatos de nosotros, no hemos escuchado su voz. 20 Por eso ahora han caído sobre nosotros la desgracia y la maldición con que el Señor amenazó a su siervo Moisés cuando sacó a nuestros antepasados de Egipto para darnos una tierra que mana leche y miel. 21 Nosotros no hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, que nos habló por medio de sus enviados, los profetas. 22 Cada uno de nosotros ha seguido los proyectos de su obstinado corazón, dando culto a otros dioses y ofendiendo al Señor, nuestro Dios, con su conducta.
**• Tras la liturgia de la lectura del Libro, el texto de Baruc introduce una amplia oración penitencial, cuyos primeros versículos hemos leído. Es la súplica de los exiliados, en la que pueden reconocerse todos los judíos sometidos al dominio extranjero, en cualquier parte del mundo en que se encuentren. Es, por consiguiente, la oración del pueblo de Dios en la diáspora, que no quiere perder su propia identidad espiritual. En primer lugar, se siente solidario en la culpa que ha marcado la historia pasada, una historia compuesta de promesas divinas y pecados del pueblo. La historia es considerada como una historia solidaria en el bien y en el mal. Los dones de Dios a su pueblo han sido generosos y grandiosos, mientras que el pueblo ha reaccionado con la desobediencia y con la rebelión. Por eso se hace necesaria una confesión de las culpas que reconozca la justicia de Dios y su inocencia. En esta justicia, en esta falta de culpabilidad de Dios reside la posibilidad que tiene el pueblo de volver a comenzar, de esperar de nuevo, de aguardar el perdón del Señor. Debemos señalar que, en esta confesión, el pueblo que está presente, que está dirigiendo su súplica a Dios, se siente de todos modos corresponsable asimismo de las culpas del pasado. Ahora bien, esa corresponsabilidad le hará precisamente solidario en las promesas indefectibles que Dios ha hecho a su pueblo.
Evangelio: Lucas 10,13-16 En aquel tiempo, dijo Jesús: 13 ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros realizados en vosotras, hace tiempo que, vestidas de saco y sentadas sobre ceniza, se habrían convertido. 14 Por eso, será más tolerable el día del juicio para Tiro y Sidón que para vosotras. 15 Y tú, Cafarnaún, ¿te elevarás hasta el cielo? ¡Hasta el abismo te hundirás! 16 Quien os escucha a vosotros a mí me escucha; quien os rechaza a vosotros a mí me rechaza, y el que me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado.
**• Lucas sitúa el juicio sobre las ciudades del lago tras el envío de los 72 discípulos en misión (Lc 10,1-12), dejando entender así un desenlace negativo de su anuncio Jesús había ofrecido a los enviados una especie de vademécum para su misión; aquí, en cambio, indica las condiciones requeridas para una efectiva acogida del Evangelio del Reino. Las ciudades del lago son sometidas a un juicio severo (w. 13-15) por no haber respondido con una fe verdadera y una sincera conversión al anuncio de los discípulos de Jesús. Corozaín, Betsaida y Cafarnaún fueron las ciudades en las que más actuó Jesús, anunciando la Buena Nueva y realizando en ellas muchos milagros; sin embargo, no creyeron en el Evangelio ni cambiaron de conducta. Por eso se les profetiza una suerte peor que la de Sodoma y Gomorra, que representan en la tradición bíblica la oposición más obstinada a Dios (cf. Gn 19). Jesús establece otra comparación con Tiro y Sidón: estas ciudades, enemigas de Israel y extrañas a la promesa, se han mostrado más abiertas a la escucha de la Palabra de Dios y disponibles a la penitencia que las ciudades judías situadas junto al lago de Genesaret. En la conclusión del discurso, Jesús se refiere al principio de la Shalia, en virtud del cual el enviado goza de la misma autoridad que quien le ha enviado y, por consiguiente, puede exigir la misma obediencia que se debe a quien le envía. Dado que los discípulos han sido enviados por Jesús, que a su vez ha sido enviado por su Padre, recibirles o rechazarles significa recibir o rechazar a Dios mismo. En consecuencia, la decisión se convierte en una cuestión de salvación o perdición: «Quien os escucha a vosotros a mí me escucha; quien os rechaza a vosotros a mí me rechaza, y el que me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado» (v. 16).
MEDITATIO Los «pequeños» que acogen la invitación de Jesús a seguir su ejemplo de sencillez y humildad experimentan el amor divino. Se descubren amados por Jesús, que no ha dudado en dar su propia vida a fin de que todos los hombres pudieran vivir eternamente la amistad con él y con el Padre. El Espíritu Santo nos ha hecho en el bautismo criaturas nuevas y nos ha introducido en la familiaridad con Dios. Somos del Señor, estamos llamados a dejarnos animar por el mismo pálpito de amor por el que él se entregó totalmente a nosotros hasta el fin. Francisco de Asís respondió a esta llamada: se hizo «pequeño», menor, humilde y pobre, satisfecho sólo con Dios. Descubrió que el Evangelio, vivido sin rebajas, nos hace criaturas nuevas, personas resucitadas, partícipes de la verdadera humanidad del Hijo de Dios y, por consiguiente, auténticos servidores de los hermanos, de todos los hermanos. En Francisco, esta humanidad redimida, forjada por las exigencias y por la ternura del amor a Dios y a los demás, se volvió visible en los signos de la crucifixión. Y el mismo Francisco se convirtió en la bendición viva del Padre, puesto que no se apropió de nada, sino que -como menor- todo se lo restituyó, reconociéndole como el Dador de todo bien.
ORATIO ¡Santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro! Hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra: para que te amemos con todo el corazón (cf. Lc 10,27), pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, empleando todas nuestras energías y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio, no de otra cosa, sino del amor a ti; y para que amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos, atrayendo a todos, según podamos, a tu amor, alegrándonos de los bienes ajenos como de los nuestros y compadeciéndolos en los males y no ofendiendo a nadie (Francisco de Asís, «Paráfrasis del Padre nuestro», en Fuentes franciscanas, versión electrónica).
CONTEMPLATIO Donde hay caridad y sabiduría, no hay temor ni ignorancia. Donde hay paciencia y humildad, no hay ira ni desasosiego. Donde hay pobreza con alegría, no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, no hay preocupación ni disipación. Donde hay temor de Dios que guarda la entrada {cf. Lc 11,21), no hay enemigo que tenga modo de entrar en la casa. Donde hay misericordia y discreción, no hay superfluidad ni endurecimiento (Francisco de Asís, «Admoniciones, en Fuentes franciscanas», versión electrónica).
ACTIO Repite a menudo y medita durante el día la invocación de san Francisco: «¿Qué eres tú, oh dulcísimo Dios mío? ¿Qué soy yo, vilísimo gusano e inútil siervo tuyo?»
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Su vida estuvo enteramente caracterizada -hasta el momento de la conversión- por la búsqueda de un modelo que pudiera educar y plasmar su natural propensión al canto. Lo encontró de repente en el Señor Jesús, en la belleza de su vida narrada por el Evangelio y, en particular, en el luminoso canto nuevo de su muerte en la cruz. Dejó que la pasión marcara cada uno de sus pasos y afinara de manera progresiva todas las fibras de su persona con la humanidad del Hijo de Dios, que se entregó por completo a sí mismo por nosotros. Francisco oró así: «Te ruego, oh Señor, que la ardiente y dulce fuerza de tu amor arrebate mi mente de todas las cosas que hay bajo el cielo, para que muera yo de amor por tu amor, como tú te dignaste morir por amor a mi amor» (oración Absorbeat). Su camino estuvo siempre acompañado por confirmaciones y consuelos. Su predicación y su ministerio tocaron el corazón de las personas y suscitaron decisiones de conversión y de reconciliación. Su manera de seguir radicalmente al Señor se volvió, cada vez más, casa hospitalaria para otros muchos hermanos y hermanas, que encontraron en su itinerario personal una modalidad radical y actual de interpretar y vivir el Evangelio de la nueva estación histórica que avanzaba. Sin embargo, en el tiempo del monte Alverna, parece apagarse el canto fluente. En esta estación encuentra Francisco la prueba más terrible: las fatigas originadas por un movimiento que se institucionaliza -que pierde en intensidad evangélica y llega incluso a dudar sobre la posibilidad de que sea integralmente practicable su estilo de vida- repercuten en su misma fe. La pregunta sobre la verdad de sus intuiciones más profundas y la duda sobre el origen divino de su proyecto de vida resuenan en un silencio opresor en el que Dios no parece hablarle ya, a pesar de haberlo buscado con tanta tenacidad. Francisco experimenta el abandono de Dios y se retira de los hermanos para no mostrar su semblante, que ha perdido la serenidad habitual. El canto nuevo, por consiguiente, no le fue dado en un momento de paz y consolación, sino en un momento en el que -como dice el salmista- «fallan los cimientos» (Sal 11,3) y todas las seguridades parecen hundidas (C. M. Martini - R. Cantalamessa, La cruz como raíz de la perfecta alegría, Verbo Divino, Estella 2002, pp. 15-16). |
27º domingo del tiempo ordinario LECTIO Primera lectura: Habacuc 1,2ss; 2,2-4 1.2 ¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que tú escuches? ¿Hasta cuándo te gritaré: «¡No hay más que violencia!» sin que tú me salves? 2 ¿Por qué me haces sentir la maldad mientras tú contemplas impasible la opresión? Ante mí no hay más que rapiña, violencia, pleitos y contiendas. 2,2 Y el Señor me respondió: «Escribe la visión, grábala en tablillas, con caracteres bien legibles, 3 porque la visión tardará en cumplirse: tiende a su fin y no fallará; aunque parezca tardar, espérala, pues se cumplirá en su momento. 4 El malvado sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad».
*•• «¿Hasta cuándo, Señor?», «¿por qué...?» (l,2ss). Estas preguntas, que atormentan desde siempre el corazón del hombre, resuenan fuertes y claras en labios de un profeta que vivió, probablemente, hacia finales del siglo VII a. de C. ¿Por qué el desencadenamiento del mal en el mundo, por qué la violencia? ¿Por qué nuestra oración parece caer en un vacío temeroso sin que vuelva ningún eco como respuesta? Poco importa que en este caso se trate de los caldeos que invaden la tierra o de cuanto hoy vemos cada día en nuestras pantallas. La palabra del profeta se dirige segura al Dios «de los ojos tan puros» (1,13), a «su» Dios, a «su» Santo (cf. 1,12), gritándole el escándalo de esa paradójica indiferencia. Más he aquí que el Señor sale de su silencio e invita al profeta a escribir la visión que le ofrece, a grabar claramente la respuesta en tablillas para que todos puedan conocerla. Es preciso esperar a que la Palabra de Dios (la visión), aquí personificada, se cumpla. Se cumplirá, ciertamente. Si se hace esperar, es preciso seguir aguardando, porque, a buen seguro, se cumplirá. «El malvado sucumbirá» (2,4a). Ese malvado es el que, aun aceptando las prescripciones divinas, no las pone en práctica, y está abocado a la ruina; en cambio, «el justo vivirá por su fidelidad» (2,4a). Esta sentencia divina, clara, lapidaria, eficacísima, resume la teología de la alianza. En concreto, significa que los impíos opresores caldeos perecerán, como también los judíos inicuos, mientras que los judíos fieles sobrevivirán. Sin embargo, el significado de la afirmación va mucho más allá del momento histórico que la hizo surgir. No por nada ha pasado esta frase a Heb 10,36.39 y a san Pablo (Rom 1,17 y Gal 3,11), quien le confiere un sentido no ya sólo comunitario -es decir, referido a todo el pueblo-, sino que la aplica a la fe/fidelidad en Cristo Jesús, muerto y resucitado para dar plenitud de vida a todos los hombres que creen en él como salvador del mundo.
Segunda lectura: 2 Timoteo 1,6-8.13ss Querido hermano: 1 Te aconsejo que reavives el don de Dios que te fue conferido cuando te impuse las manos. 7 Porque Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación. 8 No te avergüences, pues, de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; antes bien, con la confianza puesta en el poder de Dios, sufre conmigo por el Evangelio. 13 Ten como norma, en la fe y el amor de Jesucristo, las palabras saludables que has recibido de mí. 14 Guarda esa hermosa tradición con la fuerza del Espíritu Santo, que habita en nosotros.
**• Pablo, «apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios», prisionero en Roma, dirige a su «amado hijo Timoteo» una segunda carta en la que le anima y exhorta a luchar con valor por el Evangelio. Quiere que también él sea capaz de sufrir como el apóstol en el ejercicio del ministerio al que ha sido llamado por gracia, a fin de custodiar y transmitir con fidelidad las enseñanzas recibidas -«esa hermosa tradición» (v. 14)- mediante la ayuda del Espíritu Santo, sin avergonzarse de las cadenas con que está atado Pablo. Eso podrá suceder si Timoteo «reaviva» (esto es, hace activo y eficaz) el don que le fue conferido mediante la imposición de las manos de Pablo, gesto con el que el apóstol le hizo -en el Espíritu idóneo para continuar su misión de anunciar a todos la salvación obrada en Cristo Jesús. Esto sólo tendrá lugar pagando el precio del sufrimiento, porque no es posible vivir auténticamente y transmitir la fe en Cristo Jesús, muerto y resucitado, si no se está dispuesto a morir como él, a sufrir por él, a dar testimonio de él hasta la sangre. Como también hoy se nos recuerda con mucha frecuencia, no hay mayor vida de fe digna de crédito que la que está dispuesta a pagar incluso con la entrega total de sí mismo, porque el justo, si vive de la fe, también debe ser capaz de morir por esta fe.
Evangelio: Lucas 17,5-10 En aquel tiempo, 5 los apóstoles dijeron al Señor: -Auméntanos la fe. 6 Y el Señor dijo: -Si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, diríais a esta morera: «Arráncate y trasplántate al mar», y os obedecería. 7 ¿Quién de vosotros, que tenga un criado arando o pastoreando, le dice cuando llega del campo: «Ven, siéntate a la mesa»? 8 ¿No le dirá más bien: «Prepárame la cena y sírveme mientras como y bebo, y luego comerás y beberás tú»? 9 ¿Tendrá quizás que agradecer al siervo que haya hecho lo que se le había mandado? 10 Así también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os mande, decid: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer».
**• Lucas recoge en el capítulo 17, del que forma parte el fragmento que nos propone hoy la liturgia, una serie de dichos de Jesús. El primero tiene que ver con la fe. Los discípulos, a lo largo de su vida con Jesús, habían oído muchas veces al Maestro exaltar la fe de los que le pedían curaciones (cf., por ejemplo, Le 7,9; Mt 15,22). Ahora que ellos han recibido la tarea de ir a anunciar el Evangelio, caen en la cuenta de la dolorosa desproporción que existe entre la misión recibida y la pequeñez de su fe. En consecuencia, les brota del corazón esta invocación: La respuesta de Jesús produce desconcierto. No es una respuesta ajustada o consoladora, y hasta usa una hipérbole que parece cavar un nuevo y más profundo abismo ante los discípulos. Bastaría con un granito de fe, minúsculo como una semilla casi invisible, para hacer posible una acción dificilísima como la de arrancar -con una sola palabra- una morera, cuyas raíces, profundamente ramificadas, la arraigan firmemente al terreno. El segundo fragmento propuesto proyecta luz sobre esto, aunque a una primera lectura resulta igualmente desconcertante. El dueño no tiene obligaciones con el siervo que ha ejecutado sus órdenes con fidelidad. En este momento, efectivamente, Jesús no está haciendo un discurso de tipo social sobre la dialéctica amo-esclavo; se limita simplemente a usar una imagen tomada de la vida diaria. Lo que Jesús pide es precisamente una actitud de profunda humildad, de desprendimiento de uno mismo, de no tener pretensiones; sólo así podrá hacer espacio el discípulo a la omnipotencia del Señor. Es preciso que el discípulo se acepte como pequeño, pobre, siempre insuficiente ante la gran tarea que Dios le confía. El Señor Jesús quiere que no nos creamos importantes o indispensables en el Reino. No cuentan las obras que nosotros podamos hacer, que acaban por volvernos, poco o mucho, orgullosos. No es ésta la lógica para la que el Señor nos quiere educar. Sólo él es, y nada le es imposible (Lc 1,37). Cuando hayamos hecho todo lo que estaba en nuestro poder, será una gracia que crezca en nosotros la conciencia de que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 126,1), y seremos bienaventurados porque confiaremos en el Señor.
MEDITATIO En la primera lectura y en el evangelio subyace un mismo movimiento de búsqueda por parte del hombre y de respuesta por parte de Dios. En ambos casos, nos deja perplejos lo que Dios responde. Podemos constatar una vez más la verdad de las palabras pronunciadas por Isaías en su nombre: «Vuestros pensamientos no son mis pensamientos, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8). De todos modos, al hombre se le pide una sola actitud: la fe, una fe plena, total, incondicionada, una fe que se fía de Dios porque Él ha salido de su silencio pronunciando la Palabra que se ha hecho carne, que ha venido a habitar en la región de nuestra pobreza, de nuestro sufrir. El Verbo del Padre sigue colgado para siempre en el leño de la cruz, convertido en «espectáculo» para los ángeles y para los hombres; él es el Cordero inmolado puesto ante los ojos de nuestro corazón. No proclama resoluciones para los problemas planteados por nuestros rechazos al amor del Padre; se limita simplemente a mostrarnos con su vida, y todavía más con su muerte, cuál es el camino para encontrar el acceso al corazón del Padre, lejos del cual todo tiene sabor de exilio. Ese camino es el amor humilde, el servicio callado a los hermanos, el hacer todo lo posible por los otros sin sentirnos por ello benefactores de la humanidad, revestidos de esa humildad que enseña -como dicen los padres- a «estar como si no estuviéramos». Sólo así seremos capaces de transmitir a los que vengan detrás de nosotros, como pide Pablo a Timoteo, «esa hermosa tradición» de la fe. Seremos eslabones robustos de esa traditio que hace pasar de generación en generación la posibilidad de vivir una vida plenamente humana, rica, buena, porque habita en ella la fe en Cristo Jesús, que con su muerte y resurrección ha llenado de sentido nuestro vivir y nuestro morir.
ORATIO Señor, eres un amigo difícil. Nos pides una fe plena, total, absoluta, en ti, en el misterio de tu persona, y después te escondes o nos llevas por caminos en los que parece imposible reconocer las huellas de tus pasos. El mal del mundo nos atormenta y nos inquieta; ese silencio tuyo tan frecuente nos resulta aún más pesado, pues no es fácil creer que un Dios bueno vela por nosotros. Abre los ojos de nuestro corazón, para que te veamos presente en nuestra vida y en la historia de cada hombre. Concédenos, sobre todo, la capacidad de abandonarnos a ti como niños confiados que no te plantean preguntas, sino que se están quietos en su sitio, seguros de que tú sabes el porqué de nuestro dolor y no te diviertes sometiéndonos a pruebas, sino que, si nos induces a socorrernos, es a fin de prepararnos para una alegría mayor.
CONTEMPLATIO El Señor nos invita a ir a la fiesta, cuyo tiempo –nos dice- está siempre dispuesto. ¿Cuál es esa fiesta? La fiesta más elevada, la más verdadera; es la fiesta de la vida eterna, es decir, la eterna bienaventuranza, donde se da de verdad ía presencia de Dios. Ésta no puede tener lugar aquí abajo, aunque la fiesta que podemos celebrar ya aquí es un anticipo de aquélla. Éste es el tiempo de buscar a Dios y tener su presencia como punto de mira en todas nuestras obras. Muchas personas quieren pregustar semejante gran fiesta y se lamentan de que no se les conceda. Y si no encuentran ninguna fiesta en su corazón cuando oran, ni sienten la presencia de Dios, eso les aflige, y lo hacen cada vez menos y de mala gana. El hombre no debe proceder nunca así; no debemos descuidar nunca ninguna obra, porque Dios está presente, aunque no lo notemos: ha venido de manera secreta a la fiesta. Donde está Dios, está la fiesta de verdad; Dios no puede dejar de estar presente allí donde, con una intención pura, se busca sólo a él; aunque esté de una manera escondida, allí está siempre. El tiempo en el que quiera y deba revelarse y mostrarse de una manera abierta es un asunto que debemos dejar en sus manos. Pero no hay duda de que está presente allí donde le buscan; por consiguiente, no hemos de realizar ninguna acción buena de mala gana, porque Dios está ahí, aunque todavía esté escondido para ti. Éste es el fundamento: amar a Dios con un corazón íntegro y puro y nada más, y amarnos con una caridad fraterna los unos a los otros como a nosotros mismos; tener un espíritu humilde y sometido a Dios y unas relaciones amables con los hermanos; despojarnos de nosotros mismos, de modo que Dios pueda poseer libremente nuestro corazón, en el que ha grabado su imagen divina, y morar en el lugar donde está toda su gloria (Taulero, // fondo deU'anima, Cásale Monf. 1997, pp. 120-123, passim [edición española: Obras, Fundación Universitaria Española 1988]).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!» (Mc 9,24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Tener fe en Dios, en el Cristo-Dios, significa haber optado de manera definitiva por fiarse de Dios. Arquímedes buscaba el fulcro gracias al cual su palanca hubiera podido levantar el mundo. Ser creyentes es haber hecho de Dios el fulcro de nuestra propia vida, y el término «roca» que la Escritura aplica con tanta frecuencia a Dios -«Tú eres mi roca y mi baluarte»- se convierte en el fulcro que yo sé que no puede desaparecer. El Dios en quien confío no puede engañarnos ni puede decepcionarnos, pues no sería Dios; no puede dejar de amarnos, pues no nos habría creado. A todas las certezas que el Antiguo Testamento aducía para confirmar a Dios-nuestra-roca se añadía lo que Cristo había prometido al apóstol Pedro, al cambiar su nombre de Simón por Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Partiendo de esta idea de roca, la inteligencia no carece ni de argumentos ni de luz, porque la fe conduce a la luz. Jesucristo no es una invención de los hombres; los hombres no inventan cosas así o, más exactamente, si las inventan no duran mucho. Pensemos en los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Jesucristo, pensemos también en todas las mediocridades, debilidades, traiciones, que ha habido en la Iglesia... y veremos que habría debido desaparecer, como tantos otros imperios y organizaciones. Sin embargo, a través de algún santo, de algún acontecimiento o de alguna personalidad, la Iglesia vuelve a cobrar vida cada vez, se santifica de nuevo y el árbol que parecía muerto, a punto de ser cortado, vuelve a florecer con nueva vida (Jacques Loew, La felicita di essere uomo. Conversazione con Dominique Xardel, Milán 1992, pp. 22ss). |
Martes de la 27ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Jonás 3,1-10 En aquellos días, 1 por segunda vez el Señor se dirigió a Jonás y le dijo: 2 -Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama allí lo que yo te diré. 3 Jonás se levantó y partió para Nínive, según la orden del Señor. Nínive era una ciudad grandísima; se necesitaban tres días para recorrerla. 4 Jonás se fue adentrando en la ciudad y proclamó durante un día entero: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida». 5 Los ninivitas creyeron en Dios: promulgaron un ayuno y todos, grandes y pequeños, se vistieron de sayal. 6 También el rey de Nínive, al enterarse, se levantó de su trono, se quitó el manto, se vistió de sayal y se sentó en el suelo. 7 Luego mandó pregonar en Nínive este bando: «Por orden del rey y sus ministros, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado, ni pasten ni beban agua. 8 Que se vistan de sayal, clamen a Dios con fuerza y que todos se conviertan de su mala conducta y de sus violentas acciones. 9 Quizás Dios se retracte, se arrepienta y se calme el ardor de su ira, de suerte que no perezcamos». 10 Al ver Dios lo que hacían y cómo se habían convertido, se arrepintió y no llevó a cabo el castigo con el que los había amenazado.
**• El Señor, como si nada hubiera pasado, dirige a Jonás el mismo mandato de ir a predicar a Nínive. Esta vez, Jonás parte sin plantear objeciones; más aún, hasta parece contento de poder proclamar a los cuatro vientos que Nínive será destruida pronto. La ciudad de Nínive está presentada como exageradamente grande (cf. v. 3). De las excavaciones arqueológicas se desprende, en efecto, que tuvo un perímetro amurallado de doce kilómetros: toda una metrópoli para aquellos tiempos. Sin embargo, la descripción que hace el libro es claramente exagerada, como, por lo demás, todo lo que aparece en el libro de Jonás: la palabra «grande» y sus derivadas aparecen catorce veces en este breve libro. La misma actitud del anónimo rey, que manda hacer penitencia incluso a los animales, resulta pintoresca y exagerada al mismo tiempo. Hasta los «cuarenta días» (v. 4) pierden aquí su significado matemático para adquirir el simbólico, típico de toda la Biblia, a saber: el del tiempo necesario para completar una acción o una obra. Contra toda expectativa, Nínive, la ciudad pagana y cruel, enemiga mortal de Israel, se convierte, «se vuelve atrás», y por eso Dios también se convierte, «se vuelve atrás» y suspende el castigo. El Dios de Israel está dispuesto a cambiar sus propósitos cuando alguien, aunque esté muy alejado de él por su fe y su conducta, está dispuesto a cambiar de vida. Es un Dios que se muestra piadoso y misericordioso no sólo con Israel, sino con todos los hombres, con toda criatura, con toda ciudad o pueblo. Es el Dios de todos. La elección de Israel no obedece así sólo a su propia salvación, sino a la salvación de todos los hombres: es un servicio a la bondad de Dios, es una proclamación de su voluntad de salvación para todos, de su compasión con todos los seres vivos. Este pasaje constituye también una predicación dirigida antes que nada a los grupos más sectarios de Israel, que, en nombre de la elección divina, estaban más dispuestos a condenar que a convertirse. Es una predicación que siempre está de actualidad. También para nosotros...
Evangelio: Lucas 10,38-42 En aquel tiempo, 38 según iban de camino, Jesús entró en una aldea, y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. 39 Tenía Marta una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. 40 Marta, en cambio, estaba atareada con los muchos quehaceres del servicio. Entonces Marta se acercó a Jesús y le dijo: -Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en la tarea? Dile que me ayude. 41 Pero el Señor le contestó: -Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por muchas cosas, 42 cuando en realidad una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la quitará.
**• En el plano exegético, este pasaje tiene que ser leído a contraluz con la parábola precedente. Como si dijera: a los que afirman que lo importante es ayudar a la gente o amar de manera concreta al prójimo (como ha hecho precisamente el buen samaritano), Lucas les presenta el fragmento de Marta y María donde se afirma la prioridad de la escucha de la Palabra. Podría decirse que el servicio al prójimo alcanza su autenticidad, su verdad, la perfección, cuando es fruto de la escucha de la Palabra, cuando no es sólo trabajo o servicio humano, sino participación en la compasión del mismo corazón de Dios, consecuencia de la frecuentación asidua de su Palabra. Sin contar con que el trabajo o el servicio, dejados a sí mismos, pueden convertirse en afán, engendrar estrés, incluso desviar del camino, alejar del camino del Señor. La «mejor parte» que no será quitada es esta inmersión en la voluntad de Dios, porque «quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Si Marta se dejara iluminar por los deseos de Jesús, podría servirle mejor y no correría el riesgo de llevarle cosas que no le interesan o pudieran hacerle mal. La dimensión contemplativa está en la base de la también necesaria dimensión activa. La gran fortuna de la que ha gozado este episodio entre los autores espirituales de todos los tiempos indica que el peligro de dejarse enredar por las cosas urgentes, a costa de las cosas importantes, de lo único necesario, está constantemente al acecho. La tentación de subordinar las cosas de Dios a nuestras propias urgencias sólo se puede superar con la frecuentación fiel y constante de la Palabra, con una actitud de verdadero discípulo, a los pies de Jesús. El discípulo es el que se comporta con el prójimo como el buen samaritano, porque participa en la compasión misma de Dios, fruto de la escucha de la Palabra que viene de Dios.
MEDITATIO Para comprender la misericordia sin límites de Dios, para entrar en su compasión, es preciso frecuentar a Dios y su Palabra. Si Jonás hubiera escuchado más a Dios que al ambiente que le rodeaba, si se hubiera preocupado más de la voluntad de Dios que de las opiniones que estaba respirando, habría seguido el corazón de Dios, su voluntad de misericordia y de salvación, más que el deseo difuso de venganza y de destrucción. Pero es preciso dejarse desestructurar hasta el fondo por la Palabra: un contacto superficial con la Palabra nos permite reestructurarla según nuestros gustos y nuestra mentalidad. Es menester un contacto de discípulo, un contacto desarmado y devoto, una disposición a rendirse a la Palabra más que a domesticarla. Del mismo modo que Jonás se «afana» por encontrar sus soluciones, también hay quien se afana por encontrar muchas soluciones cuando Jesús no es acogido como huésped y Señor de la propia interioridad. Se corre entonces el riesgo de colorear de espíritu cristiano las soluciones de la cultura o de la mentalidad dominante, con la convicción de que Jesús habita con nosotros. Se corre así el riesgo de convertir a Jesús en un instrumento, asignándole la tarea de refrendar las decisiones tomadas en su nombre, que en realidad están tomadas bajo el influjo de intereses, orientaciones y opciones de sello mundano. ¿Y si, en vez de mirar el espíritu del tiempo y sus gustos, perdiéramos un poco más de tiempo en escuchar de verdad al Señor? ¿Hasta qué punto, por ejemplo, goza de prioridad el mandamiento nuevo en mis decisiones? ¿Hasta dónde llega mi convicción de que uno de los medios más seguros de evangelización es la práctica del mandamiento nuevo con todos, en virtud del cual el amor gratuito y desinteresado representa el puente más seguro hacia el otro? Y eso no porque los frutos se muestren abundantes de inmediato, sino porque ésa es la voluntad del Señor...
ORATIO Oh Señor Jesús, haznos asiduos oyentes tuyos. Ayúdanos a dejarnos cambiar a fondo por tu Palabra, para que podamos ponernos a tu servicio y al de los hermanos. Tú que nos has hecho saborear la misericordia de Dios y no su cólera, haz que en nuestra vida cotidiana no nos mostremos fríos en el amor y en el perdón. Enséñanos a ver nuestra vida como un servicio a tu misericordia, de suerte que toda persona que encontremos en nuestro camino pueda vislumbrar en nosotros un reflejo del rostro misericordioso del Padre, que nos ama a todos con un amor infinito.
CONTEMPLATIO El libro de Jonás pretende enseñarnos la doctrina común del profetismo: es Dios quien conduce la historia, la cual responde a un designio divino de misericordia; Dios quiere la salvación de todos, y para esta salvación mueve a los hombres, elige a Israel. Israel no ha sido elegido para la destrucción, sino para su salvación. Todo el profetismo judío tiene un carácter universalista, pero su universalismo no es nunca tan pleno como en este libro. No sólo el Dios de Israel es el Dios de todas las naciones, sino que es un Dios que tiene piedad y misericordia de todas las naciones. En su amor no existe diferencia entre Israel y los otros pueblos. Existe una diferencia en la misión que cada pueblo debe tener y debe desarrollar en la historia humana, pero no puede haber diferencia definitiva frente al Señor en lo que se refiere al destino último de cada pueblo, porque el destino de todos es la salvación a la que llama a todos (D. Barsotti, Meditazione sul libro di Giona, Brescia 31990, p. 20).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «María ha escogido la mejor parte, y nadie se la quitará» (Lc 10,42).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Inmediatamente después de haber vuelto a poner a Jonás en su camino, Dios vuelve a confiarle su tarea. La reiteración atestigua la paciencia de Dios con su personaje indócil, así como el poder del perdón, que vuelve a dirigirse a él como si no hubiera pasado nada. La misión de Jonás no peca, a buen seguro, de prolijidad. Jonás no va a excavar en la maldad de Nínive, ni hace alarde de elocuencia para inducir a la gente a llevar una vida mejor. No presenta un cuadro apocalíptico del fin del mundo ni cita nunca el nombre de Dios. Con fría objetividad, afirma que la hora concedida a la metrópoli está a punto de sonar: el progreso por el camino del mal tiene unos límites bastante estrechos. Nunca como hoy resulta evidente que la maldad cava su propia fosa también y sobre todo cuando intenta afirmar del modo más absoluto su propio poder. También hoy es determinante que Jonás no calle para que Nínive pueda sobrevivir. Cualquiera que pruebe en su propia piel, como Jonás, que la rebelión frente al mandato de Dios no tiene posibilidad de éxito debe proclamar con sencillez que el tiempo para el uso indiscriminado de la violencia, para la búsqueda egoísta de la seguridad, para el despiadado deseo de venganza, está ahora para cumplirse. Estos pocos pasos, estas escasas expresiones de obediencia de Jonás, determinan nada menos que la conversión de Nínive, símbolo paradigmático de la grandeza y la maldad del mundo y de sus centros de poder. El autor pretende liberarnos de nuestra timidez respecto a estos centros de poder y maldad. Lanza una provocación a nuestra esperanza y describe la universalidad de la conversión en tres grandes direcciones: todos, grandes y pequeños (Jon 3,5). No sólo los niños o sólo los adultos, no sólo las personas cultas o sólo los ignorantes, no sólo la masa informe o sólo los individuos influyentes que poseen un juicio crítico, sino también el rey y sus ministros, y, entrando incluso en el plano fabuloso, hasta los animales (w. 7ss), están implicados en el movimiento penitencial, porque las decisiones del hombre, para el bien o para el mal, implican en la salvación o en la catástrofe a toda la creación. Toda forma de vida que haya sobre la tierra es solidaria y depende de lo que realizan las manos del hombre (H. W. Wolff, Studi sul libro di dona, Brescia 1982, pp. 131 -144, passim). |
Miércoles de la 27ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Jonás 4,1-11 1 Jonás se sintió muy contrariado, se enfadó 2 y se encaró con el Señor diciendo: -Ah, Señor, ya lo decía yo cuando todavía estaba en mi tierra. Por algo me apresuré a huir a Tarsis. Porque sé que eres un Dios clemente, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. 3 Así que ya puedes, Señor, quitarme la vida, porque prefiero morir a seguir viviendo. 4 El Señor le respondió: -¿Te parece bien enfadarte de esta manera? 5 Jonás salió de la ciudad y se instaló al oriente de la misma; levantó una choza y se sentó a su sombra, para ver qué suerte corría la ciudad. 6 El Señor hizo que creciera una planta de ricino por encima de la cabeza de Jonás, para darle sombra y librarlo de su enojo. Y, en efecto, el ricino llenó de alegría a Jonás. 7 Pero al día siguiente, al rayar el alba, Dios mandó un gusano, que dañó el ricino, y éste se secó. 8 Al salir el sol, Dios envió un viento solano abrasador. El sol caía sobre la cabeza de Jonás y, a punto de desvanecerse, se deseó la muerte diciendo: -Prefiero morir a seguir con vida. 9 Entonces Dios le dijo: -¿Te parece bien enfadarte por ese ricino? Jonás respondió: -Sí, me parece bien enfadarme hasta la muerte. 10 El Señor replicó: -Tú sientes compasión de un ricino que tú no has hecho crecer, que en una noche brotó y en una noche pereció, 11 ¿y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que aún no distinguen entre el bien y el mal, y una gran cantidad de animales?
**• La teología y la ironía llegan a su cima en esta conclusión. Jonás está enfadado: tenía razón cuando se negó a ir a Nínive, pues sabía muy bien que «Dios es clemente, compasivo, paciente y misericordioso, que se arrepiente del mal» (v. 2). Jonás conoce muy bien estas espléndidas cualidades de Dios, estos nombres de Dios, esta naturaleza de Dios, pero no está de acuerdo con él. Sus ideas, que son las del medio en que vive, no son las de Dios. Y, por consiguiente, es mejor no querer cuentas con él. En vez de plegarse a la realidad de Dios, le evita, le contesta con su actitud de rechazo. Sin embargo, YHWH es misericordioso hasta con su profeta testarudo, disidente tenaz de los caminos de Dios, y quiere ser misericordioso también con todos los que quieran imponerle su comprensible punto de vista. Dios quiere convertir también a Jonás, y para ello recurre a todas las astuciaspedagógicas de su dominio sobre la naturaleza. El libro termina con una pregunta que supone un desafío para la gente del tiempo del autor y para todos sus lectores futuros: «¿Y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que aún no distinguen entre el bien y el mal?» (c/. v. 11). ¿Acaso Dios no es libre? ¿O debe actuar, como piensa Jonás, siguiendo los estrechas limitaciones de la justicia humana? ¿Puede quedarse Dios insensible frente a la suerte del hombre que él mismo ha creado, aunque éste viva lejos de él? ¿No habrá que pasar de los pequeños sufrimientos personales -como el del ricino que se seca, en el caso de Jonás- al conocimiento de acontecimientos mucho más importantes de toda la humanidad, objeto del amor misericordioso de Dios y, en consecuencia, objeto de un amor misericordioso también por parte del creyente?
Evangelio: Lucas 11,1-4 1 Un día, estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: -Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. 2 Jesús les dijo: -Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre; venga tu Reino; 3 danos cada día el pan que necesitamos; 4 perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende, y no nos dejes caer en la tentación.
**• No basta con hacer y escuchar; también es menester orar, y orar de manera justa, a partir de la visión justa de Dios. Jesús, al enseñarnos a orar, nos enseña que el Dios al que nos dirigimos es un «papá» que da su Reino a quien se lo pide con confianza. El padrenuestro nos ha llegado en las dos versiones de Lucas y Mateo. La primera (Lc 11,1-4) es más breve, mientras que la segunda (Mt 6,6-15), más larga, es la que ha adoptado la Iglesia. Con todo, la inspiración es única, porque ambas invocan la glorificación del Padre a través de la venida de su Reino en la historia. También ambas piden el alimento suficiente para cada día y el perdón misericordioso de las culpas. Las peticiones son necesarias porque el hombre está expuesto a diario al peligro de la tentación, esto es, al peligro del fracaso definitivo o escatológico, al peligro de perder el gran e insustituible don del Reino. En la oración del Señor aparece el sentido de Dios y el sentido del hombre, de la bondad infinita del Padre y de la limitación de la criatura, menesterosa de todo, desde el alimento al perdón: aparece el don del Reino y la dificultad que supone aceptarlo en el orden concreto, el esplendor divino que se inclina sobre la pobre condición humana y las nieblas de la vida cotidiana. Aparece, en suma, todo el camino del hombre, don y tarea, grandeza y miseria, llamado a ser hijo y hermano de sus semejantes, pero, al mismo tiempo, tentado a responder de manera negativa. Con todo, nada puede cancelar el comienzo, sencillo, alentador, inolvidable, de la oración sin parangón posible: «Ábbá, papá».
MEDITATIO Querido Jonás, ¡cómo te comprendo! También yo, en algunas ocasiones, quisiera escapar lejos de la lógica, para mí incomprensible, de Dios. Tantas fatigas pasadas por él, por su Reino, para serle fiel, para darle a conocer, y después todo parece «acabar de manera gloriosa», incluso para aquellos que ni siquiera se han dignado dirigirme una mirada. Tanto si trabajo como si me quedo mano sobre mano, al final todo parece continuar como siempre: buena parte de la gente sigue viviendo como si él no existiera, y él perdona a todos a la menor señal de arrepentimiento. ¿No resulta esto desalentador? Sin embargo, son demasiados los momentos que se nos escapan. Él, por ejemplo, quiere que le oremos como Padre, quiere que le pidamos perdón y ayuda en los momentos de la prueba, quiere que no nos cansemos de recordar a todos que es misericordioso y está dispuesto al perdón. En suma, parece preocupado por hacernos comprender que entiende nuestra debilidad, que desea ser más amado que temido y que comprendamos que siempre está disponible para echarnos una mano todas las veces que hagamos ademán de volver a él. Querido Jonás, este Dios tan incomprensible no pide otra cosa que podernos amar, y no pierde ocasión de invitarnos a dejarnos poseer por su misterio de amor, verdaderamente misterioso. A partir de ti y de mí, testigos impacientes de un amor dotado de unos perfiles demasiado humanos, demasiado limitados, demasiado controlables, alejado años luz del amor de un verdadero Padre, cuyo amor no conoce límites de este tipo. ¿Y si, en vez de angustiarnos e interrogarnos, nos pusiéramos a decir poco a poco, mirando al firmamento: «Padre». Tal vez, también nuestro corazón sería capaz de comprender su lógica. A buen seguro, saldríamos de nuestra mezquindad para respirar el aire salubre de la inmensa compasión del Padre por todos sus hijos desgraciados.
ORATIO Oh mi Señor, tú eres bueno y paciente, lento a la ira y misericordioso: hoy te pido que me infundas tu Espíritu, para que yo pueda tener un corazón semejante al tuyo y aprenda a obrar y a orar según el ejemplo que nos has dado en tu hijo, Jesús. Sabes que yo también caigo con frecuencia en el error, pero no me condenas, no dejas que sea presa de la tentación. Cada vez me das el perdón. Perdona mis pecados, para que yo pueda hacer lo mismo con mis hermanos, aun cuando eso signifique humillarme ante ellos, demoler el muro de mi orgullo, arriesgarme a sentirme rechazado por ellos. Ayúdame a tener un corazón humilde, que no solo sepa ser misericordioso, sino que no juzgue ni condene a ninguno de los que se equivocan. Rompe mis defensas, desgarra los diafragmas que ofuscan la luz que viene de ti, haz resonar en mi oído interior la fascinación de tu voz. Concédeme un corazón tan grande que no se canse nunca de suplicarte por tus hijos que se equivocan y, sobre todo, de alabarte, bendecirte y agradecerte la ilimitada misericordia que muestras a todos, indistintamente.
CONTEMPLATIO La principal lección del capítulo conclusivo de Jonás es la revelación del inmenso amor de Dios y la revelación de la pobreza del hombre. Jonás es un instrumento de Dios y el hombre que ha elegido; por consiguiente, debería ser más santo que cualquier otro. Ahora bien, aunque es profeta, anda tan lejos de Dios que parece más bien oponerse a él. El hombre y Dios: el hombre aparece aquí como un ser mezquino, mientras que Dios se muestra magnánimo en su amor. Aquí está anticipado el Nuevo Testamento. Dios dice ya las palabras que dirá Jesús en la cruz: «No saben lo que hacen». Dios excusa el pecado del hombre. Dios no quiere ser ofendido por el hombre, no soporta que le ofenda nuestro pecado. Dios nos excusa. El hombre frente al Señor es tan pequeño, tan pobre, que no tiene de grande más que el amor que Dios le tiene. No tenemos de grande más que su inmensa misericordia con nosotros. El hombre, aunque ha sido elegido por Dios, sigue siendo egoísta, mezquino: intenta que Dios se adapte a sus propios puntos de vista humanos y no soporta, sin embargo, adaptarse él mismo a los puntos de vista de Dios. Pero Dios está cerca de nosotros: nos socorre no sólo cuando nos resistimos a su gracia y cuando estamos resentidos contra él, sino incluso cuando pecamos de verdad. El hombre y Dios realizan en el libro de Jonás el mismo misterio, el misterio de la salvación del mundo. Ahora bien, el hombre lo realiza en contra de su voluntad: primero quiere escapar de la misión y, cuando la cumple, lo hace con la secreta esperanza de que a su predicación le siga una condena. La realizan juntos. Sin embargo, el hombre la realiza como hombre y Dios como Dios (D. Barsotti, Meditazione sul libro di Giona, Brescia 31990, pp. 84-88, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú, Señor, eres lento a la cólera y rico en piedad» (del salmo responsorial).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL ¿Qué significa vivir en el mundo con un corazón verdaderamente compasivo, un corazón abierto continuamente a toda la gente? Es muy importante tener presente que la compasión es más que la simpatía o la empatía. Si se nos pide que escuchemos las penas de la gente o que sintonicemos con sus sufrimientos, pronto llegaremos a nuestros límites emocionales. Sólo podemos escuchar durante un corto espacio de tiempo y a un número reducido de gente. En nuestra sociedad estamos bombardeados por tantas «noticias» sobre la miseria humana que nuestro corazón se queda insensible simplemente por saturación. Pero el corazón compasivo de Dios no tiene límites. El corazón de Dios es más grande, infinitamente mayor que el corazón humano. Ese corazón divino es el que Dios quiere darnos, de manera que podamos amar a todos sin quemarnos y sin saturarnos. Ese es el corazón compasivo que pedimos cuando decimos: «¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 51). El Espíritu Santo de Dios se nos da para que podamos llegar a ser partícipes de la compasión de Dios y podamos llegar a todos los hombres y en todo momento con el corazón de Dios. (H J M Nouwen, Aquí y ahora. Viviendo en el Espíritu, Pablo 42002, pp. 112-113).
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Nuestra Señora del Pilar, patrona de la Hispanidad
El origen de la devoción a la Virgen del Pilar se remonta al siglo I. Desde Jerusalén, donde aún vivía la Virgen María, vino a España para confortar al apóstol Santiago el Mayor en las tareas de evangelización. La tradición afirma que lo visitó milagrosamente a las orillas del río Ebro, donde Santiago estaba reunido con los primeros hispanos convertidos al cristianismo. Como recuerdo de aquel acontecimiento se levantó más tarde en aquel lugar una capillita en honor de Nuestra Señora, venerando su imagen en un pilar. Documentos monacales del siglo IX dan testimonio del templo dedicado en la ciudad de Zaragoza a María siempre Virgen. La advocación de nuestra Señora del Pilar ha sido objeto de un especial culto por parte de los españoles. En pocos templos de los pueblos de España falta la imagen de la Virgen del Pilar. Su basílica, a las orillas del Ebro a su paso por Zaragoza, es un lugar privilegiado de oración, donde sopla con fuerza el Espíritu. Esta devoción a la Virgen del Pilar fue llevada también en las carabelas de Colón hasta los pueblos hermanos de América. Desde el año 1908, en el interior de la gran basílica que hoy existe en Zaragoza, junto al altar de la Virgen hacen guardia de honor a nuestra Señora las banderas de los países hispanoamericanos. El papa Inocencio XIII, en 1723, concedió oficio litúrgico propio de la Virgen del Pilar para el día 12 de octubre.
LECTIO Primera lectura: Primer libro de las Crónicas 15,3-4.15-16; 16,1-2 3 David reunió en Jerusalén a todo Israel para trasladar el arca del Señor al lugar que le había preparado. 4 Reunió a los hijos de Aarón y a los levitas. 15 Los levitas transportaron el arca apoyando las barras sobre sus hombros, como lo había prescrito Moisés, por orden del Señor. 16 David ordenó a los jefes de los levitas que dispusieran a sus hermanos los cantores con todos los instrumentos musicales de acompañamiento, arpas, cítaras y címbalos, e hicieron resonar bellas melodías en señal de regocijo. 16,1 Metieron el arca de Dios y la colocaron en medio de la tienda que David había levantado para ella. Ofrecieron luego al Señor holocaustos y sacrificios de reconciliación. 2 Cuando David terminó de ofrecer los holocaustos y los sacrificios de reconciliación, bendijo al pueblo en nombre del Señor.
**• Estos versículos de los capítulo 15 y 16 del libro de las Crónicas, que presenta la liturgia en la fiesta de la Virgen del Pilar, hacen referencia a la gran fiesta que celebró David el día que trasladó el arca de Dios desde Baalá a Jerusalén. Dice el texto del libro de Samuel que en esa fiesta «David danzaba ante el Señor frenéticamente... entre gritos de júbilo y al son de trompetas» (2 Sm 6,14-15). Jerusalén se convierte, por la presencia del arca, en ciudad santa, ciudad bendecida por Dios. En aquella fiesta, David convocó a todo Israel: era una fiesta nacional de bombo y platillo. En las letanías de nuestra Señora invocamos a María como Arca de la Nueva Alianza y Templo del Espíritu Santo. Aquel regocijo de David con todo su pueblo, las ofrendas y oraciones que hicieron y la bendición que recibieron eran imágenes de esta fiesta en la que el arca de la Nueva Alianza vino de Jerusalén a Zaragoza para bendecir a los nuevos cristianos y para asentar su trono en el gran templo de nuestros corazones.
O bien: Segunda lectura: Hechos de los apóstoles 1,12-14 12 Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, lo que se permitía andar en sábado. 13 Y así que entraron, subieron a la estancia de arriba, donde se alojaban habitualmente. Eran Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo, Simón el Zelota y Judas el de Santiago. 14 Todos ellos hacían constantemente oración en común con las mujeres, con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos.
*•• Después de la ascensión de Jesús a los cielos, el libro de los Hechos de los apóstoles se centra en la constitución de la comunidad cristiana. Los que le habían seguido por el camino son convocados por el Espíritu para seguir con la misión de Jesús. En el grupo de los que acompañaban a Jesús en su vida pública estaban María, su madre, y otras mujeres. El evangelio de Lucas, en el capítulo 8, dice que junto con los Doce le seguían María Magdalena, Juana, Susana y otras muchas. En estos versículos que leemos en la fiesta de la Virgen del Pilar, se resalta la presencia de María en esta primera comunidad pospascual. Ella, los apóstoles y algunas mujeres perseveraban en la oración común. Esta oración entre hombres y mujeres da un tono peculiar a la primera comunidad cristiana, muy distinto a lo que se hacía en la sinagoga judía. Jesús había roto la separación, y la primera comunidad sigue acorde con el estilo de Jesús. Podemos pensar en la importancia de María en la formación de esa primera comunidad de Jerusalén y trasladar, sin esfuerzo, esa misma importancia en el apoyo a Santiago en la formación de la primera comunidad de España.
Evangelio: Lucas 11,27-28 27 Mientras decía esto, una mujer de entre la gente gritó: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron». 28 Pero él le dijo: «Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica».
**• Arrebatada por la emoción del momento, una mujer del pueblo, corazón en mano, alaba a Jesús y le dice cuan orgullosa tenía que estar su madre por haberlo llevado en su seno. Las palabras de la mujer son un cumplimiento de la profecía sobre María de Lc 1,28: «Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones». Pero Jesús, humilde y sencillo como su madre, traslada la atención de él mismo y de su madre a una insistencia más central: realmente, es más dichoso el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica. La grandeza personal de María está en haber escuchado a Dios y haber dado un «sí» incondicional. María escuchó y puso en práctica la Palabra de Dios al responder en la anunciación: «He aquí la esclava del Señor». Es una actitud humilde, valiente, libre y auténtica. María, que meditó en su corazón las palabras y los gestos de Jesús, hace pensar en aquellos que «escuchan la Palabra con un corazón noble y generoso» (Lc 8,15).
MEDITATIO Del libro del Eclesiástico 24,3-15: Yo salí de la boca del altísimo y cubrí la tierra como una niebla. Habité en las alturas, y mi trono fue columna de nube. Sola recorrí el círculo celeste, y por las profundidades del abismo me paseé. En las olas del mar, en toda la tierra, en todo el pueblo y nación yo imperé. En todos ellos busqué el reposo, y en qué territorio instalarme. Entonces me ordenó el creador de todas las cosas, mi hacedor fijó el lugar de mi habitación, y me dijo: «Pon tu tienda en Jacob, y en Israel ten tu heredad». Desde el principio y antes de los siglos me creó, y existiré eternamente. En su santa tienda, en su presencia, ejercí el ministerio, y así en Sión me instalé. En la ciudad amada establecí mi residencia, y en Jerusalén tuve la sede de mi imperio. En el pueblo glorioso eché raíces, en la porción del Señor, en su heredad. Crecí como el cedro en el Líbano, como el ciprés en las montañas del Hermón. Crecí como palmera en Engadí, cual brote de rosa en Jericó; como magnífico olivo en la llanura, crecí como el plátano. Como el cinamomo y el espliego he dado mi aroma, como mirra escogida exhalé mi perfume; como gálbano, ónix y estacte, y como perfume de incienso en el tabernáculo. Yo extendí como terebinto mis ramas, y mis ramas están llenas de gracia y de majestad. Como vid eché hermosos sarmientos, y mis flores dan frutos de gloria y de riqueza. Venid a mí los que me deseáis, y saciaos de mis frutos.
ORATIO Virgen santa del Pilar: Desde este lugar sagrado alienta a los mensajeros del Evangelio, conforta a sus familiares y acompaña maternalmente nuestro camino hacia el Padre, con Cristo, en el Espíritu Santo. Amén. (Oración de Juan Pablo II ante el altar de la Pilanca.)
CONTEMPLATIO La piedad de la Iglesia a la santísima Virgen María es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde el saludo y la bendición de Isabel hasta las expresiones de alabanza y súplica en nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de que la lex orandi de la Iglesia es una invitación a reavivar en las conciencias su lex credendi. Y viceversa: la fe viva de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su oración fervorosa a la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces profundas en la palabra revelada y de sólidos fundamentos dogmáticos. La misión maternal de la Virgen empuja al pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a aquella que está siempre dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora; por eso el pueblo de Dios la invoca como consoladora de los afligidos, salud de los enfermos, refugio de los pecadores, para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado; porque ella, la libre de todo pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado. Y -hay que afirmarlo nuevamente- dicha liberación del pecado es la condición necesaria para toda renovación de las costumbres cristianas. La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar «los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos». Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la Palabra de Dios (cf. Lc 1,26-38; 1,45; 11,27-28; Jn 2,5); la obediencia generosa (cf. Lc 1,38); la humildad sencilla (cf. Lc 1,48); la caridad solícita (cf. Lc 1,39-56); la sabiduría reflexiva (cf. Lc 1,29.34; 2,19.33.51); la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2,21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1,46-49); la fortaleza en el destierro (cf. Mt 2,13-23), en el dolor (cf. Lc 2,34-35.49; Jn 19,25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1,48; 2,24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (cf. Lc 2,1-7; Jn 19,25-27); la delicadeza provisoria (cf. Jn 2,1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1,18-25; Lc 1,26-38); el fuerte y casto amor esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota del culto tributado a la Virgen. La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la «llena de gracia» (Le 1,28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en Él, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2,29; Col 1,18). La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. (De la exhortación del papa Pablo VI Marialis cultus.)
ACTIO Reunirme hoy en oración con otros, como María con otras mujeres y los apóstoles, y pedir al Espíritu Santo fortaleza para los evangelizadores que están en tierra de misión.
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El milagro de Calando Como en otros santuarios marianos, los fieles han recibido en el de nuestra Señora del Pilar favores extraordinarios que han atribuido a su intercesión ante la omnipotencia divina. Desde el siglo XIII se habla en los documentos que conserva su archivo de «los mytos et innumerabiles miraglos que Nuestro Seynor Jesucristo feitos a et cada día facer non cesa en los ovientes devoción en la gloriosa et bienaventurada Virgen María suya Santa María del Pilar». Un manuscrito del siglo XV recogió algunos de ellos. Y en 1680 el canónigo Félix de Amada dio a la imprenta una colección de milagros obrados por intercesión de la Virgen del Pilar. Entre ellos, es universalmente conocido el llamado milagro de Calando, por su evidente superación de las fuerzas de la naturaleza y por su innegable verdad histórica. Tuvo lugar entre las diez y las once de la noche del jueves 29 de marzo de 1640, en la villa aragonesa de Calanda y en la persona del ¡oven de 23 años Miguel Juan Pellicer, al cual, debido a un accidente, hubo que amputársele la pierna derecha en octubre de 1637 en el hospital de Gracia, de Zaragoza, por el cirujano Juan Estanca, siendo enterrada por el practicante Juan Lorenzo García. Tras su convalecencia, durante dos años, fue mendigo en la puerta del templo de nuestra Señora del Pilar, de la que era muy devoto desde su niñez, por existir una ermita de esta advocación en Calando, y a la que se había encomendado antes y después de su operación, confesando y comulgando en su santuario. Vuelto a la casa de sus padres en Calanda a primeros de marzo de 1640, el citado día 29 de ese mes, habiéndose acostado en la misma habitación de sus padres, por haber un soldado alojado en su casa, lo encontraron éstos dormido media hora más tarde con dos piernas, notándosele en la restituida las mismas señales de un grano y unas cicatrices que tenía la amputada. A instancias del Ayuntamiento de Zaragoza, adonde acudió Miguel Juan tras su curación a dar gracias a la Virgen del Pilar, se incoó en el Arzobispado un proceso el 5 de junio de 1640, pronunciando sentencia afirmativa de calificación milagrosa el arzobispo Pedro Apaolaza, asesorado por nueve teólogos y canonistas, el 27 de abril de 1641. Se conserva íntegro el texto de este proceso con las declaraciones de los 25 testigos. El milagro se divulgó rápidamente por todas partes. El mismo papa Urbano VIII fue informado personalmente por el jesuíta aragonés F. Franco en 1642. Entre los milagros, que por definición son todos excepciones de la naturaleza, el de Calanda es a su vez excepcional; por eso las relaciones coetáneas lo calificaron de «milagro inaudito en todos los tiempos». (Por Tomás Domingo Pérez, en el Libro de la Virgen, C.B.C.). |
28º domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: 2 Reyes 5,14-17 En aquellos días, 14 Naamán bajó al Jordán, se bañó siete veces, como había dicho el hombre de Dios, y su carne quedó limpia como la de un niño. 15 Acto seguido, regresó con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios y, de pie ante él, dijo: -Reconozco que no hay otro Dios en toda la tierra, fuera del Dios de Israel. Dígnate aceptar un regalo de tu siervo. 16 Eliseo le dijo: -¡Vive el Señor, a quien sirvo, que no tomaré nada! Y por más que insistió en que aceptara algo, lo rehusó. 17 Naamán le dijo: -De acuerdo, pero permite que me den la tierra que pueden cargar un par de mulas. Porque tu siervo no ofrecerá ya holocaustos y sacrificios a otros dioses fuera del Señor.
**• Naamán, jefe del ejército de Aram, enemigo de Israel, siguiendo las indicaciones de una joven hebrea, esclava suya, va a Samaría. Allí el profeta Eliseo le manda sumergirse siete veces en el río Jordán, si quiere curarse de la lepra. Aunque primero se muestra reticente, Naamán se pliega después a la reflexión de sus siervos y sigue la orden del hombre de Dios. De este modo, obtiene no sólo la desaparición de la enfermedad, sino que su piel queda como la de un niño. Entonces vuelve donde Eliseo y le dice: «Reconozco que no hay otro Dios en toda la tierra, fuera del Dios de Israel» (v. 15). Es el punto culminante del relato. El milagro tenía como fin obtener- esta con lesión de fe. El orgulloso adversario del ejército enemigo se ve obligado a reconocer que hay un único Dios y es el de Eliseo. El profeta no acepta ninguna recompensa, porque los dones de Dios son gratuitos y han de ser concedidos de manera gratuita. Sin embargo, da su consentimiento para que Naamán se lleve consigo un poco de tierra de Israel para continuar reconociendo, una vez que haya vuelto a su patria, al Dios de Israel como único Dios. En efecto, Naamán ya no quiere realizar holocaustos o sacrificios sobre una tierra en la que se practica un culto idolátrico: por eso se lleva con él tierra pura para honrar sobre ella al Dios verdadero, al que ha conocido en Israel y al que pretende ser fiel a partir de ahora. El relato de la curación de Naamán puede ser leído fácilmente como figura del bautismo, que restituye al hombre la plena integridad después de la devastación producida por el pecado. En consecuencia, es importante que la gratitud hacia quien tiene el poder de hacernos nuevos por dentro se concrete, por nuestra parte, en el reconocimiento de que no hay otro Dios fuera de él a quien tengamos que amar con todo nuestro corazón y toda nuestra alma.
Segunda lectura: 2 Timoteo 2,8-13 Querido hermano: 8 Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David, según el Evangelio que yo anuncio, 9 por el cual sufro hasta verme encadenado como malhechor. Pero la Palabra de Dios no está encadenada; 10 por eso todo lo soporto por amor a los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación de Jesucristo y la gloria eterna. 11 Es doctrina segura: Si con él morimos, viviremos con él; 12 si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; 13 si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
* El apóstol Pablo se encuentra en Roma, «encadenado como malhechor» a causa del Evangelio. Escribe a su fiel discípulo Timoteo exhortándole a perseverar en la fe, sea cual sea el precio que deba pagar. Para llevarlo a cabo, debe ser más importante para Timoteo el recuerdo de Jesucristo, «del linaje de David», «resucitado de entre los muertos» (v. 8), que la comparación con el buen soldado, el atleta o el agricultor. La referencia a la casa de David indica la pertenencia de Jesús al pueblo elegido, pero aún más su pertenencia al género humano, premisa de su kenosis, es decir, de su vaciamiento de sí mismo. Afirmar que ha resucitado significa expresar su condición gloriosa y la manifestación de su divinidad. Por el anuncio de este misterio de salvación, expresado aquí en una síntesis lapidaria, sufre Pablo, sin que por ello esté encadenada la Palabra. Sigue una cita, tomada probablemente de un antiguo himno cristiano, en la que se confirma, a través de un uso eficaz del paralelismo semítico, que Jesús «permanece fiel» (v. 13). Nuestra infidelidad, nuestra traición, se estrellan contra la fidelidad y el amor de Cristo, que nunca se cansa de perdonar y de ir en busca del pecador (cf. Le 15,4-6).
Evangelio: Lucas 17,11-19 11 De camino hacia Jerusalén, Jesús pasaba entre Samaría y Galilea. 12 Al entrar en una aldea, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia 13 y comenzaron a gritar: -Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. 14 Él, al verlos, les dijo: -Id a preséntalos a los sacerdotes. Y mientras iban de camino quedaron limpios. 15 Uno de ellos, al verse curado, volvió alabando a Dios en alta voz 16 y se postró a los pies de Jesús dándole gracias. Era un samaritano. 17 Jesús preguntó: -¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? 18 ¿Tan sólo ha vuelto a dar gracias a Dios este extranjero? 19 Y le dijo: -Levántate, vete; tu fe te ha salvado.
**• Este episodio sólo lo recoge Lucas, y lo sitúa durante el viaje de Jesús hacia Jerusalén. Le salen al encuentro diez leprosos, que se mantienen a distancia, tal como prescribe la ley, que los consideraba impuros, desde el punto de vista ritual, y excluidos de la comunidad civil. Hasta de Dios estaban alejados, puesto que su enfermedad era considerada un castigo. Los leprosos, condenados por Dios y por los hombres a la marginación, se dirigen a Jesús, cuyo nombre significa «Dios salva», gritándole: «Ten piedad de nosotros» (v. 13). Se trata de la oración que el israelita piadoso dirige a YHWH para que se acuerde del pobre y del menesteroso. Su petición es audaz y está llena de confianza; al invocar al Maestro, invocan la vida. Apenas los ve Jesús, los envía al sacerdote, que, según la ley, una vez comprobada la desaparición de la enfermedad, puede iniciar los ritos de purificación que permiten su reingreso en el seno de la comunidad. Y he aquí que, yendo de camino, se curan. Por consiguiente, Jesús muestra que es el Mesías esperado, que habría de eliminar precisamente esta enfermedad. Pero sólo uno, un samaritano, «al verse curado, volvió alabando a Dios en alta voz» (v. 15) y le agradeció a Jesús la curación. El samaritano, el hereje, el no judío, reconoció el poder de Dios en el Maestro, y en Jesús al Mesías esperado, que habría de vencer también la lepra, la enfermedad impura por excelencia. Aquí pone Lucas de relieve la decepción de Jesús, una decepción que se manifiesta en unas preguntas apremiantes que no tienen respuesta en el texto evangélico. Estas preguntas nos interpelan y, en consecuencia, piden nuestra respuesta. «¿No quedaron limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Tan sólo ha vuelto a dar gracias a Dios este extranjero?» (vv. 17ss). Jesús está decepcionado, porque el único que se muestra agradecido no es un judío; los otros dan la impresión de «pretender» la curación por ser miembros del pueblo elegido y, por consiguiente, no se abren a recibir el don del Dios, que, en Jesús, se acerca a cada hombre a fin de hacerle plenamente «vivo» para gloria de Dios. «Levántate, vete; tu fe te ha salvado» (v. 19), dice Jesús al leproso curado. «¡Levántate, resucita!», dice Jesús a todo el que se acerca a él con fe, reconociéndole como el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
MEDITATIO Las lecturas que la liturgia nos propone hoy sugieren de inmediato el tema de la gratitud. Sin embargo, nos invitan a algo más que a una pura actitud de agradecimiento obligatorio. Si Dios realiza el milagro de curar a Naamán, el Sirio, un extranjero por tanto, si el evangelio nos muestra a un cismático samaritano que vuelve alabando «en alta voz» al Dios de Israel, tal vez nos encontremos frente a la advertencia de que los que nos sentimos en la Iglesia como en nuestra casa no debemos dar por descontado el conocimiento que tenemos de Dios. El Señor nos invita a redescubrir que él y sólo él es nuestro Dios. Él obra maravillas y nos hace pasar continuamente de la lepra del pecado a la vida nueva, pero nos lo recuerda sirviéndose de extranjeros que pasan por el camino de la humildad para llegar a una fe liberada de todo orgullo y capaz de mostrarse agradecida. Vivimos en una época en la que reina un gran relativismo religioso, en el que, en nombre de una tolerancia mal entendida, se hace fácil para todos pensar –por dentro- que nuestro Dios no es, después de todo, tan único. Sin embargo, Dios quiere que reafirmemos con todas las libras de nuestro corazón nuestra profesión de fe en él. Pablo nos invita a «acordarnos» de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. No hay otro mediador entre Dios y los hombres. ¿Cómo tiene lugar, sin embargo, este agradecimiento? El modo serio de reconocer el señorío de Cristo es expulsar de nuestro corazón todo ídolo, el primero y el más funesto de los cuales es nuestro propio yo. Que el Señor nos haga capaces de convertir nuestra existencia en una pura y plena eucaristía, en una perenne acción de gracias.
ORATIO Señor Dios nuestro, tú eres el único. Has educado a tu pueblo para reconocer que sólo tú eres de modo absoluto y que fuera de ti no hay posibilidad de vida. Haz que escuchemos tu voz y demos nuestro humilde consentimiento para hacer todo cuanto pueda ayudar a nuestro verdadero bien. Concédenos ojos para descubrir las maravillas que vas haciendo en nosotros para sanarnos de la enfermedad de nuestro pecado. Suscita en nosotros una viva y profunda gratitud por tu amor fuerte y bello, manifestado en Cristo Jesús. Que el recuerdo de tu Hijo, enviado a nosotros para que tengamos vida en abundancia, colme nuestro corazón de una indefectible esperanza que nunca pueda ser apagada por nada, hasta que nuestro himno de acción de gracias se disuelva para siempre en el esplendor de la vida eterna.
CONTEMPLATIO Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor. Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla. Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria. Lo cual tendrá lugar cuando podamos apostrofarla, diciendo: ¿Dónde están tus pestes, muerte? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de Cristo da muerte a la misma muerte. Por esto dice: Oh muerte, yo seré tu muerte; país de los muertos, yo seré tu aguijón. También el amor con que nosotros amamos a Cristo es fuerte como la muerte, ya que viene a ser él mismo como una muerte, dado que es el aniquilamiento de la vida anterior, la abolición de las malas costumbres y el sepelio de las obras muertas. Nuestro amor a Cristo es como un intercambio de dos cosas semejantes, aunque su amor hacia nosotros supera al nuestro. Porque él nos amó primero, y con el ejemplo de amor que nos dio se ha hecho para nosotros como un sello, mediante el cual nos hacemos conformes a su imagen, abandonando la imagen del hombre terreno y llevando la imagen del hombre celestial, por el hecho de amarlo como él nos ha amado. Porque en esto nos ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas. Por esto dice: Grábame como un sello en tu corazón. Es como si dijera: «Ámame, como yo te amo. Tenme en tu pensamiento, en tu recuerdo, en tu deseo, en tus suspiros, en tus gemidos y sollozos. Acuérdate, hombre, qué tal te he hecho, cuan por encima te he puesto de las demás criaturas, con qué dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado de gloria y de honor, cómo te he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he puesto bajo tus pies todas las cosas. Acuérdate no sólo de qué grandes cosas he hecho para ti, sino también de qué duras y humillantes cosas he sufrido por ti, y dime si no obras perversamente cuando dejas de amarme. ¿Quién te ama como yo? ¿Quién te ha creado, sino yo? ¿Quién te ha redimido, sino yo?» Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí este corazón endurecido, incircunciso. Tú que purificas los corazones y amas los corazones puros, toma posesión de mi corazón y habita en él, llénalo con tu presencia, tú que eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más dentro de mí que mi propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la belleza y el sello de la santidad, sella mi corazón con la impronta de tu imagen; sella mi corazón, por tu misericordia, tú, Dios por quien se consume mi corazón, nú lote perpetuo. Amén (Balduino de Cantorbery, Tratado 10, PL 204, cois. 513-516 passim)
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad» (Sal 137,2a).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Existo como un pequeño fragmento en la realidad ilimitada del mundo. Sin embargo, soy más grande que el mundo, porque mi pensamiento puede alcanzar y rebasar todas las cosas; más aún, es capaz de buscar lo que no se encuentra en el universo, a saber: el significado del universo. Me han sido dados unos pocos años de vida: he nacido y moriré. Sin embargo, mi pensamiento es capaz de atravesar estos estrechos límites y se plantea el problema de lo que había antes y de lo que habrá después. Estoy condicionado por mil instintos interiores y estoy manipulado por mil cosas exteriores que me solicitan. Sin embargo, puedo decidir libremente entre una acción y otra, entre una persona y otra, entre un destino y otro. En mi único ser hay, por tanto, algo que me hace pequeño, efímero, esclavo, y hay algo que me nace grande, duradero, libre. Existo como alguien que pide ser salvado. Tengo sed de verdad sobre mi origen, sobre mi naturaleza, sobre mi suerte última, pero sé que el riesgo del error me acecha. Tengo sed de una alegría sin fin, pero sé que cada día que pasa me acerca al sufrimiento y a la muerte, y esta perspectiva me entristece ya desde ahora. Tengo sed de vivir en justicia, pero sé que soy, poco o mucho, repetidamente injusto. La salvación que necesito es, por consiguiente, salvación del error, de la muerte, de la culpa. Esta salvación me ha sido dada por la bondad de Dios, que envió al mundo a mi Salvador: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, que hoy está vivo y es Señor. El Señor Jesús me salva alcanzándome allí donde me encuentro, con una gratuidad y una misericordia inesperadas. Ahora bien, no me salva como un objeto inerte; al contrario, me concede aceptar libremente la iniciativa del Padre, a través del acto de fe; me concede configurarme libremente en mi conducta a su ley de amor; me permite entregarme libremente a la alabanza, a la acción de gracias, a la imploración a través de la oración (G. Biffi, lo credo, Milán 1980, 55ss). |
Lunes de la 28ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 1,1-7 1 Soy Pablo, siervo de Cristo Jesús, elegido como apóstol y destinado a proclamar el Evangelio que Dios 2 había prometido por medio de sus profetas en las Escrituras santas. 3 Este Evangelio se refiere a su Hijo, nacido, en cuanto hombre, de la estirpe de David 4 y constituido, por su resurrección de entre los muertos, Hijo poderoso de Dios según el Espíritu santificador: Jesucristo, Señor nuestro, 5 por quien he recibido la gracia de ser apóstol, a fin de que para su gloria respondan a la fe todas las naciones, 6 entre las cuales también estáis vosotros, que habéis sido elegidos por Jesucristo. 7 A todos los que estáis en Roma y habéis sido elegidos amorosamente por Dios para constituir su pueblo, gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor.
*•• En Pablo no es posible separar la persona de la misión: este criterio vale tanto para comprender la personalidad de Pablo como para interpretar sus cartas, y de modo particular la carta a los cristianos de Roma, que empezamos a leer esta semana. Es el mismo Pablo el que se presenta directamente, el que se muestra solícito para darnos no sólo sus connotaciones personales, sino también el sentido y el valor de la misión que le ha sido confiada por el Señor resucitado. El acontecimiento que debemos tener siempre presente cuando leemos las cartas paulinas es el de Damasco, o sea, el encuentro de Saulo con Jesús de Nazaret, reconocido en su identidad personal y en su mística presencia en los cristianos perseguidos. En el centro del mensaje paulino, así como en el centro de su existencia terrena, se encuentra este Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, hijo de David e hijo de Dios, resucitado, pero idéntico al Jesús de Nazaret. De él ha recibido Pablo directamente -y lo afirma con una convicción plena y un puntito de orgullo- «la gracia de ser apóstol» (v. 5). En consecuencia, Pablo se siente gratificado por la misión que, en cierto modo, le ha sido impuesta, a la cual, como dice en otro lugar, no se ha podido sustraer, sintiéndose casi violentado, como le sucedió ya al profeta Jeremías (Jr 20,7). En la inescindible unidad de su misión, Pablo considera también a los destinatarios de esta carta suya oyentes de la palabra que Dios le ha confiado como «Evangelio», como «Buena Nueva», a saber: que viene de Dios y tiene que ver con Jesús, el Cristo, muerto y resucitado para la salvación de todos. El deseo de gracia y de paz (v. 7) que les dirige Pablo es la síntesis de ese Evangelio, y Pablo se reconoce en él de buena gana como siervo y heraldo.
Evangelio: Lucas 11,29-32 En aquel tiempo, 29 la gente se apiñaba en torno a Jesús y él se puso a decir: -Ésta es una generación malvada; pide una señal, pero no se le dará una señal distinta de la de Jonás. 30 Pues así como Jonás fue una señal para los ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para esta generación. 31 La reina del sur se levantará en el juicio junto con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino desde el extremo de la tierra a escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más importante que Salomón. 32 Los habitantes de Nínive se levantarán el día del juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia por la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más importante que Jonás.
**• Durante su vida pública, Jesús se encontró muchas veces frente a pretensiones a las que, honestamente, no podía responder. En semejantes circunstancias, su discurso asume tonalidades polémicas, que centran su pensamiento. En este caso específico, la pretensión recae en la petición de un signo milagroso, un signo que Jesús interpreta de inmediato como objeto de mera curiosidad y búsqueda de espectáculo. Sin embargo, él no ha venido a satisfacer estas demandas, y no está dispuesto ni mucho menos a dejarse desviar del significado primero de su misión. De ahí que su respuesta no se haga esperar. En ella dice Jesús de modo claro qué señal está dispuesto a dar. Se trata de la que él mismo llama señal de Jonás (cf. v. 29). Vale la pena referir la diferencia que existe entre Mateo y Lucas a este respecto. Mientras Mateo insiste sólo en un hecho de la vida del profeta (Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo) para poder presentar la resurrección de Jesús como la señal esperada aquí, Lucas considera, en cambio, toda la vida de Jonás como un único gran signo, dando un relieve particular a la predicación del profeta. A Jonás se le presenta, en relación con Cristo, como una figura, como una profecía del mismo Jesús. Por consiguiente, es Cristo, con el carácter extraordinario de su misión, con la transparencia de sus palabras, con el radicalismo de sus pretensiones, con el poder de sus milagros, quien constituye la señal primera, unitaria e insustituible, capaz de atraer la atención de sus contemporáneos, al menos de los que no levantan barreras psicológicas o ideológicas insuperables. El doble ejemplo de la reina del sur (v. 31) y de los habitantes de Nínive (v. 32) sirve a Lucas para poner claramente de manifiesto que frente a Jesús, profeta de los últimos tiempos, se perfilan dos posibles reacciones: no sólo la negativa de la «generación malvada», sino también la positiva de los extranjeros.
MEDITATIO Desde que, en el camino de Damasco, Pablo encontró a Cristo, no puede pensar en sí mismo sin ponerse en relación con él. Pablo es ahora «siervo» de Cristo Jesús, su «apóstol», enviado a anunciar el Evangelio. En la apremiante presentación que hace de sí mismo a los romanos aparece un orgullo porfiado en su misión. Parece percibirse en sus palabras un estremecimiento de impaciencia; Pablo quisiera correr por todos los caminos para llevar a todos a la obediencia de la fe, a reconocer en Jesús al Cristo, al enviado del Padre para nuestra salvación. El fragmento evangélico de Lucas habla de otro enviado: Jonás, el profeta menor que, a la inversa, no quiso saber nada de su encargo de predicar a los ninivitas y que ni siquiera se dio cuenta de que era tan importante para el Señor como para que le siguiera de un extremo al otro del mar y hasta en sus profundidades. Sin embargo, el caprichoso heraldo de la conversión de los paganos ha tenido el honor de convertirse nada menos que en la «señal» por excelencia ofrecida a la «generación malvada y perversa» que hay en cada uno de nosotros, o sea, la señal del Crucificado-Resucitado, que bajó -por solidaridad con nosotros, pecadores- a las profundidades de los infiernos. Allí permaneció Jesús para demostrar hasta qué punto nos ama: ahora ya no hay «lugar» exento de su presencia amorosa, no hay soledad que no esté habitada por su proximidad. Abrirnos a este don es fuente de bienaventuranza y nos hace por eso mismo gozosamente misioneros para los hermanos. A quien verdaderamente ha encontrado a Cristo le resulta impensable no arder en deseos de llevar a todos el alegre anuncio. Sin embargo, qué fácil resulta dar por descontada la novedad de la vida cristiana, encerrarla en nuestros prejuicios, que nos hacen, como a Jonás, jueces de Dios y de sus designios. El Señor Jesús, misericordia del Padre, planta en nuestro corazón la señal grande de la cruz para que, vencidos por su amor, también nosotros lleguemos a ser testigos alegres en medio de los hermanos.
ORATIO Eran tiempos difíciles, marcados por dudas y angustias, y muchas voces se disputaban mi corazón. Contaba mis talentos y mis infinitas posibilidades. La vida me había dado mucho y me prometía mucho. ¡Pides demasiado, Señor! Sin embargo, desde hacía tiempo, una voz inconfundible robaba espacios a mi vida, una voz delicada, pero imposible de detener, repetía claramente su llamada: «Te he llamado por tu nombre». ¡Mira hacia otra parte, Señor! Te he pensado como único, te he querido irrepetible, te he amado desde siempre, te he enriquecido con dones específicos e indispensables para la misión que te quiero confiar. ¡Todavía no, Señor! Con todo, no he nacido para molestar, ni puedo pasar por este mundo sin ser notado. Debo ser y llegar a ser, como Cristo, señal para llevar a cabo la misión apremiante del Padre. ¡Aquí estoy, Señor!
CONTEMPLATIO [...] Envióle en clemencia y mansedumbre, como un rey envió a su hijo-rey; como a Dios nos lo envió, como hombre a los hombres le envió, para salvarnos le envió; para persuadir, no para violentar, pues en Dios no se da la violencia. Le envió para llamar, no para castigar; le envió, en fin, para amar, no para juzgar. [...] [...] lo cierto es que ningún hombre vio ni conoció a Dios, sino que fue él mismo quien se manifestó. Ahora bien, se manifestó por la fe, única a quien se le concede ver a Dios. Y, en efecto, aquel Dios, que es Dueño soberano y Artífice del universo, el que creó todas las cosas y las distinguió según su orden, no sólo se mostró benigno con el hombre, sino también longánime. A la verdad, él siempre fue tal, y lo sigue siendo y lo será, a saber: clemente y bueno y manso y veraz; es más: sólo él es bueno. Y habiendo concebido un gran e inefable designio, lo comunicó sólo con su Hijo. [...] Y cuando nuestra maldad llegó a su colmo y se puso totalmente de manifiesto que la sola paga de ella que podíamos esperar era castigo y muerte, venido que fue el momento que Dios tenía predeterminado para mostrarnos en adelante su clemencia y poder (¡oh benignidad y amor excesivo de Dios!), no nos aborreció, no nos arrojó de sí, no nos guardó resentimiento alguno; antes bien, mostrósenos longánime; él mismo, por pura misericordia, cargó sobre sí nuestros pecados; él mismo entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros; al Santo por los pecadores, al Inocente por los malvados, al Justo por los injustos, al Incorruptible por los corruptibles, al Inmortal por los mortales. Porque ¿qué otra cosa podría cubrir nuestros pecados, sino la justicia suya? ¿En quién otro podíamos ser justificados nosotros, inicuos e impíos, sino en el solo Hijo de Dios? ¡Oh dulce trueque, oh obra insondable, oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en un solo Justo y la justicia de uno solo justificara a muchos inicuos! («Ad Diognetum», VIII-IX, en Padres apostólicos, ed. Daniel Ruiz Bueno, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 21967, pp. 854-856, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor» (Rom 1,7). PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Pablo dice de sí mismo que es siervo de Cristo Jesús. Que el hombre se reconozca siervo de Dios (tal vez más exactamente aún, esclavo de Dios) no es algo natural. El griego no entendió así sus relaciones con la divinidad. Creía que un hombre libre no debía ser siervo de nadie, ni siquiera de Dios. «¿Cómo podría ser feliz el hombre que presta servicio a alguien?» (Platón, Gorgias, 491). Sin embargo, el hombre piadoso del Antiguo y del Nuevo Testamento declara con esa fórmula que pertenece a su Dios de una manera simple e incondicional. Ahora bien, aunque precisamente los grandes patriarcas de la antigua alianza, los amigos de Dios, como Abrahán, Moisés, Josué, David, se declaran siervos de Dios, esta declaración no es una palabra humillante, sino el título honorífico más elevado. Si bien el Nuevo Testamento, en las parábolas de Jesús, habla a menudo del hombre como siervo de Dios, no es ésta la única concepción del hombre frente a Dios que tiene el cristiano. Este último es asimismo hijo y heredero respecto a Dios. Y por estar al servicio de un Dios, el Padre, y de un Señor, Cristo, y por ello bajo su poderosa protección, sabe que es libre de todas las espantosas potencias diabólicas del mundo. Quien es siervo de Cristo es liberado por Cristo, y quien ha sido liberado por Cristo es siervo de Cristo. Ahora bien, Pablo se considera siervo de Cristo Jesús no sólo en un sentido genérico, sino en el sentido especial de apóstol. ¿Qué era y qué es, por consiguiente, un apóstol? No es un señor, sino un siervo, que ha sido llamado y al que se le pide que venga; es enviado por otro; como tal, no ha de anunciarse a sí mismo, sino precisamente a ese otro que le envía. Ha sido elegido previamente y segregado de la comunidad. Es un solitario, un hombre que no considera como suyo propio más que la Palabra y el don de Dios. Sin embargo, dado que Dios es absolutamente diferente de como piensa el hombre, su mensaje también es diferente. Su palabra no puede ser probada; sólo puede ser creída (K. H. Schelkle, Meditazioni sulla lettera ai Romani, Brescia 1967, pp. 18-20). |
Miércoles de la 28ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 2,1-11 1 Por tanto, no tienes excusa tú, quienquiera que seas, cuando juzgas a los demás, pues juzgando a otros tú mismo te condenas, ya que haces lo mismo que condenas. 2 Y sabemos que el juicio de Dios es riguroso contra quienes hacen tales cosas. 3 Y tú, que condenas a los que hacen las mismas cosas que tú haces, ¿piensas que escaparás al castigo de Dios? 4 ¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento? 5 Por el endurecimiento y la impenitencia de tu corazón estás atesorando ira para el día de la ira, cuando Dios se manifieste como justo juez 6 y dé a cada uno según su merecido: 7 a los que perseverando en la práctica del bien buscan gloria, honor e inmortalidad, les dará vida eterna, 8 pero los que por egoísmo rechazaron la verdad y se abrazaron a la injusticia tendrán un castigo implacable. 9 Tribulación y angustia para todos cuantos hagan el mal: para los judíos, por supuesto, pero también para los que no lo son; 10 gloria, honor y paz para los que hacen el bien: para los judíos, desde luego, pero también para quienes no lo son, 11 pues en Dios no hay lugar a favoritismos.
**• Judíos o griegos, todos somos culpables ante Dios: esta constatación, que podría suscitar sentimientos de desánimo y desolación, provoca, en cambio, una fuerte búsqueda de la verdad. Es verdad que todos somos culpables y no tenemos excusa (cf. v. 1), pero debemos preguntarnos cómo se sitúa Dios frente a esta situación humana, negativa e insuperable en sí misma. Hay, en efecto, modos y modos de emitir un juicio: un modo totalmente nuestro y un modo totalmente de Dios (cf. v. 2). ¿De dónde procede la culpabilidad de los judíos? Del hecho -así razona Pablo- de que los judíos actúan como aquellos a quienes condenan, y por eso también ellos serán condenados. Es el carácter dramático del pecado que impacta directamente sobre nosotros, tanto más por el hecho de que los judíos tienen a sus espaldas toda una historia de la salvación que, como sabemos, está encerrada en el Antiguo Testamento. Ese drama se concentra para Pablo en el hecho de que, frente a la novedad de Jesús, los judíos no fueron capaces de reaccionar de una manera positiva y acogedora. Una exasperada adhesión a sus tradiciones no les ha permitido percibir la gran novedad del Dios hecho hombre. Ahora bien, el juicio de Dios se ajusta a la verdad, y no puede estar condicionado ni por nuestro modo de juzgar ni por la situación de pecado que se ha dado históricamente. El don de la vida eterna, es decir, el don de la salvación plena, Dios lo reserva y lo reservará siempre «a los que perseverando en la práctica del bien buscan gloría, honor e inmortalidad» (v. 7). Y Pablo se apresura a añadir el motivo de ese posible desenlace positivo: «Pues en Dios no hay lugar a favoritismos» (v. 11).
Evangelio: Lucas 11,42-46 En aquel tiempo, dijo Jesús: 42 Pero ¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las legumbres y descuidáis la justicia y el amor de Dios! Esto es lo que hay que hacer, aunque sin omitir aquello. 43 ¡Ay de vosotros, fariseos, que os gusta ocupar el primer puesto en las sinagogas y que os saluden en la plaza! 44 ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros que no se ven, sobre los que se pisa sin saberlo! 45 Entonces, uno de los doctores de la Ley tomó la palabra y le dijo: -Maestro, hablando así nos ofendes también a nosotros. 46 Jesús replicó: -¡Ay de vosotros también, doctores de la Ley, que imponéis a los hombres cargas insoportables y vosotros no las tocáis ni con un dedo.
*>• La invitación a comer en casa de un fariseo, como vimos ayer, provocó una reacción fuerte y dolorosa en Jesús. En la lectura de hoy, Lucas refiere otras invectivas de Jesús contra los fariseos, además de contra los maestros de la Ley. De este modo expresa Jesús su actitud pedagógica respecto a algunos de sus contemporáneos que han demostrado no querer entrar en la lógica evangélica que suscita actitudes humanas consecuentes. Aunque sea a contraluz, estamos invitados a captar una espiritualidad que caracteriza a los discípulos de Jesús en cada momento de su vida. Como verdadero pedagogo, capaz incluso de recurrir a modales fuertes cuando es necesario, el Señor tiende a arrancar las máscaras del rostro de aquellos que se hacen ilusiones de poder esconder su verdadera identidad bajo semblantes aparentes e ilusorios. Ahora bien, lo que más cuenta es considerar los valores que están en juego: los que Jesús quiere afirmar más allá y por encima de toda hipocresía humana. En primer lugar, el valor de la justicia y del amor de Dios, que debe buscar el verdadero creyente con todas sus fuerzas, en vez de perderse en la mera observancia de normas particulares. En segundo lugar, el espíritu de servicio a los otros, que nos conduce a renunciar también a los primeros puestos con tal de ser útiles de cualquier modo. En tercer lugar, el valor de la transparencia interior y exterior contra la epidemia del mal que consiste en la hipocresía. Por último, el valor de la comprensión fraterna contra la actitud de los que se muestran intransigentes a la hora de aplicar la ley a los demás, mientras que se muestran permisivos a la hora de aplicársela a ellos mismos.
MEDITATIO La Palabra de Dios se muestra siempre viva y eficaz. Sin embargo, hay momentos en los que casi parece empeñarse con tesón en ponernos ante nuestro pecado de una manera que parece implacable. Las requisitorias de Pablo al comienzo de la Carta a los Romanos son duras, severas: nadie ha de gloriarse ante Dios. En el evangelio, Jesús nos hace comprender también que precisamente los que se creen justos y desprecian a los otros andan muy lejos de serlo. La condición para ser liberados del pecado es, por tanto, admitir que somos pecadores. Ahora bien, eso no es nunca motivo para dejarnos caer en la tristeza o en el desánimo, sino más bien para hacernos tomar una conciencia más aguda de lo grande que es la misericordia de la que somos objeto en Cristo Jesús. Hoy, en el clima de permisividad que se propaga, el criterio de moralidad parece estar tomado de un pasotista «lo hacen todos», pero no es ésa la escala de valores con la que hemos de medirnos si queremos ser de Cristo. La grandeza del hombre viene dada por su libertad y, en consecuencia, por su responsabilidad. Rechazar la perspectiva del juicio es rechazar la dignidad de la persona. En efecto, también hemos de reconocer nuestras culpas lealmente, sin llamar bien al mal. Es noble reconocerse pecador, si esto supone el primer paso para la conversión. El camino del arrepentimiento nos hace conocer la tolerancia, la paciencia y la bondad como rasgos del rostro de ese Dios que se nos ha revelado en Jesús como la verdad que nos hace libres.
ORATIO Dar de comer no es caridad; es justicia. Ayudar a un minusválido no es bondad; es justicia. Vestir a los desnudos no es altruismo; es justicia. Hospedar a un peregrino no es generosidad; es justicia. Dar cuatro monedas para sentirse bien es conveniencia. Rechazar al extranjero porque incomoda es injusticia. Someter al débil es tiranía. Hacer chantaje al necesitado es usura. Rezar, para hacerse ver, con un corazón malvado, es fariseísmo. Observar la ley y creerse superior es soberbia. Proclamarse hombre de bien sin misericordia es dureza de corazón. Cantar las alabanzas del Señor y calumniar al hermano es hipocresía. Danos, Señor, conciencia de que «basta con ser un hombre para ser un pobre hombre». Ayúdanos, Señor, a no caer en la degradación que supone la versión farisaica de quien está repleto de sí mismo. Haz, Señor, que vivamos tu ley con actitudes humanas sugeridas por el Evangelio.
CONTEMPLATIO El hombre debe comprender cuál es su condición y reconocerla ante Dios. Escuchemos lo que dice el apóstol al hombre soberbio y orgulloso, que intenta engrandecerse: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Y, por consiguiente, el hombre que quería atribuirse a sí mismo lo que no era suyo debió reconocer que cuanto tiene lo había recibido, y hacerse muy pequeño; es bueno para él que Dios sea glorificado en él. Él debe disminuir a sus propios ojos para poder crecer en Dios [...]. Así pues, si Dios tiene que crecer, Dios que es siempre perfecto: ha de crecer en ti. Cuanto más conoces a Dios tanto más lo acoges en ti, tanto más parece crecer Dios en ti, aunque en sí mismo no crezca, dado que es siempre perfecto. Ayer lo conocías un poco, hoy lo conoces un poco más, mañana le conocerás todavía mejor: es la luz misma de Dios la que crece en ti. He aquí por qué y cómo crece Dios en ti, aunque también es siempre perfecto. Un hombre era ciego, y he aquí que sus ojos empiezan a curar. Empieza a ver un poquito de luz; al día siguiente, un poco más y, al tercero, todavía más. Tendrá la impresión de que es la luz la que crece, pero la luz es perfecta tanto si él ve como si no. Así sucede con el hombre interior: progresa en Dios, y parece que es Dios quien crece en él. Entretanto, el hombre disminuye, decayendo de su gloria para elevarse a la gloria de Dios (Agustín de Hipona, Tratado sobre el evangelio de Juan, XIV, 5).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento» (Rom 2,4).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL En un mundo que va perdiendo la capacidad de amar a medida que pierde la capacidad de conocer a Dios y hace del hombre centro supremo de su pensamiento y de su actividad, se diviniza a sí mismo, apaga la luz de la verdad, vulnera los motivos de la honestidad y de la alegría, nosotros proclamaremos la ley del amor que nos sublima, del amor que hace subir, del amor que se atreve a prefijar a su término la infinita Bondad. Responderemos a Dios con la ofrenda de nuestro corazón, con nuestra consagración, con el cumplimiento del primer y soberano precepto, el de amarle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente [...]. En un mundo que ha desfigurado el amor de todas las maneras y lo ha hecho fuente de indescriptibles bajezas; que lo ha confundido con el placer y ha convertido el placer en emoción animal; que lo ha secularizado en la inocencia, lo ha escarnecido en su integridad, lo ha mercantilizado en su debilidad, lo ha exaltado para envilecerlo, lo ha exasperado para hacerlo cómplice de la pasión y del delito, nosotros proclamaremos la ley del amor que nos purifica. Lo respetaremos en los afectos sagrados de la familia cristiana; lo defenderemos en las crisis de la juventud [...]; lo educaremos para la visión serena de la belleza que hay en las cosas, en la humana naturaleza, en el arte, en la poesía, en el ideal; lo elevaremos para la contemplación piadosa y filial de la toda bella, la inmaculada María. En un mundo, por último, que se devora en el egoísmo individual y colectivo y crea de este modo los antagonismos, las enemistades, las envidias, las luchas de intereses, los conflictos de clase y las guerras; en una palabra, el odio, proclamaremos la ley del amor que se difunde y se entrega, que sabe ensanchar el corazón para amar a los otros, perdonar las ofensas, servir a las necesidades de los otros; para sacrificarse sin cálculos y sin encomios, hacerse pobre para los pobres, hermano entre los hermanos, para crear un mundo nuevo de concordia, de justicia y de paz (G. B. Montini, «La devozione al Sacro Cuore», en Discorsi di papa Montini, Ciudad del Vaticano 1977, pp. 61 ss) |
Sábado de la Semana 28ª del Tiempo Ordinario o día 19 de octubre, conmemoración de San Pedro de Alcántara
Nació en Alcántara, villa de Cáceres, en 1499. Fue bautizado con el nombre de Juan. Después de las primeras letras aprendidas en su villa natal, estudió en Salamanca artes liberales, filosofía y derecho canónico. En 1515 ingresó en los franciscanos de la custodia del Santo Evangelio e hizo su noviciado en el convento de San Francisco de los Majarretes (Cáceres). Al profesar como fraile conventual cambió su nombre de Juan por el de Pedro. En 1524 es ordenado sacerdote. Del mismo tiempo y del mismo espíritu que santa Teresa, es contemplativo, viajero, fundador de conventos y renovador del franciscanismo. Los propios compañeros lo presentan como un hombre lleno de celo apostólico, tranquilo y prudente, pobre y generoso, disponible y obediente, humilde y magnánimo, penitente y acogedor. Murió en Arenas el 18 de octubre de 1562. Fue canonizado en 1669 por el papa Clemente IX, al mismo tiempo que la carmelita santa María Magdalena de Pazzis.
LECTIO Primera lectura: Romanos 4,13.16-18 Hermanos: 4.13 Cuando Dios prometió a Abrahán y a su descendencia que heredarían el mundo, no vinculó la promesa a la ley, sino a la fuerza salvadora de la fe. 16 Por eso la herencia depende de la fe, es pura gracia, de modo que la promesa se mantenga segura para toda la posteridad de Abrahán, posteridad que no es sólo la que procede de la ley, sino también la que procede de la fe de Abrahán. Él es el padre de todos nosotros, 17 como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchos pueblos; y lo es ante Dios, en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas quino existen. 18 Contra toda esperanza creyó Abrahán que sería padre de muchos pueblos, según le había sido prometido: Así será tu descendencia.
*»• Pablo desarrolla ulteriormente la lección que se desprende de la vida de Abrahán, estableciendo un fuerte contraste entre la ley y la justicia que procede tic de la fe. En primer lugar, el apóstol pone bien de manifiesto que la promesa de Dios a Abrahán no depende de la ley (cf. v. 13); de este modo, se establece de una manera inequívoca que la promesa de Dios es absoluta, previa e incondicionada. No hay ley, ni siquiera la mosaica, que pueda condicionar la promesa de Dios. Es cierto que, al prometer, Dios se compromete con nosotros en el amor y en la fidelidad, pero lo hace siempre en medio de su más absoluta libertad. Por otro lado, Pablo afirma que la fe es la única vía que conduce a la justicia, esto es, a la acogida del don de la salvación. De ahí que los verdaderos descendientes de Abrahán no sean los que viven según las exigencias y las pretensiones de la ley, sino los que acogen el don de la fe y lo viven con ánimo agradecido y conmovido. Desde este punto de vista, Pablo define como «herederos» de Abrahán a los que han aprendido de él la lección de la fe, y no sólo la obediencia a la ley. Se trata de una herencia extremadamente preciosa y delicada, porque solicita y unifica diferentes actitudes de vida, todas ellas reducibles a la escucha de Dios, que habla y manda, que invita y promete. La fe de Abrahán, precisamente por estar íntimamente ligada a la promesa divina, también puede ser llamada «esperanza»: «Contra toda esperanza creyó Abrahán» (v. 18). De este modo, entra Abrahán completamente en la perspectiva de Dios, esto es, de aquel «que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (v. 17b). Y así, mediante la fe, todo creyente puede llegar a ser destinatario, y no sólo espectador, de acontecimientos tan extraordinarios que únicamente pueden ser atribuidos a Dios.
Evangelio: Lucas 12,8-12 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 8 Os digo que si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a favor suyo delante de los ángeles de Dios; 9 pero si uno me niega delante de los hombres, también yo lo negaré delante de los ángeles de Dios. 10 Quien hable mal del Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no será perdonado. 11 Si os llevan a las sinagogas, ante los magistrados y autoridades, no os preocupéis del modo de defenderos, ni de lo que vais a decir; 12 el Espíritu Santo os enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir.
*» Dirigiéndose aún a sus discípulos, Jesús traza ante sus ojos un programa de vida evangélica dotado de caracteres nuevos y atractivos. La vida de sus discípulos estará animada por el mismo Espíritu que ha orientado e iluminado la vida de Jesús. El discípulo de Jesús debe ser, de entrada, un testigo fiel y animoso, y eso no sólo durante el período de la vida pública de su maestro, sino también y sobre todo en una perspectiva escatológica. Desde esta perspectiva, resultan iluminadores los tiempos futuros que emplea Jesús: «Si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará...», «si uno me niega delante de los hombres, también yo lo negaré...» (w. 8-10). Al testigo le competen dos características: por una parte, la de caminar por el mismo camino que ha recorrido Jesús; por otra, la de recibir de su Señor el reconocimiento prometido a los mártires. En cuanto al «pecado contra el Espíritu Santo», es útil recordar la opinión de algunos Padres de la Iglesia según los cuales se trataría de la apostasía de los cristianos. Sin embargo, es asimismo útil señalar que Lucas, al distinguir entre el pecado contra el Hijo del hombre y el pecado contra el Espíritu Santo, pretende distinguir los tiempos de la misión terrena de Jesús y los tiempos de la misión apostólica, después de Pentecostés. No, ciertamente, para establecer una oposición entre dos momentos de la misma historia de la salvación, sino para indicar que la gravedad del pecado crece a medida que la luz, cada vez más brillante -en particular la luz pentecostal del Espíritu Santo-, que nos da el Señor. Del Espíritu Santo, además, nos habla también Jesús en otros términos, concretamente como de aquel que sugerirá a los discípulos, cuando sean puestos a prueba en unas circunstancias históricas extremadamente delicadas, las palabras adecuadas que deban decir en los tribunales para defender la verdad. Nos viene de manera espontánea a la mente la referencia a Jn 15,26ss: «Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. Vosotros mismos seréis mis testigos, porque habéis estado conmigo desde el principio».
MEDITATIO A veces, damos por supuesto que, para asegurar la felicidad, tenemos que poseer cosas, dinero, comodidad, éxito, personas... Pero la experiencia nos dice que, en realidad, por ese camino encontramos exactamente lo que habíamos buscado: cosas, dinero, comodidad, personas, pero no necesariamente felicidad. El problema no se resuelve buscando nuevas fuentes de satisfacción. Al contrario, cada vez que hacemos depender nuestra felicidad de más y más cosas, esa felicidad se hace todavía más problemática e insegura, pues cada vez hay más probabilidades de que algo nos falle y nos deje vacíos e insatisfechos. Entonces crecen en nosotros la tensión, el desasosiego y hasta el agobio.
ORATIO Loado seas, mi Señor, por los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación: ¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación! Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! ¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén.
CONTEMPLATIO La figura de san Pedro se agiganta y su misión reformadora se enriquece aún más si lo relacionamos con santa Teresa, presa de la misma inquietud reformadora y las mismas locuras de un afán: vivir el Evangelio en toda su radicalidad. Providencialmente, Dios le llevó a su encuentro, que tuvo lugar en Ávila. Ella le abrió su alma, y expuso su proyecto, y «vi ya desde el principio -dice la santa- que me comprendía..., y me dio luz en todo» (Vida, 30, 5-7). La cuestión era lanzarse por el camino de la pobreza absoluta, como estaba haciendo ya Pedro. Hasta ese momento todo eran obstáculos. La oposición de los superiores, incluido el obispo, fue vencida por la fe y la persuasiva mediación de san Pedro, que descubrió, clarísimo, el espíritu que animaba a Teresa y la voluntad de Dios sobre su proyecto. La santa se siente agradecida y dice: «Pedro lo hizo todo, parece que lo había guardado su majestad hasta acabar este negocio» (Vida, 36, 2). Pocos meses antes de su muerte, concretamente el 14 de abril de 1562, le escribe el santo una carta en la que le asegura que debe seguir el camino emprendido, pues está seguro de que ésa es la voluntad de Dios. La santa recibe tal luz que escribe en su autobiografía: «Ya con este parecer [sobre la pobreza], determiné no andar buscando otros» (Vida, 35, 5). Y nació la primera fundación, el convento de San José, cuna de la reforma teresiana de la orden del Carmelo. Pedro y Teresa, almas gemelas, ambos colosales en todo, nos dejaron sus huellas y sus recuerdos en dos monumentos inseparables e insuperables, pobres de materiales, pero ricos de espiritualidad: san José de Ávila, el “palomarcico” del Carmelo, y Nuestra Señora de la Concepción de El Palancar, que son dos hermanos gemelos, como en el espíritu lo fueron Teresa de Jesús y Pedro de Alcántara.
ACTIO Repite hoy, con los franciscanos, el himno de san Francisco de Asís.
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Este santo [Pedro de Alcántara] hombre de este tiempo era; estaba grueso el espíritu como en los otros tiempos, y ansí tenía el mundo debajo de los pies. Que, aunque no anden desnudos ni hagan tan áspera penitencia como él, muchas cosas hay para repisar el mundo, y el Señor las enseña cuando ve ánimo. Y, ¡cuan grande le dio su Majestad a este santo que digo, para hacer cuarenta y siete años tan áspera penitencia, como todos saben. Paréceme fueron cuarenta años los que me dijo había dormido sola hora y media entre noche y día, y que éste era el mayor trabajo de penitencia que había tenido en los principios de vencer el sueño; y para eso estaba siempre o de rodillas o en pie. Lo que dormía era sentado y la cabeza arrimada a un maderillo que tenía hincado en la pared. Echado, aunque quisiera, no podía, porque su celda -como se sabe- no era más larga de cuatro pies y medio. En todos estos años, jamás se puso la capilla, por grandes soles y aguas que hiciese, ni cosa en los pies, ni vestido, sino un hábito de sayal, sin ninguna otra cosa sobre las carnes, y éste tan angosto como se podía sufrir, y un mantillo de lo mismo encima. Decíame que en los grandes fríos se lo quitaba y dejaba la puerta y ventanilla abierta de la celda, para que, con ponerse después el manto y cerrar la puerta, contentase al cuerpo para que sosegase con más abrigo. Comer al tercer día era muy ordinario, y díjome que de qué me espantaba, que muy posible era a quien se acostumbraba a ello. Un su compañero me dijo que le acaecía estar ocho días sin comer. Debía ser estando en oración, porque tenía grandes arrobamientos e ímpetus de amor de Dios, de que una vez yo fui testigo. Con toda eso santidad, era muy afable, aunque de pocas palabras, si no era con preguntarle; en éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo entendimiento. Como vio ya se acababa, dijo el salmo de Laetatus sum ¡n his quae dicta suntmihi, e, hincado de rodillas, murió. Un año antes que muriese, me apareció estando ausente, y supe se había de morir y se lo avisé, estando algunas leguas de aquí. Cuando expiró, me apareció y dijo cómo se iba a descansar. Yo no lo creí y díjelo a algunas personas, y desde a ocho días vino la nueva cómo era muerto, o comenzado a vivir para siempre, por mejor decir. (Testimonio de santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, cap. 27.) |
29º domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Éxodo 17,8-13a En aquellos días, 8 los amalecitas vinieron a atacar a los israelitas en Refidín. 9 Moisés dijo a Josué: -Elige hombres y sal a luchar contra los amalecitas. Yo estaré mañana en lo alto de la colina con el cayado de Dios en la mano. 10 Josué hizo lo que le había ordenado Moisés y salió a luchar contra los amalecitas. Moisés, Aarón y Jur subieron a lo alto de la colina. 11 Cuando Moisés tenía el brazo levantado prevalecía Israel, y cuando lo bajaba prevalecía Amalec. 12 Como se le cansaban los brazos a Moisés, tomaron una piedra y se la pusieron debajo; él se sentó, y Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. De este modo, los brazos de Moisés se sostuvieron en alto hasta la puesta del sol. 13 Y Josué derrotó a los amalecitas y a su ejército.
*» «Eras tú, rey mío y Dios mío, quien lograbas las victorias de Jacob; contigo abatíamos a nuestros adversarios» (Sal 43,5ss). Estas palabras del salmista comentan bien el significado del antiguo pasaje propuesto por la liturgia para confirmar la enseñanza evangélica sobre la necesidad de una oración persistente. Se trata de un texto tan accidentado, desde el punto de vista de su formación y exégesis histórica, como claro e inmediato para una comprensión espiritual. El desenlace de la batalla contra Amalee -el gran enemigo del pueblo de Dios en el desierto- ilustra de manera adecuada, según la tradición, el poder de la oración y, para los cristianos, la victoria de la cruz. Moisés, en electo, mediador entre Dios y el pueblo, debe pedir ayuda continuamente, porque, si disminuye su intercesión, el enemigo prevalece. Notemos que esa tarea de intercesor es tan gravosa que Moisés necesita ser sostenido por otros: por Aarón y por Jur -según una sugestiva interpretación etimológica propuesta por Orígenes, por la «palabra» y por la «luz»-. Sólo así pudo vencer Josué -cuyo nombre hebreo equivale, a Jesús, «Dios salva»- al enemigo que impedía a su pueblo alcanzar La tierra prometida. Por otra parte, a quien ama a su Señor crucificado no le es posible dejar de captar la figura que se perfila en Moisés. Éste sube a lo alto de la colina para permanecer en ella con los brazos tendidos entre el cielo y la tierra, en un gesto elocuente de intercesión y de amor por el pueblo.
Segunda lectura: 2 Timoteo 3,14-4,2 Querido hermano: 3,14 Tú, por tu parte, permanece fiel a lo que aprendiste y aceptaste, sabiendo de quién lo has aprendido 15 y que desde la infancia conoces las Sagradas Escrituras, que te guiarán a la salvación por medio de la fe en Jesucristo. 16 Toda Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, 17 a fin de que el hombre de Dios Sea perfecto y esté preparado para hacer el bien. 4,1 Ante Dios y ante Jesucristo, que manifestándose como rey ha de venir a juzgar a vivos y muertos, te ruego encarecidamente: 2 Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende y exhorta usando la paciencia y la doctrina.
*•• En las cartas dirigidas a Timoteo, la custodia y la transmisión del depósito de la fe.-es decir, de la tradición recibida de los apóstoles- es una especie de contraseña. Ese testimonio de fe debe ser mantenido intacto para ser restituido y transmitido después a través de predicación y la vida de la Iglesia. El fundamento de esta tradición lo proporcionan las Sagradas Escrituras, de cuyo papel salvífico y eficaz se habla en los w. 14-16: afirmación fundamental, junto con 2 Pe 1,19-21, sobre el carácter inspirado de la Escritura. «Toda Escritura, por el hecho de haber sido inspirada por Dios...», otra posible traducción del v. 16a, es sumamente útil para la vida de} creyente, mientras que las charlatanerías de los «falsos doctores» son inútiles (cf. Tit 3,9); más aún, perjudiciales. El capítulo 4 se abre con una exhortación acongojada e intensa («Ante Dios y ante Jesucristo, que manifestándose como rey ha de venir a juzgar a vivos y muertos, te ruego encarecidamente») que llega a convertirse en un auténtico testamento espiritual en los w. 6-8, en los que Pablo se siente cercano al martirio. El apóstol invita a su amado Timoteo a anunciar la Palabra de manera incansable (la fórmula usada tiene sabor proverbial y equivale a «siempre»). De su escucha y de su obediencia, en efecto, procede la salvación (cf. Rom 10,17).
Evangelio: Lucas 18,1-8 En aquel tiempo, 1 para mostrarles la necesidad de orar siempre sin desanimarse, Jesús les contó esta parábola: 2 -Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. 3 Había también en aquella ciudad una viuda que no cesaba de suplicarle: «Hazme justicia frente a mi enemigo». 4 El juez se negó durante algún tiempo, pero después se dijo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a nadie, 5 es tanto lo que esta viuda me importuna que le haré justicia para que deje de molestarme de una vez». 6 Y el Señor añadió: -Fijaos en lo que dice el juez inicuo. 7 ¿No hará, entonces, Dios justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? ¿Les hará esperar? 8 Yo os digo que les hará justicia inmediatamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?
**• El evangelista Lucas se muestra muy atento a subrayar en su evangelio los aspectos referentes a la oración, sus modalidades, sus características Y lo hace mostrando antes que nada a Jesús como el gran orante, pero revelándonos también a aquel a quien se dirige la oración de Cristo. La parábola que nos propone revela, en efecto, las disposiciones del corazón de Dios hacia «sus elegidos, que claman a él día y noche». La enseñanza de Jesús -expresada por medio de una parábola- es una invitación a perseverar en la oración sin detenerse, advertencia recogida también por Pablo y propuesta por .él repetidamente (Rom 12,12; 2 Tes 1,11; Col 1,3). Dos son los personajes del relato. Un juez que no respeta a nadie y una viuda pobre e indefensa, figura típica de los marginados e indigentes en el mundo bíblico. El que debería administrar justicia es un ser inicuo, y es posible que espere obtener, demorando el asunto, algún regalo de la mujer. Si al final cede, es sólo para alejar a una importuna que se le vuelve insoportable. Paradójica enseñanza de Jesús: él, como los rabinos de su tiempo, usa adrede argumentos capaces de llamar la atención de sus oyentes. Esta vez se trata dé un razonamiento a fortiori. Si este juez inicuo atiende la causa de la viuda, mucho más escuchará Dios las oraciones de los fieles que se encuentran en necesidad. ¿Acaso no dice de él la Escritura que «las lágrimas de la viuda caen por sus mejillas»? ¿No dice también que el Altísimo dará «satisfacción a los justos» restableciendo la equidad? (cf. Eclo 35,15.8). A diferencia del juez, que demora los asuntos, Dios interviene a buen seguro y de inmediato respecto a los que claman a él día y noche. Lo importante es que cada creyente esté preparado: nadie debe ser encontrado sin esa fe obstinada, que se convierte en oración e invocación incesante, cuando vuelva el Hijo del hombre. ¡Qué desventura sería no reconocerlo!
MEDITATIO «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,8). Sabemos que a Jesús le gustaba llamarse «Hijo del hombre». Es él, por consiguiente, quien hoy nos interroga sobre nuestra fe en el momento de su venida. Es también él, en efecto, «el que era, el que es y el que viene» (cf. Ap 1,4). Debemos preguntarnos, pues, si, aquí y ahora, creemos en él. Existe una comprobación que puede ayudarnos a medir si nuestra fe está viva o bien languidece: la oración. Ésta es, antes que nada, escucha de la Palabra y es también intercesión por los hermanos. Nadie que comprenda el don que ha recibido al acoger el depósito de la fe puede eximirse del deseo, que se vuelve a veces apremiante, de comunicarlo a todos los hombres. La oración es ese grito que pide al Padre, día y noche, que haga justicia a sus elegidos, es decir, que intervenga en la historia para liberar del mal a sus hijos y para hacer que todos reconozcan en Jesús, su Hijo, al Salvador del hombre. Para que este grito pueda llegar a ser eficaz y no cese nunca, cada uno de nosotros debe dar su consentimiento para llegar a ser -en una comunión conscientemente buscada y amada- una sola cosa con el Hijo inmolado, que extendió sus brazos en la cruz y sigue estando siempre vivo para interceder por nosotros ante el Padre. Esto tiene lugar sobre todo a través de la participación en el misterio eucarístico, que nos llama a configurarnos cada vez más íntimamente con nuestro Señor y Maestro.
ORATIO Señor Jesús, en los días de tu vida mortal elevaste una oración con fuertes gritos y lágrimas. Conoces, por tanto, la profundidad de la que puede brotar el grito que sube de nosotros los hombres hacia el rostro del Padre. Enséñanos una oración perseverante, que no ceda a cansancios y desánimos, que no se turbe ante el aparente silencio de Dios, ante su inadmisible indiferencia. Haz que obtengamos de tu ofrenda la fuerza para perseverar y mantenernos en la petición; que el mal no sofoque la voz de nuestra oración, sino que la experiencia misma de tu cruz nos proporcione la certeza de que no hay noche sin alba de resurrección. Amén.
CONTEMPLATIO No he dicho de manera suficiente hasta qué punto el alma que ora debe creer en el amor del Dios al que se dirige. Sí, la oración es como un cara a cara. El alma y Dios están en el mismo plano. Ocupan la misma estancia secreta. Es lúcida confidencia en Dios-Amor, en Dios que se entrega, que es irresistible. Pero esta confidencia va muy lejos. Ninguna prueba ni ningún retraso puede mellarla. Dios es amor. Ama y desea ser amado. Es la ley profunda de su ser. Conocerla resuelve todos los problemas. Un alma que tiende a él nunca puede importunarle; siempre le encanta, y debe saberlo. Dios es Padre, Dios es amigo, Dios es juez; pero un Padre cuya ternura no tiene límites y cuyo poder es igual a su amor; pero un amigo cuyo amor es inalterable y está a la completa disposición de todas nuestras necesidades; pero un juez siempre justo, al que siempre conmueven nuestras súplicas y que es solícito para responder a ellas. Quiere que le insistamos, impone estas llamadas, reclama estas peticiones, para estar seguro de nuestro amor, para saborear la dulzura de tener una prueba de él, aunque sea interesado (Augustin Guillerand, «Scritti spirituali», en Un itinerario di contemplazione. Antología di autori certosini, Cinisello B. 1986, pp. 56ss, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Desde lo hondo a ti grito, Señor» (Sal 129,1).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Toda oración nace de una situación de desconsuelo. Si ruego a alguien es porque tengo necesidad de él. Y si mi oración no es escuchada de inmediato, corre el riesgo de quedar humillada y puede hacer que me encierre en mí mismo, en un abismo aún más negro que aquel del que quisiera sustraerme: la desesperación. Toda oración que sea verdaderamente tal se sostiene, fatigosa y delicadamente, entre la desesperación y la esperanza. Jesús nos sugiere que, cuando nos dirijamos a Dios, oremos siempre, sin cansarnos nunca. A largo plazo, por ser una oración verdadera, se confundirá con la espera humilde, paciente, vacilante, pero que no disminuye nunca, a no ser que quiera contentarme con una oración mágica, que haga saltar la respuesta de una manera automática, instantánea, barata. Ahora bien, cuando se trata de oración verdadera, cuando se trata de la gran herida del mundo que se abre a la mirada de Dios, del fundamental desconsuelo del hombre que pide gracia, Dios desea que sea cara. Dios espera que el hombre luche con él, desea la confrontación entre la pobreza y la gracia, porque desea ardientemente dejarse vencer por la oración. Cuando un hombre grita su desconsuelo ante Dios - y no sólo el suyo propio, sino también la inmensa angustia del mundo-, se manifiesta y se realiza un gran misterio de amor. Dios escucha atenta, amorosamente, esta oración, como la respiración del universo. Cuando la oración brota del corazón del hombre, es el mundo el que empieza a respirar. Dios se inclina y escucha esta oración convertida en el aliento secreto del mundo, que le da vida interior y que debe despertarlo a Dios. El mundo entero se encuentra, en toda oración, como un gran niño adormecido en los brazos de Dios y a punto de despertarse bajo su mirada, al rumor de su propia respiración (A. Louf, Solo l'amore v¡ bastera, Cásale Monf. 1985, pp. 192-194, passim). |
Lunes de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 4,20-25 Hermanos: 20 Tampoco vaciló [Abrahán] por falta de fe ante la promesa de Dios; al contrario, se consolidó en su fe dando así gloria a Dios, 21 plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete. 22 Lo cual le fue tenido en cuenta para alcanzar la salvación. 23 Estas palabras de la Escritura no se refieren solamente a Abrahán; 24 se refieren también a nosotros, que alcanzaremos la salvación si creemos en aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús, nuestro Señor, 25 entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación. *•• Pablo, llevando a la conclusión su «prueba bíblica», centra ulteriormente el discurso en la fe de Abrahán y su estrecha relación con la promesa de Dios. Hay dos pasajes en esta página: el primero tiene que ver directamente con Abrahán y su camino hacia la salvación por medio de la fe (w. 20-22), mientras que el segundo tiene que ver con nosotros, hijos de Abrahán en la fe y, como tales, llamados a creer en el Dios que también es capaz de resucitar a los muertos (w. 23-25). De Abrahán se dice con toda claridad que «tampoco vaciló» frente a la promesa de Dios: una vez vencido el peligro de la incredulidad, él, por gracia, «se consolidó en su fe dando así gloría a Dios» (v. 20). Con estas palabras define Pablo la actitud de Abrahán en el momento en que reconoce que se lo debe todo a Dios y, al mismo tiempo, se confía sólo a él. Constatamos, por consiguiente, que el ejemplo que nos da Abrahán en la acogida de la promesa de Dios y en su confiarse a él se vuelve cada vez más lineal, existencial y concreto también para nosotros. Desde esta perspectiva, que interesa a todos, personal y comunitariamente, termina Pablo su discurso sobre Abrahán. Por eso nos sentimos implicados, de entrada, en el designio salvífico de Dios; a continuación, en la historia particular de Jesús de Nazaret, nuestro Señor, que murió y resucitó por nosotros; y, por último, en esa pequeña historia de la salvación que nos contempla como sujetos interlocutores y cooperadores de Dios. El último versículo del capítulo presenta una estupenda síntesis del misterio pascual de Jesús en sus dos aspectos complementarios: fue «entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación» (v. 25). El misterio pascual no es sólo objeto de fe para cada creyente, sino que, antes aún, es fuente de gracia y de salvación.
Evangelio: Lucas 12,13-21 En aquel tiempo, 13 uno de entre la gente le dijo: -Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia. 14 Jesús le dijo: -Amigo, ¿quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros? 15 Y añadió: -Tened mucho cuidado con toda clase de avaricia, que aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas. 16 Les contó una parábola: -Había un hombre rico, cuyos campos dieron una gran cosecha. 17 Entonces empezó a pensar: «¿Qué puedo hacer? Porque no tengo dónde almacenar mi cosecha». 18 Y se dijo: «Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros, construiré otros más grandes, almacenaré en ellos todas mis cosechas y mis bienes, 19 y me diré: Ahora ya tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y pásalo bien». 20 Pero Dios le dijo: «¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién va a ser todo lo que has acaparado?». 21 Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios.
*+• Tras haber invitado a mantener el ánimo, apoyado por el don del Espíritu Santo en el momento del testimonio, Jesús, solicitado por la petición de un anónimo, pone en guardia contra el peligro de la avaricia y confirma su enseñanza con una parábola sencilla e iluminadora al mismo tiempo. La petición del anónimo tiene que ver con un problema que nos afecta a todos de cerca y que, con frecuencia, provoca disensiones y disidencias entre hermanos: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (v. 13). Pero Jesús se niega a responder (v. 14), porque su misión tiene que ver con algo bien distinto: en efecto, no ha venido a resolver nuestros problemas sociales, sino a enseñarnos a vivir nuestras relaciones sociales para entrar en la vida eterna. La respuesta de Jesús, además de contener una negación implícita, expresa asimismo una enseñanza sapiencial, bien conocida en toda la Biblia, que pone en guardia contra la avaricia, contra todo tipo de avaricia: vicio capital que está siempre al acecho en la vida de toda persona. La enseñanza de Jesús recae, como es obvio, sobre la relación entre riqueza y pobreza o, mejor aún, sólo sobre la riqueza considerada como posible peligro para una vida humana y cristiana digna de este nombre: «Aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas» (v. 15). La parábola (w. 16-21) viene a ilustrar el mismo tema. Resulta bastante estimulante el soliloquio inicial en el que el hombre rico, protagonista de la parábola, se muestra necio en sus palabras y, por consiguiente, en sus opciones de vida. Propiamente hablando, aquí no se pone de relieve la pecaminosidad de su comportamiento, sino más bien la futilidad, la estupidez de su desvivirse y de poner su confianza sólo en lo que ha acumulado. Igualmente iluminadora es la intervención final de Dios (v. 20), entendida precisamente como respuesta inmediata y directa a la actitud insensata del hombre rico. Ahora bien, aquí hemos de poner de relieve un punto particular: la estupidez de ese hombre consiste de manera especial en el hecho de que no ha pensado en lo que le sucederá después de la muerte. Ha pensado en explotar sus riquezas sólo para la vida presente y no ha considerado la posibilidad de obtener beneficios de ellas también para la vida futura. Desde esta perspectiva, resulta extremadamente importante y decisiva la conclusión de esta página evangélica, que tiende a aplicar a cada uno de nosotros la puesta en guardia de Jesús y el significado de la parábola. Hemos de señalar en particular que «hacerse rico ante Dios» (v. 21), según Lucas, no es otra cosa más que dar limosna (Lc 11,41) y hacerse un tesoro inagotable junto a Dios (Lc 12,33).
MEDITATIO El apóstol Pablo nos recuerda, en la primera lectura, que Abrahán no vaciló con incredulidad frente a la promesa divina, sino que «dio gloria a Dios». Sin embargo, el cumplimiento de esa promesa andaba muy lejos de la evidencia y el patriarca no tenía ninguna garantía visible de la herencia futura. También el cristiano está llamado a la le. Sin embargo, él sí ha visto en Cristo el cumplimiento de las promesas y puede repetir con el apóstol su profesión de fe: «Sé en quién he creído». Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, nos invita cada día a la mesa de la Palabra, de su cuerpo y de su sangre. En ella podemos alcanzar de manera abundante la verdadera vida, la alegría, la paz. En efecto, participando en el misterio de su ofrenda es como el hombre se vuelve cada vez más capaz de amar y de dar y, así, de glorificar a Dios. Qué bello es pensar, con san Ireneo, que la gloria de Dios es el hombre vivo, o sea, nosotros, cuando, en un mundo aplastado por el odio y por la violencia, nos convertimos en dóciles testigos del amor; cuando, en un mundo asfixiado por el odio y por la violencia, nos convertimos en dóciles testigos del amor; cuando, en una sociedad asfixiada por la búsqueda exasperada del beneficio, tenemos el corazón «en otra parte», «en lo alto», y somos capaces de decir a los hermanos la palabra de esperanza de la que también su corazón tiene sed. Dado que somos habitantes de este mundo, es inevitable que estemos implicados en problemas de herencias o de intereses. Qué importante es, pues, sobre todo en esos casos, que el creyente se manifieste «distinto», libre de los criterios mundanos de quienes tienen como único horizonte los bienes de la tierra. Si Abrahán supo ya mirar más allá del presente, cuánto más nosotros, invadidos por el Espíritu del Resucitado, debemos tener el corazón desvinculado de lo que es caduco, habitado por la secreta dulzura que supone ser hijos amados por el Padre, para que el Señor no deba llamarnos «estúpidos» por habernos contentado con lo que no vale y haber olvidado que estamos destinados a la vida eterna.
ORATIO La caza del tesoro es el juego preferido, la epidemia más extendida, hoy. Loterías compradas como el pan de cada día. Juegos de azar que arruinan a muchas familias. Esposos que se separan para rescatar los miles de millones del divorcio. Padres que olvidan los afectos más entrañables para hacerse un patrimonio. ¿Hasta cuándo, Señor, seguirá atado el hombre a tanta falsedad? ¿Hasta cuándo se negará a comprender que la vida no está atada a los bienes? ¿Hasta cuándo se embriagará con las mentiras de los medios de comunicación, ignorando que quien acumula tesoros para sí no se enriquece ante Dios? Sólo quien busca encuentra, sólo quien da recibe, sólo quien rescata con sus propios bienes a un esclavo es libre, sólo quien renuncia a sus comodidades vence la miseria ajena, son quien se muestra solidario con los pobres tendrá cien veces más en esta tierra y, además, la vida eterna.
CONTEMPLATIO Son muchos los que, tras haber despreciado grandes bienes, sumas ingentes de oro y de plata, así como espléndidas propiedades, se turban a causa de un cortaplumas, de un estilo, de una aguja o de una pluma. Si se hubieran mantenido constantes en la contemplación y en la pureza del corazón, nunca habrían perdido este bien por cosas de nada, cuando habían preferido abandonar las cosas grandes y preciosas antes que incurrir en tal peligro. En efecto, hay quienes custodian manuscritos con tanto celo que no toleran que nadie les eche una ojeada o los toque apenas; de este modo, encuentran ocasiones de impaciencia y de ruina precisamente donde deberían aprender a adquirir los bienes de la paciencia y de la caridad. Han abandonado todas sus riquezas por amor a Cristo, y conservan, sin embargo, el primitivo apego del corazón a las cosas más triviales, dejándose vencer a menudo por la cólera a causa de ellas. No tienen en ellos la caridad de la que habla el apóstol, y se vuelven por eso estériles e infructuosos. Refiriéndose a hechos de este tipo, dice san Pablo: «Si distribuyera todas mis sustancias en alimento a los pobres, si entregara mi cuerpo al hambre y no tuviera caridad, de nada me ayuda» (1 Cor 13,3). De esto se desprende claramente que la perfección no se alcanza de golpe con la desnudez y la privación de todas las riquezas o con el desprecio de los honores, si después carecemos de la caridad, cuyas formas nos describe el apóstol y que consiste únicamente en la pureza del corazón [...]. En consecuencia, las cosas secundarias, esto es, los ayunos, las vigilias, la soledad, la meditación de la Escritura, debemos referirlas al fin principal, es decir, al de la pureza de corazón que es la caridad; no es justo poner en peligro la virtud fundamental a causa de estas otras cosas. En efecto, si ésta permanece íntegra e intacta, nada podrá perjudicarnos, aunque nos veamos obligados a prescindir por necesidad de algo secundario: de nada nos serviría cumplir perfectamente todos los compromisos si nos privamos del bien más importante en vistas al cual debemos hacer todas las otras cosas (Juan Casiano, Conlatio prima, 6ss, París, 1955, pp. 83-85 [edición española: Colaciones, Ediciones Rialp, Madrid 1961]).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Jesús, nuestro Señor, entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación» (Rom 4,25).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La postura del cristiano frente a la esperanza es compleja y operante. Nosotros no nos alienamos con las esperanzas terrenas y dirigimos nuestros ojos exclusivamente hacia la esperanza eterna, y ni siquiera nos zambullimos en el efímero olvido de la eternidad. No perdemos de vista el hecho de que el Creador ha confiado al hombre el derecho y el deber de dominar la naturaleza y completar la creación, pero tampoco olvidamos que nosotros somos sólo cocreadores y que nuestras esperanzas ahondan sus raíces en la grandeza y en la generosidad del Padre, que nos ha querido a su imagen y semejanza y nos ha hecho partícipes de su naturaleza divina. Nuestra esperanza no es ingenua ni tiene miedo de hacer frente a los obstáculos. Tiene el coraje suficiente para mirarlos de cerca y se esfuerza por superarlos contando con sus propias fuerzas, sin olvidar, no obstante, que el Hijo de Dios se hizo hombre y ha comenzado ya la obra de liberación del hombre, y que a nosotros nos corresponde completarla con la ayuda de Dios. ¿Es acaso una audacia excesiva, un sueño irrealizable, una esperanza vana, pensar en «la esperanza de una comunidad mundial»? Pues sí, ciertamente, es una audacia, es un sueño. Una audacia y un sueño que, sin embargo, según la decisión y el realismo con los que seamos capaces de afrontar los obstáculos que se levanten en el camino, podrán transformarse de esperanza en realidad [...]. Cuando esperar nos parezca absurdo o ridículo, acordémonos de que, en la evolución creadora, el hombre brotó de un pensamiento de amor del Padre, ha costado la sangre del Hijo de Dios y es objeto permanente de la acción santificadora del Espíritu Santo (H. Cámara, Conferencia pronunciada en Winnipeg el 13 de enero de 1970, en La documentación catholique del 1 de marzo de 1970, pp. 221 ss y 224). |
Miércoles de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 6,12-18 Hermanos: 12 Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal. No os sometáis a sus apetitos, 13 ni prestéis vuestros miembros como armas perversas al servicio del pecado. Ofreceos más bien a Dios como lo que sois, muertos que habéis vuelto a la vida, y haced de vuestros miembros instrumentos de salvación al servicio de Dios. 14 No tiene por qué dominaros el pecado, ya que no estáis bajo el yugo de la ley, sino bajo la acción de la gracia. 15 Entonces, ¿qué? ¿Nos entregaremos al pecado porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ninguna manera! 16 Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os convertís en sus esclavos: esclavos del pecado, que os llevará a la muerte, o esclavos de la obediencia a Dios, que os conducirá a la salvación. 17 Pero, gracias a Dios, vosotros, que erais antes esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha sido transmitida la y, liberados del pecado, os habéis puesto al servicio de la salvación.
**• La lectura comienza con una orden (w. 12ss): no se trata de un deseo, sino de una exigencia. Exactamente la que deriva del acontecimiento histórico-salvífico que se ha llevado a cabo en la vida de cada creyente por medio del sacramento del bautismo. Del bautismo está hablando, efectivamente, Pablo en este capítulo de su carta, y ese sacramento ha de ser puesto como fundamento de cuanto va a comunicar a sus destinatarios. «Todos a quienes el bautismo ha vinculado a Cristo hemos sido vinculados a su muerte. En efecto, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo, quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (w. 3ss). En consecuencia, también nosotros podemos caminar en una vida nueva (cf. v. 4). Y sobre esta novedad de vida construye Pablo ahora su discurso: es preciso que nos convirtamos en lo que ya somos, es menester que obremos de un modo consecuente con el don que hemos recibido, es necesario que vivamos en nuestra vida el misterio pascual de Cristo. Eso implica, sobre todo, dos cosas: morir al pecado y vivir en Cristo; dos momentos de un único estilo de vida, dos actitudes complementarias entre sí e igualmente necesarias. Lo que Pablo afirma deja entrever también un acento polémico contra algunos que, disociando los dos momentos del único misterio pascual, admitían la hipótesis de una existencia cristiana al son de la permisividad y del laxismo. Sin embargo, Pablo no puede ceder frente a semejantes desviaciones. La gracia del ministerio que ha recibido le hace responsable de sí mismo y de los otros. De ahí se sigue que el estilo de vida cristiana que Pablo traza en esta página incluye, al mismo tiempo, un momento negativo y otro positivo, un compromiso contra el pecado y una adhesión a la gracia de Dios, una neta contraposición a la lógica de muerte que se propaga en el mundo y una adhesión total a la lógica de la vida nueva traída por Jesús. Pablo concluye su pensamiento con una acción de gracias (cf. v. 17) dirigida a Dios y motivada por el comportamiento de los cristianos de Roma, que habían comprendido ya las instancias concretas de su fe en Cristo: ellos, en efecto, ya habían abandonado la esclavitud del pecado y se habían «puesto al servicio de la salvación» (v. 18).
Evangelio: Lucas 12,39-48 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 39 Tened presente que, si el amo de la casa supiera a qué hora iba a venir el ladrón, no le dejaría asaltar su casa. 40 Pues vosotros estad preparados, porque a la hora en que menos penséis vendrá el Hijo del hombre. 41 Pedro dijo entonces: -Señor, esta parábola ¿se refiere a nosotros o a todos? 42 Pero el Señor continuó: -Vosotros sed como el administrador fiel y prudente a quien el dueño puso al frente de su servidumbre para distribuir a su debido tiempo la ración de trigo. 43 ¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe! 44 Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. 45 Pero si ese criado empieza a pensar: «Mi amo tarda en venir», y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer, a beber y a emborracharse, 46 su amo llegará el día en que menos lo espere y a la hora en que menos piense, lo castigará con todo rigor y lo tratará como merecen los que no son fieles. 47 El criado que conoce la voluntad de su dueño pero no está preparado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. 48 En cambio, el que sin conocer esa voluntad hace cosas reprobables, recibirá un castigo menor. A quien se le dio mucho, se le podrá exigir mucho; y a quien se le confió mucho, se le podrá pedir más.
*•• Las exhortaciones de Jesús dirigidas ahora a sus discípulos sacan a la luz la responsabilidad de todo creyente frente a la novedad del Evangelio y a sus instancias prácticas. Según el Maestro, el verdadero discípulo no sólo debe vigilar mientras espera, sino que debe conservarse fiel a lo que ha prometido, hasta que el Señor vuelva. Dice en efecto: «Tened presente» (v. 39a). Se trata, pues, de un discernimiento que sólo es posible practicar si la fe, junto a la razón, se convierte en fuente de luz para nuestro camino. Saber no lo es todo, pero, a buen seguro, es una condición indispensable para estar dispuesto todo el tiempo que haga falta. En medio del fragmento aparece una extraña pregunta de Pedro (cf. v. 41), que sirve de introducción a la parábola del administrador fiel y prudente. También éste, sin embargo, en un determinado momento, contempla la posibilidad de un olvido y de una falta de atención. La fidelidad y la prudencia parecen ser las dos cualidades que Jesús quiere recomendar a todos, pero sobre todo a sus discípulos. Al mismo tiempo, deja claro de una manera inequívoca la seriedad y el dramatismo del seguimiento evangélico. De ahí que, por una parte, resuene una bienaventuranza consoladora: «¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!» (v. 43); con ella quiere exhortar el Señor a la fidelidad, pero, al mismo tiempo, enuncia la promesa de una comunión definitiva. Por otra parte, resuena la amenaza de un castigo severo para todo el que no se mantenga fiel y activo en la espera. Ésos serán contados entre «los que no son fieles» (v. 46). Los dos últimos versículos del fragmento evangélico son característicos de Lucas: en ellos se complace en acentuar la relación entre conocimiento y castigo (cf. asimismo 19,11-28) y aplica este juicio a los responsables de la comunidad.
MEDITATIO Atosigados como estamos por tantos problemas, por las mil urgencias que nos acosan en nuestra vida diaria, la Palabra de Dios nos llama a lo esencial, a fijar sobre nosotros mismos una mirada serenamente consciente de lo que Dios ha hecho por nosotros y de nosotros. San Pablo nos recuerda que somos «muertos que habéis vuelto a la vida», habitados por la fuerza y por el poder de Cristo resucitado, llamados a ofrecernos a nosotros mismos a Dios con alegría y gratitud en todo lo que llevemos a cabo, para que verdaderamente, tanto si comemos como si dormimos, seamos del Señor y nada sea extraño a este horizonte de pertenencia que enriquece y embellece nuestra existencia. Cuanto más hayamos experimentado en nosotros mismos y en los otros -tal vez en personas que nos son particularmente queridas o familiares- qué verdad es que el pecado somete y esclaviza al hombre hasta matarlo, tanto más se dilatará nuestro corazón en el servicio a Dios con alegría. Ay de nosotros si, como el siervo de la parábola, pensamos que el amo «tarda en venir». Nuestro amado Señor y Maestro está con nosotros para que vivamos con su gracia, de manera conforme a la vida nueva que él nos ha dado, y lleguemos a ser santos e inmaculados en su presencia en el amor. El camino -es siempre san Pablo el que nos lo indica- es la obediencia de corazón a la enseñanza de Jesús. Es un camino que va desde la escucha de la Palabra a la fracción del pan de la caridad juntos, desde el reconocimiento de Cristo presente en los pequeños y en los pobres al servicio generoso a los hermanos del que todos somos personalmente responsables. Es seguro que se nos pedirá cuentas de lo mucho que hemos recibido, pero sabemos también que el que nos juzgará será aquel que murió por amor a nuestro amor.
ORATIO «¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!» Dichoso el que, solícito, cumple lo que tiene que hacer: su esperanza se verá recompensada con el bien prometido. Dichoso el que, como atleta fiel, permanezca en la carrera: recibirá una corona incorruptible. Dichoso el que, habiendo puesto la mano en el arado, no mira hacia atrás: recogerá frutos en abundancia. Dichoso el que procede con templanza y prudencia en el viaje: verá las alegrías eternas. Dichoso el que se muestra constante en la prueba: tendrá la suerte que Dios prepara a sus amigos. Dichoso el que afronta con buen ánimo las fatigas del deber: gozará con la recompensa de sus esfuerzos. Dichoso el que se prodiga a favor de los otros sin segundas intenciones: saboreará el triunfo final. Dichoso el que sirve y piensa en hacer el bien: estará aún mejor en el Reino de los Cielos. Dichoso el que camina en la verdad desmenuzándola mientras va de camino: sus numerosos seguidores le darán la gloria. Dichoso el que haya dado a Dios tiempo para realizar sus designios: gustará la victoria de los fuertes. Dichoso el que hace su vida útil y santa: se le dará cien veces más. «¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!».
CONTEMPLATIO San Pablo afirma esta verdad: «Si alguien está en Cristo, es una nueva creación» (2 Cor 5,17). Y para que no pensemos en una creación material, precisa: si alguien está en Cristo. La nueva creación es, por tanto, la que se nos revela a través de aquel que se adhiere a Cristo en la fe. Decidme, ¿es más grande el hecho de que el cielo u otro elemento creado se renueve o que un hombre pase del vicio a la virtud y abandone el error para ponerse al servicio de la verdad? Eso es precisamente lo que san Pablo llama «nueva creación». Y no sólo esto, sino que añade de inmediato: «Las cosas viejas han pasado, he aquí que lo hago todo nuevo» (2 Cor 5,17). El sentido de estas palabras está claro: los hombres, a través de la fe en Cristo, abandonan el fardo de sus pecados como si se despojaran de un vestido viejo; liberados del error, son iluminados por el Sol de justicia y, de este modo, se revisten de un vestido completamente nuevo y resplandeciente, una vestidura real. Ha irrumpido la gracia de Dios: es como si hubiera creado de nuevo las almas, las ha rehecho desde el interior, transformando no ya su naturaleza, sino su voluntad. Ahora ya no se permite a la mirada del espíritu el velo que cubría los ojos, y he aquí que la vista percibe con claridad todo el horror del vicio y la resplandeciente belleza de la virtud [...]. Así pues, todos juntos, vosotros que ya habéis sido bautizados desde hace muchos tiempo y vosotros que acabáis de recibir este don del Señor, escuchemos la exhortación del apóstol que nos dice: «Las cosas viejas han pasado, he aquí que lo hago todo nuevo». Olvidemos todo nuestro pasado. Puesto que ahora hemos sido hechos partícipes de una vida nueva, empeñémonos en transformar todo nuestro ser. Tengamos presente, en todo lo que digamos y hagamos, la dignidad de aquel que habita en nosotros (Juan Crisóstomo, Cuarta homilía bautismal XII, 14-16; París 1957, pp. 189-191).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Demos gracias a Dios porque os habéis puesto al servicio de la salvación» (cf. Rom 6,17ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El Dios creador es libre. La criatura humana, plasmada según su imagen, también estará dotada de libertad. ¿Qué es lo que distingue, principalmente, al animal humano de los otros animales? Sobre todo, la conciencia de sí, la voz de la conciencia, el libre albedrío, la capacidad de tomar decisiones éticas. Mientras que los otros animales obran siguiendo su propio instinto, el animal humano está en su propia conciencia en presencia de Dios, elige. Dios dice cada día al hombre: «Ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia» (Dt 30,19). Sólo ejercitando su libertad se vuelve el hombre auténticamente humano. En un mundo que se va haciendo día a día más inhumano -un mundo aparentemente controlado por el psicoanálisis, por las estadísticas y por las máquinas-, es urgente reafirmar, por parte de los cristianos, el valor supremo de la libertad humana. No hay nada más decisivo en todo el universo que las elecciones ponderadas llevadas a cabo por personas dotadas de razón y de conciencia. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, puede alabar a Dios también por este mundo, restituir a su Creador como ofrenda la creación en una acción de gracias; y, mediante este acto de oblación, el hombre llega a ser verdaderamente humano, una persona en su integridad (K. Ware, Riconoscerete Cristo in voi, Magnano 1994, pp. 30-32, passim). |
Viernes de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 7,18-25a Hermanos: 18 Y bien sé yo que no hay en mí -es decir, en lo que respecta a mis apetitos desordenados- cosa buena. En efecto, el querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no. 19 Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. 20 Y si hago el mal que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en mí. 21 Así que descubro la existencia de esta ley: cuando quiero hacer el bien, se me impone el mal. 22 En mi interior me complazco en la ley de Dios, 23 pero experimento en mí otra ley que lucha contra el dictado de mi mente y me encadena a la ley del pecado que está en mí. 24 ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte? 25 ¡Tendré que agradecérselo a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor.
*» El capítulo 7 de la carta de Pablo a los cristianos de Roma tal vez sea el más dramático, entre otras razones porque el apóstol considera en él no tanto la condición espiritual de la humanidad como nuestra situación de cristianos, salvados por la fe, pero siempre en lucha para la consecución de la salvación. No basta, en efecto, con conocer la ley de Dios para observarla; no basta tampoco -sería un irenismo espiritual desviado- con saber que la fe es capaz de salvarnos mediante un acto de abandono total al amor misericordioso de Dios. No basta siquiera con hacer nuestro, por medio de la fe, el misterio pascual de Jesús, que anima y sostiene asimismo la vida de todo verdadero discípulo suyo. El discurso de Pablo se hace ahora mucho más concreto y personal, diríamos que casi autobiográfico. En efecto, se trata de una descripción en primera persona del singular que, por una parte, nos permite entrar en el drama de Pablo y, por otra, nos ayuda a vivir con plena conciencia nuestro drama personal. Es cierto que hemos sido liberados de una terrible esclavitud -la del pecado y Satanás-, pero es igualmente cierto que día tras día estamos expuestos a otra esclavitud, la de la carne, la del mal, la de nuestros deseos más bajos. En consecuencia, no podemos dejar de compartir el tono de esta página paulina ni dejar de considerarla también como plenamente nuestra. Basta releerla con honestidad para sentirnos implicados personalmente en las reflexiones, en las angustias y en el anhelo profundo que sube del corazón de Pablo: «¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?» (v. 24). En esta exclamación y en esta pregunta reconocemos todo el drama de Pablo, todo nuestro drama.
Evangelio: Lucas 12,54-59 En aquel tiempo, 54 Jesús se puso a decir a la gente: -Cuando veis levantarse una nube sobre el poniente decís en seguida: «Va a llover», y así es. 55 Y cuando sentís soplar el viento del sur, decís: «Va a hacer calor», y así sucede. 56 ¡Hipócritas! Si sabéis discernir el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis discernir el tiempo presente? 57 ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? 58 Cuando vayas con tu adversario para comparecer ante el magistrado, procura arreglarte con él por el camino, no sea que te arrastre hasta el juez, el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. 59 Te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.
*•• Jesús se dirige «a la gente»: a todos incumbe, en efecto, el deber de saber discernir «el tiempo presente» (v. 56), que es un tiempo providencial y dramático; a todos concierne saber juzgar «lo que es justo» (v. 57), o sea, lo que en su vida está de acuerdo o no con la voluntad de Dios. El presente discurso sobre «los signos de los tiempos» no hemos de considerarlo, por consiguiente, como abstracto o académico; al contrario, Jesús pretende llamar nuestra atención sobre la extrema seriedad de la vida que llevamos, de la historia que estamos viviendo. Se trata de una instancia evangélica que se repite, ésta: quien no la acepta y no se esfuerza en vivirla merece directamente de Jesús el calificativo de «hipócrita». No se trata, según Jesús, de una mera incapacidad para leer los «signos de los tiempos»: diríase que en ellos hay una evidencia inmediata que ni siquiera los ciegos pueden negar. Tampoco se trata, aquí, de la actitud pecaminosa de quienes viven como si no existiera Dios o, mejor, como si no hubiera venido Jesús a nosotros y, por consiguiente, como si la luz del Evangelio no iluminara a cada hombre que viene a este mundo. Se trata, más bien, de hipocresía: la actitud de quien ve los signos pero no quiere comprenderlos, esto es, no quiere aceptar su evidencia, ni siquiera quiere dejarse rozar por la luz que éstos desprenden. Los verbos que Jesús usa son «saber», «discernir», «juzgar», y este relieve hace aún más evidente el significado de las parábolas de Jesús. Como es obvio, se trata de los signos que se manifiestan en la vida de Jesús, y no es difícil comprender cuáles son. Ciertamente, los signos de las acciones milagrosas realizadas por él; ciertamente, los signos muy fuertes, en ocasiones, de sus palabras, de algunas de sus palabras; ciertamente, los signos anexos a toda su existencia terrena (vida oculta de Nazaret y vida pública en Palestina). Pero se trata, sobre todo, de ese «signo» que ha sido y sigue siendo todavía la vida de Jesús considerada en su totalidad. Como los profetas de cierto tiempo, también Jesús es una profecía viva, una persona hecha profecía.
MEDITATIO Pocas páginas como la que nos propone hoy san Pablo son capaces de expresar con un carácter más incisivo el drama que se consuma en el interior de cada creyente. Así es, porque la lucha entre el bien y el mal no se desarrolla sólo fuera de nosotros, sino que llega hasta el interior de cada uno. El hombre se presenta despedazado en lo profundo de su ser entre la atracción del bien, por el que se siente irresistiblemente fascinado como la verdadera patria de su corazón, y del mal que le asedia, le rodea y le seduce con mil apariencias atractivas. Pablo, intérprete capacitado de este trasiego, llega a exclamar: «¡Desdichado de mí!», y a sentir todavía con más fuerza el deseo de una paz que aplaque toda disidencia. Ahora bien, el apóstol no se detiene aquí. Va más allá y nos señala la verdadera originalidad del creyente: a él se le concede mirarse y examinarse no bajo un cielo vacío e implacable, sino bajo la mirada de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Sería desesperante tomar conciencia sólo de nuestros propios desgarros. El hombre de fe advierte con mayor agudeza el drama de su estar dividido, desgarrado, pero sabe también que hay remedio para todo esto, porque ya no está solo. Jesús, nuestra paz, ha venido a ponerse en el corazón de nuestra aventura humana, para que hasta en el fondo del abismo podamos sentirnos como hijos amados. El cristiano, si bien experimenta de una manera muy dolorosa su ser pecador, sabe también que ésta no es la última palabra sobre su condición. En consecuencia, puede y debe dejar brotar de su corazón una plena acción de gracias, porque toda nuestra vida es ahora eucaristía al Padre por medio de Jesucristo.
ORATIO Piedad, Señor, por mi pereza a la hora de satisfacer las necesidades ajenas; por mi superficialidad, que no es capaz de percibir el llanto de los pobres; por mi tranquilo vivir frente a injusticias incómodas; por tantas palabras inútiles, que se han quedado como vocablos sin corazón. Piedad, Señor, por mi orgullo, incapaz de juicios imparciales; por mi intromisión, que ha arrebatado a otros su espacio vital; por haberme servido de las ideas de los otros para manifestar sus debilidades; por haber sido un censor rígido de los fallos ajenos y olvidar los míos de una manera culpable. Piedad, Señor, por mis infidelidades cotidianas, por mi ingratitud -que ha tomado por descontado todo bien-, por mi presunción intolerante frente a la desaprobación, por haber pasado junto a quien estaba solo sin hacerme su prójimo. Piedad pido a la humanidad, y a ti, Señor, la libertad.
CONTEMPLATIO Nadie como san Pablo ha mostrado lo que es el hombre, nadie como él ha puesto de relieve la grandeza de su naturaleza y las capacidades con las que está dotado. Cada día se entregaba por completo y hacía frente a los peligros que le asediaban con un coraje siempre renovado, como atestiguan sus mismas palabras: «Olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante» (Flp 3,13). Y frente a la perspectiva de la muerte, invita a los otros a compartir su alegría diciendo: «Alegraos también vosotros y regocijaos conmigo» (2,18). Exulta de nuevo en medio de los peligros, de las injurias y de las humillaciones, y escribe a los corintios: «Y me complazco en soportar por Cristo flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias» (2 Cor 12,10). Para Pablo, sólo había que tener miedo y huir de una cosa: ofender a Dios; sólo había que desear una cosa: complacerle. Y no sólo no le atraían los bienes terrenos, sino ni siquiera los bienes eternos. De ahí se deduce qué ardiente era su amor a Cristo. Fascinado por él, no se dejó conquistar por la grandeza de los ángeles y de los arcángeles, ni por ninguna otra cosa. Tenía en sí mismo algo más grande que todo eso: el amor de Cristo. Con este amor se consideraba el más feliz de los hombres. Con este amor prefería estar entre los hombres; más aún, entre los despreciados, antes que estar sin él entre las personas de más autoridad y más honradas. Faltarle este amor habría sido para san Pablo la única verdadera pena, el infierno, el castigo, el mal infinito. Todas las cosas de aquí abajo que no le comunicaban este amor le parecían carentes de sentido -ni penosas ni agradables-. Despreciaba todas las realidades visibles, del mismo modo que se hace poco caso de una planta que se marchita. Los pueblos agitados y sus jefes le parecían grandes como insectos. La muerte, los suplicios, los tormentos, le parecían juegos de niños, con tal de sufrir por Cristo. Habría considerado como un premio salir de este mundo para estar con Cristo; permanecer en la carne significaba para él un combate continuo. Sin embargo, eligió precisamente esto, considerándolo necesario para él. Permanecer separado de Cristo representaba para él una lucha y un sufrimiento mucho más pesados que todo lo demás. Estar con él era el final de la lucha, el premio de la fatiga. Y Pablo eligió el combate por amor a Cristo (Juan Crisóstomo, Le lodi di san Paolo, homilía 2, en PG 50, cois. 447-481, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?» Rom 7,24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El cristiano parte de un núcleo inicial: Dios es Palabra, Verbo, Palabra personal del Padre, Palabra creadora, Palabra que es vida y luz para los hombres. Esta palabra se ha hecho carne, es decir, ha penetrado en la criatura humana; carne designa aquí a la criatura en su extrema debilidad, casi ¡unto a los confines de la nada. El sentido de es el hecho inicial es que tal condescendencia tuvo lugar para nuestra elevación, que este empobrecimiento tuvo lugar para enriquecernos, que esta humillación es nuestra más elevada promoción. Aquí se revela una línea constante del obrar de Dios: a él le gusta revestir las cosas más grandes con los vestidos más humildes y modestos. También la ciencia se ha dado cuenta de ello, y para penetrar en el fondo del misterio de la naturaleza ha pasado de la investigación sobre las cosas inmensas a la meditación sobre lo infinitamente pequeño: el átomo. ¡Qué formidable cantidad de energía se libera en pocos segundos del átomo! ¡Qué formidable cantidad de energía emana de la Palabra de Dios, que ha creado el átomo! La Palabra de Dios es como el átomo, como la semilla. Bajo su aparente simplicidad y pobreza esconde una complejidad máxima, una capacidad máxima de transformación del hombre y de la vida. La parábola que estamos comentando, tras haber trazado la procedencia, la riqueza, las intenciones de la palabra, presenta su drama: la semilla puede morir, la puede matar precisamente el ambiente que debería haberla hecho vivir. La Palabra de Dios puede ser aniquilada en cada uno de nosotros, orque Dios ofrece sus dones, pero no los impone, porque Dios, que nos ha dado la libertad, ni la retoma ni la pisotea. La libertad, sumo valor, se convierte así en algo que la hace más grande: riesgo, riesgo para el hombre y riesgo para Dios (G. Beviíacqua, La parola ai padre Giulio Beviíacqua, Brescia 1967, pp. 28ss).
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Sábado de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,1-11 Hermanos: 1 Ya no pesa, por tanto, condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús. 2 La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte. 3 Pues lo que era imposible para la ley, a causa de la fragilidad humana, lo realizó Dios enviando a su propio Hijo con una naturaleza semejante a la del pecado. Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él a través de su propia naturaleza mortal, 4 para que, así, los que vivimos no según nuestros desordenados apetitos, sino según el Espíritu, cumplamos la ley en plenitud. 5 Los que viven según sus apetitos subordinan a ellos su sentir, mas los que viven según el Espíritu sienten lo que es propio del Espíritu. 6 Ahora bien, sentir según los propios apetitos lleva a la muerte; sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz. 7 Y es que nuestros desordenados apetitos están enfrentados a Dios, puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse. 8 Así pues, los que viven entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios. 9 Pero vosotros no vivís entregados a tales apetitos, sino que vivís según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo. 10 Ahora bien, si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté sujeto a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive por la fuerza salvadora de Dios. 11 Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.
**• La liturgia de la Palabra nos hará leer, a partir de hoy, la totalidad del capítulo 8 de la carta de Pablo a los Romanos. A buen seguro, es el capítulo más bello de todo el escrito; incluso, según no pocos estudiosos, es uno de los capítulos más bellos de todo el Nuevo Testamento. Su belleza procede también del contraste con el capítulo anterior, dotado de tonos extremadamente dramáticos, como ya hemos visto. A contraluz, las reflexiones de Pablo resultan ahora mucho más iluminadoras y reconfortantes. El hombre es «carnal», es decir, esclavo del egoísmo que le conduce al pecado y a la muerte. Pero ahora vive bajo una ley nueva, «la ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús» (y. 2). Los exégetas señalan que esta expresión es una síntesis de las famosas profecías de Jeremías (31,33) y de Ezequiel (36,27; 37,14). El creyente, renovado y transformado por el Espíritu de Dios, que le ha sido dado por Jesús, puede obedecer ahora a la voluntad de Dios, y ello no ya por una constricción externa, sino por la ley interior de su nueva vida. Bien dijo santo Tomás de Aquino que «la ley del Nuevo Testamento es el Espíritu». A partir de esta primera afirmación, el discurso de Pablo se desarrolla de manera lineal y lógica. En el centro de su pensamiento se encuentra, como es obvio, el magno acontecimiento de la encarnación del Verbo: «Pues lo que era imposible para la ley, a causa de la fragilidad humana, lo realizó Dios enviando a su propio Hijo con una naturaleza semejante a la del pecado. Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él a través de su propia naturaleza mortal» (v. 3). La vida cristiana es, por consiguiente, vida «espiritual», en el sentido más fuerte de la expresión: el cristiano, precisamente porque ha hecho suya la «ley del Espíritu» y porque el Espíritu habita en él, vive según el Espíritu, piensa en las cosas del Espíritu, alimenta los deseos del Espíritu, siente que pertenece al Espíritu y vive con la esperanza de experimentar el poder del Espíritu de Dios, que le hará resucitar de los muertos y partícipe de la gloria de Dios.
Evangelio: Lucas 13,1-9 En aquel tiempo, 1 llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos, a quienes Pilato había hecho matar mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. 2 Jesús les dijo: -¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? 3 Os digo que no; más aún, si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo. 4 Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? 5 Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis igualmente. 6 Jesús les propuso esta parábola: -Un hombre había plantado una higuera en su viña, pero cuando fue a buscar fruto en la higuera no lo encontró. 7 Entonces dijo al viñador: Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente? 8 El viñador le respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono, 9 a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás».
*•• Según un esquema frecuente en Lucas, después de una afirmación de Jesús sigue una ilustración por medio de una parábola. La enseñanza global es la siguiente: los signos de los tiempos deben ser leídos e interpretados no sólo en la vida de Jesús, sino también en nuestra historia, en nuestra vida personal. Sin embargo, es preciso estar en guardia contra el peligro de las pseudolecturas, dictadas más bien por nuestros preconceptos, del mismo modo que los contemporáneos de Jesús se dejaron desviar por una concepción de la retribución personal superada ahora, pretendiendo percibir en algunas calamidades un castigo de Dios dirigido contra los que las han sufrido. Se trataba en esta ocasión de la matanza ordenada por Pilato de unos que estaban ofreciendo sus sacrificios en el templo, además del accidente fortuito de «aquellos dieciocho» que murieron aplastados bajo la torre de Siloé. El razonamiento de algunas personas anónimas que fueron a contarle estos hechos a Jesús está totalmente superado ahora: no es que Dios sea justo y se manifieste como tal porque ha castigado a esas personas, demostrando así que eran pecadoras. Jesús rechaza esa interpretación tan mezquina y simplista (cf. asimismo Jn 9,2ss); es más, afirma que esos hombres no eran peores que los otros. La desgracia que se ha abatido sobre ellos es sólo la señal del juicio que incumbe a todos. Se trata, por tanto, de un aviso de Dios dirigido a todos, también a nosotros, para que sepamos interpretar correctamente no los hechos de una historia pasada, sino unos hechos que sirven de contrapunto a la historia presente. La invitación de Jesús es, por consiguiente, clara e ineludible: urge convertirse a partir de una lectura inteligente de los signos de los tiempos, de los tiempos en los que vivimos, reconociendo también en ellos la presencia discreta, pero eficaz, de Dios, la presencia escondida, pero real, del Señor resucitado, la presencia de sus testigos. Todas estas presencias son otras tantas luces que iluminan nuestro camino.
MEDITATIO No acabaremos nunca de leer el capítulo 8 de la Carta a los Romanos... En ella oímos resonar palabras verdaderas, capaces de dar razón del mal que hay en nosotros, pero, sobre todo, de abrirnos a la esperanza en virtud de la maravillosa realidad de nuestra liberación del pecado llevada a cabo por medio de Cristo Jesús. Nosotros estamos ahora bajo el señorío del Espíritu y se nos pide que vivamos según esta nueva modalidad. El Espíritu de Dios, en efecto, no permanece inactivo en nosotros. Somos nosotros quienes, distraídos y superficiales, nos dejamos distraer de la realidad de su presencia, fuente de paz, manantial de alegría, luz que proporciona una sensibilidad nueva para las palabras y los caminos de Dios. El Espíritu pone en marcha una fuerza irresistible y suave que nos guía a la verdad completa y nos libera de los vínculos de la «carne». Ponernos cada vez más bajo el suave yugo del Espíritu es el camino de conversión al que estamos llamados. Nos lo recuerda también el fragmento evangélico en el que Jesús nos invita a reflexionar sobre algunos acontecimientos dramáticos. Todo debería impulsarnos a alcanzar la linfa buena del Espíritu que nos permita dar frutos buenos para nosotros y para los hermanos. Nadie, sin embargo, puede sustituirnos en la aceptación de las invitaciones que, continuamente, se nos dirigen para que nos adentremos en alta mar y nos dejemos conducir por el soplo del Espíritu en el gran mar de la libertad y del amor.
ORATIO «Si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo». Si la historia humana en su locura homicida que te mata ve sólo un pueblo, la historia divina ve en ese pueblo a todos nosotros. Oh Señor, haz que no pensemos nunca: «Yo soy mejor que los otros». Si la historia humana encuentra pocos responsables para el dolor del mundo, para las persecuciones de tantos inocentes, para las penurias de muchos hambrientos, para el horror del odio que reina en diferentes frentes de la tierra, la historia divina nos encuentra en esos pocos a todos nosotros. Oh Señor, haz que no digamos nunca: «Estamos en nuestro sitio». Si la historia humana considera que unos pocos malvados son causa de una sonrisa perdida y nunca vista, de una paz sólo soñada a causa de miedos infinitos, de una esperanza truncada por la droga mortífera, de niñas destruidas por la trata inhumana, de vidas radiantes marcadas por la muerte de guerras sin fin, la historia divina reconoce en esos malvados a todos nosotros. Oh Señor, haz que nos convirtamos, para ser testigos tuyos en un mundo que se siente fatigado de amar.
CONTEMPLATIO Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de vinculárselo con su afecto. Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que le instruía piadosamente sobre el presente y le consolaba con su gracia, respecto al futuro. Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el arca las criaturas de todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta colaboración acabase con el temor de la servidumbre y se conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo. Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo hizo padre de la fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que ya desesperaba: todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor. Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso le incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador, para que amase al padre de aquel combate y no lo temiese. Y, asimismo, interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna caridad y le invitó a ser el liberador de su pueblo. Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho el espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales. Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad. El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir. El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo inalcanzable. ¿Y qué más? El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso los santos tuvieron en poco todos sus merecimientos si no iban a poder ver a Dios. Moisés se atreve por ello a decir: Si he obtenido tu favor, enséñame tu gloria. Y otro dice también: Déjame ver tu figura. Incluso los mismos gentiles modelaron sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio de errores (Pedro Crisólogo, Sermón 147, PL 52, 594ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8,9).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Este Espíritu de Cristo, al venir al creyente, a través de los sacramentos, la Palabra y todos los demás medios a su disposición, en la medida en que es acogido y secundado, es capaz de cambiar aquella situación interior que la ley no podía modificar. He aquí como sucede esto. Mientras el hombre vive «para sí mismo», o sea, en régimen de pecado, Dios se le muestra inevitablemente como un antagonista y como un obstáculo. Hay, entre él y Dios, una sorda enemistad que la ley no hace más que poner en evidencia. El hombre «ansia» con concupiscencia, quiere determinadas cosas, y Dios es el que, a través de sus mandamientos, le cierra el camino, oponiéndose a sus deseos con los propios: «Tú debes» y «Tú no debes». La tendencia a lo bajo significa rebeldía contra Dios, pues no se somete a la Ley de Dios (Rom 8, 7). El hombre viejo se revuelve contra su creador y, si pudiera, querría incluso que no existiera. Basta que - o por culpa nuestra, o por contraposición, o por simple permisión de Dios- nos falte a veces el sentimiento de la presencia de Dios, para descubrir inmediatamente que no sentimos en nosotros más que ira y rebelión y todo un frente de hostilidad contra Dios y contra los hermanos que surge de la antigua raíz de nuestro pecado, hasta ofuscar el espíritu y darnos miedo a nosotros mismos. Y esto hasta que no estemos establecidos para siempre en esa situación de completa paz, en la que -como dice Juliana de Norwich- se está «plenamente contento de Dios, de todas sus obras, de todos sus juicios, contentos y en paz con nosotros mismos, con todos los hombres y con todo lo que Dios ama» (capítulo 49). Cuando, en la situación unas veces de paz y otras de contraposición que caracteriza la vida presente, el Espíritu Santo viene y toma posesión del corazón, entonces tiene lugar un cambio. Si antes el hombre tenía clavado en el fondo del corazón «un sordo rencor contra Dios», ahora el Espíritu viene a él de parte de Dios, le atestigua que Dios le es verdaderamente favorable y benigno, que es su «aliado», no su enemigo; le pone ante sus ojos todo lo que Dios ha sido capaz de hacer por él y cómo no se ha reservado ni a su propio Hijo. El Espíritu lleva al corazón del hombre «el amor de Dios» (cf. Rom 5,5). De esta manera, suscita en él como otro hombre que ama a Dios y cumple a gusto lo que Dios le manda [cf. Lutero, Sermón de Pentecostés, ed. Weimar 12, p. 586ss). Por lo demás, Dios no se limita sólo a mandarle hacer o dejar de hacer, sino que él mismo hace con él y en él lo que manda. La ley nueva que es el Espíritu es mucho más que una «indicación» de voluntad; es una «acción», un principio vivo y activo. La ley nueva es la vida nueva. Por eso, mucho más a menudo que ley, se denomina gracia: ¡Ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia! (Rom 6, 14) (R. Cantaíamessa, La vida en el señorío de Cristo, Edicep, Valencia 1988, pp. 162-163). |
30º domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Eclesiástico 35,12-14.16-18 12 El Señor es juez y no hace acepción de personas; 13 no favorece a nadie en perjuicio del pobre, sino que escucha el clamor del oprimido; 14 no desprecia la súplica del huérfano, ni las quejas que le expone la viuda. 16 Dios escucha al que sirve de buen grado, su plegaria llega hasta las nubes. 17 La oración del humilde atraviesa las nubes y no para hasta alcanzar su destino. 18 No desiste hasta que el Altísimo la escucha, juzga a los justos y les hace justicia.
**• El autor de este fragmento sapiencial -que se remonta al siglo II a. de C - propone una enseñanza que tiene que ver, al mismo tiempo, con Dios y con el orante. Presenta al Señor como juez sumamente justo que no hace acepción de personas y se inclina benévolo hacia los pobres, como atestigua de manera repetida el Antiguo Testamento en las llamadas leyes humanitarias. Dios mismo es vengador del huérfano y de la viuda (Ex 22,21 ss). Afirma también, por boca del profeta Isaías, que se inclina hacia quien teme su nombre y se confía a él con humildad: «El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies. Yo me fijo en el humilde y abatido que tiembla ante mi palabra» (Is 66,1.2b). Si Dios se pliega hacia el humilde, la Escritura muestra que la oración del pobre sube hasta él. Y así, a través de este movimiento de búsqueda recíproca entre Dios y el hombre, nos parece vislumbrar -entre el cielo y la tierra- la cruz en la que Jesús, el verdadero humilde y pequeño, se eleva, como oración perfecta, hacia el rostro del Padre, que espera hacer uso de su misericordia.
Segunda lectura: 2 Timoteo 4,6-8.16-18 Querido hermano: 6 Yo ya estoy a punto de ser derramado en libación, y ha llegado el momento de desplegar las velas. 7 He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe. 8 Sólo me queda recibir la corona de salvación que aquel día me dará el Señor, juez justo, y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa. 16 En mi primera defensa nadie me asistió; todos me abandonaron. ¡Que Dios los perdone! 17 El Señor me asistió y me confortó para que el mensaje fuera plenamente anunciado por mí y lo escucharan todos los paganos. Fui librado de la boca del león. 18 El Señor me librará de todo mal y me dará la salvación en su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
**• Este fragmento de la segunda carta de Pablo a Timoteo se muestra rico y denso de inspiración. El apóstol expresa el presentimiento de su muerte inminente con dos imágenes. Una de ellas está tomada del culto; la otra, de la navegación. La primera es la «libación», es decir, el acto de verter aceite, vino o agua sobre la víctima antes de ser inmolada (cf. Ex 29,40; Nm 28,7), a fin de conferirle un claro valor sacrificial. La segunda es el acto de «desplegar las velas»: la nave, por fin dispuesta para zarpar, se abandona al mar abierto. Las imágenes que vienen a continuación, tomadas de los usos deportivos y militares, acentúan la vida cristiana como lucha. Pablo repasa en particular su propia experiencia apostólica como un combate «bueno» (literalmente, kalós, «bello»): noble, victorioso, desarrollado correctamente. «He concluido mi carrera, he guardado la fe», dice aún el texto, ofreciendo a través del paralelismo una asociación en la que vibra una nota de poesía en el texto griego. Por último, el Señor le dará a él, que ha guardado con fidelidad la «tradición» que le había sido confiada, la «corona de salvación» reservada «a todos los que han amado [así debe traducirse al pie de la letra egapekosi] con amor su venida gloriosa» (v. 8). Por último, en los w. 16-18 Pablo se refiere a la primera audiencia del proceso en el que, compareciendo como un «malhechor», fue abandonado por todos. El apóstol revive la experiencia de Jesús y, como él, perdona sin tener en cuenta el mal recibido. Sin embargo, el Señor no ha abandonado a su fiel ministro, pues todo ha concurrido al anuncio del Evangelio y al bien de los elegidos.
Evangelio: Lucas 18,9-14 En aquel tiempo, 9 a unos que presumían de ser hombres de bien y despreciaban a los demás les dijo esta parábola: 10 -Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano. 11 El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo». 13 Por su parte, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador». 14 Os digo que éste bajó a su casa reconciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.
*» Este fragmento del evangelio de Lucas es conocido como la parábola del fariseo y el publicano, aunque sería mejor hablar, en este caso, más que de «parábola» de un «relato ejemplar». En él se nos ofrece una enseñanza sobre las condiciones interiores de la oración. El fariseo pertenece a la secta de los «separados», de los «puros», de aquellos que se habían arrogado la tarea de representar, con la observancia estricta de los mandamientos y la multiplicación de las obras, al verdadero Israel, a la comunidad del tiempo de la salvación. Todo lo que dice el fariseo de sí mismo es verdadero, pero precisamente esta «justicia» es lo que le vuelve impuro ante Dios, porque se considera autorizado a juzgar a los otros y a sentirse superior a ellos. El publicano -el odiado recaudador de los impuestos para el Imperio romano- se encuentra verdaderamente en una situación de pecado. Lo manifiesta asimismo en su actitud exterior. No se atreve a avanzar en el templo ni a levantar los ojos al cielo. Se golpea, en cambio, el pecho en un gesto que manifiesta su conciencia del mal que se esconde en el corazón humano. La oración de cada uno de los dos hombres expresa su vida: la autosuficiencia de una pretendida justicia que hace al que así reza superior a los otros y se expresa a través de un extenso elenco de méritos; el pecado que nos hace pequeños ante Dios y los hermanos y que no tiene más palabras que la invocación: «Piedad». Sabemos quién fue grato a Dios y quién es entrañable a su corazón...
MEDITATIO Nos sentimos siempre un tanto incómodos ante el pasaje evangélico del fariseo y del publicano. Nos desagrada un poco que haya sólo dos protagonistas. Nosotros, en efecto, no nos sentimos identificados con el fariseo, tan antipático en su actitud de persona de bien que mira a todos los otros de arriba abajo -incluso a Dios, si fuera posible-; sin embargo, tampoco nos identificamos con el publicano, porque es difícil reconocerse tan odiosamente pecadores, aunque al final quisiéramos ser «justificados» como él. A decir verdad, hay un tercer personaje, presente en el relato, aunque invisible: somos nosotros. Soy yo, el que ahora lee la parábola. En mi corazón no está ni sólo el fariseo ni sólo el publicano, sino sucesivamente uno y otro, o bien ambos al mismo tiempo. Está el deseo de ser una persona agradable a Dios, una persona que de vez en cuando se cree superior a los otros; vienen, a continuación, momentos en los que, por gracia, se me concede advertir qué lejos ando de los sentimientos de Cristo, y, entonces, ya ni siquiera me atrevo a levantar los ojos al cielo. La vida cristiana es, por tanto -como dice san Pablo-, una lucha, un combate, una carrera para conseguir, con una imploración incesante, llegar a ser dóciles y humildes, llegar a tener en nosotros «los mismos sentimientos de Cristo Jesús», el cual no vino a aplastarnos con su superioridad, sino a hacerse pobre, pequeño, incluso pecado y maldito, para que nosotros pudiéramos ser justificados.
ORATIO Señor Jesús, tu mandamiento de amarnos como tú mismo nos amaste nos hiere el corazón y nos haces des cubrir con dolor qué lejos andamos de habernos revestido de tus sentimientos de misericordia y de humildad. Estamos hechos de tal modo que conseguimos pecar incluso cuando nos dirigimos a tu Padre en oración. Ten piedad de nosotros. Danos tu Espíritu bueno. Enséñanos a ponernos a la escucha de su grito inexpresable, que es el único que puede llamar al Padre y obtener la salvación y la paz para nosotros.
CONTEMPLATIO Es una cosa buena aprender la humildad según Cristo. Es posible extenuar nuestro propio cuerpo en poco tiempo con ayunos, pero no es fácil ni se puede conseguir en poco tiempo humillar el alma de modo que permanezca siempre humilde. Tenemos el corazón completamente endurecido y ya no percibimos qué son la humildad y el amor de Cristo. Ciertamente, esta humildad y este amor sólo es posible llegar a conocerlos con la gracia del Espíritu Santo, pero no nos damos cuenta de que es posible atraerlos a nosotros. ¡Oh, cómo debemos invocar al Señor para que dé a nuestra alma el Santo Espíritu de humildad. El alma humilde tiene una gran paz, mientras que el alma soberbia se atormenta por sí misma. El orgulloso no conoce el amor de Dios y se encuentra alejado de Él. Se ensoberbece porque es rico, sabio o famoso, pero ignora la profundidad de su pobreza y de su ruina, porque no ha conocido a Dios. En cambio, el Señor viene en ayuda de quien combate contra la soberbia, a fin de que triunfe sobre esta pasión. Para que puedas ser salvado, es necesario que te vuelvas humilde, puesto que, aunque se trasladara por la fuerza un hombre soberbio al paraíso, tampoco allí encontraría paz ni se sentiría satisfecho, y diría: «¿Por qué no estoy en el primer puesto?». Sin embargo, el alma humilde está llena de amor y no busca los primeros puestos, sino que desea el bien para todos y se contenta con cualquier condición. En virtud del amor, el alma desea para cada hombre un bien mayor que para sí misma, y goza cuando ve que los otros son más afortunados que ella, y se aflige cuando ve que se encuentran en el sufrimiento. El alma del hombre humilde es como el mar. Echa una piedra en el mar: apenas perturbará la superficie y de inmediato se hundirá. Así se hunden las aflicciones en el corazón del hombre humilde, porque el poder del Señor está con él (Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos, Turín 1973, pp. 274-281, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18,13).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El rostro de cada verdadero discípulo debe ser como el del Verbo encarnado, que se despojó él mismo de la gloria divina para asumir la condición de siervo, humillándose hasta la muerte de cruz [cf. Flp 2,6-8). La verdadera humildad es rara de encontrar, porque pocos miran directamente a la cara a Jesucristo. El hombre humilde no es n¡ será nunca un hombre prestigioso, alguien que se ha hecho siguiendo los criterios humanos, porque la humildad no puede ser consecuencia de una habilidad, fruto de una conquista. El hombre verdaderamente humilde no sabe que lo es; invadido por completo del santo temor de Dios -consciente de su propia nada-, está como un pobre que sólo se siente en deuda con su Señor; es como un pobrecito al que no le bastan nunca ni las palabras ni las fuerzas para excusarse de lo que es y para dar gracias por lo que recibe. El secreto que conduce a la humildad consiste en dejar de vivir para nosotros mismos y vivir para el Señor y en el Señor. Consiste en ser capaces de negarnos verdaderamente a nosotros mismos, sin ostentación ni retórica, sin afectación ni convencionalismos, sino con naturalidad y sencillez. La vida concreta de todos los días constituye el banco de prueba. En efecto, si no nos quedamos en el ideal abstracto, sino que vamos a las situaciones reales de la vida, nos daremos cuenta de que no hay un solo aspecto de nuestra propia vida cotidiana que no deba ser puesto en el crisol de la purificación a través de la aceptación de lo que nos redimensiona y nos pone en nuestro justo lugar, en la humildad. Al hombre humilde le gusta rodearse de silencio. Calla sobre sí mismo para darle todo el sitio a Dios. Es consciente de la nada que es y se siente deseoso de conocer lo que está llamado a convertirse en Cristo. Por lo demás, no hay nadie que pueda considerarse, razonablemente, mejor que los otros y en posesión de buenos títulos de mérito prescindiendo de la experiencia de la misericordia de Dios. Toda dignidad tiene su raíz en el sacrificio redentor de Cristo (A. M. Cánopi, Nel mistero delta gratuita, Milán 1998, pp. 62-67, passim).
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Martes de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,18-25 Hermanos: 18 Entiendo, por lo demás, que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará. 19 Porque la creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. 20 Condenada al fracaso, no por propia voluntad, sino por aquel que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza 21 de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. 22 Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. 23 Pero no sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo. 24 Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza, y es claro que la esperanza que se ve no es propiamente esperanza, pues ¿quién espera lo que tiene ante los ojos? 25 Pero si esperamos lo que no vemos, estamos aguardando con perseverancia.
*•• Hemos sido justificados por la gracia de Dios por medio de la fe en el poder del Espíritu Santo. Ahora somos hijos de Dios, libres por Dios y coherederos de Cristo. Sin embargo, lo que seremos debe ser aclarado ulteriormente. Sobre esta perspectiva futura se detiene ahora la reflexión teológica de Pablo. En efecto, la primera relación que establece es entre «los padecimientos del tiempo presente» y «la gloria que un día se nos revelará» (v. 18). El contraste es evidente y de fácil interpretación. La vida cristiana se desarrolla de hecho entre el «ya» y el «todavía no», entre un presente que frecuentemente se caracteriza por las penumbras de la duda y las pruebas del dolor, y un futuro que deja entrever un horizonte de luz y de paz. No sólo el cristiano -pone de relieve el apóstol Pablo-, sino la creación entera vive y sufre esta impaciente espera de la revelación de lo que serán los hijos de Dios (v. 19). Por consiguiente, es todo el orden creado el que comparte con la humanidad, con cada persona humana, el misterio pascual de la muerte-vida, de las tinieblas-luz, que constituye ahora la clave con la que podemos descodificar los misterios de la historia. El hombre, en cuanto creado a imagen y semejanza de Dios, en cuanto señor del orden creado, está llamado a vivir en primera persona -en ocasiones sometido a indecibles sufrimientos- el drama de una expectativa que parece no acabar nunca, de un goce que no parece satisfacer nunca del todo. Eso es lo que pretende afirmar Pablo cuando escribe: «Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza» (v. 24). Como la adopción filial (cf. v. 15), también nuestra salvación está ya adquirida, aunque esperamos todavía su plena realización. Nuestra tarea, concluye el apóstol, consiste en perseverar mientras esperamos.
Evangelio: Lucas 13,18-21 En aquel tiempo, 18 Jesús añadió: -¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué lo compararé? 19 Es como un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerto; creció, se convirtió en árbol y las aves del cielo anidaron en sus ramas. 20 De nuevo les dijo: -¿Con qué compararé el Reino de Dios? 21 Es como la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.
*»• Según algunos exégetas, las parábolas del grano de mostaza y de la levadura expresan el mismo mensaje: el que se desprende del contraste entre el punto de partida, pequeño e insignificante, y el punto de llegada, grande e imponente. Alguno advierte también que el contraste puede ser considerado desde dos puntos de vista diferentes: o bien desde el lado de lo que es pequeño, la semilla (éste sería el punto de vista del Jesús histórico, y en este caso se derivaría una invitación a la confianza, al valor y a la esperanza), o bien desde el lado de lo que es grande, el árbol (y éste sería el punto de vista del evangelista, que cuenta la parábola actualizándola para sus destinatarios, o sea, para una comunidad de fieles que ya está un tanto extendida). Sin embargo, tal vez nos quede aún algo por descubrir. En efecto, Lucas, en su relato, no insiste propiamente en el contraste entre la semilla pequeña y la planta grande -como parecen hacer Marco y Mateo-, sino más bien en la idea del crecimiento. Éste demuestra para Lucas la realización de una profecía, y esta afirmación de Jesús, en la pluma del evangelista, se convierte en el anuncio de un cumplimiento mesiánico. En perspectiva podría corresponder a la expansión del Evangelio entre los paganos y esto constituiría un maravilloso puente lanzado por Lucas entre las dos partes de su obra (el tercer evangelio y los Hechos de los apóstoles). En efecto, con el don del Espíritu Santo y con el don de la predicación apostólica, la Palabra de Dios se difundirá por el mundo y se propagará entre los hombres la única fe en el Señor Jesús. Es de utilidad subrayar que a través de la parábola, como a través de un espejo, es posible entrever el paso de la situación del ministerio público de Jesús, marcado por unos comienzos sencillos y pobres, a la situación de la Iglesia primitiva, en la cual, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, la pequeña semilla lanzada por Jesús ha empezado a crecer extendiéndose por el mundo y arraigando en el corazón de los hombres.
MEDITATIO También entre las dos lecturas de la liturgia de la Palabra de hoy parece que podemos entrever una no débil analogía. En efecto, por una parte, Pablo abre la vida cristiana a la perspectiva de un futuro que será la plena manifestación del don de Dios: a esto nos sentimos llamados y orientados por el don de la esperanza que nos sostiene a lo largo del camino, aunque esta perspectiva no elimina el dolor de la peregrinación terrena. Por otra parte, con las parábolas del grano de mostaza y de la levadura, Jesús nos deja entrever que el Reino de Dios anunciado e inaugurado por él tendrá un crecimiento y unos desarrollos inauditos, humanamente imprevisibles, pero, a buen seguro, realizables. Nos parece entrever una gran lección de vida en este horizonte, un horizonte abierto a todo creyente por la fe en Cristo. Es la lección que se desprende de esa pequeña aunque selecta semilla que es la esperanza, «la más pequeña pero la más preciosa de todas las virtudes», que diría Charles Péguy. La segunda virtud teologal, que está estrechamente emparentada con la fe y es preludio de la caridad, es capaz, en efecto, de lanzar puentes invisibles, pero reales, entre este presente histórico y el futuro escatológico, entre la experiencia que consumamos «en este valle de lágrimas» y el don que nos está asegurado en la patria celestial, entre las luchas que debemos sostener aquí abajo y la «corona de gloria» que nos espera allá arriba. Desde esta perspectiva, debemos reflexionar también sobre el significado exacto de la expresión «Reino de Dios», con la que son introducidas las dos parábolas evangélicas. Ese Reino ha sido inaugurado por la presencia, por la palabra y por las acciones de Jesús, pero se realizará plenamente cuando el mismo Hijo entregue todo y a todos a Dios, su Padre. Por consiguiente, la indicada con la expresión «Reino de Dios» es una realidad escatológica. Sólo Jesús puede decir que es un anticipo auténtico y una realización personal de la misma. Todo lo demás es sólo indicio y figura. Lo dice también con claridad el Concilio Vaticano II cuando afirma, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, que «la Iglesia es germen e inicio del Reino de Dios» {Lumen gentium 5).
ORATIO Oh Señor, sembrar -y esto es algo que nos enseña la experiencia- requiere atención para que el terreno sea fértil, vigilancia para que las malas hierbas no ahoguen la semilla, paciencia porque el desenlace no es seguro hasta la cosecha. Hacer fermentar la masa también es un trabajo comprometedor, pleno de delicadeza y de cuidados para que, por medio del calor propicio y el tiempo necesario, aumente el volumen de la masa y no quede sin fermentar. Lo mismo supone trabajar por ti y por las almas. Ahora bien, tu mandato, oh Señor, es mucho más radical: es preciso que nos convirtamos en semilla y en levadura. Y esto es algo que me hace temblar, porque debo hacer la parte que me corresponde, pero requiere, sobre todo, entrega total, transformación profunda y muerte para dar comienzo a nuevas vidas. Oh Señor, dame coraje para no desertar, dame fuerza para perseverar, dame celo para hacer florecer tu amor en esa parte del mundo en la que no ha fermentado la levadura. Señor, dame esperanza para entrever tu gloria junto con mis hermanos y hermanas.
CONTEMPLATIO Yo tengo plena conciencia de que es a ti, Dios Padre omnipotente, a quien debo ofrecer la obra principal de mi vida, de suerte que todas mis palabras y pensamientos hablen de ti. Y el mayor premio que puede reportarme esta facultad de hablar que tú me has concedido es el de servirte predicándote a ti y demostrando al mundo, que lo ignora, o a los herejes, que lo niegan, lo que tú eres en realidad: Padre; Padre, a saber, del Dios unigénito. Y aunque es ésta mi única intención, es necesario para ello invocar el auxilio de tu misericordia, para que hinches con el soplo de tu Espíritu las velas de nuestra fe y nuestra confesión, extendidas para ir hacia ti, y nos impulses así en el camino de la predicación que hemos emprendido. Porque merece toda confianza aquel que nos ha prometido: «Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá». Somos pobres, y por eso pedimos que remedies nuestra indigencia; nosotros ponemos nuestro esfuerzo tenaz en penetrar las palabras de tus profetas y apóstoles y llamamos con insistencia para que se nos abran las puertas de la comprensión de tus misterios, pero el darnos lo que pedimos, el hacerte encontradizo cuando te buscamos y el abrir cuando llamamos, eso depende de ti. Cuando se trata de comprender las cosas que se refieren a ti, nos vemos frenados por la pereza y la torpeza inherentes a nuestra naturaleza y nos sentimos limitados por nuestra inevitable ignorancia y debilidad, pero el estudio de tus enseñanzas nos dispone para captar el sentido de las cosas divinas, y la sumisión de nuestra fe nos hace superar nuestras culpas naturales. Confiamos, pues, que tú harás progresar nuestro tímido esfuerzo inicial y que, a medida que vayamos progresando, lo afianzarás y que nos llamarás a compartir el espíritu de los profetas y apóstoles; de este modo, entenderemos sus palabras en el mismo sentido en el que ellos las pronunciaron y penetraremos en el verdadero significado de su mensaje. Nos disponemos a hablar de lo que ellos anunciaron de un modo velado: que tú, el Dios eterno, eres el Padre del Dios eterno unigénito, que tú eres el único no engendrado y que el Señor Jesucristo es el único engendrado por ti desde toda la eternidad, sin negar, por esto, la unicidad divina ni dejar de proclamar que el Hijo ha sido engendrado por ti, que eres un solo Dios, confesando, al mismo tiempo, que el que ha nacido de ti, Padre, Dios verdadero, es también Dios verdadero como tú. Otórganos, pues, un modo de expresión adecuado y digno, ilumina nuestra inteligencia, haz que no nos apartemos de la verdad de la fe; haz también que nuestras palabras sean expresión de nuestra fe, es decir, que nosotros, que por los profetas y apóstoles te conocemos a ti, Dios Padre, y al único Señor Jesucristo, y que argumentamos ahora contra los herejes que esto niegan, podamos también celebrarte a ti como Dios en el que no hay unicidad de persona y confesar a tu Hijo, en todo igual a ti (Hilario de Poitiers, De Trinitate I, 37ss, en PL 10,48ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará» (Rom 8,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La condición humana es siempre una condición situada en un espacio: en un espacio y en un tiempo, en un límite más allá del cual se advierte la ausencia y lo desconocido. La tensión que mueve o que «espera» el futuro está, por tanto, al menos en cierto sentido, fuera de su alcance. «Lo que es esperado, en sentido estricto, está sustraído al poder de aquel que espera. Nadie dice que espera lo que él mismo puede hacer o provocar». Precisamente a este respecto, santo Tomás decía que el objeto de la esperanza es siempre algo «arduo». Por otra parte, no se puede decir que el objeto de la esperanza esté infundado del todo; en tal caso, deberíamos hablar de mera ilusión y, en última instancia, de desesperación. «La esperanza -decía Descartes- es una disposición del alma que la persuade de que vendrá lo que desea.» ¿En qué se basa esta persuasión? ¿En la simple probabilidad del objeto o en la magnanimidad de aquel que nos lo puede dar? Ahora bien, en ese caso, deberemos hablar más propiamente de deseo y de carencia: el deseo, como nos hace ver su derivación de sidus, es un «esperar desde las estrellas» y, al mismo tiempo, «una pérdida de la constelación que nos guiaba por el mar», un «dejar de ver», un «sentir y echar de menos la carencia» y un no ser capaz de «orientarse». La esperanza, en cambio, está sostenida en el fondo por la confianza: puede esperar también lo que parece, que tal vez es imposible, pero, mientras espera, apunta a una determinada certeza, a una confianza que ya es comunión con lo que ha de venir. Esperando -como ha señalado G. Marcel- contribuyo a «preparar», dispongo el camino a lo que ha de venir y, en cierto modo, participo ya de ello. «No es que, hablando con propiedad, atribuya yo una eficacia causal al hecho de esperar o desesperar. La verdad es más bien que, al esperar, tengo conciencia de reforzar, y desesperando o simplemente dudando tengo conciencia de soltar, de aflojar, cierto vínculo que me une a lo que está en causa» (V. Melchiorre, Sulla speranza, Brescia 2000, pp. 15-17).
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Miércoles de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,26-30 Hermanos: 26 Asimismo, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. 27 Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes según su voluntad. 28 Sabemos, además, que todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios. 29 Porque a los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, llamado a ser el primogénito entre muchos hermanos. 30 Y a los que desde el principio destinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en camino de salvación; y a quienes puso en camino de salvación, les comunicó su gloria.
**• Sin oración, la vida cristiana no es digna de este nombre, sino que se disuelve en una serie de experiencias que desgarran el corazón y crean confusión en la mente. San Pablo se encarga en esta página no sólo de recomendarnos el compromiso de la oración, que sigue al don que hemos recibido, sino de consolidar antes aún en nosotros la convicción de que la oración no es cualquier cosa para un cristiano, y mucho menos un compromiso que debamos atender, sino que es, sobre todo, la respiración de la vida nueva, la manifestación de una espiritualidad que invade toda la vida; es el acto de sumo abandono y de suma confianza en aquel que esnuestro Padre. Todo esto lo expresa san Pablo de diferentes maneras: en primer lugar, diciendo que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (v. 26). Es como decir que, por nosotros mismos, no podemos ni tomar la iniciativa de la oración ni llenarla de peticiones dignas de Dios. Frente a esta incapacidad nuestra, he aquí que interviene el mismo Espíritu de Dios, que «intercede» por nosotros y gime con nosotros. Por eso, la oración del cristiano es una acción exquisitamente «espiritual»: porque nace del Espíritu, está sostenida por el Espíritu y animada por el Espíritu. El apóstol Pablo afirma aún que «Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes según su voluntad» (v. 27). Por consiguiente, tenemos dos intercesores ante Dios: Jesús, el único mediador, y el Espíritu, el otro consolador. En consecuencia, el que ora no lo hace nunca solo, aunque se encuentre en la más absoluta soledad. La compañía que nos procuran Jesús y el Espíritu Santo otorga a nuestra oración una eficacia absolutamente especial, una orientación segura y una intensidad maravillosa. Al orar, el cristiano se hace consciente no sólo de los dones que ha recibido, sino también de los que recibirá. De ahí que san Pablo concluya esta página de su Carta a los Romanos trazando el camino de toda vida cristiana: desde la predestinación a la llamada, desde la llamada a la justificación, desde la justificación a la glorificación.
Evangelio: Lucas 13,22-30 En aquel tiempo, 22 mientras iba de camino hacia Jerusalén, Jesús enseñaba en los pueblos y aldeas por los que pasaba. 23 Uno le preguntó: -Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús le respondió: 24 -Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. 25 Cuando el amo de casa se levante y cierre la puerta, vosotros os quedaréis fuera y, aunque empecéis a aporrear la puerta gritando: «¡Señor, ábrenos!», os responderá: «¡No sé de dónde sois!». 26 Entonces os pondréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas». 27 Pero él os dirá: «¡No sé de dónde sois! ¡Apartaos de mí, malvados!». 28 Entonces lloraréis y os rechinarán los dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera. 29 Pues vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, a sentarse a la mesa en el Reino de Dios. 30 Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos.
**• Otro personaje anónimo se cruza en el camino de Jesús mientras se dirige hacia Jerusalén. Le plantea una pregunta a primera vista ociosa que, sin embargo, hará de hilo conductor en los episodios evangélicos narrados en esta sección de Lucas: «¿Quién acoge el anuncio del Reino de Dios? ¿Quién se abre verdaderamente a su novedad? ¿Quién está dispuesto a conjugar su vida con la propuesta de salvación que trae Jesús a la humanidad? La respuesta, en apretada síntesis, suena así: «Sucederá lo contrario de lo que pensáis: muchos de los que creéis que serán los primeros serán los últimos». El discurso de Jesús comienza con una afirmación clara y distinta: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (v. 24). Como podemos ver, no ofrece una respuesta directa a la pregunta que le han planteado, sino que invita a una asunción plena de responsabilidades, al compromiso total, a la lucha abierta (icf. Asimismo Lc 16,16). De una manera casi insensible, el discurso pasa del género literario exhortativo-parenético al género literario parabólico. En consecuencia, se nos invita, como siempre, a interpretar la parábola para comprender plenamente el sentido de la exhortación. Es fácil percibir el hecho de que Jesús se refiere aquí a los judíos de su tiempo: nótese en particular el cambio de sujeto: «vosotros os quedaréis fuera y, aunque empecéis a aporrear la puerta...» (w. 25ss). Para Mt 7,22, los que están fuera son los malos cristianos; para Lucas, sin embargo, son los judíos del tiempo de Jesús, que han desatendido su invitación a la conversión y opusieron una clara negativa a su propuesta de salvación. En esta parábola de Jesús podemos ver también una profecía, extremadamente importante para una interpretación teológica de la historia, relacionada no sólo con la exclusión de los judíos -parcial, temporal y providencial del Reino, sino también con la conversión de los paganos. De este modo, encuentran un decidido mentís y se da la vuelta a todas las opiniones que corrían entre los judíos del tiempo de Jesús.
MEDITATIO La oración es un don del Espíritu Santo que ora en nosotros siempre, que ora en todo el cosmos. De esta realidad sólo puede convencerse quien, liberándose del embarazoso fardo de los razonamientos complicados, se abandona a la aventura del Espíritu, acepta rebasar los confines de lo sensible, de lo que se puede experimentar, y entra en la tierra de lo inexpresable y de lo inaprensible. Se trata de una realidad que sólo puede ser comprendida, incluso vivida, por los pobres de espíritu. Lo indispensable para orar es, por tanto, tener un alma de pobre. Así pues, si con excesiva frecuencia nos encontramos en dificultades con la oración, es probable que la causa se encuentre en la inconsistencia de la fe, en la superficialidad de nuestra vida, en nuestra desmemoria crónica: no somos conscientes de que hemos sido hechos capaces -como hijos de Dios- de orar en el Espíritu del Hijo unigénito. El cristiano recibe, en efecto, del Espíritu la capacidad de expresarse a sí mismo. Entonces la oración se le vuelve algo connatural y no tiene miedo de que su voz vaya a chocar contra una barrera de silencio, puesto que no duda del amor del Padre, ni siquiera cuando le parece callar. El silencio de Dios es también, en efecto, una respuesta. Cuando nosotros deseemos y pidamos cosas equivocadas, el Padre nos escuchará dándonos no lo que pedimos, sino lo que es verdaderamente un bien para nosotros. Los rasgos particulares del hombre que vive según el Espíritu son la humildad y la oración incesante, la fuerza y la dulzura de la caridad, la paz y la alegría; con todo, esta fisonomía no se adquiere de una vez para siempre: está en continuo perfeccionamiento. El grito de la oración -cargado con toda la angustia y la esperanza humana- es la más alta profesión de fe en aquellos en quienes no está contristado el Espíritu. Y el hombre de hoy tiene más necesidad que nunca de que haya alguien a quien pueda llamar «Padre», para darse cuenta de que no es simplemente el resultado de un largo proceso biológico, sino el fruto del amor de un Dios que le ha amado y querido personalmente desde siempre y para siempre.
ORATIO Oh Señor, les has invitado a seguirte por el camino de la cruz, pero temieron por sus hombros de cristal. Les exhortaste a convertirse según el radicalismo evangélico, pero la promesa estaba desproporcionada respecto a la renuncia. Les señalaste un sendero estrecho y difícil, pero les sedujo la autopista amplia y cómoda. Y ahora llaman tus ovejas, pero tu puerta permanece cerrada. Oh Señor, he visto venir a miserables desde todas partes de tu Reino: sucios, harapientos, gente cargada con pesados fardos; he visto a gente de toda edad, lengua y color con fardos de hambre, duras injusticias, persecuciones y guerras. Tus «bienaventurados» han llamado y tu puerta se ha entornado. Oh Señor, son muchos los que todavía se están acercando: llevan banderas diferentes, profesan religiones nunca oídas, se consideran paganos, indiferentes, no creyentes, y los lleva arrastrados la corriente tortuosa del mundo. Sedientos de verdad, buscadores de sentido, llaman a la puerta y tu puerta se abre. Oh Señor, no se salvan los que se consideran elegidos, sino aquellos que te buscan con corazón sincero y hacen tu voluntad.
CONTEMPLATIO El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con él, y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción. Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota si le dedicamos mucho tiempo. La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el apóstol: «Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma. Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, para preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma (Juan Crisóstomo, Homilía sexta, sobre la oración, en PG 64, cois. 461-465).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Asimismo, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rom 8,26).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Los escritos evangélicos nos dicen que Cristo oró como oraba un judío creyente y fiel a la ley. Desde la infancia, con sus padres, y más tarde, con sus discípulos, acostumbraba ir en peregrinación a Jerusalén en los tiempos prescritos, para participar en las grandes solemnidades que se celebraban en el templo. Es seguro que cantó con fervor, ¡unto con los suyos, himnos de júbilo en los que empezaba a manifestarse la alegría de los peregrinos: «Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor» (Sal 121,1). Recitó las antiguas plegarias de bendición sobre el pan, el vino y los frutos de la tierra, como todavía hacemos hoy. Esto lo sabemos por el relato de su última cena con los discípulos, una ceremonia destinada precisamente a cumplir uno de los deberes religiosos más santos: la solemnidad de la cena de pascua, memorial de la liberación de la esclavitud en Egipto. Y tal vez esta última reunión de Jesús con los suyos es precisamente la que nos proporciona la visión más profunda de la oración de Cristo y la que constituye la clave que nos introduce en la oración de la Iglesia. La bendición y la distribución del pan y del vino formaban parte del rito de la cena pascual. Pero ahora tanto una como otra asumen un sentido completamente nuevo. Aquí tuvo su comienzo la vida de la Iglesia. Esta aparecerá, ciertamente, como comunidad espiritual y visible sólo en pentecostés. Sin embargo, aquí, en la cena de pascua, se lleva a cabo el injerto del sarmiento en la vid que hará posible la efusión del Espíritu. Las antiguas oraciones de bendición se vuelven, en los labios de Cristo, palabras creadoras de vida (E. Stein, Das Gebet der Kirche, Colonia 1965, pp. 7-9).
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Jueves de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,31b-39 Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? 32 El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él? 33 ¿Quién acusará a los elegidos de Dios, si Dios es el que salva? 34 ¿Quién será el que condene, si Cristo Jesús ha muerto; más aún, ha resucitado y está a la derecha de Dios intercediendo por nosotros? 35 ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? 36 Ya lo dice la Escritura: Por tu causa estamos expuestos a la muerte cada día: nos consideran como ovejas destinadas al matadero. 37 Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas. 38 Y estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, 39 ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
*+• La última parte del capítulo 8 de la carta de Pablo a los cristianos de Roma puede ser considerada como un himno al amor de Dios que se ha manifestado plenamente en Cristo Jesús. Es seguro que Pablo no hubiera podido componerlo si no hubiera tenido una experiencia personal y singular de este amor: esa experiencia fue exactamente la de Damasco, de la que Dios salió vencedor y Pablo vencido. Como es obvio, se trata de una victoria que ennoblece al mismo tiempo al vencedor y al vencido. El misterio pascual constituye, una vez más, el punto de partida de esta página paulina: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros...» (v. 32). La expresión nos recuerda claramente el sacrificio de Isaac narrado en Gn 22,1-22 y saca a la luz del día el misterio que Pablo recuerda aquí por enésima vez. Los frutos de esta victoria de Dios sobre Pablo también se hacen sentir, obviamente, en nuestra vida. En efecto, en un determinado momento, Pablo afirma: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (y. 35), y a partir de aquí usará la primera persona del plural. De ahí que los frutos del amor de Dios para nosotros sean la plena justificación ante Dios y por parte de Dios; la plena comunión con Dios en Cristo Jesús; la plena superación de todo lo que de cualquier modo pudiera o quisiera separarnos de Dios y de Cristo; la plena confianza en poder continuar y llevar a término nuestro caminar en la fe, la esperanza y la caridad; la plena certeza de que la victoria de Dios ha comenzado ya en nuestra vida y se irá perfeccionando a medida que camine hasta su término final. En un arranque espiritual y poético, Pablo escribe: «Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas» (v. 37). Vencer holgadamente: ésta es la experiencia del cristiano cuando se confía plenamente al amor de Dios, que se nos ha manifestado y comunicado en Cristo.
Evangelio: Lucas 13,31-35 Aquel día, 31 se acercaron unos fariseos y le dijeron: -Sal, márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte. 32 Jesús les dijo: -Id a decir a ese zorro: Sábete que expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y que al tercer día acabaré. 33 Por lo demás, hoy, mañana y pasado tengo que continuar mi viaje, porque es impensable que un profeta pueda morir fuera de Jerusalén. 34 ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas y no habéis querido. 35 Pues bien, vuestra casa se os quedará desierta. Y os digo que ya no me veréis hasta que llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor.
**• Sabemos (cf. Lc 9,5 lss) que Jesús va de camino hacia Jerusalén: ante él se perfila ahora con claridad la meta del Calvario como lugar en el que podrá ofrecerse a sí mismo a Dios en sacrificio de amor por toda la humanidad. Nada puede apresurar o retrasar «la hora» en la que Jesús consumará su misión: ni Herodes, ni Pedro, ni otros. Lo que Jesús tiene que hacer pretende llevarlo a cabo con plena determinación y total libertad. Jesús manda decir a «ese zorro» de Herodes, aunque sea con términos velados, que todo lo que él hace lo lleva a cabo desde la perspectiva pascual. Como todo auténtico profeta, Jesús no puede morir fuera de Jerusalén, por lo que debe subir a ella por fidelidad a su misión y por amor a nosotros. Viene, a continuación, un doloroso lamento de Jesús sobre Jerusalén (w. 34ss), un lamento-profecía abierto también a las perspectivas de un futuro inmediato. Jesús quisiera hacer de Jerusalén un signo de reconciliación, paz y unidad, pero ella realiza gestos de violencia y división. La profecía de Jesús tiene dos momentos: uno negativo, en el cual, como ya hiciera el profeta Jeremías (Jr 12,7), predice la ruina de Jerusalén y de sus habitantes, a pesar de amarlos intensamente, y otro positivo (cf. Sal 118,26), que parece aludir a la conversión de Israel en referencia al fin de los tiempos.
MEDITATIO ¡Qué alegría saber que Dios está a nuestro favor! Se ha puesto a nuestro favor de una manera tan decidida que nos ha dado a su Hijo único; por eso, con san Pablo, podemos cantar un himno vigoroso a este amor del que nada podrá separarnos jamás. El apóstol enumera una lista de fuerzas hostiles a nuestra unión con Cristo, para afirmar que no son capaces de alejarnos de él. Ahora bien, ¿es verdad que no hay ninguna situación que nos impida la unión con Cristo? En realidad, es preciso admitir que no lo conseguirán nunca las cosas exteriores, pero sí hay alguien que nos puede alejar de Jesús: nosotros mismos. Dios, en Cristo, ha optado por estar siempre con nosotros, pero nosotros somos libres y, con frecuencia, no queremos estar con él. El evangelio nos habla de gente que dice a Jesús: «Vete». Jerusalén no acogió a su Salvador. El rechazo puede asumir en nosotros muchas formas y grados diferentes, porque se trata de responder con amor al amor que se nos ofrece, y nosotros vacilamos a menudo entre el sí y el no, calculamos en vez de acoger gratuitamente el don y gozar de él. Tal vez estemos tan habituados a nuestras tristezas, a nuestras pequeñas medidas, que nos da miedo la gran alegría de Dios. En vez de dejarnos inundar por la luz del amor ponemos una pantalla que intenta reducirlo a nuestro alcance. Meditemos a fondo sobre este hermoso texto, repitámonos que Dios está a nuestro favor, que somos «más que vencedores, en virtud de aquel que nos ha amado», y que nada nos podrá separar del amor de Cristo. Así también cambiará nuestro rostro: mirándole nos volveremos radiantes y también llegará la luz a nuestros hermanos, les llegará el amor.
ORATIO Señor Jesús, ni Pedro ni Herodes consiguieron disuadirte de cumplir tu misión según la voluntad del Padre: haz que tampoco yo me deje hipnotizar nunca por los muchos títulos y por el tentador. Señor Jesús, tú dijiste siempre sí y sin demora cada vez que el Padre te lo pedía: haz que yo también sea capaz de vivir el presente con empeño y responsabilidad, porque «nada es seguro mañana». Señor Jesús, viviste intensamente el espacio temporal de tus treinta y tres años: haz que también yo valore bien el tiempo que, de manera inexorable, huye llevándose consigo estaciones y años. Oh Señor, lo hiciste todo extraordinariamente bien: encuentros, diálogos y curaciones: haz que también yo sepa rechazar una vida cotidiana monótona y trivial, para no malgastar mi vida con sueños que no duran más de un día. Señor Jesús, tú lanzaste un grito acongojado sobre Jerusalén, reacia a tus invitaciones y a tus amenazas: haz que también yo responda seriamente a tu llamada dando sabor de eternidad a mi vida.
CONTEMPLATIO Job, en cuanto nos es dado a entender, hermanos muy amados, era figura de Cristo. Tratemos de penetraren la verdad mediante la comparación entre ambos. Job fue declarado justo por Dios. Cristo es la misma justicia, de cuya fuente beben todos los bienaventurados; de él, en efecto, se ha dicho: Los iluminará un sol de justicia Job fue llamado veraz. Pero la única verdad auténtica es el Señor, que dice en el evangelio: Yo soy el camino y la verdad. Job era rico. Pero ¿quién hay más rico que el Señor? Todos los ricos son siervos suyos, a él pertenece todo el orbe y toda la naturaleza, como afirma el salmo: Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes. El diablo tentó tres veces a Job. De manera semejante, como nos explican los evangelios, intentó por tres veces tentar al Señor. Job perdió sus bienes. También el Señor, por amor a nosotros, se privó de sus bienes celestiales y se hizo pobre, para enriquecernos a nosotros. El diablo, enfurecido, mató a los hijos de Job. Con parecido furor, el pueblo farisaico mató a los profetas, hijos del Señor. Job se vio manchado por la lepra. También el Señor, al asumir carne humana, se vio manchado por la sordidez de los pecados de todo el género humano. La mujer de Job quería inducirle al pecado. También la sinagoga quería inducir al Señor a seguir las tradiciones corrompidas de los ancianos. Job fue insultado por sus amigos. También el Señor fue insultado por sus sacerdotes, que debían darle culto. Job estaba sentado en un estercolero lleno de gusanos. También el Señor habitó en un verdadero estercolero, esto es, en el cieno de este mundo y en medio de hombres agitados como gusanos por multitud de crímenes y pasiones. Job recobró la salud y la fortuna. También el Señor, al resucitar, otorgó a los que creen en él no sólo la salud, sino la inmortalidad, y recobró el dominio de toda la naturaleza, como él mismo atestigua cuando dice: Todo me lo ha entregado mi Padre. Job engendró nuevos hijos en sustitución de los anteriores. También el Señor engendró a los santos apóstoles como hijos suyos, después de los profetas. Job, lleno de felicidad, descansó por fin en paz. Y el Señor permanece bendito para siempre, antes del tiempo y en el tiempo, y por los siglos de los siglos (Zenón de Verona, Libro II, tratado 15, en PL 11, cois. 441-443).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas» (Rom 8,37).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Todos los santos padres nos dicen a una: «Lo primero que tienes que meterte en la cabeza, de una manera absoluta, es que no debes apoyarte nunca en ti mismo. El combate al que debes hacer frente es extraordinariamente arduo, y tus solas fuerzas humanas son absolutamente insuficientes para desarrollarlo. Si te fías de ti mismo, caerás inmediatamente en tierra y perderás todo deseo de continuar la lucha. Sólo Dios puede darte la victoria que deseas». Resolverse así a no poner ninguna confianza en nosotros mismos representa para muchos un serio obstáculo que les impide empezar de una vez por todas. Debemos despojarnos, por consiguiente, de esta confianza exagerada que tenemos en nosotros mismos. Esta confianza está con frecuencia tan arraigada en nosotros que ni siquiera nos damos ya cuenta del imperio que ejerce sobre nuestro corazón. Es precisamente nuestro egoísmo, nuestra preocupación por nosotros mismos, nuestro amor propio, la causa cíe todas nuestras dificultades, de nuestra falta de libertad interior en las pruebas, de nuestras contrariedades, de nuestros tormentos del alma y del cuerpo. Lanza una mirada sobre ti mismo y verás hasta qué punto estás engatusado por el deseo de complacer a tu «yo» y sólo a él. El sentimiento de disgusto que experimentas cuando alguien te contradice te permite constatarlo fácilmente. Vivimos así como esclavos. Ahora bien, «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad». A partir de ahora debes pensar que todo lo que te pasa, sea o no importante, te lo envía Dios para ayudarte en la lucha. Sólo él sabe lo que necesitas y lo que te es menester en el momento presente: adversidad o prosperidad, tentación o caída. Nada sucede por casualidad; no hay ningún acontecimiento del que no tengas que aprender algo. Debes comprender bien esto desde ahora, porque de este modo crecerá tu confianza en el Señor, a quien has elegido seguir (T. Colliander, // cammino dell'asceta, Brescia 1987, pp. 8-14, passim [edición española: El sendero de los ascetas, Monte Carmelo, Burgos 2000]).
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